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El poema.

Era junio. El invierno empezaba a invadir la vieja ciudad, a través de las grietas. El cielo era
más gris que de costumbre. Los obreros y las empleadas domésticas se aglomeraban unos juntos a los
otros en los paraderos de autobuses, y las ventanas de los autobuses se empañaban con el vaho de
cientos de personas que temblaban, dentro y fuera, y los profesores revisaban sus pruebas o dictaban
clases con tazas de café sobre sus escritorios y las hojas del otoño muerto atascaban las canaletas,
rechazando el agua de la lluvia,que convertía en ríos las avenidas de la periferia.
Era una estación cruel. Podía presagiarse. Sin habitaciones para quedarse quietos, para las
sonrisas, para que los niños salieran a jugar y quedaran mojados como pollos o resfriados y sin
habitación para el amor.
Pero Tomás, el muchacho que siempre andaba con un libro debajo del brazo y otro en el bolsillo
del viejo gabán, estaba decidido a amar durante ese invierno.
Amaría. Aunque hiciera frío y su vieja bufanda escocesa resultara inútil; amaría aunque el frío
le secara los lóbulos de las orejas; aunque nadie pudiera mirar a los ojos a nadie de tan apresurados por
llegar al café y a la estufa, amaría; amaría aunque la cordillera se vistiera de blanco, como una
advertencia o aunque la neblina de la mañana no lo dejara ver la punta de su propia nariz. Amaría,
amaría, y ese amor que llenaba su pecho lo hacía brillar entre el gris, como un inexplicable girasol.
Porque Tomás, el joven poeta, amaba a Carolina, la niña que jamás iba a sola a ninguna parte.
La niña que estudiaba en un colegio pagado, a cuatro cuadras del Liceo. La niña que florecía entre un
montón de amigas, risueñas y feroces, como ménades, con sus piernas largas, sus pómulos brillantes, su
cabello ondulado y castaño que caía en cascadas y sus ojos de gata extraviada.

Llovía en el patio inundado del viejo Liceo. Tomás miraba con fascinación las gotas que
horadaban la piel del agua, cada vez con más fuerza. No quería perder ningún detalle. Las ondas que
dejaban las gotas se estrellaban unas contra las otras, agitando la superficie punto por punto y todo se
agitaba contra el quieto fondo de baldosa roja, como si entre el aire y el suelo danzara un velo
suspendido de cristal líquido. El sonido de la lluvia también era intenso. Rugía contra el gastado techo
de planchas metálicas, contra las estructuras centenarias y sobre sí misma. Las canaletas reunían tanta
agua como podían y la dejaban caer por cada esquina del tejado, como cataratas, en enormes chorros
que aumentaban el volumen del agua estancada sobre el suelo.
El cielo estaba gris. No hacía frío.
La punta del lápiz pasta se deslizaba sobre la hoja, frenética. El poema iba tomando forma,
entretejiendo letras como hilos en el cuadriculado virgen. Tomás, sentado en el suelo del pasillo, se
dejaba llevar por las palabras y en su mente, las imágenes se iban dibujando, atropellando. Pujaban por
salir, al ritmo acelerado de la inspiración.
Consiguió terminarlo unos minutos antes de que sonara el timbre marcando el recreo. Repaso
los versos y quedó satisfecho con el trabajo. Mirado con detenimiento, parecía una mezcla entre
Annabel Lee, de Edgar Allan Poe y el estilo de Dylan Thomas. Pero Carolina no había leído, ni jamás
leería a Poe o a Dylan Thomas. Sería el poema de Tomás para ella, sólo para ella, la haría sentir única
en el mundo, podría guardarlo dentro de una caja para volver a mirarlo una y otra y otra vez y bañarse
nuevamente con su mágica luz.

—Aquí tienes —le dijo, aquella misma tarde, entregándole un sobre. Carolina salía de su
colegio, acompañada de tantas compañeras como era habitual. Aunque estaba orgulloso de lo que había
escrito, Tomás no se atrevía a mirarla del todo a los ojos. Sin embargo, de reojo, pudo notar que ella
miraba algunas líneas, sonreía y volvía a guardar las hojas dentro del sobre.
—Tengo que estudiar para biología, porque hay prueba mañana. Pero voy a leerlo esta noche,
antes de dormir.
Una de las amigas de Carolina dejó escapar una risa muy breve, casi inocua.
—Prométeme que lo leerás.
—Te lo prometo.
Carolina se acercó a Tomás y le dio un delicado beso en la mejilla. Luego, se marchó con sus
amigas, que volvieron a hablar y a reír. Tomás se quedó de una pieza, parado en medio de Avenida
Matta y el mundo comenzó a dar vueltas a su alrededor, como si él fuese el eje.

Esa noche, Tomás no podía conciliar el sueño. Miraba las tablas en el techo de su habitación y
trataba de formar figuras a partir de las vetas en la madera: un rostro, una espada, un lobo feroz, quizás
o un anillo. Hacía eso cada vez que tenías problemas de sueño y casi siempre funcionaba. Pero ahora
no. Ahora estaba perdido dentro de un sobre blanco, en medio de unas hojas escritas a mano, con su
mejor caligrafía, y unos ojos paseaban sobre él, lo escrutaban, y una boca robaba su alma como si se
tratara de un viento tibio y quieto. Entraba y salía, luego se convertía en la voz de Carolina, que lo iba
diciendo verso a verso, hasta revelarlo, dejándolo expuesto, desnudo, arrancando de golpe el disfraz de
metáforas que apenas envolvía un te amo.

Pasó una semana. Cuando Tomás pasaba cerca del colegio de Carolina, a la hora de salida,
resultaba que su curso había salido antes, o que nadie sabía cuándo había salido. No se atrevía a
llamarla por teléfono. Sentía que no correspondía ser tan directo. Que era ella quien debía llamarlo para
comentar el poema, o quizás, para hacerle saber que había comprendido el mensaje entre líneas.
Cuando estaba al borde de la exasperación, a un metro del teléfono, Carolina llamó. El corazón de
Tomás entró en feroz histeria, se agitaba como un viejo despertador enloquecido por la llegada de la
mañana.
—Tomás...¿puedes venir mañana? —dijo la voz desde el otro lado del auricular.
—Eh...claro, claro que puedo. ¿Como a qué hora llego?
—A eso de las cuatro ¿te parece?
—Vale. Está bien por mí —Tomás trató de dar firmeza a su voz, para no dejar que Carolina
oyera los tremores de la taquicardia, mas no pudo evitar ir al punto— ¿Leíste el poema?
—Sí. Claro que lo leí. Pero hablemos de eso mañana ¿Ok? Te espero por aquí. Adiós.
—Adiós —respondió Tomás, para caer de una sola pieza sobre el sillón y dejar que su
imaginación lo llevara a miles de escenarios, todos llenos de luz, proveniente de ese sol invisible que
todos los poetas guardan dentro de sí, y que no estaba cubierto por las nubes del cielo de junio.

—El poema es hermoso, Tomás. Pude sentir la lluvia cayendo en el jardín, tocando mi cara.
Casi pude estirar la mano y sentir que las gotas estaban allí, en el aire, en el aire —Extendía la mano, y
una sonrisa se dibujó en su rostro, de un solo trazo— Muchas gracias.
—De nada.
—No creo que mis ojos sean tan bonitos como los describes.
—Tal vez son más bonitos, Carolina. Mucho más.
—Córtala.
—Tomás, tengo algo que decirte. Estoy pololeando. Salgo con Manuel hace un mes y algo.
Todavía no es demasiado serio, pero es un pololeo y debo respetarlo.
El joven poeta quedó desconcertado. No tuvo tiempo para caer al suelo, aplastado por cientos de
castillos en el aire desplomándose en caída libre, porque Carolina habló otra vez, mirándolo con una
expresión que, desde el optimismo, podía llamarse ternura.
—Pero podrías esperarme. Podríamos ver si lo mío con Manu va en serio o darnos una
oportunidad. No quiero perder este cariño. Es lo más hermoso que me han escrito nunca.
Tomás no iba a rendirse. Amaría este invierno, aunque hiciera frío y la sangre en sus dedos se
estancara; amaría, aunque las calles quedaran vacías y amargas del gris omnipresente del cielo nublado;
amaría aunque cada rincón de la ciudad estuviera teñido de melancolía.
—Si, Carolina. Esperaré.
Ella sonrió otra vez, y sus ojos se encogieron hasta dos líneas tímidas, encantandoras. Tenía
margaritas en las mejillas.
—¿Y me escribirás otro de estos poemas?
—Sí, claro. Cuantos poemas quieras, Carolina.
Ella se acercó y, juntando sus labios en un punto minúsculo, los puso sobre los de Tomás. Para
él, ése sería el primer beso, una brisa tibia, bañada de miel y no se borraría nunca.

En un comienzo, Tomás no se dio cuenta. Podía escribir, sí, e hizo muchos poemas para
Carolina. Ella los recibía en forma clandestina, los leía por la noche y quedaba fascinada por las
palabras cálidas y gentiles de su enamorado secreto. Al llegar julio, durante las vacaciones de invierno,
Tomás acudió a verla hasta su departamento. Salieron a dar una vuelta por las viejas calles del barrio
San Diego y sentados al borde de la fuente de agua de los Sacramentinos, le dio un beso auténtico. De
ese beso salieron más y más palabras, cada vez más comprometidas y a veces hasta eróticas. Tomás se
tornaba alevoso e imágenes corpóreas empezaron a entrar en su lírica y en sus cartas. Carolina también
se tornaba alevosa: aunque sus compañeras y amigas conocían mucho más a Manuel que a Tomás, eran
los papeles de éste último el objeto de risueñas lecturas públicas, durante los recreos.

Sin embargo, Tomás intuía que algo andaba mal. Como un ruido sordo dentro de un motor
ajustado o la breve tibieza que se siente cuando estamos al filo del aguacero. La llegada de agosto le
trajo la certeza: Tomás no se encontraba en sus poemas de amor. Los leía en voz alta al terminarlos y
aunque las palabras se acomodaban bien unas junto a las otras y el ritmo potenciaba la danza de
imágenes y siempre utilizaba figuras ingeniosas, bellas metáforas y brillantes analogías, el poeta no
estaba allí. Los versos parecían árboles bonsái: objetos bellamente elaborados, frutos de un trabajo tan
dedicado y feroz como antinatural. Tomás sentía esa distancia con sus obras como si llevara un yeso en
la mano hábil, primero como una cosquilla, luego, como un entumecimiento y, a fines de agosto, había
perdido la sensación de vínculo con su trabajo. Sus poemas eran joyas perfectas, transparentes, vacías.
Pero a pesar de todo los siguió escribiendo y enviando. Y Carolina, halagada, transfigurada por
un arte cuya intimidad era incapaz de comprender, seguía retribuyendo sus trabajos vacíos con la vaga
propina de la infidelidad.

A principios de septiembre, Valeria, una de las amigas de Carolina, que no se perdía ninguna
lectura de los apasionados versos de Tomás, notó la trizadura del cristal. Mientras la “cintura de niebla”
de Carolina desataba las risas del grupo de niñas, Valeria frunció el ceño.
—Carolina, hay algo raro ahí —dijo, en voz alta.
—Claro, tonta. No tengo cintura de niebla —respondió Carolina.
—No se trata de eso. Es otra cosa. Vuélvelo a leer.
Carolina, jocosa, repitió los versos uno a uno. Valeria sonrió para sí misma, asintió y finalmente,
dictó su sentencia:
—Ese poema suena como todos los otros.
—Fueron escritos por la misma persona, si no te has dado cuenta.
—No. Verás. Todos estos poemas tienen la misma forma. Todos hacen las mismas figuras, todos
dicen lo mismo, con distintas palabras. “Cintura de niebla”, “boca de miel”, “ojos de luna”, algo de
algo... “Quiero llegar a ser la mano que te aparte del frío”...”Puedo reconocer la forma en que te
mueves por entre las estrellas”... Da vueltas y vueltas, pero siempre regresa al mismo punto. No dice
nada nuevo.
—Ah, tonta —dijo Carolina, el gesto súbitamente endurecido— No les veo ningún defecto a
estos poemas.
Sin embargo, a partir de ese instante, cada vez que leía los versos de Tomás, creía distinguir la
misma forma, apareciendo una y otra vez, detrás de las palabras. Y cada poema le sonaba más hueco.

—Escríbeme algo nuevo.


—Cada poema es nuevo. Nunca escribo lo mismo.
Tomás, descubierto, se puso muy nervioso. El corazón dejaba correr sangre directo a las sienes,
a los oídos, y todo estaba a punto de estallar. Su vientre se estrechó, ahorcado por una soga invisible.
Su respiración quedó cortada por un objeto incierto, sofocante, que anidó de pronto dentro de su
garganta.
—No sé...escríbeme algo hermoso. Algo que me llegue... como el primer poema que me
regalaste. Ése sobre la lluvia ¿te acuerdas?
—Pero... no sé si pueda —. El nudo se cerraba más y más. El aire se estancaba antes de acceder
a los pulmones.
Carolina se tomó un tiempo. Un tiempo largo. Luego, sin mirarlo a los ojos, se lo dijo. Manuel
quiere formalizar más nuestro pololeo. El domingo iremos a almorzar con sus padres. Quisiera tener
todo más claro antes de que eso ocurra. Por favor, concluyó, regálame unos versos que me hagan ver
más claro lo que sientes por mí.
Le dio un beso sutil al borde de los labios y lo despidió en la puerta del condominio.
El nudo en el vientre de Tomás terminó de cerrarse. Su corazón cesó de desbordar la sangre y el
aire pareció fluir por un segundo, pero algo de muerte reemplazó la tensión y asaltó su cuerpo.

En cuanto volvió a casa, se encerró en su cuarto. Con el lápiz de pasta en la mano, puso manos a
la obra. Pero sólo las manos. Palabras, palabras, pero ninguna daba la talla necesaria. Palabras,
palabras, hojas que caían unas sobre las otras como un triste granizo sobre el suelo de la habitación.
Palabras cortas, palabras largas, interminables, vacuas, agotadoras palabras, una tras la otra tras la otra,
entrelazadas en una fatigosa cadena que aspiraba a la belleza pero se despeñaba a medio vuelo,
cayendo en el océano de la vulgaridad.
Los versos se iban acumulando sobre la página en blanco. Tomás los leía, los volvía a leer, los
dejaba de lado, los tomaba una última vez en busca de un ascua de pasión, de esa sublime chispa que
los redimiera del desecho. Pero no había nada más que letras aglomeradas en una o dos líneas,
comunes, silvestres. Las cerraba sobre sí mismas, para esconder su vergüenza y las abandonaba.
Avanzada la noche, su madre desistió de llamarlo a la cordura. No paraba, no podía parar. Decidió
recoger los papeles, trató de improvisar un cadáver exquisito con versos extraídos de los treinta o
cuarenta poemas despreciados, pero no consiguió más que un artificio lóbrego, un monstruo de
Frankenstein.
Recombinó los versos, alteró la sintaxis de las frases, torció y retrocó analogías, zeugmas,
antonomasias; esparció paragoges, anacolutos, lítotes, sin satisfacción.
Pasó la noche en vela. Procuró dormitar en el autobús, sin mucho éxito: su mente no dejaba de
ensayar estrofas, rimas, combinaciones aleatorias o delicadamente organizadas. Se arrastró hasta llegar
al Liceo.
Finalmente, tras ignorar con descaro a cuatro profesores y llenar el cuaderno de frases al aire,
Tomás cerró el mejor poema que pudo conseguir. Pidió permiso para ir al baño, con el poema guardado
en el bolsillo. Bajó hasta el primer piso, se sentó en el suelo, mirando hacia el patio y comenzó a leerlo
en voz alta, pero queda, para oírse a sí mismo. Y parecía bien. Dibujaba muy bien un fantasma de
Carolina, una imagen delicada, llena de una belleza especial, tejida con palabras, por palabras, que
hablaban de sus ojos, de su boca, de sus pechos, caderas, hombros, pómulos, como las palabras pueden
hablar de ellas, casi en plenitud, y pareció llenar el espacio con ese fantasma, por unos segundos...
Empezó a llover. La última lluvia del invierno, cerrando la quincena de septiembre, dejando el
espacio para la primavera.
En minutos el patio se llenó de agua.
Y Tomás supo. En silencio, dobló el papel hasta hacerlo un cuadrado minúsculo, lo guardó en el
bolsillo del viejo gabán y comenzó a llorar.
No fue por demasiado tiempo. Los compañeros pronto saldrían a recreo. Fue hasta el baño del
primer piso, tratando de no mojarse los pies y se enjuagó la cara.

La tarde siguiente, una tarde radiante que anticipaba los dorados días venideros, llevó ese último
poema hasta el departamento de Carolina. Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir.
Estaban sentados en una banca al centro del condominio. Frente a ellos, un rosal, un jardín
abierto con juegos para niños, que ese día dejaban sus cubiles de hibernación para tomar el mundo del
sol con las manos abiertas.
Carolina dejó de leer, con gesto desilusionado. Luego, el trazo corrió nuevamente por su rostro,
pero no era ese trazo mágico de antaño, no, sino un trazo perfecto, comedido, de un punto exacto a otro
dentro de la cara.
—Es un muy buen poema, Tomás. Te agradezco esas cosas tan bonitas que has escrito sobre mí.
“Pero he tomado una decisión. Manuel no se merece que lo engañe de esta forma. Llevamos mucho
tiempo jugando, tú y yo, y no está bien. ¿Entiendes? Voy a tomarme en serio este amor que me tiene y
que le tengo. Yo te quiero, Tomás, pero no lo bastante como para dejar de quererlo” dijo. E insistió en
otras tantas fórmulas apropiadas para situaciones como esas y que, en algún momento, debió de
aprender, quizás en el momento en que Tomás estaba escribiendo poemas o mirando la lluvia.
—¿Entiendes? —repitió.
Así es como se siente, pensó Tomás. Las palabras vacías. Los sonidos que nadie dice para
nadie.
El muchacho asintió con la cabeza, en silencio.
Ella lo besó en la mejilla.
—Supongo que puedo conservar este poema ¿verdad?.
Tomás volvió a asentir con la cabeza.
—Vamos. Te dejo en la puerta.
—No te preocupes. Conozco el camino.
—¿En serio?
—¿En serio?
—Entonces, adiós.
—Adiós, Carolina.
La niña se marchó hacia su departamento. Tal vez miró hacia atrás o tal vez no. Daba un poco lo
mismo. Tomás se quedó sentado en esa banca de madera y hierro frío, mirando hacia algún punto,
cualquier punto.
Por un instante, miró su mochila. Pensó en tomar lápiz y papel y escribir. Y casi logró hacerlo.
Pero entonces miró a su alrededor. Todo era luz de sol, revereberando sobre el verde del pasto que
despertaba tras el sueño de la escarcha, el azul del cielo, las abejas jugando de aquí para allá, dibujando
figuras agradables y crípticas. Y rosas que se abrían para ser admiradas, cantadas para la eternidad, con
sus colores vivos, pasionales...
—Tengo el corazón roto —dijo Tomás. Y echándose la mochila al hombro, salió del lugar.

Jano Moore.
La Granja, veinticinco de noviembre, dos mil doce.

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