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Lettieri Civilizacion en Debate Páginas 5,17 38
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La civilización en debate
Historia contemporánea: de las revoluciones
burguesas al neoliberalismo
ban a los nombres de los titulares del poder, sino también a los grupos,
clases o estamentos, que se beneficiaban de su ejercicio.
Por esta razón, y en tanto buena parte de los valores, prácticas y for-
mas de ver el mundo que caracterizaron a las revoluciones liberales con-
servaron su vigencia durante mucho tiempo –e incluso algunos todavía
lo siguen haciendo hasta la actualidad–, muchas de sus claves pueden
utilizarse para interpretar con fidelidad los procesos históricos contem-
poráneos. No está de más puntualizar que si bien la Revolución Francesa
significó un cambio político y social, también –y esencialmente– significó
un cambio a nivel ideológico, un cambio en la concepción del hombre,
en el equilibrio entre los valores burgueses de libertad y de igualdad que
debían imperar entre los hombres. Antes de la Revolución Francesa, prác-
ticamente en todo el mundo, las sociedades existentes eran de tipo esta-
mental. Eran sociedades en donde los hombres eran ubicados en deter-
minados estadios sociales a partir del lugar en el que habían nacido, a
partir de su cuna, y la posibilidad de ascenso social era una empresa
prácticamente ímproba. Por el contrario, los ideales de igualdad, liber-
tad y fraternidad que trajo consigo la Revolución Francesa implicaron
una nueva concepción del hombre, una concepción revolucionaria del
hombre.
De este modo, esta revolución no fue revolucionaria por haberse sus-
tanciado a través de un movimiento armado, sino que lo fue primordial-
mente por la nueva concepción del hombre que trajo consigo y por su
capacidad de revolucionar al conjunto de las sociedades occidentales a
lo largo del tiempo. En efecto, si bien la Revolución Francesa se inició en
una fecha determinada, la Francia de 1789, como un acto político con-
creto, en tanto momento liminar en la transformación de la concepción
de la idea del hombre, sus orígenes son muy anteriores, y su duración,
ciertamente, mucho más prolongada, al punto que algunos autores sos-
tienen que aún no ha concluido, en la medida en que muchas de sus
ideas y valores fundantes todavía no se han consagrado adecuadamente
en la mayor parte del planeta. En efecto, cuando se observa actualmente
el mapa universal es posible advertir que la igualdad entre los hombres
todavía sigue siendo un ideal bastante lejano, por no hablar ya de valores
mucho más abstractos, como la de fraternidad entre los pueblos, que
constituye lamentablemente una entelequia. Y también se observa que la
idea de libertad –con todo su potencial emancipatorio– todavía no se ha
concretado.
Así, el principal aspecto revolucionario de la Revolución Francesa es
su carácter de revolución, antes que francesa; es decir, aquello que la
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Sin embargo, la burguesía era todavía una clase demasiado débil como
para poder derribar por sí sola a este antiguo y aún poderoso poder
aristocrático, por lo que intentó aglutinar tras de sí a otros grupos socia-
les postergados –fundamentalmente artesanos y campesinos, pequeños
propietarios–. Un segundo ideal, el de igualdad, permitía unificar las
demandas. A diferencia de lo sostenido tradicionalmente por los esta-
mentos privilegiados, las nuevas ideas afirmaban que los hombres debían
nacer libres e iguales, que el lugar de nacimiento de una persona no
debía marcar a fuego su destino. El ideal de igualdad implicaba un fabu-
loso aglutinante, un eslogan, un valor que permitió encuadrar detrás del
liderazgo de esta burguesía en ascenso al resto de las clases sociales pos-
tergadas.
Estos dos ideales –el de libertad y el de igualdad– adquirieron un
papel central en las sociedades occidentales a lo largo de todo el período
estudiado en este libro, pero van a estar en permanente tensión. Porque,
en realidad, a la burguesía no le preocupaba demasiado la suerte de los
demás grupos sociales postergados: sólo le interesaba consagrar la idea de
que los hombres nacían iguales, para que inmediatamente dejaran de
serlo en el terreno del mercado, a partir del uso que hiciesen de su
libertad. Así, la igualdad que concebía la burguesía era una igualdad
para diferenciarse. Esta concepción de la relación entre los ideales de
libertad e igualdad, que subordinaba claramente el segundo al primero,
no coincidía con la interpretación que hacían otros sectores sociales que
consideraban que las nuevas sociedades a construir deberían tener como
eje a la igualdad y como componente subordinado a la libertad. Es decir,
se planteaba que los hombres debían ser solidarios entre sí, que deberían
tener formas de vida y patrimonios similares, y conservar esa equivalencia
a lo largo de sus vidas. Para ellos la igualdad era el principal valor que
caracterizaba a la Revolución Francesa y, para garantizarla, se sostenía
que el Estado debería adquirir una matriz social que le permitiera velar
por la igualdad entre los hombres, poniendo límites a la capacidad de
acumulación individual que acababa por diferenciarlos, por propiciar
situaciones de explotación del hombre por el hombre. A lo largo del
siglo XIX, esta matriz social se desarrolló a partir de dos vertientes: una de
ellas, íntimamente vinculada con la antigua idea comunitaria del cristia-
nismo; la otra, identificada con el socialismo.
Junto con los valores de igualdad y libertad, la Revolución Francesa
aportó un tercer ideal: la fraternidad entre los hombres, que fue levanta-
do en un principio y, en adelante, únicamente de manera intermitente.
Cuando la burguesía revolucionaria planteó la idea de fraternidad lo
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hizo afirmando que el principal deber de los hombres era con los otros
hombres, sus “iguales”, y no con la aristocracia o con la monarquía que
los sojuzgaba, según lo dictaminado por el orden estamental. Esto impli-
caba sostener que los pueblos debían ser fraternales entre ellos en su
lucha de liberación respecto del poder aristocrático, ya que todos en
conjunto formaban parte de una misma especie, la especie humana, que
no admitía privilegios ni dotes excepcionales surgidos de la cuna. Sin
embargo, con el paso del tiempo –y una vez que la burguesía y su forma
de entender el mundo consiguieron adquirir un carácter hegemónico–,
el ideal de fraternidad fue muy cuestionado por los gobernantes y las
burguesías nacionales, ya que permitía definir a un hombre universal, a
un hombre que se encaminaba hacia algún tipo de liberación y para ello
orientaba su acción hacia la destrucción de cualquier tipo de coerción –
incluido, por supuesto, el poder estatal– para dar vida a una sociedad
comunitaria e igualitaria. Y ni qué decir de cómo se daba de bruces este
ideal de fraternidad con el vergonzoso trato que recibían las poblaciones
nativas extracontinentales de parte de las “civilizadas” naciones europeas
en su calidad de metrópolis coloniales. En verdad, ni en el gobierno
doméstico ni en la administración de sus territorios imperiales las clases
dirigentes occidentales se ocuparon seriamente de impulsar la vigencia
de este valor: por el contrario, su interés radicó siempre en dividir a los
hombres para poder gobernarlos con mayor facilidad. Por esta razón,
una vez que la Revolución Francesa consiguió triunfar, el ideal de frater-
nidad entre todos los hombres del mundo fue reemplazado por la idea
nacional, del vínculo cultural y simbólico –y, en muchos casos, genético–
que unía a los miembros de una misma comunidad nacional, y que debía
resultar lo suficientemente sólido como para permitir relativizar las pro-
fundas diferencias de clase que aquejaban al cuerpo social. Por esta ra-
zón, los hombres públicos de las sociedades burguesas plantearán cons-
tantemente que el principal deber del hombre no era con la especie hu-
mana, sino con quienes comparte un mismo destino común.
De este modo, “igualdad-libertad” y “fraternidad-nación” constituyen
los dos principales núcleos de tensión que presentó la Revolución Fran-
cesa. En su momento, estos valores permitieron liquidar el poder aristo-
crático absoluto y poner en marcha procesos de modificación estructu-
ral. Sin embargo, no hay que perder de vista que la Revolución Francesa
fue revolucionaria sólo hasta un punto: aquél hasta el cual la burguesía
estaba dispuesta a ser revolucionaria. En efecto, la burguesía no quería
poner el mundo “patas para arriba”, ya que no quería construir una so-
ciedad de iguales. Su objetivo, a partir de la Revolución Francesa, sim-
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Capítulo 2
El universo de las ideas políticas.
Liberalismo y democracia en el
siglo xix
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ricano, donde muchas de las disposiciones de la Constitución de 1787
continúan en vigencia)–, ese régimen no fue concebido por sus creado-
res como una forma de democracia, ya que por tal consideraban al régi-
men imperante en las pequeñas ciudades de la antigüedad clásica. Por el
contrario, para referirse al régimen instituido por ellos, utilizaron los
conceptos “gobierno representativo” o “república”. En efecto, tanto el
norteamericano James Madison como el abate francés Emmanuel Joseph
Sieyès recalcan expresamente que el nuevo régimen prescripto no consti-
tuye una adaptación de la democracia de los antiguos, producto de la
imposibilidad técnica de reunir en asambleas a los pueblos de los gran-
des Estados –como lo había sugerido Rousseau–, sino una forma de go-
bierno sustancialmente diferente y superior.
Este nuevo régimen se sostenía sobre una renovada concepción de la
representación. En el pasado, las sociedades estamentales habían utiliza-
do una concepción “sociológica” de la representación, según la cual los
miembros más destacados de cada uno de los estamentos u órdenes eran
reconocidos como sus representantes naturales; es decir, los representan-
tes “reflejaban” socialmente a sus pares. Por el contrario, la nueva con-
cepción de la representación, esencialmente política, permitía refinar el
tratamiento de los negocios públicos, al designar como representantes
del conjunto de la nación soberana –y no de sus electores particulares– a
un cuerpo electo de ciudadanos, distinguidos por su sabiduría, su pa-
triotismo y su amor por la justicia, y decididos a impedir que las decisio-
nes públicas respondiesen a intereses personales o grupales, tal como
sucedía en el caso del voto imperativo. El sistema representativo, de este
modo, ponía a los gobernantes virtuosos en condiciones de resistir las
pasiones efímeras y desordenadas que imperan en cualquier comunidad,
volviéndolos responsables de sus decisiones.
De tal manera, los cuatro principios fijados para el gobierno repre-
sentativo moderno fueron desde un principio: a) los gobernantes son
elegidos por los gobernados a intervalos regulares; b) los gobernantes
conservan en sus iniciativas un margen de independencia en relación
con los gobernados; c) una opinión pública sobre los temas políticos
puede expresarse fuera del control de los gobernantes, pero no tiene
necesariamente efectos vinculantes inmediatos con la toma de decisiones
políticas; d) la decisión colectiva es tomada al término de la discusión
(el objetivo de las discusiones tiene como objeto producir consentimien-
to, pero no implica que ninguna opinión sea considerada inferior a las
demás).
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existentes difícilmente podrían ser evaluadas por una elite, por más ele-
vados que fuesen su virtuosismo o ilustración. De este modo, la tradicio-
nal tesis de la soberanía de la nación enunciada por Sieyès –que sostenía
que, una vez electo, el representante no debía rendir cuenta a sus pro-
pios electores (como sucedía en los regímenes estamentales con voto im-
perativo), sino a la nación en su conjunto– fue reemplazada por otros
argumentos mucho más pragmáticos, que afirmaban que sólo los indivi-
duos que compartían un interés particular podían hablar adecuadamen-
te en su defensa. “Ningún hombre –se sostenía–, ingresa a la sociedad
para promover el bien ajeno, sino el propio”; de este modo, se exigía que
la democracia fuera representativa no sólo en un sentido político –en lo
referido a los orígenes electorales de los mandatos–, sino representativa
también en un sentido sociológico, e incluyera en los cargos de gobierno
a profesionales, comerciantes, mercaderes, industriales, etc. También se
reclamó el pago de un salario u honorario a los representantes, para su
manutención, aunque esta solicitud sólo fue concedida en 1911.
La nueva lógica de la representación, política y sociológica a la vez,
fue reemplazando a la puramente política, en términos de Sieyès, y, por
supuesto, a la representación “virtual” definida por Burke. Para ello re-
sultó necesaria la ampliación del sufragio universal a prácticamente toda
la población blanca, masculina y adulta, en 1825. Los nuevos líderes
norteamericanos que surgieron en el seno de la denominada “democra-
cia jacksoniana” –en referencia a Andrew Jackson, presidente que avaló
los cambios y la concepción crecientemente igualitaria del régimen polí-
tico– fueron personas del común; sin embargo, esto no afectó la estabili-
dad del régimen –como temían los intelectuales liberales europeos– sino
que contribuyó decididamente a consolidarlo. De este modo, el pueblo
norteamericano no gobernaba directamente en ninguna parte, pero sus
representantes –elegidos a través del sufragio universal– poblaban todas
las instituciones del país.
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VI. Conclusiones
Durante la primera mitad del siglo XIX, la relación entre liberalismo y
democracia experimentó una profunda tensión. Desde la perspectiva de
los pensadores liberales europeos, la igualdad siguió considerándose como
un valor subordinado a la libertad, que constituyó el eje y centro de su
reflexión. En tal sentido, el célebre discurso pronunciado por Benjamin
Constant, en 1818, consagró una relación canónica entre ambos princi-
pios, al tiempo que estableció la supremacía del gobierno representativo
y censatario sobre cualquier versión de la democracia ampliada. Si bien
durante la primera mitad del siglo no faltaron las iniciativas reformistas,
a la luz de los grotescos resultados sociales que exponía el proceso de
desarrollo del capitalismo, sus aportes fueron limitados y reflejaron la
contradicción que invadía a los autores más progresistas, como Jeremy
Bentham o James Mill. Si bien era deseable algún tipo de reforma, sobre
todo en lo referido a la ampliación del sufragio, las dudas sobre sus
potenciales efectos sobre el derecho de propiedad los condujo a recortar
sensiblemente su apuesta: era tolerable la extensión del sufragio a la clase
media pero, ¿serían igualmente confiables las clases populares en caso de
gozar de un derecho similar? De este modo, aun cuando la extensión del
sufragio de 1832 pudo celebrarse como un avance cierto en la capacidad
de control de la sociedad sobre eventuales abusos del gobierno, las de-
mandas de los cartistas o los proyectos de cambio social levantados por
los owenistas durante esa misma década, fueron observados con evidente
desconfianza y temor por las clases dirigentes, para terminar condenados
al fracaso. Contemporáneamente, en el caso francés, la Monarquía de
Julio mantenía las bases esenciales del régimen borbónico restaurado,
con la diferencia de la sanción de una Constitución que reconocía el
origen contractual de la monarquía de Luis Felipe de Orléans, en tanto
sólo aceptaba el ejercicio de la soberanía por parte de la población “capa-
citada” o “razonable” al momento de designar la composición de las cá-
maras representativas. La posterior ampliación del universo de sufragan-
tes –producto de la disminución del censo exigido–, implicó un cambio
similar al supuesto por el Reform Bill inglés de 1832, aunque no un avan-
ce significativo del principio democrático.
Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, los norteamericanos con-
seguían desarrollar un nuevo modelo de sociedad, en la cual la pobreza
no era algo necesario, y el republicanismo igualitario de la democracia
jacksoniana –inspirado de algún modo en el modelo roussoniano– hacía
de la democracia participativa –sostenida en un modelo de gobierno del
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