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Teórico 22/9

Las monstruosidades en la Modernidad: el nuevo mundo como paisaje colonial

El punto de vista está afectado de un pluralismo fundamental. Quien dice punto


de vista dice pluralidad de puntos de vista…Que el punto de vista sea
esencialmente múltiple, que toda filosofía del punto de vista sea pluralista, no
quiere decir […] ‘a cada uno su verdad’, esto no funda el pluralismo del punto de
vista. Al contrario […] aquello que lo funda es la potencia de ordenar y de seriar,
de seriar una multitud de formas. El punto de vista se abre sobre una serie infinita
[...]. Si todo punto de vista es sobre una serie infinita, sobre el mundo, ¿por qué
hay muchos puntos de vista? […] si el mundo está en inflexión y el punto de vista
está definido del lado de la concavidad, hay evidentemente una distribución de
los puntos de vista alrededor del punto de inflexión; por tanto, hay
necesariamente muchos puntos de vista.

G.DELEUZE

La crisis religiosa que comienza a gestarse con el protestantismo entre los Siglos XV y
XVI pone en cuestión el ideal de armonía renacentista. Es cierto que antes de producirse
la escisión luterana y tras ella la reacción católica, se ha adelantado ya el fenómeno
denominado “manierista”. Este quiebre en la armonía tiene su base en acontecimientos
sociales, como fue la epidemia de peste de 1522, la invasión de Italia por tropas francesas
y españolas, el Saco de Roma en 1527, la ruptura en la unidad de la Iglesia con la
Reforma protestante, la crisis económica provocada por la introducción del racionalismo
económico, el nacimiento de la concepción científico-natural del mundo. La subjetividad se
transforma con el desafío al poder terrenal de la Iglesia. Lutero protestó por la práctica de
la venta de indulgencias en un escrito enviado a Alberto, arzobispo de Maguncia y
Magdeburgo el 31 de octubre de 1517. Lutero adjuntó una copia de las controversias que
para él suscitaban dichas indulgencias, lo que luego se convirtió en las famosas 95 Tesis.
Su tesis 86 era toda una declaración de intenciones: “¿Por qué no el Papa, cuya riqueza
es hoy mayor que la de cualquier rico, no construye la Basílica de San Pedro con su
propio dinero en vez de con el dinero de los pobres creyentes?”. Para Lutero el perdón
era sólo una prerrogativa de Dios. La venta de las indulgencias y las absoluciones no eran
aceptables. Los cristianos debían ganarse su salvación en el seguimiento a Cristo, no por
la compra de las indulgencias. En este panorama histórico se publica en 1605 la primera
parte de “El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, del que se ha dicho es símbolo
de su época. En palabras del historiador Jover, “"su condición de breviario y culminación
de una cultura; exponente del conjunto de actitudes espirituales y mentales vigentes en la
sociedad española por las décadas que presencian la transición del siglo del
Renacimiento al siglo del Barroco; de reflejo fiel de ese mundo de hidalgos y escuderos,
de cabreros y disciplinantes, duques y frailes, pícaros y galeotes, galeras y rebaños,
ventas, cabañas y castillos en que encarnó y cobró vida nuestra cultura nacional en su
época de máximo apogeo". En España domina el sentimiento de crisis continua. Dos años
después de la publicación del Quijote, en 1607, se produce la cuarta bancarrota nacional.
No eran tiempos de caballeros andantes, ya no existen valores medievales que defender.
La obra de Miguel de Cervantes nos da una visión ambivalente de España. Es la España
de Felipe III que se viste de fiesta para enmascarar una decadencia imparable. En las
colonias este orden implicó un mayor control de la Iglesia.

El barroco de Indias exhibió en América Latina los aspectos emergentes de una cultura de la
distorsión de lo europeo: en los siglos XVI y XVII se consolida en España el estilo barroco que,
según Antonio Maravall, no fue sólo un movimiento estético o literario, sino una ideología de la
cultura y una estructura histórica. Dice el historiador español que se está "ante una sociedad
sometida al absolutismo monárquico y sacudida por apetencias de libertad" (1980: 11). Como lo
trata en detalle, esta sociedad llena de aspiraciones de grandeza y gloria, y al mismo tiempo
condicionada por las contradicciones, los desafíos y los fracasos, hizo que muchos percibieran el
mundo como una confusión, una calamidad y una desarmonía. Entre otras cosas, esto abrió
espacio a tópicos como la desconfianza y el desengaño: el mundo de ayer ya no es el mismo de
hoy; todo ha pasado, se ha destruido o desaparecido; las obras humanas son pasajeras y la vida
humana misma es breve; tanto, que es superada por otras realidades, finitas también, pero no tan
breves. En la metrópoli constituyó, en el marco de una economía dirigida, una instancia para
consolidar el absolutismo monárquico.

Frente a este poder, el barroco americano colonial articuló tanto la ideología imperial de la
metrópoli como las aspiraciones de libertad de los criollos. Así constituyó una compleja formación
de negociación simbólica que se manifestó en una conciencia de la diferencia. La disyunción
lengua y habla se instala bajo formas relacionales complejas: asimilación, rechazo, sumisión o
soberanía frente a una cultura etnocéntrica. Se produce un ethos que permitió interiorizar la
dominación en el ámbito de la vida cotidiana a la vez que lo mantenía como inaceptable y ajeno.
Ese ethos, por lo demás, dramatiza el conflicto entre los centros coloniales, como España y
Portugal, y las culturas coloniales que, como culturas de frontera estuvieron asediadas por la
otredad, más aún, ellas mismas fueron la otredad (Sarduy 1974, Beverley 1997; Moraña, 1994). La
colisión de culturas y lenguas, así como de epistemologías e imaginarios, muchas veces
inasimilables entre sí, consagró la impureza como marca de la identidad americana y sus procesos
de mestizaje e hibridación:

Recorre la desigual presencia de España en América Latina, de este a oeste y del trópico al Río de
la Plata diseñándose en los modos de una lengua y en las opciones literarias ¿picaresca, épica,
psicologismo? Que revelan una multiplicidad de escrituras y que, a su vez, señalan un Continente
no en crisis de gestación, sino gestado ya (fijeza: la fijación de la piedra) por la dispersión, el
estallido, la constelación (Libertella 1977:12)

El barroco es deformación, la cultura en las Indias se escapa del orden universal para encarnar al
monstruo: la marca que deforma el rostro de Espinosa Medrano, la joroba de Ruiz de Alarcón, el
trasvestimiento simbólico de sor Juana Inés de la Cruz.
La anomalía del barroco de Indias lo es sólo desde la mirada del poder imperial o bien desde
diversas estéticas posrenacentistas. Así, sólo para una mirada clásica, lo barroco resulta excesivo o
deforme. Por otro lado, y éste es un punto particularmente interesante, el signo barroco, en tanto
que colonial y repetitivo de otro signo con respecto al que se define y se halla ubicado en posición
de subalternidad, aunque no puede asimilársele (tal es el signo alegórico), deja un espacio libre
entre la alegorización y lo alegorizado, un entre lugar, en el que encontramos el residuo
genealógico, virtualmente abierto a innumerables expresiones de la diferencia americana, a
modos alternativos de ver: no olvidemos el predominio del régimen visual en el barroco. El
barroco debe ser entendido en el marco de las transculturaciones mundiales, que, en el caso de
América, comienzan con el descubrimiento y el consiguiente proceso de nomadismo artístico que
acompañó a la colonización. Por tanto, interrogarnos por el neobarroco implica que nos
preguntemos por la razón que ha llevado a reactualizar y refuncionalizar una estética colonial. Esta
recurrencia podría, tal vez, tener que ver con que diversos creadores han asumido lecturas del
barroco diferentes a la de Maravall, quien como es notorio se apoya en el concepto de industria
cultural de Adorno y Horkheimer, de ahí que entienda el barroco como manipulación relacionada
con el Estado absolutista.

Pero el barroco ha sido comprendido también como un artificio útil para corromper la pureza del
símbolo (Benjamin 1990) o como función operativa infinita de pliegue entre lo externo y lo interno
que constituye la unidad básica de la existencia (Deleuze 1988).

Ilemar Chiampi (1993) formula la siguiente hipótesis: si el barroco fue una manifestación de los
efectos de la Contrarreforma, el neobarroco expresaría una contramodernidad. Si el proyecto
moderno se manifestó incapaz para integrar lo no occidental, lo diferente en su modelo de
democracia nacional y consensual, entonces, retomar el barroco, que fue premoderno,
preiluminista y preburgués, parece justamente una lógica operación para revertir esa modernidad
que en América Latina jamás cuajó del todo.

Dice Gilles Deleuze que para entrar en el laberinto de pliegues “se necesita una criptografía que a
la vez enumere y descifre el alma, vea en los repliegues de la materia y lea en los pliegues del
alma” (1989: 11).

Carmen Bustillo, retomando las apreciaciones de John Müller, señala tres aspectos claves en la
evolución del concepto barroco:: a). de lo peyorativo a lo elogioso; b). de una evaluación subjetiva
general a un conjunto de rasgos específicos; c). de un adjetivo sin referente histórico preciso […]
hasta designar la totalidad de la cultura y comprender todas las ramas del arte, ciencias y vida
social de la “época” (1988: 32). Así, por ejemplo, desde la obra de Benedetto Croce Storia dell’età
barocca in Italia (1929), en la que persiste la imagen de un Barroco imperfecto como
contraposición a la perfección renacentista, a la de Heinrich Wölfflin Renaissance und Barock
(1888) existe una distancia considerable por la cual esta última se constituye en uno de los pilares
fundamentales para la revalorización del Barroco que se ha producido en el siglo XX. Wölfflin no
interpreta la progresión del Renacimiento al Barroco como una evolución en el sentido de
progreso sino como “la oposición de dos formas de visión, de dos soluciones fundamentalmente
distintas, cada una realizada en su propio orden” (Bustillo 1988: 31).

Es posible sintetizar las aproximaciones al Barroco en tres posiciones fundamentales: “una que
enfatiza el referente histórico y sociológico; otra que defiende lo tipológico intemporal como la
verdadera esencia generadora; una tercera que busca en la evolución de las formas clave para la
comprensión del fenómeno” (Bustillo: 41). La primera de estas posturas entiende el Barroco como
respuesta a la crisis que sumió al hombre en un estado de inestabilidad permanente y que tuvo
que ver, para autores como Arnold Hauser, con el llamado “giro copernicano”. Este
desplazamiento de la Tierra desde el centro hacia la periferia del sistema cosmológico, propuesto
por Copérnico en 1543, implicó echar por tierra tanto el geocentrismo como el antropocentrismo,
ambos propios del período renacentista, y sumergir al sujeto en una condición de profundo
desequilibrio social y personal en el que Dios y la palabra representativa son objeto de búsqueda
persistente. En este orden de cosas, Severo Sarduy en “Barroco” (1974) y “Barroco y Neobarroco”
(1972) se distancia de Hauser cuando propone a Kepler y no a Copérnico como el verdadero
revolucionario del conocimiento cosmológico ya que éste último mantiene una visión concéntrica
del sistema planetario mientras que Kepler plantea que la figura que describen los planetas
alrededor del Sol es la elipse y no el círculo. De esta manera, en lugar de desplazamiento lo que se
produce es un “descentramiento”, es decir, un desdoblamiento del centro por medio del cual un
lado es iluminado mientras que el otro permanece en la oscuridad aunque tan operante como su
doble visible. En literatura descuella en España la figura de Góngora cuyo proyecto creador tuvo
ramificaciones en territorio hispanoamericano en una representante excepcional como lo fue Sor
Juana Inés de la Cruz.

Antonio Maravall, por otra parte, desarrolla la idea de crisis que estaría en la base del Barroco
teniendo en cuenta los aspectos sociales y económicos del siglo XVII europeo. Para este autor, el
Barroco es una respuesta al “desajuste de una sociedad en cuyo interior se han desarrollado
fuerzas que la impulsan a cambiar y pugnan con otras más poderosas cuyo objetivo es la
conservación” (1981: 69). Se instituye, entonces, como “cultura dirigida”, como “operación social
tendente a contener las fuerzas dispersadoras que amenazaban con descomponer el orden
tradicional” (71). A esta negación de la posibilidad subversiva del barroco, nuevamente Sarduy le
contrapone un barroco actual como reflejo estructural de la inarmonía y de la ruptura de la
homogeneidad. Un Neobarroco que no constituye propiamente una repetición del Barroco del
siglo XVII sino la reapropiación contextualizada de algunos de sus elementos y,
consecuentemente, una nueva mirada en torno a las circunstancias en las que está inmerso que
permite entrever sus posibles connotaciones críticas y políticas. En contraste con estas
perspectivas, la postura de Eugenio D´Ors en Lo barroco (1964) se opone a los conceptos de estilo
y de época ya que considera al Barroco como una constante de la naturaleza y el espíritu humano,
una esencia universal regida por el ritmo cíclico del eterno retorno y presente en diferentes
manifestaciones (Guerrero 1987: 14). La caracterización que hace D´Ors sobre el Barroco como
expresión en la que las líneas se entrecruzan, se tuercen o se quiebran, los volúmenes se animan
por los efectos de contraste, el movimiento se opone al equilibrio, la armonía y la estabilidad, y las
fuerzas de la pasión prevalecen sobre las de la disciplina es lo que le permite encontrar
expresiones en todas las fases históricas e instituirlo como un intérprete eterno de aquello que las
reglas y la mesura no son capaces de expresar suficientemente. “Siempre que encontramos
reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias, el resultado estilístico pertenece a la
categoría del Barroco” expresa D´Ors (29), y su caracterización es tan vaga y su afirmación tan
amplia que no se puede menos que afirmar que su teoría es indiscutible pero también inaceptable
en tanto se sustenta en la simplificación estética y la despreocupación socio- histórica y política.

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