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El regalo de la paz

Esta mañana, el sol lloró sobre la parte oriental de La Española y sus lágrimas
mostraron lo mucho que han cambiado los tiempos; sobre todo, porque proviniendo
del sol, había de esperarse unas lágrimas ardientes, emanadas sólo de unas pupilas
rojizas.

Pero no ocurrió aquello de que las lágrimas eran ardientes; más bien, todos los que
madrugaron aquel día, contemplaron la caída de unas gruesas gotas a punto de
granizar, emanadas de unas pupilas blanquimoradas, blanquirojizas, verdinegras y de
todo un espectral arco iris.

Los tiempos han cambiado, sí. Dicen que antes, mojarse bajo la lluvia producía el
virus gripal y sus consecuentes fiebres. Hoy, el más leve contacto con las lágrimas del
sol, desata el virus del llanto. Y eso habrá sido lo que ocurrió esta mañana.

Los primeros contagiados fueron los citadinos capitaleños. Sobre ellos


descendieron las primeras gotas; luego, el virus se fue propalando hasta los más
recónditos rincones de la madre patria. Y el llanto entristeció a la tierra, a los árboles
y a los animales, sobre todo, a las gallinas; a ellas fue preciso sedarlas por largas horas
hasta que el sueño se ocupara de engañar el virus del llanto.

Pero no todos lloraron. Por varias décadas existió en la isla un virus cuyo efecto
consistía en secar el manantial de lágrimas en los ojos de miles y miles de
quisqueyanos. La vieja Manuela cuenta entre las víctimas de aquel virus. Esta
mañana conectó el televisor y en los mil canales ofrecían la misma noticia: “Murió el
Anciano y el sol llora sin consuelo.”

Es la vieja Manuela uno de esos personajes cuyos años se detienen en el tiempo


para atestiguar la evolución de la tierra y de la especie humana. Sus ojos fueron
testigos presenciales de la primera y segunda guerra mundial, de la primera y siempre
intervención norteamericana, del ciclón de San Zenón, del largo período de sequía
bautizado con el nombre de El Centenario, de las bandadas de cotorras que
exterminaban las cosechas de gandules, del caliesaje y otras obras de los testaferros
caudillistas, del nacimiento y muerte del merengue típico y de la matanza de Mamá
Tingó, las hermanas Mirabal, Orlando Martínez, Sagrario Díaz y, la de su propio hijo.

Las escasas personas que conocen a la vieja Manuela ignoran cuál es su nombre y
si por caridad le dirigen la palabra, la llaman La Muda. Le mataron a su único hijo
por allá, por los años setenta y dijeron las lenguas largas que fue un crimen de Estado.
Lo dijeron, sin dudas, con la única intención de causarle daños al gobierno. Pero,
¡quién podría creer semejante blasfemia!

Manuela envolvió a su muerto, envalijó sus pingües pertenencias y desde entonces


vive aquí, en el barrio Los Olvidados, donde una sola alma conoce que posee el don
de la palabra.

Con los ojos secos, Manuela levanta un extremo de la cortina e introduciendo la


cabeza en el cuarto, dice:
_ Murió el Anciano_

Un niño en el vientre de su madre semejaba aquel envoltorio de huesos y años.


Con el costado izquierdo adherido a la sábana y la frente alcanzando las rodillas, Tulio
Martínez saboreaba los primeros minutos del nuevo amanecer. Como no dio señal de
haber escuchado, la vieja Manuela volvió a decir:
_ El Anciano se murió_

Sin que su cuerpo mostrara la menor señal de vida, excepto la voz demasiado
fuerte para provenir de un esqueleto viviente, Tulio Martínez respondió en forma
interrogativa, sin esperar respuesta:
_ ¿Y ahora es que tú lo sabes? _
Al propio Tulio se le olvidó su verdadero nombre a fuerza de írselo cambiando de
pueblo en pueblo, de prisión en prisión y de resurrección en resurrección. A
diferencia de la vieja Manuela, su pasatiempo favorito es conversar.

El primer conversatorio inicia en horas del desayuno donde se conecta con sus
abuelos paternos, únicos padres a los que conoció, ya que sus progenitores murieron
en su prima infancia, lo mismo que sus abuelos maternos.

El hecho ocurrió la misma noche en que la familia celebraba la llegada del primer
nieto. Dijeron las malas lenguas que unos sujetos vestidos de selva dispararon a
mansalva y luego bañaron de queroseno los escasos metros de construcción,
reduciéndolos a cenizas. También dijeron los deslenguados que el mismo Jefe había
ordenado el asunto porque en esa familia alguien dijo que él padecía de impotencia
sexual. El confidente del Jefe mandó a oficiar una misa por el perdón de los que
levantaron aquella horrible calumnia.

Un siglo ha pasado desde la muerte de los abuelos paternos de Tulio Martínez, pero
él conversa con ellos hasta que se retira a su aposento, sin haber explicación posible
de cómo aquel cadáver viviente logra llegar a la cama sin desintegrarse.

Allí, en la cama, continúa la disertación. Esta vez el compañero de tertulia es su


propio hijo. Se coloca frente a él y, moviendo la cabeza afirmativamente, le repite
religiosamente:
_ No se desespere, muchacho, que pronto podré cumplir mi promesa. Ya falta menos
tiempo del que ha pasado_

Y allá, en la pared, la foto de su hijo recobra vida, a pesar de que muestra la


inclemencia de los cincuenta y tantos años que ha permanecido colgada.
La conversación termina cuando siente los pasos de los calieses que llegan a
detenerlo. Entonces se inicia la persecución:
_ No me atraparán. No me agarrarán asando batata como atraparon a mis abuelos y a
mi primo y a mi compadre Salomón y a mi propio hijo, ni tampoco me dejaré matar
mientras no cumpla mi promesa. ¿Acaso ellos no saben que la muerte ha venido a
buscarme muchísimas veces y yo la he despachado sola o con otro pendejo? Ni la
muerte, ni esos desgraciados podrán atraparme antes que yo cumpla mi promesa._

La persecución termina cuando la vieja Manuela lo despierta para el almuerzo.


Toma una toalla y seca el copioso sudor encharcado en los pliegues de su piel.

Pero desde aquella mañana en que la vieja Manuela introdujo la cabeza por un
extremo de la cortina, informando que el Anciano había muerto, Tulio Martínez
empezó a reunir a su familia para conversar con ella; desde sus ancestros hasta su
sobrino menor quien fuera víctima de los gases lacrimógenos en una huelga estudiantil
durante el período de los difuntos sin nombre.

Los chismosos y mal agradecidos que siempre quieren hacerle daño a la


democracia representativa, dijeron que al sobrino lo mató uno de Kaki que portaba un
fusil con un paño amarrado en la bayoneta. Miserables embusteros son los que
levantan tan grave ofensa contra aquellos que lo dan todo por la patria.

Ya Tulio Martínez carece de tiempo para comer y dormir; sólo le alcanza para
conversar y sudar, mientras que allá, en la urbe, la preocupación trasciende a las
fuentes acuíferas. Dicen que ha adquirido un sabor salobre y que sólo se resuelve
dejando de llorar. Y es que las lágrimas del sol, de los árboles y de las gallinas
inundaron la tierra, sumándole varios gramos de sal lagrimínea. Pero el caso es que
las lágrimas continúan.

El Presidente ordenó, por decreto, tres siglos de duelo y sembrar de banderas, a


media asta, el perímetro nacional. Pero los colores no son indelebles y ya empezaron
a desteñirse y a tornarse de un tono indefinible debido a que las banderas permanecen
empapadas de lágrimas.

Pronto hubo quejas entre los adoradores del santo Anciano. Tres siglos de duelo en
memoria del más conspicuo de los mortales, artífice de la paz, multiplicador y
sembrador de las más encumbradas y preclaras ideas de libertad y justicia. Sólo
Cristo y Duarte tendrían el honor de comparárseles. ¡Por qué tres siglos de duelo!,
¿Por qué no tres mil años? ¡Miserable, señor Presidente! ¿Qué le costaba decretar tres
milenios de duelo y que las banderas ondearan a media asta por los siglos de los
siglos?

Pero el conflicto fue resuelto con presteza. Uno de los discípulos del santo Anciano
ordenó a la Magdalena multitud que se anudara al cuello un paño color intenso, como
señal de perpetuo duelo y que serviría, además, para enjugar las lágrimas que brotaría
de generación en generación.

De niño, el Anciano fue predestinado para encarnar al nazareno, sólo que la tierra
que prometió pronto se convirtió en realidad. Pasó su adolescencia y juventud
abriendo surcos en las conciencias hasta convertir el suelo de Quisqueya en el paraíso
prometido en la Santa Biblia.

Durante toda su santa vida fue víctima de las malas lenguas porque, al igual que
Cristo, compartió con asesinos desalmados, con tiranos y tiranías, con la crema y nata
de la corrupción, con proxenetas y vampiros, con adúlteros y facinerosos, con
hechiceros y colocadores de trampas, con caníbales e hipnotizadores de serpientes;
con pirañas y boyeuristas. Pero, ¡cuánto le costó a este redentor semejante
desprendimiento! No faltó quien lo acusara de ser engendro del mismo Satanás,
cabeza y guía de aquella hueste de demonios.
Ocurrió que uno de esos años en que sufría con escarnio el más cruel calvario,
fruto de las malas lenguas, ascendió en cuerpo y alma al trono. Y el cumplimiento
de la promesa no se hizo esperar.

Nunca como entonces ignoró las falacias que se tejían en torno a su santidad. Se
rodeó de las almas más perversas y las amó como el pastor que jamás abandona a sus
ovejas, porque a ellas hay que amarlas con sus virtudes y defectos. Las redimió, las
enriqueció de materia y espíritu y les extirpó el pecado original.

Sin despreciar a los ricos, siempre estaba al lado de los pobres. Desde el trono y
en presencia del pueblo, se sumergía en el muladar más asqueroso que pueda imaginar
la inteligencia humana y de allí emergía impecable, pulcro, como si su cuerpo lo
compusiera una visible masa inmaterial. Poco tiempo bastó para que ricos y pobres
entendieran el mensaje: nada podía contaminarlo.

Y Quisqueya se convirtió en el paraíso prometido. Desde el trono invocó a la


libertad y la libertad extendió sus alas como una manta de luz celeste y los tallos
marchitos de la esperanza enverdecieron tierras, mares y conciencias.

Pero, ahí estaban ellos, los malnacidos embusteros, diciendo que esa libertad era
condicionada, que era la misma esclavitud vestida de seda.

Mas se impuso la libertad, sobre todo, en las conciencias.

Tras la libertad hizo aparecer la mansedumbre, los cuentos de hadas, la fe de


Abrahán, la sonrisa ingenua, el sombrero de las musas, la vara de Moisés y el encanto
de los enamorados.

Sus obras fueron perfectas; pero, he aquí una de las más excepcionales. En toda la
geografía oriental de la isla hizo llegar inmensos furgones conducidos por caballeros
celestiales de olivo. Las casas quedaban vacías. Niños, jóvenes, madres en riesgos de
parto, ancianos; todos, rebosantes de alegría, construían filas que acordonaban las
barriadas como una cuerda humana. La clemencia llenaba la atmósfera hasta saturarla
y de pronto, como puerta del cielo, se abría el furgón.

Los furgones venían repletos de paz y la paz la distribuían dos caballeros


celestiales. Cada miembro de la fila recibía un fardo de paz y retornaba a su hogar
lanzando vítores y prometiendo eterno agradecimiento al santo del trono.

Pasaron los días, pasaron los años; pasaron los siglos. ¿Qué Cervantes podría
describir los sentimientos de La Española el día que, ya anciano, descendió del trono?
Preciso fue que construyera un trono invisible en su santo hogar para evitar que media
isla muriera de tristeza y de extravío.

Y todos los que ascendían al trono buscaban su bendición y amparo. Comían en su


mesa, entonaban las mismas canciones y profesaban el mismo credo: católicos y
protestantes, mansos y cimarrones, newyorkinos y talivanes.

Los años siguieron transcurriendo borrando la posibilidad de que se considerara


mortal, hasta aquel día que la vieja Manuela escuchó en la televisión que el Anciano
había muerto.

Llegó el día del entierro. La tristeza sorprendió a las gallinas librándose del
sedante y todas enloquecieron. Los polluelos, al ver a sus madres desjuiciadas,
empezaron a caer como si se hubiera desatado una plaga de convulsiones epilépticas.
Noventa y seis panegíricos leyeron iguales caballeros celestiales, hasta que Tulio
Martínez y la vieja Manuela, de pie ante el televisor, contemplaron el último adiós.

El cuerpo de aquellas dos almas en pena se transfiguró. De sus secas pupilas


brotaron gruesas gotas de lágrimas y una tormenta de paz se desató entre los surcos de
sus arrugas. Se tomaron de las manos como dos novios y con pasos lerdos se
dirigieron a la parte trasera de la casa donde, desde más de cincuenta años, ondeaba
una bandera a media asta.

La luna apartó la nube negra que la encarcelaba para mostrar su redondez y


esplendor y participar como testigo de aquel momento. Tulio Martínez desató la
driza; izó la bandera hasta el tope y con voz que surgía del fondo de sus entrañas,
expresó:
_ Hijo, he cumplido mi promesa: he visto morir al Anciano.
Manuela, podemos descansar en paz.

José Martínez Flete

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