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Byung-Chul Han

Filósofo y ensayista surcoreano, autor, entre otros libros, de ‘La sociedad del cansancio’ y ‘Caras de la
muerte'. Tomado de http://lapalabra.univalle.edu.co/tema-central-teletrabajo-zoom-y-depresion-el-
filosofo-byung-chul-han-dice-que-nos-autoexplotamos-mas-que-nunca/

El virus SARS-CoV-2 es un espejo que refleja las crisis de nuestra sociedad. Hace que resalten aun con más
fuerza los síntomas de las enfermedades que nuestra sociedad padecía ya antes de la pandemia. Uno de
estos síntomas es el cansancio. De un modo u otro, todos nos sentimos hoy muy fatigados y extenuados.
Se trata de un cansancio fundamental, que permanentemente y en todas partes acompaña nuestra vida
como si fuera nuestra propia sombra. Durante la pandemia nos sentimos incluso más agotados que de
costumbre. Hasta la inactividad a la que fuerza el confinamiento nos fatiga. No es la ociosidad, sino el
cansancio, lo que impera en tiempos de pandemia.

En mi ensayo La sociedad del cansancio, publicado por primera vez hace 10 años, describí la fatiga como
una enfermedad de la sociedad neoliberal del rendimiento. Nos explotamos voluntaria y
apasionadamente creyendo que nos estamos realizando. Lo que nos agota no es una coerción externa,
sino el imperativo interior de tener que rendir cada vez más. Nos matamos a realizarnos y a optimizarnos,
nos machacamos a base de rendir bien y de dar buena imagen.

En la sociedad neoliberal del rendimiento se lleva a cabo una explotación sin autoridad. El sujeto forzado
a rendir, a explotarse a sí mismo, es a la vez amo y esclavo. Por así decirlo, cada uno lleva consigo su propio
campo de trabajos forzados. Lo peculiar de este campo de trabajos forzados es que uno es al mismo
tiempo prisionero y vigilante, víctima y criminal. En eso se diferencia del sujeto obediente de la sociedad
disciplinaria, que Foucault describe en su libro Vigilar y castigar. Pero Foucault no se dio cuenta del
surgimiento de la sociedad neoliberal del rendimiento, en la que nos explotamos voluntariamente.

Lo que caracteriza al sujeto de esta sociedad, que al verse forzado a rendir se explota a sí mismo, es la
sensación de libertad. Explotarse a sí mismo es más eficaz que ser explotado por otros, porque conlleva
la sensación de libertad. Ya Kafka expresó muy certeramente esta paradójica libertad del siervo que se
cree amo. Uno de sus aforismos dice: “El animal le arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para ser
amo, sin saber que eso no es más que una fantasía que se genera cuando en la correa del látigo del amo
se ha formado un nuevo nudo”. Este animal que se azota a sí mismo encarna aquel sujeto obligado a
rendir que, explotándose a sí mismo, se figura que es libre.

Lo siniestro del SARS-CoV-2 es que los contagiados padecen de agotamiento y de abatimiento extremos.
Además, cada vez se oyen más casos de enfermos que incluso después de haber sanado siguen
padeciendo graves secuelas. Una de ellas es el síndrome de fatiga, que se puede describir muy bien con
la frase cuando la batería ya no se recarga. Los afectados ya no son capaces de rendir ni de trabajar. Les
cuesta incluso llenar un vaso de agua. Ya solo al caminar tienen que detenerse constantemente porque
se sofocan. Se sienten cadáveres vivientes. Una paciente explica: “Es como cuando al móvil le queda solo
el 4% de batería y con ese 4% tienes que aguantar todo el día, sin poder recargarlo”.

Pero entre tanto el virus no agota únicamente a los contagiados, sino también a los sanos. En su ensayo
Pandemia: la covid-19 estremece al mundo, Slavoj Žižek dedica todo un capítulo a la pregunta “¿Por qué
estamos siempre cansados?”. En ese capítulo, Žižek analiza en detalle mi ensayo La sociedad del
cansancio, que muy aduladoramente califica de “obra maestra”, y objeta que la explotación a cargo de
otros no es que haya dado paso a la autoexplotación, sino que se ha externalizado a los países del Tercer
Mundo. Estoy de acuerdo con Žižek. Es eso lo que sucede. La sociedad del cansancio describe la sociedad
neoliberal de Occidente y no a los trabajadores de las fábricas chinas. A estos yo no les diagnosticaría
autoexplotación. Pero, por otro lado, lo que yo llamaría mentalidad neoliberal se propaga también en el
Tercer Mundo a través de los medios sociales. También ahí los hombres se aíslan y se vuelven narcisistas.
Como todos los demás, asimilan el mantra neoliberal: quien fracasa lo hace por su culpa. Se acusan a sí
mismos y no a la sociedad. En mayor o menor medida, los medios sociales convierten a cada uno de
nosotros en productor, en empresario de sí mismo. Globalizan el estilo de vida neoliberal.

Žižek no analiza ese cansancio fundamental, que ya no afecta solo a la sociedad occidental, sino que
parece representar un fenómeno global. Desde luego no solo fatiga la presión interior, sino también la
presión externa; no solo agota la autoexplotación, sino también la explotación a cargo de otros. Las
condiciones globales de producción, la propia presión por crecer y por producir nos extenúa a todos. Hay
sin embargo un pasaje en el que Žižek parece entusiasmarse con mi tesis de la autoexplotación, cuando
escribe: “[Las personas que teletrabajan] parecen sacar aún más tiempo para ‘explotarse a sí mismas”. Así
pues, en época de pandemia el campo neoliberal de trabajos forzados se llama teletrabajo.

También el teletrabajo cansa, incluso más que el trabajo en la oficina. Causa tanta fatiga, sobre todo,
porque carece de rituales y de estructuras temporales fijas. Es agotador el teletrabajo en solitario, pasarse
el día sentado en pijama delante de la pantalla del ordenador. También nos agota la falta de contactos
sociales, la falta de abrazos y de contacto corporal con los demás. Mi libro La desaparición de los rituales
salió publicado en Alemania antes de la pandemia (en España se publicó durante la pandemia, en mayo
de 2020). En él describo nuestro presente partiendo de la tesis de la desaparición de los rituales. Hoy
estamos perdiendo las estructuras temporales fijas, incluso las arquitecturas temporales, que dan
estabilidad a la vida. Además, los rituales generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que
hoy predomina es una comunicación sin comunidad. Los medios sociales y la permanente escenificación
del ego nos agotan porque destruyen el tejido social y la comunidad. También aquí se confirma de nuevo
la tesis de que el virus es el espejo de la sociedad y agudiza sus crisis. El virus acelera la desaparición de
los rituales y la erosión de la comunidad. Se eliminan incluso esos rituales que aún quedaban, como ir al
fútbol o a un concierto, ir a comer a un restaurante, ir al teatro o al cine. La distancia social destruye lo
social. El otro se ha convertido en un potencial portador del virus con el que tengo que mantener la
distancia. El virus radicaliza esa expulsión de lo distinto que ya antes de la pandemia diagnostiqué muchas
veces. En verdad, el virus actúa como un amplificador de las crisis de nuestra sociedad. Todas las crisis
sociales que yo ya había detectado se han visto ahora agravadas.

También nos agotan las permanentes videoconferencias, que nos convierten en videozombis. Sobre todo,
nos obligan a mirarnos todo el tiempo en el espejo. Cansa contemplar el propio rostro en la pantalla,
estamos todo el rato frente a nuestro propio rostro. No deja de ser una ironía que el virus haya aparecido
justamente en la época de los selfis, que se explican sobre todo por ese narcisismo que se va propagando
por nuestra sociedad. El virus potencia el narcisismo. Durante la pandemia todo el mundo se confronta
sobre todo con su propio rostro. Ante la pantalla nos hacemos una especie de selfi permanente.

El videonarcisismo tiene unos efectos secundarios absurdos: ha provocado un auge de las operaciones
estéticas. Ver en la pantalla una imagen distorsionada o borrosa hace que las personas empiecen a dudar
de su propio aspecto. Cuando la pantalla tiene buena definición percibimos de pronto arrugas, caída
progresiva del cabello, manchas cutáneas, bolsas lagrimales u otras alteraciones cutáneas poco estéticas.
Durante la pandemia se multiplicaron en Google las búsquedas relacionadas con operaciones estéticas.
En época de confinamiento los cirujanos plásticos se ven desbordados por la demanda de intervenciones
para eliminar las muestras de fatiga. Entre tanto, se habla ya de videodismorfia. El espejo digital hace que
la gente caiga en una dismorfia, es decir, que preste una atención exagerada a posibles defectos en su
aspecto corporal. El virus radicaliza el delirio de optimización, que ya antes de la pandemia nos ponía
frenéticos. También en esto el virus es el espejo de nuestra sociedad, y en el caso de la videodismorfia no
solo en sentido metafórico, sino en el sentido más literal: un espejo que hace que nos desesperemos aún
más por el propio aspecto. También la videodismorfia nos fatiga mucho. Es un fenómeno derivado de la
distopía digital.

El Gobierno alemán ha recalcado reiteradamente que la pandemia le ha dado por fin a la digitalización el
impulso necesario, que ha librado al país de su vergonzoso retraso digital. En lo que respecta a
digitalización, Alemania es de hecho un país líder del Tercer Mundo, lo cual, personalmente, no me
molesta. Me encantaría vivir en una zona sin cobertura y dedicarme a la jardinería. Para mí sería una
maravilla. En mi libro Loa a la tierra. Un viaje al jardín cuento lo feliz que me siento pasando el tiempo en
el jardín, ajeno al paroxismo de la comunicación digital. Ahora, gracias a la pandemia, Alemania está
entrando finalmente en el primer mundo. Cualquiera diría que la digitalización es hoy un fin en sí mismo.
Después de todo, ya sabemos que a los políticos no les gusta pensar. Tampoco les interesa saber qué es
una buena vida. Al parecer, su máxima suprema es el crecimiento. En realidad debería preocuparles
mucho que la digitalización socave las bases de la democracia con las noticias falsas, los bots en redes
sociales o los ejércitos de troles.

En el delirio del crecimiento se olvida siempre que los efectos secundarios de la digitalización que la
pandemia pone de relieve son, precisamente, los negativos. La comunicación digital es una comunicación
bastante unilateral, que no se transmite con el cuerpo ni a través de miradas y que, por tanto, es bastante
reducida. La pandemia provoca que se establezca como estándar este tipo de comunicación, que en sí
misma resulta tan inhumana. La comunicación digital nos extenúa muchísimo. Es una comunicación sin
resonancia, una comunicación que no nos da la felicidad. En una videoconferencia, por motivos
puramente técnicos, no podemos mirarnos a los ojos. Clavamos la vista en la pantalla. Nos resulta
agotador que falte la mirada del otro. Ojalá la pandemia nos haga darnos cuenta de que ya la mera
presencia corporal del otro tiene algo que nos hace sentir felices, de que el lenguaje implica una
experiencia corporal, de que un diálogo logrado presupone un cuerpo, de que somos seres corpóreos. En
La desaparición de los rituales señalé sobre todo la dimensión corporal de los rituales:

“Los rituales son procesos de incorporación y escenificaciones corpóreas. Los órdenes y los valores
vigentes en una comunidad se experimentan y se consolidan corporalmente. Quedan consignados en el
cuerpo, se incorporan, es decir, se asimilan corporalmente. De este modo, los rituales generan un saber
corporizado y una memoria corpórea, una identidad corporizada, una compenetración corporal. La
comunidad ritual es una corporación. A la comunidad en cuanto tal le es inherente una dimensión
corporal. La digitalización debilita el vínculo comunitario por cuanto que tiene un efecto descorporizante.
La comunicación digital es una comunicación descorporizada”.

Ya antes de la pandemia se propagaba la histeria por la salud. Lo que más nos preocupa hoy es sobrevivir,
como si nos halláramos en permanente estado de guerra. En la lucha por la supervivencia no se plantea
la cuestión de la calidad de vida. Todas las fuerzas vitales se aplican para prolongar la vida a cualquier
precio. En el libro La sociedad paliativa, que saldrá publicado en España el 20 de abril (Herder Editorial),
describo nuestra sociedad actual como una sociedad de la supervivencia. En vista de la pandemia, la
enconada lucha por sobrevivir experimenta una radicalización viral. La guerra contra el virus hace que se
recrudezca la lucha por sobrevivir. El virus convierte el mundo en una cuarentena en la que la vida se
anquilosa por completo, convertida en supervivencia. La salud es elevada a objetivo supremo de la
humanidad.

La sociedad de la supervivencia pierde por completo la capacidad de valorar la calidad de vida. Incluso el
disfrute es sacrificado en el altar de una salud entronizada como objetivo en sí mismo, a la que ya
Nietzsche llamaba la “nueva diosa”. También la rigurosa prohibición de fumar remite a la histeria por
sobrevivir. La supervivencia debe sustituir al disfrute. No puede disfrutar quien únicamente se preocupa
de sobrevivir. La prolongación de la vida se acaba convirtiendo en el valor supremo. De buen grado
sacrificamos a la supervivencia todo lo que hace que la vida sea digna de ser vivida. En vista de la pandemia
también se acata sin discusión la radical restricción de derechos fundamentales. Aceptamos sin rechistar
el estado de excepción, que reduce la vida a pura supervivencia. Bajo el estado de excepción viral nos
confinamos voluntariamente y nos ponemos en cuarentena.

Los coreanos denominan corona blues al estado depresivo que se ha ido propagando durante la
pandemia. Durante la cuarentena, sin contacto social, se agudiza la depresión, que es la auténtica
pandemia del presente. La sociedad del cansancio comienza con el siguiente diagnóstico:
“Toda época tiene sus enfermedades emblemáticas. Así, existe una época bacterial que, sin embargo, toca
a su fin con el descubrimiento de los antibióticos. A pesar del manifiesto miedo a la pandemia gripal,
actualmente no vivimos en la época viral. La hemos dejado atrás gracias a la técnica inmunológica. El
comienzo del siglo XXI, desde un punto de vista patológico, no sería ni bacterial ni viral, sino neuronal. Las
enfermedades neuronales como la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad
(TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de desgaste profesional (SDP) definen
el panorama patológico de comienzos de este siglo”.

Pronto tendremos vacunas suficientes contra el virus. Pero no habrá vacunas contra la pandemia global
de la depresión. En Corea del Sur se suicidan todos los años muchos miles de personas. La causa principal
es la depresión. En 2018 se trataron de suicidar unos 700 escolares. Los medios hablan entre tanto de una
“masacre silenciosa”. Por el contrario, en Corea del Sur han muerto hasta ahora de covid unas 1.700
personas. La pandemia agrava también el problema del suicidio. Desde que estalló la pandemia, el índice
de suicidios ha aumentado en Corea vertiginosamente. Parece ser que el virus es un catalizador de la
depresión. Sin embargo, a nivel global aún se sigue prestando demasiada poca atención a las
consecuencias psíquicas de la pandemia.

La depresión es un síntoma de la sociedad del cansancio. El sujeto forzado a rendir sufre de síndrome del
desgaste profesional (en inglés, burnout) desde el momento en que siente que ya no puede más. Fracasa
por culpa de las exigencias de rendimiento que se impone a sí mismo. La posibilidad de no poder más le
lleva a hacerse autorreproches destructivos y a autoagredirse. El sujeto forzado a rendir pelea contra sí
mismo y sucumbe por ello. En esta guerra librada contra sí mismo, la victoria se la lleva el desgaste laboral.

El virus SARS-CoV-2 sobrecarga nuestra sociedad del cansancio radicalizando sus distorsiones patológicas.
Nos sume en un agotamiento colectivo y, por eso, se podría llamar también el virus del cansancio. Pero el
virus es asimismo una crisis en el sentido etimológico de krisis, que significa “punto de inflexión”: al
hacernos un apremiante llamamiento a cambiar nuestra forma de vida, también podría causar la reversión
de esta precariedad. Solo podremos conseguirlo, eso sí, si sometemos nuestra sociedad a una revisión
radical, si logramos hallar una nueva forma de vida que nos haga inmunes al virus del cansancio.

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