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INSTITUTO DE EDUCACION SUPERIOR Nª 6019“JOAQUIN V.

GONZALEZ

RECTOR: EDUARDO NAVARRO

PROF. LILIANA TELLEZ

CARRERA: PROFESORADO DE ENSEÑANZA PRIMARIA

ASIGNATURA. LENGUA Y LITERATURA Y SU DIDÀCTICA

CURSO: 1ER AÑO

TRABAJO PRÁCTICO OBLIGATORIO

FECHA DE PRESENTACION: 29 DE SETIEMBRE DE 2021


DOSSIER DE LITERATURA INFANTIL PARA TRABAJAR EN
NIVEL PRIMARIO.

ACTIVIDAD Nª 1: ABRIR EL SIGUIENTE VIDEO DE YOUTUBE Y


MIRAR Y ESCUCHAR EL CONTENIDO DEL TEXTO.

https://www.youtube.com/watch?
v=Me5nsG6zlF4&ab_channel=MiSalaAmarilla

ACTIVIDAD 2. A CONTINUACION HAY UN COMPILADO DE


TEXTOS DE LITERATURA INFANTIL QUE VAN A TRABAJAR EN
EL NIVEL PRIMARIO. REALIZAR LAS LECTURAS DE LOS
MISMOS CON LAS ACTIVIDADES DE COMPRENSION LECTORA
PROPUESTAS EN EL MISMO.

Fragmentos de "Los miserables" de Victor


Hugo con actividades de comprensión lectora
 

LOS MISERABLES
Victor Hugo

(fragmento 1)
Este fragmento nos cuenta cómo por el robo de un pan Jen Valjean se vuelve un
presidiario.

Hacia la medianoche, Jean Valjean se despertó.

Jean Valjean era de una pobre familia de aldeanos de la Brie. En su infancia no


había aprendido a leer. Cuando fue hombre tomó el oficio de podador en Faverolles.
Su madre se llamaba Jeanne Mat- hieu, y su padre, Jean Valjean, o Vlajean, mote y
contracción, probablemente, de voila Jean.

Jean Valjean tenía el carácter pensativo, sin ser triste, lo cual es propio de las
naturalezas afectuosas. En resumidas cuentas, era una cosa algo adormecida y
bastante insignificante, en apariencia al menos, este Jean Valjean. De muy corta
edad, había perdido a su padre y a su madre. Esta había muerto de una fiebre láctea
mal cuidada. Su padre, podador como él, se había matado al caer de un árbol. Ajean
Valjean le había quedado solamente una hermana mayor que él, viuda, con siete
hijos, entre varones y hembras. Esta hermana había criado a Jean Valjean y,
mientras vivió su marido, alojó y alimentó a su hermano. El marido murió. El mayor
de sus hijos tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de cumplir
veinticinco años. Reemplazó al padre y sostuvo, a su vez, a la hermana que le había
criado. Hizo aquello sencillamente, como un deber, y aun con cierta rudeza de su
parte. Su juventud se gastaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado. Nunca le
habían conocido «novia» en la comarca. No había tenido tiempo para enamorarse.
Por la noche, regresaba cansado y tomaba su sopa sin decir una palabra. Su
hermana, mientras él comía, le tomaba con frecuencia de su escudilla lo mejor de la
comida, el pedazo de carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para darlo a
alguno de sus hijos; él, sin dejar de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza
casi metida en la sopa y sus largos cabellos cayendo alrededor de la escudilla, ocul-
tando sus ojos, parecía no ver nada y dejábala hacer. Había en Faverolles, no lejos
de la cabaña de los Valjean, al otro lado de la callejuela, una lechera llamada Marie-
Claude; los niños Valjean, casi siempre hambrientos, iban muchas veces a pedir
prestado a Marie- Claude, en nombre de su madre, una pinta de leche que bebían de-
trás de una enramada, o en cualquier rincón de un portal, arrancándose unos a otros
el vaso con tanto apresuramiento que las niñas pequeñas lo derramaban sobre su
delantal y su cuello. Si la madre hubiera sabido este hurtillo, habría corregido
severamente a los delincuentes. Jean Valjean, brusco y gruñón, pagaba, sin que
Jeanne lo supiera, la pinta de leche a Marie-Claude, y los niños no eran castigados.

En la estación de la poda, ganaba veinticuatro sueldos por día, y luego se empleaba


como segador, como peón de albañil, como mozo de bueyes o como jornalero. Hacía
todo lo que podía. Su hermana, por su parte, trabajaba también; pero ¿qué podía
hacerse con siete niños? Era un triste grupo, al que la miseria envolvía y estrechaba
poco a poco. Sucedió que un invierno fue muy crudo. Jean no encontró trabajo. La
familia no tuvo pan. Ni un bocado de pan, y siete niños.

Un domingo por la noche, Maubert Isabeau, panadero en la plaza de la iglesia, en


Faverolles, se disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la vidriera
enrejada de la puerta de su tienda.

Llegó a tiempo para ver un brazo pasar a través del agujero hecho de un puñetazo en
uno de los vidrios. El brazo cogió un pan y se retiró. Isabeau salió apresuradamente;
el ladrón huyó a todo correr; Isabeau corrió tras él y le detuvo. El ladrón había
soltado el pan, pero tenía aún el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean.

Esto pasó en 1795- Jean Valjean fue llevado ante los tribunales acusado de «robo
con fractura, de noche y en una casa habitada». Tenía un fusil y era un excelente
tirador, un poco aficionado a la caza furtiva; esto le perjudicó. Existe un prejuicio
legítimo contra los cazadores furtivos. El cazador furtivo, lo mismo que el
contrabandista, anda muy cerca del salteador. Sin embargo, digámoslo de paso, hay
un abismo entre ambos y el miserable asesino de las ciudades. El cazador furtivo
vive en el bosque; el contrabandista vive en las montañas o cerca del mar. Las
ciudades hacen hombres feroces, porque hacen hombres corrompidos. La
montaña, el mar, el bosque hacen hombres salvajes. Desarrollan el lado feroz, pero a
menudo lo hacen sin destruir el lado humano.
Jean Valjean fue declarado culpable. Los términos del código eran formales. En
nuestra civilización hay momentos terribles; son aquellos en que la ley pronuncia
una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el
irreparable abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue condenado a cinco años
de galeras.

El 22 de abril de 1796, se celebró en París la victoria de Montenotte, obtenida por el


general en jefe de los ejércitos de Italia, a quien el mensaje del Directorio a los
Quinientos, el 2 de floreal del IV, llama Buona-Parte; aquel mismo día se remachó
una cadena en Bicétre. Jean Valjean formaba parte de esta cadena. Un antiguo por-
tero de la cárcel, que tiene hoy cerca de noventa años, recuerda aún perfectamente a
este desgraciado, cuya cadena se remachó en la extremidad del cuarto cordón, en el
ángulo norte del patio. Estaba sentado en el suelo, como todos los demás. Parecía no
comprender nada de su situación, salvo que era horrible. Es probable que descu-
briese, a través de las vagas ideas de un hombre ignorante, que había en su pena algo
excesivo. Mientras a grandes martillazos remachaban detrás de él el perno de su
argolla, lloraba; las lágrimas le ahogaban, le impedían hablar y solamente de vez en
cuando exclamaba: «Yo era podador en Faverolles.» Luego, sollozando, alzaba su
mano derecha y la bajaba gradualmente siete veces, como si tocase sucesivamente
siete cabezas a desigual altura; por este gesto se adivinaba que lo que había hecho,
fuese lo «que fuera, había sido para alimentar y vestir a siete pequeñas criaturas.

Partió para Tolón. Llegó allí después de un viaje de veintisiete días en una carreta,
con la cadena al cuello. En Tolón fue revestido de la casaca roja. Todo se borró de lo
que había sido su vida, incluso su nombre; ya no fue más Jean Valjean; fue el
número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete niños? ¿Quién se
ocupó de ellos? ¿Qué es del puñado de hojas del joven árbol serrado por su pie?

La historia es siempre la misma. Estos pobres seres vivientes, estas criaturas de


Dios, sin apoyo desde entonces, sin guía, sin asilo, marcharon a merced del azar,
¿quién sabe a dónde?, cada uno por su lado, quizá, sumergiéndose poco a poco en
esa fría bruma en la que se sepultan los destinos solitarios, tenebrosas tinieblas en
las que desaparecen sucesivamente tantas cabezas infortunadas, en la sombría
marcha del género humano. Abandonaron aquella región. El campanario de lo que
había sido su pueblo, los olvidó; el límite de lo que había sido su campo, los olvidó;
después de algunos años de permanencia en la prisión, Jean Valjean mismo los
olvidó. En aquel corazón, donde había existido una herida, había una cicatriz.
Aquello fue todo. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó hablar una
sola vez de su hermana. Era, creo, hacia el final del cuarto año de su cautividad. No
sé por qué conducto recibió las noticias. Alguien, que los había conocido en su país,
había visto a su hermana. Estaba en París. Vivía en una pobre calle, cerca de San
Sulpicio, en la calle del Geindre. No tenía consigo más que a un niño, el último.
¿Dónde estaban los otros seis? Quizá ni siquiera ella misma lo sabía. Todas las
mañanas iba a una imprenta de la calle del Sabot, n.°3, donde era plegadora y
encuadernadora. Era preciso estar allí a las seis de la mañana, mucho antes de ser de
día en invierno. En el mismo edificio de la imprenta había una escuela, a la cual
llevaba a su hijo, que tenía siete años. Pero, como ella entraba en la imprenta a las
seis, y la escuela no abría hasta las siete, el niño tenía que esperar una hora en el
patio, hasta que se abriese; en invierno, una hora de noche y al descubierto. No
querían que el niño entrara en la imprenta, porque molestaba, según decían. Los
obreros veían a esta criatura, al pasar por la mañana, sentada en el suelo, cayéndose
de sueño y, muchas veces, dormido en la oscuridad, acurrucado sobre su cestito. Los
días de lluvia, una viejecita, la portera, tenía piedad de él; le recogía en su covacha,
donde no había más que una pobre cama, una rueca y dos taburetes; el pobrecillo se
dormía allí, en un rincón, arrimándose al gato para sentir menos frío. A las siete se
abría la escuela y entraba. Esto fue lo que le dijeron a Jean Valjean. Ocupó su ánimo
esta noticia un día, es decir, un momento, un relámpago, como una ventana abierta
bruscamente al destino de los seres que había amado. Después se cerró la ventana;
no se volvió a hablar más, y todo se acabó. Nada más supo de ellos; no los volvió a
ver; jamás los encontró; ni tampoco los encontraremos en la continuación de esta
dolorosa historia.

Hacia el final de este cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus compañeros
le ayudaron, como suele hacerse en aquella triste mansión. Se evadió. Erró durante
dos días en libertad por el campo; si es ser libre estar perseguido; volver la cabeza a
cada instante; estremecerse al menor ruido; tener miedo de todo, del techo que
humea, del hombre que pasa, del perro que ladra, del caballo que galopa, de la hora
que suena, del día porque se ve, de la noche porque no se ve, del camino, del
sendero, de los árboles, del sueño. En la noche del segundo día fue apresado. No
había comido ni dormido desde hacía treinta y seis horas. El tribunal marítimo le
condenó, por aquel delito, a un recargo de tres años, con lo cual eran ocho los de
pena. Al sexto año, le llegó de nuevo el turno de evadirse; aprovechóse de él, pero
no pudo consumar su huida. Había faltado a la lista. Disparóse el cañonazo y, por la
noche, la ronda le encontró escondido bajo la quilla de un barco en construcción;
ofreció resistencia a los guardias que le prendieron: evasión y rebelión. Este hecho,
previsto por el código especial, fue castigado con un recargo de cinco años, de los
cuales dos bajo doble cadena. Trece años. Al décimo, le llegó otra vez su turno y lo
aprovechó, pero no salió mejor librado. Tres años más, por aquella nueva tentativa.
Dieciséis años. Finalmente, en el año decimotercero, según creo, intentó de nuevo su
evasión y fue cogido cuatro horas más tarde. Tres años más, por estas cuatro horas.
Diecinueve años. En octubre de 1815, fue liberado; había entrado en presidio en
1796, por haber roto un vidrio y haber robado un pan.

desastre de una vida. Claude Gueux había robado un pan; Jean Valjean había robado
un pan. Una estadística inglesa demuestra que, en Londres, de cada cinco robos,
cuatro tienen por causa inmediata el hambre.
Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él
impasible. Había entrado desesperado, salió de él sombrío.

¿Qué había pasado en su alma?

LOS MISERABLES
Victor Hugo

(fragmento 2)

Al inicio de la novela, Jean Valjean sale de la cárcel amargado y sin amigos. El


único que lo ayuda es un obispo que le da posada y lo trata como a un ser humano
digno de caridad y respeto. Pero Valjean, necesitado de dinero, le roba unos
cubiertos de plata y huye. Poco después es descubierto por la policía y llevado ante
el obispo. La escena que vas a leer es la continuación de esta historia.

Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por el jardín. La


señora Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada.

- Monseñor, monseñor -exclamó-: ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el canastillo


de los cubiertos?

- Sí -contestó el obispo.

- ¡Bendito sea Dios! -dijo ella-. No lo podía encontrar.

El obispo acababa de recoger el canastillo en el jardín, y se lo presentó a la señora


Magloire.

- Aquí está.

- Sí -dijo ella-; pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos?

- ¡Ah! -dijo el obispo-. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé.

- ¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.


Y en un momento, con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró en
la alcoba, y volvió al lado del obispo.

- ¡Monseñor, el hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería!

El obispo permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la


señora Magloire con toda dulzura:

- ¿Y era nuestra esa platería?

La señora Magloire se quedó sin palabras; y el obispo añadió:

- Señora Magloire; yo retenía injustamente desde hace tiempo esa platería.


Pertenecía a los pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.

- ¡Ay, Jesús! -dijo la señora Magloire-. No lo digo por mí ni por la señorita, porque a
nosotras nos da lo mismo; lo digo por Vuestra Grandeza. ¿Con qué vais a comer
ahora, monseñor?

El obispo la miró como asombrado.

- Pues, ¿no hay cubiertos de estaño?

La señora Magloire se encogió de hombros.

- El estaño huele mal.

- Entonces de hierro.

La señora Magloire hizo un gesto expresivo:

- El hierro sabe mal.

- Pues bien -dijo el obispo-, cubiertos de palo.

Algunos momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado


Jean Valjean la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía
notar alegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que
murmuraba sordamente, que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque
fuesen de madera, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.

- ¡A quién se le ocurre -mascullaba la señora Magloire yendo y viniendo- recibir a


un hombre así, y darle cama a su lado!
Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.

- Adelante -dijo el obispo.

Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres


hombres traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto
era Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo
el saludo militar.

- Monseñor... -dijo.

Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó
estupefacto la cabeza.

- ¡Monseñor! -murmuró-. ¡No es el cura!

- Silencio -dijo un gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.

Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.

- ¡Ah, habéis regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os


había dado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también
doscientos francos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?

Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no
podría pintar ninguna lengua humana.

- Monseñor -dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo
encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...

- ¿Y os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre,


un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis
traído acá.

- Entonces -dijo el gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?

- Sin duda -dijo el obispo.

Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.

- ¿Es verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en
sueños.

- Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendarme.


- Amigo mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.

Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos
mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada
que pudiese distraer al obispo.

Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.

- Ahora -dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es


inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle.
Está cerrada sólo con el picaporte noche y día.

Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:

- Señores, podéis retiraros.

Los gendarmes abandonaron la casa.

Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse.

El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:

- No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros


hombre honrado.

Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo
continuó con solemnidad:

- Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro
vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro
a Dios.

Actividades de comprensión (fragmento 1)

1.     ¿Qué opinas de la vida que le tocó vivir a Jean Valjean? Explica tu respuesta.

2.     ¿Por qué Jean Valjean robó un pan?

3.     ¿Qué relación encuentras con la frase subrayada en el fragmento y el destino de


Jean Valjean?
4.     Qué infieres de esta frase: "Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando
y temblando; salió de él impasible. Había entrado desesperado, salió de él
sombrío". Fundamenta tu respuesta.

Actividades de comprensión (fragmento 2)

1.     ¿Quiénes traían a Jean Valjean? ¿Ante quién pensaba Jean Valjean que
estaba?  ¿Por qué lo llevaron ante al obispo?

2.     ¿Cómo encubrió el obispo al ladrón? ¿Qué otra ayuda le ofreció?

3.     Si tú te hubieras visto en la misma situación como la de Jean Valjean, ¿cómo


habrías actuado? ¿Por qué?

4.     ¿Por qué crees que el obispo actuó de esta manera? ¿Te pareció un hombre
justo? ¿Por qué?

EXTRA: VIDEO ANÁLISIS DE "LOS MISERABLES" DE VICTOR HUGO:

Lee atentamente el siguiente relato:

UNA COARTADA A PRUEBA DE BOMBA


Giorgio Scerbanenco

La esposa, con un velo blanco, algunos granos de arroz aún esparcidos entre los pliegues,
acabó también ella en el cuartelillo de la policía, con el rostro pálido, sin lágrimas, la
mirada cargada de odio ante el funcionario que, detrás de su escritorio, le explicaba:
-Es inútil que digan que no es verdad, por el amor de Dios, que no les guste es natural, pero
la verdad es la verdad, y ustedes tienen que conocerla… Él salió esta mañana de su casa a
las nueve, para casarse con usted. Estaba todo calculado, premeditado con exactitud. Sale
de casa con el coche, repito, para ir a la iglesia donde se iba a celebrar la boda. Pero apenas
ha subido al coche aparece una antigua amiga, y él sabía que aparecería. “Déjame subir – le
dice la antigua amiga -, tú no vas a casarte con ésa, tú te vienes conmigo”. Es una exaltada,
una loca, él lo sabe, desde hace dos años que ella lo atormenta, él no aguanta más, la deja
subir y la mata repentinamente y luego, antes de venir a casarse con usted, pasea por el
parque, arroja el cadáver detrás de un cesto y va corriendo a la iglesia para representar el
papel de marido que espera a la esposa…
Usted llega, se celebra la ceremonia, y se van a la fiesta y él está tranquilísimo, porque tiene
una coartada a prueba de bomba, se lo digo yo. Aunque lo detengamos y le preguntemos:
¿Dónde estaba la mañana del 29 de abril?, él responderá Estaba casándome. ¿Cómo puede
una persona que va a casarse, matar al mismo tiempo a una mujer? Pero él no podía
imaginarse que el coche perdiera aceite precisamente esa mañana. Cerca de la mujer
estrangulada había un charquito de aceite, seguimos las gotas de aceite como en los cuentos
y llegamos hasta la iglesia…, desde la iglesia llegamos hasta el hotel, donde continúa aún la
fiesta, preguntamos de quién es el coche y el coche es del marido, y el marido ha
confesado, señora, lo siento muchísimo, pero la verdad es la verdad…

Bajo su velo blanco, ella, sin embargo, siguió mirándolo con odio.

Actividades
1. Lo que acabas de leer es un cuento policial ¿Por qué?
2. ¿Cómo lo clasificarías? Explica.
3. ¿Cuál fue el motivo por el que el marido mata a la otra mujer?
4. La coartada del asesino ¿realmente es a prueba de bomba? Explica con tus palabras.
5. ¿Por qué la policía lo detuvo tan rápido? Explica brevemente.
6. ¿Por qué la mujer mira con odio al funcionario que le explicaba todo?
7. Elabora un esquema actancial para el marido de la mujer.

Fragmento de "El principito" con actividades


de comprensión lectora
 

EL PRINCIPITO
(fragmento)
Antoine de Saint-Exupéry
 

El séptimo planeta fue, pues, la Tierra. [...] Pero sucedió que el Principito, habiendo
caminado largo tiempo a través de arenas, de rocas y de nieves, descubrió al fin una
ruta. Y todas las rutas van hacia la morada de los hombres.

-Buenos días -dijo.

Era un jardín florido de rosas.

-Buenos días -dijeron las rosas.

El Principito las miró. Todas se parecían a su flor.

-¿Quiénes sois? -les preguntó, estupefacto.

-Somos rosas -dijeron las rosas.

-¡Ah! -dijo el Principito.

Y se sintió muy desdichado. Su flor le había dicho que ella era la única de su especie
en todo el universo. Y he aquí que había cinco mil, todas semejantes, en un solo
jardín. [...]

Luego, se dijo aún: "Me creía rico con una flor única y no poseo más que una rosa
ordinaria. La rosa y mis tres volcanes que me llegan a la rodilla, uno de los cuales
quizá está apagado para siempre. Realmente no soy un gran príncipe...". Y, tendido
sobre la hierba, lloró.
Entonces apareció el zorro:

-Buenos días -dijo el zorro.

—¿Quién eres? -dijo el Principito. Eres muy lindo...

-Soy un zorro -dijo el zorro.

-Ven a jugar conmigo -le propuso el Principito-. ¡Estoy tan triste!

-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-. No estoy domesticado.

-¡Ah, perdón! -dijo el Principito.

Pero después de reflexionar, agregó:

-¿Qué significa "domesticar"?

—No eres de aquí -dijo el zorro-. ¿Qué buscas?

-Busco a los hombres -dijo el Principito-. ¿Qué significa "domesticar"?

—Los hombres -dijo el zorro— tienen fusiles y cazan. Es muy molesto. También
crían gallinas. Es su único interés. ¿Buscas gallinas?

-No -dijo el Principito-. Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"?

-Es una cosa demasiado olvidada -dijo el zorro. Significa "crear lazos".

-¿Crear lazos?

-Sí -dijo el zorro-. Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien
mil muchachos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más
que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos
necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el
mundo...

-Empiezo a comprender -dijo el Principito-. Hay una flor... creo que ella me ha
domesticado.

-Es posible -dijo el zorro-. ¡En la tierra se ve toda clase de cosas...!

-¡Oh! No es en la Tierra -dijo el Principito. [...]


-Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas
se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero si me
domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente
de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me
llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves, allá, los
campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no
me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me
hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y
amaré el ruido del viento en el trigo... -dijo el zorro.

El zorro calló y miró largo tiempo al Principito.

-¡Por favor...,  domestícame! -dijo.

-¿Qué hay que hacer? -dijo el Principito.

-Hay que ser paciente -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de
mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de
malentendidos. Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca...

Al día siguiente volvió el Principito.

-Hubiese sido mejor venir a la misma hora -dijo el zorro-. Si vienes por ejemplo a
las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuando más avance la
hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el
precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora
preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.

-¿Qué es un rito? -preguntó el Principito.

-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro—. Es lo que hace que un día sea
diferente de los otros días; una hora, de las otras horas.

Así el Principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:

-¡Ah!... -dijo el zorro-. Voy a llorar.

-¡Pero vas a llorar! -dijo el Principito.

-Sí -dijo el zorro.

-Entonces, no ganas nada.

-Gano -dijo el zorro-, por el color del trigo.


Luego, agregó:

-Ve y mira nuevamente las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo.
Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.

El Principito se fue a ver nuevamente a las rosas:

-No sois en absoluto parecidas a mi rosa; no sois nada aún -les dijo-. Nadie os ha
domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como mi zorro. No era más que
un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo lo hice mi amigo y ahora es único en el
mundo.

Y las rosas se sintieron bien molestas.

-Sois bellas, pero estáis vacías -les dijo todavía-. No se puede morir por vosotras.
Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es
más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado.
Puesto que ella es mi rosa.

Y volvió hacia el zorro:

-Adiós -dijo.

-Adiós -dijo el zorro—. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con
el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

-Lo esencial es invisible a los ojos -repitió el Principito, a fin de acordarse.

-El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea importante.

-El tiempo que perdí por mi rosa... -dijo el Principito, a fin de acordarse.

—Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro. Pero tú no debes olvidarla.
Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu
rosa.

-Soy responsable de mi rosa... -repitió el Principito, a fin de acordarse.

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:


 

1.     ¿De qué tema trata este fragmento? Explica con tus propias palabras.

2.     ¿Qué significan las siguientes frases?:

a.      No estoy domesticado.

b.      Pero si me domesticas, mi vida se llenará de sol.

c.       Sois bellas, pero estáis vacías.

d.      El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.

e.       La palabra es fuente de malentendidos.

f.        Lo esencial es invisible a los ojos.

3.     ¿Qué crees que nos quiere enseñar el autor al ofrecernos esta historia? Explica tu
respuesta.

ACTIVIDAD CREATIVA:

1.Crea un cuento cuyo personaje principal sea un animal salvaje. No olvides ser
creativo y original.

La gallina degollada
Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y
volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba
paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los
ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta.
La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se
animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad
ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía


eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,
mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban
apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su
banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el
pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se
notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los
tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y
mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya
del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las
causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero


la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su
madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su


primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse
en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que…?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.


Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero
hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el


pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,
sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven
maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo.


Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero
a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente
el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor
estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su
apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más
belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de
redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y
punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión
por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya
sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni
aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el
rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos.
Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial.
Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados
tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo
tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón


de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre
sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de
redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa
imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los
corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había


la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las
manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus
hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?


—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No
faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería
decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables


reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda
su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la
mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz
que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale
lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su
hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia
podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara
distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto
emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente
arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una
persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había
llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro
engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La
sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los
lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de
toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche,
resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la
criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota,
tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes
pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa
a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que
querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son
hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,


pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi
padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han
amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva
cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las


emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo
abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera
a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la
sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta
había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne),
creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con
los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno
perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más
irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su


banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio


a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un
momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los
ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de


cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco,
miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por
una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de
kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba


pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta
sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y
buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija
en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de
gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el
cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y
a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los
ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de


sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le
heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la
cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y
lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del
padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini,
lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!


Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la
cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1.     ¿Cuál era el deseo de los padres?

2.     ¿Cuál era el problema de los padres?

3.     ¿Qué pasó cuando nació la niña sana?

4.     ¿Cuál es el gran miedo de los padres con respecto a Bertita?

5.     ¿Por qué es importante la sirvienta en este cuento?

6.     ¿Por qué Bertita decide regresar sola a casa?

7.     ¿Qué sucede al final del cuento? ¿Por qué crees que sucede?

8.     ¿Qué acciones de los padres nos demuestran que ellos no aman a sus hijos?

9.     En tu opinión, ¿quién son los culpables de que los idiotas cometan un
crimen? ¿Por qué?

10. ¿Crees que, si los padres hubieran dado más amor a sus hijos, a pesar de sus
discapacidades, no hubieran asesinado a su hermana?

11. ¿Cuál crees que es el mensaje de este cuento? Explica

12.  ¿Con qué palabra calificarías a los padres? Explica tu respuesta en 3 líneas

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento cuyo tema gire en torno a una tragedia. No olvides ser creativo y
original.
Cuento: "Los gallinazos sin plumas" de Julio
Ramón Ribeyro con actividades de
comprensión lectora

Los gallinazos sin plumas


Julio Ramón Ribeyro

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus


primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una
atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que
están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las
beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los
noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus
bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo
siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros
caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas
morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último,
como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.

A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón
comienza a berrear:

-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!


Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos.
Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente
se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge
cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al
chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los
desperdicios.

-¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.

Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar


moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la
espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de
casas elegantes que desemboca en el malecón.

Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la
voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a
veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de
organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean
por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los
perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la
miseria.

Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno


escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las
puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo
de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos
viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les
interesan los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier
cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña
lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas
salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un
hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una
honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio,
tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de
dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.

Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el


próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho.
A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su
botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y
entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha
disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas
han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el
mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.

Don Santos los esperaba con el café preparado.

-A ver, ¿qué cosa me han traído?

Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo
comentario:

-Pascual tendrá banquete hoy día.

Pero la mayoría de las veces estallaba:

-¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se
morirá de hambre!

Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras
el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo
empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.

-¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros.
Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!

Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo


insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre
del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en
busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar
que estaba al borde del mar.

-Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.

Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía,


siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras.
Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y
humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde
lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se
retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró
hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos,
de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la
exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña
devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes
y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos.
Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían
desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo
regresaron al corralón con los cubos llenos.

-¡Bravo! -exclamó don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.

Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta
el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los
gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando,
escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir la pista de la
preciosa suciedad.

Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del
pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie
hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi
caminar, pero don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un
hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.

-Dentro de veinte o treinta días vendré por acá -decía el hombre-. Para esa fecha
creo que podrá estar a punto.

Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.

-¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de
Pascual! El negocio anda sobre rieles.

A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín
no se pudo levantar.

-Tiene una herida en el pie -explicó Enrique-. Ayer se cortó con un vidrio.

Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.

-¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.

-¡Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.

Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de


Pascual.

-Y ¿a mí? -preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo-. ¿Acaso no me duele


la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora
después regresaron con los cubos casi vacíos.

-¡No podía más! -dijo Enrique al abuelo-. Efraín está medio cojo.

Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.

-Bien, bien -dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó
hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás
la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!

Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño
visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.

-Lo encontré en el muladar -explicó Enrique -y me ha venido siguiendo.

Don Santos cogió la vara.

-¡Una boca más en el corralón!

Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.

-¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.

Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.

-¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!

Enrique abrió la puerta de la calle.

-Si se va él, me voy yo también.

El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:

-No come casi nada…, mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está
enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.

Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir
nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.

Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su


hermano.

-¡Pascual, Pascual… Pascualito! -cantaba el abuelo.


-Tú te llamarás Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó
donde Efraín.

Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el


colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los
dedos habían perdido casi su forma.

-Te he traído este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti,
para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos
jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.

¿Y el abuelo? -preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.

-El abuelo no dice nada -suspiró Enrique.

Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo
llegaba:

-¡Pascual, Pascual… Pascualito!

Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta
época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el
corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se
aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos
silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez
que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.

-¡Mugre, nada más que mugre! -repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.

A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar


en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si
Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía
con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del
corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.

Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda
la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.

-¿Tú también? -preguntó el abuelo.

Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco
minutos después regresó.
-¡Está muy mal engañarme de esta manera! -plañía-. Abusan de mí porque no puedo
caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al
diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!

Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.

-¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que
basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El
abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No
habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!

A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media
hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja
Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.

-¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!

Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de
palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada
paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó
desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.

-¡Si se muere de hambre -gritaba -será por culpa de ustedes!

Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el
día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa.
Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer
un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en
las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y
les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno
donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces
aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el
propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.

Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su


corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como
si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se
levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo
gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo
estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz
de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los
puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su
cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables
del hambre de Pascual.
La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos
rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían
locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol.
Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba
fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella,
aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió
la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:

¡Arriba, arriba, arriba! -los golpes comenzaron a llover-. ¡A levantarse haraganes!


¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!…

Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del
abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse
y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.

-¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!

El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.

-Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…

Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de
la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro
quiso seguirlo.

-Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.

Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino


comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla
mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el
muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron
rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas
descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad.
Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y
fantasmas, tocado por la hora celeste.

Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era
como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro,
de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez
reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la
violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde
del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de
palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
-¡Aquí están los cubos!

Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió
intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:

-Pedro… Pedro…

-¿Qué pasa?

-Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.

Enrique salió del cuarto.

-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?

Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique


tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.

-¿Dónde está Pedro?

Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún
quedaban las piernas y el rabo del perro.

-¡No! -gritó Enrique tapándose los ojos-. ¡No, no! -y a través de las lágrimas buscó
la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo.
Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando,
pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.

-¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?

El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo


hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un
gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la
vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se
acercó al viejo.

-¡Voltea! -gritó-. ¡Voltea!

Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra
su pómulo.

-¡Toma! -chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo,


temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al
abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna
de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al
chiquero.

Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído, pero no se escuchaba ningún
ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada,
estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual,
que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique
se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el
abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo
llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.

¡A mí, Enrique, a mí!…

-¡Pronto! -exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano -¡Pronto, Efraín! ¡El


viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!

-¿Adónde? -preguntó Efraín.

-¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!

-¡No me puedo parar!

Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho.


Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando
abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y
que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.

Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.

Los gallinazos sin plumas, 1955

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

PREGUNTAS DE RESPUESTA MÚLTIPLE:


1. ¿Cuál era el trabajo que realizaba Efraín y Enrique?

a)     Recolectar basura para el cerdo Pascual.

b)    Cultivar zanahorias en su huerto.

c)     Reciclaje de basura.

d)    Crianza de animales en una granja.

2. ¿Por qué los niños sufrían?

a)     Porque Pascual tenía poca comida.

b)    Porque don Santos no podía caminar.

c)     Porque se sentían desamparados.

d)    Porque creían que no iban a ir a la escuela.

3. ¿Quiénes son los gallinazos sin pluma del relato?

a)     Las aves del muladar.

b)    Efraín y Enrique.

c)     Don Santos.

d)    Todos los personajes de la lectura.

4. ¿A quién se refieren cuando dicen: “El enemigo siempre está al acecho”?

a)     A don Santos.

b)    A la baja policía.

c)     Al hambre que tienen los hermanos.


d)    A Pascual.

5. ¿Quién pisa un vidrio en el muladar?

a)     Efraín

b)    Enrique

c)     Pascual

d)    Don Santos

PREGUNTAS DE INFERENCIALES Y CRÍTICO-VALORATIVAS:

1. ¿Qué puede simbolizar el perro que recoge Enrique en el muladar?

2. ¿Qué puede simbolizar el cerdo Pascual en el cuento?

3. ¿Qué hace que Enrique se enfrente a su abuelo don Santos?

4. ¿Qué significa para ti la frase: "Desde el chiquero llegaba el rumor de una


batalla"? Explica tu respuesta.

5. ¿Crees que este cuento nos habla de la explotación infantil? ¿Por qué?
Explica tu respuesta.

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento breve cuya temática hable de algún problema social. No


olvides ser creativo y original.

Fragmento de "Marianela" de Benito Pérez


Galdós con actividades de comprensión lectora
 
Marianela
(Fragmento)

Benito Pérez Galdós

     Encerrándose en sus conchas, Marianela habló así:

     -Madre de Dios y mía, ¿por qué no me hiciste hermosa? ¿Por qué cuando mi
madre me tuvo no me miraste desde arriba?... Mientras más me miro más fea me
encuentro. ¿Para qué estoy yo en el mundo?, ¿para qué sirvo?, ¿a quién puedo
interesar?, a uno solo, Señora y madre mía, a uno solo que me quiere porque no me
ve. ¿Qué será de mí cuando me vea y deje de quererme?... porque ¿cómo es posible
que me quiera viendo este cuerpo chico, esta figurilla de pájaro, esta tez pecosa, esta
boca sin gracia, esta nariz picuda, este pelo descolorido, esta persona mía que no
sirve sino para que todo el mundo le dé con el pie. ¿Quién es la Nela? Nadie. La
Nela sólo es algo para el ciego. Si sus ojos nacen ahora y los vuelve a mí y me ve,
caigo muerta... Él es el único para quien la Nela no es menos que los gatos y los
perros. Me quiere como quieren los novios a sus novias, como Dios manda que se
quieran las personas... Señora madre mía, ya que vas a hacer el milagro de darle
vista, hazme hermosa a mí o mátame, porque para nada estoy en el mundo. Yo no
soy nada ni nadie más que para uno solo... ¿Siento yo que recobre la vista? No, eso
no, eso no. Yo quiero que vea. Daré mis ojos porque él vea con los suyos; daré mi
vida toda. Yo quiero que D. Teodoro haga el milagro que dicen. ¡Benditos sean los
hombres sabios! Lo que no quiero es que mi amo me vea, no. Antes que consentir
que me vea, ¡Madre mía!, me enterraré viva; me arrojaré al río... Sí, sí; que se trague
la tierra mi fealdad. Yo no debía haber nacido...

     Y luego, dando una vuelta en la cesta, proseguía:


     -Mi corazón es todo para él. Este cieguito que ha tenido el antojo de quererme
mucho, es para mí lo primero del mundo después de la Virgen María. ¡Oh! ¡Si yo
fuese grande y hermosa; si tuviera el talle, la cara y el tamaño... sobre todo el
tamaño de otras mujeres; si yo pudiese llegar a ser señora y componerme!... ¡Ay!,
entonces mi mayor delicia sería que sus ojos se recrearan en mí... Si yo fuera como
las demás, siquiera como Mariuca... ¡qué pronto buscaría el modo de instruirme, de
afinarme, de ser una señora!... ¡Oh! ¡Madre y reina mía, lo único que tengo me lo
vas a quitar!... ¿Para qué permitiste que le quisiera yo y que él me quisiera a mí?
Esto no debió ser así:

     Y derramando lágrimas y cruzando los brazos, añadió medio vencida por el
sueño:

     -¡Ay! ¡Cuánto te quiero, niño de mi alma! Quiéreme mucho, a la Nela, a la pobre


Nela que no es nada... Quiéreme mucho... Déjame darte un beso en tu preciosísima
cabeza... pero no abras los ojos, no me mires... ciérralos, así, así.

(…)

El cambio de actitud de Pablo al recuperar la vista y que ahora empieza a


enamorarse de la belleza física de su prima Florentina

     -Prima... ¡por Dios! -exclamó Pablo con entusiasmo candoroso- ¿por qué eres tú
tan bonita?... Mi padre es muy razonable... no se puede oponer nada a su lógica ni a
su bondad... Florentina, yo creí que no podía quererte; yo creí posible querer a otra
más que a ti... ¡Qué necedad! Gracias a Dios que hay lógica en mis afectos... Mi
padre, a quien he confesado mis errores, me ha dicho que yo amaba a un monstruo...
Ahora puedo decir que idolatro a un ángel. El estúpido ciego ha visto ya y al fin
presta homenaje a la verdadera hermosura... pero yo tiemblo... ¿no me ves temblar?
Te estoy viendo y no deseo más que poder cogerte y encerrarte dentro de mi
corazón, abrazándote y apretándote contra mi pecho... fuerte, muy fuerte.

(…)

La muerte de Marianela. Una muerte que simboliza la muerte por no lograr lo que
se desea (el amor de Pablo), pero también es una muerte simbólica al conocer la
realidad, la verdad. En esta escena Teodoro y Florentina tratan de reanimar a
Marianela que ha caído enferma y muere.
 

     -¡De muerte! No sé si pensar que ha muerto de vergüenza, de celos, de despecho,


de tristeza, de amor contrariado. ¡Singular patología! No, no sabemos nada... sólo
sabemos cosas triviales.

     -¡Oh!, ¡qué médicos!

     -Nosotros no sabemos nada. Conocemos algo de la superficie.

     -¿Esto qué es?

     -Parece una meningitis fulminante.

     -¿Y qué es eso?

     -Cualquier cosa... ¡La muerte!

     -¿Es posible que se muera una persona sin causa conocida, casi sin
enfermedad?... ¿Señor Golfín, qué es esto?

     -¿Lo sé yo acaso?

     -¿No es usted médico?

     -De los ojos, no de las pasiones.

     -¡De las pasiones! -exclamó hablando con la moribunda-. Y a ti, pobre criatura,
¿qué pasiones te matan?

     -Pregúntelo usted a su futuro esposo.

     Florentina se quedó absorta, estupefacta.

     -¡Infeliz! -exclamó con ahogado sollozo-. ¿Puede el dolor moral matar de esta
manera?

     -Cuando yo la recogí en la Trascava, estaba ya consumida por una fiebre


espantosa.

     -Pero eso no basta ¡ay!, no basta.

     -Usted dice que no basta. Dios, la Naturaleza dicen que sí.


     -Si parece que ha recibido una puñalada.

     -Recuerde usted lo que han visto hace poco estos ojos que se van a cerrar para
siempre. Considere usted que la amaba un ciego y que ese ciego ya no lo es, y la ha
visto... ¡la ha visto!... ¡la ha visto!, lo cual es como un asesinato.

     -¡Oh!, ¡qué horroroso misterio.

     -No, misterio no -gritó Teodoro con cierto espanto- es el horrendo desplome de


las ilusiones, es el brusco golpe de la realidad, de esa niveladora implacable que se
ha interpuesto al fin entre esos dos nobles seres. ¡Yo he traído esa realidad, yo!

     -¡Oh!, ¡qué misterio! -repitió Florentina, que no comprendía bien por el estado de
su ánimo.

     -Misterio no, no -volvió a decir Teodoro, más agitado a cada instante- es la


realidad pura, la desaparición súbita de un mundo de ilusiones. La realidad ha sido
para él nueva vida, para ella ha sido dolor y asfixia, ha sido la humillación, la
tristeza, el desaire, el dolor, los celos... ¡la muerte!

     -Y todo por...

     -¡Todo por unos ojos que se abren a la luz... a la realidad!... No puedo apartar
esta palabra de mi mente. Parece que la tengo escrita en mi cerebro con letras de
fuego.

     -Todo por unos ojos... ¿Pero el dolor puede matar tan pronto?... ¡casi sin dar
tiempo a ensayar un remedio!

     -No sé -replicó Teodoro inquieto, confundido, aterrado, contemplando aquel libro


humano de caracteres oscuros, en los cuales la vista científica no podía descifrar la
leyenda misteriosa de la muerte y la vida.

     -¡No sabe! -dijo Florentina con desesperación-. Entonces ¿para qué es médico?

     -No sé, no sé, no sé -exclamó Teodoro, golpeándose el cráneo melenudo con su


zarpa de león-. Sí, una cosa sé, y es que no sabemos más que fenómenos
superficiales. Señora, yo soy un carpintero de los ojos nada más.

     Después fijó los suyos con atención profunda en aquello que fluctuaba entre
persona y cadáver, y con acento de amargura exclamó:

     -¡Alma! ¿qué pasa en ti?


     Florentina se echó a llorar.

     -¡El alma -murmuró, inclinando su cabeza sobre el pecho- ya ha volado!

     -No -dijo Teodoro, tocando a la Nela-. Aún hay aquí algo; pero es tan poco, que
parece ha desaparecido ya su alma y han quedado sus suspiros.

     -¡Dios mío!... -exclamó la de Penáguilas, empezando una oración.

     -¡Oh!, ¡desgraciado espíritu! -murmuró Golfín-. Es evidente que estaba muy mal
alojado...

     Los dos la observaron muy de cerca.

     -Sus labios se mueven -gritó Florentina.

     -Habla.

     Sí, los labios de la Nela se movieron. Había articulado una, dos, tres palabras.

     -¿Qué ha dicho?

     -¿Qué ha dicho?

     Ninguno de los dos pudo comprenderlo. Era sin duda el idioma con que se
entienden los que viven la vida infinita.

     Después sus labios no se movieron más. Estaban entreabiertos y se veía la fila de


blancos dientecillos. Teodoro se inclinó, y besando la frente de la Nela, dijo así con
firme acento:

     -Mujer, has hecho bien en dejar este mundo.

     Florentina se echó a llorar, murmurando con voz ahogada y temblorosa:

     -Yo quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo.

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1.     ¿Cómo se da el tema de la ilusión y la realidad en la obra Marianela?

2.     ¿Por qué crees que Marianela dice que no vale nada, que no es nada?
3.     ¿Quién representa el amor interior y quién el amor exterior? ¿Por qué?

4.     ¿Quién simboliza la razón en la obra? ¿Por qué?

5.   ¿Qué es más importante para ti, el amor físico o el amor espiritual? Fundamenta
tu respuesta.

6. Al inicio de este fragmento podemos leer un monólogo de Nela y entendemos que
su autoestima no es muy alta, ¿por qué sucede esto?

7.  ¿En el caso tuyo, cómo hubieras reaccionado ante el cambio de actitud de Pablo
frente a Marianela?

8.    Qué quiere decir la siguiente frase: “Señora, yo soy un carpintero de los ojos
nada más”.

9.     ¿Qué crees que simbolice la palabra “alma” en este fragmento? Fundamenta.

10.  ¿Crees que el amar nos puede llevar a la muerte? ¿Por qué?

11. ¿Estás de acuerdo con la muerte de Marianela al final de la obra? ¿Por qué?

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Redacta un texto argumentativo que aborde tu postura sobre el tema de la belleza


y la fealdad. Puedes tomar como referencia el fragmento leído. No olvides que la
estructura de tu texto argumentativo debe ser la siguiente:

  TÍTULO: Debe conectar con el tema y llamar la atención del lector.

  INTRODUCCIÓN: Se define el tema a tratar planteando así la TESIS o punto


de vista. (1 párrafo).

  DESARROLLO O ARGUMENTACIÓN: Se deben exponer las razones o


pruebas que DEFIENDEN nuestra TESIS o punto de vista. (3 a 4 párrafos).

  CONCLUSIÓN: Se establece, a modo de resumen, la reafirmación de la TESIS.


(1 párrafo).

 
Ejemplo de texto argumentativo:

Expectativas de la belleza y la fealdad

Isabella Jiménez Sánchez

Estudiante de Secundaria

Lo que más resalta en la actualidad es lo superficial. Sin belleza es preferible


morir, un dicho bien dicho. La belleza es un tema que acopla definiciones e ideas
dependiendo del punto en que sea visto tanto como la fealdad que también es un
tema, pero que a diferencia del anterior este intenta encajar en todos, pero resulta no
encajar en ninguno. Aunque cabe resaltar que si no existiese la fealdad tampoco
existiese la belleza.

En una de las obras literarias donde resaltan ambos temas es la del novelista Benito
Pérez Galdós, «Marianela». En ella se puede apreciar en esta novela que sin belleza
y sin dinero es mendigar a pedir más, a completar el misterio con que nacimos y con
el que uno quiere estar vivo. Sin duda la belleza y la fealdad revelan mucho de uno.

Para definir el contexto de muchos, la belleza es lo sagrado, lo divino por decirlo


así, no referente siempre al rostro. El grandísimo filósofo griego Aristóteles
sostenía que lo bello es lo que puede apreciarse abarcándolo con placer y de un solo
vistazo por simétrico, ordenado y realizado con grandeza.
Hablando de criterios relativos, la belleza es como el poder, algo muy ambicioso
que por el lado oscuro es la provocadora de tragedias, de sufrimiento y esto se
demuestra en el famoso mito de la manzana de la discordia que terminó desatando
¨La Guerra de Troya¨. Y que hablar de la perfecta arquitectura musulmana ¨Taj
Mahal¨, en donde los arquitectos de la obra fueron asesinados para evitar que
volvieran a edificar algo de semejante belleza, un final de desgracia.

La fealdad es un tema épico y típico de conversación y de críticas. Ser feo es una


desgracia, pero esto cambia cuando la realidad ilumina y cambia las acciones.
Por ejemplo, no se aprecia lo que se tiene hasta que se pierde como una parte de tu
cuerpo o tal vez, todo tu cuerpo. No estar al día con la moda también significa ser
feo por más tonto que suene.

Para concluir estas variaciones sobre el concepto ¨belleza¨ y su subjetividad alcanza


muchos estándares y reemplaza otros como las distintas definiciones que cada uno le
da. La hermosa belleza y la fea fealdad es conforme la facultad y dificultad. Desde
lo más precioso hasta lo más desagradable despierta apetitos, desborda
sensualidad, provoca ansiedad y sobre todo induce problemas.

Seamos observadores con nuestro reflejo, con los objetos, con los lugares, los
sentimientos, la atmósfera hasta con una hormiga. Estimemos la belleza y no a sus
imitaciones, y así aprenderemos a ser felices con nuestros defectos.

RECURSO EXTRA: En este video podrás aprender más sobre la obra


MARIANELA de Benito Pérez Galdós:

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