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Esta mañana, el sol lloró sobre la parte oriental de La Española y sus lágrimas
mostraron lo mucho que han cambiado los tiempos; sobre todo, porque proviniendo
del sol, había de esperarse unas lágrimas ardientes, emanadas sólo de unas pupilas
rojizas.
Pero no ocurrió aquello de que las lágrimas eran ardientes; más bien, todos los que
madrugaron aquel día, contemplaron la caída de unas gruesas gotas a punto de
granizar, emanadas de unas pupilas blanquimoradas, blanquirojizas, verdinegras y de
todo un espectral arco iris.
Los tiempos han cambiado, sí. Dicen que antes, mojarse bajo la lluvia producía el
virus gripal y sus consecuentes fiebres. Hoy, el más leve contacto con las lágrimas del
sol, desata el virus del llanto. Y eso habrá sido lo que ocurrió esta mañana.
Pero no todos lloraron. Por varias décadas existió en la isla un virus cuyo efecto
consistía en secar el manantial de lágrimas en los ojos de miles y miles de
quisqueyanos. La vieja Manuela cuenta entre las víctimas de aquel virus. Esta
mañana conectó el televisor y en los mil canales ofrecían la misma noticia: “Murió el
Anciano y el sol llora sin consuelo.”
Las escasas personas que conocen a la vieja Manuela ignoran cuál es su nombre y
si por caridad le dirigen la palabra, la llaman La Muda. Le mataron a su único hijo
por allá, por los años setenta y dijeron las lenguas largas que fue un crimen de Estado.
Lo dijeron, sin dudas, con la única intención de causarle daños al gobierno. Pero,
¡quién podría creer semejante blasfemia!
Sin que su cuerpo mostrara la menor señal de vida, excepto la voz demasiado
fuerte para provenir de un esqueleto viviente, Tulio Martínez respondió en forma
interrogativa, sin esperar respuesta:
_ ¿Y ahora es que tú lo sabes? _
Al propio Tulio se le olvidó su verdadero nombre a fuerza de írselo cambiando de
pueblo en pueblo, de prisión en prisión y de resurrección en resurrección. A
diferencia de la vieja Manuela, su pasatiempo favorito es conversar.
El primer conversatorio inicia en horas del desayuno donde se conecta con sus
abuelos paternos, únicos padres a los que conoció, ya que sus progenitores murieron
en su prima infancia, lo mismo que sus abuelos maternos.
El hecho ocurrió la misma noche en que la familia celebraba la llegada del primer
nieto. Dijeron las malas lenguas que unos sujetos vestidos de selva dispararon a
mansalva y luego bañaron de queroseno los escasos metros de construcción,
reduciéndolos a cenizas. También dijeron los deslenguados que el mismo Jefe había
ordenado el asunto porque en esa familia alguien dijo que él padecía de impotencia
sexual. El confidente del Jefe mandó a oficiar una misa por el perdón de los que
levantaron aquella horrible calumnia.
Un siglo ha pasado desde la muerte de los abuelos paternos de Tulio Martínez, pero
él conversa con ellos hasta que se retira a su aposento, sin haber explicación posible
de cómo aquel cadáver viviente logra llegar a la cama sin desintegrarse.
Pero desde aquella mañana en que la vieja Manuela introdujo la cabeza por un
extremo de la cortina, informando que el Anciano había muerto, Tulio Martínez
empezó a reunir a su familia para conversar con ella; desde sus ancestros hasta su
sobrino menor quien fuera víctima de los gases lacrimógenos en una huelga estudiantil
durante el período de los difuntos sin nombre.
Ya Tulio Martínez carece de tiempo para comer y dormir; sólo le alcanza para
conversar y sudar, mientras que allá, en la urbe, la preocupación trasciende a las
fuentes acuíferas. Dicen que ha adquirido un sabor salobre y que sólo se resuelve
dejando de llorar. Y es que las lágrimas del sol, de los árboles y de las gallinas
inundaron la tierra, sumándole varios gramos de sal lagrimínea. Pero el caso es que
las lágrimas continúan.
Pronto hubo quejas entre los adoradores del santo Anciano. Tres siglos de duelo en
memoria del más conspicuo de los mortales, artífice de la paz, multiplicador y
sembrador de las más encumbradas y preclaras ideas de libertad y justicia. Sólo
Cristo y Duarte tendrían el honor de comparárseles. ¡Por qué tres siglos de duelo!,
¿Por qué no tres mil años? ¡Miserable, señor Presidente! ¿Qué le costaba decretar tres
milenios de duelo y que las banderas ondearan a media asta por los siglos de los
siglos?
Pero el conflicto fue resuelto con presteza. Uno de los discípulos del santo Anciano
ordenó a la Magdalena multitud que se anudara al cuello un paño color intenso, como
señal de perpetuo duelo y que serviría, además, para enjugar las lágrimas que brotaría
de generación en generación.
De niño, el Anciano fue predestinado para encarnar al nazareno, sólo que la tierra
que prometió pronto se convirtió en realidad. Pasó su adolescencia y juventud
abriendo surcos en las conciencias hasta convertir el suelo de Quisqueya en el paraíso
prometido en la Santa Biblia.
Durante toda su santa vida fue víctima de las malas lenguas porque, al igual que
Cristo, compartió con asesinos desalmados, con tiranos y tiranías, con la crema y nata
de la corrupción, con proxenetas y vampiros, con adúlteros y facinerosos, con
hechiceros y colocadores de trampas, con caníbales e hipnotizadores de serpientes;
con pirañas y boyeuristas. Pero, ¡cuánto le costó a este redentor semejante
desprendimiento! No faltó quien lo acusara de ser engendro del mismo Satanás,
cabeza y guía de aquella hueste de demonios.
Ocurrió que uno de esos años en que sufría con escarnio el más cruel calvario,
fruto de las malas lenguas, ascendió en cuerpo y alma al trono. Y el cumplimiento
de la promesa no se hizo esperar.
Nunca como entonces ignoró las falacias que se tejían en torno a su santidad. Se
rodeó de las almas más perversas y las amó como el pastor que jamás abandona a sus
ovejas, porque a ellas hay que amarlas con sus virtudes y defectos. Las redimió, las
enriqueció de materia y espíritu y les extirpó el pecado original.
Sin despreciar a los ricos, siempre estaba al lado de los pobres. Desde el trono y
en presencia del pueblo, se sumergía en el muladar más asqueroso que pueda imaginar
la inteligencia humana y de allí emergía impecable, pulcro, como si su cuerpo lo
compusiera una visible masa inmaterial. Poco tiempo bastó para que ricos y pobres
entendieran el mensaje: nada podía contaminarlo.
Pero, ahí estaban ellos, los malnacidos embusteros, diciendo que esa libertad era
condicionada, que era la misma esclavitud vestida de seda.
Sus obras fueron perfectas; pero, he aquí una de las más excepcionales. En toda la
geografía oriental de la isla hizo llegar inmensos furgones conducidos por caballeros
celestiales de olivo. Las casas quedaban vacías. Niños, jóvenes, madres en riesgos de
parto, ancianos; todos, rebosantes de alegría, construían filas que acordonaban las
barriadas como una cuerda humana. La clemencia llenaba la atmósfera hasta saturarla
y de pronto, como puerta del cielo, se abría el furgón.
Pasaron los días, pasaron los años; pasaron los siglos. ¿Qué Cervantes podría
describir los sentimientos de La Española el día que, ya anciano, descendió del trono?
Preciso fue que construyera un trono invisible en su santo hogar para evitar que media
isla muriera de tristeza y de extravío.
Llegó el día del entierro. La tristeza sorprendió a las gallinas librándose del
sedante y todas enloquecieron. Los polluelos, al ver a sus madres desjuiciadas,
empezaron a caer como si se hubiera desatado una plaga de convulsiones epilépticas.
Noventa y seis panegíricos leyeron iguales caballeros celestiales, hasta que Tulio
Martínez y la vieja Manuela, de pie ante el televisor, contemplaron el último adiós.