Está en la página 1de 224

Gonzalo España
El caso Mondiú '

Narrativa/ A' o veia N egra


Ediciones B
Gonzalo España nació en Bucaraman-
ga en 1945. Realizó estudios de economía en
la Universidad de Antioquia. Ha dedicado su
vida a la historia, incursionando en la narrativa
de carácter histórico y policiaco. Ha publicado
Humboldt, el muchacho de la Cruz del Sur,
Mutis, el sabio de la vacuna, Leyendas de mie­
do y espanto, Cinco disparos y una canción,
Prodigios de la flora y la fauna. Relatos de la
Conquista y La Biblioteca, entre otros.
Gonzalo España

EL CASO MONDIÚ

Barcebm • Bogotá • Buenos Aires • Caricas1 Madrid ■ México • Montevideo • Santiago de Chile
1

1“ edición: mayo 2011


© Gonzalo España, 2011
© Ediciones B Colombia S.A., 2010
Cta 15 N° 52A • 33 Bogotá D.C (Colombia)
www.edicionesbcom.co

Director editorial: Alfonso Carvajal Rueda


Diseño de carátula; Diego Martínez Cclis
Diagramación: María López < llave
Corrección de estilo! Alvaro Carvajal Rozo

ISBN: 978-958-8294-91 -9
Depósito legal: Hecho
Impreso en Colombia - printed in Colombia
Impreso por. Nomos Impresores •

DIGITALIZADO POR PIRATEA Y DIFUNDE.


SE ALIENTA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL DE
ESTA OBRA SIN PERMISO.
VIVA LA PIRATERÍA COMO FORMA DE RESISTENCIA
CONTRA LA PROPIEDAD PRIVADA DE LAS IDEAS.
ANTI COPYRIGHT
Conoceré al asesino cuando conozca la víctima.
Georges Simenon, El difunto filántropo.
INDICE

Capítulo primero
Frutas de temporada / 10

Capítulo segundo
Música de temporada / 51

Capítulo tercero
La orden del cojón rayado / 87

Capítulo cuarto
EL breviario de Chardelos de Lacros / 131

Capítulo quinto
Reflejo en una calva locuaz / 161

Capítulo sexto
EL club del buey Apis / 205

7
DEDICATORIA

Los crímenes literarios no podrían ser, ni el género policíaco


tampoco, sin el fundamental aporte del crítico, que es como el
forense interesado del caso. En Colombia, este género literario
estará siempre en deuda con e! profesor Hubert Poppel, autor
del primer grao sumario analítico, inquisitivo y literalmente
exhaustivo de las obras y autores policíacos en este país. Esta
novela quiere reconocer sus pesquisas, su paciencia y su ge­
nerosidad.

y
10
CAPITULO PRIMERO

Frutas de temporada

I
12
1

Salomón Ventura empezó a calar la peligrosa amenaza de


las mutaciones que se operaban en él, en su atormentado in­
terior, la noche que regresó a casa derrotado y herido por el
fracaso de uno de sus más dispendiosos trabajos -y en lugar de
consolarse leyendo las sentencias de Beccaria, de Ossorio, de
Sola Cañizares, de Rabasa, o de cualquiera otro de los grandes
tratadistas, en cuyos textos se había formado y a menudo ha­
llaba aliento para continuar- se encontró empacando la ropa,
con decisión de marcharse.
Por lo general, cada que llegaba a uno de estos extremos,
tomaba el teléfono para comunicarle a su esposa la decisión
de renunciar e iniciar el siempre aplazado regreso. Liz perci­
bía casi de inmediato su congoja. «¿Estás triste, verdad?», le
preguntaba con una velada dosis de satisfacción personal. La
pregunta provocaba una inmediata reacción defensiva. «No,
triste no, tal vez un poco cansado, la jornada ha estado muy
dura», decía forzando la voz, tratando de impedir que ella
captara esa evidente fragilidad quebradiza. Pero el registro de
su fortaleza tenía fisuras tan hondas que nada acallaba los ecos
del anunciado desastre. El colofón no tardaba en llegar. Liz,
una mujer de olfato muy fino, psicóloga profesional, captaba
el más mínimo cambio de clima, y nunca se mordía la lengua
para abstenerse de hablar: «Lo siento por ti, querido, este país
no lo arregla la probidad de un solitario y heroico funcionario».
La ironía intentaba remarcar un especial desinterés ante la
terca decisión de su esposo.
-¿Qué piensas que debería hacer?
—Te queda el honrado recurso de huir -respondía ella.
Con eso bastaba para que Salomón Ventura levantara de
nuevo la cabeza. «No voy a marcharme como denotado, no.
La guardia muere pero no se rinde».

B
-Esa no fue la frase del tal Cambronne -interpelaba la voz
del otro lado de la línea.
—¿No? ¿Entonces cuál fue?
-No lo tomes a mal, querido, pero la frase fue merde.
—Al diablo con el derrotismo.
El aforismo le quedaba bailando en la cabeza días enteros,
torturándolo, horadándolo. «El honrado recurso de huir». ¡Era
tan sabio, tan honesto! Acababa por olvidarlo con el tiempo,
cada que emprendía una nueva jornada con bríos renovados;
mas la imposibilidad de la justicia no tardaba en llevarlo a un
nuevo callejón sin salida.
No se trataba de que no se pudiera poner tras las rejas a un
asesino barato, a un uxoricida dementizado por un ataque de
celos, a un carterista de andén. Frente a esta clase de delitos, la
Fiscalía había adquirido una relativa eficacia, los delincuentes
comunes y corrientes atestaban las cárceles. Se trataba de que,
frente a lo grande, a lo oscuro, a lo ecuménicamente petju-
dicial y perverso, todos eran impotentes: la ley, la justicia, los
aparatos de control. Ante la corrupción administrativa que
drenaba a manos llenas las arcas del Estado, ante el crimen a
gran escala que operaba a través de la extorsión y el secuestro,
y tenía como blanco al ciudadano productivo y pacífico, ante
la justicia aplicada por manos privadas y ante muchas otras
grandes ignominias, no había nada qué hacer. Estas aberrantes
modalidades permanecían amparadas por un sistema infran­
queable, una muy evasiva pero conocida especie de Omerta, la
ley del silencio, la impunidad absoluta. Las investigaciones se
hundían en un laberinto sin salida cada que se internaban en
los dominios de las instituciones legales e ilegales que repre­
sentaban el poder del delito.
Vivir separado de una esposa a la que aún amaba, soportar
un clima en extremo tórrido y enervante, trabajar hasta el
agotamiento y no obtener resultados palpables era algo que

14
inevitablemente lo desmoralizaba. Pero más grave aún era
que sus grandes maestros de jurisprudencia ya no lograran
fortalecerlo. Estaba convencido de que, tarde que temprano,
la tozudez de no concederle razón a las ironías de Liz acabaría
por resquebrajarse. Terminaría aceptando la derrota.
Pero entonces Alcandora
* se las arreglaba para hacerle un
guiño en medio del infortunio, para lanzarle un aliento fresco
e inesperado, para detenerlo.
Estos guiños, estos dulces momentos de ternura, estas in­
esperadas lozanías, eran la estación de las frutas. Sus efluvios y
luminosidades lograban que Alcandora pareciera una ciudad
completamente distinta.
Las calles sucias y abochornadas del puerto, los pestilentes
mechones de la refinería que a toda hora aplastaban las cabezas
de los pobladores, las pobres y destartaladas barriadas, todo el
feo conjunto de un lugar concebido a contrapelo de lo más
esencial de la vida, continuaba allí, seguía siendo triste, seguía
dando miedo entrar y mirar. Salomón Ventura no entendía por
qué, habiendo sido fimdada en un valle ilimitado, al recodo
de un río majestuoso, donde la llanura caliente se extendía sin
fronteras hasta donde alcanzaba la vista, donde sobraban la luz,
el agua, el aire y la tierra, a sus moradores se les obligaba a vivir
en un pedazo de suelo donde a duras penas cabía un cuarto
de tablas, sin zona verde ninguna, con una sola puerta y una
sola ventana, en medio de un calor insufrible. «Esta penuria
física sólo puede dar cabida al delito», pensaba, y se decía una
y otra vez que Alcandora, antes que nada, lo que necesitaba
era un buen concepto de urbanismo.
Toda esa fealdad seguía allí, dominaba el paisaje de la ciudad,
la vida y la suerte de sus pobladores, los hundía y los manchaba;

• Alcandora: boguen o luí i muría que «e enriende a h orilla de un rio para indicar a los navegantes que eviten el
lugar, por razones de peligro

15
pero a ratos, en medio de los calores extremos, en medio del
sopor y la indolencia corporal, en medio de la incuria y la
derrota, estallaba la cornucopia del trópico.
Era la estación de las frutas, una faceta desconocida, atercio­
pelada y fragante, que ponía juventud en el alma: la naturaleza
reventando en cascada. Daba gusto oír corear por las calles las
uvas caimaronas,los verrugosos zapotes, las suculentas chirimoyas
silvestres, las guamas de gruesos estuches, los mangos dorados, los
nísperos arenosos que vendedores de espalda desnuda y brillante
arrastraban en grandes y vistosos arrumes, sobre zorras de palo.
Sólo el pescado tenía una estación semejante. Dos veces al
año, las calles del puerto mostraban los blancuzcos y tornasola­
dos manchones de escamas dejados a su paso por los buhoneros,
que donde eran requeridos para vender su mercancía estacio­
naban los carros de palo y pesaban, descamaban y trozaban.
Si el interesado se tomaba el trabajo de bajar hasta el muelle
encontraba ejemplares fuera de serie, pudiendo hacer el viaje
de regreso con un gran bagre a cuestas. Salomón Ventura había
contemplado la escena decenas de veces: parroquianos con un
gran bagre a la espalda, como en la etiqueta de los frascos del
aceite de hígado de bacalao. La imagen le recordaba un adagio
que inevitablemente aplicaba a su oficio de administrar justicia:
«con el bacalao al hombro».
Aun así, cualquier enojo resultaba pasajero en la estación
de las frutas, porque sus aromas exóticos, sus colores, sus tex­
turas y la suma de sus encantos poseían un poder especial, tan
nítido y refrescante, tan potenciador, que todo se asimilaba a
una fragante primavera. Un poder que emanaba de sus formas,
de sus pulpas fragantes, hasta de sus cáscaras calcinadas bajo
el sol. Igual ocurría en época de subienda, cuando la masiva
salazón de bagres y bocachicos, llevada a cabo en los playones
de la orilla, poma un olor picante en el aire, opacando el tufo
de los gases quemados en los mechones de la refinería.Todo

|6
esto hacía que la vida pareciera soportable, el clima se tornaba
casi benigno, la esperanza posible.
Salomón Ventura sabía, nadie necesitaba decírselo, que lue­
go de cuatro largos años de enervante labor, la Fiscalía Tercera
Delegada a su cargo no mostraba un balance positivo. Los altos
índices de criminalidad continuaban creciendo en el puerto.
Algunos incordios adicionales, como la avasalladora estupidez
de ciertos funcionarios, y la incuria de otros, completaban el
cuadro. Pero la estación de las frutas mitigaba estas asperezas y
desilusiones. Y aquel año, para mayor emoción, la del madroño
trajo una inesperada sorpresa.
Liz llamó muy de mañana, desde la capital. Su voz denotaba
una cierta fragilidad que él no tardó en advertir, aunque todavía
se hallaba un poco dormido. Le indagó si tenía algún problema.
—He perdido el trabajo —respondió ella, al borde del llanto.
—¿Qué harás ahora?
La respuesta lo dejó sentado en la cama.
-Tengo los nervios destrozados. He pensado que una tem­
porada a tu lado me caería bien.
—¡Acá! ¿En Alcandora?
Llevaban tres años separados. Era lógico que indagara pri­
mero por cosas como si existía otra mujer, o que al menos pre­
guntara si el clima estaba demasiado insalubre, pero se limitó a
permanecer callada al otro lado de la línea, aguardando a que él
tomara la iniciativa. Como buena psicóloga,era experta en silen­
cios e inflexiones. Salomón Ventura tuvo una bonita ocurrencia:
-Estamos en plena estación de las frutas. Creo que eso va
a gustarte.
2

Los siguientes días se le vio despejado y ufano, dueño de


un entusiasmo contagioso. Valeria, cuyas agudas antenas le

17
permitían seguirlo desde su puesto de trabajo, lo sorprendía a
ratos silbando por lo bajo.
Pero no sólo se mostraba contento, sino inusualmente co­
municativo. Contra su reserva habitual, comentaba con cierta
ligereza las incidencias de los procesos, dejando escapar una que
otra apreciación, generalmente lapidaria: «Este asunto quedará
impune, el inspector Mondragón actuó aquí como un asno
vendado». «¡Pobre acusado! ¡Su abogado sabe tanto de derecho
como de arameo,y debe estar cobrándole una millonada!». Fra­
ses y comentarios de este jaez no se le habían escuchado nunca,
eran una clara muestra de su repentina e inusitada extroversion.
Una mañana soltó a Valeria la causa de su buen humor.
—La señora Liz de Ventura está llegando -explicó—. Me en­
cuentro un poco nervioso, porque ha dicho que viene a quedarse.
Valeria puso todo el empeño de su espontánea sencillez
en mostrarse emocionada, en fingir una alegre sorpresa y una
sincera complacencia, y al mismo tiempo en aplaudir el suceso,
con tan mala fortuna que en el esfuerzo por no traicionar sus
verdaderos sentimientos estuvo a punto de perder el control.
Le temblaron las manos, le estalló un tic incontrolable en las
comisuras de la boca, le titilaron los párpados como si se le
hubiera estrellado una mugre en la córnea. Por suerte, el fiscal
Ventura no captaba con facilidad los detalles de las cosas que
no le interesaban. La oficina continuó su ritmo normal.
El único cambio perceptible tuvo lugar en las flores, en el
tono de las flores que Valeria llevaba todos los días al despacho,
para adornar el florero del escaparate de los libros de juris­
prudencia. Los arrebolados brochazos de los platanillos, de las
madreselvas y de los búcaros silvestres dieron paso al blanco
apagado y azuloso de las azucenas y otras flores de capilla. Sobra
decir que se trataba de una selección absolutamente incons­
ciente. La sutileza pasó desapercibida al fiscal lo mismo que a
ella, ocupada en el trabajo con la misma disciplina de siempre.

IX
Pero el día que su jefe salió con rumbo al aeropuerto, para
recoger a la esposa que llegaba, sin saber por qué, sin atreverse
siquiera a considerar la causa de su pesadumbre, la pobre se
encontró llorando a lágrima viva.

Todo cambió en forma inimaginable con la llegada de Liz.


Las pilas de expedientes acumulados en los anaqueles, mu­
das efigies de la esterilidad judicial represada, carga imposible
de soportar en las espaldas, adquirieron de repente la inespe­
rada dignidad de los viejos archivos. La lentitud del engranaje
judicial, en lugar de atormentarlo como el torniquete de un
garrote vil que le presionara una vértebra cervical, le brindó
de pronto una complicidad exquisita. El tiempo volvió a ser
generoso, la vida fluyó suavemente, sin importar si los procesos
tenían o no solución, si llegaban o no a su fin.
Aquello había empezado a ocurrir desde el momento mis­
mo en que Liz desembocó por la escalerilla del avión, cuando
al poner un pie afuera de la nave el aletazo del calor entrapó
su blondo y suave cabello, esponjándolo y desparramándolo
encima de su cabeza, a la manera de un afro pasado de moda,
al tiempo que licuaba el maquillaje esparcido con delicadeza
en su rostro. Salomón Ventura, que la observaba sin perder un
detalle a través de la puerta vidriera, comprendió de inmediato
que en lo sucesivo estaba obligado a buscar los lugares donde
ese cuerpo, delicado y vulnerable, soportara con menos rigor
los embates del trópico. La seguridad de esta callada promesa
no le permitió mostrarse tan efusivo como hubiera querido al
momento de abrazarla y besarla. Por fortuna, a ella le encantó
el pequeño piso en Los Altos del Convento, donde habitual­
mente circulaba una corriente de aire. Al asomarse a una de
las ventanas posteriores y descubrir el espectáculo lujurioso

19
de la selva, una exclamación escapó de su boca. «¡Qué cuadro
un bello! ¡Qué colores!». La mesa de LaTratoria de Pietro y
la piscina del Hotel Regis brindaron también una inesperada
complicidad al reencuentro. La justicia había pasado a un se­
gundo plano, Salomón Ventura continuaba enamorado de su
esposa, su única obstinación radicaba en abrir puertas ocultas
en aquel mundo perdido, puertas que permitieran a Liz res­
pirar, espacios donde no corriera el riesgo de ahogarse. Para
su sorpresa, lograrlo no resultó tan difícil como lo esperaba.
Algo que sin lugar a dudas contribuyó a mitigar la aspereza
de su acomodo, fue la temporada del madroño. Liz quedó fas­
cinada desde un principio con el sabor ligeramente acidulado
y crujiente de esa fruta, cuya pulpa le hacía cosquillas en los
dientes. Salomón se apresuró a traer a casa nísperos y chiri­
moyos, uvas caimaronas y mandarinas de fragantes cubiertas.
A Liz, comúnmente muy pálida, aquellos manjares le ponían
colores en el rostro.
Escribía una pequeña monografía, no le desagradaba per­
manecer en casa mientras su esposo trabajaba. Cuando el calor
la agobiaba demasiado, simplemente escapaba, abordaba un
taxi al pie de las sombreadas calles en caracol de Los Altos del
Convento, y se iba a nadar. Era una mujer independiente y ac­
tiva. Confiado en que por propia iniciativa buscaría su confort,
Salomón Ventura llevaba sin apremio sus propias labores. Casi
todos los días aparecía en el despacho con grandes paquetes
de frutas, parte de las cuales ofrecía a Valeria. Ella las mordía
con el abandono del despecho, y las encontraba eternamente
agridulces.
Las flores de Valeria y las frutas del fiscal, la vida, como una
bayadera, transcurriendo entre impensados extremos. Salomón
Ventura había dejado de acosar y apurar a los cuerpos investi­
gadores. Total, seguía siendo terriblemente cierta la frase pro­
nunciada por un alto jerarca de la Fiscalía General: «En este país

20
todo el mundo puede encontrar a los malhechores buscados
por la justicia: los periodistas, los camarógrafos de televisión,
los familiares de los secuestrados, las víctimas de extorsiones
y chantajes, el cartero. ¡Todo el mundo, menos los aparatos de
seguridad!». ¿Entonces a qué afanarse?
Es preciso anotar, sin embargo, que aquel sentimiento de
placidez y embotamiento, rayano en la dejación, no obedecía
a un cambio de mentalidad, sino a Liz.
Liz le había traído la paz. Sus prioridades, puestas en el
trabajo de la oficina y en los asuntos pendientes, radicaban
ahora en regresar al hogar. Allí encontraba siempre un plato
ligero de buena comida, un buen trago de whisky, una amena
conversación con una inteligente mujer. A veces jugaban a
las cartas, a veces salían. Cuando hacía demasiado calor, iban
a dar un paseo bajo las arboledas del barrio. Un domingo se
atrevieron a navegar en las ciénagas.

Ninguno de los dos llegó a sospechar lo que pudiera signi­


ficar semejante experiencia. Salomón Ventura había escuchado
decir que existían por lo menos siete clases distintas de ciénagas
alrededor de Alcandora, y que estos extraños y desconocidos
estanques formaban una especie de mar interior, cuya exten­
sión se acercaba al medio millón de hectáreas navegables. En
ciertas épocas del año tenían lugar en ellas campeonatos de
esquí acuático y pesca de sábalo, pero en sus aguas y meandros
también aparecían cadáveres, y algunos de los caños que las
intercomunicaban servían de corredores logísticos al hampa
y a los alzados en armas. La generalidad de la gente prefería
abstenerse de estas maravillas naturales.
Está por demás anotar que su pragmática condición de
funcionario judicial jamás le hubiera permitido imaginar una

21
aventura de esta clase, y que sólo la urgencia de buscar espacios
que ampliaran el universo respirable de Liz lo llevó a despreciar
cualquier clase de riesgo. Sin anunciar nada con anterioridad,
el sábado al mediodía se presentó en casa portando una canasta
de provisiones y frutas, una botella de vino y un mapa sacado
de algún expediente. En aquel papel figuraban todos los caños
y conexiones que unían a las ciénagas.
—Vamos a conocer una Venecia encantada -dijo indicándole
a Liz el extenso laberinto.
Ella se mostró fascinada y se dejó llevar. Muy temprano
en la mañana, el domingo, alquilaron un pequeño bote en un
rústico embarcadero, metieron adentro las vituallas, abordaron
con paso inseguro, y a golpes de remo se internaron en un
estanque de aguas azules, que era en definitiva el más cerca­
no y abierto de los lugares, y el único seguro entre todos. La
gente prefería permanecer allí por prudencia, y porque allí era
posible remar, pescar, nadar, tomar el sol, o leer. Un mar de
agua tibia y sedosa, ideal para el cutis de Liz, que sin embargo
se embadurnó lo mejor que pudo con una enorme cantidad
de protector solar.
Unos minutos después, las pequeñas embarcaciones de
los paseantes circulaban a su lado, el cuerpo torneado de la
rubia desconocida suscitaba el comentario de los tripulantes.
Salomón Ventura se apartó a punta de remo, buscando un
extremo boscoso, donde según el mapa debía encontrarse la
desembocadura de uno de los caños. Al hallarla, metió en el
pasadizo la proa del bote. La dificultad estribaba en que los
canales se ramificaban, aumentando el riesgo de extraviarse,
pero avanzó confiado en el croquis. Se deslizaban bajo una
bóveda de árboles frondosos, el calor se iba haciendo cada vez
más intenso. Un nuevo estanque, esta vez penumbroso y ca­
llado, sembrado de plantas flotantes, abrió ante ellos un manto
aceitoso. El agua era tan oscura que el enamorado gondolero

22
temió pudiera tratarse de una de las ciénagas contaminadas
por las deyecciones de la refinería. Después de confirmar que
no olía ni sabía a petróleo, le explicó a Liz que no debían
extrañarse si chocaban con un pacífico manatí, pues aquel era
su hábitat preferido.
Tras veinte minutos de marcha, un manglar impenetrable
se encargó de estrechar los márgenes del oscuro recinto. Las
intrincadas raíces, en cuyos dedos fue preciso apoyar el remo
para impulsar el bote, amenazaban atraparlos. De nuevo otro
caño umbrático y caluroso, y unos minutos después una cié­
naga cubierta en su totalidad por una nata de polen dorado,
cernido en suave lluvia desde un techo de altos guayacanes
centenarios. Liz se arrancó el traje de baño y se arrojó al
agua desnuda, sin previo aviso. Salomón Ventura se abstuvo
de advertirle que aquel era también el hábitat predilecto de
la babilla. En lugar de gritar, prefirió morir con su esposa y
la siguió al agua, aunque sin arrancarse el pantalón. Adentro
metió continuas zambullidas, tratando de anticipar el peligro.
Eran buenos nadadores, jugueteaban como peces, Liz nunca
imaginó que un lugar así pudiera existir en el mundo, el sol
se colaba a través del follaje y tocaba su cuerpo bajo el agua
con dedos tibios y atrevidos, como luces de iluminación en
un escenario nudista. Todo era muy excitante, pero Salomón
Ventura terminó por decirle que podía existir cierto peligro.
Ella regresó al bote de inmediato.
Confiado en el mapa, y en la tranquilidad que emanaba de
los ojos de su esposa, continuó remando por un prolongado
laberinto. Muy a menudo se hallaban al amparo de bóvedas
vegetales, otras veces navegaban a cielo abierto. De todas ma­
neras, Salomón Ventura sabía que aquellos corredores corres­
pondían a una ciénaga paralela a la de las aguas azules, desde la
cual, a través de diferentes pasadizos, se podía regresar al lugar
de donde habían partido. Liz se dejaba llevar. El retorcido y
en ocasiones monstruoso andamiaje de los árboles brindaba

2J
la imagen de una alucinante metrópoli. Él pensaba en aquel
preciso momento que el mundo sería excelente si fuera per­
fecto, como la sensación de absoluta serenidad que le producía
aquel paseo; ella se decía que ojalá nunca faltaran el desorden
y la imperfección en el mundo.
Fue un día inolvidable, una experiencia sin igual, un ver­
dadero regalo del trópico, salvo que Salomón, por causa del
sol recibido, y de llevar encima demasiado tiempo el pantalón
empapado, se sintió un poco febril al regreso.
Pensó que un buen baño le quitaría el malestar y entró de
lleno en la ducha, donde al acabar de desnudarse descubrió
que tenía algo pegado del escroto. Era de esperarse que se
tratara de algún residuo vegetal, o cosa parecida, un trocito de
madera, una hoja en proceso de descomposición, pero al querer
desprenderlo encontró que se le había adherido férreamente
a la piel, y le hacía resistencia. Tras tironearlo varias veces se
desprendió, haciéndolo sangrar en abundancia.Ya con él en la
mano,confirmó espantado que se trataba de un bicho animado.
Casi no podía creerlo.
¡Una auténtica sanguijuela!
Se limpió con mucho jabón y luego se purificó con un
chorro de alcohol. Por un rato le ardió horrible, peor quizás
que una quemadura. Decidió no contárselo a Liz, no quería
inculcarle temores que les impidieran ser de nuevo felices en
el remanso perdido de las ciénagas.
Ella aún toleraba muy peregrinamente su proximidad.
Cuando hacían el amor, se duchaba de inmediato y se apar­
taba, buscando un resquicio fresco del apartamento, donde
apuraba en silencio un trago de whisky y fumaba un cigarri­
llo. Sólo parecía rehuir del calor, pero Salomón Ventura sabía
que también lo rehuía a él. Esto le resultaba incomprensible.
Una noche la sorprendió llorando. Se vio precisado a poner
en ejercicio todas sus desconocidas dotes de actor para fingir

24
que no se había dado cuenta. No quena forzarla, sabía que la
inserción en el extremo y candente universo de Alcandora le
tomaría mucho tiempo. Lo importante era que no optara por
huir, como la primera vez.

Las dulzuras de aquel inesperado interregno coincidieron


con una temporada de baja criminalidad en el puerto. Todo
hubiera sido perfecto, extremadamente romántico, casi feliz,
si el abogado Laurentino Cristófor no afea la fiesta con el
bochornoso «Caso Mondiú».
El sórdido asunto, como muchas de las cosas de la justicia
local, se conoció primero en la cafetería del Palacio, un lugar
convertido en sustituto del foro por la jauría de los litigantes,
que allí daban rienda suelta a las ocurrencias más inverosími­
les y mordaces, a las consejas más absurdas y a los chistes más
vulgares. Tres o cuatro entre todos llevaban la voz cantante,
las sillas de los demás se agrupaban a su alrededor, Lauren­
tino Cristófor era a la fecha uno de ellos. Pero también los
comentarios de los crímenes más atroces, los detalles que la
defensa alegaría ante los tribunales, la cabala de las sentencias
que impartirían los jueces azuzados por los fiscales y muchas
otras cosas, constituían allí un diario acontecer. El gacetillero
Aleuitas Botero, encargado de la página roja de La Diana de
Alcandora, tenía por costumbre permanecer en el lugar dos
o tres horas cada mañana, pescando sus chivas. El batiburrillo
resultaba cosa seria,aunque en el fondo no tenía nada de serio.
Arrancar carcajadas era su principal y único objeto, gastar las
inútiles horas de la mañana, durante las cuales no podía hacerse
otra cosa que esperar la aparición de las listas de reparto, a lo
sumo atalayar a un diente ingenuo y desorientado. Los esta­
llidos de la hilaridad mañanera de los litigantes perturbaban el

25
trabajo en las oficinas, y llegaban como un eco ofensivo hasta
la Fiscalía Tercera Delegada, donde enfurruñaban el semblante
de Salomón Ventura.
-Holgazanes -se le oía rezongar cada que una de aquellas
estruendosas carcajadas masivas ponía a vibrar el pocilio de
café sobre su escritorio.
Todo recomenzó, como en el eterno ciclo de los tiempos y
los días, la mañana que Laurentino Cristófor llegó con la foto.
Era una foto absurda y horripilante. El objeto inicial del
juego no parece haber sido otro que el de tentar a Aleuitias
Botero, quien se mostró inmediatamente dispuesto a pagar
una pequeña suma por ella, siempre y cuando le certificaran
su autenticidad.
—Lo único que puedo decirle es que este prodigio es real,
aunque su dueño esté muerto -afirmó Laurentino.
El reportero intuyó que el asunto había salido de la morgue
y no volvió a mencionar lo del pago, aunque se moría por
escuchar la historia completa.
-La historia completa también puedo contársela —explicó
el abogado-. Este supermacho vivía aquí en Alcanfora. Era el
elemento humano más evolucionado de la creación, pero ha
sido eliminado por algún envidioso.
Resultaba visible que Cristófor había amanecido bebien­
do, su rasca se mantenía viva con los traguitos de brandy que
el administrador de la cafetería le servía en pocilios de café.
La foto fue pasando de mano en mano, los litigantes movían
incrédulos la cabeza, entre abochornados y risueños.
—Entramos en la era de los chistes gráficos -acotó uno de ellos.
-No se trata de un chiste -rezongó Laurentino-. Este hom­
bre, con todo y lo que ustedes ven ahí, está tendido en uno de
los bancos de la morgue.
Aleuitias Botero aguzaba el oído para no perderse una
sola palabra.

26
-¿Muerte violenta?
-Muerte violenta.
El abogado Higinio Angarita deslizó una suspicacia:
-Producto, sin lugar a dudas.de su configuración corporal.
-Estoy absolutamente seguro -lo secundó Laurentino
Cristófor.
De tanto inclinarse para escuchar, el reportero volteó el
pocilio de café tinto que tenía al frente. Su libreta de apuntes
naufragó en una mancha negra.
La foto fue puesta a propósito en las manos de la barren­
dera de la planta baja del Palacio, una mulata vieja con muchas
verrugas en el rostro llamada Eloísa, prostituta retirada del
oficio desde hacía por lo menos tres lustros. Eloísa la tomó y la
examinó como si se tratara de un oscuro acertijo. No parecía
entender el cuadro porque no veía bien de cerca, y porque
la foto había dejado por fuera la cabeza y casi todo el tronco
del occiso, a fin de privilegiar el detalle. De pronto, su cara se
iluminó con la luz del asombro, los ojos le sobresalieron de las
órbitas,una carcajada estridente y mahciosa escapó de su boca.
La mano con que se cubrió de urgencia los labios no impidió
que su exclamación llenara todo el recinto:
-¡Cipote mondiú!
Una salva de carcajadas saludó la exclamación. El caso
acababa de ser bautizado de manera espontánea.
Esa mañana.la perversidad de los litigantes llegó a extremos
odiosos. Un grupo de ellos invitó a su mesa a la barrendera y
le pagó un café con leche y un par de empanadas, para inte­
rrogarla en detalle.
-Cuéntanos, Eloísa, tú que conoces. ¿En tus largos años de
oficio, viste alguna vez una cosa semejante?
Ella se santiguó, antes de responder.
—¡Virgen bendita, si me descubre en éstas el Consejo Na­
cional de la Judicatura, me despiden de inmediato!

27
—Nosotros te defenderemos. Pero antes cuéntenos la verdad.
-Una vio y conoció muchas cosas, como al malabarista Mi­
jangos, que era capaz de levantar todo el cuerpo sobre su propio
palo, brazos y piernas en alto. Un día hizo una demostración
en el salón principal de «El batán del lord», donde la finada
Anabel. Si estos ojos no lo hubieran visto, no lo creería. Otros
hombres tenían cosas monstruosas y deformes, que más que
asombro daban miedo. Pero nunca llegué a ver algo como lo de
la fotografía de ahora. ¡Le llega a las rodillas, Dios me ampare!
En medio del alboroto, Laurentino Cristófor constató
que el reportero de La Diana había desaparecido. Una sonrisa
maliciosa puso una línea delgada en su cara de gato.

La vida y la muerte bailaban y reñían a espaldas de Salo­


món Ventura, se trenzaban y tejían nuevos procesos judiciales,
pero inevitablemente uno de cada tres de estos llegaría a sus
manos, pues sólo existían tres fiscalías delegadas en el puerto.
El crimen de José Bonifacio sería uno de ellos.
Sin embargo, en tanto esto ocurría, una transformación
inusitada había empezado a vivirse en su vida matrimonial,
desde el mismo domingo del paseo por las ciénagas. O pro­
piamente desde ese domingo no, sino un par de días después,
la mañana del miércoles, cuando Liz descubrió en el cuerpo
de su esposo nuevas y sorprendentes proporciones. Tenía un
ojo muy agudo, difícilmente dejaba escapar un detalle.
Acababan de ducharse, ella para espantar el calor y el sudor
acumulados en su piel durante la noche, él para disponerse a
salir al trabajo. En el acto de secarse quedaron uno frente al
otro. Entonces Liz tuvo que decirse a sí misma que tal vez
nunca había reparado de manera atenta en Salomón. Lo en­
contró bello y atlético, mucho más masculino, los queloides

28
de la antigua herida en el vientre se habían casi borrado; pero
no se trataba de eso, sino de lo grande que lo tenía. Le fiie
inevitable quedarse mirándolo, con la mirada fija en el recién
descubierto prodigio.
-¿Qué miras? -preguntó él, agachándose para averiguar
de qué se trataba.
-Te estás convirtiendo en un superdotado con el paso de
los años.
Y era verdad, Salomón Ventura hubo de reconocer que
encontraba su propio sexo como si lo mirara a través de un
vidrio de aumento. Levantó los ojos y la halló casi ruborizada.
Sonrió. La perturbación causada en los dos por aquel incidente,
y la desinhibición contagiosa que le siguió, produjo que en el
curso de la mañana se dijeran algunas cosas obscenas a través
del teléfono. Cosas que jamás se decían. Ella sostuvo el tono
provocador: sí, era cierto que lo tenía más grande, deseaba pasar
incrustada en él toda la noche. Salomón lo palpaba a través de
su ropa. Efectivamente, sus genitales estaban más grandes, se
sentía más armado, más poderoso, no cabía en sus interiores.
Semejante diálogo abrió un capítulo inesperado en la
historia de la pareja. Ese mediodía, a la hora del almuerzo,
terminaron copulando como fieras.
Por la noche, Salomón Ventura volvió a sentirse febril. Se
tomó una aspirina, le costaba trabajo conciliar el sueño, pasó
muy agitado. Liz, en cambio, durmió plácidamente.A la maña­
na volvieron a mirarse. Ella experimentó ahora una sensación
todavía más extraña. La cara de su esposo denotaba el cansancio
de una noche mal dormida, tenía bolsas azulosas debajo de
los ojos, el ceño demasiado fruncido a pesar de sus deseos de
mostrarse jovial, pero sus genitales estaban más fuertes, más
vigorosos, más altaneros; sobra decirlo, más atractivos.
-¿Querido, qué te pasa? -se atrevió a preguntarle, descon­
certada por completo.

29
El resto de la semana continuó en la misma tónica. De
pronto. Salomon Ventura se sintió seguro de que la tenía de­
rrotada, la dominaba sexualmente, la había convertido en su
esclava. Y en verdad, Liz de Ventura era una loca furiosa que
se había esclavizado a su sexo.

La noticia, como era de esperarse, apareció al día siguiente,


pero no en la forma deseada por Aleuitias Botero, su autor.
Al reportero de La Diana le había bastado dirigirse a pasos
apresurados a la morgue, donde el auxiliar del legista, con quien
mantenía una relación de carácter institucional, le suministró una
completa relación del occiso. La Diana de Alcandora retribuía
estos informes con pequeñas propinas.
El doctor Culer, médico forense en propiedad.no asistía nun­
ca al anfiteatro, su trabajo se limitaba a certificar la idoneidad de
las necropsias que el auxiliar le describía por teléfono, y a firmar
las actas que le enviaba a casa. Quien rajaba, medía, escarbaba
y cosía los cuerpos era el ayudante, el verdadero hombre de la
morgue, a quien todos apodaban «Cadavro».
Su nombre de pila se desconocía.
«Cadavro» vivía de tiempo continuo en la morgue, no tanto
porque careciera de otra clase de madriguera, sino por exceso de
trabajo. Muy pocas veces se le veía en las calles del puerto. Una
o dos veces al mes, los días de paga, escapaba para llevar parte de
su salario a una vieja solitaria y enferma que habitaba una casita
de latas junto a la línea del ferrocarril. Esta mujer probablemente
era su madre. «Cadavro» no demoraba en la visita, pues decía
que los muertos le tomaban ventaja. En su recorrido de ida y de
vuelta evitaba las calles concurridas. Su cuerpo expelía un olor
que abatía el sistema inmunológico de los humanos al cruzarse
con él, obligándolos a apartarse.

30
«Cadavro» poseía la ficha técnica del occiso, su nombre, su
edad, el número de su documento de ciudadanía, y también
conocía sus limitaciones mentales, sus miserias, sus oficios, sus
escondrijos. Posiblemente, en anteriores épocas de la vida,
habían compartido lugares y actividades comunes, tal vez el
mismo barrio o la misma calle, tal vez el mismo trabajo.Todas
estas cosas se las refirió a Aleuitias Botero de manera explícita.
Aleuitias tomó nota y se hizo a un juego de fotos impac­
tantes. Después se pasó la tarde completa redactando el artículo
más tierno de su carrera de periodista. Una verdadera novela.
Al terminar lo dejó, junto con las fotos,sobre el escritorio del
director, luego se marchó a casa.
A la mañana siguiente, con el primer cigarrillo del día en
la boca, abrió el periódico y buscó la noticia. Le gustaba leerse
en letras de molde, sentirse dueño de la plaza. Era entonces
cuando repasaba lo escrito y se percataba de sus errores e in­
consistencias, cosas de las que no se culpaba. «Al mejor sastre
se le va una puntada», decía.
La noticia no estaba. El perverso director de La Diana se
había limitado a colocar la foto del occiso desnudo, con su
enorme falo en primer plano, en un discreto recuadro escogido
como para no ser visto al final de una página interior. «¿Fue
por eso?», preguntaba el insulso encabezamiento que le habían
colocado, y en el pie de foto, en párrafo escueto, la siguiente
tontería: «Cadáver de N.N. ultimado de diecisiete disparos hace
aproximadamente tres o cuatro días. El cuerpo fue arrojado a
un lote vacío, a la entrada del barrio La Luisa. Las autoridades
judiciales se preguntan si su descomunal configuración física
tuvo algo que ver con el trágico fin».
Aleuitias se presentó una hora después en la oficina del di­
rector con la renuncia en la mano, pero el hombre, un gigantón
calvo y sonriente, mucho más alto que él, no lo dejó hablar.
-El artículo irá mañana -anticipó guiñándole un ojo,
mientras estrujaba con malicia el puro que mantenía en la

31
boca- Estas noticias no son para soltarlas al buen tuntún, sino
antecedidas de una buena expectativa. Dejemos que la foto
haga su trabajo y alborote el avispero. Y en efecto, a pesar
de su discreta ubicación, el recuadro acaparó las miradas de
todos los lectores, y despertó una oleada de risas, comentarios
y asombro general en el puerto. «¡Pero si es José Bonifacio,
el barrendero!», «¡El recogedor de basuras!», «¡El bobo de la
calle novena!», «¡Quién iba a pensar que estuviera dotado de
semejante manera, podía haberse ganado la vida en forma
muy diferente!».
Si en lugar de Alcandora, la publicación hubiese aparecido
en cualquier otra ciudad del mundo, el escándalo no se hubiera
hecho esperar. Los abonados hubieran cancelado la suscripción,
el obispo de la diócesis habría dedicado al libelo un tajante
sermón. Pero en Alcandora esas cosas no ocurrían, Alcandora
conservaba intacta su moral de antiguo campamento petro­
lero perdido en la selva, de barriada prostibularia. Los abuelos
no tenían historias para contar a sus nietos, como no friera la
crónica del viejo y gigantesco lupanar que había sido el lugar.
La Diana precisó al día siguiente que la foto había sido
publicada «exclusivamente con el objeto de colaborar con las
autoridades en la identificación del occiso», y que gracias a las
numerosas llamadas del público lector, este objetivo había sido
alcanzado. Seguía entonces el novelón redactado por Aleuitias
Botero. La edición se agotó, las ventas se triplicaron.
Aquello, de alguna manera, era el indispensable condimento
de la vida en un lugar como aquel.

Muy al contrario de la relación que lo ataba desde vieja


data con el reportero de La Diana, el contacto de «Cadavro»
con el abogado Cristófor había sido completamente fortuito.

32
Alguna oficina municipal, o la misma empresa del ferroca­
rril, amenazaban cada cierto tiempo con desalojar a las gentes
que levantaban sus ranchos en las proximidades del tendido
férreo. La última vez había llegado un escueto papel donde
se estipulaba un plazo perentorio para abandonar el terreno,
la benevolencia con los invasores de las vías públicas tocaba
a su fin. El auxiliar del legista comprendió que necesitaba la
ayuda de un abogado, e indagó a su jefe al respecto. «Hay uno
muy eficaz, todo el mundo habla de él en el puerto», le dijo
el doctor Culer: «Se llama Laurentino Cristófor».
Fue así como «Cadavro» metió las narices en la pequeña
oficina del litigante,y cuando esto ocurrió, el abogado experi­
mentó un repentino enfriamiento. Aquel sujeto no sólo llevaba
adherido a la piel y a las ropas el olor de la muerte, sino que
compartía su clima. Por simple ley física, un cuerpo caliente
neutraliza su temple en uno frío. Durante años el calor corporal
de «Cadavro» había sido sustraído por los durmientes eternos
que atendía a diario; ahora él era también un témpano vivo
que enfriaba el ambiente a su paso. Una especie de Nosferatu
verdoso, de voz ramificada, cavernosa y profunda. Cristófor
agradeció que no se encontrara presente ningún cliente en
aquellos momentos, pues lo hubiera espantado, quizás para
siempre.
El individuo, por su parte, se tomó todo el tiempo del
mundo para explicar el problema.
. —¿Cuánto lleva la señoraVirtuosa viviendo en ese lugar? -lo
interrumpió el abogado,apenas pudo hacerse una idea del caso.
«Cadavro» la había llamado «pariente», «una pariente muy
cercana y querida». Laurentino coligió que debía tratarse
de su progenitora, pero no deseaba prolongar la visita y se
abstuvo de entrar en detalles. Con su único brazo metió una
doble hoja en el rodillo de la máquina de escribir, insertó en
medio el papel carbón y se puso a machacar las teclas en for-
ma frenética. El libelo acabó diciendo que la señora Virtuosa
Arenales tenía derecho adquirido de posesión sobre el terreno
que ocupaba, por llevar viviendo en él más de quince años
continuos. «Numerosos testigos pueden certificarlo. Cualquier
acción orientada a despojarla de su legítima propiedad debe
estar precedida por una justa indemnización. Esta oficina re­
presentará sus intereses para todo efecto legal, y procederá a
reclamar por vía judicial cualquier daño en su contra». Arrancó
las hojas del rodillo, las firmó y se las entregó al hombre de la
morgue, quien las recibió con manos ansiosas.
—Las llevarás en persona a la oficina que ha pasado la carta;
en persona, así como escuchas; harás que firmen la copia y que
te la devuelvan. Consérvala en tu poder. Aquí me encuentras
si continúan el asedio, o proceden de cualquier otra forma.
«Cadavro» agradeció el gesto del abogado con una vacilante
sonrisa, al tiempo que preguntaba cuánto debía. Laurentino
se limitó a responderle que nada. La devoción filial que había
descubierto en aquel ser extraño y marginal había despertado
su aprecio. El oficio de despresador era ciertamente un oficio
maldito,pero quizá mil veces más digno que el de los abogados.
Con la carta del jurista en la mano, el hombre de la morgue
se presentó en la oficina que pretendía el desalojo. Su tez lívida,
las cejas alzadas, los ojos vivos en las cuencas oscuras, la sifosis
prominente que le alzaba los hombros y le hundía la cabeza,
pero ante todo el perceptible olor a carroña que emanaba su
piel, causaron un susto terrible entre las secretarias. La encar­
gada del procedimiento firmó la copia temblando, al tiempo
que se sentía impregnada de una indeleble pestilencia. Tan
pronto el visitante salió de la oficina, se levantó y fue corriendo
a lavarse las manos, para descubrir, al volver del lavabo, que el
papel continuaba sobre la repisa de la baranda. Lo tomó por una
de las puntas, como a una rata muerta, distanciándolo cuanto
podía de su cuerpo y de su nariz, lo archivó en una carpeta

34
sin nombre que lanzó en el último de los cajones posibles, y
corrió a lavarse las manos por segunda vez. Nunca volvió a
diligenciarse nada al respecto.
Unos días después, cuando Laurentino Cristófor ya se
había olvidado de la visita, el terrorífico asistente del legista
lo telefoneó. Reconoció la voz con la misma impresión que
le despertaba su presencia cercana. Lo escuchó con marcada
atención. El sujeto decía querer hacerlo confidente de cierta
iniquidad, de cierta abominable injusticia. El abogado pensó en
un primer momento que se trataba de una manera de agrade­
cerle y corresponder sus servicios; pero algo insondable en la
voz, algo que parecía el eco lacerante de una herida abierta, le
indicó que más bien se trataba de un nuevo pedido de ayuda.
Venciendo mil repugnancias, visitó esa misma tarde la mor­
gue. Aquel lugar no sólo lo rechazaba, sino que lo abatía. En una
o dos ocasiones había estado adentro y había salido enfermo,
la exhumación de un cadáver resultaba menos traumática. Sin
saberse el por qué,los ocasionales visitantes buscaban los bancos
de cemento donde se depositaban los cuerpos, se apoyaban
en ellos y lloraban, antes de desmayarse. Este era el lugar más
desolador de Alcandora.
Como lo había sospechado, se trataba de una nueva soli­
citud. El cuerpo sobre la losa correspondía a un ser humilde
que en vida había limpiado alcantarillas y recogido basuras
en las calles más infelices del puerto, y que al momento de su
muerte ganaba la vida arreglando jardines caseros. «Cadavro»
suministró todos estos datos mientras el abogado observaba.
-¿Por qué crees que lo mataron? —indagó.
-No debía nada a nadie. No tenía capacidad de hacer mal
-respondió el abrecadáveres, con fría pero perceptible indig­
nación, apretando los dientes hasta hacerlos crujir.
Sin agregar más, acabó de retirar la sábana que cubría los
despojos achaparrados y nervudos del occiso.

35
-Sí -aceptó Laurentino, observando lo que emergió bajo
el trapo—. Este hombre estaba hecho sólo para el amor.
Un rato después se tomó el trabajo de volver con una
cámara prestada, sacar la foto y hacerla revelar.
Después se dedicó a emborracharse.

Cristian D. Rey, veterano profesional reconocido como


la primera autoridad sanitaria del puerto, por haber dirigido
durante más de treinta años el Dispensario Central del Orien­
te, publicó tres días después en la misma Diana un llamativo
comentario. Uno más de los pequeños artículos que acostum­
braba enviar cada semana, casi siempre referidos a cuestiones
sanitarias como el control del zancudo y otros problemas. Pero
esta vez sorprendió al público con una declaración salida de
todo contexto: ¡No podía creer que el tamaño del miembro
viril del occiso aparecido en el diario fuera natural! A conti­
nuación agregó su alegato.
«En mi larga experiencia al frente del más afamado dispen­
sario blenorrágico del Oriente, nunca conocí un caso seme­
jante, pese a que por allí desfilaron toda clase de patologías. Es
casi seguro que el hecho reseñado obedezca a una severa lesión
traumática, probablemente causada por la rotura de la trama
areolar, efecto que pudo ser causado por un aplastamiento seve­
ro del miembro en estado de flaccidez. Cualquiera sea la razón,
el hecho debió suceder en vida del occiso. En tal circunstancia,
la tumefacción resultante produce un aumento de diez o más
veces el volumen regular del órgano. La otra razón posible
sería un contagio severo de elefantiasis. Por la costumbre de
bañarse en las ciénagas circundantes, esta enfermedad ha sido
registrada en algunas ocasiones en nuestra ciudad, ya que las
picaduras de las sanguijuelas pueden inocularla en las partes
nobles de los bañistas. De no ser así, estamos en presencia del
auténtico y mitológico Priapo, dios de la sexualidad».
Laurentino Cristófor leyó el comentario muy en la mañana
y sonrió, pensando que el destino no quería dejar las cosas en
paz. No tenía medios de mantener vigente un reclamo de jus­
ticia para el pobre ocupante de la losa del anfiteatro, tampoco
podía representarlo porque carecía de un poder legal, pero
mientras alguien hiciera ruido, por pequeño que fuera, alguna
luz podía abrirse. De inmediato buscó en el listín telefónico el
número del doctor Rey, ante quien se identificó como abogado
en ejercicio apenas el viejo galeno levantó la bocina.
-Lo llamo para felicitarlo por la excelente nota del día
de hoy, apreciado doctor Rey, y para invitarlo a exponer sus
autorizados conceptos ante un grupo de juristas interesados
en el caso.
-¿Con quién? ¿Con quién hablo? -interrumpió la cascada
voz del otro lado de la línea.
Laurentino se identificó como abogado en ejercicio y
repitió la invitación. Había supuesto muy bien que al viejo
y jubilado galeno le encantaría presentarse nuevamente en
público, y así se lo confirmó la siguiente pregunta, formulada
en un tono acucioso:
-¿Dónde? ¿Dónde es que debo hablar?
—Nos gusta sesionar en la misma cafetería del Palacio de
Justicia, apreciado doctor. Allí resulta fácil congregarnos, las
reuniones en otros lugares no cuentan con igual concurrencia.
Cristian D. Rey terminó por aceptar encantado. Después
de treinta años de dispendioso ejercicio, las sombras del retiro
tenían mucho de triste. Que de pronto la gente lo tuviera en
cuenta restituía su antigua dignidad personal y científica.
Corrió a contarle el suceso a su esposa.

37
10

Finalmente, Salomón Ventura no aguantó más. Se conside­


raba un esposo realizado y feliz, el sexo le había deparado una
semana inolvidable, su amada esposa le había correspondido
a plenitud; pero se sentía enfermo, demolido, se había puesto
amarillo, estaba agotado, tenía cuarenta grados de fiebre y ya
no quería ni siquiera pensar en lo que llevaba entre las piernas.
Sencillamente lo hallaba inconcebible y horrendo.
Liz llegó a la misma conclusión.
—Puede estar pasándote algo —advirtió.
Esa mañana acudió a la oficina muy pensativo,Valeria lo
notó al rompe y se dijo que algo andaba mal. Lamentó que
fuera un día de mucho trabajo, acababa de dejar en su escritorio
más de media docena de expedientes. Pobrecillo.
El hombre pareció concentrarse en su diaria labor, pero era
sólo una postura aparente. Sencillamente se encontraba abati­
do, sudaba, no podía levantar la cabeza. Acababa de tocarse las
ingles y había descubierto dos enormes ganglios inflamados.
«Está claro que me he convertido en el supermacho», se dijo
sintiendo que la fiebre le cuarteaba los labios. «Ahora tengo
cuatro pelotas».
Tramitó una cita médica y fue a someterse a un examen
que le resultaba molesto desde todo punto de vista.
—No vaya usted a pensar que he visitado una casa de citas, o
cosa por el estilo —advirtió en forma terminante al especialista
que lo examinó—. Sencillamente se me pegó una inmunda
sanguijuela mientras nadaba en la ciénaga.
—Es mejor internarlo —instó el médico.
—¿Y que media docena de enfermeras se la pasen conmigo
de mano en mano? Jamás!
No regresó a la oficina en todo el resto de la semana. Le

38
habían prescrito inmovilidad absoluta y altas dosis de penicilina,
padecía nada menos que de un singular contagio de elefan­
tiasis. Al embate de esta locura alcanzó a convertirse en la más
extravagante criatura del universo. Con lo único que podía
compararse, y que pudo compararlo Liz, era con las fotos del
cadáver que La Diana continuaba publicando todos los días.
Por fortuna, su organismo vigoroso y saludable respondió
al tratamiento. Dos o tres días bastaron para que se desinfla­
mara y recuperara sus exactas proporciones. Liz se alegró del
regreso a la normalidad.
-Todo en este lugar termina por convertirse en una pesa­
dilla -concluyó en tono apenado.

11

Era un hombre delgado, ligero, sin peso, de apenas mediana


estatura, nariz aguileña, amarilla y descarnada en el filo;blanco
bigote, anteojos plateados, traje de fino bastante amarillo a
causa de las muchas planchadas; zapatos de lona, bastón con
empuñadura dorada, una configuración elegante y fuera de
tiempo. La gente de Alcandora se había vestido así cincuenta
años atrás. Laurentino Cristófor temió que su presencia re­
sultara demasiado arcaica, los médicos de ahora vestían de
paisanos y caminaban en mangas de camisa. Pero sus temores
no prosperaron.Aquella tarde, los abogados aguardaban ansiosos
cualquier cosa al respecto.
-¿Es cierto, apreciado doctor Rey, que alguien pueda tener
tan fuerte el miembro viril como para levantarse en él? -pre­
guntó casi de entrada el abogado Bermúdez, a quien lo había
dejado muy impresionado la historia de la barrendera Eloísa
sobre el malabarista Mijangos. El viejo médico vaciló, corno al
embate de un golpe inesperado. La pregunta parecía rebotarle
adentro, movía la cabeza a lado y lado. Finalmente dijo:

39
-Es tan fuerte el tallo fibroso del órgano sexual masculino
en tiempos juveniles, que en estado de erección efectivamente
podría soportar, sin romperse, todo el peso del cuerpo. Que
alguien haya logrado levantarse sobre él es cosa que desconozco.
No se me ocurre cómo podría hacerlo. Creo que sobrevendría
una catástrofe.
-Hablemos de esa lesión, por favor -rogó Laurentino, en
tono académico.
-Se trata de un trauma extremadamente doloroso. La rotura
de la trama areolar suele ocurrir en estado de erección coital, a
causa de un yerro causado por un movimiento excesivamente
brusco y desaforado. La hinchazón es violenta y puede tomar
varias semanas en rescindir. Tuve varios pacientes afectados
por ese grave accidente. Si mal no recuerdo, uno de ellos fue
el doctor Céspedes Acuña, colega de todos ustedes.
Céspedes Acuña, Céspedes Acuña, Céspedes Acuña, todos
intentaban recordar. El galeno se refería a un experto litigan­
te de tal vez dos o tres décadas atrás, que sólo en forma muy
ocasional se dejaba ver en la cafetería del Palacio. Los ojos
se iluminaron de aviesa picardía. Los comentarios y las risas
llenaron el recinto.
-Yo sí he notado al pobre doctor Céspedes Acuña caminar
muy morrongo —comentó uno de los presentes.
Laurentino Cristófor se estallaba de risa.
-La armazón del cuerpo cavernoso del pene, consistente
en una cubierta fibrosa de unos dos centímetros de espesor,
asume una gran rigidez en estado de erección. Una leve za­
fada, un golpe inesperado, una manipulación brusca, pueden
romperla. Aquí las putas bravas acostumbraban romperle la
verga al caballero que las sacaba de quicio. Lo hacían como
rompiendo un leño. Otras los mordían, atendí muchos casos
-prosiguió el viejo galeno, que se había elevado al nivel del
debate académico.

40
-¿Alguien en particular que usted recuerde? —preguntó
muy ladino el abogado Morales.
-No recuerdo a nadie en particular. Este puerto fue un
campamento de obreros y putas. Un buen porcentaje de va­
rones debe ostentar esas cicatrices.
A continuación, deseoso de complementar sus afirmacio­
nes, refirió una escena familiar:
-En mi barrio, cuando llegué aquí, éramos Marta y yo.
El resto eran unas trescientas mujeres. Las había de todas las
procedencias, peruanas, venezolanas, panameñas, chocoanas, an-
tioqueñas, mompoxinas. Acompañaban a mi mujer al mercado,
iban a misa, se hacían largas visitas, tejían, imaginen ustedes a
las personas más decentes, sociables y colaboradoras del mun­
do. Pero el sábado después del mediodía, provenientes de los
campamentos donde habían pasado la semana, empezaban a
llegar los obreros. Las trescientas se emperifollaban y asumían
su verdadera condición a partir de las dos de la tarde. Marta y
yo permanecíamos solos, aferrados de la mano en el corredor,
escuchando la refriega y el bochinche, mientras me llegaba la
hora de correr al dispensario, a coser heridas y a desintoxicar
borrachos. El lunes por la mañana desaparecían los obreros,
ellas regresaban a sus casas, dormían hasta el atardecer y se le­
vantaban como si nada hubiera ocurrido, otra vez convertidas
en las señoras más santas y decentes que nadie puede imaginar.
Este era otro planeta.
El abogado Angarita formuló una pregunta alrededor de
un caso que había representado en cierta ocasión:
-Hace algunos años apoderé a un muchacho que ultimó
a una damisela que le sopló el pene. Declaró haber cometido
su crimen por considerar que el intento de la mujer iba di­
rigido a causarle la muerte. ¿Qué tiene eso de cierto, doctor
Cristian Rey?
El viejo médico vaciló otra vez, como si en lugar de ocupar
una mesa recibiera embates en un ring de boxeo.

41
-Es también una práctica común en los lupanares -aca­
bó por responder-. Existe la creencia maliciosa de que a un
hombre pueden matarlo de esa manera, al amparo del felatio.
Que yo conozca, esta clase de lesión no existe en ningún
tratado de medicina legal, ni de traumatología. Los conductos
seminales de un hombre en estado de excitación están llenos
de fluidos efervescentes. Retrotraerlos mediante un soplo, por
enérgico que éste sea, equivale a devolver una bala soplando
por la boca de un fusil.
—¿Ni siquiera una hinchazón de pelotas? —comentó por lo
bajo el abogado Lacio.
Era casi imposible contener el estallido de risa.Algunos de
los presentes literalmente se retorcían en sus sillas.
-Asevera usted, en su autorizado artículo, doctor Cristian
Rey, que el tamaño viril del occiso José Bonifacio no puede ser
natural, sino producto de una severa lesión -cortó Laurentino,
tratando de contener la explosiva hilaridad que amenazaba la
conferencia-. Me gustaría que tratara de explicarse.
—Eso es lo que pienso, nunca antes conocí dimensiones
semejantes. Pero sería necesario examinarlo muy de cerca,
porque lo único que he visto es la fotografía de La Diana, lo
cual no es materia confiable. La idea es que puede tratarse del
castigo de un delito sexual. En ocasiones, los adúlteros y los
violadores terminan castrados, o por los menos severamente
apaleados.
—Esa es mi teoría —intervino el abogado Valenzuela, que
se daba aires de magistrado en el caminar y el actuar, y había
permanecido callado hasta entonces-. Se trata del castigo de
un delito sexual. El sujeto abusó de algún menor y fue dado
de baja. Esa es la norma aquí, y en muchas otras partes.
—Ya no se castra a la gente, nos hemos vuelto un país ci­
vilizado -refutó el abogado Lacio—. Tampoco se le aplasta el
órgano sexual a nadie.

42
-¿Asevera usted que esta ejecución, llevada a cabo con die­
cisiete disparos y un sinnúmero de garrotazos sobre el miembro
viril de un pobre infeliz, constituye un acto civilizado? -in­
terpeló a su vez el abogado Enriquez, en abierto tono burlón.
La discusión se fue por allí, el doctor Cristian D. Rey a
duras penas pudo exponer uno o dos conceptos adicionales.
En determinado momento, se levantó de la mesa.
-Espero, señores, que mis aclaraciones hayan sido útiles
declaró con la insegura dignidad de una sonrisa agridulce.
Una salva de aplausos lo despidió. Cristófor aprovechó
aquel momento de máximo desorden para levantarse y acom­
pañarlo hasta la entrada del Palacio.
-Solo existe una manera de despejar la duda -le fue di­
ciendo mientras avanzaban por los corredores, tomándolo del
brazo-: Que usted examine personalmente el cadáver.
—Eso sería lo ideal, me gustaría hacerlo, pero acuérdese que
estoy retirado, y no cuento con autorización legal -argumentó
el viejo médico, dando muestras de un decidido entusiasmo.
-Si aguardamos una autorización legal, tendríamos que
interponer un pleito y esperar hasta la eternidad. Para ese en­
tonces estaremos muertos -declaró Laurentino-. En cambio,
un taxi puede llevarnos de aquí a la morgue en solo quince
minutos.
El doctor Rey se detuvo a mirarlo, gratamente sorprendido.
-¿Puede usted...?
-¡Por supuesto que puedo!
Se dejó llevar como si se tratara de una pilatuna infantil.

12

Media hora después se apearon ante el portón de la escueta


bodega donde funcionaba el anfiteatro. «Cadavro» abrió y les

43
dio paso con una leve inclinación de cabeza. Desfilaron entre
las losas donde descansaban numerosos cuerpos azulencos,
Laurentino evitaba mirar. El olor a formol y a descomposición
contenida era tan fuerte como una barrera física, pero el viejo
médico no se inmutaba: las blenorragias que había diagnostica­
do durante toda su vida le habían curado la nariz para siempre.
El cadáver de José Bonifacio medía a lo sumo uno con cin­
cuenta. Era de contextura casi ovalada, absolutamente maciza.
El aspecto mongoloide de su cara resaltaba en la penumbra. De
los labios gruesos y un poco retraídos asomaban unos dientes
grandes, cuadrados, uno de ellos partido, y un trozo de lengua.
La frente abombada estaba rota en el centro por un enorme
agujero. «Cadavro», con singular devoción, lo había mantenido
cubierto con la sábana blanca de la cintura para abajo.
—Descúbralo, quiero verlo —ordenó el galeno.
El lóbrego auxiliar retiró el trapo, Cristian D. Rey se inclinó
con científica curiosidad, cambiando sus anteojos por un nuevo
par extraído del bolsillo de la chaqueta de lino. Al comienzo
su cara no denotó ningún tipo de sorpresa, pero a medida que
apreciaba los detalles fue cambiando en manera notoria.
—¡Mondiú! -exclamó—. Es un órgano completamente sano.
Parece un injerto de burro.
Laurentino no pudo evitar que una sonrisa asomara en sus
labios. Sus ojos chocaron con los de «Cadavro», que seguía
el ritual grave y mudo. La severidad de ese rostro condenaba
escuetamente el sacrilegio de la risa.
Otra vez la sensación de frío, adentro hacía frío, aunque
no existiera ninguna instalación de aire acondicionado. Un
leve crepitar venía de algún lado, en alguna parte algo se achi­
charraba lentamente. Una pequeña llama azulada alcanzaba a
traslucirse a través de una cortina de plástico. El ayudante de la
morgue cocinaba su almuerzo, o cosa parecida, el olor a grasa
derretida resultaba insufrible.

44
-Aquí no existe lesión ninguna -declaró formalmente el
doctor Cristian Rey, levantando la cabeza-. Nunca vi un falo
de tamaño semejante, es más, ni siquiera lo imaginé. Ahora
puedo decir que lo he visto todo.
Comenzó a examinar otras partes del cuerpo: los hombros,
los brazos, las manos, las muñecas.
-Me sorprenden aún más estas manos -dijo de pronto-.
Aquí hay una cantidad impresionante de oficios. Este hombre
ha sido en vida ladrillero, entejador, enfardador y mil cosas más.
Se hizo a un lado y tomó a «Cadavro» de la mano, para
explicarle con paciencia los secretos de las callosidades.
-Fíjate que era zurdo -le dijo—. El que hace ladriDos de­
sarrolla este callo entre el pulgar y el índice de la mano que
utiliza, por el cuchillo con que se raspan y emparejan los la­
drillos. El entejador tiene callosidades gruesas e irregulares en
ambas manos, y se le pelan las yemas de los dedos, como en
este caso. Al enfardador, la cabuya con que cose los fardos le
encallece el borde cubital de la mano con que tira. Toca aquí,
¿puedes sentirlo? Este pobre muchacho era una muía de carga.
Laurentino tomó al viejo médico por el brazo, para invi­
tarlo a salir.
-Es suficiente -susurró—. Ningún criterio puede ser más
autorizado que el suyo.
Necesitaba escapar con urgencia de aquel horrendo lugar,
de permanecer adentro un minuto más, el estómago le daría
un vuelco. Acababa de hacerse una idea muy clara de lo po­
día estar crepitando sobre el fuego del hornillo oculto tras la
cortina de plástico.
Se decía, acababa de recordarlo, que «Cadavro» vendía grasa
derretida de cadáver; excelente para el tratamiento de toda
clase de dolencias e hinchazones reumáticas.
En Alcandora abundaba el reumatismo.

45
13

Tener el caso de José Bonifacio en las manos no le agra­


dó para nada a Salomón Ventura. Observar las fotografías del
occiso adjuntas al expediente le causaba a la vez repugnancia
y temor. Por unos instantes llegó a pensar que aquel muerto
infeliz había querido reencarnar en él, apoderarse de su cuerpo,
brotar en su piel. Se veía a sí mismo, hinchado y elefantiásico,
tirado en una bandeja,a consideración del público. ¡Dios mío!,
exclamaba, sin saber todavía que el caso había sido apodado
precisamente «Mondiú».
Sin embargo, haber salido airoso de su breve y penosa enfer­
medad le había despejado la mente, y esto le inspiró desde un
primer momento una corazonada feliz al respecto. Algo le dijo
que la calidad de las armas utilizadas en la ejecución arrojaba un
indicio: José Bonifacio había sido ultimado por gente de cierta
categoría social. Se lo corroboraba también el lugar del hallazgo
del cadáver, a la entrada del barrio La Luisa, un vividero de ricos.
Del cuerpo del occiso habían sido extraídas cinco clases
distintas de proyectiles. Aunque no existía aún el respectivo
informe de balística, que no vendría antes de tres o cuatro
semanas desde Mayolis, un conocedor de oficio como el ins­
pector Mondragón los clasificó fácilmente. Correspondían a
revólveres y pistolas de marcas prestigiosas, caras y escasas en
el puerto. Por la ubicación de los impactos, era fácil concluir
que el desgraciado había alcanzado a correr. Tenía perfora­
ciones en la espalda, las piernas, los glúteos, los riñones y las
palmas de las manos, levantadas a última hora en un instintivo
intento de protegerse. No se trataba de tiros certeros, más bien
puntería de chapuceros baratos, puntería de principiantes. Sólo
un disparo era necesariamente mortal: el de la frente. Le había
sido propinado desde muy corta distancia, a manera de tiro de
gracia, como lo indicaba el tatuaje de pólvora.

4fi
Este tipo de armas costosas sólo las poseían los hombres
de las fuerzas oficiales y algunas personas importantes de Al­
candora, pero los primeros no las utilizaban nunca en accio­
nes fuera de servicio. Cuando un detective, u otro agente del
orden, llevaba a cabo una ejecución sumaria, hacía uso de un
arma barata, incautada durante una requisa, para deshacerse
inmediatamente de ella y evitar que sirviera de prueba. La
pena de muerte, aplicada sin miramientos ni cortapisas por
todas las instituciones armadas, ya fueran legales o ilegales,
estaba expresamente prohibida en la Constitución nacional.
Tampoco resultaba lógico atribuir el crimen a los escua­
drones de limpieza. Estos daban de baja a vagabundos, homo­
sexuales y viciosos callejeros, y por lo general operaban en
razias. Tres, cinco, siete ultimados en una sola noche; nunca, o
casi nunca, un solo individuo. José Bonifacio no presentaba el
perfil de las personas que estos grupos suprimían. No era un
vagabundo propiamente dicho, tampoco un drogadicto, se le
consideraba un ser útil a la sociedad, que se sepa no estorbaba
ni molestaba a nadie.
El inspector Mondragón suministró al titular de la Fiscalía
Tercera Delegada una lista completa de las personas particula­
res del puerto que poseían armas legalmente amparadas. Eran
en total ciento treinta y siete individuos. Se trataba de toda
suerte de profesionales independientes: médicos, abogados y
comerciantes, así como directivos de la petrolera, personas ca­
lificadas y responsables que con absoluta seguridad no harían
uso de ellas para otra cosa que ejercer un legítimo derecho de
defensa. Sin embargo, algunas de estas armas correspondían
a los proyectiles encontrados en el cuerpo de José Bonifacio:
pistola Colt, Walter PPK, Beretta, revólver Smith&Wesson,
Magnum incluso.
-¿Hay bala de Magnum entre los proyectiles extraídos del
cuerpo? -inquirió al inspector Mondragón.

47
-Sí. Hay por lo menos una.
-Ahí está uno de los homicidas. Veamos a quién corres­
ponde el registro.
Sólo existían cuatro Magnum amparados en toda Alcan­
dora. Uno estaba en manos del vicepresidente financiero de
la petrolera, doctor Alfredo Albarracín Lucas, otro en manos
del juez Evangelista Tirado, un tercero en poder de Libardo
Bustillo, gerente del Banco de Oriente. El último lo tenía una
señora, la dueña de un burdel: Matilde Sagalejo.
—Le entregaré a usted una orden para que requise tem­
poralmente esas armas. Las toma, las dispara y lleva a cabo el
estudio del rayado de los proyectiles. Uno de los cuatro ha de
coincidir con la bala de José Bonifacio.
El inspector Mondragón entrechocó los tacones de sus
botas, en señal de obediencia.
—Vas a proceder con supremo cuidado —reiteró Salomón
Ventura al poco cuidadoso investigador-. Esta es gente impor­
tante, cualquier exceso de autoridad, cualquier procedimien­
to desmedido, la más leve metida de pata, hará llover sobre
nuestras cabezas rayos y centellas. Manténgame informado en
todo momento.
El inspector Mondragón entrechocó una vez más los ta­
cones.
La corazonada podía ser feliz, pero al fiscal Ventura no le
agradaba el caso. Si el homicida provenía de las capas altas, las
cosas acabarían complicándose; además, no se trataba de un
homicida, sino de varios. Gente bien, en plural, mala cosa.
Leyó, sin caer en cuenta del elocuente dato que contenía,
la nota que el secretario ad hoc insertaba siempre en las actas
de levantamiento.
Anaximandro Poveda, advertido en forma terminante por
el mismo Salomón Ventura de que esta superchería literaria no
podía hacer parte de los legajos judiciales, había procedido esta

48
vez con extrema cautela, limitándose a dejar, como por olvido,
una hoja suelta de cuaderno entre los folios de la diligencia. El
fiscal la repasó distraído, sopesando si había falta disciplinaria
en ello. Debido a esto no meditó en el extraño juego literario
del funcionario, que era todo lirismo: Sobre el jardín, traspasa­
do por todas las espinas, el jardinero ha caído. Demasiadas espinas
furiosas, que regaron su sangre en el suelo. Las raíces de las flores la
bebieron ávidamente,para nutrirse por última vez. Debieron hallarla
más dulce que nunca. Fuiste muy generoso con nosotras, dijeron, no
podemos pedirte nada más. En agradecimiento, los girasoles se han
tendido sobre la acera mojada. Es triste decirlo, pero en Alcandora
hasta cuidar los jardines de las señoras terminó siendo mortal.
—¡Loco de mierda! -exclamó por lo bajo, cuidándose que
Valeria no Riera a escucharlo.

14

Hubiera querido referirle el caso a Liz, sus relaciones con­


yugales mejoraban de manera ostensible. Ella había logrado
adaptarse de manera sorprendente al clima de Alcandora, se
sobreponía al suplicio del calor, a la humedad agobiante, a
los mosquitos ruidosos. Un ropero nuevo, muy sport, parecíá
defenderla del medio y acentuaba en su piel y en sus rasgos
una juventud que se obstinaba en no ceder al paso de los años.
Cada que se miraba al espejo parecía más lozana. Había hecho
cortar su cabello a la altura de la nuca, ese rubio cabello sedoso
que entrapaban las violentas vaharadas ardientes del puerto. A
Salomón Ventura no le gustó en un comienzo esta nueva ima­
gen de su esposa, que a su manera de verle quitaba madurez,
pero se guardó de expresarlo. No quería contradecirla en nada.
El cabello corto le infundía cierto aire de muñeca traviesa al
bailar en su nuca. La natación y el tenis, deportes a los que se
había aficionado y podía practicar a diario en las instalaciones

4Q
del mejor hotel del puerto, afirmaban y torneaban su cuerpo,
esplendorosamente trigueño. Salomón Ventura se relajaba en
su presencia, aunque no le gustaba el cabello. Es demasiado
coqueto, pensaba.
Después de la elefantiasis, la frecuencia sexual del matri­
monio había vuelto a la normalidad. La exacerbación debida
a la crisis trajo un gran beneficio, y fue permitir que las viejas
disparidades del pasado quedaran definitivamente superadas.
Salomón Ventura volvió a ser un hombre contento, su desem­
peño laboral continuaba en ascenso.
Valeria certificó en silencio el fenómeno. Observando el
semblante rejuvenecido de su jefe, escuchando el incesante
cuchicheo de las llamadas telefónicas entre él y su esposa, pero
ante todo confirmando la productividad en alza del insoborna­
ble fiscal, le resultaba imperioso admitir que esta segunda fase
de su matrimonio mejoraba la primera. Se resignó, sin tener
conciencia de su propia derrota. Liz de Ventura era la dueña
del campo, ella una simple auxiliar.
Sin notarlo, como si de la noche a la mañana toda resis­
tencia hubiera cesado, las flores de la oficina volvieron a tener
colores vivos y brillantes. Un día reaparecieron las heliconias y
las espiguillas de lavanda, siempre tan escasas. Los colores tam­
bién volvieron a su rostro, pálido desde hacía mucho tiempo.
En el fondo, era tan respetuosa de la ley como el propio fiscal.

¡o
CAPÍTULO SEGUNDO

Música de temporada
1

Frutas de temporada y música de temporada, la lambada


había hecho irrupción en el puerto. Se bailaba en las calles, en
los bares, en los aposentos, en el interior de los buses, en las
cocinas, en las covachas del embarcadero donde colonos famé­
licos y pescadores de paso se embriagaban con rameras baratas;
se bailaba en el club de los altos ejecutivos de la petrolera, se
bailaba en cualquier lugar del pequeño mundo. Para esta música
contagiosa no existían barreras sociales, ella homogenizaba las
diferencias de clase. Los alcandoreños, hombres y mujeres por
igual, parecían naturalmente adaptados a los movimientos sen­
suales que implicaba su ritmo. Bailaban los niños y los viejos.
Era un renacer de la vida, del deseo y del sexo.
En Mayolis, donde la onda pecaminosa de la lambada
también pretendió instaurarse sin distinción de categorías
sociales, el obispo de la diócesis le salió al paso y la contuvo
con un enérgico gesto. Las mujeres de bien fueron llamadas al
orden: aquel era un baile de putas, el escándalo refluyó. Pero
en Alcandora no existían estos diques morales. El baile de la
lambada era lo que la gente aguardaba desde hacía mucho
tiempo; un nuevo grito de libertad, la herejía capaz de desa­
fiar el calor, la humedad pegajosa, el abandono y la estulticia
reinantes. La nueva música no encontró aduanas de ninguna
clase, su reinado no fue rechazado por nadie.
Salvo por Liz de Ventura.
El ritmo de la lambada la envolvió al doblar una esquina y
cruzar ante la puerta de la casa de un empleado de la petrolera,
entornada de par en par. Las rítmicas sacudidas que brotaban
del equipo de sonido encendido a todo volumen le golpearon
el rostro, como los guantes de un boxeador iracundo. Un es­
tremecimiento enfermizo la afectó de inmediato, una especie
de dengue infeccioso. Huyó buscando refugio en el piso de

5-2
Los Altos del Convento, donde se dedicó con intensidad febril
a trabajar en su monografía. Esa tarde, al regresar del trabajo,
su esposo la encontró escuchando a Wagner a todo volumen.
El histórico momento cultural de Alcandora en manos de
la lambada coincidió con la aparición de un segundo artículo
del doctor Cristian D. Rey acerca del «Caso Mondiú». Lo
había empezado a escribir la tarde misma en que volvió de la
morgue, maravillado por el descubrimiento de que el falo de
José Bonifacio era una pieza sana que no presentaba traumas de
ninguna especie, un simple y llano producto de la naturaleza.
Sin recurrir a explicaciones científicas, porque no las había,
ni gozar del recurso del humor, porque era un hombre seco
y metódico, se vio obligado a dar la noticia recurriendo a la
precaria teoría de las compensaciones biológicas.
«Sólo la misteriosa ley de las compensaciones biológicas
nos permite explicar el prodigio.José Bonifacio, eso lo sabe­
mos todos, era un retrasado mental, un joven mongoloide,
probable hijo de apareamientos incestuosos, tan frecuentes en
los ambientes deprimidos de las riberas del río, donde reina la
promiscuidad más vulgar. Se cree desde tiempos remotos que
la naturaleza compensa en el hombre determinadas carencias:
por ejemplo, las personas bajas pueden llegar a ser más corpu­
lentas y fuertes que el común de la especie; los ciegos gozan de
una especial agudeza auditiva; los sordos tienen la cabeza llena
de grandes orquestaciones y tumultos, como ocurría con el
mismo Beethoven. En José Bonifacio, debido a su corto inte­
lecto, tenían que primar las ventajas del bruto, ello le ha dado
a Alcandora una categoría indudablemente mundial. Cuando
se lleve a cabo una estadística global, cuando alguien se inte­
rese por este tipo de curiosidades, llegará a descubrirse que la
verdadera cuna del dios Priapo fue esta calurosa y desordenada
ciudad, y no las escalinatas de los templos helénicos. Como
Grecia, nuestro pueblo podría vivir del turismo».

53
El escrito causó apenas una gracia ligera entre los litigantes,
que habían empezado a desentenderse del asunto. Luego de
su sensacionalismo inaugural, el «Caso Mondiú» nunca dio
muestras de progresar en la escala del escándalo, en parte de­
bido al hermetismo que el fiscal Ventura supo infundirle a las
investigaciones. Laurentino Cristófor lo lamentó de verdad. La
monotonía amenazaba de nuevo con adueñarse del mundo; no
se contaban chistes nuevos, los delitos verdaderamente espe­
luznantes estaban en mengua. Estas ocurrencias coincidían con
una temporada de baja criminalidad en el puerto. Fue entonces
cuando el joven abogado Luis Carlos Benjumea decidió sacri­
ficar la intimidad de su familia en aras de la felicidad pública,
y puso sobre la mesa las históricas cartas de su tía Beatriz.

Benjumea era un joven litigante de bajo perfil, excesiva­


mente tímido y silencioso, incapaz de contar ni siquiera un
mal chiste; pero todas estas desventajas las remediaba su con­
dición de buen amigo y de furibundo fanático de las rondas
en la cafetería del Palacio, donde reía hasta enfermar. Cuando
el silencio volvió a reinar en las mesas, cuando el brillo de los
rostros aburridos se reflejó en los pocilios de café, cuando la
alegría estuvo muerta como para nunca más renacer, se acercó
a Laurentino Cristófor y le habló de las cartas.
-Las cartas de mi tía Beatriz, que en paz descanse, las en­
contramos en un joyerito hace apenas seis meses, tan pronto
murió. Me acordé de ellas la semana pasada, cuando el doctor
Cristian D. Rey habló del accidente del doctor Gregorio
Céspedes Acuña.
-¿Hablas del tipo aquel que se rompió el palo? -preguntó
Laurentino, con el interés de alguien que percibe una buena
señal en medio del sopor que lo agobia.

54
-Del mismo, exactamente. Durante muchos años fue el
amante secreto de mi tía Beatriz. Un hombre casado. Ella no
se casó nunca, tal vez porque no pudo olvidarlo.
-Déjame verlas.
Se trataba de tres simples hojas de papel esquela escritas a
mano, muy plisadas por el tiempo y ya bastante quebradizas.
Laurentino Cristófor las leyó con la voracidad de un chacal
que se echa un pollo entero a la boca.
-Esto es increíble -explosionó-. Esto amerita una sesión
especial.Vamos a convocarla de inmediato.
Redactó una nota en buena caligrafía y la puso a circu­
lar entre los litigantes. «El doctor Gregorio Céspedes Acuña
tendrá el gusto de referirnos personalmente su delicado ac­
cidente, cogido en una cama muy, pero muy briosa. Valor de
la silla: la cuarta parte de una botella de brandy. Hora y lugar
de costumbre». Se recogió lo de tres botellas de brandy, que
el administrador de la cafetería recibió en forma discreta, e
hizo circular en pequeñas porciones disfrazadas como pocilios
de cafe. En el silencio de las tres de la tarde, cuando todas las
oficinas del edificio se hallaban hundidas en la modorra de su
diaria rutina, se inició la lectura.
—Sin lugar a dudas, señores, nos encontramos ante una gran
pieza documental: el chisme más importante en la historia de
Alcandora -proclamó Cristófor al abrir la sesión-. Hemos de
darle un título a esta obra maestra, y aquí mismo propongo
llamarla: «Fidedigna y curiosa relación de la forma como al
tacar una de sus más eximias carambolas, rompióse el taco un
célebre abogado y experto billarista».
Nadie, entre los concurrentes, tenía noticia de aquellos
papeles, que de inmediato adquirieron un valor incalculable.
Los abogados acercaron las sillas como si se tratara de la aper­
tura de un testamento que los declaraba albaceas universales
de una cuantiosa fortuna.

55
-Carta primera, abro comillas: «Diciembre 8 de 1959.Ado­
rada Beatriz: Deja ya de reprocharte, tú no tienes la culpa de
nada, cualquiera otra mujer hubiera procedido de igual forma a
como lo hiciste tú, por muy valiente que fuera. En momentos
así las personas pierden el control.Yo también me asusté muchí­
simo, antes de perder el sentido. El doctor Cristian D. Rey me
ha dicho que efectivamente sufrí un síncope a causa del dolor,
que es lo que por regla general ocurre en estos casos. Sólo es
culpa del amor, vida mía, de la llegada de diciembre, del fin de
esta década maldita que ha sido tan nefasta, del anuncio de la
Navidad, que nos llena de energía y emoción. Nuestro amor es
divino,pero nos excedemos un poco. Estaba yo contemplando
tu espalda sudorosa, me reflejaba en ella como en el espejo de
Adonis, recorría el mundo en el corcel de la gloria aferrado a
tus nalgas, las estrellaba contra mí como un loco que se azota
contra el mundo, cuando vino ese mal movimiento. Todo se
debió a un mal movimiento, linda mía, cosa de un milímetro
o dos, acaso hasta menos. De lo único que no puedo dejar de
acordarme es del ruido. Un ruido como el de un listón de
madera que se rompe. Cuando escuché ese ruido supe que
había ocurrido algo terrible, porque con el chasquido me llegó
al cerebro el dolor penetrante. No te puedes imaginar cuántas
cosas alcancé a pensar en un breve segundo. El doctor Cristian
me ha dicho que el tejido se rompió en el momento de máxima
tensión, estalló y se fracturó como una rama seca. La hincha­
zón es horrible, vidita, a duras penas puedo moverme, me han
colocado una sonda. Para disimular, el doctor Cristian enyesó
toda mi pierna derecha y me la ha colgado de un gancho.Josefa
cree que sufrí un accidente automovilístico con complicaciones
internas. De todas maneras, en las próximas semanas no puedo
hacer otra cosa que permanecer absolutamente inmóvil. Un mal
pensamiento sería mortal.Te devuelvo tu carta, porque quiero
que seas tú quien la guarde, volveremos a leerla después, cuando
estemos juntos de nuevo. Ojalá sea muy pronto. Tu Gregorio».

5<>
Ninguno de los litigantes dijo una palabra ni se movió de
su sitio, parecían haber caído en un trance hipnótico. Hacía
un calor infernal. Aun así, el círculo de las sillas no aflojó un
milímetro su estrechez.
-Me gustaría explicar algo -intervino el joven abogado
Benjumea, que por primera vez se mostraba capaz de tomar la
palabra en uno de aquellos cenáculos-. Las cartas fueron encon­
tradas en el fondo falso de un joyero de madera con esquinas
doradas, que mi tía mantenía en el tocador. Allí estaban junto
con otras más, pero sólo aquellas interesan. Gregorio Céspe­
des Acuña fúe su amante de toda la vida, aunque sólo parece
haber llegado a ella por un impulso morboso. Dicen que era
un sujeto insaciable. La persona que me entregó las cartas, mi
tío Federico, lo conoció en sus mejores tiempos. Asegura que
por sus manos pasaron todas las mujeres de Alcandora, tanto
las residenciadas aquí como las venidas de afuera. Por último,
acabó persiguiendo a las cojas. Mi tía no era propiamente
hermosa, pero era coja, bien coja. A Céspedes Acuña le había
llegado la versión de que los particulares movimientos de las
cojas aumentan el encanto y la irrigación de su pelvis, cosa
que les concede especiales atributos. Por eso la tomó como
amante. El día del accidente, ocurrido en un hotel del centro,
mi tía huyó a todo correr, creyéndolo muerto. La carta que
sigue fue la primera de la serie.
En medio de un silencio tan absoluto que podía escucharse
con claridad el batir de las cucharitas en los pocilios, donde el
administrador de la cafetería acostumbraba verter un poco de
cafe para disimular el aroma del brandy, Laurentino Cristófor
dio lectura a la epístola de la coja.
«Gregorio,ángel mío, debes perdonarme, he sido cruel y
miserable contigo: te abandoné en el piso de aquel cuarto,
inerte y desnudo. Creí que habías muerto, lo juro por Dios.
Cuando pusiste los ojos en blanco y te derrumbaste de esa

57
manera tan trágica, pensé que habías sufrido un infarto ful­
minante. Intenté revivirte, apoyé mis rodillas en tu pecho,
te sacudí cuanto pude, pero no conseguí traerte de vuelta.
Entonces entré en pánico. Recordé que eras un hombre
casado; pensé que me echarían la culpa de tu muerte. No
supe qué hacer, sólo vestirme y correr escaleras abajo fin­
giendo tranquilidad; decirle al recepcionista que el doctor
se había quedado dormido, que no lo molestaran, y después
volver a casa y permanecer aquí, llorando toda la noche, a
la espera de que la policía viniera a detenerme. ¡Qué noche
tan horrible! Como no ocurrió nada, muy en la mañana
he salido a comprar ese inmundo libelo de La Diana, espe­
rando contemplar tu cuerpo tendido en el suelo. Mi única
esperanza era que ojalá te cubriera la camisa que alcancé a
echarte encima, que no aparecieras en la morbosa desnudez
que acostumbran publicar a los muertos de los lupanares.
Me extrañó mucho, pero al mismo tiempo me regocijó, que
allí no dijeran nada.Ahora he sabido que te encuentras vivo,
que sólo sufriste una dolorosa ruptura de tu lindo chupete:
ahora soy la mujer más feliz del universo. Pero perdóname,
Gregorio, perdóname, dime que me has perdonado, dime
que sabes que yo te amaré siempre y envíame uno de tus
papelitos, para saber que todavía piensas en mí.Tuya y siem­
pre tuya. Bety».
Ambas cartas circularon entre los concurrentes, que las
releyeron y analizaron en silencio, al tiempo que las repasaban
con los dedos, como expertos paleógrafos que tuvieran en
sus manos algo tan sagrado como los rollos del Mar Muerto,
mientras el administrador de la cafetería daba vuelta a la rueda
y servía otra ronda de brandy.
—Hay lágrimas en el papel —comentó alguien.
—¡Qué mujer tan sensible!
—¡Toda una Alfonsina Storni!


El abogado Lordüi estudió los rasgos de las respectivas
caligrafias con aire de experto grafólogo. Eran casi las cuatro
de la tarde, la luz del salón infundía al papel el encanto de un
viejo pergamino.
-Esta carta es auténtica; constituye la expresión del senti­
miento más vivo y original, puedo sentirlo. Está escrita con
evidente conmoción y dolor. La letra es temblorosa -acotó.
El fiscal Salomón Ventura abandonó su oficina hacia las
cuatro y quince, más temprano que nunca. Quería encontrarse
temprano con Liz para ver una película. Al descender por la
escalera del fondo, volvió los ojos hacia el recinto de la cafe­
tería y descubrió el extraño cenáculo de los litigantes, que se
le antojó una asamblea de brujos. Nunca había ocurrido que
se reunieran a una hora tan tardía, pero era más raro aún que
estuvieran en silencio. En apariencia, estudiaban un documento.
Aquel concibo tenía aire de conspiración. Los litigantes no re
pararon en él. La escena se le borró de la mente unos segundos
después, sustituida por la expectativa de su encuentro con Liz.
-Que se dé lectura al tercer folio.
-Antes, ona ronda de almíbar.
«Preciosa Beatriz: Estoy libre por fin. Ayer me quitaron
los yesos, la hinchazón ya había desaparecido desde unos días
antes. Lo mejor de todo es la receta del doctor Cristian. Me
dice que volvamos a hacerlo. Con calma, con mucho tino y
cuidado, evitando cualquier brusquedad, pero que volvamos
a hacerlo. Está seguro que no ha quedado ninguna secuela.Yo
estoy seguro de lo mismo. ¿Qué te parece a las seis y media,
en el Trevis? Es mejor salir de dudas de una vez por todas.
Gregorio».
-¡Todo un tratado de amor! -exclamó el abogado Cifuen­
tes, el más viejo del grupo, alzando los ojos al cielo-. ¡Esas
cartas son todo un tratado de amor!
Y entonces, como para darle un remate magistral a la fiesta,

59
alguien soltó la ocurrencia que parece haber desencadenado la
locura que se instauró durante los siguientes días en el puerto.
-Estamos en mora de que en Alcandora se funde un museo,
un verdadero museo. Las cartas de amor de la tía Beatriz y el
tío Gregorio, el brazo momificado de Laurentino Cristófor,
el pene embalsamado de José Bonifacio. Ya tenemos muchas
cosas importantes para hacernos valer ante el mundo.
Laurentino Cristófor esgrimió su brazo atrofiado por el
polio y amenazó con descargarlo sobre la cara del proponente.
—Será sólo después que hayas muerto —aclaró éste, tratando
de defenderse.

Haya surgido o no la idea de allí, lo cierto fue que dos días


después ocurrió el sacrilegio: el cuerpo dejóse Bonifacio, que
aún permanecía en la morgue preservado en baños de formol,
fue despojado en forma drástica, violenta e inclemente de sus
genitales. En su lugar quedó un hueco grande y oscuro, como
el orificio de una bala de cañón, con seguridad practicado por
alguien que sabía usar muy bien el escalpelo, o el cuchillo de
destazar: un carnicero, o un hábil cirujano.
Cuando La Diana de Alcandora difundió la noticia, la
gente no salía de la admiración, y no encontraba la manera
exacta de expresarse. Nadie entendía a ciencia cierta si debían
lamentarlo o celebrarlo. Las opiniones estaban confundidas,
las conciencias también. Por todas partes se hablaba en voz
alta, se murmuraba, se reñía. Aleuitias Botero supo moverse
con celeridad por distintos lugares y logró captar más de una
centena de comentarios y expresiones castizas utilizadas por la
gente en sus discusiones. En sintonía con ello, elaboró y publi­
có por entregas un pequeño diccionario, que agradó mucho
a los lectores y aumentó sustancialmente las ventas del diario.

6o
Según su atrevido divertimento, el público había denomi­
nado las partes desaparecidas del ahora célebre José Bonifacio
con más o menos los siguientes “superlativos”:
Ariete, as de bastos (esta expresión se escuchó en las salas de
juego), boa, brazo de santo (al parecer expresión de beata), brazo de
perro muerto, brazo de perro envenenado (usadas en las veterinarias),
brocha, cachiporra, cirio pascual (también expresión de iglesia),
chafarote, choclo (tal vez por mazorca), chorizo, desnucasapos, «el sin
orejas», escopeta,ferro, garrote, herramienta, lanza, longaniza, macana,
mangual, manguera, matraca (igualmente expresión de iglesia),
máuser (escuchada en el cuartel del regimiento), mazo, moco de
elefante, monda (como degeneración de mondiú), morcilla, mos­
quete, obispo, padre, palanca, palo, paquete, patecabra, penca, pescuezo,
plátano, porra, racimo, riel, sable, salchichón, trabuco, tracamandanga,
tranca, trola, vastago, verga, vergón, viga, yuca y zambomba.
Cualquiera que fuese la palabra usada,José Bonifacio se fue
a la tumba sin ello. En el pandemonium del suceso, el verdadero
crimen en sí dejó de importar. La vida de José Bonifacio no
tenía valor, lo que tenía valor era el símbolo que representaba,
sublimado por el hecho de la amputación. Laurentino Cristófor
ensayó diversas teorías.
A) «Cadavro» había facilitado el sacrilegio. Tal vez no sólo
por dinero, aunque había recibido dinero. ¿Si vendía grasa
humana a los enfermos de reumatismo, por qué abstenerse
de vender otros componentes y porciones? Sin embargo,
y casi con absoluta certeza, su motivación principal había
sido preservar al mismo José Bonifacio, otorgarle el honor
de la gloria, concederle inmortalidad. Esta era una premisa
básica. «Interrogarlo», anotó.
B) La profanación había sido cometida por una secta confor­
mada a última hora. Tal vez hicieran parte de ella algunos
litigantes. El abogado Peralta, quien propuso en broma la
idea del museo, era el principal sospechoso. «Interrogarlo».

6l
C) En la lista de sospechosos entraba el doctor Cristian il
Rey. El viejo curapotras se había mostrado excesivamente
admirado con el prodigio de José Bonifacio. Era fácil ima­
ginarlo en la sala de su casa, con los pies embutidos en unas
babuchas, satisfecho, sonrosado, como un cazador exitoso,
que en lugar de exhibir colgada en la pared la cabeza de
un antílope, o de un león, conservara allí el trofeo de su
dios Príapo. «Visitarlo con cualquier excusa».

La inesperada emasculación del cadáver de José Bonifacio


llevó a que el inspector Mondragón cambiara las prioridades
del caso y realizara sus pesquisas sin mayor entusiasmo. El su­
ceso había alterado todas sus perspectivas. Pensaba que en lugar
de buscar a los autores del homicidio, la investigación debía
orientarse a dar con el paradero de los genitales del muerto.
Esto realmente entrañaba una interesante labor, afrontaba mis­
terio, cobraba significado ritual. Un muerto sin importancia
no valía la pena, un símbolo sexual sí. Llamó al fiscal Ventura
y se lo sugirió. La respuesta lo dejó muy aburrido.
-Desde luego que la profanación de cadáveres constituye
delito, pero esa no es nuestra prioridad —había respondido el
enérgico acusador—. Las partes pudendas del muerto pueden
venderlas como longaniza, o hacer cualquier otra cosa, en este
lugar todo se puede esperar, no tenemos posibilidad de impe­
dirlo, pero nuestra misión es poner tras las rejas a quienes le
quitaron la vida. Después veremos cómo echar mano del patán
que lo emasculó. Tengo la sospecha de que parte del plan de
este segundo delito se fraguó aquí, en la propia cafetería del
Palacio de Justicia. Vuelva usted a su trabajo, inspector.
No podía quitarse de la mente la imagen de los litigan­
tes, congregados en la penumbra calurosa de la cafetería cual

í>2
siniestros murciélagos. ¿Qué hacían allí, en medio de una
tarde bochornosa, reunidos en silencia? Estaba seguro que
planeaban algo, su silencio no era explicable de otra manera.
Algo le decía que aquella reunión estuvo relacionada con el
sacrilegio de la morgue.
Adolfo Mondragón se atuvo a sus indicaciones, y en las
siguientes horas, respaldado con las respectivas órdenes de
requisa momentánea de las armas de fuego, se presentó en
primera instancia ante el juez Evangelista Tirado y le pidió
facilitar su Magnum para un examen de balística. El hombre,
un sesentón hosco y aindiado, esponjó las cejas y abrió mucho
los ojos, antes de convertirse en un auténtico basilisco.
Esto es un insolente abuso de autoridad, una auténtica tro­
pelía, una afrenta a la dignidad de la justicia. ¿Quién lo ordenó?
Déjeme ver esa orden infamante -dijo al tiempo de raparle
de la mano el papel, torciendo la boca como un envenenado.
El policía no hallaba qué decir. Nunca se le olvidaría esa
nariz deforme y abultada, que avanzó hacia él proyectada por
la cólera, como si quisiera olisquearlo con asco.
Para Adolfo Mondragón,la llamada «distancia personal» era
algo decisivo. Quien tenía el derecho de cruzarla, de invadir la
intimidad del otro, de husmearlo, era él como policía. Que lo
husmearan o franquearan, que cruzaran su línea más próxima,
era tanto como exponerse a una puñalada. Dio un paso atrás.
El magistrado leyó la autorización y pareció serenarse. La
orden estaba firmada por el fiscal Salomón Ventura Delavia, el
funcionario más duro del aparato de la justicia en el puerto.
Vaciló un poco, caminó de un lado a otro, con el papel aferrado
en la mano como si apretara el cuello de una gallina. Finalmen­
te, tomó asiento delante de su máquina de escribir y se puso
a elaborar una minuciosa acta de entrega del revólver. Anotó
la hora exacta y las circunstancias: lo entregaba limpio, con la
carga completa, sin muestra ninguna de haber sido disparado.

6J
Culpaba de manera explícita y por anticipado al inspector
Mondragón de cualquier crimen que se cometiera con una
bala disparada por el arma en cuestión. Por último, reiteraba
su categoría de ciudadano probo e incondicionalmente sujeto
a la ley, al bien público y a las buenas costumbres. El inspector
Mondragón se vio obligado a firmarle todas las copias.
-Mañana radicaré esto en un juzgado penal —dijo el juez
al despedirlo, tras entregarle el arma.
Con Libardo Bustillo, el gerente del Banco de Oriente,
ocurrió un poco lo mismo. Estaba sentado al otro extremo
del enorme escritorio, que interponía entre él y los clientes
necesitados de dinero a manera de barrera infranqueable, tenía
cara de cuervo. Desde semejante lejanía no podía trasponer la
«distancia personal» del inspector, pero se negó de manera fría
y terminante a entregarle el revólver.
—Esta es mi herramienta de trabajo, con esto me defiendo,
si le entrego mi revólver, asaltan el banco.
Mondragón le señaló que había un celador a la puerta.
-No importa. A él pueden desarmarlo, abatirlo. Yo estoy
aquí, encima de las escaleras, la caja fuerte está a mis espaldas.
La verdadera fortaleza de este banco soy yo. Si quiere hacer
una examen de balística, tome la muestra aquí mismo.
El inspector se retiró sin protestar y regresó una hora des­
pués con un balde repleto de arena, que colocó sobre el escri­
torio del banquero, antes de solicitarle el arma. El banquero
prefirió hacer el disparo por su propia cuenta, sin soltarle el
Magnum al policía. Antes, puso el balde en el suelo. La bala
atravesó el recipiente, taladró el piso y se incrustó de tal forma
en la placa de cemento que no fue posible extraerla. Hubo
un momento de pánico en el establecimiento. El banquero se
puso tan pálido como un cheque en blanco.
—Necesito otra muestra —declaró el policía.
—Tome el arma —aceptó el hombre-. Llévesela de aquí,

<14
devuélvamela cuando quiera, pero me restituye las balas usa­
das. Cada una vale dos mil quinientos pesos, no se consiguen
por menos.
-¿Quiere que hagamos un acta? -preguntó Mondragón.
-Mejor una nota prendaria.
De salida, Adolfo Mondragón recordó la observación que
el fiscal había hecho respecto de la gente decente. Mierda de
señores, dijo para sí. Cómo serán sus mujeres.
La tercera visita resultó todavía peor. El doctor Alfredo Al-
barracín Lucas, vicepresidente financiero de la petrolera, estaba
en todas partes y en ninguna. Hoy se hallaba en la capital de la
República, mañana en El Centro; sede del área administrativa
de la empresa y zona residencial del personal directivo, pasado
mañana en el mismo intestino de la refinería. Cuando el policía
lo buscaba en una parte, le informaban que se encontraba en
la otra. Si corría hacia allí, ya había cambiado de lugar. Le tocó
valerse de tres agentes apostados a la entrada de cada uno de
los principales lugares por donde se movía, incluida su casa.
Cuando al fin pudo ubicarlo, irrumpió sin anuncio previo. La
secretaria de la oficina lo detuvo y lo obligó a sentarse, mientras
informaba su presencia.
Era una mulata sandunguera, bonita, perfumada, bien he­
cha, agradablemente vestida. La temperatura del aire acondi­
cionado de la oficina estaba muy baja, la refinería derrochaba
energía porque producía su propia electricidad en cantidades
enormes. Los divinos muslos de la mulata, sin embargo, no se
atemorizaban con el frío.
El funcionario aquel tenía cara de aburrimiento, de acu­
mulado cansancio. Era la representación de un poder fino, un
poder de uñas bien cuidadas y traje completo, pero repenti­
namente derrumbado. Cuando el policía entró en su oficina
lo halló agazapado, reburujando en una gaveta. Tardó más de
un minuto en darle la cara.

65
—Me dicen que es policía.
-Así es -respondió Adolfo Mondragón, recitando una
sucinta explicación del por qué se encontraba allí.
-Me lo imaginaba. Nunca debí comprar un arma como
esa. ¿Han cometido algún delito con ella? La perdí hace unos
meses, estoy tratando de encontrar el denuncio. Siempre llevaba
el Magnum conmigo en la guantera del auto, para defenderme
de un eventual asalto entre la refinería y El Centro; usted sabe
que muchos directivos han sido asaltados en ese camino. Es un
revólver que infunde respeto; no lo sacaba de allí, no lo entré
nunca a mi casa, pues un hijo de uno puede matarse con él.
Pero hace unos meses alguien abrió el auto en el parqueadero
y lo robó, aquí mismo, en la refinería.
Continuó reburujando en la gaveta hasta dar con un papel
de tono oficial por los sellos y tipos de máquina: el denuncio
colocado en una inspección de policía cuatro meses atrás por
la pérdida del revólver.
-Todo está detallado en este denuncio, sírvase leerlo. Mi
secretaria le dará una copia, deje el original con ella. Ahora
debo retirarme, me aguarda una junta importante.
Por un momento, quedaron frente a frente. Era un hom­
bre mediano, se le habían arrugado la corbata y el saco en el
ejercicio de esculcar la gaveta.Trató de componerse y asumir
un aire correcto, asió un maletín. El policía no se apartaba.
-¿Necesita algo más?
Mondragón pareció vacilar.
-No, definitivamente no. Si hace falta cualquier dato suple­
mentario, volveré. ¿Cómo me dice que se llama su secretaria?
-Mireya.
Salieron ambos por la misma puerta. El policía se colocó
sus gafas de espejo y se dirigió hacia la mujer; el otro desapa­
reció en el pasillo. Entonces Adolfo Mondragón pudo ejercer

66
a satisfacción su vieja habilidad de allanar en toda la línea una
«distancia personal femenina». Lo hizo inclinándose encima
de ella.
-El doctor me dice que usted me hará una copia de este
documento.
A esa longitud casi podía describir el largo de sus pezones,
la altura de su vello púbico. Le sorprendió encontrarla tan
hembra, tan naturalmente sexual. Ella sostuvo la proximidad,
resistió la inspección. Sólo entonces se levantó y fue a fotoco­
piar el papel. Un minuto después le puso la copia en las manos,
levantando apenas los ojos, con aquella actitud rendida de las
muchachas de los burdeles al momento de entrar a la cama
con un cliente goloso.
El inspector Mondragón se alegró de que la ronda por las
altas esferas hubiera terminado. Lo que le aguardaba era a to­
das luces mejor, algo más acorde con su rutina de sabueso. Sin
embargo, no logró sacarse a la hermosa Mireya de la cabeza.
Pasada la medianoche, cuando se dirigió con la mejor de
las disposiciones a la casa de Matilde Sagalejo, todavía pensaba
en ella.

Aquí no importaba que la espera fuese prolongada. Las


chicas de turno, que lo conocían de oficio, se esmeraron
charlando con él, llenándole el vaso y dejándose mirar y ma­
nosear, mientras la patrona, que ya estaba avisada de su visita,
lo llamaba a sus aposentos. Era una casa grande, de dos pisos,
fresca a fuerza de abanicos y patios abiertos. Había música y
bullicio. Nuestro hombre no tenía prisa alguna.
Hacia las dos de la mañana fue por fin invitado a subir. Lo
hizo por una disimulada escalera que partía de la cocina, en
la parte trasera de la casa. Matilde Sagalejo lo recibió en una

67
enorme habitación equipada con finos muebles de sala y un
enorme escritorio, encima del cual reposaban varios libros de
contabilidad abiertos, sellos, chequeras y una bonita lámpara
con caperuza de vidrio color verde, como las que usan los
empleados de los bancos para contar los billetes. Lucila, su
hermana,estaba con ella. Entre las dos podían sumar casi media
tonelada de peso. Especie de budas rechonchos, perfumadas
y maquilladas como muñecas de feria, ocupaban en su tota­
lidad un sofá bajo, reforzado con fuertes brazos forrados en
terciopelo. Sus trajes bordados y elegantes las hacían ver muy
holgadas;bajo el brillo de las joyas y los coloretes que llevaban
encima resultaban agradables y bonitas.
-¡Adolfo!
-¡Matilde! ¡Lucila!
Lo tomaron entre sus manos gordiflonas y lo saludaron de
beso, sin levantarse del sillón que ocupaban. Mondragón se
agachó para besarlas y abrazarlas, y terminó sentado en medio
de las dos. Una camarera trajo una bandeja de plata rellena de
sandwiches, galleticas y tazas de chocolate.
—Es mejor que comamos para darnos fuerzas, ya que vienes
en misión oficial, porque de lo contrario no hubieras subido
hasta aquí —dijo en tono de amigable reproche Matilde, la voz
cantante del dúo.
—No es nada grave, madrina -respondió el policía-. Una
simple rutina.
—Igual, es la hora de comer -insistió la matrona.
Al fondo, entre la penumbra, alcanzaba a verse una caja
fuerte con la puerta abierta. El ojo rápido del inspector advirtió
sobre el escritorio un fajo de billetes. Las dueñas no lo dejarían
partir sin retribuirle los pequeños trabajos que durante todo
el año realizaba paciente y calladamente por ellas.
—¿Te han atendido bien allá abajo?
—Muy bien, excelente.Veo que hay nuevas chicas.

6X
-La cosecha de todos los años, querido. Esta es tierra de
niñas muy bellas y muy necesitadas. En ninguna casa les va
tan bien como aquí.
Los sandwiches, las galletas y el chocolate desaparecieron en
las bocas de las gordas como simples colaciones. La camarera
trajo entonces un vaso de whisky con hielo al policía, y un
par de copitas de amareto para las dos hermanas.
—Perfuma el aliento -explicó Matilde, apenas humedecien­
do la punta de la lengua en el líquido-: el amareto perfuma el
aliento, pero engorda.Vamos pues, cuéntanos.
-Despacharon a un pobre diablo, le pegaron unos cuantos
tiros, entre ellos uno de Magnum. Sólo hay cuatro revólveres de
esos en el puerto. Uno es el tuyo, Matilde. El fiscal Ventura ha
ordenado que se haga un estudio de balística de los proyectiles
de cada uno de esos revólveres.
Matilde Sagalejo abrió mucho los ojos.
—¿Dices que mataron un pobre diablo a tiros de Magnum?
¿Y no fueron ustedes? Entonces ese pobre diablo no era tan
pobre.
-Es un caso extraño, sobre todo por lo que ha ocurrido
después.
—Déjame adivinar -interrumpió Lucila, que era entre las
dos quien leía los periódicos-: se trata del muchacho que
mutilaron en la morgue.
-Así es.
-Ya te dije que no era tan pobre. Algo tiene que tener
uno de importante para que le dediquen un tiro de Magnum.
Lo mataron por sus dotes, tenlo por seguro. Y si usaron un
Magnum, lo mató gente rica -replicó Matilde, asumiendo de
nuevo la voz dominante.
—Eso es lo que investigamos, madrina. Como sólo hay
cuatro revólveres de esa clase en el puerto, el fiscal Ventura ha

69
ordenado practicarles un examen de balística. No se sospecha
de nadie, y menos de ti, pero necesito cumplir la rutina.
—Siento desilusionarte, querido —cortó la matrona—. El
Magnum lo vendí hace más de dos años. Está en buenas ma­
nos, pero muy lejos de aquí. Esa no pudo ser el arma asesina.
El inspector se mostró desconcertado y un poco aturdido.
Trató de insistir.
-¿Pero no sería posible que nos hicieran llegar una bala
disparada por ese revólver? Es un procedimiento muy fácil.
—Todo es posible, pero no lo veo conveniente. La persona
que lo compró,, muy buen cliente de esta casa durante toda su
vida, es hoy el Procurador General de la República.
Adolfo Mondragón dejó escapar un silbido.
-Ya lo ves, hijo.
—No tiene sentido buscarlo. Un hombre así no puede estar
involucrado en este asuntillo.
—Matilde Sagalejo lo garantiza con toda su honradez.
—Gracias madrina, su palabra me basta.
El inspector Mondragón había decidido que alteraría cual­
quier documento para presentarle al fiscal una prueba falsa, a
fin de que no insistiera en la prueba de este cuarto revólver.
Por nada del mundo dudaría de su amada madrina, su palabra
era para él asunto de fe.
No se habló más del asunto. Las señoras quisieron levantarse
para despedirlo de pie y el policía se vio a gatas para ayudarlas
a salir del hondo sillón. Una vez arriba,con movimientos bam­
boleantes y lentos, Matilde se dirigió al escritorio, de donde
tomó el fajo de billetes y se lo entregó con picara coquetería.
-Nunca te hemos olvidado, Adolfo. Cómprele un regalo a
Diótima y llévele saludes de nuestra parte.
Pulsó un timbre sordo, la camarera volvió a hacerse pre­
sente.

70
-Sofia, haga el favor de atender al señor lo mejor posible.
Lo besaron como si se tratara de un hijo y al rozarlo le
perfumaron el cuello y las manos con sus labios, sus mejillas y
sus dedos fragantes. Adolfo Mondragón se fue tras la camarera
por la escalera del fondo. En el primer descanso, la muchacha
se detuvo y empujó una puerta delgada. Adentro todo estaba
dispuesto para cumplir al pie de la letra las instrucciones de
sus patronas. Una cania muy limpia, un ventilador espantan­
do el calor, una botella de whisky, una hielera. Sonriendo, la
empleada empezó a desvestirse.
-No te había visto antes —dijo el policía.
-Por ahora soy la empleada de adentro, pero las señoras
me dejarán empezar a trabajar abajo desde la semana entrante.
Eran casi las cinco de la mañana cuando salió de aquel piso
intermedio y acabó de bajar la escalera. En la primera planta
se bailaba con furor la lambada. Se asomó a una de las salas y
encontró el más enteroecedor de los cuadros: dos muchachas
desnudas escenificaban con portentosos movimientos de cade­
ras el endiablado ritmo,bajo la mirada expectante y complacida
de una docena de clientes trasnochados.
El fiscal Salomón Ventura lo había autorizado para infor­
marle a cualquier hora el resultado de sus pesquisas. Ahora
que tenía el informe completo de los cuatro «Magnum» de
Alcandora, decidió llamarlo desde la sala de recibo. Las llamadas
tempranas reiteraban su condición de investigador acucioso.
La salita de espera estaba aislada del resto de la casa, para
brindar discreta privacidad a los visitantes. Había un teléfo­
no allí; hasta aquel lugar no llegaba la música, pero la línea
telefónica tenía una extensión adentro. Cuando el inspector
Mondragón giró el disco, en la sala del baile una de las mucha­
chas de servicio escuchó el característico tintineo y se acercó
a levantarla. Al momento en que le contestaron (y quien le
contestó foe la señora Liz de Ventura) el escándalo de la lani-

71
bada se coló masivamente dentro de la bocina. La música llegó
primero que la voz del inspector. El policía habló, pero Liz ya
no pudo escucharlo. Las ondas agresivas de la lambada habían
vuelto a golpearla como los guantes de un boxeador energú­
meno. Dejó caer el aparato y se desplomó al suelo, sin sentido.

Casi puede asegurarse que fùe la sombra aciaga de aquel


incidente, especie de anuncio fatídico, lo que llevó a Salomón
Ventura a descuidar no sólo el caso de José Bonifacio, sino
también muchos otros importantes asuntos. Encontrar a Liz
tendida junto al teléfono ese sábado en la mañana le causó
una terrible impresión. Su primera reacción fue levantarla y
correr con ella hacia el policlínico. La tomó en los brazos y
dio dos pasos afuera, pero se detuvo. Liz estaba cubierta tan
sólo con una levantadora delgada, no llevaba puesto nada de­
bajo; él tampoco estaba mejor cubierto. La dejó sobre el sofá
y corrió a la alcoba en busca de ropa para ambos. Al volver,
ella ya había abierto los ojos.
—Has sufrido un desmayo, querida —dijo ofreciéndole una
vistosa sudadera-: debemos ir al médico.
Estaba tan pálida que incluso su cabello parecía haberse
desteñido. Salomón Ventura se sintió arrebatado del pánico.
—Debemos apresurarnos -insistió.
Ella le retuvo las manos.
—No es nada, déjame descansar.
Volvió a sumirse en una especie de desvanecimiento, su
respiración era casi letárgica. Se había puesto fría, comenzan­
do a temblar. Salomón la envolvió en una manta de algodón,
tratando de abrigarla. Ella intentó responder a sus cuidados,
diciendo débilmente:

72
-Me gustaría tomar un poquito de brandy.
—Debemos ir al médico, querida -insistió él—. Has sufrido
un desmayo.
—No es nada.Tal vez sea cosa de cansancio, he perdido el
tono muscular.
-¿Te había pasado antes?
-No.
-Has estado trabajando demasiado.
-Sí, tal vez sea eso.
-De todas formas, debemos ir al médico.
-¿Qué tal que esté embarazada? -musitó Liz, esforzándose
por sonreír.
El brandy la recuperó, aunque continuaba callada y ausente,
siempre bajo la nerviosa mirada de su esposo, que la observaba
minuto a minuto.
Ese día no salieron a ninguna parte. Comieron algo que
Salomón trajo de un restaurante, vieron un poco de televisión,
escucharon música y se acostaron temprano. El domingo, al
despertar, declaró que se sentía bien, aunque su rostro estaba
marcado por unas profundas ojeras. Muy temprano, el lunes en
la mañana, Salomón Ventura comentó el suceso en la oficina.
—Liz ha sufrido un desmayo -dijo a Valeria-. No puede
tratarse de un embarazo, porque ella planifica, estoy muy
preocupado.
La secretaria no supo qué comentar. Su única reacción
consistió en atenderlo en forma más solícita, colaborarle con
más precisión, permanecer más atenta a sus actos, como si el
necesitado de asistencia fuera él, no su esposa.
Liz llamó a media mañana, para tranquilizarlo. Se sentía
bastante bien, había recobrado el ánimo por completo, no
le dolía la cabeza. De cualquier forma, si el asunto volvía a
repetirse, estaba dispuesta a ir al médico.

73
—Deberías ir, de todas maneras.
La semana se fue en papeleos de rutina. En cierto momento
escuchó del inspector Mondragón el informe sobre los Mag­
num, pero en lugar de ponerlo en duda, como todo lo que
venía de boca del policía, lo aceptó sin juicio de inventario.
Sólo enfatizó un pequeño detalle.
—¿Dices que el revólver del ejecutivo de la petrolera anda
perdido?
—Exacto. Los demás están en manos de sus dueños. Los he
disparado y he enviado los proyectiles a Mayolis.
—Pero ese no.
-El denuncio por robo fue puesto hace cuatro meses.
—¿Leiste bien el papel?
—Tengo su fotocopia en mi poder.
—Posiblemente se trata de un documento falso, expedido
hace apenas unos días. En Alcandora es muy fácil conseguir
un papel de esa clase, los expide cualquier corrupto inspector
de policía -se refería, por supuesto, a los inspectores de des­
pacho, no a un flamante inspector de la secreta como Adolfo
Mondragón, aunque también respecto de él abrigaba sus dudas.
Para subrayar su confianza y evitar cualquier malentendido,
agregó—: Tengo la corazonada de que nuestro hombre es uno
de los implicados. Concéntrese en él y obtendremos algo. Es
una suerte contar con usted.
El expediente de José Bonifacio se fue cubriendo de
nuevas carpetas que contenían expedientes de crímenes más
recientes. Salomón Ventura no se mostraba demasiado atento
con ninguno en particular. Sólo un sobre de bordes dorados,
dejado como por descuido sobre la bandeja del escritorio,
llamaba su atención. De cuando en cuando le echaba miradas,
lo abría y repasaba el texto de la tarjeta que contenía. Luego
volvía a cerrarlo.

74
Liz no aceptó someterse a un chequeo médico, alegando
que se sentía mejor. Durante la semana había consumido mu­
chas uvas caimaronas y madroños,jugado al tenis con alguna
de las damas que frecuentaban la cancha del Regis y hecho
unas cuantas piscinas. No valía la pena hablar más del asunto
del desmayo, ni concederle mayor trascendencia. El viernes
por la mañana, Salomón Ventura dio el paso.
-Tengo en mis manos una invitación para el baile de gala
del Republicano, que celebra cuarenta y cinco años de vida.
¿Qué opinas al respecto? —le dijo antes de partir hacia el trabajo.
-¿Cuándo es? -preguntó Liz, expectante.
—Esta misma noche.
-¿Por qué no me lo habías dicho?
-Porque estabas enferma,y porque exigen traje de etiqueta.
-¡Miserable! ¿Acaso crees que voy a perdérmelo? Conse­
guiremos el traje que sea -rechistó ella.
El fiscal escapó corriendo escaleras abajo. En el curso de la
mañana intercambiaron más de cinco llamadas. ¡Baile de gala!
¿De qué manera debían ir vestidos? Maldición, aquello era más
loco de lo que Liz había imaginado en un primer momento.
Recorrió el puerto buscando una modista que le diera algunas
puntadas a su vestido más elegante y llevó un traje completo
de su esposo a la lavandería. Por unos pesos adicionales pro­
metieron que se lo entregarían antes de la media tarde. Sin
embargo, todo encalló cuando supo que Salomón necesitaría
un corbatín. La única manera correcta de presentarse a un baile
en El Republicano era luciendo corbatín. Parecía ridículo.
—Renuncio -le dijo a su esposo.
—¿Por qué?
—Porque necesitas un corbatín, y esa maldita prenda no se
consigue aquí.
-No te preocupes —declaró él-.Yo la conseguiré.

75
En medio de aquellos atafagos, sin poder admitirlo, Liz se
sintió una mujer deliciosamente casada.

Todo parecía tocado de electricidad. Por la Avenida Line-


ros se había visto pasar en determinado momento un camión
donde rutilaban los trombones de una orquesta. En alguna
esquina había asomado alguien llevando un sacoleva colgado
del brazo; los salones de belleza estaban atestados de damas de
alta alcurnia. Muchos habrían pagado cualquier precio por
subir esa noche las escaleras del legendario establecimiento,
que se abrían en dos majestuosos brazos de mármol, pero el
privilegio estaba limitado por una invitación personal e intrans­
ferible. En reemplazo de tan alto honor, estallaron numerosos
bailes secundarios; las cantinas y las casas de citas también se
vistieron de gala. De la manera que fuera, allí tendría lugar el
remate de fiesta.
En realidad, antes que otra cosa, El Republicano era a
la fecha un museo. Un grupo de viejos masones de la bella
época del puerto lo administraba y se negaba a dejarlo morir,
luchando contra el olvido que pugnaba por devorarlo con
tanta tenacidad como la selva húmeda y voraz que lo rodeaba.
La fiesta anual de cumpleaños era el gran motivo para hacerle
mantenimiento, podar los jardines, derribar a machetazos las
trepadoras aferradas a las columnas, abrir las ventanas, ventilar,
envenenar los abultados caminos del comején que se ramifi­
caban sobre las puertas y los enchapes de madera del bar y los
salones principales.
Como noble institución que se ufanaba en proclamar
su no pertenencia a la vulgar comunidad de Alcandora, El
Republicano estaba situado a las afueras del puerto, sobre un
terraplén bordeado por un largo pretil de cemento, cuya altura

76
permitía contemplar la vista más majestuosa del río. En los años
cuarentas, cincuentas y aún en los sesentas, toda dama que se
preciara de sí, había sido enamorada frente a este escenario,
especialmente al atardecer. Ninguna llegó nunca a negarse.
Edificación sólida, aristocrática, solitaria, manifiestamente
enfrentada a la ralea humana que pululaba en el puerto. El
frontis ostentaba columnas corintias con sus capiteles y frisos.
En otro tiempo un par de acroteras aladas adornaba las esqui­
nas. Toda una admirable yesería, ahora húmeda, manchada y
empezando a resquebrajarse. Los reflectores encendidos para la
fiesta iluminaban la fachada con luz tangencial para disimular
el deterioro. La tradición mandaba que tras ascender las gradas
de mármol de la imperial escalera, las damas entregaran en la
sala de recibo los chales, o cualquiera otra prenda elegante
que trajeran encima. Algunos aseguran que allí llegaron a
verse armiños y pieles de zorro. Muchos delicados perfumes
se difundían en este lugar en el preciso instante de quedar al
descubierto los escotes, razón por la cual se la llamaba la sala del
deslumbramiento. Un ujier conducía a los concurrentes a través
de un portal de columnas, hasta su mesa respectiva. Adentro
los recibía una inmensa estructura cuadrangular sostenida en
muchas otras columnas corintias, abierta por todos lados a un
gran patio central. Este era en verdad una inmensa pista de
baile. El Republicano había sido concebido antes que nada
como una iglesia pagana para rendir adoración al bolero y al
mambo. En las noches de festejo la plataforma de la orquesta
ocupaba el centro y cubría la piscina, evitando que los borra­
chos cayeran al agua, o empezaran a zambullirse en medio de
la euforia. Liz difícilmente salía de su asombro.
Salomón Ventura se presentó de saco negro y corbata y
entregó su invitación con tanta autoridad y suficiencia que
nadie le opuso reparos. El traje reñía con el sacoleva de rigor
que lucían los caballeros, pero igual no le importó. Liz vestía
un traje largo y sencillo que se ceñía a su cuerpo y la hacía ver

77
mejor que cualquiera de las damas presentes. Ambos formaban
una hermosa pareja; la gente se volvía a mirarlos y registraba
agradada la imagen, aunque el fiscal divergiera del conjunto
por su traje.
Había flores de temporada sobre las mesas cubiertas con
blancos manteles. Junto a las servilletas, marcadas con los
emblemas del club, estaban las copas puestas boca abajo y la
respectiva hielera donde sobresalía una botella de champaña.
Tras acomodar a los asistentes, los meseros de guante blanco
se afanaban haciendo estallar los tapones. Las damas colgaban
sus pequeñas y brillantes carteras del espaldar de las sillas,
pero luego de sentarse volvían a estar muchas veces de pie,
para saludar e intercambiar besos con quienes iban llegando.
Una mujer muy hermosa se acercó a saludar a los Ventura.
Ninguno de los dos la conocía; era evidente que el saludo no
tenía otro objeto que presentar un hermoso busto coronado
por un costoso collar.
Preparativos de la orquesta, notas de ensayo, brindis en las
mesas, electricidad en el ambiente, y de un momento a otro,
como un himno triunfante, el grande, el arrebatador, el siempre
inmortal e invencible vals de todos los tiempos. El viejo club
recobró en ese instante hasta la última partícula de su antigua
grandeza y vitalidad. Las parejas se levantaron en forma masiva,
se dirigieron a la pista, se entrelazaron y rompieron a bailar.
Alrededor de la plataforma de la orquesta, que sobresalía como
un pintoresco islote, se formó un ondulante mar de sedas.
Salomón Ventura recordó el caso de José Bonifacio. En
medio de aquel oleaje danzaba un asesino. O varios.

No se necesitaban muchas dotes intuitivas para concluir


que aquí se encontraba la gente bien, en medio de la cual el

78
inspector Mondragón había incursionado en los días ante­
riores en busca de cuatro revólveres Magnum. Damas ya un
tanto apolilladas, caballeros de grises cabellos, posiblemente
una vieja generación retirada de jueces, médicos y ejecutivos
de la petrolera. Una segunda generación en la plenitud de su
edad, flamante y dueña del mundo, los actuales directivos de
la planta, el gobierno civil, el poder judicial. La tercera apenas
alcanzaba a insinuarse. Había muy pocos jóvenes con sus da-
mitas, era visible que El Republicano no resultaba atractivo a
la juventud. Sin embargo, los pocos muchachos que se movían
en la pista eran notoriamente perceptibles. Bailaban los viejos
ritmos con aburrida torpeza.
Cuando el merecumbé, mundano y pegajoso, se abrió
paso a través de la atmósfera, convirtiéndose en el rey de la
fiesta, el baile adquirió una sensualidad exquisita. El calor y el
movimiento pusieron brillo a la piel, el color moreno asumió
predominio, debajo de tanto cosmético fue visible que habitaba
un mundo mulato. Las caderas ondulantes empujaban el aire
caliente en masivas oleadas.
Al primer descanso, los caballeros se despojaron del sacoleva
y lo echaron sobre el espaldar de la silla, el fiscal abandonó la
corbata y el saco. Se recogieron las mangas de las camisas, se
abrieron los cuellos, los escotes aparecieron más libres y esplén­
didos, las aberturas de las faldas más profundas, las piernas más
separadas, los brazos más desnudos. Parecía estar iniciándose
una generalizada sesión de nudismo; el sudor chorreaba en las
axilas junto a ríos de perfume.
Lo más importante de todo era que Liz estaba dichosa. Nada
parecía perturbarla, se derretía pero giraba feliz, con precisa
exactitud, en los brazos de su esposo, era como si el mundo
despertara a un nuevo amanecer. Salomón Ventura imaginaba
las figuras danzantes como los mazos de unos engranajes per­
fectos. Nada debería perturbar tan hermosa armonía.

79
Un primer intermedio de casi media hora arrojó cerca
de la medianoche una ola acalorada y sedienta a las mesas. El
champaña se consumió como limonada, los meseros necesi­
taron afanarse con las nuevas órdenes y el masivo descorche
de nuevas botellas. La gente bebía sin parar, se escuchan voces
estridentes. Para evitar el colapso de la borrachera, y también
el precio exorbitante de las botellas adicionales, muchas pare­
jas comenzaron a circular hacia el patio trasero, donde el río
ofrecía una vista lujuriosa. Buscaban aire por toneladas. Pero los
verdaderos veteranos volvieron a la pista y bailaron las tandas
sucesivas. Los Ventura entre ellos. Había comenzado a ocurrir
un segundo cambio en las ropas. El vestido de las damas caía
fofo y destemplado a causa del sudor, los caballeros llevaban los
faldones de la camisa por afuera. Ahora Liz se sentía envuelta
en aceite, le pesaba la ropa y quería desnudarse.
También había cambiado la disposición de las mesas. Los
gremios y las familias habían juntado las suyas para agruparse.
En una gran rueda se reunió todo el poder judicial. Salomón
le musitó a Liz que en determinado momento tendrían que
pasar por allí, presentarse y saludar. Ella recordó que había
abandonado a su esposo tres años atrás por miedo a esa gente.
«Esa gente lo acusa a uno con la sola mirada», comentó. El
fiscal celebró el chiste con una alegre carcajada.
Entonces estalló una nueva etapa del baile: ¡Su Majestad el
chá-chá-chá! La pista volvió a repletarse, se formaron carruseles
y trenecitos frenéticos. Salomón Ventura tomó de remolque
la cintura de Liz, una dama cincuentona lo tomó a él, aquello
fue la locura.
Cuando resultó imperioso detenerse, Liz se dirigió al to­
cador. Se sentía tan vapuleada como si hubiera pasado por el
cilindro de una despulpadora; necesitaba lavarse la cara e inten­
tar cuadrarse el brasier y el vestido, ahora demasiado holgados
por causa del sudor. Su esposo fue al baño e inició una vuelta

so
por los bordes del patio, tratando de refrescarse, Al pie de una
columna chocó con García Marín, un viejo magistrado del
Tribunal Superior, ya casi en edad de retiro, que bebía aire por
toneladas y trataba de limpiar sus empañados anteojos con un
pañuelo arrugado. El hombre lo miró sin reconocerlo, luego
se puso los lentes de vidrios abultados, acercó un poco la cara
y sonrió.
-¡Esta es una noche histórica, doctor Salomón! -exclamó
abriendo los brazos—. Nadie pensó nunca que usted asistiera
a esta fiesta.
-Bonita fiesta, es verdad —reconoció sonriente el fiscal.
-¿La han pasado bien usted y su bella esposa?
—Muy bien, sí señor.
El magistrado desvió los ojos hacia la magnífica estructura
del edificio, envolviéndola en una mirada amorosa.
-Este club fue el alma y la razón de ser de Alcandora, más
aún que la refinería. Ahora es sólo un recuerdo, pero al menos
una vez al año volvemos a encontrarnos.
-No hay duda, es todo un símbolo -corroboró el fiscal-,
Pero es evidente que las nuevas generaciones ya no lo miran
de la misma manera. Estoy sorprendido de la escasa presencia
de los jóvenes.
El viejo magistrado hizo un guiño y torció la cabeza, como
tratando de explicar que el asunto resultaba comprensible.
—Siempre han existido en el mundo tres generaciones
precisas. La primera funda las cosas, la segunda las conserva,
la tercera las deshace. Los hijos de los ricos de Alcandora no
sirven hoy por hoy más que para cometer delitos.
-En realidad, lo que encuentro es que hay muy pocos
jóvenes aquí— subrayó Salomón Ventura, tratando de obtener
algo más del viejo funcionario.
-Es por lo mismo que le digo. Los ricos educan los hijos

81
afuera, en colegios y universidades costosas. Los que perma­
necen en la ciudad son los muchachos que no reciben en
ninguna parte, por vagos, por malos estudiantes.
—No tenía idea del fenómeno.
-Así es, mi querido doctor.

Liz retornó cuando empezaba a servirse la cena. El menú


fue llegando a las mesas en forma completa, de manera que
nadie tuviera que esperar por un plato, o por un cubierto
faltante. Canastilla de pan, pollo a la Stroganoff, verduras a la
juliana, puré de papa con toronjil, copa de vino y mousse de
guanábana, vaso de Coca Cola.Todo exquisito. La gente engu­
lló en medio de un estruendo de platos y cubiertos. Quienes
terminaban se iban levantando para caminar hasta la parte
posterior y asomarse al río, en cuyas aguas oscuras se reflejaba
ahora la luna. Los meseros retiraban la loza y limpiaban las
mesas con notable rapidez. Muchas parejas partían a sus casas
después de comer, pero aquella era solo la mitad de la fiesta.
Salomón Ventura pensó que había llegado el momento de
acercarse a la mesa del poder judicial y saludar a sus colegas,
pero Liz volvió a escabullirse rumbo al tocador. Quería estar
impecable para presentarse ante los verdugos, no quería que le
pudieran tachar un solo detalle. Percibía que su traje se había
ensanchado por causa del movimiento, ya no era la misma
señora fresca y fragante de unas horas antes. Los baños estaban
atestados. Al regresar alcanzó a ver que su esposo charlaba
con otros señores en una de las mesas. Le hizo una seña desde
lejos y siguió. Había descubierto la escalera que asciende a
la segunda planta: le pareció que algo existía arriba y se dejó
llevar por la curiosidad.
Muy poca gente subía esos peldaños.Aquel parecía un lugar

82
reservado, probablemente en ruinas. Lamentó que su falda no
tuviera una larga abertura que le refrescara los muslos.
Lo que siguió a continuación resultó inolvidable. Liz pe­
netró en un mundo medianamente iluminado y se halló en
el corazón de El Republicano, la parte más íntima y sagrada
del viejo recinto: su casino. Bajo portalámparas de sombrero
que arrojaban agujeros de luz y resaltaban las caras de los
viejos groupiers de edad avanzada, había mesas de blackjack,
bacarat, dados y otros juegos. Pero era la gran ruleta central,
reluciente bajo la única araña encendida, el objeto que llenaba
la escena. Al fondo se adivinaban grandes marcos de ventanas
colando aire mezclado con pesados aromas de selva e insectos.
También sobresalían unos grandes arrumes, eran las mesas de
billar retiradas del servicio y colocadas en la penumbra de los
rincones, donde sus paños rotos no dolían a nadie. Todo se
mostraba vetusto, pero existía un gran contraste: los únicos
viejos eran los groupiers, el resto era gente joven.
¡Los jóvenes de la fiesta estaban allí!
Las pupilas de Liz, vacilantes en multitud de detalles, queda­
ron finalmente atrapadas en dos únicos destellos: la bola dorada
que coronaba la rueda girante, cuya superficie devolvía la luz
de la araña, y el oro quemado y refulgente del cabello de un
jugador que lanzaba la bolita en la taza. Este era un hombre
relativamente joven, impecablemente vestido, en cuya frente
había caído un mechón de pelo. Liz se acercó sin poder apar­
tar los ojos de él. El hombre lanzó, la bolita giró y giró sobre
el margen de las casillas radiales y acabó por caer en la taza
numerada, luego de un retintín.
En la penumbra, quedaron uno al lado del otro, pero sólo
ella lo veía. Se había colocado a su lado con absoluta discreción
y observaba la escena, muda y fascinada. El sujeto le parecía
muy hermoso, la sorprendía su evidente pasión por el juego.
La bolita fue lanzada dos o tres veces por otros jugadores lue-

83
go de las respectivas apuestas, pero no tardó en volver a sus
manos. El rubio la lanzó nuevamente. Entretanto, la corriente
de humores macerados en perfume y en sudor que iban de
ella hacia él, acabó por delatarla. El rubio vio primero sus pies,
sus zapatillas plateadas, sus corvas torneadas. Fue levantando
la cabeza. De pronto, se volvió por completo y la contempló
con ojos ensimismados. Liz estaba llena de color a causa del
baile y del champaña; el uno quedó tan sorprendido del otro
como si se hubiesen encontrado desnudos.
No parecía que el hombre fuera capaz de reaccionar, ni de
articular un sonido, pero espontáneamente exclamó:
-¡Gracias a Dios! ¡Al fin ha llegado mi hada madrina!
La tomó de la mano y le colocó sobre la palma abierta las
fichas de plástico.
—Apueste usted por mí, por favor.
Liz no sabía como hacerlo, pero se dejó conducir. El ru­
bio pidió la bolita para ella, el viejo groupier se la entregó
gentilmente. Uno de los cuadros escogidos por Liz favoreció
al apostador. Este dio un salto, lanzó un grito de alegría y se
volvió hacia ella con manifiestos deseos de besarla.
—¿No le dije que había llegado mi hada madrina? Déjeme
invitarla a una copa.
—Estoy aquí con mi marido —se excusó Liz, preocupada,
pero al mismo tiempo subyugada por la espontaneidad del
sujeto. Por ello mismo, no se abstuvo de preguntar—: ¿Quién
es usted?
—Mi nombre es Isaías Culer.
—¿También abogado?
-No, yo soy médico, un médico perdido en la manigua.
Resaltó en su voz un dejo de despreocupación e ironía,
que lo hizo todavía más encantador a sus ojos. Ella se presentó
formalmente:

84
-Yo soy Liz de Ventura. Me encantó conocerlo, perdone
que deba retirarme.
Un minuto después descendió las escaleras y buscó a su
marido, que para dicha infinita de su corazón no se hallaba
sentado en la mesa de la justicia. Al parecer, la congregación de
verdugos había sido desintegrada por la movilidad de la fiesta; la
orquesta estaba empuñando los cobres, las parejas se buscaban
de nuevo. En el momento de encontrarse, rompió un pasodoble.

10

Hacia las tres de la mañana resultaba imposible continuar


bailando. El calor y el movimiento extremo habían demolido
corporalmente a las parejas. Salomón Ventura estaba agotado,
le pesaban los brazos y las piernas, Liz se sentía igual. La misma
música había desmayado a ritmos más piadosos hasta llegar al
bolero. Pero ni siquiera bailar bolero parecía posible. Había
llegado el final.
La vieja y aristocrática junta de masones que reglamentaba
el certamen lo tenia todo previsto. Al filo de la madrugada
una cantante negra se alzó en el escenario para entonar tres
canciones fie época, entre ellas Sabor a mí. El Republicano no
podía cerrar su baile anual sin aquella hermosa y emblemática
evocación. De esta forma, el baile quedó oficialmente cerrado.
La gente regresó a las mesas para recoger sus cosas y marcharse.
Muchas de las luces del viejo edificio fueron apagadas. Nadie
se percató de un súbito acontecimiento de última hora: los
jóvenes abandonaban en forma apresurada el casino y se apo­
deraban de la escena. Un convenio secreto había establecido
que se les dejara actuar a su gusto a partir de ese momento.
Los Ventura se hallaban ya casi al inicio de las escaleras cuan­
do la estridente música resonó a sus espaldas.Una tonada aguda
y sensual, ligera, cabalgante.Volvieron la cabeza, sorprendidos.

85
En el botón de luz que se había abierto en mitad de la
pista, una joven delgada y morena, ataviada con una faldita que
dejaba por completo sus largos muslos afuera, apareció sentada
sobre las piernas de su compañero de baile. Los movimientos
anticiparon el ritmo. Se trataba de la incontenible y conta­
giosa lambada, dueña y señora del puerto aquella inolvidable
temporada.
-Quiero verlo-dijo Salomón Ventura a su esposa, tirándola
de la mano para llevarla de nuevo hacia adentro—. Aquí están
los muchachos.
No se dio cuenta que ella resistía y pugnaba por quedarse
atrás.
Otras personas también estaban regresando. Alrededor de
la pista se formó un cordón de curiosos. Los jóvenes habían
comenzado a bailar, lo que bailaban era lambada.
Podía tratarse de un signo de los tiempos que empezaban a
llegar, de un grato anticipo del deseable futuro, pero Liz no lo
encajó. Al contrario, se sintió repentinamente mareada, perdió
el tono muscular, se halló húmeda y fría, como si acabara de
morir.
-Tengo que sentarme -dijo, y retrocedió en busca de una
silla.
Se derrumbó sin apartarse siquiera. Los brazos de su esposo
impidieron que su cuerpo, convertido en trapo, se estrellara
contra el piso.

86
CAPITULO TERCERO

La orden del cojón rayado

87
1

La primera parte de la agenda del abogado Cristófor no


llegó nunca a cumplirse. Entrevistar a «Cadavro» e interrogarlo
sobre la mutilación de José Bonifacio acabó por antojársele
el más aburridor de los planes, algo demasiado cruel incluso
consigo mismo. En primer lugar, porque la entrevista tendría
que llevarse a cabo en la morgue, y la sola idea de regresar
a ese lugar le causaba mareos. Invitar a «Cadavro» a tomarse
un café en cualquier establecimiento, como un parroquiano
común y corriente, resultaba un proyecto inconcebible. Un
hecho así, sencillamente,no tenía presentación social. Era tanto
como sacar un cadáver de la tumba y sentarse a dialogar en
una mesa con él.
Por lo demás, los informes de La Diana no habían hecho
otra cosa que repetir lo que el hombre de la morgue declara­
ba. Según la versión made in «Cadavro», dos hombres y una
mujer habían acudido a reconocer el cuerpo de un N.N. El
auxiliar los dejó entrar, la mujer fingió un ataque de nervios
y empezó a llorar en forma incontrolable, apoyada en una de
las losas. De pronto se desmayó. «Cadavro» fue por el frasquito
de amoníaco, la consabida receta para revivir a las víctimas
de estos casos tan frecuentes allí. Los intrusos aprovecharon
su cordialidad para trabarle la puerta de la pequeña farmacia
y dejarlo encerrado adentro. Cuando consiguió salir, ya no
estaban en el local. Pensó en los instrumentos de disección,
en la balanza de pesar los órganos removidos, en el reloj de
pared, pero no, lo único que se habían llevado era los órganos
de José Bonifacio.
Cierta o no la versión, se hubiera prestado o no el abreca-
dáveres al ilícito, ¿qué más podía obtener Laurentino Cristófor
de él? ¿Qué más iba a sonsacarle? Una leve vacilación, un ligero
parpadeo podían indicar que el hombre de la morgue estaba

XX
mintiendo, pero saberlo no conduciría a ninguna parte. ¿Sobor­
narlo? ¿Ofrecerle una suma adicional a la que probablemente
ya había recibido por permitir la profanación? Estaba seguro
que esto tampoco surtiría efecto. Muy seguramente, el propio
«Cadavro» en persona era quien había mutilado el cuerpo. A
lo mejor, para preparar un brebaje.
Con todo, la hipótesis no casaba. El escatológico sujeto
era dueño y señor de la morgue. Su jefe, el flamante doctor
Culer, ni siquiera asomaba por allí. Tal vez muchos cuerpos
se habían ido a la fosa común mutilados y despojados de sus
órganos vitales, envueltos en bolsas de polietileno, sin que na­
die se percatara. Si podia disponer de los cuerpos con entera
libertad, ¿por qué había denunciado el ilícito?
Todas estas razones paralizaban a Laurentino Cristófor, que
en últimas sólo podía fruncirse de hombros y acogerse a la
fatalidad. La fatalidad gobernaba el mundo de Alcandora, ¿qué
objeto tenía tratar de interpretarla, y menos todavía intentar
detenerla? En prueba de este aserto, a la siguiente mañana,
mucho antes de despertar, entró la llamada a su teléfono.
La voz, cavernosa y oscura, ramificada como los vericuetos
de un nervio, hacía parte del sueño, arrastraba ecos subterrá­
neos. No alcanzó a despertarlo del todo, se confundía con los
sedimentos de muchos sucesos que no había logrado procesar.
«Si quiere saber lo que están haciendo con José Bonifacio,
vaya hoy mismo a la calle del Boticario, entre la una y las dos
de la mañana». Continuó durmiendo con el aparato pegado
de la oreja, preguntándose si ese hoy era en efecto hoy, o era
mañana. Un tiempo indeterminado después pegó un salto y
quedó sentado en la cama.
No podía haberlo soñado, tenía el teléfono en la mano.
Pasó todo el día meditando el dilema, que era nada más
ni nada menos definir la hora de la llamada. Esa noche se
había acostado temprano, tal vez entre las nueve y las diez. Si
la llamada había entrado antes de la media noche, el indicado
«entre la una y las dos de la mañana» ya pertenecía al pasado.
Si había tenido lugar después de esa hora, tendría lugar al
siguiente día.Vaya embrollo.
Pero, además, visitar la calle del Boticario entre la una y
las dos de la mañana no resultaba un programa tentador. Se
trataba de un sucio paseo de graneros y negocios de abarrotes,
una calleja estrecha y deprimida, donde hacían sus compras los
sectores de más bajos ingresos.Tal vez de noche no fuera otra
cosa que un callejón oscuro y deprimente, hogar de perros y
mendigos, pero no era posible llegar hasta allí sin atravesar una
zona tórrida y bulliciosa, el centro de Alcandora, poblado de
bares de baja ralea, lupanares baratos, vagos y aves de rapiña. No
podía aventurarse por esos lugares sin adecuada compañía. A
nadie iba a gustarle la idea de acompañarlo, salvo que mediara
una razón muy convincente.
Por fortuna, el éxito de las cartas de su tía Beatriz había
convertido en incondicional suyo al abogado Benjumea. Ahora
hablaba hasta por los codos, quería comentar cualquier cosa,
controvertir, exponer.Tampoco se perdía una movida de copas.
Laurentino lo invitó a tomarse una cerveza.
—Tengo datos importantes —le dijo.
Un pequeño bar cercano a la zona del centro les sirvió de
punto de encuentro. Aunque el tabuco era bastante oscuro,
estrecho y caliente (sólo un abanico de techo intentaba re­
frescarlo), el dueño no cerraba mientras quedara un cliente
adentro. Ocuparon una mesa junto a la puerta, para recibir una
porción extra de aire. Laurentino se explayó en varios temas:
el novicio pensaba que cada uno de ellos era el asunto del que
pretendía informarlo. Sólo hacia las once de la noche, cuando
ya habían despachado una docena de botellas y empezaban a
achisparse, le soltó la grande.
—¿Ya estás al tanto, no?

90
-¿Al tanto de qué?
-De lo que ocurre con José Bonifacio en la calle del Bo­
ticario. Hemos venido a eso.
El abogado Benjumea abrió unos ojos enormes y expresó
su deseo de conocer hasta la última minucia del asunto.
-¿Qué está ocurriendo, por Dios? Hasta ahora no he sabido
absolutamente nada.
-Vives en la luna-reprochó Laurentino-. Ocurre todas las
noches, entre la una y las dos, lo sabe toda Alcandora. ¿Cómo
es que no lo sabías? Ahora iremos a verlo.
Para no ahondar en el asunto, volvió al cuento de las cartas
de la tía Beatriz. Era una gran lástima que aquellas esquelas no
se hubieran repetido lo suficiente, pues una docena de ellas
podía haber conformado una hermosa novela. Recordó que
existía una famosa novela epistolar llamada Las relaciones peli­
grosas. Las cartas cruzadas entre la tía Beatriz y Céspedes Acuña
la hubieran superado, de ser más numerosas. La conversación
se file por este camino. No llegaron a percatarse de la sucia y
pegajosa cortina que había empezado a tejerse en la puerta
del bar, un insólito elemento cuya razón de ser no parecía otra
que la de separarlos del mundo exterior.

No existe explicación científica convincente acerca de la


extraña neblina que a manera de sudario, cubre varias veces al
año la ciudad de Alcandora.
En primera instancia, su frecuencia varía. En un año nor­
mal, el fenómeno no se presenta arriba de dos o tres veces;
en época irregular puede llegar a ocurrir hasta una docena.
Es siempre un suceso de madrugada, aunque en ocasiones
extraordinarias, verdaderamente extraordinarias, se ha presen-

9>
tado durante las primeras horas de la noche. Sólo ocurre una
noche en cada ocasión, pero algunos antiguos registros dan
noticia de frecuencias insólitas: dos, hasta tres noches seguidas,
o una noche sí y otra no, durante una semana completa.To­
dos están de acuerdo en que proviene del río, es decir, que el
río la arrastra y la vuelca sobre la ciudad. ¿Pero desde dónde
la arrastra? ¿Dónde se forma? Los servicios de meteorología
locales sólo se atreven a vaticinar que se genera muy cerca del
puerto, posiblemente en una de las ciénagas.
En varias ocasiones, se ha propuesto que un avión dotado
con instrumentos adecuados y cámaras de aerofotografía, levan­
te vuelo tan pronto se insinúe el fenómeno, para fijar desde al
aire su origen, pero esto nunca se ha cumplido. Por lo general,
cuando el banco de niebla se hace presente, ya es dueño del
mundo, el aeropuerto queda cerrado por falta de visibilidad,
los aviones no pueden despegar. Tampoco se dispone de pre­
supuesto para tanto; los expertos deben resignarse a elaborar
teorías sin comprobación práctica. La mayoría se inclina por el
llamado fenómeno catalítico, es decir, un aumento inusitado
de la temperatura, concentrada por las frondas vegetales que
cubren extensas regiones pantanosas, en particular las ciénagas
sombreadas de selva, donde se produciría el efecto de olla de
presión. El vapor levantado cuaja y circula por determinados
corredores hasta volcarse en el río, sobre cuya superficie desliza.
En el recodo frente al puerto, en lugar de seguir aguas abajo, se
vierte encima de la ciudad y la cubre.Ya para entonces tiende
a condensarse. De ahí su insoportable consistencia de garúa,
de leche cuajada, su tibieza húmeda y pegajosa, sus efectos
sobre la piel.
Esto en lo principal, en lo que todos están de acuerdo, por
eso se le conoce como El trasudado. La maldita neblina produce
una extraña sensación sobre las terminaciones nerviosas de
la piel, una especie de lamido irritante que crispa los vellos,
carga eléctrica que infunde en el alma el presagio de haber

92
sido rozado por la muerte. De ahí también las alteraciones
nerviosas, los partos prematuros, los súbitos crímenes que ho­
rrorizan el puerto. Por eso se repite, una y otra vez, que aquel
vapor contiene sustancias nocivas arrojadas por la petrolera en
alguno de los pantanos vecinos, residuos tóxicos que sublima
el calor, mercurio, cianuro, cualquier porquería de esas. Si el
avión de aerofotografía nunca ha podido despegar, es porque
a la petrolera no le conviene que se descubra el sitio exacto
de su vertedero mefítico.
Sin embargo, el común de las gentes no se conforma con
semejante explicación. Tradiciones muy antiguas sostienen
que la niebla se presentaba ya desde mucho antes de erigirse
la petrolera, y que olía a lo mismo. Para las personas más su­
persticiosas, cerca de Alcandora existe un gran pudridero de
cadáveres.Todo lo que es arrastrado por el río desde el interior
del país, gente, animales, fetos, residuos orgánicos, deyecciones
y crímenes de cualquier laya, toma la ruta de un oscuro mean­
dro, se sume en una ciénaga oscura y suda lentamente. Cada
cierto tiempo expele una burbuja mefítica. Razón por la cual
El trasudado altera de manera profunda los nervios.
El abogado Benjumea, que no era ajeno a estas creencias,
se detuvo en la puerta del bar y dio un paso atrás.
—No hay forma de salir, fíjate —dijo apartándose un poco,
para que Laurentino Cristófor pudiera observar el asqueante
sudario.
-Al contrario, así está mejor.Vamos a movernos como pez
en el agua -comentó su divertido colega.

—¿Es ese? —preguntó el inspector Mondragón al sargento


Fino Ardila, uno de los hombres más eficientes del cuerpo de
la secreta.

9J
-Ese es.
El muchacho acababa de arribar en una poderosa «Harley-
Davidson» último modelo, tan orgulloso como un finquero
montado en un caballo de paso. La aparcó junto a las otras
motos, ninguna de las cuales tenía la categoría ni el cilindraje de
la suya,y al acercarse a la barra, donde se hallaba el resto de sus
compañeros bebiendo cerveza, recibió de estos las aclamacio­
nes y agasajos que correspondían a la categoría de su máquina.
Una vez más, el inspector Mondragón había llegado a su
objetivo aplicando el método de comentar con sus hombres
las pesquisas y seguimientos en que se hallaba enfrascado, lo
mismo que sus conjeturas. Generalmente dejaba salir estas
cosas por puro aburrimiento, mientras esperaba por alguien
en el interior de su caluroso automóvil, mientras apuraba una
cerveza en un bar de mala muerte, mientras espiaba desde una
ventana. En cualquiera de estos trances, como para hablar de
algo, solía comentar a sus hombres los encargos de la Fiscalía,
las sospechas, las pruebas acumuladas. Los agentes de la secreta
comentaban estas mismas cosas a sus informantes, a sus que­
ridas, a sus amigos de juerga.Todos lo hacían de aburridos. La
operación policial de Alcandora, realizada por lo general a una
temperatura cercana a los cuarenta y dos grados a la sombra,
imponía una inmovilidad que predisponía al aburrimiento
absoluto. Uno de los resultados de esta falta de reserva era que
el sospechoso terminaba por ser alertado y huía. Pero a veces
el proceso fùncionaba a la inversa: la gente enterada devolvía
un dato revelador, suministraba una pista.
En esta ocasión, el dueño del simpático bar El Oasis, a la
entrada del barrio La Luisa, luego de conocer las preocupa­
ciones de la secreta, devolvió al sargento Fino Ardila un dato
importante: la semana anterior al asesinato de José Bonifacio,
un joven se la había pasado exhibiendo a sus compañeros una
soberbia Magnum. Se trataba de un grupo de harlystas, aunque

94
el del revólver no tenía moto propia por ese entonces.Tal vez
por eso mismo ostentaba el arma ante ellos, como una manera de
igualarse en categoría. Ahora la tenía. Una semana después de lo
de Bonifacio apareció con su máquina.Todos eran hijos de papi.
La Luisa es el barrio de los directivos de la petrolera. Paseaban
por las afueras, apostaban carreras, casi todas las noches venían
a beber y a comentar sus hazañas en el pequeño bar de mesas
de madera, repartidas al aire libre entre un cabezal de palmeras.
—¿Cómo vamos a abordarlos? —preguntó el sargento Fino.
-Esta gente bien es una mierda, lo mejor es ir al grano —dijo
el inspector Mondragón, levantándose.
Caminó hasta la mesa de los muchachos y con gesto ame­
nazante exhibió su carnet, colocándolo ante los ojos de cada
uno de ellos. Fino Ardila lo siguió. Los motociclistas fueron
colocados contra la barra y cacheados. Dos estaban armados de
navajas, pero el de la «Harley» último modelo andaba limpio. Les
pidieron los documentos de identidad. En la foto del muchacho,
el inspector reconoció la cara del padre.
-¿Darley Albarracín? ¿Por casualidad es usted hijo del doctor
Alfredo Albarracín Lucas, vicepresidente de la refinería?
Dijo que si.
-Ah, mucho gusto.
Estrechó la mano que eljoven harlysta le extendió a regaña­
dientes luego de ofrecerle la suya, y casi entrechocó los tacones,
en señal de respeto.
-Hace unos días estuve en la oficina de su padre. Es un señor
muy decente y muy importante, no olvide saludarlo de nú parte.
Se volvió a los demás, para reprocharles suavemente:
-Pueden seguir bebiendo, señores, conozco al padre de su
compañero. Pero no lleven estos fierros consigo.
Les devolvió las navajas y regresó con el sargento a la mesa
que antes ocupaban, donde terminaron las cervezas servidas.

95
Fino Ardila se mostraba desconcertado.
-Están armados, es cierto, pero el muchacho no -explicó
el inspector-. Lo que buscamos es la Magnum de que habló
el dueño del bar, lo demás no nos interesa. La Magnum debe
estar ya en el fondo del río, difícilmente vamos a hallarla. Pero
el muchacho le contará al padre que me vio.Tal vez eso ayude
en algo.
Unos minutos después empezaron a tronar las motos; los
chicos se alejaban de uno en uno, como si no quisieran llamar
la atención. Cuando sólo quedaron los dos policías, el dueño
del bar vino a sentarse con ellos.
—¿Han logrado algo?
—No, pero la pista puede ser útil.
El sargento Fino se molestó un poco cuando la niebla arras­
tradiza comenzó a cubrirle los pies. No le gustaba el suceso,
su mujer lo esperaría de mal genio.
—Podíamos ir ahora —dijo—, van siendo las doce.
—Acabemos la cerveza primero —respondió Mondragón.
Para ese momento, la niebla iba muy alta. El dueño del
bar comenzó a bajar las cortinas de tabla que sellaban el pe­
queño kiosko entre las palmeras, sostenidas arriba como alas
de sombrero por soportes verticales. Los policías aguardaron
a que terminara la operación y se despidieron de mano. Unos
pasos después, dejaron de verse. Ya sólo las hojas rasgadas de
las palmeras dejadas atrás resultaban visibles.
—¿Queda lejos? —preguntó Mondragón.
—No, es muy cerca. Lo que pasa es que esta maldita niebla
no nos dejará ver absolutamente nada.
-Pero tampoco nos verán. Me interesa echar un vistazo.
Detrás de las verjas de las casas, los perros gruñían. Perros
finos y bravos, que cuando había niebla no ladraban, se limi­
taban a gruñir, como si tuvieran miedo.

96
A nadie le hubiera gustado encontrarse con los dos policías,
primero porque su presencia no resultaba tranquilizadora: se­
gundo,porque todo emergía del trasudado como de un pocilio
de nata, arrastrando jirones consigo. Fino Ardila descubrió el
conjunto de las casas por lo alto de la hierba, que casi llegaba
ya a las rodillas.
-Aquí estamos -alertó-. Los prados de este lado no han
sido podados desde la muerte del jardinero. Tampoco los jar­
dines interiores.
-¿Tienen perro?
-Sí, pero es manso.
Mondragón quitó el pasador a la puerta de la verja y se
metió en el antejardín. Un joven labrador se lanzó batiendo la
cola a lamerle las manos, como si se alegrara de verlo. El policía
le acarició la cabeza mientras se pegaba de la puerta del garaje.
Desde allí se deslizó hacia el gran ventanal.
Era una diligencia inútil, estúpida, pero a los policías
siempre les han gustado estas cosas. El inspector Mondragón
quería ver el interior de la casa del señor vicepresidente de la
petrolera, observar cómo vivía, evaluar sus muebles, sus cua­
dros, sopesar qué tanta riqueza podía existir dentro. La única
pieza importante en el crimen de un pobre diablo era este
señor. Convenía saber por cuánto se podía aceptar un soborno.
Muebles blancos, elegantes, mullidos, tapetes del mismo color,
pisos de porcelana, reflejos de metal, grandes cuadros colgados
en las paredes. Las esquinas empañadas del ventanal denotaban
una buena máquina de aire acondicionado. El salón resultaba
observable porque la cortina estaba recogida en el centro por
un nudo elegante. Mondragón observó primero desde uno
de los bordes, con atento sigilo. Luego caminó hasta el otro
lado y pegó la cara del vidrio.Trataba de captar otros ángulos.
La otra cara estaba ahí, también pegada del vidriosos ojos
mirándolo con un asomo de pánico; la boca entreabierta, como

97
el rostro de una pesadilla detrás de la vidriera de un ataúd. Al
apartarse, cayó. Le pareció que también el de adentro caía. Fino
Ardila le ayudó a levantarse.
-¡Vámonos de aquí!
Se alejaron a pasitos muy cortos y rápidos, para no correr
el riesgo de entrar de cabeza en algún hoyo abierto, a causa
de la ceguera que causaba la niebla. El inspector Mondragón
no lograba tranquilizarse.
—Había alguien allí -dijo a Fino.
—Tal vez el muchacho.
-No pude reconocerlo -mintió-. ¡Esta maldita niebla es
una mierda!
Apenas por un breve segundo había llegado a creer que era
su propia cara reflejada en el vidrio. Ahora estaba seguro que se
trataba del rostro de Alfredo Albarracín Lucas, el vicepresidente
financiero de la petrolera en persona.
¿Por qué había retrocedido de esa manera? ¿Por qué ese
gesto de horror? ¿A qué le temía tanto?

Laurentino Cristófor estaba a punto de abandonar su em­


peño. La calle del Boticario parecía un escenario demasiado
displicente para que algo importante llegara a ocurrir allí. An­
denes desgastados y sucios, pavimento roto, viejos postes de luz
agobiados por el peso de polvorientos cables eléctricos, puertas
de maderas mordidas y mal guardadas por argollas y candados
carcomidos de sol y sudor, anuncios desteñidos sobre paredes
desconchadas, fachadas leprosarias.Veía estas cosas cuando la
niebla se adelgazaba, con la sensación de observarlas desde la
baranda de un buque que se desliza por un estrecho canal.
El trasudado, niebla susurrante, empujaba papeles y pequeñas


basuras. Muy cerca, el olor a coliflor descompuesta resultaba
insufrible.
-Creo que debemos irnos -alcanzó a decir al abogado
Benjumea.
El otro orinaba en la pata del poste de la luz. Fue tal vez
el gorgoteo aquel lo que al apagarse le permitió distinguir el
eco asordinado (los palos de los tambores habían sido forrados
en trapo, para no arrancar de las membranas otra resonancia
distinta que un eco muerto). El trasudado respondía a semejante
excitación vibrando también, aleteando, como leche cortada.
Laurentino levantó lo más que pudo la cabeza, tratando de
sacarla de la niebla. De esa manera logró ver, en la tenue luz
de los bombillos que iluminaban la calle como mechones de
plasma frío, el reflejo del vidrio en la punta del palo. Se echó
para atrás, obligando a su compañero a resguardarse con él
bajo el oscuro dintel de una puerta.
La pequeña procesión marchaba muy apiñada. No era una
multitud propiamente dicha, era más bien un apretujado y
desquiciante cortejo, de no más de treinta animados danzantes.
Al abogado Benjumea se le antojó la pesadilla del Dante, visión
demasiado bizarra de la más bizarra galería del infierno. Hom­
bres y mujeres desnudos, pero envueltos en barro, un barro
que se había solidificado en su piel, en sus cabellos pringosos,
en sus cejas y en su sexo. Las damas, a manera de atuendo
inverosímil, llevaban echados encima de los hombros chales y
mantillas, igualmente embarrados y adheridos a la piel, como
sucios y cochambrosos jirones de momia. Sólo se disponía de
tres segundos para entender semejante visión o enloquecer
de remate. Benjumea intentó huir, pero no le obedecieron los
pies. Cristófor, que había contemplado aquella escena antes, en
los carnavales del río, mantuvo la entereza. Los embarradores
guajiros, evocó, los celebrantes que se revolcaban en el cieno
de las orillas y se dejaban endurecer debajo del sol, el más ba-

99
rato de todos los disfraces, el más sorprendente. Una comparsa
fantasmal, escapada de no se sabe dónde.
La niebla se rasgó como para abrir paso, en una atmósfera
de caluroso baño turco, al palo con el chinero en la punta,
portado a manera de trofeo por un negro descomunal, desnudo
también, y cubierto de barro. Otros dos negros en la misma
condición golpeaban los tambores a su lado, mientras cuatro
entaconadas damitas sostenían las cintas de diversos colores
que descendían desde una corona de oro engastada sobre la
pequeña vitrina, trenzando con ellas en la mano una danza
lujuriosa. Al entorcharse y desentorcharse, rozaban la piel del
gigante, desprendiendo pequeñas escamas de barro ya seco.
Aparte de las zapatillas, su único atuendo era la corteza de cieno
agrietado, por donde escapaban los pechos y la disección de
las nalgas. Los restantes bailadores las seguían y se entorchaban
con ellas. Una letanía modulada con voz grave y dulcemente
cansada, de placentera cadencia, refrendaba el carácter de la
celebración. Laurentino reconoció los versos de la legenda­
ria elegía redactada veinte años atrás por dos parlamentarios
ociosos. Sólo que el alto y severo embarrador que la recitaba,
especie de sumo pontífice, no conseguía disimular el extraño
dejo de su voz, un claro acento brasileño.
No tenía objeto ensimismarse en el juego de aquella letanía
profana e irreverente, picaresca sucesión de rezos entonados
por el oficiante, que los corifeos respondían con modulaciones
gangosas. El supremo sacerdote bramaba: «Gloria, gloria eterna
al pene y aledaños, a través de la historia y de los años...»; los
corifeos respondían, mezclando risa con canto: «Gloria a la
orden del Cojón Rayado, eternamente a Bonifacio consagra­
do...»; «Gloria, gloria, proclamamos sus siervos y vasallos, gloria
al que reina sobre todos los tamaños...».
Laurentino decidió no dejarse arrastrar por el juego diverti­
do y vulgar de aquella cadencia contagiosa, sin antes interpretar

too
a cabalidad el contenido de la pequeña vitrina. Algo colgaba allí
adentro, un crucificado en apariencia; los turbiones de leche
contaminada en que había cuajado El trasudad# no permitían
un registro puntual. Se apartó del oscuro cuadro de la puerta
para agregarse al tumulto, halando de una manga a Benjumea.
Entonces pudo detallar el objeto: lo que pendía entre las seis
caras del chinero de vidrio eran los genitales de José Bonifa­
cio, momificados en tal forma que en lugar de disminuir su
tamaño se habían esponjado, y parecían haber cobrado una
mayor dimensión. Tenían rostro, personalidad, desafiaban el
mundo con la fogosidad de un demagogo enardecido, no es­
taban muertos sino vivos, erguidos y altaneros.Toda una obra
maestra de la taxidermia.
Había una voz familiar en medio del coro. Laurentino trató
de identificarla. Había escuchado ese timbre. Una cara trataba
de dibujarse detrás del rostro de barro, un nombre conocido.
El tumulto avanzó apenas una cuadra más y se detuvo ante el
portón de un local antiguamente conocido como «El batín
del lord». El portón empezó a abrirse lentamente. El caballero
recitante y la dama que caminaba a su lado, cubierta además
del barro con un manto de tonos dorados, se adelantaron para
presidir la ceremonia de entrada. El negro abatió el palo para
que el chinero de cristal reposara con suavidad en las manos
de las entaconadas muchachas. La dama y el caballero se ha­
bían vuelto hacia ellas. Laurentino intentó identificarlos. Eran
pétreas máscaras geológicas surgidas del fondo de la tierra.
El pequeño tumulto fue rápidamente devorado por la
puerta. Los dos abogados permanecieron tras el último muro
de niebla, observándolo desaparecer con más prontitud de lo
que hubieran deseado. Era seguro que adentro estaba a punto
de realizarse una ceremonia muy interesante, a la que por
desgracia no estaban invitados. La voz familiar llegaba todavía
desde las profundidades. Era la más metálica entre todas las del
coro: «Gloria eterna al padre Bonifacio...».

ior
Laurentino se esforzó hasta el límite por ver y por oír.
Alguien acababa de rascarse la cabeza y echar abajo la última
cubierta de barro. Un hombre calvo. Su cráneo reprodujo un
apagado destello.

La pregunta fue añadida como una última cortesía, luego de


que el fiscal Salomón Ventura se hubo levantado del escritorio
para estrecharle la mano, pues había amanecido de buen humor.
—¿Cómo sigue la señora Elizabeth?
Desde el baile del Republicano toda Alcandora lo sabía:
la señora Liz de Ventura se hallaba enferma. No había malicia
en la pregunta del inspector Mondragón, sólo una Ucencia
mal tomada, pues nadie tenía derecho a preguntar por alguien
que no le había sido presentado. Pero no fue exactamente eso
lo que molestó y alarmó al fiscal. Fue el uso del Elizabeth.
En Alcandora ella se llamaba Liz a secas, así era como a ella
le gustaba llamarse, nadie le daba otra clase de apelativo. Si el
policía había pronunciado el nombre de pila era porque lo
había leído en algún documento.
-Está mejor. Los médicos dicen que se trata de un simple
caso de estrés -respondió contra su voluntad, esforzándose para
no incurrir en una grosería. El inspector chocó los tacones de
sus botas con marcada complacencia.
Liz, en efecto, se recuperaba. El médico neurólogo que
la evaluó pensó en un comienzo hacer una tomografia, pero
la descartó luego de confirmar que no existían problemas de
visión, ni descoordinación motora. Los niveles de azúcar y co­
lesterol estaban normales. Estos pequeños desmayos suelen ser
cosa de estrés en el caso de las mujeres. La idea se la corroboró
ella misma cuando le habló de su investigación académica. Al
médico le agradó saber que trataba con una psicóloga.

102
Mondragón había acudido a exponer su teoría de los
«harlystas». El dueño del bar El Oasis aseguraba que Darley,
el hijo del doctor Albarracín Lucas, exhibió con ímpetu un
revólver Magnum en el mostrador de su negocio: él y sus
compañeros podían haber ultimado a José Bonifacio. Con el
agravante de que una semana después del crimen, el joven Dar-
ley había aparecido montado en una lujosa «Harley-Davidson»
último modelo.
-Supongamos que el doctor Albarracín descubrió que su
hijo había tomado el arma y había participado en el crimen.En
ningún caso los padres denuncian a sus hijos.Tiró el revólver
al río, lo enterró, lo metió en un depósito de aceite de la pe­
trolera; habló con un funcionario de policía amigo, consiguió
el papel del denuncio con fecha retrasada y asunto concluido.
Se abstuvo de informar que la noche anterior había efec­
tuado una requisa, confirmando que dos de los compinches
de Darley se hallaban armados.
-¿Hay algún antecedente de ese tal Darley?
—Que se sepa, es un pésimo estudiante. Después de ser
reprobado dos veces seguidas en los colegios de Alcandora,
fue enviado por su padre a Mayolis, pero tampoco allí pudo
culminar el bachillerato.
—Pero su padre lo ha premiado con una costosa motocicleta
«Harley-Davidson». ¿Sabe usted cuánto cuesta una máquina
de esas, inspector? Entre dos y tres millones.
—Eso es lo verdaderamente extraño, señoría -dijo Mondra­
gón tomándose la barbilla-. Pase que el padre oculte el crimen
de su hijo. ¿Pero que lo premie?
-Bueno, los ricos son así. Puede habérsela regalado para
estimularlo, para obtener del muchacho la promesa de que no
lo volverá a hacer, o que el próximo período proseguirá sus
estudios. Al fin y al cabo, si los asesinos fueron los harlystas,
la víctima no representaba mayor cosa. Matar a un retrasado

103
mental puede haber sido para ellos tan divertido como cazar
un venado, investigue cuándo fue registrada la moto en Al­
candora. Ahí tendremos una pista.
—Lo haré está misma tarde —prometió el policía, sacando
una libreta del bolsillo, donde anotó la tarea con la punta de
un lápiz-. ¿Algo más?
—Sí. Dígame qué ha pasado con los análisis de balística de
los otros tres revólveres.
-Los respectivos proyectiles fueron enviados a Mayolis.
Hasta ahora no he recibido informe alguno.
-Haga usted el deber de presionar, inspector.Tome un telé­
fono e insista en que le devuelvan con prontitud esos resultados.
De lo contrario, no vamos a quitarnos nunca de encima el
sambenito de que la justicia es la bella durmiente de este país.
En realidad, desde hacía algún tiempo el asunto de la natu­
raleza paquidérmica de la justicia no le preocupaba, pero aque­
lla mañana había amanecido otTa vez dinámico. Liz prometía
recuperarse; una segunda oleada de frutas de temporada, donde
además del madroño se contaba la pina india y el suculento y
perfumado icaco,había invadido las calles. Retuvo al inspector
Mondragón el tiempo suficiente para que Valeria le ofreciera
un cafe, lo despidió con un golpe amistoso en el hombro y se
entretuvo todavía unos minutos refiriendo a su secretaria la
evolución de la enfermedad de su esposa.
Valeria, sin saber lo que decía, hizo una pregunta idiota:
—¿No es algo parecido a lo de la otra vez?
—¿La otra vez? —SalomónVentura se detuvo, un tanto con­
fundido.
La otra vez había sido tres años atrás, cuando ella se aburrió
a morir y lo dejó tirado en el puerto. Aquello no había sido
una enfermedad, sino un ataque de egoísmo, o algo peor. No
quería ni siquiera recordarlo.

104
—No, no, la otra vez fue algo muy distinto -dijo con aire
contrariado-: ¿Bueno, qué tenemos para hoy?
La acuciosa secretaria ya había colocado los casos que ame­
ritaban urgencia en la bandeja de su escritorio. El fiscal dio por
terminada la charla y fue a sentarse ante ellos, con fervientes
deseos de dar inicio al trabajo. No, no existía el menor síntoma
de que Liz de Ventura acusara señales de aburrimiento o de
rechazo al drástico entorno de Alcandora. Esta segunda vez
se había adaptado mejor, su actual molestia correspondía a un
problema físico real, posiblemente cansancio.Tal vez convendría
llevarla más a menudo a pasear por las ciénagas. La mañana
se le fue entre papeles, en consulta de códigos, en llamadas
telefónicas. La última trajo la voz del inspector Mondragón.
—El registro de la moto de Darley Albarracín ocurrió quince
días después del crimen de José Bonifacio.
-Eso definitivamente es un premio, una recompensa por
algo importante. No es lógico que un padre gratifique a su
hijo por haber cometido un asesinato, a no ser que ambos
estén comprometidos en la misma empresa.
Se hizo un largo silencio en la línea, el policía no tenía
ningún comentario. Salomón Ventura dijo por fin:
-El revólver lo tiraron al río, no lo encontraremos nunca.
No tenemos prueba ninguna. La única posibilidad de éxito es
que usted lleve a cabo una investigación muy cuidadosa sobre
el grupo de los muchachos, o directamente sobre el doctor
Albarracín Lucas.
-Déjelo de mi cuenta -declaró el policía.

Cristófor, entretanto, identificaba la voz. Este proceso ocu­


rría durante el sueño, principalmente en las primeras horas

ios
de la mañana. Eran sus horas eróticas, ensoñaciones envueltas
en colores rosados, formas redondas, cuerpos y almohadones
revueltos. En medio de este armonioso desorden, el cerebro
se dejaba torturar por ideas que pretendían resolver en forma
anticipada los asuntos pendientes. «El caso de la viuda Grajales
puede apelarse alegando quiebra fortuita». «A ese fiscal hay que
mandarlo a la mierda». De pronto: «¡La voz de Peralta! ¡Carajo,
esa era la voz del abogado Peralta, ese es su timbre!»
Quedó sentado en la cama, totalmente lúcido. Resultaba
lógico que se tratara del abogado Peralta, la idea del museo
había sido suya.Tal vez la propuesta original se había transfor­
mado: en lugar de un museo con distintos objetos, una cerrada
cofradía lujuriosa alrededor de los genitales de José Bonifacio.
El gran símbolo, la gran orden, con eso bastaba, con eso era
más que suficiente.
El teléfono se puso a timbrar. Estaba demasiado tempra­
no para contestar llamadas, también para hacerlas, vaciló en
levantar la bocina.
Las palabras tenían un tono chispeante, irreverente, dema­
siado confiado, burlón. Quien hablaba parecía estar haciéndolo
para divertir a un público travieso, tal vez mientras apuraba el
Último trago de la noche.
—Lo próximo en ser cortado será tu brazo inútil. ¿Ese bra­
zo para qué te sirve? Te verías más elegante sin él. Prepárate,
iremos a buscarte. No te dolerá, usamos anestesia.
Ni siquiera alcanzó a preguntar quién hablaba. La llamada
se guillotinó con un click sangriento. Sintió que le cortaban
el brazo, vio correr la sangre.
Un frío enfermizo alcanzó a invadirlo mientras meditaba
en la broma. A menudo él mismo hacía chistes con su brazo,
siempre oculto por la manga de la guayabera, hundida a su
vez en el bolsillo del pantalón. La atrofia le desbalanceaba un
poco los hombros. Para complacer la curiosidad de la gente,

tofi
tiraba afuera aquel brazo con la mano izquierda y exhibía su
manita yerta y desgonzada, semejante a un ratón muerto. El
defecto había definido cien por ciento su personalidad, ya que
la relación con la gente estaba mediada por este misterio, en
el que particularmente las mujeres ponían los ojos y la mente
antes de entrar en contacto con él. Sabía que lo primero que
dijera y la forma como lo dijera tenía que causar un impacto en
su atención, apartarlas de aquel foco de curiosidad, disuadirlas.
Por eso, siempre saludaba a una mujer haciendo una alusión
atrevida, por lo general un anticipado reclamo de amor. Ellas
olvidaban de golpe el detalle del brazo.
Acostumbraba hacer bromas, sí, era su manera de restarle
trascendencia al asunto y evitar las condolencias estúpidas de
ciertas personas, pero lo que ahora le intimidaba no era que
se tratara de un chiste más acerca de su invalidez, sino que se
tratara de una amenaza cierta. Existía la posibilidad de que su
brazo fuera cortado, de eso no le cabía duda. Una estrafalaria
conjurada más aberrante de todas, estaba rodando en el puerto.
El más estrambótico de los juegos se estaba jugando.
Dejó correr el tiempo, y hacia las nueve de la mañana llamó
al abogado Peralta.
-Lo hago responsable de cualquier cosa que me ocurra a
partir de este mismo momento.

Liz de Ventura había superado lo principal de su crisis, pero


no conseguía sentirse interesada en reanudar sus lecturas, ni
la redacción de su tesis.Tampoco acertaba a recuperar el tono
muscular. Se sentía lánguida, laxa, vencida. Había abandonado
la natación y casi cualquier otro ejercicio; empezaba a encon­
trarse culpable y a preocuparse por las consecuencias que ello
pudiera traer sobre su figura. Aquel era el preciso interregno en

107
que necesitaba ser dominada, conquistada, invadida, sometida.
No entendía el amor como otra cosa que un abandono fatal,
una dejación absoluta de la lucha, una rendición incondicio­
nal, un sublime suplicio. Una cosa así no podía ocurrirle en
Alcandora. El ataque de elefantiasis de su esposo no volvería a
repetirse. Había pensado en retornar por una corta temporada
a la capital. Sabía que Salomón no se opondría, es más, él había
llegado a insinuárselo. Pero no le gustaba pensar en la capital.
Estaba decidida a no regresar nunca más a la capital.
No existía nada que pudiera avasallarla. El amor había
muerto, era un perfecta casada, debía embarazarse; lo que le
hacía falta era una familia No había tono muscular en su cuer­
po, la estación de las frutas no tenía ningún significado para
ella, había perdido su color y su fuerza. Ahora abundaban las
guamas. Salomón las traía a casa por cargas, se pasaban horas
comiéndolas, pero ella no les hallaba gusto ninguno. Los afel­
pados frutos contenidos en correosos y curvos estuches tenían
la insulsez de los libros de leyes de su esposo.
El teléfono timbraba. Atravesó descalza la sala, agitando su
pelo sedoso, que había empezado a crecer.
-Aló. ¿Quién habla?
-Habla... Isaías Culer. ¿Me recuerda?

La llevó a las residencias Almirante, en las aideras del puerto,


una casa famosa y poco discreta, donde existía un patio interior
sombreado por un mango enorme. Ella no opuso resistencia,
aunque conocía la naturaleza del lugar.
Menos mal que los que llegaban en carro no tenían que
exponerse a las infamias de la lora del dueño. La lora trepaba
al tablero de madera mientras el portero cobraba, tomaba las
llaves con su pico y las arrojaba en la vitrina de recibo, gritando:
ios
«¡Éntrale a la puta!», «¡Éntrale a la puta!» El efecto era tan asus­
tador que colegialas y principiantas escapaban corriendo. En
el patio no ocurría nada parecido, en el patio un empleado se
acercaba al coche y entregaba las llaves a través de la ventanilla.
Mientras su acompañante aparcaba el coche a la sombra del
árbol, subió la angosta escalera de palo y buscó el número de la
habitación señalada en el llavero. Se desvistió en una sucesión
de movimientos precisos, como si escasamente le alcanzaran
las fuerzas para los más leves actos, y se arrojó de espaldas en la
cama, cuya sábana anticipaba frescura. El calor sobrepasaba los
cuarenta y dos grados, la urgencia de estar desnuda resultaba
comprensible. Pero desnudarse era también un viejo instinto.
Flexionó las rodillas y abrió cuanto pudo las piernas,para erigir
el depilado sexo como el centro del universo.
—¿Cuánto tiempo serviste en la casa de la Sagalejo? —pre­
guntó el inspector Mondragón al entrar, deteniéndose absorto
frente al espectáculo, mientras se quitaba el saco de lino.
-Tan sólo seis meses.
Apenas una hora antes le había telefoneado a la refinería,
confiado en que ella respondería afirmativamente a sus re­
querimientos.
-Soy el policía que estuvo hace unos días en la oficina de
su jefe. Usted sacó una fotocopia para mí, ¿me recuerda?
-Sí, lo recuerdo -respondió Mireya Ledesmas, un poco
amedrentada.
—Necesito hacerle unas preguntas, ojalá sin que nadie se
entere. Esto es un asunto oficial.
-No vaya a llevarme a ninguna comisaría -suplicó.
-Al contrario, mis deseos son invitarla a tomar una cerveza,
y llevarla a almorzar. La recojo en punto a las doce.
La muchacha tenía una motoneta para ir y volver de la casa
al trabajo. Cada mediodía efectuaba este recorrido, almorzaba

soy
y dormía un rato de siesta, salvo que su jefe la requiriera en la
oficina. Pero el doctor Alfredo Albarracín Lucas por lo común
se marchaba también a su casa, de donde regresaba pasadas
las tres. Mireya dejó la motoneta en el parqueadero y pidió a
una compañera que la sacara en la suya hasta la puerta de la
refinería, donde subió al vehículo del inspector Mondragón,
quien se había esmerado por desodorizar lo mejor posible la
tapicería, impregnada por efluvios de nicotina y sudor.
El servicio al cuarto llamó antes de que hubiera acabado
de sacarse la ropa. Adolfo Mondragón abrió y recibió la ban­
deja que portaba las dos cervezas heladas. Mireya no cambió
de posición ante los ojos intrusos del empleado. Mondragón
cerró la puerta y vació el contenido completo de una de las
latas sobre el cuerpo provocante de la mujer, que lanzó un
alarido de gozo. Después se inclinó y se puso a lamerla, como
un perro sediento.
—¿Te seleccionaron allí?
El voraz ejercicio del sexo había concluido. Estaba cada
uno a un extremo de la cama revuelta, empapados en sudor,
mirando el techo encalado, desnudos, tratando de refrescarse
bajo las ráfagas del ventilador, que en un primer momento
habían olvidado encender.
-Sí, a una parte de las muchachas las consiguen en casas
como esa. A la vez de contratarme, me exigieron hacer un
curso de secretariado. También aprendemos algo de inglés.
La refinería es el único lugar de la ciudad donde se gana un
salario decente.
-Pero tu trabajo no es sólo ser secretaria.
—Nos exigen las dos cosas.
Mondragón encendió un Camel. La muchacha se sintió
adormilada y dio una vuelta en la cama, para venir a recostarle
la cabeza en el pecho y darle un chupón al cigarrillo.
—¿Te afeitas para darle gusto a tu jefe?

uo
—À todos ellos les gusta. Nosotras le pertenecemos al cír­
culo directivo.
El policía levantó el teléfono y pidió otro par de cervezas
heladas. También preguntó si les podían conseguir algo de
comer.
—Pueden traer pollo asado —dijo a Mireya.
La muchacha aceptó. Estaba claro que ya no alcanzaría a
llegar a su casa.
—¿Quiénes son exactamente ellos?
—Son siete. El jefe y los seis vicepresidentes. Usted puede
ver sus nombres y fotos en la revista de la institución. Circula
cuatro veces al año. Puedo mandarle un ejemplar.
—Me gustaría mucho tenerla —agradeció Mondragón, en­
cendiendo otro cigarrillo.
Como buena secretaria, la muchacha creyó oportuno hacer
una corrección.
—Bueno, en realidad no son siete, sino seis. El otro es un
fifiriche. De todas formas, participa en el juego, a su manera.
El servicio de cuarto volvió a llamar a la puerta. Ahora foe
Mireya la que salió a recibir de manos del empleado la bandeja
de las cervezas, sin inmutarse por su desnudez.
-Te gusta que te vean -comentó el policía.
—Sí, foe una costumbre que me quedó de la estadía donde
la señora Matilde.
—Es muy buena maestra.
-El cuerpo es un don de la naturaleza.
Estrujó la lata helada contra sus pechos recalentados, envol­
viéndola luego con ellos. Después la dejó deslizar por la línea
del vientre, hasta colocarla entre sus muslos. Su rostro asumió
una actitud arrobadora.
-Y las relaciones del doctor Albarracín con su hijo Darley,
¿cómo van?

ni
-Ellos son muy unidos, él le regaló una moto costosísima.
La que riñe mucho es la señora Viviana.
-¿Sabes por qué?
-Yo creo que ella es celosa, que sabe algo de las cosas que
pasan en la refinería entre los jefes y las secretarias.
Soltó una risa juguetona, como si acabara de recordar una
pilatuna.
-El doctor Orejuela no vive ni siquiera en su casa. La casa
donde vive su mujer en La Luisa es mera apariencia, él se
queda con Gina, una de nuestro grupo. El sueldo le alcanza
para sostener las dos casas, Gina ya no trabaja. Dicen que está
embarazada.
Los cigarrillos del inspector se consumían uno tras otro con
notable rapidez, avivados por las ráfagas del ventilador. Mireya
quebró un poco la voz, para preguntar, haciendo un mohín:
—¿Se demorará mucho ese pollo?

Esa misma mañana, el abogado Peralta vino directamente


a presentar sus excusas. Mostraba trazas evidentes de haber
amanecido bebiendo, estaba todavía algo borracho, se le sentía
un tufo fétido, como el que puede expeler una turbina cargada
con alcohol impotable; sin embargo, se había bañado y vesti­
do para tomar un taxi hasta el Palacio de Justicia, encontrar a
Laurentino Cristófor y absolverse ante él,
-Sólo se trataba de una broma, colega, de una mala broma,
lo admito. ¿Pero.quién va a cortarle el brazo? ¡Esa es su mayor
gracia!
Laurentino lo dejó hablar, mientras sorbía el café. Después,
dijo con suavidad:
—De lo que usted va a tener que excusarse no es de lo que

12
haya pensado hacer, sino de lo hecho. Peralta insistió.
-Estábamos bebiendo el último trago, no teníamos ganas
de irnos a casa.se nos ocurrió llamarlo para tomarle del pelo...
Se detuvo y abrió cuanto pudo los ojillos rojizos y ador­
milados, como tratando de captar lo que el otro había dicho.
-¿A qué se refiere usted?
-A los genitales de José Bonifacio.
Con la boca abierta, como un púgil que intenta encajar
un mal golpe, Peralta se echó para atrás.
-Le puedo jurar por el alma de todos mis antepasados que
yo no tengo nada que ver con eso -dijo al cabo de un minuto.
-Anteanoche, en la procesión, usted era el que más claro
cantaba.
—No sé de qué procesión habla.
-No se haga el idiota, Roque Peralta, usted es el cabecilla
principal de esa infante logia de embarradores que pasea los
genitales de José Bonifacio por la calle del Boticario.
El abogado quiso mostrarse indignado, apretó los labios y
asumió aire de enojo.Todavía intentó resistirse.
-Amigo Cristófor, he sido irrespetuoso con usted esta
mañana, lo he ofendido, pero no me acuse de sucesos en los
que no tengo nada que ver.
-Quien pronto tendrá mucho que ver con todo esto es el
fiscal Salomón Ventura. Es él quien lleva el caso, voy a tomar­
me la molestia de visitar su oficina ahora mismo -respondió
Laurentino, levantándose.
El otro lo retuvo por la manga de la guayabera, la manga
que cubría el brazo atrofiado.
-Siéntese, por favor, no es para tanto.
-Soy todo oídos -aceptó Laurentino, volviendo a ocupar
su silla.

113
El abogado Peralta interpuso un último deseo, como el
condenado que busca un poco de aliento antes de confesarse
con el sacerdote que lo preparará para la descarga final.
-Necesito una cerveza.
—Tendríamos que salir.
-Prefiero hacerlo. Sin una cerveza no puedo pensar, y
menos hablar.
Abandonaron el Palacio de Justicia y se dirigieron a una
tienda cercana, donde les fueron destapadas dos botellas heladas.
Peralta esgrimió la suya con mano temblorosa y la engulló de
una sola tirada.
-Se trata de la Orden del Cojón Rayado -dijo al tiempo
que su boca expelía una burbuja etílica.

10

El mensaje había llegado a través de un conducto cono­


cido como «el túnel de la Cancillería», una extraña red de
funcionarios que nunca daba la cara, pero que estaba avalada
por la autoridad del propio presidente de la República. Por
esta razón, lo recibido de su parte se obedecía de inmediato.
La cosa no podía ser más sencilla. La Oficina de Extranjería
del Aeropuerto Eldorado, adjunta al Ministerio de Gobierno,
había detectado el sospechoso ingreso al país de un personaje
importante. Esta clase de evento no era del todo inusitado. De
tiempo en tiempo, alguna celebridad del mundo de la farándula,
del jet set internacional, incluso de la política, de la ciencia o
del arte, arribaba por alguna causa no conocida y procedía a
moverse de incógnito en el territorio nacional. Unos venían
a conocer sin ser conocidos, otros a tomar vacaciones en paz,
algunos a visitar subrepticiamente a una antigua amante. Se
sabía que en ocasión más o menos reciente, el futbolista Pelé

114
había estado reunido en forma discreta con un grupo de
amigos en una remota comarca interior. Pero la presencia de
celebridades de incógnito había comenzado a preocupar, al
tiempo que se tornaba cada día más frecuente, por una triste
razón: el floreciente negocio del narcotráfico. En el mundo
muchos Porfirio Rubirosa eran flor de un día, sus carreras esta­
ban arruinadas en lo mejor de la vida, no tenían donde caerse
muertos, debían hasta la camisa. Su única tabla de salvación
consistía en practicar el escueto y vil «vini, vidi, vinci» que
empezaba a ponerse de moda en un país que poco a poco se
convertía en el paraíso de los sicotrópicos: venir, comprar unos
cuantos kilos de alcaloides y regresar victoriosos.
La Oficina de Extranjería del Aeropuerto Eldorado, Sec­
ción Pasaportes, procedió a dar aviso a su instancia superior
en la Cancillería, y ésta a su vez cursó oficio al Ministerio de
Gobierno. El personaje, procedente del Brasil, ni siquiera había
abandonado el aeropuerto de la capital y no se tenía noticia
alguna del motivo de su visita. Tras descender del avión de
«Varig», había procedido a diligenciar los papeles, visitar los
baños, tomarse un café, comprar un pasaje en una aerolínea
local y abordar un avión con rumbo a un destino demasia­
do precario: la remota y poco turística ciudad de Alcandora,
horno petrolero, epicentro de todos los conflictos y todas las
violencias.
El jefe de la secreta, inspector Adolfo Mondragón, reci­
bió una comunicación directa del gobierno departamental,
ordenándole seguir al sujeto de forma en extremo discreta, y
proceder a detenerlo en caso de infracción grave de la ley. El
encargo llegó a sus manos en un momento de mucho ajetreo,
razón por la cual lo delegó en un hombre de su plena confianza,
el agente Higinio Angarita.
Higinio era un policía meticuloso y metódico. Después de
confirmar que el visitante había ingresado por el aeropuerto de

ns
Alcandora se dirigió al Hotel Regís, donde lo halló registrado.
Aguardó su salida de la habitación leyendo un periódico en la
sala de recibo, comió muy cerca de su mesa en el restaurante,
lo siguió en un taxi por toda la ciudad. El extranjero se estaba
moviendo de un lado a otro. En realidad, estaba a punto de
partir nuevamente.

11

—Habla —apuró Laurentino.


-Se trata del culto de las adoratrices del equilibrista Mi­
jangos -comenzó a explicar Peralta.
-Acabas de decir la Orden del Cojón Rayado.
—Es lo mismo, debes tener un poco de paciencia.
—Sigue, pues.
—«El batín del Lord», tal vez lo recuerdes, fue uno de los
locales más afamados de Alcandora, en tiempos en que ésta
era tierra de respeto. Lo regentó una inolvidable Anabel, de
quien todavía se habla con veneración, Dios la tenga en su
gloria. Pero debes saber, Laurentino, que si ella fue la reina,
el equilibrista Mijangos fue el rey, el monarca indiscutible.Ya
sabes cuál era su habilidad. Lo que muy poca gente conoce es
que allí mismo, en la vieja casa de «El batín», que es hoy una
pensión de dudosa reputación, se conserva una foto de Mijan­
gos en el momento mismo de su increíble acrobacia. Puedes
creer que no sea cierto, tienes todo el derecho a la duda, yo
sólo te digo que la he visto con estos ojos que le rendirán
cuentas al Creador.
-Amaneciste muy místico. ¿Te pasa lo mismo cada que
bebes?
—El alcohol contagia demasiada espiritualidad.
—Debe tratarse de un truco, lo de esos equilibristas siempre


es un truco. Por eso también se les llama ilusionistas -acotó
Laurentino, que había apurado su cerveza, tras sentir repenti­
namente reseca la garganta-. ¿Te tomas la otra?
Peralta dijo que sí y aguardó a tener la botella empañada
en las manos, antes de proseguir.
—Puede ser, siempre puede ser, pero he observado la foto
con detenimiento y estoy tentado a creer que no existen re­
toques. Mijangos está tendido en el aire en la misma pose de
Superman, sólo que no tiene los brazos extendidos hacia de­
lante, sino plegados sobre el pecho. En lo único que se sostiene
es en su vara de premios. Por su parte, las señoras aquellas lo
idolatran. Ellas se quedaron viviendo en la casa, después de la
muerte de Anabel, luego del cierre del negocio. Cada una se
apoderó de su respectivo aposento, donde a lo mejor ejercie­
ron durante un tiempo más el oficio, hasta convertirse en los
horribles vejestorios que ahora son. Sin embargo, conservaron
intacto el salón principal, del que se sirven como área social. De
vez en cuando ofician allí algún aquelarre, siempre presididas
por la foto de Mijangos. La de Anabel ocupa un lugar a su lado.
Bebió un largo trago de cerveza y añadió con renacidos
bríos:
-Para mis adentros, creo que desde hacía por lo menos
una década nada alteraba la monotonía de estas pobres viejas.
La casa está en ruinas, sus alrededores se volvieron un asco, la
devoró la decadencia del centro de Alcandora, que asusta. Pero
ya sabes qué ocurrió.
-José Bonifacio vino al mundo.
—Exacto. Cuando el prodigio se supo, y las retiradas señoras
conocieron sus dimensiones por la foto de La Diana, desperta­
ron de su profundo letargo y tomaron la decisión de rendirle
homenaje, como si de repente hubieran renacido en ellas las
pasiones de otros tiempos. La única manera de homenajearlo
era tenerlo colgado en el salón de la fama, al lado de Mijangos.

117
Son antiguas damas con muchas conexiones, movieron cielo y
tierra y se hicieron al trofeo. No me pidas que explique cómo,
porque no lo sé. Sólo sé que la fortaleza dejóse Bonifacio está
ahora contenida, colgada y venerablemente guardada en un
chinero de vidrio, en el salón principal del antiguo «Batín del
Lord», en compañía de Anabel y Mijangos.
Laurentino, que había contemplado el chinero, sabía que su
colega no mentía. Sólo una cosa necesitaba que le fuera acla­
rada con urgencia, aunque Peralta pudiera ofenderse: ¿Cómo
era que se había conectado a tan alucinante ocurrencia? Las
preguntas se le escaparon de la boca en tropel. El otro, con dos
cervezas adentro, comenzaba a sentirse tan bien, tan exento de
la reseca que unos minutos antes le cerraba los párpados, que
no tuvo inconveniente en contestar de manera espontánea.
—Nuestras mentes piensan al unísono, colega. Cuando uno
tiene una idea brillante, como esa de hacer un museo de las
cosas singulares de Alcandora, donde por supuesto su brazo
sólo estará el día en que usted muera, y previa donación de su
parte, cuando uno concibe una de estas genialidades, repito,
otros miles de personas ya están en lo mismo. Es más, cuando
uno va, ya muchos vienen. El pensamiento humano opera por
corrientes de impulsos, por rachas, por series de individuos. Es
por eso que muchas cosas importantes se descubren a un mismo
tiempo en distintas regiones del globo. Pero esto no es nada,
amigo. Que en Alcandora se nos haya ocurrido coleccionar el
prodigio de José Bonifacio, vaya y venga. Que en Alcandora
exista un club de sexagenarias adoratrices de Mijangos, y que
esas adoratrices hayan decidido ampliar el retablo de sus tabús
sexuales elevando a los altares a un nuevo ídolo, vaya y venga.
Tampoco pueden quedarse atrás del todo, el anacronismo nos
mata con más eficacia que un veneno. Pero lo que me causa
asombro, verdadero asombro, y no tanto asombro sino abierta
admiración, es que toda una firma comercial de Milán, una
multinacional italiana con todas las de la ley, escúchelo bien,

118
haya cursado propuesta de compra por el ajuar de José Boni­
facio. Eso no lo creería nadie, pero entienda por qué. Milán es
la capital mundial del sexo, más de la mitad de su población
vive de ello. Allí se filma la gran mayoría de las películas por­
nográficas que se exhiben en el mundo, de allí son todos los
fetiches. Pues bien, los milaneses también quieren quedarse
con nuestros recursos naturales, ¡vaya imperialismo! Y yo me
digo: ¡que se hayan enterado de lo que ocurre en Alcandora
es algo que no puedo concebir! Cómo lo supieron, quién les
informó, es imposible saberlo. No concibo que La Diana de
Alcandora tenga tanto poder de información y penetración
como para llegar hasta Italia, semejante pasquín. Pero la Diana
llega a Mayolis, en Mayolis existe un pequeño consulate italiani;
es factible que por esa vía haya llegado a saberse en el remoto
y mundano Milán la existencia de nuestro tesoro.
Laurentino Cristófor ordenó un nuevo par de cervezas y
pensó cuál sería su deseo. En realidad, no necesitaba pensarlo,
porque ya lo tenía decidido. Cualquier arreglo con el abogado
Peralta implicaba que le fuera concedido el derecho de con­
templar la foto de Mijangos. Esa era su exigencia, su chantaje
al bocón. El otro continuó hablando.
-Lo de Milán parece un cuento de las mil y una noches,
pero escuche usted lo que voy a decirle, colega. De Brasil ha
desembarcado con urgencia en Colombia un escritor famoso,
un tal Rubem Fonseca, quien viene comisionado por una logia
llamada La Cofradía de la Espada, para cancelar el precio que
sea necesario por los genitales de José Bonifacio. ¡Esto es ya
todo un mercado persa!
—¿Rubem Fonseca, dices?
-Sí, Rubem Fonseca.Vea usted, uno se cree en las antípodas,
piensa que vive en un lugar miserable y olvidado del planeta,
y de repente, Alcandora es el centro del mundo. ¡Basta que
alguien lo tenga grande para que ocurra semejante prodigio!

IIÇ
Laurentino Cristófor preguntó, hipnotizado:
—¿Sabes quién es Rubem Fonseca?
-Sí, un escritor, ya te lo dije.
-Un escritor, exacto, pero no un escritor cualquiera. Es el
autor de Elgran arte, tal vez el mejor clásico policíaco que se
haya escrito en Latinoamérica. Uno de sus temas menciona
algo así como La Cofradía de la Espada, ahora recuerdo. Creo
que se trata de la historia de una logia de fornicadores insignes.
Seguramente la organización existe en la vida real. Ha venido
por un símbolo para su escudo, o para su logotipo, qué se yo.
El abogado Peralta se había puesto otra vez borracho, y al
tiempo que asentía, hablaba en tono gangoso:
-Ya lo ves, el mundo es un pañuelo. Ahora sólo falta que
tú resultes compadre de Rubem Fonseca.
—Hay algo que no entiendo —cortó Laurentino.
Peralta puso cara de beodo obediente.
—Pregunta.
-Rubem Fonseca viene por el prodigio de José Bonifacio.
Eso quiere decir, viene a comprarlo, a pagar un precio por
ello. Pero lo que yo he visto en la calle del Boticario es una
ceremonia pagana, una especie de rito de iniciación. ¿A qué
obedece tanto folclor?
—Eso es exactamente lo que ha terminado por salir de la
transacción. Las sabias veteranas de «El batín del Lord» no son
unas miserables marchamas, sino unas doctoras llenas de ex­
periencia y dignidad. El encuentro con el escritor las fascinó,
les fascinaron sus historias, sus dichos, su manera de hablar,
sus modales. «Todo un caballero», decían. En lugar de apretar
por el precio, lo único que pidieron fue ser iniciadas en los
altos misterios de La Cofradía de la Espada, los rituales de la
secta brasilera, el misterioso y sensual candomblé. Fonseca lo
concedió todo. A la ceremonia fueron invitados caballeros

120
y damas de lo más selecto de Alcandora, jóvenes aprendices
de ambos sexos que han querido participar del ritual, el cual
incluye, según las reglas de la noble corporación del Brasil, un
paseo público a altas horas de la noche.
—¿Qué hacen luego del desfile?
-Se bañan, se quitan el barro, fornican.
Cristófor cambió en forma automática su deseo. Ya no
apetecía contemplarla foto del equilibrista Mijangos.
—Mira, soy un arribista. Si quieres hacer las paces conmigo,
nenes que presentarme a Rubem Fonseca.Tengo varios de sus
libros, necesito que los firme para mí. Eso es todo.

12

El agente Higinio Angarita capturó a su presa en un pasa­


dizo donde no tenía escapatoria, en las aduanillas de abordaje
del aeropuerto de Alcandora, donde las autoridades portuarias
ocasionalmente revisan los equipajes de los viajeros. El em­
pleado de turno le ayudó a desdoblar una por una las prendas
del extranjero, cuidadosamente retiradas de su maleta. Allí, en
un nicho adecuado, entre los frascos de lociones y el talco,
estaba el estuche. Lo abrió con manos delicadas y sí, era lo
que imaginaba.
-Queda usted detenido por comercio ilegal de órganos
humanos.
—¿Qué?—alegó el forastero en una dulzona jerigonza—.Esto
es una simple artesanía, un souvenir.
El agente Higinio replicó:
-Esto pertenece a un cuerpo humano.
-En mi país se compran libremente cabezas humanas re­
ducidas de los indios jíbaros, souvenir popular en el mundo.
¿Por qué aquí no puede comprarse un simple cartílago?

12
-¡He dicho que está detenido! -remachó el policía,echan­
do de nuevo adentro todo lo que se había sacado de la maleta,
a la que cerró sus cremalleras y correas, para asegurar la con­
fiscación del cuerpo del delito.
-Exijo la presencia de un abogado.
No sólo un abogado, sino dos, pisaban en aquel preciso
momento las losas del aeropuerto de Alcandora, encaminando
sus pasos hacia el lugar donde se había formado el barullo. Uno
era Roque Peralta, torpe y achispado, de andar vacilante. El
otro Laurentino Cristófor, tan ágil como un lince.
-¡Un abogado! -exigía Rubem Fonseca.
-¡Abogado presente! -gritó Laurentino. levantando muy
en alto su tarjeta profesional.
Higinio Angarita contempló el hombre que corría hacia
él y empujó al viajero y a su maleta por una puerta lateral,
que cerró con seguro. El abogado se encaró con el empleado
auxiliar.
-Yo represento a ese señor, déjeme pasar o enfrentará una
acusación penal.
El empleado se resistía, pero Roque Peralta, que venía detrás
y estaba deliciosa e irresponsablemente borracho, lo apartó de
un puñetazo en la mandíbula.
Laurentino no pudo abrir la puerta por donde se habían
llevado a su héroe literario. Peralta descargó todo el peso de
su cuerpo sobre ella y la echó al suelo con un gran estruendo.
Dos guardias, alertados por los gritos y las carreras, llegaban
desde la pista, con los revólveres en la mano. Los abogados los
recibieron gritando:
-¡Nuestro cliente ha sido secuestrado!
Los guardias se metieron por donde había escapado el
agente Higinio con su detenido, Cristófor y Peralta corrieron
detrás. El cuarto desembocaba en un largo corredor. Al fondo,

122
ya casi al final, alcanzaron a verlos. «¡Alto!», gritó uno de los
guardias, levantando el revólver.
Higinio Angarita se detuvo y esperó tranquilamente a que
se aproximaran. Entonces presentó su chapa de policía.
-Este hombre está bajo detención por comercio ilegal de
órganos humanos -dijo señalando al brasileño-. Lo conduzco
a los calabozos de la policía judicial.
-Se trata de nuestro representado -alegó Laurentino.
Los guardias miraban a uno y otro grupo, sin poder enten­
der. El forcejeo tomó algunos minutos. Al final, el asunto de
los órganos humanos les pareció una cosa repugnante.
-Mire, si ustedes son abogados, presenten sus reclamos en
el lugar debido -replicó uno de ellos.
El abogado Peralta se había estado acercando al agente An­
garita con el objeto de soltarle un derechazo en la mandíbula,
pero Laurentino lo detuvo, cuchicheándole algo cerca del oído.
-No tiene objeto, déjalo. Vamos mejor a las ergástulas.
Fue así como retrocedieron y evacuaron por el mismo
camino por donde habían entrado, antes de que les cobraran
la puerta dañada, aceptando que Rubem Fonseca, la gloria de
la literatura policíaca brasileña y latinoamericana, fuese llevado
prisionero. Un amargo e inusitado final que no habían ima­
ginado diez minutos atrás, cuando al averiguar por el ilustre
visitante, con el objeto de presentarlo a Cristófor para que
le firmara sus libros, al abogado Peralta se le respondió que
el escritor había tenido que partir a marchas forzadas hacia
el aeropuerto, pues la policía andaba tras él. Ambos habían
corrido hacia allí.
El episodio se metía ahora en un vericueto legal. Laurentino
pensaba en la clase de tecnicismos de los que podía echar mano.
En el fondo, se alegraba del rumbo que tomaban las cosas,pues
tendría oportunidad de conocer con mayor detenimiento a su
autor preferido y retribuirle sus buenas lecturas.

123
El taxi que los llevaba otra vez hacia el centro de Alcandora
rodaba sin afanes, un sol canicular apretaba encima de sus latas.
Fue en este momento cuando el abogado Peralta exclamó:
—Se me están yendo las luces, amigo.
Pararon para que pudiera regurgitar sus hígados a un lado
de la carretera. A cada nueva arcada se ponía más lívido y más
enfermo. Al final, dijo con enorme desolación:
—No podré acompañarte a la policía judicial. Necesito
acostarme de urgencia.
Todavía pararon otra vez, para que pudiera tomarse un
Alka-Seltzer mezclado con soda, aspirinas y jugo de limón.
Laurentino lo condujo luego hasta el lugar donde vivía, cosa
que en conjunto abarcó más de media hora. Regresó en el
mismo taxi. Las ergástulas de la policía judicial no se abrían
tan fácilmente, ni siquiera a los abogados. Necesitó llenar un
par de formas, exhibir su tarjeta profesional, dejarse estampar
un sello en la muñeca del brazo sano, como si penetrara a la
cárcel municipal. Adentro lo esperaba una banca desnuda y
otra larga antesala. Casi al mediodía, en lo más fino del calor,
un agente de civil acudió a presentarse ante él.
—¿Es usted quien dice representar al señor Fonseca?
-Soy su apoderado -refrendó Laurentino.
-Pues lamento informarle que el señor Fonseca ya no se
encuentra aquí.
—¿Entonces dónde se encuentra?
-Fue dejado fibre, partió de inmediato hacia el aeropuerto,
a esta hora debe encontrarse volando hacia su país.

13

Las razones por las cuales el inspector Mondragón no se


había ocupado personalmente del seguimiento del extraño

124
forastero, eran ciertamente valederas. Veinticuatro horas antes,
había recibido de Mireya Ledesmas la revista institucional de
la refinería, Momento Petrolero, un impreso en papel satinado
repleto de cifras, prospecciones económicas y curvas de ba­
lance, tan falto de amenidad que no invitaba ni a lanzarlo a
la basura. Sin embargo, allí estaban las fotos, los datos y las
funciones de los seis vicepresidentes, cuyos sueldos equivalían
al ingreso de por lo menos una tercera parte del personal de
la institución.Verdaderos príncipes dorados. En el margen de
la foto de uno de ellos, Mireya había escrito: «Fifiriche». La
cara del individuo denotaba unos pronunciados rasgos de loca.
El policía supuso que Mireya le estaba tratando de indicar
que este sujeto, además de ser de la acera de enfrente, podía
suministrar valiosa información. Conocía esta clase de perso­
nas, sabía que si se ejerce sobre ellos una adecuada presión se
desmoronan como una margarita.Tal ve2 aquí estaba la clave
para ingresar en los misterios del extraño y corrupto círculo de
los vicepresidentes de la petrolera. Llamó al sargento Dangond.
-Vamos a entrevistara un individuo muy importante. Sólo
quiero que estés presente, que lo mires, que lo olfatees, que lo
midas, pero sin decirle nada. Sólo asustarlo, ¿entendido?
—Entendido.
El sargento Dangond era a todas luces un personaje des­
agradable. Bajo, calvo, grueso, extremadamente velludo, una
especie de carbonero desvinculado de su oficio sin haberse
bañado. Esta misma configuración, rayana en lo bárbaro, parecía
predisponerlo contra todo lo que sonara afeminado.Veía mal
las corbatas, los pantalones bien planchados, la limpieza. No
se diga la fobia visceral que le despertaban los homosexuales,
ante quienes se enfurecía como un perro bravo en presencia
de un mendigo. Nunca se abstenía de lanzar provocaciones en
su contra cuando alguno se cruzaba con él. Se le achacaba la
ejecución de un joven travesti que por las noches acostumbraba

125
permanecer algunas horas en las escaleras de Sofia, a la espera
de que alguien arrastrara con él.
Gaspar Lozoya Riolano, vicepresidente administrativo de
la petrolera, los recibió en una oficina limpia, clara, discreta­
mente perfumada. Se había quitado la chaqueta para lucir una
impecable camisa rayas azules, rematada en las mangas por unos
gemelos brillantes; la corbata celeste echada sobre el hombro.
Luego de ser anunciados, el sargento Dangond entró de pri­
mero y se quedó mirándolo fijamente. Al hombre se le cayó
la estilográfica con que firmaba los papeles. En medio de este
efecto dramático, Adolfo Mondragón se abrió paso por uno de
los costados de su subalterno, y avanzó extendiendo la mano.
-Es una pena interrumpirlo, sólo le quitaremos unos mi­
nutos.
-Te... te... tengan la bondad de tomar asiento -indicó
Lozoya.
Dangond permaneció de pie, observando al sujeto.
-¿Gustan algo de tomar?
-No, gracias.
Hubo un angustioso interregno. Era como si los policías
hubieran acudido sólo a mirarle.
—Ustedes dirán.
-Le contaré, doctor Loyola Solano...
-Lozoya Riolano.
-Lozoya, sí señor, qué apellido tan raro. ¿Eso no es de por
aquí, cierto?
-No, soy de antepasados uruguayos.
—Ah, Uruguay, tierra brava para el fútbol -el inspector
Mondragón trató de reírse, el otro permaneció lívido—. Pues
le contaré, doctor Lozada: la fiscalía tercera delegada ha ela­
borado un cuestionario que desea formularle. Más o menos
unas veinte preguntas 4>ajó los ojos a un legajo de papeles

126
que tenía entre las inanos—. Estos interrogatorios generalmente
son asuntos de rutina, no se le acusa de nada en particular.
Sólo que ha ocurrido un asesinato, un arma está embolatada,
alguien lo metió a usted en el cuento, chismes van, chismes
vienen, casi de seguro no se trata de nada importante, pero
usted tendrá que ser bueno con nosotros y prestarnos toda la
colaboración posible.
El encumbrado y elegante funcionario comenzó a desva­
necerse en la luz que filtraban las cortinas de raso, al tiempo
que la cara y el cuello del sargento Dangond se hinchaban
hasta tornarse cuadrados.
—¿Qué se me exige? —reclamó con el último hilillo de voz.
—Su única obligación es decir la verdad.
—¿Cuál es el cargo concreto que existe en mi contra?
-Ya le dije que no existe ninguno. Todo son rumores,
fácilmente descartables. De lo único que usted tiene que pre­
ocuparse es de colaborarnos al máximo.
El funcionario intentaba evadir la mirada ultrajante del
sargento Dangond, que ahora sonreía con abierta malevolencia,
y hasta le guiñaba un ojo.
-En lo que sea posible...
-De lo único que se trata aquí -cortó el inspector- es de
llegar a un acuerdo sobre la forma de hacerlo.
-¿Qué quiere usted decir?
-¿Quiere usted ser interrogado aquí, en su oficina, o quiere
hacerlo en el despacho de la fiscalía? ¿O tal vez en su propia casa?
El sargento Dangond había comenzado a fisgonear con
entero descaro los objetos, cuadros y diplomas. Cada que podía
pegaba las narices, olisqueaba como un perro y se volvía a mi­
rar al ejecutivo con aire de sospecha. Lozoya acabó por decir:
-Me gustaría responderle luego. Creo que debo consultar
a un abogado.

127
-Tómese todo su tiempo -dijo el inspector Mondragón,
levantándose.
A la salida, antes de abordar el sucio y destartalado coche en
que habían venido, Dangond recibió las instrucciones finales:
—Sígalo las veinticuatro horas, dejándose ver. Que lo vea
en todas partes, que lo sienta.Vamos a desesperar a este marica.
Le dejó el carro y regresó a la sede de la secreta en un taxi.
Al entrar, casi en las mismas escaleras, le salió al paso el agente
Higinio Angarita.
-Lo tengo —anunciaba.
-¿Tienes a quién? —preguntó Mondragón.
-Al forastero.
—Ah, ya recuerdo. ¿Qué clase de forastero resultó ser?
No había tenido tiempo de concederle importancia al caso
de la Cancillería. Sin detenerse, se sacó la chaqueta de lino
amarillento, que empezaba a fastidiarle.
-Se trata de un brasileño. Un tal Rubem Fonseca.
—¿El delito?
—Comercio de órganos humanos. Lo que este hombre
lleva en su maleta son, sin lugar a dudas, los genitales dejóse
Bonifacio.
Adolfo Mondragón detuvo en seco la marcha y se volvió
a mirar a su agente con la cara iluminada de emoción.
-¡No puede ser!
—Así como lo oye.
Hubo un silencio vacilante, como cuando no se sabe de
qué manera proceder ante una noticia inesperada.
—Entonces le tenemos una grande al doctor Salomón
Ventura.
El timbre del teléfono llegaba desde su oficina, a través de
la puerta cerrada.

128
-Espérame -ordenó al agente Angarita.
Tras abrir la oficina, tiró la chaqueta al espaldar de una
silla y dio vuelta al encendedor del abanico de techo. Sobre
su cabeza comenzó a oscilar una hélice descuadrada y ruidosa.
-¿Aló? Sí, el inspector Mondragón. ¿Madrina?
Ya alguien había dicho que aquellas mujeres tenían muchas
relaciones, así estuvieran retiradas del oficio desde hacía marras.
Quien hablaba personalmente era Matilde Sagalejo. Intercedía
por sus antiguas cofrades de «El batín del Lord», a quien un
grosero agente de la secreta había injuriado gravemente.
-¿Cómo ha ocurrido tal cosa, madrina?
-Así como lo escuchas, Adolfo. Ellas habían invitado a un
personaje muy ilustre, un historiador o algo así, que ha venido a
recoger datos para escribir su biografía.Ya sabes que Alcandora
tiene una historia larga y gloriosa al respecto. Pues bien, uno
de tus agentes lo ha detenido.
-Con toda seguridad se trata de un malentendido, madrina,
lo arreglaré de inmediato.
-Eres un ángel, Adolfo,eso les dije yo a mis amigas: estas co­
sas ocurren a espaldas de Adolfo, él nunca lo hubiera permitido.
-¿Me podrías dar su nombre, madrina? -solicitó el obse­
quioso jefe de la secreta, alargando el brazo para recoger lápiz
y papel.
-El detenido se llama Rubem Fonseca, brasileño, huésped
de honor de esta pobre tierra. El agente que lo detuvo es un
tal Higinio Angarita.
Mondragón se quedó de una pieza.
-¿Me podrías repetir el nombre, madrina? No alcancé a
tomarlo...
Mientras le hablaban, comenzó a hacer venias y sonrisas.
Un segundo antes de colgar, la voz de Matilde Sagalejo sonó
encantadora:

129
-Dale mis saludos a Diótima.
Las ráfagas de aire que le caían desde el techo no podían
evitar que su frente estuviera perlada de sudor. Permaneció
quieto y pensativo por un cuarto de hora.
—Angarita, ven aquí.
El agente ocupó el cuadro de la puerta.
-Hemos cometido un error. Ese hombre es una eminencia
universal. Póngalo de inmediato en libertad.
Hablaba sin mirarlo, no quería enfrentar los ojos de su
subalterno.
—¿Qué debo hacer con lo de José Bonifacio? -preguntó
Higinio Angarita, a quien la orden había dejado de una pieza.
-Devuélveselo. Que se lo lleve todo. Al menos ya sabemos
quién lo tiene.
Después, se consoló pensando que la Fiscalía no había
mostrado mayor interés por el singular y apetecido trofeo.

130
CAPÍTULO CUARTO

El breviario de Chardelos de Lados

131
1

Tres años atrás, cuando Liz defeccionó del matrimonio para


retomar a la capital, dejando por única consorte a su solitario
marido la discutible causa de la justicia que tanto se obstinaba
en defender, jamás pensó que los juegos universitarios del
profesor Ludwin, refinados hasta el extremo de la perversión,
acabarían envolviéndola. Ludwin había sido su profesor de
introducción al psicoanálisis, su (como ella y otras alumnas lo
llamaban) verdadero maestro iniáático. Esto quería decir que el
variado mundo de su propia y compleja sexualidad les había
sido descubierto por él.
Desde luego que Liz había madurado mucho al lado de
su esposo Salomón, y no regresaba impulsada por la idea de
encontrarse con su antiguo tutor, sino preocupada por cur­
sar en forma concienzuda un postgrado en terapia familiar
sistémica. Sin embargo, bien es cierto que anhelaba verlo. El
profesor Ludwin, un intelectual refinado y misterioso, solita­
rio, atormentado y extremadamente sagaz, le había marcado
la vida. Departir otra vez con él, intentar comprenderlo, rozar
de nuevo esa orilla peligrosa representada por sus teorías y
audacias, llegó a convertirse en una de sus prioridades.
Ludwin se había movido a lo largo de más de tres lustros
sin dejar huella de sus pasos. En una comunidad tan celosa
y competitiva como la académica, nadie se había atrevido a
acusarlo de mantener una docencia paralela a su clase oficial
de psicoanálisis, mucho menos de acosar o insinuársele a una
alumna. La razón de este anonimato radicaba en que sólo
compartía sus inquietudes más íntimas con una muy selecta
lista de fieles discípulas, cuidadosamente escogidas, ninguna de
las cuales llegó jamás a serle infiel. Mientras cada cierto tiempo
algún profesor se veía obligado a retirarse de la universidad,
bajo la incompatible evidencia de «sexo y cuaderno», él con­

132
tinuaba indemne. Es más, ni siquiera había llegado a ser objeto
de cuestionamiento, investigación o sospecha alguna.
Sencillamente, el secreto de sus soterradas enseñanzas no
era traicionable. Después de penetrar en los umbrales que
sutilmente descubría a sus pupilas, estas adquirían una madu­
rez que no les permitía delatarlo. El principio básico de esta
fidelidad había sido tomado del famoso manual de Chordelos
de Lacios, Las relaciones peligrosas: «¿Qué puede negarse ya la
mañana siguiente?». La que había visto quería ver más. Su deseo
de no ser privada de ello la obligaba al silencio.
Es cierto, por lo demás, que nunca infringió la norma
sagrada de no involucrarse con una discípula. Él y los otros
profesores que participaban en el ritual, a lo sumo dos o tres,
nunca enamoraron a una estudiante, ni aceptaron sus insinua­
ciones o propuestas, mucho menos las formularon. Todo fue
planteado como un debido ejercicio exploratorio, como un
nuevo estudio, como una investigación anexa, bien que muy
reservada y exclusiva, un anhelo de encontrar la verdad y abor­
dar los temas más herméticos y vedados, algo que no resulta
posible en el escueto y formal ambiente del aula.
Todo lo que fue conquistado, o más bien concedido, la
concreción de los exitosos procedimientos del profesor Lud-
win, se obtuvo a partir del segundo principio del breviario de
Chordelos de Lacios, que nunca se expuso de manera explícita:
«La mujer que consiente en hablar del amor, acaba pronto
por sentirlo, o al menos por comportarse como si lo sintiera».
Por esta razón, el procedimiento inicial consistía en plantear
a las alumnas, siempre a través del puente de un estudiante
cómplice, una simple pregunta—invitación: ¿Podían contar con
ellas para una velada sincera e intimista, donde se hablaría de
las complejidades del amor, del amor traumático, del amor
solitario, del amor herido, del amor en grupo? La invitación
estaba precedida por un epígrafe tomado de la famosa carta de

133
Freud: «Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso
en el que participan cuatro personas.Tenemos que discutir en
detalle este problema». Las chicas vencían todos los inconve­
nientes que les impidieran asistir, en particular aquellas que
tenían novio, pues el primer requisito radicaba en la profunda
reserva. Los grandes secretos no pueden ser desvelados sino en
el más profundo silencio. ¡Ah, cuánto se hablaba! ¡Cuánto se
especulaba! En el curso de aquellas reuniones ellas se tornaban
más adultas, más libres, más seguras.
Pero el encuentro entrañaba desde un comienzo el logro
de una meta planteada por las mismas cosas discutidas, la puesta
en escena de lo desconocido, la exploración de todas las po­
sibilidades, sin detrimento de incorporarse luego al mundo
como si nada hubiese ocurrido. Éste era un reto lanzado en
particular a las que tenían compromisos amorosos. Le servía
de base el tercer principio de Chardelos de Lacios: «¡Como
si no tuviera importancia arrebatar en una noche una joven
soltera a su querido amante, usar de ella tanto como se quiere
y como si fuese propia, y obtener incluso lo que no se atreve
uno a exigir a todas las mujeres del oficio!Y todo esto sin tras­
tornar su tierno anión». Y aquí radicaba tal vez ese gran éxito
de que gozó durante tantos años la secreta tertulia del profesor
Ludwin, su impenetrable reserva,pues el aplicado profesor no
se proponía, ni aceptó nunca, porque no podía tolerarlo, que
sus enseñanzas y experiencias causaran el más mínimo daño
a sus jóvenes alumnas, o a sus enamorados, ni mucho menos
alteraran el rumbo de sus vidas. Jamás intentó retenerlas, ni
esclavizarlas, ni ser la guía de sus creencias y sentimientos. Cada
chica debía volver a manos de su ser amado como los valores
puestos en custodia en las cajillas de seguridad del más seguro
de los bancos. Esta advertencia se juraba desde un principio.
Cualquier cambio que las discusiones, las interiorizaciones o
las prácticas llevadas a cabo produjeran en su sensibilidad, no
podría exteriorizarse antes de un largo período de tiempo. Por

□4
eso mismo, ellas aceptaban los experimentos propuestos con
relativa confianza.
Sólo entonces venía a descubrirse que el cuarto principio
del breviario de Chardelos de Lacios, genialmente compen­
diado por Ludwin, era el siguiente: «Acostarse con una mujer
es obligarla a hacer lo que le gusta; de eso, a obligarla a hacer
lo que queremos nosotros, hay a menudo mucha distancia».
Las jóvenes alumnas comprendían de golpe que los profesores
asistentes no sólo querían hacerles el amor, sino ir mucho más
allá. Algunas se contenían, intentaban retroceder. Sin embargo,
el quinto principio de Chardelos de Lacios acababa de desin­
hibirlas, las alentaba a romper todas las barreras, las impulsaba
a llegar donde nunca habían ni siquiera soñado. ¿Acaso alguna
de ellas quería ser o pasar siquiera por santurrona? «¿Hay placer
en las mojigatas? Las conozco bien: reservadas en lo más ínti­
mo del placer, sólo ofrecen goces a medias. El total abandono
de sí misma, el delirio de la voluptuosidad agotando el placer
hasta el exceso, los refinamientos del amor, no son conocidos
por ellas».
Con todo, los principios de Ch. de Lacios no se detenían
allí. Siempre había uno más, siempre se llegaba más lejos; con
Ludwin nunca se alcanzaba el fin.

Otros preceptos del breviario de Chardelos de Lacios, ano­


tados por Liz en una vieja libreta de apuntes:
«En amor nada se termina sin estar adecuadamente cerca».
«Para mí, lo confieso, una de las cosas que más me halagan,
es un ataque rápido y bien hecho, donde todo se desarrolla
con rapidez y orden; que no nos pone nunca en esa penosa
situación de reparar nosotras mismas el desliz que debemos
aprovechar; que sabe guardar el aire de violencia hasta en las

t35
cosas que convenimos, y halagar con elegancia nuestras dos pa­
siones favoritas, la gloria de la defensa y el placer de rendirnos».
«No hay que permitirse excesos sino con las personas que
queremos abandonar con prisa».
«Me llamaría pérfida, y esta palabra siempre me ha hecho
feliz. Es, después de “cruel”, la más dulce a los oídos de una
mujer».
«Os tomáis la molestia de engañarle y él es más feliz que
vos» (tal vez anotado en referencia a las incompatibilidades
y problemas que ya empezaban a surgir en su relación con
Salomón Ventura).
«La mujer debe entregarse sin renunciar a su virtud, ni a sus
prejuicios, ni a su estado. El hombre apasionado dice: “Haré
mía a esta mujer; se la arrebataré al marido que la profana;
osaré robársela al mismo Dios que ella adora... ¡Lejos de mí la
idea de destruir los prejuicios que la asedian! Ellos aumentan
mi dicha y mi gloria. Que crea en la virtud, pero que me la
sacrifique; que sus faltas la espanten sin que puedan detenerla”».
En cierto lugar de esta misma libreta, Liz consignó, bajo el
título de «Mecanismos de defensa tomados de Ch. de Lacios»,
los siguientes apuntes:
«Por más que se diga, yo sé muy bien que una ocasión fa­
llida vuelve a presentarse, mientras que un acto precipitado
no puede remediarse jamás».
«Qué felices son los hombres como consecuencia de lo
mal que se defienden las mujeres».
«Las flechas del amor, como la lanza de Aquiles, llevan
consigo el remedio a las heridas que abren».
Definición de la coquetería: «Una mano cogida cien veces
que se retira siempre, y que no se niega nunca».
«Estoy muy satisfecha de comprobar que la franca coque­
tería tiene más defensas que la austera virtud».

136
Para definirse a sí misma: «Aburrida como la mujer sencilla;
y triste, como la mujer fiel».
«Para lo que vale un marido, lo mismo da uno que otro»
-¿Qué ha pasado con el breviario de Chardelos de Lacios?
¿En qué acabó todo? -fue una de las primeras preguntas que
formuló a su antiguo maestro, la tarde que volvió a encontrarse
con él en la cafetería de la universidad.
-Ha quedado agotado —dijo Ludwin con tristeza-. Toda
obra maestra tiene su fin, por inevitable agotamiento. Esa fue
una obra maestra-. Había una sincera nostalgia en su voz.
—Pero, entonces, ¿tu vieja escuela filosófica está definitiva­
mente clausurada?
—He iniciado nuevos experimentos. El mundo no puede
quedarse quieto, la quietud es la muerte.
La barba del profesor tenía ahora algunas canas, había
pequeñas bolsas debajo de sus ojos, aunque seguía siendo el
mismo personaje interesante y misterioso. Misterioso y subyu­
gador, al menos eso pensó Liz en los días del comienzo de su
postgrado, al reinicio de los estudios en la capital, tres años atrás,
luego de escapar de Alcandora. El profesor fue tan discreto en
aquella entrevista que ni siquiera averiguó por su matrimonio.
Era un sabio.

En Alcandora, el idilio hubiera continuado su marcha fes­


tiva y embrujadora, de no haberse interpuesto el engorroso
«Caso Mondiú», como ahora lo llamaba toda la gente. Nunca
se supo a quién se le había ocurrido semejante nombre, lo
cierto es que el «Caso Mondiú» traspasaba todas las barreras,
ocupaba todos los espacios, se difundía en todos los ámbitos
convertido en leyenda. Hasta en la letra de algunos vallenatos

IJ7
había empezado a sonar. Se decía, sin que el fiscal Salomón
Ventura pudiera comprobarlo, que un extraño y encumbrado
personaje procedente del Brasil se había llevado los atributos
de José Bonifacio, y que estos eran al presente otro más de
nuestros recursos naturales perdidos para siempre.
Aquellos rumores por lo común resultaban ciertos; Salo­
món Ventura cruzó algunas palabras al respecto con el inspec­
tor Mondragón. El policía le negó rotundamente el asunto:
«¿Visitante extranjero? ¿Un encumbrado emisario del Brasil?
¿En Alcandora? ¡Pamplinas! ¡Cuentos de hadas! ¡Eso no se le
puede ocurrir más que a mentes calenturientas y perversas!».
Ni siquiera el abogado Laurentino Cristófor pudó conven­
cerse a sí mismo de que había llegado a rozarse con Rubem
Fonseca en persona. El encuentro había sido tan fugaz como
un flash fotográfico disparado a los ojos; bien podía haberse
tratado de otra persona o el abogado Peralta podía haber
mentido. Para su desgracia, los libros que tenía de este autor
no contaban con una foto suya, como ocurre en muchos ca­
sos. Se dirigió a la biblioteca pública, consultó enciclopedias
biográficas, reburujó en todas partes. En ninguna le foe posible
hallar una foto de Rubem Fonseca. Acabó por decirse que
el famoso incidente del aeropuerto había sido un engaño, un
risueño espejismo, como los que se contemplaban en las calles
de Alcandora a pleno mediodía, entre las reverberaciones del
pavimento.
Nada interrumpía el renacido idilio, pero una mañana, a
la hora del desayuno, cuando Salomón Ventura se extasiaba
en los tintes que alumbraban la cara de Liz, y se regocijaba en
silencio de que ella no hubiera vuelto a sufrir un desmayo, el
teléfono sonó. Era el inspector Mondragón.
—Señoría, necesitamos una orden inmediata.
-¿Orden inmediata para qué?
—Para detener un cadáver.

138
-¿Detener un cadáver? -Salomón Ventura se preguntó si
lo que acababa de escuchar era cierto. Sacudió la cabeza-. ¿El
cadáver de quién?
-El cadáver del doctor Gaspar Lozoya Riolano. Está que
aborda un avión.
Un cadáver que aborda un avión, eso estaba mejor.Tomó
asiento en la pequeña silla de la mesa del teléfono, dispuesto
a enterarse hasta del último detalle de lo anunciado por su
flamante investigador.
—No le entiendo una sola palabra, no sé de qué me habla.
El policía pareció atragantarse.
-Se trata del «Caso Mondiú» -dijo con voz breve y seca-.
Hemos venido ejerciendo una discreta vigilancia sobre algunos
cuadros directivos de la refinería, entre ellos el doctor Lozoya,
de quien fuentes confiables nos han hecho suponer que sabe
muchas cosas.
Cada que decía Lozoya parecía vacilar, pues para que este
nombre no se le confundiera, bajaba los ojos y consultaba en
un papelito, donde lo tenía escrito.
-Pero si no estoy mal, inspector Mondragón, a quien vigi­
lábamos era al doctor Albarracín Lucas -interrumpió Salomón
Ventura.
-Sí, es cierto, es así como lo tiene ordenado su señoría.
Pero esa vigilancia nos llevó a sospechar de Lozoya, el vice­
presidente administrativo. Los procedimientos toman estos
rumbos inesperados...
-¿Y qué ha ocurrido ahora?
-Ha ocurrido -Mondragón se detuvo en el filo de la
palabra, como si tomara aire antes de una zambullida en un
estanque profundo-... ha ocurrido que Gaspar Lozoya Riola­
no murió ayer en la tarde, en su propia oficina, de un infarto
fulminante. Me cuesta mucho trabajo creer en esta clase de

■39
muerte, pues era el más joven y sonrosado de los seis vicepre­
sidentes. Lo hallaron tumbado en su oficina; lo condujeron
de urgencia al policlínico, donde un equipo médico lo ha
declarado muerto. Lo prepararon anoche en una funeraria y
a esta hora lo remiten a su ciudad de origen, donde vive su
madre, pues era soltero. El único soltero de los seis vicepre­
sidentes, señor.
El desayuno de Salomón Ventura comenzaba a enfriarse.
Liz le colocó un plato encima.
—¿Un crimen en la refinería?
-Pueden haberlo envenenado, señor, cualquier cosa es
posible. La única manera de saberlo es practicarle la autopsia.
Pero se necesita una orden suya para detener el féretro antes
de que parta el avión. Si lo dejamos ir, nunca nos enteraremos
de nada más.
Ahora empezaba más o menos a entender el galimatías. Sin
embargo, en lugar de acceder, pensó en dar una reprimenda al
inspector, que no había solicitado su previo consentimiento
para ejercer vigilancia sobre otros directivos de la petrolera
distintos a Albarracín Lucas. Lo pensó, pero se contuvo. Al fin
y al cabo, el pobre se esforzaba.
-¿Cuánto tiempo le tomará llegar a mi oficina?
—No más de diez minutos.
—Pues bien, parta hacia allí.Valeria ya tiene que encontrarse
en su puesto. Ella le entregará la orden.
En ocasión diferente, Salomón Ventura no hubiera renun­
ciado jamás a efectuar esta diligencia por su propia cuenta.
Pero Liz había amanecido muy hermosa, la luz del día estaba
realizando prodigios en la piel de su cara, en su cuello, en sus
cabellos sedosos. Unos minutos más a su lado valían realmente
la pena. Tomó el teléfono y dictó a Valeria lo que debía ha­
cerse, agregando que enviara una copia de la orden al doctor
Culer y le notificara mediante una llamada personal, que debía

140
entregar un informe de los resultados de la necropsia en el
menor tiempo posible.
Liz, que lo había escuchado todo sin querer, se atrevió a
preguntar con aire inocente:
-¿Quién es ese tal doctor Culer?
-Es el médico legista oficial.
-¿Buen tipo?
-Tenemos un gran problema con él, porque es casi seguro
que delega en el auxiliar de la morgue sus responsabilidades.
Le tiene repugnancia a su oficio, lo único que le encanta es
jugar poker.
Cada que tenía que meterse con el doctor Culer perdía
la paciencia. Lo consideraba la pieza más desajustada en el
engranaje judicial de Alcandora, la causa principal de los altos
índices de impunidad.
Entretanto, el desayuno se había enfriado. Liz se despidió
con un beso furtivo y entró al baño.
SalomónVentura miró el reloj, descubriendo malhumorado
que aún contaba a su favor con casi veinte minutos. Muy con­
tra su voluntad, enganchó el maletín y partió hacia el trabajo.

También de muy mala gana, el doctor Isaías Culer dictó


a su ayudante:
-Ten listos seis frascos grandes, de los de boca ancha, los
que están colocados en la vitrina de atrás. Cuando te lleven
el cadáver lo abres y le extraes, completos y separados, todos
los órganos. En un frasco colocas los pulmones, en otro el
estómago y su contenido, en el siguiente los intestinos y su
contenido, en otro más el hígado, en uno distinto los riñones
y el bazo, y por último, en otro, el corazón y sus arterias. No

14.1
les agregues alcohol, ni formol, ni desinfectantes de ninguna
clase. Estamos buscando indicios de envenenamiento. Cuando
lo tengas todo listo, me llamas.
Había sido un buen estudiante de medicina y conocía los
procedimientos a la perfección, pero su oficio de médico legista
le causaba especial repugnancia. Las únicas cosas que le propor­
cionaban cierta brizna de dicha en un lugar como Alcandora
eran la limpieza, la ropa elegante y ligera, los juegos de naipes
y las mujeres hermosas. Estaba seguro que había equivocado su
profesión, o al menos su especialidad. El anfiteatro universitario
había sido para él un escenario científico. La muerte descubre
allí los secretos de la vida; el ambiente posee un acogedor tono
académico: la fisiología, la patología, la toxicología y todas las
ramas afines son ciencia clásica y pura, porque los tejidos de
los muertos convertidos en material didáctico no ofenden el
alma. En cambio los muertos de una morgue como la de Al­
candora resultaban impactantes, siniestros, llegaban quebrados,
agujereados, crispados en rictus de pánico, tiznaban el espíritu
de negros presagios.
«Cadavro» aguardó a que trajeran el encargo y se ocupó de
él desde el momento mismo en que sus portadores lo arrojaron
encima de la losa. Los camilleros de la policía judicial que efec­
tuaban los levantamientos procedían siempre en idéntica forma,
descargaban y se retiraban luego de hacerse firmar un recibo.
Igual ocurrió en este caso con los empleados de la funeraria,
sólo que «Cadavro» no firmó un recibo por el muerto, sino
por el traje completo con el que llegó el muerto, su camisa de
lino de primera, su corbata, sus zapatos y ropa interior, todo
lo cual debía ser devuelto en perfecto estado.
Por carencia de recursos, por falta de físico presupuesto, el
funcionamiento de la morgue estaba en manos de un oficial
como él, que tenía la ventaja de encargarse de todo: barrer,
limpiar, disecar, coser, montar y desmontar los cuerpos en las

142
losas, operaciones diversas que representaban un significativo
ahorro en gastos de personal. Esta era una de las grandes mi­
serias de la justicia local. La otra gran miseria era que el titular
de medicina legal, el forense en propiedad, nuestro olímpico y
delicado doctor Culer, no compartía estos esfuerzos, porque las
cláusulas de su contrato laboral no dictaminaban con precisión
que debía compartirlos.
Una vez desnudo, quedó claro que el cadáver había sido
sometido a una evisceración radical. En lugar de la larga cos­
tura en forma de cremallera desde el mentón hasta el pubis,
exhibía un borde profundo y muy bien zurcido que le envol­
vía todo el tórax y el vientre, una clase de incisión que sólo
se practica con el objeto de retirar por completo los órganos
internos. Repasó con un bisturí el extenso surco y levantó la
cobija de piel que cubría aquella fosa. Adentro, en efecto, no
existía nada, ni faringe, ni lengua, ni pulmones, ni corazón, ni
estómago, ni intestinos, ni bazo, ni riñones, ni nada. El agujero
estaba relleno con sendos paquetes de gasa sin abrir. Tomó el
teléfono y llamó al doctor Culer.
-Este cadáver no tiene ningún órgano adentro -informó
con voz pastosa y lenta-. Lo han preparado en la funeraria.
-¡Maldición! —exclamó el médico.
Hubo un minuto de silencio, la línea dejó escuchar leja­
nos zumbidos. «Cadavro» aguardó pacientemente las nuevas
instrucciones.
-Dime al menos qué aspecto tiene.
Aparte de que era un muerto muy rosáceo, el ayudante
no había observado otra cosa.
-Dale vuelta, míralo por todos los lados y llámame -dijo
la voz que ordenaba, antes de cortar.
«Cadavro» dio vuelca al cadáver con gran facilidad, pues
pesaba muy poco. Le llamó la atención que aún estuviera muy
rígido, demasiado rígido. La coloración rosada de las uñas re­

t43
sultaba notoria, llegó a pensar que las tenía pintadas, pero no
era así. Una pequeña ala azul celeste hizo un guiño entre las
nalgas. Observó con detenimiento.
El muerto tenía una mariposa tatuada en el culo. ¡Aquel
había sido el año de las grandes sorpresas!
Comunicó sus descubrimientos al doctor Culer.
-Bien -dijo el galeno- El tatuaje quiere decir que a ese
señor se le salía el aire a menudo, y no por cuenta propia. Sólo
queda un remedio:Toma varias bolsas, anda a la funeraria y
oblígalos a que te entreguen las visceras. Cuando ya las tengas
entre los frascos, me llamas.
El auxiliar cumplió en forma precisa este nuevo encargo.
Cerró con el debido cuidado la bodega, evitó cualquier calle
concurrida, lo que le obligó a dar un largo rodeo, se presentó
en la funeraria por la puerta del servicio, la misma por donde
ingresaban los cuerpos antes de ser preparados. El portero lo
condujo ante el maquillador,quien era a su vez cirujano plásti­
co, estilista y embalsamados Para la gente del medio, «Cadavro»
resultaba un personaje muy conocido, incluso respetado.
-¿Visceras? -preguntó el operario con cara de sorpresa-.
Ese doctor llegó aquí hacia las ocho de la noche; los que lo
trajeron dejaron orden terminante de que se le preparara con
todas las de la ley, de manera que pudiera soportar un viaje
muy largo. Lo que traía adentro se tiró por el sumidero, a estas
horas debe estar en el estómago de los bagres.
Sólo en época de grandes aguaceros, en lo más crudo del
invierno, cuando el río se salía de madre, el contenido de las
cloacas de Alcandora refluía por los sumideros. Durante el resto
del año, todo iba derecho a la boca de los peces. La ciudad
tomaba el agua del rio y al río volvía a dar con todo lo que
le fuera agregado. «Cadravro» regresó con las manos vacías.
-¿Qué? -exclamó el doctor Culer, cuando escuchó su
segundo y escueto informe-. Esto es una completa calamidad.

<44
Durante otro largo minuto, el auxiliar esperó en silencio
a que le fueran dictadas nuevas instrucciones.
-¿Al menos no le han serruchado el cráneo, verdad?
-No— dijo «Cadavro», acentuando lo profundo de su voz
cavernosa.
-Bien, esto es lo que vas a hacer: procede a destaparle la
unidad sellada, sácale el cerebro y mételo en uno de los frascos.
Cuando lo tengas allí, me llamas inmediatamente. Ah, y no
olvides que no puedes usar formol, alcohol, ni nada parecido.
Y acuérdate también que el escoplo y el martillo están termi­
nantemente prohibidos para esta clase de trabajo. Usa la sierra.
Durante los siguientes cuarenta minutos, «Cadavro» se
dedicó a un oficio que le era verdaderamente grato. Realizó
una rápida incisión de una oreja a la otra, levantó y desplazó
el cuero cabelludo envolviéndolo sobre la cara y la nuca, y así,
con el cráneo deshojado como un banano al que se le ha bajado
la cáscara, aserró el hueso a la altura de la frente. Muy pronto
logró asir con todos sus diez dedos la masa del cerebro desde
su base más profunda, la extrajo con un fuerte tirón en medio
de un regurgitante sonido, y con ella en las manos,como si se
tratara de un victorioso trofeo, caminó hasta depositarla en el
frasco que tenía preparado. Entonces marcó por tercera vez el
número del doctor Culer.
-Estaré allá en veinte minutos -respondió el médico.
«Cadavro» invirtió este tiempo en acomodar la tapa de
hueso en su sitio, zurcir el cuero cabelludo y devolver al doctor
Gaspar Lozoya Riolano (nombre que figuraba en el recibo de
entrega) toda su prestancia corporal. Entonces se escuchó el
timbre.
Isaías Culer penetró en la morgue con cara de enfermo;
estudió las características postmortem del occiso evitando
rozar la loza donde se hallaba tirado; intercambió una o dos
furtivas miradas con el ayudante, como dándole a entender

US '
que tenía razón en lo de la coloración de las uñas; avanzó
luego con paso firme hasta la mesa donde se encontraba el
frasco que contenía el cerebro. Lo levantó para observar su
contenido al trasluz, retiró la upa con movimientos precisos y
acercó la nariz. Un fuerte olor a almendras amargas le obligó
a retirar la cabeza.
-Envenenamiento por cianuro potásico. Dosis enorme,
suficiente para matar a un elefante —exclamó.
En los siguientes dos minutos llenó con letra apreuda la
forma diseñada para las necropsias, anoundo los detalles ob­
servados y otros que teóricamente complementaban el cuadro,
correspondieran o no a sus observaciones direcus. La firmó y
la puso en manos de «Cadavro».
-Envíasela al fiscal ese -dijo procediendo a retirarse.

Fue sólo casi un año después del inicio del postgrado, cuan­
do Ludwin habló a Liz de los nuevos rumbos que tomaba su
cátedra clandestina. El antiguo maestro no había dicho nada
hasta entonces; cada vez que observaba el color de su piel y
su proceso de prematuro encanecimiento, Liz se preguntaba
si reconocía a un enfermo. Su euforia juvenil había muerto, la
evadía. Pero fue un Ludwin rejuvenecido quien vino a hablarle
de pronto, con todas las viejas energías que ella había echado
de menos durante tanto tiempo. Se trataba de un experimen­
to superior a todos los anteriores, una fase de frontera en el
descubrimiento de lo más profundo del ser y sus mecanismos
furtivos: la posibilidad inagotable de los llamados recursos
primarios en la escala del sexo.
-Chardelos de Lacios dijo algo al respecto: la mente y
todo incluido,sentidos, voluntad, psiquis, instintos, conducta,
es una máquina que como todo en el mundo, tuvo su infan-

146
cia. Los pueblos antiguos fueron niños, los sentimientos de la
infancia del hombre corresponden a esa etapa. Las cosas más
difíciles de realizar, los pudores más terribles de vencer, resultan
allanables cuando se les enfrenta con esa mentalidad. Los llamo
«los mecanismos de la doncellez». Me gustaría que lo vieras.
Liz se llenó de emoción, aquella era una verdadera defe­
rencia.
-Si te permiten llevar a una veterana, invítame la próxima
vez —rogó muy complacida.
-Tenemos una pequeña sesión inaugural esta misma noche,
en mi apartamento. ¿Te apuntas?
-Por supuesto que sí.
Era algo que añoraba. Descorrer otra vez las cortinas de
aquel mundo extraño, inesperado, revelador; volver a escuchar
las especulaciones que tenían tono de gran ciencia, desafiar
los grandes misterios.
El profesor Ludwin no usaba elementos ilusorios. Su apar­
tamento era pulcro y pequeño, apenas adornado con curiosas
esculturas y objetos rituales;junto a los muebles sencillos tenía
plantas, espejos, una nutrida biblioteca donde primaban los
libros de literatura moderna. No usaba velas, ni candelabros, ni
esencias, nada que pudiera darle a sus veladas un tono distinto
de lo rigurosamente académico; sólo gustaba colocarse bajo
una luz que lo iluminaba con intensidad, al tiempo que dejaba
en penumbras a sus discípulas, a quienes siempre ofrecía una
copa grande de vino.
En aquella ocasión no hubo invitados masculinos. Liz, que
llegó un poco tarde, descubrió que sus compañeras de velada
eran tres jóvenes universitarias de niveles intermedios. Una de
ellas, la que se levantó a abrirle, se puso un dedo en la boca
para indicarle que guardara silencio, el maestro ya disertaba.
Se fijó muy a la figera en las tres muchachas e intentó
tomar el hilo de la charla. Ludwin hablaba con entera natu-

147
ralidad de las primeras etapas del mundo sexual femenino, las
llamadas primitivas exigencias pulsionales, la vida pulsional en
estado de latencia, la precocidad morbosa, el estado difuso de
la sexualidad infantil, un mundo todo de deseos y ensueños.
Liz había estudiado estos temas, pero en boca de su antiguo
maestro los encontraba extraordinariamente autorizados y
expresivos. Ludwin reiteraba hasta qué punto la niña mantiene
viva la fantasía del falo deseado, su complejo de castración, y
explicaba cómo en las muchachas se mezclan a menudo las
fantasías de castración con la fantasía creadora sadomasoquista.
Se extendió un rato en ello. Liz observó con disimulo a sus
acompañantes y las encontró intensamente absortas en las pa­
labras del maestro, una concentración que favorecía la discreta
penumbra que las ocultaba.
El gran torrente de las palabras e ideas del profesor Ludwin
iba a desembocar poco a poco en el mundo de la fantasía. En
nadie es más fuerte la fantasía que en el adolescente, y en na­
die llega a ser tan intensa la fantasía erótica y amorosa como
en las muchachas. Las niñas finalmente fabrican y empiezan
a fantasear con el hombre amado; el objeto de esta fantasía es
obsequiado con una entrega absoluta. Se trata de un objeto
místico. Toda vivencia sexual encarna, más allá de la embria­
guez de los sentidos, un objeto místico. He aquí la sublimación
erótica de las monjas, su matrimonio con Jesucristo, etcétera.
Ludwin repetía entonces: «Las cosas más difíciles de realizar,
ios pudores más terribles de vencer, resultan allanables cuando
se les enfrenta con este simple mecanismo, cuando logramos
efectuar una regresión plena al estado místico de la infancia.
Llamo a esto los mecanismos de la doncellez. Todo resulta
mucho más asequible si la mujer consigue hacer brotar en ella
una exuberante fantasía creadora sadomasoquista».
Con el segundo vino estalló una intensa ráfaga de preguntas,
l.udwin absolvió cuantas pudo, apelando a los argumentos más

148
exquisitos y sutiles, pero finalmente claudicó. Lo que proponía
era todavía una terapia hipotética. Aquella reunión no tenía
otro objeto que plantear el problema y preguntarles si estaban
dispuestas a continuar. Continuar significaba someterse a un
experimento práctico.
-Lo único que puedo garantizarles es que se tratará de un
experimento lúdico —declaró sonriendo.
Todas aceptaron, incluida Liz. Ludwin dijo entonces que
volvería a convocarlas cuando el escenario estuviera preparado,
y sirvió una tercera ronda de vino. El resto de la reunión se
fue en apuntes ligeros.
Tres semanas después, al comienzo de una noche de viernes
en la que Liz se aburría sola en casa de sus padres, la telefoneó
para preguntarle si quería acompañarlos.
-Vamos a un sitio muy común y corriente, ¿te gustaría
venir?
Ella apenas pudo contenerse.
-Entonces te recogemos hacia las nueve.
Para no preocupar a sus padres, dijo que estudiaría hasta
tarde en casa de una amiga, quizás no regresara en toda la
noche. Después, la espera se hizo larga.
Se había adormilado un poco cuando sonó el timbre.
Ludwin le había reservado el asiento a su lado en el «Renault
12» que ahora conducía; atrás se apretujaban las novicias. Las
saludó casi sin volver la cabeza, percibiendo que estaban bo­
nitas y elegantes; tres clases de perfumes emanaban de la parte
posterior de la cabina. El antiguo maestro la saludó con un
beso en la mejilla.
Condujo a través de una amplia avenida hasta las afueras
de la capital, desvió en el preciso lugar donde la avenida se
convertía en carretera y metió el carro por las callejuelas de un
barrio periférico. Debía haber transitado muchas veces aquellos
andurriales para no equivocar en ningún momento el camino.

149
lleno de complicadas esquinas. Finalmente se detuvo frente a
una construcción en ladrillo desnudo y cemento,alrededor de
la cual estaban parqueados vehículos de distinta clase, inclui­
dos por lo menos dos pequeños camiones. Se trataba de un
terreno desolado, sin árboles; soplaba un viento helado, cohibía
un poco abandonar el auto en tan remoto extramuro, pero se
apeó con resolución y tocó en una puerta que de inmediato
dejó escapar un filo de luz. Las cuatro mujeres lo siguieron
impulsadas por un contenido anhelo de calor.Al descubrir que
se trataba de una sórdida taberna de barriada, llena de humo y
de gente común, trataron de frenarse. Ludwin las empujó por
una angosta escalera lateral que daba a un pequeño y discreto
balcón, desde donde podía contemplarse todo lo que ocurría
abajo, en el salón atestado de humo y bebedores.
El lugar les había sido reservado en exclusividad, sólo habia
allí una mesa y cinco sillas. Un poco después, el tabernero en
persona acudió a tomarles el pedido, declarando que su humil­
de negocio estaba a disposición de tan ilustres visitantes. Era
un moreno alto, corpulento, de dientes de oro, embutido en
una camisa de tantos colores que parecía una acuarela. Ludwin
recomendó sus cocteles Margarita. El intenso calor que hacía
adentro las llevó a despojarse de sus abrigos con prontitud. El
tabernero, todavía presente,pareció sopesar sus formas bajo los
templados blusones de lana. Abajo sólo había hombres en las
mesas, y sólo se bebía ron y cerveza. El hombre de los dientes
dorados, además de dirigir el bar, administraba la música: viejos
discos de buenas orquestas cubanas.
Mientras llegaban las bebidas, las visitantes trataron de
hacerse una idea de la clase de establecimiento adonde las
había llevado su guía. Era obvio que se trataba de una taber­
na de barrio, pero con seguridad no las había conducido allí
únicamente por eso. Pronto saltó un primer detalle a la vista:
las coperas, media docena de chicas muy guapas, aunque bas­
tante vulgares, demasiado escasas de ropa, se movían entre las

>5°
mesas atendiendo los pedidos, sin disgustarles que los clientes
les acariciaran las piernas y el trasero cada que pasaban. Muy
a menudo tomaban acomodo en sus rodillas.
El primer coctel Margarita, ácido y refrescante, con los
bordes de la copa impregnados de sal, las sintonizó en el am­
biente. Ludwin recomendó que no fueran a beber demasiado,
ya que cualquier clase de experiencia que vivieran allí debía
adquirirse en pleno uso de los cinco sentidos.
Los sucesos fueron desgranándose con naturalidad: los mis­
terios de la casa estuvieron muy pronto al descubierto. Cada
media hora una de las meseras subía a un diminuto escenario
construido en una esquina del salón; allí, bajo una luz que se
encendía y aumentaba en intensidad lentamente, juguetean­
do con los pliegues del pequeño telón recogido a los lados,
realizaba un show nudista. Lo particular del caso consistía en
la manera extremadamente provocadora de quitarse las ropas,
de exhibir sin tapujos lo oculto, de lanzar guiños y miradas al
público, como si se tratara de una escueta oferta.Y en efecto,
lo era. Cuando la chica volvía al trabajo entre las mesas, los
bebedores estaban ávidos de follar con ella. El show era una
manera de venderse, de ofrecer la mercancía y ponerla a dis­
posición de los concurrentes. Después de su respectivo show,
ninguna quedaba sin comprador.
Y eso era todo, en aquel lugar no existía ninguna clase
de arte sofisticado, como no fuera el que contemplaban. La
sorpresa vino un rato después, luego del tercer o cuarto strip­
tease, cuando la cabeza del tabernero asomó en el hueco de
la escalera, para manifestar, en medio de un solemne anuncio
de doradas sonrisas, que el escenario estaba a disposición de
cualquiera de las señoritas que quisiera exhibirse.
La invitación, a la vez que las dejó estupefactas, brindó al
profesor Ludwin una magnífica oportunidad para continuar
la disertación sobre sus elaboradas ideas.
-Son los umbrales, queridas, los límites postreros que no
nos permiten conquistar nuestras metas. Freud habló de la
censura del inconsciente, pero esa censura es en realidad un
producto objetivo,fruto de nuestras costumbres, nuestro status
social, nuestra formación cultural. Las únicas que pueden des­
vestirse ante ese grupo de hombres de allá abajo, en esta oscura
taberna, son esas chicas de bajos orígenes. Ustedes no pueden
hacerlo porque son mujeres decentes, estudian en la univer­
sidad, viven en hogares distinguidos. Sin embargo, las invito a
una experiencia, a una máxima regresión. Intentemos por un
momento volver a nuestros pudores infantiles, a la insinuación
de los primeros deseos, casi a nuestra sexualidad pregenital.
¿Qué cosa nos hacía sentir un mayor placer que el anhelo de
ser forzados por una dulce esclavitud, por un sacrificio he­
roico, por el cautiverio de una mística sujeción? Cuando nos
abandonábamos a esos sentimientos resultaba delicioso sufrir,
subyugarse. Son los mecanismos de la doncellez. ¿Qué puede
aparecer más arrobador para una doncella que ser desnudada en
público, si la obligan a ello a través de un martirio sublime, por
amora Dios,o por algo que represente un sacrificio,un castigo
virtuoso? Siendo así puede sobrevivirlo, y no sólo sobrevivirlo,
sino sublimarlo. Sus pudores son, por así decirlo, sublimes, es
la única etapa de la vida en que el pecado es realmente santo,
porque no se tiene conciencia de él. Traten ustedes de vivir
ese arrobamiento regresivo, imagínense niñas. Al cabo hallarán
que no les resulta imposible bajar allí y desvestirse. Les servirá
mucho pensar que el tabernero de los dientes de oro es su
patrón, su esclavista, que van a ser vendidas por ser vírgenes
puras, abandónense a esa idea.
Dejó caer sobre la mesa un bonito antifaz.
—El ocultamiento puede hacer parte del juego. Esto es lo
único que puedo ofrecerles para proteger su identidad, si se
deciden a hacerlo.

152
Una de las alumnas se atrevió a interponer una leve con­
sideración.
-¿Qué pasa si después de la exhibición quisieran com­
prarnos?
-Eso queda de cuenta de cada una de ustedes. La que quiera
ir más allá, es libre en absoluto. Logrará cruzar ese umbral si
aplica el mismo mecanismo, si obedece al mismo sentimiento,
si consigue asumir el misticismo de la pubertad y se desdobla
como esclava, prisionera, mártir o santa.
El respeto y la nítida devoción que despertaban sus palabras
no evitaron la polémica, pero cuando la discusión comenzaba
a tomar vuelo, Ludwin la cortó en tono divertido:
-Ganarán el debate, porque yo no he venido aquí a dis­
cutir. El escándalo y la música no lo permiten; si se tratara de
discutir nos hubiéramos reunido en otra parte. Sólo quiero
que se concentren en lo que les sugiero, que lo intenten. Si al
fin y al cabo no quieren desvestirse, no importa.
Ante el silencio reinante, agregó:
-Ustedes pensarán que hemos ido demasiado lejos. Eso es
cierto. Esta indagación tiene por objeto ir lo más lejos posible.
Durante media hora, Mima Zawasdki.la más bonita y osada
de las cuatro, recordó los asedios y manoseos de uno de sus
padrastros. Era la misma sensación que había experimentado al
contemplar a las chicas repasadas por las manos de los clientes,
pero ahora se abandonó a ello. Se dijo que anhelaba sentirlo
de nuevo, que quería ser profanada, ofendida, humillada.
-Estoy lista -declaró de repente.
-¿Te sientes capaz de bajar? -preguntó con precipitación
el profesor, gratamente sorprendido.
-Sí.
—Será un gran acontecimiento.
Hizo una seña al tabernero, quien volvió a sacar la cabeza
por el cajón de la escalera.

153
—La señorita desea que le cedan el show.
-Con mucho gusto -cantó el hombre de la dentadura
dorada- ¿Desea alguna música en particular?
La joven lo pensó un poco.
—Me gustaría una lambada.
Eran los días y las noches de las primeras lambadas. El gé­
nero había comenzado a difundirse muy subrepticiamente en
los bajos fondos de la capital. Estaba destinado a permanecer
allí, nunca ha llegado a saberse en qué forma asaltó el resto de
las escalas sociales.

Crepitante sol de las dos de la tarde, tan violento y agre­


sivo que del pavimento de las bocacalles emanan temblorosas
reverberaciones, embotada transparencia donde bailan diversos
espejismos: una casa invertida, un perro caminando sobre el
aire. Sin embargo, el inspector Mondragón acude a la cita en
el Palacio de Justicia tan fresco como una lechuga, pues aca­
ba de tener un gratificante encuentro con Mireya Ledesmas
en una ventilada habitación de las Presidencias Almirante. La
zandunguera y bonita secretaria, que al desvestirse se sintió
tan desnuda y a merced del mundo circundante como si se
hallara en medio de una avenida, no había podido abstenerse
de exponer hasta el último centímetro de sus intimidades, y
había referido al policía dos o tres significativos detalles: las
visitas policiales de los días anteriores y la muerte de Gaspar
Lozoya Riolano tenían en ascuas las altas esferas de la refinería.
Los cinco vicepresidentes todavía vivos se mostraban descon­
fiados, nerviosos, irritables; los teléfonos internos no paraban
de repicar, la sala de juntas permanecía desierta, los conciliá­
bulos en los pasillos y las visitas privadas habían sustituido a
las grandes reuniones.

15+
Había una atmósfera tensa y pesada, se movía un animal
grande.
El fifiriche, como ella seguía llamándolo, se había desplo­
mado de súbito mientras sorbía un vaso de jugo de tamarindo,
bebida que se hacía llevar todas las tardes a su oficina por la
señora de los tintos. Alguien había ordenado unos trabajos
de limpieza a dicha señora; la encargada de preparar el jugo
y llevarlo esa tarde había sido Fanny, la secretaria del doctor
Larsen, el vicepresidente ejecutivo de Operaciones Técnicas.
El vaso volcó y derramó su contenido cuando el fifiriche se
arqueó contra el espaldar de la silla; Fanny se ocupó en medio
de la confusión general de limpiarlo y ordenarlo todo, sin ser
ni remotamente la encargada de tales oficios.
-¿Crees que ella sabía que el jugo contenía algo? -preguntó
el inspector Mondragón, al tiempo que la arremetía con tanto
vigor que no sólo la cama, sino las paredes de las Residencias
Almirante en su conjunto, oscilaban como si fueran a desar­
marse.
Mireya Ledesmas había acudido aquel medio día más las­
civa y esplendorosa que nunca. Haciendo aquellas confesiones
parecía una indefensa torturada que ha decidido abandonarse
en el potro.
-Casi me atrevo a asegurarlo, pero no voy a declararlo ante
ningún tribunal.
-Yo no te haré pasar por esas, mi linda...
-Pienso que todo está llegando a su fin.
-Si llegas a perder el puesto, te daré trabajo en la judicial.
Mondragón se presentó ante el fiscal Ventura pensando si
le informaría o no estas revelaciones, pero el funcionario no
las necesitaba, porque ya tenía el acta de la necropsia expedida
por el doctor Culer en la bandeja del escritorio.
El forense había sido muy explícito al exponer sus con­
clusiones y describir el estado de salud del occiso: «Hombre

■55
blanco, caucásico, atlético, de aproximadamente cuarenta y dos
años. Supervivencia estimada: cuarenta y dos años».
El fiscal indagó en términos muy directos cómo había
sido el seguimiento que le habían realizado en los días y horas
previos a su muerte.
-Un informante de vieja data nos dio un soplo al respecto
-dijo Mondragón, ocultando cuidadosamente la identidad de
Mireya Ledesmas—. El dato fue muy escueto, tan sólo nos hacía
saber que el doctor Olozoya era un fifiriche. Esa gente por lo
general maneja enredos ocultos y se pone muy tensa cuando se
siente vigilada. Encargué de su seguimiento al sargento Dan­
gond, uno de los menos aliñados de mis hombres. Su presencia
causa un poco de miedo, debo confesarlo, lo utilizamos mucho
en los interrogatorios. Le hice el encargo de que se dejara ver,
que hiciera sentir al sujeto que lo estábamos vigilando. La idea
era desesperarlo y llevarlo a cometer un error, a soltar cualquier
cosa que supiera. Al parecer, las cosas evolucionaban en este
sentido, porque se apresuraron a cerrarle la boca.
—¿Crees sinceramente que se disponía a contar algo?
—Mi teoría es que el autor del crimen del pobre jardinero
es conocido por los ejecutivos de la petrolera. Posiblemente se
trató de un acto colectivo, llevado a cabo por la banda de los
gamberros harlystas, casi todos hijos de papi, a la fija presididos
por el joven Darley Albarracín. A esta clase de muchachos de­
bió resultarles divertido hacer tiro al blanco con el idiota del
barrio. A lo mejor cada uno llevó al convite el revólver de su
papá. El doctor Albarracín descubrió su Magnum disparado e
intuyó el hecho, la profùsa y detallada información del suceso
brindada por La Diana puede haberle servido de ayuda. Los
señores de la refinería suelen vivir en una torre de marfil, pero
no al punto de ignorar lo que ocurre en el puerto. El crimen
ocurrió en las inmediaciones de La Luisa, el vecindario que
comparten.Tal vez no sólo el joven Darley, sino otros hijos de
ellos mismos participaron en el convite. Sin embargo, acep­

I$6
temos que sólo estuvo el joven Darley. ¿Supieron los demás
ejecutivos que un hijo de su colega estaba directamente impli­
cado en el crimen? Es apenas de esperarse; entre estos señores
existe una especie de solidaridad de grupo. Probablemente el
doctor Albarracín lo habló con algunos de ellos, solicitando
orientación, recabando consejo. No quiere ello decir que
les diera la versión exacta de lo ocurrido, pero al menos una
versión atenuada ha debido contarles. Entre buenos amigos
es de esperarse que le recomendaran desaparecer el revólver
y echarle tierra al asunto, un escándalo de tal naturaleza no
conviene a una empresa como institución. El doctor Lozada
Rioclaro pudo ser uno de los consultados.
-Lozoya Riojano -corrigió el fiscal.
-Eso. Nunca puedo recordar bien ese bendito nombre,
sería mejor llamarlo el fifiriche. Bueno, ¿qué ocurrió luego?
Vinieron nuestras visitas, el cotarro se agitó, el hombre se puso
nervioso al ver que lo seguían. De ahí a expresarle al doctor
Albarracín su decisión de contar a la justicia las cosas que sabía,
no hay más que un paso. Un paso mortal, digo yo.
-Sólo una cosa no cuadra -interrumpió el fiscal con voz
persuasiva-: el obsequio de la moto. ¿Por qué un padre irrita­
do, o al menos preocupado por el crimen de su hijo, le regala
una Harley? Pase que lo proteja, que trate de salvarlo de parar
en la cárcel. ¿Pero que le obsequie una moto de tres millones
de pesos?
-Tal vez la moto ya estaba comprada y en poder del mu­
chacho, aunque el acto de registrarla no se hubiese efectuado.
-Debemos exigir que nos presenten las facturas de com­
pra -concluyó en forma enfática Salomón Ventura, a quien los
razonamientos del inspector Mondragón había sorprendido.
Nunca antes había encontrado tan lúcido, tan claro y tan lógico
a su investigador de planta. Estimaba que así debían llevarse
todas las pesquisas, y concluía que en el jefe de la secreta se
notaban avances. Quizás por ello se olvidó de discursearlo

157
sobre las implicaciones morales que el acto de no denunciar a
un hijo, o disimular el crimen de un colega, arrastran consigo.
El inspector Mondragón encendió el segando o tercer
cigarrillo en su ya larga visita.
—Creo que es hora de tomamos un cafe —dijo el fiscal.
Valeria abandonó inmediatamente su trabajo de mecano­
grafia y se dirigió a la pequeña cocina acondicionada al lado
del baño. No era que estuviera escuchando la conversación,
era que la palabra «café» tenía para ella la misma connotación
que el llamado de un timbre. Un minuto después, se presen­
tó con la bandeja donde humeaban los pocilios y brillaba la
azucarera de esmalte.
—Vamos a detener al doctor Albarracín Lucas y a su hijo,
vamos a someterlos a un interrogatorio exhaustivo. Vamos a
registrar su casa y su oficina en busca de cualquier indicio.
También vamos a registrar la residencia del fallecido Lozoya. Si
estos procedimientos no arrojan ninguna luz, interrogaremos
hasta el ultimo de los empleados de la petrolera.Ahora tenemos
un muerto importante, este caso ha cobrado trascendencia.
El inspector Mondragón se puso de pie y entrechocó los
tacones.
—Cuando usted ordene, excelencia.
—Ahora mismo, esta misma tarde. Al toro por los cuernos:
Empecemos con el doctor Alfredo Albarracín Lucas.

La universitaria Mirna Zawasdki fue la única que se desnu­


dó aquella noche. Lo hizo con visible timidez, arredrada por
el silencio del público, que al verla aparecer en el pequeño
escenario esquinero se abstuvo de los morbosos comentarios
en voz alta que usaba con las meseras nudistas. Se trataba de
un público formado por obreros, mecánicos de carro, lato-

158
ñeros, camioneros y comerciantes de barrio, quienes al notar
en la oscuridad del estrado una figura blanca y delicada, sin
huella alguna del maltrato del mundo, asociaron aquella visión
con algo virginal y guardaron respetuoso silencio. Mirna se
mostró torpe y nerviosa. Apenas comenzando su exhibición,
descubrió que la música que le convenía no era propiamen­
te la lambada, sino algo de mejor clase. Hubiera realizado el
show mucho mejor bajo un intermezzo de Chopin. Igual,
trató de acoplarse al ritmo atrevido y sensual y dejó caer una
a una sus prendas, como la más tímida de las colegialas. Esto
subyugó al público. Cuando al fin estuvo plenamente desnu­
da, le prodigaron un aplauso cerrado, tal vez porque veían lo
suyo como algo estrictamente artístico, como una dádiva que
les prodigaba una muchacha de clase, un gesto de generosa
liberalidad. La sorprendida universitaria esperó a que se apa­
gara la luz y volvió a vestirse con prontitud en la oscuridad
del estrado. De regreso al balcón, la aplaudían todavía. Un
momento después, a la mesa comenzaron a llegar remesas de
botellas ofrecidas por los espectadores. La invitaban a bajar y
a compartir con ellos, lo mismo que a sus demás compañeras.
El tabernero despachó gustoso las órdenes; luego, tras recibir
el importe de estos regalos, hizo circular de manera discreta
la opinión de que en lugar de botellas, lo que debían enviar
arriba era propuestas en dinero.
—Si lo muestran es que también lo venden -decía.
Su cabeza emergió de pronto en el cajón de la escalera. Esta
vez usó un aire casi solemne, o por lo menos excesivamente
cordial, para anunciar que cierto caballero ofrecía una bonita
suma por la dama que acababa de desvestirse. La propuesta
incluía a cualquiera de las otras damas.
Mirna lo rechazó, lo mismo que sus compañeras, quienes
ni siquiera se atrevieron a imitarla realizando un show. Pero el
suceso resultó muy divertido y brindó al profesor Ludwin la
oportunidad de tejer otra de esas brillantes elucidaciones que

159
lo hacían famoso, donde algo de los más profundos mecanis­
mos de la psiquis quedaban siempre al descubierto. Hubo una
segunda velada en el mismo lugar una semana después, ocasión
donde reinó una confianza mayor, una más acentuada com­
plicidad, de modo que Mima convenció con relativa facilidad
a sus dos tímidas compañeras para que la acompañaran en un
show colectivo, que sorprendiera y dejara muda a la oscura y
predecible concurrencia. La exhibición resultó todo un éxito.
Contenía gracia, sintonía, belleza casi obscena. A la mesa del
balcón llovieron otra vez botellas y propuestas de amor en
dinero contante y sonante; y para sorpresa de todos, y a ciegas,
Mima aceptó bajar y acostarse con un cliente.
—Es cierto que has conseguido trasponer todos los umbrales
—comentó Liz a su admirado profesor.
En los ojos de Ludwin destellaba una jubilosa compla­
cencia. Era el maestro de maestros, había sabido corromperlas
a todas sin mancharse Jas manos, sin tocarlas. Ellas le habían
obedecido sin necesidad de forzarlas, sin faltar a las reglas de
la más exquisita cortesía, sin atropellar el derecho de elección,
en el más libre albedrío. Las cosas que anticipaba se le daban a
la perfección; ahora estaba seguro de que aquellas tres chicas
se convertirían en adictas seguras del sexo alquilado.
Pero le preocupaba su Liz.
-¿Y tú? ¿Tú cuándo piensas trasponer tus umbrales? -pre­
guntó.
-Creo que nunca -dijo la rubia, mordiéndose los labios.
—¿Ni siquiera serás capaz de hacer el show?
—Creo que no.
El profesor guardó un significativo silencio. Luego soltó:
—Lo siento por ti, querida. Estás empezando a convertirte
en una vicaria.
El término arrancó risas en la mesa. En la boca de Liz
apuntó un dejo de melancolía.

160
CAPÍTULO QUINTO

Reflejo en una calva locuaz

lól
1

El despacho no invitaba a seguir.


Abierto al corredor del segundo piso a través de una ba­
randa durante las horas de labor, del patio de abajo le llegaban
las supurantes emanaciones de palmas, heléchos y plantas de
flores, pero también el olor ácido del papel de los expedientes
fermentando en las oficinas inferiores, el sudor de las aglo­
meraciones humanas que imploraban favores a las puertas de
los juzgados, los aromas de café y comida rancia que venían
desde la cafetería del fondo, el murmullo del trapicheo judicial,
ráfagas y tableteos apagados de máquinas de escribir, golpes de
archivos metálicos que al cerrarse atrapaban los folios de los
sumarios como puertas de cárcel, ruidos de pasos, en ocasio­
nes alaridos de mujeres que acababan de ser enteradas de las
sentencias recibidas por sus esposos, o sus hijos. No invitaba a
seguir, ciertamente no invitaba, aunque la gentil secretaria, que
era casi bonita, brindaba un buen pórtico al visitante, una cara
limpia, unos ojos despejados, como si el cansancio del trabajo
o el calor no tuvieran nada que ver con ella.
Su escritorio ocupaba una tercera parte del espacio en
esta primera oficina de recibo, el resto lo angostaba la banca
de madera pintada que brindaba asiento a los visitantes, de
modo que el pasadizo para entrar o salir era realmente estre­
cho. La mujer estaba siempre mecanografiando, siempre había
una pila de papeles al lado de su pesada máquina de escribir,
empotrada en aquel escritorio que no era otra cosa que una
mesa con rodachines, que podía ser arrastrada de un lado a
otro del despacho. El lugar hubiera podido ser más holgado,
pero los anaqueles ensamblados contra las paredes lo habían
ido reduciendo a medida que engordaban, repletándose hasta
el tope de amarillentos legajos. Nada distinto de cualquier
oficina judicial, pero existía una segunda instancia, el cubículo

162
del titular, la prensa donde el doctor Salomón Ventura, el acu­
sador más acérrimo de la ciudad, exprimía códigos y normas
hasta hacerles sudar la receta exacta que permitiera alargar al
máximo las condenas.
Laurentino se detuvo a contemplar un momento a la di­
ligente secretaria. No gustaba asomarse por allí, pero la mujer
le agradaba. Ella sonrió.
La visita obedecía a la más nimia de las diligencias. Si Lau­
rentino hubiese contado con un simple mensajero se habría
abstenido de apersonarse en este lugar, donde aborrecía ir.
Pero necesitaba un papel, la copia resolutoria de un proceso
de investigación adelantado por el fiscal Ventura contra un
cliente suyo, de cuya expedición dependía que le pagaran
unos honorarios.Valeria suspendió lo que hacía para saludarlo
y escucharlo; luego absolvió su petición diciéndole que con
mucho gusto procedería a mecanografiarle un duplicado. Sin
embargo, tendría que esperar el regreso del jefe de la oficina,
o volver más tarde. El doctor Salomón Ventura se encontraba
ausente y sin su firma la copia no valía nada.
Estaba a punto de responder que no le importaría regresar
más tarde, cuando sus ojos, que apuntaban inquietos a una
parte y otra, se posaron con descuido sobre la tapa del grueso
expediente que Valeria tenía a un lado de la máquina: «Caso
Mondiú». Hasta el propio fiscal había acabado por llamarlo
así, dado que nadie se refería al asunto de otra manera. En las
últimas horas se había suscitado un enorme ajetreo en torno
suyo: allanamientos, autopsias, órdenes de captura. Tras ser­
virse de él, Valeria lo había dejado a la mano, por si llegaba a
necesitarlo de nuevo.
-Esperaré -dijo Laurentino Cristófor.
—¿Desea un café? -ofreció inesperadamente la acuciosa
auxiliar.
—Es usted realmente muy amable, muchas gracias.

163
Cuando ella se levantó para ir hasta la cafetera, el abogado
tomó asiento en la banca de madera, como resignado a perder
el tiempo en aquella aburridora espera. Sus ojos quedaron
entonces al nivel del legajo, de manera que el gesto de alar­
gar el brazo izquierdo para tomarlo no podía tomarse como
atrevimiento. Hubiera hecho lo mismo con un periódico, o
una revista.
—¿Me permite?
Valeria dijo que sí, sin conceder mayor importancia al
deseo del abogado. El expediente no contenía cosa distinta
de lo ventilado por la prensa en forma profusa durante los
últimos meses. Por lo demás, era apenas natural que un abo­
gado lo quisiera hojear, la curiosidad de este gremio morboso
resultaba insaciable.
Laurentino no podía creer que sobre sus rodillas descansara
el expediente del famoso «Caso Mondiú». Lo sintió como algo
muy personal, como algo que le incumbía, aunque ya había
decidido desapegarse de sus intríngulis. Después de perder la
oportunidad de entrevistarse en persona con Rubem Fonseca
lo había embargado una profunda apatía, que sólo en ese breve
instante pareció refluir. Mientras Valeria revolvía trebejos en
el diminuto espacio habilitado como cafetería, metió energía
a sus dedos para apurar las páginas. Sus ojos, acostumbrados a
esta clase de papeles, esperaban descubrir al rompe cualquier
detalle revelador.
Nada de eso ocurrió. El arrume de folios grapados no
contenía nada extraordinario; allí estaban las mismas fotos, la
misma acta de levantamiento, las mismas reseñas tanatológicas
de todo crimen tempranamente reseñado. Laurentino alcanzó
a desilusionarse. Sin embargo, al dar vuelta a las páginas, una
pequeña hoja de cuaderno, liberada como por extraño sortile­
gio de su prisión entre los folios mecanografiados, escapó del
mamotreto judicial y cayó en su regazo, igual a la hoja seca de

104
un árbol que saluda al visitante que ha venido a sentarse en un
banco del parque. Había algo escrito en ella. Leyó:
Sobre el jardín, traspasado por todas las espinas, el jardinero
ha caído. Demasiadas espinas fiiriosas, que regaron su sangre en el
suelo. Las raíces de las flores la bebieron ávidamente, para nutrirse
por última vez. Debieron hallarla más dulce que nunca. Fuiste muy
generoso con nosotras, dijeron, no podemos pedirte nada más. En
agradecimiento, los girasoles se han tendido sobre la acera mojada.
Es triste decirlo, pero en Alcandora hasta cuidar los jardines de las
señoras terminó siendo mortal.
Valeria regresó en ese momento con el fragante cafe. Para
recibirlo, el abogado debió cerrar antes el legajo, con lo cual
podía usar sus tapas como bandeja, pero al hacerlo quedó con
la hoja de cuaderno en su única mano. La secretaria le ayudó a
acomodarse, la invalidez de aquel joven abogado siempre había
despertado su amabilidad. Lo encontraba un poco cohibido
a causa de ello.
-Es usted un ángel -dijo él.
Los ojos de ambos estaban ahora sobre la hoja.
-Esto estaba adentro -indicó Laurentino-. Ha caído sobre
mí.
Valeria la tomó de la punta de sus dedos y la leyó. Una
fresca sonrisa apuntó en sus labios.
-Un papel sin importancia: las actas literarias del secretario
ad hoc. Las deja en todos los expedientes.
-¿Actas literarias? —preguntó Laurentino, intrigado.
—Sí. El doctorVentura las bautizó así. El señor Anaximan dio
las escribe cada que hay un levantamiento, son sus considera­
ciones poéticas sobre la desgracia y la muerte. Al comienzo las
intercalaba en el mismo texto de las diligencias, pero después
de dos o tres reprimendas abandonó esa costumbre. Ahora las
inserta en esta clase de hojitas.

165
Tanta espontánea confidencialidad no era común en Valeria,
o al menos no hacía parte de su comportamiento habitual en
la severa casa de justicia para la que trabajaba. Las cosas que
estaba contando, insustanciales de por sí, se le salían de la boca.
Se sentía demasiado sola, necesitaba hablar, así fuera con un
extraño. El abogado repasó la nota del secretario ad hoc y ex­
clamó casi en voz alta: «Todo había pensado menos que esto
fuera un asunto de señoras».
-¿Qué dice usted? -preguntó Valeria.
Laurentino sonrió. De pronto creyó acordarse de la con­
figuración física del hombre de los levantamientos.
—¿El señor Anaximandro es calvo, verdad?
—No digamos calvo del todo,pero sí bien despejado—con­
firmó sonriendo Valeria.
Una calva había brillado en la calle del Boticario, al refle­
jo mortecino de la niebla del trasudado, encendida como un
plasma en medio de la noche. El corazón de Laurentino se
detuvo durante algunos segundos.
Acababa de resolver el «Caso Mondiú»
-Parece que el doctor Ventura va a demorar -dijo levan­
tándose-. Mejor vuelvo luego. A lo mejor usted me regala otro
cafe igual de delicioso.
Valeria quiso insistirle que aguardara un poco más, pero no
había caso. El abogado estaba devolviéndole el legajo, después
de colocarle adentro la hoja suelta. '

Creyendo haber resuelto el «Caso Mondiú», el abogado Lau­


rentino Cristófor descendía eufórico y extasiado las escaleras de
la segunda planta del Palacio de Justicia, pero lo cierto era que
el «Caso Mondiú» se estaba resolviendo en ese mismo instante.

Ifió
El fiscal Salomon Ventura en persona, antecedido por el
inspector Mondragón y un par de agentes de la secreta, aca­
baba de irrumpir en la refinería, y tras exhibir sus respectivos
carnets y órdenes escritas, procedían a dirigirse a la oficina
del vicepresidente financiero de la petrolera, sin someterse a
antesalas de ninguna especie.
Nunca, en la historia de esta empresa, se había vivido una
situación semejante. En el curso de algunas huelgas obreras,
en ocasiones anteriores, la fuerza pública había irrumpido para
hacerse cargo de las instalaciones e impedir sabotajes, o para
reanudar la producción suspendida, pero jamás ocurrió que
la policía ingresara para echar inano a un alto directivo. El
momento era histórico, los operarios detuvieron sus labores y
permanecieron estáticos y expectantes en sus puestos de trabajo,
observando el compacto grupo de asalto. No cabía duda que
aquellos eran policías de la secreta. A través de los teléfonos y
las líneas internas, había corrido la noticia de que venían por
el doctor Alfredo Albarracín Lucas.
Muy nerviosa y alterada, o al menos fingiendo estarlo, la
hermosa Mireya Ledesmas abandonó su mesa de recibo para
anunciar personalmente la visita a su jefe. Éste no pareció oírla,
pero tampoco se mostró sorprendido, como si aguardara aquella
visita desde hacía mucho tiempo. Sencillamente le ordenó que
pidiera a los señores de la fiscalía aguardar unos cortos minutos,
y le rogó que cerrara la puerta al salir. Ella hizo como se lo
indicaba y anunció al fiscal Ventura la solicitud de su superior.
El acusador frunció el ceño. Su punto de vista era que sobre
un requerido por la justicia se debía proceder sin atenuantes,
escueta y drásticamente, sin importar la posición que ocupara
en el tinglado social. Un minuto concedido a un criminal le
facilitaba la oportunidad de destruir pruebas vitales. Al menos
la puerta debía haber quedado abierta, para vigilarlo a todo
momento. Decidió esperar exactamente sesenta segundos, ni

167
uno más ni uno menos, antes de ordenar al inspector Mon­
dragón que fuera por él.
Cuando desde adentro llegó el golpe seco, especie de
crujido que sacudió el aire, lamentó con verdadero pesar su
debilidad. Todos permanecieron perplejos, observando a la
bonita Mireya Ledesmas, quien ahora estaba tiesa y de pie tras
el escritorio de recibo, con los ojos exorbitantemente abiertos,
como si fuera ella quien hubiera recibido el impacto. Hasta
que las fuerzas la abandonaron y cayó a plomo en su silla. Le
temblaban las manos. Los visitantes se miraron entre sí. El ins­
pector Mondragón fue el primero en reaccionar, desenfundó
su pistola y abrió la puerta de la vicepresidencia financiera de
una patada. Un intenso y picante olor de azufre cloratado se
extendió por el aire. Se le vio guardar el arma.
-¿Usó la Magnum? -preguntó Salomón Ventura, sin mo­
verse del lugar donde estaba.
Mondragón caminó hasta el amplio escritorio sobre el que
yacía el informe potaje del resultado. En lo que parecía el revol­
tillo de colores de la paleta de un pintor, aferrada por una mano
crispada y cubierta de salpicaduras, estaba el arma extraviada.
—Sí —dijo—. Usó la Magnum.
—Envíela de inmediato a balística —complementó el fiscal,
todavía sin moverse de su sido-. Esa es la prueba de todo.
Sentía que se desmoronaba. El suicidio de Alfredo Albarra­
cín Lucas no era precisamente un final que halagara a la justicia.
De una u otra manera, el criminal que escapa por cualquier vía
al veredicto de los hombres, deja un remusgo burlón en el alma
de los espectadores. La espalda del fiscal alcanzó a arquearse,
como la de un pez viejo. Sin embargo, un segundo después se
irguió, fortalecido y potente.
-Entregue el levantamiento a los hombres de medicina
legal —dictó al inspector-. Nosotros vamos por el muchacho.
3

Liz dijo que no lo haría nunca,pero la loca experiencia de


las tres jóvenes universitarias le llenó durante mucho tiempo
la cabeza,como un alboroto de pájaros. Incluso pensó cambiar
el enfoque de su trabajo final de postgrado para redactar una
monografia al respecto, salvo que esto rompía la orientación
del programa. No era posible adelantar una especialización en
terapia familiar sistémica y pretender graduarse con una tesis
sobre algo así como «La importancia de los llamados meca­
nismos de la doncellez en los determinantes de la voluntad».
Con seguridad no se la admitirían.
El suceso le llenó la cabeza. Había sido testigo directo de
unos hechos que no creería si no los hubiera confirmado por
sus propios ojos. Tres universitarias jóvenes, bonitas y cultas,
de extracto social medio y alto, se habían involucrado en las
actividades de un lupanar de muy baja estofa, impregnadas y
vencidas por una especie de terapia hipnótica, que consistía en
evocar la libido más tierna y primeriza. Ella misma había estado
a punto de ceder, de darse por vencida, arrastrada por el debi­
litamiento de la voluntad que le causaba el experimento. Sólo
a última hora su madurez de vida le impidió caer. El profesor
Ludwin decía que existe una memoria sensitiva almacenada en
la piel, en el olfato, en la lengua, en el tacto. Se trata de viejos
vasos de esencias cerrados y guardados desde el tiempo de la
infancia. Si conseguimos abrirlos y olerlos, experimentamos
la ruptura de nuestras más firmes resistencias.
Liz pensaba en ocasiones que aquellas teorías no estaban
sustentadas por sólidos argumentos, que todas eran deleznables
y absurdas, pero les otorgaba el mérito de la argucia elaborada
y paciente, la trampa risueña donde caen a placer los ingenuos.
Por desgracia, ella había madurado ya demasiado y poseía una
carga de obstáculos que le impedían accederá las locuras de su

169
antiguo profesor y maestro. Su permanencia al lado de Salo­
món Ventura le había hecho mucho daño. Cuánto le hubiera
gustado ser la irresponsable universitaria de otros tiempos, para
quien la delicia del renunciamiento no resultaba comparable
con nada en el mundo.
Pero lo más sorprendente de todo resultó ser que estaba
equivocada en la mayoría de estas consideraciones.
Semanas después del heroico sacrificio de las universitarias,
el teléfono sonó a muy altas horas de la noche. Mantenía una
línea directa en el cuarto, de manera que sus padres no fueran
molestados por una llamada inoportuna. Contestó casi dor­
mida. Era la voz del profesor Ludwin, envuelta en los intensos
arpegios y tonalidades de una pegajosa lambada.
-Estoy perdido, querida, absolutamente perdido -decía—.
Ahora sólo tú puedes salvarme. Me han tomado de rehén,
he entregado juramentos y firmas, acabarán conmigo de un
momento a otro.
-¿No puedes bajarle un poco al sonido? -preguntó ella,
cuando por fin logró despertarse del todo.
—No puedo. Esa maldita música viene del bar, en la parte
de abajo.
-¿En dónde estás? -preguntó Liz, asustada.
-Estoy donde siempre hemos estado, ¿en dónde más puedo
estar? No he conseguido salir de aquí, no saldré nunca. Uste­
des se fueron y me abandonaron —el tono era tan deprimido
y gangoso que anticipaba la inminencia del llanto-. Ésta es
mi cárcel, no puedo salir de ella sin pagar un precio muy alto.
Sólo tú puedes ayudarme.
Un sublime sentimiento de solidaridad despertó en Liz, al
notar que su maestro lloraba.
—Haré lo que sea necesario por ayudarte, cuenta conmigo,
tranquilízate.

170
Por momentos, los borbotones musicales de la lambada
apagaban las palabras de Ludwin, como olas que acallan la voz
de alguien que se hunde.
-No sabes cuánto me place escucharte decir eso, Liz de
Ventura, yo siempre he confiado en ti, yo sabía que tú no me
abandonarías. Pero escucha: van a matarme, y el precio que
debo pagar por evitarlo eres tú misma.
Liz se turbó al escuchar esto, y más aún al escuchar que la
llamaba Liz de Ventura.
Deja en paz mi apellido de casada —pidió, como tratando
de quitarle trascendencia a la situación.
-Perdona, se me salió sin querer. Son las circunstancias.
Ahora el profesor Ludwin rompió a llorar dramáticamente.
-Dime —intervino Liz-. ¿Qué es lo que tengo que hacer?
Silencio, incluso la lambada dejó de escucharse al otro lado
de la línea cuando ella formuló esta pregunta.
-Tendrías que venir -dijo finalmente la voz.
-¿Ir hasta esa inmunda covacha?
-Sí, te quieren aquí.
—¿Qué quieren de mí?
-Quieren tu cuerpo.
Un miedo frío estranguló la garganta de Liz. El profesor
había callado también, el ritmo sensual de la música ocupó
otra vez el espacio.
-Ayúdame, ayúdame -imploró de nuevo, como para im­
pedir que ella flaqueara.
-No sería capaz de llegar hasta allá. A estas horas no se
consigue un taxi, y si se consigue, ninguno querría llevarme.
-Yo te envío inmediatamente mi carro.
No guardó conciencia exacta de lo que ocurrió luego.
Debió levantarse, ducharse rápidamente con agua fría, perfii-

171
marse en forma discrete, para que el aroma no alcanzara a llegar
a la alcoba de sus padres. Sin saber por qué, al momento de
vestirse escogió una ropa atrevida, usó medias con ligueras, se
colocó una blusa que le venía estrecha, dejó abiertos algunos
botones. Todo lo ocultó bajo una gruesa gabardina. Después
de acentuar el rojo de sus labios, salió de la alcoba en puntes
de pies, atravesó el pasillo y descendió las escaleras que daban
directamente a la puerta, poniendo mucho cuidado en evitar
el escalón que chirriaba.Ya en la calle se acodó junto al dintel,
más para evitar que la vieran que para protegerse del frío, y con
gesto resuelto se calzó las zapatillas que llevaba en la mano. El
«Renault 12» del profesor Ludwin asomó unos minutos des­
pués. Lo conducía un desconocido. Le causó miedo abordar,
aunque el sujeto le estaba abriendo galantemente la puerta.
La tranquilizó un poco reconocer el camino. La ciudad
estaba desierta;el auto se desplazaba a máxima velocidad. Cerró
los ojos para tratar de convencerse de que estaba soñando. Pero
no estaba soñando, no. El zumbido del viento helado en los
cristales era real, el rugido del motor, las sacudidas del camino.
También la escueta y grosera construcción en ladrillo ante la
cual se detuvieron al cabo de un tiempo indefinido, que igual
pudo ser un siglo que un cuarto de hora.
Ya la música no sonaba con la misma intensidad; en realidad
la taberna estaba casi apagada, no había clientes adentro. La
muchacha que le abrió tiró de sus brazos y la empujó por la
puerta lateral, la que daba al balcón. A través de la caja de las
escaleras pudo ver los rostros de Ludwin y del tabernero, que
ocupaban la mesa. El hombre de los dientes de oro sonrió. El
profesor, en cambio, la miró como si no pudiera creerlo. Estaba
sumamente pálido y demacrado; profundamente conmovido,
tenía el pelo convertido en un montón de ceniza. Ella creyó
ver a un anciano. Con todo, en sus ojos alcanzó a refulgir un
destello de alegría. Se levantó y vino a besarla.
-Estás divina, te agradezco que hayas venido -le pesaba la
lengua-. Luego te lo contaré todo.
La muchacha que la había recibido continuaba a su lado.
El profesor dijo:
-Será mejor que la sigas.
Liz se dejó llevar. La chica la trajo escaleras abajo y la con­
dujo a través del desierto salón,donde abrió una puerta situada
detrás del pequeño escenario de los números de nudismo. Por
allí la introdujo en un oscuro corredor. Liz perdía a cada paso
la voluntad, se desmadejaba. Su guía abrió la puerta de una
alcoba y le indicó una cama doble, casi tan grande como el
espacio que la contenía.
-Le recomiendo que espere sin ropa —dijo con voz de
mando—.A veces los señores llegan tan apurados que le dañan
a una el vestido.
Y entonces quedó sola en la habitación alumbrada por una
luz macilenta que provenía de un tubo de neón. Un lugar tan
remoto, escondido e incógnito, que nada de lo que pasara en
él podía tener importancia; un lugar donde ningún escrúpulo
o aviso de conciencia podía germinar. Dejó caer la gabardina,
pero se obstinó en permanecer vestida. Obstinación que sólo
duró unos minutos. Estaba diciéndose que su amado maestro la
necesitaba, que aquel era el precio que debía pagar por su libe­
ración. Repentinamente se sintió presa de un miedo excitante,
de una tensión insostenible ante lo que estaba por suceder, y sin
darse cuenta se abandonó a lo que fuera, se rindió. Sus dedos
tocaron con mágica habiliadad broches y botones, la lengüeta
de una cremallera, las ropas cayeron.Y tal vez para no llegar a
sufrir ningún sobresalto, ni por la urgencia, ni por el aspecto
de quien viniera a servirse de ella, se tendió de bruces en la
cama, con la cabeza hundida en la almohada.
Unos minutos después, el tabernero en persona empujó
la puerta. Al descubrir su cuerpo rendido y tumbado en el

173
lecho, como el de una esclava que ha aceptado su fatal con­
dición, brilló en sus ojos un destello tan intenso como el de
sus dientes dorados.

Soltando una pregunta aquí, y otra allá,Laurentino Cristó­


for se formó en poco tiempo una imagen precisa del secretario
ad hoc.
Se trataba ni más ni menos que de otro producto de las
penurias judiciales de Alcandora. Lo normal, en cualquier
parte, era que fiscalías y juzgados contaran con su propio se­
cretario para diligencias tales como levantamientos, peritajes,
actas de desahucios, embargos, exhumaciones, etcétera. Pero
el presupuesto asignado a toda la rama judicial del puerto no
contemplaba el pago de este tipo de especialidad, de manera
que, sin importar a qué despacho correspondiera una u otra
diligencia, el encargado de protocolizarlas todas era siempre
Anaximandro Poveda, designado secretario ad hoc de todos
los oficios menores de la justicia. O, como lo denominaban
sus propios superiores, secretario ad hoc de todos los crímenes.
Esto le concedía el don de la ubicuidad y de la omniscien­
cia. Anaximandro conocía de primera mano la generalidad de
los hechos punibles de la ciudad, y penetraba antes que nadie
las causas y las razones que los motivaban. Como su presencia
representaba lo inevitable, ya que la ley, se imponga o no, re­
sulta algo inevitable, los escenarios del delito se le abrían con
naturalidad, al punto que ninguno le era ajeno. Pero además
era un fisgón incurable. Casi siempre sabía en dónde asomarse
con exactitud, hacia qué lado mirar, a quién preguntar. Por esto
mismo, se formaba una idea muy rápida y certera de los niveles
de culpabilidad de cualquiera de los implicados. Como por
esto no le pagaban, se limitaba a registrarlo silenciosamente en

174
su memoria, y andancio el tiempo lo olvidaba. Sólo quedaba
una pista de ello, y eran sus pequeños escolios y aforismos,
casi siempre de carácter poético, que gustaba acuñar en alguna
parte de las actas. A éstas había querido darles en un comienzo
encabezamiento de novelas, incluso una cierta trama, pero el
fiscal Salomón Ventura se lo prohibió de manera tajante. Anaxi-
mandro optó entonces por dejar sus señales en alguna hoja
suelta, olvidada como por descuido entre los papeles oficiales.
Además de poeta soterrado y reprimido, Anaximandro se
abandonaba una vez al año a los excesos y a la mundana exci­
tación del carnaval del río.Era miembro directivo del Consejo
Supremo de las Sagradas Anilinas, organismo encargado de ca­
lificar y supervisar los disfraces, las comparsas y los desfiles de
aquella quincena sin normas. Su acentuada timidez desaparecía
debajo de una máscara. De nuevo, ahora al amparo del desor­
den, penetraba en los entresuelos que de antemano conocía
a cabalidad, para relacionarse con sus moradores a nivel de la
vida y la inobservancia, y no de la muerte y el procedimiento
judicial. Lugares de vicio, tabernas,prostíbulos. Afinidades que
averiguadas poco a poco por Laurentino Cristófor, daban lógica
a su presencia en el desfile de la calle del Boticario.
Las perplejidades de esta nueva teoría fueron compendiadas
y anotadas por el abogado de la siguiente manera:
«Io ¿Qué nos está queriendo decir el amanuense al hablarnos
de jardines de señaras? ¿Nos está queriendo indicar que la
muerte de José Bonifacio no fue motivada por un delito
de abuso sexual? ¿Entonces exactamente qué castigaban?
El cuestionario sólo puede ser respondido por el autor de
la nota. Interrogarlo a la primera oportunidad.
«2° Cuando son verdaderamente herméticos y mortales, los
arcanos femeninos resultan impenetrables. ¿Ayudaría re­
currir a Hiperión Parra, el loquero del reino?».

75
5

El joven Darley Albarracín no fue encontrado en su casa, ni


en lugar alguno de la ciudad. El inspector Mondragón supuso
que lo cazaría esa tarde en el entierro de su padre, razón por
la cual dispuso de una veintena de agentes, quienes distribui­
dos de incógnito por todo el cementerio debían atraparlo tan
pronto asomara, pero tampoco apareció por allí.
Pocas veces se había visto una concurrencia como aquella.
A la gente le costaba trabajo creer que se tratara del entierro
de un rico, porque tal vez aquel era el primer rico de verdad
que enterraban en Alcandora. Las personas venían a Alcandora
a enriquecerse, y una vez habían conseguido este objetivo se
largaban. Quien no se largaba era porque seguía siendo pobre.
El pobre moriría y sería enterrado aquí. Uno que otro profe­
sional atacado por una enfermedad súbita, un técnico muerto
en un accidente o los obreros fallecidos al servicio de la pe­
trolera eran a lo sumo la élite del cementerio, las demás eran
tumbas de pobres y fracasados. Quien tenía deudos afuera no
yacía en el cementerio de este remoto infierno. Pero la viuda
del doctor Albarracín Lucas dispuso que lo enterraran en el
lugar de sus hechos. Así lo dijo escuetamente: «El lugar de sus
hechos». La gente acudió en masa a contemplar la inhumación
del primer rico en la historia de Alcandora.
Había otra razón para tanta concurrencia, y era que se
trataba de un suicida. La Diana de Alcandora daba la noticia
en términos muy sobrios y fidedignamente falsos: «Aquejado,
al parecer, por una larga y penosa enfermedad, el doctor Alfre­
do Albarracín Lucas, vicepresidente financiero de la refinería
desde hace cuatro años, puso fin a su vida». La versión motivó
una gran solidaridad entre el público. Si se hubiera tratado de
una ciudad como Mayolis, la gente hubiese acudido en masa
para certificar que al suicida no le fuera concedida la gracia

176
de habitar el camposanto de los buenos. En Alcandora, por
el contrario, la gente consideraba que el hecho de vivir aquí
tenía algo de suicida.Todos, de alguna manera, eran suicidas,
un suicida de hecho merecía el mayor de los respetos. Por eso,
entre otras cosas, acudió tal cantidad de curiosos.
Por supuesto que los veinte hombres de la secreta no
andaban en semejantes predicamentos. Ellos estaban allí para
capturar al muchacho y no paraban de mirar a todos lados: el
joven Darley debía asomar de un momento a otro.
A última hora, alguien que también andaba en busca de una
presa, acudió al cementerio: el abogado Laurentino Cristófor.
El calor alcanzaba niveles infames. Aunque la hora oficial
de la ceremonia se había fijado para las cinco de la tarde, el
mundo continuaba hirviendo todavía cerca de las seis. La
corta ceremonia realizada en la capilla del camposanto, donde
cabía poca gente, se encargó de concentrar a la concurrencia
y elevar la temperatura al máximo grado, más si se tiene en
cuenta que algunos, por decencia, se habían echado un saco y
hasta una corbata encima. Al salir, cayó sobre los concurren­
tes un sol de reverberaciones sangrientas, demasiado caliente
todavía. Los trajes negros de las señoras asumieron un aspecto
herrumbroso; la parte baja de la sotana del cura, cubierta por
el sobrepelliz blanco, presentó una tonalidad púrpura; la cal­
va de Anaximandro Poveda, el secretario ad hoc de todos los
crímenes y de todos los levantamientos, refulgió como una
cresta de gallo.
Laurentino, que lo atalayaba trepado en peligroso equi­
librio sobre las palas de una cruz de cemento, lo descubrió
al rompe. Parecía que el funcionario estuviera cubierto con
una boina encarnada pero no, se trataba del reflejo del sol en
la piel tirante de su cráneo. Abandonó su sacrílego puesto de
observación y se integró al desordenado y masivo desfile, que
en esos momentos acompañaba el féretro a su destino final.

177
Junto a la tumba abierta, la multitud volvió a aglomerarse
para escuchar los breves discursos. El sol la cubrió ahora de un
polvo de ladrillo, como si hubiera conseguido hornearla.Y así
era, la gente estaba horneada y muerta de calor, casi arrepentida
de haberse dejado arrastrar a semejante suplicio.
Laurentino emergió de repente junto al secretario ad hoc,
tras abrirse paso entre la masa humana con mucha dificultad.
Lo poseía un gozo tan grande de haber logrado esta hazaña,
que le dijo sin preámbulos, en forma casi festiva, y tan alto que
lo escuchó todo el mundo:
—Su cabeza en irrepetible, querido Anaximandro. La reco­
nocí desde atrás y me dije: esa tiene que ser la misma calva que
vi la otra noche en la calle del Boticario, ese es Anaximandro
Poveda. ¡Dígame si no!
El secretario se volvió a mirarlo con cara de pollo asustado,
y para mayor desasosiego descubrió que no reconocía a quien
así hablaba. Ciertamente, el abogado y él no se conocían. In­
tentó apartarse, como si un loco peligroso se le hubiera puesto
al lado, pero no consiguió hacerlo, porque estaba literalmente
ensamblado entre la multitud.
—¡Qué noche tan hermosa, no la olvidaré nunca! Por
desgracia sólo pude ir una vez. ¿En cuántas ocasiones estuvo
usted presente? -prosiguió Laurentino, como un borracho que
expresa sus sentimientos en forma altisonante, sin importarle
dónde se encuentra.
La concurrencia en pleno volteó la cabeza para mirarlos.
El secretario ad hoc, cuyo rostro se había descompuesto de
pavor, le rogó por lo bajo:
—Hable usted más pasito. Mire que estamos en un entierro.
Laurentino se encogió olímpicamente de hombros, como
si nada de lo que ocurría alrededor le importara un pepino,
y antes de que el otro llegara a reponerse, le soltó muy cerca
del oído la siguiente descarga:

178
-Aquí entre nos, usted y yo sabemos por qué se suicidó
este caballero. Un asunto honorífico, ¿no es así?
Anaximandro Poveda había comenzado a sudar en forma
copiosa. Su cuerpo parecía querer convertirse en un hilito
imperceptible, desvanecerse entre la muchedumbre, desapa­
recer. Amorró la cabeza, como si no quisiera escuchar.
-Tenemos que reunimos para rememorar esas noches
de la calle del Boticario —prosiguió de nuevo Laurentino,
en crescendo-. ¡El escritor Rubem Fonseca le dejó muchas
saludes!
Esta vez habló tan duro que el propio cura detuvo sus
preces y volvió la cabeza. La gente se desatendía de la cere­
monia para prestarles atención. Anaximandro Poveda rogó de
nuevo, con el alma en vilo:
-¡Por Dios, que estamos en un entierro!
Finalmente el hombre se desgonzó, se desmadejó, se do­
bló. Era como si el otro le estuviera empujando la punta de
un cuchillo debajo del sobaco.Tomó aire con desesperación,
-Sí, un asunto honorífico. Pero calle usted, por favor-soltó
casi sin articular las palabras, para que nadie pudiera entenderlo.
-¿Fue cosa de señoras, verdad? -insistió el abogado,bajando
la voz.
-Cosa de señoras, cómo no.
—Muy deplorables, por cierto.
—Deplorables, estas cosas son siempre deplorables —accedió
Anaximandro Poveda, revoleando la cabeza.
A Laurentino sólo le restaba una última pregunta. La ce­
remonia del entierro estaba por concluir, las primeras paladas
de tierra sonaban ya sobre la tapa del ataúd. La formuló como
una palada más.
-¿En definitiva, debemos concluir que José Bonifacio no
fue una víctima inocente del todo, verdad?

179
Acerca de este preciso y engorroso punto, el secretario ad
hoc prefirió mostrarse cauto y filosófico.
-Es difícil llegar a una conclusión tan severa. Él era un alma
simple, un ser desprovisto de malicia. Lo convirtieron en un
instrumento perverso.
La última palada de tierra pareció sacarlo de su abstracción.
Se volvió a mirar a Laurentino con ojos aterrados, y como si
ya no le importara que llegaran a escucharlo, rogó con voz
suplicante:
-Por Dios, ni siquiera sé quién es usted. No vaya a utilizar
mis palabras para hacer mal.
El abogado sonrió. Hubiera querido presentársele, hablar
de tú a tú con él sobre sus intuiciones, contarle de la hoja
de cuaderno encontrada en el expediente, felicitarlo por sus
inclinaciones literarias, pero entonces el bronco ronroneo de
un motor se escuchó por encima de todas las cabezas. Darley
Albarracín, acaballado en su poderosa «Harley-Davidson»,
había asomado en el lomo de la pequeña colina que domina
el cementerio, su negra silueta se recortaba como un diablo
moderno contra el globo del sol que se hundía a sus espaldas.
Arremetió desde allí por la calle central que dividía los
jardines, embistiendo contra todos los presentes como si qui­
siera echarlos del camposanto, o empujarlos en la tumba de su
padre, todavía abierta. La gente se apartaba a diestra y siniestra,
incluidos en primer término los flamantes agentes de la secreta.

No fue posible darle a la persecución un tono discreto. Si


el muchacho hubiese optado por abandonar su máquina del
diablo y emprender una fiiga a pie, la cosa habría sido factible,
pero Darley Albarracín no se apeó nunca de la moto. Es bien
sabido que a las puertas del cementerio atropelló y estropeó

180
feamente a una buena señora, antes de doblar por la Curva
del Ahorcado, donde al pasar echó al suelo los tendales de las
ventas de flores.
Esto fue para mucha gente en Alcandora el inicio de una
noche de perros. El motociclista se las arreglaba para bordear
la ciudad por sus extramuros, por sus calles más apartadas, y de
repente arremetía como un campeón de fórmula uno por las
avenidas principales; o torcía por entre las callejas secundarias
de los barrios. Al cruzar a más de ciento veinte kilómetros por
hora hacía trepidar los cristales y los batientes de las ventanas,
quien durmiera despertaba de golpe.Tras semejante despertar
resultaba imposible conciliar el sueño de nuevo; más de un
parroquiano desvelado pensó en la delicia de salir a la calle e
instalar entre dos árboles un alambre para decapitar al maldi­
to, pero ninguno lo puso en práctica. La central telefónica de
la policía no cesaba de sonar; la gente se quejaba de que no
podía dormir, el agente de turno la consolaba diciendo que
había un loco suelto.
A las siete de la mañana arremetió por las calles del centro,
allanando andenes y calzadas, separadores y paraderos de bus,
luego cortó a lo largo del malecón, subió y bajó las escaleras
de Sofía, entró a la plaza de mercado, desparramó cestas de
legumbres y gallinas. Metía el terror de un tanque de guerra
fuera de control, pero lo más chistoso de todo era que en al­
gunos lugares la gente había empezado a aplaudirlo, dado que
los obesos alféreces de Circulación y Tránsito, lanzados en su
persecución sobre viejas y destartaladas motocicletas tan ba­
rrigonas como ellos, se mostraban impotentes para detenerlo.
A las nueve, el burgomaestre del puerto convocó un consejo
de seguridad.
-Vamos a tener una insurrección -dijo-. Si a ese joven no
lo bajamos de un tiro, vamos a tener una insurrección. La gente
nos perderá todo el respeto como autoridades.

181
-Se trata de un hijo del vicepresidente financiero de la
refinería, recién muerto y enterrado el día de ayer. ¡No vaya
a cometer usted semejante exabrupto! -imploró uno de sus
secretarios.
Se rumoró entonces que el joven huía de una orden de
captura expedida en su contra por el fiscal Salomón Ventura.
El alcalde en persona tomó el teléfono y llamó al acusador
para solicitarle algún tipo de solución.
-¿No sería posible revocar esa orden? -preguntó en tono
salomónico, luego de tenerlo al habla.
—¿Y si yo revoco la orden, cómo haría usted para comu­
nicárselo? -espetó con risible ironía el fiscal.
-Podíamos usar un altoparlante.
-¿Cree que lo escucharía a ciento veinte kilómetros por
hora, entre el ruido infernal que levanta ese aparato? No, doc­
tor, haga el favor de dejarme trabajar.
-¿Pero entonces qué hacemos? —imploró el gobernante.
-Dispárele a las piernas, esa es la solución -dijo el acusador,
y colgó.
Se acordó incorporar todos los carros oficiales a la cacería
y detención de Darley Albarracín, y cuando se vio que este
recurso era insuficiente, se contrató el servicio de todos los
taxistas de Alcandora, para que cerraran las calles y estrecharan
el cerco. Así, poco a poco, se le fue confinando a las calles se­
cundarias primero, luego a las afueras. Las carreteras también
habían sido bloqueadas, de modo que su captura era cosa de
tiempo. Pero cada vez que se creía ya estaba en poder de las
autoridades, cortaba por la maleza y se escabullía entre potreros
y matorrales, para reaparecer de nuevo en la ciudad.
De pronto, echó a rodar por los rieles del ferrocarril e
irrumpió en la estación terminal, donde los celadores, que no
estaban advertidos de las solicitudes de prudencia impartidas
por el alcalde, le hicieron varios disparos.

182
Darley Albarracín tomó entonces algunos carreteables
secundarios y terminó desviándose por el sendero que con­
ducía al club El Republicano, siempre seguido muy de cerca
por cuatro patrullas de la policía, que le pisaban los talones
y lo custodiaban, pues no pretendían arrollarlo. Hay quien
dice que iba herido. Cierto o no, al llegar a este lugar montó
su «Harley» sobre la majestuosa escalera de mármol que da
acceso al célebre establecimiento, rompió por los corredores
que bordean sus columnas corintias y emergió en la parte de
atrás, en el amplio mirador desde donde se contempla el río.
Las ruedas de la moto resultaron encaramadas en el bonito
y balaustrado pretil que durante tantos años brindó apoyo a
los novios en sus declaraciones de amor. El pasamanos le sirvió
de rampa. Después de elevar al máximo la potencia del motor,
hasta casi no poder controlar el freno que detenía la embestida
de la máquina, se disparó como un cohete y describió en el
aire una majestuosa parábola, para luego venir a estrellarse,
aplastarse y hundirse entre bocanadas de vapor en las cenagosas
profundidades del río.

Después de su primera y heroica inmolación, Liz buscó


con verdadera angustia a su maestro en las cafeterías y salones
de clase, en los pasillos y en los prados adyacentes a los bloques
universitarios, donde gustaba platicar con sus atentos discípulos,
pero no lo halló por ninguna parte. Le urgía hablar con él,
saber qué había pasado, confirmar si su sacrificio había sido
útil o no. Le preocupaba mucho su estado,la situación de alto
riesgo en que parecía encontrarse. Alguien le dijo que acababa
de ver al profesor Ludwin en la cafetería, y hacia allí dirigió
sus pasos, otro le indicó que estaba en su sala de clase. Incluso
ella misma creyó verlo al final de un largo pasillo repleto de

1S3
estudiantes. Apuró el paso mordida por la ansiedad, hubiera
querido correr, pero no lo alcanzó. O simplemente no lo había
visto. Esto le causó una gran frustración.
La verdad era que por encima de todo, el heroísmo de su
sacrificio la dignificaba. En un comienzo había alcanzado a
decirse que había realizado algo sucio, que había caído muy
bajo,pero casi de inmediato se sobrepuso tomando lo sucedido
como un acto de noble servidumbre. La entrega al tabernero,
que por cierto estaba un poco borracho, su aceptación de las
cosas que él quiso hacer como expresión de una sexualidad
mórbida, el desconocido y nuevo placer que le deparó aquello,
sólo le resultaban aceptables si los asimilaba a un inevitable acto
de sumisión. Allí se había realizado al más alto nivel el anhelo
sexual de su niña interior: sentirse arrastrada a la lujuria en
medio de la más delicada pureza, hallarse previamente venci­
da, atada, encadenada, humillada, domeñada y rendida, pero
igualmente pura, invenciblemente santa. Liz se contempló así.
Una doncella de Orleans arrastrada a la hoguera del sexo para
salvar a su maestro. Se aferró con fùerza a esta idea y logró
sobrevivir, incluso pudo ser feliz.
Pero le interesaba mucho hablar con el amado conductor,
conocer la verdad, escuchar su voz cargada de experiencia.
Era tanto como ir al confesor después del pecado. Incluso, no
dejaba de pensar que todo podía haber sido la expresión del
máximo ardid. Ludwin se había inventado la mentira de que
corría un gran peligro para someterla, para vencer los límites
de su extrema resistencia.Tal vez no se lo diría nunca, pero ella
quería tratar de intuirlo. De haber sido así, podían concederle
la medalla como el mayor de los tunantes del mundo. Lo ve­
neraba. Lo amaba. Quería escuchar sus indicaciones, anhelaba
percibir su sonrisa. La más leve sonrisa de Ludwin le hubiera
bastado para comprender que había sido engañada. Encontraba
esto mil veces mejor que saberlo en peligro.

1X4
En medio de una gran desesperación, quiso recurrir a sus
compañeras de aventura y buscó a Mirna Zawasdki.pero cuan­
do se encontró con ella no tuvo nada que decir. Entre las dos
operó a la perfección el inevitable efecto de la pedagogía del
maestro: el gran secreto resultaba tan personal e intransferible
que no podía ser comentado con nadie. Hablaron de cosas
sin importancia, de la ropa que llevaban puesta, del perfume.
La voz de Ludwin sólo volvió a escucharse bastante tiempo
después, a través del teléfono, rayando la media noche y envuel­
ta en modulaciones de lambada. Le agradecía su colaboración,
le explicaba que se hallaba demasiado triste y desesperado, que
en razón de sus experimentos había ido demasiado lejos y ahora
no podía retroceder ni librarse de las trampas del medio. Lo que
más le atormentaba era que no lo sacrificaran a él, quien era
el directo culpable, sino que exigieran el sacrificio y la entrega
de su más adorada discípula. Esta vez no lloró; se hallaba en el
mejor momento de su vena brillante, fue asaz persuasivo. Liz
simplemente dijo que enviara el carro por ella.
La secuencia continuó una y otra vez. En honor a la verdad,
debe consignarse que el maestro siempre llamó con anticipa­
ción, explicó sus razones, se declaró prisionero de algo que no
podía vencer, de algo que lo atrapaba en sus garras. Liz llegó a
pensar que se trataba de un asunto de droga. Ludwin se había
encadenado al uso de la heroína, o algo parecido. Pagaba el
tormento del vicio con ella, pero ella lo aceptaba de su gusto.
Si no hubiese sido así, no habría logrado resistirlo.
Una y otra vez, meses enteros. Lo trascendental era sentirse
en el umbral preciso de la inocencia, comulgar una elevada
espiritualidad, transpirar la pureza del renunciamiento de los
primeros tiempos y los primeros mártires del cristianismo. Era
tanto como entregarse a Dios, y esa fue su manera de soportarlo;
de lo contrario hubiera sucumbido en la primera ocasión. Se
rendía en un acto de humillación absoluta, realizaba lo que le

185
ordenaran, bendecía su cautiverio, lloraba en un dulce silencio
mientras la poseían con brutalidad.
Una noche le correspondió un hombre cobrizo y aindiado,
que en lugar de sojuzgarla y vencerla a base de fuerza la man­
tuvo sujeta sin el menor movimiento, en lo que se conoce en
los medios arrabaleros como un polvo indio. Dos, tres, cuatro
horas inmóvil, transpirando, dormido encima de ella, penetrada
pero inerte, como una bestia de carga. Con el paso del tiempo,
el hombre expelía un olor a grajo. La iba a mantener así toda
la vida, estacada y sujeta, sin aire,sin esperanzas, sin respiración.
Por primera vez, Liz no pudo soportarlo. Se revolvió como
pudo y se liberó del sujeto, lo tiró a un lado y se levantó para
vestirse. El tipo la atrapó de nuevo contra el borde de la cama,
le dobló los brazos a la espalda y la sodomizó con furor ven­
gativo. Al menos esta última parte fue breve.
Después de semejante experiencia, no aceptó volver nunca
más. Ludwin llamó en repetidas ocasiones, argumentando que
lo matarían, prometiendo que era la última vez que recurría
a su ayuda, implorando que no lo abandonara en semejante
encrucijada. Liz dijo que no y se mantuvo en la raya. El juego
había perdido para ella toda inocencia, no encontraba cómo
justificarse, se sentía demasiado vil, sucia, casi demacrada.
Finalmente, las llamadas cesaron.

¿Quién había envenenado al doctor Gaspar Lozoya Rio-


lano, vicepresidente administrativo de la petrolera, apodado el
fifiriche por razones de brevedad y fácil memoria? Este hecho
siniestro insinuaba una cámara oculta, una prolongación sub­
terránea, una galería sin excavar. Podía concluirse que a causa
del asedio de los hombres de la secreta, el funcionario había
decidido denunciar a los autores del crimen dejóse Bonifacio, y
por eso su colega, Alfredo Albarracín Lucas, lo había eliminado.
Hasta ahí todo muy bien,pero era obligatorio preguntarse por
qué razón alguien como Lozoya Riolano conocía las andanzas
de aquél. ¿Cuántos otros funcionarios de la empresa estaban
al tanto de semejantes secretos? Allí existían, sin lugar a dudas,
complicidades, encubrimientos, conchabanzas, codelincuencias.
¿Cómo era posible envenenar a un alto directivo e intentar
ocultarlo todo, incluso procediendo a eviscerar el cadáver?
Por fortuna, en esta ocasión el doctor Culer se había mostra­
do un poco diligente. A Salomón Ventura le hubiera gustado
profundizar en aquella dirección, explorar el oculto y siniestro
túnel de la refinería, pero no encontró una sola base firme en
la cual apoyarse, una sola pista a seguir.
Igual ocurría con la variedad de proyectiles y perforaciones
hallados en la humanidad dejóse Bonifacio. Diecisiete en total.
Ello indicaba la participación de múltiples manos, de diversos
autores materiales. A Salomón Ventura le resultaba imposible
aceptar que sólo los Albarracín, padre e hijo, hubieran disparado
sobre él. Allí, como mínimo, habían participado tres o cuatro
homicidas,si no más.¿Dónde estaban? ¿Cómo ahondar en esa
dirección, cómo encontrarlos, ahora que tres bocas estaban
silenciadas para siempre?
Por lo demás, no cabía duda de que una invisible cortina
de silencio había caído sobre el suceso. Hasta la publicidad de
los resultados había quedado vedada. La Diana de Alcandora,
tan audaz e irreverente en todo lo que produjera escándalo,
no arriesgaba una sola línea divergente de su primera versión.
Tras soportar durante mucho tiempo una dolorosa enfermedad,
el doctor Alfredo Albarracín Lucas había puesto fin a su vida.
Su hijo Darley, enloquecido por la desgracia de su padre, se
había lanzado y hundido para siempre, con todo y su costosa
motocicleta, en las turbulentas aguas del río. La dirección del
diario expresaba a la desgraciada esposa y madre, señora Vivia­
na Dávila viuda de Albarracín, sus máximas condolencias. El

is7
reportero Aleuitias Botero no puso ningún interés en recoger
datos adicionales. Al parecer, la gerencia del periódico había
recibido una cortés invitación de parte de las directivas de la
refinería para dejar las cosas de ese tamaño.
El desenlace no le gustaba del todo, ¿pero qué podía
hacerse? Salomón Ventura decidió dar por cerrado el «Caso
Mondiú» la tarde que el correo trajo desde Mayolis el resultado
de balística correspondiente al proyectil que acabó por mano
propia con la vida de Alfredo Albarracín Lucas. Había apurado
mucho aquel informe telefoneando insistentemente a la de­
morada oficina encargada de expedirlo. Ahora su obstinación
recibía un premio: el rayado correspondía con microscópica
exactitud a uno de los proyectiles de Magnum extraídos del
cuerpo de José Bonifacio. Quedaba plenamente demostrado
que el alto funcionario de la petrolera había tomado parte en
el crimen. Casi de seguro su hijo Darley también. Por desgracia,
ahora ambos estaban muertos. ¡Cuánto le hubiese satisfecho
tener sus confesiones firmadas y ojalá la lista de sus cómplices
y encubridores! De esa manera hubiera logrado enviar una
buena remesa a la cárcel, y sentar un hecho sin precedentes. «De
la justicia, lo central es su poder aleccionador, no su castigo»,
decía alguno de sus tratadistas de cabecera.
Sí, quedaban muchas preguntas en el tintero, pero era
mejor dejarlas inéditas. Le resultaba inevitable resignarse con
lo obtenido, que por lo demás, era medianamente bueno. Al
menos el caso había llegado a una conclusión, al menos había
podido cerrarse. El primero en mucho tiempo.
Felicitó con parcas palabras al inspector Mondragón. La
investigación había sido bien conducida, los resultados estaban
a la vista. El policía entrechocó varias veces los tacones, antes
de reiterar su incondicional acatamiento a todas las órdenes
que emanasen de aquella oficina. Hubo dos rondas de cafe
servidas por Valeria.

t88
Esa tarde, antes de regresar a casa, Salomón Ventura com­
pró una botella de champaña de muy buena marca. Quería
hacerle una propuesta a Liz: sacaría diez días de licencia para
que fueran a echarse unos baños de mar. Multitud de casos e
investigaciones pendientes podían esperar.
Pero mientras el «Caso Mondiú» quedaba oficialmente ce­
rrado por parte de la fiscalía, el abogado Laurentino Cristófor
se obstinaba en mantenerlo abierto.

La calva del secretario ad hoc refulgiendo con tonalidades


violetas en el cementerio le recordaba otra calva. La confir­
mación de que el atroz homicidio del pobre jardinero era un
asunto honorífico, lo impulsó a ir en su búsqueda.
Era en esta segunda calva en la que había pensado en
primera instancia la noche del alucinante desfile de la calle
del Boticario, ya casi dos meses atrás. Su primera ocurrencia,
cuando aquel embarrado y desnudo caballero lanzó el opaco
reflejo de su coronilla, era que se trataba de Hiperión Parra, el
muy reconocido médico psicoanalista de Alcandora.
Sólo que Hiperión Parra no dejaba translucir una perso­
nalidad que permitiera suponerlo participando en una proce­
sión de gente desnuda, así las partes delicadas y la piel de los
celebrantes estuvieran cubiertas de barro.
No, Hiperión era un hombre demasiado parco y callado,
que no se permitiría, al menos en público, otra expansión
distinta a la de jugar ajedrez en el Salón Fischer. Por eso, Lau­
rentino Cristófor lo había descartado.
Siempre se había dicho, para sus adentros, que un psicoa­
nalista en Alcandora era algo tan raro como encontrarse de
súbito con alguien vestido de sacoleva bajo uno de los hir-

189
vientes mechones de la refinería, a pleno medio día, cuando
el sol alcanzaba el ardor de un cráter hirviente. No era el
comportamiento visiblemente sobrio y apartadizo de Hiperión
Parra lo que le llamaba la atención, era Hiperión Parra en sí.
Lo mismo ocurría con medio Alcandora.Y aquí tenía lugar
el origen de aquel recelo que lo apartaba del público: Hiperión
Parra percibía que la gente del puerto lo miraba como a un
bicho raro, especialmente sus propios colegas, los médicos. Su
inmediata conclusión era entonces pensar que recelaban del
diploma que le permitía trabajar y le aseguraba un status respe­
table dentro de la comunidad. Sin semejante cartón, enmarcado
en la mejor de las molduras y exhibido en forma perentoria
en la parte más visible de su consultorio, las insatisfechas y
aburridas esposas de los altos ejecutivos de la petrolera, y las
demás señoras del puerto que formaban su selecta clientela,
jamás lo hubieran aceptado, ni mucho menos confiado sus
cuitas. ¿Por qué habrían de pensar que los preceptos en latín
que lo proclamaban y autorizaban para actuar como Doctor en
Psiquiatría tenían tanta validez como la página de una novela,
si sólo él conocía el secreto de su falsedad? Hiperión Parra
era un profesional exitoso, conocedor a la fecha de muchas
intimidades y secretos conyugales. Sus terapias obraban mila­
gros. La imperiosa obligación de mantener cerrada la boca y
garantizar a sus pacientes una absoluta reserva, lo mismo que
su propio secreto, su falso diploma, le obligaban a mantener
un perfil bajo. No se concedía más relaciones que las estric­
tamente necesarias, se rozaba con muy poca gente, la única
clase de expansión que se permitía era jugar de tarde en tarde
una partida de ajedrez.
Laurentino Cristófor, que se había relacionado con él en
las mesas del Fischer, sólo suponía que como terapeuta de
mujeres perturbadas, Hiperión Parra podía servirle de puente.
Con eso le bastaba.
Por eso acudió a buscarlo al siguiente día del entierro.

190
10

La negativa de Liz a su tutor y maestro la afectó mucho,


pero acabó fortaleciéndola. Volver a sentirse dueña de su vo­
luntad trajo paz a su espíritu y renovó su confianza en la vida.
Durante los últimos meses había llegado a considerarse una
esclava en pleno sentido físico y espiritual. Algunas sensacio­
nes de aquel estado de vileza humana le agradaron, no podía
negarlo; convertirse en objeto sexual y encontrarse anulada
de manera absoluta por alguien que ejercía sobre ella una
dictadura arbitraria y morbosa, la llenó de placer. Pero igual
sentía miedo, sabía que aquello no podía continuar, anhelaba
desasirse del dominio que los supuestos captores del profesor
Ludwin habían impuesto sobre ella.
Fue un tiempo de compensación de fuerzas, de búsqueda
del equilibrio, como cuando se sale de un vicio. Su gran ven­
taja consistía en saber que podía superarlo, que tenía voluntad
para escapar de sus garras. No estaba anulada de manera fatal,
dado que, de alguna manera, todo había sido un juego per­
mitido por ella. Un juego demasiado peligroso, sí, había ido
demasiado lejos de la mano de su preceptor. Nunca el profesor
Ludwin había llegado a extremos tan osados. Definitivamente,
su imaginación no conocía límites.
Estaba segura que lo volvería a ver de un momento a otro,
que lo encontraría de pronto cuando menos lo esperara, en
la cafetería de la universidad, en un aula de clase. El no se
referiría al asunto, pero en algún momento dado una frase
suya, un comentario aleatorio, una simple palabra lo cerraría
todo. Ludwin nunca dejaba sus casos sin cerrar. Liz se mostró
confiada en la vida.
Entonces sobrevino lo inimaginable. El desastre súbito,
demoledor, impensado. Si al menos hubiera transcurrido
algún tiempo, si una cosa hubiese estado separada de la otra

191
por meses, o al menos por semanas, Liz se habría dicho que
ella no tenía nada que ver. Pero el infausto rumor corrió por
los pasillos y salones de la universidad apenas cinco o seis días
después de su rotunda negativa: el profesor Ludwin había sido
hallado muerto en las más terribles y deplorables circunstancias,
tras chocar de frente y a altas velocidades en su «Renault 12»
contra un tractocamión. Todo lo que quedaba de él era un
amasijo de carne revuelta con latas retorcidas. La comunidad
académica se mostró consternada. Liz corrió en busca de sus
excompañeras de aventura y las encontró mudas. Ninguna era
capaz de decir nada, parecía como si asistieran a la muerte de
su propio padre.
El impacto resultó arrasador, no paraba de pensar y espe­
cular, su mente desvariaba. La noticia, aparecida en uno de los
periódicos de la capital, decía que al momento del accidente
el desgraciado profesor se dirigía en su automóvil hacia una
pequeña localidad vecina. No se tenía noción del motivo de
este viaje, el choque había ocurrido aproximadamente a las
cuatro de la mañana. Dado que su sangre acusaba altos niveles
de alcohol, se suponía que el profesor manejaba sin control,
enlagunado, dormido. Cualquiera de estas circunstancias lo
llevó a abandonar su carril justo para chocar de frence contra
la tractomula. Sin embargo, Liz sabía que Ludwin no era un
bebedor crónico, ni un conductor alocado. Nunca le había
visto perder el control. Por estas razones, no dejaba de repe­
tirse que muy probablemente había sido asesinado, y que ella
era la culpable.
Al día siguiente de esta demoledora noticia, el cuerpo de
Ludwin fue velado en una funeraria. Lo habían recuperado de
las latas en un proceso paciente y lo habían recompuesto hasta
donde había sido posible, especialmente el rostro. Liz no pudo
abstenerse de acudir, necesitaba verlo, le resultaba imperioso
intentar reconocerlo, todavía no podía creer que estuviese
muerto. Le costó mucho trabajo disimular su ansiedad, man­

tea
tener un estado sereno, impedir que su angustia dejara traslucir
que se deshacía por dentro. En cambio Mirna Zawasdki se
descompuso y estuvo a punto de desmayarse. Liz sabía que
desde la penumbra del rincón donde se hallaba congregado
el cuerpo de profesores, por lo menos unos cuantos pares de
ojos la observaban con propiedad. La secretísima academia del
maestro siempre contó con secretísimos cómplices. Si al menos
uno de ellos se acercara y le confiara en voz baja la verdad, o
al menos un trozo de la verdad. Pero tal vez nadie conocía la
verdad. Tal vez la única que sabía la verdad era ella.
Finalmente pudo aproximarse y mirar. El féretro perma­
necía cerrado, pero una improvisada maestra de ceremonias,
empleada de la funeraria, levantaba de tiempo en tiempo
una parte de la tapa, para que algún pariente cercano, o un
allegado muy especial, pudiera ver a su ocupante por última
vez. En una de estas ocasiones, Liz se asomó. Nunca debió
hacerlo, nunca, primero porque jamás llegó a reconocer a su
inolvidable maestro; segundo, porque el horror de esa visión
la atormentaría por el resto de la vida. El rostro de Ludwin era
una máscara escueta, deforme, un monigote de papel maché
manipulado por los dedos de un niño, huesos y carne fundidos
y vueltos a amasar.
No pudo quitarse de la memoria semejante imagen. El
recuerdo que guardaba de un rostro ameno y sugestivo, cuyas
expresiones cautivaban a primera vista, estaba ahora confun­
dido con la más horrible de las imágenes: el profesor Ludwin
convertido en una pasta sin identidad, un guiñapo de sangre y
cosmético. La imposibilidad de reconocerlo y de sentirlo defi­
nitivamente muerto acabó por convertirse en el mayor de los
suplicios, un drama que no tenía conclusión, un telón que no
caía y no se cerraba. Liz no encontró alivio en la resignación
que depara la certidumbre de la muerte.
A partir de entonces, la idea de haber sido asesinado no
cesó de espantarla. Se había acostumbrado tanto a la delicia

•93
de que todo había sido un ardid del maestro para someterla y
para hacerla vivir el máximo de aberraciones posibles, que no
le cabía en la cabeza lo de las amenazas de que hablaba. El final
serio y trágico de las cosas era una revelación sin sentido, una
faceta imposible de reconocer. Decidió obstinarse y aceptar la
muerte de su amado maestro. Sí, sí, Ludwin había desaparecido,
se había suicidado, su carro había ido a dar de frente contra
una tractomula. Estas cosas tenían sentido, lo demás no.
Alcanzó a construir este mundo, y a medida que lo cons­
truía, volvió a empezar a sentirse libre. Frágil, pero libre.
Entonces, una noche de insomnio, su teléfono volvió a
sonar a una hora muy avanzada. No dormía bien desde hacía
mucho tiempo. Alcanzó a sentir una punzada de pánico antes
de levantar el auricular y llevarlo a la oreja. El único que lla­
maba a esa hora era Ludwin.
El torrente de música que brotó de la bocina la inundó y
la sumió en un pozo sin fondo. Había una voz que intentaba
hablarle, una voz ahogada por aquella melodía pegajosa y
perversa, el ritmo meloso y devastador de la grosera lambada;
Liz estuvo a punto de desmayarse de terror antes de colgar.
Hubo una segunda llamada, y una tercera, todas con el
mismo secreteo agónico apabullado por la enloquecedora
música de fondo. Finalmente no volvió a contestar, el teléfono
timbró casi hasta el amanecer, con intermitencias de escasos
quince minutos.
Un suplicio tan demoledor e invasivo, tan perverso y ul­
trajante, que a medida que pasaban las horas sólo le concedió
una salida: evocar febrilmente a su abandonado esposo.
Podía reprocharle cualquier cosa a Salomón Ventura, menos
que no le brindara una palpable seguridad. Eso había sido lo
que temía de él, lo que la ahogaba. El fiscal le imponía una clase
de vida que no podía aceptar; una clase de vida que la sofocaba,
la vigilancia perpetua de la ley y el orden representadas en su

194
persona. Pero ahora los valores estaban al revés. Por primera
vez, de manera instintiva y segura, llegó a pensar que esa vida
eia lo único confiable en el mundo.
A las seis de la mañana no aguantó más, marcó el indicativo
de Alcandora y confesó el deseo de volver a su lado.
-He perdido el trabajo -mintió.

11

El Salón Fischer era uno de los pocos lugares amenos de la


cruel Alcandora, si es que existía alguno. Ante todo, contaba con
un glacial aire acondicionado. Los clientes se sentían adentro en
otra escala social, en otra dimensión de las jerarquías humanas.
Cualquier habitante del puerto, pobre o rico, ruin o exitoso,
experimentaba en la ciudad el mismo trágico sentimiento de
un desterrado, de alguien que ha sido lanzado en razón de una
culpa terrible, o de una absurda injusticia, al más inhóspito
de los lugares de la tierra. Los coruscantes mechones siempre
encendidos de la refinería contribuían a ello. Aplastaban el
ánimo, contristaban, herían, y no propiamente la piel, sino la
dignidad. Pero al penetrar en el Salón Fischer aquello era cosa
del pasado. El aire gélido daba la sensación de una grata colo­
nia esparcida sobre las mejillas, tras una afeitada a ras. Algunos
clientes mantenían adentro corbata y chaqueta. Ingresaban en
mangas de camisa y unos minutos después iban a sentarse a
las mesas, acicalados y elegantes. En su interior se podían lucir
tales prendas. Alguien llevó un buen día un abrigo y un som­
brero, los dejó allí, y se dio el lujo de jugar ajedrez toda la tarde
vestido en tal forma: mientras afuera, a unos pocos metros, el
termómetro marcaba cuarenta y dos grados centígrados, y el
sol derretía el pavimento en las calles.
Las otras dos maravillas del Fischer eran la limpieza y la
música. Una enorme rocola despachaba disco tras disco de

195
sonatinas y zarzuelas, casi todas de origen español e italiano,
a medida que los clientes le llenaban gustosos la barriga de
monedas. Los tubos de la cafetera, los bronces y espejos, ruti­
laban limpieza. Estos objetos brillantes se reflejaban en la calva
de Hiperión Parra.
Laurentino Cristófor acudió, como siempre, a desafiarlo
alegando que hacía mucho tiempo no enfrentaba a un buen
contrincante. Hiperión sabía que esa no era la razón, pero se
dejaba. Desgraciadamente, cada que el abogado lo buscaba al
bélico son de torres y alfiles, lo que se traía entre manos era otra
cosa.Ya había ocurrido en ocasiones anteriores. Casi siempre
se trataba de una consulta teórica, algo atinente al psicoanálisis,
a la conducta humana, a la perversidad, a la locura, pero estas
cuestiones estaban relacionadas con sus pacientes. Hiperión se
cerraba a la banda y le sermoneaba: en su especialidad, el secreto
profesional tenía más peso que en ninguna otra profesión, era
más sagrado y hermético. Ni siquiera una orden judicial podía
obligarlo a suministrar el más leve indicio de algo confiado
por sus pacientes en la terapia del diván. El día que eso llegara
a ocurrir, no le quedaría ningún cliente.
Sin embargo, Laurentino Cristófor nunca se marchaba con
las manos vacías. Algo obtenía, algo acababa por soltarle, una
soterrada manera de comprar su silencio, caso que el abogado
sospechara alguna cosa de él, de la falsedad de su título.
Sólo Laurentino Cristófor tenía aquella forma de abordarlo,
rayana casi en la insolencia, pero esa osadía, en lugar de causarle
disgusto, le despertaba cierta simpatía. Sabía que se trataba de
uno de los litigantes más díscolos y entrometidos del puerto.
En particular, le agradaba la manera alocada y audaz como el
joven abogado planteaba sus partidas, al margen de los modelos
de escuela. Al final, siempre terminaba derrotándolo, pero le
resultaba obligatorio admitir que para ser un simple novato,
no jugaba mal del todo.

196
Después, las verdaderas intenciones de Cristófor prendían
sus alarmas. Era como si supiera algo de su pasado, como si
intuyera su lado vulnerable; no había otra explicación para las
preguntas que de un momento a otro le soltaba. Pero cierta­
mente Cristófor no sabía nada. O mejor, sólo sabía una cosa:
que un psicoanalista en Alcandora era algo tan exótico como
un perro a cuadros.
Le planteó una apertura siciliana. Los alfiles, llamados
con razón los locos del tablero, efectuaron osadías increíbles.
Hiperión perdió una pieza en una estratagema de caballos y
al final acordaron unas tablas honrosas. En la segunda partida
Laurentino sucumbió con facilidad y rapidez. Hiperión pagó
los vasos de leche y las rosquillas consumidas, los cafés y el
alquiler de las fichas. Estaba tan contento, que se atrevió a
preguntar, con abierto desenfado:
-Ahora cuéntame a qué has venido esta vez.
Esperaba que el abogado comenzara por indagarle acerca
de las conductas tipificantes de algunos grupos de sus pacientes.
¿Son demasiado frígidas las linajudas señoras de Alcandora?
¿Engañan a sus maridos? ¿Acuden al consultorio a causa de la
recurrente infidelidad de que son víctimas por parte de ellos?
Hiperión Parra respondería a esto con generalidades cercanas
a la verdad, sin afirmar ni negar nada:
-El bochornoso calor que se sufre en esta ciudad, Lauren-
tino, en lugar de apagar la libido, la estimula. Las depresiones
son más comunes en las tierras frías. Se ha descubierto que la
luz estimula en los neurotransmisores cerebrales la produc­
ción de seratoninas, feronomas y otras sustancias asociadas al
bienestar.Ahora bien,Alcandora no es propiamente una playa
sobre el Caribe...
Esperaba cualquiera de esas preguntas y estaba preparado
para responderlas, pero nunca se imaginó que el joven abogado
foera a sacarse del bolsillo de su guayabera un poder judicial

197
en regla, a desplegarlo sobre los escaques pintados en la mesa,
sosteniéndolo bajo el peso de su brazo atrofiado, y a soltar,
como si se tratara de la gran jugada triunfante, un verdadero
disparo a quemarropa:
-Me temo que he venido a pedirle algo muy cruel, doctor
Hiperión.Ya conoce usted el trágico final del directivo de la
petrolera y de su hijo, sucesos acaecidos esta misma semana.
Ese señor se llamaba Alfredo Albarracín Lucas y su hijo se
llamaba Darley. Este papel me otorgaba poder para proce­
der penalmente contra ellos por la muerte de su jardinero,
querella que ahora me veo obligado a traspasar a su viuda,
la señora Viviana Dávila de Albarracín, cosa que me resulta
verdaderamente penosa, porque además de lamentar sus terri­
bles pérdidas, ni siquiera la conozco -hizo una pausa, no para
respirar, sino para que el loquero, que se había quedado con la
boca abierta, inhalara algo de oxígeno antes de caer muerto—.
Mi ánimo hacia ella está lleno de todas las consideraciones.
Esas dos trágicas muertes, a mi parecer, debían compensar
el reclamo de la justicia y la tribulación de mis poderdantes.
Por desgracia, ellos insisten en obtener siquiera una pequeña
compensación económica. Si pudiera hablar amigablemente
con ella, sería fácil ponernos de acuerdo y evitar un engo­
rroso trámite de juzgado. Lejos de mí pretender arrastrarla
a los tribunales, todo lo que deseo es una entrevista privada,
¿y quién mejor para conseguirme esa gracia que su siquiatra
de cabecera?
Hiperión Parra no parecía capaz de volver a la vida. Fi­
nalmente, fuera porque su instintiva inclinación al disimulo
lo moviera a fingir, o porque la inquietud le saliera del alma,
se inclinó sobre el tablero y rastrilló una especie de tos, que
parecía una pregunta:
—¿Me está diciendo usted que los dos suicidas de esta se­
mana estaban implicados en un crimen?

198
-Padre e hijo, eso ya lo sabe toda la ciudad: el asesinato de
su jardinero. La inminencia de su detención los llevó a acabar
con sus vidas.
-¡No puedo creerlo! -exclamó el falso psiquiatra, derri­
bando al mover los brazos varias fichas del ajedrez colocadas
a un costado de la mesa.
—Así es. Un hecho muy doloroso.Ya entiende usted por qué
no deseo proseguir en lo más mínimo ninguna clase de litigio
contra la viuda -musitó Laurentino desde abajo, mientras se
agachaba a recoger con su único brazo las piezas caídas.
La calva de Hiperión Parra se había ensombrecido. Por
primera vez, una de las estratagemas del abogado lo había
vencido en toda la línea.
—Es paciente mía,lo acepto -concedió—, ¿Pero por qué no
la llama usted directamente a su casa? Su número se encuentra
en el listín teléfónico, como el de cualquier ciudadano.
Laurentino esgrimió el argumento preciso:
—Porque es muy importante que usted la persuada de que
me reciba y dialogue conmigo,sin prevenciones ni miedos.Una
palabra suya bastará para convencerla de que soy un hombre
amigable, que no persigue otra cosa que obtener un tranquilo y
módico arreglo. Si ella me recibe pensando que acudo a sacarle
una suma desproporcionada, o que hago parte del problema
que llevó la desgracia a su casa, todo acabará por complicarse.
Hiperión Parra lo meditó todavía un rato.
—Déjeme ver cómo puedo ayudarle -declaró finalmente.

12

El éxito del «Caso Mondiú» ameritaba unas vacaciones


junto al mar, una alegre temporada de playa y arena. A la
fecha, Salomón Ventura completaba en Alcandora casi cuatro

199
largos años de dura y enconada labor, cuatro años de brega sin
levantar la cabeza, sin dar tregua al cansancio, sin'hacer pereza
un sábado en la mañana. Todas las noches llevaba material a
casa y leía, subrayaba, consultaba y tomaba apuntes casi hasta
la medianoche. Esta era la única manera de evacuar ese fasti­
dioso trapicheo de los informes y los procedimientos legales,
ganando un tiempo precioso para las investigaciones. El fiscal
que se dejaba enredar en papeleos y consultas no investigaba,
cuando lo central de la lucha contra el crimen radicaba en
la investigación. Con todo, en cuatro largos años no había
coronado nada bueno.
Inesperadamente, el «Caso Mondiú», un asunto que en un
principio había asumido a disgusto, por considerarlo rayano
en lo escatológico, había venido a lavarle la cara a la justicia
en el puerto, lodo el mundo hablaba de él, todo el mundo
lo comentaba, así La Diana hubiera decidido echarle encima
un manto de silencio.Y era apenas lógico, porque la gente no
tenía una pizca de idiota, y porque Alcandora no era más que
un simple pueblo grande, y en un pueblo grande todo se sabe
tarde o temprano. En un comienzo, la gente anduvo despistada;
luego comenzó a hilar. Las cosas empezaron a ajustarse con
lógica, como las piezas de un mueble cortado y ensamblado
por un hábil carpintero. El hundimiento del joven Darley
con su moto en el río tenía clara relación con el suicidio de
su padre, eso era evidente. En cambio, el suicidio del doctor
Alfredo Albarracín Lucas no había sido motivado por la gra­
ve y prolongada dolencia de que se había hablado. Personas
bien ubicadas, y que se movían en círculos muy reservados,
aseguraban que el ejecutivo se encontraba tan saludable como
una manzana al momento de su muerte. Se le había visto en
el gimnasio del club de los ejecutivos de la petrolera, en la
piscina.Tal vez un poco triste, sí, un poco preocupado,pero no
enfermo. Su suicidio había sido precipitado por la irrupción
de un equipo de la Fiscalía comandado por Salomón Ventura

200
en su propia oficina. La voladura de los sesos ocurrió casi en
presencia suya, eso lo sabia y comentaba todo el personal de la
empresa. Matarse había sido una forma de evitar que lo pren­
dieran por la muerte del doctor Lozoya Riolano, envenenado
con cianuro potásico unos días antes. Las revelaciones de la
autopsia de este tal Lozano, Losolla, Loyola o cualquiera de
los apelativos usados por la gente para acordarse de su extraño
nombre de origen uruguayo, se habían filtrado en las partidas
de poker a las que asistía el doctor Isaías Culer, quien no había
tenido ningún inconveniente en comentarlas y glosarlas. De
esa manera, había venido a saberse que Gaspar Lozoya Riola­
no, vicepresidente administrativo de la petrolera, había sido el
primer muerto importante de la historia de Alcandora, sólo
que su defunción había pasado inadvertida, dada la prisa que
se dieron en sacarlo del puerto. Alfredo Albarracín Lucas lo
envenenó porque se disponía a denunciar el crimen del joven
Darley, ultimador del pobre José Bonifacio, crimen del que
estaba enterado por razones que no vienen al caso.Todo estaba
perfectamente claro, los asesinos de José Bonifacio se habían
ido a la tumba uno tras otro por la acción severa e implacable
del fiscal Salomón Ventura. De lo contrario, el crimen hubiese
quedado impune, como tantos otros en la interminable lista
de la justicia.
Se hablaba muy favorablemente de este probo y draco­
niano funcionario en el puerto. «Yo lo dije desde que lo vi,
ése no es de los que se quedan quietos y se dejan meter los
dedos en la boca», comentaban después del segundo trago los
consumidores habituales de bebidas espirituosas en bares y
cafes. «Se le veía en la cara, de todo tiene menos de pendejo».
«Y tampoco de vendido». Por último, como para exorcizar a
la delincuencia que hacía de las suyas en la ciudad, se acuñó
una frase de contención: «Más les vale que se aconducten,
hijueputas, que el fiscal Ventura viene por ustedes». Por pri­
mera vez, y esto era todo un hito, los jueces concedían algún

201
mérito a las ejecutorias de la Fiscalía. Durante años, desde el
establecimiento del nuevo ordenamiento de la justicia, que le
había entregado a los fiscales la facultad de conocer, investigar,
instruir, calificar, acusar y fijar el monto de las penas y senten­
cias, privándolos a ellos de todo protagonismo y lanzándolos
al ostracismo y a la sombra, los jueces no habían hecho otra
cosa que rezongar y hablar mal del superpoderoso estamento
de la Fiscalía, cuyos frutos no asomaban por ninguna parte. La
justicia seguía siendo un ente desaliñado e ineficiente, como
cuando ellos, perseverantes dinosaurios, señoreaban el mundo.
Este era más o menos el cuadro general. Pero he aquí que en
Alcandora un enérgico fiscal se le había encarado a los ricos
y a los poderosos, a las autoridades, a los hijos de papi y hasta
al diablo, y los resultados estaban a la vista.
Otros pensaban para sus adentros que Salomón Ventura
debería ser sometido a un juicio disciplinario, y obligado a
rendir cuentas por sus arbitrarios acosamientos, los cuales,
visto el caso de cerca, eran los que habían conducido al sui­
cidio de un ciudadano emérito y de su hijo, contra quienes
no estaba probado nada en firme. Sin embargo, no se atrevían
a expresarlo en voz alta. Una tabla de masones discutía de
manera hermética si debía proponérsele o no el ingreso a la
Gran Logia del Oriente.
Algunos de estos rumores llegaban a oídos de Salomón
Ventura, otros no, pero cualquiera que fuese el ángulo de su
filo, no hacían otra cosa que resbalarle. Los que le alababan, en
lugar de envanecerlo, únicamente habían acentuado el severo
pliegue que sus cejas formaban encima de la nariz. Estaba cada
vez más insobornable, más irreductible, más seguro de sí mismo.
Valeria admiraba en él una nueva corpulencia, un perfil más
elevado e imponente del hombre de la ley.
Pero lo que realmente le brindó el desenlace del «Caso
Mondiú», con todos los comentarios que trajo aparejados, fue

202
la posibilidad de darse un descanso.de escabullirse durante diez
días, de ofrecer a su esposa unas espléndidas vacaciones a la
orilla del mar.Tanto es así que se apresuró a reservarlos pasajes.
Por primera vez podía hablarle y decirle: «Querida, las cosas
están bajo control, la impunidad ha perdido su primera batalla,
asoma una luz de esperanza, podemos tomar un descanso». Este
fue su primer impulso, pero luego se contuvo. Liz podía sentirse
ofendida, ella nunca había confiado en el triunfo de la justicia.
Prefirió sencillamente llegar, descargar su maletín repleto de
papeles, besarla y preguntarle, como quien no quiere la cosa:
—¿No crees que nos caería bien un descanso en el mar?
-¿Este diciembre?
-No,diciembre está todavía demasiado lejos. Ahora mismo,
esta semana, o la otra.
Liz puso cara de decepción.
-¿Vacaciones por fuera de temporada? Las playas están
desiertas, querido.
-Pues de eso se trata, las playas para nosotros dos, sin tanto
bañista, sin tanto curioso, sin tanto vendedor ambulante.
Ella le llevó la contraria:
-¡No seas tan aburrido, Salomón: las playas son para ver, y
para que a uno lo vean!
Eran filosofías diametralmente opuestas, pero Liz sin duda
tenía la razón. ¿Que cosa puede ser tan aburrida como una
playa sin bañistas, sin borbotones de gentes que exhiben sus
bronceados ombligos y sus quemaduras, una playa sin tangas
ni bikinis?
En fin, el asunto no era para llevarlo al extremo. Lo impor­
tante era que podían irse de vacaciones. Insistió:
-¿Qué dices?
Entonces se escuchó de labios de ella algo que era una
insólita maravilla.

203
—Tú te esfuerzas mucho conmigo, querido, y te inventas
actividades y salidas, y fiestas, como si yo estuviera muy abu­
rrida, y la verdad es que no es así. Alcandora, aunque no lo
creas, ha llegado a parecerme agradable.
La escuchaba, pero no podía creerlo.
La señora Liz de Ventura adaptada y contenta en Alcandora,
convertida casi en una ama de casa, establecida en el trópico
extremo. Ahora que la estación de las frutas había llegado a su
fin, ahora que los arrumes de las frutas de temporada desapa­
recían de las calles y un tórrido y quieto calor se apoderaba de
la atmósfera, imponiendo a los humanos la ominosa condición
de permanecer envueltos en aceitosos sudores.
—Oh, querida, cuánto me alegra oírte decir eso.

204
CAPITULO SEXTO

El club del buey Apis

20$
1

Parecía que hubiese niebla adentro, en la enorme y fría sala


de corte moderno, que bien hubiese servido de sede a una
funeraria. Laurentino Cristófor pensó en un primer momento
en la posibilidad de que El trasudado hubiera revolucionado
su ciclo y hubiese irrumpido en plena mañana, rompiendo
por primera vez en la historia sus hábitos nocturnos; pero no
era así; al mirar con disimulo hacia afuera, a través del amplio
ventanal, confirmó que ninguna clase de niebla corría en el
jardín, sobre cuyos prados crecidos caía el sol y revoloteaban
las moscas.
Lo que ocurría era que la gran dama mantenía encendido
al máximo el aire acondicionado. Aquel efecto de lechada sólo
ocurría adentro, un posible efecto de condensación. Ella misma
parecía tener puesto un leve velo; durante toda la entrevista
Laurentino no logró precisar con nitidez los rasgos de su cara.
Pero era obvio que se trataba de una mujer de unos cuarenta
años, alta, de porte aristocrático, a juzgar por las líneas del cuello
y la finura de las manos, de ojos casi azules, de tez casi trigue­
ña, pese al tinte ceniciento de la tragedia que la ensombrecía.
La Gran Dama, Laurentino nunca dudó que se encontraba
ante la Gran Dama, la Gran Madame blanca de Alcandora, un
refinado y oculto poder femenino de gran clase, tan opuesto, y
a lo mejor tan semejante (¿por qué no?) a ese otro oculto poder
de las grandes matronas que señoreaban las casas de citas del
puerto. Estas lo recibían a uno en la penumbra de la noche, casi
siempre bajo luz artificial. La Gran Dama Blanca había abierto
todas las cortinas para que dieran paso a la avasalladora luz de
aquella mañana, para que los muebles blancos y los tapetes
blancos y los marcos metálicos de los cuadros y las mesas de
vidrio relucieran con la mayor fuerza posible; como si se tratara
de demostrar que allí no había nada oculto, como si se tratara

2 orí
de encandilarlo. Pero estaba presente aquel maldito efecto de
condensación causado por el aire acondicionado, aquel frío de
máquina que añadía un grado de opacidad al ambiente y no
le dejaba ver todo lo claro que hubiera deseado.
Madame no había antepuesto barreras molestas. En lugar
de mostrarse ofendida, había querido exhibirse serena. En lugar
de herir con cualquiera de esas cuchillas afiladas que las damas
de alto coturno suelen usar, se contentó con proferir un leve
comentario acerca de la fealdad del nombre y el apellido de
su visitante.
-No me diga que ese Cristófor presume de italiano.
-Tal vez un italiano muy tercermundista, señora. Con el
Laurentino ocurre lo mismo.
-¡Puafl —exclamóViviana Dávila viuda de Albarracín-. Un
tío mío se llamó Florentino. Ni siquiera le valió ser un hombre
ilustre. Menos mal ya no bautizan a la gente con semejantes
adefesios.
Sabía que la entrevista no iba a ser un lecho de rosas, ve­
nía preparado para mostrar los dientes si era necesario; pero
contra lo esperado, después de aquella introducción agresiva,
madame pidió excusas.
-Oh, no lo digo por usted en sí. Es sencillamente ese
nombre. El resto de su persona parece corresponder a algo
muy distinto.
Laurentino agradeció en silencio aquella explicación. Le
importaban un pepino las ridiculas o extrañas sonoridades de
su nombre; lo que le importaba era que la dama se mostrara
dispuesta a colaborar, y soltara su versión completa. Su versión,
así exactamente.
Todo crimen se compone de muchas versiones, casi siempre
incompletas, porque siempre faltará la versión de la víctima
cuando ésta yace bajo tierra. Pero la versión de la Gran Mada­
me era con toda seguridad lo más autorizado que podía hallar.

207
—Me ha informado el doctor Hiperión que usted es un
simple abogado. ¿No le parece que para ser un simple abogado,
usted exagera la nota?
-Le doy plena garantía de que no pertenezco a ningún
cuerpo policivo, ni soy agente de la Fiscalía, ni represento poder
oficial alguno. Estoy aquí por exigencia de mis clientes, señora.
Ellos simplemente quieren saber la verdad, toda la verdad, y
nada más que la verdad, para darse o no por satisfechos. Su
capacidad de arreglo y perdón depende de eso.
Madame suspiró y lo miró con esos ojos casi azules.
—Créame usted que nada me laceró tanto como la muerte
de José Bonifacio, ni siquiera el suicidio de mi marido y la
pérdida de mi hijo. De esta afirmación puede usted inferir
que estoy dispuesta a contárselo todo, pero no me trate como
a una pobre ingenua. Sencillamente no puedo creer que José
Bonifacio esté representado por un joven y flamante abogado.
¿Realmente a quién representa usted, señor Laurentino? ¿A su
simple y morbosa curiosidad?
Cristófor se aclaró la garganta antes de contestar, no fuera
que la voz llegara a traicionarlo.
-Señora, represento a un allegado del occiso, alguien tan
pobre como él. Lo hago por puro altruismo.
—En tal caso, lo que usted busca es una compensación
económica, como lo dijo el doctor Hiperión Parra.
La cosa no era tan fácil. Laurentino se mostró insobornable.
-No. Lo que busco es la verdad.
Lo dijo de manera tan sólida y categórica que los rasgos de
madame se difuminaron en el brillo de la luz, acaso mientras
se hundía en los cálculos más oscuros.
Muertos su esposo y su hijo, la verdad abarcaba al resto de
los autores de la muerte de José Bonifacio, sólo ellos podían
temerla. El abogado allí presente representaba el brazo de la

208
justicia, sin importar qué clase de justicia. Existen muchas clases
de justicias en el mundo, los pobres también tienen derecho
a alguna de ellas. También Viviana Dávila viuda de Albarracín.
-He pensado que a José Bonifacio lo matamos unos y
otros, por matarnos mutuamente -empezó diciendo, luego
de relajarse y abandonarse, como un bañista que sin hacer
resistencia se deja llevar por la corriente de un río-. Lo mata­
mos entre muchos, como una jauría de perros. Pero yo fui la
que empezó el juego, la que lo utilizó con perversidad, la que
labró su trágico fin.
Laurentino sintió reseca la garganta, lo asaltó un deseo
loco y vehemente de tomarse un trago, anheló un café negro
y cargado, un vaso de agua fría. De estar jugando una partida
de poker alrededor de una gran apuesta, donde al levantar las
puntas de las cartas hubiese encontrado cuatro ases, el corazón
no habría llegado a batirle tan fuerte. Intentó serenársele dejó
llevar por la misma corriente que se llevaba a su declarante.
-Soy todo oídos, señora -dijo tratando de mostrarse im­
placable.
Pero la dama ya no necesitaba más presión.
-Todas llegamos a Alcandora con la ilusión de que aquí po­
díamos ser felices -continuó con una voz repentinamente suave
y resignada, como si la hubiera envuelto una dulce serenidad.
Laurentino llegó a pensar en la madre que inicia un cuento
de hadas a uno de sus hijos-. Se trataba de un lugar húmedo,
tórrido y enervante, un campamento petrolero en medio de
la selva, tal vez el lugar más inhóspito de la tierra, pero su luz
y su verdor nos infundieron inicialmente un sentimiento de
paz y felicidad. Los comejenes se comieron el primer mes mis
libros y las carátulas de mis discos, las canciones de mi juven­
tud; el moho dañó mis cuadros y mi lencería. Pero teníamos a
nuestros maridos, y nuestros maridos eran los ejecutivos de la
petrolera. Nos esperaban casas magníficas, campos de tenis y

209
piscinas, criados y jardines, magníficas guarderías para nuestros
hijos. El mundo sucio, mulato y revuelto de aquí al lado no
tocaba con nosotras, morábamos en el paraíso. Una o dos veces
al año regresábamos a nuestros lugares de origen, visitábamos
el mar, o viajábamos al extranjero. Es difícil acostumbrarse
al clima y a los mosquitos, a otras plagas como las mariposas
nocturnas, a las tormentas tropicales,a esa niebla horrible que a
veces lame este moridera y la lame a una, pero estos pequeños
inconvenientes eran el precio por las ventajas de nuestra dicha.
»Y de verdad que todo hubiera sido feliz si a nuestros hom­
bres no les da por revolcarse con la mulatería del vecindario.
Este lugar tiene un único embrujo, y es el color de la piel de
sus mujeres, su capacidad de ofrecerse a través de la ropa, de
presentarse como si estuvieran desnudas a todo momento; su
disposición al sexo y a todas las aberraciones del sexo. Es algo
genético, son hijas de putas que a su vez fueron hijas de putas y
han sido putas por dos, tres, cuatro generaciones, tal vez desde
siempre, lo que se hereda no se hurta. Nuestros maridos fueron
primero a conocer los lupanares, una obligada visita de cortesía,
un simple recorrido turístico, pero ello fue suficiente para que
se prendaran y enamoraran de las rameras, se acostumbraran a
ellas, nos evitaran a nosotras y nosotras los evitáramos a ellos
por miedo de los contagios. Aquí empezó el drama, la rabia,
la soledad, el hastío, los deseos de venganza, el llanto a solas en
las alcobas. Bueno, eso puede pasarse, mujeres engañadas han
existido desde el principio de los tiempos.
«Pero enterarse de que las habían sacado de sus casas de
placer para convertirlas en sus secretarias y en sus amantes, o
enterarse de que habían prostituido a sus secretarias y a sus
amantes para que les supieran a lo que les sabían ellas, eso ya
pone un tono de rabia. Algunas de nosotras deseamos fervien­
temente obtener un diploma en esa maestría; volvernos putas
de oficio, para que volvieran a mirarnos y a respetarnos, pero
nuestro tiempo ya había pasado; éramos blancas y éramos las

210
madres de sus hijos, y estábamos condenadas a ser señoras
decentes.Y entre más enervante resultaba el calor, y entre más
ganas sentíamos de quitarnos la ropa, más fríos y distantes esta­
ban, más ajenos, más ocupados y estresados por sus quehaceres.
•Hicimos un club, el club de las mujeres solas y tristes;
nos la pasábamos de casa en casa jugando té canasta, tomando
ginebra, fumando y contando chismes.Y claro, entre los chis­
mes estaban las ironías y los comentarios sobre la infidelidad
de nuestros maridos. Sólita Apuleyo lo sabía todo al dedillo:
una de sus criadas, hermana de una de las mujerzuelas que se
acostaba con su flamante esposo, le suministraba los detalles. Por
ella nos enteramos del círculo que formaron para compartir,
rifar, intercambiar y hacer prodigios de creatividad con sus
secretarias; la clase de orgías que celebraban, las aberraciones
colectivas.
«Una tal Mireya Ledesmas, la más imaginativa y productiva
de todas, la secretaria privada de mi difunto marido, es quizás la
maestra de maestras. Ella sola era capaz de extenuarlos a todos
en una noche de refriega, y como si fuera poco se encargaba
también de las demás chicas. La llaman La máquina. Pero como
si el elenco no estuviera completo, admitieron en el club a un
homosexual declarado, el doctor Gaspar Lozoya Riolano, quien
al parecer aportó una brillante dosis de creatividad.Volvían a
casa agotados y enfermos, pasados de cocaína, sin alientos para
tomarse un caldo. Y nosotras solas y amargadas. Nosotras, las
elegantes y dignas señoras de los ejecutivos, las que teníamos
que dar ejemplo, vueltas una mierda. ¡Cuánto envidié a Mireya
Ledesmas, cuánto la envidié! Hubiera cambiado toda mi vida,
mi casa, mi posición social, mis ajuares y mis comodidades por
su cama de puta!
»Y aquí entra en escena José Bonifacio, mi jardinero, el
jardinero de la cuadra y de esta parte del barrio. Lo descubrí un
mediodía masturbándose detris de las heliconias, a la hora de

211
la siesta. A primer golpe de vista me causó repugnancia, asimilé
la visión al lado oscuro y salvaje de Alcandora, la catalogué
como una expresión más de su naturaleza monstruosa. Pero
no puedo negar que ver lo que tenía entre las manos llegó a
marearme, enfermé, me resultó preciso buscar algo en donde
apoyarme y cerrar con fuerza los ojos. Entonces sufrí un acceso
de risa, un largo acceso de risa, no paraba de reír; acababa de
caer en cuenta que aquello era la venganza, allí estaba nuestro
desagravio, nuestra reivindicación, allí estaba nuestra perdida
felicidad. ¿Acaso no es el sexo la causa principal de nuestros
sufrimientos? ¿Y acaso allí no estaba la cura?
«Actué sola, lo confieso, necesité varios días para sobrepo­
nerme a cualquier repugnancia; luego un procedimiento muy
delicado para quejóse Bonifacio no fuera a morirse de terror
con mis atrevimientos. Lo puse a trabajar adentro en diversos
oficios, le permití verme desnuda como por descuido, dejando
una puerta abierta para que observara mi cuerpo reflejado
en un espejo, para que me observara tendida en la cama a la
hora de la siesta. Era un mirón, el pobre José Bonifacio era
un mirón irredimible. Una tarde despaché a la criada con un
encargo que le tomaría varias horas en la ciudad y lo tomé de
mi cuenta, lo arrastré al baño y lo lavé, lo acaricié, lo excité y
luego lo violé a mi entera satisfacción, haciendo con él el amor
como se hace con un burro, enseñándole, acostumbrándolo,
domesticándolo. Era falto de entendederas pero aprendió a
saltar y a servir como debe servir un esclavo, como un perro
amaestrado, como un monstruo fiel.
«Estos ejercicios se prolongaban por tardes enteras cuando
conseguía tener sola la casa, lo cual no era del todo difícil,
porque mi esposo no estaba nunca, mi hijo Darley permanecía
poco, y de la criada me era fácil deshacerme. Fue así como
logré convertirlo en el instrumento dócil y maravilloso de
las más inimaginables satisfacciones, para lo cual, dicha sea la
verdad, le faltaba muy poca cosa; porque excedía en tamaño

212
y en vigor a todo lo necesario, y a los brutos no les cuesta
mucho trabajo acostumbrarse a las más duras faenas. A la que
le costaba mucho trabajo acostumbrarse y reponerse después
de una de esas jornadas era a mí. En más de una ocasión ne­
cesité guardar cama luego de usar brutalmente sus prodigios.
¡Dios fue muy bueno conmigo!
«Entonces lo presenté a mis amigas, y aquí empezó el
acabóse. José Bonifacio fue una adicción, una droga colectiva,
un grito de liberación y venganza. No niego que en un prin­
cipio hubo que vencer algunas repugnancias, tal vez no tanto
repugnancias, sino miedos, el pobre era todo un fenómeno,
igual por su falo gigantesco que por la forma de su cuerpo,
por la manera como rugía mientras copulaba, por sus orgas­
mos de rinoceronte. Con las más tímidas, y con las que se
resistían por físico miedo, representamos el suplicio del buey
Apis. Primero las sometíamos al juicio de las adúlteras y las
condenábamos, luego les azotábamos las nalgas, las desnudá­
bamos y las sujetábamos al lecho de castigo, antes de traer a
José Bonifacio para que las poseyera. Mientras estaba en ello
le azotábamos el trasero, para darle más bríos. Fueron horas
inolvidables, momentos de aberración y placer que el club de
nuestros maridos nunca hubiera imaginado.Tardes de triunfo.
«No nos percatamos en qué momento nos descubrió Dar-
ley. El llevó la alarma a mi esposo y mi esposo la comunicó a
sus compinches. Nos hicieron un seguimiento muy discreto,
hasta confirmarlo todo. Dicen que tomaron una foto donde
estábamos todas inclinadas ante el miembro dejóse Bonifacio,
cual adoratrices paganas. No puedo aseverar si fue cierto.
«Habíamos empezado a consumir marihuana en nues­
tras bacanales; esto producía tal efecto de locura que en una
ocasión Carmencita Grethel se asustó de tal forma con las
sobredimensionadas proporciones de la hombría de José Bo­
nifacio, que escapó corriendo desnuda a la calle. En las buenas

ri3
nos vimos para detenerla. El escándalo ya era incontenible, la
gente había empezado a susurrar; en el barrio se hablaba de
satanismo, de sadismo, de lesbianismo y de todos los ismos.
Por fortuna, el barrio éramos nosotras.
«Ellos hicieron un juicio secreto. Los juicios del buey Apis
que nosotras hacíamos en juego, ellos los hicieron en serio.
Acordaron castigarnos, pero no a la manera de los antiguos
egipcios, que sacaban a las adúlteras y las exponían al escarnio
público, antes de entregarlas a su animal sagrado, sino ocul­
tando nuestro pecado, restituyendo nuestra perdida dignidad,
privándonos de nuestro ídolo. Si las mujeres del César ya no
podíamos ser honestas, al menos debíamos parecerlo. Como
esposas nos correspondía el hogar, la resignación, la respeta­
bilidad y el silencio.
»Una noche cazaron a José Bonifacio como si fuera un
jabalí. Durante la tarde lo habían retenido en el garaje de una
de las casas; hacia las once de la noche lo soltaron y empezaron
a cazarlo. Le tenían cerradas todas las salidas del barrio y aun
así casi se les escapa. Nosotras no pudimos ayudarlo, nos tenían
encerradas también. Fue una noche de tiros, de aullidos, de
carreras. Darley participó en la cacería y recibió de su padre
una «Harley-Davidson» de dos millones y medio de pesos
como premio por su colaboración en la hazaña. Ese día, Dios
me perdone, dejé de quererlo.
»No pudimos hacer nada, le repito. Lo mataron como
a un perro y lo dejaron tirado en una cuneta, aquí mismo,
a la entrada del barrio. Sólo una de nosotras pudo rendirle
una especie de homenaje, Julia de Lizardo, que a la siguiente
mañana del asesinato arrancó los girasoles que crecían en su
jardín, hizo un ramo con ellos y los colocó sobre la acera que
bordea la cuneta donde lanzaron al pobre. Había llovido esa
noche. Desde nuestras ventanas alcanzábamos a ver la mancha
de los girasoles sobre la acera mojada.

214
«Desde entonces permaneci recluida. No volví a ver a mis
amigas, a ellas tampoco las dejaban salir, no nos interesaba salir.
La muerte de José Bonifacio me trajo un sentimiento de culpa
del que no he podido reponerme. Fue una pérdida horrenda,
el pobre era bueno, era manso, cualquiera de nosotras hubiera
podido conservarlo como su mascota. Matarlo fue un crimen
estúpido, en absoluto sin sentido. Me sumí en la depresión, mi
esposo no me hablaba, mi hijo me insultaba.
»E1 aburrimiento se parece al suicidio. Permanecía resignada
como si hubiera muerto, como si me correspondiera ser un
ente de piedra por el resto de la eternidad. Hasta que las cosas
empezaron a cambiar, y eso fue pronto. Empecé a notar que
Alfredo se hallaba nervioso, Darley también se veía raro. Supe
que la Fiscalía investigaba, que el asesinato de José Bonifacio
había causado revuelo, que había tensiones en la refinería. En­
tonces ocurrió la muerte de Gazpar Lozoya Riolano y concluí
ya sin ninguna duda que el crimen no se quedaría impune.Y
me incluyo en la lista de los acusados.
«Usted conoce lo demás. Mi marido se suicidó cuando iban
a detenerlo, mi hijo saltó al río treinta horas después. Creo que
no hacía falta que murieran; ya habían sido castigados por la
indignidad de la madre y esposa, ya llevaban el estigma en la
sangre y en la piel. Lo mismo pienso que ocurre con los demás
autores del linchamiento. Si usted quiere dar con ellos, vaya
caminando por el andén y tomando nota de los prados sin
arreglo, de los jardines desaliñados que no han vuelto a tener
la mano de un jardinero.
»En esas casas viven los culpables. Pero yo los dejaría quietos.
Son hogares infelices, muertos, camas frías, mesas donde ya no
se habla, paredes donde habitan tan sucios secretos que no es
posible tener un resquicio de paz. Con todo y haber perdido
a un hijo y un esposo, yo estoy mejor que todos los demás. Al
menos ahora estoy sola».

215
2

Durante el tiempo que duró aquel delirante relato, el


abogado Laurentino Cristófor había llegado a pensar que ma­
dame Viviana dibujaba una deslumbrante página erótica. Ni
los grandes autores a lo Sade, ni las grandes damas del pecado
tenían una historia igual. Un crimen y una página erótica, la
gran alegoría de la pasión humana, el desafuero y el dolor.
Pero al mismo tiempo, Laurentino se preguntaba por qué no
lo excitaba esa voz, por qué no lo atraía, por qué no desper­
taba su libido. Finalmente logró comprenderlo. Su declarante
estaba totalmente fría, yerta, apagada, peor aún que si hubiese
muerto. No había en ella deseo, tampoco lo despertaba. Lo
que hubiese existido de voraginoso en ella, había muerto de
hartura de la mala.
Cuando la entrevista terminó, se encontraba helado. Los
ojos de la gran dama brillaban, había en ellos una humedad
extraña, algo parecido a las lágrimas. Laurentino se levantó e
intentó declamar un torpe y sentido pésame. «Créame que
sinceramente lo siento, señora», creyó haber dicho inclinando
un poco la cabeza, como se hace ante las viudas no allegadas
en los velorios, sin saber a ciencia cierta por quién expresa­
ba tales condolencias, si por el marido, si por el hijo, si por
José Bonifacio, o por ella misma. Para no retirarse sin cerrar
el protocolo, declaró hallarse enteramente satisfecho con la
declaración de Madame. Entonces se sintió feliz de escapar
de aquella nevera.
Afuera sacudió los hombros para tratar de espantarse el
frío que llevaba consigo, el sol caía a plomo y sin embargo
continuaba aterido.
Eran siete las casas de los prados descuidados. Aparte de la
de Madame, todas tenían las cortinas echadas. No se notaba
vida en ellas, no existía animación, ni niños gritando, ni pájaros.

216
Laurentino no tomó sus números,ni las guardó en la memoria.
Esta era la tragedia de sus intuiciones, el callejón sin salida
al que de tiempo en tiempo lo llevaba su curiosidad. No era
un detective privado, ni un policía, ni un agente de la Fiscalía,
ni siquiera un autor literario. Las cosas que averiguaba no
estaban destinadas a nadie. Era un simple abogado sin oficio.
Lo verdaderamente trágico de sus averiguaciones era no tener
donde incluirlas. No era un delator y no iría a acusar a nadie
ante la justicia, sus amigos no le creerían la historia. El verda­
dero arcano de la justicia en Alcandora era él.
Pero al menos ahora sabía algo: el origen de su morbosa e
incontenible curiosidad radicaba en el aburrimiento.

Todo vino a ocurrir el día que siguió a la noche de aquel


horrible sueño.
Navegaban una vez más en las ciénagas, él sentado en la
proa, empujando los remos; a sus espaldas una persona que no
conocía, que encontraba extraña y hasta peligrosa, pero que no
podía ser otra que Liz. Intuía que esa persona había tomado
uno de los remos y le había atado un puñal, para enterrárselo
por la espalda.Trataba de mirar volviendo la cabeza, pero el
reflejo del sol colado por entre el follaje le cegaba. Entonces,
hacia la quilla del bote, arrastrándose sobre el agua, avanzó El
trasudado. De las axilas de los altos árboles brotaban, descen­
dían y se sumergían en el agua infinidad de retorcidas raíces
aéreas, las cuales poco a poco iban cerrando el camino. ¿Por
qué todo aquello empezó a parecerle una alegoría de la justi­
cia? ¿Por qué no podía reconocer a la persona montada en su
bote? De pronto, la niebla lo envolvió, comenzó a sudar como
un cabaUo sin freno, sintió la urgencia de escapar, se revolvió
como un condenado.

217
Cuando finalmente consiguió abrir lo ojos, encontró que
Liz lo miraba. Le sonrió. Se sonrieron.Volvió a quedarse dor­
mido. Por causa de aquella pesadilla, se levantó pensando en el
espejo de la entrada, que Liz llamaba espejo de sala, pero que
no estaba colocado propiamente en la sala, sino a un lado de
la puerta, de modo que ella o su esposo podían echarse allí la
última mirada antes de salir.
Aquel espejo tenía un problema: con sólo meter un poco
la cabeza en el apartamento.se veía la alcoba. Salomón alegaba
que esto entrañaba cierto peligro para la seguridad personal
de los dos, y había sugerido colgarlo detrás de la puerta. Así
también podían mirarse de lleno antes de salir. Pero Liz alegaba
que si la puerta se abría con demasiada violencia, el espejo se
estrellaría contra la pared y se haría añicos, cosa de muy mala
suerte. Discusiones de pareja haciendo nido. El insobornable
fiscal acabó por ceder, como en muchas otras cosas.
¡Compleja y misteriosa naturaleza humana! Entre más
tórrido se ponía el tiempo, entre más apretaba el calor y más
acosaba la humedad pegajosa, entre más plagas se levantaban,
incluidas la de los murciélagos y las mariposas nocturnas, más
contenta se mostraba Liz de Ventura.
Se había adaptado tanto a las condiciones locales, que
a ratos asumía las arrobadoras formas de las mulatas, tal vez
porque ahora su cuerpo se llenaba un tris y había acabado de
moldearse, tal vez porque su piel se tornaba trigueña oscura y
despedía reflejos de canela dorada, tal vez porque los espantos
del pasado la habían abandonado definitivamente. Los desma­
yos eran cosa olvidada. Sus verdes ojos, salpicados de pintas
de orín, despedían ahora una luz serena, señal de tranquilidad
espiritual. Una luz que parecía tomada del paisaje de la selva
tendido a los pies del apartamento, en Los Altos del Convento.
Como en lo del espejo, Salomón había insistido otras dos
o tres ocasiones en lo del viaje, pero ella había sido enfática.

3lS
Vacaciones fuera de temporada le parecían un programa sin
sentido. Un convento podía ser más animado que una playa
desierta y en tiempo muerto. Finalmente convinieron que el
viaje a la costa se aplazaba para diciembre, y no se volvió a
hablar del asunto.
Resultó una elección acertada. En realidad, la Fiscalía Ter­
cera Delegada estaba repleta de trabajo, de casos pendientes,
de investigaciones por concluir. Una semana o diez días de
descanso habrían representado un atraso funesto, irrecuperable.
La justicia no podía darse el lujo de dormir un solo minuto
sobre los laureles. Salomón Ventura se aplicó con más ánimo y
dedicación que nunca a su diaria labor, incluso se despreocupó
un poco de sus cuidados por Liz.
Valeria comprendió que los renovados bríos de su jefe
brotaban de la estabilidad personal que esta segunda vuelta
matrimonial le brindaba. Había vuelto a refugiarse en el con­
suelo de las cosas triviales y nimias, ahora le bastaba que él
permaneciera un poco más en la oficina, que se consagrara con
más ahínco al trabajo y volviera a ser tan intenso y exigente
como siempre. Lo encontraba más familiar, más cercano, más
afianzado en su recia personalidad, esa era la imagen que a su
vez la llenaba y le causaba una sensación de sereno enamora­
miento, así lo supiera inalcanzable y ajeno. Una cosa le alegraba
por encima de todas: que la señora Liz de Ventura nunca se
hubiera dejado ver por aquella oficina.
Esa luminosa mañana, el fiscal había dado cita al inspector
Mondragón para llenar la última formalidad del «Caso Mon­
diú». No se trataba ni siquiera de cerrarlo. El caso estaba cerrado
desde hacía una semana; se trataba de fijar un término para
que el policía entregara su informe por escrito, cosa en la que
siempre se mostraba demorado. Para darle un ultimátum, le
había notificado que trabajaría toda la noche en las conclusio­
nes finales y las traería consigo a la oficina esa precisa mañana,

219
para adjuntarlas con su informe y todo lo demás del legajo:
graparlo, amarrarlo con cabuya y archivarlo. Si bien un proceso
podía abrirse de nuevo por cualquier circunstancia, resultaba
poco probable que aquel expediente conservara dolientes. El
«Caso Mondiú» era algo que no volvería a desvelarlo.
El inspector se presentó a las nueve en punto de la mañana,
limpio, fresco, recién rasurado, con su tarea mecanografiada
y debidamente organizada en una carpeta. Era un hombre
casi analfabeta, no poseía nociones ortográficas ni de redac­
ción, pero cuando resultaba insalvable dictaba sus informes a
Diótima, su gorda y perezosa esposa, y ella les daba forma y
presentación adecuada en una máquina de escribir que guar­
daban en casa. Lo que se podía decir, lo que podía contar de
sus andanzas y averiguaciones detecdvescas, estaba allí dentro.
Desde luego que no se hablaba una sílaba de Mireya Ledes­
mas, ni de la pistola vendida en casa de Matilde Sagalejo a un
procurador general de la República, ni de muchas otras cosas.
Era simplemente la verdad oficial.
El fiscal había trabajado en lo suyo hasta tarde de la noche,
antes de acostarse y sufrir la pesadilla. Creía haber colocado
las hojas redactadas en su maletín, pero al llegar el momento
de sacarlas, no las halló. Era evidente que había dejado el tra­
bajo en casa, un hecho casi insólito, tanto más molesto cuanto
representaba un descuido frente a su investigador estrella. Un
arranque repentino lo llevó a preguntar:
—¿Trajiste el carro?
-Está a sus órdenes, señoría -dijo el jefe de la secreta, cua­
drando los talones.
-Entonces llévame a casa. Estaremos de vuelta en unos
minutos.
Ni siquiera recogió sus cosas de la bandeja del escritorio, ni
desdobló sus mangas arremangadas. Sólo dijo aValeria que no
tardaría afuera más de un cuarto de hora, antes de empujar la

220
baranda que separaba el despacho del corredor, caminar hasta
las escaleras del fondo y descender a la primera planta seguido
por el policía, que trataba de adelantarse para llegar primero
al vehículo y abrirle la puerta.
Como ocurría siempre que el sucio carromato permanecía
bajo el sol, adentro se había acumulado una atmósfera empon­
zoñada. Salomón Ventura abordó y mantuvo la nariz afuera de
la ventanilla, hasta que el viento del camino purificó el día.
Atravesaron media ciudad y remontaron el suave caracol
que ascendía a Los Altos del Convento, casi hasta la entrada
misma del edificio donde habitaba el fiscal. Allí, entre los pocos
autos parqueados, el inspector buscó un hueco y una sombra
benigna para estacionar el suyo.
—Volveré en un segundo -dijo Salomón Ventura, apeándose
casi de un salto.
Mondragón lo esperó observando distraído los modelos
y las marcas de los carros de al lado, entre los cuales le había
llamado la atención un «Chevette» de líneas plateadas. Gastaba
media vida curioseando los carros, los observaba más que a las
mujeres, porque se había hecho el firme propósito de cambiar
el suyo por algo más nuevo. «Un día te sacaré a dar vueltas por
el puerto en un descapotable», le decía a Diótima, cada que
ella protestaba por la dificultad de abordar y bajarse. Diótima
estaba demasiado gorda.
Casi seguro el «Chevette» aquel era el carro del doctor
Culer, el joven médico legista que en lugar de atender sus
obligaciones se la pasaba en partidas de poker. ¿Qué haría el
doctor Culer a tan tempranas horas en Los Altos del Convento?
Trató de precisar si se encontraba a bordo, pero la posición del
auto lo impedía. Estuvo tentado a bajarse y echar una mirada,
pero el sol ya caía muy fuerte.
Salomón Ventura había tomado las escaleras imaginando
la sorpresa de Liz de Ventura tan pronto lo viera. Nunca ha­

221
bía regresado del trabajo en horas distintas a las habituales. Se
encontraba con ella al mediodía, almorzaban juntos, encen­
día el televisor para escuchar las noticias, luego tomaba una
breve siesta, antes de bañarse y salir. Pasadas las seis de la tarde
volvía de nuevo a casa, casi siempre con trabajo por hacer. En
la mañana se despedía de ella un cuarto antes de las ocho. Su
puntualidad era exacta, un fiscal de la República está obligado
a regirse por las normas más estrictas.
En muchas ocasiones había sentido impulsos de abando­
nar la oficina y correr a reunirse con ella, pero se contenía.
La probidad de sus convicciones no le permitía hacerlo, se
sentía incapaz de robarle un minuto al erario público. Enton­
ces tomaba el teléfono y la llamaba, le decía cualquier cosa
agradable, y colgaba.
Incluso resultaba posible que Liz no estuviera en casa. Dos
veces a la semana, una mujer venía a encargarse de la ropa y
de la limpieza, Liz le organizaba el trabajo y aprovechaba la
visita para salir. Salomón recordó que era miércoles. Las visitas
de la mujer tenían lugar los martes y los viernes. Pero no eran
éstas las únicas ocasiones en que Liz escapaba. Se había hecho
a un grupo de compañeras de juego, iba a piscina, jugaba
tenis. Salomón, que la estimulaba para que no permaneciera
encerrada, nunca le tomaba cuentas de sus andanzas.
El síntoma más acentuado y reciente de la adaptabilidad
de Liz a Alcandora, cosa rayana en lo inconcebible, fue decla­
rarle su disposición de trabajar como jardinera de niños en la
guardería de la petrolera, caso que no consiguiera otro trabajo
donde emplearse. Conociendo que no la seducían los niños,
aquello era lo máximo.
Repasando estos cambios, Salomón Ventura sonrió al dar
vuelta a la llave.
En el espejo estaba su cuerpo desnudo, el cuerpo que ella
frotaba con una gran toalla limpia, el cuerpo de Liz recién sa-

222
lida del baño. No se sintió capaz de interferir en la escena. La
dejó terminar de acicalarse, de aplicarse sus creinas.de esparcir
en sus axilas los talcos, de ponerse esas gotas de perfume en la
nuca, en el cuello. Después aguardó a que buscara sus bragas
y se embutiera en ellas con la deliciosa delicadeza que usaba.
Por el rabillo del ojo alcanzó a descubrir los papeles que había
dejado encima de la mesa. Pensó que la asustaría al presentar­
se de súbito, así que avanzó con pisadas de gato y los tomó.
Al volver a la puerta, el espejo le mostró la última parte del
cuadro. Liz abrochándose unos divinos ligueros. Hacía tiempo
no los usaba. Cerró.
El inspector Mondragón decidió no exponerse al sol.
Averiguaría si el doctor Culer estaba a bordo de su vehículo
al pasar a su lado. Entonces vio llegar de regreso al fiscal y le
abrió la portezuela. Encontró que volvía de muy buen talante,
incluso sonriente.
—¿Todo en orden? —preguntó.
—Todo en un orden perfecto -respondió Salomón Ventura.
Al cruzar junto al «Chevette», al policía le quedó claro que
el doctor Isaías Culer estaba adentro del carro.
Casi seguro esperaba a alguien.
No tenía objeto comentar algo tan intrascendente con el
severo fiscal. Se limitó a decir que la mañana se estaba po­
niendo caliente.
-Muy caliente, sí señor.

FIN

223
El caso Mondiú

Es una novela delirante, que Gonzalo España


arma como un perfecto rompecabezas del género poli­
ciaco. Es un relato poblado de imaginación y fino humor:
el prodigioso miembro viril de un atontado jardinero que
hace las delicias de las mujeres de la alta sociedad de
Alcandora -un lugar imaginario, un alborotado puerto
de calles sucias y olor a petróleo-, es el móvil de este
apasionante thriller.
El autor a través de un complot erótico, y conti­
nuando la saga del fiscal Salomón Ventura, el inspector
Mondragón y el detective aficionado Laurentino Cristó-
for, despeja con ironía y certeza la ingeniosa trama. Es­
paña, ya había sorprendido con Un crimen Al dente una
experiencia canónica del género negro en Colombia.
El caso Mondiú inaugura la colección de Novela
Negra de Ediciones B en Colombia.

También podría gustarte