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NARCOTRÁFICO EN EL GUADALQUIVIR

Aquella noche estaba trazando un enfermo plan para vengarme del mundo que consistía

fundamentalmente en ser indiferente. Como una metáfora de los oscuros tiempos que estábamos

viviendo yo me había refugiado de forma permanente en el turno de noche. Tal vez pronto vería la

luz al final del túnel. Me imaginé un futuro idílico comprando un piso en Mazagón y dedicándome a

escribir en la playa. La minúscula biblioteca de la población estaría justo en frente, detrás del cine de

verano. No necesitaba la inspiración proporcionada por un amigo fiel como Platero. Me bastaba con

el cielo azul y el mar con su cortina de fina plata. Pero el mundo me iba ganando la partida con una

infinita ventaja. Las aventuras más literarias ocurrían incluso en los lugares más anodinos. El mal no

estaba haciendo ninguna parada técnica en tiempos de depresión. Más bien al contrario. Una banda

que operaba por toda la geografía nacional le acaba de robar el coche a un amigo para venderlo de

contrabando en Marruecos. Por lo que a mí respecta, yo no quería que mis cuentos formaran parte

de una literatura inocua. Yo quería denunciar todo lo que estaba pasando a mi alrededor. En Huelva

por ejemplo hacía muy poco tiempo cogieron a un famoso modelo que era tertuliano habitual de

ciertos programas de televisión. Por lo visto además de mantener relaciones con mujeres famosas y

sacar grandes sumas de dinero debido a su popularidad, el sujeto en cuestión era un empresario de

éxito en el mundo de gasolineras. Había llegado a tener más de cincuenta creando su propia marca.

Aquello debió de llamar la atención de la policía debido a lo rápido que había subido su imperio a

pesar del monopolio que grandes marcas tienen en ese sector. La realidad era que se dedicaba a

vender el combustible a los traficantes que cruzan a diario el estrecho para traer de forma ilegal el
hachís. Luego estaba el tema del blanqueo que en algunos casos era hasta divertido. Tanto es así,

que hace muy poco tiempo pillaron a una organización que se dedicaba al narcotráfico en la

provincia de Sevilla invirtiendo en comprar una planta de placas solares. El mundo actual contenía

paradojas muy extrañas. Al teniente de la Benemérita que le preguntaron por tan curiosa manera de

lavar el dinero, no se le ocurrió otra respuesta que decir algo simpático. «No sé... se estarán

volviendo más verdes...»

Sin embargo, yo no me veía nunca envuelto en esas aventuras que salían en las portadas de los

periódicos. Mi vida formaba parte de una intrahistoria mucho más normal pero no menos peligrosa.

Mirando a mi alrededor sentí un ambiente ominoso. Recordé a un amigo que lo acababan de

despedir estando de baja. Se había empeñado en conseguir un despido nulo. No comprendía que en

España el despido es libre. En otras palabras, su despido era improcedente pero si la empresa

pagaba la indemnización nada podía hacer para recuperar su puesto de trabajo. Ahora caminaba con

una boina militar y una cara amenazante como si hubiera regresado de Vietnam. Otro amigo lo

despidieron en la misma situación y cuando se dio de alta ya había consumido casi todo su derecho

al paro y se quedó sin ningún ingreso. Una especie de terror latente se escondía en una realidad

cotidiana perfectamente normal y ordenada. Se trataba de la locura cotidiana. Justo cuando había

encontrado algo de paz en mi vida sonaba el teléfono móvil. Me encontraba en el Ruperto. Este

lugar no necesitaba la aprobación de Hemingway ni de Saramago. Tenía entidad propia. Se trataba

de un bar mítico de Triana conocido por sus codornices fritas. Llevaba más de cincuenta años abierto

y en el pasado servían muchas clases de pájaros fritos, incluso gorriones. Eran otros tiempos. Ahora

solo servían cordonices fritas pero estaban tan deliciosas que siempre estaba lleno. Tal vez el cielo

era eso. Tomar una cerveza y agasajar con una cordoniz a una mujer bonita. Nada malo puede

pasarte en Tifannys había dicho la diva de Hollywood. Yo era mucho más vulgar y mis lugares

preferidos tenían menos glamuor. ¿Quién me iba a culpar por ser feliz con unas viandas tan baratas?

Pero tenía que pasar algo para fastidiarme la tarde.


Por poner un ejemplo aquella noche comenzó de forma rara pues me llamó mi nuevo jefe de la

discoteca, para que hiciera el relevo a un compañero una hora antes porque le había caído un

cubata en el pie y se encontraba muy mal. Yo debí olerme el pastel pero me ganó la bondad y me

presenté allí lo más rápido que pude. Cada uno es dueño de sus actos y a mí no me sirven las

excusas. Cuando llegué me vi frente a un mentecado caradura que se quejaba de una tontería.

Simplemente no tenía ganas de trabajar. Me pareció muy extraño todo. ¿Acaso no era fácil caer en

la locura? Luego los psiquiatras te salían al paso con una lista de diagnósticos que iban desde el

trastorno bipolar a la paranoia. ¿No parecía como una especie de confabulación para molestarme?

No. En realidad cada uno tenía su propio interés. Pero la suma de todos ellos tenía como resultado

algo que se asemejaba demasiado a una broma de mal gusto. Realmente yo estaba más muerto que

vivo de tanto trabajar. Llevaba más de dos años depresivo, vivía apenas sin dormir y muy mal

alimentado. Pasar tanto tiempo sentado me estaba provocando problemas circulatorios y me sentía

como un funcionario del absurdo. Sin embargo, no me encontraba con fuerzas para afrontar

demasiados nuevos retos como mandar a freír espárragos a mi jefe y su hipocondríaco lacayo. Sobre

todo porque tenía más de cuarenta y cinco años y sabía lo que esa edad significaba en el mercado

laboral español. Me sentía lejos de todo y de todos. Eso por no hablar de mi estado de nervios y una

interminable lista de achaques de salud. Pero ajeno a mis numerosos males, aquel individuo pedía

un relevo anticipado porque le había picado un mosquito. Era profundamente indignante como

manera de comenzar una ordinaria jornada de trabajo. Pero claro, aquello solo acababa de

comenzar. Mi precario estado de salud y mis numerosas deudas me habían dejado cara de pobre.

Irónicamente trabajaba para la gente más rica de Sevilla. Pero la ciudad se estaba recuperando de la

crisis del coronavirus al menos en cuanto al estado de ánimo se refiere. Por la tarde me había dado

un paseo por la zona de bares de Triana y las colas en los supermercados y en los centros de médicos

ahora habían sido sustituidas por las colas en los bares. La gente estaba ávida de ocio. Incluso se les

estaba agotando el género. Al mismo tiempo que la ciudad retomaba su pulso los robos iban en
aumento. Sin duda la mía era una profesión de riesgo. Pensando en un casi imposible deseo de abrir

un negocio de cualquier tipo me olvidé ya del asunto del accidente de bar. Luego llegó alguien de la

discoteca y me dijo que había movida. Los camareros se alejaban de la puerta escuchando un

comentario mio al respecto a propósito de la poca discreción de los borrachos con sus celebraciones

en tiempos de depresión. Algo que sería totalmente premonitorio de lo que vendría después. Unos

clientes muy importantes de la discoteca habían organizado una gran fiesta, una lujosa boda. El

problema era el horario, puesto que contrataron la barra y los músicos hasta la cinco de la mañana,

cuando el horario límite impuesto por las autoridades andaluzas para el ocio nocturno era hasta las

dos. Mi prodigiosa imaginación no tardó en encontrar un vago parecido entre el virus que

permanecía agazapado en alguna parte entre nosotros, la fiesta y el cuento de Poe «La máscara de la

muerte roja». No pasó nada de eso. Ni siquiera pasó nada interesante. Yo me limité a contemplar el

trasiego de mujeres hermosas y hombres bebidos hasta que aproximadamente a las cuatro de

mañana aparecieron dos hombres con muy malas caras y me enseñaron sus placas de policía. Eran

de la policía secreta.

⸻Buenas. Los vecinos se han quejado de la fiesta.

⸻Ya, a mí tampoco me han invitado, yo cuando comencé el turno ya estaba empezada.

⸻¿Cuánta gente hay en la fiesta?

⸻No le puedo facilitar esa información.

⸻¿Quién es el responsable? Quiero hablar con el responsable.

⸻Un momento... ahora le aviso...

Fui avisar al responsable que estaba en el cuarto de al lado bebiendo cerveza. Tenía la sensación que

todo aquello era totalmente absurdo. ¿Eran realmente necesarias aquellas restricciones? ¿Cuánta

gente se estaba quejando a causa del ruido, sin que ya nadie llevara la cuenta? El mundo estaba

enfermo y tenía cada vez menos paciencia para soportar cosas sin sentido. En efecto, cuando llegó el
responsable al interrogatorio policial, la cosa subió de tono debido a su falta de experiencia al tratar

con la policía y a las bravuconadas que le provocaba el alcohol. Sin embargo, el bochorno de lo que

estaba sucediendo fue enorme. En un momento dado, el camarero se dirigió a la hermana de la

novia que pasaba por allí y le dijo que la celebración había terminado. No me sentía nada cómodo

con lo que estaba contemplando. Para mí la literatura se basaba fundamentalmente en el misterio. Y

por eso debería estar escribiendo cuentos en mi casa. Los senderos del mal que me habían llevado a

estar aquella noche inmiscuido en dicho asunto eran muy complejos. La hermana de la novia estaba

cada vez más roja. Ella le respondió preguntándole si estaba de broma. Luego se fue bamboleando

su enorme trasero con aire de estar muy enfadada. Poco después se produjo el desalojo de todos

asistentes. Sin duda la situación era muy distinta, pero a mí me recordó vagamente la genial película

de Buñuel, porque muchos de los invitados se negaban a salir a pesar de los esfuerzos de la policía.

Solo que en este caso era al revés que en la película. No querían salir por un motivo real, seguir

bebiendo. Poco a poco, la situación se fue reconduciendo y la alta sociedad sevillana hizo caso de la

autoridad. Pero querían llevarse las copas a la calle y tuve que llamarles la atención. No estaba

permitido beber alcohol en la vía pública. Mientras tanto, mi mente divagaba con el bar donde antes

de la pandemia yo compraba churros después de trabajar. Fue una víctima colateral del ruido y

ahora estaba más deprimido. Por fortuna todavía no habían desaparecido otros bares de tapas

tradicionales de Triana pero la verdad que no me gustaba como algunas franquicias o incluso

particulares de nuevo cuño se hacían con lugares míticos para abrirlos de nuevo desprovistos de la

anterior magia sevillana. Por poner un poco de humor en el asunto me gustaría hablar del apartado:

lo que perdimos durante la depresión. En mi caso está claro que perdí una hermosa amante de

Nicaragua y otra de Brasil. También perdí los ingresos de un local que tenía alquilado como una

guardería. Pero otros también perdieron. Recuerdo que un amigo que se dedicaba a la venta de

juguetes eróticos a través de internet me llamó bastante cabreado. Y tenía razones para estarlo. En

efecto, durante mi romance con la muchacha de Nicaragua se me ocurrió encargarle varios artículos

entre ellos un enorme consolador para utilizarlo en nuestros encuentros sexuales. Sin embargo,
como a raíz de la tristeza dejamos de vernos en realidad yo no quería ya nada de lo que había

encargado. Meses después me llamó muy enfadado diciendo que le debía cierta suma de dinero y

que tenía en su casa un enorme consolador que no conseguía vender a nadie. Yo sencillamente no le

contesté nada. Porque la respuesta que se me ocurrió era tan evidente que no hacía falta ni siquiera

decirla. (Métete el consolador por donde te quepa). Tengo que decir en mi descargo que no me

encontraba bien de ánimo. Mis amigos tampoco estaban bien. Uno de ellos acababa de ser

ingresado en un psiquiátrico porque le había dado una crisis psicótica. Ahora estaba tomando un

fuerte tratamiento de pastillas y debido a la toxicomanía la familia lo había apuntado a

rehabilitación. Vino a buscarme un día que yo estaba de resaca para que le hiciera de seguimiento.

Yo le dije no. Otro tenía depresión porque se mujer lo había dejado. Era mecánico jefe de Airbus y

tenía un buen sueldo. Unos pocos meses en el paro durante el confinamiento habían deshecho la

pasión de su vida de clase media. Las vendas se habían caído de los ojos. Aunque la suya no del todo

porque seguía enamorado de su mujer. No entendía que su mujer, una dominicana con la que tenía

una hija pequeña nunca estuviera satisfecha. Él se empeñaba en manejar el prejuicio de que como

venía de un mundo de chabolas donde a las mujeres las violaban y crecían entre bandas de matones

que disparaban tiros a altas horas de la madrugada, ahora tenía que ser feliz simplemente con la

seguridad que él le aportaba. No comprendía la psicología del inmigrante caribeño. Y no se podía

hacer idea porque siempre había tenido las necesidades básicas cubiertas. A los inmmigrantes les

movía una fuerza irracional igual que la que expresaba Scarlet O´hara en «Gone with the wind». Ellos

no querían clase media. Venían hasta aquí arrastrados por algo parecido al sueño americano. En

otras palabras, lo querían todo o nada. Yo tampoco estaba bien. Todavía me pasaba las tardes

bebiendo cerveza y escuchando a Bob Dylan en un bar. Allí conocí a un narcotraficante jubilado que

se lamentaba de todo el dinero que había dilapidado invitando a unos falsos amigos. Yo le trataba de

animar diciendo que había sido magnánimo y que no se sintiera mal por ello. Por supuesto que casi

me pega. Como ya he dicho antes yo tampoco estaba bien. Supongo que me estaba recuperando de
la visita de la brasileña que fue francamente mal. Una mujer a la que había querido durante tantos

años y que me mostró su cara más cruel cuando le pedí ayuda. Incluso me tildó de vagabundo con

techo. El esperpento de Valle Inclán habían llegado a mi vida para quedarse. Vino a verme desde

Galicia, es verdad. Pero vino para ver qué podía obtener de mí en lugar de ayudarme. Eso por no

hablar de sus propios problemas. Había engordado mucho. Y se había apuntado a todos los

esterotipos que yo odiaba. Desde vivir de las ayudas hasta comer comida basura. Ya no era la mujer

que un día conocí. Y en absoluto me gustaba el cambio. Al menos ahora podía ser realista. Se había

cerrado el círculo. Me encontraba completamente solo. Antes de que se marchara la Policía, uno de

los invitados volvió y les advirtió que solo unas decenas de metros más abajo se estaba produciendo

una enorme pelea en un masificado botellón. Yo me guardaba de decir lo que pasaba con las lanchas

que transportaban droga todas las noches en el rio porque no quería quedar como un entrometido.

Salí a la puerta y contemplé poco después los coches de la policía local. Terminó el botellón y fue

sustituido por la aglomeración de los invitados a la boda, que una vez desalojados se pusieron a

beber en la puerta de la discoteca. Sin duda eso era incluso peor que la celebración que tenía lugar

con anterioridad y había sido parada por la Policía. Mientras se marchaban los invitados les hice

varios comentarios. Vi a una chica sonreír y a otra romper a reírse a carcajadas. Más tarde, todo

volvió a la calma. La calle se quedó sola y en silencio. Yo volví a mis quehaceres, que en aquellos

momentos consistían fundamentalmente en no hacer nada. En realidad era impresionante la

cantidad de ruidos que brindaba la noche para un oído despierto. Un ambiente de violencia

soterrada se respiraba por todas partes. Los robos y las agresiones iban en creciente aumento. Era

evidente que se estaba perdiendo el principio de autoridad. La noche era mucho más caótica que

antes de la pandemia. Los ruidos daban buena cuenta de ello. Desde rabiosos gritos que tal vez

anunciaban una lejana agresión o una pelea, hasta canciones beodas y furibundos acelerones de

coches de alta gama y motores fuera borda que cruzan el rio a toda pastilla. Sin duda estábamos

viviendo unos tiempos muy locos. Pero París ya no era una fiesta. El día anterior por ejemplo fui a

tomar una cerveza a un bar un taxista me dijo que había gastado todos sus ahorros durante el
confinamiento y que ahora no paraba de trabajar. Otro hombre por ejemplo quería comprarme un

local que yo tenía en propiedad y la operación se frustró porque me sentí estafado por su enorme

codicia. Al final no era tanto cuestión de la diferencia de precio sino del ego. De hecho, se puso a

darme una improvisada charla de economía que podía resumirse en que él considera la inversión en

locales como el mío en un valor refugio. Los camareros de un bar de toda la vida ahora estaban en la

otra punta de la ciudad y las tiendas cambiaban de manos de una manera completamente acelerada

e inusual. No quería tomar decisiones importantes sin tener claro lo que estaba pasando. Tanto era

así, que me imaginaba que cuando llegara la desaparición del efectivo los narcotraficantes iban a

querer comprar hasta las piedras para lavar el dinero negro que de un día para otro podía quedar sin

valor. Otra veces me imaginaba como el gran Gatsby haciendo dinero rápido para impresionar con

fiestas de moda a un hermoso amor del pasado. Me gustaría escribir de algo más alegre. Escribir por

ejemplo de la emoción que se siente cuando se mira a una mujer hermosa. Y de la hermosa locura

que siento cuando estoy a su lado. Sin embargo, por ahora yo andaba en otras preocupaciones ojalá

que fuera por poco tiempo. La verdad que añoraba sentirme escritor. Pero lo único cierto era que

estábamos viviendo unos tiempos como mínimo igual de locos que los años veinte. Y a veces tenía la

sensación de ser demasiado indiscreto. No podía hablar con nadie de manera ociosa y si expresaba

abiertamente algunas de mis ideas enseguida se creaba a mi alrededor una trama peligrosa.

Quitando la paranoia que yo me mismo me montaba me había dado cuenta de algo. En efecto, había

un peligro real en hablar con determinada gente que te encontrabas en la calle. Ahora más que

nunca era mejor mantener la boca cerrada.

Mientras tanto ya no quedaba mucho para terminar el turno, pero como nunca se sabe, decidí dar

una ronda por el servicio y encontré a un chacho borracho que había entrado nadando por el

embarcadero. Por lo visto se había tirado del puente de Triana para impresionar a su novia. No era

un facineroso. Por mi lo hubiera dejado marchar, pero decidí llamar a mi jefe, que enseguida me

ordenó detenerlo y llamó él mismo a la policía. En cualquier otra profesión tener un criterio propio

es un valor añadido. Sin embargo, en la seguridad privada es algo prohibido. Pues que no cuenten
conmigo para que maltrate a un jovencito borracho si no se deja detener a pesar de haberse subido

a la plataforma del club para no ahogarse después de hacer la loca chiquillada de tirarse del puente

Triana para impresionar a su novia. Máxime cuando a menudo veo narcolanchas que navegaban por

el Guadalquivir a sus anchas después de haber descargado toneladas de droga en pleno centro de la

ciudad, sin que la policía ni nadie haga el menor caso. Es cierto que no es todos los días. Pero pasa a

menudo. Resulta evidente que en Sevilla se necesitan más efectivos de la Policía. Todo el mundo

habla de los recortes, pero nadie hace caso a lo que está pasando en sus propias narices. Hoy en día

hay tal exceso de información que es muy fácil redirigir la mirada del receptor hacia el lugar

interesado. Por ejemplo, yo había leído «El viejo y el mar» de Hemingway y si no fuera porque hubo

una vez que fui de vacaciones a Cuba y conocí gente igual que las que describe el libro pensaría que

el personaje de Santiago era un personaje de ciencia ficción. Ya no se sabe lo que es verdad y lo que

es mentira. En otras palabras, pasan tantas cosas a la vez que la gente poderosa selecciona

previamente de lo que quiere que hablemos, independientemente de su importancia real o de su

veracidad. Por el contrario, otras noticias tal vez más importantes y con más impacto en nuestras

vidas pasan inadvertidas. ¿Dónde estaban los verdaderos delincuentes? Si en España hubiera una

colaboración más honesta y fluida entre la seguridad privada y la policía yo haría un informe para

que pillaran a esos delincuentes. Pero mis muchos años de experiencia me advertían que si lo hacía

no sacaría nada bueno. En otras palabras, no me pagaban para hacer esas cosas. Sin embargo,

apuesto a que poca gente habla de lo que pasa por la noche, mientras gran parte de la ciudad

duerme, debajo de la Torre del Oro. Si quieres contemplar escenas de organizaciones criminales

operando al amparo de la noche ya no te tienes que ir a ciudades fronterizas ni nada de eso. Basta

con sentarte por la noche a la orilla del Guadalquivir. Es un negocio tan grande y que mueve tanto

dinero que supongo que ya no tienen efectivos para perseguir a todos los narcotraficantes de

España. Y no creo que el método sea demasiado sigiloso. Más bien se trata del método de la

saturación. En efecto, cada noche yo escuchó el paso de unas embarcaciones muy sospechosas a

unas horas muy raras. Y eso que estamos hablando en la parte más turística de la capital. La policía
ha hecho numerosas incautaciones en enormes naves de los polígonos industriales de esas

poblaciones. No había que ser muy listo para darse cuenta de que el negocio de la droga era cada

vez mayor en todas partes. Porque el contrabando se da en los pueblos cercanos donde se llama

menos atención, en sitios como Utrera o Dos Hermanas. Vienen rio arriba desde Cádiz y lo hacen

debido a la vigilancia de las rutas tradicionales. En efecto, es un tráfico tanto de hachís como de

cocaína. Incluso cuesta guardar el material de las incautaciones. Tanto es así, que, en Dos Hermanas,

un pueblo muy cerca de Sevilla, se han acumulado una enorme cantidad de lanchas decomisadas a

los traficantes en un depósito improvisado al aire libre, un material muy poco edificante para

encontrarse a las puertas de un colegio público de educación secundaria.

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