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autoexplotamos-mas-que-nunca.html

DIARIO EL PAÍS 21 MAR 2021

Teletrabajo, ‘zoom’ y depresión: el filósofo Byung-Chul Han


dice que nos autoexplotamos más que nunca
BYUNG-CHUL HAN1 (Traducción de Alberto Ciria)

El coronavirus acelera algunos males de nuestro


tiempo. Las videoconferencias no aportan la felicidad
del contacto directo, desaparecen rituales y espacios
comunes. El pensador surcoreano escribe para ‘Ideas’
un ensayo donde invita a aprovechar la crisis para una
revisión radical de nuestro modo de vida

El virus SARS-CoV-2 es un espejo que refleja las crisis


de nuestra sociedad. Hace que resalten aun con más
fuerza los síntomas de las enfermedades que nuestra sociedad padecía ya antes de la
pandemia. Uno de estos síntomas es el cansancio. De un modo u otro, todos nos sentimos
hoy muy fatigados y extenuados. Se trata de un cansancio fundamental, que
permanentemente y en todas partes acompaña nuestra vida como si fuera nuestra propia
sombra. Durante la pandemia nos sentimos incluso más agotados que de costumbre.
Hasta la inactividad a la que fuerza el confinamiento nos fatiga. No es la ociosidad, sino el
cansancio, lo que impera en tiempos de pandemia.

En mi ensayo La sociedad del cansancio, publicado por primera vez hace 10 años,
describí la fatiga como una enfermedad de la sociedad neoliberal del rendimiento. Nos
explotamos voluntaria y apasionadamente creyendo que nos estamos realizando. Lo que
nos agota no es una coerción externa, sino el imperativo interior de tener que rendir cada
vez más. Nos matamos a realizarnos y a optimizarnos, nos machacamos a base de rendir
bien y de dar buena imagen.

En la sociedad neoliberal del rendimiento se lleva a cabo una explotación sin autoridad. El
sujeto forzado a rendir, a explotarse a sí mismo, es a la vez amo y esclavo. Por así decirlo,
cada uno lleva consigo su propio campo de trabajos forzados. Lo peculiar de este campo
de trabajos forzados es que uno es al mismo tiempo prisionero y vigilante, víctima y
criminal. En eso se diferencia del sujeto obediente de la sociedad disciplinaria, que
Foucault describe en su libro Vigilar y castigar. Pero Foucault no se dio cuenta del

1
Byung-Chul Han, filósofo y ensayista surcoreano, imparte clases en la Universidad de las Artes de Berlín.
Es autor, entre otros libros, de ‘La sociedad del cansancio’ y ‘Caras de la muerte’ (Herder, 2020).
surgimiento de la sociedad neoliberal del rendimiento, en la que nos explotamos
voluntariamente.

Lo que caracteriza al sujeto de esta sociedad, que al verse forzado a rendir se explota a sí
mismo, es la sensación de libertad. Explotarse a sí mismo es más eficaz que ser explotado
por otros, porque conlleva la sensación de libertad. Ya Kafka expresó muy certeramente
esta paradójica libertad del siervo que se cree amo. Uno de sus aforismos dice: ‚El animal
le arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para ser amo, sin saber que eso no es
más que una fantasía que se genera cuando en la correa del látigo del amo se ha formado
un nuevo nudo‛. Este animal que se azota a sí mismo encarna aquel sujeto obligado a
rendir que, explotándose a sí mismo, se figura que es libre.

Lo siniestro del SARS-CoV-2 es que los contagiados padecen de agotamiento y de


abatimiento extremos. Además, cada vez se oyen más casos de enfermos que incluso
después de haber sanado siguen padeciendo graves secuelas. Una de ellas es
el síndrome de fatiga, que se puede describir muy bien con la frase cuando la batería ya
no se recarga. Los afectados ya no son capaces de rendir ni de trabajar. Les cuesta
incluso llenar un vaso de agua. Ya solo al caminar tienen que detenerse constantemente
porque se sofocan. Se sienten cadáveres vivientes. Una paciente explica: ‚Es como
cuando al móvil le queda solo el 4% de batería y con ese 4% tienes que aguantar todo el
día, sin poder recargarlo‛.

Pero entre tanto el virus no agota únicamente a los contagiados, sino también a los sanos.
En su ensayo Pandemia: la covid-19 estremece al mundo, Slavoj Žižek dedica todo un
capítulo a la pregunta ‚¿Por qué estamos siempre cansados?‛. En ese capítulo, Žižek
analiza en detalle mi ensayo La sociedad del cansancio, que muy aduladoramente califica
de ‚obra maestra‛, y objeta que la explotación a cargo de otros no es que haya dado paso
a la autoexplotación, sino que se ha externalizado a los países del Tercer Mundo. Estoy de
acuerdo con Žižek. Es eso lo que sucede. La sociedad del cansancio describe la sociedad
neoliberal de Occidente y no a los trabajadores de las fábricas chinas. A estos yo no les
diagnosticaría autoexplotación. Pero, por otro lado, lo que yo llamaría mentalidad
neoliberal se propaga también en el Tercer Mundo a través de los medios sociales.
También ahí los hombres se aíslan y se vuelven narcisistas. Como todos los demás,
asimilan el mantra neoliberal: quien fracasa lo hace por su culpa. Se acusan a sí mismos y
no a la sociedad. En mayor o menor medida, los medios sociales convierten a cada uno de
nosotros en productor, en empresario de sí mismo. Globalizan el estilo de vida neoliberal.

Una mujer que arrastra síntomas de covid persistente trabaja en su salón en


Massachusetts (EE UU), el pasado mes de agosto. JESSICA RINALDI

Žižek no analiza ese cansancio fundamental, que ya no afecta solo a la sociedad


occidental, sino que parece representar un fenómeno global. Desde luego no solo fatiga la
presión interior, sino también la presión externa; no solo agota la autoexplotación, sino
también la explotación a cargo de otros. Las condiciones globales de producción, la propia
presión por crecer y por producir nos extenúa a todos. Hay sin embargo un pasaje en el
que Žižek parece entusiasmarse con mi tesis de la autoexplotación, cuando escribe: ‚[Las
personas que teletrabajan] parecen sacar aún más tiempo para ‘explotarse a sí mismas‛.
Así pues, en época de pandemia el campo neoliberal de trabajos forzados se llama
teletrabajo.

También el teletrabajo cansa, incluso más que el trabajo en la oficina. Causa tanta fatiga,
sobre todo, porque carece de rituales y de estructuras temporales fijas. Es agotador el
teletrabajo en solitario, pasarse el día sentado en pijama delante de la pantalla del
ordenador. También nos agota la falta de contactos sociales, la falta de abrazos y de
contacto corporal con los demás. Mi libro La desaparición de los rituales salió publicado
en Alemania antes de la pandemia (en España se publicó durante la pandemia, en mayo
de 2020). En él describo nuestro presente partiendo de la tesis de la desaparición de los
rituales. Hoy estamos perdiendo las estructuras temporales fijas, incluso las arquitecturas
temporales, que dan estabilidad a la vida. Además, los rituales generan una comunidad sin
comunicación, mientras que lo que hoy predomina es una comunicación sin comunidad.
Los medios sociales y la permanente escenificación del ego nos agotan porque destruyen
el tejido social y la comunidad. También aquí se confirma de nuevo la tesis de que el virus
es el espejo de la sociedad y agudiza sus crisis. El virus acelera la desaparición de los
rituales y la erosión de la comunidad. Se eliminan incluso esos rituales que aún quedaban,
como ir al fútbol o a un concierto, ir a comer a un restaurante, ir al teatro o al cine. La
distancia social destruye lo social. El otro se ha convertido en un potencial portador del
virus con el que tengo que mantener la distancia. El virus radicaliza esa expulsión de lo
distinto que ya antes de la pandemia diagnostiqué muchas veces. En verdad, el virus actúa
como un amplificador de las crisis de nuestra sociedad. Todas las crisis sociales que yo ya
había detectado se han visto ahora agravadas.

También nos agotan las permanentes videoconferencias, que nos convierten en


videozombis. Sobre todo nos obligan a mirarnos todo el tiempo en el espejo. Cansa
contemplar el propio rostro en la pantalla, estamos todo el rato frente a nuestro propio
rostro. No deja de ser una ironía que el virus haya aparecido justamente en la época de los
selfis, que se explican sobre todo por ese narcisismo que se va propagando por nuestra
sociedad. El virus potencia el narcisismo. Durante la pandemia todo el mundo se confronta
sobre todo con su propio rostro. Ante la pantalla nos hacemos una especie de selfi
permanente.

El videonarcisismo tiene unos efectos secundarios absurdos: ha provocado un auge de las


operaciones estéticas. Ver en la pantalla una imagen distorsionada o borrosa hace que las
personas empiecen a dudar de su propio aspecto. Cuando la pantalla tiene buena
definición percibimos de pronto arrugas, caída progresiva del cabello, manchas cutáneas,
bolsas lagrimales u otras alteraciones cutáneas poco estéticas. Durante la pandemia se
multiplicaron en Google las búsquedas relacionadas con operaciones estéticas. En época
de confinamiento los cirujanos plásticos se ven desbordados por la demanda de
intervenciones para eliminar las muestras de fatiga. Entre tanto, se habla ya de
videodismorfia. El espejo digital hace que la gente caiga en una dismorfia, es decir, que
preste una atención exagerada a posibles defectos en su aspecto corporal. El virus
radicaliza el delirio de optimización, que ya antes de la pandemia nos ponía frenéticos.
También en esto el virus es el espejo de nuestra sociedad, y en el caso de la
videodismorfia no solo en sentido metafórico, sino en el sentido más literal: un espejo que
hace que nos desesperemos aún más por el propio aspecto. También la videodismorfia
nos fatiga mucho. Es un fenómeno derivado de la distopía digital.

El Gobierno alemán ha recalcado reiteradamente que la pandemia le ha dado por fin a la


digitalización el impulso necesario, que ha librado al país de su vergonzoso retraso digital.
En lo que respecta a digitalización, Alemania es de hecho un país líder del Tercer Mundo,
lo cual, personalmente, no me molesta. Me encantaría vivir en una zona sin cobertura y
dedicarme a la jardinería. Para mí sería una maravilla. En mi libro Loa a la tierra. Un viaje al
jardín cuento lo feliz que me siento pasando el tiempo en el jardín, ajeno al paroxismo de
la comunicación digital. Ahora, gracias a la pandemia, Alemania está entrando finalmente
en el primer mundo. Cualquiera diría que la digitalización es hoy un fin en sí mismo.
Después de todo, ya sabemos que a los políticos no les gusta pensar. Tampoco les
interesa saber qué es una buena vida. Al parecer, su máxima suprema es el crecimiento.
En realidad debería preocuparles mucho que la digitalización socave las bases de la
democracia con las noticias falsas, los bots en redes sociales o los ejércitos de troles.

En el delirio del crecimiento se olvida siempre que los efectos secundarios de la


digitalización que la pandemia pone de relieve son, precisamente, los negativos. La
comunicación digital es una comunicación bastante unilateral, que no se transmite con el
cuerpo ni a través de miradas y que, por tanto, es bastante reducida. La pandemia
provoca que se establezca como estándar este tipo de comunicación, que en sí misma
resulta tan inhumana. La comunicación digital nos extenúa muchísimo. Es una
comunicación sin resonancia, una comunicación que no nos da la felicidad. En una
videoconferencia, por motivos puramente técnicos, no podemos mirarnos a los ojos.
Clavamos la vista en la pantalla. Nos resulta agotador que falte la mirada del otro. Ojalá la
pandemia nos haga darnos cuenta de que ya la mera presencia corporal del otro tiene
algo que nos hace sentir felices, de que el lenguaje implica una experiencia corporal, de
que un diálogo logrado presupone un cuerpo, de que somos seres corpóreos. En La
desaparición de los rituales señalé sobre todo la dimensión corporal de los rituales:

‚Los rituales son procesos de incorporación y escenificaciones corpóreas. Los órdenes y


los valores vigentes en una comunidad se experimentan y se consolidan corporalmente.
Quedan consignados en el cuerpo, se incorporan, es decir, se asimilan corporalmente. De
este modo, los rituales generan un saber corporizado y una memoria corpórea, una
identidad corporizada, una compenetración corporal. La comunidad ritual es
una corporación. A la comunidad en cuanto tal le es inherente una dimensión corporal. La
digitalización debilita el vínculo comunitario por cuanto que tiene un efecto
descorporizante. La comunicación digital es una comunicación descorporizada‛.

Ya antes de la pandemia se propagaba la histeria por la salud. Lo que más nos preocupa
hoy es sobrevivir, como si nos halláramos en permanente estado de guerra. En la lucha
por la supervivencia no se plantea la cuestión de la calidad de vida. Todas las fuerzas
vitales se aplican para prolongar la vida a cualquier precio. En el libro La sociedad
paliativa, que saldrá publicado en España el 20 de abril (Herder Editorial), describo nuestra
sociedad actual como una sociedad de la supervivencia. En vista de la pandemia, la
enconada lucha por sobrevivir experimenta una radicalización viral. La guerra contra el
virus hace que se recrudezca la lucha por sobrevivir. El virus convierte el mundo en una
cuarentena en la que la vida se anquilosa por completo, convertida en supervivencia. La
salud es elevada a objetivo supremo de la humanidad.

La sociedad de la supervivencia pierde por completo la capacidad de valorar la calidad de


vida. Incluso el disfrute es sacrificado en el altar de una salud entronizada como objetivo
en sí mismo, a la que ya Nietzsche llamaba la ‚nueva diosa‛. También la rigurosa
prohibición de fumar remite a la histeria por sobrevivir. La supervivencia debe sustituir al
disfrute. No puede disfrutar quien únicamente se preocupa de sobrevivir. La prolongación
de la vida se acaba convirtiendo en el valor supremo. De buen grado sacrificamos a la
supervivencia todo lo que hace que la vida sea digna de ser vivida. En vista de la
pandemia también se acata sin discusión la radical restricción de derechos fundamentales.
Aceptamos sin rechistar el estado de excepción, que reduce la vida a pura supervivencia.
Bajo el estado de excepción viral nos confinamos voluntariamente y nos ponemos en
cuarentena.

Los coreanos denominan corona blues al estado depresivo que se ha ido propagando
durante la pandemia. Durante la cuarentena, sin contacto social, se agudiza la depresión,
que es la auténtica pandemia del presente. La sociedad del cansancio comienza con el
siguiente diagnóstico:

‚Toda época tiene sus enfermedades emblemáticas. Así, existe una época bacterial que,
sin embargo, toca a su fin con el descubrimiento de los antibióticos. A pesar del manifiesto
miedo a la pandemia gripal, actualmente no vivimos en la época viral. La hemos dejado
atrás gracias a la técnica inmunológica. El comienzo del siglo XXI, desde un punto de vista
patológico, no sería ni bacterial ni viral, sino neuronal. Las enfermedades neuronales como
la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), el trastorno
límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de desgaste profesional (SDP) definen el
panorama patológico de comienzos de este siglo‛.

Pronto tendremos vacunas suficientes contra el virus. Pero no habrá vacunas contra la
pandemia global de la depresión. En Corea del Sur se suicidan todos los años muchos
miles de personas. La causa principal es la depresión. En 2018 se trataron de suicidar
unos 700 escolares. Los medios hablan entre tanto de una ‚masacre silenciosa‛. Por el
contrario, en Corea del Sur han muerto hasta ahora de covid unas 1.700 personas. La
pandemia agrava también el problema del suicidio. Desde que estalló la pandemia, el
índice de suicidios ha aumentado en Corea vertiginosamente. Parece ser que el virus es
un catalizador de la depresión. Sin embargo, a nivel global aún se sigue prestando
demasiada poca atención a las consecuencias psíquicas de la pandemia.
La depresión es un síntoma de la sociedad del cansancio. El sujeto forzado a rendir sufre
de síndrome del desgaste profesional (en inglés, burnout) desde el momento en que
siente que ya no puede más. Fracasa por culpa de las exigencias de rendimiento que se
impone a sí mismo. La posibilidad de no poder más le lleva a hacerse autorreproches
destructivos y a autoagredirse. El sujeto forzado a rendir pelea contra sí mismo y sucumbe
por ello. En esta guerra librada contra sí mismo, la victoria se la lleva el desgaste laboral.

El virus SARS-CoV-2 sobrecarga nuestra sociedad del cansancio radicalizando sus


distorsiones patológicas. Nos sume en un agotamiento colectivo y, por eso, se podría
llamar también el virus del cansancio. Pero el virus es asimismo una crisis en el sentido
etimológico de krisis, que significa ‚punto de inflexión‛: al hacernos un apremiante
llamamiento a cambiar nuestra forma de vida, también podría causar la reversión de esta
precariedad. Solo podremos conseguirlo, eso sí, si sometemos nuestra sociedad a una
revisión radical, si logramos hallar una nueva forma de vida que nos haga inmunes al virus
del cansancio.

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