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Hada Zephyr Hada Aerwyna

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Hada Carlin Hada Muirgen


Por Damma.

Por criarme, amarme y apoyar todos mis sueños

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—¿Cómo puedo ser sustancial si no arrojo una sombra? Debo tener también
un lado oscuro si quiero ser completo—.

—C.G. Jung, El hombre moderno en busca de un alma

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Playlist
“Hurts Like Hell”—Fleurie
“Castle”—Halsey
“Nocturne”—Blanco White
“Don’t Forget About Me”—CLOVES
“Wasting My Young Years”—London Grammar
“Waiting Game”—BANKS
“La Traviata / Act 1: Libiamo ne’lieti calici”—Verdi
“Killer + The Sound”—Phoebe Bridgers & Noah Gundersen
“Primavera”—Ludovico Edinaudi
“Addicted”—Jon Vinyl
“Go Fuck Yourself”—Two Feet
“The Night We Met”—Lord Huron
“Start A War”—Klergy & Valerie Broussard
“To Build A Home”—Cinematic Orchestra
“Bad Guy”—Billie Eilish
“The Devil Within”—Digital Daggers
“Control”—Halsey
“Smother”—Daughter
“If I had A Heart”—Fever Ray
“Chains”—Nick Jonas
“To Be Alone With You”—Sufjan Stevens
“Everybody Wants to Rule The World”—Lorde
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“Let Me Love You”—Ariana Grande & Lil Wayne


“Siegfried Idyll” (Cosima’s symphony)—Richard Wagner
Sinopsis
Fue el peor día de mi vida.

Sé que la mayoría de la gente dice eso acerca de algo obviamente


horrible; un primer desamor, el descubrimiento de una enfermedad
fatal o el funeral de un ser querido; pero mi situación era un poco
diferente.

No solo fue el día de mi boda, sino que también fue el día que elegí
morir.

Dos hombres.

El primero, mi Maestro, mi captor y mi amor imposible.

El otro, su hermano, un mafioso al que estaba destinado a atrapar y


arruinar.

Si tenía alguna esperanza de vivir una vida normal reunida con mi


familia, tenía que tomar una decisión.

Terminar con mi antigua vida como la conocía y empezar de nuevo


o acabar con los monstruos que me perseguían a mí y a mi Maestro.
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Al final, la decisión nunca fue realmente mía. Porque Alexander


Davenport vendría a reclamarme incluso en la muerte.
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Todo el mundo que era alguien en la sociedad británica estaba en mi
boda. Incluso la realeza había enviado al Príncipe Alasdair como su
representante. Era el evento de la temporada, de la maldita década; y
todos los que valían la pena estaban presentes. Todos; excepto mi
novia.

—¿Qué quieres decir? —exclamé—. ¿Dónde diablos está?

Riddick parpadeó, con las manos en la espalda y los pies separados


como un soldado ante su general. —Se ha ido, milord. Nadie la ha
visto en la última hora. Le pedí a Rupert que comprobara las cámaras
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y se estropearon media hora antes. Acaba de volver a ponerlas en


línea.
—¿Puedes recuperar las imágenes? —pregunté con el creciente
aumento de rabia en mi pecho.

Alguien le había hecho algo a Cosima.

A mi mujer.

Me invadió el impulso primario de acechar por los abarrotados


jardines y aplastar bajo mis pies a los invitados vestidos de colores
pastel que se esparcían por el césped como si fueran flores; hasta que
confesaran quién se la había llevado. Quería leer sus confesiones en su
sangre, derramada por el martillo de mis puños y el peso de mi furia.

Quería que cada uno de ellos muriera por existir siquiera en la boda
cuando mi novia no lo hacía.

—Nosotros... no podemos estar seguros. Quien los manipuló sabía


lo que hacía —admitió Riddick, con los ojos fríos por su propia furia.

Mi implacable criado había desarrollado su propia obsesión por


Cosima.

No le culpaba. Cómo iba a hacerlo cuando sentía un anhelo salvaje


por ella a cada hora del día, incluso en esos minutos en los que estaba
enterrado profundamente dentro de ella.

Nunca pude acercarme lo suficiente, follarla lo suficiente, plantarme


lo suficientemente profundo.
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En su cabeza, en su corazón, en su dulce y apretado coño.

Y ahora se había ido.


—Eso no reduce exactamente la lista de sospechosos, Riddick —
gruñí por lo bajo—. Podría ser cualquiera de la Orden, incluso un
exempleado descontento.

—Quieres que sea Dante —señaló Riddick porque me conocía bien.

No era un hombre que tuviera amigos, pero si lo hubiera sido,


Riddick sería el mejor de ellos.

—Sí —grité, mis manos se flexionaron con tanta fuerza que pude
sentir los tendones pellizcarse con la tensión. El dolor me hizo caer—.
Todo en mí cree que es él; pero no me dejaré gobernar por las
emociones. Si es él quien se la ha llevado, no debería estar en peligro.
Si es otra persona, si es alguien de la Orden arremetiendo contra mí
por alguna infracción imaginaria, ella podría estar muriendo mientras
hablamos.

Ignoré la forma en que mi corazón tropezaba con la idea de que


alguien le causara dolor, excepto yo. Había sido una tontería casarme
con ella; pero antes había sido lo suficientemente tonto como para
creer que el matrimonio era la única forma de protegerla de los
monstruos que había traído a su mundo.

Sherwood estaba en algún lugar de la multitud, sin duda dispuesto a


leerme la cartilla por ir en contra del Código.
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Me importaba una mierda. Le di a Cosima mi nombre en


matrimonio porque había más fuerzas que la Orden trabajando contra
nosotros. El nombre Davenport era un escudo; los títulos de Greythorn
y Thornton, una lanza y una espada. Había cedido a la compulsión de
asegurarme de que estuviera armada para la batalla incluso cuando no
pudiera estar allí para protegerla.

Sherwood no me mataría. No podía permitírselo. Era uno de los


hombres más ricos e influyentes de Gran Bretaña. Los Davenport
habían sido miembros fundadores de la Orden de Dionisio y cada
generación se había sentado en su consejo.

Así que no me matarían.

Chantajearme, acosarme y herirme potencialmente.

Pero cualquiera de ellas era menos objetable que la idea de que


Cosima estuviera expuesta a los duros elementos de mi mundo. La
había arrastrado al infierno conmigo, pero no la dejaría sola en la
oscuridad.

Se me revolvía el estómago ante la idea que ahora estuviera sola


allí, en un lugar húmedo y negro donde ni siquiera su considerable luz
podría mantener su mente a salvo de su contaminación.

—Alexander.

Me giré para mirar a mi padre mientras se acercaba a mí, ajustando


el puño de su impecable camisa blanca como si no estuviera ya
perfectamente alineado por su ayuda de cámara.
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Años de amargura latente echaron raíces en mis entrañas y dieron


lugar a la furia.
Me abalancé sobre él antes de que pudiera congelarse y golpeé con
mi puño la fuerte línea de su nariz con la suficiente fuerza como para
sentir que los huesos se rompían como cáscaras de huevo bajo mis
nudillos. La sangre brotó de sus fosas nasales y se deslizó por el fino
lino de su traje. Antes de que pudiera recuperarse, le rodeé la garganta
con mis dedos y lo empujé brutalmente contra la pared de la casa.

Lo levanté en el aire de forma que mi mano era una barra de hierro


que lo mantenía en alto. Su cara se volvió rosa, luego malva y cambió
a un satisfactorio tono púrpura.

Todavía tenía el sabor de mi mujer en la lengua, el sudor en la cara


y la sangre de mi padre en el puño. La furia me había vuelto pagano, y
me importaba bien poco.

—¿Dónde diablos está ella? —le grité a Noel en su cara amoratada.

Parpadeó, desapasionado; incluso cuando apreté más los dedos


alrededor de su cuello.

—Dime, o te destrozaré con mis propias manos en el puto lugar en


el que estás —grité, deseando que cada palabra mordida fuera una
bala en su diabólico cerebro.

—Así pues —resopló— un poco dramático.

Mi mano se apretó más contra su cuello. Quería romper su columna


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vertebral como una galleta entre mis dedos y ver cómo el hueso se
convertía en polvo a mis pies.

Pero otro instinto más fuerte me instó a dejarle respirar.


Me pasé todos mis más de treinta años convertido en el hijo de mi
padre. Nací, fui construido y programado para operar bajo su sistema.
A pesar de la forma abominable en que trataba a sus esclavos, el daño
que le había hecho a mi madre con sus diversos asuntos y la forma
poco ética en que dirigía sus negocios; me sentía ligado a él de forma
elemental, vital. Si yo era un gran árbol, él era la tierra que unía mis
raíces. Nunca podría escapar de él, y esperar la liberación era esperar
la muerte.

Sin decidirlo conscientemente, mis dedos se desprendieron de su


caliente garganta.

—Me dirás dónde está mi mujer —dije con la voz en las entrañas
ardientes—. Me lo dirás ahora.

—Siempre has sido impulsivo —me regañó Noel con calma, como
si estuviéramos sentados en su despacho y yo fuera sólo un
jovencito—. Nunca pude encontrar la manera de sacártelo a golpes.

—Nunca pudiste encontrar la manera de hacer muchas cosas. Esta


finca estaba hipotecada hasta las cejas cuando me gradué en
Cambridge. Tu matrimonio fue una farsa desde su inicio. Eres un
hombre con un título, pero poca riqueza o poder político real.

—Soy un miembro de la sociedad más poderosa del país —dijo


Noel, con los ojos finalmente brillando.
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Me alimenté de su ira, dejando que avivara las llamas de la mía. —
La Orden es el poder más corrupto del puto país, como bien sabes. En
gran parte debido a tu influencia sobre ella.

Noel se quedó quieto de una manera que era peligrosa. Siempre


había encontrado que la quietud podía ser considerablemente más
amenazante que la acción. Era el miedo a lo desconocido lo que hacía
que la energía potencial enrollada en la quietud fuera mucho más
temible que la cinética.

—Vigila cómo hablas de la Orden, hijo —dijo en voz baja—. No es


el tipo de organización que se toma a la ligera las calumnias, ni la que
acepta a los desertores.

Entorné los ojos hacia él y me adelanté para imponerme sobre él


con los cinco centímetros de altura que me sobraban. —Y no soy el
tipo de hombre que acepta el rechazo o la evasión como respuesta,
especialmente cuando se pone en duda la lealtad. Te lo preguntaré una
vez más, Noel, ¿dónde coño está mi mujer?

—Te dije que no hicieras esto. Te dije que tus enemigos olerían tu
sangre en el agua si eras tan débil como para tomar a una esclava
como esposa.

—Y yo te dije —gruñí, sintiendo que el frenesí de la rabia


aterrorizada erosionaba mis escudos de hierro—, que nuestro apellido
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haría a Cosima más segura que cualquier otra cosa, incluso


manteniéndola en la relativa seguridad de la esclavitud. Era demasiado
tarde para evitar que se fijaran en ella.
Conocía el funcionamiento de la Orden de Dionisio porque me
había comprometido con la sociedad secreta desde que nací sin
concurso, mi voluntad firmada por mi padre en un contrato vinculante
y eterno.

Querían a Cosima para ellos, o la querían destruir.

Era una mala elección para una esclava, al final.

La quería para acabar con Salvatore y con la excusa traidora de mi


hermano, pero debería haber sabido que era demasiado gloriosa para
no brillar desde las sombras. Atraía miradas codiciosas, inspiraba
inquietudes lujuriosas y me hacía pasar de ser un jugador sin
debilidades a un rey constantemente en jaque.

Verla era desearla, conocerla era enamorarse de ella.

La había comprado como un arma para usar contra mis enemigos, y


se había convertido en la herramienta definitiva para mi destrucción.

Para mitigar el desastre, me casé con ella.

Iba en contra de las reglas de la Orden. Prohibían expresamente las


relaciones íntimas con los esclavos. Eran propiedad. Ganado. Nada
más y, tal vez, algo menos. Casarse con un esclavo era casarse con la
vaca que se pretendía sacrificar. Era el peor de los pecados y era
castigado sin piedad por la sociedad. Un tipo con el que había ido a
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Eton había sido castrado por el delito de amar a su esclava hacía más
de una década, pero era un castigo que nadie olvidaría pronto.
—Si hubieran acabado con ella, lo sabrías, hijo. La Orden quiere
que sepas por qué estás pagando un precio por tu desobediencia. Diré
que Sherwood acaba de hablar con Willows y Canby sobre tu
insolencia. Creo que se habló de un castigo. Si no es para ti —dijo con
una sonrisa lenta y socarrona que esparció veneno como una mancha
de aceite por la placidez de su rostro—, será para ella. Tal vez sea
bueno que haya huido.

—No ha huido, joder —espeté.

Cosima nunca lo haría.

La había destrozado como Dios había destrozado a sus ángeles


caídos, arrancándoles las alas de la espalda y cegándolos a la luz del
cielo. Pero ella había resistido. Más que eso, había prosperado;
aceptando mis exploraciones pecaminosas y mi estilo de vida
contaminado como si hubiera nacido para ello.

Era la persona más valiente que conocía. Ninguna marca de


adversidad la apartaría de mi lado. No a menos que ella no quisiera
estar allí.

Y ella quería.

Al menos, una voz en mi pecho que nunca había escuchado antes


me susurraba que sí quería. Que estaba hecha para mí de una manera
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que tenía que ser cósmica.

Era apropiado que su nombre significara belleza del cosmos porque


para mí, eso era exactamente lo que ella encarnaba.
La belleza de todos los seres vivos.

Me dolía y ardía el pecho al pensar en todas las veces que había


querido decirle algo así, pero me había abstenido. La poesía y la
emoción eran para los pobres y los incultos; habían predicado siempre
mi padre y mis tutores.

Sólo con Cosima, la idea de empobrecerme y ser despojado de mi


enorme riqueza y considerable influencia parecía casi preferible si eso
significaba que sería libre para... estar con ella.

—Ella no huiría —repetí, acercándome de nuevo a mi padre y


empujando mi mano contra su pecho desalmado para mantenerlo
inmovilizado—. No a menos que alguien la obligara.

—Las mujeres son débiles. ¿Crees que podría soportar la clase de


hombre que eres? Las mujeres son para usarlas, Alexander, no para
amarlas. ¿No te he enseñado nada? —Noel se burló.

—Me has enseñado todo sobre el tipo de persona que no quiero ser
—dije con los dientes apretados—. Si crees que tus manipulaciones
evitarán que descubra a quienes me quitaron a mi mujer, estás muy
equivocado. No sólo los encontraré, sino que acabaré con ellos con
mis propias manos.

Para subrayar mi punto, le rodeé la garganta con las manos una vez
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más, apretando tan fuerte que pude sentir cómo los huesos de sus
vértebras rechinaban.

Él me dejó.
Una premonición siniestra recorrió mi columna vertebral.

Durante toda mi vida, mi padre siempre había ido un paso por


delante. Lo había visto ponerse en situaciones imposibles con sus
acreedores cuando era niño; con miembros de la Orden ávidos de
poder cuando yo crecí y, de alguna manera; cada vez, cuando parecía
que el fin estaba cerca, se había zafado de su control y había salido
airoso.

Si ahora me permitía castigarlo, era porque servía a su propósito.

Asqueado, dejé que se pusiera de pie y luego le di una patada para


que cayera en la hierba contra la casa.

Me miró fijamente, más molesto por el efecto de la suciedad en su


traje de Spencer Hart que por la violencia que le había hecho.

—Es patético lo mucho que has dejado que esta mujer se meta en tu
piel. —Se burló de mí mientras se ajustaba los gemelos—. Ningún
hijo mío debería verse tan afectado por una mujer, aunque sea bonita.

¿Bonita?

La palabra era demasiado suave para describirla. Era magnífica


desde las puntas de su cabello negro hasta las puntas de sus gruesas y
oscuras pestañas. Era la criatura más hermosa que nadie en su vida
había tenido la suerte de contemplar y, todo eso; esa considerable
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gloria, era mía.

No sólo porque la poseía, la rompía y la utilizaba.

Sino porque intrínsecamente, jodidamente elemental, me pertenecía.


Gruñí en mi pecho. —Está claro que no me ayudas. Descubriré
quién se la llevó, aunque tenga que amenazar a todas las personas
influyentes de esta boda.

—Esta es una falsa boda —me recordó—. Sólo te casaste con ella
en un esfuerzo equivocado por salir del profundo y oscuro agujero en
el que se han metido los dos, ¿correcto?

Apreté los dientes y asentí tajantemente.

No merecía saber lo que sentía por mi esclava.

Mi topolina.

Mi esposa.

—Te matarán por amarla —me dijo mientras se incorporaba


lánguidamente y sacudía un trozo de hierba de su traje gris a
medida—. Te matarán, y lo sabes; así que haznos un favor a los dos y
no hagas que maten al heredero de Greythorn por algo tan estúpido.
Acechar como un toro enfurecido en una tienda de porcelana sólo
conseguirá que te asesinen y que tu preciada esclava se pierda para
siempre. Sólo están buscando una razón para bajarte los humos o
eliminarte por completo. Desde que recibiste esa paliza por Ruthie,
han estado observando y esperando.

—Se llama Cosima —corregí sin sentido.


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Agitó la mano en el aire como si no importara.

—Si la Orden se la llevó, es mejor que pases desapercibido y te


hagas el soldado dedicado para poder averiguar quién lo hizo.
Exhalé con brusquedad; mirando de reojo a Riddick que estaba de
pie a un lado, listo y esperando cualquier directiva. Parecía cabreado,
pero también conflictivo.

Ambos sabíamos que Noel tenía razón.

Por mucho que odiara a mi padre, por mucho que hubiera tenido
que vivir con él y ser educado por él según las costumbres sociales de
la clase alta británica y las directivas de la sociedad secreta; pero sobre
todo porque alguien había matado a mi madre; sabía que la vida era un
juego.

Una complicada partida de ajedrez en la que sólo los mejores


podían triunfar.

Y si quería vencer a la Orden cuando ellos tenían las piezas más


poderosas del tablero, tendría que jugar la partida larga.

Lo que significaba hacer exactamente lo que decía Noel.

Jugar bien hasta que la cagaran lo suficiente como para que yo la


aprovechara y acabara con ellos.

Por el maldito bien.

—Felizmente, tengo una solución que no terminará en tu ejecución


—ofreció Noel con displicencia—. Wentworth ha solicitado el
divorcio de su esposa y planea huir con su esclava. Lo sabía desde
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hace tiempo, pero estaba esperando el momento adecuado para darlo a


conocer.
—Por supuesto. —Noel nunca daba un ápice de sí mismo o de sus
conocimientos a menos que eso le hiciera ganar una milla de margen
de maniobra e influencia.

—Por desgracia para el pobre tipo, se ha vuelto descuidado a


medida que se acerca la fecha de su partida; y ha cometido un error.
Un error que casualmente capté en la grabación.

Miré fijamente a los ojos de mi padre y noté lo vacíos que estaban,


como una habitación de acero llena de aire viciado a la espera de que
alguien entrara accidentalmente. Una celda de detención. Una cámara
de tortura.

Los ojos de un hombre sin corazón.

Me pregunté con dolor si esos eran los ojos que Cosima había visto
mirándome a la cara mientras la sometía aquellas primeras semanas en
el salón de baile.

—Wentworth fue uno de los hombres que trató de reclamar a


Cosima en La Cacería —mencionó Noel con indiferencia, sólo la
mirada astuta que barrió en mi dirección delató que sabía que estaba
poniendo el último clavo en el ataúd de Simon Wentworth con sus
palabras.

—¿Por qué iba a hacer eso si está tan enamorado de su esclava


como dices que está? —repliqué.
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—¿Por qué ha hecho tantas cosas horribles a su esclava? Sabe tan


bien como él que le vigilan constantemente por su mala conducta. Le
han estado vigilando desde que envió a su mujer a vivir a su finca
irlandesa para poder estar a solas con la esclava. Fue una decisión
acertada capturar y acostarse con otra persona en La Cacería, una
medida que debería haber sido lo suficientemente inteligente como
para hacerla tú mismo. Creo que casi tuvo éxito en reclamar a tu
ratoncito antes de que otro hombre lo derribara de su caballo y casi lo
matara a golpes en un arroyo... piensa en lo que el hombre habría
hecho con ella si no lo hubieran interrumpido.

Era pura manipulación.

Groseramente obvia, cruda como una herramienta prehistórica


astillada en la piedra.

Sin embargo, encontró su marca.

—Arréglalo.

Al crecer, siempre me había atraído el estudio de los clásicos, los


grandes poemas épicos de Homero y Virgilio, los dioses olímpicos y
las historias trágicas y heroicas.

Siempre me había identificado más con Hades; un héroe que había


obtenido el peor premio y se había quedado como rey de un reino
oscuro y desolado del que no quería formar parte; pero que seguía
gobernando con justicia.
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Pero era la relación y la diferencia entre los dos dioses de la guerra


lo que siempre había parecido más adecuado para Noel y para mí. Yo
era rápido para la ira; aunque había frenado mis acciones impulsivas a
lo largo de los años, un hombre de decisiones rápidas y ejecución
inmediata como Ares. Mi padre era como la diosa Atenea, estudiado y
paciente con la capacidad de formular un plan y ejecutarlo durante
años, incluso décadas.

A la hora de la verdad, eran muy pocas las veces que Ares ganaba a
Atenea.

Sabía que tenía que cambiar y adaptarse para poder superarle.

El resentimiento que había sido plantado y germinado de niño,


echado raíces a través de las crueles enseñanzas de mi adolescencia y
que sólo se había atrofiado temporalmente tras la muerte de mi madre
cuando estaba ansioso por hacer las paces con el único padre que me
quedaba, estalló en una floración desenfrenada.

Por fin, tenía una razón plenamente formada para acabar con mi
padre.

Esa razón tenía unos ojos del color de los lingotes de oro y un alma
más pura que la puta nieve recién caída.

Así que le sonreí con fuerza mientras limpiaba la sangre que había
derramado de su cruel boca. —Prepáralo —repetí—. Demostraré a la
Orden lo leal que soy, y disfrutaré haciéndolo.
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Lo colgaron entre dos árboles. Me pregunté ociosamente por qué no
utilizaban el calabozo o la sala de ejercicios como en el pasado, pero
estaba demasiado ciego ante la fría ráfaga de mi propia rabia para
pensar plenamente en ello.

Tal vez debería haberlo hecho.

No era un hombre de sentimientos. Me habían educado para pensar


que la emoción era algo parecido al pecado de un hombre normal, y
que pecar era mi derecho como conde. Era mejor que un sentimiento
mezquino, pero digno de satisfacer todas mis necesidades, sin
importar el costo.

Y mi necesidad en ese momento era la violencia.

Quería canalizar toda mi considerable devastación por la repentina


pérdida de mi esposa el día de nuestra boda diezmando al bastardo
colgado entre dos fresnos.

Era un pobre tipo sin la inteligencia y el artificio para llevar a cabo


su mayor crimen contra la Orden al amar a su esclava. Un crimen que
compartíamos.

Estudié su postura derrotada mientras deslizaba el extremo de un


látigo de gato de nueve colas por mi mano. Su oscura cabeza estaba
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inclinada entre los hombros, un corte en la mejilla goteaba sangre


hacia la hierba desde donde uno de los hermanos le había golpeado
hasta la sumisión lo suficiente como para conseguir colgarlo como un
ganso de Navidad.

En años pasados, no habría pensado en si se merecía lo que le


esperaba. Mi apatía fundamental siempre se había extendido a la
Orden. Era el dominio de mi padre, y sólo su voluntad me mantenía
atado a ella.

Ahora, mi corazón había despertado de su letargo de toda la vida y


me sentí conmovido por el desgraciado que colgaba de sus muñecas.
Sin duda, su esclava ya estaba muerta, custodiada por uno de los
discretos y mortíferos acólitos de la sociedad que sólo operaban desde
las sombras y nunca mostraban su rostro en los actos sociales de la
Orden.

Había tantos caminos que podrían haberme llevado entre aquellos


enormes fresnos, rotos por el amor y castigados por personas que
nunca podrían entender tal sentimiento.

Era irónico que fuera yo quién lo castigara por ello.

—¿Seguro que estás preparado para esto, viejo amigo? —me


preguntó Martin Howard afablemente con una palmadita amistosa en
la espalda.

No era un amigo.
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Era el hermano de Agatha Howard; una mujer con la que la Orden y


Noel, más concretamente, me habían instado a casarme durante años.
Formaban parte de la familia más ambiciosa e insensible de la
historia de la nobleza británica, y siempre me habían parecido
increíblemente desagradables.

Alguien tan hambriento de poder nunca iba a conseguirlo, al menos


no por mucho tiempo.

Al igual que el ouroboros1, sólo acabarían comiéndose su propia


cola.

Dirigí a Martin una mirada impasible y continué deslizando el látigo


sensualmente por la palma de mi mano. Lo sentía en mis manos, como
un lanzador con una pelota de béisbol o un artista con un pincel. Era
mi herramienta de trabajo, un arma que manejaba con precisión y
pasión para crear una obra maestra en el cuerpo de una mujer.

Como las muchas que había hecho en la piel dorada de Cosima.

La ira quemó cualquier recelo persistente que tuviera en mi mente.

Tenía que demostrar a la Orden que era tan pagano e insensible


como ellos.

Tenía que demostrar que estaba de su lado hasta el amargo final


para que, cuando descubriera cuál de los malditos hombres me había
quitado a Cosima y fuera a por ellos, no lo vieran venir.

—Por supuesto, estás preparado —se carcajeó Martín—. Has


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nacido preparado para esta sociedad, con un padre como Noel.

1
El uróboro (también ouroboro o uroboro) (del griego οὐροβóρος [ὄφις], '[serpiente] que se
come la cola', a su vez de οὐρά, 'cola', y βόρος, 'que come') es un símbolo que muestra a un
animal serpentiforme que engulle su propia cola y que forma un círculo con su cuerpo.
—Acta, non verba —proclamó Sherwood cuando se apartó de las
masas de hombres de la Orden que estaban a mi espalda para hablar
conmigo.

La boda había terminado hacía tiempo, los invitados habían sido


enviados a casa sin explicación de por qué la novia se había retirado
repentinamente temprano para pasar la noche.

—Acción, no palabras —tradujo Sherwood como el imbécil altivo


que era, aunque sabía que tanto Martin como yo entendíamos
perfectamente el latín—. Demuestra que eres uno de los nuestros
después de esta desgracia de boda, Davenport. Este hombre
desobedeció flagrantemente la regla principal de esta sociedad. No te
enamores de tu esclava. Están destinadas a saciar las tentaciones de tu
cuerpo y a purgar los demonios de tu mente, pero nunca son dignas de
nuestra consideración.

—Soy consciente de las reglas —dije con desgana.

Sherwood y Howard compartieron una rápida mirada.

Mi imperturbabilidad frente a mis propias transgresiones, que


reflejaban casi directamente las del cabrón que iba a ser castigado, les
confundió.

¿Se preguntaban si yo era un idiota?


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No, Alexander Davenport, Lord Thornton y heredero del ducado de


Greythorn, era uno de los hombres más ricos del Reino Unido y había
amasado una de las empresas de medios de comunicación más
rentables del mundo.

Tonto no era.

Entonces ¿qué otra explicación podía haber para mi profunda


calma?

Bueno, está claro que no había querido a su esclava.

No si estaba tan imperturbable por la desaparición de la esclava y


por su castigo a quién había cometido ese mismo delito.

Pude ver cómo mi manipulación los atrapaba en su red, y entré a


matar.

—Me casé con la esclava como el último clavo en el ataúd de mi


desprecio por su padre. Él mató a mi madre; pero antes de que yo lo
matara, supo lo que era que le arrebataran total y completamente a
alguien a quién amaba.

No sabían que Amedeo Salvatore no estaba muerto. Dudo que


incluso Cosima supiera que estaba al tanto de su artimaña.

Ningún hombre tan inteligente como el capo de Nápoles se metía en


una situación desarmado por la preocupación de su hija alejada.

Era una trampa y, aunque pensaba de forma amateur, estaba


bastante bien ejecutada.
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El hecho es que no me importó mucho.


Había muy pocas cosas que me hicieran creer que Salvatore era el
que había matado a mi madre. Había poco motivo, y mi propio
intestino se enroscaba ante la idea.

Era un error.

Tenía cosas más importantes en la cabeza que Salvatore en ese


momento; pero sabía dónde estaba cuando llegase el momento de
enfrentarse a él.

Ahora que Cosima había desaparecido, encontrarla era mi único


objetivo; y Salvatore estaba al final de mi lista de sospechosos
basándome en un simple hecho. Ni siquiera su padre biológico podría
haber convencido a Cosima de huir de mí horas después de habernos
casado.

Haciendo saltar el látigo hacia delante con total precisión, rompí


una rama que se arqueaba sobre la forma tendida de Simon
Wentworth y observé cómo las hojas caían sobre él como un confeti
macabro.

—Comencemos —entoné, con la misma fuerza que Sherwood,


dando una zancada hacia delante y ocupando mi lugar a la espalda de
Wentworth.

A diferencia de la mía, la suya era lisa y sin manchas. Nunca había


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sido castigado por defender a una mujer como lo había sido yo por
Yana y Cosima.
Sin quererlo, me pregunté qué clase de hombre era; y el
remordimiento me atravesó como garras sobre mis entrañas. Entonces
recordé que había intentado reclamar a Cosima en La Caza, y la ira me
recorrió, erradicando las heridas.

—Solo hazlo —susurró entrecortadamente—. Ella se ha ido, y yo


no... no quiero estar más.

—Repugnante —gritó alguien.

Otro le escupió.

—Patético gilipollas —gritó otro.

—Silencio —ordené, el estruendo de mi voz como una bomba


sónica sofocó todos los ruidos de los alrededores.

Incluso el viento se apagó de repente y los animales obedecieron,


congelados en los árboles como adornos.

Dejé que la rabia acumulada por haber perdido a Cosima me


dominara mientras levantaba el brazo y descargaba el látigo más
mortífero de mi arsenal sobre la espalda de Simon Wentworth.

Sus gritos estallaron en el silencio, más fuertes que mi orden;


llenando el silencio como una cascada en una taza, su agonía tan
contundente que parecía desgarrar mis tímpanos.

Continué sin cesar.


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Mi mente no se centraba en el húmedo golpe y el estruendo del


látigo sobre su espalda desgarrada ni en sus lamentos de banshee, sino
en el rostro de una mujer que era lo suficientemente joven para ser una
niña; pero lo suficientemente sabia para ser una diosa.

Pensé en la forma en que dormía acurrucada en mis brazos como si


yo fuera su protector. Para una chica con una vida llena de monstruos,
la idea de que pensara que yo podía mantenerla a salvo de cualquier
daño era tan embriagadora que me hacía girar la cabeza.

Pensé en su cabello enredado en mis dedos mientras balbuceaba


sobre su día cocinando con Douglas, intentando hacer punto de cruz
con la Sra. White y practicando esgrima con Riddick. Cómo esas
palabras daban vida a mi casa, a Pearl Hall, de una manera que nada
había hecho antes. Cómo sus palabras hicieron de mi casa un hogar.

Pensé en Cosima hasta que mi brazo se debilitó por el esfuerzo y mi


camisa blanca se manchó de rojo como un cuadro de Jackson Pollack.
Pensé en ella mientras la respiración de Simon Wentworth se
convertía en un traqueteo húmedo, y luego pensé en ella mientras mi
mente se agolpaba con el conocimiento de que esta persona en la que
ella me había convertido no podía vivir con golpear a Wentworth
hasta la muerte por cometer un acto del que yo mismo era culpable.

—¿Davenport? —dijo alguien.

Me di cuenta de que se me había caído el brazo y que me faltaba el


aire mientras miraba el desastre mutilado que había hecho del hombre
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que tenía delante.

—¿No puedes soportarlo? —preguntó Sherwood con suficiencia.


Si no podía, estaría firmando mi propia sentencia de muerte.

Le miré tratando de disimular el odio que sentía por él y por su


caudal; como un río de primavera sobre los muros de protección que
había erigido a lo largo de los años.

—Tengo una idea mejor —dije en voz baja, soltando el látigo;


ignorando la forma en que mi mano se acalambraba al sostenerlo con
tanta fuerza durante tanto tiempo.

La Orden observó con cansancio cómo me movía alrededor de


Wentworth, poniéndome de rodillas antes de llamar a Noel: —Tráeme
un cuchillo.

Mi padre se adelantó como si hubiera estado preparado todo el


tiempo para esta exacta posibilidad, con un reluciente cuchillo de caza
con mango de marfil y oro ya empuñado en la mano. Era el cuchillo
que se había transmitido a la familia Greythorn desde su creación en el
siglo XVI.

El mango estaba caliente cuando me lo pasó, sus ojos fríos de


violento orgullo cuando puso su otra mano en mi hombro y dijo: —
Ese es mi chico.

Ese es mi chico.

Orgulloso de mí por haber superado el castigo prescrito por la


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Orden con uno aún más cruel; aún más impregnado de la brutal
historia de la sociedad.
Aparté la mirada de mi padre y miré a Simon Wentworth, cuyo
rostro estaba pálido como una página en blanco e igual de deshecho.

—Hazlo —murmuró—. Acaba conmigo.

—No lo haré —le dije, con la voz lo suficientemente fuerte como


para que la Orden la oyera—. Porque no te lo mereces. Por los
crímenes que has cometido contra la Orden de Dionisio, serás
castrado.

Hubo un jadeo colectivo y un murmullo de aprobación detrás de mí;


pero los ojos de Simon Wentworth sólo se ensancharon mientras
jadeaba y me miraba boquiabierto.

—Esto es por intentar violar a mi esposa —dije en voz baja, sólo


para él.

Y entonces encajé el cuchillo detrás de sus pelotas y corté.

La sangre se derramó sobre mis manos, húmeda y cálida como un


bautizo satánico; mientras los gritos de Simon rasgaban el tejido del
aire una y otra vez hasta que cesaron con un gemido y se desmayó en
sus ataduras.

Retrocedí, me giré con el cuchillo ensangrentado y lo limpié en la


camisa de mi padre antes de que pudiera apartarse.

Mostró los dientes y me gruñó; pero yo ya me estaba alejando,


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entregando tanto el cuchillo como la masa húmeda de testículos del


ofensor a Sherwood.
—El precio por los crímenes cometidos —le dije, llenando mi voz
de significado mientras lo inmovilizaba con mi mirada glacial.

La forma en que el hombre mayor, delgado como un rayo,


palideció; me produjo una satisfacción primitiva.

—El precio está pagado —murmuró—. Bienvenido de nuevo al


redil, hermano. Tenemos muchos planes para ti.

Y yo —pensé sombríamente, con la mente acelerada— para ti.

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—No tienes experiencia —escuché por décima vez en menos de dos
semanas—. Lo siento.

Parpadeé al hombre que llevaba la visera reglamentaria y el chaleco


de poliéster. Mi boca se torció en algo entre una mueca y una sonrisa,
desajustada por el humor amargo ante la idea de que un adolescente
con granos me dijera que no tenía experiencia.

Quería inclinarme hacia el otro lado de la mesa y rodear su garganta


con la mano mientras le contaba cuánta experiencia tenía en pesadillas
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y que él era demasiado inocente para soñar. Quería ver cómo sus ojos
se abultaban, cómo el blanco se enrojecía con fuegos artificiales de
vasos sanguíneos reventados mientras apretaba y decía mis sucias
palabras. Mientras le contaba sobre mi violación, La Caza, mi
perversa paliza a manos del hombre más perverso del mundo.

Entonces quise sentarme y ver cómo jadeaba, restregándose las


manos por la cara como si pudiera borrar las imágenes que yo había
implantado en su mente, y preguntarle con calma si seguía pensando
que me faltaba experiencia.

No hice nada de eso.

La rebeldía no era mía, era la Cosima de antes. Antes de que mi


padre me vendiera, antes de que Alexander me comprara y fuera de su
propiedad, antes de que su padre me arruinara.

Estaba demasiado bien entrenada para arremeter contra las ataduras


que la sociedad me había impuesto, demasiado cansada para ejecutar
la violencia que bullía en mi corazón y demasiado desesperada para
desperdiciar mi energía en otro rechazo.

Así que le sonreí, sabiendo que era lo más bonito que el chico vería
en su día de cajero en una cadena de restaurantes baratos.

Parpadeó con fuerza al verme, y eso me reconfortó un poco.

—Gracias por su tiempo —dije en voz baja antes de apartarme de la


mesa y salir del estrecho restaurante.

En algún momento de mi fallida entrevista, había empezado a llover


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sobre las calles de Milán. Salí a la intemperie, inclinando la cabeza


hacia el afilado chorro de agua; amando la forma en que dolía,
necesitando la forma en que me conectaba a mi nueva realidad.
Ya no era una esclava; pero no me sentía libre.

Tenía más obligaciones que antes.

Dante y Salvatore habían desarraigado su organización para volver


a empezar en América, y su dinero se había gastado en establecer su
dominio en la ciudad. No les sobraba para mantener a una familia de
cinco miembros; aunque lo intentaron.

Yo me había ido de Inglaterra sin la seguridad de un subsidio


continuo para mamá y mis hermanos. Ya ni siquiera había una cuenta
en la que mi expropietario pudiera depositar. Dante había hecho
funcionar su magia ilegal y tecnológica; y había disuelto a la familia
Lombardi de Nápoles de los yunques de la historia italiana. Si alguien
en la nueva vida de mamá y Elena en Nueva York, o en la de
Sebastian en Londres, o en la de Giselle en París; decidiera investigar
sobre el clan Lombardi, no encontraría nada.

No sabía qué pensaba Alexander de mi desaparición, si me daba por


muerta o me odiaba lo suficiente por mi fuga como para olvidarme por
completo; pero no había venido a buscarme en el mes que llevaba
desaparecida. Intenté no centrarme en por qué no lo había hecho y si
simplemente no podía encontrarme o no quería hacerlo.

Había tomado mi decisión y tenía que vivir con ella.


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Así que volví al trabajo. Sebastian estaba trabajando en una película


con la venerada estrella de cine Adam Meyers; por tanto, sabía que
nos llegaría una ganancia inesperada; pero hasta entonces, tenía que
mantener a Giselle durante los dos años que le quedaban en la escuela
de arte y, ahora, la escuela de derecho de Elena.

Éramos demasiado pobres para pedir un préstamo. ¿Cómo puede


alguien asegurar una inversión cuando no tiene patrimonio?

Lo único de valor que teníamos, que habíamos tenido, era yo.

Intenté ser modelo; pero había estado fuera del juego durante un
año, y la marca de Landon Knox contra mí todavía perduraba en
Milán y resonaba en el resto de Italia.

No podía conseguir un agente, y mucho menos una cita o una sesión


de fotos.

Incluso mi belleza, al parecer, no podía ayudarnos ahora.

Me escocían los ojos al parpadear bajo la lluvia y me pregunté si


estaría llorando.

Podría haberlo hecho, aunque no era una llorona; pero lo dudaba.

Parecía que huir del único hombre al que había amado no me había
desgarrado como una herida en carne viva, como creía que podría
ocurrir. En cambio, me había endurecido. Donde antes era calor y luz,
ahora sólo era tendones y sangre; despojada de metáforas y
emociones, un recipiente humano sin animación.

Oh, mi familia todavía me daba consuelo. Tenía la libertad de


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hablar por FaceTime con ellos todas las noches; de ver la pequeña,
pero confortable casa de piedra rojiza que mamá había pagado con el
último dinero que le había enviado, de ver la forma tierna y
emocionada en que Elena manejaba sus nuevos libros de texto de la
facultad de derecho para su primer semestre en la Universidad de
Nueva York, de observar a Giselle mientras pintaba intrincadas obras
de arte con la misma facilidad con que respiraba mientras me hablaba
de lo mucho que amaba París y, por último; lo más hermoso, de
descubrir el rostro de mi hermano mientras hablaba de la mujer de la
que se había enamorado.

Podría haberme trasladado a cualquiera de sus ciudades. Habría sido


un consuelo increíble envolverme en su amor como bálsamo contra el
succionador agujero negro de la falta y la miseria que yacía en mi
pecho donde solía estar mi corazón; pero no lo hice.

En primer lugar, no quería que vieran lo destrozada que estaba.


Tendrían preguntas para las que yo no tenía respuestas, y no dejarían
que las cosas se quedasen tranquilas si parecía que estaba sufriendo.

Tenía que recuperarme antes de acudir a ellos.

En segundo lugar, necesitaba un trabajo. Pensé, dada mi experiencia


anterior en Italia, que era el lugar obvio para hacerlo.

Me había equivocado; pero había enviado la mayor parte de mi


dinero a mis familiares y no tenía suficiente para reservar un vuelo,
aunque quisiera. Me quedaba en el sofá de mi amiga Erika y eso se
estaba volviendo viejo rápidamente porque ella tenía un novio lo
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suficientemente bruto como para coquetear conmigo cada vez que no


estaba en casa.
Así que allí estaba, atrapada en Milán con mi pena y sin una
esperanza.

Incliné más la cabeza hacia atrás, dejando que la lluvia me golpeara


en la cara. Podía sentir el torrente de agua que empapaba mi vestido
negro; deslizándose sobre mi cabello como una limpieza religiosa, un
renacimiento o un bautismo. La religión me había perdido para
siempre; pero disfrutaba de la metáfora. Mis dedos se desplegaron y
mis palmas se redondearon para que sintiera la lluvia correr por mis
dedos.

Me quedé allí como una loca, sonriendo porque era libre de


quedarme allí como una loca, y nadie iba a detenerme.

Había luchado tanto por tantas cosas que se me habían escapado;


pero esto, esta libertad, era algo que nunca jamás daría por sentado.

—Scusi2 —una voz fría y ligeramente acentuada interrumpió mi


ensueño—. ¿Stai bene3?

Me enderecé y contemplé al hombre francamente hermoso que tenía


ante mí y que estaba casi tan anegado como yo. Su pelo cobrizo
oscuro le caía sobre la frente, ocultando parcialmente el azul vivo y
casi eléctrico de sus ojos mientras me miraba con preocupación. Era
alto —no tanto como Alexander o Dante; pero aún no había conocido
a nadie que lo fuera— y esbelto; pero en forma bajo su gabardina.
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2
Scusi; Perdón en italiano.
3
En italiano; ¿estás bien?
Si hubiera sido una chica normal con un pasado normal, podría
haberme sonrojado y coqueteado con un desconocido tan atractivo.

Pero yo no era esa chica.

De hecho, la principal razón por la que me sentí atraída por él fue el


tono distante de su boca y la severidad de sus rasgos. Aunque estaba
claramente preocupado por la mujer loca que se empapaba felizmente
bajo la lluvia, no le importaba realmente.

Esa apatía despertó algo en mí, una extraña combinación de empatía


y encanto.

Le contesté en inglés, adivinando su acento. —Estoy bien, gracias.


Me gusta la lluvia.

Sus labios se movieron, llamando mi atención sobre la boca firme y


perfectamente formada. —Me pregunto si no sería mejor disfrutarlo
desde la cafetería que hay detrás de ti; tal vez con un caffe latte
caliente. No sé si es consciente; pero te castañetean los dientes.

Me quedé helada y me di cuenta de que mis dientes no hacían lo


mismo. —Oh.

Su boca se estiró aún más en el más mínimo indicio de sonrisa. —


¿Me permites? —Le miré fijamente mientras me ofrecía su abrigo,
poniéndomelo sobre los hombros antes de conducirme suavemente
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hacia la pequeña cafetería que había junto al restaurante en el que me


había presentado.
—¿Normalmente te gusta jugar con la vida y la muerte quedándote
fuera bajo la lluvia helada? —me preguntó con desgana mientras se
adelantaba para coger la puerta por mí.

Una carcajada sorprendida surgió al pensar en ello. —No de esta


manera en particular, no; pero te sorprendería la frecuencia con la que
me muevo por esa fina línea.

Enarcó una ceja y me pasó una mano por la espalda de forma


caballerosa mientras me guiaba hacia la cafetería y una pequeña mesa.
—Pareces una diosa del inframundo. No me sorprende en absoluto.

Le sonreí, sorprendiéndome a mí misma por la viveza de mi


expresión. Su comparación había consolidado mi consideración hacia
él.

Decidí que cualquiera que me comparara con Perséfone tenía un


sentido infalible del carácter.

—¿Y tú eres el milagroso Hermes que pudo cruzar al inframundo


ileso para rescatarme y llevarme de vuelta con mi madre? —le
pregunté, poniéndole a prueba porque sólo alguien bien versado en
mitología podría conocer los detalles de la historia de Hades y su
reina.

Sus ojos centellearon; aunque sus labios permanecieron planos. Lo


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tomé por un hombre que no sonreía a menudo y me pregunté qué


tendría que hacer para cambiar eso.
Era un pensamiento sorprendente; pero me lo permití porque
llevaba tanto tiempo obsesionada con el hombre equivocado que me
sentí bien al preocuparme; aunque fuera momentáneamente por uno
bueno.

—Desgraciadamente, creo que soy el mensajero que se verá


obligado a llevarte de vuelta con mi madre —explicó mientras sonaba
la pequeña campana situada sobre la puerta del café y una hermosa
mujer de piel oscura entraba en la sala.

La reconocí inmediatamente y no sólo porque era bastante conocida


en el mundo de la moda. Conocía la cabeza perfectamente peinada con
ondas color caramelo y la hermosa inclinación de sus pómulos porque
ya la había visto antes.

Willa Percy había sido jurado en el certamen de St. Aubyn cuando


me presenté a la prueba hace lo que parecía una vida.

Y ella no había sido muy amable.

Perseguí mis labios en una imagen de espejo de los suyos mientras


nos reconocíamos mutuamente.

—Cosima Lombardi —dijo lentamente, sacando mi nombre de las


profundidades de su memoria—. Campaña Intimissimi, si no me
equivoco.
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—No te equivocas.

Me miró a mí y luego a su hijo; aunque claramente no era biológico,


ya que era pelirrojo y estaba ligeramente bronceado. —Si estás
intentando acostarte con mi hijo para que te patrocine, estarás
tristemente equivocada.

—Willa —protestó mi nuevo amigo, poniéndose parcialmente de


pie para mirarla con desprecio—. Siéntate y guarda silencio si no
tienes nada amable que decir. Me encontré con esta... me encontré con
Cosima. —Saboreó el nombre, haciéndolo rodar adecuadamente como
hacen los italianos y luego hizo su sonrisa con el labio antes de
continuar—. Estaba fuera bajo la lluvia, y le ofrecí un café para
calentarse. Ninguno de los dos tenía idea de nuestros lazos contigo; y
francamente, aún dudo que a ninguno de los dos nos importe. De
verdad, mamá, a veces piensas demasiado en ti misma.

Me quedé con la boca abierta ante su tono fuerte y su atrevimiento;


pero sorprendentemente, Willa se sentó en la silla que él le sacó y
aceptó su beso en la mejilla con sólo un leve resoplido.

—Ve a traernos esos cafés, ¿quieres? —le solicitó, acariciando su


mejilla e incitando una mueca de él.

Se me escapó una pequeña risita al verlos interactuar. Este hombre


era mayor que yo, fuerte y seguro en sus movimientos y acciones de
una manera que hablaba de la confianza inherente y la
imperturbabilidad.

Me recordaba, en pequeños aspectos, a Alexander.


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Y esos pequeños aspectos no eran suficientes y sí lo eran para que


me sintiera cómoda a su lado.
—¿Qué hace una chica como tú bajo la lluvia con aspecto de rata
ahogada? —me preguntó Willa mientras desenrollaba su bufanda de
Hermes y abría su elegante gabardina de diseño.

—Disfrutando de mi libertad —le dije con sinceridad porque no la


conocía y no tenía nada que perder.

Ya no.

—¿La libertad es un eufemismo para el desempleo? —me preguntó


con insistencia, pasando su mordaz mirada marrón por mi forma
sentada—. Hace meses que no te veo ni oigo hablar de ti en ningún
círculo.

—Estuve viviendo en el extranjero durante un tiempo —dije.

—¿Trabajando como modelo?

Negué con la cabeza; pero no le expliqué nada, ni siquiera cuando


me lanzó una mirada frustrada para continuar.

—Es un suicidio profesional estar tanto tiempo fuera. Las modelos


envejecen más rápido que los perros, querida. ¿Cuántos años tienes,
veinte?

—Diecinueve —le dije mientras su hijo volvía con tres cafés con
leche.

Me miró con el ceño fruncido mientras me entregaba la pequeña


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taza caliente. —Jesús, eres joven.

—¿Qué edad tienes tú?


Willa me fulminó con la mirada. —Creía que no intentabas
acostarte con él.

Me encogí de hombros con indolencia, completamente


desconcertada por su grosería.

—Basta ya. El acto de mamá osa ya era viejo cuando tenía


diecisiete años —le dijo.

Willa apretó los labios.

Le lanzó una mirada cariñosa, ligeramente exasperada; y luego se


volvió hacia mí mientras se echaba el cabello hacia atrás, secándose
rápidamente. —Soy casi tan grosero como mi madre. Me llamo Daniel
Sinclair; pero, por favor, llámame Sinclair. Es un placer conocerte,
Cosima.

—¿Francés? —pregunté, identificando su acento con mucha más


facilidad cuando hablaba en inglés.

Inclinó ligeramente la cabeza. —Mais, bien sûr4.

—No hablo francés; pero lo entiendo. ¿Cuántos idiomas hablas? —


le pregunté.

—Cuatro con fluidez —dijo su madre con orgullo—. También tiene


un MBA de Columbia y es dueño de una prometedora empresa de
desarrollo inmobiliario en Nueva York. ¿Quizás ahora puedas ver por
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qué soy protectora?

4
En francés; pues claro.
—Sí —acepté, jugueteando con el asa de mi taza, imaginando cómo
habría sido tener una madre que me defendiera—. Y no puedo
culparte por ello. Ya me gustaría a mí tener una protectora así.

Levanté la vista hacia ellos después de un rato de silencio y me


encontré con que me observaban, con expresiones gemelas de ternura
reticente en sus rostros.

—No hay que compadecerse de mí —les dije mientras escurría las


puntas de mi cabello empapado sobre el suelo de baldosas a mi lado—
. No conocen mi historia. No deben saber si es trágica.

—Ninguna chica de diecinueve años debería tener tanta tristeza en


los ojos —dijo Sinclair, con su hermosa mirada azul fría y serena
como los lagos gemelos—. No necesito conocer tu historia para saber
eso.

—Ah, y hemos dado con la verdadera razón por la que te ofreciste a


invitarme a un café —dije con un giro auto despectivo de mis labios.

—No —dijo lentamente, clavando los ojos en su madre; que


sacudió ligeramente la cabeza y suspiró—. Te he invitado a un café
porque eres una mujer hermosa a la que le vendría bien una palabra
amable. Me ofrezco a ser tu amigo y, tal vez, a protegerte como mi
madre me protege a mí por esos tristes ojos dorados.

—¿Por qué demonios harías eso? —pregunté, sospechando al


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instante de su altruismo.
Si mi tiempo en Pearl Hall me había enseñado algo, era que nadie
hacía nada sin recibir algo a cambio.

El mundo era un infierno disfrazado de campo de sueños, y yo ya


no era una niña ingenua retozando entre las flores. Era una guerrera
con una espada, y cortaría a cualquiera que intentara arrastrarme de
nuevo a ese infierno.

—Somos una familia que acoge a los perros callejeros —me


sorprendió Willa al responder, arrojando unos billetes para pagar
nuestros cafés escurridos.

—Sobre todo a las guapas —dijo Sinclair con un guiño tan audaz
que me hizo reír.

—Será mejor que vengas con nosotros —dijo Willa con un suspiro
dramático—. Tendré que hacer algo con tu cabello si queremos que
vuelvas al trabajo.

—No me lo voy a cortar —espeté, y mis manos volaron hacia la


masa espesa y húmeda como la tinta.

Mi cabello era mi manta de seguridad, mi corona en caso de que me


quedara sin ella. Ni siquiera Alexander había intentado cortármelo, y
no sabía qué habría hecho si lo hubiera intentado.

Willa puso los ojos en blanco mientras nos conducía a un coche que
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nos esperaba en medio de la lluvia, con la puerta abierta por el


conductor.
—Querida, nunca lo haría. Tu cabello será tu firma cuando te
catapulte al estrellato.

—Serán sus ojos —argumentó Sinclair mientras me ayudaba a


entrar en el limpio interior de cuero—. Tengo la sensación de que sus
lucrativos ojos la han llevado a otros lugares antes, y eso no se
detendrá ahora.

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Su visión me golpeó con la fuerza de una ola nuclear.

Mi espalda se estrelló contra el asiento de cuero del coche mientras


mi pecho se descomprimía, mi corazón se hinchaba y latía contra el
encierro.

Era dolorosamente hermosa.

Era la única manera de describir la aguda sensación que su belleza


despertaba en el espectador, el impacto que robaba el aliento y
calentaba la sangre al verla.

Mis músculos se bloquearon contra el impulso de abrir de golpe la


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puerta del Bugatti y acercarme a ella, que parecía perdida e


imperdonablemente sola en la esquina de la Piazza Mercanti de Milán.
Había gastado cientos de libras dirigiendo recursos para encontrarla.
Finalmente, tras cinco semanas de búsqueda, encontraron a Cosima en
Milán porque había enviado la mayor parte de sus ahorros a su madre
en Nueva York y la transacción había sonado en nuestro radar. A
partir de ahí, fue fácil. Vivía en un estrecho apartamento con una
compañera modelo y su lascivo novio. Nadie en el variado y próspero
círculo de la moda de Milán quería trabajar con ella gracias al daño
que Landon Knox le había hecho antes de que fuera mía. Estaba
arruinada y rota, todo por mi culpa.

Pero pondría en marcha acontecimientos que la ayudarían; aunque


decidiera no salir del frío coche y cogerla en brazos como una ninfa
acuática capturada.

Sherwood era un gilipollas imbécil si pensaba por un minuto que yo


seguiría sus directrices como un buen corderito y dejaría que lo mejor
que me había pasado en la vida se me escapara de las manos.

Cosima era mía.

Podía existir en todo el mundo. Demonios, podría ser transportada a


otro puto planeta y seguiría siendo de mi entera propiedad.

Contractual, espiritual, física y emocionalmente.

Cada gota de sangre de su cuerpo estaba manchada por mi oscura e


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hirviente obsesión por ella, y ella ni siquiera lo sabía.

No había tenido la oportunidad de decírselo.


Habíamos jugado un juego demasiado peligroso para darlo por
sentado.

Había luchado con ahínco, de la única manera que sabía, para


mover silenciosamente y con rapidez mis piezas por el tablero cuando
las probabilidades se inclinaban a favor de la Orden.

Durante un breve y brillante momento —cuando Salvatore yacía


con un disparo en el pecho en una habitación de hotel en Roma, y yo
estaba a punto de casarme con la mujer que sabía en mis huesos que
era mi recompensa por una vida de dolorosa servidumbre a mi padre y
sus demonios— pensé que incluso podría haberlo hecho.

Ser más inteligente que ellos.

El grupo de hombres más astuto, más rico y corrupto de Gran


Bretaña.

Por supuesto, no lo había hecho.

Mi hamartia5 siempre había sido el orgullo.

Creía en mí mismo lo suficiente como para intentar eliminar el


problema; pero al final, mi fracaso había venido precisamente de ese
orgullo que me cegaba con la arrogancia.

La magia que Cosima había traído a mi vida era sólo eso, una
ilusión creada por las crueles manos de los titiriteros y los cerebros
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que nos gobernaban a ambos.

5
Hamartia (en griego antiguo: αμαρτία) es un término usado en la Poética de
Aristóteles, que se traduce usualmente como —error trágico—, —error fatal—, defecto, fallo o
pecado.
Me quedé sentado en mi coche y la observé a través de las vetas de
lluvia que oscurecían el parabrisas. Tenía la barbilla levantada
mientras el agua le salpicaba la cara, los labios entreabiertos y los ojos
cerrados como si se estuviera preparando para un bautismo.

Sin embargo, yo sabía que no era así.

Puede que fuera una indigente y estuviera sola, empapada en alguna


esquina como una puta olvidada; pero mi topolina no estaba
concentrada en nada de eso.

Se estaba regodeando en su libertad.

Me di cuenta de ello por la inclinación triste pero asombrada de sus


labios y la forma reverente en que abría las manos hacia el cielo para
recoger las gotas en sus palmas.

La última vez que la vi bajo la lluvia, me la follé en el barro de un


campo de amapolas que mi madre había plantado detrás de Pearl Hall.

Verla así de nuevo, mojada y arruinada, me hizo querer hacerlo de


nuevo.

Por otra parte, cada vez que miraba a Cosima; sin importar lo
inapropiado de nuestro entorno, la deseaba.

Nunca había deseado nada en toda mi vida; pero nunca había


deseado nada como la deseaba a ella. Sentí su ausencia de mi vida
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como un miembro perdido en la guerra, arrancado por una bomba, los


fragmentos de metralla todavía cavando y retorciéndose
dolorosamente en los tejidos rescatados.
En ese momento, tras días sin contacto, me quedé francamente
hipnotizado al verla.

Ella estaba más viva en el retablo de miseria y alegría agridulce que


yo en cualquier momento de mi vida antes y sin ella.

Era lo suficientemente embriagador como para arriesgarlo todo por


ella.

Incluso mi propia seguridad.

Comprobé la pistola que llevaba escondida bajo el brazo en la funda


que llevaba debajo de mi traje de Armani a medida, y luego hice una
rápida inspección de mis alrededores para asegurarme de que el
camino hacia ella estaba despejado.

Me iba a llevar a mi mujer a casa.

Sherwood y Noel podían bombardearnos con amenazas como en el


Blitz6 de Londres; pero a mí me importaba una mierda.

La protegería con mi propio cuerpo y arrojaría toda mi fortuna


como un escudo de oro a nuestro alrededor si eso significaba
mantenerla a mi lado, de rodillas; pero orgullosa tal y como debía ser.

Sólo que, cuando volví a mirar hacia ella, noté dos cosas que me
hicieron detenerme.

Un hombre de pie en la esquina opuesta de la calle de Cosima, con


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el cabello cobrizo mojado por la lluvia y la gabardina empapada por el

6
El Blitz (del alemán Blitz8) es el término con el que se conoce a los bombardeos
sostenidos en el Reino Unido por parte de la Alemania nazi
diluvio; pero evidentemente cara. Se quedó mirando a mi mujer con la
cabeza ladeada, hipnotizado como lo estaría cualquier hombre de
sangre roja al verla en aquella calle como una reina finalmente
liberada del inframundo.

Los celos me quemaron como un trago de whisky en las tripas.

Miró al suelo, luego volvió a mirarla a ella y luego se movió con


pasos decididos por la calle.

Sólo entonces me fijé en el hombre que había quedado parcialmente


oculto tras un tranvía aparcado. Era alto, delgado como un junco y
pálido como el papel de cera, tan británico por excelencia que me
puso los pelos de punta.

Sin embargo, era su mano la que destacaba la amenaza.

Tenía los brazos cruzados sobre el pecho del traje, la mano apoyada
justo debajo de la axila izquierda; donde se notaba un ligero bulto a
través del material.

Llevaba una pistola en la mano.

La adrenalina se apoderó de mí, las piernas me dolían por el ácido


láctico que me impulsaba a salir del coche y matar a ese bastardo por
seguirnos a cualquiera de nosotros.

La Orden había enviado a alguien para que se encargara de nosotros


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si desobedecíamos las órdenes.


A pesar de mi muestra de lealtad al castrar a Simon Wentworth,
seguían sin confiar en mí. La indignación me atravesó, perseguida por
el infierno de la traición.

Que supieran dónde estaba para enviar a alguien indicaba que eran
ellos los que me la iban a quitar.

Sentí el insano impulso de inclinar la cabeza hacia el cielo y aullar


de rabia como una bestia. En lugar de eso, saqué mi navaja del
bolsillo, la abrí y la clavé en el asiento del copiloto del Bugatti de cien
mil libras.

El acto de violencia me calmó lo suficiente como para volver a


hacer un balance de Cosima.

Mientras deliberaba cómo podría matar instantáneamente a cada


miembro de la Orden, el extraño hombre alcanzó a Cosima y comenzó
a abrir su abrigo.

Saqué mi pistola de la funda y la sostuve en mis manos, apuntando


a la amenaza en el siguiente instante; mi respiración tranquila y fría
mientras estrechaba la vista hacia el bastardo amenazante.

¿Realmente serían tan audaces como para sacarla en una maldita


esquina?

No. Me dije a mí mismo que me relajara y bajé el arma mientras el


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hombre se quitaba la trinchera y se la entregaba a mi mujer.


La Orden operaba en las sombras, ilusoria y efímera como el
espectro de un demonio enviado desde el infierno. No querían montar
una escena.

El bastardo de enfrente era un agente durmiente. No apretaría el


gatillo a menos que Cosima le diera a él —y por tanto a la Orden—
una razón para hacerlo.

Ahora mismo, ella estaba a salvo.

Si volvía a entrar en escena para reclamarla, la pondría en peligro


inminente. Si de alguna manera escapábamos de este pistolero,
siempre habría otra amenaza a la vuelta de la esquina.

Sherwood y los demás no eran la clase de hombres que dejan


impune el incumplimiento flagrante de las normas.

Pensé en la diferencia entre Ares y Atenea, en cómo la lógica fría y


la planificación cuidadosa siempre prevalecían sobre la acción
impulsiva. Me pregunté si yo era lo suficientemente fuerte, lo
suficientemente inteligente como para pensar largo y tendido, para
elaborar un plan tan preciso y perfectamente afinado que pudiera
utilizarlo como una lanza para atravesar el corazón de mis enemigos y
el suyo. El nuestro.

Observé distraídamente cómo el hombre pelirrojo hablaba con


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Cosima, obviamente intentando consolarla y convencerla de que se


dirigiera a un café para resguardarse de la lluvia.
Ella se echó a reír, echó la cabeza hacia atrás y sacó la mano para
apoyarse en el brazo de él, como si el peso de su hilaridad fuera
demasiado para soportar.

El hombre miró la mano de ella sobre su brazo y luego volvió a


mirar su hermoso rostro, aún más hermoso por la lluvia y el buen
humor; y supe que estaba atrapado.

Sólo hacía falta un momento, una mirada, para quedar prendado de


su belleza; pero en el momento en que le permitiera vislumbrar su
espíritu vital, sería como un mazazo en la cabeza y el fin de cualquier
protesta.

Él la ayudaría.

Pude verlo en la forma en que la condujo al café, inclinándose para


escuchar mejor su voz lírica.

Quería matarlo.

Y ni siquiera rápidamente, simplemente disparándole con la fría


pistola que tenía en mi regazo.

Quería destrozarlo con mis propias manos sólo por tocarla, por
pensar siquiera en cuidarla cuando era mi responsabilidad.

Pero entonces miré al súbdito de enfrente y lo vi observando mi


coche, entrecerrando los ojos a lo lejos en el oscuro interior.
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No podía verme; pero si lo hacía, el trabajo que había hecho para


convencer a Sherwood de que era indiferente a Cosima se desharía.
Y no podía ser así.

Si realmente quería lo mejor para Cosima, la dejaría sola para que


se forjara una vida mejor. Una que no involucrara mis oscuros gustos,
mi sádico padre, la maldita Orden, o los últimos cuatro años de una
deuda que nunca debió haber sido suya.

Ella me había ayudado lo suficiente.

Salvatore estaba muerto. La Orden estaba apaciguada ahora que


había participado en sus retorcidos juegos. Tenían munición para
chantajearme si decidía ir contra ellos, que era realmente la razón por
la que participaban en cosas como La Caza y Los Senderos en primer
lugar. Para obtener información sucia sobre los hombres más ricos y
poderosos del Reino Unido y guardarla para un día plagado de
sobornos.

Cosima sólo estaba destinada a ser una herramienta, y había


cumplido su propósito.

Debería haber sido fácil dejarla ir.

Entonces, ¿por qué sentía que mi pecho ardía?

¿Por qué oía el chasquido y el crujido de los huesos mientras las


llamas los devoraban, mientras mis órganos se convertían en hollín y
cenizas?
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¿Por qué no podía concebir una vida sin ella?

Me golpeé la cabeza contra las manos que rodeaban el volante y


supe, de la misma manera que normalmente sabía instintivamente los
cambios en la bolsa y las tendencias de los medios de comunicación,
que nunca sería capaz de superarla.

¿Cómo puede alguien superar a una persona que ha cambiado


fundamentalmente su vida?

Yo era fuerte. Me había convertido en un hombre de intelecto y de


férrea determinación. Podía dejar cualquier adicción si me lo
proponía, incluso mi obsesión por la chica de los ojos de oro.

Pero no quería hacerlo.

Y eso marcaba la diferencia.

Pensé en eso mientras salía del coche y me deslizaba


silenciosamente entre la pequeña multitud de la calle hacia el hombre
que acechaba a Cosima. Pasé junto a él sin llamar su atención y luego
retrocedí cuando otro tranvía llegó para ocultarnos de la calle, para
atrapar su grueso cuello en una asfixia y arrastrarlo más lejos en el
callejón. Pensé en su piel sedosa mientras le rodeaba el cuello con las
manos mientras él se debatía y se ponía rojo, luego blanco por el
esfuerzo y la imposibilidad de respirar; y luego pensé en su hermosa
tristeza mientras estaba de pie bajo la lluvia, regocijándose en las
gotas mientras yo giraba bruscamente mis manos enguantadas hacia la
derecha y sentía el espinazo del adulador de la Orden romperse entre
mis manos.
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Después de arrojarlo a un contenedor de basura desbordado, eché


una última mirada a mi esposa sentada en la pequeña cafetería
tomando té con su nuevo y extraño salvador y con una mujer a la que
había llamado sólo unas horas antes, y de alguna manera contuve mi
rabia posesiva y mi pena envolvente lo suficiente como para volver a
subir al coche y conducir hasta el aeropuerto.

Luego, seguí pensando en ella mientras cogía mi avión privado de


vuelta a Londres, mientras Riddick me recogía en el Rolls y me
llevaba directamente al número 10 de Downing Street. La seguridad
intentó detenerme antes de que el propio Primer Ministro James
Caldron atravesara la famosa puerta negra lacada y cruzara los brazos
sobre el pecho al verme.

—Alexander, imbécil, ¿qué te trae a mi tugurio?

Me quedé mirando a mi antiguo compañero de universidad con el


consuelo familiar de mi máscara implacable pegada a la cara, y dije:
—Tengo una historia que contarte, James, y al final me vas a ayudar a
acabar con una de las organizaciones más corruptas del Reino Unido,
y pasarás a la historia por ello.

James me miró fijamente durante un largo momento, con una


mirada casi tan distante como la mía. No procedía del mundo del
dinero como la mayoría de mis compatriotas de Cambridge en el
Trinity College; pero era mucho más agudo por ello.

Fue precisamente esa agudeza la que había abierto una brecha entre
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nosotros después de la graduación, cuando James había intentado


reclutarme para ayudar a sus mecanismos en el Parlamento; y yo le
había dicho, con toda sinceridad, que no era un hombre que hiciera
algo por nada.

—¿Por qué ahora? —preguntó finalmente.

Sentí que el anillo de bodas que me había quitado, que había


arrojado al lago detrás de Pearl Hall y que había recuperado después
de que la Orden se hubiera ido, me quemaba el bolsillo mientras lo
miraba fijamente, y dije: —Me quitaron algo. Una cosa que podría
haber significado todo.

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Lo vi. Un año después de mi separación; doce meses después de mi
proyecto de rehabilitación autoimpuesto para librarme de su influencia
en mi mente, cuerpo y alma; vi a Alexander Davenport en la fiesta
anual de la Semana de la Moda de Bulgari en Milán.

Entré en la sala dorada y sentí cómo se me erizaba el vello de la


nuca en el aire extrañamente estático. Al descender los escalones de
mármol hacia el abarrotado salón de baile, sentí una oleada de
conciencia; esa conciencia animal que había aprendido a afinar como
una campana de alarma para saber cuándo me estaban observando.
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Estaba sola, sin la compañía de uno de los pocos hombres que


mantenía en rotación como posibles citas para tales funciones. Había
descubierto que era más impactante entrar en la sala como una mujer
hermosa sin el peso de un hombre a mi lado. Había que tener
confianza y poder para llegar como una mujer sin compañía, y había
aprendido a aprovechar cualquier oportunidad para mostrar poder
cuando se presentaba la ocasión. Así que, cuando quería hacer una
entrada, como hice esa noche porque era la estrella de no una; sino
tres pasarelas de casas de moda esa semana, lo hacía sola.

Mis ojos recorrieron las masas de gente magníficamente vestida,


observando a los magnates de la moda con los que debía hablar y a las
modelos que debía evitar. No esperaba que mi mirada se fijara en la
brillante calidez de una melena dorada.

Me detuve en el último peldaño, con el pie de tacón de aguja


suspendido en el suelo mientras me aferraba a la barandilla y dejaba
que mis ojos devoraran al hombre que no había visto en doce meses.

Estaba celebrando una corte como nadie que hubiera visto antes,
rodeado de un rebaño de ávidos admiradores que lo miraban
fijamente, dispuestos a aferrarse a cada una de sus palabras; aunque él
no les diera ninguna. En cambio, se mantenía en silencio, orgulloso, y
perfectamente arreglado como lo requería un señor del reino. Era el
hombre más hermoso y poderoso que nadie había visto en la sala, y él
lo sabía. La gente le hablaba, tratando de atraerlo a la conversación
con bonitos y llamativos elogios y el centelleante aroma de los
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chismes; pero él permanecía impasible.

Hasta que algo en la presión del aire que le rodeaba debió de


cambiar, penetrado por el cuchillo caliente de mi mirada.
Al instante, su columna vertebral se puso rígida y sus ojos se
clavaron en los míos como si fueran potentes imanes uniéndose. No
importaba cuánta gente se interpusiera entre nosotros como si fueran
gavillas de papel apiladas entre nuestros cuerpos imantados. En ese
momento, parecía que las únicas dos personas en la habitación; en el
universo, éramos nosotros.

Instintivamente, mi cuerpo se reunió para correr. No para alejarse


de él, sino para acercarse. Quería lanzarme a través de la habitación a
sus brazos y luego deslizarme al suelo de rodillas y rogarle que me
llevara a casa.

A casa, a Pearl Hall.

A casa, a la húmeda y lúgubre Inglaterra; donde no conocía a nadie


más que a él y a los suyos.

El hogar era donde estaba él, por mucho que me hubiera intentado
convencer durante los últimos doce meses de que no era así.

Después de todo mi duro trabajo, las horas de terapia y meditación,


los innumerables libros de autoayuda; volvía a estar como antes.

Mi corazón y mi cuerpo eran esclavos de Alexander Davenport.

Abrí la boca para decir algo, bajé el pie para dar el primer paso en
su dirección cuando sus ojos pasaron de ser humo a ser piedra, y su
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mirada se apartó de la mía.


Sentí que el filo de la navaja de su desprecio me cortaba las rodillas,
y me hundí sin gracia desde el último escalón hasta el suelo del salón
de baile, aferrándome a la barandilla para no caer.

Desconectada de sus ojos, me di cuenta de lo que había girado para


mirar. No qué, sino a quién.

Una mujer preciosa, con el cabello como la luz del sol, estaba a su
lado con una sonrisa tan brillante como los diamantes que rodeaban su
garganta y un vestido casi tan caro.

Era la reina de oro de su rey de oro.

Parecían tan bien avenidos, con el brazo de él rodeando las caderas


de ella y la mano de ella presionando ligeramente el pecho de él, que
por un momento me pregunté si eran reales.

Alexander agachó la cabeza para escuchar algo que ella le dijo en


voz baja al oído y luego rompió en una sonrisa como los rayos de sol
que atraviesan las nubes para bañarla en una calidez sin filtros.

Dios, jamás me había sonreído así.

Ni una vez, ni nunca.

Había tenido momentos privados con él, pequeñas intimidades que


coleccionaba como amuletos en una cadena alrededor de mi muñeca,
pero verlo con ella de esa manera los hacía sentir baratos y falsos.
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Nada que ver con los diamantes que llevaba alrededor de los brazos
y que yo sabía instintivamente que él le había regalado.
—Pareces aturdida, Cosi —murmuró Jensen Brask mientras me
tomaba del codo y me acercaba suavemente a su lado para
estabilizarme—. ¿Qué ha pasado?

Puse mi mano temblorosa sobre su antebrazo, donde se enlazaba


con el mío, y respiré profundamente para calmar mis rabiosos latidos.

—Alguien a quien conocí una vez —le expliqué al hombre que me


había tomado tan a fondo bajo su ala desde que había vuelto a entrar
en el mundo de los modelos anunciados por la gran Willa Percy—.
Me pareció ver a un hombre que una vez conocí; pero fue sólo un
truco de la luz.

O de la mente.

Me pregunté con las tripas hundidas si el tiempo que pasé separada


de Alexander y los horrores que vivimos juntos sólo me habían
distanciado del dolor de los recuerdos y los habían adornado con un
amor y una magnitud que nunca habían existido realmente.

Las cejas rubio platino de Jensen se fruncieron; pero me conocía lo


suficiente como para no presionarme en busca de respuestas. —¿Por
qué no vienes a conocer a algunos de tus admiradores entonces, mi
hermosa niña? No hay nada como los halagos de la gente superficial
para hacer que uno se sienta mejor consigo mismo.
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Me reí, como era su intención. Jensen podía ser uno de los


directores de casas de moda más afamados del negocio; pero no era
ocioso ni vanidoso. Creía en el trabajo duro, la dedicación al oficio y
un riguroso nivel de autodisciplina. Era un ejemplo de control, y yo
anhelaba imitarle.

Me abrazaba mientras hacíamos las rondas; con nuestras risas


bonitas y perfectamente formadas, enlatadas como las risas después de
un chiste de comedia. Sabía cómo jugar al juego y me había enseñado
bien a hacerlo también. Si percibió mi incomodidad mientras me
movía por la habitación, consciente de cada ángulo cambiante entre
Alexander y yo como una estrella orbitando alrededor del sol, no lo
dijo.

Pero supe que era consciente por ese agarre que me daba, firme y
reconfortante, como si supiera que me sentía más segura encadenada
que libre.

—¿Lo has visto? —expresó emocionada una mujer que había


conocido en innumerables ocasiones y cuyo nombre nunca pude
recordar, en un momento dado, dos horas después de mi llegada—.
¿Viste al Conde de Thornton?

Me puse rígida, como una gacela a sotavento de un depredador.

Jenson me dio una palmadita tranquila en el brazo. —Sí, lo vi.

La mujer se tocó su peinado rubio de forma cohibida mientras


miraba por encima de nuestros hombros, presumiblemente al hombre
en cuestión. —¿No es el hombre más guapo que has visto nunca?
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De alguna manera, instintivamente, mi encanto surgió para salvar el
día. —Mi hermano se sentiría ofendido por eso. Es terriblemente
vanidoso; pero tengo que admitir que tiene buenas razones para serlo.

Jenson y el otro hombre con el que estábamos se rieron.

—Es ridículamente guapo —coincidió mi amigo y director


artístico—. Me irrita sobremanera que se niegue a hacer campaña
contigo por St. Aubyn.

Me encogí de hombros porque ya habíamos tenido esta


conversación antes. —No le gusta quedarse quieto si no es necesario.
Actuar es más su trabajo.

—Actor. —Jenson negó con la cabeza; pero su pequeña sonrisa era


cariñosa—. Cada día eres más americana. Ojalá pudiera atraerte de
vuelta a Inglaterra.

Nunca, pensé ferozmente; aunque una voz secreta que intentaba


acallar me susurraba quizás algún día.

Era híper consciente de la ubicación de Alexander en la habitación.


Sin darme cuenta, me encontré inclinando el cuerpo y moviendo los
pies para mantenerlo en mi órbita, para sentir al máximo la atracción
gravitatoria que ejercía.

El mero hecho de estar en la misma habitación que él me hacía


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desear la sensación del duro mármol del suelo del salón de baile bajo
mis rodillas.

—¿Quién es la mujer con la que está?


Se me cerró la garganta mientras esperaba la respuesta.

—Al parecer, es Agatha Howard, de Castle Howard y de los


Howards de Earl of Suffolk —me indicó una de las mujeres con gran
ayuda—. Ha sido una de las presas más codiciadas de Gran Bretaña
desde que alcanzó la mayoría de edad. Se rumoreaba que iba a casarse
con el joven Príncipe Alasdair; pero ¿quién puede culparla por elegir a
Lord Thornton en su lugar?

Nadie. Nadie podía culparla porque mientras el Príncipe Alasdair


era un maldito príncipe y a los veinticinco años ya era lo
suficientemente guapo como para ser un rompecorazones
internacional; Alexander era, bueno, como un dios. Alguien tan
visceralmente poderoso e imperturbablemente frío que incitaba a
arrodillarse y postrarse ante él por si acaso te concedía una mirada
cortante de esos ojos de plata.

—Es uno de los hombres más poderosos de la nación —dijo


Jensen—. Su influencia, si decidiera utilizarla, no tendría parangón;
pero no participa en la política.

—¿Por qué no? —pregunté antes de poder evitarlo.

Fui débil. Había alertas de Google sobre Alexander Davenport,


Conde de Thornton, heredero del Duque de Greythorn en mi
ordenador. Sabía que era dueño de la mayor empresa de medios de
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comunicación de Inglaterra, Davenport Media Holdings; que consistía


en una gran cadena de radio, una emisora de noticias y una revista de
cultura popular. Se centraba en el trabajo, rara vez salía con alguien;
aunque se le veía con varias mujeres de clase alta, y donaba
regularmente a una serie de organizaciones benéficas.

Hace seis meses, había aparecido en un artículo de The Guardian


porque había donado dos millones de libras a STOP THE TRAFFIK,
una organización benéfica del Reino Unido para ayudar a las víctimas
del tráfico sexual.

No sé cómo consiguió pasar por la Orden, o si todos pensaron que


era divertido que hubiera donado tan hipócritamente.

A pesar de mi justa ira por su duplicidad, la lectura de ese artículo


me había dado un breve rayo de esperanza.

Tal vez le importaba.

Tal vez se arrepintió de las cosas horribles que me había hecho y


me hizo pasar, lo suficiente como para buscarme por todo el mundo
para pedirme perdón.

—No es un tipo político, creo. —El hombre se encogió de


hombros—. Aunque debo decir que me sorprende que no lo hayas
conocido. Le gusta tener el dedo metido en todos los pasteles.

Jensen le lanzó una mirada de asco ante la metáfora. —Él pidió


específicamente no involucrarse con St. Aubyn, más allá de las obvias
obligaciones financieras.
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Un escalofrío comenzó en los dedos de los pies y se abrió paso


como el hielo que se arrastra por un cristal sobre todo mi cuerpo.

—¿Qué? —respiré.
—Davenport —aclaró el hombre, que creí que se llamaba
Franklin—. Es el dueño de la Casa de St. Aubyn. Su bisabuela la puso
en marcha en los años veinte y, más recientemente, su madre la dirigía
antes... antes de su prematura muerte.

Alexander era el dueño de St. Aubyn.

El miedo se acumuló en mi estómago cuando todo encajó.

Había estado fuera de mis audiciones para la marca cuando lo


conocí por primera vez, cuando le había salvado la vida sin querer y
básicamente me había lanzado a sus garras.

El perfume. El que me habían hecho llevar durante todo el tiempo


que estuve en Pearl Hall, el que parecía oler como yo; pero
amplificado, el que había descubierto que era un reciente y muy
popular debut de la primera fragancia de la firma.

Estaba inspirada en mí. Alexander había creado un perfume basado


en mi esencia y lo había llamado D'oro, o sea, Oro. Para mis ojos, mis
ojos de oro.

Mi respiración no se movía correctamente por mis pulmones. Podía


sentir cómo se agitaba y gemía a través de mis labios entreabiertos;
vacilando al bajar, de modo que, de alguna manera, no estaba
recibiendo suficiente oxígeno. Me sentía precariamente mareada.
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¿Qué significaba todo eso?


Jensen confundió mi conmoción. —Su falta de participación no
tiene nada que ver con que seas el rostro de nuestra marca, Cosi. Es un
hombre ocupado y no tiene tiempo para jugar con todos sus juguetes.

Casi me delato ante su acertada comparación. Estuve a punto de


protestar que yo no era sólo uno de los juguetes de Alexander. Yo era
su favorita.

O lo había sido.

Pensé en la remilgada y perfecta Agatha Howard y me pregunté si


ella sabría aguantar unos azotes, si podría hacer que él se corriera sólo
con su boca y su garganta como yo.

La rabia posesiva me encendió como si fuera leña seca.

¿Por qué coño no había venido Alexander a reclamarme ahora que


me veía? ¿Qué otra razón podría haberlo arrastrado desde su lúgubre
tierra natal hasta la mía, a algún insípido evento de moda cuando no
había aparecido en ninguno antes, ni siquiera para su propia Casa de
St. Aubyn?

Debe de estar aquí para reclamarme, pensé salvajemente; con el


corazón latiendo en la puerta de mi pecho, esperando que Alexander
respondiera de algún modo a la llamada desde el otro lado de la
habitación.
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—Es un auténtico gilipollas, si quieres saberlo —dijo Franklin


mientras daba un sorbo a su champán, y decidí que me había caído
bien al instante—. Mi compañero de piso fue a la universidad con él y
me dijo que nunca había conocido a un hombre tan lleno de su propia
mierda.

Eso me arrancó una carcajada, un fuerte estallido de hilaridad que


no me molesté en tapar educadamente con la mano. En el momento en
que lo hice, el aire que me rodeaba se volvió estático y supe que
Alexander me había oído.

Recordé cómo le había gustado oírme reír; cuánto había luchado


para que él también expresara su humor de esa manera. Recordé que
le había hecho reír dieciocho veces en el único cumpleaños que había
pasado con él.

Mi pecho se sintió más ligero de esperanza.

Yo era una de las modelos prometedoras más exitosas de la


industria de la moda. Ya había ahorrado suficiente dinero para el pago
inicial de un apartamento en Nueva York, lo suficientemente cerca de
Elena y mamá en Little Italy como para poder ir andando a su casa de
piedra rojiza; pero lo suficientemente lejos como para tener algo de
paz. Tenía amigos. Tenía autonomía. Había trabajado muy duro por
todo ello; había sudado y sollozado y hecho de tripas corazón para
asegurarme una vida mejor.

Y en ese momento, quise dejarlo todo de nuevo por el hombre más


enigmático que había conocido; sólo por la posibilidad de que me
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quisiera de nuevo.
Antes de que pudiera evitarlo, me di la vuelta y mi mirada encontró
la suya a través de la masa de gente agraciada. Estaba de pie en el
extremo opuesto de la sala, tan lejos de mí como podía estar en el
espacio compartido. No fue un accidente. Una mirada a su rostro frío,
sus ojos distantes como si estuviera mirando a un extraño y no a su
esposa fugitiva, solidificó mi conciencia de su desprecio por mí.

Mi aliento abandonó mi cuerpo como si me hubiera atropellado un


camión de dieciséis ruedas.

—¿Cósima? —Fui vagamente consciente de que Jensen me tocaba


el brazo—. ¿Estás bien, amor?

No.

No, joder, no estaba bien. Quería cerrar los ojos y acurrucarme en


un lugar oscuro para poder llorar en mis rodillas en paz.

Un año reforzando mis defensas, un año especulando cómo habría


reaccionado Alexander cuando se enteró de que me había ido.

Un año esperando a que me encontrara y me arrastrara de vuelta a


su dominio del inframundo.

Y ahora esto.

Una indiferencia tan aguda que parecía cortarme las rodillas.

Alexander apartó su mirada de la mía como si mirara a través de un


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fantasma y luego se inclinó suavemente para dar un beso a la perfecta


cabeza dorada de la maldita Agatha Howard antes de girar sobre sus
talones y salir rápidamente de la habitación.
Antes de que pudiera detenerme, le seguí.

Unas cuantas personas trataron de impedírmelo con una


conversación educada; pero era como si estuviera bajo el agua,
sumergida tan profundamente en mi deseo de volver a relacionarme
con Alexander que no podía oír a nadie más. Me apresuré a subir las
escaleras y a salir por la puerta en la fría noche de invierno de Milán,
escudriñando la Piazza del Duomo en busca de un hombre alto con
una cabellera dorada.

Lo vi por el rabillo del ojo y observé cómo Alexander se dirigía con


paso firme a la enorme catedral blanca, a pesar de que estaba cerrada
por la noche. Estrechó la mano de un hombre que apareció de entre las
sombras y luego atravesó las enormes puertas centrales de bronce para
entrar en el espacio sagrado.

Me pregunté cómo no se había incendiado.

Bajé rápidamente los escalones con mis tacones de Gucci de 15


centímetros, agradeciendo que los años de modelo me hubieran hecho
más segura al sortear los adoquines.

Me quedé sin aliento cuando llegué a las imponentes puertas


góticas, aterrorizada de que alguien apareciera de la noche para
impedirme perseguir a Alexander.
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Nadie lo hizo.

La catedral estaba vacía y resplandecía de forma gótica a la turbia


luz de la luna que se colaba por la multitud de ventanas. Podía oír mis
pasos resonando sobre el mármol, haciendo eco contra los techos
abovedados y los altares deprimidos.

Me sentí como una virgen sacrificada que camina voluntariamente


hacia su propio sacrificio; pero no me atreví a renunciar a la
persecución mientras buscaba en la enorme estructura. Me detuve ante
la estatua de San Bartolomé con su piel desollada envolviendo su
carne expuesta como una estola; como si estuviera orgulloso de su
vulnerabilidad, satisfecho de sus sacrificios. Alargué la mano para
pasar un dedo por el mármol liso de sus músculos sin piel y me
estremecí de empatía.

Casi esperaba encontrar a Alexander detrás del altar a la derecha de


la escultura, con un cuchillo curvo en las manos y un manto sobre la
cabeza, esperando para matarme y ofrecerme al Dios del vino y el
jolgorio de la Orden.

No lo hizo.

En su lugar, la puerta de la escalera que lleva al techo estaba


ligeramente abierta, un viento fresco silbando a través de la grieta
como una llamada para que entrara.

Conté los peldaños mientras ascendía en la oscuridad total;


concentrándome en las 250 pulsaciones en lugar de la creciente
expectación que se agitaba en mi organismo como un ácido,
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carcomiéndome por dentro.

¿Se alegraría de verme?


¿Me había alejado de la fiesta para poder reclamarme como propia
una vez más después de más de un año de búsqueda frenética? ¿Me
castigaría con su mano contra mi culo y mis rodillas contra el
implacable mármol como penitencia por mi pecado de huir para que
pudiéramos salir juntos de este lugar, limpios y renaciendo juntos de
nuevo tras su castigo?

No sabía cómo iba a funcionar eso. Todavía había que tener en


cuenta a Noel y a la Orden, a mi familia y el secreto de la existencia
de Salvatore después de que Alexander supuestamente lo hubiera
matado.

Todavía había muchos secretos, que era mejor no descubrir.

Los desenterraría todos con mis propias manos hasta que la piel se
pelara, se agrietara y sangrara si eso significara que Alexander me
sacara del limbo en que se había convertido mi vida y me llevara de
vuelta a casa con él.

La puerta crujió cuando la empujé para abrirla y luego se golpeó


contra la pared con tanta fuerza que sonó como un disparo.

Alexander no se sobresaltó.

Estaba de pie en el centro del tejado, en la estrecha plataforma plana


entre los altísimos contrafuertes y las complicadas agujas talladas.
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Me sentí como un campesino entrando en la sala del trono de un


rey, y mis rodillas casi se doblaron antes de que pudieran llevarme a
través del tejado hasta su espacio. La fría ventana rompía mi carne en
ondas, y mis pezones se agitaban en la tela transparente de mi vestido.
Sentí que el pulso se instalaba en lo más profundo y pesado de mi
ingle, un ritmo lento como el de un tambor en un ritual pagano que
recorría mi cuerpo desde el centro.

Alexander no se movió. Ni siquiera parpadeó. Se limitó a


observarme cruzar el espacio hacia él como si hubiera sabido toda la
vida que un día nos encontraríamos en el tejado de la catedral más
famosa de Italia al amparo de las estrellas y de una luna amarilla del
mismo tono que mis ojos.

Abrí la boca para decir su nombre; pero en su lugar surgió. —Amo.

Al parecer, los viejos hábitos de la formación tardan en desaparecer.

Alexander parpadeó entonces; con un lento chasquido de sus ojos


de gruesas pestañas, como el movimiento mecánico de una lente de
enmascaramiento.

Nunca había parecido menos humano que entonces.

Miré fijamente al cruel Dios que tenía ante mí y supe lo


completamente inanes que habían sido mis fantasías sobre su
recíproco amor.

—Deja de buscarme —dijo finalmente, con su voz cortando el aire,


calculada como un golpe de látigo contra mi espalda. Después de todo
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este tiempo, todavía parecía capaz de leer mi mente—. Deja de buscar,


deja de esperar y de desear como una tonta enferma de corazón que
vuelva contigo y te lleve de vuelta a Pearl Hall. No sucederá, y es
francamente patético que estés suspirando por tu maltratador como
una víctima abatida. Sinceramente, pensé que eras mejor que eso.

Retrocedí, y mi tacón se enganchó en la piedra de forma extraña al


dar un paso atrás, de modo que caí de bruces sobre mi rodilla.

Alexander no pestañeó.

—Eres el dueño de St. Aubyn —le acusé con una voz más fuerte de
lo que hubiera creído que podía conseguir—. ¿Me enviaste a Sinclair?
¿A Willa Percy?

¿Había orquestado su entrada en mi vida? ¿Era él la razón por la


que había tenido un lugar donde quedarme en Nueva York mientras
me recuperaba de mi desamor, la razón por la que Willa Percy había
decidido que yo encajaría mucho mejor en St. Aubyn que la chica que
habían contratado hace un año tras mi desaparición?

Alexander cruzó sus enormes brazos sobre su pecho vestido de


esmoquin y parpadeó. —Piensas demasiado en ti misma. ¿Por qué iba
a perder el tiempo con una esclava? Y mucho menos con una que ha
renunciado a su contrato y ha desaparecido sin dejar rastro.

—Ahora me has encontrado —dije desafiante como si eso cambiara


algo—. Me has encontrado, ¿y ahora qué?

Se encogió de hombros, un gesto tan despreocupado que parecía


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incorrecto en sus anchos hombros.

Alexander no era un hombre despreocupado; así que el gesto me


pareció incorrecto.
Especulativo.

La esperanza volvió a revolotear en mi pecho.

—¿Podría demandarte por incumplimiento de contrato? —sugirió


con frialdad.

—¿Es eso todo lo que quieres hacer? —pregunté, mirándolo de


cerca mientras me levantaba y me acercaba a él.

Pude ver un músculo saltar en su mandíbula, y me hizo sentir como


una reina.

Su aliento se congeló en su garganta durante un breve segundo


cuando apreté mis pechos contra su pecho, pasé una mano por la
sedosa solapa de su americana y luego la pasé por el lado de su cuello
para poder sentir su pulso contra mi palma.

Cuando le miré a los ojos, la lejanía había desaparecido, sustituida


por una ferocidad que me hizo sentir calor de deseo y frío de terror.

—Te casaste conmigo, Xan —dije, mis palabras cayeron como


golpes suaves—. Una vez me dijiste que, si alguna vez te sentías
movido a casarte, sería porque querías darle a tu futura esposa tu
protección y la promesa de tu amor eterno. Dijiste que siempre te
preocuparías por ella, por mí; pasara lo que pasara.

Nos quedamos en silencio mientras mis palabras brillaban en el aire


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a nuestro alrededor; envolviéndonos en su magia, en su completa y


total belleza.
Alexander no era un hombre de muchas cosas; pero sabía que era un
hombre de palabra.

No podía casarse conmigo sólo para dejarme de lado.

—Creo que te olvidas de la parte en la que huiste de mí —dijo, y su


mano se levantó para agarrarme por el cuello con firmeza—. Creo que
estás olvidando que me avergonzaste frente a la élite de Inglaterra y
me pusiste en ridículo cuando me arriesgué con la Orden de Dionisio
para protegerte.

—Tenía mis razones —respiré con fuerza a través de la presión que


ejercía mi garganta—. Créeme, Xan, no quise dejarte.

—Aunque no lo hicieras, no me importa. Fuiste entretenida


mientras duró; pero hace meses que te has ido y he encontrado nuevas
diversiones. —Vio cómo se me iba el color de la cara y sus palabras
me afectaron más de lo que podría haberlo hecho su
estrangulamiento—. No significas nada para mí, Cosima Lombardi.
Fuiste una esclava, una nada que convertí en un algo momentáneo;
pero tu tiempo ha terminado. Deja de obsesionarte conmigo, sigue
adelante; y si alguna vez te oigo decir mi nombre, si alguna vez te veo
poner un solo pie en Inglaterra de nuevo, te prometo que habrá
consecuencias. Ninguna de las cuales te gustará como hasta ahora.

—Xan —lo intenté de nuevo, sólo para gritar cuando su otra mano
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se aferró a mi cabello y empezó a arrastrarme hacia el lado del tejado.


Grité cuando me empujó por la balaustrada, de modo que quedé
colgando precariamente sobre la piazza; rodeada de gárgolas que se
burlaban de mí desde ambos lados de las torres.

Mis ojos se abrieron de par en par mientras miraba la expresión sin


emoción de Alexander. Me agarré a sus muñecas, donde él me
sujetaba instintivamente.

En todas nuestras experiencias juntas, nunca me había amenazado


así. Hacerme daño por el mero hecho de hacerlo, asustarme lo
suficiente como para temer por mi vida.

No podía entender por qué lo hacía, no con mi cuerpo inundado de


adrenalina y mi mente invadida por el miedo.

La única opción que me parecía disponible era simple.

Realmente no le importaba.

Su rechazo ardía en mi corazón; pero había llegado demasiado lejos


para rendirme sin luchar. Le había hecho daño, había huido de él; y
eso habría parecido la traición y el rechazo definitivos. Necesitaba
saber que confiaba en él, que no había querido marcharme.

Con mis ojos clavados en los suyos, plateados y dorados; contuve la


respiración y solté lentamente mi agarre mortal de sus muñecas, de
modo que lo único que me impedía caer de nuevo al espacio era su
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agarre del cuello y el cabello y mis tobillos enganchados con fuerza


sobre la balaustrada.
—No quería dejarte, Xan —le dije con una voz como un hilo que se
partía mientras me desnudaba ante él—. Nunca me he sentido más
feliz, más completa en toda mi vida como en el momento en que nos
declararon marido y mujer. Un año después y todavía te echo tanto de
menos que parece un eco constante en mi alma.

Me sentí como carne cruda y tierna colgando de un gancho en mi


columna vertebral mientras me sostenía medio suspendida sobre el
borde del Duomo; pero no me moví.

Ni siquiera respiré.

En su lugar, observé cómo una ráfaga de emociones convertía los


ojos de Alexander en humo furioso, en nubes de tormenta y agua de
lluvia de la desesperación y, finalmente, con dolor; en hormigón
húmedo. Sabía que en cualquier momento se convertirían en piedra, y
yo estaría acabada, fuera de su cabeza y de su corazón para siempre.

—Te amo —le dije, y fue la cosa más verdadera que jamás había
conocido—. Te amo, Alexander.

De regreso al agua de la lluvia por un momento sumamente


profundo, en el que esos ojos grises y húmedos cayeron de los míos a
mis labios en sendas frías como gotas contra mi mejilla. Vi la agonía
en sus ojos, sentí la emoción reflejada en los míos, y pensé que me
aplastaría contra su pecho, me rodearía con sus fuertes brazos y nunca
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más me dejaría ir.

Y entonces...
Piedra.

Granito frío, gris e intratable, como los acantilados del Peak District
que se alzaban alrededor de Pearl Hall como un mar de olas rocosas.

Se había ido.

Desaparecido para mí para siempre.

Me puso de nuevo en pie y me quitó las manos de encima como si


yo fuera tóxica.

—Ni una palabra, ni una sola mirada tuya. ¿Está claro, esclava? —
me inquirió.

Parpadeé, tratando de mantener un tenue control de la calamidad de


emociones en mi garganta que amenazaba con ahogarme como un
maremoto.

Él tomó el parpadeo como lo que era, una aceptación


conmocionada. Entonces, justo cuando pensé que se alejaría y
desaparecería de mi vida, se abalanzó hacia delante; me clavó las
manos a ambos lados del cabello por encima de las orejas, me echó la
cabeza hacia atrás y me besó con tanta fuerza que supe que me tatuaría
los labios de color azul con moratones. Jadeé cuando me mordió el
labio inferior con tanta fuerza que rompió la piel y el sabor de la
sangre brotó entre nosotros. La recogió con un golpe abrasador de su
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lengua y luego la introdujo profundamente en mi boca, como si no


fuera suficiente sentir la cantidad cataclísmica de dolor en mi cuerpo,
quería que yo también probara mi propia angustia.
Me llevé la mano al labio roto cuando dio un paso atrás y se alejó,
girando sobre sus talones y alejándose a grandes zancadas; como si no
me hubiera destrozado en el tejado del Duomo de Milán, como si no
me hubiera dejado ensangrentada e irremediablemente rota.

No miró atrás.

Y después de otra hora llorando sobre mis rodillas en la oscuridad


de las agujas y las criaturas de piedra de la azotea, después de
recomponerme lo suficiente como para ver a través de mis ojos
borrosos y bajar a la Piazza para coger un taxi... después de todo eso,
durante los siguientes tres años, tampoco miré atrás.

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Tres años después

El flash de las cámaras estuvo a punto de cegarme; pero después de


más de tres años bajo los focos, sabía cómo esquivar la luz y
esconderme en la oscuridad. Incliné la barbilla hacia abajo, el sedoso
cabello recogido detrás de la oreja se deslizó para ocultar la mitad de
mi rostro de la multitud de fotógrafos y periodistas que se alineaban
en la alfombra roja.

Era la primera vez que volvía a Inglaterra en casi cuatro años.


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Siempre había afirmado que los caballos salvajes no podrían


arrastrarme a ese país olvidado de la mano de Dios, pero el hecho de
que mi hermano estuviera nominado a su primer BAFTA era razón
suficiente para dejarme en evidencia. Volé el día antes de la entrega
de premios y tenía un billete de vuelta para el amanecer de la mañana
siguiente. Menos de treinta y seis horas en el país. Definitivamente, no
es tiempo suficiente para que Alexander Davenport me descubra y me
castigue por pisar su país en contra de sus explícitas órdenes.

Alexander Davenport podía irse a la mierda.

—Señorita Lombardi —me llamó un periodista cuando salí de la


limusina y acepté la mano de mi hermano—. ¿Es cierto que usted y el
señor Matlock están comprometidos?

Sebastian me apretó el brazo bajo el suyo, acercándome tanto que


pude sentir el calor de su cadera contra mi costado.

No me gustaban las preguntas personales.

No aceptaba entrevistas y no me dedicaba a los cotilleos.

Irónicamente, eso hacía que el molino de rumores se agitara más


rápido, más fuerte. Los cotilleos sobre los misteriosos y hermosos
gemelos Lombardi corrían como la pólvora por los tabloides y las
noticias de famosos.

¿De dónde veníamos, a quién amábamos, para qué vivíamos?

Lo único que estaba claro era nuestro futuro.

Éramos estrellas emergentes en el ascenso meteórico hacia una


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posición permanente en el cielo de la fama y el éxito.


—Sebastian, ¿quieres abordar los rumores de que tu hermana y tú
tienen una relación más que platónica?

Mi gemelo se volvió de acero, congelándose en nuestro lento


avance por la alfombra roja. Podía sentir cómo se armaba de rabia, la
atroz acusación afilando el filo de su siempre presente pero latente ira.

No intenté blandirlo ni escudarlo.

Sebastian era mucho mejor actor de lo que yo podría soñar ser.

Disparó a la audaz reportera una sonrisa intrínsecamente


encantadora, velando su ira con el bonito disfraz de su sonrisa. —Está
claro que has visto demasiados episodios de Juego de Tronos. Te
sugeriría que buscaras algo más valioso en lo que ocupar tu tiempo.
¿Quizás una auténtica investigación periodística?

Tras su cortante comentario, Seb me empujó hacia la X marcada en


la alfombra donde debíamos posar para una serie de fotógrafos.

Me arrimó a su lado y me miró con una sonrisa de oreja a oreja


mientras el click y el clack de las cámaras sonaba a nuestro alrededor.

—Ignóralos —me dijo con firmeza.

Le miré a los ojos dorados y conté las estrías de sus iris como había
hecho toda mi vida. Sus ojos sólo se diferenciaban de los míos en ese
pequeño detalle, picos de luz solar en lugar de mis puntitos de bronce
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bruñido.
—No me importa —dije en voz baja, sonriendo hacia él para que
los gritos que siguieron ahogaran mis palabras—. Son ellos los que
están enfermos, no nosotros.

La sonrisa de Sebastian se diluyó, sus propios demonios lo


desafiaban a aceptar eso como la verdad.

En cierto modo, creía en mis palabras.

Ciertamente no tenía una relación con mi hermano, ni estaba


comprometida con Mason Matlock, ni era una lesbiana en el armario
con mi mejor amiga y compañera modelo Erika Van Bellegham.
Ninguno de los rumores era cierto, por muy jodidos que los crearan.

Pero yo estaba enferma.

Sólo que mi enfermedad era terminal. Me carcomía la médula de los


huesos hasta dejarme hueca, frágil como un pajarito posado en una
rama en un vendaval, pero incapaz de volar.

Se infiltró en las cámaras de mi corazón, corroyendo y calcificando


las arterias. El órgano seguía funcionando, seguía bombeando sangre
caliente por mis extremidades; pero no sentía.

La alegría era un vaso medio vacío por muy maravillosa que fuera
la noticia o el logro porque era una mujer medio viva.

La otra parte de mi corazón, de mi alma, seguía enterrada en las


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profundidades del inframundo; acunada en las crueles manos de un


hombre que me había robado años atrás; pero que nunca me había
dejado ir. Resonaba en las antiguas habitaciones de una casa al otro
lado del Atlántico y atravesaba fantasmagóricamente el paisaje de un
lugar llamado Pearl Hall.

Alexander Davenport me había mantenido prisionera en su oscuro


reino y me había convencido de que comiera de la fruta prohibida; de
modo que ahora, tantos años después y a lo largo de tantos kilómetros,
seguía estando intrínsecamente encadenada a sus dominios.

Incluso después de la cruel despedida en Milán.

Incluso después de extensas horas de terapia con uno de los mejores


psiquiatras de traumas femeninos de Manhattan.

Años después, un océano de tiempo entre yo y la isla de mi


servidumbre, y yo seguía vacía y esclavizada al pasado.

—Supongo que lo que sea que nos ayude a dormir por la noche —
murmuró Seb, sacándome de mis pensamientos mientras nos ponía en
una nueva pose para los gritones fotógrafos.

—Tú me ayudas —le dije antes de lanzar dos sonrisas brillantes a


nuestro público cautivo—. Siempre.

Nuestro progreso por la alfombra era lento y alucinante; pero no me


importaba ser el brazo de Sebastian. Después de años de duro trabajo,
mi hermano había conseguido por fin el tipo de éxito que se suele
encontrar en una película de Hallmark. Su primera película, escrita y
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protagonizada por él mismo, había sido un éxito internacional;


primero en el Festival de Cannes y luego en Estados Unidos, donde
fue adquirida por Sony.
Ahora era uno de los productos más atractivos de Hollywood.

Sonreí sin comprender a la tercera mujer que nos entrevistó sobre


los sentimientos de Sebastian por su primera nominación al BAFTA y
su segunda nominación al Oscar en otros tantos años. Intenté aliviar la
tensión de mi sonrisa y supe que lo había conseguido cuando el
cámara parpadeó como un búho ante mi expresión.

—¿Nadie en especial? —preguntó la experimentada reportera, con


un brillo en sus ojos muy maquillados.

Sebastian le dirigió una de sus sonrisas de megavatio, cuyo brillo


hizo que la reportera parpadeara aturdida. —Cualquiera puede ser
especial por una noche.

—Un pajarito me dijo que te negaste a estar atado al último


proyecto de Tate y Savannah Richardson a pesar de sus mejores
intentos de seducirte para que tomaras el papel principal. —La
observé tragar con fuerza, su determinación de extraer un potencial
tesoro de chismes más profundo que su deseo de acostarse con mi
apuesto hermano.

Seb se tensó ligeramente bajo mi brazo. No le gustaba ninguna


mención a Savannah Richardson. Ella había tenido muchos nombres
en su vida llena de historias; pero a pesar de los superlativos encantos
de Sebastian, nunca había utilizado el nombre de Lombardi, y ahora
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no podía soportar el sonido de ella en su oído.


Antes de que pudiera responder, la reportera de espectáculos se
dirigió a mí con una amplia y falsa sonrisa inocente y dijo: —Ayer
mismo vieron a Mason Matlock saliendo de Tiffany's con su
emblemático maletín azul huevo de Robin. ¿Aprueba usted al futuro
marido de su hermana?

—La especulación es el capricho de los perezosos —le dije con


frialdad, canalizando la Elena que llevaba dentro, tratando de ser tan
distante e imperturbable como mi hermana mayor. Una vocecita me
dijo que también estaba aprovechando la influencia de mi exmaestro.
Sólo Alexander Davenport, señor del reino de los locos, podía
pronunciar una condescendencia tan mordaz sin esfuerzo—. Mason es
un buen amigo, nada más.

—Hablas como si el matrimonio estuviera fuera de la mesa.

Presioné con el pulgar el dedo anular desnudo de mi mano


izquierda, donde sentía constantemente el peso fantasma de un anillo
de oro que una vez llevé durante menos de cuatro horas.

—Así es —dije, mirando fijamente a la cámara, preguntándome si


mi marido estaba mirando—. No me casaré nunca.

No de nuevo.

Legalmente no podría; no sin un divorcio con el Conde de


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Thornton, heredero del Ducado de Greythorn y de una de las


propiedades más ricas de Inglaterra. Eso era algo que nunca haría. Me
había ido como Noel había querido, y nada me obligaría a ponerme en
contacto con Alexander.

Lo había considerado innumerables veces a lo largo de los años. Al


principio, había querido llamarlo por la más simple de las razones. Por
el permiso para correrme cuando me tocaba por la noche, desesperada
por el nivel de placer que sólo él podía concederme. Por el derecho a
salir de casa y hablar con hombres que no fueran él.

Le echaba de menos cuando me vestía por la mañana, odiando la


forma en que ajustaba la ropa a mis curvas en lugar de vestir sus
bordes. Le anhelaba durante las prisas de después del trabajo, viendo a
los hombres de negocios apresurarse a casa y sabiendo que al otro
lado del charco Alexander estaría haciendo lo mismo sólo que yo no
estaría allí de rodillas para saludarle.

Decir que mi nueva vida en Estados Unidos había sido una


adaptación era quedarse muy corto.

Me había sentido miserable.

Los acontecimientos de los últimos cuatro años eran indistinguibles,


mis lágrimas corrían por la tinta de las páginas de un diario que había
empezado a llevar sólo para marcar el tiempo.

Antes de Alexander y después de Alexander.


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Antes, mi vida había sido triste; pero no había tenido un contexto


que profundizara en mi desesperación.

Ahora, sabía exactamente lo que me estaba perdiendo.


Y, horror de los horrores, era el frío mordisco de un látigo blandido
en las despiadadas y exigentes manos de un Dominante y Lord
llamado Alexander Davenport.

Mi terapeuta lo llamó Síndrome de Estocolmo. Me dijo que me


sentía más traicionada por su inhumana despedida en Milán porque
me había apegado enfermizamente a la jaula que había construido a
mi alrededor, que mi constante melancolía era un efecto secundario
que acabaría desapareciendo cuando me readaptara.

Tres años de terapia y nada había cambiado.

Sebastian nos hizo pasar por delante del resto de los periodistas,
abriéndonos paso con su resbaladiza sonrisa y unos cuantos guiños
bien colocados. Nos detuvimos justo dentro del lujoso vestíbulo del
hotel y nos decidimos mutuamente por un rincón recóndito cerca de
los ascensores para tomarnos un momento de paz antes de subir al
salón de baile.

Mi hermano dejó escapar una exhalación rabiosa mientras se


apoyaba en la pared de mármol y se apartaba el cuello de la camisa
con un dedo en forma de gancho.

—Estás más nervioso de lo que te he visto en mucho tiempo —le


dije, frunciendo el ceño hacia su rostro al notar la tensión alrededor de
los ojos y la boca; las profundas machas de la falta de sueño bajo su
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mirada dorada.
Él cerró los ojos. —Déjame en paz, mia bella sorella7.

—Seb... puedes hablar conmigo —le dije algo que ya sabía en sus
huesos.

Me miró a través de un ojo entrecerrado. —¿Oh? ¿Así como hablas


conmigo?

Fue mi turno de suspirar.

Seguíamos estando unidos de una manera que sólo los gemelos


podían entender. Su presencia en una habitación a solas me
proporcionaba un consuelo incuantificable, y el contacto de su mano
con mi hombro me hacía sentir como un rayo a través de una barra de
acero.

Pero las cosas habían cambiado.

Sólo habíamos estado separados durante quince meses; pero esos


meses habían sido comprimidos con un cambio rápido e irrevocable.
Un cambio tan significativo que nos había alterado como individuos y
como confidentes.

Ya no era aquella mujer que compartía cada intimidad con su


familia, que balbuceaba su día alegremente con la despreocupación de
un arroyo burbujeante. Ahora, era sombras y secretos tan oscuros que
eran como agujeros negros que succionaban todo lo demás que era luz
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en mi vida hasta disminuirlo o devorarlo.

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Mi hermosa hermana.
Esos agujeros negros se comían las palabras para describir mi
particular marca de dolor, y los recuerdos que lo habían hecho así
antes de que pudiera pensar en expresarlos.

—No hay nada que decir más allá de lo que te he dicho. —Intenté
apaciguarlo; aunque sabía que frunciría el ceño antes de hacerlo,
disgustado por mi mentira descarada.

Puse una mano tranquilizadora en su brazo y lo intenté de nuevo. —


De verdad, lo que está en el pasado puede quedarse ahí. Sólo puedes
ser perseguido por el pasado mientras mantengas la puerta abierta a tu
presente.

—No me alimentes con tontas galletas de la fortuna. No quieres


hablar conmigo, bien; pero no seas hipócrita y me incites a compartir
contigo lo que tú no quieres compartir conmigo.

Me mordí el labio, preguntándome si debía decir lo que había


estado desesperada por decir desde que me lo había encontrado en la
calle a la salida del Club Dionysus en Londres hacía tres años. —¿Tu
infelicidad tiene más que ver con Savannah y su nuevo marido... o con
el guapo actor con el que te vi paseando en Londres?

Mi hermano se quedó quieto.

La piel de gallina recorrió mi carne porque la amenaza en esa


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quietud me recordaba mucho a Alexander.

Supe instintivamente que me había equivocado al ir allí.


Pero cuando abrí la boca para disculparme, Sebastian dirigió sus
ardientes ojos amarillos hacia los míos.

—Si vuelves a hablarme de ellos, no dudaré en profundizar en lo


que estabas haciendo exactamente con el conde de Thornton en
Inglaterra cuando acababas de decirnos a mamá, a las niñas y a mí que
estabas trabajando en Milán. No seré más considerado con tus secretos
y los arrastraré a la luz para que todos los vean.

—¿Me estás amenazando? —pregunté, con la voz suave por la


sorpresa.

Sebastian nunca me había hablado así. Nunca me había mirado con


una violencia apenas contenida en sus ojos de tigre y una furia tan
rápida en sus labios.

—No —dijo tras un largo momento de vibrante rabia. Lo vi


recomponerse segundo a segundo, aspirando una profunda bocanada
de aire a través de sus labios y luego exhalando como si realizara un
exorcismo—. No, Cosi, nunca te amenazaría. Por favor, sólo... no
hables de él, de ellos, y no tendremos ningún problema.

—Te lo diría si no fuera peligroso —le confié, acercándome para


presionar la palma de mi mano sobre el duro ángulo de su
mandíbula—. Sólo trato de protegerte.
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Y a mí misma.

Un músculo de su mejilla saltó mientras rechinaba los dientes; pero


puso su mano sobre la mía en su cara y luego besó mi palma. —Eso es
exactamente la materia de mis pesadillas. Que mi hermosa y dulce
hermana tuviera que hacer lo indecible para sacarnos de ese sumidero
napolitano.

—El pasado —le recordé mientras ambos decidíamos en silencio


volver a la multitud para encontrar nuestros asientos para la
ceremonia—. Debería quedarse en el pasado.

Seb me apretó la mano y miré hacia él para ver su cara expuesta


como un nervio en carne viva, con la piel y los músculos
ensangrentados para revelar la fea verdad de sus propias experiencias.
Un segundo después, alguien le llamó por su nombre, y su habitual
expresión de frivolidad se deslizó en su lugar.

Permanecí en silencio a su lado mientras me presentaba a conocidos


del sector y se entretenía en hablar con amigos cercanos. Sólo querían
mi sonrisa y una larga mirada a mi cuerpo vestido con un corsé rojo de
encaje y seda de Oscar de la Renta. Me gustaba vestir de rojo; me
recordaba a las amapolas mojadas y a los culos azotados, a la fuerza y
a la lujuria, y a los recuerdos que dolían en el buen sentido como un
masaje a los músculos doloridos.

Me alegraba de hacerme la tonta y la guapa mientras masticaba el


evidente desamor de mi hermano con respecto a un hombre. Era tan
fácil en su masculinidad, en su amor por las mujeres en cualquier
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forma y tamaño que estuvieran empaquetadas que, honestamente,


nunca se me había ocurrido que pudiera ser bisexual. No creía que
fuera gay, no con la forma tan obvia en que apreciaba a las mujeres y
sus formas; pero el hecho de que la mera mención de un hombre
pudiera descolocarlo tan claramente me hizo creer que tenía que haber
estado al menos un poco enamorado de él.

Quería conocer la historia. Quería saber por qué deseaba a


Savannah Richardson incluso cuando parecía despreciar su propio
nombre, y cómo Sebastian se había encariñado con su exmarido, la
mega estrella del cine Adam Meyers.

Pero no quise presionar.

Estaba en mi naturaleza escarbar y profundizar más allá de los


límites de la gente. Era una arqueóloga emocional, insatisfecha con
cualquier cosa que no fuera la verdad desnuda y vulnerable de una
persona. Pero nunca obligaría a mi mejor amigo, mi hermano, a
desvelar su pasado si no estaba preparado.

Tendría que ser una historia para otro día.

Tal vez un día en el que yo también pudiera compartir la mía con él.

Como si mis pensamientos lo hubieran invocado como un demonio


del infierno, un acento británico que reconocí de hace años; aunque
incluso entonces sólo lo había escuchado unas pocas veces, sonó con
ingenio a mis espaldas.

Me quedé inmóvil, como si no moverme me hiciera invisible para


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él.

Sin darme la vuelta para enfrentarme a él y a la amenaza que


suponía, me moví silenciosa, pero rápidamente entre la multitud de
personas que se mezclaban entre las butacas de terciopelo rojo del
teatro hasta llegar a un pasillo que conducía al baño de mujeres.

Unas cuantas mujeres estaban reunidas frente a los espejos,


revisando su maquillaje y cotilleando; pero las ignoré para mojar una
toalla de papel y sujetarla en la nuca en un intento temerario de
calmarme.

Quería correr. Salir por la puerta del teatro, salir de la ciudad y


dirigirme directamente a los imponentes terrenos de Pearl Hall, donde
podríamos cerrar las puertas contra los intrusos del pasado. Donde
Alexander pudiera protegerme de hombres aún más malvados que él,
como había hecho antes.

Me dolía la espalda con un dolor fantasma al pensar en esos


veinticinco latigazos que había recibido por mí, al pensar en la sangre
y el sacrificio de aquel momento.

Había pensado que Alexander haría cualquier cosa para protegerme.


Cazzo, incluso se había casado conmigo para hacerlo.

Pero no estaba aquí.

No podía estar, y no quería estar.

Sólo estaba yo.

Así que me miré la cara cenicienta en el espejo, parpadeé con fuerza


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mis pestañas postizas sobre mis ojos asustados y los llené de


determinación en su lugar.

Si me perseguían, lucharía.
No necesitaba que Alexander, Dante o Salvatore me protegieran.

Podía hacerlo yo misma.

Con una inhalación vigorosa, me incliné para separar aún más la


alta abertura de mi vestido y saqué la mini navaja plegable SOG
Salute de mi liguero para palmarla en la mano. Había sido un regalo
de Dante, grabado con una cita de El arte de la guerra de Sun Tzu, un
libro que me había impuesto cuando me mudé a Nueva York.

Aparenta ser débil cuando eres fuerte, y fuerte cuando eres débil.

Quería que estuviera preparada; aunque me burlara de él por ser


paranoico. Por una vez, Dante no me había encontrado divertida.

Entonces agradecí su sobreprotección, porque si iba a enfrentarme a


un hombre al que creía muerto desde hacía cuatro años, quería estar
armada y preparada.

No me esperaba en el pasillo cuando salí del baño, y me pregunté si


me habría visto en el teatro lleno de gente.

No debería habérmelo preguntado.

Los discípulos de la Orden de Dionisio eran tiburones. Podían oler


la sangre en el agua.

Un dolor agudo me atravesó la parte posterior del cráneo cuando


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una mano estiró y tiró brutalmente de los mechones para que me


tambaleara hacia atrás.
Un aliento caliente me abanicó en la cara mientras me giraba y
luego me golpeaba contra la pared con un cuerpo caliente apretado de
pecho a muslos contra el mío.

El cabello color arena de Lord Ashcroft colgaba sobre su rostro


burlón. Era más bajo, de mi altura, por lo que estábamos ojo a ojo; la
boca rondando muy cerca de la boca.

—No hay ningún Thornton que te salve ahora, mascota —se burló
de mí, tirando de mi cabello con tanta fuerza que las lágrimas brotaron
a mis ojos de forma imprevista y se deslizaron por mis mejillas—.
Nadie que me diga que no puedo tomar lo que quiero.

—¿Quieres a la mujer que hizo que te ataran a una silla de pinchos


de hierro? ¿La que hizo que te apalearan en la cabeza durante La
Cacería? —repliqué con brusquedad.

El peso de mi pequeño cuchillo era frío y pesado en la palma de la


mano que tenía atrapada entre nuestros cuerpos. Intenté soltarla y él
me inmovilizó con sus caderas.

—Qué putita, ya tratando de llegar a mi polla. —Bajó la cabeza y


recorrió con su nariz mi garganta antes de trazar el mismo camino con
su lengua—. He pensado en follar contigo innumerables veces a lo
largo de los años; pero nunca pensé que tendría la suerte de toparme
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contigo aquí mismo, en Londres. Qué tonta eres al volver a la boca del
lobo.
—¿De verdad vas a violarme contra la pared en el Royal Albert
Hall? —pregunté antes de girar bruscamente la cabeza, ignorando el
destello de dolor en la nuca, para poder morderle salvajemente el
lóbulo de la oreja.

Maldijo con maldad y me dio un rodillazo en la ingle con tanta


fuerza que me doblé hacia él.

—No tienes ni idea de lo mucho que me gustaría hacer eso. Sueño


con el recuerdo de tu dulce y sucia boca alrededor de mi polla, y no
puedo esperar a probar tu coño. Pero tengo todo el tiempo del mundo
para consumirte, cariño. ¿Sabes por qué? —me susurró al oído
mientras me acariciaba el cabello.

—¡Vafanculo! —escupí.

Que te jodan.

Se rio y se apoyó en mi muslo. —Lo harás, descarada impaciente.


Me suplicarás que te folle porque, si no lo haces, venderé imágenes
tuyas y de tu precioso exmaestro follando en el suelo del salón de
baile de Pearl Hall. —Se rio mientras me congelaba contra él—. Oh,
¿no lo sabías? A cada hermano de la Orden se le hace filmar la
primera vez que rompe y toma a su esclava. Tenemos un pequeño
concurso amistoso cada año para ver quién puede follarlos con más
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saña.

Su lengua golpeó mi oreja, y luego sus dientes estuvieron allí. —


Alexander hizo un buen trabajo contigo, me he masturbado con las
imágenes muchas veces; pero podría haberlo hecho mejor. Yo lo haré
mejor. Si no quieres que arruine tu brillante carrera mostrando al
mundo lo puta que eres, aceptarás ser mi nueva esclava.

No.

He terminado.

Había terminado con los hombres y su juego de poder, su


engreimiento y barbarie. Yo no era sólo un bonito peón para ser
sacrificado y pasado por la voluntad de otro jugador más influyente.

Yo era Cosima Ruth Lombardi.

Nacida el 24 de agosto de 1998 en Nápoles, Italia, de Caprice Maria


Lombardi y Amadeo Vitale Salvatore.

No era una víctima.

Era una superviviente.

Y no había manera de que me arrodillara a los pies de nadie nunca


más, a menos que fuera por mi propia decisión.

Escudriñando mi rostro en la sensual sonrisa que me había hecho


famosa, que había adornado las portadas de Sports Illustrated y
Vogue, froté la parte inferior de mi cuerpo contra la de Ashcroft para
distraerlo de la mano que había liberado entre nosotros.
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Apreté los labios contra su oreja y chasqueé la lengua para cubrir el


chasquido del cuchillo al desplegarse. —No necesita chantajear, mi
señor. Sólo soy un recipiente para la polla, y estoy desesperada por ser
utilizada como un trapo para recoger su semen una y otra vez.

Vaciló sobre mis palabras, dudando de mi sinceridad incluso


mientras su dura polla palpitaba contra mi pierna.

Esa vacilación era su debilidad; así que la aproveché con mi fuerza.

Hombres.

Siempre me subestimaban.

Rápido como un rayo, mi cuchillo estaba en su garganta,


directamente bajo mis labios. Deslicé la hoja con fuerza contra su piel
y vi cómo la sangre brotaba como un collar de rubíes.

Por un momento, añoré el peso de mi collar Davenport de oro y rubí


sobre mi cuello.

—Me dejarás en paz, Ashcroft —amenacé en voz baja mientras


clavaba la cuchilla más profundamente y veía cómo su piel se partía
como si fuera mantequilla en un corte de un centímetro. Me sentí
vampírica, ebria de sed de sangre. Quería sorber el rojo y escupirlo en
su cara para darle a probar literalmente su propia medicina—. Me
dejarás en paz, o juro por tu impío Dios Dionisio que encontraré la
forma de destriparte como a un pez.

—No me asustas —replicó, apretando más sus dedos en mi


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cabello—. ¿De verdad vas a degollarme en el Royal Albert Hall? —se


burló.

Arrastré la hoja por un lado de su garganta, alargando la herida.


—A veces los peores monstruos se esconden en los paquetes más
bonitos —me mofé de él, y luego me moví ligeramente para poder
clavarle violentamente la rodilla en los huevos.

Me aparté de la pared mientras él se doblaba, ahuecándose la ingle


y gimiendo como el patético saco de mierda que era.

—Estás avisado —le dije a modo de despedida antes de girar sobre


mis talones y alejarme milagrosamente de él sin mirar atrás.

Llegué a mi asiento junto a Sebastian justo cuando las luces del


colosal teatro se atenuaron y el presentador de la noche, Graham
Norton, salió al escenario en medio de una ráfaga de vítores y
aplausos.

Se me revolvió el estómago como una tormenta en alta mar, y mi


piel estaba húmeda por el sudor del estrés. Me sentía enferma y
mareada por el miedo y el triunfo, porque sabía que; aunque había
vencido a Ashcroft esta vez, estaba de nuevo en su radar; y la Orden
estaba formada por cazadores que nunca cesaban su persecución.

Me encontraría de nuevo, y tenía que estar preparada para ello.

—¿Cosi? —preguntó Sebastian en voz baja—. ¿Qué ha pasado?

Sebastian siempre pudo ver mi agitación interior, incluso más de lo


que podían hacerlo mi madre y mis hermanas. Siempre habíamos
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tenido la extraña habilidad que tienen los marineros experimentados,


de leer las estrellas y encontrar la dirección en ellas cuando ningún
otro podía hacerlo.
—¿Alguien te ha hecho daño? —preguntó, incorporándose en su
asiento para poder escudriñar sospechosamente el tenue teatro en
busca de amenazas visibles.

—No —dije, sorprendida por la fuerza de mi voz—. Alguien


intentó tocarme; pero sé cómo defenderme.

Sebastian me miró mientras el público que nos rodeaba se reía de


algo que el famoso cómico y presentador británico dijo en su
monólogo inicial.

—Debería haber estado allí —dijo, y se refería a mucho más que


ese incidente—. Nunca debería haberte dejado sola.

Me encogí de hombros y le di una palmadita en el muslo para que


supiera que todo estaba bien.

No estaba amargada por los sacrificios que había hecho por mi


familia. Si pudiera elegir, lo volvería a hacer sin dudarlo. Pero había
aprendido una importante lección de esas decisiones martirizantes, y
no era una que olvidaría pronto.

A final del día, el único defensor con el que podía contar era yo
misma.

Así que, si Ashcroft me estaba cazando, tendría que ser yo quien lo


detuviera.
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Cualquiera que diga que la vida de una modelo es glamurosa no se
ha levantado nunca al amanecer y ha pasado horas de pie bajo el
gélido viento de mediados de otoño en Central Park con un
minivestido de leopardo, medio kilo de maquillaje y tanta laca que me
preocupaba que atrajera satélites a mi órbita. Llevaba menos de doce
horas en la ciudad y ya estaba en el trabajo.

—Eso es, cariño —me canturreó Beau Bailey mientras arqueaba la


espalda y apretaba los pechos contra un árbol—. Déjame ver esas
curvas. Quiero tensión. Dame tensión.
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Mantuve todos los músculos de mi cuerpo tensos y me concentré en


mantener la cara relajada, con los ojos entornados y la boca
ligeramente abierta como una rosa recién brotada.
Mañana me dolería la columna vertebral, ya me palpitaban los pies
y me dolía la cabeza por el peso de un cabello muy peinado; pero me
encantaba. Me encantaba dar un mejor uso a mi buen aspecto que el
de ser la cara bonita de algún hombre o la esclava de algún amo.

El dinero que ganaba con el trabajo de modelo ponía comida en la


mesa de mi familia. Había enviado a Giselle a la escuela de arte más
prestigiosa de Francia, a Elena a la facultad de derecho de la
Universidad de Nueva York y había comprado una casa y un negocio
para mamá.

Lo que me había traído tanta miseria mientras crecía en Nápoles, lo


que finalmente me había llevado a la esclavitud sexual, se había
convertido en mi gracia salvadora. Había necesitado años de terapia
para darme cuenta de que la herramienta que todo el mundo había
utilizado durante tanto tiempo contra mí podía ser esgrimida por mis
propias manos.

Así que me encantaba, el interminable aburrimiento y el riguroso


agotamiento físico de modelo.

No era una gran pasión para mí ponerme delante de la cámara o


pavonearme por una pasarela; pero las cosas que me permitía hacer —
los viajes y las ganancias— eran suficientes para que me pareciera el
mejor trabajo del mundo.
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Además, el tedio de ser modelo me daba tiempo más que suficiente


para pensar obsesivamente en mi pasado u hoy en la amenaza de
Ashcroft de exponer al mundo un vídeo sexual mío.
No había tenido tiempo de decírselo a nadie, y no estaba segura de
hacerlo.

Dante o Salvatore eran las opciones obvias; pero no había visto al


primero en casi un mes, y se suponía que el segundo estaba muerto;
así que no me gustaba sacarlo de su reclusión por cualquier motivo.

Sin embargo, supuse que; si había una buena razón, esa era
Ashcroft.

—Bien, hagamos una pausa —gritó Beau, e inmediatamente media


docena de ayudantes se arremolinaron ante las modelos que posaban
para traernos agua y gruesos abrigos de lana para protegernos del frío.

—¿Cómo está? —preguntó Beau, acercándose mientras su primer


ayudante cambiaba el objetivo de su cámara y colocaba otro trípode.

Beau era el mejor amigo de mi hermana Elena y lo había sido desde


que los presenté por primera vez en un evento de Prada dos meses
después de mudarse a la ciudad. Era extravagante, extrovertido y
profundamente carismático. Mi hermana era rígida, formal e
infaliblemente conservadora. Eran un dúo extraño pero inseparable.

—Tú lo sabrás mejor que yo —le dije mientras me envolvía en un


abrigo masculino de gran tamaño y sacaba mis mechones de cabello
rizado sobre la solapa—. Ella no me ha hablado sobre la adopción
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desde hace semanas.


Beau se preocupó por su regordete labio inferior mientras la gente
fluía a nuestro alrededor como un río sobre la roca. —Entre tú y yo,
me preocupa que el corazón de Sinclair no esté en ello.

Suspiré porque eso también se me había ocurrido muchas veces a lo


largo de los últimos tres años y medio.

Sinclair era uno de mis mejores amigos. El hombre que había


cambiado mi vida de forma tan irremediable como Seamus o
Alexander; pero en todo lo bueno donde ellos eran malos. Me había
dado un lugar para quedarme en la ciudad mientras me recuperaba, un
respiro privado lejos del escrutinio de mamá y Elena para que pudiera
volver a orientarme. Era el único hombre en mi vida que nunca había
querido nada de mí, y el amor que sentía por él por eso era casi más
feroz que cualquier otro.

Sólo había querido lo mejor para él cuando por fin le presenté a mi


preciosa e impulsiva hermana mayor. Ambos eran hermosos, exitosos
y estaban locos de ambición. Cuando empezaron a salir, parecía
inevitable.

Pero las grietas aparecieron pronto. Sinclair no era un hombre que


sonriera mucho, y mi hermana tampoco. Había esperado, más allá de
las esperanzas, que encontraran humor y felicidad el uno en el otro;
pero había olvidado el concepto del yin y el yang. Eran demasiado
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parecidos, y esas similitudes anulaban lo bueno y enfatizaban lo malo.

En los años que llevaban juntos, sólo se habían vuelto más


profesionales, más distantes emocionalmente.
Pero Elena estaba demasiado inmersa en su deseo de tener un bebé
como para ver que Sinclair no era el adecuado para ella, y mi querido
amigo estaba demasiado acostumbrado a la mundanidad de su vida
como para darse cuenta de que no estaba viviendo realmente.

Por supuesto, el corazón de Sinclair no estaba realmente dispuesto a


adoptar un bebé. Su corazón no se había conmovido desde que nos
conocimos hace tanto tiempo en Milán.

—¿Crees que Elena crea lo mismo? —pregunté.

Siguió mordiéndose el labio inferior. —Creo que está desconcertada


por... todo. Si ha estado fuera más que con el trabajo, y ya sabes lo que
siente por Giselle. Ahora que ha vuelto, creo que le preocupa un poco
que elijas a Giselle antes que a ella.

Puse los ojos en blanco. La rivalidad entre mis hermanas había


comenzado desde una edad tan temprana que, sinceramente, no podía
recordar una época en la que no existiera.

Giselle era soñadora y sensualmente bella, con curvas exageradas


como las de nuestra madre y el cabello profundamente rojizo de
nuestro padre. Era ingenua y pura, amable y caprichosa. Aunque era
mayor que Sebastian y yo, siempre nos habíamos encargado de
protegerla de los aspectos más horribles de nuestra empobrecida vida
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en Nápoles.

A Elena le molestaba nuestra protección. Era un alma feroz que


había sido rota más de una vez y que había permitido que su corazón
fracturado se calcificara para protegerse de más daños. Odiaba la
melancolía de Giselle, su arte poco práctico y su encanto bohemio
porque la propia Elena no era nada de eso; y en algún lugar profundo
de los recovecos secretos de su mente, deseaba ser más así.

Luego, por supuesto, estaba Christopher.

El hombre que se había obsesionado con Giselle; pero que se había


conformado con Elena y la había utilizado como un pañuelo de papel
antes de dejarla de lado.

Por mucho que hubiera deseado que su relación fuera diferente


porque las amaba a ambas de forma indeleble y era una tensión para el
resto de la familia, sabía que nunca cambiaría nada.

Había demasiada historia allí.

—Está siendo ridícula —dije finalmente—. No me voy a sentir


insultada por su preocupación; pero tampoco me voy a entretener. He
estado a su lado en todo; en los abusos de Christopher, en la facultad
de Derecho, en Sinclair y en su aborto; y eso nunca cambiará.

—La estás dejando vivir contigo —señaló.

Respiré profundamente mientras mi irritación aumentaba y traté de


recordarme a mí misma que él sólo estaba cuidando de Elena. Tenía
tan pocos amigos y se distanciaba tanto del resto de la familia que me
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alegraba de que al menos tuviera a Beau como defensor.

—Giselle necesitaba un lugar donde quedarse mientras se instalaba.


Lleva cuatro años sola en París, sin familia, y yo casi nunca estoy en
casa. Era una solución obvia, y no me sentiré culpable por haberla
hecho. Sabes que las quiero a las dos.

Beau suspiró y tiró del rizo perfectamente estilizado que colgaba


sobre su frente. —Lo sé. Creo que sólo desea que, por una vez,
alguien elija sus sentimientos antes que los de Giselle. Siempre la has
antepuesto a ella. —Ante mi mirada, corrigió—. Todos ustedes lo han
hecho.

—Eso no es cierto —dije con los dientes apretados, sintiendo que


los piercings que aún no me atrevía a quitarme se encendían con el
recuerdo del dolor, y que la marca en mi trasero que ninguna cantidad
de tratamientos caros para la piel podría erradicar ardía como una
herida fresca—. Me he sacrificado por todos los miembros de mi
familia, y lo volvería a hacer. Aunque eso fuera cierto, Beau, ¿no
crees que ella podría verlo como un cumplido? Giselle nunca fue tan
fuerte como mi Elena de alma de acero. Si la dejamos sentir un poco
más el impacto de nuestras crueles vidas, fue sólo porque sabíamos
que podía soportarlo.

Beau asintió de mala gana. Quise escupirle, enfurecerme contra su


sentimiento de culpa porque ¿quién era él para juzgar? ¿Se había
preguntado alguna vez por qué Sebastian y yo estábamos al frente de
nuestra familia cuando éramos los más jóvenes? ¿Se había preguntado
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alguna vez qué tuvimos que hacer para que Elena saliera de Italia y
entrara en la Facultad de Derecho de Nueva York?

No. Por supuesto que no.


Porque la gente ve la fuerza en una persona, y eso les ciega la
necesidad de ser compasivos con ella.

El hecho de que fuera lo suficientemente fuerte como para manejar


lo peor de las cosas no significaba que no quisiera o necesitara ayuda.

—Señorita Lombardi. —Alguien interrumpió mi ira silenciosa para


tocarme el hombro.

Miré a uno de los becarios de Vogue y sonreí al instante. —¿Sí?

Me miró fijamente como si quisiera ser yo. —Alguien ha venido a


entregarle algo.

Fruncí el ceño; pero la seguí mientras me guiaba hasta el borde de


la zona acordonada, donde un hombre con traje estaba de pie con las
manos en la espalda. Tenía el aspecto anodino de un sirviente y el
traje a juego.

Un escalofrío me recorrió la base de la columna vertebral y


reverberó en mis dientes.

—¿Señorita Lombardi? —preguntó con un acento británico cortado


y monótono.

Asentí con la cabeza, incapaz de convocar mi voz.

Sacó de su espalda una bandeja de plata con una gruesa cartulina


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doblada y sellada con cera roja sobre su superficie brillante e


impoluta.
Habría reconocido el sello en cualquier lugar. A veces, de hecho, lo
encontraba; metido en la arquitectura de la ciudad, prensado en un
estampado de una tela popular u oculto en obras de arte.

La Orden de Dionisio era una de las sociedades secretas más


antiguas del mundo y, aunque tenía su sede en Inglaterra, su alcance
se extendía por todo el planeta.

Me quedé mirando el candado con la floreciente flor roja atrapada


en su lazo y sentí que mi estómago caía en picado como un ascensor
desbocado hasta la base de mi vientre.

Cuando no cogí inmediatamente el sobre, el criado frunció el ceño.


—Lord Ashcroft me ha ordenado que le diga que, si no abre y obedece
su citación, se verá obligado a enviar a alguien por usted.

Enviar a alguien por mí significaba llevarme a la fuerza.

Apreté los dientes y arranqué la citación de la bandeja, abriéndola


con manos temblorosas.

Futura esclava,

Te espero en mi casa en una hora. Por cada minuto que te retrases,


serás castigada. A diferencia de tu anterior amo, no exijo que
disfrutes de ese castigo. Confía en mí cuando digo que quieres ser
buena.
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Vístete de rojo. Sé que le gustabas de ese color.

Tu nuevo Amo,
Ashcroft

Me quedé mirando al criado, hirviendo e impotente de rabia. Quería


tirarle la invitación a la cara y mandarlo al diablo; pero no era tan
estúpida.

Ya no lo era.

Si Noel me había enseñado algo, era que esos hombres jugaban, y


que todo era un movimiento en el tablero que los llevaba a un mayor
poder, a un mayor éxito.

Ashcroft me odiaba por avergonzarle; pero más aún, odiaba a


Alexander porque estaba infinitamente celoso de él. Se trataba de una
venganza y, honestamente, no era inteligente.

Sabía que, aunque Alexander ya no se preocupara por mí; aunque


nunca lo hubiera hecho para empezar, no era un hombre al que le
gustara compartir sus cosas.

Acabaría con Ashcroft por enfrentarse a mí.

Todo lo que tenía que hacer era encontrar una manera de hacerle
saber la situación.

Y tal vez, una vocecita que había aprendido a dominar en el fondo


de mi mente y que hablaba desde mi corazón decía que, al hacerlo, él
mismo me reclamaría.
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Aparté la idiotez de mi mente y busqué otro objetivo final,


encontrándolo casi con demasiada facilidad.
Ashcroft estaba demostrando ser un stronzo8 impulsivo.

Tal vez se le escapara algo y expusiera algo que pudiera usar para
acabar con él.

Para acabar con la Orden.

Volqué la invitación rasgada en la bandeja e incliné la barbilla hacia


el sirviente.

—Dile que estaré allí con las pilas puestas.

Como era de esperar, la casa de Ashcroft en Nueva York se


encontraba en el Upper East Side; en una casa adosada de piedra de
cuatro plantas, con vides rojas de otoño que estallaban en la fachada.
Un mayordomo vestido de negro me abrió la puerta cuando llamé
exactamente una hora más tarde y me condujo a través del opulento
interior plagado de antigüedades hasta un despacho en la parte trasera
de la casa donde Ashcroft estaba sentado detrás de un escritorio
fumando en una pipa de madera.
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Lord, pero el hombre se tomaba a sí mismo demasiado en serio.

8
En italiano; estúpido.
Me estudió durante un largo momento a través del humo que se
encrespaba mientras el mayordomo cerraba la puerta al salir. Sentí su
mirada como dedos grasientos recorriendo mi piel.

—No vas de rojo —observó.

—Estaba trabajando cuando me convocaste. Para llegar aquí a


tiempo, tuve que venir directamente del rodaje —le expliqué, agitando
una mano sobre mi cara muy maquillada con tres manchas de
leopardo dibujadas junto a los ojos—. También tengo que reunirme
con mi familia para nuestro almuerzo semanal dentro de dos horas. Si
falto, probablemente llamarán a la policía.

Me había quitado el minivestido y me había puesto unos vaqueros


negros, una camisola de seda rosa y una americana, sintiéndome
infeliz por el hecho de que mis pezones pudieran verse claramente a
través del fino material en la fría habitación.

Ashcroft se relamió salazmente mientras los estudiaba. —No


obstante, tendré que castigarte por eso.

Intenté controlar mi respiración para mantener a raya la asquerosa


oleada de bilis en mi estómago. La idea de que me tocara, y más aún
de que asumiera el papel que antes había sido de Alexander, me daba
ganas de vomitar hasta desmayarme.
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—Tal como están las cosas —continuó ociosamente—, tengo otra


cosa en mente por el momento. Tengo trabajo que hacer; pero he
pensado que estaría bien tener un poco de diversión mientras lo hago,
y mi criada está fuera por un asunto familiar, así que... —Señaló con
la cabeza la ropa pulcramente doblada en la otomana junto al sofá de
cuero a mi izquierda—. Cámbiate.

Tragué saliva mientras me acercaba a levantar el diminuto uniforme


de sirvienta con bordes de volantes en blanco y negro y cuello. —
Estás bromeando, ¿no?

Se ajustó obviamente mientras se movía en su silla y me miraba con


desprecio. —Nunca bromeo con el sexo. Cámbiate. Quiero ver el
cuerpo por el que Alexander se jugó el culo y sentir el placer de saber
que ahora es mío.

Tragué grueso, tratando de encontrar ese espacio casi olvidado en


mi mente donde podía bloquear la realidad de pesadilla de mi vida y
concentrarme sólo en mi respiración, en la paz dentro del caos. Era
más difícil de lo que solía ser, los escalones estaban cubiertos de
telarañas y oscuros por el desuso.

Respiré profunda y uniformemente mientras me despojaba de la


ropa y me ponía rápidamente el humillante traje.

—Ah —gimió encantado—. Mira esos pechos llenos. Qué cosa tan
deliciosa.

Cosa.
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Que se joda.

Respiré profundamente y traté de recordar por qué estaba haciendo


esto.
Para no ser chantajeada.

Para mantener el trabajo que había llegado a disfrutar y que ponía


comida en mi mesa y dinero en las arcas de mi familia.

Para recuperar a Alexander.

Para conseguir suficientes trapos sucios sobre Ashcroft y, con


suerte, sobre la Orden para destruirlos.

Mi columna se enderezó cuando terminé de abotonar el vestido y


miré directamente a los ojos codiciosos de Satanás.

—Ven aquí —ordenó, inclinándose hacia atrás y abriendo las


piernas, indicando el espacio entre ellas.

Me observó de forma carnal mientras me acercaba y me detenía


justo fuera de su alcance.

—De rodillas, esclava Ashcroft —exigió, extendiendo la mano para


darme una ligera bofetada en la cara por mi insolencia—. Sabes que es
mejor que eso. De rodillas, ahora.

Me dejé caer, con la cabeza inclinada hacia abajo para que mis ojos
estuvieran fijos en el suelo, las rodillas dobladas y las manos con la
palma hacia arriba sobre los muslos.

La sumisión me atravesó como un rayo.


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Jadeé ante la sensación de ser doblada y plegada como un origami


por las órdenes de otra persona y luego ardí por la vergüenza de saber
cuán profundamente se asentaba algo eternamente inquieto dentro de
mí.

No quería sentirme así con Ashcroft, y sabía que no era más que un
temblor comparado con el temblor de rectitud y anhelo que sentía con
Alexander; pero, aun así, me repugnaba.

Lo fulminé con la mirada en lugar de inclinar la cabeza en señal de


sumisión y vi cómo Ashcroft se reía.

—Puedes desafiarme todo lo que quieras, cosita. Te domaré bien y


despacio. —Se inclinó hacia delante para agarrarme la barbilla
dolorosamente—. Después de todo, tenemos todo el tiempo del
mundo. Nadie está aquí para salvarte ahora.

No necesitaba que nadie me salvara, sino yo misma.

Sin embargo, él no necesitaba saber eso; especialmente cuando aún


no había descubierto cómo trabajar en mi beneficio.

—Ahora limpiarás por mí. No tengo tiempo para jugar en este


momento. Luego, el próximo fin de semana, te llevaré al Club
Bacchus para Las Pruebas.

—¿Las Pruebas? —me atreví a preguntar.

Ashcroft se inclinó aún más, desplazando su mano para que me


rodeara el cuello con fuerza. —Piensa en ello como el mejor
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espectáculo anual de la Orden. ¿Quieres saber lo que es eso, cosa


dulce? Tengo la sensación de que, con un ejemplar de primera como
tú, me toca el premio final.
Me mantuve obstinadamente en silencio.

Se rio y luego pasó su lengua por mis labios apretados antes de


morder el inferior. —Te estrenaré como mi nueva esclava, te pondré a
prueba en el escenario para que todo el mundo lo vea, y luego el
consejo votará cuál es la esclava más deseable, la más hermosa.

—Que te jodan —le espeté antes de poder controlarlo—. No voy a


ser exhibida como una especie de perro que has entrenado para tu
diversión.

—Ah, pero lo harás —me recordó, acercándose a su escritorio y


dejando caer una carpeta abierta a mis rodillas. Unas brillantes hojas
de fotos se desparramaron por el suelo; mostrándonos a Alexander y a
mí en el salón de baile de azulejos negros, blancos y dorados del Pearl
Hall. En algunas me perseguía por la habitación, en otras me apretaba
contra el suelo, con la boca abierta por el susto y luego progresando
hacia el deseo total. Eran gráficas y horribles, un recordatorio visual
de la primera y única vez que Alexander me había tomado contra mi
voluntad.

El corazón me retumbó y el coño se me puso hinchado.

Recordé la sensación gruesa y agonizante de la gran polla de


Alexander entre mis muslos, deslizándose húmedamente por mi coño
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mientras me follaba en el salón de baile; en el Salón, en los establos,


en el invernadero y en el húmedo macizo de amapolas de la parte
trasera de su finca.
Cerré los ojos, odiándome por perderlo; pero sobre todo por
extrañarlo a él. El hombre que me había comprado para coleccionarme
como una baratija simbólica y luego se había olvidado de mí tan
fácilmente cuando hui.

Mi vergüenza se hizo más profunda porque lo que más me irritaba


era su total y absoluto rechazo hacia mí tres años atrás en Milán y no
cualquier aspecto de mi año de esclavitud con él.

—Así que ya ves —dijo Ashcroft con suficiencia, devolviéndome al


presente—. Serás mi perrita obediente porque tienes demasiado que
perder si dejo libres estas pequeñas fotos.

Me tragué el filo de la navaja de la rabia en mi garganta, sintiendo


que me rebanaba las entrañas. —Lo haré, pero te advierto, Ashcroft.
No vivirás una vida larga y saludable si sigues adelante con esto. Te
mataré yo misma antes de que acabe el año por hacerme esto.

Se rio a carcajadas, echando hacia atrás sus rizos rubios y


sosteniendo su vientre mientras reía y reía.

Visualicé que le abría la garganta con el abrecartas de su escritorio


y me sentí momentáneamente mejor.

—¿Aún no lo has aprendido, pequeña esclava? —me preguntó con


auténtica curiosidad mientras me miraba—. Eres menos que nada. El
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único valor que tienes es el que te otorgan hombres más poderosos


que tú. Puede que Alexander te hiciera sentir como su pequeña
condesa cuando se casó contigo; pero no eres más que una esclava.
Nos miramos fijamente, con mi respiración agitada por el esfuerzo
de mantener la calma y no lanzarme sobre él en una violenta ráfaga.
Sus ojos eran casi amables mientras dejaba que su verdad se asentara
alrededor de mis muñecas y tobillos como el peso de unas cadenas
fantasma.

Sabía que estaba equivocado. Yo no era nada.

Yo era Cosima Ruth Lombardi, esposa de un Conde, hermana de un


famoso actor, de una futura abogada penalista y una artista de
increíble talento, hija de uno de los mafiosos más buscados de Italia,
amiga del capo de la Camorra de Nueva York. Era leal y valiente,
hermosa y amable.

Y era inteligente.

Nadie me había dicho que lo fuera; pero había aprendido a creer en


mí misma de esa manera.

Era lo suficientemente inteligente como para engañar a Ashcroft


haciéndole creer que me tenía en jaque y luego utilizar sus arrogantes
errores para ejecutar un Jaque Mate y derrotarlo al final.

Todo lo que necesitaba era paciencia y quizás un poco de suerte.

Así que le sonreí beatíficamente. La sonrisa que Willa Percy había


utilizado para lanzar la segunda fase de mi carrera, la sonrisa que una
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vez había cautivado tan brevemente al Lord más poderoso de


Inglaterra.
Observé cómo Ashcroft parpadeaba, capitulando ante mi belleza,
dejando que le volviera aún más tonto de lo que ya era al pensar que
podía poseerme.

Imaginé mi fuerza interior como un escudo invisible que recubría


mi piel, protegiéndola del vil hombre que tenía ante mí y al que tenía
que adormecer con una falsa sensación de seguridad.

—Sí, señor —dije porque mi boca no quiso formar la palabra amo


ante este falso Dominante—. Lo entiendo y siento mi actitud. ¿Cómo
puedo compensarlo?

Ashcroft sonrió lentamente como el gato que se comió al canario y


amplió su posición. —Sé exactamente cómo puedes compensarme.

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Casi dos horas más tarde, salí corriendo por la puerta de la casa de
Ashcroft una vez más en ropa de calle; y con su semen lavado de mi
pecho donde se había masturbado después de azotarme con una
perversa regla de metal por llegar tarde y salir antes de tiempo. Me
escocía el culo, me dolía el corazón y nunca me había sentido más
sucia, ni siquiera después de que Ashcroft me violara la boca en Pearl
Hall cuando yo creía que era Alexander. No fue mucho, en realidad
apenas me había tocado, y me di cuenta de que me había librado
fácilmente. Unas nalgadas, su semen en mi piel y una hora de hacer de
criada con un plumero y una escoba era algo trivial comparado con
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mis pruebas anteriores; pero me dolía mucho más.


Sabía por qué. No necesitaba que mi terapeuta dijera palabras como
Síndrome de Estocolmo y TEPT9 para saber que me sentía tan mal
porque no había sido Alexander.

Me sentí débil y agotada mientras estaba de pie en la acera,


parpadeando como un búho mientras intentaba reunir los jirones de mi
autocontrol a mi alrededor. Lo único que quería hacer era volver a
casa, al apartamento que había conseguido con tanto esfuerzo y que
había decorado con cosas bonitas, y acurrucar a mi gato Hades desde
el calor y la comodidad de mi cama.

Pero era domingo, lo que significaba una comida familiar en el


restaurante Mama's del Soho. Era una regla tácita que, a menos que
Sebastian o yo estuviéramos fuera de la ciudad trabajando, todos
estábamos obligados a asistir bajo pena de muerte por la mirada de
nuestra matriarca.

Así que me acerqué al borde de la acera para llamar a un taxi que


me llevara a la zona de mamá.

—Tienes un aspecto espantoso —me dijo un acento europeo


familiar desde mi espalda.

Suspiré con fuerza antes de darme la vuelta, aliviada y ansiosa a la


vez por volver a ver a Dante después de unas semanas sin contacto.
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Éramos cercanos; pero sólo en la medida en que nuestros trabajos lo


permitían.

9
Trastorno de estrés postraumático.
Apenas había un mes en el que no tuviera que viajar para un rodaje
o un desfile, e incluso cuando estaba en casa, animaba a mi agente a
reservar tantas sesiones y campañas como fuera posible. La
inactividad no era buena para mi estado mental.

Dante estaba ocupado con la Familia.

Llevaba casi cuatro años en Nueva York y ya había acumulado un


poder considerable. Intentaba mantenerme al margen de los detalles;
pero sabía por Salvatore que había usurpado al antiguo jefe de la
Camorra para convertirse en capo el año pasado.

Las cosas eran diferentes para la mafia en el dos mil diecinueve. Ya


no eran los años ochenta; y la mafia era mucho más tranquila, menos
vistosa que sus homólogos más antiguos. Eso no significaba que
fueran menos poderosos. La policía y las agencias de inteligencia
habían desviado los recursos antes destinados a reducir la actividad de
la mafia hacia la nueva y mayor amenaza del terrorismo, y Dante
operaba felizmente desde el vacío creado por eso.

Estaba apoyado en una farola de hierro como era habitual en él, con
los tobillos cruzados y los enormes brazos cruzados sobre su pecho
aún más grande. No importaba cuánto tiempo lo conociera o cuántas
veces lo viera, su enorme tamaño y su abrumadora belleza siempre me
dejaban sin aliento.
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Todavía era lo suficientemente temprano como para que la sombra


que cubría su dura mandíbula fuera sólo un indicio de la piel de medio
centímetro en la que se convertiría después de la cena, y contrastaba
perfectamente con sus labios carnosos y rubicundos. Se movían
mientras lo estudiaba, divertida por la forma en que siempre
necesitaba un minuto para ordenar mis pensamientos después de ser
golpeada por su belleza.

Apoyado en aquella farola, con un traje negro de cuello abierto y el


grueso cabello retirado de la frente; estaba especialmente atractivo: la
definición de alto, moreno y guapo.

Y peligroso.

Tan, tan peligroso.

Tragué grueso antes de sonreírle. —Dante, sabes que no debes


acercarte a mí a escondidas.

Mi excusa de culpabilidad no me sirvió para distraerme como


esperaba. Su sensual sonrisa se deslizó a través de la sombra de su
barba mientras se enderezaba y se acercaba a mí, deteniéndose sólo
cuando estuvimos juntos. Tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para
mantener el contacto con sus oscuros ojos.

—Tesoro, sabes que nunca me cuelo como un teppista10 —me


reprendió con una sonrisa pícara—. Te llamé para que supieras que
estaba aquí; pero estabas demasiado perdida en tus pesadillas de
vigilia como para prestar atención. ¿Qué es lo que te tiene tan
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destrozada?

10
En italiano, gamberro.
Me retorcí las manos antes de recordar que él sabía que era mi
costumbre nerviosa y las llevé torpemente a los lados antes de
encogerme de hombros. —No es mucho. Es el desfase horario.

Él enarcó una ceja. —¿Desfase horario? ¿De la mujer que viaja


tanto, que se ha entrenado para dormir a las primeras de cambio? No
lo creo. Ahora —Se inclinó hacia abajo, con su agudo aroma a cítricos
y pimienta caliente llenando mi nariz—, dime la verdad.

Un taxi se precipitó por la calle y aproveché para hacerle una señal.


Abrí la puerta, le dije al conductor la dirección y luego me pasé el
cabello por encima del hombro para intentar sonreírle inocentemente a
Dante. —Llego tarde a comer con mi familia, y ya sabes cómo se
ponen.

Me miró con tal calidez y amable diversión, que lo sentí en mi


pecho. Eso fue, hasta que se adelantó y me empujó al interior del taxi,
siguiéndome tan de cerca, que me sentí apretada por su gran cuerpo
incluso en el espacio de tres plazas.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—Te estoy llevando a almorzar, y tú me estás contando lo que te


hace parecer que alguien ha atropellado a tu infernal gato demoníaco.

—Hades no es un gato demoníaco —espeté, cayendo en nuestra


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vieja discusión—. Simplemente no le gustas porque tiene buen gusto.

—¿Lo tiene? —preguntó con desgana—. Si ese es el caso, parece


que a su amante no. Tú sabes que me quieres.
Puse los ojos en blanco; pero las bromas familiares de Dante eran
exactamente el remedio que no sabía que necesitaba. Había algo en mi
relación con él que me reconfortaba como ninguna otra relación podía
hacerlo. Tal vez fuera porque había visto lo peor en mis pruebas, que
me había salvado de Ashcroft y otro discípulo de la Orden en La Caza,
o que había pasado años con mi padre, años que yo me había perdido.
Por la razón que fuera, era mi confidente más cercano, mi único
confidente; y lo veía como un hermano y un mejor amigo.

Se acercó más, sus labios carnosos se separaron en una sonrisa que


hizo que mi corazón diera un vuelco, y una vocecita me preguntó si
mis sentimientos no eran tan platónicos como creía.

—Apenas te tolero, y lo sabes. —Resoplé con altivez, apartando la


mirada para ocultar la sonrisa que estaba segura de que podía oír en
mi voz.

Su enorme mano se posó en mi muslo, apretando hasta que le


devolví la mirada.

—Cosi, dime qué ha pasado. ¿Cómo puedo ayudar si no sé a quién


perjudicar?

Casi me atraganté con mi risa. —Cazzo, Dante, ¿cuándo te has


convertido en un jefe de la mafia? Eso fue como algo sacado de una
Página136

película de Al Pacino.
—Sabes que no veo esas estúpidas películas de mafiosos. —Se
burló—. Todavía me estoy recuperando de cuando me obligaste a ver
Goodfellas11.

—Oye, ese es un clásico americano.

—Menos mal que entonces no soy americano.

Nos sonreímos durante un largo minuto que unió mis aristas


desgarradas a la perfección. La suciedad que había sentido tras dejar a
Ashcroft se sintió lavada por el amor y la atención de Dante.

—Dime, tesoro —me instó suavemente, acercándose para apartar


un mechón de cabello errante de mi rostro.

Cerré los ojos, tratando de bloquear su belleza mientras hablaba de


algo tan feo. —Ashcroft me encontró.

Al instante, el aire se volvió caliente y metálico, como si el propio


coche se hubiera incendiado.

—¿Cuándo?

Hice una mueca porque sabía que se pondría furioso conmigo por lo
que iba a decir. Después de que Alexander me despidiera
definitivamente en Milán y me dijera que no volviera a pisar suelo
inglés, había vuelto a casa con el corazón más roto que nunca. No
podía recurrir a mi familia. Ellos no sabían por lo que había pasado ni
Página137

cómo me había enamorado de mi propio villano personal.

11
En España —Uno de los nuestros—
Sólo Dante y Salvatore lo sabían.

Estaban furiosos por mí. Sinceramente, había servido para reparar


parte del daño que Alexander me había infligido. Me recordó que,
aunque estaba dañada y degradada, había dos personas que me querían
más que nada. Salvatore incluso había demostrado que me amaba más
que a su propia vida al escenificar su muerte para poner fin a la
vendetta de Alexander contra él de la forma más pacífica posible.

Iban a alucinar cuando supieran que había vuelto a Inglaterra.

Y ambos lo sabrían porque todo lo que le contara a Dante sería


inevitablemente transmitido a mi padre biológico.

—Sebastian fue nominado para un BAFTA —murmuré—. Fue un


gran logro para él, y tiene... sus propios problemas con ese país. Tuve
que ir con él como apoyo moral.

Dante me miró fijamente, respirando de una forma tan controlada


que supe que debía estar contando hasta diez para mantener la calma
conmigo. Le había dicho un millón de veces que no era frágil; pero,
dijera lo que dijera, seguía pensando que había tenido suficiente
violencia y agresividad para toda la vida.

Era la otra razón por la que mantenía su negocio mafioso separado


de mí.
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—Sé que quieres a tu familia. De hecho, lo sé más de lo que la


mayoría de la gente tendrá nunca la oportunidad de hacerlo. Pero,
Cosi, ¡eso fue sólo un ejercicio de estupidez! La Orden tiene gente en
todas partes; pero Londres es su maldito centro. ¿Cómo pensaste que
podrías salirte con la tuya?

—Estuve allí apenas veinticuatro horas —espeté—. Dudo que


Alexander tenga a alguien apostado en el centro de vigilancia de
Londres esperando a verme poner un pie en la ciudad.

Dante arqueó ambas cejas y frunció los labios.

Vacilé como él quería que lo hiciera.

Era difícil imaginar algo que Alexander no pudiera hacer. Si quería


que algo se cumpliera, recurriría a cualquier medio para lograrlo.

—No lo vi, de todos modos. Fue pura mala suerte que Ashcroft
estuviera en los premios y se cruzara conmigo —argumenté.

—¿Crees que Alexander es el único que te vigila? Sé que Frankie y


yo hicimos un buen trabajo al borrarte de Italia y de tu antigua vida;
pero conservaste tu nombre, y eres una jodida supermodelo
internacional, Cosima. No es ciencia de cohetes encontrarte. ¿Cómo
sabes que Sherwood no fue quien envió a Ashcroft?

Pensé en la forma en que Ashcroft ha actuado, astuto y mareado con


ella como un niño que ha robado el juguete de otro niño.

—No, Sherwood no lo envió. Sinceramente, Dante, creo que fue


pura coincidencia.
Página139

—No puedes saber eso.


—No... pero teniendo en cuenta los planes de Ashcroft para mí,
creo que puedo adivinar.

El cuerpo de Dante se expandió aún más hasta que pensé que sus
músculos atravesarían su costoso traje como Hulk.

—¿Cuál es su plan? —exigió con los dientes apretados.

—Uf, siento interrumpir —dijo el taxista con un marcado acento del


Bronx—, pero ya hemos llegado.

Miré por la ventanilla a la Osteria Lombardi y sentí que el alivio me


hacía vibrar el pecho.

—Escucha, podemos hablar de esto más tarde; pero tengo que irme
—le dije, inclinándome hacia delante para apretar un beso en su
mejilla erizada.

Me agarró la muñeca con suavidad antes de que pudiera salir del


coche; pero su cara estaba fruncida por el conflicto mientras meditaba
sus palabras.

—Intento darte espacio, ¿sí? Intento darte libertad para que vivas el
tipo de vida que quieres vivir porque estuviste tanto tiempo en una
jaula, y no sólo en una de mi hermano. Lo intento, Cosima, cuando lo
único que quiero hacer es montar guardia como un centinela a tu lado
cada minuto para asegurarme de que la vida no pueda joderte más. Así
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que ten cuidado, ¿eh? Apiádate de este sobreprotector y prométeme


que la próxima vez que acuda a ti me contarás lo que ha pasado y me
dejarás ayudarte.
Hice una pausa, con la garganta llena de lágrimas no derramadas.

—No estás sola en esto —dijo Dante, con su propia voz cargada de
emoción—. No estarás sola nunca más. No con Salvatore y conmigo
de tu lado, ¿bene?

Asentí con la cabeza, y luego exhalé profundamente para calmar mi


corazón de colibrí, que latía con rapidez, pero con tanta fragilidad en
mi pecho.

—Va bene12 —asentí suavemente, antes de salir rápidamente del


taxi; apurando la humedad bajo un ojo mientras avanzaba hacia la
acera.

No miré hacia atrás cuando el taxi se alejó; pero las abarrotadas


calles de Little Italy no me habrían dejado espacio para dar la vuelta
de todos modos.

El restaurante de mamá se encontraba entre Little Italy y el Soho, el


lugar perfecto para su íntimo y exclusivo restaurante italiano. Atraía a
una combinación de parejas adineradas y elegantes de la ciudad y a
vecinos italoamericanos profundamente tradicionales.

Los italoamericanos no eran como los italianos nativos. Los


inmigrantes habían empaquetado la cultura de Italia antes de la
Segunda Guerra Mundial y la habían metido en una cápsula del
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tiempo, abriéndola tras pasar por la isla de Ellis y asentarse en el


pequeño barrio rectangular de Little Italy en Nueva York. Hablaban

12
En italiano; está bien.
en un italiano roto y desvirtuado, diferente incluso de los dialectos
más oscuros de su país porque el inglés lo subrayaba como un
rotulador, convirtiendo los acentos en burlas que habían hecho
famosas con personajes de dibujos animados como Mario. Sólo eran
lo suficientemente americanos como para diferenciarse totalmente de
los estadounidenses y apenas lo suficientemente italianos como para
pasar por ellos si alguna vez volvían a entrar en la madre patria.

A mis hermanos y a mí no nos gustaba pasar el tiempo allí, en aquel


estrecho barrio que se reducía lentamente bajo la expansión de China
Town. Nos parecía claustrofóbico y trágico, como si hubiéramos
trabajado tan duro para escapar de Nápoles sólo para acabar de nuevo
dentro de otra versión de ella.

Pero a mamá le encantaba.

No era una anciana; pero tenía sus costumbres, y sus costumbres


eran tan anticuadas como el ideal italoamericano. Creía en la fuerza
exterior del patriarcado y en el hábil funcionamiento secreto del
matriarcado. Hablaba en italiano siempre que podía y, aunque no era
intolerante, la mayoría de sus empleados en la Osteria Lombardi eran
italianos o italoamericanos por ello.

Había escapado de un mundo pequeño, un mundo que era una jaula;


sólo para encerrarse cuidadosamente en otro. La hacía sentir segura, lo
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sabía; pero también me hacía sentir triste por ella.

No estábamos en malos términos.


Podríamos haberlo estado, y una parte de mí incluso pensaba que
deberíamos haberlo estado; pero me enorgullecía demasiado de mi
capacidad para analizar y comprender a una persona y sus
motivaciones como para culparla de verdad por su pasado.

Sobre todo, teniendo en cuenta que sus dos errores se debían a que
se había enamorado. Primero con el hombre equivocado en el
momento adecuado, y luego lo contrario con el otro.

Llevaba el peso y la indignidad de esas decisiones cada día en sus


ojos oscuros, sus demonios hacían que el marrón pareciera negro con
sombras.

Al principio, cuando regresé con Salvatore y Dante a mi lado, se


había mostrado callada; casi tímida por la vergüenza que sentía a mi
alrededor. Sabía que yo conocía la verdad sobre mi filiación, y se
preguntaba cuándo atacaría contra ella y cuándo se lo diría a Sebastian
y le quitaría otro hijo.

Pero no se lo dije a nadie.

Mi año de esclavitud y su contraste de profundos horrores y tiernas


misericordias fue a parar a una caja cerrada en lo más recóndito de mi
alma y se quedó allí, sin tocar.

Era un mecanismo de defensa, tal vez incluso insano; pero no iba a


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castigarme por ello.

Ya había sufrido bastante.

Mi familia también.
No necesitaba lanzar una bomba en medio de mi familia justo
cuando todos estábamos alcanzando nuestros sueños.

Aun así, mamá y yo existíamos en mis términos. Se movía con pies


de plomo a mi alrededor, y una pequeña y horrible parte de mí
disfrutaba con ello. Se merecía un poco de incomodidad por decir
mentiras, por arruinar mi vida antes de que empezara.

Sin ella, no habría sido un peón para la mafia o para Alexander.

Pero también era por eso por lo que la dejaba en paz; porque sin
ella, no habría conocido a Alexander.

Y pasara lo que pasara, siempre atesoraría mi conexión con él.

Atravesé las puertas de madera de la Osteria Lombardi, inhalando el


aroma a levadura de la focaccia y la masa de sémola mientras
caminaba por los suelos de madera oscura hasta la parte trasera del
restaurante. Era un espacio tradicional; exactamente como uno se
imagina un elegante restaurante italiano, hasta las estanterías repletas
de vinos regionales, las paredes de ladrillo visto y los viejos
candelabros llorones en cada mesa.

Me encantó el lugar. Era la manifestación de un sueño que mamá


había soñado toda su vida y que nunca creyó posible. Sebastian y yo
lo habíamos conseguido con mucho trabajo y sacrificio.
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El mero hecho de estar entre esas cuatro paredes hacía que todo —
el dolor, la separación, las cicatrices tanto físicas como invisibles—
valiera la pena.
—Mia bella figlia13 —gritó operísticamente mamá cuando atravesó
las puertas correderas de la cocina para verme—. Ven a darle a tu
mamá un poco de amor.

Obediente como cualquier italiano a su madre, me apresuré a ser


abrazada por sus dulces brazos con aroma a albahaca y sémola,
aplastada contra su pecho con las dos mejillas juntas en el tradicional
saludo italiano.

Satisfecha, se retiró; pero mantuvo sus brazos alrededor de mí y me


estudió con un ceño fruncido en su bello rostro. —Pareces muerta de
miedo, piccola14. Siéntate y deja que mamá te dé de comer.

La seguí hasta nuestra mesa familiar, al fondo de la sala; y le


permití que se ocupara de mí, tendiéndome la silla y cogiendo mi
bolso.

—Deja que te prepare algo, ¿sí? Necesitas más carne en tus flacos
huesos, Cosima. No es bueno estar así de flaca. A ningún hombre le
gusta una mujer con tan poco que sostener, ¿capisce15?

—Si, Mama16 —permití a pesar de que tenía suficiente carne en las


tetas y el culo como para merecer salir en Sport's Illustrated a pesar de
mis extremidades delgadas.
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13
En italiano; mi hermosa hija.
14
En italiano; pequeña.
15
En italiano; entiendes.
16
En italiano original.
Mamá y Giselle tenían los mismos cuerpos exuberantes y
profundamente curvados por los que babeaban la mayoría de los
hombres, mientras que Elena y yo teníamos las formas largas y
delgadas de nuestros padres.

Una vez pensé que ambas lo habíamos heredado de Seamus, y me


había costado mucho tiempo darme cuenta de que prefería estar
genéticamente ligada a Salvatore.

—¿Por qué te casaste con Seamus? —solté, congelando a mamá


como un insecto en el ámbar.

Sus amplios ojos castaños claros parpadearon mientras su boca se


abría y luego se cerraba.

Me recosté en la silla y me crucé de brazos, decidiendo seguir con


mi espontáneo interrogatorio. En los tres años que llevaba viéndome
con ella, aún no había hecho ninguna de las preguntas difíciles.
Sinceramente, incluso evitaba hablar demasiado del tema con
Salvatore porque cada mención a mamá hacía que se desinflara como
un globo viejo.

—Me merezco estas respuestas —le recordé, no sin maldad.

Con un fuerte suspiro, se hundió en la silla a mi lado. —Sabía que


este día llegaría; pero tenerlo aquí ahora, sigue siendo difícil. Seamus
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era exótico, ¿sí? Tan fresco y diferente. Me gustaba eso. Mi padre era
pescador cuando esto era todavía una gran industria en Nápoles. Era
muy popular y siempre hacía grandes fiestas. Durante una fiesta,
Seamus estaba allí con gente que conoció en la universidad. Mi padre
era muy tradicional, y yo quería algo diferente para mí. Seamus era de
América. Era tan glamuroso para nosotros, los napolitanos, que nunca
habíamos ido más allá de Roma. Hablaba con acento y tenía un
cabello como el fuego; pero sabía tanto de Italia que no me sentía
estúpida cuando hablábamos. Me encontró casi enseguida y se quedó
conmigo toda la noche a pesar de que yo sólo tenía dieciséis años y no
era la mujer más guapa de la fiesta.

Se miró las manos suaves y desgastadas, acariciando con los dedos


la leve hendidura que aún quedaba de décadas de uso de la alianza.

—Nos casamos rápidamente en aquellos días. A mi padre no le


importaba Seamus al final; pero murió justo después de que yo
estuviera embarazada de Elena. Podría haber ayudado cuando Seamus
empezó a jugar y a beber... —Se encogió de hombros—. Mi madre
hacía tiempo que se había ido a causa de una enfermedad. No quedaba
nadie. Cuando Seamus empezó a convertirse en.… el hombre que
recuerdas que era, era demasiado tarde para recurrir a alguien. No
quedaba nadie, ¿ves?

Mi corazón se contrajo de empatía. ¿No era eso exactamente lo que


había sentido cuando Seamus me dijo por primera vez que me estaba
vendiendo a través de la mafia al mejor postor para pagar sus deudas?
Página147

¿Como si la única persona con poder para hacer algo fuera yo misma?

—Tuve a Elena y luego a Giselle. En realidad, era sólo una niña y


tenía pocas habilidades; pero buenas manos en la cocina. En Nápoles,
sabes que esto no es tan especial. Son los hombres los dueños de los
restaurantes, y de todos modos no teníamos dinero para abrir uno. A
Seamus no le gustaba que trabajara. Una familia italiana tradicional,
este era su sueño. —Se rio amargamente, con los ojos vidriosos
mientras miraba por encima de mi hombro su pasado—. Consiguió
una más típica para el Nápoles de lo que podría haber soñado, ¿sí?

Asentí con fuerza, intentando tragarme el ardor de la trágica historia


de mi madre.

—Un día estaba caminando por el muelle para comprar el pescado


para la cena cuando vi a este hombre —dijo, su voz bajando a tonos
bajos y aterciopelados cuando comenzó la parte de la historia en la
que entraba mi verdadero padre—. Era muy alto y corpulento, como
un hombre que trabaja con las manos para ganarse la vida. Esto me
gustaba. Parecía... ¿esperto?

—Capaz —le ofrecí.

—Sí, muy capaz. Era muy diferente a mi marido con sus libros y
sus palabras. Este otro hombre me miró, Cosima, durante tanto tiempo
que me detuve para ver cómo me miraba. Tenía a Elena en una mano
y a mi bebé en la otra cadera. Me miró y luego se dirigió a mí así. —
Usó los brazos, balanceándolos con firmeza, con el ceño fruncido en
fingida concentración—. Caminó hacia mí y dijo su nombre,
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Salvatore, y si quería tomar un café ahora mismo con él.


Podía imaginarlo. Mi padre, fuerte y decidido, viendo a mi hermosa
madre al otro lado de una apestosa lonja y decidiendo en ese momento
tenerla.

Su sentido de la convicción era algo que yo admiraba y a lo que


aspiraba.

Pensé en mi plan para despachar a Ashcroft, y mi determinación se


endureció.

—Fui. Luego, al día siguiente, fui una vez más. Esto fue una y otra
vez hasta que estaba tan innamorata de él, que no podía ver más allá
de sus ojos dorados. —Entonces me sonrió suavemente—. Los ojos
que le dio a mis bebés gemelos.

Estaba enamorada de él.

Había algo en su elección de palabras y en la forma en que hablaba


de Salvatore que golpeaba mi corazón como un gong. Eso era lo que
yo había sentido por Alexander.

Ambos hombres habían entrado en nuestras vidas como una


tormenta, y donde sólo debería haber habido devastación a su paso,
también había belleza en lo que quedaba.

—¿Por qué no te fuiste con él? —hice la pregunta del millón, y tuvo
un sabor metálico en mi lengua.
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La ensoñación en sus ojos se apagó.

—Era la mafie y no pequeña, ¿capisce? Se alzaba así. —Dio una


palmada con las manos—. Un día, paseábamos con mis bebés. Yo
estaba embarazada de ti; pero apenas, y no se lo había dicho aún. Un
hombre de otra mafia, le Cosa Nostra, nos atacó porque Salvatore
había hecho algo. Sacó el cuchillo de aquí —dijo ella, apretando una
mano en la parte superior de su hombro derecho—. Y mis hijas, no
estaban heridas; pero yo estaba aquí dentro. —Volvió a mover la
mano, esta vez hacia el pecho, sobre el corazón—. Sabía que esto no
era vida para mis bebés. Seamus, estaba envuelto por las cartas y el
dinero. Pero Tore, estaba envuelto porque le gustaba esta vida, y yo
sabía que no la dejaría.

Se encogió de hombros como si los tuviera anegados. —Se lo pedí,


nos peleamos, me suplicó, y lloré más lágrimas de las que una persona
debería en una vida; pero así es la vida, ¿eh? Tomamos decisiones, y
ésta fue la mía. —Volvió a mirarme fijamente, cuadrando los hombros
e inclinando la barbilla de una forma tan mía que me dieron ganas de
llorar—. Puedes juzgarme por esto, piccola; pero de esto no me
arrepentiré nunca. Mira lo que tenemos hoy gracias a esta elección.

Todavía estaba demasiado inmersa en su historia como para discutir


con ella que estábamos exactamente donde estábamos ese día;
sentadas en su restaurante en la América de sus sueños de infancia,
por mi culpa más que por la suya.

Podía darle orgullo. No le haría daño a nadie dejarla tener eso


Página150

después de todo lo que había pasado.

La puerta de la parte delantera de la sala se abrió con un rebote,


anunciando la entrada de mi hermano mientras dominaba el espacio.
Mamá salió de su melancolía para acercarse a él y apretarlo aún más
fuerte que de costumbre.

Me miró con el ceño fruncido, interrogándome sobre su forma más


pequeña; y le acarició el cabello suavemente para reconfortar una
dolencia que no podía entender.

Me encogí de hombros, incapaz de dar voz a su historia.

O a la mía propia.

¿Todas las historias de amor eran intrínsecamente trágicas?

¿Era eso lo que las hacía tan épicas? No la delicadeza de la


conexión entre dos almas o el confort de su unión, sino la inevitable
pérdida de esta en algún momento.

Me pregunté si amaba a Alexander en retrospectiva más de lo que lo


había hecho mientras estaba con él, y me quedé en blanco.

Mis emociones hacia mi amo eran demasiado enrevesadas como


para desentrañarlas. Sobre todo, cuando pensaba en él ahora, lo único
que sentía era dolor y odio avergonzado.

Intenté prestar atención cuando Sebastian se sentó, luego cuando


Giselle y finalmente Elena se unieron a nosotros para almorzar; pero
mi mente se perdió en cavilaciones.
Página151

Tenía a un Lord degenerado chantajeándome por favores sexuales, a


un mafioso preocupado y a un padre que pronto se preocuparía, así
como unos sentimientos persistentes y eternamente irresueltos por el
hombre que una vez me había poseído.
Me imaginé que, aunque mi familia no lo sabía mientras
parloteaban sobre los planes de adopción de Elena y Giselle fingía con
demasiado empeño que no le importaban, y luego mientras Sebastian
se marchaba enfadado por las groseras preguntas de Elena sobre
Savannah Richardson, podían darme un respiro por estar distraída.

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—No.

—Escúchame, querido corazón. —Jensen Brask trató de razonar


conmigo por el altavoz mientras yo estaba en el baño preparándome
para un evento de caridad esa noche—. Te necesitamos. Clemence
Bisset ha abandonado porque ha tenido un ataque anafiláctico. No es
que lo haya planeado; pero realmente eres nuestra única esperanza
para mantener esta campaña en el tiempo. No puedes decirme que no
te importa St. Aubyn. Sé que después de esa fiesta posterior de
Bulgari renunciaste a tu papel de portavoz porque “tenías tus razones”
—dijo, ligeramente burlón—. Pero ésta es una de las mejores casas de
Página153

moda del mundo, y es la que dio origen a tu estrellato. Nos debes la


sustitución de Clemence.
Suspiré con tanta fuerza que la brocha de los polvos salió despedida
del lavabo y cayó al suelo. Después de recogerla, apoyé las manos a
ambos lados del lavabo de porcelana y miré mis cansados ojos
dorados.

No había forma de arriesgarme a volver a Inglaterra. Una vez en los


últimos cuatro años había sido demasiado. No era tan tonta como para
pensar que podría sobrevivir a otra visita sin atraer la mirada
omnisciente de la Orden.

—Te sientes un poco culpable, Jen —le acusé mientras volvía a


perfilar cuidadosamente mis párpados con sombra marrón oscura y
dorada—. Sabes que siempre te agradeceré lo que tú y St. Aubyn
hicieron por mi carrera; pero hablaba en serio cuando dije que no
volvería a trabajar para la marca.

Alexander Davenport era el dueño de la casa de moda. No había


manera de que yo tuviera nada que ver con ningún aspecto de ese
hombre o su negocio.

Él me había dejado claro que yo tampoco tenía nada que hacer.

Cuando descubrí la conexión por primera vez, pensé que él podría


haber montado todo el asunto con Willa y Sinclair, que mi dúo de
brillante armadura había sido enviado por el Lord de la mansión.
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Pero no había manera.


Había sido ridículo pensar que se preocupaba por mí lo suficiente
como para garantizar mi seguridad y mi éxito incluso después de
haberle abandonado.

Incluso escuchar el nombre de St. Aubyn hizo que me doliera el


estómago.

—No, Jensen, lo siento; pero no puedo.

—¿Y si te dijera que el rodaje no es en Londres propiamente dicho?


Volarías y un conductor te recogería directamente para trasladarte a
Cornualles. Vamos a hacer una sesión de fotos en interior/exterior en
los acantilados de la Costa Jurásica. El tema es muy Heathcliff y
Cathy.

—¿No serían los páramos del Peak District? —pregunté, porque


sabía lo atmosféricas que podían ser esas colinas onduladas de brezo
púrpura y rojo.

Pearl Manor estaba allí, enclavada en el paisaje como el escenario


de todo gran clásico literario británico.

—Los acantilados son más cinematográficos. Sinceramente, Cosi,


no te habría llamado si no fueras mi último recurso. El rodaje es
dentro de dos días, y nos iremos al infierno si no conseguimos que
esto funcione para el próximo catálogo de otoño. —Una larga pausa y
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luego dijo— ¿Tengo que hacer que Willa te llame?

Me preocupé por el labio inferior mientras mi pecho entraba en


guerra con emociones contradictorias. Jensen y Willa habían sido mis
mentores durante mucho tiempo. No necesitaba la carga adicional de
Willa para saber que estaba en deuda con ellos eternamente por su
generosidad.

Si la falta de deseo de volver a la cuna de tantas de mis miserias era


lo único que me impedía aceptar el contrato, habría cedido
inmediatamente. No me gustaba decir que no a las personas que
amaba. De hecho, lo aborrecía.

Sin embargo, estaba en juego mi seguridad; y eso era algo que había
aprendido por las malas a no dar por sentado.

—No puedo. Lo siento, Jen, de verdad. Si las cosas fueran


diferentes, si no fuera en Inglaterra, lo haría sin dudarlo. Espero que lo
sepas.

Suspiró con fuerza; pero cuando habló había una sonrisa en su voz.
—¿Y si te dijera que Xavier Scott está haciendo el rodaje?

Apreté los ojos. Xavier Scott era un nombre muy conocido, y como
fotógrafo, eso era mucho decir. Hacía de todo, desde las fotos de la
familia real hasta los reportajes de Vanity Fair y las portadas de
National Geographic. Era el hombre detrás del objetivo.

Y nunca, ni una sola vez, consintió en trabajar conmigo.

Era así de famoso. Elegía a sus propias modelos.


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—¿Me quiere a mí? —jadeé como un niño al que le dicen que


puede conocer a Papá Noel por primera vez.
Jensen se rio como el gato que se comió al canario, sabiendo que
estaba encerrado. —Lo hizo.

—Cazzo —juré en voz baja, y luego dije— Bien. Estaré allí; pero
¿Jensen? Quiero un vuelo a la hora más tardía posible y el primero en
salir de allí cuando terminemos.

—Cosi, ¿corres algún tipo de peligro si vas a Inglaterra? —


aventuró, repentinamente sombrío.

—No —repliqué inmediatamente, infundiendo una sonrisa en mi


voz—. Sólo corro el peligro de sacar a relucir un pasado que prefiero
mantener enterrado. No te preocupes, bello, estaré bien.

Colgué después de intercambiar más información sobre los detalles


y dejé caer la cabeza entre los hombros en señal de derrota.

Era una maniática egoísta por volver a la guarida de mis monstruos.

Más que eso, era un borrego masoquista y fatalista que caminaba de


buena gana hacia mi matadero porque una pequeña y oscura parte de
mí esperaba que uno de esos monstruos me encontrara.

—Te ves elegante —dijo Giselle, apareciendo en el espejo detrás de


mí mientras se apoyaba en el marco de la puerta y observaba mi
lencería negra y mi dramático maquillaje—. ¿Grandes planes para esta
noche?
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Deslicé lápiz de labios rojo bermellón sobre la gruesa curva de mi


labio inferior y luego lo pinté cuidadosamente en el exagerado arco de
mi labio superior. —Nada demasiado emocionante. Voy a salir con un
amigo.

Mi hermana vaciló y luego se adentró en la habitación para sentarse


en el borde de mi bañera. —¿Por casualidad ese amigo es el Mason
Matlock?

Suspiré con fuerza y me giré para mirar su expresión de


preocupación. —¿Qué has oído sobre Mason?

—Sólo los rumores de que quiere casarse contigo. Ni siquiera sabía


que estuvieras saliendo con alguien, Cosi —dijo, con el dolor
suavizando su voz como un cardenal.

—No estoy saliendo con Mason. Cuando llegué a la ciudad, era un


buen amigo mío y, de vez en cuando; cuando necesita una cita para
una función, voy con él. Como su amiga.

Parpadeó con sus enormes ojos grises pálidos, obviamente sin


creerme.

—Sé que tienes tus secretos —dijo antes de hacer una pausa
embarazosa—. Todos los tenemos. Sólo digo que si te gusta este
Mason o si te ayudó durante nuestros... años de vacas flacas, no te
juzgaré por tener un papi azucarado o lo que sea.

La risa salió de mis labios como el champán, haciendo espuma entre


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mis dedos mientras intentaba contenerla. Cómo deseaba que mi


secreto fuera tan sencillo como intercambiar mi tiempo y algunos
favores sexuales por mecenazgo, como una musa del siglo XIX.
¿Qué diría mi dulce e inocente hermana si supiera que me había
vendido a través del intermediario de mi padre y de la mafia que tanto
odiábamos para convertirme en una esclava sexual?

—Dio santo, Gigi, tienes una imaginación brillante —le dije cuando
me recuperé lo suficiente para hablar.

Se encogió de hombros con timidez, el color rosa resaltando sus


mejillas ligeramente pecosas y bronceadas. —Sólo intento ser abierta
de mente para demostrarte que no me importa si eso es lo que haces o
incluso lo que te gusta. Creo que hoy he demostrado, cuando he dicho
a todo el mundo que quería hacer un espectáculo basado en la
sexualidad humana, que no soy una puritana como Elena; pero quería
estar segura.

No, mi hermana Bohemia no era como mi mojigata Elena; aunque


solo había tenido un amante en su vida, y era un dulce chico
canadiense que no reconocería el bondage y el dominio sexual ni
aunque le dieran una patada en las pelotas.

Me acerqué para tomar su dulce rostro entre mis manos y pasar mis
pulgares por sus altos pómulos. Su belleza suave y sensual me golpeó
el pecho con orgullo. Tenía tanto que ofrecer al mundo, su corazón y
su optimismo sin límites, su arte y su talento. Sentí el eco de mis
sacrificios en mi pecho mientras la miraba al recordar una vez más su
Página159

infinito potencial, y supe que había hecho lo correcto con ella.

Eso no significaba que fuera a decirle nunca lo que había hecho


para ayudarla a encontrar posibilidades en esta vida.
Le di un beso en la comisura de la boca. —Ti amo, bambina.

—Ya no soy tan inocente como un bebé, Cósima —protestó,


empujándome hacia atrás para poder mirarme a los ojos—. No hace
falta que me mimes. ¿A qué te referías antes cuando decías que has
estado triste, usada, tonta y casi muerta?

Fue culpa mía por ser tan dramática. Giselle había anunciado que
iba a hacer un estudio sexual para su próxima exposición en una
galería de arte, y mi familia había mostrado reacciones encontradas.
Para demostrarle que estaba de su lado, me ofrecí inmediatamente
para ser su primer modelo y, cuando volvimos a casa después de
comer, me despojé de la ropa y revelé algunos de los secretos que
tenía grabados en mi carne.

Tuve suerte de que no hubiera podido distinguir la marca en mi


nalga, los leones gemelos rugiendo junto a un escudo dorado que
representaba perlas, espinas y amapolas.

La gente normal no se estropeaba voluntariamente la piel con un


hierro candente, y ni siquiera mi considerable imaginación era
suficiente para inventar una excusa para ello.

Explicar la evolución de mi relación con mi cuerpo era sencillo


comparado con ese dilema.
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—Sólo quería decir esto: nací con un valor inherente porque la


gente disfruta con las cosas bellas y mi cuerpo se convirtió en un
bonito recipiente que otros podían admirar y desear. En los últimos
años, he aprendido que la gente piensa que una chica bonita está vacía,
y tratarán de llenarme con su deseo y su codicia, con su poder y
control como un titiritero con una muñeca. No soy tan fuerte como
para no haber sucumbido nunca a la cabeza de su anhelo por mí, no
estoy tan segura de no haberme dejado doblegar y reformar en una
forma que les convenía porque me beneficiaba; pero también, a veces,
me excitaba.

La miré a través de mis pestañas y vi su intensidad, como si fuera


un pararrayos que absorbía fácilmente cada una de mis eléctricas
palabras.

—Hay poder y sensualidad en someterse a un hombre formidable


—dije encogiéndome brevemente de hombros, volviéndome hacia el
espejo para desenredar mi larga melena negra de los grandes rulos
rojos que llevaban. Los rizos se derramaron como tinta húmeda sobre
mis hombros desnudos—. También hay tristeza, estupidez y, en su
espectro más oscuro, peligro. Esto es lo que quería decir.

Observé a Giselle tragar grueso en el espejo detrás de mí. —Estás


hablando de BDSM, ¿verdad?

Un encogimiento de hombros que hizo que mi cabello se deslizara


sensualmente sobre la piel desnuda por encima de mi corsé. Incluso
hablar del acto de dominación y sumisión hizo que me doliera el
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vientre, que mi núcleo se retorciera en un anhelante apretón.

—En todas sus formas y expresiones —acepté antes de lanzarle una


mirada tímida—. ¿Es algo que te interesa, Gigi?
Su rostro se sonrojó como una señal de advertencia de neón. Se
acercó para pasar sus dedos manchados de carbón por mi pelo y
deshacer los rizos.

—¿Sabes el hombre del que te hablé en México? —empezó en voz


baja—. Me hizo sentir como si la puerta de mi placer pudiera abrirse
tan fácilmente como decir sí, señor.

Se estremeció ligeramente detrás de mí, ya fuera por el recuerdo de


una fantasía o por la ansiedad de divulgar un secreto tan pecaminoso.

Volví a coger sus brazos y los envolví alrededor de mi torso en un


abrazo hacia atrás. Pude ver la incertidumbre en sus ojos, las mismas
preguntas y anhelos con los que había luchado durante tantos años.

¿Había debilidad en la sumisión?

¿Vergüenza en el dolor?

Sabía que la respuesta era no porque me había roto y reformado en


torno a ese simple concepto. Era una expresión natural del deseo que
iba más allá de lo sexual. En la sumisión, encontré seguridad en mí
misma, generosidad y paz por primera vez en mi vida.

Por mucho que quisiera tranquilizarla, no era una pregunta que


pudiera responder a mi hermana.

La sexualidad era demasiado individualista como para cubrirla con


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bromuros.

Así que apreté sus brazos contra mi vientre y me quedé mirando su


hermoso rostro en el espejo.
—Me alegra saber que has encontrado un hombre que te excita,
sobre todo después de ese soso de Mark de París. —Ella soltó una
risita al oír mis palabras, y la ternura me inundó el pecho como los
vapores de un subidón químico—. Sólo recuerda el poder del no. El
dominante no es el único que pone las reglas, ¿sí?

Se mordió el labio y asintió, con la mirada clavada en algo


escondido en lo más recóndito de su mente. Aproveché su distracción
para contemplar la posibilidad real que había estado rondando en la
esquina de mis preocupados pensamientos de que Sinclair bien podría
ser el hombre que Giselle había encontrado en México.

Sabía que alguna vez había incursionado en la escena porque fue él


quien me había instado a tratar de encontrar otro dominante cuando le
confesé que había tenido una relación de ese tipo en Inglaterra.

Sabía que Elena detestaba el bondage con un brío amargo que


requeriría años de terapia y/o un tipo de hombre muy fuerte y
resistente para templar y reformar.

Sinclair no era ese hombre. No tenían una relación de confianza y


pasión, sino de impulso y admiración mutua.

Pero él era el tipo de hombre que caería rendido ante el canto de la


sirena de mi hermosa y vivaz hermana, y era lo suficientemente
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pecador como para entregarse a ese deseo incluso cuando no debía.

—Ten cuidado, ¿eh, bambina? —le dije en voz baja.


Parpadeó, volvió a concentrarse y frunció el ceño cuando sonó el
timbre de la puerta, anunciando la llegada de mi acompañante de la
noche. Sus ojos se posaron en el corte alto de mi corsé y su mirada
recorrió la piel marcada de mi trasero antes de volver a los míos.

—Tú también, Cosi, tú también.

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La opulencia de un acto de la alta sociedad neoyorquina no era
diferente a la de la élite de la alta sociedad y la Orden en Inglaterra.
Las mujeres iban llenas, cubiertas y relucientes con millones de
dólares en cirugía plástica y diseñadores de marca y joyas; mientras
que los hombres llevaban todos, una variación del clásico traje y
corbata, como si la individualidad estuviera mal vista en esos círculos.
Y así era. Esta era la principal razón por la que Mason Matlock, uno
de los hombres más ricos de Nueva York y heredero de una franquicia
de una cadena de cafés, me utilizaba como una hermosa acompañante.
La intolerancia estaba mal vista y, aun así, los que eran demasiado
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diferentes solían sentir el peso de la lengua afilada de la sociedad;


Mason no quería tener que lidiar con las consecuencias. La familia de
su madre también era italiana y católica, así que comprendía
perfectamente su situación. No creía que fuera un cobarde por
esconderse, no cuando yo me había escondido durante tantos años.
Todos teníamos nuestras cruces que cargar, y yo estaba feliz de ayudar
a mi amigo a llevar la suya de vez en cuando.

El ruido era calamitoso para una función tan elegante; pero lo


agradecí. Entre la banda y los cotilleos, apenas tenía necesidad de
hablar con el hombre que estaba a mi lado en la barra.

—Estás muy hermosa. —Wesley Longhorn me miró con profunda


admiración; y deseé, no por primera vez esa noche, que mi vestido no
fuera tan escotado y que Wesley no fuera tan alto.

—Gracias —murmuré y pasé una mano por la parte delantera


encorsetada de mi vestido Versace de cristales dorados.

—Entonces, ¿cómo es? Ser modelo. —Bebió un gran sorbo de su


whisky y me guiñó un ojo—. Puedo decir, sólo con mirarte, que eres
un animal de fiesta.

—¿Puedes? —pregunté con frialdad, con la espalda erguida por la


tensión.

—Oh, sí. —Su mano encontró mi cintura y se deslizó por mi


cadera—. A una chica como tú le tiene que gustar pasárselo bien.

Me esforcé por no poner los ojos en blanco; pero cada vez era más
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difícil. La verdad era que en la industria abundaban los hombres como


Wesley Longhorn, hijo de uno de los mayores representantes de
talentos. Tirarle una copa a la cara, por muy satisfactorio que fuera,
sólo perjudicaría mi carrera; y no la suya.

Tenía experiencia con hombres peores que él, y sabía cómo


manejarlos.

Así que le sonreí beatíficamente. —La verdad es que con mi marido


y mis dos hijos... — Observé cómo su fachada iba cayendo rasgo a
rasgo hasta que su clásica cara de todo americano se derritió como el
queso cheddar—. No tengo mucho tiempo para salir. Y siempre estoy
buscando una buena niñera; ¿te gustan los niños, Wesley?

Todavía me estaba riendo cuando Mason apareció instantes después


de que Wesley hubiera salido corriendo. Me miró inquisitivamente;
pero cuando no ofrecí ninguna explicación, sonrió.

—Te dejo cinco minutos y te metes en problemas.

Hice un mohín hacia él. —Me dejas cinco minutos y ya encuentro


problemas. ¿Qué más tengo para entretenerme mientras no estás?

La cara de Mason se arrugó en su conocida sonrisa mientras se reía.


Tenía treinta y siete años, mucho más viejo que yo según los
estándares de cualquiera; pero su experimentado aspecto me recordaba
sutilmente al de Alexander, y no me cabía duda de que su edad era la
razón por la que me resultaba tan atractivo. Su cabello castaño oscuro
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estaba apartado de la frente para resaltar el corte cuadrado de su


mandíbula, su nariz de patricio romano y sus oscuros ojos.
Nos conocimos una noche, un mes después de mudarme a la ciudad,
cuando estaba especialmente cansada de mi existencia robótica y cedí
a mi curiosidad visitando un club local de BDSM. The Bind era un
establecimiento exclusivo dirigido por uno de los viejos amigos de
Sinclair, y así fue como conseguí una invitación. Había ido sola, sin
saber lo que buscaba; aunque necesitando algo que calmara la salvaje
inquietud de mi alma. Fue allí donde encontré a Mason, discutiendo
con un hombre que intentaba atarlo a una silla. Intervine y me enfrenté
al gran dominante hasta que llegó un monitor del club para
acompañarlo a la salida. Mason y yo pasamos el resto de la noche
bebiendo en el bar y hablando de nuestras mutuamente insatisfactorias
vidas amorosas y de las grandes familias italianas mixtas. Desde
entonces somos amigos.

—Me alegro mucho de que hayas podido acompañarme esta noche


—decía con su voz profunda y metódica, pensando cada palabra antes
de pronunciarla—. Siempre alegras estas cosas.

Puse los ojos en blanco. —Mason, estas cosas son importantes. Para
ti y para mí.

Suspiró con fuerza. —Mi tío dijo que se sintió orgulloso cuando le
dije que seguíamos viéndonos, aunque presionó para que los rumores
se hicieran realidad y te pusiera un anillo en el dedo.
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Me reí en solidaridad porque ambos teníamos relaciones


complicadas con nuestras figuras paternas, y me incliné para darle un
beso en la mejilla. Un teléfono con cámara parpadeó mientras alguien
nos sacaba una foto; pero ese era el objetivo de estas cosas. Mason
había ayudado a mi fama llevándome por la ciudad cuando llegué, y
yo seguía ayudando a su familia prepotente y homófoba siendo su cita.

Sus labios se fruncieron; pero se relajó cuando le puse una mano en


el brazo y le conduje de nuevo a nuestra mesa para que tomáramos
asiento. Cuando colocó el suyo sobre el mío, me miró con ojos
sombríos. —Tú también eres importante para mí, Cosima, y se nota
que eres infeliz. Incluso más de lo normal, lo que tengo que señalar
que ya es mucho decir.

Aparté la mirada rápidamente, deslizando mi mano de su agarre. —


Apenas me conoces.

—Te conozco desde hace dos años. Diría que es un tiempo


considerable —replicó, con la voz rígida por la irritación.

Se merecía algo más que mi irascible actitud defensiva; pero me


encontré protestando de nuevo. —Sólo soy tu dulce brazo, Mason.
Cálmate.

De repente, su brazo estaba sobre el mío y me hizo girar en mi


asiento hasta que me encontré de frente con él, con mis rodillas
encerradas entre las suyas. Su expresión era fría y brutal. —No te
atrevas. No te hagas un flaco favor a ti misma y a nuestra relación
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pretendiendo que esto es una transacción y no una conexión


emocional. Estoy aquí como tu confidente, al igual que tú eres la mía.
¿Qué te pasa que puedes olvidar eso tan fácilmente?
Me zafé de su brazo, evitando la condena de aquellos gélidos ojos.
Normalmente, podía controlar mi deseo irracional de distanciarme de
las personas; concretamente de los hombres, en mi vida; pero los
acontecimientos de los últimos días me habían trastornado tanto que
me sentía como si me hubieran metido en una trituradora de madera.
Pedazos de mi pasado marcado, de mi presente tumultuoso y de mis
sueños de futuro yacían esparcidos a mi alrededor como escombros, y
no tenía idea de cómo darle sentido al caos.

—¿Me perdonas? —le pregunté a Mason en voz baja, cruzando las


piernas e inclinándome en la silla para poder acariciar el lado de su
cuello—. Estoy al límite esta noche.

—Podrías hablarme de por qué es así —sugirió suavemente, todavía


enfadado—. Sé que no te gusta hablar de tu pasado; pero ¿ha vuelto a
surgir algo o quizá alguien? Sabes que puedes contarme cualquier
cosa, ¿verdad?

Suspiré y me dirigí a mi copa de vino tinto en busca de consuelo,


como haría cualquier mujer Lombardi.

Mason y yo permanecimos en silencio mientras empezaba la cena y


un maestro de ceremonias bien vestido subía al podio para hablar de la
organización benéfica contra el cáncer que estábamos apoyando.
Jugué con mi comida en lugar de comerla, a pesar de que uno de mis
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chefs neoyorquinos favoritos se encargaba del catering del evento.


Tenía demasiadas cosas en la cabeza para asimilar la magnífica
velada. Mi corazón se puso a latir rápidamente, sabiendo el riesgo que
corría al ir a Londres; aunque esperaba que valiera la pena posar para
el fotógrafo más famoso del mundo.

—Oye. —La suave voz de Mason interrumpió mis pensamientos; y


levanté la vista para ver su rostro arrugado con algo más nervioso que
la preocupación, algo parecido a la ansiedad—. ¿Sigues con ganas de
hacer esto? Siempre podemos ir a casa.

Sacudí la cabeza con decisión. —Sé que esto es importante para ti,
así que es importante para mí.

Asintió secamente; pero estaba frustrado conmigo por ser tan


reservada. Me encogí de hombros y me concentré en la noche que
tenía por delante. El primer amor de Mason, su mejor amigo del
instituto y novio secreto; había muerto a los veintitrés años de cáncer
cerebral, y ahora que Mason tenía dinero e influencia en la ciudad, era
uno de los mayores mecenas de la organización benéfica. Por eso
había aceptado “venderme” para una cita nocturna al mejor postor
para recaudar fondos para la enfermedad.

No se me escapó la ironía de volver a vender voluntariamente mi


belleza; pero mi terapeuta me había asegurado que era una forma
viable de “recuperar mi poder” y reescribir una experiencia traumática
en una positiva y altruista.
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Me parecía una chorrada; pero quería apoyar a Mason, y tenía


experiencia en jugar con mi belleza como un maestro con su
instrumento.
—Señoras y señores, distinguidos invitados —declaró
dramáticamente el maestro de ceremonias—. Tengo el privilegio de
anunciar los artículos que tenemos para subastar esta noche. Por favor,
recuerden que la recaudación se destina a una causa muy digna. —
Intenté concentrarme en su explicación sobre la obra benéfica; pero
los alfileres y las agujas jugaban contra la piel de mi nuca. Frunciendo
el ceño, me giré ligeramente para apartar el picor cuando le vi. El
Conde de Thornton, Alexander Davenport, estaba sentado en una de
las mesas principales frente al escenario, con las piernas cruzadas y un
brazo colgando despreocupadamente sobre la silla de al lado, en la que
estaba sentada una bonita joven charlando con él. La misma Diosa
rubia con la que le había visto la última vez en Milán, Lady Agatha
Howard. No podía ver sus ojos desde donde estaba sentada; pero supe
sin dudarlo que me estaba mirando.

La esperanza y el miedo se agitaron en mis entrañas. Me llevé el


puño a la boca mientras luchaba contra las náuseas.

—¿Demasiado vino? —murmuró Mason, con los ojos todavía


puestos en el maestro de ceremonias.

Sacudí la cabeza, mis ojos inexorablemente unidos a los del hombre


del otro lado de la sala. Podía sentir cómo el ancla tiraba
dolorosamente de mi alma mientras nuestra conexión se tensaba y
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vibraba con energía. Llevaba un conjunto totalmente negro, salvo por


el pañuelo de bolsillo de seda dorado. Incluso desde tan lejos, me dejó
sin aliento.
¿Qué demonios hacía Alexander en este acto benéfico?

Tragué saliva y traté de apartar la vista del pañuelo dorado. ¿Era


demasiado pensar que lo llevaba como sutil recordatorio de que era mi
dueño y de mis ojos dorados?

—Y ahora, el momento que todos hemos estado esperando —dijo el


maestro de ceremonias—. Todos, por favor, den la bienvenida al
escenario a las encantadoras damas y caballeros que se han ofrecido
para la subasta.

Esa fue mi señal; pero me quedé detenida en mi asiento, mirando


los ojos de plata que no había visto en tantos años.

—Cosima, ¿a qué esperas? —susurró Mason, dándome un golpecito


con el muslo.

Observé cómo una lenta sonrisa se dibujaba en las facciones de


Alexander, y sólo cuando hizo un leve movimiento de cabeza, el
encantamiento se rompió y me encontré libre de su agarre.

La vergüenza me recorrió como un calor volcánico y saboreé la


ceniza de mis viejos sueños en la parte posterior de mi lengua.

Ya no era mío para desearlo, y los sentimientos de deseo


involuntario que aún avivaba en mí eran deplorables recordatorios de
mi propia necesidad persistente de una satisfacción sexual que sólo él
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podía darme.

Le clavé los puñales en la nuca cuando se giró para sonreírle de


forma victoriosa a la maldita Agatha Howard.
—¿Quién es esa? —preguntó Mason bruscamente, más alarmado de
lo que debería haber estado como mi amigo y falso prometido
mientras seguía mis ojos hacia la otra mesa.

—Nadie importante —dije frívolamente con una gran sonrisa tan


falsa y funcional como las flores de tela.

Con una lánguida sonrisa, me puse en pie justo cuando los últimos
voluntarios subían al escenario, y apreté un largo y persistente beso en
los sorprendidos labios de Mason. Sentí que los ojos de la sala me
observaban cuando me separé y subí sin prisa al escenario, donde las
demás mujeres me miraban con distintas miradas de fastidio.
Sorprendentemente, fue Agatha Howard la que parecía más divertida
con mis tácticas. Sus azules ojos brillaban mientras me sonreía al
pasar entre las mesas.

—Discúlpennos un momento, amigos —pidió el maestro de


ceremonias mientras me veía subir las escaleras—. Merece la pena
esperar, y creo que ella lo sabe.

Le sonreí al pasar y, cuando me ofreció su mejilla empolvada para


un beso, accedí. La oleada de gritos y silbidos me animó. Dejé que
Alexander viera exactamente lo que se había perdido los últimos
cuatro años.
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La subasta comenzó con una morena menuda al otro lado de la


línea, y me di cuenta de que sería la última mujer llamada.
—Has hecho un trabajo extraordinario —susurró Agatha con su
increíblemente elegante acento británico—. La expectación va a
aumentar ahora que eres la última.

Le lancé una mirada incómoda, tratando de calibrar sus intenciones.


Por desgracia, era británica hasta la médula, y había sido educada para
ser perfectamente equilibrada y opaca. —Gracias. Aunque estoy
segura de que los hombres se gastarán todo el dinero en ti y yo me
quedaré con las sobras.

Se rio como una colegiala ante mi cumplido de prueba. —Tengo la


sensación de que el hombre con el que vine se irá con otra persona.

El sudor se me subió a la nuca y me picaron las manos; pero


mantuve la compostura por pura fuerza de voluntad.

¿A qué demonios estaba jugando esta zorra?

—Agatha —me dijo con una pequeña sonrisa—. Es un placer.

—Cosima —murmuré de mala gana y observé cómo sus labios se


movían con alegría.

—¿Tengo doce mil dólares por el tonificado y bronceado Wesley


Longhorn? —incitó el presentador. Una mujer del público dio un salto
en el aire cuando levantó su paleta, y todo el mundo vitoreó cuando se
lo vendieron.
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—Ha pagado de más —murmuré.

Agatha volvió a reírse. —No me hagas reír —dijo con severidad—.


Es mi turno.
Cuatro hombres pujaron por ella al instante, y ella se acicaló
visiblemente mientras cada uno luchaba por superar la oferta del otro.

Mi mirada buscó a Alexander entre la multitud, que movía


ociosamente su paleta entre los dedos índice y pulgar; aunque su
compañera estaba siendo pujada por otros hombres. No me miraba a
mí; pero sentí la misma sensación de excitación alarmada en mi
interior.

—¡Vendida! Por treinta y ocho mil dólares —gritó el presentador


por encima de los aplausos mientras el pretendiente de Agatha
golpeaba con el puño en señal de triunfo.

—¿Me deseas suerte? —le pregunté mientras pasaba junto a mí por


el escenario. Todavía estaba cansada de su amabilidad, pero me sentí
atraída por ella; mi curiosidad siempre parecía superar mi sentido de
la auto preservación.

Dudó y sacudió la cabeza, con los mechones de su pálido cabello


como el brillo de la luna bajo los focos. —No lo necesitarás.

Tragué saliva con nerviosismo cuando la multitud se calmó,


recordando la forma en que la Orden me había mirado con desprecio
cuando me presentaron como la esclava Davenport en el lujoso
comedor de Pearl Hall. Fue más difícil de lo que debería haber sido
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recordarme a mí misma que este era un escenario completamente


diferente. Inspirando con fuerza, me puse una mano en la cadera y me
pasé la otra por el costado, desde la cintura hasta la larga línea del
muslo. La palma de la mano estaba sudada contra la tela transparente
y el corazón me retumbaba en los oídos; pero me di cuenta de que
tenía a todos tan cautivados como ellos a mí.

—Ahora, el plato fuerte —se rio el maestro de ceremonias y


abandonó su podio para acercarse a mí con su micrófono—. Sé que
esto no es el protocolo; pero tenía que preguntarte... —Sus ojos
marrones y negros se abrieron de par en par con sinceridad—. ¿Te
despiertas con este aspecto?

Me reí con el público y miré coquetamente al hombre que tenía


delante. —Muy poca gente sabe la respuesta a eso, bello.

—¡Bien! —Se giró hacia el público, el último showman, y barrió su


brazo hacia mí—. ¿Quizás esta diosa italiana nos ceda sus secretos a
cambio de un precio? Empecemos la puja en dos mil dólares.

Inmediatamente, la paleta de Mason se levantó; pero también lo


hicieron otras siete. Observé con deleite y horror cómo el precio
seguía subiendo y subiendo. Mis ojos buscaban a mis admiradores;
pero las duras luces del escenario lo hacían difícil y, finalmente, dejé
de esforzarme por ver. La puja alcanzó los treinta y cuatro mil dólares
antes de que el último competidor de Mason cediera.

—A la una, a las dos —cantó el presentador en su micrófono.

—Cincuenta mil dólares.


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Un grito ahogado se elevó entre los asistentes, y el parloteo se


desató mientras todos buscaban la voz tranquila que ofrecía
comprarme por un precio tan exorbitante. No tuvieron que buscar
mucho. Alexander Davenport, Conde de Thornton, se apoyaba en la
barra a la izquierda del escenario; presentando perezosamente su
paleta.

Nuestras miradas se engancharon y volvieron a quedar atrapadas.


Me encontré en su mirada, acechando en sus ojos grises metálicos
como una visión de la persona que realmente era; fuerte, hermosa y
grácil mientras me arrodillaba a sus pies con la cabeza inclinada hacia
abajo, con los ojos ardiendo con el fuego interior de entre las cortinas
oscuras de mi cabello. Mis piernas se tambaleaban mientras luchaba
contra el impulso de ir hacia él. No sabía qué haría si cedía al impulso,
si me hundiría de rodillas como un castillo de arena desplomándose en
las olas o si le daría un puñetazo en la garganta por pensar que podía
usurpar mi vida de nuevo. Era una sensación dicotómica que no había
experimentado desde la última vez que vi a mi marido, tres años atrás.

—Cincuenta y un mil dólares —volvió a decir Mason, con la voz


áspera por la rabia que le producía la sorpresa.

Era casi imposible que dejara que otra persona me ganara en la


subasta; aunque se mostraba extrañamente reticente a pagar por mí.
Ya le había planteado la posibilidad de subastarme para recaudar
fondos para una cita nocturna; pero siempre se había negado
rotundamente a pesar de mi consentimiento. Era sólo por la conexión
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benéfica con su primer amor que estábamos participando esta noche.


Mason también era profundamente protector, y la idea de que un
desconocido pagara un precio tan exorbitante para llevarme a una cita
levantaría todas sus banderas rojas.

Por desgracia, no sabía que el hombre en cuestión estaba técnica y


legalmente unido a mí en santo matrimonio.

—Ríndase, Sr. Matlock. —La nítida voz británica de Alexander se


extendía perfectamente por el gran salón de baile; aunque no parecía
gritar—. Ella es mía. Cincuenta y cinco mil dólares.

Alexander, por su parte, había demostrado antes que no tenía


problemas para pagar por mí. Parecía que el marido que no había visto
en años había vuelto a reclamarme.

El corazón se me encajó en la garganta y palpitó como algo


canceroso.

—A la una, a las dos... —Todo el mundo se preguntaba por


nosotros; la supermodelo en el escenario y el magnífico británico que
no conocían; pero que deseaban desesperadamente conocer. No me
importaba. Para bien o para mal, me emocioné cuando el maestro de
ceremonias anunció—. Vendida al elegante británico por cincuenta y
cinco mil dólares.

Todo el mundo estalló en aplausos; pero yo me quedé clavada en el


sitio mientras él se dirigía lentamente hacia mí, con sus andares
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ondulados y poderosos mientras se acercaba al borde del escenario y


me ofrecía la mano.

—Topolina —dijo en voz baja, sólo para mí—. Ven a mí.


Un gemido se agitó en el fondo de mi garganta e,
inexplicablemente, quise llorar. Nunca creí que volvería a escuchar su
fría voz convertir la simple palabra topolina en algo parecido a un
diamante para mí.

No había espacio en mi cabeza para la lógica y las preguntas.


Estaba llena hasta los topes de estática y mi cerebro fallaba.

Lo único en lo que podía concentrarme era en la forma severa de su


bello rostro, y en la mirada de sus ojos, que señalaban claramente mía.

Con las piernas tambaleantes, me dirigí con cuidado a las escaleras


y tomé la palma de su mano. Una corriente química electrizó mis
dedos cuando los apretó; pero sonreí al fotógrafo que se apresuró a
captar nuestras expresiones.

—Y ahora las afortunadas damas y caballeros que han conseguido


pujar por uno de nuestros voluntarios tomarán la palabra para su
merecido baile —cantó el presentador mientras se movía el podio y un
piano acompañado por un cuarteto de cuerda iniciaba los suaves
acordes de Primavera.

Como ya estábamos en la pista de baile, Alexander no perdió


tiempo y me estrechó entre sus brazos. Aunque sólo habíamos bailado
juntos una vez, hace años, en la Grammar House de la plaza
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londinense de Mayfair; nos movíamos como bailarines enlazados en


una caja de música, inevitablemente sincronizados. Su fuerte aroma
me envolvió, transportándome al fresco bosque de cedros nebulizados
que había detrás de Pearl Hall. Respiré profundamente, sorprendida
por lo mucho que aún me gustaba el aroma a pesar de los dolorosos
recuerdos que evocaba.

Cuando levanté la vista para mirarle a los ojos, me observaba con


esa mirada firme y posesiva que había dominado.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —exclamé.

Me encantó que estuviera allí para hacer la pregunta y me aterrorizó


la respuesta.

—Sabes, la poliandria17 es ilegal tanto aquí en los Estados Unidos


como en Gran Bretaña —dijo casi conversando; pero cada palabra me
mordió con dientes viciosos—. ¿Sabe este señor Matlock con el que
piensas casarte que está a punto de cometer un delito?

La ira se abatió sobre mí de forma tan brutal, tan completa, que me


sentí asfixiada por ella. Me consumió un muro de fuego, las llamas se
comieron cada gramo de oxígeno del aire antes de que pudiera
arrastrarlo a mis pulmones. Me aparecieron manchas negras en la
visión y me balanceé en el firme agarre de Alexander mientras
intentaba controlar la absoluta devastación de mi propia humillación y
furia.

—¿Estás? —dije lentamente, concentrándome en la formación de


cada palabra para no gritar—. ¿En serio estás aquí en Nueva York,
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buscándome después de haber dejado dolorosamente claro que no

17
Poliandria es una condición menos extendida geográficamente, análoga a la poliginia,
en la cual una mujer puede estar al mismo tiempo en matrimonio con varios varones.
querías volver a verme... después de años de silencio... para
amenazarme?

Sus manos se flexionaron contra mí, y mi cuerpo fue empujado


hacia delante hasta quedar pegado, muslo a muslo y pecho a pecho
contra el suyo. Pude sentir el golpe magnético de su corazón contra mi
mejilla antes de zafarme de su agarre tanto como él lo permitiera.

—No eres dueña de tu destino —me recordó con ojos glaciales—.


Yo lo soy.

—No desde hace más de tres malditos años —repliqué, susurrando


para que las brillantes parejas que giraban como peonzas metálicas a
nuestro alrededor no estuvieran al tanto de mi infierno personal.

—Desde que me salvaste la vida en aquel día olvidado de la mano


de Dios en Milán, y te sentí así de apretada contra mí mientras yo te
apreté contra una pared, has sido mía. Lo sepas o no. Te guste o no.

—Vete a la mierda, Lord Thornton —le espeté—. He vivido mi


propia vida, y he tenido éxito sin ti.

—No lo has hecho —dijo, sus palabras eran un siseo sexual y


siniestro—. Envié a Willa Percy hacia ti aquel húmedo día en Milán.
Forcé a Jensen Brask a aceptarte como la nueva cara de St. Aubyn
cuando la hermosa Jenna Whitley ya estaba contratada para la tarea.
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Me aseguré de que la Orden no tuviera motivos para acecharte más


tiempo del necesario para demostrar que no eras nada para mí. Te
mantuve a salvo cada uno de los mil doscientos ochenta días que
estuvimos separados.

Me acercó aún más, su mano se deslizó por mi columna vertebral


para presionarme íntimamente en la parte baja de la espalda, su rostro
se acercó a un centímetro del mío para que pudiera sentir su aliento
caliente en mis labios.

—No ha habido ni un solo minuto desde que huiste de mí en nuestra


boda en el que no te haya buscado y cuidado desde lejos. Todo lo que
has hecho es porque yo lo he querido. ¿Y ahora descubro que
pretendes casarte con otro hombre? —Su boca se apretó con fuerza
contra la mía, estampándola de forma que dejara el cardenal de su
posesión en mis labios para que todo el mundo lo viera. Luché contra
el impulso de lamer la costura de sus labios y probar la ambrosía que
sabía que encontraría en su lengua—. No lo permitiré.

—No tienes derecho —dije en voz demasiado alta, mi voz crepitaba


con el fuego que sentía que me carcomía el corazón—. No tienes
ningún puto derecho a venir aquí y decir estas cosas. ¡Tú fuiste quien
me dijo que no había lugar para mí en tu vida!

—Ya te lo dije una vez, mi belleza —se mofó—. Hasta un


depredador es presa de algo. Tenía cosas de las que ocuparme antes de
poder reclamarte; pero ahora has forzado mi mano. No te dejaré con
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otro hombre. Ni, aunque mi cuerpo estuviera frío y muerto en el suelo,


le pertenecerías a alguien que no fuera yo.
La rabia se apoderó de mi pecho, y el humo me robó toda la fuerza
de la voz cuando dije: —Te odio, Xan. Jodidamente te odio.

—¿Desde cuándo me importan tus sentimientos, topolina? Te


tendré de cualquier manera.

El chasquido de mi mano sobre su cara cortó la suave y emotiva


música y la tranquila conversación del salón. El dolor estalló en mi
palma, encendiendo la hoguera de dolor y horror que yacía como leña
seca donde debería haber estado mi corazón.

Giró lentamente la cabeza desde donde la fuerza de mi golpe la


había inclinado, con sus ojos plateados fríos como cuchillas. Entonces,
su mano se alzó y me rodeó con fuerza la garganta, su pulgar se clavó
en el brutal latido de mi pulso.

—Ámame u ódiame —repitió las palabras que había pronunciado el


primer día que había consentido en arrodillarme ante él—. De
cualquier manera, he estado en tu mente desde el día en que me
conociste, y estaré allí hasta el día en que muramos.

—Ya no te pertenezco, Alexander. Si quieres que me arrodille ante


ti, tienes que ganártelo.

La mano que me rodeaba la garganta palpitaba al compás de los


latidos de mi corazón, como si quisiera demostrarme que estaba tan en
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sintonía con mis necesidades que podía leer lo que había en mi


corazón.

—Lo haré —juró.


—Nunca podrías compensar todo lo que ha sucedido, y no tengo fe
en que sepas siquiera cómo intentarlo —dije, la verdad y las mentiras
tan envueltas la una en la otra, que no podía decir dónde empezaba
una y terminaba la otra—. Así que puedo decirte con confianza que
vuelvas directamente al infierno —espeté; aunque la sensación de su
mano rodeando mi garganta hizo que mi pulso cayera recto y pesado
entre mis muslos.

—No creas que puedes engañarme pensando que no quieres


gobernar allí a mi lado.

—Nunca debí haber caído en tus manipulaciones —me apresuré a


decir, necesitando ahogar la rabia antes de que se convirtiera en lujuria
bajo el toque caliente de su mano en mi pulso—. Siempre has sido el
villano de mi historia, y siempre lo serás. Si de verdad te importo un
poco, me dejarás en paz para vivir mi nueva vida sin ti.

La gente se acercaba demasiado a nosotros, consciente de la


animosidad que chispeaba en el aire a nuestro alrededor, atraída por el
caos de nuestro reencuentro. Pude ver a Mason abriéndose paso entre
las parejas, con la cara de piedra tras presenciar mi enfado.

—Piensa en esto como una llamada de cortesía —dijo


desapasionadamente, completamente ajeno a mi vibrante ira o al
creciente malestar de la gente que nos rodeaba—. Eres mi esposa, para
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bien o para mal; y vengo a por ti, Cosima, para incorporarte a mi lado
donde debes estar. Puedes huir —se burló, acercando su nariz a la
línea de mi garganta antes de hundir sus dientes en mi cuello a ambos
lados de la yugular—. Pero creo que hemos demostrado que siempre
te encontraré.

Se apartó bruscamente de mí, soltando su agarre, de modo que


tropecé ligeramente con mis tacones e instintivamente me agarré a su
brazo para estabilizarme.

Su sonrisa fue un arma clavada en mi pecho. —Ah, y ¿topolina? Si


dejas que ese hombre te toque, lo mataré con mis propias manos y te
haré mirar.

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Escuché a Verdi.

Era el compositor favorito de mis dos padres, Seamus Moore y


Amadeo Salvatore. Crecí escuchando los dramáticos acordes de sus
óperas a través de la vieja y diminuta radio de nuestra pequeña casa
amarilla en nuestra diminuta vida en Nápoles, y luego aprendí las
lecciones que debería haber recibido de niña de mi padre biológico en
su olivar mientras Verdi sonaba por los altavoces instalados en el
patio de terracota de la parte trasera de su casa.

Su música era la banda sonora de mi vida operística, y me


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tranquilizaba mientras preparaba el desayuno antes del amanecer de la


mañana siguiente al acto benéfico y horas antes de tener que salir en
un avión con destino a Inglaterra.
Canté suavemente con Violetta cuando hablaba de sempre libera, de
ser siempre libre, incluso cuando se preguntaba si estaba enamorada.

Había pasado los últimos tres años intentando enseñarme a ser libre,
sin éxito.

Al principio, me había preguntado si los lazos que me ataban a mi


pasado eran demasiado fuertes, que era débil ante mi trauma.

Pero a medida que el tiempo avanzaba lentamente como el goteo de


la melaza fría en una taza, me di cuenta de lo errónea que era esa
suposición.

No era que fuera débil y estuviera traumatizada.

Era que, por muy enferma que estuviera, estaba enamorada de los
pecados de mi pasado.

Sí, había sido vendida y cazada como un zorro destinado a la


muerte; pero Alexander había estado allí para salvarme, para
reclamarme con su cuerpo en la tierra y el sello de su propiedad
estampado en mi piel.

Tras las revelaciones de la noche anterior, supe que habían sido sus
maquinaciones las que habían hecho fructificar mi “buena suerte” tras
huir de él hacía tres años.

Cómo podía conciliar el hecho imparcial de que Alexander


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Davenport era un villano de corazón frío con el conocimiento


irrevocable que para mí y sólo para mí, también era el salvador más
improbable del mundo.
Le odiaba por su intromisión. Había deseado… no, necesitado
tanto, hacer mi vida.

Pero sabía que habría sido casi imposible sin él.

Como había dicho el empleado de aquel horrible restaurante de


comida rápida, yo no estaba cualificada ni siquiera para un trabajo
básico.

Con todo, puede que Alexander me haya dado los medios para
hacerme un nombre en el mundo; pero fui yo quien puso en práctica
esas ventajas.

Mi vida era mía, vibrante y completamente dibujada; aunque


existiera en un marco creado por Alexander.

Extrañamente, eso me parecía bien.

—Un poco temprano para Verdi, ¿no? —preguntó Giselle desde


detrás de mí.

Me giré para mirarla con una sonrisa genuina a pesar de mi


agitación interior. No había nadie que me hiciera sentir tan en paz
como ella. Podía sentir la soga que llevaba alrededor del cuello desde
que Ashcroft reapareció en mi vida, la que se había apretado
inexorablemente cuando Alexander apareció la noche anterior, caer
laxa alrededor de mis clavículas al ver a mi bonita Giselle envuelta en
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gris y cachemira preparándose para la fría mañana de otoño.


—¡Nunca es demasiado pronto para il maestro! Aunque yo diría
que es demasiado pronto para estar tan guapa. —Ladeé la cabeza
mientras observaba cómo sus mejillas se sonrojaban—. ¿Adónde vas?

Ella sonrió suavemente; la expresión era tan íntima que me golpeó


en alguna parte del corazón. Nunca la había visto con tal riqueza de
satisfacción, con tal secreto pegado a sus labios.

Que yo sepa, ella siempre había compartido todo conmigo. Giselle


era la única de nosotros, los Lombardi, con un corazón abierto y un
pasado inocente.

—Sinclair —dijo antes de aclararse la garganta mientras dispensaba


hielo en un vaso la nevera—. Daniel me invitó a pescar. Le conté el
otro día en la comida que me había gustado cuando estuve en México,
y se entusiasmó bastante con la idea de llevarme. —Puso los ojos en
blanco, pero le bailaron divertidos—. ¿Quién habría imaginado que un
tipo tan estirado sería un fanático de la pesca?

Traté de moderar mi sonrisa mientras volvía a mis tomates


guisados. Ahora era casi dolorosamente obvio que mi hermana y
Sinclair tenían una aventura. Quería enfurecerme con ellos; pero había
visto a Sinclair cuando regresó de México y el aire que lo rodeaba
había sido luminoso con una nueva satisfacción. Al mirar a Giselle
ahora mientras hablaba de él, era obvio que sentía lo mismo.
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Mi corazón se retorcía al pensar en mi hermosa e incomprendida


Elena y en lo que esto significaría para ella; incluso sabiendo que no
me involucraría.
Cada uno tiene sus propios dramas que representar, y este era el
suyo, para bien o para mal.

Finalmente, dije —Es un gran fanático de la pesca. Participa en la


Bassmaster Elite Series en el lago Oneida cada mes de agosto, y estoy
segura que lleva a sus ejecutivos a su retiro anual de negocios en
México sólo para poder pescar un poco.

Sinclair había intentado llevarme a pescar docenas de veces a lo


largo de los años, con mayor o menor éxito. Me reí ligeramente
mientras le decía. —Ya me ha llevado antes. Digamos que me siento
más cómoda en tierra. Prefiero montar a caballo que pescar.

Pensé en Helios, la preciosa yegua Akhal Teke dorada que


Alexander me había regalado al final de mi estancia en Pearl Hall. Se
me pasaba por la cabeza con frecuencia porque esperaba, más allá de
lo razonable, que siguiera instalada en la mansión; cuidada como una
princesa por sus hábiles mozos de cuadra y esperando,
imposiblemente, mi regreso a casa.

No había montado desde que la dejé. Lo sentía como una traición,


del mismo modo que practicar el BDSM lo sentía como una traición a
mi relación con Alexander.

—¿Por qué te has levantado tan temprano? —preguntó Giselle,


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sacándome de mi ensueño.

Me serví un poco de shaksuka —un plato de huevos y tomates


guisados de Oriente Medio que había aprendido de Douglas durante
mis días en Pearl Hall— en un bol y se lo entregué con un beso en la
mejilla.

—Una modelo se retiró de una sesión de fotos de Ralph Lauren en


Inglaterra —mentí, manteniendo los ojos desviados mientras ella
tomaba asiento en la isla de la cocina. No había razón para mentir.
Giselle no sabía lo suficiente sobre St. Aubyn o Alexander Davenport
como para conocer su conexión entre ellos, y mucho menos conmigo;
pero yo era cautelosa después de toda una vida de coincidencias que
siempre habían resultado ser demasiado buenas para ser ciertas—.
Tengo que estar en Cornualles mañana.

—No pareces muy entusiasmada, y eso no explica realmente el


hecho de que hayas empezado tan temprano.

Me encogí de hombros como si no sintiera el canto de las sirenas de


Inglaterra como una canción de cuna que me atrae hacia mi futura
muerte. —Odio Inglaterra. Hoy me voy más tarde; pero no he podido
dormir pensando en ello.

—Eso es un poco extremo, ¿no? —preguntó con una ligera risa—.


Quiero decir, ¿el país entero? ¿Qué te han hecho los británicos?

Mi sonrisa de respuesta fue más aguda de lo que me hubiera


gustado; pero, felizmente, Giselle se distrajo con el ping de su
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teléfono. Observé cómo una impresionante expresión de emoción y


alegría se abría paso en su rostro como un sol que atraviesa las nubes.
—Tengo que irme —me dijo sin levantar la vista del texto que
brillaba en su pantalla.

Se metió en la boca los últimos bocados de comida y corrió hacia


sus botas verdes para ponérselas. Observé perpleja cómo finalmente
giraba hacia mí y me daba un breve apretón.

—Si no te veo antes de que te vayas, te echaré de menos —


murmuró en mi pelo.

—Volveré en tres días. Si fuera otra marca, no me iría. —Le di un


fuerte beso en la mejilla y luego la aparté—. Ahora, cuídate y disfruta
de tu día. Sinclair puede ser un bastardo encantador cuando quiere; así
que estoy segura de que tendrás una gran aventura.

Me sonrió temblorosamente y se escabulló rápidamente por la


puerta.

Me quedé con el ceño fruncido tras ella durante un largo rato,


intentando averiguar por qué su expresión me había molestado tanto.

Sólo horas más tarde, después de haberme duchado, haber hecho las
maletas para ir a Inglaterra y estar leyendo acurrucada en mi sofá con
Hades; me di cuenta de por qué su sonrisa había resonado en mí.

Era la misma que reconocía en mi propia cara cada vez que pensaba
en Alexander.
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Traté de descartarlo como mi propio sesgo que se derramaba en mis


percepciones; pero sabía que Giselle nunca seguiría persiguiendo a un
hombre cogido a menos que estuviera muy enamorada de él.
Lo que significaba que el futuro de Elena se veía decididamente
sombrío. Decidí pasar más tiempo con mi hermana mayor cuando
regresara, como si de alguna manera mi amor amortiguara el golpe de
su próximo desamor.

Todavía estaba distraída cuando sonó un estridente golpe en mi


puerta y alguien maldijo en italiano desde el otro lado.

El corazón se me subió a la garganta cuando tiré de la puerta y vi a


Dante apoyado en el marco, con su gran cuerpo inclinado por el dolor
y los dientes apretados y brillantes en su cara empapada de sudor.

—¡Santa Madonna! Dante, ¿qué ha pasado? —le pregunté mientras


dejaba caer su chaqueta atada a la mesa auxiliar.

Pasé por debajo de uno de sus pesados brazos para comenzar el


proceso de arrastrarlo hacia la casa. Medía más de un metro y
noventa; y estaba cargado de una densa musculatura desde las manos
hasta los dedos de los pies. Sentí como si estuviera arrastrando un
coche detrás de mí mientras lo llevaba a la cocina y lo apoyaba en un
taburete en la isla.

—Empieza a hablar, capo —le ordené con dureza mientras cogía su


camisa blanca entre los dientes y la partía limpiamente en dos.

—¿Tan ansiosa estás por verme sin camisa que no has podido
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esperar a coger las tijeras? —preguntó con sorna, y sólo un ligero tono
de voz delataba el dolor que sentía.
Siseé al ver la herida que rezumaba en su abdomen izquierdo. —
Cazzo, ¿una herida de bala?

Se encogió de hombros y gimió por el dolor. —Soy un blanco fácil.

—¿Porque eres un maldito idiota? —le espeté.

—Porque hay mucho de mí para apuntar —replicó con una sonrisa


ladeada.

Puse los ojos en blanco mientras cogía un paño de cocina limpio del
cajón y lo presionaba con demasiada fuerza contra su herida. —
Sujétalo bien mientras consigo más suministros. Tienes suerte de que
siempre esté preparada. Seamus no me enseñó nada excepto cómo
coser a un hombre roto.

—Tengo el corazón roto desde hace mucho tiempo y no has visto


cómo arreglarlo —murmuró petulante.

Le di una ligera palmada en el hombro mientras salía de la


habitación hacia mi dormitorio para coger el amplio botiquín que
había escondido allí.

—Cazzo, Dante, no sé por qué no... —Me detuve en mi viaje de


vuelta a su lado cuando capté su mirada.

—Cosima —ronroneó, con su acento italiano tan marcado como la


piel de visón—. Tenemos una visita.
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Mis ojos se dirigieron a Giselle, que se quedó en estado de shock al


entrar en la cocina. El kit de hojalata cayó de mis manos,
repentinamente lánguidas, a la encimera de la cocina.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté, demasiado sorprendida y
a la defensiva como para contener mi tono.

—Um, yo vivo aquí. ¿Qué hace un hombre en nuestra cocina con


una herida? —replicó con una cantidad inaudita de descaro.

Dante se acomodó más atrás en el taburete, apoyando su espalda en


la pared mientras se ponía lo suficientemente cómodo para disfrutar de
nuestro espectáculo.

Lo miré mal y suspiré mientras me pasaba las manos por el cabello,


agitada. —Yo... Escucha, Giselle, necesito que te vayas. Ahora
mismo.

Tanto Dante como Giselle parecían desconcertados por mi


demanda.

—¿Me estás tomando el pelo ahora mismo? ¡No me voy a ir de aquí


así! —gritó ella, y su mano voló hacia delante para indicar al mafioso
herido y muy divertido que estaba sentado en nuestra isla de la cocina.

—Lo harás —dije, canalizando a Alexander para que mi voz no


admitiera discusión alguna. De ninguna manera iba a poner a Giselle
al tanto de la vida de Dante y del drama de Made Man. Ya habíamos
tenido más que suficiente de eso al crecer en la axila de Nápoles—.
Vas a salir por la tarde a disfrutar de la ciudad, a pensar en tu
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espectáculo y a ver a tus amigos. No dirás absolutamente nada de esto


a nadie, y te enviaré un mensaje cuando puedas volver al apartamento.
La boca de Giselle se abrió y se cerró, inútilmente con la ira; antes
de encontrar finalmente su voz y sus olvidados instintos italianos. —
¡Cosima!

Me crucé de brazos, separé los pies como un general impaciente


porque las órdenes que le daban eran desobedecidas flagrantemente, y
esperé a que Giselle cediera.

Tardó más de lo que pensaba; pero, finalmente, con una última


mirada herida y confusa; susurró. —Cosima...

Era una súplica para saber más, para confiarle el peso de mi secreto
y poder compartir la carga.

Ella no tenía ni idea de lo pesado que era el peso de mis muchos


secretos; y no había forma, si es que tenía algo que decir al respecto,
que lo hiciera alguna vez.

—Parta —le ordené—. Vete.

Odié la arruga entre sus cejas pelirrojas cuando retrocedió tanto que
me giré antes de que pudiera hacerlo, concentrándome en ordenar el
botiquín para no tener que mirar.

—Tan resistente, tesoro —dijo Dante en voz baja, con una voz tan
tierna como la mano que recorrió mi espalda—. ¿Nunca te has
preguntado si un día te romperás?
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—Stai zitto —le murmuré, diciéndole que se callara.

Su risa se abanicó suavemente sobre mi cara mientras me agachaba


para limpiar la herida con alcohol y antiséptico.
No se movió ni un centímetro cuando el líquido ardiente se
encontró con su carne desgarrada; porque no era su primera bala, ni
sería la última.

—Llama a Salvatore —gritó entre dientes apretados mientras yo


ponía gasa fresca en la herida y la envolvía con eficacia en la v
inclinada de su torso.

Asentí con la cabeza y me dirigí al dormitorio para coger el teléfono


y que Dante no me oyera decir a su seudo padre lo jodidamente idiota
que era. Vagamente, fui consciente de que Dante se movía más allá de
la vista a través de la puerta abierta de mi dormitorio; pero entonces el
teléfono se conectó, y el áspero acento italiano de Salvatore llegó a
través del teléfono.

—Cosima, mia ragazza18. ¿A qué debo este placer?

Me permití cerrar los ojos por un momento para sentir la gravilla de


su voz en mis oídos. Vivía en las afueras de la ciudad, en un viñedo al
norte del estado de Nueva York, donde llevaba una vida tranquila bajo
el nombre de Deo Tore; así que no lo veía tanto como hubiera querido.
Lo visitaba con poca frecuencia porque era más inteligente y diligente
que la mayoría. Estar muerto a los ojos de la Orden y de la ley era
importante para él y para cualquier plan que tuviera con Dante; así
que, aunque sabía que prefería vivir en la ciudad, aunque sólo fuera
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para verme y molestar a mamá hasta que lo aceptara de nuevo; se


mantenía alejado.
18
En italiano; mi muchacha.
Parecía una tontería decir que le echaba de menos. En realidad,
apenas conocía al hombre cuyo ADN compartía y llevaba con tanto
orgullo en mis rasgos; pero lo echaba de menos con una agudeza que
no disminuía ni siquiera en su presencia.

Tal vez, todavía me dolía su pérdida en mis primeros años; y no


creía que eso fuera a cambiar nunca.

—Dante se disparó a sí mismo —comenté, con cierta alegría porque


siempre me sentía como una niña a su lado.

Él soltó una carcajada. —No está mal, estoy seguro. Para ser un
bufón tan grande, es difícil apuntar y matar.

—Tocca ferro —murmuré, el equivalente italiano de tocar madera


para no tentar a la suerte.

Tore se rio. —No puede ser tan malo si me hablas con tanta
tranquilidad. ¿Qué ha pasado?

Volví a entrar en la cocina, frunciendo el ceño cuando Dante


atravesó el salón desde la puerta principal con una pistola en las
manos.

—¿No crees que deberías bajar el arma? Todavía no estoy


convencida de que no te hayas disparado accidentalmente —le dije
solemnemente.
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Me hizo un gesto con el dedo y luego hizo una mueca de dolor


mientras se acomodaba de nuevo en el taburete. —Dame el teléfono.
Ya estoy harto de tus tonterías. ¿No ves que estoy herido? ¿Por qué no
intentas curarla con un poco de dulzura en lugar de este vinagre?

—Raggazzi —la voz de Salvatore sonó con fuerza a través del


teléfono, y ambos sonreímos mientras ponía el altavoz entre nosotros.

—¿Qué ha pasado, capo?

El humor de Dante se evaporó, y el aire se calentó de rabia.

—Los chicos de di Carlo —se mofó Dante al oír el nombre del capo
de la Cosa Nostra—. Se están volviendo unos malditos atrevidos.
Entraron en el almacén del Bronx y exigieron que se les incluyera en
el trato con los colombianos de Basante.

Salvatore se echó a reír, con una áspera exclamación de


incredulidad. —Guiseppe di Carlo siempre fue un stronzo. ¿Cómo han
llegado a ti, eh? ¿Estás perdiendo tu ventaja aquí en la cómoda
América?

—Vaffanculo, vecchio —maldijo Dante con ligereza mientras


llamaba viejo a Tore.

—Escuchen, chicos —les corté antes de que sus bromas fueran a


más. Si se les dejaba a su aire, sabía que los dos seguirían insultándose
durante horas—. Sí, Giuseppe di Carlo es un gilipollas; pero también
es el líder de la mayor familia del crimen de Nueva York.
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Los dos hombres resoplaron indignados ante mi afirmación, pero


seguí adelante. —¿No hay forma de quedar bien con él y los suyos?
Por mucho que les guste el poder a ambos, no pueden querer una
guerra de mafias ahora mismo. No con todo lo demás que está
pasando.

—¿Todo lo demás? —ladró mi padre, repentinamente furioso de


que pudiera estar ocurriendo algo en mi vida de lo que no estuviera al
tanto. Puede que solo haya sido mi padre en funciones durante los
últimos cuatro años; pero se tomaba el trabajo muy en serio, sobre
todo porque ambos habíamos acordado no contarle a Sebastian su
relación todavía.

—Dante, ¿de qué demonios está hablando mi hija? —preguntó.

Puse los ojos en blanco porque ni siquiera intentó ocultar el hecho


de que Dante debía informarle de cada detalle de mi vida.

—Ella tuvo algunos problemas con Ashcroft, el hombre que…

—¿Crees que no recuerdo al hombre que violó y agredió oralmente


a mi hija? —espetó—. Cosima, figlia, ¿no vienes a mí con esto? ¿He
hecho algo para merecer semejante trato?

—Bueno, diecinueve años de abandono es una marca negra bastante


grande —repliqué, limpiando con rabia el resto del material médico y
tirando las vendas ensangrentadas. Los armarios golpearon
fuertemente cuando me puse a dar vueltas por la cocina—. Soy capaz
de manejar mis propios problemas.
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—La capacidad no tiene nada que ver con esto. —Dante se adelantó
con una mueca de dolor para agarrarme la muñeca y acercarme—.
Somos tu famiglia, tesoro, es nuestro derecho y deber protegerte. ¿Por
qué te niegas a dejarnos hacer lo que es natural?

Me negué a mirar sus ardientes ojos negros. En la superficie, eran


del mismo negro sin profundidad que todos los mafiosos sin moral
que había conocido; pero, a veces, captados en el ángulo adecuado o
mirándome como él solía hacerlo; eran hermosos hasta la médula.

Era una yuxtaposición profundamente confusa que no estaba de


humor para soportar.

—No necesito ningún salvador. Soy lo suficientemente fuerte como


para manejar las cosas por mí misma —dije, con una voz tan fría que
inmediatamente congeló el aire entre Dante, el teléfono y yo.

—Acudí a ti porque necesitaba ayuda. ¿Eso me hace débil? —


preguntó Dante en voz baja, enroscando el brazo de su lado no dañado
a mi alrededor, de modo que quedé pegada a su infierno de calor.

—No —murmuré petulante—. Aunque el hecho de que te disparen


en primer lugar te hace bastante tonto.

Levanté la vista hacia su sonrisa porque, como el sol, era imposible


de ignorar.

—Bien, ahora que eso está resuelto, explícame cuál es el plan.

—¿Quién ha dicho que haya un plan? —pregunté inocentemente


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mientras me zafaba de su agarre para servirle un vaso de whisky y


coger el frasco de ibuprofeno.
Salvatore resopló. —Ninguno de nosotros es tan estúpido, Cosima.
Si no querías nuestra ayuda, es porque tienes tus propios planes.
Ahora, ten la amabilidad de decírnoslo antes de que me muera del
suspenso.

Puse los ojos en blanco ante su dramatismo; aunque siempre me


calentaba el corazón porque se parecía mucho al mío. —Bien, no es
un gran plan, pero la intención está ahí. —Inspiré profundamente
porque sabía que iban a odiar lo que tenía que decir—. Quiero acabar
con la Orden.

Inmediatamente, los dos hombres estallaron en una estridente


discordia. Me crucé de brazos con un suspiro atribulado y esperé a que
se calmaran un poco antes de intervenir para explicar.

—Fue culpa mía, pero fui a Londres con Sebastian para apoyar su
nominación a mejor actor en los BAFTA y Ashcroft me vio allí. Me
está chantajeando para que sea su nueva esclava.

—¿Con qué? —preguntó mi padre, directo al grano; aunque podía


sentir su furia a través del teléfono.

—Al parecer, hay fotos y vídeos de la noche en que Alexander me


quitó la virginidad en el salón de baile.

Dante maldijo un reguero de palabras en inglés e italiano y luego


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golpeó fuertemente con el puño la encimera. —Debería haberme


acordado... tal vez podría haberme colado para coger las cintas cuando
fui a Pearl Hall por su... unión.
—¿Lo sabías? —gritó Salvatore.

—No es tu culpa —tranquilicé a Dante poniendo una mano en su


grueso antebrazo—. No podías saberlo.

—Pero lo sabía. Es una práctica de la Orden de Dionisio que cada


señor se grabe tomando la virginidad de su esclava. Tienen que
presentar la cinta al consejo, y luego son… bueno, joder, calificados
en su desempeño. Cualquiera que se encuentre deficiente, quizás el
amo es demasiado suave o la chica demasiado ansiosa, es llamado
ante el consejo para testificar.

—Porque si ocurre cualquiera de esas cosas, podría parecer que el


amo y la esclava están enamorados —concluí con voz hueca.

Todo depredador es víctima de alguien.

La advertencia de Alexander reverberó en mi cabeza mientras todo


encajaba en su sitio. Me había impactado tanto la forma en que me
había perseguido por el salón de baile; me había sujetado y había
penetrado en mi sexo intacto como una bestia despiadada cuando
había sido relativamente amable conmigo en los días posteriores a mi
primera cena. Había parecido innecesariamente violento porque,
sinceramente, ambos sabíamos que podría haberme tenido por
voluntad propia después de unos días más o con algunos toques
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cuidadosamente atendidos en mi cuerpo traidor.

Por qué había necesitado tomarme como un saqueador su botín


siempre me había confundido y dolido.
Pero ahora, por supuesto, estaba tan claro.

Nos estaban observando.

No sólo la Orden a través de las cámaras que yo sabía que estaban


colocadas en todo el salón de baile, sino a través de Noel; que era sus
ojos y oídos en el terreno.

Dios, nunca habíamos tenido una oportunidad contra sus


mecanismos.

Dante extendió la mano para darme un apretón reconfortante en la


cadera. —¿Esto mejora o empeora las cosas en tus recuerdos?

Parpadeé lentamente, y luego otra vez rápidamente para cortar la


cuerda que me ataba a ese pasado. —Hace que las cosas sean
diferentes.

—Pero sigues queriendo acabar con la Orden por él —afirmó,


atravesando mi máscara con la exactitud de un bisturí.

Mi barbilla se inclinó hacia delante mientras le miraba fijamente por


debajo de la nariz, emulando el altivo aplomo de Elena. —¿Es tan
imposible que quiera acabar con ellos por mí misma? Arruinaron mi
vida, por no hablar de las vidas de muchas personas a las que quiero.

—Como Alexander —me espetó Dante sin miramientos.

—Como tú —espeté.
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Levantó las manos como dos banderas blancas de rendición; pero


yo estaba al borde de la irritación defensiva, y nada podía calmar esa
inquietud. Sabía por experiencia que la única manera de volver a
relajarme era bajo las manos clínicamente frías de un dominante
experimentado.

Y no cualquier Dom, sino el propio Alexander.

Sin que me lo pidiera, una imagen suya de la noche anterior se


grabó en mi mente: la espesa ola de cabello dorado que sobresalía de
su frente como una corona, la fría y metálica mordida de sus ojos
cuando me declaraba suya desde el otro lado de una habitación llena
de gente. Estar en sus brazos de nuevo se había sentido como algo
mágico, como algo que había inventado durante tanto tiempo en el
caldero de mi corazón que aún no podía creer que se hubiera hecho
realidad.

—Sabes que no te quiere —me recordó Salvatore, con una voz llana
y objetiva; pero no poco amable—. Fue criado por monstruos para ser
un monstruo. No hay amor en un corazón así. Si lo hubiera, habría
venido por ti en algún momento de la última media década.

Habría sido un buen momento para confesarles a ambos que


Alexander había venido por mí; pero no quería lidiar con las
consecuencias. Si pensaban que podría reaparecer de nuevo, tendrían a
Dante instalado a mi lado cada minuto como una sombra.
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No estaba segura de que les preocupara tanto la seguridad como el


hecho de que, si se les daba la oportunidad como no se me había dado
a mí hace tres años el día de mi boda, pudiera quedarme con él para
siempre.
Me dolía el estómago por la fuerza de mis emociones
contradictorias. Podía ser honesta conmigo misma admitiendo que
volver a ver a Alexander había hecho que mi anquilosada vida en
blanco y negro volviera a tener un color vibrante; pero también era lo
suficientemente inteligente como para preguntarme si eso era
saludable o no.

Era mi secuestrador, mi maltratador.

El enemigo jurado de mi padre y el hermano mayor condenado al


ostracismo de mi mejor amigo.

La peor pesadilla de un psiquiatra.

Yo tenía mi propia vida que había construido con tanto esfuerzo en


Nueva York. Que Alexander apareciera de la nada no debería haber
minado eso de la forma en que lo hizo.

Pero Dios, esperaba más allá de las esperanzas volver a verlo.

Estaba enamorada de él eternamente; como si me hubieran


maldecido, y no tenía ni idea de cómo encontrar el remedio.

—Puedo ayudarte, si insistes en conseguir información sobre la


Orden —interrumpió Dante mis pensamientos para decir—. Todavía
tengo conexiones a las que podría recurrir... ¿Por qué no me dejas
organizar una reunión con un hombre que conozco y que podría
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ayudarnos a obtener algunas respuestas?

—Dante —Salvatore escupió el nombre como una maldición—. Un


hombre así no hace algo por nada.
—No —musitó Dante mientras sus ojos me bañaban como agua
caliente, de modo que mi piel pareciera humear—. Pero tengo el
presentimiento de que lo hará por nosotros.

—Bien. Tú haces eso, y yo haré lo mío con Ashcroft —dije.

—No. Es demasiado peligroso e innecesario. ¿Qué esperas


encontrar?

—Le gusta disfrazarme de su criada y hacerme limpiar la casa, así


que seguro que puedo encontrar alguna prueba incriminatoria.

Salvatore maldijo a través del teléfono, y oí el golpe de un vaso.

—Cosima, debes tener cuidado con Ashcroft. —Dante se movió en


el taburete para atraerme entre sus piernas y tomar mi rostro entre sus
manos. Cerré los ojos porque, por primera vez en años, no podía
soportar mirarlo y ver lo mucho que se parecía a Alexander—. No te
pongas en riesgo por un hombre que has idealizado en tus recuerdos.

—No es la primera vez que me pongo en riesgo por los que he


amado. Ashcroft no es un peligro para Alexander ahora mismo, Dante;
es un peligro para mí y mi familia. No dejaré que mi carrera termine
por un escándalo, y no dejaré que lastime a mis seres queridos para
llegar a mí. Si Ashcroft me quiere, puede tenerme. Sólo que aún no
sabe que nunca podrá manejarme.
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Tenía los ojos vendados.

Por primera vez en años, me privaron de la vista; y estaba medio


desnuda ante un hombre.

Sólo que esto no era una escena con mi amo.

Esto era profesional, un rodaje para una de las principales marcas de


ropa del mundo.

El aire del estudio era clínicamente frío para mantener mis pezones
rebosantes tras las delicadas sedas y satenes de su costosa lencería. El
hombre que me ordenaba doblarme, curvarme y sonreír no era mi
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dominante con un látigo, sino mi director con una cámara. Uno de los
más famosos del mundo de la moda.

Profesional, no personal.
Pero mientras me sentaba en una incómoda silla de madera antigua
que me recordaba a algo de Pearl Hall, con las piernas abiertas para
dejar al descubierto la tira de las braguitas de encaje negro que llevaba
y el arnés de cuero que me rodeaba las caderas y los muslos como un
perverso soporte para mi sexo, me humedecí.

Mi coño comenzó un ritmo lento y constante como un bombo de


pies danzantes contra la tierra.

Intenté concentrarme en el conjunto de mis labios pintados de color


rojo vino y en el ángulo de mi cabeza mientras la inclinaba hacia atrás
en un fingido éxtasis para que mi cabello cayera detrás de mí como
rizos de hollín. Este era mi trabajo, mi medio de vida. No había
ninguna razón para sentirme excitada por la vinculación y por mi
propia incomodidad.

Había superado esos deseos.

Había dejado atrás al maldito Alexander Davenport, dijera lo que


dijera.

El vuelo a Londres había sido largo e insomne, el viaje en el lujoso


Town Car recordaba demasiado al Rolls Royce de Alexander como
para ser relajante. Incluso el paisaje de las ventanas rayadas por la
lluvia evocaba recuerdos de los que no podía defenderme. Cuando
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llegamos a Kynance Cove, era un desastre de piel húmeda y nervios


de acero.
Jensen me había echado un vistazo y había enviado a una masajista
a mi vestuario antes de que me peinara y maquillara.

No había servido de nada.

Lo único que aplacó mi malestar fue el frío aplastamiento del viento


salobre de invierno de la península de Lizard mientras ascendía por las
rocas hasta el saliente de hierba con una de las prendas de la
presentación de St. Aubyn. Xavier Scott era un profesional
experimentado con un gran ojo para las tomas cinematográficas, y
habíamos terminado la primera mitad del rodaje en menos de seis
horas.

Después, un rápido cambio de maquillaje y peinado me hizo


sentarme en la horrible y eróticamente familiar silla antigua en la fría
cámara que me recordaba demasiado al salón de baile de Pearl Hall.

Seis largas horas me separaban de la seguridad de mi habitación de


hotel con mi vibrador de emergencia y un par de pinzas para los
pezones especialmente perversas, y a los seis minutos ya me estaba
deshaciendo.

El plató estaba vacío porque iba a estar casi desnuda durante todo el
tiempo, y había tanto silencio que podía oír el chasquido de los caros
mocasines de Xavier sobre el suelo de cemento pulido mientras me
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rodeaba con su cámara.

Llevaba horas trabajando con él al aire libre; pero cuando se acercó


tras mis ojos cerrados, me sorprendió su aroma.
Cedro y pino, un fuego salvaje amortiguado por el fresco y húmedo
aire británico.

Nunca había olido esa fragancia en nadie más que en mi amo.

Aspiré profundamente a través de mis labios separados por la


conmoción e intenté racionalizar el aroma.

La sesión de fotos estaba desenterrando viejos recuerdos.

De repente, sus manos estaban sobre mí, levantándome y


haciéndome girar hacia la silla antes de presionar en la base de mi
columna vertebral para que me doblara sobre ella. Su palma golpeó la
parte interior de mi muslo, lo que me hizo abrir más las piernas, con
mi peso precariamente equilibrado sobre el fino borde de mis tacones
de aguja de quince centímetros.

Me mordí el labio mientras me movía como a una muñeca en su


posición. Era tan difícil ignorar el aroma a páramo húmedo y a aire
frío del bosque que desprendía. Junto con la forma en que me movía
tan superficialmente, mis pensamientos lujuriosos eran imposibles de
reprimir. La piel se me erizó y me estremecí con delicadeza cuando la
mano que tenía en la parte baja de la columna se deslizó por mi
espalda para acomodar el cabello en forma de cortina a la izquierda de
mi mejilla.
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No era raro que los fotógrafos me inmovilizaran en posiciones con


sus manos o sus frías órdenes; pero esta era la primera vez que me
producía un estremecimiento tan animal.
Me dije que era su aroma. Era una respuesta condicionada de mi
cuerpo a la fragancia de Alexander; cómo se transformaba tan
fluidamente en el aroma de la dominación.

Finalmente, se apartó y el crujido de la tela me hizo saber que se


había agachado casi a la altura de mi elevado trasero. El obturador
hizo clic, clic, repiqueteó rápidamente mientras hacía una foto tras
otra, moviéndose hacia el frente cuando terminó para registrar la
captura de mi labio rojo entre los dientes y la obscena protuberancia
de mis pechos cuando amenazaban con derramarse fuera de las medias
copas.

Luego volvió a moverme, girándome, empujándome hacia la silla y


enganchando mis piernas sobre los brazos para que todo mi sexo
escasamente vestido quedara expuesto a la dura mordedura del aire
frío. Me colocó de forma que me desparramé como un juguete roto en
los duros ángulos de la silla; la cabeza hacia atrás, la boca abierta y
húmeda, los brazos en alto.

Quizá no fuera un juguete roto...

Uno usado.

Follada con fuerza y dejada para revolcarse en las réplicas y el


agotamiento de su saciedad.
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Podía oler mi excitación y flotar en el tenso alambre de la esperanza


lujuriosa y la vergüenza, si es que Xavier podía verla humedeciendo la
tira de mi tanga.
El clic de la cámara y sus zapatos contra el suelo fueron los únicos
sonidos durante largos minutos mientras él seguía fotografiándome en
silencio. El silencio y los ruidos puntuales me estaban volviendo loca.

Quería que dijera algo. Cualquier cosa.

Sólo para demostrar lo que mi mente loca estaba cada vez más
convencida.

Que era Alexander quien estaba a mi lado y no Xavier Scott.

Sólo que la presión de un pulgar sobre la ligera hendidura de mi


carnoso labio inferior paralizó mis pensamientos.

Aspiré otra bocanada de aquel embriagador aroma a través de mi


boca abierta e inconscientemente pasé la lengua por la yema de aquel
pulgar.

Su sabor estalló en mi boca como la ambrosía.

—¿Amo? —respiré, demasiado embelesada para preocuparme de


estar equivocada y enfrentarme a la vergüenza de hacer semejante
pregunta.

Deseaba que fuera él con cada fibra de mi ser. Mi cuerpo vibraba


con energía enroscada esperando ser liberada. Concretamente, que él
la liberara de mí con sus perversas palabras y sus crueles y
calculadoras manos.
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—¿Amo? —volví a preguntar, esta vez con más fuerza.

Desesperada.
Necesitada.

Excitada por la idea de tenerlo en mi espacio.

—Topolina —respiró contra mis labios—. ¿Estás lista para


arrodillarte una vez más para tu amo?

Por un momento, pensé que estaba soñando.

Una de esas pesadillas ineludibles cuando sabes que no es real; pero


el conocimiento no te protege del terror.

A lo largo de los años, he soñado a menudo con que Xan volvía a


reclamarme; y siempre empezaba con esas inquietantes palabras.

¿Estás preparada para arrodillarte ante tu Amo?

Psicológicamente, estaba más que preparada. Me sentía como si


nunca me hubiera levantado del suelo del salón de baile blanco, negro
y dorado después de la primera vez que me arrodillé allí.

Racionalmente, la idea de volver a arrodillarme hacía que mi


cerebro se agarrotara y entrara en cortocircuito como un disco duro
sobrecargado.

Entonces, otro toque se filtró en el caos de mi mente, atravesándolo


limpiamente como un cuchillo caliente.

Unos dedos ásperos subieron entre mis pechos cubiertos de encaje y


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me rodearon el cuello uno a uno, apretando suavemente.

Un collar.
Me dolía la garganta, pero no por la presión. Quería inclinarme
hacia la mano, sentirla más fuerte, más apretada e intratable contra mi
piel. Quería uno físico sin cierre. Uno permanente tatuado en mi piel.

Uno que mostrara a todos que era propiedad de Alexander


Davenport.

El collar ya estaba allí bajo mi piel, ardiendo a todas horas del día;
así que incluso cuando Alexander había parecido convencido de que
no le pertenecía, mi cuerpo había dicho lo contrario.

—¿Qué haces aquí? —dije más bien con la boca.

Sus labios rozaron y chocaron con los míos, disparando electrones


bajo mi piel que hicieron que mi boca se sintiera estática por la
corriente. Tuve que hacer todo lo posible para no moverme hacia
delante y sentir cómo la electricidad estallaba en un beso de verdad.

Dios, quería un beso.

Me había sellado con su marca de propiedad en el acto benéfico, me


había mordido cuando me había apartado de su vida en Milán; pero
hacía demasiado tiempo que no recibía los magistrales besos de
Alexander, y mi cuerpo se sentía hambriento de ellos.

—Te lo dije, puedes huir; pero siempre te encontraré —murmuró


contra la piel de mi mejilla mientras rozaba su nariz en mi cabello y
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respiraba profundamente—. Puedo encontrarte con los ojos cerrados,


los oídos tapados y la nariz obstruida. Puedo sentirte antes de saber
con certeza que estás en una habitación. Si los depredadores tienen
presas naturales a las que nacen para perseguir, tú eres la mía.

—Xan —respiré porque esa era la palabra que parecía resonar en mi


mente con cada latido de mi pulso aumentando rápidamente—. Por
favor, no juegues conmigo así.

—¿Así? —preguntó cruelmente mientras me pinzaba los dos


pezones y los retorcía.

Siseé; pero negué con la cabeza, deseando desesperadamente poder


verlo para leer lo que intentaba mantener oculto en sus ojos. —No, por
favor, no juegues así con mis emociones. No lo entiendo.

No lo hice. Estaba irremediablemente confundida, enredada como


hilo cuajado en un telar.

Mi corazón tartamudeaba y se agitaba en mi pecho, un motor fallido


que no sobreviviría a la prueba a la que Alexander sin duda sometería
a mi cuerpo si le dejaba...

Tal vez incluso si no lo hiciera.

El calor se deslizó desde mi cerebro hasta la ingle, donde se


acumuló entre mis piernas.

—No estoy jugando, topolina. Cuando utilizo tu cuerpo así —su


mano se hundió con fuerza entre mis muslos, lo suficientemente
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apretada como para sentir el fuerte pulso que latía en mi coño como
un tambor de guerra—, es la forma en que un pintor maneja su pincel
o un escultor su arcilla. Eres mía para usarte, para moldearte en algo
más hermoso que antes. No es un juego. Es arte, y tú eres mi lienzo.

—Ya no —susurré entrecortadamente, incluso cuando eché el


pecho hacia delante cuando sus dedos abandonaron mis pezones.

—Siempre —prometió sombríamente, y entonces sus labios se


cerraron sobre los míos y su lengua se clavó como una lanza a través
de mis escudos y en mi boca.

Tarareé instintivamente mientras su sabor me golpeaba como un


whisky caliente y se abría paso por mi garganta y directamente hasta
mi núcleo, donde ardía y ardía.

Me comía la boca como un codicioso en su última comida antes de


morir; hambriento hasta la devastación, desesperado hasta el dolor.
Me encantaba el mordisco de sus dientes en mi labio inferior, la forma
en que los arrastraba sobre la carne rolliza como un raspador de
madera que grabara su nombre en el interior de mi boca.

Me poseyó en ese beso como si nunca hubiera estado perdida, como


si cada momento que estuvimos separados fuera sólo un período en
una serie de elipsis que siempre conducirían a más de lo mismo.

Él y yo.

Mi cerebro trató de calcular salvajemente cómo lidiar con este


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último acontecimiento; pero estaba tan completamente abrumada por


su sabor, su aroma que me rodeaba como la niebla en los páramos; y
la sensación de su gran cuerpo flotando justo fuera de mi alcance, una
burla, un posible regalo por buen comportamiento bien ganado.

—Silencio, mi belleza —ordenó en voz baja, pero no por ello


menos autoritaria—. Detén ese hermoso cerebro. Deja las preguntas y
la necesidad de respuestas. Vuelve a estar conmigo, y deja que sea tan
simple como eso.

Gemí porque deseaba con todo mi cuerpo consentir a su control y


ceder al peso del deseo en mi sexo; pero no podía encontrar el pestillo
para abrir la jaula de mis pensamientos y liberarlos.

Leyendo mi mente de la forma en que sólo él había sido capaz de


hacerlo, Alexander se enderezó y se alejó, el aire que corría entre
nosotros era glacial.

Cuando habló, lo hizo en los términos pétreos de la dominación. —


Creo que tienes que recordar quién te controla, topolina. ¿Quién es el
ratón y quién el amo?

Su mano se adelantó y azotó uno de mis pechos escasamente


cubiertos. El golpe resonó en la habitación vacía e hizo que el leve
dolor fuera aún mayor, ya que el agudo escozor echó profundas raíces
en mi pecho y se sumó a mi febril ardor.

—Tus actos tienen consecuencias —dijo casi en tono de


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conversación mientras sus zapatos se alejaban de mí—. ¿Estás


preparada para cosechar su recompensa?
No contesté, mis oídos se esforzaban tanto por discernir los suaves
sonidos que hacía al susurrar en una bolsa que parecían arder con el
esfuerzo.

A pesar de mi esfuerzo, me sobresalté cuando el suave beso de las


borlas de antes me hizo cosquillas en la clavícula y luego se posó
sobre mi hombro. Me estremecí cuando Alexander se inclinó sobre mi
espalda y me susurró acaloradamente al oído: —¿Estás preparada para
tu castigo, esposa?

No le hice más preguntas. Me quemaban en la parte posterior de la


lengua; pero no había ningún impulso en mi cerebro para encenderlas
y lanzarle cada flecha ardiente de pensamiento a la cabeza, para verle
ahogarse en la hoguera de mi rabia y mi dolor.

Ya estaba demasiado lejos para la sumisión. La fría calma de él se


deslizó sobre mi lengua y bajó por mi garganta, apagando las
preguntas y acallando esos fuegos. Podría odiarlo más tarde; obligarlo
a tener sentido en otro momento.

Por ahora, era libre de ser suya.

Ser suya significaba que podía tenerlo de la única forma en que me


dejaría.

Como su sumisa.
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—Sí, amo —dije, y las palabras encajaron en algo dentro de mí


como una llave en una cerradura.
Y cuando Alexander ordenó fríamente. —Preséntate ante mí.
Quiero ver cómo has cambiado desde la última vez que te toqué el
coño —sentí el click de la cerradura y la puerta se abrió.

Había un espacio en mi mente que era inaccesible para mí. Otro


plano, otra dimensión, como quiera llamarlo; era un lugar que
trascendía las restricciones del pensamiento y las construcciones
sociales. Era el escenario de la pura sensación.

Por mucho que lo intentara a lo largo de los años, nunca había sido
capaz de alcanzarlo por mí misma. Un vibrador en mi clítoris, un
grueso dildo encajado en mi apretado culo y cuatro dedos estirando mi
coño. Pinzas en los pezones, almohadillas de electroestimulación en la
ingle y unas cuantas bofetadas en mi sexo inflamado. Incluso unas
cuantas noches malgastadas en un conocido club de BDSM en el que
dominantes entrenados me llevaban de la mano con mis látigos
favoritos, y juguetes, todo menos sexo; hasta que me convertía en una
masa de carne temblorosa y rasgada.

Nada abría la esquiva puerta a ese lugar tabú, pero delicioso.

Nada más que Alexander y su especial forma de dominio.

Un escalofrío sacudió mi cuerpo, que no tenía nada que ver con la


fría habitación.
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Cuando no respondí con la suficiente rapidez, Alexander retorció la


mano sobre mi cabello y me tiró de la silla para que me desplomara en
el suelo sobre las rodillas. Al instante, instintivamente, mi cabeza se
inclinó con gracia; mi columna se enderezó y mis manos se juntaron
como un collar abrazado a mi espalda.

—Preciosa como siempre —dijo en ese tono suave con esas


palabras tan duras que siempre parecían más fuertes de lo que las
pronunciaba—. Pero siempre te he preferido adornada con las joyas de
mi posesión, tanto contra tu carne con diamantes y rubíes; como
estampadas allí en moretones y mordiscos de amor.

Gemí sin aliento cuando hundió sus dientes en la unión de mi cuello


y mi hombro y chupó con fuerza la piel para que floreciera bajo su
lengua. Cuando se desconectó con un fuerte golpe de succión, la
humedad se enfrió deliciosamente en mi piel y me puso la carne de
gallina. Tocó el punto con la punta del flogger que tenía en la mano y
empujó hasta que siseé de dolor.

—Una amapola en tu piel —murmuró como si estuviera perdido en


sus pensamientos y en su deseo—. Solía ver las amapolas detrás de
Pearl Hall y pensar en la vez que te follé en la tierra allí.

—Sí —siseé en voz baja porque pensaba en lo mismo cada vez que
veía mi flor favorita, manchada para siempre por el recuerdo de
Alexander y la forma en que me folló como despedida.

Doblé el cuello más profundamente como un cisne que busca el


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sueño; sólo que yo buscaba el profundo y oscuramente delicioso


mordisco de Alexander en mi cuello. Quería que plantara un jardín de
moratones bajo mi piel, que los regara con mis lágrimas de dolor y
que los viera brotar bajo el calor posesivo de su mirada.
Quería que me usara como un lienzo para dar voz a todos sus
deseos más oscuros.

Utilizarme, llenarme, hacerme suya desde dentro.

Pensaba que las palabras estaban contenidas en mi cabeza,


traqueteando con fuerza; pero confinadas en mi propia mente. Eran
palabras peligrosas para dárselas a un hombre que había demostrado
que iría y vendría; pero que mantendría nuestros hilos atados para que
yo estuviera siempre ligada a él, siempre suya, incluso cuando no me
quisiera.

Nunca las habría dicho en voz alta si hubiera estado en mi sano


juicio.

Pero no lo estaba.

Nunca lo estaba cuando las manos de Alexander moldeaban mi


cuerpo en su arte.

—Voy a utilizarte. Voy a marcar tu lengua con el sabor de mi polla


y tu piel con la huella de mi palma. Voy a llenarte. Te voy a sujetar
con mis manos y mis dientes y te voy a empalar en mi polla para que
sientas mi ardor entre tus muslos durante días. Aunque ya sabes que
eres mía por dentro y por fuera desde el día en que nos conocimos.

Un gemido se filtró de mis labios separados, vergonzosamente


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ansioso por el futuro que él describía y patéticamente desamparado de


que ya estuviera ocurriendo.
—Pero primero —las palabras de Alexander se desprendieron de su
elegante lengua como fragmentos de granito—. Vas a demostrarme lo
mucho que echas de menos a tu amo. Lo mucho que quieres volver a
ser mi esclava.

—No soy la esclava de nadie —balbuceé casi ebria, espoleada por


el instinto, pero borrosa por el anhelo.

—Ah, ahí es donde te equivocas fundamentalmente. Verás, tu


esclavitud hacia mí no tiene nada que ver con dinero y contratos, y sí
con tu disposición a ser utilizada por mí. Poseída por mí en todas las
formas en que yo desee poseerte.

De repente, uno de sus fuertes brazos se colocó en diagonal sobre


mi pecho; bajando por mi estómago, de modo que pudo abarcar todo
mi resbaladizo sexo con una gran palma. Estaba inmovilizada por él,
hacia él, rodeada de su calor y su fresca fragancia de bosque. Hacía
años que no estaba tan cerca de otro ser humano, y el hecho de que
fuera Alexander quién reclamara mi cuerpo de la forma que sólo él
sabía hacer, hizo que mi cerebro chispeara y entrara en cortocircuito
con una lujuria exquisita y algo más; algo intangible que asentaba
mejor mis huesos bajo mi piel como si hubieran estado rotos y mal
reajustados hasta ese momento.

—Me dijiste que tendría que ganarme tu sumisión de nuevo; pero


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eso no es cierto, ¿verdad, mi belleza? Tengo que volver a ganarme tu


confianza, tu ternura y tu corazón sin profundidad. ¿Pero tu sumisión?
Ah, eso es intrínsecamente mío. Como la luna es dueña de la marea y
el sol del cielo.

Abrí la boca, para protestar tal vez, o más probablemente para


rogarle que me follara como fuera; aunque me jodiera la mente y el
corazón al mismo tiempo. Me dolía el corazón por el mazazo de sus
dulces e inusuales palabras. Necesitaba algo que me sacara de mis
casillas para poder prepararme contra su ataque emocional y
concentrarme en lo físico. Me soltó y caí bruscamente hacia delante,
su liberación fue tan impactante como un accidente de coche que me
empujara hacia delante.

El agudo susurro del cuero cortando el aire mientras me enderezaba


me hizo callar un segundo antes de que hubiera hablado, y luego
estaba gimiendo por el dulce dolor del flogger contra la piel desnuda
de mi espalda.

Me golpeó con fuerza, sólo unos segundos entre cada golpe de las
suaves borlas que se clavaban como puntas de cuchillo en mi carne. El
dolor de los azotes se fue acumulando como ladrillos calientes, uno a
uno, en un muro de ardiente placer contra mi espalda.

Me quedé plegada en la forma de su deseo, enrojeciendo con el


color de su lujuria golpeada en mi piel, y me sentí más a gusto
conmigo misma que en años.
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Necesitaba esto, doblarme hasta el punto de romperme sólo para


sentir hasta dónde podía llegar, sólo para saber que estaba haciendo
todo lo posible para complacer a alguien digno de mi esfuerzo.
Y Alexander era digno.

No importaba lo que hubiera hecho, mi cuerpo y mi alma, mi


espíritu, eran suyos; tal y como había prometido a los dos que nunca
lo serían.

Pero estaba demasiado metida en el subespacio para pensar en el


error de mis formas, para reprenderme o avergonzarme por los deseos
que llevaban demasiado tiempo entretejidos en el tejido de mi carácter
como para descoserlos y volver a enrollarlos.

Así que cuando Alexander se alejó del dolor palpitante de mi


espalda, yo era exactamente como ambos queríamos que fuera.

Vacía, pero viva con un propósito para una sola cosa.

La voluntad de mi amo.

—Esta primera vez, no me detendré —prometió por encima del


ruido de la hebilla de un cinturón al abrirse y el sensual chirrido de
una cremallera al abrirse—. Pero aceptarás todo lo que te dé como una
buena sumisa, ¿verdad, bella?

Entonces la punta caliente y dura de su polla me rozó los labios,


pintándolos con las gotas de semen que allí se acumulaban. Grité
desde lo más profundo de mis entrañas mientras mi lengua trazaba el
sabor de él sobre mi boca. Detuvo mis esfuerzos con duras manos
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entretejidas en mi cabello, inmovilizando mi rostro con la distancia y


el ángulo exactos que necesitaba para utilizarme mejor.
—Abre la boca y mantenla abierta. Quiero usarte hasta que babees y
te ahogues en mi polla, y luego quiero que te amordaces por ti.

Un escalofrío recorrió mi torso cuando mis labios se abrieron. Mi


aliento caliente y jadeante se esparció sobre su longitud, y deseé
vivamente no tener los ojos vendados para poder ver la forma en que
las gruesas venas de su polla palpitaban para mí.

En lugar de eso, sentí cómo se frotaban sobre mi lengua mientras él


utilizaba sus manos en mi cabello para apalancarme sobre su polla
hasta que ésta se encajó en el fondo de mi garganta. Tragué a su
alrededor, tarareando la letra secreta de mi placer mientras atendía a
su polla; mientras él la pasaba por mis labios como un violinista
controla su arco. Los sonidos que hacíamos juntos así eran obscenos;
la húmeda succión de mis labios contra su piel, el caliente torbellino
de mi aliento agitándose sobre su longitud cada vez que él se retiraba
de mi garganta, y la débil vibración de mis constantes y balbuceantes
gemidos. Llenamos la vacía y cavernosa habitación con la música de
su dominación y mi sumisión, y nunca había escuchado una sinfonía
más satisfactoria.

Finalmente, separó mis labios apretados de su polla con un fuerte


pop, y mi posterior gemido de desaprobación.

—¿Has echado de menos la polla de tu amo en tu garganta? —


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preguntó fríamente.

Me retorcí sobre mis rodillas, el aire frío del estudio contra la


excitación que se deslizaba por mis muslos desde mi coño
recalentado. Su mezquindad me excitaba como ninguna ternura podría
hacerlo. Lo amplificaba hasta que parecía gigantesco de poder,
hercúleo de fuerza.

—Sí, amo —dije, todo aliento y labios húmedos y chasqueantes—.


No sé qué hacía sin él.

Una pequeña parte del cerebro se dio cuenta de lo vergonzoso de


mis acciones; era una mujer despreciada. ¿Dónde estaban mi justa ira
y mi furia? ¿Dónde estaba mi firmeza?

Estaba erguida en la postura perfecta de una sumisa.

No se trataba de que Alexander me utilizara en ese momento para


obtener su propio placer. Se trataba más bien que yo lo utilizara para
el mío. Necesitaba la crueldad y la servidumbre incluso más de lo que
él necesitaba aplicarla.

Se trataba de que me demostrara, a su manera; en nuestro lenguaje


secreto de carne y fetiche, que aún podía llenar de oro todas las grietas
de mi corazón. Dar un propósito a mi masoquismo y una rápida
muerte por clímax a mis preocupaciones y mis dudas.

Se trataba de un amo que cuidaba de su esclava de la forma más


elemental que sabía.

Alexander apartó una mano de mi cabello, retirando la venda de mi


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rostro al hacerlo, y luego la pasó por mi mejilla llena de lágrimas para


deslizar dos dedos en mi boca.
Los chupé febrilmente, con los ojos casi entornados por el placer de
volver a sentir el sabor de su piel en mi lengua. Cuando me recuperé,
levanté la vista hacia él; devorando hambrientamente su imagen, que
se cernía sobre mí como un señor que exigiera el desagravio de su
vasallo. La dinámica de poder hizo que la saliva se acumulara a los
lados de mi boca y que la humedad saliera de mi sexo inflamado como
un tarro de miel volcado.

—Eres mía —juró solemnemente mientras sacaba sus dedos de mi


boca y los enrollaba alrededor de la raíz de su larga polla. Mantuve
mis ojos inclinados hacia los suyos mientras me la metía lentamente,
centímetro a centímetro; hasta que no pude respirar por su plenitud,
enterrada hasta los testículos en mi garganta—. Eres mía en todos los
sentidos imaginables. Mía para usar. —Se retiró hasta la punta de la
cabeza y luego volvió a introducirse en la cálida caverna con tanta
fuerza que me ahogué a su alrededor—. Mía para adorar. —Otro
empujón—. Mía para poseer.

La saliva goteaba de mis labios y salpicaba mis pechos.

Estaba tan cerca de correrme que giré contra el aire, buscando que
una leve corriente se arremolinara en la habitación y rompiera el tapón
de mi deseo embotellado.

Sintiendo mi desesperación, Alexander se adelantó para que el


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suave cuero de su mocasín quedara presionado contra mi empapado


sexo.
—Fóllate fuerte. Muéstrame lo deseosa que eres sólo para mí. —Su
fuerte voz era como la presión de una mano alrededor de mi garganta.

Observé sus ojos grises y humeantes mientras empezaba a


encorvarme contra su zapato al compás de sus empujones en mi boca.
El olor de nuestro sexo perfumaba el aire como una droga que no
podía evitar arrastrar hasta lo más profundo de mis pulmones. Estaba
mareada, embriagada por el deseo feroz estampado en su rostro; por la
forma en que su alma resplandecía tan brillantemente desde sus ojos
habitualmente opacos de color plateado.

No había nadie más en el mundo para ninguno de nosotros que el


otro.

Ese pensamiento cortó la cinta de sentido que me ataba, de modo


que cada centímetro de mí se desenredó y se desplegó mientras me
corría para él. Alexander observó cómo gritaba alrededor de su polla
tan profundamente en mi garganta; cómo rechinaba mi clítoris contra
el cuero, buscando más fricción contra el suave oleaje y, entonces, con
el triunfo en sus ojos, inclinó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito al
techo lo suficientemente fuerte como para que resonara en la
habitación mientras se corría.

Y se corrió.
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Me ahogó la boca con el líquido caliente y salado, y yo lo engullí


con avidez; como una alcohólica tras años de abstinencia sirviéndose
un trago.
Antes de que terminara de correrse, se retiró y me pintó la mejilla
con los dos últimos hilos de su semen. Jadeé, con el clítoris palpitando
como el corazón de un colibrí. Alexander aprovechó la oportunidad
para untar sus dedos en la semilla de mi piel y deslizarla por mi
lengua.

—¿Qué sabor tengo, topolina?

Canturreé lujuriosamente alrededor de sus dedos, tan entregados a


mi deseo que mis inhibiciones se habían hecho polvo. Quería rodar
sobre mi espalda, abrir las piernas y rogarle que me follara. Quería
volver a ponérsela dura con mi boca y acariciarla con mi mejilla sólo
para acercarme a su olor a almizcle y sal.

Su risa suave y oscura rozó mi piel en una caricia sedosa. Me mordí


el labio para detener mi protesta cuando se apartó; pero volvió antes
de que mi ansiedad pudiera aumentar, con sus piernas presionando la
tierna piel de mi espalda. Me recorrieron escalofríos cuando sus
grandes y abrasivas manos se deslizaron por mis clavículas,
recogiendo el espeso velo de mi cabello a ambos lados para poder
apartarlo de mi cuello.

Aspiré una profunda y aguda exhalación cuando un frío peso se


instaló alrededor de mi garganta y se cerró con un audible tsk bajo mi
cabello.
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No necesitaba ver ni tocar para saber que Alexander me había


puesto el collar.
Mi coño se sentía pesado, palpitando con un latido profundo y sordo
que hacía imposible concentrarse en nada más que en eso y en el frío
mordisco del metal alrededor de mi cuello.

—Esto es lo que eres —me susurró al oído, recorriendo las espinas


de oro alrededor de mi garganta para que me estremeciera—. No sólo
una esclava, una baratija que poseer, ostentar y castigar; sino mi
esclava, mi topolina; una mujer tan hermosa que me hace doler. Una
guerrera tan poderosa que Juana y Artemisa se estremecerían a tus
pies. ¿Sabes lo que me provoca hacerte sudar, correrte y llorar? Me
hace sentir como un Dios, lo suficientemente feroz como para
merecerte; y como un campesino, totalmente indigno de tan magnífico
regalo.

Cada centímetro de mi piel cosquilleaba de miedo y esperanza.


Quería cerrar los ojos y absorber sus palabras como una planta
descuidada expuesta a la luz después de demasiado tiempo en la
oscuridad.

Pero él tenía razón. No confiaba en él.

No me había mantenido a salvo de Noel, de la Orden.

Nunca me había correspondido.

Todavía había demasiado en juego para entregarme a él como lo


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había hecho en esos últimos meses en Pearl Hall.

Mi familia, Ashcroft, Salvatore y Dante... y menos aún, mi corazón.


—Por favor —jadeé suavemente en forma de bendición—. Por
favor, Xan, que esto sea suficiente.

Se quedó inmóvil cuando usé mi tierno nombre para él y, por un


momento, me preocupó que se enfadara por haber roto la escena;
furioso porque le negara algo a pesar de que habían pasado años y no
le debía nada.

Pero entonces presionó la palma de su mano sobre el gran rubí que


se encontraba en el hueco de mi garganta y me plantó un exuberante
beso con la boca abierta en el lugar de mi pulso.

—Por ahora —aceptó en tono sombrío—. Pero el día en que lo exija


todo se acerca rápidamente.

No le pregunté por qué.

¿Por qué ahora?

¿Por qué todo?

¿Por qué incluso después de todos estos años por qué yo?

Me tragué el ardor de ellas mientras se alojaban en mi esófago.


Deseaba esto —sus manos en mi cuerpo, su polla dentro de mí, sus
palabras respirando contra mi piel— demasiado como para negarme la
maravilla de ello ahora. Podía dejar que fuera una despedida. La
despedida adecuada que no había podido tener cuando Noel me
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golpeó y me echó de la finca de Pearl Hall y del país. Las lágrimas


quemaron el fondo de mis tiernos ojos; pero parpadeé y me entregué
al momento. Si ésta era la última vez que disfrutaba del sexo y la
intimidad, me entregaría a ello con la misma desmesura que Dionisio
con el vino.

Inspirando profundamente, incliné la cabeza hacia un lado para


exponer más piel a los labios errantes de Alexander.

Él lo tomó como la aceptación que era.

—Gracias, bella —respiró como si aceptara la bendición de un


sacerdote—. Ahora, he echado de menos tu exquisito cuerpo, y no
pienso pasar ni un día sin volver a verlo; aunque estemos distanciados.
Abre las piernas para mí y enséñame ese precioso coño —canturreó
Alexander mientras retrocedía y cogía la cámara que había
abandonado en una mesa auxiliar a la izquierda. —Pienso
fotografiarlo antes de follarlo en profundidad.

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¿Alguna vez te has despertado de un sueño ya llorando y sabiendo
que sólo era un sueño y que la pérdida era tan real que la sientes como
un hipo en tu corazón?

Así fue como me desperté la mañana después de que Alexander


dominara mi sesión de fotos.

Estaba acurrucada como lo haría un gato, con la cabeza metida en la


curva del brazo y las piernas apretadas contra el pecho; como si
pudiera protegerme de cualquier daño ocupando el menor espacio
posible.
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Eso no le importaba al hombre que estaba detrás de mí que me


acaparaba como un cazo; la cuenca de sus caderas apretada contra la
esfera de mi trasero, su frente tejida piel con piel contra mi espalda,
sus manos enredadas en mi cabello y sus pies en los dedos de mis pies
como si tuviera que poseerme de arriba a abajo incluso en el sueño.

Y estaba dormido.

Podía sentir la suave caricia de su corta y profunda respiración


contra mi cuello desnudo y su peso tan pesado contra mí como un
soporte de plomo.

Más que nada, quería girar en sus brazos, tocar con las yemas de los
dedos la pronunciada curva de sus espesas pestañas y respirar cada
uno de sus suspiros después de que los tomara.

Luego, quería pasar el resto del día en la cama débilmente abultada


del pintoresco Bed & Breakfast19 que mi agente me había reservado en
Lizard Coast mientras Alexander me enseñaba nuevas y difíciles
formas de adorarle.

Pero no haría nada de eso.

Sentía el corazón recién nacido en el pecho, demasiado débil y


pequeño para soportar el estrés de mi cuerpo y mi mente de adulta.
Apreté el puño contra mi caja torácica y lo sentí aletear débilmente,
como una mariposa que se asfixia atrapada en un frasco.

Necesitaba distancia para volver a levantar mis muros, para


construir una fortaleza mejor que la anterior para poder sobrevivir a
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vivir sin Alexander de nuevo. El corazón se me estrujaba sólo de

19
Alojamiento y Desayuno en inglés.
pensar en dejarlo en esta cama, y mucho menos en pasar un día o una
docena encadenados sin él a mi lado.

¿Cómo era posible amar tanto a alguien cuando no habías pasado


tiempo con él en años?

¿Era cierto que, independientemente de la composición de las


almas, dos podían construirse igual? Un solo corazón cortado en dos y
prensado en pechos separados con la esperanza de que un día se
encontraran.

No creía que Dios, la ciencia o el universo fueran tan románticos o


crueles; pero no se me ocurría una explicación más sencilla para mi
continua y absoluta adoración por un hombre al que una vez había
llamado mi captor.

Mi terapeuta podría haber dicho otra vez Síndrome de Estocolmo, la


excusa general para amar a alguien en una posición de poder que se
aprovechó de ti.

Sí, Alexander se había aprovechado de mí; pero una parte secreta y


animal de mí anhelaba que se aprovechara más.

Suspiró mientras dormía y yo giré la cabeza torpemente para ver


cómo su ceño se fruncía de una manera que abría los planos de su
rostro y revelaba que estaba mucho más cerca de los cuarenta que de
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los treinta. Había plata salpicada en el pelo dorado sobre sus orejas;
pero seguía siendo una piel gruesa y suave a lo largo de su frente. Por
lo demás, había muy pocos indicios de los últimos cuatro años en su
rostro o en el sólido cuerpo perfectamente esculpido y proporcionado,
que se apretaba tan íntimamente al mío.

Tenía que salir de allí.

Con cuidado, me apoyé en un codo y busqué en la habitación. Mi


ropa estaba doblada y colocada en el asiento de la esquina, porque
Alexander era un Dom exigente y se complacía en ordenarme algo
con tal de verme obedecer. Mi equipaje y mi bolso estaban apilados al
lado, y mi teléfono yacía apoyado encima.

Sería una huida fácil siempre que no se despertara.

Y Alexander era un depredador supremo; no había forma de que me


librara de sus garras sin despertarlo y caer de nuevo en la trampa de su
dominación.

El metal centelleó a través de la rendija de luz que entraba por las


cortinas y me giré para ver mi collar de rubíes y las esposas de cuero y
metal desechadas que Alexander había utilizado para atarme en
complicados pliegues después de que volviéramos a la habitación la
noche anterior.

Mis mejillas ardían como si fueran dos estufas al recordar la forma


en que me había encadenado al cabecero de latón colocada de manos y
rodillas con el culo al aire y las mejillas abiertas como las páginas de
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un libro bajo sus grandes manos. Me había comido el coño durante


una hora; utilizando los dientes, la lengua, los labios y los dedos; hasta
que me chorreaba jugo por el interior de los muslos y me revolvía
contra su cara con una necesidad desesperada de más. En el estudio,
me había tomado la boca y el coño, fotografiándome para su placer de
forma profana y gráfica, lo que todavía hacía que mi núcleo se
apretara como un puño; pero esperó a la suavidad de una cama para
reclamar mi culo de nuevo. Había olvidado, de alguna manera, cómo
un orgasmo anal me destrozaba de dentro a fuera y dejaba mis
músculos deshilachados como cables cortados.

Me sacudí el recuerdo mientras mi coño se humedecía y se apretaba


con la necesidad. No podía permitirme ceder a mi lujuria si quería
alejarme de Alexander.

Y lo hice.

Las bonitas palabras que había pronunciado anoche hacía tiempo


que se habían disipado a la fría luz del amanecer. No sabía cuál era su
juego, pero sabía que había uno. Cada paso de nuestra relación había
sido un movimiento cuidadosamente calculado en el tablero. Todavía
no sabía a qué conducía éste; pero finalmente fui lo suficientemente
inteligente como para no dejar que me forzara a ello.

Trabajando con rapidez y en silencio, me incliné hacia la mesita de


noche y enganché las esposas en un dedo. Contuve la respiración
mientras deslizaba lentamente el cuero acolchado sobre una de sus
muñecas, desenredaba sus dedos de mi cabello para poder enhebrar la
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cadena a través de la rejilla de latón del cabecero, y luego fijaba el


segundo brazalete a su otra muñeca.
En cuanto estuvo asegurado, los ojos de Alexander se abrieron
como faros; clavándose en mi mirada, congelada y asustada como un
ciervo.

Tras un breve y furioso segundo de conexión, ambos entramos en


acción.

Me aparté de su cuerpo con los talones y las manos, caminando


como un cangrejo hasta el final de la cama para que sus dedos no
pudieran agarrarme.

—Cosima Davenport —gruñó, paralizándome no por su tono


cargado de veneno, sino porque hacía años que no oía mi nombre de
casada y sólo una vez de sus propios labios.

Incluso en mi estado actual, me encantaba cómo sonaba.

—¿Qué coño crees que estás haciendo? —me preguntó, enunciando


cada palabra como si fueran balas disparadas desde la fría recámara de
una pistola.

Parpadeé y me mordí el labio. —Me voy.

La furia oscureció su rostro de forma tan salvaje que parecía más un


monstruo que un hombre.

—No lo harás en absoluto.


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Apreté los dientes contra la intratable exigencia de su voz y empecé


a tararear en voz baja mientras me deslizaba fuera de la cama y me
ponía rápidamente el grueso jersey color óxido y la sedosa falda beige
ocre.
—Me quitarás las esposas en los próximos dos minutos, Cosima, o
haré que lamentes mucho tu desobediencia —prometió sombríamente.

Tarareé más fuerte, ignorando la forma en que mi pulso se aceleraba


como una presa que huye de su depredador. Seguí lanzándole rápidas
y cortas miradas mientras me vestía, sólo para asegurarme de que
seguía firmemente sujeto a la cama.

Sus ojos brillaban con una rabia tan intensa que me hacían temblar
la tripa.

—Escucha esto, topolina —dijo, con la voz baja; tan cargada desde
el fondo de su núcleo pétreo, que apenas pude distinguir las
palabras—. Si crees que encerrarme impedirá que te reclame, estás
lamentablemente, muy equivocada. Tenemos cosas que discutir, tú y
yo, cosas que esperaba sacar a la luz esta mañana. Pero si insistes en
hacer el ridículo... —La palabra me dio una bofetada en la cara; pero
seguí tirando de mis botas hasta la rodilla como si no sintiera su
desprecio como la huella de una mano en mi mejilla—. La próxima
vez que te encuentre, te esposaré a cada pata de la cama y te golpearé
el coño hasta que llores cada una de las lágrimas que tu cuerpo tiene
para ofrecerme, y luego me follaré tu coño dolorido y destrozado y te
untaré con mi semen los cortes que tienes en el culo. Entonces, cuando
estés destrozada más allá de cualquier pensamiento o sentimiento, te
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envolveré en mis brazos y te mantendré allí hasta que malditamente


escuches bien lo que tengo que decir —rugió.
Pero yo ya estaba arrastrando apresuradamente mi maleta hasta la
puerta, abriéndola con dificultad y dudando en el umbral en echar una
última mirada sedienta al lord de mi cama. Estaba sentado en posición
vertical, los grandes músculos de sus brazos se enroscaban bajo la piel
dorada mientras se esforzaba contra las esposas; sus abdominales
estaban tan claramente definidos que parecían un tablero de ajedrez a
la espera de que mi lengua y mis dedos hicieran un juego con ellos.

Se me secó la boca al verlo. Era sexy y regio de alguna manera


incluso atado, un león que sabías que estaba a segundos de liberarse y
devorarte entera.

—Por favor —le dije con tranquila desesperación—. No vengas por


mí otra vez. No quiero una vida a medias contigo. No quiero ser tu
secreto ni tu esclava. Estoy cansada de existir en la oscuridad,
relegada a tus sombras. Ahora sé que merezco la luz; y te juro, Xan,
que aunque no pueda soportar esto, tu; si vienes por mí, puede que
ceda, y nunca jamás estaré satisfecha con lo que tienes que dar.

Alexander me miró fijamente, con la boca fruncida, un mechón de


cabello dorado atrapado entre sus pestañas; pero lo único que hizo fue
observar cómo retrocedía lentamente por la puerta abierta y luego la
cerraba en su cara.
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Dormí en el avión, no porque estuviera exhausta y emocionalmente
agotada, sino porque me dolía la espalda cada vez que me movía en
mi asiento; y no podía dejar de pensar en el hermoso y duro hombre al
que había dado la espalda de nuevo. Me perseguía, un depredador
incluso en mis pensamientos. Finalmente, a los treinta minutos de
vuelo, sucumbí a la debilidad y tomé dos pastillas para dormir.

La azafata tuvo que despertarme con una enérgica sacudida que me


recordó al instante el estado de mi espalda; y ya estaba en pie, bajando
del avión con paso lento.

Todavía estaba inconsciente cuando vi al hombre que estaba de pie


fuera de la puerta de llegadas sosteniendo un cartel con mi nombre.
Era el mismo hombre que me había entregado la misiva de Ashcroft
en Central Park. Lo reconocí no porque sus rasgos me hicieran
recordar algo, sino porque era tan completamente olvidable con sus
rasgos anodinos y su pálida coloración británica; que supe al instante
que era un servidor de la Orden.

—No voy a ir contigo —le dije mientras me detenía a su lado—.


Acabo de regresar de menos de treinta y seis horas en una zona
horaria completamente diferente, y estoy hecha polvo. Dígale a su jefe
que me llame dentro de seis horas, cuando haya dormido un poco.
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Su mano salió disparada cuando fui a pasar, agarrándome el bíceps


con un apretón contundente.
—Creo que descubrirá, esclava Ashcroft —se burló en voz baja—.
Que mi patrón tiene una mano dura con el látigo cuando se le hace
esperar.

—Creo que descubrirás que yo también —repliqué, utilizando uno


de los movimientos que me habían enseñado en las clases de defensa
personal a lo largo de los años para zafarme de su agarre, atrapar su
mano desprendida y volver a hacer palanca contra su muñeca.

Siseó de dolor y la rabia animó su rostro estoico.

Me incliné hacia él para burlarme suavemente. —Tócame otra vez y


prometo que te mataré.

Maldijo cuando le solté; pero se inclinó obedientemente para


quitarme las bolsas y llevarme al coche que me esperaba aparcado
ilegalmente en la acera.

—No me extraña que Davenport te haya abandonado —murmuró


mientras me abría la puerta.

Le ignoré, pero mi pecho palpitó de culpa al pensar en Alexander


encerrado en la cama de Inglaterra. No me cabía duda de que Riddick
o el encargado de la posada lo encontrarían en poco tiempo; pero
estaría furioso y tal vez incluso avergonzado por el apuro.

Estaba preparada para lidiar con Ashcroft. Tenía planes para él al


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igual que él los tenía para mí, y sabía que no necesitaba que Alexander
estuviera allí conmigo para sostener mi mano mientras tramaba.

Pero lo habría preferido.


Aunque, conociendo a Alexander, no estaba tan segura de que no
irrumpiera en la casa de Ashcroft en el Upper East Side, le cortara el
cuello y luego arrasara con todo.

Yo era mujer; por lo tanto, mi plan era un poco más discreto; pero
esperaba que fuera igual de letal.

Ashcroft me esperaba en el vestíbulo de su casa, con las manos en


la espalda y los pies preparados como un general que espera que se
cumplan sus órdenes.

Antes de que cruzara el umbral, me exigió. —De rodillas, esclava.

Apreté los dientes mientras me plegaba al suelo.

—Buena cosita —alabó, acariciando mi cabeza como se hace con


un perro.

Una respiración profunda me ayudó a sofocar mi rabia más


inminente. Estaba allí porque me estaba chantajeando, pero también
para aprender de él todo lo que había que saber sobre la Orden.

No sabía qué pasaba con Alexander ni por qué había vuelto de


repente a mi vida con una venganza tenaz; pero sí sabía que, aunque
no volviéramos a estar juntos de ninguna manera, seguía queriendo
acabar con la Orden.

Ellos lo habían convertido en un monstruo, así que yo me iba a


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convertir en el suyo.
—No te he dado permiso para salir del país —dijo Ashcroft con
suavidad mientras su mano tiraba brutalmente de un mechón de mi
cabello hacia atrás—. Tendrás que ser castigada por eso.

Sinceramente, me pareció bien. Ashcroft era un verdadero sádico;


no necesitaba follarme para obtener su placer de mí. Sólo necesitaba
mi sudor, mis lágrimas y un poco de sangre. Por otra parte, su
reticencia a follar conmigo podía deberse al daño que le había causado
su estancia en la Silla de Hierro de Pearl Hall. Había visto la curva
destrozada de su polla y su escroto horriblemente marcado. Riddick y
Alexander no se habían portado bien con él después de que me
hubiera cogido la garganta a la fuerza.

—Tenía que trabajar —objeté mientras parpadeaba las lágrimas de


mis ojos irritados.

—Tal vez deberías mudarte conmigo. Conseguirme una putita


permanente y una criada que haga todo el trabajo sucio por aquí. —Se
acercó para que la dura longitud de su polla presionara mi mejilla a
través de sus pantalones—. ¿Te gustaría eso?

Le miré a los pies como respuesta, incapaz de doblarme y


contorsionarme en los pliegues de origami de sumisión en los que
solía caer con gracia a los pies de Alexander.
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El recuerdo de su fría voz como un collar alrededor de mi garganta,


su voluntad como una correa de eslabones que me guiaba
despiadadamente a través de la carrera de obstáculos de su deseo, hizo
que se me secara la garganta.
—Eso está mejor —dijo Ashcroft, acariciando mis pezones
endurecidos—. Te golpearía tan jodidamente doblada sobre mi
escritorio; pero Las Pruebas son esta noche, y necesitan a cada esclavo
sin marcar antes del comienzo.

Las Pruebas.

Ya había oído hablar de ellas, en mi vida anterior como esclava


Davenport; pero no sabía en qué consistían. Alexander no había
participado en ellas en el Club Dionysus el año que me poseyó en
Inglaterra porque acababa de ser quebrado.

No sabía cómo Ashcroft podía engañarse a sí mismo pensando que


podía ponerme en exhibición, y yo obedecería felizmente sus
demandas como una perra entrenada en un mejor espectáculo.

—Sé que obedecerás maravillosamente para mí —dijo, leyendo la


expresión de mi cara y burlándose de ella—. O no sólo publicaré las
fotos desagradables de Davenport follando contigo, sino que también
te entregaré a su padre.

Su siniestra risa resonó en el vestíbulo como la pista de una mala


película de serie B.

Se me puso la piel de gallina y luché contra el impulso de rodearme


con los brazos como escudo protector.
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Por mucho que hubiera echado de menos a Alexander en los


últimos años, me sentía mucho más aliviada de estar lejos de Noel.
Todavía se podía ver el tenue rastro plateado de las cicatrices en mi
espalda si me pillabas con la luz equivocada y, cuando soñaba, a
menudo era con la cruel paliza que él y su tercer hijo me habían
propinado como regalo de bodas.

La sola mención del nombre de Noel era como invocar al diablo.

—Veo que ahora entiendes la gravedad de tu situación. —Ashcroft


me levantó la barbilla y se inclinó hacia abajo para que sólo pudiera
ver su sonrisa petulante y carnosa—. Noel te quiere. Ha mencionado
de improviso bastantes veces en el Club que pagaría generosamente si
alguien te entregara a su poder. Parece que no tuvo suficiente contigo
cuando eras la mascota de Alexander. Aparentemente, el Thornton no
es muy bueno compartiendo.

No, Alexander no lo era, lo cual era sólo una de las razones por las
que había advertido a su padre que nunca me pusiera la mano encima.

Por supuesto, Noel no había hecho caso de esa amenaza y, hoy,


dudaba de que Alexander supiera el daño físico; por no hablar del
trauma emocional, que su padre había causado en mí.

—Es una pena que Noel no pueda estar allí esta noche para verte
actuar para mí. —Arrastró sus dedos por un lado de mi rostro y los
pasó por mi cabello. Contuve la respiración mientras rezaba para que
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no viera la amapola que Alexander había plantado bajo la piel de mi


cuello.
—Aunque él te llevaría y, sinceramente, aún no he terminado
contigo. Tienes toda esta piel dorada que aún tengo que marcar. —
Tarareó contemplativo, como si catalogara todas las formas futuras en
que me haría daño.

Su desapasionada malevolencia me recordó a todos los demás


hombres verdaderamente viles que había conocido antes. Era
sorprendente lo intrínsecamente unidos que estaban el aburrimiento y
la maldad. Me pregunté si los hombres de la Orden no serían tan ricos
como para estar ociosos y no estarían tan vacíos emocionalmente
como para necesitar la crueldad para llenarse, si es que habría una
Orden para empezar.

—Te quedarás aquí hasta la noche. Tengo una chica que te peina y
te maquilla y, antes de eso, te pondrás tu dulce uniforme de sirvienta y
te ocuparás de mi casa, ¿no es así, esclava?

—Sí, señor.

Me acarició la cabeza de nuevo, luego retorció sus dedos en los


mechones y me puso de nuevo en posición de pie. Su rostro burlón
estaba caliente contra el mío mientras pegaba nuestras mejillas y
hablaba en la comisura de mi boca. —Compláceme esta noche y
cuando te traiga de vuelta aquí para una ronda nocturna, puede que no
tenga que volver a presentarte el látigo. ¿Recuerdas eso, dulce
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esclava? ¿Cuando Landon Knox te arrancó la bonita piel de la espalda


en largas y doradas cintas?
Sintió mi estremecimiento y se echó a reír como un borracho,
embriagado por mi miedo. Me agarré a la pared cuando me arrojó
lejos y luego luché por no girar para atacarle mientras se paseaba por
el pasillo hacia su despacho con las manos en los bolsillos, silbando.

Me recordé a mí misma que tenía un plan, y que ese plan llevaría un


día no sólo a la destrucción del propio Ashcroft, sino de toda la Orden
de Dionisio.

Con ese pensamiento recorriendo mi mente como un canto


meditativo para ahogar la agonía de mi ira, me puse apresuradamente
el ridículo disfraz de criada y comencé a explorar la casa de tres pisos.
Los arrogantes y los que tienen derecho a ello están obligados a ser
descuidados con sus pertenencias, y yo estaba ansiosa por descubrir lo
que podía estar albergando.

Tenía una sala de sexo totalmente negra; con el suelo de cemento


pulido manchado de sangre en algunas partes, y las paredes cubiertas
de paneles negros que daban a todo el lugar una sensación oscura y
antiséptica, como la de una habitación de médico de pesadilla. Tenía
bandejas de herramientas, no sólo la parafernalia normal de Dom; sino
viales de drogas, jeringas, gruesas agujas de perforación, bisturíes y
pinzas médicas. Toda la estética me recordaba que Ashcroft era un
químico bastante prolífico, y se me revolvían las tripas al pensar en
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todas las formas en que podría torturar a una mujer con este tipo de
equipamiento.
No había nada que encontrar allí más que material para pesadillas;
así que seguí adelante rápidamente, limpiando el resto de la casa con
mi estúpido disfraz; con un plumero, una fregona y una escoba. Mis
manos olían a limón artificial y mi cuerpo, aún dolorido por
Alexander, crepitaba y quejaba mientras me movía por el enorme
espacio.

Estuve tentada de no limpiar en absoluto y limitarme a esconderme


para perder el tiempo; pero el soso sirviente que me había recogido me
siguió por las habitaciones para asegurarse de que trabajaba.

Para cuando llegué al despacho de Ashcroft, desocupado mientras


su ayuda de cámara lo vestía para los juicios, estaba deprimida por mi
falta de hallazgos y lo suficientemente cansada como para llorar.

Quería entregarme a la autocompasión y maldecir a Dios por seguir


amontonando prueba tras prueba en mi corazón. Me dolía admitir que
la peor de esas pruebas últimamente era pasar el día y la noche con
Alexander en Londres sabiendo que era un adiós.

Pero algo en el recuerdo hizo clic en mí como el obturador de una


cámara, y me di cuenta con vértigo de lo que el chantaje de Ashcroft
me daba como oportunidad.

—Tengo que ir al baño —le dije al criado mientras vacilaba en el


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despacho y comenzaba a recorrer el pasillo hasta la última puerta al


final del pasillo, junto a la puerta trasera—. Sólo será un momento.
Frunció el ceño; pero se quedó donde estaba, organizando
ostensiblemente la vida de Ashcroft en un iPad.

Tuve cuidado de controlar mis pasos cuando entré en el cuarto de


baño y cerré la puerta con llave, y sólo dejé que una sonrisa se abriera
paso a través de la costra de tristeza de mi rostro cuando me quedé a
solas conmigo misma en el espejo.

Apresuradamente, saqué mi teléfono de donde lo había encajado en


mi liguero y marqué un número que conocía de memoria.

—¿Tesoro? —preguntó Dante—. ¿Has vuelto de la isla de las


bestias?

Siempre tenía un apodo despectivo para su tierra natal, y


normalmente me hacía sonreír; pero tenía demasiadas cosas en la
cabeza como para encontrarlo encantador.

—Escucha, ¿podrías hacerme un favor?

—Cualquier cosa —respondió con decisión.

Su disposición hizo que mi corazón experimentara una divertida


palpitación de júbilo.

—Bien, necesito algún tipo de cámara pequeña. ¿Como una cámara


oculta para niñeras? Esas existen en la vida real, ¿verdad?

Dante se rio, cálido y fuerte. —Sí, Cosi, existen en la vida real. ¿Me
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atrevo a preguntar por qué necesitas una de estas?

—Más de una. Lo ideal sería tener seis o siete.


—¿Tiene esto algo que ver con Ashcroft? —preguntó, y hubo un
murmullo de voces en el fondo como respuesta.

Me mordí el labio. No sería bueno mentir porque Dante podría


olfatear la deshonestidad como un perro policía una bomba, y
honestamente, no podía pensar en otra razón viable por la que
necesitaría cámaras ocultas.

—Sí, así es. Necesito que tú o uno de tus... hombres se reúna


conmigo en la próxima hora y media con las cámaras en esta dirección
—dije, repitiendo la información de Ashcroft—. ¿Puedes hacer que se
reúnan conmigo en la entrada trasera? Envíame un mensaje de texto
cuando lleguen. No responderé, pero sentiré la vibración en mi muslo
y encontraré la manera de llegar a él.

—Cosima, ¿estás en su casa ahora mismo? —gruñó.

—Evidentemente.

—No te hagas la jodida lista conmigo ahora mismo. A la mierda


con tus cámaras, voy a ir yo mismo y voy a llevar a unos tipos. Nos
encargaremos nosotros mismos de ese figlio di puttana20 ahora mismo.

—Dante, no —dije bruscamente—. Si quieres venir a esperar fuera


de la puerta, no puedo impedírtelo. Pero tengo una idea aquí, una que
podría llevar a acabar con la Orden, y eso es importante para mí. No
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sólo por mí y por todas las formas en que han tratado de arruinar mi

20
En italiano; hijo de puta.
vida, sino también por otras mujeres. Nadie merece ser vendida a una
sociedad que la utilizará, humillará y dañará para su propia diversión.

Dudó, las bocanadas de su aliento furioso soplando fuerte a través


del teléfono.

—Bien, enviaré a Frankie. Pero si necesitas ayuda, llámame.


Aunque no puedas hablar, llama; contestaré y estaré allí antes de que
te des cuenta, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dije antes de aligerar mi tono en un intento de que


no se preocupara por mí—. Pero de verdad, Dante, no necesitas otra
herida de bala. A estas alturas, creo que eres más metal que hombre.

—Entiéndelo y entiéndelo bien, Cosima —dijo con una voz como la


de Alexander, de una forma que me recordó que el gran oso de
peluche que sabía que podía ser también era uno de los mafiosos más
peligrosos del país—. Recibiría cien balas más por ti hasta que mi
sangre fuera de plomo si eso significara que estás a salvo de cualquier
daño.

—Dante —exhalé cuando sus palabras encontraron acomodo en mi


pecho. Sólo era una palabra, su nombre; pero pensé que transmitía lo
mucho que lo amaba y lo mucho que me asombraba que él me amara
de esa manera a cambio.
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Noel no había arruinado los corazones de todos sus hijos.

Sólo a Rodger y, tal vez, a Alexander.

La idea hizo que mi corazón se apretara, pero seguí adelante.


—Tengo que irme. He estado aquí demasiado tiempo. Envía a
Frankie y te prometo que te llamaré cuando todo esto termine, ¿sí?

—Si, tesoro mia21 —aceptó en el mismo tono que había utilizado


con él, uno que dolía de ternura, vulnerable como un moratón—. Ten
cuidado.

Terminé la llamada, tiré de la cadena y abrí el grifo antes de


escabullirme por la puerta y volver al despacho. El sirviente, poco
impresionado, me miró de reojo; pero yo le sonreí alegremente
mientras reanudaba mis tareas de limpieza.

Más tarde, cuando terminé mis tareas y me senté frente al tocador


para que me embelleciera una mujer que sólo hablaba ruso, mi
teléfono vibró y me excusé una vez más para ir al baño.

Nadie se detuvo ni me vio mientras bajaba las escaleras y salía por


la puerta trasera.

La mano derecha de Dante y el único miembro de su equipo con el


que se me permitía interactuar me saludó con una gran sonrisa infantil.

—Frankie —saludé, besando sus dos mejillas rasposas.

—Cosima. Estos están listos para funcionar. Graban vídeo hasta que
alcanzan su punto máximo de almacenamiento. No he tenido tiempo
de preparar una transmisión en directo; así que esto tendrá que bastar
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por ahora. ¿Podrás recuperarlos en algún momento?

21
En italiano; si, mi amor.
Asentí con la cabeza, cogiendo las cámaras del tamaño de una
moneda de diez centavos en la mano. —Gracias por esto, Frankie.
Dile a Dante que no se preocupe.

Sus labios se torcieron en una sonrisa macabra. —Sí, eso no va a


ocurrir contigo en la boca del lobo; pero se lo transmitiré para que los
demás chicos se rían.

—Sé lo que estoy haciendo. —No estoy segura de por qué sentí la
necesidad de decirle eso a un casi desconocido cuando en realidad
eran todos los demás hombres de mi vida los que necesitaban oírlo.
Aun así, Frankie me respetó lo suficiente como para ponerse sombrío
por un momento y escudriñarme con sus ojos húmedos y negros. Unos
ojos que habían visto la muerte y la sangre, la corrupción y la codicia
tan grandes que se tragaban la vida entera de la gente.

Fueron esos ojos los que parpadearon y luego me sonrieron. —


Claro, nena, me lo creo.

Tragué grueso, sorprendida por lo mucho que necesitaba que


alguien tuviera fe en mí, y luego le di un ligero puñetazo en el hombro
antes de volver a entrar.

Coloqué una en el dormitorio que me habían dado para prepararme


para la noche. Otra en el pasillo del segundo piso y otra en la puerta
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abierta de la habitación de Ashcroft. Había una pegada a la pared


detrás de una planta de ficus en la entrada y otra, por último, en el
despacho de Ashcroft; en el ojo del lobo tallado en mármol negro.
La coloqué allí mientras me acercaba a Ashcroft, que estaba sentado
recostado en su silla como el señor con derechos que era.

—Estás preciosa —elogió mientras su mirada caliente y grasienta


recorría toda la piel expuesta por mi lencería de raso dorado.

Le sonreí con palabras en los ojos que sólo Alexander había sido
capaz de leer: —Soy mucho más que mi belleza, y un día, pronto, lo
descubrirás.

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Dieciocho horas después de que Cosima me abandonara por
segunda vez, mi rabia aún no había disminuido. Podía sentirla correr
por mis venas tan espesa y química como el opio en mi torrente
sanguíneo. Incluso Riddick, al que por fin había identificado como mi
amigo más cercano en los últimos cuatro años, fue cuidadoso conmigo
en las horas posteriores a su marcha; y apenas pronunció una palabra
si no era para confirmar los planes de viaje.

Decir que su huida me había puesto muy nervioso era un


eufemismo. Estaba enfadado tanto con ella por huir como conmigo
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mismo por creer que obedecería sin más.

Habían pasado cuatro largos años desde que Cosima se había puesto
a mis pies; y había pasado incontables horas en terapia, en clases de
meditación, leyendo libros de autoayuda escritos por gurús engreídos
para superar su compulsión a servirme.

Debería haberlo sabido.

Pero mi euforia me había vuelto descuidado. Era virgen en su noche


de bodas; sabiendo que por fin iba a recibir la gratificación que tanto
merecía, la unión por la que había trabajado durante años; y había
subestimado el hecho de que mi esposa seguía siendo reacia.

Ella no sabía la miríada de formas en que mi vida había cambiado


desde que se había marchado y me había dejado la primera vez.

Ella no sabía los sacrificios que había hecho.

Los hombres a los que había extorsionado, amenazado y mutilado


para conseguir mis objetivos.

La finca que había entregado a Noel como un regalo y una prisión


para que supiera dónde vivía el Diablo, incluso cuando buscaba acabar
con él.

Ella no sabía nada, mi pequeña ratoncita.

Como de costumbre, se había mantenido al margen de los


mecanismos masculinos por su propia seguridad, y eso había llevado a
un final poco satisfactorio para ambos.
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Parecía que tenía que aprender esa lección una vez más antes de
jurar no volver a repetirla.
Al final de esta noche, Cosima Davenport sabría exactamente a qué
atenerme y, por lo tanto, a qué atenerla ella también porque, le
importara admitirlo, estábamos inequívocamente unidos; dos planetas
en órbita.

Yo tenía un plan, uno condenadamente bueno que había sido


cocinado en el despacho del Primer Ministro en mitad de la noche,
después de volver de encontrar a Cosima en Milán tantos años atrás,
mientras tomaba un horrible café y mantenía interminables
conversaciones sobre política, moralidad y venganza.

En ese preciso plan, no debía contactar con Cosima hasta que todo
hubiera terminado.

Ella era mi recompensa al final de mi viaje heroico.

Desgraciadamente, aunque había emprendido el camino de un


héroe, seguía sintiéndome atraído por las tendencias villanas; y en el
momento en que la prensa sensacionalista había salpicado su supuesta
unión inminente con el imbécil de Mason Matlock, mis buenas
intenciones se habían desmoronado.

De ninguna manera, ni siquiera por encima de mi cadáver,


permitiría que alguien reclamara a la mujer que ya había hecho mía.
Mataría a todos los hombres que soñaran con hacerla suya. Cosima era
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y siempre sería mía. Aunque ella no lo supiera.

Tampoco había planeado acercarme a ella tan bruscamente en el


baile benéfico; pero mi Cosima había aparecido tan encantadora que
no había otra forma de actuar que comprarla públicamente ―quizá de
forma estúpida, dada la naturaleza encubierta de mi vida durante los
últimos cuatro años― una vez más.

El intercambio de dinero por una cita era en gran medida simbólico.


No tenía ningún deseo de pasar una mísera noche sin ella, ni sentía la
necesidad de pedirle o hacer un trueque con nadie por ese privilegio;
pero pensé que era un gesto muy bello, aunque algo dramático.

Especialmente después de la forma en que la había rechazado en


Milán. La mirada de su impagable y deslumbrante rostro rompiéndose
en miles de finas grietas y fisuras cuando dejé caer su corazón sin
piedad sobre el techo del Duomo y lo aplasté bajo mi tacón me
perseguiría el resto de mi vida. Era un mal necesario. La Orden siguió
un seguimiento minucioso de Cosima durante el primer año de nuestra
separación, indagando en su historial de internet y en los hábitos de su
nueva vida en Nueva York. Yo también lo hice. Y era obvio para
ambas partes que Cosima seguía colgada de mí, sus interminables
citas terapéuticas, los pedidos de libros de Amazon y la única y
nefasta visita a un club de BDSM eran más que una prueba de ello.

Así que para asegurarme de que estaba a salvo, tuve que


machacarla.

No había mayor tortura que amar a una mujer y no poder tenerla. Lo


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único que había aliviado algo del dolor en los últimos cuatro años era
avanzar contra la misma Orden en la que había venido a infiltrarse
aquella noche.
Tenía suficiente información sobre la mayor parte de la Orden para
encerrar de por vida a algunos de los hombres más poderosos;
incluido Noel, que estaba en arresto domiciliario en Pearl Hall por sus
negocios corruptos con la Autoridad Portuaria de Falmouth.

El final estaba cerca y un hombre mejor, un hombre más fuerte, se


habría mantenido alejado de Cosima hasta que hubiera terminado.

Pero yo no era un hombre más fuerte.

Estaba completamente destrozado por el peso de Cosima en mi


pecho, el ancla y la cadena que tiraban del tiempo y la distancia entre
nosotros.

Era imposible que se casara con otro hombre.

De ninguna manera, ahora que tenía su sumisión y su renuente


capitulación, podía pasar otro maldito y agonizante día sin ella.

Lo que me llevó a la puerta del centro de la Orden en Nueva York,


el Club Bacchus, para meterle el dedo en la nariz a la sociedad y
recuperar lo que era mío.

Las mujeres colgaban como adornos del techo; ensartadas en


cadenas de oro, cuerdas de diamantes, perlas en cuerdas de fibra de
carbono reforzada para que las bellezas no cayeran al suelo en una
maraña de riquezas. Estaban suspendidas en formas, cada una atada en
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una pose diferente por hermosos lazos de bondage Shibari22. Una
pelirroja caía del aire boca abajo, con el cabello en forma de flecha,
los pies esposados a un arco de madera con las rodillas giradas y el
coño desnudo a la vista. La habían convertido en el símbolo de un
arco y una flecha, el arma clásica del cazador.

Otra giraba lentamente con el cuello inclinado, la espalda arqueada


hasta que su cabeza casi se conectaba con la punta del pie como una
bailarina girando en una caja de música. Estaba atrapada en una malla
de brillante gasa rosa pálido, tres tramos de la cual envolvían su
garganta y la mantenían tensa hacia atrás en un intento infructuoso de
encontrarse con su muslo derecho levantado.

Habrían sido hermosas colgadas así si lo hubieran consentido. Tal y


como estaba, podía leer el miedo en sus vidriosos ojos, oler el sabor
metálico de su sudor por el estrés, que socavaba el aire manchado de
cuero del club.

Había quince chicas engalanando el lujoso interior del Club


Bacchus, con trapecios de luz procedentes de las lámparas de araña
que se balanceaban suavemente y que cortaban su piel en fragmentos
dorados. Los hombres trazaban esas formas amarillas sobre su piel
mientras se mezclaban por la cavernosa sala, bebiendo whisky y
charlando amistosamente con sus compañeros mientras miraban y
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molestaban a las mujeres expuestas.

22
El Shibari (縛り, literalmente —atadura—) o Kinbaku (緊縛, literalmente —atadura
tensa—) es un estilo japonés de bondage que implica atar siguiendo ciertos principios técnicos y
estéticos, y empleando cuerdas generalmente de fibras naturales.
No tenía ningún deseo de unirme a ellos.

La mayoría de los hombres no me reconocerían de vista; pero


algunos sí, y todo mi plan consistía en permanecer en el anonimato
hasta el último momento.

Me escabullí entre las sombras de los bordes de las paredes de


brocado azul hasta que encontré una silla tapizada de terciopelo con el
punto de vista perfecto de mi objetivo.

Mi belleza estaba atada con miles de cadenas de oro que ataban sus
pechos en picos hinchados, enrolladas sobre su vientre y entre cada
muslo, de modo que sus piernas estaban dobladas y abiertas,
exponiendo su coño al aire fresco de la sala y a los ojos calientes de
sus clientes. Tenía los brazos cruzados sobre la cabeza y estaban
cubiertos de oro de forma tan completa que parecía que los llevaba
como una corona.

Era la única mujer en toda la sala que miraba con descaro desde su
atadura, que inclinaba la barbilla tanto como le permitían las cuerdas
para poder mirar a los ojos a cada uno de sus lascivos admiradores y
condenarlos a todos en silencio al infierno.

Una diosa encadenada seguía siendo una diosa.

Ningún tipo de maniobra o dominio sobre ella cambiaría eso.


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Jesús, pero me dejó sin aliento.

Chasqueé los dedos a uno de los tipos que se paseaban con una
bandeja de bebidas y le arrebaté el whisky a otro para mí. El chico
frunció los labios; pero no pronunció ni una palabra de protesta
mientras se apartaba y reanudaba sus tareas.

Conocía su lugar mejor que Cosima, y ella llevaba años de acritud y


dominio masculino en su haber.

Me pregunté, mientras daba un sorbo al whisky Laphroaig de


veintiocho años, si su incapacidad para quebrarse era la razón por la
que me había embelesado tanto con ella. No había nada frágil ni hueco
en su sumisión, nada que se resquebrajara bajo la fuerza de voluntad
de otro hombre.

Era demasiado cálida, demasiado elástica y contenida como para


romperse así. En lugar de eso, se doblaba, se retorcía y se balanceaba
en las formas dictadas por mi dominación. La belleza de su sumisión
era totalmente arrebatadora y desvergonzadamente embriagadora,
porque no era una mujer rota al azar la que tenía bajo mi control, sino
una con sustancia y brío que elegía obedecer mis órdenes.

Había un respeto mutuo por el poder que cada uno de nosotros cedía
en el intercambio.

Si me hubieras preguntado hace años; la primera vez que mi padre


me obligó a azotar a una de sus esclavas, si alguna vez veneraría a una
mujer como lo hacía con mi esposa; habría pensado que estabas loco.
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Pero en secreto, la verdad de ello habría resonado.


Odiaba la forma en que Noel trataba a sus esclavas, y en cuanto
tuve la edad suficiente para soportar una paliza en su lugar, la había
recibido.

Toda mi vida había creído que estaba programado para ser la réplica
exacta de mi padre. Que mi naturaleza siempre superaría la educación
que mi madre había demostrado.

Mientras estaba sentado en la oscuridad del club hedonista bebiendo


whisky, planeando desmembrar al hombre que estaba junto a Cosima
como su falso dios, el alivio que me recorrió se sintió como un
bautismo.

No era tan tonto como para pensar que mis sentimientos por Cosima
lavaban la sangre de mis manos o los innumerables negocios turbios
que me habían hecho presenciar como parte de la Orden. Seguía
siendo, intrínsecamente y siempre el villano, caracterizado así antes de
nacer por mi padre.

Pero si hubiera tenido corazón, habría amado a Cosima con todas


sus facetas.

Si pudiera ser un héroe, de alguna manera y durante algún tiempo,


sería para salvar a la mujer que había llamado mía desde el momento
en que me salvó la vida en un callejón de Milán hace cinco años.
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Las luces se atenuaron en el club cuando uno de los esclavos


colgados fue desatado y conducido al escenario principal para la
primera exhibición de la noche. Los hombres que merodeaban por la
sala en grupos encontraron sus asientos para el espectáculo, pero no
antes de realizar sus últimas caricias a las esclavas expuestas.

Un hombre, rubicundo como un irlandés, cogió a Cosima entre las


piernas y luego le lamió los dedos uno a uno.

La rabia que se agitaba en mis entrañas no era caliente ni volcánica.


Era glacial, colosales fragmentos de hielo que se desprendían en
espumosas aguas árticas. Arrojaba una luz clara y fría sobre mis
pensamientos mientras meditaba la forma en que mataría a aquel
irlandés por tocar a mi belleza.

Puede que huyera de mí ―y lo pagaría―; pero no importaba la


distancia o el tiempo que nos separara, Cosima Lombardi Davenport
era mía.

No quería que tuviera una vida con otros, un diálogo o incluso un


monólogo separado de mí o de mi nombre. No quería pasar ni un solo
momento más sin que ella comprendiera que mi propiedad no tenía
nada que ver con el dinero que cambiaba de manos ni con los
contratos que se firmaban, y sí con la forma en que un alma podía
poseer a otra.

Llámenlo brujería, llámenlo encantamiento; pero sea lo que sea, yo


me había rendido a él hacía mucho tiempo.
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Ella también lo haría, tan pronto como la sacara de la peligrosa


situación en la que estaba enredada con Ashcroft.
Riddick apareció silenciosamente a mi lado, con los pies apoyados
y las manos unidas a la espalda como un soldado que espera órdenes.

—Ella es la siguiente, milord —murmuró mientras miraba con


oscura rabia a Ashcroft pasando una mano por el interior del muslo de
Cosima.

—Paciencia, Riddick —le dije; aunque una esquirla de rabia helada


me atravesó la garganta dolorosamente mientras intentaba tragarla—.
¿Sabes qué hacer con él cuando llegue el momento?

Asintió secamente con la cabeza, sin inmutarse ante la exhibición


sexual de dominio y sumisión que tenía lugar en el escenario. El eco
de los sollozos de la esclava en toda la sala no eran nada para el
hombre que había estado a mi lado durante años.

Sólo el temblor del muslo de Cosima mientras se zafaba del


persistente contacto de Ashcroft hizo que el hombre de plomo se
llenara de sentimientos.

Lo sabía porque el mismo sentimiento resonaba en mi interior.

Finalmente, el primer lord terminó con su esclava, y se escucharon


algunos aplausos. Nadie estaba entusiasmado con la actuación. Le
habían faltado gritos, sangre y súplicas; las tres piedras angulares de la
rúbrica de calificación del Juicio.
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—Ahora, señores y esclavas; sé que hemos estado esperando para


ver lo que Ashcroft hará con la supermodelo, y estoy seguro de que
será delicioso. Ashcroft y esclava, por favor, suban al escenario.
Observé; sin respirar, sin siquiera parpadear; cómo el hombre
desenredaba a Cosima con brío de sus cadenas y luego enganchaba
una correa a través del collar de cuero en su garganta antes de
obligarla a arrastrarse tras él hasta el estrado elevado en el fondo de la
sala.

Mi cuerpo se movía como el humo a través de las sombras,


subiendo silenciosamente las escaleras hacia la izquierda del
escenario, donde me escondía detrás de las cortinas azul marino. Una
mano se introdujo en el bolsillo forrado de seda de mi americana y
agarró con cuidado la jeringuilla entre los nudillos.

Ashcroft dijo algo al público que les hizo reír mientras Cosima se
arrodillaba en la postura perfecta de sumisión.

Destapé la tapa de plástico y me metí más en la funda de las


cortinas de terciopelo.

Los zapatos de Ashcroft hicieron clic como el temporizador de una


bomba de relojería mientras cruzaba el escenario lacado en negro
hacia mí para recuperar algunas de las pléyades de herramientas
dispuestas en los aparadores de detrás del escenario.

Clic, clic, clic.

Apareció en paralelo a mí, con su perfil afilado por la excitación de


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lo que iba a ocurrir. Tenía una sonrisa en los labios, torcida como su
lujuria en algo feo.
Se la borré de la cara de un solo golpe mientras salía de la negrura,
lo rodeaba con mis brazos sinuosamente y lo apretaba como una pitón.
Mi presa se congeló de miedo antes de que comenzara la lucha; pero
en realidad no fue ninguna lucha.

Enganché mi pierna alrededor de sus pies para poder apalancar su


paso adelante a trompicones contra mi pecho, sujetándolo más cerca,
sofocándolo más fuerte.

—¿Te atreves a tocar lo que es mío, Ashcroft? —le siseé al oído, lo


suficientemente alto como para que se oyera por encima del estruendo
de la sangre que le llegaba a la cabeza.

—Ya no es tuya... —consiguió resoplar.

Dios mío, quería destrozarlo en ese momento, retorcerle la columna


vertebral hasta que se rompiera y todo lo que tenía dentro se
derramara como un caramelo de su soporte de papel maché.

—Cosima es y será siempre mía —le dije con calma,


concentrándome en mi respiración para no matarlo demasiado rápido
y acabar con toda la diversión que había planeado para él—. Y,
aunque no lo fuera, te mataría igualmente por chantajearla como lo
has hecho; por atreverte a tocar a una mujer mucho mejor que tu
patético ser.
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Entonces, antes de que pudiera enfurecerme hasta el punto de


asesinar, le clavé la punta de la aguja que tenía en una mano en el
cuello y le introduje las drogas en el organismo.
Diez segundos después, estaba inconsciente.

Riddick salió de la oscuridad para atraparlo mientras yo lo dejaba


caer hacia adelante fuera de mis brazos.

—Mantenlo en la Silla de Hierro hasta que yo llegue —le recordé a


mi criado y amigo—. De alguna manera, el bastardo conservó su
capacidad de tener una erección después de la última vez que se sentó
en el trono de púas. Ocúpate de que no vuelva a cometer el mismo
error.

Me giré sobre mis talones antes de que Riddick pudiera responder.


La multitud fuera del escenario empezaba a murmurar por el retraso, y
no quería darles ninguna razón para investigar. Rápidamente, recogí
mis herramientas y me dirigí a la luz del escenario.

Hubo un grito colectivo ante el cambio de Dominante; pero nadie se


abalanzó sobre el escenario para impedir que continuara el
espectáculo. Cosas como ésta ocurren. Todos éramos leones en una
jaula llena de un suministro limitado de carne. No había reglas que
restringieran nuestra agresividad natural y nuestra necesidad de
dominio; así que sólo los más fuertes prosperaban.

Y yo era el más fuerte de todos.

Cosima se arrodilló con la cabeza inclinada, su velo de brillante


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cabello negro casi azul bajo los focos. No sabía por qué el público
había jadeado; pero la firmeza de sus hombros y la firmeza de los
dedos de sus pies contra el suelo indicaban que estaba preparada para
lo peor.

Casi desnuda y atada, mi belleza seguía siendo una gladiadora.

La música sonaba como un fuerte latido en los altavoces mientras


me envolvía la correa en la palma de la mano y la utilizaba para
obligar a Cosima a ponerse de rodillas y reducir la tensión en el
cuello. Inclinada hacia mí, con la boca abierta como una cereza
partida, sentí que se me ponía dura al verla.

—¿Estás lista para tu castigo, esposa? —pregunté contra sus labios


húmedos antes de pasar mi lengua por su mandíbula y hundir mis
dientes con fuerza en su cuello.

Su grito ahogado saltó al aire como un signo de exclamación


mientras su cuerpo se balanceaba aún más cerca del mío. Vi cómo sus
ojos dorados se volvían hacia los míos y se ennegrecían de alivio y
oscuro deseo.

Sí, le dije con la mirada, esto era lo que ella se merecía por
encerrarme en la cama y huir de mí.

Otra vez.

Se merecía ser castigada de la forma que yo considerara oportuna, y


yo me merecía ver cómo luchaba por satisfacer cada demanda como
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recompensa.
Sus ojos se encendieron, calientes como el centro de una llama.
Podía leer la pregunta furiosa en ese calor tan fácilmente como la tinta
de una página.

¿Por qué no me rescatas de este lugar?

Mi sonrisa como respuesta me atravesó la mitad izquierda del rostro


y me llenó el pecho de un tipo diferente de frío.

No uno de rabia, sino la fría y metálica precisión que se obtiene al


entrar en la Dominación.

La arrastré más cerca de la correa en lugar de inclinarme yo mismo,


porque cada acción de aquí en adelante estaba destinada a enfatizar la
discrepancia de poder entre nosotros.

Yo guiaba y ella me seguía.

—Porque, topolina —respondí a su demanda tácita—, no soy tu


salvador que viene a llevarte a un país de cuento de hadas. Soy tu
amo, y ¿este?... Este es mi dominio.

Su escalofrío corrió a través de la correa de cuero hasta mi mano,


una barra de acero que transportaba la corriente eléctrica de su deseo
directamente a través de mi carne.

El poder del momento era tan tangible que podía sentir el zumbido
de mi propia piel.
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Sin previo aviso, solté la tensión de la correa; pero en lugar de caer


al suelo en una maraña de miembros desgarbados, Cosima flotó como
la seda hasta el suelo en una perfecta pose de obediencia.
Su compostura era la única respuesta que necesitaba para saber que
quería esto, que lo necesitaba, tanto como yo.

En la complicada danza de nuestro reenganche, ésta era la principal


combinación de movimientos. Todo lo que tenía que hacer era dirigir;
y mi belleza, siempre inevitablemente, la seguiría.

A un lado del escenario había una pequeña mesa plateada con


ruedas, como las que se pueden encontrar en una sala de urgencias,
donde había depositado mis juguetes al pasar, y volví a ella entonces.
Ostensiblemente, organicé allí los utensilios como si reflexionara
sobre la escena que pensaba ver con mi esclava. En realidad,
necesitaba un momento para volver a mirarla, plegada en una
sumisión tan impactante que parecía golpear como una flecha
encendida en mi pecho.

Asimilé el gran peso de sus pechos perfectamente formados, las


puntas marrones de sus pezones fruncidas por el aire deliberadamente
frío. Eran unos pechos grandes, que rozaban lo profano en su delgada
figura; su diminuta cintura y su flagrante caída bajo las formas, sus
caderas redondeadas pero ligeras mientras se estrechaban en las
piernas más largas que jamás había visto. Era la perfección. No
porque cumpliera con la definición estándar de belleza que miden los
medios de comunicación y los ideales modernos, sino porque había
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una dualidad dolorosamente atractiva en su forma; la confianza y el


poder estampados en cada hueco de sus curvas, mientras que cada
hueco contenía la vulnerabilidad juvenil de alguien mucho menos
experimentado en lo que la habían convertido sus trágicas
experiencias.

Mirarla así me recordaba, de forma aguda, que no había visto antes


que atenderla como yo lo haría era el mayor de todos mis
considerables dones y responsabilidades.

Con cuidado, me quité la chaqueta del traje y la dejé sobre la mesa


antes de remangar metódicamente mi camisa de vestir.

—¿Quién podemos decir que está actuando? —preguntó uno de los


jueces desde su larga mesa en el centro de la sala.

Pude ver a un esclavo agachado bajo la mesa sirviéndole, con la


polla reluciente y ajena a la luz azul del club.

Con el mismo cuidado con el que doblé mi americana, comprimí la


vitalidad de mi afecto por Cosima en un pequeño paquete prensado y
lo guardé en lo más recóndito de mi mente; de modo que cuando me
volviera para mirar a la sala llena de hombres a los que planeaba
destripar hasta convertirlos en cenizas, lo único que verían sería a uno
de los suyos.

Un señor arrogante que creía que todos debían doblar la rodilla ante
sus poderes y persuasiones.

—Soy Alexander Davenport, Conde de Thornton, heredero del


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Ducado de Greythorn. Y ésta —dije mientras cruzaba hacia la mujer a


la que pensaba dedicar la siguiente hora a destrozar y el siguiente siglo
a recomponer— es mi esclava.
Me tenía atada con una serie de complicados nudos con una cuerda
tan sedosa y negra como mi cabello. Se deslizaba sobre mi piel y
luego se estrechaba; una serpiente envuelta infaliblemente alrededor
de su presa. Me proporcionó la misma euforia curiosamente
meditativa que proporciona una experiencia cercana a la muerte; esa
claridad y anticipación casi morbosa que puede provocar una erección
a los moribundos. Estaba desnuda salvo por esas cuerdas, y parecían
confirmar mi desnudez y resaltar la total exposición de mi cuerpo a las
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masas.

Estaba jadeando cuando terminó de atarme metódicamente en


posición; con los pechos tan apretados que eran hinchazones rojizas
como rocas del desierto, los pies atrapados muy separados con sólo los
dedos apoyados en el suelo, los brazos atados en una sola trenza sobre
la cabeza, conectados a un gancho bajado del techo. Mi coño estaba
totalmente expuesto, el aire gélido como dientes puntiagudos en mi
delicada carne, los ojos codiciosos de los hombres del club calientes
como un hierro candente contra mi clítoris.

Estaba mal que me excitara una humillación tan flagrante. Me


maquillaban como una muñeca para el placer de mi amo, para
exhibirme como un premio frente a los espectadores y panelistas que
me juzgarían por mi sexualidad, mi obediencia y la gradación de mi
sumisión.

Estaba mal someterse tan fácilmente a su dominación cuando hacía


sólo unas horas me había convencido de que nunca más capitularía a
sus atenciones; pero una pequeña parte de mí sabía incluso entonces lo
equivocada que estaba al grabar en piedra esa intención. Entre
nosotros existía una simbiosis inexpugnable, como la luna con las
mareas. Todo lo que yo era parecía ligado a su voluntad. Me pregunté
aturdidamente si la lucha que había librado contra mis bajos instintos
durante los últimos cuatro años, luchando por volver a vivir después
de años de supervivencia, había sido un engaño que había inventado
para mí misma. Nunca tuve la menor duda de que desafiaría la
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inexorable atracción de Alexander Davenport si me llamaba; pero


había pensado que no volvería a hacerlo, así que me había engañado
pensando que no acataría la orden si llegaba. Mi cuerpo en el suelo,
flexible y listo como la arcilla húmeda para ser moldeado con las
formas de su deseo, subrayaba lo equivocado de mis pensamientos
durante la última media década.

Era erróneo; pero se sentía deliciosamente pesado en mi sexo, tan


embriagador como una droga en mi torrente sanguíneo. Si no
estuviera atada a unos pinchos metálicos clavados en el suelo del
escenario, me habría perdido en el subespacio antes de que él hubiera
empezado a reclamarme.

No, no eran los pinchos los que me mantenían segura.

Era mi amo, el peso de su mirada en mi cuerpo como las manos en


mi garganta y en mis caderas, estimulándome a someterme con más
fuerza, a complacerlo mejor.

No se trataba de las pruebas, de demostrar a nadie más que él era el


mejor amo y yo la mejor esclava. Aún no sabía exactamente qué
quería de mí fuera de esta sesión carnal; pero me sentía demasiado
aliviada por el descarte de Ashcroft, demasiado abrumada por mi
continua sed de él como para concentrarme en otra cosa que no fuera
la rica intención de la mirada de Alexander.

Cualquiera que fuera su objetivo final, esta escena consistía en


empezar a restablecer la confianza caducada entre nosotros de la
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forma más elemental que él conocía: mostrándome con sus palabras


cortantes y sus manos crueles hasta dónde podía llevar mi cuerpo
hacia un placer tan poderoso que se astillaba en un dolor exquisito sin
llevarme al límite de la verdadera vergüenza y el dolor.
Era un juego y también no era un juego porque su talento era una
llamada, y mi respuesta era tan intrínseca como el cambio natural de
las mareas. Parecía tan trivial para los hombres que nos observaban,
que nos juzgaban; pero en la pequeña burbuja de intimidad que nos
rodeaba a mi amo y a mí, nada se había sentido tan conmovedor.

Por fin había vuelto al lugar al que pertenecía.

Al terminar su obra maestra de Shibari, Alexander apareció ante mí,


con su cuerpo protegiéndome parcialmente del público a su espalda.
Sabía que era deliberado, al igual que la marcada ausencia de una
venda en los ojos. Quería que me sintiera vista porque la belleza de mi
sumisión a él era digna de mención; pero que no quedara totalmente
expuesta porque la visión de mis pliegues y hendiduras íntimas era
sólo para la mirada de mi amo. Él quería que yo viera; pero sólo para
que yo viera cómo sus ojos cambiaban de gas humeante a agua fría
líquida directamente a piedra castigadora.

Acentuaba nuestra conexión incluso en una habitación llena de


gente que yo aborrecía.

Me quedé mirando esos ojos grises como el estaño y observé cómo


su boca firme y llena se apretaba en una línea de satisfacción sombría.

El contacto de sus dedos con la parte exterior de mi ingle me


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sobresaltó porque había estado tan cautivada por su mirada, que me


estremecí cuando trazó un camino por el sensible pliegue donde mi
muslo se encontraba con mi pubis hasta la tierna piel de la parte
interior de mi pierna. Su piel era más fría que el gélido aire, como si
estuviera tallada en hielo, y cuando sus dedos se deslizaron por el
interior de mi muslo, la piel de gallina floreció a su paso.

Tragué con fuerza cuando apartó los dedos y los llevó entre
nosotros para mostrarme cómo brillaban húmedos a la luz.

—Tan mojada y todavía no te he tocado de verdad —se burló de mí


mientras me untaba los pechos con mis jugos como si fuera un trapo
humano. El toque degradante me hizo sentir un agudo placer en mi
interior—. Te encanta que te utilice; pero no olvidemos que esto es un
castigo.

Más afilada que una cuerda de abeja, más dura que una bofetada en
la cara, la palma de Alexander conectó con el frágil interior de mi
muslo. El dolor estalló en pequeños fragmentos a través de mis
sentidos, fracturándose y acumulándose en mi ingle.

Gemí y me retorcí en mi postura de cuerda.

—Quédate quieta mientras te golpeo —dijo y, aunque sus palabras


eran una orden, su tono era aburrido; como si mi obediencia fuera una
ruta—. Sabes que te lo mereces, sposa in fuga.

Esposa fugitiva.

Sus palabras en italiano reverberaron en mi corazón como un gong,


y la mirada de severo disgusto sustituida por un genuino dolor en su
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aristocrático rostro prolongó el eco.


Antes de que pudiera comprender cómo su arrepentimiento podría
haber cambiado las cosas, su mano volvió a encontrar mi muslo
opuesto en una bofetada mordaz.

Y luego otra vez. De un lado a otro de cada muslo, su palma


calentaba la piel en incrementos rítmicos; la bofetada inicial aguda, el
ardor sordo, luego otra vez, la bofetada más fuerte, el ardor más
profundo, haciendo un túnel a través de mis piernas como nuevas
terminaciones nerviosas.

Me balanceé inconscientemente ante sus empujones, inclinando las


caderas para permitirle un mayor acceso a mí, deseando que sus
manos encontraran mi coño.

—Estás goteando por todas partes —observó, con la palma de la


mano golpeando húmedamente la evidencia—. Tal vez no me esté
expresando bien.

Sus ojos se clavaron en los míos, con las pupilas dilatadas de tal
manera que el gris sólo enmarcaba el amplio abismo de oscuras ansias
en su centro. Podía leer su excitación en el pulso de su garganta, en la
forma en que su nuez de Adán se raspaba contra la piel cuando
tragaba con fuerza la oleada de deseo que le recorría el vientre. La
escasa evidencia encerrada bajo su frío control me hizo jadear aún
más fuerte.
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Entonces, nuestra conexión se rompió cuando él inclinó la mano


hacia arriba en lugar de hacia el otro lado y me dio una bofetada
cortante directamente sobre el coño. Estuve a punto de caer al suelo
mientras el dolor se convertía en espirales de placer dentro de mí; pero
la mano de Alexander en mi coño me calmó, ahuecando la carne
húmeda tan íntimamente que pude sentir el ligero roce de su callo
contra la piel sensible con tanta fuerza como el papel de lija.

Con la otra mano me pellizcó la barbilla y se acercó para que sus


oscuros ojos dominaran mi visión. —Vas a quedarte completamente
quieta mientras te pongo el coño rojo y en carne viva con mi mano. Sé
que querrás correrte, mi belleza, porque te encanta que sea así de duro;
pero no debes llegar al orgasmo hasta que tu amo lo desee. ¿Lo has
entendido?

—Sí, amo. —Respiré mientras sus dedos jugaban en la húmeda


entrada de mi sexo, sumergiéndose justo dentro de mi carne, las tres
puntas de sus dedos estirándome con su anchura.

Intenté apretarlos; pero entonces desaparecieron, mis caderas se


retorcieron en el aire. Mi gemido fue fuerte, lo que provocó que los
hombres que había olvidado que nos observaban se rieran en voz baja
de mi evidente lujuria.

Pensé que probablemente era algo raro ver a uno de los esclavos
disfrutar tan descaradamente de las ministraciones de sus amos. Un
pequeño rincón oscuro y olvidado de mi psique se animó ante su
mirada. Después de todo, era una mujer vanidosa y siempre me había
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gustado la atención masculina; incluso cuando estaba contaminada por


la lujuria avariciosa. Tal vez incluso especialmente entonces. La
exhibición era extrañamente tentadora, no porque sintiera que los
hombres merecían ver la belleza íntima de mi unión con Alexander,
sino porque una parte oscura de mí adoraba ser tratada así por mi amo.

Como su esclava lasciva y necesitada.

Me azotó hasta que mi coño palpitó con más fuerza que mi corazón,
hasta que gemí y supliqué descaradamente que su polla me llenara y
me quitara el dolor.

Entonces, cuando ya no podía aguantar más, apareció la gruesa


extensión de la gran polla de plástico que se adentraba en los
hinchados pliegues de mi coño. Alexander me empujó con cuidado
hacia abajo, con una mano firme sobre mi cadera, y la otra
sosteniendo el juguete entre mis piernas inmóvil, de modo que tuve
que ser yo la que se jodiera sobre él. Él no me tomaría, dijo a la
multitud y a mí, a menos que pudiera demostrar que valía la pena
follar.

Así que mis caderas se agitaron lo mejor que pudieron en las


apretadas ataduras, la cuerda ligeramente abrasiva cortando sobre mis
caderas de la forma en que solían hacerlo los dedos castigadores de
Alexander; el ligero roce fluyendo directamente hacia mi sexo,
aumentando el ritmo de su palpitación. Estaba jadeando y sudando por
el esfuerzo de follar con aquel grueso juguete, gimiendo ligeramente
porque no era suficiente para excitarme; incluso con la sensación
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añadida de los fríos ojos metálicos de Alexander cortando mi piel


como el filo de una cuchilla. Hubo un deslizamiento húmedo y
succionador que sonó claramente en la habitación por mis esfuerzos, y
me marcó la piel con el calor abrasador de un rubor.

—Mi pobre esclava no puede tener un orgasmo así —se burló


Alexander, con los ojos entrecerrados en una doble expresión de
decepción y burla—. Necesitas que te llene más, ¿verdad? Quieres
sentir cómo reclamo cada uno de tus apretados agujeros.

Mi gemido destrozó el paso de mi garganta, crudo y retumbante. —


Sí, amo.

—Qué palabras tan dulces en tus sucios labios —alabó, pellizcando


mi barbilla para inclinar mi cabeza hacia arriba y así poder morder y
luego lamer mi boca. Sabía a calor, ligeramente metálico y rico como
el calor después de tragar ciertas especias. Quise deleitarme en esa
caverna caliente, gemir dentro de ella mientras él se llevaba su lengua
a la mía; pero se apartó con una última lamida abrasadora, y mi boca
se volvió repentinamente fría, con un cosquilleo por el abuso.

—¿Necesitas a tu amo entre estos bonitos muslos rojos? —preguntó


con frialdad.

Sí, sí, sí, canté, gemí y supliqué.

Me preguntó de nuevo. Me abofeteó de nuevo justo sobre mi


clítoris. Me retorció los pezones implacablemente hasta que los sentí
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como hierro forjado, calientes y tortuosos en mi pecho.


—¿Quieres que te folle delante de todo el mundo, delante de quién
yo elija? —me preguntó mientras apretaba la gruesa y apetitosa
longitud de la erección que abarrotaba sus pantalones.

Me lamí la baba de la comisura de la boca. —Sí, amo.

—Dime por qué, topolina.

Sabía lo que quería, no sólo porque era una buena esclava, sino
porque había estado enamorada de ese hombre. Sabía que quería algo
más que mi cuerpo en ese momento; pero me rebelé a darle el resto.
No conocía su plan, lo que haría con mi capitulación y mi corazón si
se los concedía.

Bofetada.

Otra bofetada hizo que mi coño se convulsionara en torno a la


circunferencia del juguete que tenía dentro de mí de forma casi
dolorosa. Mi clítoris palpitaba con tanta fuerza que temí correrme así;
destrozándome en el filo de su mezquindad como una cerámica
arrojada al suelo.

Gemí con fuerza cuando arrancó la polla de plástico de mi coño y la


tiró al suelo, dejando mis caderas agitándose sin descanso sobre el aire
vacío.

—Dime, esposa —ordenó sombríamente, acercándose a mi cuerpo


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con su muslo contra mi sexo para que el material raspara sobre mis
nervios en carne viva como una cerilla a una tabla de golpear—. He
esperado cinco años para oírte decirlo, y no voy a esperar ni un
momento más. Dame lo que ambos necesitamos oírte decir.

Sus ojos eran espejos plateados que duplicaban la desesperación y


el anhelo que sentía reflejados en los míos. Un gemido salió de mis
labios separados.

—Dime, topolina —repitió, los ganchos de sus ojos atrayéndome


hacia él inexorablemente, arrastrándome por su estela hasta quedar
atrapada en su red.

—Porque quiero que todo el mundo vea que te pertenezco —dije,


no un susurro ni un rugido, sino una afirmación que se movió por mi
cuerpo como un despertar espiritual.

—Sí —siseó Alexander, desabrochando sus pantalones, bajando la


cremallera, y luego; jadeé porque estaba tan lejos de él; su preciosa y
llorosa polla—. Me perteneces.

Y entonces se levantó con la polla agarrada casi violentamente en el


puño, con la otra mano sujetando mi cadera, y se lanzó dentro de mí
en una larga y abrasadora embestida.

Grité al techo mientras mi cabeza se echaba hacia atrás y mi coño


detonaba en un orgasmo tan fuerte que vi las estrellas bailar contra la
parte superior del club. Me folló con fuerza, golpeando mi coño
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azotado e hinchado con propiedad, sin importarle mi placer en su


búsqueda de su propio clímax. Sólo consiguió llevarme más arriba, y
cuando me hundió los dientes en el cuello sujetándome allí mientras
me follaba como un animal procreando a su pareja, me corrí de nuevo,
gritando con la garganta en carne viva mientras me reclamaba.

Cuando se corrió momentos después, fue con un rugido; la bestia en


su corazón expuesta para que la viera y la sintiera contra mí. Me
encantaba la emoción de follar con un hombre tan parecido a un
animal peligroso, de estar atada a sus órdenes y a su merced.

Mi mente se perdía en la textura aterciopelada y afelpada del


silencio que seguía a un orgasmo espectacular; pero era distantemente
consciente de que Alexander se retiraba, de que su semen y mi
humedad goteaban obscenamente por mi muslo. Entonces hizo lo
mismo que había hecho una vez después de follarme en el campo de
amapolas de Pearl Hall, untó nuestros jugos combinados en mi
dolorido y distendido coño hasta el fondo del culo y hasta la piel
desnuda de mi pubis. Jadeé cuando me pasó lo último de la humedad
por los labios y luego se abalanzó para besarme brutalmente en la
boca.

Se giró hacia el público después de volver a meter su pene mojado y


semiduro en los pantalones, con una ceja enarcada y los brazos
cruzados mientras preguntaba distraídamente: —¿Y bien?

Un hombre se levantó, ajustó su erección en los pantalones de su


traje y dijo: —Todavía hay más emparejamientos que exhibir...
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Alexander se dignó a lanzar al hombre una de sus patentadas


miradas de soslayo.
—Pero bueno, sí; los dos estuvieron increíbles, señor Davenport.
Estaremos encantados de incluirla entre las chicas que se utilizan en el
club para ocasiones especiales. Ella hace caso a sus indicaciones
maravillosamente.

—El único que toca la dulce boca y el tierno coño de mi esclava soy
yo. La próxima vez que preguntes, te cortaré los huevos, ¿está claro?

El juez lanzó una mirada al resto del grupo, pero asintió. Estaba
claro que no tenían ni idea de quién era realmente Xan, que esta
sucursal de Nueva York no había oído hablar de las leyendas del
inconquistable Conde.

—Ah, y por favor —dijo Xan, esbozando su sonrisa depredadora—.


Llámenme Lord Thornton.

No nos fuimos de inmediato. No se nos permitió y, aunque


Alexander era el tipo de hombre que sólo escuchaba las peticiones
cuando le convenían, cedió y nos arropó a los dos en los oscuros
recovecos de una mesa de la esquina para ver las actuaciones
restantes. Me había sacado de las cuerdas, me había lavado el sudor y
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la suciedad con un paño caliente y húmedo en una de las habitaciones


del fondo, y me había envuelto en su enorme camisa de vestir para que
no tuviera que quedarme en el minúsculo conjunto de lencería con el
que había llegado. Me la abroché en la cintura y me reí al ver cómo
me cubría una parte decente de las piernas y se me descolgaba sobre
las manos.

Alexander me observó reír y me colocó un mechón de cabello


detrás de la oreja antes de acompañarnos de nuevo a la discoteca.

Ahora estaba sentada en su regazo, como muchos de los otros


esclavos; pero tenía su camisa cubriendo mi cuerpo y una manta que
un servidor había desenterrado de algún lugar y que olía a barriles de
roble para mantenerme caliente. Alexander me acunó; no había otra
palabra para describirlo. Me metió en el pliegue de su cuerpo y su
brazo derecho, mi mejilla apoyada en el hueco de su pectoral, mis
piernas acurrucadas contra su pecho. Podía sentir los fuertes y
constantes latidos de su corazón contra mi mejilla, y los duros planos
de su musculoso cuerpo me abrazaban como una armadura.

Era una ilusión soñada en mi subespacio persistente; pero pensé que


nunca me había sentido tan segura.

No hablamos, y yo no lo intenté. No era el momento ni el lugar, y


yo estaba insensibilizada a los largos y pesados silencios de Alexander
incluso después de todos estos años. Él se contentaba con abrazarme,
y yo estaba más que contenta de ser abrazada.
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De todas las cosas que había echado de menos de Alexander, la que


más había echado de menos era su afecto físico. En cierto modo, era
más elocuente de lo que podrían ser sus palabras cultas y muy
educadas.
Estaba echando una siesta después del clímax cuando Alexander se
giró hacia el suelo. Mis ojos se abrieron de golpe, alertados al instante,
cuando alguien se deslizó en el espacio sombrío junto a nosotros.

Habló antes de que pudiera hacerme una idea de quién podría ser,
pero sus palabras hicieron imposible confundirla con otra persona. —
amo Alexander, siento molestarle cuando está con... su e—esclava.

Yana.

Su dulce acento ruso y su nervioso tartamudeo no hacían más que


resaltar su delicada y casi frágil belleza, como una flor que pronto
dejaría de florecer. Me sorprendió lo joven que parecía teniendo en
cuenta que había sido esclava de Noel hacía casi tres décadas. Había
cicatrices que resaltaban en su piel a la luz azul del club, y el miedo se
había instalado con fuerza en la piel que rodeaba sus ojos; pero por lo
demás, su complexión ligera y su belleza etérea la hacían parecer de
no menos de veinticinco años. No era de extrañar que fuera popular
entre los hombres de la Orden. Parecía hecha para ser rota, una
paloma de arcilla construida sólo para ser disparada.

—No te preocupes, Yana, te pedí que te reunieras conmigo aquí.

Levanté la vista bruscamente hacia él, con los celos tan agudos en el
pecho que sentí como si un dardo envenenado me atravesara el
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corazón. Me aplacó con una mano alisando mi cabello, envolviendo


familiarmente las hebras.
Cuando volví a mirar a Yana, sus enormes ojos azules, casi
translúcidos, estaban fijos en sus dedos en mi cabello; como si
estuviera presenciando un milagro obrado por Dios.

Supuse que el afecto de un amo era exactamente eso para una mujer
tan acostumbrada a la crueldad de la esclavitud.

—M—me alegro de v—verle, amo; p—pero no sé qué q—querrá de


mí —admitió con voz tímida, con los ojos clavados en el cuello de
Alexander y sin desviarse más allá por el arraigado respeto a su
superioridad sobre ella.

Me preguntaba si ella sabía lo profundamente grises y encantadores


que podían ser sus ojos.

—Ahora eres esclava del amo di Carlo ¿no es así, Yana? —


preguntó Alexander.

Me puse rígida al oír el nombre del jefe de la familia criminal de la


Cosa Nostra. ¿Formaba parte de la Orden?

—¿Pero es un italoamericano? —acusé sin poder evitarlo.

—La facción americana de la Orden trabaja de forma un poco


menos discriminatoria que su contraparte británica. Aquí no hay
títulos, sólo riqueza y poder. Di Carlo tiene lo suficiente de ambas
cosas como para justificar una invitación, y como parte de su
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iniciación, se le regaló su primera esclava. —Inclinó la cabeza hacia


Yana.
Parpadeé con fuerza, mientras mi mente se esforzaba por
encontrarle sentido a la ruta de las conexiones. Parecía una revelación
importante; pero no podía entender cómo el hecho de que di Carlo
formara parte de la Orden era exactamente trascendental.

—Lo que el Consejo Americano no entendió —continuó Alexander


mientras observaba con ojos duros la forma magullada y frágil de
Yana—, es que un hombre construido sobre la riqueza no es
necesariamente uno de vieja lealtad o integridad. Que un hombre así
podría ser comprado.

—¿Por quién? ¿Por ti? —pregunté y observé cómo Yana se


estremecía ante mi atrevimiento.

—Tal vez —dijo, dando un sorbo a su whisky—. O quizás por otro.


Yana, ¿quizás puedas arrojar algo de luz sobre el asunto?

Se lamió los labios, rápida y nerviosa, y volvió a hacerlo. Todo su


cuerpo parecía estar lleno de energía veloz y quebradiza, como si
fuera a romperse y hacerlo de buena gana ante cualquier provocación.
La pena floreció en mi pecho, superando mis celos anteriores.

Puede que Alexander haya recibido una paliza por ella cuando era
un niño; pero no había sido lo suficientemente mayor ni lo
suficientemente cariñoso como para salvarla por completo.
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No como parecía que había intentado una vez y podría volver a


intentar hacerlo por mí.
—L—le patrocinó un hombre —admitió, con los ojos dando vueltas
por el club como si fueran canicas sueltas, buscando a alguien que
pudiera descubrirla traicionando a su nuevo amo—. Él y su s—
sobrino. Él quería mucho estar en la Orden, p—pero esperó mucho
tiempo. Él—l tenía que h—hacer algo p—primero por este hombre.

Tragó con fuerza y se inclinó hacia delante para mirarme a los ojos,
los suyos llenos de una disculpa casi salvaje.

—É—el tenía que c—conocerte e i—informar sobre ti —admitió.

Alexander se convirtió en piedra debajo de mí, por lo que sentí que


estaba sepultado en hormigón.

—¿Por quién? —susurré, con tanto miedo a la respuesta que apenas


me atrevía a formular la pregunta.

Yana se estremeció violentamente y, finalmente, con más miedo al


nombre que pronunciaba que a Alexander, levantó los ojos hacia los
suyos y dijo: —Amo Noel.

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—Ella no sabía nada más —le dije a Alexander, tratando de calmar
la furia apenas contenida que amenazaba con apoderarse de él
mientras estaba sentado a mi lado en el Town Car, enviando mensajes
de texto furiosos a alguien.

Yana había desaparecido casi inmediatamente después de su


confesión, cuando el consejo había concluido finalmente en Las
Pruebas y nos había anunciado a Alexander y a mí como ganadores.
No había querido ser castigada por estar al margen de las órdenes de
su amo, y no podía culparla por ello. De hecho, estaba segura de que,
si no fuera porque Alexander recibió aquellos azotes por ella cuando
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era un niño, ni siquiera habría soñado con escaparse de la casa de di


Carlo en primer lugar.
Lo último que había dicho de importancia era que di Carlo se
sentaría a jugar a las cartas en Little Italy en un casino clandestino la
noche siguiente, y sólo entonces, después de que Alexander usara su
voz de dominante con ella.

No era mucho para salir, pero fue suficiente para dejarme


tambaleando.

Noel llevaba años vigilándome a través de un espía de la Cosa


Nostra, y se me revolvía el estómago al pensar en toda la información
que podría haber obtenido.

—Ella sabe más —dijo Alexander, con las duras líneas de su rostro
acentuadas por la brillante luz de la pantalla de su teléfono mientras
miraba un mensaje—. Aunque no, podría hacerlo si quisiera.

—Arriesgó su seguridad al reunirse contigo aquí. Deberías haberle


pedido que se reuniera contigo con más discreción —le reprendí.

Sus ojos pasaron del teléfono a donde yo estaba sentada a su lado,


inmovilizándome de forma tan forzada que ni siquiera pude respirar.
—No hay mucha más discreción para una esclava que lleva un collar
que no se puede cerrar y grilletes en las muñecas y los tobillos que el
Club Bacchus. Allí nadie se fija en las esclavas, nadie se habrá fijado
en una más, especialmente en una tan mansa y bien entrenada como
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Yana. Era lo más seguro que podía hacer y también lo necesario.


—Era arriesgado, probablemente para los dos —contraataqué,
volviéndome para encontrar consuelo en las calles que pasaban como
acuarelas borrosas y oscuras por la ventana.

Su burla fue altanera, tan condescendiente que no tuve que verle la


cara para saber cómo se alzaban sus cejas, su boca fruncida como un
signo de exclamación puntuando mi estupidez. —Me estremece
pensar en cómo podrías reaccionar si supieras cuántos riesgos he
corrido en los últimos cuatro años para verte a salvo.

Me tragué el grueso oleaje de anhelo en la garganta y casi me


atraganté con la imposible obstrucción. La mano de Alexander recogió
el reguero de cabello que bajaba por mi espalda y lo envolvió
infaliblemente alrededor de su palma hasta que mi cabeza se vio
obligada a girar hacia él para disminuir la tensión y mi boca se separó
en un leve jadeo de dolor. Me estaba esperando, sus ojos brillaban
como el filo de un cuchillo mientras se clavaban en mi corazón.

—No hay nadie a quien no mataría por ti. No hay crimen que no
cometería ni atrocidad que no instigaría si eso significara mantenerte a
salvo y que fueras mía.

—No soy tuya —le dije, con más aliento que sonido.

Odiaba la forma en que mi cuerpo me desafiaba a favor de él,


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incluso en ese pequeño aspecto.

Tenía sus garras en mí tan profundas que estaban incrustadas en mi


ADN.
—Lo eres —dijo simplemente, un hecho irrefutable. Respiré entre
los dientes cuando me puso una mano en la parte baja de la espalda y
me apretó el torso contra el suyo. Mis curvas se sometieron a sus
duras líneas y odié lo bien que encajábamos.

Me mordí el labio; pero no discutí porque mi cuerpo me traicionaba


más fácilmente de lo que mis palabras podrían defenderme. Decidí
que un cambio de tema era una mejor estrategia y me solté de su
abrazo para darme el espacio necesario para pensar con más claridad.
—¿Sabías que Noel me estaba vigilando?

Sus ojos ardían como el hielo ártico contra mi piel. —Por supuesto.
No es un hombre que deje a su presa suelta y libre. Por desgracia, hace
poco que me di cuenta de lo obvio que era que te había estado
vigilando... Sólo necesité preguntarme a quién podría haber utilizado
para lograr tal cosa para pensar en buscar a Yana. Después de todo,
ella ha sido una de sus más poderosas herramientas de trabajo durante
mucho, mucho tiempo.

Quería decirle que Noel había sido quién me hizo huir hace cuatro
años, que me había golpeado hasta dejarme sin cordura y me había
obligado a huir.

Pero no lo haría, no cuando no entendía por qué Xan había vuelto


finalmente a mí después de todo este tiempo.
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—¿Por qué estás aquí, Alexander? —le pregunté, de repente tan


cansada que las palabras se sintieron deformes y pesadas al salir de
mis labios.
Su frente dorada se anudó, y su furia se deslizó por el coche como
un humo, espeso y cancerígeno. —¿Puedes dudar honestamente de
mis intenciones después de todo lo que te he dicho en las últimas
treinta y seis horas?

—¿Realmente hay alguna duda de que lo haría? —repliqué, con mi


propia rabia arrastrándose a través de mi agotamiento—. Has jugado
conmigo como un yoyo durante años. No tengo ni idea de tus
verdaderas intenciones. ¿Cómo podría saberlo?

—Una vez me dijiste que me amabas —me recordó


despiadadamente de repente en mi espacio, con las dos manos
enredadas en mi cabello para que mi rostro quedara inmovilizado
contra el suyo, nariz con nariz, los ojos casi cruzados mientras se
conectaban—. Y una vez prometí que tomaría eso de ti; tu amor, tu
cuerpo y tu devoción. Soy un hombre de palabra, Cosima. He venido a
tomar lo que siempre has querido darme.

—¿Estás tratando de decirme que me amas? —pregunté porque él


seguía elaborando rompecabezas con sus palabras y mi receloso
corazón necesitaba una confirmación.

No cedería a menos de su reciprocidad.

Me miró fijamente, con sus ojos trabajando bajo sus pesados


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párpados, su mandíbula tan tensa que me preocupó que se rompiera


por la tensión.

Pero no dijo nada.


Agarré mis manos sobre sus muñecas como si fueran grilletes y lo
obligué a acercarse más a mí para que pudiera ver cómo brillaban mis
ojos, cómo algo dentro de mí quería alcanzarlo y devorarlo por
completo. Devorar su poder y su esencia hasta que fuera todo mío.

—¿Cómo puedo perdonarte por todo lo que has hecho si no me das


acceso a tu corazón? ¿O al menos a tu mente? No puedo empezar a
comprender tu motivación en los últimos años, y estoy jodidamente
cansada de intentarlo. ¿Por qué estás aquí, Xan?

Se quedó callado durante tanto tiempo, sólo el pesado arrastre de


nuestras respiraciones combinadas puntuando el silencio gomoso, que
me preocupó que no respondiera. ¿Y entonces qué haría yo? Había
llegado demasiado lejos como para volver a ceder ante él sin que me
diera una respuesta a medias.

Necesitaba algún pedazo tierno y vulnerable de su alma o, de lo


contrario, todos mis frágiles sueños en forma de castillo de arena de
tener algo más con este hombre se desmoronarían irremediablemente.

—Por favor —susurré ferozmente—. Dame algo.

—Quiero dártelo todo —dijo casi antes de que yo terminara de


hablar, con su voz atronadora y sus ojos brillando como un
relámpago—. He querido dártelo todo desde casi el momento en que
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puse mis ojos en ti, tan hermosa y valiente. ¿Sabes lo que es para un
hombre acostumbrado al poder y al derroche cuando no puede
conservar y adorar lo que más desea?
No respiré. Mi corazón, durante un largo y agonizante minuto, no
latió.

Existí en el precipicio de sus palabras, mirando al oscuro futuro


esperando que un suave aterrizaje me encontrara después del salto.

—Si tuviera un corazón, Cosima, sé que te amaría con cada una de


sus facetas —respiró con una ternura casi violenta, con sus manos tan
dolorosas en mi cabello y sus ojos tan maravillosamente tiernos en mi
piel, que mi corazón no tuvo ninguna oportunidad contra el
contraste—. Pero yo nací sin uno, y no sé si algo así puede crecer en
un hombre como yo. Si pudiera, sé que lo haría en ti.

Un sollozo subió por mi garganta y estalló entre nosotros. Xan


apoyó con fuerza su frente contra la mía, sabiendo de algún modo que
el dolor y la pasión salvaje de su mirada impedirían que me disolviera.

—Eres mía, topolina —juró con la misma solemnidad con la que


había pronunciado sus votos en nuestra boda—. Lo sé porque todo el
mundo es esclavo de algo, y yo soy esclavo de ti.

Mi boca estaba sobre la suya antes de que hubiera tomado la


decisión consciente de besarlo. Sabía a calor, ligeramente metálico y
rico como el calor después de tragar ciertas especias. Quise deleitarme
en esa caverna caliente, gemir en ella mientras él se llevaba su lengua
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a la mía; pero se apartó con una última succión abrasadora, y mi boca


se enfrió de repente, con el tinte de la pérdida.
Me pasó el pulgar por el labio inferior hinchado y me lo mordió
antes de esbozar su rara sonrisa, que abría cada plano duro de su cara
y la hacía casi infantil.

—He vuelto porque no podía alejarme; aunque fuera lo más seguro


y lo más cuerdo.

—¿Más seguro? —pregunté, estremeciéndome ligeramente al


pensar en Noel observándome todos estos años, cada recuerdo
manchado por la posibilidad de sus ojos en ellos.

Las persianas metálicas se cerraron de golpe detrás de sus ojos y, de


repente, el amo y señor estaba de vuelta. Se apartó ligeramente, un
músculo de su mandíbula saltó.

—Hemos llegado, Lord Thornton —dijo el conductor por el


interfono.

Alexander salió del coche antes de que pudiera exigir más


respuestas. Incluso cuando me abrió la puerta, su rostro no permitía
ninguna conversación y me condujo rápidamente al edificio como si
hubiera una amenaza en cada esquina.

Ahora me preguntaba si realmente era así.

—Xan, ¿qué está pasando? —pregunté, empujando hacia atrás


contra la mano que me impulsaba en la base de la columna vertebral
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mientras nos dirigíamos al vestíbulo del ascensor—. ¿Qué hiciste con


Ashcroft? ¿Qué sabes de Noel vigilándome? Te juro que voy a gritar
si no dejas de ser un pedazo de mierda enigmática.
Sus ojos se oscurecieron mientras me arrastraba hacia el ascensor y
me metía con fuerza en su cuerpo para poder rodear mis caderas con
ambas manos en un abrazo aplastante. —Vuelve a hablarme así,
topolina, y te lo recordaré aquí mismo en este ascensor; donde
cualquiera de tus vecinos podría ver exactamente lo que ocurre cuando
me faltas al respeto.

Me estremecí de lujuria, incluso cuando mi rabia aún me recorría.


—Entonces respétame lo suficiente como para contarme la verdad de
todo lo que ha pasado. Me siento como si no entendiera los
acontecimientos de mi propia vida, incluso cuando los he vivido.

Su expresión severa no se suavizó, pero sus expresivos ojos se


encendieron de orgullo y ternura. —Siempre tan valiente, ratoncito,
enfrentándote a criaturas más grandes que tú en la selva. Tan valiente
y hermosa. —Se inclinó para darme un beso suave, casi revoloteando,
en los labios y luego se apartó para que pudiera ver sus ojos mientras
decía—: Quería contarte todo lo que hay en Jurassic Coast, pero huiste
de mí como pareces estar acostumbrada a hacerlo. Si me enseñas tu
casa y prometes no volver a huir, prometo contarte toda la verdad.

—¿Toda la verdad? —presioné con suspicacia.

Sus labios se movieron microscópicamente hacia un lado, un


pequeño gesto que delataba su diversión. —Toda la verdad y nada
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más que la verdad, mi belleza.

—De acuerdo. —Di un paso atrás decidida para salir de su abrazo y


le ofrecí mi mano para estrecharla.
Otro movimiento de labios, este casi una sonrisa completa. Estrechó
su gran y gastada mano en la mía y acarició su pulgar sobre la
delicada piel de mi muñeca. Cuando me puse a su lado, una cuidadosa
distancia entre nosotros para poder centrar mis pensamientos, él no
trató de romperla, y agradecí su contención más de lo que podría
decir.

Me sentí extraña al saber que Alexander vería mi casa. Era mi


rincón feliz, una colección de habitaciones que catalogaban
vívidamente todos los aspectos multifacéticos de mi alma. Había
comprado el edificio porque era un monumento histórico de la ciudad
de Nueva York de antes de la guerra, y el vestíbulo palaciego de
mármol esmaltado y la carpintería con volutas me recordaban al Pearl
Hall. El apartamento en sí era rico en colores vibrantes, el salón del
color de mi vino italiano favorito, las estanterías que delimitaban ese
espacio primario del despacho que había detrás eran gruesas
estructuras negras llenas de libros, reliquias de la casa de mi infancia
en Nápoles y fotos de mi familia desde que me mudé a Nueva York.
En las paredes había un puñado de cuadros de Giselle y en el pasillo
que conducía a la cocina había algunos de mis retratos favoritos
enmarcados de publicaciones de moda que había hecho. Tenía una
jarra de vino de arcilla siempre llena hasta el borde en mi isla, una
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tradición iniciada hace años en casa de mamá, y un caballete colocado


junto a las pequeñas puertas francesas que Giselle utilizaba para
elaborar sus obras maestras. Un cuadro a medio terminar representaba
a una mujer atada al estilo Shibari con mechones de su propio cabello.

Era un espacio tan íntimo como el interior de mi corazón, y


francamente me alarmaba que Alexander y sus ojos afilados como un
bisturí tuvieran acceso a todo ello.

Esta era la persona en la que me había convertido en cada jarrón


cuidadosamente cultivado y en cada tela de color coordinado. No
estaba segura de cómo reaccionaría al verme independiente porque
nunca había tenido que enfrentarse a ello.

Alexander leyó mi vacilación en la puerta y calmó mis manos


torpes mientras buscaba la llave correcta con una grande y pesada
suya. Vi cómo me quitaba el llavero y encontraba fácilmente la llave
correcta para introducirla en la cerradura dorada. Su sonrisa era leve;
pero presumida, mientras abría la puerta y me ponía una mano en la
espalda para acompañarme al interior.

—Sabía dónde vivías antes de que terminaras de firmar los papeles


—me dijo, con sus labios contra la parte superior de mi oreja,
haciéndome cosquillas en la fina piel de modo que me estremecí—.
Puede que no haya estado a tu lado durante los últimos cuatro años, mi
belleza; pero aun así me aseguré de que tuvieras todo lo que
necesitaras.
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—Te necesitaba —le dije en un momento de intensa sinceridad.


La piel se me puso caliente y tensa por la vergüenza; pero
Alexander se limitó a tirar de mí hacia dentro y luego me apretó
contra la puerta cuando ésta se cerró para poder clavarme contra ella
en un beso caliente y demoledor. Gemí dentro de su boca, deslizando
mis manos entre los cortos y sedosos mechones de su cabeza para
mantenerlo pegado a mí.

Deseaba las respuestas casi tanto como sus besos, pero estos
últimos seguían superando todo. Me sentía como si sólo existiera bajo
su contacto, una aparición hecha por su voluntad y sólo por la suya.

Alexander se congeló contra mí tan repentinamente, que besé su


boca inmóvil por un momento, besándome con una estatua. Cuando
me di cuenta de su parálisis, moví la cabeza hacia atrás el centímetro
necesario para encontrarme con la pared a la altura de la columna
vertebral y noté el arma apuntando a la sien dorada de Xan.

Antes de que pudiera inclinar la cabeza para ver quién cedía el


arma, el enmarañado acento británico—italiano de Dante se deslizó en
voz baja por la habitación. —Apártate de Cosima y mantén las manos
a los putos lados.

—Dante... —empecé exasperada, avanzando para impedirle el paso


a Alexander.
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Sus ojos negros se clavaron en mí, brillantes y duros como astillas


de obsidiana en su rostro fulminante. —Muévete un centímetro más,
Cosi, y le meteré una bala directamente en sus tiernas sienes.
—Dante, no seas stronzo —espeté; aunque obedecí su orden y me
mantuve inmóvil.

Alexander se limitó a permanecer de pie, fuerte e inmóvil como un


árbol amenazado por una leve brisa, como si la pistola que tenía en la
cabeza no fuera más que una leve molestia. Me miró fijamente con la
cara desencajada y los ojos ennegrecidos por el instinto depredador.

—¿Qué coño haces en Nueva York, Alexander? —exigió Dante,


con una postura igual de firme y un rostro igual de implacable.

Nunca se habían parecido tanto.

El aire se distorsionaba como un cristal soplado con las ondas


cerosas de su ira y animosidad.

Un estremecimiento secreto y animal recorrió mi espalda y se


encendió en mi sexo.

—Estoy aquí por Cosima. ¿Qué coño haces merodeando por su


apartamento como un maldito ladrón?

—Tengo una llave —replicó con suficiencia, haciendo chocar la


pistola contra la sien de Xan como si quisiera restregársela
físicamente.

—Es mi esposa —le recordó Alexander en un tono parecido al de


un golpe de mazo antes de moverse tan bruscamente que no pude
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discernir la serie de movimientos que hicieron que el arma de Dante


cayera al suelo, patinara sobre los suelos de madera y ambos hombres
se enzarzaran en una feroz lucha en el suelo.
Alexander emergió en la parte superior y golpeó brutalmente con un
gran puño el costado de Dante, sabiendo de algún modo exactamente
dónde habían disparado a su hermano hacía un par de semanas. Dante
se quedó sin aliento; pero retorció su enorme cuerpo mientras luchaba
por introducir aire en sus pulmones y aprovechó su torso para asestar
un golpe directo a la barbilla de Alexander que le hizo retroceder.
Aprovechó, empujándolo hacia atrás con un empujón en ambos
hombros para que Xan cayera de culo y Dante se abalanzara sobre él,
inmovilizándolo en el suelo para gruñirle en la cara.

—Maldito gilipollas egoísta —bramó en la cara de mi marido, con


la saliva volando y la cara roja—. ¿No podías alejarte, dejarla en paz?

—¿Crees que lo que ella tenía era paz? —dijo Alexander, el hielo
para el fuego de su hermano, tumbado tranquilamente bajo su
corpulento adversario como si hubiera elegido tumbarse y no estuviera
inmovilizado allí—. ¿Crees que podría tener paz sin mí?

—Bastardo maníaco y egoísta —escupió Dante—. ¿De verdad


crees que te necesita? La has maltratado, joder. La perseguiste, la
violaste y la arruinaste.

—Tienes razón —puntualizó Alexander con un duro gruñido


mientras se levantaba para aplastar su frente contra la nariz de Dante y
cambiar de lugar con el hombre tambaleante; arrodillándose sobre él
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con un rostro plácido que, de alguna manera, era más amenazante que
la retorcida mueca de Dante—. La arruiné tan seguramente como ella
me arruinó a mí. Ya está hecho. No hay vuelta atrás. Creo que eres tú
quien tiene que aprender a vivir con eso, Edward, porque Cosima ya
lo ha hecho. ¿Este problema que tienes? Es tuyo.

Se miraron fijamente, nariz con nariz romana, oro y negro apretados


de una manera que ninguna mujer podría pensar que fuera otra cosa
que pura belleza masculina. Me quedé prendada al verlos, al ver que
ambos me amaban lo suficiente como para luchar por mí.

Sin embargo, también estaba completamente harta de sus


dramáticas payasadas de alfa.

—Quítate de encima de tu hermano, Xan —ordené, tirando de su


hombro hasta que accedió de mala gana—. Dante, levántate y
retrocede.

En cuanto se pusieron de pie, me coloqué entre ellos y les puse una


mano en sus macizos pechos, ligeramente agitados, para aplacar la
energía eléctrica que les corría por las venas. Ambos me observaron
con atención, enfadados el uno con el otro; pero también conmigo por
interferir, por interactuar con el otro hombre.

La sensación de estar en medio de ellos me hizo sentir casi


mareada. Era un organismo totalmente dependiente de la mente
masculina para sobrevivir. Necesitaba que me desearan, que me
anhelaran, que se enamoraran de mí.
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El agujero en el centro de mi ser que me habían arrancado cuando


salí de Inglaterra se alimentaba de la carne de su atención, y mientras
estaba entre los dos hombres que se habían convertido en los radios
centrales de mi mundo, abrazaba mi gula con brío.

—Los dos tienen que dejarlo. Soy una mujer adulta que puede
tomar sus propias decisiones y hablar por sí misma. Dante... —Me
volví hacia el hombre que había sido mi salvador los últimos cuatro
años, el hombre que había recogido los jirones de mi cuerpo y mi alma
y les había dado un hogar donde recuperarse. Me miró con ojos negros
suaves y aterciopelados, con la boca fruncida en una esquina porque
ya sabía que no le iba a gustar lo que tenía que decir—. D, amico mio,
Alexander vino a salvarme de Ashcroft en el Club Bacchus esta
noche. No me hizo daño y, sinceramente, no creo que tenga intención
de volver a hacerme daño. Creo que... —Dirigí una mirada al hombre
en cuestión y dejé que sus ojos ardientes me llenaran de convicción—.
Creo que él quiere estar conmigo.

—Lo quiero —confirmó Alexander con su voz dominante, en ese


tono que no admitía discusión—. No es que Edward merezca saberlo.

—Calla —le regañé antes de dirigirme a Dante, odiando la forma en


que sus ojos se enfriaron y su postura cambió, sus músculos se
tensaron como si le repeliera mi mano en el pecho—. Dante, tienes
que confiar en mí para saber qué es lo mejor para mí.

—Mi confianza en ti no tiene nada que ver con eso, tesoro, y sí con
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el hecho de no poder confiar en Alexander desde que se puso del lado


de Noel por el asesinato de nuestra madre.
Hice una pequeña mueca de dolor, porque ése era el quid del
problema, ¿no?

Dante no podía confiar en Alexander, y yo no estaba segura de si


debía hacerlo.

Los dos nos volvimos hacia él, con preguntas en los ojos como
lazos dispuestos a capturarlo para poder exigirle respuestas.

—No necesito que confíes en mí. —Alexander se bajó las mangas


de la camisa y se ajustó los gemelos, insultando a Dante con cada uno
de sus movimientos displicentes—. No necesito que confíes en mí,
Edward, porque nunca confiaste en mí lo suficiente como para volver
a casa y contarme lo que realmente creías que había pasado con Noel.
¿Crees que te traicioné? Bueno, hermano, me abandonaste y me
dejaste con un hombre que sabías que era un monstruo.

El aire de la habitación se volvió como un refresco rancio, pegajoso


por la tensión; pero vacío de las moléculas chocando con rabia. Dante
parecía suspendido en él, flotando en la conmoción y la incertidumbre.

Estaba claro que nunca había pensado en el pasado en esos


términos.

Sinceramente, yo tampoco lo había hecho.

Observé cómo la sangre del labio superior de Dante se acumulaba


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en su nariz ligeramente sangrante y me debatí entre consolarlo o


avergonzarlo por hacer exactamente lo que siempre había acusado a
Xan de hacer.
Abandonar a su familia.

—¿Crees que Noel es un monstruo? —preguntó Dante con


suspicacia.

Contuve la respiración mientras esperaba la respuesta. Era


imposible que Alexander supiera que Noel y Rodger me habían
golpeado; porque sólo ellos dos, Dante y Salvatore, sabían la verdad;
pero había muchas otras formas en que Noel había demostrado su
atrocidad.

Alexander dio un paso adelante, su máscara se deslizó para revelar


una expresión que nunca había visto colgada en sus facciones, una de
pura y duradera agonía.

—Por supuesto, Noel es un monstruo. —Abrió las manos, las apretó


alrededor del aire vacío y las soltó con dedos temblorosos—. Y yo he
hecho cosas monstruosas a su orden, a su imagen y semejanza. Soy el
hijo de mi padre.

Sus labios retorcidos, llenos de auto desprecio y de odio personal,


me cortaron el corazón en tiras. Dios, este hermoso hombre se creía
más feo que sus demonios, y eso me rompió el jodido corazón.

Me acerqué a él antes de que pudiera pensar en frenar el impulso,


mis brazos se deslizaron bajo su traje para apretarlo tan fuerte contra
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mi cuerpo que fue como si buscara absorberlo dentro de mí. Tal vez
mi amor filtrara su autodesprecio y lo dejara limpio, renacido y listo
para quererse tanto como yo.
Y maldición, pero lo hacía.

Tantos años de mentiras y recriminaciones por mis emociones


vacilantes, y seguía exactamente donde había estado el día en que salí
de Pearl Hall con un vestido de novia manchado de sangre.

Inevitable y eternamente enamorada de Alexander.

El conocimiento se asentó sobre mí al igual que sus brazos, cálidos


y seguros. Pensé en cómo había recibido veinticinco latigazos por mí,
en cómo se había casado conmigo en contra de las normas de la Orden
y en cómo me había vigilado como un oscuro ángel de la guarda
durante los cuatro años de nuestra separación.

Pensé en todas las formas en que el hombre sin corazón me amaba.

Levanté mi rostro para poder mirar sus brillantes ojos plateados y su


rostro perfectamente simétrico y completamente hermoso, y supe que
nunca me sentiría más yo misma o más en casa que exactamente
dónde estaba en este momento, en sus brazos.

—No malvado —le susurré, presionando mi mano contra su


garganta para poder tomarle el pulso—. Sólo dañado.

Vi cómo su rostro se ablandaba, cómo el hombre más duro que


había conocido dejaba al descubierto su corazón oculto y tierno, y me
olvidé de que Dante estaba en la habitación. Incluso me olvidé de
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respirar.
Se inclinó para presionar un beso en mi boca y luego morder
bruscamente mi labio inferior. —He nacido y me estoy formado por
monstruos. Nadie puede cambiar eso.

—Nadie, excepto tú —recalqué, agarrándolo más fuerte—. Y tú


quieres, ¿no? Ya lo has hecho.

—Y lo he hecho. —Sonrió ligeramente, pero sus ojos seguían


atormentados—. Nada cambiará realmente hasta que nos ocupemos
del resto de ellos.

—¿Estás intentando acabar con la Orden? —pregunté, sorprendida


a pesar de las pistas que ya me había dado.

La idea de que Alexander fuera por el vástago más poderoso de


Gran Bretaña me calentaba de placer y me enfriaba de ansiedad.
Aunque había decidido, de forma un tanto insensata enfrentarme a
ellos, no me gustaba la idea de que Alexander hiciera lo mismo.
Estaba demasiado involucrado en su mundo como para hacer una
salida limpia, y me preocupaba lo que significarían para él las
consecuencias de su decisión de acabar con ellos.

—¿Por qué crees que me alejé, topolina? —preguntó con una ceja
arqueada—. ¿Por qué crees que terminé las cosas tan brutalmente
contigo en Milán?
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—Para mantenerme a salvo.

Dios, me dolió lo obvia que era la verdad, lo dolorosamente que me


desgarró la espina dorsal como los dientes que abren una herida en
carne viva. Por supuesto, me habría estado protegiendo porque eso era
lo que se había esforzado por hacer casi desde el principio.

Utilizarme, sí; pero sólo para su propio placer, sus propios fines.

La idea de que otra persona me tocara o manipulara siempre lo


había vuelto loco de furia posesiva.

—¿Esperas que me crea que te has vuelto contra todo lo que has
conocido? —exigió Dante, entrando en nuestro espacio, utilizando su
enorme cuerpo y amenazando a Alexander para que dijera la verdad.

No se trataba de mí. La ira y la agresividad provenían, como las


raíces envenenadas de un árbol muerto, de la propia relación tóxica y
duradera de los hermanos, mucho antes de conocerme. Se trataba
sobre Dante, quien no creía que su hermano pudiera ser otra cosa que
su enemigo, porque eso era para lo que parecían haber nacido.

Alexander se dirigió a Dante con una mirada larga y dura que lo


inmovilizó donde estaba. —Francamente, me importa una mierda lo
que creas. Lo único que me preocupa de ti en este momento es por qué
coño no has salido todavía del apartamento de Cosima. Está claro que
no te necesita, y a partir de ahora, no lo harás nunca más.

Las palabras aterrizaron como pretendían, más brutales que los


golpes físicos que había descargado sobre la persona de Dante. Mi
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apuesto amigo se estremeció con el impacto, su rostro abierto se cerró


como una anémona agitada. Sus ojos se dirigieron a mí, buscando
consuelo.
Me mordí el labio porque no sabía cómo transmitírselo sin alterar el
nuevo equilibrio que había encontrado con Xan. Sin dar esperanzas a
Dante cuando no las había.

Dante percibió mis dudas y se apagó de una manera minúscula; una


caída de sus anchos hombros, una mueca en su enrojecida boca, una
tensión en la piel junto a sus ojos. Observé cómo desarmaba sus
emociones con un doloroso cálculo, porque era un hombre abierto que
no estaba acostumbrado a ocultar lo que sentía, y yo odiaba estar en la
posición de decidir entre dos hombres a los que amaba de maneras tan
diferentes pero elementales.

—Dante, bello, por favor; no te pido que confíes en Xan, y no te


pido que nos ayudes con esto; pero si realmente está acabando con la
Orden y con Noel, tienes que saber que necesito ayudarle. No sólo por
Xan, sino por mí.

Intenté apartarme de los brazos de Alexander, pero él no quiso, y


una parte de mí entendía por qué. Esto era un enfrentamiento por
muchas cosas, y una de ellas era yo.

—Dante —volví a suplicar—. Dijiste que no me dejarías sola en


esto.

Sus ojos se dirigieron a su hermano, llenos de brillante acritud como


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una hoja de obsidiana, y luego volvieron a mirarme a mí. Vi cómo sus


puños se cerraban y se soltaban mientras luchaba con su decisión.
El miedo se hinchó bajo mi piel como tejidos infectados,
llenándome de la inquietante creencia que podría salir por mi puerta y
no volver nunca más.

—Ti voglio bene, fratello —le dije.

Te quiero, hermano.

Porque puede que la fractura de la hermandad entre Alexander y


Dante nunca se repare, pero Dante y yo siempre seremos hermanos de
corazón.

Me sonrió débilmente y se giró para recoger su pistola desechada


antes de guardarla en la parte posterior de su cintura. Sus ojos eran
cuidadosamente vacíos mientras me recorrían abrazada a Alexander, y
cuando pasó junto a mí hacia la puerta dijo: —Estoy seguro de que ya
sabes que a veces el amor no es suficiente. —Me destrozó con la
misma seguridad con la que una de sus balas en el corazón podría
haberme matado.

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—Si me dices que te has acostado con mi hermano, lo mato.

Estaba en la cocina sirviendo un gran vaso de whisky Glenfiddich


cuando Alexander dijo las palabras con calma, con hechos, como si
estuviera hablando del tiempo.

Lo ignoré, concentrándome en mi tarea mientras sacaba del armario


dos vasos de cristal tallado y los llenaba con tres generosos dedos del
licor ambarino. Sin ofrecerle el segundo vaso a Alexander, me llevé el
primero a los labios y dejé que el líquido llameante marcara una línea
caliente en la parte posterior de mi garganta. Dejé caer el vacío a la
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encimera de granito negro y bebí un segundo antes de rellenarlo y


ofrecerle uno a Xan.
—¿Bebes? —pregunté ligeramente sin aliento por el ardor del
alcohol.

Necesitaba que el dolor tonificante me calmara momentos después


de que Dante se hubiera marchado enfadado. Tenía el estómago frío
por la indecisión y el temor de que mi Dante se hubiera ido para
siempre. Necesitaba el calor del whisky para quemar esa sensación;
aunque sólo fuera por un rato.

Alexander me miró fijamente a través de las sombras de mi


apartamento sin luz, la oscuridad hacía que su mirada dominara su
frente como una corona de espinosa ira.

—Cosima, si te acostaste con mi hermano, te prometo que lo mataré


—repitió, esta vez con toda la fuerza considerable de su personalidad
dominante y la ira detrás de las palabras.

Me retorcí las manos y me pregunté brevemente si debía decirle la


verdad.

Me había acostado con Dante. Muchas veces.

Cuando me mudé por primera vez a la ciudad de Nueva York, era


un desastre de emociones apenas contenidas por una piel fina y unos
huesos frágiles. Lloraba más que hablaba, y tardaba semanas en
sonreír.
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Sólo Dante me daba consuelo, un trago caliente de whisky escocés


para calmar mi vientre hueco, una manta de terciopelo envuelta
alrededor de mis hombros para evitar un resfriado aún más agudo que
el que había sentido mis primeras semanas en el salón de baile de
Pearl Hall.

Me abrazó hasta que me dormí, me alimentó a la fuerza y lo intentó


todo para hacerme sonreír.

Había sustituido a un amo por otro; aunque Dante era


considerablemente más amable e infinitamente menos dañino para mi
corazón. Incluso se había hecho amigo de Sinclair cuando vivía con
él, en un intento de meter a otra persona en un equipo para sacarme de
la casa y volver a vivir.

—Sí. —Miré a Alexander directamente a los ojos mientras


confesaba, con la barbilla en alto y los hombros cuadrados. No quería
que me avergonzara por mi necesidad o por mi relación con su
hermano—. Me acosté con él docenas de veces cuando llegué; aunque
ninguno de los dos dormía realmente.

La rabia de Alexander perfumaba el aire como la gasolina y la


piedra caliente. Sabía que estaba a punto de explotar, de deshacerse en
un infierno que no tenía derecho a encender.

Levanté una mano para detenerlo y me propuse que no temblara.

Era un milagro que estuviera en pie después de todo lo que había


pasado últimamente, así que me permití el ligero temblor en los dedos.
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—Tenía pesadillas infernales que me mantenían despierta durante


horas. Me despertaba sollozando y dando tantas vueltas que me habría
hecho daño si Dante no me hubiera sujetado, e incluso a veces le hacía
daño a él. Lloré tanto que me quedé helada, y mi cuerpo temblaba
tanto por la conmoción que no podía mantenerme lo suficientemente
quieta como para quedarme dormida. Él estuvo a mi lado durante todo
aquello porque sabía; a diferencia de cualquier otra persona en mi
vida, ni siquiera mi familia, especialmente ellos; que yo había pasado
por un infierno y había regresado al mundo de los vivos como algo
distinto a un ser humano. Algo atormentado, roto y oscuro.

Dirigí una mirada larga y fulminante a Alexander, odiándolo en ese


momento de la misma manera que lo había hecho tres años atrás
después de que me hubiera destruyera en Milán.

—Si quieres condenarme por haber tomado el único consuelo que


podía obtener del único hombre en el que podía esperar encontrarlo,
adelante; pero serás menos hombre por ello.

Permanecimos frente a frente durante un momento que pareció


suspendido en el tiempo, cuando todo cambió profundamente; pero
infinitesimalmente, de la noche al día. Finalmente, cuando Alexander
se acercó a mí, dejé escapar una pesada respiración que no había sido
consciente de estar conteniendo.

Me alcanzó en tres largas y brutales zancadas y me alzó contra su


cuerpo de forma que los dedos de mis pies colgaban del suelo. Su
boca estaba sobre la mía en el siguiente segundo, sus ojos abiertos
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sobre los míos, mientras tomaba mi boca en un beso firme pero


escrutador. Sólo cuando abrí la boca para recibir su lengua, cerró los
ojos y se relajó en el abrazo, gimiendo dentro de mí como un hombre
que encuentra un dulce alivio.

Cuando se separó, apoyó su frente en la mía, con los ojos aún


cerrados como si no pudiera soportar mirarme mientras se confesaba.
—Soy un gran canalla celoso, así que odio la sola idea de que sea algo
para ti. Lo admito. Aun así, sé que es mi culpa que hayas tenido que
recurrir a él, y por eso, sé que debo y viviré con ello. Perdóname por
ser un bruto con mi ira.

—Eres un bruto en algo más que en tu ira, Xan —dije suavemente,


perdonándole con mi suave burla.

Sus ojos se abrieron, brillando como diamantes en una caja de


terciopelo. —Ah, pero no me disculparé por embrutecerte con mi
cuerpo. Lo disfrutas demasiado.

El escalofrío que me sacudió el cuerpo le dio la razón antes de que


lo hicieran mis palabras.

Su risa era humo contra mi cara, embriagadora y lo suficientemente


fuerte como para drogarme. Quería escuchar su alegría todos los días
hasta que muriera, y no me importaba saber que tendría que trabajar
para ello.

—¿Y ahora qué? —pregunté porque estaba tan abrumada por los
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cambios que los últimos tres días habían provocado en mi vida que no
distinguía el arriba del abajo ni la izquierda de la derecha.
Quería quedarme en esta nueva y vertiginosa realidad para siempre,
pero sabía que mi vida nunca sería tan sencilla. Todavía había
demasiadas cosas en el camino de nuestra paz como para relajarnos
por mucho tiempo.

Alexander me pasó una de sus grandes y hermosas manos por la


frente y por el manto de cabello oscuro de mi espalda. —Deja que te
bañe y aleje las miradas grasientas de los hombres del Club Bacchus
mientras te explico algunas cosas.

—Eso suena bien —respiré; pero no me moví porque estaba en sus


brazos; y una parte de mí, aterrada, se preocupaba por lo que pasaría si
lo dejaba ir; aunque fuera un momento.

Su sonrisa era leve y suave, como si supiera; y a lo mejor sabía


exactamente lo que yo temía. Me dio la vuelta para que viera el cuarto
de baño, sabiendo de algún modo dónde estaban mi dormitorio y mi
cuarto de baño en el apartamento, y me dio una palmada en el trasero
como un jinete en el flanco de su caballo.

—Ponte en marcha y empieza a bañarte. Tengo que hacer una


llamada telefónica antes de reunirme contigo.

—¿Ashcroft? —pregunté mientras le obedecía y caminaba por el


corto pasillo hacia mi habitación.
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—Más tarde —me recordó con firmeza antes de darme la espalda y


bajar al salón para atender la llamada.
Dejé las luces apagadas en mi habitación, sin ganas de que los ojos
perspicaces de Alexander se fijaran en la cama vestida de rojo que se
parecía notablemente a la mía de Pearl Hall o en las alfombras rosas y
rojas superpuestas que había debajo.

Encendí mi gran cuarto de baño para poder encontrar mi aceite St.


Aubyn d'Oro y lo añadí al agua del baño mientras se vertía en la
amplia bañera de hidromasaje. Mientras esperaba a que se llenara, me
acerqué a mi espejo dorado mientras me desabrochaba la mitad
superior de la camisa y observaba mi expresión cansada pero eufórica,
tratando de discernir qué había de diferente en mi rostro que me hacía
sentir verdaderamente hermosa por primera vez en años.

Mi pecho expuesto estaba segmentado por persistentes marcas de


cuerda, la estría rosa y blanca como rayas de bastón de caramelo
contra mi piel dorada. Parecían igual de comestibles y, durante un
tentador segundo, me imaginé a Alexander susurrando su boca sobre
ellas, trazando las marcas con la lengua como si tuvieran un sabor y
ese sabor fuera sumisión pura y destilada.

Y me di cuenta de qué era lo que me hacía parecer tan diferente en


mi reflejo.

Por primera vez en años, mi cuerpo se había saciado y mi corazón


albergaba esperanzas. La combinación ganadora hizo que mi piel
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brillara como el oro bajo las marcas de la cuerda y que mis ojos fueran
tan radiantes como dos estrellas ardientes.
Alexander apareció en el reflejo detrás de mí, con su traje negro
llenando toda la puerta. Lánguidamente, sus ojos recorrieron mi
cuerpo, observando el mal ajuste de su camisa con cinturón en mi
cuerpo y la forma en que mi cabello se enroscaba en suaves bucles
como una caligrafía contra la tela blanca.

—¿Sabes? —me preguntó con esa voz apagada y profunda que


podía conmoverme como ninguna otra—, que eres la mujer más
exquisita sobre la que he tenido el privilegio de posar mis ojos.

Mi voz estaba en algún lugar de mi vientre, ardiendo en las brasas


de mi lujuria acumulada pero creciente. Negué con la cabeza mientras
él caminaba hacia mí, deteniéndose justo detrás de mi espalda.

Sus dedos rodearon mi hombro para recorrer suavemente mi mejilla


y luego rodear una a una la larga columna de mi garganta. Sólo
entonces se acercó a mí, tirando con fuerza de esa mano hasta que
pude sentir su erección, dura y peligrosa como una pistola cargada,
contra mi columna vertebral.

—Tan dorados, esos ojos de oro —murmuró mientras bajaba la


cabeza para presionar sus labios y luego sus dientes en mi cuello sobre
mi punto de pulso agitado y tartamudo—. Sin embargo, eres algo más
precioso que el oro. Al menos para mí.
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Gemí suavemente, inclinando mi culo hacia su dura polla, mi tierna


garganta hacia sus dientes. —Xan.
—Mmm —coincidió con mi súplica tácita, hundiendo su otra mano
en el material abierto que abría mi pecho para poder pasar una áspera
yema del dedo por las marcas de la cuerda que enmarcaban mis
tetas—. Me encanta ver pruebas de mí en tu piel.

Mis caderas giraron bruscamente hacia las suyas, mis pezones se


transparentaban a través de la fina camisa mientras él seguía avivando
meticulosamente mi excitación. Acababa de correrme con más fuerza
que nunca en el Club Bacchus, y seguía ávida de más de él.

Sus dientes se cerraron con una fuerza casi dolorosa sobre mi


cuello, y luego se fue; el aire frío donde estaba su cuerpo era como las
puntas de un cuchillo contra mi piel sensibilizada.

Lo miré con el ceño fruncido por la confusión mientras se alejaba


para probar el agua de la bañera, como si no hubiéramos estado a
punto de follar de nuevo.

—Desvístete y métete, mi belleza. El agua está lista.

Me despojé de la camisa de vestir, manteniéndome quieta mientras


flotaba en el suelo a mi alrededor porque me sentía más que desnuda
bajo la mirada caliente de Alexander. Me sentí desnuda hasta los
huesos, diseccionada e inspeccionada como un fabricante de bombas
que se enfrenta a su mayor reto. Los ojos de Xan recorrieron cada
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centímetro de mi carne, calientes y minuciosos como el agua caliente,


rozando mi piel y calentando mi ingle.
Sólo cuando terminó su inspección visual se sentó en el borde de la
bañera y me ofreció su mano, ordenándome en silencio que la cogiera
y entrara en la bañera.

—¿No te unes a mí? —pregunté mientras mi pie se hundía en el


escozor del agua caliente.

Quería que se repitiera la única vez que me bañé con él, después del
aborto, cuando me sostuvo en sus brazos y me hizo sentir como si
fuera la más preciada de todas sus posesiones. Cuando Alexander
esbozó una pequeña sonrisa de complicidad, me agaché detrás de la
cortina de mi cabello para ocultar mi vergüenza y me metí en el agua,
sumergiendo la cabeza bajo las burbujas de modo que mi tartamudo
latido era lo único que podía oír.

Cuando salí a la superficie, él me estaba esperando. Sus dedos


pellizcaron mi barbilla húmeda para que pudiera dirigir mi mirada
hacia sus ojos oscuros como la piedra.

—Voy a atenderte mientras te explico algunas cosas necesarias. Si


me metiera en la bañera contigo, me temo que no tendría fuerzas para
concentrarme en las palabras en lugar de en nuestros cuerpos.

Una cálida bola de deseo se encajó en mi garganta. Tragué grueso


antes de preguntar: —¿Es eso algo malo? He echado de menos la
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forma en que me tocas.

—Ahora te estoy tocando —dijo, enfatizando su punto de vista al


deslizar sus dedos desde mi barbilla hasta la línea de mi mandíbula
inclinada y el cabello sobre mi oreja. Su otra mano se movió entre mis
pechos, subiendo por el afilado saliente de mis clavículas hasta rodear
ligeramente mi garganta—. No tengo que hacerte daño para
demostrarte lo mucho que me perteneces, mi belleza. Te poseo con
cada toque de mi mano y cada presión de mis labios. Me perteneces
con cada palabra que intercambiamos y cada respiración que hacemos,
incluso cuando no estás cerca. —Sus dedos se apretaron
posesivamente—. ¿Qué se siente cuando hago esto?

—Como si fuera tuya —jadeé ligeramente a través de la obstrucción


que me rodeaba el cuello.

La lujuria se acumuló entre mis piernas como arena caliente.

Tarareó en señal de aprobación mientras se movía para girar su


torso más allá del borde de la bañera y alcanzar el champú al otro lado
de mí. Observé con la boca seca cómo sus grandes y hábiles manos
exprimían el gel y lo enjabonaban entre sus palmas. Ya se me
cerraban los ojos cuando se posaron en mi cuero cabelludo, alisando a
través de la gruesa piel de mi cabello para amasar firmemente mi
cabeza. Mi suspiro se enroscó en el vapor que lamía la superficie del
agua caliente y flotó hacia el techo.

—¿Y cómo se siente esto, bella? —volvió a preguntar, agachándose


para plantarme las palabras con calidez en el oído antes de pasar sus
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labios por mi mejilla. Depositó un beso en cada uno de mis párpados


cerrados como si fueran monedas en ofrenda a Caronte.
Me dolió la garganta por el repentino deseo de llorar ante su
ternura, pero me lo tragué y susurré con fuerza: —Como si fuera tuya.

—¿Y no es esa la verdad?

Era una pregunta real, no sus habituales afirmaciones disfrazadas de


preguntas. Me encantaba que necesitara mis palabras, de que aunque
él hubiera decidido reclamarme, esta vez yo tuviera algo que decir.

Incliné la cabeza hacia atrás, hacia sus manos que se agitaban


suavemente en mi cabellera; para que pudiera pegar el oro a la plata,
para que pudiera leer la verdad en mis ojos de crema derretida.

—Nunca perteneceré a alguien si no me pertenece también a mí.

Parpadeó y, de alguna manera en esa pequeña expresión, hubo un


destello de humor orgulloso y suave. Sin prestar atención a sus
pantalones de traje, Alexander metió los pies en calcetines en la
bañera a ambos lados de mí y se inclinó para que yo estuviera casi
completamente rodeada por su anchura imposible.

—Estés donde estés, por muy lejos que estés y por el tiempo que
sea, soy tuyo.

El corazón se me apretó en una masa retorcida, ardiendo y


palpitando como una herida. No podía creerle, no de la manera que
deseaba desesperadamente. Había invertido demasiado en los últimos
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cuatro años reacondicionándome para creer que mi amor por


Alexander era malo, equivocado, imposible. Que nunca me había
amado, que no podía amarme, que era incapaz de amarme.
Cuatro años era mucho tiempo para haber invertido en la opción
equivocada.

Podía sentir cómo mis costuras se hinchaban y amenazaban con


romperse alrededor de las grapas que había utilizado al azar para
mantenerme unida. Ante el cambio, como cualquier humano, luché
contra él.

—Ni siquiera me conoces. La verdad es que no.

Alexander me sorprendió al no ofrecer inmediatamente una réplica.


En su lugar, utilizó una jarra que yo no había notado que había traído
de la cocina para verter agua limpia y tibia sobre mi cabello
empapado, teniendo cuidado de poner su otra mano sobre mi frente
para que el jabón no entrara en mis ojos.

Sólo cuando estuve limpia, me levantó la barbilla con la palma de la


mano bajo la mandíbula y admitió. —Es cierto que has cambiado
desde la última vez que te conocí.

Resoplé tan fuerte que me dolió la garganta. —Me han matado y


renacido tantas veces en mi vida que es un milagro que tenga algo de
autenticidad.

—Has cambiado —dijo con calma, con la severidad de un padre


que no soportaría ser interrumpido por un hijo revoltoso—. Pero
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sigues siendo fundamentalmente la mujer que me diste a conocer en


Inglaterra.
—No estoy segura de que haya sido una cuestión de dejar que me
conozcas. ¿Desde cuándo necesitas permiso para algo?

Se encogió de hombros con la elegancia y el aburrimiento de un


hombre muy rico que no había conocido un momento de duda en su
vida. Era un gesto casi condescendiente; uno que no debería haber
encontrado tan atractivo.

—Ninguna persona está nunca totalmente bajo el control de otra.


Sigues teniendo libre albedrío, Cosima. Sí, lo he restringido; pero has
sido tú y sólo tú quien me ha permitido conocer tu corazón. Cada
rebelión, cada capitulación, cada orgasmo fue una ventana a tu oscura
y hermosa alma. No dudes ni por un instante que no aproveché cada
una de esas oportunidades para conocerte. Incluso cuando iba en
contra de mi plan mayor.

—Para utilizarme contra Salvatore —completé; recordando que, si


quería seguir con Xan, al final tendría que decirle que había ayudado a
fingir la muerte de mi padre.

—Sí, entre otras cosas. A decir verdad, creo que una parte de mí
sólo quería poseer algo que fuera totalmente mío y no también de
Noel —admitió con un giro irónico de su boca llena—. Nunca podría
haber sabido lo mucho que me cambiaría la vida el hecho de poseerte.
Que llenarías tan maravillosamente todos los lugares vacíos de mi
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vida hasta que me di cuenta de que antes de ti, no tenía ninguno.

—No me dijiste nada de esto cuando estuve contigo en Pearl Hall


—acusé.
Otro encogimiento de hombros con calado de hastío. —Había
demasiadas cosas en el camino de la verdad para que lo viera con
claridad.

—¿Qué ha cambiado?

Para mí, la respuesta era sencilla. Supe que amaba a Alexander en el


momento en que me despidió en el campo de amapolas para ir a Italia
a ejecutar su venganza de Salvatore. Supe que nunca me libraría de las
cadenas de ese amor en el momento en que me despidió en la azotea
del Duomo de Milán y me dijo que no volviera a poner los ojos en él.

Parecía que la muerte de algo era cuando nos dábamos cuenta de lo


mucho que significaba para nosotros cuando estaba vivo.

—Alguien te apartó de mí. —Noté con un escalofrío que no había


dicho que me había escapado, que confiaba en mi total esclavitud a él
lo suficiente como para saber que nunca habría huido voluntariamente.
Su convicción se sentía como mi debilidad, una vulnerabilidad que
quería arrancarle y proteger—. Me di cuenta de que no era la traición
lo que me estaba volviendo loco como hubiera sido normalmente. Era
la pura y absoluta pérdida de ti lo que me atormentaba. Me di cuenta,
como tú debes hacerlo ahora, de que si estabas total y absolutamente
enamorada de mí yo era tan impotente ante el sentimiento como tú.
Verás, mi topolina, de alguna manera durante ese tumultuoso año de
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pertenencia, nos convertimos en un bucle cerrado. Lo que tú sientes,


lo siento yo. Tu debilidad al quererme es exactamente mi debilidad al
revés.
Un bucle cerrado.

Podía sentirlo incluso entonces, el círculo de energía que se movía a


través de los puntos de presión de nuestra piel, pasando por él y
llegando a mí y volviendo. Era cómo él parecía leer siempre mis
pensamientos, cómo ansiaba su placer porque su satisfacción era la
mía. Era el amo y el esclavo en perfecta armonía.

Y parecía que uno no podía existir, al menos no satisfecho, sin el


otro.

Alexander rozó con su pulgar la curva cortada de mi pómulo,


esperando pacientemente mientras yo digería sus ricas y sabrosas
palabras.

—Lo que dije fue en serio. He venido a reinstalarte a mi lado para


siempre. Lo único que necesito de ti es tu permiso.

—Creía que nunca pedías permiso para nada —repliqué porque el


diminuto y ácido miedo que aún sentía en mis entrañas necesitaba una
salida.

¿No era esto demasiado bueno para ser verdad?

—Normalmente —aceptó—. Pero para esto, me temo, es una


necesidad.

—Si digo que sí, ¿entonces qué? —Me puse en guardia—. Nada ha
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cambiado realmente.

—Todavía no, pero lo hará —prometió mientras bajaba por


completo a la bañera, haciendo chapotear el agua por los lados
mientras empapaba su preciosa camisa de seda y destrozaba sus
pantalones. Me recogió en sus brazos hasta envolverme en él como
una liana—. Me he mantenido alejado de ti durante los últimos cuatro
años por una razón, y esa razón era acabar con la Orden para poder
librarnos de ellos para siempre.

Mis cejas perforaron la parte superior de mi cabello. —¿Es eso


posible?

—Lo es —prometió con la mirada astuta y tímida de un depredador


a punto de acechar y acorralar a su presa—. Deja que te lo explique.

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El primer recuerdo que tengo de mi padre es el de haber aprendido a
jugar al ajedrez contra él en la segunda biblioteca, ante la enorme
chimenea de mármol negro. Recordaba lo enorme que parecía sentado
en el sillón de cuero acolchado de respaldo alto, con sus anchos
hombros apretados a ambos lados del respaldo, y la cabeza coronando
la parte superior como un círculo de oro. Un puro despedía humo en el
aire desde el cenicero dorado de la mesa auxiliar, que descansaba
junto a un vaso de cristal tallado que sudaba por el frío del whisky
helado que contenía. Todo era tan adulto y sofisticado. Mi cerebro
infantil se dejó seducir por el ambiente y la elegante aura de poder de
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mi padre.

Quería con todo lo que tenía ser exactamente como él cuando fuera
mayor.
Era la inclinación natural de un niño admirar y aspirar a ser su
padre; pero al recordar mi infancia, era evidente que Noel se había
esforzado especialmente en crear una sensación de divinidad a su
alrededor. Y lo consiguió. Durante años, le rendí culto en su altar,
estudié sus filosofías como si fueran las escrituras para poder
recitarlas textualmente cuando me las pidieran —cosa que él hacía—,
y creí de todo corazón que había sido bendecido por un poder
superior.

No me enteraría hasta más tarde que el poder superior no era ningún


Dios ni carta sagrada, sino la Orden de Dionisio.

No obstante, en aquel momento —con no más de cuatro años de


edad y todavía con el tipo de rubio que sólo los niños pequeños
pueden presumir, sentado en la butaca con respaldo de ala gemela a la
de mi padre y luchando por no mover las piernas porque eso le haría
enfadar— simplemente amaba a Noel Davenport.

Lo amaba tan inocentemente que cuando se dispuso a enseñarme los


caminos del ajedrez, me tomé las lecciones de forma sombría, tan en
serio como un monje sus votos. Leí libros de Bobby Fischer y Yasser
Seriawan, seguí el meteórico ascenso de Magnus Carlsen y me fui a la
cama con la reina de oro del juego de ajedrez de mi padre apretada en
mi puño en lugar del oso de peluche que me había regalado mi madre.
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El ajedrez era el juego de mi padre, y aprender sus estrategias era


nuestra principal forma de vinculación.
A Edward Dante no le gustaba el juego. No tenía paciencia para
horas de reflexión y manipulaciones sutiles. Era un niño de acción, de
jerseys manchados de hierba y pantalones rasgados, de moratones por
los juegos bruscos con los hijos del criado y de labios ensangrentados
por los altercados con los chicos mayores que intentaban intimidar a
los pequeños en la escuela. El tiempo de unión con Noel lo pasaba con
un bastón y las palmas de las manos abiertas, una paliza cada vez que
se rebelaba a las enseñanzas de nuestro padre.

Yo no me rebelé. No me inclinaba por ser diferente a mi padre. Era


a la vez natural amar las cosas que él amaba y beneficioso.

Mi madre me amaba profundamente; pero yo no tenía que hacer


nada para merecer ese amor y, de alguna manera, significaba más para
mí que el afecto que sentía por mi padre tuviera que ganármelo.

Se convirtió en mi misión infantil y adolescente el merecerlo.

Durante años, lo hice. Tan bien de hecho de que en mi noveno


cumpleaños Noel comenzó mi introducción en la Orden.

Hasta el día de hoy, recuerdo cada momento de la paliza de Yana en


el calabozo de Pearl Hall. El olor húmedo de la piedra fría y la tierra
subterránea, la pesadez del aire húmedo y el crujido de los viejos
escalones de madera bajo mis pies mientras seguía a mi padre en la
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oscuridad.
La propia Yana quedó grabada en mi memoria como una lápida que
conmemora la muerte de mi infancia, un ángel de mármol que llora
sobre la tumba del amor por mi padre.

Era tan joven, tenía dieciocho años como Cosima cuando la adquirí,
pero sin nada de la pasión y el fuego latinos que hacían que mi esposa
ardiera desde dentro. Era tan delgada como las niñas que Edward y yo
imaginábamos que vagaban por los páramos de Peak District por la
noche en camisones blancos, con la boca abierta en eternos gritos y
los ojos oscuros por las pesadillas. Me aterrorizó la visión de ella
delgada y débil, arrodillada en el suelo en medio de la cámara, con la
cabeza agachada y las manos juntas.

Era tan frágil que me preocupaba que la propia vibración de los


golpes de nuestros pies contra el suelo la rompiera en millones de
trozos de porcelana.

Noel, quedó claro, no tenía ese reparo.

—Esta es Yana, Alexander; pero formalmente se la conoce como la


esclava Davenport. Verás, nuestra familia ha sido un miembro
establecido de una sociedad muy prestigiosa desde su creación en mil
seiscientos cincuenta y cinco. Somos los hombres más ricos y
poderosos del Reino Unido y juntos dirigimos el país desde las
sombras. También participamos en un juego de ingenio y dominación.
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La Orden de Dionisio acostumbra a adquirir un esclavo para domarlo


y entrenarlo para que sea el mejor. Tenemos reuniones anuales para
evaluar qué lord tiene la mejor mascota.
Sus palabras me envolvieron como la niebla matinal en las colinas,
fría y opaca. Mi mente infantil no podía ni empezar a comprender lo
que intentaba explicarme. Conocía la historia de Inglaterra y del
ducado de Greythorn por dentro y por fuera; pero nunca había oído
hablar de la Orden, sólo del dios griego Dionisio, la deidad de la
juerga, el vino y cierto tipo de locura.

Noel se movió con el ondulante andar felino que yo había tratado de


emular toda mi vida hacia los estantes y ganchos de herramientas
extrañas que se alineaban en las paredes de piedra y recuperó una
cuerda larga y enrollada como la que había visto una vez en una
película de Indiana Jones.

Mi leve confusión e inquietud se hicieron añicos de la misma


manera que había imaginado a Yana cuando se puso detrás de ella,
ladeó el látigo y me sonrió.

—Así, hijo —dijo con una sonrisa paternal y cálida—, es como se


golpea a un esclavo.

Lo que siguió fue demasiado gráfico para expresarlo con palabras.


Fue la disolución de mi infancia y de cualquier pureza que pudiera
haber conservado intrínsecamente debido a mi edad.

Noel me arruinó en esa mazmorra con la misma seguridad con la


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que arruinó a Yana.

Mi madre se dio cuenta del maltrato que me produjeron en la


espalda, por supuesto. Era una mujer atenta y también italiana: tenía
ojos en la nuca y percibía todo lo que iba mal con sus hijos. Intentó
curar las heridas abiertas, pero Noel la encontró y le prohibió que me
atendiera.

Me había ganado el castigo. De hecho, lo había pedido para evitar a


la niña que estaba seguro de que se rompería como un jarrón humano
en el frío suelo de piedra de la cámara favorita de mi padre en Pearl
Hall.

Noel no me quería ver mimado. Cada acción tenía sus


consecuencias y yo tenía que aprender que, para evitarlas, tenía que
ser la fuerza motriz de cada acción.

Fue la primera lección que me enseñó y que no me alegró saber,


pero al final resultó ser la más poderosa.

Me recordaron la gravedad de esa lección el día en que Noel


descubrió finalmente que yo trabajaba contra la Orden.

Fue el mismo día en que tuve pruebas irrefutables de que Amadeo


Salvatore no había matado a mi madre.

Hacía poco más de un año que me habían quitado a Cosima y nunca


había estado más frío, ni por dentro ni por fuera. Mi padre lo tomó
como debía, como una señal con la que había superado mi fugaz error
con una esclava italiana. Volvió a involucrarme en sus negocios,
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aprovechando su repentino acceso a mis influencias para hacer


negocios imprudentes y desacertados en toda Gran Bretaña.
Normalmente, podría haber cuestionado mi flexibilidad; pero estaba
demasiado aliviado por mi apoyo financiero y político como para
estudiar mi motivación demasiado de cerca. Hizo sus movimientos en
todo el tablero y yo —como lo había hecho durante la mayor parte de
mi vida, tal y como él me había entrenado— le seguí.

Acababa de terminar una importante llamada con el director de


operaciones de Davenport Media Holdings cuando Noel apareció en la
puerta de mi despacho, con su atractivo rostro convertido en una
sonrisa de satisfacción.

—Hijo —saludó—. Creo que ha llegado el momento de la siguiente


etapa.

—¿De tu plan maestro? —pregunté sin inflexión. Las palabras


podrían haber sido sarcásticas o sinceras; pero si mi tono era vacío,
Noel siempre estaba dispuesto a rellenar mi intención por sí mismo.

Me centré en los números de mi pantalla en lugar de en mi padre


mientras tomaba asiento en el brazo del sillón de cuero rojo que había
delante de mi escritorio; pero noté en mi periferia que su sonrisa
estaba especialmente curvada ese día, parecida al mostacho de un
villano de cómics.

El presentimiento tocó mis vértebras como las teclas de un piano.


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—Para beneficio de ambos, creo. La chica Howard está lista para


casarse, y creo que tú eres el hombre adecuado para conseguirlo.
No me sorprendió su declaración. Martin Howard, Noel y
Sherwood habían estado presionando a Agatha Howard en mis brazos
tan pronto como había soltado el cuchillo después de castrar a Simon
Wentworth. Era comprensible. Era hermosa y de alta alcurnia; pero
más que eso, los Howard eran una de las familias más dinásticas de la
Orden; al igual que los Davenport. Era un matrimonio político hecho
en el cielo de la sociedad secreta.

—¿De verdad? —pregunté con indiferencia cuando un correo


electrónico para Willa Percy apareció en mi bandeja de entrada con la
etiqueta Bulgari Fashion Week Party.

Mi corazón dio una patada brutal en la puerta de mi caja torácica,


inquieto y salvaje ante la posible información sobre mi distanciada
esposa. Willa y Jensen me mantuvieron al tanto de Cosima a través de
su trabajo con St. Aubyn, informando ostensiblemente de su vida
porque era la imagen de la casa de moda de la que yo era propietario
pero que no dirigía.

No era suficiente para satisfacer mi ardiente necesidad de saberlo


todo sobre ella cada día; pero era lo suficientemente suave, lo
suficientemente inteligente como para pasar desapercibido porque la
Orden nunca pensó en investigar a fondo mis relaciones con St
Aubyn.
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Mi mirada se dirigió a Noel, que estaba sentado pacientemente con


su sonrisa de gato comiéndose al canario.
—Está aquí, en la antesala, esperando que la llames. Me he tomado
la libertad de hacer que O'Shea prepare un servicio de té. Tú y Agatha
tendrán mucho que discutir.

—Tal vez lo hayas olvidado; pero, técnicamente, ya estoy casado.

No lo había olvidado, ninguno de los dos lo había hecho. Noel


seguía vigilando cada uno de mis movimientos en busca de la
debilidad que había expuesto por mis relaciones con Cosima, y yo
seguía trabajando incansablemente cada día con el fin de acercarme a
la extinción de la Orden para poder vivir con ella como mi esposa una
vez más.

—Tonterías, podemos anular esa farsa de matrimonio; aunque no


tengamos al arzobispo de Canterbury en el bolsillo. No te preocupes
por eso. Concéntrate en Agatha.

—¿Por qué? —pregunté, dándole por fin a mi padre la atención que


quería.

Me senté de nuevo en mi sillón, cruzando las piernas y ajustando


despreocupadamente los gemelos del escudo de armas en mis
muñecas. Eran demasiado diminutos para leer la escritura; pero me
animé con el lema de la familia mientras me sentaba a jugar la mayor
partida de ajedrez que jamás jugaría contra mi padre.
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Non decor, deco.

Yo no me conduzco, yo conduzco.
—Martin posee los derechos del puerto de Falmouth, y necesitamos
asegurarlo para traer los cargamentos de África. —Los envíos ilegales
de diamantes de sangre en los que mi padre había invertido gran parte
de su fortuna.

Lo tenía todo preparado: un vendedor, un almacén y una forma de


canalizar el dinero para que acabara en sus manos tan limpio como
podía estarlo un dinero así.

Estaba entusiasmado.

De hecho, no había visto a mi padre tan emocionado en años.

Eso era bueno. Lo necesitaba distraído mientras trabajaba


cuidadosamente, implacablemente en las sombras. Era astuto, un
digno adversario que me había ganado toda la vida. Lo necesitaba
distraído, y esto era casi una distracción demasiado buena para ser
verdad porque también era ilegal en extremo.

—Importante —le dije en respuesta porque lo era, sólo que no por


las razones que él pensaba.

—Efectivamente. Quiere consolidar nuestra asociación con un


matrimonio. Ya sabes cómo se hace, hijo.

Yo lo sabía. Lo sabía mejor que la mayoría.

Pero casarse con Agatha Howard estaba tan fuera de lugar que ni
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siquiera podía considerarlo. Ella era un factor salvaje en mi


cuidadosamente planeado largo juego y, aunque me repugnaba perder
el tiempo con ella, si estaba en el salón dispuesta a dejarse engañar
como una buena damita; era tan buen momento como cualquier otro
para tomarle el pulso y ver cómo podía jugar con ella.

Cerré el ordenador como hacía siempre, por si a Noel le entraban


ganas de fisgonear y conseguía burlar de algún modo mi elaborado
sistema de seguridad y me levanté de la silla.

—Iré a verla, pero no esperes que me alegre por la unión —le dije a
mi padre con indiferencia mientras me abrochaba el botón del traje—.
Si se parece a las otras damas británicas, será un polvo aburrido.

Noel se rio y me dio una palmada en la espalda cuando pasé junto a


él como si fuéramos viejos compañeros bebiendo whisky en un club
de caballeros londinense. —Para eso están las esclavas, muchacho.

Luché contra el impulso de encogerme de hombros ante el peso de


su mano y atravesé la puerta sin acusar su comentario.

—Orgulloso de ti, hijo —dijo lo suficientemente alto como para que


lo oyera por el pasillo.

Hace mucho tiempo, esas palabras habrían sido más valiosas que el
oro.

Ahora, lo único más valioso que el oro para mí era una mujer
italiana llamada Cosima que me había encantado con tanta seguridad
como la hechicera Circe.
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Riddick se puso detrás de mí en algún momento del largo pasillo


que atravesaba el centro de la casa como una espada. Ahora
permanecía cerca de mí, más cerca que antes. No estaba seguro de si
era porque nunca le había confiado mis secretos antes de la
desaparición de mi esposa y se sentía más movido a vigilarme ahora
que había reconocido nuestra amistad, o si era porque desde entonces
habíamos entrado en un mundo nuevo aún más oscuro y peligroso, y
sabía que la vigilancia en todo momento era primordial para salir vivo
de este meollo.

En cualquier caso, me acompañó a la antecámara donde Agatha


aguardaba tras una puerta blanca y dorada cerrada.

—¿Qué sabemos de ella? —pregunté mientras miraba el intrincado


trabajo en pan de oro que se desplazaba sobre la puerta como si fueran
enredaderas. Ya sabía bastante; pero Riddick era la fuente de mi
información, el pozo en el que otros informantes vertían sus cubos
llenos de secretos.

—No mucho, milord. Es una reina de la sociedad; pero tiene pocas


aficiones, aparte de montar a caballo y visitar a una tía enferma al otro
lado del charco al menos tres veces al año para pasar unas largas
vacaciones.

—¿Una tía? —La información sonó falsa. Agatha Howard era


conocida como una princesa de hielo. Dudaba mucho que tuviera una
debilidad inusual por alguna anciana pariente a la que no podía
conocer muy bien dada la distancia que las separaba—. Investiga eso
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¿quieres, Rid?

—Sí, mi lord.
Le lancé una mirada por encima del hombro y levanté una ceja. —
¿Tengo un aspecto lo suficientemente presentable como para
acercarme a una posible novia?

La expresión impenetrable de Riddick se quebró con el movimiento


de sus labios en una breve sonrisa. —La poligamia te sienta bien.

Me reí suavemente, dejando que el pequeño consuelo por la


proximidad me recorriera. Era demasiado infrecuente en estos días,
Riddick era mi único y verdadero consuelo. Es triste para un hombre
que se acerca a los cuarenta años darse cuenta de que tiene muy pocos
amigos.

Entonces pensé en James, el primer ministro que me ayudaba a


acorralar y acabar con la Orden, y sonreí.

Pocos amigos, decidí; pero importantes.

Noel ya había cometido múltiples delitos con mi dinero y mi apoyo.


Él no sabía lo que le esperaba, pero yo sí.

Personalmente, pensaba que Noel estaría jodidamente bien vestido


de naranja en la cárcel.

Abrí la puerta de un empujón, preparado para lidiar con una


aristócrata insípida y aburrida a la que fácilmente atemperaría y
finalmente ignoraría.
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En cambio, me recibió una Agatha Howard que nunca había visto


antes.
Se paseaba por la habitación como una bestia enjaulada, vestida con
pantalones grises y una chaqueta de terciopelo negro que resaltaba
maravillosamente su esbelta y larga figura. Su cabello se agitaba
locamente sobre su hombro en un alboroto de rubios rizos mientras
giraba para mirarme, con las fosas nasales encendidas, las manos
apretadas a los lados, y cuando abrió la boca fue para pronunciar
palabras como una serie de duros golpes.

—Escúcheme y escúcheme bien, Lord Thornton. No me casaré con


usted de forma absoluta e inequívoca. Si no puedes soportar el
rechazo, mal asunto. Estoy enamorada de otra persona, y no voy a ser
vendida como ganado por los mejores intereses financieros de mi
familia. Ahora, tienes una opción. Puedes ayudarme a salir de esta
situación, o puedes presionarme y afrontar las consecuencias.

Luché contra el impulso de sonreír. Su ferocidad me recordó tanto a


Cosima que sentí su ausencia palpitar en mi pecho como un segundo
corazón, uno roto con un latido desafinado.

—¿Me atrevo a preguntar cómo podrías aplicar esas consecuencias


a un Lord del reino? ¿Uno que resulta tener tanto poder e incluso más
riqueza que tu propia familia?

Gruñó al ver mi tono frío y la forma indiferente en que me


desabroché la chaqueta del traje y tomé asiento en una de las malditas
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e incómodas sillas del siglo XVIII importadas de Francia. Había tanto


odio en sus ojos que casi perdí las ganas de reír.

Había echado de menos la animosidad femenina. Era tan divertida.


—Haré de tu vida una auténtica miseria. Haré que todas las mujeres
de mi círculo difundan rumores absolutamente atroces sobre ti y tu
risible hombría. Te escupiré en la cara cada vez que me hables. Me
enfrentaré a ti con uñas y dientes antes de dejar que te acuestes
conmigo; pero también ahuyentaré a cualquier zorra dispuesta a
acostarse contigo. Yo. Voy. Hacer. Tu. Vida. Infierno —escupió.

Crucé un pie sobre la otra rodilla y me incliné más hacia atrás en la


silla, descansando cómodamente como un rey en su trono. Ella gruñó.
Una vez más, luché contra el impulso de reír el humor maníaco de mis
pulmones inflados.

En lugar de eso, alcé una ceja fría y dije: —Me temo que tendrás
que trabajar mucho, Agatha. Mi vida ha sido un infierno desde que
tengo edad para razonar. —La miré fijamente durante un largo
momento; observé cómo la pasión parpadeaba como llamas en sus
ojos, cómo calentaba su piel hasta un rojo ruborizado y moteado. Ese
tipo de pasión no se podía guardar, al menos no por mucho tiempo.
Estaba dispuesta a luchar y probablemente a morir por ese amor del
que hablaba, y no se dejaría disuadir.

Podía entender esa pasión, ese brío, porque me había impulsado


durante los últimos doce meses.

—Voy a desenmascarar a tu padre —ladró, y luego dudó,


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claramente sorprendida por su propia indiscreción. Luego se enderezó


y entrecerró esos grandes ojos azules hacia mí—. Lo voy a
desenmascarar. Verás, sé algo que tú no sabes. Noel cogió el avión
privado de mi padre para ir a Roma el día antes de la muerte de tu
madre.

Todo se calmó. Incluso las motas de polvo que se movían en espiral


por el aire, atrapadas por la luz del fuego que ardía en la chimenea de
mármol rosa; parecieron congelarse mientras yo contenía la
respiración y luchaba contra el brutal impacto de la nueva
información.

Fueron minutos. Largos momentos en los que me tambaleé


internamente, cuidando de mantener mi fachada exterior plácida antes
porque era instintivo después de tantos años y porque aún no estaba
totalmente segura de poder confiar en la irascible mujer que tenía
enfrente.

—¿Estás segura? —dije finalmente, orgulloso de la rotundidad de


mi tono.

Parpadeó y frunció el ceño, inclinándose hacia delante y hablando


más alto, como si no la hubiera escuchado bien la primera vez. —Pues
claro que sí. No se me ocurriría decir algo así, por mucho que no
quiera casarme contigo. Mi padre y Noel eran los mejores amigos
antes que él falleciera. Hacían todo juntos, y esto no era una
excepción. Obviamente, Noel no podía volar en avión comercial o
tomar su propio jet si iba a hacer algo indecible... algo como asesinar a
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su propia esposa.

—Es imposible que sepas si Noel hizo eso o no —dije de memoria


porque Noel realmente me había programado maravillosamente.
—No —estuvo de acuerdo—. No obstante, él regresó la mañana
siguiente a su muerte y nunca le dijo a nadie; hasta donde yo sé, había
ido a Italia por esa época. ¿Por qué lo mantendría en secreto?

¿Por qué lo haría?

Bueno, la respuesta era muy obvia ¿no?

Mi padre lo había hecho realmente.

La mujer a la que había cortejado y traído de Italia, la mujer a la que


parecía amar a pesar de sus innumerables defectos y sus innumerables
esclavas, la mujer que sin duda le había correspondido a pesar de esos
reparos; había sido asesinada por su propio marido.

Por mi padre.

Cerré los ojos mientras el dolor desgarraba cada capa de mi ser


como una fisura que se abre en la tierra, desplazando las placas
tectónicas y desalojando los viejos fósiles y sedimentos asentados, de
modo que todo fuera diferente, todo fuera nuevo y doloroso.

—Joder —exhalé en un soplo explosivo mientras el aire salía de


mis pulmones.

Dante y Salvatore habían tenido razón todo el tiempo.

Una pequeña y temblorosa parte de mí siempre se había preguntado,


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siempre había sospechado secretamente que su verdad era la verdad;


pero era mucho más fácil en principio que en la práctica dar la espalda
a lo que conocías para enfrentarte a una nueva y horrible verdad sobre
lo que siempre habías creído.
Así que había creído a mi padre.

Qué error tan colosal que alteró mi vida.

Luché contra el impulso de levantarme de la silla, irrumpir en el


pasillo y atacarlo. Arrastrarlo por los pelos hasta el calabozo y
colgarlo con cadenas como si fuera una tela de araña y devorarlo
lentamente con el látigo y el arma hasta que suplicara la muerte.

Había matado a mi madre. Nos había quitado al único miembro de


la familia que nos había amado o criado a Dante o a mí y ¿para qué?

¿Para qué?

La pregunta resonaba en mi cabeza como un golpe de gong.

Era sólo una de las muchas razones por las que permanecí sentado y
resuelto a llevar a cabo mi plan hasta el final. Noel sería encarcelado,
no muerto, y había una mayor satisfacción en saber que se pudriría en
los tugurios de alguna húmeda prisión con la misma clase de gente
que había detestado toda su vida.

Quería eso para él.

Quería que experimentara lo que era un infierno en vida como yo lo


había hecho durante años.

Agatha me miraba fijamente, con un rostro que oscilaba entre la


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compasión y la ira. No la culpaba por su cruel epifanía ni por su


indecisión ante mi evidente dolor. En el último año, yo había sido el
chico del cartel de la Orden. En toda mi vida, había sido uno de sus
campeones más preparados.
Por supuesto, ella no sabía que todo era diferente. Que todo había
empezado a cambiar el día en que Noel me venció en lugar de Yana,
el día en que mi madre fue empujada a la muerte, el día en que
Cosima me salvó en las calles de Milán y, de nuevo, el día en que me
la arrebataron.

Ella no podía saber que llevaba tanto tiempo luchando contra la


corriente de mi destino predestinado de pies a cabeza que ni siquiera
recordaba lo que era la paz en la vida.

Joder, estaba cansado.

Completamente agotado.

Sólo quería que la Orden desapareciera, que el puto monstruo de


Noel fuera castigado por sus innumerables crímenes y que mi dulce
topolina volviera a estar a mi lado.

Dios parecía decidido a demostrarme que pedía demasiado.

Yo estaba jodidamente decidido a demostrar que Él, el destino o lo


que fuera que trabajara contra mí cósmicamente, estaba equivocado.

Respiré un poco para calmarme y decidí arriesgar mi plan confiando


a Agatha Howard una parte de mi verdad.

—Mi vida ha sido un infierno —dije—, desde que tuve edad


suficiente para darme cuenta de que mi padre era un monstruo, y se
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hizo una vez más insoportable cuando me di cuenta de que ese


monstruo podría haber matado a mi madre. Ahora, pobre y mimada
Agatha, es totalmente intolerable porque la única mujer que he amado
con todo mi ser me ha sido arrebatada por los mismos hombres que
desean unirnos contra nuestra voluntad. Así que, dime ¿qué opción
tuya crees que elegiré?

Ella me miró fijamente mientras se desinflaba, perforada en el


pecho por mis palabras de sofocación. Un suspiro largo y racheado se
escapó de su boca floja y, de repente, parecía mucho más pequeña.

—Tú también los odias —susurró, su conmoción le robó toda la


fuerza a su voz.

—No es una cuestión de odio —le expliqué como a un niño. Es una


cuestión de venganza.

Se dobló débilmente en la silla frente a mí y parpadeó con fuerza.


—Entonces, ¿me ayudarás?

—No, Agatha. —Sonreí con tanta maldad que ella se incorporó de


nuevo—. Yo soy el hombre del plan. Tú me ayudarás.

—Seis meses después, con la ayuda de Agatha y James, Noel fue


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arrestado por fraude, malversación y blanqueo de dinero —terminé de


explicarle a Cosima, que estaba acurrucada de lado como el gato
negro a nuestros pies en un apretado ovillo, con una elegante bata de
seda negra como único adorno.

Incluso con la cara limpia y el cabello mojado, se veía tan hermosa


que me costaba respirar cada vez que la miraba.

Parpadeó con esos grandes ojos de crema derretida mientras


absorbía mis palabras y, por una vez, no pude leer sus pensamientos
en sus expresivos rasgos. Su silencio y su tranquila deliberación me
inquietaron; pero no me puse nervioso ni presioné su silencio con una
serie de preguntas contundentes. Se merecía tiempo para procesar,
sobre todo teniendo en cuenta la naturaleza tumultuosa de mi historia.

—Noel me golpeó.

Me tocó parpadear y lo hice con fuerza, los puntos negros


erosionaron mi visión cuando volví a abrir los párpados para
centrarme en ella.

—Por eso me fui —explicó sin entonación, su voz más americana


de lo que nunca la había oído, despojada del italiano y el británico que
hacían su tono tan lírico—. Me fui porque me apartó de la multitud,
me arrastró al calabozo por la melena y me golpeó como una vez
golpeó a Yana... incluso hizo que su hijo menor me golpeara con él.

—¿Hijo menor? —pregunté con voz hueca.


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Me sorprendió que después de años de monumentales


descubrimientos, traiciones y cambios, todavía pudiera sentirme tan
afectado por la nueva información.
Pero me sacudió, joder.

Mis huesos parecían partirse bajo la presión; mi piel tan tensa y


caliente que pensé que se abriría y todo mi cuerpo se convertiría en
algo menos humano, algo bestial y que permanecería así el resto de mi
vida deformado por la traición, maldito por los pecados de mi padre.

Entonces la cálida presión de una mano se posó en mi mejilla y el


dulce y picante almizcle del perfume de Cosima llegó a mi nariz,
abriéndose paso a través de la negrura que pudría mi alma como la luz
del amanecer sobre el horizonte.

Levanté la vista y fijé mis ojos en los de ella, necesitando ese ancla
para evitar que saliera disparado.

—Xan —dijo suavemente mientras su pulgar rozaba la abrasiva


barba que cubría mi mejilla—. Noel se casó en secreto con la señora
White justo después de la muerte de tu madre y juntos tuvieron un
hijo.

—Mary cuida de su hermana y de su hijo, Rodger —dije,


trabajando en ello, trayendo a mi mente la imagen de un chico de
cabello rubio y oscuro.

No era un chico guapo; pero podía ver, ahora que me lo imponían,


cómo compartía similitudes con Noel.
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Y conmigo.
—Joder —Me quité la ropa de cama de encima, me acaloraba
incluso en la fresca habitación, incluso en mis bóxers negros—. Joder,
jodidamente jodido, joder.

Cosima asintió solemnemente. —Eso es lo esencial. Me dijo que


Rodger era un plan de contingencia en caso de que resultaras igual que
Dante.

—¿Quieres decir que en caso de que decidiera formar mi propia


mente en lugar de apegarme ciegamente a la suya?

Se estremeció ante el frío ártico de mis palabras, pero mi Cosima no


retrocedió. Al contrario, se acercó más; con sus pechos suavemente
aplastados contra mi pecho, sus largas piernas enredadas con las mías.

Todo lo que podía ver era su hermoso rostro y esos ojos


impagables.

Nada podría haberme tranquilizado más.

—Me golpeó porque pudo ver lo que teníamos juntos, y eso le


asustó. No quería que la Orden te castigara ni que perdieras de vista lo
que quería para ti.

—No quería ser castigado a través de mí, y no quería perder de vista


sus propios objetivos narcisistas y maníacos.

—Eso también —estuvo de acuerdo—. No me quise ir, Xan, tienes


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que saberlo.

Hice rozar mi frente con la suya, juntando nuestras narices sólo para
sentir la lujosa textura de su piel sobre la mía, su aliento caliente y
dulce en mis labios. Si hubiera podido, me habría metido dentro de su
belleza y me habría quedado allí, a salvo y protegido para siempre.

A su extraña manera, Cosima era mi seguridad y mi salvación.


Puede que no tuviera que defenderme físicamente, pero su espíritu fue
mi escudo incluso cuando estuvo ausente de mí durante años. Era mi
inspiración, tanto porque me impulsaba la necesidad de volver a estar
con ella como por la admiración que sentía por ella más que por
cualquier otra persona. Nadie era tan hermosa, tan resistente y
cariñosa como mi belleza.

El caso es que me consolaba mientras divulgaba los detalles de la


malvada paliza que había soportado a manos de Noel.

—¿Cuándo te cogió?

—Justo antes de encontrarte para despedirte.

—¿Cómo puede ser eso cierto? Te cogí contra la pared... —Leí el


destello de dolor en sus ojos y me volví hormigón—. ¿Me estás
tomando el pelo? ¿Te cogí contra una pared mientras sufrías con una
espalda desgarrada? ¿Una espalda destrozada por mi propio padre a
menos de cien metros de distancia en mi propia casa el día de nuestra
puta boda?

Hizo una mueca de dolor. —Xan, ¿qué hubieras querido que


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hiciera? Me acababan de golpear y me amenazó no sólo con mi vida,


sino con la tuya. Reto a cualquiera a que se le ocurra una idea mejor
que la que yo tuve al cumplir. Noel acababa de exponer lo
profundamente trastornado y extraordinariamente despiadado que
podía ser. No iba a comprobarlo más.

—¿Quién es tu amo? —exigí.

—Xan—

—No, topolina, ¿a quién diablos respondes?

Estaba lo suficientemente cerca como para ver sus pupilas abiertas,


el negro carcomiendo el oro hasta que sólo era un fino marco para su
oscuridad. —A ti, amo.

—Así es, a mí. Si piensas por un momento que no te habría creído


si me hubieras contado lo que pasó, que no habría irrumpido en la
mazmorra, colgado a ese monstruo y desollado vivo para ti tejiendo
esa carne en un tapiz que podrías usar para los putos dardos, estás
locamente equivocada. ¿He hecho alguna vez algo que te haga creer
que no mataría por ti? ¿Incluso morir por ti?

Se mordió el labio inferior, marcando la carne rosada con tanta


nitidez, que me sentí impulsado a hacer lo mismo.

Así que lo hice.

Mordí ese labio, con fuerza, hasta que el sabor de su sangre golpeó
mi lengua. Me comí su jadeo de la boca y luego me aparté para
mirarla fijamente a los ojos.
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—Una amenaza contra ti es una amenaza contra mí. Y creo que ya


lo sabes, bella; pero nadie, absolutamente nadie, amenaza a un
Davenport y se sale con la suya.
—¿Incluso a un miembro de la familia Davenport? —preguntó con
cansancio.

—Especialmente entonces —juré—. Voy a librar a nuestro mundo


de sus demonios, mi belleza, y luego te mostraré exactamente qué
clase de vida podemos tener juntos. Una vida segura, llena no sólo de
tu belleza, sino de la belleza que podemos crear juntos.

—Eso parece imposible —admitió—. Aunque lo he deseado


durante años.

—Los mejores sueños que merecen la pena son aterradores en su


enormidad —coincidí, ahuecando su rostro entre mis manos, sabiendo
que tenía el mayor sueño que jamás había tenido entre mis palmas,
sintiendo que resonaba en mi pecho como una onda expansiva—.
Estoy así de cerca de tener lo suficiente sobre la Orden de Dionisio
para acabar con ellos. Todo lo que necesito es una forma de averiguar
la fecha de la próxima subasta.

—¿Utilizando a Yana y di Carlo?

—Sí, aunque conozco a otros dos que podrían ayudar. Los visitaré
para averiguar dónde podría celebrarse la partida de póquer de di
Carlo mañana por la noche. No necesito que te involucres en esto —
empecé a decir y luego acallé la protesta de Cosima antes de que
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pudiera expresarla deslizando el acerado tono de mi Dominio—. No


quiero que te involucres en esto porque podría ser peligroso; pero
también sé que eres lo suficientemente fuerte como para lidiar con
esto, lo suficientemente capaz como para ayudarme con esto. Así que,
mi belleza, por primera vez quizás, depende de ti.

Vi cómo algo precioso y cálido se deslizaba por su rostro mientras


asimilaba mis palabras, mientras disfrutaba de su elección. Ambos
sabíamos lo que elegiría, porque era la misma italiana atávica que
había sido cuando llegó a Pearl Hall y me escupió en la cara; pero
hubo deleite en la pausa que precedió a la respuesta, para ambos.

—Para matar a nuestros demonios, primero debemos dominarlos —


dijo ella como respuesta.

—No me digas que ahora escribes galletas de la suerte —bromeé.

Parpadeó y luego apretó más sus pechos contra mi pecho mientras


arqueaba el cuello hacia atrás para reírse a carcajadas contra el techo.
La abracé mientras reía, sentí su alegría vibrar en mis huesos y supe
que, al final de todos los horrores de nuestras vidas, éramos la
recompensa del otro.

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—Mason, por favor, confía en mí. Puedes dejar de preocuparte.
Estoy bien —dije con impaciente exasperación mientras volvía a
meter el rímel en mi bolsa de maquillaje, me despeinaba y salía del
baño con el teléfono en la mano para vestirme para el día.

La mañana había empezado como hacía años que no lo hacía; con el


cuerpo de Alexander enredado en el mío, su gran peso ejerciendo una
presión tranquilizadora sobre mi torso, su aliento alborotando el
cabello de mi sien. Le observé sin reparo hasta que la lujuria que se
acumulaba entre mis piernas me obligó a rastrear con mi lengua su
suave boca dormida. Trabajando con suavidad, lentamente, me abrí
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paso por su largo y ancho torso; besando los bordes de su forma en V,


pasando mi lengua por los montículos marcados de sus abdominales,
dibujando mi nariz sobre la estela de vello que iba desde su ombligo
hasta su ingle, donde inhalé el embriagador almizcle dulce y salado de
él.

Sólo cuando mi lengua recorrió un camino resbaladizo por su polla


endurecida, Alexander se despertó con un gemido profundo y gutural.
Al segundo siguiente, sus manos se aferraron a mi cabello y sus
caderas se levantaron para empalar mi boca con el caliente
deslizamiento de su polla.

Grité a su alrededor, amando el sabor de su carne caliente, la


salmuera de su punta que yo trabajaba con remolinos de mi lengua y
succionando con fuerza con mis labios. Él se mantuvo casi inmóvil,
tan inerte al principio que me preocupaba no estar complaciéndolo;
pero cuando levanté los ojos a través de las pestañas para mirarle, sus
ojos estaban completamente negros de oscuro placer.

—¿Le estoy complaciendo, amo? —pregunté, necesitando la


aprobación, vibrando de tensión.

Parpadeó perezosamente y retiró sus manos de mi cabello para


cruzarlas detrás de su cabeza. Se me hizo la boca agua sobre la cabeza
de su polla mientras estudiaba la forma en que sus músculos se
abultaban bajo toda esa piel dorada, los mechones de vello lechoso
bajo esos enormes brazos y la forma en que sus abdominales se
contraían cuando tiraba de su polla. Un hilillo de humedad se filtró
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por mi muslo y me retorcí, los ojos de Xan siguieron la forma en que


mi culo se agitaba en el aire.
—Lo estás haciendo bien, topolina —elogió suavemente, como un
jefe poco impresionado. Pero si no haces que me corra en los
próximos dos minutos, tendré que castigarte.

Mis pezones se tensaron tanto que podía sentir cada latido de mi


pulso pesado en mis pechos inflamados.

Me puse a trabajar.

La lengua se arremolinaba, la mano bombeaba y se retorcía, la


garganta trabajaba para llevar su largo y grueso falo hasta lo más
profundo, donde podía sellar mis labios alrededor de su raíz y chupar
tan fuerte que me dolía la boca.

—Treinta segundos. —La voz de Alexander crujió sobre mi piel


sensible con el dolor de un látigo. No hubo ninguna pausa en sus
palabras, ninguna ronquera que delatara lo bien que le estaba
sirviendo.

Su impasibilidad actuó en mí como un catalizador, encendiendo mi


ya ardiente carne con una lujuria tan severa que me hizo temblar. Mis
caderas bombeaban el aire, buscando cualquier tipo de fricción
mientras volvía a cerrar mi boca sobre su carne palpitante.

—Quédate quieta —me ordenó—. Si eres una buena chica, no


tendré que pinzarte el coño y azotarte hasta que llores por mí.
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Gimoteé mientras trazaba una gruesa vena por su eje y luego sellé
mis labios sobre la cabeza para chupar con fuerza.
Un torrente de semen se acumuló en mi boca. Lo chupé como una
gata con crema, tan ávida de más que gemía salazmente y emitía
escabrosos ruidos húmedos y de succión en mi búsqueda de más.

De repente, Alexander se acercó para agarrarme por debajo de las


axilas, levantarme y ponerme de espaldas en la cama para poder
sentarse a horcajadas sobre mi pecho. Jadeé cuando su peso se asentó,
sus bolas calientes se acumularon entre mis pechos y él empujó su
polla con tanta violencia sobre mi rostro que éste se tornó
instantáneamente de un florido rojo violáceo.

—¿Quieres el semen de tu amo? —exigió con una voz como la


grava en las llantas.

Me estremecí y separé los labios húmedos, con la lengua deseando


probar de nuevo su semilla.

—Por favor, por favor, por favor.

—¿Debería correrme sobre estos preciosos pechos? —me preguntó


mientras bajaba una mano para amasar una teta y luego pasaba el
pulgar por mi labio inferior—. ¿O dentro de la húmeda y caliente
boca?

—Boca, por favor, amo —rogué, bombeando mis caderas hacia


arriba, retorciéndome contra la necesidad que recorría mi cuerpo.
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Estaba desesperada, llena de un exceso de energía sin salida. Un


solo toque en mi coño y detonaría.
Incluso ver a Xan abalanzarse sobre mí como un vikingo saqueando
su botín femenino hizo que mi coño se enroscara con tanta fuerza que
me pregunté si eso sería suficiente para lanzarme al clímax.

Se oyó el tap, tap, tap de su puño sobre su carne y el duro revoloteo


del aire a través de nuestras dos bocas abiertas y entonces él gimió;
con la cabeza inclinada hacia el cielo, la nuez de Adán como un duro
nudo en su dorada garganta mientras gemía su inminente liberación.

Pasé los ojos por su pecho brillante y los fijé en su polla justo a
tiempo para ver cómo salía la primera cuerda larga de su semen y
aterrizaba mitad en mi boca y mitad en mi mejilla. La mano que no
estaba en su polla encontró mi garganta y me la apretó mientras
inclinaba la cabeza hacia abajo para ver cómo me pintaba la cara con
su semen.

Esperé a que se agotara antes de lamerme la salmuera de los labios,


y entonces Xan utilizó su dedo para recoger el resto y dármelo.

Quería suplicar que me liberara; pero no lo hice porque, dijera lo


que dijera, no era yo quien tenía el poder. Y por muy frustrada
sexualmente que estuviera, cada parte de mí amaba eso.

Xan me miró, inclinando mi barbilla hacia arriba para que nos


miráramos a los ojos, y leí la absoluta ternura en su expresión.
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—Rara vez sueño; pero cuando lo hago, sueño con dos cosas
inevitables. Sueño con matar a mi padre, pero mi belleza, lo que más
sueño es contigo. —Su voz era tan suave como una pluma flotando
contra mi mejilla e igual de inquietantemente bella—. Aunque, esta es
la primera vez que soñar contigo no fue una pesadilla porque sabía
que cuando despertara, seguirías aquí.

—Xan —respiré, sacando un brazo de donde estaba inmovilizado


bajo su pierna para poder ahuecar su rostro—. No me hagas llorar.

—Eres hermosa cuando lloras. De hecho, eres la criatura más


hermosa de esta tierra —expresó con solemnidad—. Estoy seguro de
ello.

Incliné la barbilla hacia abajo para bordear su mano sobre mi


mejilla y la acaricié. —Estamos bien emparejados entonces, porque
nunca he visto un hombre más hermoso que tú.

Su sonrisa era leve y despectiva, pero no protestó. —Levántate


ahora, mi belleza. Deja que te prepare el desayuno.

Intenté no poner mala cara; pero por el movimiento de sus labios,


me di cuenta que había fracasado. Seguía en el filo de la navaja de la
liberación, con el coño tan resbaladizo que hacía un ruido húmedo
mientras seguía a Xan fuera de la cama. Él lo ignoró.

De hecho, prácticamente me ignoró mientras nos preparaba huevos


y bacon con hierbas italianas y queso de cabra. Mientras trabajaba en
su teléfono mientras yo recogía mi olvidada biografía de Cleopatra y
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luego mientras atendía una llamada de Riddick sobre el estado de


Ashcroft, que seguía preso y recibiendo palizas a diario por sus
crímenes contra nosotros.
Estaba lavando los platos en el fregadero cuando Xan finalmente se
acercó por detrás de mí, envolviendo sus grandes manos sobre mis
caderas para que mi culo se inclinara contra su ingle. Su nariz me
apartó el pelo para poder pasar sus cálidos labios por mi garganta
antes de decir: —¿Mi pobre topolina sigue desesperada por correrse?

Al instante, mi lujuria mal guardada cobró vida y volví a girar


contra él. —Sí, amo.

—Las manos en el mostrador, los pies separados. Si te mueves un


solo centímetro me detendré, topolina, así que pórtate bien con tu amo
y te comeré hasta que te corras sobre mi lengua. Entonces te voy a
follar tan fuerte que te va a doler el resto del día.

Y cumplió su promesa, comiéndome el coño y el culo desde detrás


de mí, apoyado en sus rodillas en el suelo con sus ásperas manos
manteniéndome abierta para su voraz boca. Me corrí dos veces en su
lengua y otras dos en torno a la invasión castigadora de su polla, la
última al mismo tiempo que me inundaba con otra carga de su semilla
caliente y pegajosa. Me mantuvo inmóvil con una mano mientras se
retiraba y jugaba con un dedo en mi húmedo coño, observando cómo
nuestros jugos se filtraban lentamente por mi muslo antes de que los
untara, como le gustaba hacer, por todo mi sexo.

Ahora, estaba hablando con Mason mientras Xan tomaba su turno


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en la ducha. Me sentía mal por no haber hablado con mi amigo desde


la gala benéfica, cuando Alexander había aparecido para usurpar su
oferta de mi noche de cita; pero la vida había sido demasiado caótica
como para dedicar tiempo a las amistades en las últimas semanas.

No podía explicarle muy bien a Mason por qué era eso, así que traté
de ser paciente con su molestia.

—Ese hombre que te compró, Cosi, es un maldito Lord británico,


¿lo sabías? —preguntó Mason—. He leído en internet que es de una
de las familias más notorias del Reino Unido. Su tatarabuelo se
llamaba Black Benedict porque importaba esclavos de África para
usarlos para su propio placer.

—Mason —dije, con un tono cálido de diversión no reprimida—.


No creo que sea justo juzgar a alguien basándose en las acciones de su
tatarabuelo.

Resopló. —Aun así, no tengo un buen presentimiento sobre él.


Espero que no lo estés viendo ahora.

—Lo estoy —le dije, feliz de hacerlo.

Quería que la gente supiera que estaba enamorada. No quería seguir


escondiéndome. Alexander era el mejor hombre que conocía y estaba
orgullosa de estar con él. Eso no significaba necesariamente que
estuviese preparada para hablarle a mi familia de él, no con el drama
que ya estaba sacudiendo a mi familia por la ruptura de Sinclair con
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Elena; pero era bueno hablarle de él al menos a uno de mis mejores


amigos.

Hubo un pesado silencio mientras Mason procesaba esto.


—¿Qué significa esto?

Suspiré. —Significa que soy feliz. Por primera vez en mucho


tiempo. Me encantaría que te alegraras por mí.

—Es que... esto cambia las cosas.

—¿Con tu familia?

—Bueno, sí. Mi tío... no se alegrará de que ya no esté contigo —


admitió con un tenso gemido—. No sé cómo voy a manejar esto.

—Lo siento —dije, y lo dije de verdad. Mason había sido un gran


amigo para mí a lo largo de los años, y me sentía mal por haberle
dejado lidiar con su opresiva y anticuada familia; pero no dejaría que
nada se interpusiera entre Alexander y yo, ya no.

Me estaba poniendo una blusa negra transparente sobre el sujetador


de encaje cuando Xan salió del baño en una nube de vapor con el
aspecto de una estatua dorada y húmeda robada del Panteón.
Inmediatamente, se me secó la boca al verle.

Él frunció el ceño al ver el teléfono en mi mano. —¿Quién?

—Mason —le dije con la boca antes de decir en el móvil—. Tengo


que irme, cariño. Espero que podamos reunirnos cuando las cosas sean
menos locas para mí. Si necesitas ayuda con tu familia, házmelo saber.

—Nos ayudaría a los dos si dejaras a ese tipo —murmuró


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sombríamente; pero cuando sólo me reí de él, suspiró—. Bien.


Cuídate, Cosima. No tengo un buen presentimiento sobre nada de
esto.
Xan se acercó a mí, rodeando mis caderas con un brazo para
atraerme contra su cuerpo húmedo y así poder depositar un beso
detrás de mi oreja y luego una línea de ellos por mi yugular. Me
estremecí, colgué el teléfono y lo dejé caer sobre la cómoda que tenía
detrás, Mason totalmente olvidado mientras Alexander susurraba. —
De rodillas, topolina, te he echado de menos en la ducha y siento la
necesidad de demostrarte cuánto.

El hombre al que necesitábamos ver vivía en una gran casa en una


pequeña ciudad del norte del estado de Nueva York, y lo había hecho
desde que emigró a este país tras ser expulsado de la alta sociedad
británica. Lo sabía porque había ayudado a trasladarlo a él y a su
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dinero al nuevo país para mantenerlo a salvo de más daños.

Le había contado a Cosima la historia de lo sucedido tras su


desaparición en nuestra boda, cómo había decidido encabezar las
demandas de la Orden y castigar a Simon Wentworth por los mismos
crímenes que yo había cometido. Ella había escuchado con los labios
fruncidos y los ojos tristes, guardándose sus condenas. El nuestro no
era un mundo de blanco y negro, y ella sabía que no debía culparme
por lo de Simon cuando me había visto obligado a adoptar una
posición imposible. Ambos habíamos tomado decisiones difíciles, y
ambos sabíamos lo que significaba vivir con ellas.

Aun así, me fijé en su cara cuando llegamos a la entrada de la vieja


casa de piedra y llamamos a la puerta. Quería ver cómo reaccionaría
ante la revelación.

No me decepcionó.

En el momento en que Simon Wentworth abrió la puerta, ella jadeó.

Yo tenía razón. Lo reconoció de la noche de La Cacería.

Ella retrocedió un paso justo cuando el rostro pálido y agradable de


Simon se convirtió en una amplia sonrisa, y él se adelantó para
abrazarme con fuerza.

—Thornton, viejo amigo, ¿qué demonios haces en mi puerta? —Se


rió al apartarse—. Ha pasado un tiempo desde que llamaste por
teléfono.

—He estado ocupado —dije, inclinando la cabeza hacia Cosima a


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mi izquierda para indicar lo ocupado que había estado.

La cara de Simon se hundió como un castillo de arena en el mar. Se


quedó mirando a Cosima durante un largo rato, con las emociones que
se escondían detrás de sus ojos mientras asimilaba la sorpresa de verla
allí de pie.

—Te acuerdas de mí —dijo finalmente, con la expresión arrugada y


manchada de viejos recuerdos y de una antigua vergüenza.

Cosima dudó y luego asintió con la cabeza, moviéndose ligeramente


hacia mí en una petición inconsciente de consuelo. Le hice caso,
tomando su cadera lejana en mi agarre para acercarla a mi lado.

—Yo, bueno, realmente no sé qué decir —confesó Simon, soltando


una ráfaga de aire mientras se pasaba una mano por su mata de pelo—
. Estuve abominable, de verdad. Lo peor de lo peor. Todo lo que
puedo aportar es que estaba aterrorizado y enamorado. En ese
momento, ir por ti me pareció lo mejor.

—¿Porque te preocupaba que descubrieran lo tuyo con tu esclava?


—preguntó ella en voz baja.

—Daisy —dijo él mientras su rostro sufría un espasmo de dolor y


su voz se reducía a un susurro sin aliento—. Se llamaba Daisy.

—¿Ellos la mataron? —corroboró ella; sus ojos eran tan grandes y


dorados que rivalizaban con el sol que brillaba fríamente desde el
cielo invernal.

Simon se sintió reconfortado por esos ojos, enderezando su columna


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vertebral mientras asentía. —Lo hicieron. Antes de que llegaran a mí,


la encontraron y… bueno, no hace falta repetir los detalles. No hace
falta decir que estoy terriblemente arrepentido de mi comportamiento.
Aunque tengo una excusa, realmente no hay ninguna buena razón para
haberte asustado así.

—Creo que es una buena razón —dijo suavemente, dando un paso


adelante para poner una mano en el brazo de Simon—. Creo que es la
mejor razón.

El labio de Simón tembló ligeramente antes de hacerlo rodar entre


los dientes para frenar la muestra de debilidad. —No es de extrañar
que un hombre como Thornton se enamore de una mujer como tú.

Cosima inclinó la cabeza hacia el lado en cuestión.

—Tanta luz y suavidad —explicó con una pequeña y privada


sonrisa—. Es un talón de Aquiles para los hombres como nosotros.

—Hombres oscuros.

—Quebrados —la corrigió, dándole una palmadita en el brazo antes


de volver a entrar en la casa y empujar la puerta de par en par para
nosotros—. Entren, entren.

La casa de Simon era grande; pero las habitaciones eran pequeñas,


los pasillos estrechos y ambos estaban llenos de muebles confortables.
Era un hogar; muy diferente de la anterior residencia de Wentworth —
un pequeño castillo— en Inglaterra. Aun así, reconocí su felicidad en
ella mientras tocaba con la mano las paredes al pasar y a través de las
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fotos que cubrían el lugar del manto de la sala de estar al que nos
condujo.

Me alegré de que hubiera encontrado la felicidad.


Fue una extraña revelación porque yo había sido un hombre
egocéntrico, insensible, la mayor parte de mi vida. Cuando te enseñan
que la empatía es una debilidad desde pequeño, ¿qué recurso te queda
sino creerlo?

Amar a Cosima me había hecho considerablemente más empático, y


tenía que estar de acuerdo en que era, en cierto modo, una gran
debilidad. No quería que los inocentes sufrieran y los culpables
prosperaran, así que descubrí que tenía que adoptar una postura
cuando estas cosas sucedían.

La primera vez que lo hice de verdad fue con Simon, sacándolo del
país para que la Orden no pudiera acabar con él. Intenté hacer lo
mismo con Daisy, pero llegaron a ella antes de la boda y no hubo nada
que hacer.

Un jarrón de margaritas estaba sobre la chimenea, junto a una foto


de una joven de etnia con una sonrisa recatada. Al instante supe que
era Daisy, y sentí una punzada en el corazón al saber que aún la
recordaba.

Ella se lo merecía.

—¿Te has mudado aquí para escapar de la Orden después de lo


ocurrido? —preguntaba Cosima mientras tomábamos asiento en un
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sofá de terciopelo rosa que claramente no era la elección de Simon, un


hombre cuyo estilo se inclinaba hacia la elegancia de la caza.
Simon la miró con el ceño fruncido. —Seguro que sabes que fue
Thornton quien me trajo. —Cuando sólo apreté los labios y los ojos de
Cosima se abrieron de par en par como doblones de oro, se rio y
sacudió la cabeza—. ¿Alguna vez te has sentido cómodo como el
malo de la película, hmm, Thornton?

—En efecto, te castré —recordé con sorna.

Cosima se atragantó con una risita y se llevó la mano a la boca. —


Lo siento, Simon.

Lo apartó con una sonrisa. —No, no, eso fue bastante gracioso. Lo
hiciste, por supuesto; pero también me diste una nueva vida y, a la
hora de la verdad, me reuniste con la única persona que podía curarme
cuando todo estaba dicho y hecho.

Las cejas de mi mujer se dispararon hacia la línea del cabello. —


¿Eh?

—Se refiere a mí, creo —dijo Agatha Howard mientras entraba en


la habitación con un aspecto aristocrático, incluso con unos vaqueros
desteñidos y una vieja camisa de Led Zeppelin.

Se dirigió directamente a Simon y se acomodó en el brazo de su


silla, de la que él tiró al instante para que cayera en su regazo. Se
sonrieron un momento antes de que ella volviera a encarar a una
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desconcertada Cosima.

—Me alegro de volver a verte, Cosima.


—Che cavalo23 —respiró ella—. Que alguien me explique, por
favor, qué está pasando.

Simon sonrió. —Aggie y yo éramos los mejores amigos de la


infancia. Yo era un muchacho dócil, no atraído por mucho más que la
caza y las matemáticas. No tenía muchos amigos, salvo ella, y ella era
demasiado buena para mí. Nunca pensé en quererla como algo más
que mi amiga, pero cuando me enamoré de Daisy... bueno, ella fue mi
roca. Estuvo con nosotros a través de todo, tratando de encontrar una
manera de que estuviéramos juntos. Obviamente, conoces el trágico
final de esa historia. Lo que no sabes, al igual que yo, es que Agatha
había estado enamorada de mí todo ese tiempo. Cuando Daisy murió y
yo... fui castigado por amarla, vine a América con el dinero de
Thornton y establecí una nueva vida. Cuando la Orden trató de obligar
a Aggie y a Thorn a estar juntos, emparejaron, sin saberlo, a las dos
personas que podían trabajar por su fin y que querían hacerlo por lo
que les habían hecho a sus seres queridos.

Simon se detuvo para presionar su nariz en el cabello de su amante.


Agatha cerró los ojos para saborear su cercanía y luego continuó su
relato. —Cuando me enfrenté a Alexander por no querer casarme con
él, hicimos un pacto para acabar con la Orden. Al principio no
confiaba en mí; así que le conté mi historia, lo involucrada que había
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estado con Simon y Daisy. No sólo confió en mí después, sino que


también nos reunió.

23
En italiano: Qué fuerte.
—¿Lo sabe tu familia? —preguntó Cosima, pero su mano estaba en
mi regazo cerrándose entre mis dedos y su cabeza se inclinaba para
presionarse contra mi hombro. Su cercanía era una validación de mi
parte en su romance, un dulce reconocimiento de lo valiente y correcto
que ella sentía que era al hacerlo.

Sentí que su gratitud me atravesaba como una estrella fugaz.

—Saben que me he fugado con una buena parte de mi herencia y


algunas reliquias familiares; pero, por lo demás, no. No saben dónde
me he instalado.

Cosima permaneció en silencio durante un momento, obviamente


asimilando todo lo que le habían dicho. Finalmente, levantó su cara
para mirarme y susurró. —No es malvada, ni de lejos.

No le sonreí, pero mis ojos contenían la riqueza de la calidez que


sentía por ella. Me gustaban Simon y Agatha, pero no lo suficiente
como para revelar lo desesperadamente enredado que estaba con mi
esposa.

—Lo que nos lleva a ahora —dije, finalmente listo para ir al


grano—. ¿Te has enterado de algo que debería saber?

—¿Cómo qué? Sabes que estoy vigilando a Noel, al igual que tú;
pero hasta ahora ha estado notablemente silencioso en su jaula de
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Pearl Hall. Diablos, ni siquiera ha contratado un nuevo sirviente en


años.
—¿Sabías que Giuseppe di Carlo es el miembro más reciente de la
Orden en la ciudad? —pregunté, buscando en sus rostros la traición.
Confiaba en ellos tanto como en cualquier otra persona fuera de
Cosima y Riddick; lo que era decir, no mucho.

Aggie hizo una mueca. —Lo he oído. Alan Byers me lo dijo el otro
día. ¿Estás pensando en utilizarlo para averiguar información sobre las
subastas?

—¿Realmente crees que te la dará? —preguntó Simon—. Es un jefe


de la mafia, Thorn. Dudo que lo suelte con un por favor y un gracias
de alguien como tú.

Levanté una ceja. —¿Parezco el tipo de hombre que utilizaría esas


galanterías?

Cosima se rio en voz baja.

—No, pero no veo de qué otra forma piensas sacarle la información.

—Fácil —le dije con una sonrisa lenta y escurridiza—. A Giuseppe


di Carlo le gustan los juegos, y le encanta el póker. Le apostaré por la
información. El único problema es que necesitamos saber dónde se
celebra su partida esta noche. ¿Puedes ayudarme con eso?

Simon era programador informático en su vida anterior y se ganaba


la vida ahora haciendo trabajos de seguridad por cuenta propia para
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grandes empresas un tanto sospechosas.

Su sonrisa fue la respuesta a la mía, un derrame de astuta petulancia


en su rostro. —Oh, creo que puedo hacerlo.
La mejor arma de una mujer, cuando se aplica correctamente, es su
forma de vestir. El vestido de seda negra de medianoche asfixiaba las
líneas de mis exageradas curvas como si fuera aceite de motor, un
derrame frío y oscuro desde las puntas de mis hombros sobre la
protuberancia exterior de mis pechos hasta estancarse estrechamente,
ondulando alrededor de mis zapatos de tacón. Mi cabello estaba
cepillado hasta que flotaba como hebras de pura noche alrededor de
mis hombros desnudos, atrapándose en el valle sombreado de mis
pechos como los dedos imaginarios de los hombres que desearían
tocarme allí. Mis ojos estaban delineados con kohl, mis labios
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pintados de un rojo intenso y perverso, el color de la sangre vieja


derramada.
Era sexo en dos piernas y eso más que la mini navaja plegable SOG
Salute atada a mi tobillo o la pequeña pistola de bolsillo sujeta a la
liga en el hueco entre mis muslos interiores, era mi arma.

Y esa noche necesitaba un arma porque íbamos a entrar en la boca


del lobo.

Giuseppe di Carlo tenía un pequeño y tranquilo restaurante en el


Bronx que no aparecía en ninguna guía Zagat ni en ninguna página
web de viajes. Incluso su nombre estaba garabateado con pintura gris
oscura en un toldo de madera negra sobre las ventanas ennegrecidas.
No invitaba al patrocinio de personas que no supieran exactamente en
qué se estaban metiendo; una moderna guarida de la mafia.

—Nos registrarán —había advertido Alexander desde la cocina


mientras terminaba de maquillarme en el cuarto de baño—, pero no
tan a fondo como podrían porque es una mesa abierta y el tipo de
hombres a los que atrae el juego no son de los que se sienten cómodos
sin sus armas.

No era la primera vez desde que habíamos planeado esta salida para
enfrentarnos al jefe del crimen de la familia di Carlo, que deseaba que
Dante estuviera allí. Si alguien podía ayudarnos con los entresijos de
una noche con Made Men, era el propio capo de la Camorra. Me
mordí el labio y consulté el teléfono que estaba sobre el lavabo,
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deseando que respondiera a alguno de los catorce mensajes de voz o a


los innumerables mensajes de texto que le había enviado en las
últimas veinticuatro horas.
—Podemos hacer esto sin Edward —dijo Alexander, leyendo mi
mente como sólo él podía hacerlo desde donde apareció de repente en
la puerta detrás de mí.

—Podemos —acepté—. Sólo desearía que no tuviéramos que


hacerlo.

Sus labios se aflojaron, pero sus ojos estaban calientes con algo más
que impaciencia cuando se movieron por mi cuerpo. —Ven aquí,
topolina.

—No me estropees —dije, extendiendo las manos como si eso fuera


a detenerlo—. Necesito estar bien esta noche.

—Siempre estás encantadora —me dijo—. Pero dime otra vez que
no te estropee, y me aseguraré de pintarte el trasero de rojo como el
vino, ¿entendido?

Me estremecí ante la autoridad de su voz y me acerqué a él antes


que pudiera detenerme. —Sí.

Arqueó una ceja cuando me apreté contra su pecho.

—Sí, amo —corregí con descaro en los ojos, pero con aliento en los
labios.

Quería ser más fuerte que mi deseo de someterme a él, pero


tampoco lo hice.
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Xan me cogió todo el lado de la cara con una de sus grandes manos.
—Esta noche, soy tu amo. Todo lo que te diga que hagas, lo harás sin
rechistar. Ésta y sólo ésta es la única razón por la que te permito venir
conmigo esta noche, porque sé con qué dulzura me obedecerás. Si te
sales de la línea por un instante, no sólo haré que Riddick te lleve a
casa; sino que también te broncearé el culo y luego te follaré sin
sentido durante horas sin dejarte venir como castigo por tu
incumplimiento. ¿Lo has entendido?

Mis piernas se balancearon, deseosas de caer en la posición de


rodillas que me hacía sentir completa. Me estabilicé con una mano
sobre su adecuado corazón y asentí. No porque tuviera que decir que
sí, sino porque comprendía la gravedad de la situación si me desviaba
de su plan.

No cabía duda de que, con un movimiento en falso, moriríamos.

—Entendido —acepté.

Comprendí lo profunda que era la confianza de Alexander en mí; si


me ponía en peligro, automáticamente hacía lo mismo por él, porque
se pondría delante de una bala si eso significaba mantenerme a salvo.
Dependía de mí ser lo suficientemente inteligente como para evitar
que ambos sufriéramos daños; lo que significaba obedecer a
Alexander, ya que él sabía mucho más que yo sobre cómo
desenvolverse en una situación como ésta.

La guarida de la inequidad que uno podría conjurar en relación con


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un grupo mafioso no era a lo que entramos después de ser cacheados


por gorilas de rostro inexpresivo. No había nada oscuro ni macabro, ni
resbaladizo ni anticuado, como algo sacado del Padrino. Por el
contrario, era audaz y moderno, una gran extensión de sótano
transformada en una sala de juego en blanco y negro. Las ruletas eran
negras y plateadas, el fieltro de póquer era granate oscuro, el suelo de
hormigón pulido y las sillas de madera negra con cojines de terciopelo
negro. Era suntuoso y llamativo, un hermoso lugar para entregarse a
todo tipo de pecados.

Sólo los hombres que ya estaban sentados alrededor de la gran mesa


de póquer en el centro de la sala no estaban tan bien presentados.
Había un hombre enorme, de cara cuadrada, con dedos romos y piel
grasienta, que se frotaba la rotunda barriga hasta eructar. Otro, era
apuesto al estilo de los malvados, con rasgos afilados y duros, afilados
como implementos destinados a extraer la admiración femenina. Era
moreno, con rizos negros que le besaban los hombros, una barba corta
sobre la mandíbula y un traje del mismo azul glacial que sus iris de
color oscuro. Cuando nos miramos a los ojos sonrió, y fue una de las
expresiones más siniestras que jamás había presenciado.

El tercer hombre era uno que reconocí de las páginas de sociedad


del periódico. No era nada especial a la vista, rasgos flácidos y
carnosos con poros dilatados y una boca floja y húmeda que colgaba
abierta y torcida hacia la izquierda, como si se burlara constantemente,
y tal vez lo hiciera. Giuseppe di Carlo tenía mucho de lo que mofarse,
dado que era el jefe de la familia criminal más prolífica de la historia
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de Estados Unidos; pero en ese mismo momento se estaba mofando de


mí.
—Te pareces a tu padre, Davenport —dijo di Carlo con su voz
ahumada mientras se llevaba un grueso puro a los labios—. Un gato
escurridizo cree que puede pasearse por mi territorio a su antojo sin
siquiera pedirme permiso. ¿Qué tal te ha ido?

Miré por encima de mi hombro y vi a Alexander inmóvil bajo la


presión de una pistola en la base del cuello. No había ningún signo de
tensión en el aburrido conjunto de sus rasgos, ni pánico en su tranquila
y regia postura. Sólo su quietud indicaba que era consciente de la
amenaza que se cernía sobre él.

Se ajustó los gemelos y comprobó la esfera de su reloj Patek


Phillipe. —Francamente, Giuseppe, me sorprende que nos hayas
dejado pasar por la puerta.

El capo frunció el ceño durante un largo momento y luego se río tan


fuerte que su débil barbilla hizo ruido. —¡Gotzo! Qué cojones tienes
para un hombre que está en peligro. ¿Sabes que tu padre me pagaría
una suma principesca por entregarte a él?

Alexander se burló. —Lo dudo. Llevo años operando sin amenazas


de mi padre.

Las cejas de Di Carlo se dibujaron en su florida frente. —No estaba


hablando contigo.
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Ambos hombres me miraron.


Pude sentir que el aire que rodeaba a Alexander me envolvía como
el humo antes de solidificarse en piedra. Amenazarlo a él era una cosa,
pero a mí, otra.

En diez segundos, acompañados de una serie de golpes, clics y


gruñidos, el matón de Giuseppe estaba desarmado y Alexander le
apuntaba a su propia sien.

—Vuelve a hablarle así y mataré a todos los presentes —explicó


con calma.

El matón siseó a través de sus dientes apretados, y Xan apretó más


la pistola contra su cabeza.

—Oh, siéntate de una puta vez —ladró Giuseppe—. Estas noches


de póquer son jodidamente sagradas. No hace falta que lo arruines con
un derramamiento de sangre antes de empezar. Verás, pantalones
elegantes, así es como funciona. Si quieres amenazarme, adelante;
pero hazlo a través de tus apuestas.

Se sentó de nuevo en su silla para fumar, con su gran barriga


sobresaliendo como un bulto de embarazo mientras esperaba que
Alexander se decidiera.

Tras un momento de pausa, cogió la pistola de la sien del matón y


se la devolvió por el cañón. —Puede que quieras aprender a usarla,
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amigo.
Ignoró la forma en que el hombre maldecía y me cogió del brazo
para guiarme hacia la mesa, tomando asiento justo enfrente de
Giuseppe e instalándome a su lado.

—No son los únicos invitados inverosímiles que han llegado esta
noche —añadió Giuseppe en tono de conversación mientras deslizaba
sus ojos por detrás del hombro de Xan—. Bienvenido, capo.

Mi cabeza se giró tan rápido que algo crujió en mi cuello. Ignoré el


dolor cuando vi a Dante de pie, con un traje negro y una camisa roja
oscura, pareciendo el jefe de la mafia que era. Con una mirada que
podría haber matado a un hombre adulto.

—Dante —dije con la boca, sin querer transmitir mi alivio por su


presencia a los demás hombres de la mesa; pero necesitando que
supiera que estaba escandalosamente feliz de verlo.

Parpadeó, pero su expresión no cambió. Estaba imitando a


Alexander, la poderosa frialdad e impasibilidad que lo convertían en
más estatua que hombre.

—Di Carlo —dijo Dante casi dibujando mientras se adentraba en la


habitación con su hombre Frankie a su espalda—. Querías hablar tan
desesperadamente que enviaste hombres para emboscarme. Pues aquí
estoy. —Se desabrochó la americana y se hundió en la silla con una
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gracia infinita para un hombre tan grande—. Bueno, habla.


Di Carlo se lamió sus carnosos labios con indisimulado regocijo. —
Hay mucha gente interesante aquí esta noche. Díganme, Davenport y
Salvatore, ¿conocen a Ren Tarsitani y a Hugo Ralston?

Dante me había hablado de Ren. Era el hombre al que todo el


mundo acudía en busca de información porque de alguna manera, lo
sabía todo sobre todos los integrantes de los bajos fondos de la ciudad
de Nueva York. No sólo los sindicatos del crimen organizado, sino
también los políticos corruptos, los escándalos de la sociedad y mucho
más. Por la forma en que sonreía astutamente mientras miraba a Dante
y a Alexander, supuse que el apuesto hombre de rasgos afilados y
gélidos ojos era Ren.

Al otro hombre más grande que estaba sentado en su silla como una
mancha amorfa no lo conocía, pero al verlo supe que era una mala
noticia.

—Un placer —dijo Ren con una inclinación de cabeza hacia los dos
hombres que estaban a mi lado antes de clavar sus ojos casi incoloros
en mí—. ¿Quién, sí se puede saber, es la gran belleza que has traído
contigo?

—Ella no tiene ninguna importancia para ti; por lo tanto, no


necesitas saber su nombre —dijo Alexander con calma, con una voz
tan implacable como el acero forjado.
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Di Carlo soltó una carcajada, evidentemente encantado con la


tensión que solidificaba el aire de la habitación como un caramelo,
pegajoso e imposible de romper.
—Oh, pero creo que podría ser muy interesante —rebatió Ren—.
Todos sabemos por qué estás aquí, Davenport, y no es para ganar
dinero sucio de hombres sucios cuando ya tienes una abundancia
propia. No, es para ganar información. Información que casualmente
conozco.

La expresión de satisfacción de di Carlo se convirtió en un ceño


fruncido. —Ahora, Ren, no quiero que vayas a pisar mis pies.

Ren lo estudió durante un largo minuto y se acercó a su vaso de


cristal para llevarse un trago de whisky a los labios. —Si nos dejas,
Giuseppe, no creo que nadie te haga responsable de lo que ocurra aquí
esta noche.

—¿Por qué iba a hacer eso y perderme toda la diversión? —exigió


como un niño malcriado.

Tenía la sensación de que di Carlo se había salido con la suya desde


que nació, y la idea de cualquier otra cosa era totalmente inconcebible
para él.

—Lo haces, y te daré lo que quieres sobre los micks —ofreció Ren
con facilidad; pero sus ojos parecían atravesar a di Carlo como un
cuchillo caliente a la mantequilla, cortando sus escudos hasta que el
corazón de su deseo quedó al descubierto ante la mirada calculadora
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de Ren.

Sabía que mick era un término despectivo para referirse a un


irlandés porque Seamus me lo había enseñado así; pero no tenía ni
idea de por qué la oferta de información sobre ellos hizo que el jefe
del crimen de la Cosa Nostra sonriera casi maniacamente.

—Lo quiero ahora, Ren —exigió.

—Después del juego —replicó como si estuviera en una posición de


gran poder mientras estaba sentado en el propio centro de di Carlo,
rodeado por sus hombres, todos los cuales llevaban obviamente armas.

Di Carlo vaciló, mirando fijamente a Ren, y luego barriendo sus


ojos sobre el resto de nosotros antes de apartarse de la mesa. —Bien.
Tienen una hora antes de que vuelva. ¿Y Ren? Si la información no es
buena, acabo de adquirir una nueva pistola de clavos que me
encantaría mostrarte.

Ren alejó la amenaza con la mano y luego deslizó sus ojos hacia el
nervioso y expectante repartidor de cartas y levantó las cejas. —
¿Empezamos entonces?

Se repartieron las cartas y las tres primeras se depositaron en el


fieltro antes que Ren volviera a hablar, con una voz tan evasiva como
la de una serpiente en la hierba. —Si quieres la información,
necesitaré algo más que dinero de ti, Davenport.

Alexander no parecía sorprendido por esto. Se limitó a levantar una


fría ceja en forma de pregunta mientras elevaba el precio en cincuenta
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dólares.
—Ella —dijo Ren, señalando con un largo dedo hacia mí—. Tiene
que arrodillarse a mi lado durante toda la partida y, si gano, debe pasar
una hora a solas conmigo.

La negación estaba escrita por toda la forma repentinamente sólida


de Alexander. Ni siquiera su pecho se movía con la respiración.
Estaba tan inmóvil que parecía muerto y momificado, sentado con las
manos sobre las cartas y los ojos inclinados hacia el fieltro.

Pensé en responder por él, en aceptar las condiciones de Ren porque


prefería pasar una hora en una habitación a solas con un mafioso que
el resto de mi vida siendo perseguida por la Orden que, muy
probablemente, era diez veces más maliciosa.

Sin embargo, me abstuve porque le había prometido a Alexander


que le seguiría la corriente, y me parecía absolutamente
imprescindible hacerlo en este momento.

Ni siquiera Dante, tenso como un alambre a mi otro lado, habló por


su hermano; aunque sabía que quería hacerlo.

Esperamos, el silencio casi vibrando de tensión.

—Si gano —empezó a decir Alexander lentamente con sus palabras


cultas formadas en hielo—. Me dirás la ubicación de la próxima
subasta de la Orden de Dionisio en la ciudad y en el extranjero. Me
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darás la información inmediatamente después del juego. Además, si


necesito un favor tuyo en el futuro, estarás abierto a recibirlo.
Los ojos de Ren se entrecerraron ante su audacia antes de soltar una
pequeña risa. —Qué atrevimiento. Creía que los británicos eran
conocidos por su conservadurismo.

—Está claro que has olvidado la crueldad del gran imperio británico
—dijo Alexander con desgana.

Los ojos de Ren brillaron con perversa alegría. —Claramente.


Entonces, lo apruebo. —Sus ojos se deslizaron como un cubo de hielo
sobre mi cuerpo, dejando un rastro frío a su paso mientras me
evaluaba y luego sonreía finamente—. Creo que tu servicio es
necesario a mi lado, bella.

Alexander frunció el ceño al oír sus palabras, pero


sorprendentemente no protestó. En cambio, se puso de pie y me ayudó
a levantarme. Estaba a punto de alejarme cuando su mano se aferró a
la mía y me empujó hacia su sólido pecho. Mis labios se separaron en
una exhalación y luego su boca se cerró sobre la mía, su lengua se
enfrentó acaloradamente a la mía en un intento de dominación; aunque
él sabía que yo acabaría dándola libremente.

Gemí, atrapada por el calor que floreció entre nuestras bocas y


hundió sus raíces en lo más profundo de mi vientre, hasta mi sexo.

Cuando por fin se apartó, su boca firme y llena estaba humedecida


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por mis atenciones. Antes que pudiera evitarlo, me puse de puntillas y


lamí su hinchado labio inferior antes de morderlo entre los dientes.
Sus ojos brillaron como un champán espumoso cuando me aparté,
con el orgullo y la lujuria permanente burbujeando a través de la plata.

Inclinó ligeramente la barbilla y me fui, rodeando la mesa con mis


caderas rodando, las piernas tan fluidas como la miel derramada sobre
el suelo.

Los hombres me miraban, y Ralston incluso se ajustó los


pantalones. Cuando llegué a Ren y me desplomé con elegancia para
arrodillarme a sus pies, capté la lujuria de sus ojos, que se clavaron en
mí como focos iluminándome con sus deseos.

Sabía que el vestido había sido una buena idea.

Y aunque Alexander no solía ser de los que usaban la fuerza bruta,


su muestra de propiedad era aparentemente justo la que necesitaban
estos posesivos italianos.

Ren bajó la mirada hacia mí, el único hombre sin que el deseo le
nublara la vista. En cambio, me estudió como un insecto bajo el
cristal, catalogando mis atributos y leyendo la intención en mi rostro.

—Hermosa —dijo en voz baja sólo para mí; aunque todos los
demás podían oírlo bajo la música baja—. Pero entonces, eso ha sido
una especie de maldición para ti, ¿no es así, Cosima?

Lo miré con dureza, pero no me sorprendió. Era un hombre con


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información, así que por supuesto había sabido quién era yo todo el
tiempo. Sólo me hizo sentir curiosidad por saber cuál era su objetivo.
¿Sólo pretendía hacer estragos con los hermanos Davenport al
mostrarme de forma tan evidente a su lado?

¿O había algo más que quería de ellos, de mí?

Me arrodillé en silencio mientras los hombres reanudaban su juego;


pero no perdí de vista a Ren, observando sus manos y aprendiendo la
forma en que jugaba al póquer.

Había aprendido que se podía discernir mucho de un hombre por la


forma en que jugaba una partida estratégica.

Alexander era calculador y frío. Su hermoso rostro no se movía de


su reposo ni siquiera un momento, como si en su asiento se sentara
una estatua de mármol en lugar de un ser humano. Cuando la partida
se redujo finalmente a Ren y a él mismo, seguí teniendo dificultades
para leer su intención. Pensé que podría tener una carta alta en la
mano, probablemente una reina ya que se mostraron dos en el river24,
y sus ojos se volvieron aún más fríos con un deleite perverso.

Dante jugaba como vivía, con una pasión audaz que se veía a la
legua; pero que no se podía contrarrestar. A menudo no tenía nada
importante en la mano; pero nadie podía farolear como un guapo
italiano seguro desde su nacimiento de su propia magnificencia.
Cuando salía, lo hacía con una brusca maldición napolitana y un gesto
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descortés de la mano.

24
La palabra river en poker se refiere a la quinta carta comunitaria repartida en las
variantes de poker como Hold'em y Omaha. A nivel estratégico, el river está muy relacionado
con el concepto de draw poker, que no es otra cosa que un proyecto —normalmente de escalera
o de color— aunque puede también referirse al poker de 5 cartas.
El hombre llamado Ralston jugaba perezosamente, disfrutando de
su bebida y su cigarro mucho más que del oficio del juego. Estaba
fuera antes que el juego hubiera empezado realmente; pero se sentó
allí, vagamente divertido y cada vez más borracho, para ver cómo se
desarrollaba el tenso juego.

¿Y Ren?

Jugaba con astuta agudeza, como si fuera un titiritero jugando con


sus juguetes.

Después de más de una hora de juego, me di cuenta del origen de su


petulancia.

El muy cabrón hacía trampas.

Me horrorizaron sus cojones al hacerlo. Hacer trampas en la casa de


di Carlo era como firmar su propia sentencia de muerte con la sangre
de su vida. Sin embargo, lo hizo sin problemas. No me habría dado
cuenta si no estuviera tan cerca, si no insistiera en acariciarme el
cabello condescendientemente o en inclinarse para oler mi piel y
lamerme la oreja. Lo hacía para enardecer a Alexander; pero al final,
su petulancia fue su perdición porque aprendí su truco.

Esperé, con mi fácil sumisión alrededor de los hombros como una


mortaja, ocultando mi cálculo y mi aguda mirada del italiano
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misógino que estaba a mi lado.

Entonces se lanzó la quinta carta en el river, y vi mi oportunidad.


Ren había deslizado una reina en la abertura entre su muñeca y su
camisa, y me guiñó el ojo mientras se inclinaba para deslizar una
mano por mi cabello y arrastrar su nariz por mi rostro, inhalando
ruidosamente mi aroma. En lugar de permitirle pasivamente que me
asaltara, rodeé esa muñeca con mi mano y lo atraje más hacia mí para
que su boca se posara en la esquina de la mía. Antes que pudiera
enderezarse, lo besé.

Lo hice con la boca cerrada, con mis labios sellados contra su


invasión; pero lo suficientemente suave como para que se rindiera al
abrazo. Se ablandó por la conmoción y su mano se apretó en la parte
posterior de mi cabello. Gemí suavemente mientras pasaba mis dedos
con delicadeza por el hueco de la manga de su camisa y sacaba con
cuidado la tarjeta de su manga.

Cuando Ren se apartó, estudió mi rostro con atención. Era lo


suficientemente inteligente como para asombrarse de mi juego; pero
no tan poco varonil como para que sus ojos siguieran estando limpios
de deseo. Me lamí los labios rojos y observé cómo sus ojos seguían el
movimiento.

Alexander se interpuso entre nosotros en el siguiente momento,


asomándose a Ren con una furia tan fría que podía sentirla emanar de
su espalda como si fuera hielo seco.
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Rodeó la garganta de Ren con una mano y se inclinó hacia su cara


para susurrarle. —Bésala otra vez y te arrancaré los huevos. Lo he
hecho antes, y créeme, se me da bastante bien.
Ren puso los ojos en blanco mientras empujaba la mano de Xan. —
Fue tu mujer la que me besó, Davenport, no al revés. Y odio romper tu
delicada sensibilidad; pero cuando gane este juego, haré mucho más
que besar su boca en mi hora a solas con ella.

Dante gruñó por lo bajo desde el otro lado de la mesa, pero no se


movió de su sitio. Sabía que, si lo hacía, no sería capaz de controlar la
ira que llevaba dentro.

No pude ver la cara de Alexander mientras miraba fijamente a Ren,


pero estaba segura de que era una máscara congelada de desprecio y
que ni un solo parpadeo delataba el hecho que hubiera deslizado una
carta en el bolsillo trasero de sus pantalones. El gran cuerpo de Xan
me ocultó de los ojos de Ralston y sólo Dante, sentado a mi izquierda,
pudo haber captado un atisbo de mi movimiento.

Por supuesto, no dijo nada; pero cuando sus ojos se deslizaron hacia
los míos, se llenaron de nuestra antigua compenetración, una
excitación infantil que llenó el negro de alegría.

Finalmente, Alexander rompió su enfrentamiento con Ren y volvió


a rodear la mesa para retomar su asiento. Lo hizo con rigidez, saltando
un músculo en el ángulo agudo de su mandíbula. Era fácil leer que
estaba enfadado y frustrado, que tal vez su mano no podía resistir la
seguridad que Ren expresaba sobre su capacidad para ganar.
Página397

Me tragué la sonrisa que amenazaba con brotar en mi boca y ladeé


la cabeza más hacia el suelo para que el cabello me tapara la cara.
Era increíble cómo los hombres podían subestimar una cara bonita,
como si todo el esfuerzo de una mujer se dedicara a su buena
apariencia y no quedara nada para la inteligencia.

Ren aprendería, al igual que la Orden, que yo no era un peón.

Era una reina.

Dos minutos después, cuando Ren apostó todo en la mano, no pude


resistirme a mirar a Alexander desde el otro lado de la mesa. Nuestras
miradas se cruzaron, resueltas como un contrato firmado con sangre.
Éramos un equipo, un circuito cerrado de energía.

Nadie volvería a separarnos; juntos, trabajando así, éramos


invencibles.

El vértigo se arqueó en mis entrañas como una estrella fugaz.

Alexander aceptó la apuesta de Ren, empujó sus fichas al centro y


dio la vuelta a sus cartas.

Dos reinas que coincidían con las cartas del river, significaban que
tenía un full.

Ren sonrió como un tiburón, todo dientes y mala intención mientras


reajustaba sus cartas, intentando disimuladamente sacar la reina oculta
de la manga de su camisa.
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Sólo que no estaba allí.

Por supuesto.

Porque se la había dado a Xan.


El ceño de Ren se frunció antes que pudiera contenerlo, y sus ojos
se dirigieron a mí.

Le sonreí beatíficamente.

Se tensó un poco cuando se dio cuenta de mi posible duplicidad, y


luego flexionó la mandíbula mientras arrojaba sus cartas sobre el
fieltro rojo.

Una reina y un diez de corazones.

Sin la reina que le correspondía a Alexander, la reina que pretendía


jugar, Ren sólo tenía una escalera de color, que fue superada por el
full de Xan.

Si hubiera tenido la reina, habría jugado la mano más poderosa del


juego: una escalera real.

La sonrisa de Alexander abrió una herida roja entre sus mejillas tan
burlona y malvada como la del Joker. —Bien, Tarsitani, creo que se
me debe alguna información. ¿Dónde y cuándo celebra la Orden sus
próximas subastas? Además, ¿qué sabes de la relación entre di Carlo y
mi padre?

Ren tragó fuertemente, obviamente intentando hablar a través de su


ira por haber sido frustrado su plan. Abrió la boca para responder, y
un golpe seco resonó en la sala subterránea.
Página399

Un momento después, la puerta trasera, por la que no habíamos


entrado, se abrió de golpe y cuatro hombres enmascarados atravesaron
la sala de juego vestidos de negro de pies a cabeza. Tenían armas
automáticas en las manos, armas que empezaron a escupir balas antes
que pudiéramos entender la catástrofe.

Me tiré al suelo por instinto y empecé a arrastrarme por la mesa


para llegar hasta Alexander y Dante. Una cacofonía de gruñidos,
gritos sobresaltados y disparos desgarró el aire y la mesa de póquer
estalló en astillas sobre mi cabeza, lloviendo bruscamente sobre mi
piel.

Grité cuando dos manos me levantaron bruscamente del suelo por


debajo de las axilas y comenzaron a arrastrarme hacia la puerta.

Sin embargo, no era la puerta principal, y con una afirmación que


me acalambraba las tripas, supe que no eran Dante ni Xan quienes me
habían cogido para salvarme.

Era uno de los hombres enmascarados.

Grité cuando me levantaron por encima de su hombro, dando


patadas y puñetazos profundos en sus riñones en un intento de
liberarme. No dudó ni un momento, rociando de balas la zona de la
habitación donde estaban escondidos mis dos queridos hombres.

Oí a Dante jurar en voz alta en italiano y luego a Xan gritar. —Si te


la llevas ahora, acabaré no sólo contigo, sino con cada una de las putas
personas a las que has amado.
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El hombre que me sujetaba se detuvo durante un breve segundo, su


arma en silencio, sus pisadas pesadas. Pensé que tal vez la voz
dominante y ártica de mi amo sería suficiente para detenerlo, pero
incluso el poder de Alexander tenía límites.

Un momento después, en medio de una lluvia de disparos, nos hizo


correr por el piso a cubierto de los demás hombres y salió por la
puerta hacia un callejón. Subió los escalones hasta el nivel de la calle
de dos en dos y luego abrió de un tirón la puerta de un coche antes de
arrojarme bruscamente al interior.

Me enderezó rápidamente, apartándome el cabello revuelto de la


cara con una mano y agarrando el cuchillo de la funda del tobillo con
la otra. Un destello de movimiento en el interior me hizo moverme en
un instante, sosteniendo el cuchillo bajo la garganta de mi captor, con
mi cuerpo derramado como una mancha de aceite sobre su regazo.

Sólo entonces levanté la vista hacia el rostro de mi secuestrador.

—Buenas noches, carina —dijo Seamus Moore en un suave


saludo—. Mira cómo has crecido.

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Seamus Moore tenía cinco años más y, aparentemente, no era más
sabio. En el momento en que Alexander y Dante descubrieran que me
había raptado, era hombre muerto; lo que, tal vez sin sorpresa, no
incitó sentimientos de desdicha en mi corazón. El tiempo, al parecer,
no curaba todas las heridas. Sólo encontré una cantidad asombrosa de
odio y temor hacia el hombre que había actuado como mi padre —
aunque fuera abusivamente— desde su nacimiento.

Por desgracia, parecía que el tiempo tampoco había tocado a


Seamus en otros aspectos. Su espesa cabellera seguía teniendo el color
brillante del cobre iluminado por una vela a la escasa luz de la
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limusina, y sus apuestos rasgos eran sorprendentemente celtas para mi


ojo ahora entrenado; desde las pecas rojizas de su piel pálida, tan
vagamente dulces y contrastadas como los cereales en la leche, hasta
el pequeño botón perfectamente formado de su boca rosada. Él y
Elena se parecían mucho, sobre todo con la poca luz. Por alguna razón
inmutable, ambos se veían aún más hermosos en la sombra.

Fue un golpe tan fuerte volver a verlo, y más aún saber que había
orquestado todo el asalto en la trastienda sólo para tener un momento
privado conmigo. Alguna otra hija podría haber pensado en él más a
menudo, en los momentos en que sus decisiones en su nombre del
pasado resonaban en su futuro. Pero había más de un villano en mi
vida, y Seamus era el menos pertinente y el menos malicioso.

O eso había pensado.

Sentada frente a él ahora, con su largo cuerpo apoyado en el costoso


interior de cuero como si hubiera nacido en la riqueza, sus labios
medio sonrientes mientras daba un sorbo a una copa de champán, tuve
que preguntarme si había vuelto para arruinarme la vida de nuevo.

—¿Celebrando algo? —pregunté antes de poder evitarlo.

Le había quitado el cuchillo del cuello, pero eso no significaba que


estuviera ansiosa por ponerme al día como padre e hija.

—Me estoy reuniendo con mi hija perdida hace mucho tiempo. Yo


diría que eso es motivo de celebración —proclamó con el mismo nivel
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de espectacularidad de siempre, como si todo en su vida estuviera


sucediendo tal y como él deseaba.
—Creo que te dije que no quería volver a verte —le recordé,
orgullosa de mi compostura cuando mis entrañas se revolvían como
una lavadora llena de piedras.

—De hecho, me dijiste que no volviera a ver al resto de nuestra


familia —corrigió con ese brillo pícaro y presumido en sus ojos grises
oscuros—. Una promesa que he cumplido.

—¿Se supone que debo elogiarte por eso? Es la primera promesa


que has cumplido y la única cosa amable que has hecho por nuestra
familia.

Me sentí físicamente enferma de resentimiento mientras miraba su


rostro arrugado y apuesto dispuesto en su sonrisa tímida y
despreocupada.

¿Acaso nada le importaba a este hombre?

¿Era tan sociópata como Noel, pero cortado en una forma diferente
por su impotencia emocional?

—Deberías. —Ladeó la cabeza, una espesa mata de cabello rojizo


cayendo sobre unos ojos del mismo gris oscuro que los de Elena—.
¿Crees que es fácil para un padre abandonar a su familia?

—¿Crees que es fácil que te abandonen? —contesté con un


repentino disparo, inclinándome hacia delante para enseñarle los
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dientes—. Y no me digas ninguna cazzate25 sobre si te obligué a

25
Cazzate: En italiano, chorrada, tontería.
marcharte. Abandonaste tus responsabilidades con nuestra familia
mucho antes de dejar realmente Nápoles.

Por primera vez, frunció el ceño al verme, evidentemente molesto


por mi actitud. —Cosi, creería que eres lo suficientemente mayor
como para saber que hice lo mejor que pude dadas las circunstancias.

—Pensaría que eres lo suficientemente mayor como para no tragarte


al por mayor tus mentiras. Nos has jodido toda la vida, y ahora has
vuelto, ¿para qué?

—No estaba en una buena... posición para ayudarte mucho antes,


pero tengo los medios para hacer una diferencia en tu vida y quiero
ayudar. Especialmente con la situación en la que te has metido.
Honestamente, carina, te enseñé a ser más astuta que todo esto.

—¿Todo esto? —Los pelos de la nuca se me erizaron en el aire


repentinamente eléctrico—. ¿Qué sabes de mi vida?

—Más de lo que crees —dijo con esa sonrisa astuta y embaucadora.

—No seas un bastardo engreído. No sabes nada de mí.

—Oh, pero sí lo sé —dijo, inclinándose hacia delante para apoyar


los antebrazos en los muslos, el caro material de su traje brillando en
la escasa luz. Me fijé en el lujoso reloj David Yurman que llevaba en
las muñecas y me pregunté cómo podía permitírselo mi padre, que
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estaba en la ruina—. Te he estado observando durante años, desde que


tuve que entregarte a ese cerdo británico.
—¿Qué? —pregunté, pronunciando las palabras porque se me había
ido la voz.

—No siempre fue fácil —me confió, de forma casual y


conspiradora a la vez, el contraste era tan Seamus que tuve que
parpadear para evitar la sensación de déjà vu—. Los Davenport tienen
una buena seguridad, pero un primo mío vive en Manchester. No era
demasiado inconveniente conducir hasta Thornton y enterarse de los
cotilleos del pueblo sobre los malos Davenport en la gran casa. —
Hizo una pausa, deslizando los ojos por la ventana justo cuando el
dolor los atravesó—. He oído que perdiste el bebé. Lo siento mucho,
carina.

Algo en la forma en que lo dijo me hizo sentir como un clavo sobre


una pizarra. Me estremecí, mordiéndome la lengua en el proceso, de
modo que cuando hablé, lo hice con sangre en los dientes. —¿Cómo
supiste lo del bebé?

Mi padre me mostró una sonrisa de dientes afilados, como de


tiburón, pero caricaturesca, como si la hubiera estudiado. —¿Quién
crees que pagó al buen doctor para que te cambiara el anticonceptivo?

Un trueno retumbó en mi cabeza, con una oleada de sangre tan


fuerte que pensé que me desmayaría. No pude comprender sus
palabras y mi cuerpo se entumeció por el shock.
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—¿Por qué harías algo así? —respiré, con la boca abierta.


Seamus finalmente se deshizo de la actuación, avanzando en su
asiento para tomar mis manos inertes entre las suyas, rozando mi piel
fría entre sus ásperas palmas. Sus uñas eran cortas y deformes, nunca
se habían curado de cuando Tossi se las arrancó con unos alicates. El
contacto físico se filtró a través de mi asombro y sacó a la superficie
mis revueltas emociones. La primera, inesperada, fue la nostalgia.
Había olvidado que mi padre podía ser cariñoso cuando estaba cerca
para serlo. Lo había echado de menos sin darme cuenta, y sentí algo
de vergüenza por recibir consuelo del mismo hombre que me había
hecho necesitarlo en primer lugar.

—Te puse en una... situación imposible, Cosi. Lo sé. Lo reconozco.


Hiciste el último sacrificio por tu familia. Sabía que irme era lo mejor
para todos, pero ¿cómo podía dejarte sola con esas bestias? Hice lo
que pude desde lejos. Supuse que, si tenías el bebé de ese asqueroso,
te daría alguna medida de poder.

El bebé de ese asqueroso.

Apreté los ojos mientras las lágrimas derretidas inundaban mis


conductos y marcaban sendas por mis mejillas.

Que me jodan.

¿Por qué mi reproducción era una herramienta de manipulación tan


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disponible?

La Sra. White, Noel y ahora mi padre habían tramado contra mí


como si un bebé fuera una herramienta y no una persona.
Sólo hacía un día que sabía de mi embarazo y, aun así, la muerte de
ese bebé me perseguía. No podía mirar los zapatos de bebé sin sentir
una dolorosa ausencia en mi vientre.

Mi padre no había matado a ese bebé, pero lo había puesto en


peligro incluso antes de que tuviera una oportunidad de sobrevivir.

Abrí los ojos y miré el rostro de mi padre tan cerca del mío. Me
observó con ojos abiertos y sin tapujos, ofreciéndome su sinceridad
como un regalo.

—Intentaba ayudar —susurró después de ver el vivo dolor en mi


expresión.

Sólo intentaba “ayudar”.

¿Acaso no había tratado siempre de ayudar?

Era su excusa para apostar, para involucrarse con la Camorra, para


venderme al mejor postor.

Bueno, los medios no justificaban ninguno de los fines. No para mí.


Nunca.

Retiré mis manos de las suyas y me senté, necesitando el espacio,


odiando que estuviéramos respirando el mismo aire.

Algo le dio un espasmo en la cara, un apretón y un cierre como el


de un pulpo preparado para huir. —Ahora estoy en un lugar mejor,
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Cosi. Tengo dinero, influencia, que no podrías creer.


—¿Cómo? —pregunté, tanto porque él lo deseaba, como porque
quería saber en qué lugar de la vida se encontraba; cómo podía estar
aquí, y ahora, para poder evitarlo para siempre.

Otra vez esa sonrisa resbaladiza.

— Me mudé a Estados Unidos cuando tu madre y Elena lo hicieron,


sólo para vigilar las cosas. Acabé encontrándome con algunos viejos
amigos de mi juventud. Un tipo llamado Thomas Gunner Coonan me
tomó bajo su ala, me unió a sus exitosas empresas.

Por supuesto. Todo el mundo en Nueva York sabía quién era Kelly;
el jefe del crimen irlandés más exitoso desde Coonan en los años 70.

—Te uniste a la mafia irlandesa.

Seamus sonrió de oreja a oreja, abriendo las palmas de las manos en


un gesto de presumida despreocupación. —¿Qué puedo decir? Tengo
cabeza para los negocios, y ellos reconocieron la grandeza en mí
donde la Camorra no lo hizo.

—Dio mio, papá —dije, olvidándome de mí misma por un


momento—. ¿Sabe la Camorra que has cambiado de bando?

—Nunca fui parte de su equipo —argumentó—. Sólo estaba en


deuda con ella. No es un problema.

Lo dudaba mucho. La mafia irlandesa e italiana en Nueva York no


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eran amigas y nunca lo habían sido. Cualquier excusa para el conflicto


era la llama a la yesca empapada de queroseno.
—¿Por qué demonios me secuestrarías así prácticamente de una
partida de póker celebrada por los italianos? —exigí—. Eso es
simplemente estúpido.

¿O no lo es? Su expresión se contrarrestó con un gesto de las cejas


rojas y los labios torcidos.

Oh.

Suspiré, tan agotada por mi propia vida que creí que me desmayaría
por el esfuerzo. —Quieres ir a la guerra con ellos.

Seamus me sonrió y me dio una palmadita en la mano antes de que


pudiera apartarme. —Siempre fuiste una chica muy inteligente. Te
enseñé bien, lo hice. Sí, las cosas se están intensificando entre la
Camorra y la Cosa Nostra. Es el momento perfecto para golpearles
mientras que están abajo.

—Así que, de nuevo, me estás usando como un peón. —Las


palabras eran planas, bidimensionales y plásticas como la moneda
falsa en un juego de niños.

Inútiles en el mundo real, sin embargo, se sentían bien al usarlas.

Su frente se arrugó en un pliegue como una marca de verificación,


al igual que las de Elena y Giselle. —No seas tan dramática. Dos
pájaros de un tiro, carina. Soy multitarea.
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No podía dejar de concentrarme en el odio que crecía en mi interior,


veneno como una mala hierba, ahogando todos los demás
pensamientos y sentimientos hasta que me sentí consumida por él.
—No eres mi verdadero padre —dije, las palabras fueron tan
cortantes que por un momento pensé que podrían atravesar su gruesa
piel—. ¿Lo sabías?

Por la expresión inexpresiva y poco divertida de sus facciones, supe


que no lo sabía.

—No juegues con tonterías —ordenó, sentándose y enderezándose.

—Amadeo Salvatore es mi padre —continué con calma—. Lo


conoces como el capo Salvatore, jefe de la Camorra en Nápoles.

Seamus resopló burlonamente; pero un músculo se flexionó en su


mandíbula, delatando su malestar.

Seguí adelante, deslizando mi daga entre sus costillas y retorciendo,


retorciendo. —Mamá lo conoció un día en el mercado de pescado y
empezaron un romance. Él quería que ella se fuera y ella lo amaba,
pero era demasiado buena y estaba demasiado asustada para hacerlo.
—Hice una pausa, observé a Seamus mientras contenía la respiración,
confundido y enojado, sin querer creer—. ¿No te has preguntado
nunca por qué Sebastian y yo no nos parecemos en nada a ti mientras
que Elena y Giselle podrían ser tus copias al carbón?

—No todos los niños se parecen a sus padres, Cosima —dijo con
sorna; pero su voz carecía de convicción, y sus ojos se movían sobre
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mí con un enfoque de rayos X, como si pudiera leer la verdad en mis


propios huesos.
—No —acepté con facilidad—. Pero si lo piensas un momento,
quizá recuerdes que Salvatore también tenía unos ojos muy singulares.
Ojos dorados. Quizá recuerdes que, a pesar de todas tus infracciones,
la Camorra fue relativamente indulgente contigo... ¿por qué crees que
fue así? ¿Quizá porque Salvatore tenía debilidad por mamá y cedió
demasiadas veces a sus ruegos para salvar tu lamentable culo?
¿Quizás porque eras un pseudo padre, aunque pobre, para los dos hijos
que él nunca podría criar?

Me incliné hacia delante, con la voz sibilante y los ojos rasgados


como los de una serpiente, para lanzar el último de mis ataques
venenosos. —Sé que fui tu mayor logro, Seamus. ¿Qué se siente al
saber que incluso eso nunca fue realmente tuyo?

—Mentiras —ladró con maldad, pero sus ojos estaban humedecidos


por algo más suave que la rabia, y su boca estaba pálida por la tensión
desesperada—. Ese bastardo te mintió, Cosima.

—Sí, pero no sobre esto. —Me eché hacia atrás, me recogí


alisándome el vestido y echándome el cabello por encima del hombro
antes de acercarme a la puerta y poner la mano en el pomo—. No soy
tu hija, Seamus, así que puedes dejar de vigilarme. No soy tu hija, así
que puedes dejar los juegos. No soy tu hija, e incluso si lo fuera —
sonreí con maldad, sintiendo que mis labios se separaban y se
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convertían en una grotesca farsa de buen humor— no querría volver a


verte.
Seamus me miró fijamente, más arruinado por mi revelación que
por mi venta a la esclavitud sexual. Su propio ego era la raíz de su
miseria. Yo era hermosa e inteligente, y Seamus se había
enorgullecido de haberme creado.

Luché contra el impulso de descargar mi horrible ira con violencia


en su carne y, en su lugar, levanté la barbilla y ordené
imperiosamente: —Déjame salir de aquí. Y, Seamus, si te vuelvo a
ver, daré rienda suelta a Alexander para que acabe contigo de la forma
que considere oportuna.

Tras una breve vacilación, golpeó con dos nudillos la mampara que
tenía detrás. Nos miramos fijamente, viendo cómo el vínculo entre
nosotros se desintegraba en cenizas.

—Te amo —me dijo, como si eso importara.

Para él, supuse, lo era.

—¿Me amas lo suficiente como para dejar de instigar esta guerra de


mafias? Tengo gente que me importa al otro lado de esto, y no quiero
verlos heridos. ¿Me salvarías de ese dolor? —pregunté sin insistir,
sólo por curiosidad; aunque ya sabía la respuesta.

Apretó los labios, aplanando la conversación. —El amor no tiene


nada que ver con algo así. Es una decisión de negocios, Cosima.
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—No lo sabes, y casi me da pena por ti —admití en voz baja


mientras el coche se detenía y abría la puerta—. Pero esto, esto no es
nada cercano al amor.
—¿Y supongo que tú crees que lo que tienes con el Lord lo es? —
me replicó.

En ese mismo momento supe que Alexander estaba buscando la


forma de llegar a mí, cazándome con la misma seguridad que
cualquier depredador ante la inminente pérdida de su presa. Sin
embargo, Seamus planteó un buen punto. ¿Qué hacía que sus actos
fueran mucho peores que los de Xan?

Decidí, mientras miraba la confusión frustrada de mi padre, que la


diferencia era la elección. Alexander había tenido muy poca libertad
para tomar sus propias decisiones a lo largo de los años; pero cuando
podía, tomaba las correctas, aunque le parecieran horribles dadas las
oscuras circunstancias. Seamus había tenido libertad toda su vida, y la
había desperdiciado por ser egoísta y débil.

Alexander había tomado la decisión de cuidar de mí pasara lo que


pasara.

Seamus había tomado la decisión de utilizarme para su propio


beneficio, demostrado aún más hoy con su decisión de robarme de mis
amigos en un intento de iniciar una guerra de mafias que le beneficiara
a él y a los suyos.

Patético.
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Pero no le expliqué nada de eso al hombre que tenía delante, el


hombre que había sido mi padre durante la mayor parte de mi vida, y
al que estaba decidida a dejar atrás como un extraño para siempre. No
se lo expliqué porque no se lo merecía; pero también porque,
trágicamente, era incapaz de entenderlo.

En lugar de eso, le sonreí con tristeza y le dije con toda claridad. —


Hay una diferencia entre decir algo y hacerlo. Tú haces una cosa, y
Alexander hace la otra. El amor es mucho más que palabras, papá.
Espero que algún día lo entiendas.

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Me quedé sola en la boca de un callejón entre dos edificios de
ladrillo en algún lugar que vagamente pensé que podría ser Queens
durante sólo cinco minutos antes de que él me encontrara. En el
momento en que el elegante coche negro dobló la esquina de la calle,
supe que era él, y me preparé.

Lo cual fue prudente, porque en el momento en que el coche estaba


cerca, el vehículo ni siquiera se había detenido en la acera, Xan estaba
abriendo la puerta y saliendo con elegancia y poderío a la calle. Se me
atascó la respiración en la garganta cuando se acercó a mí y luego la
expulsé en un sollozo cuando me cogió en brazos y me aplastó contra
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su dura estructura, con una mano hundida en el cabello de mi nuca y


la otra rodeando la parte baja de mi espalda para inmovilizarme
exactamente donde él quería.
No importaba cuánta riqueza o estatus acumulara en esta vida, sabía
que nunca habría nada más lujoso para mí que la sensación de estar
asegurada en el abrazo de Xan.

—Mía —gruñó Alexander sobre mi cabello antes de avanzar,


adentrándose en la oscura garganta del callejón.

—Sí.

Jadeé cuando me aprisionó contra el áspero ladrillo con sus caderas


y una mano acunando mi cabeza para protegerla de la pared, mientras
la otra se hundía para levantar la seda de mi vestido y poder llegar a
mi sexo. Apretó toda la palma de la mano contra mi coño,
ahuecándolo como para confirmar su dominio sobre él; luego, en un
momento sin aliento, me arrancó el trozo de satén. Las tiras del tanga
me cortaron en las caderas, raspándome la piel al arrancarlo; pero me
arqueé ante el escozor y encontré a Alexander duro como un tubo de
acero entre mis piernas.

El cielo sobre nosotros se abrió en el mismo momento en que Xan


separó mis pliegues y hundió dos dedos en la húmeda concentración
de mi entrada; cuando eché la cabeza hacia el cielo con un gemido, las
primeras gotas de lluvia cayeron sobre mi lengua. Me las tragué y
luego lamí una de su mejilla rasposa mientras él bombeaba esos
gruesos y largos dedos dentro de mí.
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Justo cuando un orgasmo tensó las costuras de mi cuerpo hasta que


me sentí a punto de estallar, se apartó ignorando mis gemidos, para
desabrocharse los pantalones y empuñar con una gran mano su polla
haciéndome agua la boca. Su otra mano pasó de la nuca a mi garganta,
rodeándola con firmeza para que su pulgar estuviera en mi pulso.

—Nadie volverá a quitarte de mi lado —juró mientras clavaba la


gruesa y redonda cabeza de su polla en mi entrada y me empalaba de
una sola vez.

Mi coño se agitó en torno a su circunferencia, tratando de


acomodarse a él. Disfruté del forcejeo, me encantó que no me diera
tiempo a adaptarme, que se limitara a tirar bruscamente hacia atrás y
que se abriera paso una y otra vez hasta que mi carne cedió y lo
succionó con fuerza dentro de mi cuerpo. Su mano volvió a encontrar
mi cabellera, envolviéndola en su puño y tirando hacia un lado hasta
que mi garganta quedó expuesta y su boca pudo presionar allí, los
dientes raspando deliciosamente mi piel, mordiendo con fuerza en la
unión de mi cuello y mi hombro.

No necesitábamos palabras.

Sus músculos, fuertemente tensos, hablaban de su trauma, su


cuerpo, un grueso escudo curvado sobre el mío, hablaba de su
desesperada necesidad de protegerme, incluso en su nebulosa de
lujuria.

Necesitábamos la unión física para confirmar nuestra conexión,


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para demostrar que seguíamos siendo íntegros, que seguíamos juntos


incluso después de otro intento de alguien de separarnos.
Me empujé contra él y gemí cuando se apoyó en mí mientras me
empalaba con cada centímetro de él, con mi clítoris rozando su vello
púbico. Los ojos casi se me pusieron en blanco mientras él me
chupaba sin piedad el cuello, dejando constancia de su propiedad bajo
mi piel.

Sólo cuando los puse en blanco me di cuenta de que alguien se


asomaba a la entrada del callejón. Al principio, me tensé, preocupada
por si había otra amenaza.

Pero conocía el conjunto de aquellos hombros imposiblemente


anchos, la forma del ondulado cabello negro apartado de la amplia
frente, brillando vagamente a la luz de la farola que había detrás de él.
Incluso reconocí la calidad de su quietud porque era muy similar a la
de Xan cuando se enfrentaba a un peligro, evaluando y agazapado
como un depredador a la espera de atacar.

Dante no se movió, ni siquiera cuando debió de verme mirándole a


pocos metros del callejón, clavada en la pared por las manos y la polla
de su hermano. Sentí su mirada como otro par de manos en mi cuerpo,
pellizcando mis duros pezones y deslizando dedos callosos por mi
espalda. Un escalofrío me sacudió cuando Xan inclinó su polla y la
frotó sin piedad contra el punto blando de mi interior que me hizo ver
las estrellas.
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Me iba a correr.
Iba a correrme tan fuerte sobre la polla de un hermano mientras el
otro miraba con una intensidad tan ardiente y extraña como un sol de
medianoche.

Estaba empapada por la lluvia, sacudida no sólo por el


enfrentamiento con di Carlo, sino por la inesperada llegada de mi falso
padre; pero todo lo que existía para mí en ese momento era mi cuerpo
apretado entre un cuerpo y el ladrillo y un par de ojos negros.

—Vente para mí, topolina —ordenó Alexander con los dientes


apretados mientras me golpeaba, con las manos en las caderas para
poder sujetarme y bombear dentro de mí como una muñeca sexual
construida sólo para su placer—. Córrete para tu amo.

Mis músculos se bloquearon contra el inminente orgasmo y aun así


me destrozó por dentro. Me agitaba, todo mi cuerpo era una línea
tensa como un pez luchando contra la red; pero Xan me mantenía
inmovilizada con sus manos, Dante con sus ojos. Sentí que empapaba
con mi jugo la base de la polla y las bolas de Alexander, su pantalón
de traje abierto, y me estremecí mientras se deslizaba por el interior de
mis muslos.

Alexander me gruñó en la oreja y tomó el lóbulo entre sus dientes


con un fuerte pellizco. —Mira lo que nos haces.
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Se echó hacia atrás, presionó su mano con cuidado, pero con


firmeza a un lado de mi cabeza para que quedara inmovilizada con los
ojos puestos en Dante en la boca del callejón, y luego presionó una de
mis propias manos sobre su corazón para que pudiera sentir su pulso
galopante.

Y entonces se corrió con una feroz sacudida dentro de mí y un


torrente caliente por mis muslos cuando se retiró para disparar su
carga sobre mi clítoris y mis labios hinchados.

Casi me corrí de nuevo al sentir eso, al ver a Dante bajar para


estrujarse a través de sus pantalones, al saber que yo era suficiente
para excitar a dos de los hombres más poderosos e implacables que
había conocido. Era tan embriagador que me sentía borracha, así que
cuando Xan bajó para pasar sus dedos por la combinación de su
semilla y mi humedad y luego los acercó a mis labios, no dudé en
chuparlos. Cerré los ojos ante el placer de la salmuera y el sabor de
nuestros jugos unidos. Mi boca succionó con fuerza, lamiendo la
telaraña entre sus dedos de modo que casi se alojaban en mi garganta,
buscando hasta la última gota de la evidencia de nuestra unión.

Una pequeña parte errante de mí sabía que Dante estaba mirando, y


me sacudió como una corriente eléctrica.

Sintiendo mi lujuria incesante, Xan empujó mi cuerpo y metió su


otra mano entre mis muslos, sus dedos pellizcando mi clítoris fuerte.

—Si quieres volver a correrte, mi belleza, todo lo que tienes que


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hacer es suplicar en voz alta por el privilegio —insistió, con su voz


como un pañuelo de seda enrollado con demasiada fuerza en mi
garganta—. Suplica a tu amo.
—Oh, Dios —gemí, las piernas ya temblando, el corazón corriendo
una carrera interminable en mi pecho—. Por favor, sí, amo. Haz que
me corra, por favor. Prometo ser tu buena esclava; sólo, por favor,
déjame correrme sobre tus dedos.

Balbuceaba en voz alta, con la mente perdida en mi entorno,


olvidado nuestro escenario en público, incluso Dante perdida en la
niebla de la lujuria que sentía alrededor de mi amo.

—Qué buena y dulce esclava —arrulló Xan, pero su voz era un filo
cruel, la punta afilada de la misma arrastrando mi conciencia de una
manera que hacía que mi sexo se apretara—. Harías cualquier cosa
para complacerme, ¿verdad?

No me di cuenta de que su voz era más alta de lo normal, ni de que


Dante se había acercado, con su rostro convertido en un gruñido a la
fina luz anaranjada de las farolas.

Sólo se oía el sonido vergonzoso y lascivo de los dedos de


Alexander en mi coño empapado, mis respiraciones agitadas en el aire
fresco y mi creciente desesperación por abrirme y correrme, correrme,
correrme.

—Sí, amo —grité mientras él retorcía su mano para que su pulgar


pudiera sumergirse en mi entrada y hacer círculos profundos y
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potentes justo dentro de mí amenazando con ahogarme de placer—.


Sí, amo, cualquier cosa por ti.
—Entonces vente —dijo simplemente, pero las palabras cortaron
los últimos hilos tensos que me mantenían unida, y me corrí,
derramándome sobre su mano—. Vente por mí.

Mis gritos atravesaron la noche, rebotaron en las paredes de ladrillo


y volvieron a mí de modo que parecía que todos estábamos tan
sumergidos en mi éxtasis que podríamos ahogarnos.

Incluso Dante.

Aunque no me acordaba de él, no cuando por fin bajé, girando mi


sexo hinchado sobre el toque calmante y acariciante de Xan, apoyando
la cabeza contra la pared mientras intentaba recuperar el aliento.

No me acordé de él hasta que Xan me llamó con la voz que me


resultaba demasiado familiar, la que era fría y mortal como un
carámbano clavado en el pecho de alguien. —Espero que hayas
disfrutado del espectáculo, Edward, porque esto es lo más cerca que
vas a estar de ella.

Me puse rígida, pero Dante habló antes de que pudiera intervenir:


—¿Satisfecho con tu pequeña exhibición?

Xan se encogió de hombros, pero no miraba a su hermano. Sus ojos


estaban en los míos, oscuros y turbulentos como una tormenta sobre el
mar. Sus dedos se enredaron en el cabello sobre mi sien y se
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deslizaron hasta la parte posterior para poder sostener mi cabeza


mientras recorría su nariz a lo largo de la mía.
—Estaba teniendo un momento con mi esposa después de pensar
que podría haberle pasado lo peor. No te tuve en cuenta hasta que te
convertiste en un elemento más. —Su tono era soso, sus palabras
cortantes.

No tuve que mirar a Dante para saber que tenía el ceño fruncido,
haciendo una mueca de dolor por el golpe.

—Si has terminado —replicó, su ira sacando lo mejor de él de una


manera que nunca lo haría con Xan—. ¿Por qué no sacamos a Cosima
de la calle y le informamos qué coño le ha pasado?

—¿Todo bien, mi belleza? —me preguntó Xan en voz baja, todavía


acercando su rostro al mío, su afecto táctil como el de un león,
rozando nuestras mandíbulas, su nariz sobre mi mejilla. Quería su
aroma en mí, y más, quería su ternura en mí con la misma certeza que
su violenta pasión pintaba marcas contra mi cuello hechas con sus
dientes.

Suspiré con fuerza sobre sus labios y me desplomé en el respaldo de


su abrazo, sabiéndome a salvo y de repente insoportablemente
cansada. —Sí, Xan. Vamos a casa.

Ignorando aún a Dante, Xan se retiró para arreglar mi vestido y


alisarme el cabello antes de ocuparse de sus propios pantalones. Antes
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de que pudiera dar un paso adelante, estaba en sus brazos, sujeta con
un brazo bajo la espalda y otro bajo las rodillas.
—¡Xan! No soy una inválida —protesté, golpeando su pecho—.
Deja de actuar como un neandertal. Eres un Conde, por el amor de
Dios.

Su boca se torció ligeramente, pero no pudo ocultar el hilo de


diversión en su voz. —Lo soy; por lo tanto, puedo hacer lo que quiera.

—No es necesario —siseé por lo bajo cuando nos acercamos a


Dante, y él giró sobre sus talones para adelantarse a nosotros.

El encogimiento de hombros de Alexander me hizo reaccionar. —


Lo dices porque te da vergüenza que avergüence a Edward por
mirarnos, pero piénsalo así, topolina. Le dejé mirar porque el deseo te
ancla, y tú estabas literal y metafóricamente perdida cuando te
encontramos. Su mirada me hizo sentir seguro para ceder a lo que tu
cuerpo y tu mente necesitaban después del trauma. Lo sabía y te di lo
que necesitabas. Dante necesitaba mirarnos porque tiene demasiada
curiosidad por ti, y eso había que ponerlo en práctica. Nunca te tendrá.
Es cruel para él perder un solo momento en desear lo contrario, así
que me aseguré de que lo supiera. Por último, mi belleza, necesitaba
tomarte así. La sumisión te hace sentir en paz al igual que la
dominación lo hace para mí. Perderte, aunque sea por un instante es
insoportable. Necesitaba tomarte así y, ahora, necesito llevarte así
porque después de lo ocurrido, no quiero dejarte fuera del círculo de
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mis brazos y mucho menos de mi vista. ¿Puedes darme eso?

Inmediatamente y sin pensarlo conscientemente, dije —Sí, por


supuesto.
Agachó la cabeza para volver a frotar su nariz sobre la mía, una
nueva costumbre que me derritió el corazón. —Buena chica.

Llegamos al coche, pero Alexander no me soltó para meterme en el


vehículo. En su lugar, se sentó conmigo acunada suavemente en sus
brazos e ignoró la mirada que Dante le dirigió cuando no me colocó
en mi propio asiento.

—Ahora, cuéntanos qué ha pasado —exigió Xan.

Tomé como una buena señal que dijera nos y pude notar por el
ligero ablandamiento de los hombros de Dante que él también lo hizo.

No quería volver a condenarlo al ostracismo.

Inspirando profundamente, conté mi encuentro con Seamus a los


hermanos Davenport, haciendo fuerza entre sus gruñidos y puños para
terminar mi historia antes de que se volvieran locos.

—Me encargaré de ello —dijo Dante inmediatamente después de


mi conclusión—. No te preocupes por él, tesoro, encontraré una forma
significativa de hacerle llegar tu mensaje.

—No quiero que empiece una guerra por esto. Por favor, no hagas
nada estúpido, D.

Su sonrisa era rojiza como la sangre extendida entre sus mejillas. —


No te preocupes por eso. Puedo ocuparme de mis propios asuntos, y
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Seamus acaba de decírtelo, quiere formar parte de eso.

—Puede que no sea mi padre biológico, pero sigue siendo el padre


de mis dos hermanas y el hombre que tuvo parte en mi educación
durante dieciocho años. No quiero que le hagan daño. —No creía que
pudiera enfrentarme a mamá o a mis hermanas después de aquello.

El pensamiento hizo aflorar un recuerdo y gemí con fuerza, echando


la cabeza hacia atrás contra el duro pecho de Xan. —Se me olvidaba,
mañana tengo la cena de Acción de Gracias con mi familia.

Mi hombre se puso rígido como una silla debajo de mí.

—No quieres que vaya —le acusé, intuyendo su malestar tácito.

—No quiero que vuelvas a ir a ningún sitio sin mí. Al menos, no


mientras la Orden y Noel sigan activos; aunque este último esté
ligeramente incapacitado.

Lo entendí. Yo tampoco quería estar lejos de él durante mucho


tiempo. Pero mi familia era importante para mí y en los últimos
meses, desde mi reintroducción en el mundo de Xan, había sido
negligente a la hora de cuidar de ellos como lo haría normalmente.

No podía perderme el Día de Acción de Gracias.

—¿Me dejas y me recoges cuando terminemos? —sugerí,


inclinando la cabeza hacia atrás para mirarlo.

Era tan increíblemente guapo, que tosí sobre mi propio aliento al


mirarlo así. Incluso cansado y preocupado, era hermoso. Pasé los
dedos por la salpicadura plateada en el borde de sus sienes doradas y
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supe que, si me lo pedía, dejaría a mi familia por él hasta que fuera


seguro volver a verlos.
Me miró fijamente, su intensidad era una corriente palpable en el
aire; pero supe el momento en el que decidió no tomar ese curso de
acción porque sus músculos se ablandaron ligeramente debajo de mí.
Su suspiro recorrió mi rostro mientras negaba con la cabeza. —¿Qué
voy a hacer contigo?

Sonreí somnolienta, agotada por el día. —Nada por el momento. Sé


que hay más cosas de las que hablar, pero necesito dormir. ¿Te parece
bien?

—Por supuesto —dijo con voz de nana mientras sus dedos se


enroscaban suavemente en mi cabello—. Duerme, mi belleza.

Y lo hice.

Dormí durante el viaje en coche a casa y mientras Xan me llevaba


al edificio hasta mi apartamento. Me dormí cuando me quitó el vestido
ceñido y lo sustituyó por su camisa abotonada, y sólo me desperté
cuando oí una voz elevada en el salón.

Me quedé helada de inmediato, luego me escabullí de la cama y me


arrastré hasta la puerta para asomarme y vi a Dante paseándose con
fuerza de un lado a otro de la cocina, una pantera agitada frente al león
majestuoso de Xan.

—No eres bueno para ella y lo sabes, joder —decía Dante—. Dices
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que has cambiado; pero si de repente fueras el mejor hombre que


dices, no estarías aquí poniéndola en peligro de esta manera.
—No he dicho que fuera un buen hombre —replicó Alexander con
sorna, dando vueltas a su whisky en el vaso—. Dije que había
cambiado para mejor.

—Eso no es suficiente.

—¿Para quién? —desafió Xan con desgana—. ¿Para Cosima o para


ti?

Hubo un tiempo corto de silencio.

—Para ella.

—No, para Cosima no. Lo entiendes; aunque no quieras; pero


Cosima se siente atraída por la oscuridad. Esas cosas que me hacen
menos héroe y más villano la atraen como una polilla a la llama.
Mientras no la deje arder, no hay daño para ella en mi maldad, sólo
lujuria, pasión y conexión.

—¿Psicólogo de sillón, ahora?

—Creo que eres tú, Edward. Es difícil creer que seas el mismo
hombre con un máster en psicología del comportamiento en Oxford,
¿verdad? Dime, ¿ese título te ayuda a manipular a tus Made Men?

Hielo y fuego.

Alexander y Dante.
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Uno no era exactamente mejor que el otro; pero ambos eran


formidables, ambos con defectos atroces y fortalezas definitorias.
Estaba atrapada en el gélido abrazo de Alexander y era feliz allí;
pero podía entender el encanto del calor del otro, especialmente
cuando luchaba por mí.

Enfrentarse a Alexander no era para los débiles de corazón.

Dante suspiró con fuerza y se pasó las manos por el grueso cabello,
que se amontonaba en cuerdas onduladas sobre el cráneo. —Tore y yo
podíamos darle eso en pequeñas dosis. Ella era lo suficientemente
feliz sin ti.

—Ambos sabemos que eso no es cierto.

Tragué con fuerza ante el silencioso orgullo en la voz de Xan. Él


también me había echado de menos, y ese pequeño pensamiento abrió
un tesoro en mi pecho. Me pareció monumental que me hubiera
echado de menos todo ese tiempo de forma tan intolerable como yo le
había echado a él.

—Sabes —continuó conversando—, supe que la habías convencido


de mudarse a Estados Unidos hace años. Tuve sueños muy vívidos en
los que te encontraba y te destrozaba con mis propias manos... La
única razón por la que no lo hice fue porque mis fuentes me dijeron lo
mucho que confiaba en ti, lo mucho que habías hecho y seguías
haciendo por ella.
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Hubo otra pausa vibrante.

—Teniendo en cuenta eso y el hecho de saber ahora con certeza que


Salvatore no asesinó a mamá, aún me resisto a hacerlo; pero debo
decir... gracias—. Observé cómo Xan se llevaba el vaso a los labios y
se bebía el líquido—. Gracias por cuidar de ella cuando yo no podía.
Por mantenerla viva tanto como pudiste cuando yo no estaba para
cuidarla.

Dante pareció quedarse mudo ante las palabras de Xan, incluso más
de lo que yo me quedé con la boca abierta agazapada en la puerta de
mi habitación. Estaba suspendido en el ámbar de la inusual gratitud de
su hermano, su gran cuerpo laxo y totalmente inmóvil, sus ojos
vidriosos mientras su mente trabajaba furiosamente detrás de ellos.

Finalmente, se recuperó y lo hizo para mirar a Xan por debajo de


los párpados caídos y asentir una vez con firmeza, lentamente. —No
lo hice por ti, y lo volvería a hacer, siempre. El agradecimiento, sin
embargo... se aprecia.

Alexander asintió una vez en respuesta, noble en su gentileza.

Lo amaba tan vivamente en ese momento que incluso los colores en


la oscuridad parecían más brillantes que nunca.

—La amas —dijo, y no fue del todo una pregunta; aunque Dante
dudó y luego respondió.

—La amo. No exactamente de la manera que te preocupa. Aunque


tengo que decir que es difícil mirar a una mujer como Cosima y no
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codiciarla, y mucho menos conocer a una mujer como ella tan llena de
amor y luz a pesar de su oscuro pasado y no querer luchar cada día
para ser digno de algún papel importante en su vida.
Volví a caer de culo al suelo, sacudida por sus palabras.

—Se lo dije una vez —dijo mi esposo en voz baja con una pequeña
sonrisa escondida en el pliegue de su mejilla izquierda—. Por primera
vez en mi vida, ella me hizo sentir como un héroe, en lugar de un
villano. Ella hace eso a la gente, les hace sentir tres metros más altos.

—La amas —dijo Dante, con palabras llenas de amargura—. No la


mereces; pero viendo que ella obviamente te ama, supongo que tendré
que vivir con ello.

—No soy capaz de amar —admitió Xan con un encogimiento de


hombros como si no le molestara—. Pero si lo fuera...

Dante resopló, la explosión de sonido rompió la tensión entre ellos.


Se adelantó para unirse a su hermano en la isla y sirvió un poco de
whisky en el segundo vaso vacío para él antes de tomar asiento. —No
estoy seguro de lo que sabes sobre el amor, hermano, pero esa energía
entre tú y tu esposa... Esa es su definición.

Los dos se quedaron callados, mirando sus vasos, antes de que la


cara de Xan se resquebrajara con una sonrisa condescendiente. —
Dante, el psicólogo de sillón.

Observé con asombro y humildad cómo los dos grandes hombres se


reían suavemente y con rudeza juntos en la mesa de mi cocina. Lo que
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había presenciado no era sólo una hermosa conversación sobre dos


hombres que me aman, sino una distensión entre hermanos que nunca
deberían haber estado en guerra en primer lugar.
Y eso me hizo sonreír mientras me levantaba del suelo y volvía a la
cama.

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La subasta se celebró en la víspera de Navidad, de entre todos los
lugares, en un almacén de novias propiedad de uno de los miembros
de la Orden, en el extremo más alejado de Queens. El centro del
espacio estaba despejado, pero los caballeros elegantemente vestidos
que bebían copas llenas de whisky y champán por valor de cientos de
dólares estaban rodeados por filas de prendas blancas y virginales que
significaban la esperanza, el amor y la felicidad de una mujer.

El contraste no se me escapó. De hecho, no pude tragar la bilis con


la rapidez con la que me subió a la garganta y tuve que escabullirme
entre un vestido de gasa y una elegante funda de seda para purgar mi
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vientre de ácido antes de poder continuar por las filas hasta el evento
principal.
Había media docena de plataformas en el centro de la sala,
colocadas frente a una pared de espejos para que las esclavas en venta
pudieran mostrarse desde todos los ángulos para mayor provecho de
los caballeros.

La subasta aún no había comenzado; pero pude ver a Sherwood, que


había venido desde Inglaterra, hablando con un anciano demasiado
viejo para caminar sin ayuda y mucho menos para follar con una
pobre esclava junto a un podio situado en el centro de todo. Simon y
Agatha se habían enterado de que Sherwood, que seguía siendo el jefe
del consejo, había venido a celebrar una ceremonia para transferir el
poder del jefe americano de la organización —muy probablemente el
hombre decrépito con el que ahora hablaba— a su sucesor.

Me alegré de ello, si se puede llamar felicidad a la sensación de


oscuro placer que me recorría las entrañas. Todavía no me había
enfrentado a Sherwood en mi cruzada para corregir los males que me
había hecho la Orden, y quería tener esa oportunidad antes de acabar
con ellos para siempre. No estaba segura de cuándo había sucedido el
momento, el interruptor se había activado y había pasado de víctima
sufridora de mis circunstancias a justa vengadora. Sin embargo, había
sucedido y estaba agradecida por ello. Todavía había que mantener un
equilibrio. No quería que la venganza me volviera maníaca y cruel ni
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que la victimización me volviera débil y amargada, pero era una línea


más fácil de encontrar ahora que sabía que se podían tener ambas
cosas. Vivir cuatro años en la penumbra perpetua de mi pasado,
luchando con uñas y dientes para vivir una vida normal bajo esa
tensión no había sido ninguna vida.

Ahora, de pie en medio de hombres que siempre habían sido


depredadores sabiendo que actualmente eran corderos que esperaban
ser sacrificados, me sentía extrañamente llena de paz.

El final estaba cerca.

Alexander no había querido que me fuera al principio. No había


ninguna necesidad real para que yo estuviera allí cuando Xan sería el
encargado de documentar con audiovisual todo el intercambio.

Pero una mirada a la determinación que endurecía mi expresión


como una grotesca máscara veneciana le había hecho cambiar de
opinión inmediatamente. Si alguien conocía el poder de la venganza,
era mi esposo.

En el capítulo americano de la Orden de Dionisio se permitía la


presencia de mujeres; pero sólo unas pocas pululaban por el almacén
vestidas para impresionar, más altivas que los hombres, como si eso
demostrara su valía para estar allí. En la cultura de la Orden, supongo
que así era.

Hacían que fuera fácil pasar a un segundo plano. Llevaba un vestido


de cuero negro que se abría por delante con una sola cremallera que
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empezaba en una profunda hendidura entre mis pechos y botas de


cuero por encima de la rodilla, de modo que la única piel visible que
mostraba era un cuadrado de carne curtida en la parte superior de mis
muslos. Algunos hombres me miraron; pero se mostraron cautelosos,
pues suponían que mi atuendo de dominatrix no era exactamente de su
agrado.

Me dirigí al pasillo trasero que llevaba a la sala donde se guardaban


y embellecían las esclavas para la subasta. Al parecer, la mayoría de
los amos encontraban a sus esclavas de esta manera y lo habían hecho
desde las subastas de esclavos en Inglaterra durante el siglo XIX,
antes de que la esclavitud fuera —al menos, aparentemente— abolida.

Nadie me prestó mucha atención mientras echaba un vistazo, y me


di cuenta de que otros amos se demoraban entre las chicas para echar
un breve vistazo a sus ofertas. Busqué a una mujer en particular.

Yana estaba sentada frente a un pequeño espejo con su pálido


cabello recogido en rizos y asegurado con un tonto moño rosa, su
cuerpo desnudo cubierto de chispas rosas en un evidente intento de
hacerla parecer más joven de lo que sus décadas la hacían. Me llamó
la atención en el reflejo y parpadeó con fuerza antes de juguetear con
su collar. Algo metálico captó la luz y me guiñó un ojo.

Bien.

Yana llevaba el dispositivo audiovisual que le habíamos dado.

A diferencia de los que yo había colocado en la casa de Ashcroft —


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los que Alexander había recogido para añadirlos a su caudal de


pruebas incriminatorias contra la Orden—, el del collar de Yana
funcionaba en directo con monitores instalados en furgonetas que
esperaban a dos manzanas del almacén.

Cuando tuvieran suficiente información de las transmisiones de


Yana y Xan, asaltarían el almacén y acabarían con la sección
neoyorquina de la Orden de Dionisio.

Un equipo en Londres y otro en Hong Kong estaban a punto de


hacer lo mismo.

Era fácil acabar con ellos de un plumazo cuando planeaban sus


subastas en el mismo día.

Acababa de girar sobre mis talones para volver al evento principal


cuando unas manos fuertes me arrancaron de otro pasillo oscuro, y me
precipité hacia atrás contra un cuerpo fuerte y alto. Por su olor a limón
y pimienta verde, supe de inmediato quién era y me relajé ligeramente
en su abrazo.

El aliento de Dante era caliente contra mi cuello; una de sus grandes


manos eclipsaba toda mi cadera de modo que me sentí abrazada por su
cuerpo, asfixiada por el calor embriagador de su duro pecho a mi
espalda.

—Si te pidiera que huyeras de todo ahora mismo, ¿lo harías?

Tragué con fuerza, tratando de contener la respiración para no


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respirar su fragancia picante y el olor de su cálida piel. —¿Por qué me


preguntas eso?

—¿Importa?
—Sí importa si me pides que me escape contigo porque me quieres
o porque simplemente no quieres que tu hermano me tenga.

Una pausa, un hongo de toxicidad tras una explosión.

Sus labios presionaron el tierno hueco bajo mi oreja y susurró. —¿Y


si es por las dos cosas?

—Sabes que estoy rota. Me arruinó para otros hombres y me


arruinó para mí misma. Ahora falta un trozo de mí y él lo lleva como
un collar contra su corazón. Nunca me lo devolverá.

—No —estuvo de acuerdo Dante—. No lo hará y, aunque pudiera,


no lo pedirías.

Quería protestar, pero había estado luchando contra la verdad


durante tantos largos y fríos años. Ambos sabíamos que tenía razón.

—No te amo como lo hace mi hermano, tesoro —dijo, moviéndose


ligeramente en nuestro reducido espacio, rozando su entrepierna
contra mí de una manera que me dejó sin aliento—. Él está absorbido
por ti. Su oscuro corazón ve las tentaciones de tu belleza y tu bondad,
y quiere atiborrarse de ellas. Quiere mantenerte en su órbita atada tan
cerca de él que tu sol sólo brille para él. Es un amor egoísta y
abrumador.

Sus palabras deberían haber evocado horror y desilusión. El tipo de


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afecto del que hablaba era ácido; corroía los suaves revestimientos y
el funcionamiento interno de un cuerpo hasta que se agotaba y se
consumía.
—Te amo como la oscuridad ama a las estrellas. Sólo quiero
abrazarte, protegerte y elevarte a las mayores alturas de tus
ambiciones. Podría cuidarte, Cosi, amarte de forma sana si me lo
permitieras —continuó.

Él no lo entendía.

No era una cuestión de elección.

¿Lo fue alguna vez?

Mi cuerpo, mi espíritu y mi corazón habían decidido a quién amaría


mucho antes de que mi mente tuviera algo que decir en la decisión.

Alexander Davenport, Lord Thornton, hijo del peor hombre que


había conocido, era para mí.

El primero.

El único.

Había luchado contra la verdad de ello durante muchos años, hasta


que estaba cansada y agotada. Ahora lo sabía mejor.

Además, aunque hubiera una opción; aunque pudiera rebobinar el


tiempo para no haber salvado la vida de Xan en aquel callejón de
Milán, para no haber sido vendida a él, no lo haría.

Quería estar esclavizada a él para siempre.


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Y ahora, después de todo este tiempo, creía que él sentía lo mismo.

—Lo siento, D —dije suavemente, apretando sus manos sobre mi


vientre para que supiera lo genuino que era—. Eres un buen hombre,
probablemente uno de los mejores de este mundo, y te quiero como a
al hermano de mi corazón. Pero tú y yo sabemos que no volveré a huir
de Xan.

El pesado suspiro de Dante me hizo revolotear los cabellos, y su


gran mano se flexionó con fuerza contra mí. —Sí, tesoro. Lo sé. Pero
no puedes culparme por intentar ponerte a salvo, ¿verdad?

—La Orden está cayendo, di Carlo está muerto y Noel es el


siguiente.

Su corta risa no contenía humor. —Tienes que saber que la vida con
tu Alexander nunca será segura, no en el sentido que yo digo.

Tenía razón. Alexander era una criatura de la oscuridad. No


importaba que fuera bueno conmigo y mi héroe en muchos aspectos,
nunca se libraría de su pasado maligno ni de sus predilecciones
perversas.

Eso me parecía bien.

Hacía tiempo que había aprendido a amar la oscuridad.

Girando la cabeza, apreté un beso en la mandíbula rasposa de


Dante. —Está bien, Dante. Las cosas oscuras también pueden ser
bellas.

Me miró desde las sombras. —No lo sé.


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—Encontrarás a alguien mucho mejor —le dije; aunque ahora no


era el momento. Podía oír a Sherwood comenzando los festejos en la
otra habitación—. No me amas cómo podrías amar a tu alma gemela.
Se encogió de hombros porque no quería admitirlo y pensé que
sabía que yo decía la verdad.

—Hagamos esto entonces —sugirió con una sonrisa clara brillando


en la oscuridad.

—Va bene26 —acepté, zafándome de su agarre para volver al


espacio principal.

Sherwood estaba terminando su discurso.

—Ahora, hermanos míos, participen de su botín y disfruten de la


noche como Dionisio quería que los hombres disfrutasen de su vino y
sus mujeres, sin inhibiciones —cacareó por los altavoces, y sus
últimas palabras se disolvieron en el fervor de los vítores de la
multitud.

Inmediatamente, las primeras mujeres salieron a ocupar sus puestos


en las plataformas, desnudas como el día en que nacieron, salvo por
los collares de plástico negros con tarjetas de identificación para que
los hombres supieran por cuáles mujeres debían pujar.

No perdí de vista a Sherwood.

Se movió entre la multitud, devolviendo las palmadas y las sonrisas


socarronas; su forma delgada atravesando los cuerpos como una aguja
mientras se dirigía a la sala donde estaban las esclavas.
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Le seguí.

26 Trad. del italiano: Está bien.


Mi mente se llenó de recuerdos de La Cacería mientras lo hacía.
Recordé la brutal sensación del frío aire escocés contra mi piel
desnuda, dolorosa como el deslizamiento de una hoja helada por mis
mejillas mientras corría desesperadamente por la oscura penumbra del
bosque. Recordé cómo me había apodado la Zorra Dorada, la chica
más deseable para violar y saquear; de modo que tenía hombres que
caían de la negra noche como demonios enviados desde el infierno
para violarme.

Le recordé ordenando a Landon Knox que me azotara hasta


convertirme en un amasijo de sangre y carne desgarrada.

Dejé que estos pensamientos me llenaran mientras me precipitaba


por el pasillo hacia la trastienda y veía a Sherwood de espaldas a mí,
con las manos en la cabeza de una joven que le servía de rodillas con
la boca.

Repugnante.

Un cerdo, un sucio cerdo al que vería muerto antes de verlo libre.

Mientras pensaba esto, hubo una serie de potentes golpes cuando la


policía irrumpió en el almacén, preparada para asediar el evento.

Sherwood se sacudió, agachándose inmediatamente para subirse los


pantalones y prepararse para huir.
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Me puse detrás de él rápida y silenciosa como una sombra con mi


cuchillo en la mano alrededor de su torso y contra su yugular.

Pude sentir el latido de su pulso sacudir la hoja.


—Hola, Sherwood —saludé ligeramente cuando se quedó
inmóvil—. ¿Te acuerdas de mí, la Zorra Dorada?

Me sorprendió que se relajara ligeramente, su voz un murmullo


aliviado cuando dijo: —Esclava Davenport, qué interesante verte aquí.

—Supongo que lo es para un hombre como usted que se cree


invencible. ¿Por qué crees que alguno de tus esclavos maltratados se
levantaría para darte una patada en las pelotas como te mereces?

—¿Es eso lo que piensas hacer, darme una patada en las pelotas? —
preguntó con un hilo de diversión en su tono que quise partir en dos.

No me tomaba en serio ni siquiera con una hoja contra el cuello. No


me respetaba a mí ni a la amenaza que representaba por el simple
hecho de ser mujer y, por tanto, no ser nada.

La ira corrió por mí como lava caliente e igual de corrosiva.

—Metafóricamente tal vez —dije entre dientes—. Iba a esposarte y


esperar a ver cómo se te llevaba la policía, pero ahora no estoy tan
segura. Tal vez debería mostrarte lo mismo que me mostraste hace
años. Una completa y total falta de piedad.

—No te tomes tu entrenamiento tan a pecho, toda esclava debe ser


quebrada. No puedes decirme que no fuiste feliz como esclava de
Thornton. Parecía que estabas muy enamorada de él —se burló.
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No sabía que el odio tuviera un sabor metálico y químico como el


queroseno derramado sobre mi lengua. Mis palabras se encendieron al
salir de mi boca respirando fuego. —Fue la amenaza del amor lo que
te hizo ordenar a Knox que me destrozara la espalda y luego hacer lo
mismo con Alexander. Fue la amenaza del amor lo que te hizo reducir
a las mujeres a putos animales en La Caza, y fue la amenaza del amor
lo que está sosteniendo un cuchillo contra tu garganta ahora,
Sherwood. Nunca tuviste una puta oportunidad.

Se movió, sacudiendo la cabeza contra mí para liberarse de mi


agarre. Pero era demasiado alto, la base de su cabeza sólo se estrelló
contra mi frente y; aunque dolió, no fue suficiente para incapacitarme.
En su lugar, aproveché su desequilibrio para enroscar una de mis
piernas alrededor de una de las suyas y presionar hasta que chilló de
dolor y se dobló en el suelo. Apreté la rodilla con fuerza en el centro
de su espalda, con la mano todavía alrededor de su garganta para que
se doblara más, cayendo de bruces al suelo.

Le empujé las manos a la espalda y saqué las esposas de dónde las


había escondido entre mis muslos para poder encerrarlo.

Se oyó un ruido en el pasillo y unas voces fuertes crepitaron en las


radios.

Las ignoré para inclinarme sobre la espalda de Sherwood y


susurrarle al oído. —¿Qué se siente al ser superado por una mujer?

Me maldijo; pero yo sólo me reí mientras me levantaba, dejándolo


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en el suelo mientras me alejaba y la policía se arremolinaba en la


habitación.
—Eh, ¿Sherwood? Nunca se sabe, quizá alguien te haga su esclavo
en la cárcel —me burlé.

Y joder, qué bien me sentí.

Mucho más tarde, después de que la situación se resolviera y se


realizaran los interrogatorios policiales tras haber compartido una
copa de celebración con Dante y Salvatore en un pequeño bar de
Brooklyn, Alexander y yo habíamos vuelto a mi apartamento. Estaba
desocupado porque Giselle se había ido a un viaje de Navidad de
última hora a París y Alexander lo aprovechó al máximo. Su boca
estaba sobre la mía en cuanto abrimos la puerta, mi vestido estaba
desabrochado por delante y mis pechos estaban en su mano para
cuando llegamos a la cocina. Ni siquiera me llevó al dormitorio.

En su lugar, me empujó con el pecho hacia abajo sobre la fría isla


de mármol, con las manos a la espalda y las piernas abiertas de forma
escandalosa para que el aire fresco del apartamento rozara mi sexo.

—¡Quieta! —me ordenó, dándome una palmada en el culo tan


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fuerte que siseé.

El agudo escozor se convirtió en un agradable dolor cuando se


alejó, caminando a mi alrededor para hacer algo fuera de mi vista.
Mantuve la mejilla pegada al mármol sin querer desobedecerle ni
siquiera para echar un vistazo a lo que podía estar recogiendo.

Sabía que, fuera lo que fuera; aunque primero me provocara dolor,


al final me llevaría a un orgasmo alucinante.

Mi cuerpo ya estaba cargado de adrenalina por haber conseguido


acabar con la Orden en tres lugares distintos del mundo. La guerra no
había terminado, ni mucho menos —todavía quedaban juicios
criminales y pruebas por resolver—; pero la mayor amenaza había
sido eliminada y yo estaba jodidamente extasiada por ello.

Por la forma en que Alexander prácticamente me había azotado en


el coche y en nuestro camino hacia el apartamento, intuí que él sentía
lo mismo.

Volvió a su lugar detrás de mí y se agachó con su aliento sobre mi


coño húmedo, sus manos buscando mi culo y amasando con fuerza la
carne allí.

—Tan jodidamente hermosa —dijo con su voz grave y


dominante—. Tan jodidamente mía.

Jadeé cuando pasó su lengua desde la parte superior de mi coño


hasta mi culo. Sentí como si hubiera tirado de una cremallera y la
humedad se acumuló sobre mi coño a su paso.
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Jugó con un pulgar en la nueva humedad y luego se apartó.

—¿Recuerdas lo que te dije cuando te encontré en La Caza? Te dije


que eras mía para protegerte y consolarte al igual que eras mía para
jugar y usar. Esta noche, después de malditos años de intentos, por fin
he conseguido librar al mundo de la Orden para que pudieras estar a
salvo. Y ahora, topolina, voy a usarte. ¿Estás preparada para que tu
amo te folle con fuerza?

Gemí mientras la lujuria burbujeaba en mi vientre como la lava a


punto de explotar de un volcán. —Sí, amo.

—Bien, topolina —elogió por encima del sonido de algo que se


rasgaba—. Ahora quédate quieta mientras te inmovilizo.

Temblé cuando algo ligeramente pegajoso me rodeó el tobillo


adhiriéndolo a la pata de madera de la isla de la cocina. Lo envolvió
una y otra vez hasta que no pude moverme ni un centímetro antes de
pasar al siguiente tobillo. No me di cuenta de qué sustancia era hasta
que la utilizó para atarme las manos por las muñecas a la espalda.
Utilizaba plástico de cocina.

Una vez atada, tarareó su placer y pasó una gran mano desde la
parte superior de mi cabeza a lo largo de las protuberancias de mi
columna vertebral sobre mi culo y entre mis piernas, donde ahuecó mi
coño y éste lloró contra su palma.

—Mira este coño tan mojado para mí y apenas te he tocado —


murmuró, dándome una corta y ligera palmada que me hizo gemir—.
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Siempre has estado tan ávida de mi polla. No te preocupes, bella, te la


daré de todas las formas posibles para que la tengas al final de la
noche.
La isla estaba lo suficientemente baja como para que mi cuerpo
estuviera en un ángulo de noventa grados dándole acceso completo a
mi coño y mi culo. Acceso que aprovechó para barrer mi humedad de
un lado a otro sobre mi ingle hasta que quedé embadurnada de mi
propio deseo, con el embriagador aroma de la excitación en el aire.

Jadeé, tratando de empujar mis caderas con más fuerza contra su


palma, pero sin poder hacerlo debido a la envoltura de plástico que me
mantenía en su sitio.

—Quédate quieta —exigió con una fuerte palmada en cada nalga—.


No te lo volveré a decir. Mantén este hermoso culo quieto, o no haré
lo que había planeado y me deleitaré con él hasta que te corras una y
otra vez en mi lengua.

Apreté aún más la mejilla contra el mármol mientras gemía ante la


idea, necesitando el ancla de la fría piedra para no flotar demasiado
rápido en el subespacio.

Quería estar presente cuando Alexander me follara. Quería sentir la


victoria de nuestra unión como dos gladiadores celebrando su botín.

Entonces se arrodilló detrás de mí y algo viscoso y de dulce olor se


vertió por el pliegue de mi culo deslizándose sensualmente por mis
pliegues. Antes de que pudiera caer sobre mi clítoris hinchado, Xan
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atrapó el chorro con su lengua chupando y lamiendo cada pliegue e


hinchazón de mi coño como un hombre hambriento sorbiendo fruta.
—No puedo estar seguro de qué sabe mejor —dijo en mi
resbaladizo sexo—. La miel o tus dulces jugos en mi lengua.

Volvió a darse un festín, comiéndome el coño y luego subiendo


hasta el vértice arrugado de mi culo, haciéndolo girar con su lengua
hasta que fui mantequilla derretida desparramada por la encimera.

—Lo tengo —declaró tras un largo tirón de mi clítoris con sus


labios cerrados; un tirón que hizo que todo mi cuerpo se
estremeciera—. Es el sabor de tu hermoso y empapado coño.

Un torrente de palabras inútiles brotó de mi boca, sí, y oh Dios, y


grazie e Dio. Alexander parecía alimentado por ellas esforzándose por
cada gemido y cada gruñido, zumbando contra mi carne cuando
hablaba en italiano porque sabía exactamente lo que significaba.

Me estaba perdiendo en él, en esto. Sólo nosotros juntos como un


circuito cerrado de energía.

Me construyó partícula a partícula, como si construyera un castillo


de arena. Yo era todo picos y esquinas afiladas, ecos en habitaciones
cavernosas y vacías. Me construyó con maestría, un arquitecto de la
lujuria, un ingeniero del deseo tan versado en la física de la sexualidad
que cada movimiento de mi cuerpo parecía una extensión natural, una
expansión necesaria.
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Me untó con mi sexo goteante; movió líneas rojas sobre mi piel con
sus dedos ásperos y me clavó sus dientes duros y rectos hasta que todo
mi cuerpo, la estructura que él había compuesto tan bellamente,
tembló al borde del colapso.

Pero ese era el objetivo de todo el ejercicio, no crear, sino detonar.

No me dejó correrme.

Ni siquiera cuando rogué en el mármol, la losa tan inflexible como


mi amo.

En lugar de eso, se comió su ración y luego se retiró para frotar la


punta caliente de su polla sobre mi clítoris y arrastrarla de nuevo sobre
mi coño hasta mi culo donde golpeó, golpeó, golpeó.

—Voy a follar cada uno de tus bonitos agujeros esta noche, mi


belleza. Voy a atiborrarme de tu carne, a empapar mi polla con tus
jugos y a meterme en este culito apretado sólo con tu jugo para
facilitar el camino. ¿Te gustaría, topolina, que te usara hasta que no
fueras más que carne húmeda y temblorosa para que te folle?

Jadeé como un pez fuera del agua, mis músculos se unificaron


mientras me esforzaba por dar la bienvenida al inminente orgasmo.
Sabía que cuando llegara me agitaría de la cabeza a los pies; igual que
aquel pez que volvía al arroyo.

Pensé que moriría si no me ahogaba en el placer del clímax en ese


mismo instante.
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—Sí, amo. Necesito tu polla; me muero por ella.

—Oh —arrulló, la única sílaba prolongada burlona y cruel—. No


podemos permitirnos eso ahora, ¿verdad?
Y entonces empezó a empujar; su polla era un arma contundente
que forzaba el canal hinchado de mi sexo sin piedad. Me penetró con
fuerza, luego se retiró para que sólo la cabeza besara mi entrada y
volvió a introducirse con sus manos sujetas como tirantes de hierro
sobre mis caderas. Intenté apoyarme en el mostrador; pero no tenía
ningún recurso atada como estaba.

Tuve que quedarme allí y aguantar.

La sumisión que había creado en mí con sus grandes manos y sus


sucias palabras se convirtió en un castillo hecho de arena, de cada
partícula de mi ser, enjaezada y acorralada en una cosa de absoluta
belleza.

Sus caderas se inclinaron con dureza hacia la pared frontal de mi


sexo en su siguiente embestida de castigo; sus dedos me retorcieron el
clítoris igual que el tirador de una puerta y todo lo que yo era volvió a
disolverse en arena.

Me folló sin piedad mientras yo me agitaba en torno a su polla y su


mano se aferró a mi cabello para utilizarlo como palanca de modo que
cada empujón martilleaba mi cuello uterino como un martillo a un
gong. El dolor reverberó en mí; me puso los dientes de punta y mi
clímax, que había disminuido momentáneamente, comenzó de nuevo.
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—Amo, amo, amo —canté mientras me mantenía quieta y me


taladraba y penetraba.
Me encantaban sus gruñidos animales, la forma en que su civilizado
porte aristocrático se desprendía como la piel de una oveja para
revelar el lobo que había en su centro; la bestia delirante con la
necesidad de cazar y reproducirse como única motivación.

Su pulgar encontró mi culo apretado y empezó a frotarlo lustrándolo


con mis jugos.

—Qué culo tan dulce —elogió—. ¿Quieres que te folle ahí,


topolina? ¿Tomar mi gran polla y meterla dentro de ese apretado
agujero hasta que estés tan llena que apenas puedas respirar por
sentirme dentro de ti hasta el fondo?

No podía hablar. No había pensamientos en mi cabeza ni palabras


en mi lengua. Sólo era sexo; el pulso de mi coño, el latido salvaje de
mi corazón agitando, la sangre drogada por la lujuria a través de mi
cuerpo acumulándose entre mis piernas de modo que era un lío
hinchado y doloroso de deseo.

Quería decirle que necesitaba su polla como necesitaba respirar.


Quería decirle que era una adicta, una adicta honesta a Dios con una
pasión tan feroz por su cuerpo que apenas podía soportar estar en la
misma habitación con él sin que alguna parte de mi piel estuviera
contra la suya. Había estado en una sequía de cuatro años de la que
nunca me recuperaría del todo y, cuando su polla estaba dentro de mí,
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se sentía como la droga más fuerte del mundo.

—Necesito escuchar tus palabras. Dime lo que quieres y puede que


me digne a dártelo —prácticamente ronroneó mientras sus manos
amasaban mis carnosas nalgas y su pulgar rozaba la marca en relieve
de su marca en mi piel.

—Necesito que me folles —jadeé, sin ser realmente consciente de


lo que decía, como si las palabras estuvieran disociadas de mi cuerpo.
La necesidad se extendía por mi cuerpo como un letrero de neón
parpadeante y sólo era capaz de dar voz a eso—. Necesito que me
llenes y me demuestres lo mucho que posees cada uno de mis
agujeros.

El pecho de Alexander retumbó con un profundo gruñido mientras


su pulgar atravesaba mi apretado anillo muscular y se hundía en mi
culo. Cuando gemí y gimoteé moviendo la cabeza de un lado a otro
sobre el mármol de modo que mi pelo se derramaba sobre la superficie
blanca como tinta vertida, me detuvo con un fuerte golpe en el trasero.

—No te muevas. Quiero que te quedes quieta mientras me meto en


este apretado agujero.

Gemí dando voz a la desesperación en el pozo caliente de mi


vientre.

Pero obedecí.

Me mantuve perfectamente quieta apenas respirando mientras


Alexander vertía algo con un suave aroma a tierra sobre mi culo. Sus
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dedos chapotearon en el aceite de oliva y lo alisaron sobre mi abertura


y sobre mis mejillas frotándolo en la carne hasta que brillé. Gimió
mientras los aprisionaba entre sus manos.
—Un culo precioso y todo mío.

—Tuyo —asentí, con la boca expulsada como un tiro de mi pecho


mientras él abría mis mejillas y presionaba su polla contra mi culo
aceitado e introducía la punta en su interior.

Hubo un ligero ardor que se transformó tan rápidamente en un


exquisito dolor que no pude evitar jadear ante el dolor y gemir
pidiendo más.

Se deslizó dentro de mí centímetro a centímetro introduciendo su


gruesa polla en mi engrasado agujero mientras frotaba sus grandes
manos por todo mi culo y mis caderas. Me di cuenta, por la ligera
respiración entrecortada, que verme palpitando y forcejeando
alrededor de su circunferencia le estaba afectando; pero siguió
moviéndose metódicamente con el máximo control dentro de mi
cuerpo hasta la empuñadura.

Cuando sus bolas presionaron mi húmedo coño me estremecí con


todo mi cuerpo lleno de electricidad, como si me hubiera conectado a
un enchufe con un voltaje demasiado alto.

—Eso es, tranquila, bella. Te tengo —me tranquilizó mientras sus


manos se curvaban sobre mi carne como un jinete que reconforta a su
caballo ejercitado—. Estás tomando mi polla como una buena esclava.
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Volví a estremecerme cuando pasó un dedo por la piel estirada de


mi culo, trazando el lugar en el que se había hundido en mi interior.
Mi cuerpo se sentía estirado en un potro de tortura listo para abrirse en
cada articulación y estallar en el suelo a sus pies.

—Ahora voy a usarte —me explicó con calma, con frialdad


mientras sus manos apretaban mis resbaladizas caderas hasta el punto
de doler. No lo sentí, no realmente. Estaba tan inmersa en el
subespacio que todo lo que se hacía en mi cuerpo se traducía
inmediatamente al lenguaje del placer y la necesidad dolorosa—. Voy
a utilizarte hasta que seas un desastre salvaje y húmedo contra la mesa
y luego me voy a correr en todo tu hermoso culo. ¿Estás lista,
topolina?

Lo estaba y no lo estaba. Sentía un verdadero temor en el borde de


mi conciencia de no ser capaz de manejar el tipo de placer intenso que
estaba a punto de darme.

Pero no me dio tiempo a responder ni a recapacitar.

Se retiró lentamente hasta la punta y luego volvió a clavarse en mí


martilleándome con sus caderas inclinadas hacia arriba para que su
polla arrastrara cada centímetro de mi sensible canal.

Chillé en la primera embestida, gemí en la segunda, grité y,


finalmente feliz grité en la quinta mientras me desgarraba el caliente
pistón de su polla. Mi visión se rompió, la cocina familiar que me
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rodeaba se disolvió en imágenes fracturadas y distorsionadas en


colores brillantes como fuegos artificiales disparados a través de una
ventana rota. Podía sentir vagamente que mi cuerpo temblaba tan
ferozmente que mis piernas cedían y lo único que me sostenía eran las
manos castigadoras de Alexander; pero de lo único que era realmente
consciente era del relámpago de una euforia casi insoportable que me
desgarraba por dentro.

Me derrumbé contra la isla, flácida y usada como un espagueti


desechado jadeando con fuerza; pero no tan fuerte como para no oír el
chapoteo y la agitación de sus bolas golpeando mi sexo húmedo y
congestionado mientras me penetraba.

—Qué buena esclava —alabó, con la voz convertida en humo por la


lujuria—. Una buena esclava para tu amo. ¿Crees que te mereces mi
semen?

—Sólo si tú crees que lo merezco, amo —respondí entre mi


respiración entrecortada.

Gimió tan guturalmente que sonó como una bestia ante su próxima
comida. Me encantaba su lado animal, el que se enculaba y follaba
como si fuera el propósito de su vida. Recuperando las últimas
fuerzas, me enderezó las piernas para que pudiera volver a empujar
contra sus punzantes embestidas.

—Eso es exactamente así. Soy el dueño de tu placer. Soy dueño de


tu rosado coño, de tu dorado clítoris perforado, de tus exuberantes
tetas y de este dulce y jodidamente hermoso culo. Y voy a firmarte
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como un artista con su cuadro —gruñó mientras empujaba por última


vez, penetrándome tan profundamente que me hizo doblar los dedos
de los pies e hizo que un segundo orgasmo más pequeño me recorriera
y luego hubo vacío y aire frío a mi alrededor, dentro de mí, y él
bombeaba su polla hasta que una cinta fundida tras otra de su semilla
se derramó sobre mi piel reluciente.

Cuando terminó, frotó perezosamente sus pulgares por el semen frío


y lo amasó en mi carne probando el peso de las comprobaciones de mi
culo en cada mano, sumergiendo un dedo recubierto de esperma en el
sensible borde de mi abertura sólo para probar la resistencia, sólo para
sentirme estremecer y gemir por más; aunque estuviera agotada.

—Todo mío, joder —prácticamente ronroneó mientras me daba un


dulce beso en medio de la columna vertebral antes de apartarse.

Comenzó a desenvolverme de las patas y luego liberó suavemente


mis manos, masajeándolas para recuperar la circulación perdida.
Cuando terminó, despegó con cuidado mi torso pegado al sudor de la
encimera y me levantó en sus brazos. Le rodeé con mis extremidades,
arrimando mi cara a su cuello con la nariz pegada a su pulso para
poder oler su fragancia a cedro mientras nos llevaba al dormitorio. Me
abrazó con reverencia, como un padre con un hijo recién nacido
mientras retiraba las sábanas y me sumergía bajo ellas, mullendo las
almohadas a mi espalda hasta que me sentí cómoda. Después de
mirarme con exquisita ternura mientras me apartaba un mechón de
cabello errante, se dio la vuelta, desnudo y tranquilo para volver a la
cocina a limpiar.
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Me acurruqué más en las sábanas y ahogué un bostezo mientras mi


gato, Hades, saltaba a la cama y se acurrucaba en la cuenca de mi
regazo ya ronroneando. Le rasqué las orejas mientras esperaba a que
Alexander volviera preguntándome por qué tardaba tanto,
preguntándome si mamá, Sebastian y Elena estaban juntos celebrando
la Navidad mientras Giselle y yo estábamos ausentes.

Había querido estar con ellos; pero no sólo la subasta era más
importante, también lo era pasar mi primera Navidad con Xan. Los
años pasados en Pearl Hall no contaban porque en aquel momento
estaba esclavizada y apenas era capaz de comprender por qué me
gustaban sus juegos sexuales y mucho menos de reconocer que
realmente me gustaba mi captor.

—Cierra los ojos —exigió Alexander desde el pasillo—. Y si los


abres, Cosima, habrá que pagar una terrible indemnización.

Puse los ojos en blanco.

—No pongas los ojos en blanco, topolina —replicó sin siquiera


verme—. Cierra los ojos.

Los cerré, con el corazón marcando un extraño ritmo en mi pecho


porque el aire de la habitación era repentinamente cercano y pesado de
la forma en que la atmósfera cambia drásticamente antes de una
tormenta. Mis oídos se tensaron cuando Xan entró en la habitación y
se dirigió a mi lado de la cama. El colchón se hundió bajo su peso y
entonces su mano estaba sujetando la mía tirando de ella hacia su
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regazo donde empezó a jugar con mis dedos.

—Una vez te dije que si alguna vez me decidía a casarme sería para
darle a mi futura esposa la protección de mi nombre y la promesa de
mi amor sin importar lo que pudiera haber en el futuro. Cuando me
casé contigo, hace cuatro años, lo hice pensando que sólo estaba
proporcionando lo primero; la protección de mi nombre. Pensé que era
un hombre sin corazón y, por lo tanto, sin la propensión a cuidarte de
otra manera que no fuera como una posesión. Luego me vi obligado a
esperar entre bastidores durante casi media década para mantenerte a
salvo de los males de mi mundo y, al hacerlo, comprendí que la razón
por la que me casé contigo era mucho más compleja. Me casé contigo
porque no podía imaginar un día sin ti a mi lado; iluminando mi
oscuro mundo con tu luz dorada y tu vivacidad. Lo hice porque estar
cerca de ti nunca es suficiente porque no me sentía vivo si no estabas
conmigo.

Quise abrir los ojos; pero no me atreví porque no me había dado


permiso. Además, la oscuridad otorgaba una tangibilidad a sus
palabras como si tuvieran su propio latido y su propia respiración;
ambos apretados contra mi piel como un cuerpo humano. Sentí su
amor tan sólidamente como sentí su mano acunando la mía y, después
de tantos años de dudas, aquella era una promesa tan hermosa que
hizo que las lágrimas se escaparan por las esquinas de mis párpados
plegados.

—Así que, Cosima, mi belleza, tengo una promesa diferente que


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hacerte ahora que la Orden ha desaparecido. Ashcroft ha sido


eliminado y la escoria de la Cosa Nostra que te hizo daño está muerta.
Es una promesa sencilla, pero espero que sea profunda. —El cálido
aliento de Alexander pasó por mi rostro mientras presionaba un beso
en mis dos párpados cerrados—. Abre los ojos ahora, bella.

Los abrí y mi vista se llenó del llamativo rostro de Alexander; sus


pesadas pestañas de punta dorada sobre sus oscuros ojos de platino
pulido. Se llenaron entonces de un amor tan impresionante que no
pude contener el débil sollozo que floreció en mi boca como una rosa
húmeda.

Con los ojos abiertos y pegados a los míos como un juramento


firmado con la tinta de nuestra sangre, bajó la cabeza para besar cada
una de mis mejillas y luego mis labios; después mi barbilla, todo el
camino por mi cuello y a lo largo de mi brazo izquierdo en los tiernos
puntos de su pulso; como si quisiera trasplantar su amor en la sangre
allí hasta llegar a mi palma. Me estremecí cuando me plantó un beso
en el centro y luego subió sus labios por cada dedo hasta rozar la
punta. Cuando llegó a mi tercer dedo anular, su boca se abrió por
encima y algo brilló entre sus dientes a la luz baja de la ciudad que
entraba por las ventanas.

Mi corazón se detuvo, mi aliento como el ámbar atrapando mis


emociones en mi pecho mientras él dejaba caer un anillo por mi dedo
y luego lo colocaba en su lugar con sus dientes. Después de besar la
parte superior del anillo en la base, se apartó para mirarme a los ojos
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de nuevo.

—Antes te daba la protección con mi nombre —susurró, las


palabras eran tan sagradas que parecían silenciosas y tan reverentes
como una oración pronunciada en un lugar sagrado—. Pero ahora te
doy todo mi corazón y espero que me permitas demostrarte cada día
de aquí en adelante que soy digno del tuyo a cambio.

Estaba llorando sin parar con la respiración casi robada por la


fuerza de aquellas lágrimas limpiadoras y asombradas, pero necesitaba
hablar. Necesitaba que el hombre bello e incomprendido que me
ofrecía su corazón sangrante supiera una simple verdad que no había
cambiado ni por un momento a lo largo de los años.

El aire que arrastré a mis pulmones era escaso, pero suficiente para
sostenerme y decir: —Pasaré el resto de mi vida demostrándote que
eres el mejor hombre que conozco y que siempre te amaré
irremediablemente, incluso en los días en que te sientas más como un
villano que como mi héroe.

Me lancé sobre él precipitándome sobre las sábanas para enredarme


sobre su torso y su regazo como una liana asfixiante. Mis dedos se
hundieron en su cabello y se retorcieron para que estuviéramos tan
cerca como pueden estarlo dos cuerpos humanos. Sólo entonces me
aparté lo suficiente como para inclinar mi frente hacia la suya y mirar
la emoción que se reflejaba en sus hermosos ojos.

—Il mio cuore è tuo —murmuré en mi lengua materna porque no


había otro idioma que pudiera expresar mejor la riqueza de
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sentimientos que sentía por este hombre.

Mi corazón es tuyo.
Xan me rodeó con sus brazos como una promesa y susurró contra
mi boca: —Jamás querré devolvértelo.

—Bien, no tiene devolución —dije, mi vertiginosa alegría me hizo


reír.

Sus ojos sonrieron a su vez y luego se mostraron ligeramente


sobrios. —Sé que antes Pearl Hall era tu prisión; pero ¿crees que
algún día, cuando Noel haya desaparecido, podrás convertirla en tu
hogar? Sólo era eso, un hogar cuando estabas allí conmigo.

En mi mente resurgió aquel sueño que siempre había soñado con


volver a Pearl Hall desde La Caza, aquel sueño de niña de tener un
príncipe y un castillo propio.

Nunca había tenido el lujo de soñar eso como niña y nunca había
tenido permiso para soñarlo como esclava; pero ahora, como
verdadera esposa de mi conde, él me estaba dando licencia para
vivirlo.

Asentí con la cabeza mientras miraba entre nuestros rostros mi


mano izquierda enroscada sobre su corazón y me quedé sin aliento al
ver el impresionantemente enorme y claro diamante amarillo en mi
dedo.

—Tus ojos —me explicó—. Aunque no pude encontrar un diamante


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tan cálido como tus ojos dorados.

—Detente —le ordené mientras más lágrimas se deslizaban por mi


cara—. Me estás haciendo llorar.
Alexander sonrió con maldad mientras sus manos se tensaban y me
hacía caer de espaldas en la cama. Antes de que su boca se cerrara
sobre la mía, gruñó. —¿No sabes que me encanta verte llorar?

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Había una pequeña charcutería en las afueras del Bronx que Mason
y yo habíamos descubierto un día mientras caminábamos sin rumbo
por la ciudad. Ottavio's era más pequeño que el cuarto de baño de mi
apartamento de tamaño medio revestido de linóleo agrietado y teñido
de amarillo por el humo de los cigarrillos y manchado de rosa en
algunas partes por la marinara derramada. El zumbido de la nevera
llena de refrescos italianos de importación subrayaba la música fuerte
y metálica de una radio portátil que Ottavio tenía colocada en una de
las dos vitrinas. Umberto Tozzi crepitó en el aire cuando atravesé la
puerta de cristal y me recordó a tantos años atrás cuando Seamus me
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había llevado en nuestro viejo Fiat por las colinas del Aventino de
Roma a los brazos de Alexander.
Si me presionaran, no podría expresar exactamente por qué
disfrutaba tanto de la sórdida charcutería italiana. El aire estaba
viciado, el jamón era duro como la piel de un zapato y el ambiente era
totalmente triste; pero me encantaba la atmósfera comunitaria, el
modo en que Ottavio conocía a todo el mundo por su nombre y el
hecho de que la gente viniera de toda la ciudad para comprar la única
cosa deliciosa que se producía en su cocina, el tiramisú casero. Me
recordaba en buena medida a Nápoles el tramo destartalado y
desagradable de la misma llena de suficiente gente buena como para
que la orina brillara y el hedor de esta fuera un lugar lo
suficientemente agradable como para llamarlo hogar.

No sabía por qué a Mason le gustaba tanto como a mí;


probablemente porque era italiano por parte de madre y le gustaba
jugar a ser algo más que blanco, rico y americano.

Saludé a Ottavio en voz alta alegremente mientras cruzaba la puerta


y me dirigía directamente a la nevera para coger mi San Pellegrino y
el Chinotto Neri favorito de Mason. Después de pedir un enorme trozo
de tiramisú cogí una de las dos pequeñas mesas redondas a la
izquierda de la puerta y me acomodé para esperar a Mason. Me
molestó que llegara tarde; pero sólo porque quería volver al
apartamento para hablar por Skype con Alexander antes de que se
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marchara a un día de reuniones en Londres. Hacía menos de cuarenta


y ocho horas que se había ido y lo echaba tanto de menos que sentía
como una herida de cuchillo en el pecho.
La puerta se abrió con un tintineo mientras el suave canturreo de
Bang Bang de Nancy Sinatra se derramaba como un hilo borroso a
través de la radio. Su amplia frente estaba salpicada de gotas de sudor
tan gruesas que parecían blancas como perlas y su boca era un agujero
abierto y húmedo en su rostro arrugado. Había grandes marcas de
sudor en las axilas a través de su americana que no trató de ocultar
mientras atravesaba la puerta como un hombre perdido que busca la
salvación en la cálida tienda.

—¿Mason? —pregunté más que llamé porque estaba confundida


por su inusual aspecto desaliñado—. Ya he pedido la tarta, ven a
sentarte.

Dudó mirando a la puerta, a Ottavio y luego a mí como si


presentáramos un terrible enigma. Acaricié la incómoda silla de metal
que tenía a mi lado y le ofrecí una pequeña sonrisa de ánimo.

—Llevo años intentando ponerme en contacto contigo —me dijo


mientras tomaba asiento.

Hice una mueca. —Lo sé. Me he portado mal contigo los dos
últimos meses; pero créeme, tenía buenas razones. Ahora coge un
tenedor antes de que me coma toda esta bondad y ponme al corriente
de lo que ha pasado. ¿Conociste a alguien?
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Fue el turno de Mason de hacer una mueca de dolor y no buscó el


tenedor, sino que agarró una de mis manos para sujetarla entre las
suyas.
—Escucha, Cosi, no sé cómo se llegó a este punto, realmente no lo
sé. Al principio era tan simple, ¿sabes? Sólo querían que me
involucrara en tu vida, ese espía inocuo. Era fácil porque, bueno… ya
sabes, eres tú y eres hermosa. —Se lamió una perla de sudor del labio
superior y luego se limpió la mejilla húmeda contra su hombro
trajeado—. Quiero decir que empecé a amarte y entendí por qué me
pidieron que te vigilara. Eres peligrosa porque eres una llama para la
polilla de los hombres. De verdad tienes que creerme, no parecía que
te estuviera traicionando al hacer lo que hacía. Sólo estaba
informándole a ellos, asegurándome que te mantuvieras alejada de la
Orden y del Conde de Thornton en particular...

Sentí un extraño zumbido en los oídos, como si me hubieran


golpeado en la cabeza y mi cerebro hubiera chocado entre las orejas.
Me pregunté si las palabras podían conmocionar a alguien porque esas
frases que salían de la boca familiar de Mason se sentían brutalmente
armadas.

—¿La familia de tu madre? —pregunté; aunque ya sabía la


respuesta.

El tío del que siempre hablaba, el que odiaba la homosexualidad


para que Mason tuviera que ocultar quién era, el que dirigía la familia
con puño de hierro.
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La barbilla de Mason cayó sobre su pecho; un peso muerto lleno de


vergüenza. —Sí. Tío G.

Tío G.
Tío Giuseppe di Carlo.

Hubo una serie de clics cuando todo encajó en su sitio. Estaba claro
que Noel había apadrinado a di Carlo para que entrara en la Orden
regalando su antigua esclava Yana al nuevo amo a cambio de un
simple favor. Vigilar a la novia fugitiva de su hijo mayor y asegurarse
de que se mantuviera alejada.

Pero yo no me había alejado y ahora...

Levanté la cabeza y sentí un cosquilleo en la nuca cuando volvieron


a sonar las campanadas de la puerta. Miré a la derecha; pero ya sabía
instintivamente con el olfato bien afinado de una presa muy cazada
quién estaría en la puerta.

—Di Carlo —saludé suavemente porque la percepción es poder y


no quería que supiera lo totalmente desconcertada que estaba por esta
revelación, por la traición de mi amigo durante años—. ¿Qué te trae a
la luz?

Su rostro carnoso se separó con una sonrisa de labios resbaladizos


mientras rodeaba la mesa y ocupaba el asiento perpendicular a mí.
Llevaba lo que supuse que era su traje habitual; un gris oscuro a rayas
con hombros anchos que recordaba lo que yo estaba segura de que él
pensaba que eran los buenos tiempos de finales del siglo XIX cuando
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la mafia estaba en su apogeo. Llevaba una cadena de oro en la


garganta encajada en el hueco peludo entre las clavículas y tres
gruesos anillos de oro en los dedos que brillaban bajo las luces
amarillas artificiales. Parecía la caricatura de un mafioso viril pero
pasado de moda; caro, pero con gusto barato.

Sabía que no debía dar por sentada la fachada. Era un peligro


envuelto en un paquete chabacano, pero peligroso de todos modos.

—Mi sobrino habla muy bien de usted, señorita Lombardi —dijo


con su sonrisa; pero sus ojos eran negros, húmedos y mezquinos—. O
debería llamarla a usted, esclava Davenport.

—Puedes llamarme como quieras —le dije amablemente incluso


mientras intentaba frenéticamente encontrar una salida a la
situación—. Pero no esperes que responda a ello.

Giuseppe se echó a reír; un sonido gutural y lleno de flema que me


dio ganas de vomitar. —El duque me dijo que eras una descarada;
pero joder, no tener miedo ante el hombre más poderoso de Nueva
York es bastante admirable o bastante estúpido.

—Créeme, he conocido a hombres mucho más poderosos y mucho


más crueles que tú.

Mason hizo un ruido de protesta y noté en mi periferia —porque no


había manera de ser lo suficientemente estúpida como para quitarle los
ojos a Giuseppe— que se retorcía las manos.

No iba a hacer lo que Mason me rogaba en silencio. Había sido


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dócil y enjaulada durante demasiado tiempo en mi vida y un engreído


jefe del crimen no iba a hacer que me acobardara. Levanté la barbilla
y le miré por encima de la nariz.
Volvió a reírse. —Si no me pagaran un buen dinero por llevarte al
duque podría estar tentado de quedarme contigo. Ya tengo una amante
o dos, pero tengo la sensación de que valdría la pena mantenerte.

—Aww, mierda —dije con una fina sonrisa servida en mi frío e


inamovible rostro.

La sonrisa de Giuseppe se disolvió como una perla en vinagre


revelando su corazón sin emociones. —Tal y como están las cosas, tú
vas a ir con el duque y yo me voy a embolsar la pequeña fortuna que
me ha pagado para ir a la guerra contra tu hombre, Dante Salvatore.
¿Qué te parece?

—Si le haces daño te mataré —le dije con calma—. De hecho, si


vuelves a amenazarle a él o a cualquier otra persona de mi vida, te
mataré.

—Cosima —ladró Mason, acercándose a la mesa para apretar mi


muñeca dolorosamente—. Cállate.

Algo frío y duro me apretó la rodilla bajo la pequeña mesa circular


y, por un momento, me confundió el despiste. Entonces me di cuenta
de que Mason me estaba ofreciendo la culata de una pistola contra mi
muslo sin que su tío lo viera.

Nos cruzamos los ojos tan rápidamente que fue sólo un destello, un
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relámpago de conexión; pero que ofreció una gran cantidad de


información.

Mason no quería esto.


Era un peón más en el juego de Giuseppe di Carlo y estaba harto de
ser controlado.

Había terminado porque, aunque nuestra amistad se basaba en la


traición, seguía significando mucho para él y no quería verme
presionada de nuevo a la esclavitud sexual.

Entonces Mason sí tenía corazón, aunque no tuviera agallas.

Sobre la mesa arranqué mi mano de su agarre incluso cuando la que


estaba debajo envolvía con sus dedos la pequeña arma de fuego y la
empujaba a la superficie de mi regazo.

—Vete a la mierda, Mason —gruñí.

El dolor estalló en mi mejilla derecha de forma tan intensa que me


robó la visión. Cuando pude parpadear para alejar las manchas negras
y volverme hacia los hombres, Giuseppe estaba arreglando el ángulo
de uno de sus anillos de oro en el dedo, habiendo sido claramente el
que había dado el golpe.

—Vuelve a hablar —dijo sin mirarme tomando en su lugar el


Chinotto Neri que había comprado para Mason y bebiendo de él—. Te
mataré y joderé al duque.

—¿De verdad crees que me voy a ir tranquilamente contigo por las


buenas? —exigí, indicando las concurridas calles de afuera y a
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Ottavio detrás del mostrador—. La gente se dará cuenta. Los policías


recorren las calles del Bronx como si fueran hormigas y vendrán con
sus armas si creen que estás cometiendo un delito por el que pueden
acusarte.

—Está claro que tus experiencias en la madre patria no te enseñaron


mucho. —Giuseppe levantó una mano y la puerta se abrió al instante;
un hombre trajeado se acercó al mostrador para hablar en italiano en
voz baja con Ottavio antes de entregarle descaradamente un grueso
rollo de dinero. Los ojos del comerciante se dirigieron a mí, su boca
una línea ondulada de preocupación.

Sin embargo, al cabo de un momento, se embolsó el dinero y entró


en la parte de atrás.

Me permití parpadear lentamente y tragar la bilis que me subía a la


garganta antes de volver a poner mi cara de póker.

—Aquí en Nueva York —me dijo Giuseppe con gran entusiasmo—,


somos dueños de todo el mundo. No te preocupes por nada que no sea
venir con nosotros con calma para que no tengamos que entregarte
rota a tu nuevo amo.

—En tus sueños.

—No. —Giuseppe se inclinó hacia delante para hablarme a la cara


con la saliva volando sobre mis mejillas—. No en mis sueños. En los
tuyos. Porque si no haces lo que se te dice, cazaré a Dante Salvatore y
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Alexander Davenport, los ataré juntos para que mueran como


hermanos y luego los convertiré en mantillo para que no puedas
distinguir dónde empieza un tipo y dónde termina el otro.
—Podrías intentarlo —dije, acercándome aún más para que mi nariz
estuviera casi pegada a sus fosas nasales porosas—. Pero te
derribarían.

—Por eso creo que los mataré de todos modos —decidió, lamiendo
su amplia sonrisa de goma.

Ya había tenido suficiente.

No había forma que este hombre me alejara de todos los que


conocía y amaba después de finalmente haber acabado con la Orden y
la felicidad para siempre o algo parecido estuviera por fin en mi punto
de mira.

Me aparté de la mesa con los muslos todavía inclinada hacia


Giuseppe para ocultar su visión de mi regazo y así tener tiempo de
levantar la pistola y empujar el cañón hacia su pecho. Sucedió tan
rápido y sin que ningún pensamiento deliberado pasara por mi mente,
sólo el instinto de supervivencia que curvó mi dedo sobre el gatillo.

Le sonreí al apretarlo, mientras el arma volvía a chocar con la unión


entre el índice y el pulgar con tanta fuerza que creí que me había
fracturado la mano. Giuseppe se sorprendió en esa breve pausa con los
ojos muy abiertos; la boca elástica abierta como la herida que le había
hecho en la parte superior del pecho izquierdo.
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Esperaba haberle dado en el corazón, pensé finalmente cuando el


eco del disparo empezó a desvanecerse y Giuseppe se desplomó como
a cámara lenta en el suelo junto a su silla agarrándose a la sangre que
manchaba el bolsillo de su pecho como una rosa en flor.

Mason y yo nos miramos a los ojos con su rostro grasiento y


arrugado como una servilleta usada.

—Dios mío, Cosi —respiró en ese pequeño espacio de paz antes de


la calamidad—. Corre.

No corrí.

En cambio, giré rápidamente y salí disparada hacia el borrón de


negro que sabía que era el matón de di Carlo que venía hacia mí.
Gruñó cuando le perforé el muslo izquierdo y cayó al suelo
levantando su arma para apuntarme.

Le disparé en el hombro y cayó hacia atrás con la pistola patinando


por el linóleo.

Estaba acabado y gimiendo; así que me tomé un momento para


retroceder hasta Giuseppe cerniéndome sobre su cuerpo y proyectando
una sombra que ennegreció su sangre roja acumulada.

Nunca había querido hacer daño a nadie, pero en esto se había


convertido mi vida.

Matar o morir.
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Así que, mirando a Giuseppe mientras él me miraba jadeando por el


dolor, hice lo que había intentado hacer durante años.

Maté a uno de mis demonios.


La pistola ya no estaba fría, sino dolorosamente caliente en mis
manos cuando la amartillé y dirigí la boca del arma hacia la cabeza de
Giuseppe.

Pum.

Este sonido inocuo fue seguido por el golpe húmedo de su cerebro


derramándose por el suelo.

—Cosima —me gritó Mason haciéndome girar a medio camino


hacia él antes de que oyera otro pum, éste amortiguado por el cristal.

Segundos después se oyó un ligero tintineo casi musical cuando los


cristales se hicieron añicos y llovieron sobre el suelo a ambos lados de
la pared golpeándome en las piernas en forma de pinchazos ardientes.

Entonces, algo se estrelló contra mi costado y empezó a arder como


si alguien me hubiera metido una bengala bajo la piel. Miré hacia
abajo y vi una mancha roja en mi vestido blanco de cachemira de
cuello alto y luego volví a retroceder cuando algo me atravesó el
hombro haciéndome perder el equilibrio y cayendo al suelo sobre una
rodilla.

Miré a través de mi cortina de cabello despeinado y vi un SUV


negro GMC parado en la acera, con dos hombres vestidos de negro
apuntándome con pistolas perfectamente firmes.
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Y supe con una calma absoluta y espeluznante que iba a morir.


Después de todo la mafia me iba a matar a tiros en una charcutería
del Bronx. Toda mi vida había huido de ellos y, finalmente, tal vez
poéticamente iban a conseguir mi onza de carne.

Pensé en todas las cosas en ese momento de claridad antes de la


muerte que me habían llevado a ese punto. La debilidad de mi padre,
el silencio de mi madre, la sumisión y luego el desafío de Alexander a
su malévolo padre, la intromisión de Dante y Salvatore...

Los recuerdos surgieron a través de mí montando el dolor a la


superficie de mis pensamientos para que fueran de la mano. Dolor y
recuerdo.

Me esforcé por concentrarme en la única cosa que brillaba en la


oscuridad.

Xan.

Joder, pensé mientras me balanceaba y se producía otro pum cuando


Mason gritó algo y fui empujada hacia la derecha por una fuerza
increíble menos de un segundo antes que el fuego me desgarrara el
costado de la cabeza y no pude pensar más por el dolor que me
invadió mientras caía al suelo.

Parpadeé sin comprender el techo agrietado y amarillo; entonces


Mason estaba allí inclinado sobre mí con el sonido de un coche
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petardeando en el aire mientras los asaltantes se marchaban.


—Mierda, Dios, joder. Cosi —balbuceó Mason con su mano
revoloteando a mi alrededor como una carroña sobre un cadáver—.
Joder, hay mucha sangre.

—Si me muero —susurré, sorprendida de que mi voz funcionara


incluso a través de la espesa oleada de sangre en mi garganta—. Dile
que lo amo.

Mason maldijo y trató de recoger los hilos de sangre que se


derramaban de la herida abierta, pero no miré si lo conseguía porque
la negrura finalmente abrumó el dolor abrasador y quedé inconsciente.

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Hacía años que no volvía a Pearl Hall, pero había necesitado volver
para hablar con mi padre porque contra todo pronóstico la información
incriminatoria que el FBI y el MI-5 habían encontrado sobre casi
todos los miembros de la Orden de Dionisio no incluía información
sobre Noel Davenport, el duque de Greythorn.

No entendía cómo era posible, salvo por la posibilidad que debió


tener alguien que me vigilara a mí o a los míos para saber lo que
estaba pasando y así poder prepararse. Incluso preparado era sólo
cuestión de tiempo que descubrieran suficientes pruebas para encerrar
a Noel con el resto de ellos para siempre. No quería esperar más
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tiempo para ese momento.

Quería volver a tener Pearl Hall para mí. Quería llevar a mi esposa
de vuelta a mis tierras ancestrales y hacer de ellas una gran casa por
primera vez en tanto tiempo que no estaba seguro de que hubiera sido
registrada en nuestra historia; un maldito hogar. Un refugio lleno hasta
los topes de nuestro amor y nuestra gloriosa vida en común.

Para ello tenía que enfrentarme al monstruo que me había creado.

Un mayordomo me abrió la puerta sin sorprenderse al verme porque


el guardián de la puerta le había advertido claramente. Me condujo en
silencio a través de mi casa sin cambios hasta la biblioteca favorita de
Noel, la misma que tenía el juego de ajedrez colocado ante la
chimenea de mármol negro. Estaba sentado en el mismo sillón de
cuero de respaldo alto que siempre ocupaba allí con los dedos en ristre
sobre el juego de ajedrez, con el rostro cuidadosamente vacío de
expresión. Seguía siendo apuesto incluso a los sesenta y ocho años y
me daba asco mirarlo y saber que probablemente yo me parecería a él
a esa edad. Su copia al carbón solía decir con admiración como si se
mirara en un espejo adulador que reflejara una versión mucho más
joven de sí mismo.

—Siéntate —ordenó Noel.

Permanecí de pie, pero entré en la habitación y me detuve con los


muslos pegados a su escritorio palaciego asomándome a él desde la
superficie de caoba. Haciendo equilibrio sobre las puntas de los dedos,
me incliné hacia delante enganchando sus ojos con la fuerza de mi
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expresión.

—Has hecho un trato con el Diablo, ¿verdad?


Mi padre inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado en señal de
sorpresa. —¿Yo? Por qué, Alexander, no es propio de ti ser tan tonto.
Llevo veintinueve meses en arresto domiciliario. ¿Qué insinúas que he
hecho desde la jaula de mi propia casa?

—Sabes perfectamente a qué me refiero. No he venido aquí a hacer


tonterías, Noel. ¿Cómo sabías lo de la caída de la Orden? —pregunté.

—Semper paratus —dijo—. Prepárate siempre, hijo. Te lo enseñé


desde pequeño.

—Quiero saber cómo.

—Y yo quiero salir de esta maldita casa —replicó saliendo por fin


de su impasibilidad como un dragón de un sueño encantado—. A
veces simplemente no conseguimos lo que deseamos.

—Quizás —acepté enderezándome para sonreírle como lo haría un


verdugo con su desventurada víctima—. Aunque últimamente he
conseguido exactamente lo que quería. La Orden está desmantelada.
Después de siglos de abusos y perversiones flagrantes tu preciosa
sociedad está acabada y no se recuperará de ello. He cortado el
corazón de la hidra. James está utilizando la disolución como una
pluma política bajo su mando. Está en todas las noticias mundiales. Tú
y los tuyos están acabados.
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—Parece ya que estoy sentado aquí y no entre rejas que, de hecho,


no estoy acabado —replicó Noel—. Y una vez más, hijo, te olvidas de
la teoría primaria del ajedrez. Este es un juego de darwinismo mental.
Si te desvives como lo has hecho galopando por todo el mundo
intentando acabar con un grupo de monstruos y salvar a tu damisela en
apuros, has olvidado un hecho importante. —Se inclinó hacia delante
con una mueca mostrando unos dientes lo suficientemente
puntiagudos como para llamarlos colmillos—. Los peores enemigos
suelen estar más cerca de casa.

Un ominoso presentimiento recorrió la habitación como la niebla


pastoral sobre los páramos y no pude reprimir el escalofrío que se
deslizó suavemente por mi columna vertebral.

—¿Qué has hecho? —pregunté queriendo armar las palabras para


que él sintiera la amenaza en ellas, pero sintiéndome como si
sostuviera un arma descargada.

Se sentó de nuevo en su silla con una plácida sonrisa en el rostro;


los ojos inanimados como canicas. El mismo mayordomo que me
había abierto la puerta entró en la habitación con algo que brillaba en
una almohada y se dirigió a la rugiente chimenea. Me quedé inmóvil
mientras Noel se desplegaba de su silla y se dirigía al sirviente
arrancando con sus dedos un familiar collar de oro con el enorme
corazón de un rubí brillante. Atrapó la luz del fuego mientras colgaba
de una de las chimeneas; las bruñidas puntas volviéndose rojas en el
resplandor como si estuvieran cubiertas de sangre.
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El collar de Cosima.
El mismo collar que había cogido de Pearl Hall cuando abandoné a
mi padre años atrás. El mismo collar que hasta hace un momento creía
que estaba guardado en mi caja fuerte en el Plaza de Nueva York.

Y Noel lo tenía.

Había enviado a alguien a la habitación del hotel; había forzado mi


caja fuerte y, sabiendo que lo visitaría, había preparado esta portentosa
ceremonia para clavar una lanza en el escudo de seguridad que había
sentido los últimos años.

Puede que Noel estuviera enjaulado, pero incluso un monstruo


enjaulado encuentra la forma de dejar que su maldad se extienda.

Mi padre me sonrió de la misma manera que lo hacía cuando yo era


un muchacho; suavemente condescendiente, potencialmente orgulloso
si tan sólo pudiera comprender con precisión la lección que estaba a
punto de darme.

—El amor es la máxima debilidad, Alexander. El momento en que


te enamoraste tontamente de tu esclava fue el momento en que te
pusiste en jaque, querido muchacho. ¿Y esto? —Hizo girar el collar
sobre su dedo de un lado a otro aumentando la velocidad hasta que
salió volando y cayó en espiral en la chimenea hundiéndose en las
llamas como un barco perdido en el mar—. Esto es jaque mate.
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Di un paso adelante con un gruñido marcando mi cara la rabia como


una tormenta de hielo asolando mi cuerpo. —Puedes lanzar metáforas,
quemar símbolos y burlarte de mí por una supuesta debilidad que en
realidad es una fortaleza. Puedes hacerlo todo, pero esos son los
mecanismos huecos de un maldito monstruo, Noel. Al final; aunque
me lleve toda una vida, te veré arder como ese collar.

Giré sobre mis talones para marcharme, pero me lo pensé mejor y


regresé. Noel ya estaba volviendo a su escritorio, así que no estaba
preparado para mi ataque. Cayó al suelo como un saco de patatas y se
quedó tumbado mientras yo le estampaba uno de mis enormes puños
en la cara. Sentí el crujido de su nariz bajo la presión y supe que, por
segunda vez, se la había roto.

Tosió y gorgoteó a través del torrente de sangre que le corría por la


cara y me incliné lo suficiente como para sentir el rocío de saliva
teñida de rosa contra mi piel. —Te lo dije una vez y te lo diré una vez
más, Noel; si le tocas un pelo a Cosima te mataré con mis propias
manos. Y esa es una promesa que me tomo mucho más en serio que
cualquier otra que haya hecho a tu preciosa y difunta Orden.

Me levanté del suelo y me dirigí a la puerta sin dudar; aunque


quería hacerlo cuando Noel susurró húmedamente: —Demasiado
tarde para eso, hijo.

Me dije a mí mismo que era un farol que sólo necesitaba una forma
de salvar las apariencias, pero supe en el momento en que salí de las
enormes puertas dobles de Pearl Hall y vi a Riddick pálido como una
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hoja de papel de pie junto al coche que algo estaba terrible,


lamentablemente mal.
—Dime —le exigí mientras me deslizaba por la grava sobre unos
largos escalones. Golpeé el techo del coche a su lado y gruñí—.
¡Dime, joder!

—Cosima, mi lord —fue su respuesta entrecortada por el horror y la


rabia de modo que sus palabras cayeron como fragmentos al suelo
entre nosotros—. Le han disparado.

Estaba en una cama blanca en una habitación blanca en un hospital


lleno de cosas blancas funcionales. Parpadeé con fuerza al ver mi
belleza fuerte y apasionada arrugada y totalmente inmóvil en un
entorno tan austero.

Merecía que la belleza la rodeara a cada minuto de cada día.


Muebles elegantes, joyas en su esbelta y larga garganta, flores para
perfumar su aire. Se merecía lucir como la duquesa en la que un día se
convertiría mientras yacía allí luchando por su vida.

Sentía mi pecho como una caverna helada mientras escuchaba los


monitores a los que estaba conectada zumbar y pitar con más vida de
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la que ella misma exhibía. Quería poder respirar por ella, dar mi vida a
cambio de la suya si llegaba el momento.

Pero no sería así.


Ya había hecho las llamadas. Los mejores médicos del maldito
mundo estaban en camino para curarla. Riddick estaba en la floristería
pidiendo amapolas y dalias, exóticos lirios de tigre y fragantes rosas;
cualquier cosa que animara a mi belleza dormida y la ayudara a luchar
incluso en su inconsciencia.

Entré de lleno en el marco de la puerta dispuesto a reclamar mi


lugar a su lado, pero una mujer pelirroja me impidió la entrada.

—Discúlpeme —le dije amablemente porque; aunque quería


quitarla de en medio a la fuerza para llegar más rápido a Cosima, tenía
buena educación.

Ella se giró para mirarme; su cabello dorado como una llama captó
las luces fluorescentes amarillas y brilló tanto que me hizo parpadear.

Se quedó con la boca abierta mientras me miraba curiosamente


muda. Contuve mi impaciencia y volví a mirar a Cosima fijándome en
las dos personas que estaban sentadas junto a su cama.

Un hombre al que quise estrangular al instante por estar tan cerca de


ella hasta que me fijé en su traje de rayas rosas y moradas y su
pañuelo a juego.

Y una mujer, otra pelirroja; aunque ésta tenía el cabello oscuro y la


cara cortada en ángulos feroces.
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Las hermanas de Cosima.

Medio hermanas.
Me pregunté si ellas lo sabían o si Cosima las había mantenido en la
oscuridad.

La oscuridad, decidí porque mi belleza no querría que sufrieran


ningún dolor al saberlo.

La que estaba sentada parpadeó una vez con la boca floja por la
admiración antes de que sus facciones se cerraran como persianas de
hierro y se pusiera en pie de un salto rodeando la cama para bloquear a
mi mujer de mi vista.

Mis puños se convirtieron en pesados martillos a los lados.

—Te has equivocado de habitación —me dijo con la nariz elevada.

Un breve destello de admiración quebró mi determinación maníaca.


Esta hermana tenía que ser Elena, la mujer con más cerebro que alma,
la que leía todo lo que podía conseguir en los barrios bajos de Nápoles
y que se manejaba como una princesa incluso cuando no había sido
más que una mendiga.

—Esta es la habitación de Cosima Lombardi —me dijo la otra


hermana, Giselle, en voz baja.

La miré, observando sus curvas y la mancha de pintura acrílica


naranja que le quedaba en la mano derecha. Esta era la hermana del
suave afecto y la soñadora observación de Francia y las perlas, el
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encaje y la fantasía.

Las conocía desde hace menos de un minuto, ni siquiera me las


habían presentado; pero después de años de observarlas desde lejos
con sus personalidades etiquetadas para mí en los propios recuerdos
de Cosima, me sentía como si fueran mis propias hermanas.

En cierto modo lo eran.

—Quizá se hayan equivocado de habitación —les dije con


frialdad—. Esta es la habitación de Cosima Davenport.

—¿Qué? —respiró Giselle.

—¿Perdón? —me ladró Elena.

Me ajusté el gemelo de oro con mi escudo de armas y me reconfortó


saber que la misma imagen estaba marcada en la nalga de mi esposa.

—La mujer que intentas ocultarme —dije con desgana—, es mi


esposa.

La bomba detonó como en una película muda; la habitación estaba


tan silenciosa que se podía oír la caída de un alfiler, pero las
reacciones de las hermanas fueron explosivas.

—¿Qué?

Todo el cuerpo de Giselle se llenó de aire mientras se esforzaba por


aspirar una bocanada de aire y luego exhaló con fuerza,
dolorosamente como si se hubiera pinchado.

—¿Disculpa?
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Elena parecía la imagen de la traición cuando su rostro se derrumbó


por la conmoción.
El lado oscuro de mi corazón se deleitó con sus reacciones. Quería
que supieran la verdad, que la sintieran tan agudamente que se grabara
en sus corazones y mentes para siempre.

Cosima era mía y nunca me cansaría de demostrar mi propiedad


sobre mi posesión más preciada.

—¿Quién eres? —exclamó Giselle con un terror reverencial como


si yo fuera el diablo.

Me sentí muy bien con su miedo; hecho invencible por mi derecho


legal a estar en esa habitación con Cosima.

—Su esposo —les dije con cierta redundancia sólo para reforzar mi
punto de vista—. Pueden llamarme Alexander ya que somos familia.

Se quedaron boquiabiertas cuando pasé junto a Giselle y cogí una


silla vacía para colocarla junto a la cama de Cosima. Apenas tenía el
culo en el asiento cuando me incliné sobre ella protegiéndola de los
demás con mi ancha espalda para poder tener este momento
semiprivado para lamentar su estado.

—Mi belleza. —Mi voz era pesada y húmeda de dolor mientras


miraba su rostro trágicamente bello; su piel demasiado pálida y fría
bajo mis dedos mientras los arrastraba por su mejilla demacrada—. Mi
belleza dormida, es hora de despertar.
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La visión de la persona más vivaz que conocía yaciendo tan quieta,


tan cerca de la muerte, encendió mi corazón como un pedernal a la
piedra.
Por encima del rugido crepitante de mi órgano incinerador oí una
voz aguda que decía: —Cosima no está casada.

—Sí lo está —dije secamente concentrándome en mi burla en lugar


de la calamidad de la pena que hacía estragos en mi pecho—. Estuve
en la ceremonia.

—Nunca se casaría sin decírnoslo —dijo esa misma voz dura y


torpemente anglicista.

Miré por encima del hombro a Elena mientras se levantaba para


agitar un dedo en mi cara. —Eres un acosador raro que la ha visto en
las revistas y se ha fijado en ella. Sal de aquí.

La miré fijamente tenebrosamente divertido que intentara aguantar


mi mirada cuando desde que era un chaval me había enfrentado a
hombres el doble de mayores y poderosos que ella.

Cosima me habría dicho que fuera suave, que empatizara con sus
hermanas que estaban claramente afligidas, ansiosas y completamente
descarriladas por la llegada de un marido desconocido a su hermana
favorita.

Me importaba una mierda empatizar.

Quería estar a solas con mi mujer. Quería acariciar su piel hasta que
estuviera cálida y sonrojada, despertarla con mi voz dominante y
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luego besarla tan profundamente que pudiera saborear la ceniza de mi


corazón eviscerado en mi lengua y conocer el horror de mi
desesperación.
Entonces quise dejar a Riddick en la puerta, a más hombres en la
entrada del hospital y salir a buscar al muerto que se había atrevido a
poner una mano sobre mi belleza. Sabía que Noel debía de estar detrás
de la orden dada su admisión susurrada en Pearl Hall, pero yo quería
al hombre que estaba detrás del arma.

Sólo entonces, después de tener las manos manchadas de sangre —


húmeda, caliente y justa—, consideraría los sentimientos egoístas e
irascibles de las otras mujeres Lombardi.

—Yo me despediría —sugerí fríamente, dándoles la espalda una


vez más para tomar la mano de Cosima entre las mías—. Las horas de
visita han terminado y soy la única persona a la que se ha concedido la
opción de pasar la noche con ella.

—Ni de coña —espetó Elena—. ¿Cómo sé que es usted quien dice


ser?

—Es su esposo.

Mis hombros se endurecieron involuntariamente al oír el acento


europeo mestizo de mi hermano. No me giré para mirarlo esperando,
como cuando era sólo un niño que si ignoraba a mi hermano pequeño,
se largaría.

—Se casaron hace dos años en Inglaterra —explicó Dante, quizás


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engañándolos a propósito para que pensaran que me había conocido


más hace poco de lo que realmente lo había hecho—. Si le presionan,
estoy seguro de que les mostrará el certificado de matrimonio.
Hubo una pausa discordante y entrecortada como una nota
desafinada.

—¿Qué demonios está pasando? —volvió a preguntar Elena.


Empezaba a entender por qué Giselle encontraba a su hermana mayor
tan jodidamente irritante—. Primero tú, ¿y ahora este maníaco que
dice ser su esposo?

—Basta.

Era tan suave, tan ronco, que al principio todos pensamos que era
sólo el raspado del viento que despeinaba las cortinas baratas a través
de la ventana abierta o el movimiento de la manga de mi traje rozando
las ásperas sábanas.

Pero era ella.

Cosima.

La dulce voz de mi mujer como el sonido de los putos ángeles


cantando.

Con el corazón palpitando e hinchado en la garganta, incliné la


cabeza hacia abajo para mirar los ojos dorados que sabía que se
encontrarían con los míos.

Aunque estaba preparada para el impacto, la visión me sacudió


hasta el alma.
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Aquellos enormes iris eran el centro de mi universo; soles gemelos


alrededor de los cuales quería pasar el resto de mi vida. Catalogué el
grueso y negro abanico de sus pestañas y los profundos moratones en
la parte superior de sus mejillas. ¿Cómo podía alguien tan roto ser tan
malditamente magnífico?

—¡Cosima! —sollozó Giselle tambaleándose hacia delante para


agarrarse a la pierna de su hermana mientras Elena se acercaba para
coger en silencio su otra mano libre.

—Bambina —graznó Cosima con los ojos entrecerrados contra el


dolor de cabeza y las brillantes y horribles luces artificiales—. Agua.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, pasé una mano suave por
debajo de su cuello para ayudarla a levantar la cabeza mientras le
ponía el borde de un pequeño vaso Dixie en los labios. —Sólo un
poco, mi belleza. No querrás vomitar.

Vagamente fui consciente de que el otro hombre extraño de la


habitación decía que iría a buscar al médico. Agradecí que alguien
hubiera pensado en eso. Me sentía tan conmocionado como la mujer
en la cama del hospital tras el shock de verla despertar del coma.

A mi lado, Elena vibraba de alivio y ansiedad persistente.

—Me has dado un susto de muerte. Me has aterrorizado, Cosima.


¿Qué haríamos sin ti? —suplicó con voz de niña.

Parecía fuera de lugar viniendo de una mujer que sabía que iba
camino de ser la socia más joven de la historia de su prestigioso
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bufete.

—Sobrevivirías —respondió Cosima con calma, pero sus ojos se


clavaron en los míos y se llenaron de preguntas frenéticas y asustadas.
¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué me siento como muerta?
¿Quién me ha hecho esto?

Sólo su boca delataba el alcance de su alivio. Se suavizaba cuanto


más tiempo me miraba curvándose en los bordes como papel quemado
mientras el aire entre nosotros se calentaba con la pasión.

Elena seguía soltando tonterías egoístas. Decidí darle treinta


segundos más antes de echarla.

—Tú lograrás sobrevivir —enmendó Cosima, dándose cuenta de la


tensa tensión entre sus dos hermanas que había impregnado el aire
desde antes de mi llegada.

—Todo el mundo tiene que irse —exigí.

Treinta malditos segundos fueron más que suficientes.

Era un maldito santo por dejarles respirar el mismo aire que Cosima
ahora mismo cuando todos los instintos de mi cuerpo me decían que la
encerrara en una torre y la protegiera allí como una especie de
monstruo vicioso contra todo lo que pudiera intentar hacerle daño.

Incluso si se trataba del daño emocional que sus hermanas estaban


causando involuntariamente.

Cosima no debería tener que lidiar con el drama familiar nunca más
y mucho menos desde el mismo momento en que despertó de un
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maldito coma.

—No necesitamos hacer una mierda —espetó Elena.


Y esencialmente aseguró mi eterna apatía.

—Xan —me regañó Cosima en voz baja ignorando por fin a sus
hermanas como ambos queríamos. Me dio un débil apretón en la mano
y ladeó la cabeza para que todo su cabello negro se deslizara sobre la
almohada hasta enmarcar su querido rostro—. Has venido.

Tragué dolorosamente más allá del cuchillo que de repente se alojó


en mi pecho. Me mataba saber que ella dudaba de mí de esa manera.

¿No era ridículamente obvio que ella lo era todo para mí?

En lugar de esforzarme por transmitir la profundidad de mi


malestar, dejé que mi voz se enfriara de rabia y recriminación. —Soy
el único que te hace daño, ¿recuerdas?

Su rostro se llenó de paz por primera vez desde que se despertó y se


inclinó aún más hacia el borde de la cama. Me encontré con ella a
mitad de camino con nuestros rostros tan cerca que pude oler la
fragancia característica que había hecho para ella hacía tanto tiempo.
Una de sus hermanas debió de pasarle el aceite por el pelo mientras
dormía.

Aspiró una profunda bocanada de aire en sus pulmones cerrando los


ojos como si mi olor fuera tan esencial para ella como el suyo para mí.

—Lo sé —susurró al exhalar.


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Le pasé la mano libre por la frente, por el lado de su suave mejilla y


luego por su melena para hacer girar un mechón alrededor de mi dedo.
La sonrisa con la que me recompensó el gesto familiar valía más que
su peso en oro.

—Cosima —dijo Giselle en voz baja después de aclararse la


garganta—. Sé que acabas de despertar, pero ¿qué demonios? ¿Estás
casada?

—Sí —afirmó inmediatamente mi mujer relajándose en la cama


mientras le acariciaba el cabello—. Sé que estás preocupada, pero
Alexander... se preocupa por mí. Está aquí para cuidarme. —Sus ojos
se abrieron de golpe y se posaron infaliblemente en Dante que aún
permanecía como un poseso en la puerta—. Y también Dante.

El médico entró entonces en la habitación frunciendo el ceño al ver


a los numerosos ocupantes y ordenando inmediatamente su desalojo.
Sus hermanas protestaron, pero había hecho venir al doctor Steele
especialmente para atender a Cosima porque era el mejor
neurocirujano de Norteamérica y no dejaba que nada se interpusiera
entre él y un paciente.

—Soy el esposo —le dije poniéndome de pie para ofrecer mi mano.

El Dr. Steele me miró fijamente con el rostro impasible salvo por el


brillo de sus ojos.

El hombre me conocía desde hacía años y, cuando le había llamado


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para que se ocupara de mi mujer, casi se había partido de risa con la


noticia de que había sucumbido a algo tan mundano como el amor.

—Bien, pero quédate en la esquina. Los demás fuera.


—No pasa nada. Ya estoy despierta. Te veré de nuevo, pronto ¿sí?
—dijo Cosima con la voz aún más débil y los párpados revoloteando
para mantenerse abiertos. Sólo llevaba diez minutos despierta y ya
estaba agotada.

Ardía en deseos de gritar a la familia persistente que se fuera de una


puta vez.

Las hermanas y el desconocido se fueron antes de que me viera


obligado a tomar medidas corporales, pero Dante se quedó apoyado en
la pared junto a la puerta con los tobillos y los brazos cruzados como
un guardaespaldas perezoso.

Y lo era.

Perezoso, inepto, jodidamente inútil.

¿Por qué demonios no había estado con ella?

Tenía que haberse pegado a su lado como si fuera pegamento


mientras yo estaba fuera.

Le lancé una mirada mordaz que prometía retribución más tarde,


pero se limitó a esbozar una fina sonrisa y respondió a la indignada
llamada de Elena desde el pasillo saliendo de la habitación para hablar
con ella.

Cuando la puerta se cerró con un clic me moví al instante. —¿Te


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dolerá si me subo a la cama contigo?

—Me dolerá más si no lo haces —prometió moviéndose con una


mueca de dolor para que yo tuviera un trozo de cama.
Con cuidado, con más cuidado del que nunca había hecho nada, me
acurruqué alrededor de ella con una mano en su lado bueno y la otra
sobre su cabeza donde podía jugar ligeramente con su melena. Ella
suspiró en cuanto me acomodé y cerró los ojos.

—Podría dormir.

—Puedes dormir, mi belleza. Yo te cuidaré —juré.

—Lo sé —susurró ella—. Lo supe incluso cuando Giuseppe me


amenazó con llevarme a Noel. Sabía que me encontraría sin importar
qué hiciera.

La rabia me atravesó rápida y silenciosamente como una posesión.


Tragué grueso una vez, dos veces para hablar a través de la ira alojada
en mi garganta.

—Siempre. Que sepas también que Giuseppe es hombre muerto por


haberte hecho daño.

—Ya está muerto —murmuró ella cayendo rápidamente en el


sueño—. Le disparé.

Un momento después su boca se ablandó y su respiración se


estabilizó. Me quedé tumbado durante un largo rato escuchando su
respiración como se escucha una sinfonía dejando que el sonido se
moviera por mi alma como un despertar espiritual.
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Estaba viva.

Viva.
Pero había sufrido demasiado y ya era suficiente. A partir de ese
momento Riddick y yo no nos apartaríamos de su maldito lado. No
hasta que se ocuparan de Noel y lo encerraran, porque no importaba
que fueran los matones de Giuseppe los que obviamente habían herido
a mi mujer, no tenía ninguna duda de que Noel lo había orquestado.

Se oyó una tos ronca en la puerta y levanté la vista para ver a


Salvatore vestido de negro con una máscara blanca llena de terror.
Había lágrimas en sus ojos dorados mientras miraba a la mujer
dormida que compartía esos ojos con él.

—Santa Madonna —respiró con una voz tapada por las lágrimas—.
Mírala.

—Mírate —respondí con frialdad—. Vivito y coleando.

Su expresión se apagó, los ojos húmedos y vidriosos se volvieron


fríos como canicas—. Como si no lo supieras.

Le dirigí una mirada fría, pero tenía curiosidad por saber cómo
podía saberlo.

—No he sido precisamente sutil como debería haber sido, ¿eh? —


respondió a mi pregunta no formulada mientras entraba en la
habitación y se sentaba en la silla al otro lado de Cosima. Su mano
carnosa temblaba al unirla suavemente con la de ella—. No podría
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estarlo cuando mi hija estaba tan cerca. Sabía que era probable que tú
y los demás tuvieran los ojos puestos en ella, pero complací mi propia
necesidad de verla más de lo que era prudente si realmente quería
seguir muerto.

La vieja furia de mi corazón se erosionó bajo el calor de su afecto


por mi esposa. No había estado ahí para ella cuando era una niña y le
guardaba rencor por ello; aunque sabía que no había sido exactamente
su elección. Quería creer que un verdadero hombre tomaba sus
propias decisiones independientemente de los obstáculos que se le
presentaran, pero la vida no era tan sencilla y yo había tenido
experiencia de primera mano sobre la dificultad de superar tus propias
circunstancias.

Lo cierto era que amaba a Cosima con un brío que le llevó a


sacrificar su propia seguridad en múltiples ocasiones con tal de verla
feliz.

Podía respetar eso.

¿Acaso no había pasado yo los últimos cuatro años haciendo lo


mismo?

Pero mi ablandamiento iba más allá de lo racional.

Una vez hace años, antes de la muerte de mi querida madre, había


llamado a este hombre tío Tore. Habíamos pasado innumerables
ocasiones con él cuando éramos niños, tanto en Inglaterra como en
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Italia con nuestra madre aprendiendo italiano, recogiendo aceitunas de


sus numerosos huertos y aplastando uvas con los dedos de los pies a la
antigua usanza sólo porque era divertido para los niños ensuciarse.
También nos había amado; no de la misma manera que a Cosima, pero
a su manera. Éramos los hijos de su mejor amigo y, como era
costumbre en Italia, eso nos convertía en su familia.

Por lo tanto, había profundas fisuras en los glaciares árticos que


había construido entre yo y mi antiguo afecto por el hombre y se
profundizaron cuando vi rodar una lágrima furiosa por su mejilla
arrugada.

—Fueron Giuseppe di Carlo y sus hombres —dije en voz baja con


cuidado de no molestar a la magnífica belleza que dormía en mi
regazo—. Eso es todo lo que conseguí antes de que se durmiera de
nuevo.

Asintió escuetamente con la cabeza mientras la furia se reflejaba en


su rostro. —Por supuesto que sí. Lleva intentando iniciar una guerra
desde que Dante asumió el cargo de capo de la Camorra. No le gusta
que no hagamos un paripé con él. No le gusta que supongamos una
amenaza para su territorio y su indiscutible reinado como capo de la
mafia en la ciudad.

—Tal vez —permití—. Pero es más que eso. Hizo un trato con la
Orden, con Noel, para espiar a Cosima a cambio de ser miembro.

—Más poder. —Tore chasqueó la lengua y negó con la cabeza—. A


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veces estos stronzo no entienden que todo el poder no se crea igual. La


mancha de algunos, como este, acabará contigo.

—No puedo discutir. Está muerto.


Su frente se disecó en profundas líneas de shock. —¿Cómo es eso?
Ya has llegado a él.

Incliné la cabeza hacia mi mujer pasando los dedos por su coronilla


para recoger los sedosos mechones entre mis dedos. Su preciosa
melena me reconfortó tanto como a ella. —Ella lo eliminó antes de
que le dispararan. O eso dice ella.

—Comprobaré eso —dijo y fue mitad pregunta, mitad reflexión. No


dudé que lo comprobaría; aunque esperaba que yo hiciera lo mismo—.
Aun así mataremos a todos los hombres implicados.

Asentí con la cabeza. —Ese es el plan.

Nos quedamos mirando por un momento el cuerpo destrozado de


Cosima, uniéndonos en nuestra doble protección y en nuestra rabia y
necesidad de venganza combinadas.

—¿Dónde estabas cuando ocurrió esto? —preguntó y no fue una


reprimenda, sino curiosidad.

—Me enfrenté a Noel —admití—. Una vez más creo que planeó
esto exactamente para que yo me fuera y ella fuera vulnerable.
Aunque —añadí con una voz como hielo seco—, Dante debía estar
pendiente de ella.

Tore hizo una mueca de dolor mientras se llevaba la mano de


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Cosima a la cara apretándola contra su mejilla y cerrando los ojos. —


Esto es culpa mía. Llamé a Dante para un proyecto diferente, algo que
había que hacer para nuestra organización. No me di cuenta...
Quería mantener la ira que sentía hacia Dante encerrada en un
alfiler, salvaje y rabiosa; pero sabía del mismo modo que sabía que
Cosima era mi razón de vivir, que Dante nunca dejaría que le hicieran
daño si podía evitarlo. Debía tener una razón para dejarla, una que me
aseguraría de averiguar rápidamente.

—La Orden está acabada —le dije a Salvatore necesitándolo de mi


lado, de nuestro lado, más que nunca—. Pero Noel sigue encerrado en
Pearl Hall, libre para hacer sus maniobras. No quiero que Cosima esté
sola ni un momento hasta que lo encierren en la cárcel, que es donde
debe estar.

Nuestras miradas se cruzaron, un trato establecido en las líneas de


nuestra visión.

—Bene —aceptó—. Lo que necesites. De hecho, ¿puedo sugerir que


la dejes convalecer conmigo en mi casa del norte del estado? Es muy
privado, muy seguro. No tendrás que preocuparte.

—No voy a dejarla. —Estaba tan fuera de lugar que me habría reído
si mi mujer no acabara de despertar de un coma y mi corazón no
estuviera aun recuperándose.

El hombre que una vez había sido mi tío y luego mi enemigo


acérrimo me miró fijamente durante un largo momento con la mano
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de mi mujer en su rostro como si lo anclara.

—No me imaginaba que lo harías. Los dos son bienvenidos a mi


casa, Alexander, si lo desean.
Miré a la mujer que tenía en mis brazos, la dulce curva de su rostro
y el grueso abanico de sus pestañas descansando sobre sus
pronunciadas mejillas y supe que haría cualquier cosa para que
estuviera a salvo y fuera feliz. Incluso si eso significaba reconciliarse
con un hombre al que había odiado durante más de una década.

—Bien. Estaré allí, pero sólo cuando no esté cazando a los hombres
de di Carlo —le dije.

Dante apareció en la puerta demacrado, pero tenso por su propia


furia. —La cacería me parece perfecta.

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Me desperté sola con una sensación inmediata de dónde estaba a
pesar de que llevaba semanas luchando contra la pérdida de memoria
y unos dolores de cabeza paralizantes que me robaban todos los
sentidos. Me encontraba boca abajo en la cama con las piernas y los
brazos en alto sobre el gran colchón y escasamente cubierta por una
sábana blanca de lino. Me aparté la masa de cabello de la cara y
levanté la cabeza para mirar por las puertas francesas al pequeño
balcón que había junto a mi dormitorio en la casa de mi padre en el
condado del Niágara. El cielo estaba tapizado de nubes de gamuza gris
que rozaban la oscuridad y la luz a través del horizonte de modo que
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sólo se filtraba una luz fría y débil que proyectaba el paisaje arbolado
en acuosos tonos pastel de invierno.
Todavía me dolía el cuerpo y mi cerebro seguía revuelto; pero tras
seis semanas de convalecencia, estaba casi como nueva. La herida de
bala en la cabeza era lo que más problemas me causaba, pero el dolor
sordo en el hombro y el costado izquierdo disminuía cada día.

Estaba preparada para volver a la realidad.

El norte del estado de Nueva York era hermoso y pasar tiempo sin
adulterar con mi padre era una bendición que nunca daría por sentada.
Dábamos largos paseos en el aire fresco, cocinábamos juntos,
comíamos juntos y leíamos juntos en su gran y mullido sofá rojo ante
el fuego. Era idílico.

Pero no era mi vida y me estaba cansando de la mundanidad.

Alexander y Dante iban y venían a su antojo, yendo la mayoría de


las veces a liquidar a los hombres implicados en mi tiroteo y a prestar
testimonio en las diligencias de los miembros más prolíficos de la
Orden.

Los echaba de menos, pero más que eso, quería ayudarlos.

No era bueno para mi espíritu estar encerrada en una casa como una
princesa en una torre sin poder ayudar a los que luchaban por salvarla.

Yo no era una princesa.

Era una maldita guerrera y quería venganza tanto como ellos.


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Además, Alexander no me había follado duro en semanas.


Entendía por qué. Los médicos no me habían dado el visto bueno
para el coito hasta diez días antes y, aunque me había hecho el amor
siempre que estaba allí, no había sido mi amo desde antes del tiroteo.

Lo necesitaba. Necesitaba que sus manos severas y calculadoras


controlaran mi alma inquieta y me dieran un fugaz grado de paz.

Suspiré con fuerza y me puse de espaldas para mirar el techo


recordando la última conversación que tuve con Elena antes de que
Alexander me llevara a casa de Salvatore.

La única persona de la que realmente me había despedido antes de


desaparecer era Giselle y sólo entonces porque vivía con ella y, debido
a su relación tabú con Sinclair que salió a la luz mientras yo aún
estaba en el hospital, pensé que lo entendería.

Y así fue. No iba a tirar piedras a las casas de cristal cuando ella
misma había tenido una aventura con el novio de su hermana y ahora
estaba embarazada de su hijo.

A Elena, en cambio, no le había gustado saber más sobre mi


relación con Alexander.

—Es que no lo entiendo. —Había argumentado desde la cabecera


de mi cama en el hospital sentada en una fea silla de plástico en la que
se sentaba como si fuera un trono—. ¿Cómo pudiste casarte con un
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hombre y no decírnoslo a ninguno de nosotros... no decírmelo a mí?

Comprendí su tristeza. De todos mis hermanos, Elena era la única


más cercana a mí. Esto fue obra de ella. Le molestaba la naturaleza
apasionada y atrevida de Sebastian y le molestaba en secreto el hecho
de haber crecido como hombre en nuestra tierra misógina y, por lo
tanto, tener más oportunidades que el resto de nosotras. Su relación
con Giselle, por supuesto, era un cable deshilachado que funcionaba
sólo para electrocutar a cualquiera que se atreviera a jugar con él.

Mi hermana mayor era una mujer difícil, pero yo había descubierto


que las mujeres más difíciles eran las mejores para conocer. Era fuerte
y feroz ante la adversidad, una madre osa con su cachorro y lo
suficientemente inteligente como para superar incluso al más astuto de
los enemigos. Era hermosa, tan culta y elegante como un diamante
pulido e igual de fría. Elena me había enseñado tantas cosas a lo largo
de los años, como a ser una mujer fuerte; pero también a no serlo.
Había permitido que sus traumas pasados calcificaran su corazón y,
como resultado, no tenía espacio en su alma para alguien nuevo o
diferente.

Era trágico y esperaba que algún día encontrara la manera de


ablandarse, pero sabía que al mirar sus ojos condenatorios ese día no
sería hoy.

—Hay muchas cosas que no sabes y no te las voy a contar, Lena —


intenté explicarle con suavidad, aunque mi cabeza latía con tanta
fuerza que me costaba pensar—. Lo único que realmente necesitas
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saber es que Alexander es mi esposo y… bueno, lo amo.

Era la primera vez que lo decía en voz alta y me sentí bien al sentir
que las palabras perfumaban el aire.
—Dante me contó algunas cosas —dijo premonitoriamente—. Me
dijo que tu esposo compró la deuda de papá, así que esencialmente te
compró a ti.

Una pequeña y amarga carcajada escapó de mis labios antes de que


pudiera evitarlo. —Alexander me ayudó a pagar tu educación, Lena,
la de Giselle y el billete de avión de Sebastian a Londres. ¿Cómo
puede ser eso algo malo?

—Te convirtió en una puta —exclamó con sus ojos rasgados


brillando como un relámpago entre las nubes de tormenta—. Nunca
habría pensado que caerías tan bajo para sacarnos de Nápoles.

Un gruñido se me acumuló en el pecho y se me escapó con mis


siguientes palabras. —Cuidado, no sabes de lo que hablas y te quiero,
de verdad; pero hay cosas que no se pueden perdonar. Ya has
condenado al ostracismo a Giselle y a Sinclair. No hagas lo mismo
conmigo.

Mis severas palabras desinflaron parte de su indignación, sus


hombros se desplomaron ligeramente mientras plantaba los antebrazos
en la cama para inclinarse sobre mí.

—Sólo me preocupo por ti, mi Cosi —dijo con una voz suave y
triste que rozaba mi piel como un terciopelo húmedo—. No entiendo
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tu vida y eso me preocupa. Apareciste en la cena de Acción de Gracias


con rozaduras en las muñecas por culpa de ese hombre y ahora te han
disparado tres veces por un lío en el que te ha metido.
—Me juzgas porque no lo entiendes —le dije con calma.

Ella se burló. —No es una situación difícil de entender, Cosima. El


hombre te compró, te golpeó, te maltrató y te metió en un lío
internacional que te llevó a recibir un disparo en la puta cabeza.

Giré la cabeza y mi mirada buscó cualquier cosa que no fuera ella y


que no fuera blanca, fijándose en una franja de cielo azul cerúleo
apenas visible entre los rascacielos. La funda de almohada barata era
áspera contra mi mejilla y olía a antiséptico.

Sin quererlo, pensé en las sábanas de seda de mi cama en Pearl


Hall, en el papel pintado nacarado que brillaba a la luz británica
filtrada como el interior de una concha de ostra y en los ricos muebles
antiguos dorados. Era opulento y rico, un escenario vívido para el
amor desenfrenado que había encontrado entre aquellas paredes.

Parpadeé y el recuerdo se disipó dejando en su lugar aquella


habitación austera y la cara pellizcada de mi hermana horrorizada.

Suspiré con fuerza. —Si no vas a intentar empatizar o entender, no


me voy a molestar en darte explicaciones, Elena.

—¿Cómo puedo entender algo así? El hombre sólo te causó dolor,


Cosima. ¿Qué puede haber de amor en eso?

—Tal vez me gusta el dolor. Tal vez soy el tipo de mujer que
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responde a la crueldad calculada y al salvajismo animal más que al


bonito romance y a los dulces tópicos. Tal vez me gusta el tipo de
hombre que la mayoría de la gente cree que es un villano y tal vez soy
el tipo de mujer que es más oscura que luminosa. —La miré fijamente
mientras hablaba con mis palabras más italianas que inglesas
aderezadas con el calor de mi tierra y mi dolor de toda la vida.

Estaba cansada de aclararme mis manías y predilecciones. No iba a


quedarme de brazos cruzados mientras mi hermana, que no sabía casi
nada de las circunstancias de mi vida, me juzgaba.

La cara de Elena se contrajo con fuerza en los labios, un tapón de


emociones que obstruía sus poros.

—¿Soy la única de esta familia que no está jodida por la


perversión? —preguntó; sus palabras eran punzantes; pero su entrega
era suave como si no pudiera encontrar la convicción para
condenarnos de verdad.

Mi rabia se convirtió en una tierna compasión. Deslicé la mano por


las sábanas blancas y abrasivas y abrí la palma para ella.
Tentativamente mordiéndose el labio como si estuviera a punto de
rendirse ante su enemigo moral, Elena envolvió sus dedos en los míos.

Tenía unas manos suaves perfectamente cuidadas y pintadas de rojo


profundo casi púrpura del chianti italiano. Había dos anillos, uno en
cada mano, el primero una sencilla banda de oro y amatista que
Sinclair le había regalado por su primer aniversario y el segundo, una
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combinación de ónix y perlas que le había regalado el año pasado en


su cumpleaños.
Me acerqué a la banda de oro y la miré con el rostro impregnado de
un amor tan grande que me hizo llorar. —Lena, cara, sé que has
pasado por muchas cosas en los últimos meses. Sé que tienes el
corazón roto por la relación de Sinclair y Giselle. Lo sé porque yo he
tenido el corazón roto durante cuatro años mientras vivía separada de
Alexander. Lo sé porque en cierto modo; aunque hayamos vuelto a
estar juntos, las cicatrices de ese desamor nunca desaparecerán. Pero
por favor, cara mia, no dejes que este dolor consuma tu vida. Deja
entrar la luz. Descubre a alguien nuevo a quién amar. Te mereces la
felicidad, pero tienes que encontrarla porque la bondad rara vez cae
en el regazo de alguien.

—¡Oh, cállate, Cosima, no tienes ni idea de lo que es esto! Cómo...


cómo me siento de humillada. Todas las personas de Nueva York
saben que Daniel me dejó por mi hermana pequeña. Ella orquestó la
devastación total y absoluta de mi vida tal y como la conocía. —Su
rostro era inexpresivo en su dolor y rabia—. Pequeña Srta. Hermosa,
nadie te dejaría nunca ¿verdad? Oh, espera... —Su sonrisa era delgada
como una cuchilla y se clavó profundamente en la tierna carne de mi
corazón—. Alguien lo ha hecho.

De repente me sentí explosiva de rabia. Gritaba a través de mi


sangre fundida y me arañaba la garganta para escapar, pero la mirada
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de mi hermana sofocó las llamas y las convirtió en una pena


humeante.
—Madura, hermana mayor. Estar herida no te da licencia gratuita
para ser cruel. No importa que te haya dejado el corazón hecho
jirones; nos pasa a los mejores. Tienes que tomar una decisión y más
vale que lo hagas rápido porque si sigues como hasta ahora desde que
Sin te dejó, no te quedará nadie a quien putear. —Desenganché mi
mano de la suya y giré la cabeza—. Ahora ¿podrías irte, por favor?
Estoy agotada.

Dudó durante un largo rato antes de levantarse, plantarme un beso


en la frente y marcharse. Una semana después, durante mi última
noche en la ciudad, se había presentado en la fiesta de inauguración de
Giselle y Sinclair para hacer un berrinche por su sorprendente
embarazo.

Supuse, infelizmente, que había elegido qué tipo de víctima quería


ser.

Una que siguiera siendo una víctima para siempre.

Me sacó de mi ensoñación el sonido de voces en el piso de abajo y


una fuerte pisada en la chirriante escalera de madera. Un momento
después la puerta se abrió y apareció mi Alexander con el cabello
despeinado por el viento en hileras de trigo lino y los ojos plateados
brillando de victoria.
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—Lo hemos encontrado —me dijo con un frío triunfo que se sintió
como un trofeo arrojado entre nosotros. Cerró la puerta y se acercó a
mí arrastrándose sobre mi cuerpo tendido sobre las manos y las
rodillas de modo que se cernía sobre mí—. Hemos encontrado al
cabrón que te disparó y, mi belleza, lo hemos matado.

—Ya te he dicho que no necesito que te pongas a matar por mí —le


recordé; aunque la emoción de saber que el hombre que había
intentado matarme había desaparecido me hacía palpitar el corazón.

—Hice cosas terribles para robarte tu amor. ¿Crees que no cometeré


crímenes aún más atroces para reconquistarte? —preguntó con tal
solemnidad que parecía que un predicador me pidiera que renegara de
una lección de Dios.

—No —dije con sinceridad y le vi sonreír—. Y no puedo decir que


no te ame por eso.

Su alegría me recorrió como una corriente eléctrica y me puso la


piel de gallina. Lo rodeé con los brazos y las piernas para ponerlo
encima de mí y le sonreí en la cara.

—Gracias —respiré contra sus labios y sellé mi gratitud con un


beso largo y prolongado.

Él tomó el control del abrazo atrayéndome aún más contra su


cuerpo, su lengua saqueando mi boca hasta que gemí.

—Un mal menos contra nosotros —dije sin aliento cuando se


separó.
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Mis dedos jugaron con el cabello sobre su sien, acariciando las


motas de plata que le daban un aspecto deliciosamente distinguido.
Olía a aire frío y limpio y sólo una pizca de su olor a bosque. Apreté
la nariz contra su garganta para acercarme al aroma.

Se quedó curiosamente quieto contra mí durante un latido antes de


inclinar la cabeza para preguntarme en voz baja al oído. —Si todos los
monstruos fuesen asesinados y todos los obstáculos fuesen eliminados
y sólo quedásemos tú y yo, ¿te quedarías?

—¿Me lo pedirías? —contesté mientras mi corazón empezaba a


latir con tanta fuerza que me preguntaba si se rompería una costilla.

—Sí —dijo simplemente como si fuera obvio.

—¿Por qué?

—¿Te quedarías? —reforzó con una especie de determinación


agrietada, como si no pudiera empezar a responder por su motivación
a menos que yo respondiera primero.

—Necesitaría una razón.

No la tenía. La razón era él; siempre lo había sido. Había aprendido


que mi razón para vivir era yo. Nadie podría volver a quitarme la vida
a menos que yo se lo permitiera. ¿Pero mi razón para ser feliz? A eso
respondía el hombre que estaba encima de mí cada centímetro de él,
duro como un diamante, de talla brillante y multifacético.

Habló lentamente, cada palabra tenía peso y sustancia como algo


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físico pulido y colocado ante mí, un collar de joyas de una frase. —


¿Te quedarías... si te dijera que te amo?
Cada molécula de mi ser dejó de funcionar. Mi aliento se evaporó
en mis pulmones, mi corazón se calcificó y dejó de latir, mi cuerpo se
entumeció por el shock.

—¿Pensé que no tenías un corazón para amarme? —pregunté con


cuidado porque esto bien podría ser demasiado bueno para ser verdad.

Tal vez sólo me estaba manipulando, tal vez necesitaba utilizarme


de nuevo para algún propósito nefasto.

O tal vez, sólo tal vez, esto era real.

Su bondad desde su regreso a mi vida no era una treta sino una


promesa de más bondad por venir.

Contuve la respiración cuando los sueños que había soñado entre


fogones comenzaron a solidificarse frente a mí.

La expresión de Alexander era una que nunca había visto antes, sus
duros rasgos se ablandaron como mantequilla derretida bajo el calor
de la pasión ardiente en sus ojos de metal fundido. Los dedos de una
mano me susurraron por la mandíbula y luego me acariciaron la
garganta.

—Parece que lo hice todo el tiempo. Sólo que estaba bloqueado y la


única persona que podía acceder a él eras tú.

Las lágrimas brotaron de mis ojos y se derramaron como una


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cascada que rompe un dique de un año. Quise hablar, pero mis


emociones eran demasiado grandes, se hinchaban en mi garganta y me
robaban la voz.
En su lugar dije —Te amo.

No sonrió como yo pensaba que lo haría. En todo caso su expresión


se volvió más tensa, llena de una tensión que no podía entender. —Sé
que no soy digno de ti. Te mereces mucho más de lo que te he dado,
de lo que jamás podría dar, pero prometo intentar ganarme tu amor y
tu devoción cada día durante el resto de nuestras vidas si me lo
permites.

—Soy tu esclava —le dije con una risa húmeda—. ¿En qué otro
lugar preferiría estar que a tu lado?

—Mi esclava, mi topolina, mi condesa, mi esposa —dijo cada


epitafio como un mayordomo anunciando la realeza a la sala como si
cada título no tuviera precio.

Me di cuenta de que, para él y para mí, lo eran.

—Eres lo mejor que me ha pasado —le dije porque me dolía saber


que no se creía digno de mi amor cuando era la única persona en la
que podía soñar con entregar mi corazón.

—No seas ridícula. Yo fui el precursor de tu perdición.

—No. Sé que nuestra historia puede parecer en blanco y negro, tú el


villano y yo la víctima, pero no es tan simple. Antes de ti no tenía
perspectivas. Tenía una escasa carrera como modelo que
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proporcionaba lo justo para que mi familia saliera adelante con las


mínimas provisiones. Era una herramienta y una mártir. No tenía
pensamientos ni sentimientos por mí misma. Era, como tú has dicho,
una reina a la que se le hizo creer que sólo era un peón. Entonces
llegaste en tu carro negro y me arrastraste a las sombras del
inframundo y cobré vida.

—Estuviste a punto de morir —dijo, con la voz quebrada por la


devastación—. Tantas malditas veces por mi culpa.

—De lo contrario podría haber muerto. No eres el único malo en mi


vida —bromeé.

No sonrió.

Tracé un dedo a lo largo del brutal corte de su mandíbula cuadrada


hasta su oreja y alrededor de la estructura perfectamente formada de la
misma. Su diseño era tan exquisito que me dejó sin aliento.

Me incliné hacia delante y le di un beso en el pulso manteniendo


mis labios allí por un momento para sentir el latido acelerado contra
mí.

—Todavía me haces revivir —le susurré al oído—. A veces parece


como si no existiera a menos que estés en una habitación conmigo.

Se detuvo un momento respirando profundamente a través de sus


emociones mientras absorbía mis palabras. Luego se apartó sólo para
colocar su frente contra la mía.

—Pues entonces, mi belleza, tendré que asegurarme de que nunca


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estés en una habitación sin mí.

Besó la sonrisa de mis labios y compartió su propia alegría conmigo


usando su lengua y, más tarde, todo su cuerpo.
Cada día que mi mujer se recuperaba del tiroteo era uno que yo
saboreaba como un cofre lleno de tesoros. Cada vez que se reía, su
risa ronca era un diamante recogido en la palma de mi mano y cada
minuto que pasaba caminando y volviéndose físicamente más fuerte
era una piedra preciosa más brillante que cualquiera de las que
aparecen en la naturaleza. Observé y codicié y cuando sentí que ya no
había más ganancias que obtener en su recuperación, decidí que era
hora de devolver algo del tesoro que Cosima me había dado.

Me apoyé en la puerta de nuestro dormitorio en casa de Salvatore y


observé a mi mujer mientras estaba tumbada en la cama de espaldas
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con las piernas en alto y una mano revolviendo un mechón de su


melena como si fuera un anuncio adolescente de una revista femenina.
Estaba preciosa incluso con una de mis viejas camisetas de Cambridge
y un par de gruesos calcetines de lana de su padre, tan bonita que me
alegré de observarla mientras terminaba su llamada telefónica.

—Sinceramente, Sin, me cuesta mucho creerte —dijo en un tono


lleno de música por su risa—. Es que... ¿te vas a casar de verdad?

Sólo había tenido ocasión de conocer al amigo de mi mujer una vez


en las dos semanas que pasamos en Nueva York después que Cosima
saliera del hospital, antes que la escondiéramos en el norte del estado
de Nueva York. Era un hombre severo, pero no el frío e implacable
del que Cosima había hablado en el pasado. No, ahora, felizmente
instalado con Giselle en un ático palaciego de Brooklyn y con un bebé
en camino, Daniel Sinclair parecía el tipo más feliz de América.
Incluso cuando Elena se había colado la noche en que pintamos el
cuarto de los niños para lanzar lo que yo empezaba a entender que era
un ataque al estilo clásico de Elena sobre el embarazo, Sinclair se
había mantenido impasible en su resolución y su satisfacción.

Era un hombre profundamente conectado al corazón por el canto de


sirena del amor de una mujer y no se dejaría desviar de él.

Ni siquiera para consolar a su distanciada pareja de toda la vida.

Ahora, al parecer, había decidido llevar su corta relación a un nuevo


nivel casándose con Giselle.
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El hombre se movía muy rápido cuando sabía lo que quería.

—No, no, ¡por supuesto que me parece una idea espléndida! Sólo
me sorprende que mi amigo Sinclair haya organizado una fuga
sorpresa a México. Quiero decir, ¿quién es usted y qué ha hecho con
el hombre que una vez conocí? —Hizo una pausa con una sonrisa en
su rostro, sus ojos se deslizaron hacia mí en la puerta y esa sonrisa
floreció aún más—. Sí, sí, creo que sé algo sobre el amor que te
cambia para bien.

Levanté una ceja que le hizo guiñar un ojo.

—Por supuesto, Xan y yo estaremos allí —dijo con seguridad,


aunque fruncí el ceño—. No nos lo perderíamos por nada del mundo.
Envíame un mensaje con los detalles y haremos que funcione. Y ¿Sin?
Me muero de ganas de ver a dos de mis seres queridos tener su felices
para siempre. No dejes que el dolor y las consecuencias de su viaje
hasta este momento empañen la belleza de su futuro juntos. Lo que
ustedes dos tienen es algo que muy pocas personas llegan a
experimentar. Aprécienlo.

Dijo unas pocas palabras más y volvió a reírse mientras colgaba el


teléfono. En el momento en que lo hizo me eché encima de ella
levantándola del cuerpo sobre mi hombro en plan bombero.

Chilló golpeando sus manos contra mi culo. —¡Xan! ¡Che cavalo!


¿Qué estás haciendo?

La ignoré mientras la llevaba a través de la casa bajando las


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escaleras y saliendo por la puerta trasera. Salvatore y Dante estaban


fuera de la ciudad y no volverían hasta dentro de una hora.

El tiempo suficiente para lo que había planeado.


Cosima se había acomodado sobre mi hombro golpeando
ligeramente las mejillas de mi culo mientras tarareaba una canción
como si estar colgado a mi espalda fuera normal y cómodo.

Sin embargo, cuando llegamos a los pequeños establos de


Salvatore, en la parte trasera de la propiedad, se calmó, y la calidad de
su silencio hizo que el aire se volviera estático. No dijo nada mientras
la enderezaba, poniéndola de pie junto a la chimenea ardiente para que
se mantuviera caliente en el frescor de la primavera.

Aquella mañana lo había preparado todo mientras Cosima se


preparaba para el día, y ella lo vio entonces, abriendo los ojos al ver el
hierro candente que había junto al fuego.

—Xan... —dijo lentamente—. Ya me has marcado una vez. ¿No


crees que dos veces es demasiado?

Asentí con la cabeza, manteniendo nuestras miradas fijas mientras


empezaba a desabrocharme la camisa. —Admito que sería excesivo;
aunque no era lo que tenía en mente.

Los ojos de Cósima brillaban como dos soles de mediodía al verme


desabrochar y quitarme la camisa. Su mirada recorrió mis
abdominales antes de encontrar la mía de nuevo. —Qué, ¿qué tenías
pensado exactamente entonces?
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—Vas a montarme mientras me siento en ese taburete —dije con un


gesto de la mano hacia dicho taburete—. Y después de hacerme
correr, me vas a marcar. —Me adelanté para tomar su mano y
colocarla sobre mi corazón—. Aquí mismo.

Ella se revolvió, sus ojos parpadeando con luz y oscuridad mientras


guerreaba con su instintivo placer perverso y aprendía avergonzada.
—Xan, realmente no creo que sea necesario.

—Pues yo sí —dije en un tono que significaba que nuestra


conversación, tal y como la conocía, había terminado.

Se mordió el labio inferior y luego lo soltó, la carne enrojecida me


atrajo como una capa roja a un toro. —¿Por qué?

—Me perteneces, te he marcado y me he casado contigo. Por lo que


a mí respecta, estamos empatados en dos aspectos, pero no en el
tercero. Quise decir lo que dije, bella. Eres tan dueña de mí como yo
de ti. Quiero que eso se sepa.

Siguió con sus evasivas, mirando el hierro de marcar y luego la piel


sin marcar sobre mi corazón. —Nadie lo verá a menos que vayas a la
playa o algo así.

—No.… pero al igual que contigo y tu marca, sabré que está ahí, y
también sentiré su dolor. Quiero que eso me acompañe siempre.
¿Estás diciendo —pregunté con una ceja fríamente arqueada— que te
librarías de la tuya si tuvieras la oportunidad?
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—No —espetó inmediatamente.

Abrí las manos y me encogí de hombros. —Entonces ahí lo


tenemos.
—Me duele —admitió.

—Puedes besarlo mejor —dije con desgana mientras me quitaba los


pantalones—. Ahora, desvístete. Estoy deseando correrme antes que
empecemos.

Mi mujer se movía como una bailarina a pesar de no haber tenido


nunca ningún entrenamiento. Hizo que el hecho de quitarse la camisa
demasiado grande y las medias pareciera un espectáculo de burlesque
de Las Vegas, y para cuando su perfecta forma quedó al descubierto
ante la luz dorada del fuego, yo estaba duro como el mármol.

Me quedé quieto ante ella, viéndola avanzar hacia mí tan ligera y


ágil como la luz del fuego contra las paredes de madera. Se mordió el
labio antes de alargar la mano para tocarme el pecho, con una
vacilación que era una petición.

Asentí con la cabeza, rodeé su muñeca con la mano y presioné su


palma en el centro de mi pecho. —Tócame como quieras. A veces, mi
belleza, la dominación no consiste en que me apodere de tu cuerpo
con control y disciplina. A veces, se trata de dejar que la sumisa
venere lo que adora.

Inclinó sus ojos hacia los míos, mostrándome sus cálidos y líquidos
centros antes de concentrarse en mi torso, pasando sus manos por las
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escarpadas protuberancias y los bordes cortados de mis grupos


musculares. Las yemas de sus dedos rasparon mis pezones, sus uñas
arañaron el grueso rastro de vello que conducía a mi ingle, y trazó la
afilada línea de los músculos de mi ingle hasta la raíz de mi palpitante
polla. Su exploración fue suave y venerable, como la de un artista que
busca la forma bajo un bloque de mármol, trazando cuidadosamente la
forma y la emoción en su arte.

Mis piernas querían temblar ante esa ternura, y mi corazón me dolía


como la presión de un moretón mientras luchaba por creer que
merecía ese nivel de amor de ese tipo de mujer exquisita.

Ella me hizo creer.

Se esforzó por enseñarme que mi sitio estaba en ella, arrodillándose


y metiéndose mi polla hasta el fondo de su garganta. Luchó contra el
peso de mi polla mientras ésta se clavaba en su lengua y se arrastraba
por el cálido canal de su garganta. Jadeaba mientras lamía mi cabeza,
morada y grande como una ciruela italiana que no podía dejar de
chupar. Sus dedos jugaban con mis testículos, sopesándolos,
haciéndolos rodar sobre su palma.

Me hizo enloquecer de deseo, y supe que era para mostrarme lo


enloquecida que la había vuelto de amor.

Era una exhibición de adoración, y hacía que el aire que nos


rodeaba fuera cálido y cercano como el ambiente de una capilla.
Imaginé el aroma del incienso y la mirra mientras ella me sentaba en
el taburete y me introducía con cuidado en su cuerpo dorado.
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Agachamos la cabeza para ver cómo mi punta se hundía en sus


húmedos pliegues y luego siseamos al unísono, echando la cabeza
hacia atrás mientras ella se deslizaba hasta la raíz.
Me encantaba la sedosa comodidad de su coño en torno a mí, la
forma en que sus grandes pechos se agitaban obscenamente mientras
ella subía y bajaba sobre mi grueso falo, cabalgándolo con fuerza a
pesar de que la tensaba de forma casi dolorosa. Me encantaba el modo
en que se aferraba a mi cabello y me mantenía inmóvil para que nos
miráramos a los ojos mientras me cabalgaba, y yo podía leer el amor y
la gratitud en ellos como un juramento escrito en un pergamino de
oro.

Me gustaba tanto, la amaba tanto, que cuando finalmente me corrí


entre sus muslos, lo sentí como una bendición y una iniciación en una
fe a la que realmente quería unirme. Una de belleza y entrega, una de
confianza y sacrificio, una que sólo existía entre esta hermosa chica
italiana y su cruel amo británico.

Se comió mi gemido de los labios, devolviéndome su gemido de


clímax mientras nos corríamos juntos a la luz del fuego.

Antes que pudiera recuperarme, sumergió el poste de hierro que


estaba a nuestro lado en el fuego, haciéndolo rodar en el calor hasta
que brilló tanto como sus ojos enfebrecidos por el placer. No dijo nada
mientras lo levantaba, pero sus ojos lo decían todo.

Decían, Te amo.
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Decían, Nunca estaré sin ti, aunque te vayas.

Decían, somos un círculo cerrado.


Y entonces la punta abrasadora de la marca se clavó directamente
en la piel sobre mi corazón, y sentí como si la emoción que ella había
vertido en mi cuerpo, antes hueco, brotara de ese lugar, derramándose
con una agonía, enredándose tan estrechamente con el éxtasis que no
sabía dónde terminaba una y empezaba la otra.

La besé con fuerza, apretando una mano en su delicioso cabello


para mantenerla cerca mientras me deleitaba con su sabor cálido y
picante. El ardor era perverso, el dolor tan intenso que por un
momento me pregunté si podría gritar por primera vez en mi vida.

No lo hice.

Me consolé con la mujer que era mi recompensa por haber nacido


en una vida así, y seguí haciéndolo mucho después que ella hubiera
retirado el hierro de mi cuerpo, mucho después que nuestra piel se
hubiera enfriado y el fuego se hubiera apagado. La abracé, y amé con
sólo mis manos en su espalda y mi lengua en su boca, y cuando
finalmente nos separamos, me sentí lleno de una emoción antes
desconocida.

Una esperanza limpia y brillante, como una burbuja, se expandió


desde mis entrañas, flotando delicadamente hacia la superficie de mis
pensamientos.
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Llevé la palma de su mano a mi herida, apretando los dientes contra


la presión en la carne viva. Ella bajó la cabeza cuando la aparté de
nuevo, estudiando las estilizadas iniciales —CD— cubiertas de
espinas y amapolas grabadas para siempre en mi piel.
—Tuyo —dije con brusquedad.

—Tuya —asintió ella.

Y pensé que tal vez, en ese momento suspendido entre la agonía y


la alegría, un lugar intermedio que parecía existir únicamente en la
brecha entre nuestros cuerpos, si nuestro —felices para siempre— era
alcanzable después de todo.

Nos cogimos de la mano mientras caminábamos por la espesa


hierba que descendía por el césped en pendiente hasta la amplia y
espaciosa casa de mi padre. Sentí que era algo tan mundano y a la vez
tan profundo el hecho de tomar la mano de Alexander Davenport,
conde de Thornton y mi amo. Después de todo este tiempo y tantas
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tribulaciones, era un acto sencillo que no daba por sentado.

Mis dedos se flexionaron encerrados entre los suyos, y él me deslizó


una mirada de soslayo que no era del todo una sonrisa, pero que
hablaba de una. No pude evitar mirar el espacio bajo su camisa
abotonada donde se encontraba la nueva marca, una marca que él
había ofrecido voluntariamente porque quería ser propiedad mía y
suya por igual. El amor y el asombro me invadieron como una brisa
cálida, y me sentí llena de esperanza por primera vez en mucho
tiempo mientras regresábamos a la casa, donde mi padre y Dante
probablemente estarían esperando con una deliciosa comida casera y
una botella de vino tinto.

El portazo de un coche en la entrada de la casa y los repentinos y


groseros gritos en italiano nos dejaron helados a ambos.

—Vaffanculo —gruñó Tore, mientras echábamos un sprint y


rodeábamos la casa hasta el patio delantero—. ¿Por qué demonios te
lo llevas?

Me detuve bruscamente como si hubiera chocado con una pared de


ladrillos cuando llegué junto a la escena y la asimilé.

Había coches de policía en fila de a tres por el camino, con sus


luces girando molinetes de luz roja, azul y blanca sobre el patio y el
cuadro de dos hombres empujando a Dante al capó de un coche para
esposarlo. Los dos eran bastante más bajos que el italo—británico, y
emplearon una fuerza excesiva para mantenerlo en su sitio, a pesar de
que estaba apoyado pasivamente contra el coche.
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Le leyeron sus derechos Miranda en un tono bajo e incesante que


apenas podía oír por encima de las preguntas de Tore.
—Como he dicho —le decía un tercer policía—, Edward Dante
Davenport está detenido por el asesinato de Giuseppe Di Carlo. Si
continúa con su diatriba, nos veremos obligados a arrestarle por
agresión policial y por obstaculizar una investigación criminal.

—Ni de coña —bramó Tore, empujando con un dedo al hombre


más joven. Nunca lo había visto tan enfadado; su rostro estaba
enrojecido como un vertido de vino, y su voz era tan áspera como la
grava bajo los pies.

Alexander se adelantó con confianza para interceptar el cuerpo


embestido de Tore y empezó a hablar con calma con el oficial. No
hice nada porque mi cuerpo había dejado de funcionar.

Estaba sumida por el shock, con los pies enredados en las raíces de
mi propio odio a mí misma y en el fango de mi confusión.

¿Cómo era posible?

Dante no había matado a Di Carlo.

Todavía me ardía la mano con el calor de la pistola que tenía en la


mano al apuntar al jefe del crimen de la Cosa Nostra, al perforar una
ronda en su negro corazón y otra en su corrupto cerebro. Mis dedos se
flexionaron en el aire vacío mientras el recuerdo me recorría como
algo físico, como un accidente de coche que me rompiera todos los
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huesos del cuerpo.

Dante estaba siendo arrestado por un crimen que yo había cometido.

No.
Eso no podía ocurrir.

No el hermano de mi corazón, no mi salvador y mejor amigo.

No a él.

Me adelanté como una bala de la recámara de una pistola,


disparando hacia su lugar entre Alexander y el policía antes que
pudieran detenerme.

—Él no lo hizo —dije con una voz que hizo tintinear mi palabra
contra el suelo como los cubitos de hielo de una máquina; mecánica y
fría—. Dante ni siquiera estaba allí.

—Cosima —ladró Alexander, con mi nombre como el filo de un


látigo cortando el aire contra mi piel. Me sacudí por el impacto y fui
directa a sus brazos abiertos. Me rodeó el torso y me pegó a su cuerpo.

—Usted es la víctima, ¿correcto? —El agente consultó su pequeña


libreta—. ¿Cosima Lombardi?

—Cosima Davenport —espetó Alexander—. Mi esposa y la


hermana del hombre al que intentan inculpar de un asesinato que no
cometió.

Abrí la boca para decirles que era yo. Que era una asesina y que,
sinceramente, lo haría una y otra vez si eso significaba que la totalidad
de Di Carlo desaparecería del mundo para siempre.
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Pero Alexander estaba allí abrazándome con tanta fuerza que no


podía respirar para hablar, y entonces Dante se giró, con los músculos
de sus brazos abultados mientras se apretaban a su espalda sujetos por
el duro mordisco de las esposas. Sus ojos eran grandes con
solemnidad, un negro tan absoluto que me sentí absorbida por la
oscuridad como la luz a través de un agujero negro.

Dijo tantas cosas con esa mirada, tantas verdades agonizantes que
me sacudí contra Alexander mientras me atravesaban como balas.

No lo hagas, decían.

No me quites esto, me ordenaron.

Esto es por ti, tesoro. Esto es por ti, y lo haré porque haré
cualquier cosa por ti, aunque no lo pidas. Esto es por ti, y no me
quitarás este sacrificio.

Un sollozo estalló desde la fría cámara de mi pecho, perforando el


aire con tanta dureza que todos los policías se sacudieron para
mirarme.

Sacudí la cabeza maníacamente, con el cabello volando sobre mi


cara, con mechones pegados a las lágrimas que se arrastraban por la
piel. —No, no, no, fratello mio.

Sí, sí, sí, mia bella sorella, dijeron sus ojos con suavidad, con
firmeza.

No podía soportarlo, pero también sabía la devastación que causaría


en mis dos hombres Davenport si me ataban con esposas y me
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arrastraban a la cárcel. No se detendrían hasta que la barra de refuerzo


se abriera, la celda de hormigón se hiciera pedazos para que pudieran
llegar a mí. Nada, absolutamente nada, impediría a estos hombres
asegurarse que yo fuera libre después de casi una vida de servidumbre
a algo.

Esto era por lo que habían estado luchando durante la última media
década.

No sólo la ruina de la Orden y la verdad de la muerte de Chiara


Davenport.

Sino mi libertad.

Sabía que no me dejarían sacrificar todas sus ganancias cuando


estábamos tan cerca del final.

Gimoteé cuando la comprensión se instaló bajo mi piel y me picó


allí.

Alexander sintió el cambio en mi cuerpo y dejó escapar una


respiración agitada. Sentí que inclinaba la barbilla hacia su hermano,
con sus miradas clavadas en mi cabeza.

—Esto no es el final, hermano —prometió Alexander con el mismo


tono de peso con el que se había comprometido a ser mi marido—. No
dejaré que esto ocurra.

Los labios enrojecidos de Dante se apretaron en una línea que debía


ser una sonrisa. —Eres un Lord, Alexander, no un Dios.
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Mi marido se enderezó hasta alcanzar su metro ochenta y cinco y


dirigió una mirada altiva a su hermano. —Eso está por ver. Vamos a
probarlo, ¿vale? Te pondré en libertad bajo fianza antes que acabe el
mes. ¿Entendido?
Los labios de Dante volvieron a crisparse, con un humor verdadero
que se reflejaba en su bello rostro. —Aye, aye, hermano.

Salvatore se puso en la fila con nosotros, su hombro rozó el de


Alexander en una muestra de solidaridad que nunca pensé que
presenciaría. —Te tenemos, ragazzo.

Dante asintió una vez, y luego dirigió sus ojos hacia mí. —Será
mejor que los dos cuiden de mi tesoro. —Mi padre y mi marido
gruñeron, ligeramente ofendidos por el hecho que tuviera que
pedírselo—. Y tú, tesoro, cuida de mi familia.

Asentí en silencio, con un sollozo alojado en mi garganta como una


piedra del tamaño de un puño enroscado. En silencio, todos vimos
cómo abrían la puerta del coche de policía y metían a Dante dentro.
Los policías se dirigieron a sus vehículos, y sólo cuando el primero de
los transportes se puso en marcha por el camino de tierra, salí
disparada de los brazos de Xan y corrí hacia el último coche. Apreté
los dedos contra la ventanilla, manchando mis lágrimas sobre el
cristal.

Dante me sonrió y arrastró sus grandes dedos por las marcas que yo
había dejado allí.

—Te amo —grité tan fuerte que pude sentir la vibración de mis
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dedos en el cristal.

—Ti amo —pronunció Dante.


Y entonces el coche se movió lentamente, luego más rápido,
demasiado rápido para que mis agitadas piernas pudieran seguir el
ritmo, y yo estaba cayendo al suelo mientras mis dedos perdían su
conexión con el cristal. Aterricé con fuerza en la cadera, pero no lo
sentí por el dolor que irradiaba de mi corazón, destripando mi cuerpo
como un arma nuclear.

—Oh Dios, Dio mio —canté en mis rodillas mientras las llevaba a
mi pecho y las regaba con mis lágrimas—. Va a ir a la cárcel por mi
culpa.

Alexander y Tore estaban sobre mí al momento siguiente. Mi padre


se sentó detrás de mí, acunándome entre sus piernas, sus manos
moviendo tiernamente el cabello de mi rostro para recostar mi cabeza
contra su pecho. Mi marido se colocó delante de mí, deslizando mis
piernas sobre las suyas de modo que sólo quedaba un pequeño
diamante de espacio entre nuestras pelvis, y su cara estaba en la mía,
con sus manos frotando mis brazos fríos y temblorosos.

—Tranquila, mi belleza, tranquila —me animó suavemente, con sus


ojos puestos en mí, dentro de mí, sellando mis heridas abiertas con
cuidadosas puntadas y calmantes caricias—. Tranquila, y confía en
mí ahora, esposa. Aunque sea lo último que haga, acabaremos con
Noel por haber orquestado esto, y sacaremos a Dante de la cárcel y lo
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traeremos a casa, donde debe estar.

—Con nosotros —declaré.


Dudó, pero sólo para parpadear lentamente y dirigirme sus ojos,
mostrando cómo se convertían de humo apenado a piedra absoluta. —
Sí. A casa con nosotros.

Me hundí profundamente en el abrazo entre los brazos de mi padre


y mi marido y me permití creer que su fuerza era suficiente para traer
a Dante de vuelta a mí.

Fui sola al Centro Correccional Metropolitano dos días después.


Alexander, Tore, e incluso Sebastian cuando se enteró, habían querido
acompañarme; pero no podía dejarlos. Se trataba de Dante y de mí. Le
debía enfrentar su realidad sin el escudo de los hombres que me
amaban en mi vida. Quería exponerme como un nervio en carne viva
cuando acudiera a él, como si mi vulnerabilidad hiciera que el
sacrificio fuera mucho más hermoso.

No sabía nada de eso, pero cuando lo vi tras el cristal de la prisión


en la que lo mantenían hasta nueva orden, sentí que cada átomo de mi
cuerpo se agudizaba de dolor como el aullido afligido de un lobo. Era
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tan grande, tan hermoso y estaba atrapado como un magnífico animal


salvaje en un recinto demasiado pequeño y mal equipado para
manejarlo. La pena y la rabia ardían en mi hueco pecho mientras le
miraba a través del plexiglás y cogía el teléfono de plástico para
hablar con él, pero antes de llegar me había prometido que no lloraría
delante de él.

Dante odiaba verme llorar.

Apreté las yemas de los dedos contra el cristal, necesitando sentir al


menos el calor de él a través del bloqueo para tranquilizarme de la
única forma que conocía, mediante algún tipo de conexión física.

Su mano estaba sobre la mía a través del tabique en menos tiempo


del que tardó mi corazón en dar un vuelco en mi pecho.

—Dante —dije a través del crujido de la línea telefónica—. Mio


bello Dante.

Había una gran cantidad de dolor y pesar en esas pocas palabras,


pero no sabía cómo transcribirlas de otra manera que no fuera
diciendo su nombre elegido. En cierto modo, ésta era la vida que
Dante había elegido para sí mismo cuando dio la espalda a Edward
Davenport para ser Dante Salvatore, de lord del reino a capo de una
banda criminal italiana. En otros aspectos, era tremendamente injusto.

Había sido yo quien había matado a Giuseppe.

El recuerdo de haber apretado el gatillo permanecía en mi dedo


como una cicatriz, pesada y deforme bajo mi piel.
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Recordé la forma en que se habían ralentizado los latidos de mi


corazón, tan contraria a la forma en que lo habría imaginado agitando
la sangre caliente y llena de pánico por mis venas. Se ralentizó y me
picó la vista, luego se aclaró como si se hubiera limpiado con
detergente. No existía nada en mi cuerpo, ningún pensamiento excepto
uno, un impulso dorado que anulaba todo lo demás.

Di Carlo estaba amenazando a los dos hombres que habían sido el


centro de mi universo durante los últimos cinco años.

Matarlo no era ni siquiera una cuestión.

Sin embargo, ahora, tantas semanas después del hecho, me encontré


dudando de mi decisión. Si no hubiera matado a Di Carlo, ¿qué habría
pasado?

¿Dante estaría libre?

—No hagas eso. —Su retumbante voz cortó mis pensamientos, y


cuando levanté la vista hacia él, fue para ver una expresión en su
rostro que nunca había visto antes. Estaba enfadado conmigo. Una
pequeña parte de mí se apaciguó con su enfado. Quería que me
castigaran por mis acciones, y antes no había tenido a nadie que
quisiera castigarme por ellas—. No te atrevas a pensar así, Cosima
Lombardi Davenport. Hiciste lo que tenías que hacer para salir de una
situación imposible. Te ensuciaste las manos, tu puta alma, para
salvarme. Si te auto flagelas por eso el resto de tu vida, ¿qué sentido
tuvo tu sacrificio en primer lugar?
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Mis labios se torcieron para hacer eco de la sonrisa irónica que a


menudo había visto en el rostro de Xan cuando alguien se atrevía a
reprenderlo, y no podía discutir su punto. —Aunque entiendo tu punto
de vista, es sólo porque yo iba a decir lo mismo sobre que tú asumes la
culpa de algo que no has hecho.

Se encogió de hombros con displicencia, al estilo de todos los


hombres Davenport. —Tú lo hiciste, tesoro. No sólo te puse en esa
posición en primer lugar, sino que cualquier cosa que hayas tenido que
hacer o tengas que hacer alguna vez... yo ocuparía tu lugar. Sin
preguntas, sin arrepentimientos posteriores.

—Dante —volví a decir con esa voz pesada, toda una enciclopedia
de palabras y pensamientos dentro de esa única palabra. Mis dedos
sudaron contra el cristal y se mancharon sobre el plano turbio mientras
empujaba mi mano con más fuerza sobre la suya—. ¿Cómo puedes
sentir eso por mí?

—¿Cómo no voy a hacerlo? pregúntale a cualquier hombre que te


conozca bien —y que no sea malvado— si haría lo mismo por ti y,
sinceramente, Cosi, dudo que encuentres una respuesta diferente. Sin
embargo, personalmente, mi amor por ti es sólo un vestigio
desvanecido de mi respeto por ti. Nunca he conocido a un hombre o
una mujer más dispuestos a sacrificarse por sus seres queridos. Una
mujer que ha pasado por una avalancha casi interminable de sucesos
de pesadilla y que, sin embargo, sigue conservando su calidez, su
integridad y una sonrisa que podría derretir el corazón de un
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psicópata. Te envidié cuando supe de ti por Tore, y luego te odié


cuando pensé que sólo ibas a ser un peón de Xan, pero como siempre
haces, me demostraste que estaba flagrantemente equivocado. Te amo,
y moriría por ti. Estaría en este lugar por ti —felizmente— porque no
me cabe duda que tú harías lo mismo por mí.

—Haces que parezca demasiado bueno para ser verdad —traté de


decir con sorna a través de mi voz quebrada. Mi pecho estaba
comprimido por la fuerza de las lágrimas, mi nariz tapada para detener
su flujo—. Soy terriblemente defectuosa.

—¿No lo somos todos? —dijo Dante con su característica sonrisa,


sus labios rojos como cerezas partidas, su boca tan ancha que
perforaba pliegues en cada mejilla como hoyuelos afilados.

—No te quiero aquí —le dije desesperadamente, sintiendo que mis


ojos se ahogaban en un torrente caliente de lágrimas mientras la
desesperación me llenaba hasta el borde—. No te quiero aquí en
absoluto. No quiero nada de esto para ti.

—Todos hacemos nuestras camas, tesoro. Sabía que existía la


posibilidad de acabar en un lugar como éste algún día, y agradezco a
Dios por lo bien que me queda el color naranja.

—No bromees —le espeté aun sonriendo—. Sólo tú bromearías


ahora mismo.

La diversión en su rostro se desvaneció, la rudeza de sus mejillas


desapareció, sus labios se convirtieron en una sola línea pálida. —
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Escúchame ahora, y escúchame de verdad. De todas las cosas que han


sucedido en nuestras vidas, de todos los resultados horribles que
podrían haberse manifestado a partir de la codicia y el odio en el
centro de esas atrocidades, mi encarcelamiento es casi patéticamente
mundano. Puedo sobrevivir a esto, cara. Puedo sobrevivir a cualquier
cosa, y creo que ya lo sabes, ¿pero a esto? A esto puedo sobrevivir
bien.

Tenía razón. Dante era un hombre grande, un hombre fornido, tan


repleto de músculos que podía ver las estrías bajo la piel olivácea
expuesta de sus antebrazos, abultados como rocas envueltas en lona
naranja bajo su mono reglamentario. Podía matar a un hombre con sus
propias manos, y lo haría si intentaran joderle en la cárcel. También
era lo suficientemente inteligente como para no dejar que se llegara a
eso.

Xan no era el único al que Noel había enseñado a jugar al ajedrez.

—Lo sé —concedí, no triste sino oscuramente orgullosa de mi


bestia tras el cristal—. Lo sé; pero, aun así, no lo tendré. No por
mucho tiempo. Xan ha conseguido los mejores putos abogados del
país, y Elena está en el equipo que lleva el caso. Le hice prometer
cualquier cosa para liberarte de esto.

Dante enarcó una ceja, ignorando el ruido y el gemido de la puerta


que se abría y se cerraba tras él cuando otro preso, éste con tatuajes
nazis en el cuello, entró en el compartimento del teléfono para hacer
una llamada.
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—Tu Elena puede ser una mujer inteligente, pero dudo que sea una
mujer despiadada. Conseguir que me —liberen de esto— requerirá
algo más que una excelente jerga legal.
Pensé en la forma en que mi hermana había golpeado a Christopher
en la inauguración de la galería de arte de Giselle, en las veces que
había sido lo suficientemente astuta, incluso de niña, como para
escondernos al resto de los niños en nuestros lugares designados para
que la Camorra local no nos encontrara y nos utilizara contra Seamus
y mamá. Pensé en el filo de sus ojos como una hoja afilada y en su
inquieto descontento a pesar de su vida perfectamente ordenada y
socialmente respetable. Pensé en su acuerdo instantáneo de unirse al
equipo de abogados de Dante, a pesar de que odiaba todo lo que
hablara de mi vida sin ella. Pensé en la fisura de su rostro,
habitualmente frío, cuando me abrazó mientras lloraba por el hombre
que, sin saberlo, había enviado a la cárcel por mí.

—Es una mujer Lombardi —le dije solemnemente—. Yo no


subestimaría lo que puede hacer si la pones en un rincón.

—¿Y por qué iba a luchar desde ese rincón por un hombre que no
conoce, y mucho menos por un hombre como yo?

Incliné la barbilla como lo habría hecho ella con el orgullo que


irradiaba mi voz. —Porque yo se lo pedí, y no hay nada que ella no
haría por mí.

Dante se quedó quieto ante mis palabras, impactado por la forma en


que se hacían eco de las suyas. No respetaba nada tanto como la
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lealtad, y Elena era el alma más leal que conocía.

Ella iría a batear por él. Diablos, realmente creía que ella iría más
allá para sacarlo de problemas porque era un hombre al que amaba, y
mi hermana me amaba lo suficiente como para no querer verme nunca
sin él, no si podía evitarlo.

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Si mi relación con Alexander era como algo sacado de un oscuro
mito griego, el romance de Sinclair y Giselle era como un cuento de
hadas; y no una de las fábulas de pesadilla de los hermanos Grimm.
No, esto era algo que ni siquiera Disney podía producir.

Parecía que la luz que se filtraba a través de las palmeras en forma


de trapecio y que chispeaba en las aguas tranquilas y claras como
puñados de purpurina era realmente rosa, como si el propio aire fuera
consciente del romance del momento.

Sinclair, el frío francés que llevaba años saliendo con mi hermana


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mayor, Elena, pero sin comprometerse con ella, había planeado y


ejecutado no sólo una proposición de matrimonio por sorpresa, sino la
fuga perfecta para mi otra hermana, Giselle. Fue tan hermoso, la
forma en que salió de las olas con un vestido de novia como espuma
sobre sus curvas, escoltada por Sebastian, que no sintió vergüenza en
las lágrimas que bordeaban sus ojos. Fue tan impactante ver a Sinclair,
de expresión implacable y calma increíble, caminar hacia él para ser
su novia con un rostro tan abierto y brillante como una estrella recién
formada bajada del cielo.

Nos habíamos perdido muchas cosas, pero de ninguna manera, ni en


el cielo ni en el infierno, me habría perdido la boda de Giselle y
Sinclair. Alexander estaba de buen humor después de acabar con la
Orden, a pesar de que su padre seguía teniendo rienda suelta en su
reino del terror en Pearl Hall, por lo que realmente capituló a mis
exigencias. De hecho, llegó a llevar a mamá, Sebastian y Dante a
Cabo San Lucas con nosotros en su avión privado. A Dante no se le
permitía salir del país cuando estaba en libertad bajo fianza, pero
Alexander era lo bastante rico como para engrasar las manos
adecuadas para conseguirlo. Ni Alexander ni yo nos sentíamos
cómodos con él fuera de nuestra vista desde que lo habían puesto en
libertad la semana anterior, y sabía que Dante sentía lo mismo.

Elena, por supuesto, no se unió a nosotros.

Cuando me enteré de la reaparición de Christopher en sus vidas en


la exposición de arte de Giselle, quise subirme a un avión y tomar a
mis dos hermanas en brazos sólo para sentir que estaban a salvo. Me
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dolía saber que no iba a ver a Elena en la boda, que era exactamente la
razón por la que había presionado a Xan para que volviera a Nueva
York y asistiera a la fiesta de los recién casados en la Osteria
Lombardi.

Sabía que Elena estaría allí.

Algo indefinible había sucedido cuando ella interfirió en el asalto de


Christopher a Giselle, alguna transición entre mis hermanas de
archirrivales a enemigas hospitalarias. No es que fueran a estar cerca.
Como la tinta y el aceite, pertenecían a cosas demasiado diferentes,
pero era el desenlace que nunca habíamos pensado que conseguirían.

Así que Elena estaba allí en el bullicioso restaurante esa noche junto
con todos los demás que mi familia quería; Dante, Cage Tracey, Willa
Percy, las amigas de Giselle, Brenna y Candy, los socios de negocios
de Sinclair que habían sido testigos de su aventura en México, e
incluso algunos de los amigos de mi hermana de Francia habían hecho
el viaje. Era una fiesta italiana, así que era ruidosa, llena de risas
bulliciosas que brillaban bajo las luces de hadas encadenadas, donde
se sirvió y se impregnó demasiado vino.

No habíamos tenido una fiesta así desde que el restaurante abrió sus
puertas dos años antes, cuando Sebastian y yo por fin pudimos
entregarle a nuestra madre su sueño en forma de ladrillo y cemento.

Lo había echado de menos, la camaradería entre todos nosotros, la


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forma en que orbitábamos unos, alrededor de otros, juntándonos y


separándonos en dúos y tríos de combinaciones de vez en cuando
porque no podíamos soportar estar separados.
Ya no. No después de tantos años de vida familiar fracturada.

Incluso Salvatore se plegó al seno de nuestra familia. Sebastian, sin


darse cuenta, encantaba a su padre con historias de Hollywood, sin
saber que el anciano se reía no sólo porque eran divertidas, sino
porque estaba conociendo la vida de su hijo de sus propios labios de
una manera que nunca creyó que lo haría. Mamá se quedó cerca,
hablando con Giselle y Sinclair, pero sus ojos estaban puestos en sus
hombres, con una pequeña sonrisa colocada como una hendidura en su
mejilla pastosa.

—La suya es una historia de amor sin final —dijo Dante en voz
baja desde detrás de mí.

Me giré en el círculo del brazo de Alexander, contenta de


permanecer allí mientras mi marido hablaba con el socio comercial de
Sinclair, Richard Denman, sobre una posible empresa conjunta en
Londres.

—Quizá algún día —esperaba—. Quizá algún día saquen la cabeza


del culo.

Dante recompensó mi grosería con una de sus sonoras y graves


carcajadas, con la cabeza echada hacia atrás para que su cabello negro
le enmarcara como una oscura corona. —¿Qué haré sin ti cuando te
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vayas, tesoro?

—Querrás decir si te vas —corregí suavemente con una mano en su


antebrazo de hierro—. Pero no dejaremos que eso ocurra, D.
Su sonrisa era irónica, y se parecía mucho a Alexander en su raro
momento de autodesprecio. —Me pregunto si es una maldición de los
Davenport que siempre creamos que tenemos la capacidad de
controlar las cosas. A veces, me temo, cara, son las cosas las que nos
controlan a nosotros.

—No, ya no. Hemos salido victoriosos del otro lado de la batalla y


ahora el botín es para el vencedor —bromeé, golpeando mi copa de
vino contra la suya—. Si podemos acabar con la Orden, seguro que
podemos acabar con la policía y la fiscalía de Nueva York.

Otra sonrisa retorcida que devoró su boca llena y demasiado rojiza.


—¿Y si eso ocurre? Si soy libre, seguiré aquí en la ciudad, ¿y dónde
estará mi Cosi? Dudo que esté aquí conmigo.

—No —volví a decir, esta vez con una sonrisa genuina que se
ramificaba desde las raíces de la nostalgia clavadas en mi corazón—.
Volveremos a Pearl Hall.

—Noel sigue allí —me recordó sin sentido, sólo porque quería
cambiar el tema de sus propios juicios.

Me encogí de hombros. —Alexander cree que sólo será cuestión de


tiempo, ahora que la Orden ha caído, que el MI—5 consiga lo
suficiente sobre Noel para encarcelarlo definitivamente. Por lo visto,
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han encontrado registros de transacciones entre una empresa fantasma


potencialmente operada por Noel y di Carlo, por lo que podrían
incluso atribuirle mi intento de asesinato.
—Entonces, ¿realmente te vas a ir? —preguntó Elena suavemente
desde detrás de mí.

Volví a buscar su mano para atraerla a mi lado. Su familiar aroma a


Chanel número 5 me envolvió, y la sensación de tenerla contra mí fue
tan acertada que se sintió como si dos piezas de un rompecabezas
encajaran. Apoyé mi cabeza en su hombro, las puntas de sus rizos
suaves como el algodón bajo mi mejilla.

—Lo haré, pero volveré a visitarte a menudo.

Hubo un silencio entre los tres que decía que no con la suficiente
frecuencia. No será lo mismo.

No lo sería. No era tan ingenua como para dudarlo. Había vivido


separada de mis hermanos el tiempo suficiente para saber cómo la
distancia podía erosionar un vínculo. También sabía que los secretos
que todos habíamos albergado entre nosotros estaban a punto de
terminar, que sería más fácil amar a través de miles de kilómetros sin
esos obstáculos que superar.

—Se cuidarán el uno al otro por mí, ¿verdad?

Observé cómo mi pregunta hacía que Dante y Elena se miraran


fijamente, dando vida a un escalofrío eléctrico casi nuclear entre ellos
que hizo que se me erizaran los pelos de la nuca.
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—No prometo nada —rompió Elena el pesado silencio para decir,


con la barbilla en su ángulo altivo, su voz tan inglesa como la de un
verdadero americano nacido.
—No creo que me guste lo suficiente como para cuidar de ella —
admitió Dante, medio en broma, medio en serio, como si ni siquiera él
pudiera saber dónde estaban sus verdaderos sentimientos hacia mi
abrasiva hermana.

No le culpaba. La mujer que tenía en mis brazos era más


complicada que la mayoría de las personas, y sus experiencias no
habían hecho más que endurecerla aún más, haciéndola incompatible
con la gente corriente del mundo.

Era algo bueno, pensé mientras la mirada de soslayo de Dante


recorría el vestido de esmoquin negro de Elena, remilgado, pero
extrañamente sexy, que Dante fuera uno de los hombres menos
ordinarios que conocía.

—Estarás bien —supuse con algo más que un poco de suficiencia


en mi voz.

—Sigo pensando que deberías considerar un matrimonio a distancia


—sugirió Elena. Ante mi mirada entrecerrada, se encogió de hombros
con una insolencia que podría haber rivalizado con la de Alexander—.
¿Qué? Ya lo hiciste antes.

Me reí, pero Alexander no lo hizo, ya que se incorporó a la


conversación frunciendo el ceño hacia mi hermana. Me rodeó la
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cadera con el brazo y me liberó de ella para que quedara envuelta a su


lado como una liana, exactamente como él me prefería.
—Agradecerás que permita la visita de mi esposa —le dijo
imperiosamente.

Se miraron a los ojos, un alfa a otro, ambos tan indignados y tan


completamente seguros de su propia superioridad que no pude evitar
la risita que brotó de mis labios.

No había soltado una risita así desde que era una niña, desde antes
de la caída de Xan y Seamus, desde antes de la pubertad, cuando la
belleza se me había clavado como una espada de doble filo, una
bendición y una maldición a la vez.

Solté una risa aún más fuerte. Cuando me recuperé, todos me


observaban con miradas suaves en sus duros rostros que demostraban
lo mucho que me querían de una forma tan increíblemente tierna.
Hacía que su afecto fuera aún más valioso por lo elementalmente que
iba en contra de sus naturalezas.

Me incliné hacia Xan para darle un beso en la comisura de la


mandíbula y me excusé para ir al baño de mujeres. Fue difícil no
reírse cuando, en el momento en que me alejé, los tres volvieron a
discutir.

Al pasar junto a Sinclair, su mano se extendió para atrapar la mía


con suavidad. Nuestras miradas se cruzaron y vi toda la felicidad que
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siempre había deseado para él brillando en sus ojos. Hizo que mi


garganta se llenara de lágrimas.

—¿Feliz? —preguntó, simplemente.


—Casi tanto como tú —le dije, apretando su mano—. Parece que
tienes un don para salvar a las chicas Lombardi.

No se río conmigo. En cambio, sus ojos eléctricos se oscurecieron


al mirar a su nueva esposa y luego de nuevo a mí. —No, Cosi, las
chicas Lombardi tienen el don de salvar a los hombres perdidos.

Me tragué su bendición como si fuera vino de comunión con los


ojos cerrados y una suave sonrisa de agradecimiento antes de volver a
moverme entre la jovial multitud. Algo oscuro se movió muy bajo y
rápido por el borde de mi visión, lo que me hizo mirar las sombras del
pasillo que conducía de nuevo a los baños.

Un chico estaba allí, con los hombros pegados a la madera y las


manos en los bolsillos de sus pantalones impecablemente planchados.
Me resultaba extrañamente familiar, incluso con la poca luz, el brillo
de su cabello de color lino, la forma en que sobresalía de su frente en
una cresta dorada que contrastaba profundamente con las fosas
oscuras de sus ojos ensombrecidos. No tendría más de catorce años, al
borde de la pubertad, pero no del todo, todavía delgado de una manera
que parecía desgarbado y con el rostro redondeado con grasa infantil
que aún no se había derretido.

No fue hasta que estuve casi encima de él que me di cuenta de quién


era exactamente.
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Rodger Davenport.
El tercer hijo de Noel, el que había sido engendrado magistralmente
por la unión secreta de Noel con la señora White y que se había
mantenido oculto a Alexander y Dante por si algún día era necesario
para usurpar a sus hermanos mayores.

El único hijo al que nunca había confiado ni confiaría mi vida


porque había demostrado, la única vez que tuve el disgusto de
relacionarme con él, que estaría encantado de acabar con él.

Alexander y Dante, con todos sus defectos y su considerable


oscuridad, eran santos bien adaptados en comparación con la febril
maldad que acechaba a Rodger.

Vi esa intención maliciosa cuando nos miramos a los ojos, y él


sonrió como un demonio liberado del tártaro para sembrar el infierno
en la tierra. El corazón me palpitó brutalmente en el pecho, como si
hubiera atravesado mi caja torácica para apretarlo en señal de
advertencia.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dije. Aunque estaba demasiado


lejos y la habitación era demasiado ruidosa para que me oyera
realmente.

Sin embargo, leyó mis labios; su fina y almidonada sonrisa se estiró


más entre sus mejillas al captar mi miedo.
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—Ven a verlo —se burló y luego se escabulló por el pasillo.

Una mujer salió de la boca bostezante del pasillo justo cuando él se


adentró en él, ocultando por dónde se había ido Rodger. Decidí
comprobar primero la cocina y la encontré vacía, salvo por dos
cocineros que sudaban y juraban en voz baja mientras se apresuraban
a salir con lo último que quedaba por servir. Le guiñé un ojo a Carla
mientras me miraba, y luego me escabullí de nuevo por la puerta,
dudando frente al baño de hombres antes de atravesar la puerta.

Rodger estaba de pie junto a la hilera de urinarios, con las manos en


los bolsillos del traje, y un brillante pie revestido de mocasines
golpeando las baldosas mientras silbaba una melodía aguda y
entrecortada.

—Fiesta aburrida —observó con una sonrisa unilateral—. Apuesto


a que echas de menos las veladas de la Orden, ¿verdad, esclava?

Levanté la barbilla. —Ambos sabemos que no. ¿Qué haces aquí,


Rodger? Si Alexander y Dante te ven, no dudarán; y no quiero que un
chico de tu edad salga herido.

—Me dijo que eras blanda —dijo Rodger con un chasquido de la


lengua y un movimiento de la cabeza que desprendió un mechón de
cabello dorado de su frente para que se balanceara en su ojo oscuro—.
También me dijo que intentó enseñarte que la blandura sería tu
muerte.

—Noel no me enseñó nada más que el dolor y el arrepentimiento —


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repliqué.

Mi talón seguía presionado contra la puerta batiente para que se


quedara abierta, los sonidos de la fiesta un consuelo tranquilizador a
mi espalda. Me enfrentaba al engendro de Satanás, pero mis héroes
estaban cerca si algo salía mal. Quería ver por qué Rodger se
arriesgaba a venir hasta aquí sólo para burlarse de mí.

Ladeó la cabeza. —Esas son lecciones valiosas, ¿no?

Lo eran. El dolor había desvelado los misterios de los mecanismos


de mi cuerpo, y el arrepentimiento me había enseñado exactamente lo
que era importante en mi vida.

Pero ya había tenido suficiente dolor y suficiente arrepentimiento


como para que Noel me forzara a su propia clase de miseria la noche
de mi boda.

—¿Deberíamos traer a tus hermanos mayores aquí y preguntarles si


están de acuerdo? —pregunté con una sonrisa afilada que coincidía
con la suya.

Rodger era una criatura de la oscuridad. Respetaba la audacia, la


crueldad y la manipulación del mismo modo que una persona normal
honraría la sabiduría, el valor y la empatía.

—¿O tal vez podría enseñarte algo sobre el dolor? —pregunté,


pasando la mano por mi muslo y tirando de la tela a medida que
avanzaba, de modo que el cuchillo doblado y metido en mi liga quedó
al descubierto ante él—. Como hiciste aquel día conmigo en la
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mazmorra.

Se lamió los labios, rápido como un lagarto e igual de repugnante.


Cuando levantó la vista de mi pierna expuesta, sonrió con su
inquietante sonrisa de niño. —Ha sido un día divertido, ¿verdad? No
puedo esperar a tener más de esos.

—No lo harás. Nunca.

—¡Oh! —dijo con una pequeña risa, balanceándose sobre sus


talones—. Pensé que lo habías entendido. Tonto de mí, mi padre me
dijo que eras estúpida.

—¿Tan estúpida como tu padre? Después de todo, es él quien está


bajo arresto domiciliario por fraude, malversación y blanqueo de
dinero.

La afable máscara de Rodger se resquebrajó y luego se desprendió


por completo de su rostro, revelando una curvada mueca de desprecio
que mostraba sus encías rosadas y sus dientes británicos torcidos. —
No hables de tus superiores de esa manera, esclava, o me veré
obligado a castigarte antes de llevarte a casa con padre.

—No voy a ir a ninguna parte contigo —le dije con firmeza—. Voy
a asomar la cabeza por esta puerta y llamar a Alexander. Entonces él y
Dante podrán decidir qué hacer contigo. No son tan —blandos—
como yo, así que espero por tu bien que se sientan indulgentes.
Aunque cada vez que ven mi espalda, cortada por las cicatrices que tú
y tu padre habéis puesto ahí, sus ojos se vuelven negros de rabia, así
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que no apostaría dinero por ello.


—No es necesario —dijo, alegre una vez más, rebotando sobre sus
dedos de los pies como si no pudiera esperar a contarme un
maravilloso secreto—. Vas a venir conmigo porque quieres.

Resoplé, la napolitana salió en mí mientras la rabia indignada


quemaba mi cultivada clase. —Ni en tus putos sueños, chaval.

—No soy ningún niño. Te referirás a mí como Lord Davenport. —


Ignoró mi burla y dio un paso al frente con los ojos demasiado
brillantes, tan vidriosos y locos como las canicas sueltas—. Y vendrás
conmigo de buena gana porque si no lo haces, voy a hacer volar a
todos tus seres queridos aquí mismo, en este tugurio.

El cuello me dolió fuertemente cuando el miedo se enganchó en mi


columna vertebral y me tensó. —¿Qué?

—Es realmente patético, lo fácil que es comprar artículos para un


explosivo. Ashcroft estaba tan enfadado, ya ves, porque Alexander le
quitó la polla y los cojones, que estuvo encantado de darnos una
bonita y fácil receta para una bomba casera.

Apreté los ojos contra la verdad que vi en su cara, el afán en su


expresión que me decía que no iba de farol. Sabía que Ashcroft se
estaba recuperando de sus heridas, aprendiendo a ser a la vez un
eunuco y un lisiado en una costosa casa de recuperación en el norte
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del estado, pero no había pensado que uniría fuerzas con Noel para
vengarse de nosotros. Al menos, no así.
Estaba segura que se les ocurriría a Alexander y a Dante, y que
estarían vigilando, pero con todo lo que estaba pasando con la fuga y
la detención de Dante, no habían estado tan atentos. Habíamos ganado
la batalla, pero parecía que habíamos olvidado que aún no habíamos
ganado la guerra.

—¿Dónde está? —pregunté, intentando desesperadamente encontrar


una salida a la situación.

—En la cocina, por supuesto. El explosivo no es muy fuerte, así que


cuento con el gas de la habitación para que realmente estalle con una
explosión adecuada. —Sonrió tanto que pensé que podría tragarme
entero con su gran boca. Me sentí como si estuviera mirando a una
barracuda mientras estaba boca abajo en el agua—. Si no salgo de
aquí contigo en los próximos diez minutos, el acólito de la Orden al
que pagamos se escabullirá hasta la cocina y la hará estallar.

Me observó mientras una bomba estallaba en el centro de mis


entrañas, mientras mis órganos internos sufrían espasmos y se
desplomaban, mientras mi corazón estallaba en un sangriento lío de
esperanzas y sueños fallidos. Me observó, y se ahuecó a través de sus
pantalones de franela mientras mi dolor le ponía duro.

—Me temo que no hay tiempo para despedirse, no si no quieres


despedirte para siempre —dijo, soto voce27.
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27
Sottovoce. Este adverbio italiano, que literalmente significa ‘en voz baja’, se usa con cierta
frecuencia en español para indicar que algo se dice o hace por lo bajo, con disimulo.
Hubo una especie de sonido crujiente y estático que recorrió mis
oídos como si alguien estuviera desenvolviendo un caramelo al lado
de cada oreja, y tardé un largo momento en darme cuenta que era el
sonido de mi corazón en pánico agitando frenéticamente la sangre por
mis venas. Deseé ser más inteligente, más rápida, simplemente más
preparada para afrontar una situación como ésta.

Tenía que ir.

No iba a poner en peligro a mis seres queridos y todos ellos, hasta el


último de ellos en realidad, estaban en la Osteria Lombardi esa noche.
Si facilitaba, si pedía ayuda, ¿qué les pasaría?

Seguramente, Rodger no se dejaría volar en pedazos.

—No —dijo, respondiendo a las preguntas que se reproducían en


mi rostro—. Estamos lo suficientemente cerca de la puerta trasera
como para llegar a tiempo.

¡Cazzo!

No podía soportar la idea que todos murieran por culpa de mi


voluntad, no cuando no tenía ningún otro plan bajo la manga para
salvarlos. Mi mente daba vueltas a las opciones, llamar a la policía de
alguna manera, avisar a alguien después que me fuera con Rodger,
dejar una pista de lo que estaba pasando para que al menos pudieran
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encontrarme rápidamente... pero no había nada. No hubo nada.


—Quedan cinco minutos, aunque nos estamos excediendo, ¿no
crees, esclava? —preguntó Rodger con los ojos muy abiertos y sin
engaño.

Era un buen actor, tan bueno como su pernicioso padre. Si pedía


ayuda caminando por la calle con él, ¿quién iba a creer que este
adolescente tan bien vestido sería una amenaza para mí?

—Vas a venir —me dijo porque vio la forma en que mis hombros
se desplomaron, vio la forma en que mi corazón parpadeó y se apagó
como una llama en mis ojos.

—Iré.

Asintió con la cabeza y luego caminó de puntillas hasta mi lado


donde me ofreció su brazo como lo haría un caballero en un baile. Su
gesto de caballero era tan flagrantemente contradictorio con nuestras
circunstancias que me dieron ganas de reír y llorar al mismo tiempo.

No lo acepté.

En lugar de eso, salí a empujones por la puerta y me adentré en el


pasillo por la puerta trasera, en el aire estancado y frío del callejón, sin
volver a mirar a la multitud de fiesteros. No sabía qué me movería a
hacer si los volvía a ver y, por tanto, me negué incluso esa última
mirada.
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Alexander y Dante me encontrarían, siempre y cuando yo saliera de


allí para mantenerlos a salvo.

No dudaba de su determinación y capacidad para salvarme.


Lo habían hecho antes y lo volverían a hacer mientras la vida se lo
exigiera.

De nosotros.

Había un anodino coche negro al ralentí, los gases de escape se


enroscaban en el aire y me envolvían, los humos tóxicos eran tan
repugnantes como la sensación de la mano de Rodger empujándome
hacia el coche y luego hacia su oscuro interior. Me sonrió antes de
cerrar la puerta, una sonrisa tan joven y excitante que me heló por
dentro.

Era pura maldad, y sólo tenía catorce años. Sólo un niño.

Parecía que donde Noel había fracasado en convertir a Alexander y


a Dante en hombres sin alma, había tenido éxito con Rodger.

Era una constatación tan repulsiva como increíblemente triste.

Rodger nunca había tenido la inocencia propia de la infancia porque


Noel le había enseñado desde su nacimiento que el mundo era un
lugar terrible y que, si quería prosperar, tenía que convertirse en lo
más terrible del mismo para poder triunfar.

Me quedé mirando por la ventana la pared trasera de ladrillo de la


Osteria Lombardi mientras me pitaban los oídos y me dolían los ojos
por las lágrimas. Era difícil creer que, después de todo lo que
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habíamos pasado y luchado, por fin iba a volver a Pearl Hall.

No como su amante, como había soñado durante años.

Sino una vez más, como esclava.


Me giré para mirar a Rodger y lo encontré mirándome fijamente,
con su buen humor desprendido como la piel muerta de una serpiente.

—Mereció la pena? ¿Saber que morirás en casa con nosotros para


que tus seres queridos puedan seguir viviendo sin ti? —Hizo la
pregunta sin inflexión ni verdadera curiosidad emocional. Lo preguntó
porque no entendía el concepto. Me había manipulado, sin saber por
qué iba a caer en su mecanismo porque él mismo no tenía corazón, ni
seres queridos a los que tuviera que sacrificar si se le pedía que lo
hiciera.

—Sí —dije, y fue la palabra más verdadera que jamás había


pronunciado.

—Qué lástima —dijo Rodger y luego, con un destello de su sonrisa


de niño, abrió la pantalla de su teléfono y envió un mensaje de texto
preparado.

Pude ver lo que decía desde mi asiento.

Hazlo.

Me quedé con la boca abierta como la herida que sentía bostezar a


través de mi pecho mientras miraba hacia él para confirmar. —
Rodger, ¿qué estás...?

Mis palabras se cortaron cuando oí que empezaban los gritos


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sobresaltados en el interior del restaurante, y olvidé lo que estaba a


punto de decir cuando se oyó un fuerte silbido y luego un extraño pop
hueco seguido del estruendo y el estallido de cristales rotos y ladrillo
desmoronado.

Mi cuerpo se retorció para mantener la vista en el edificio mientras


el coche avanzaba por el callejón. Observé cómo el fuego salía por la
puerta trasera y lamía su roja lengua hacia el cielo, incinerando la
basura embolsada a ambos lados de la entrada.

Si había alguien dentro de aquel infierno, no sobreviviría.

Se oyó un fuerte gorgoteo húmedo y un jadeo de aire dentro del


coche cuando giramos a la izquierda para salir del callejón, y el
edificio en llamas desapareció. No supe lo que era hasta que traté de
hablar y me di cuenta que mi boca se abría como una vela de crucero
atrapada por el viento, mi pecho asolado por sollozos tan profundos
que la quilla de los mismos se clavaba en mis entrañas y me dolía
ferozmente.

—¿Por qué? —conseguí a través de las lágrimas que destruían mi


cuerpo como una maldita tempestad.

Intenté no pensar en todos mis seres queridos fritos por el fuego,


intenté no recordar mi viaje escolar a Pompeya, donde los seres
queridos yacían superpuestos en fútiles intentos de protección,
calcificados por el hollín y la roca negra. Intenté no pensar en
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Sebastian y en mamá, en mi Giselle y en mi Elena, en Dante y, sobre


todo, en Alexander.
Intenté concentrarme en el caudal de rabia que tenía en el pecho
mientras miraba fijamente a Rodger y le obligaba a responder con el
mero peso de mi mirada.

Se lamió los labios y se encogió de hombros con su aristocrático


encogimiento de hombros antes de recostarse en su asiento para
acomodarse. —Porque —dijo con un bostezo—. Porque era divertido.

Y cuando se inclinó para hundir la punta de una fina aguja en mi


muñeca, le dejé porque la única cura para el tipo de desamor que me
destrozaba era el bendito alivio del olvido inducido por la medicina.

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Mi cerebro estaba demasiado pesado y caliente en los confines de
mi cráneo. Palpitaba como un metrónomo que hace tictac entre mis
oídos, poniendo en marcha una serie de nervios en carne viva por todo
mi cuerpo, de modo que palpitaba de dolor por todo el cuerpo.

Apreté los ojos con más fuerza, no contra el dolor sino contra el
déjà vu.

Tenía la boca cubierta de algodón cuando la abrí en un intento de


aspirar más aire frío y húmedo del lugar en el que me había
despertado. El suelo era un mordisco helado e implacable bajo mi
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cadera y mis piernas de plomo, pero al trazar con mis dedos


temblorosos los surcos de la baldosa, lo reconocí por lo que era.
Las baldosas a cuadros blancos y negros atravesados por el oro que
componían el suelo del salón de baile de Pearl Hall.

El estómago se me revolvió violentamente en la garganta y, antes


que pudiera contener el flujo, me estaba inclinando dolorosamente
para vomitar el veneno que me quedaba en el organismo. El olor acre
llenó mi nariz e hizo que mi estómago se convulsionara hasta que cada
onza de líquido fue exprimida de mi cuerpo.

Caí al suelo junto al desorden, temblando y sudando mientras me


acurrucaba en mi interior hueco.

No me cabía duda que Noel me había arrastrado a este lugar para


rehacer el infierno de mi iniciación en los juegos de la Orden. Sabía
que las cámaras estaban colocadas por todo el salón de baile, dirigidas
a mí las veinticuatro horas del día, observándome en busca de
cualquier debilidad que pudieran explotar.

Ellos.

Parecía que el suplente se había convertido en el heredero de Noel y


que probablemente se estaba preparando para ocupar su lugar como
encarnación viviente de Satán.

Como si fuera conjurado por mis pensamientos como el mismísimo


diablo, la puerta se abrió con un insidioso siseo sobre los pulidos
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suelos de mármol y el tintineo de los caros zapatos resonó por toda la


cavernosa sala.
No levanté la cabeza cuando los dos pares de zapatos se detuvieron
justo al lado de mi vista. Eran mocasines de cuero negro pulido, del
mismo estilo, pero un par más pequeño que el otro.

Dos horrores.

Antes que pudiera siquiera parpadear, un zapato se levantó hacia


atrás y luego se estrelló contra mi estómago.

El dolor estalló como una fruta demasiado madura que reventara en


mi centro, y me ahogué en mi grito mientras me acurrucaba más en mí
misma.

—Ya no es tan bonita, ¿verdad, padre? —preguntó Rodger mientras


volvía a levantar el pie y me apuntaba al pecho.

—Tranquilo, muchacho, no queremos que pierda el conocimiento


antes que entienda lo que está pasando aquí, ¿verdad?

—No, padre —aceptó con un placer silencioso y siniestro.

No podía esperar lo que iba a suceder.

Era sólo un niño, apenas en la cúspide de la hombría, pero la alegría


que debería haber estado reservada para la Navidad o su primer baile
mixto estaba descolocada. No me cabía duda de que disfrutaría más
azotándome que con lo que pudiera traerle Papá Noel.
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Me dolía el corazón al darme cuenta de que nunca se era demasiado


joven para ser un pésimo ser humano.
Noel se adelantó y se puso en cuclillas de la misma manera que
Alexander lo había hecho la primera vez que me visitó en el salón de
baile hacía casi cinco años. Lo vi pellizcarse los pantalones para
acomodar los músculos de sus muslos, la forma en que sacó una
pelusa de la franela y la puso en mi pierna. Tenía un rostro ancho y
apuesto, con una fuerte mandíbula cuadrada y una espesa cabellera
que había regalado a sus tres hijos.

El suyo no era un rostro de maldad. Era apuesto, con un encanto


grabado en las líneas junto a sus ojos que insinuaban una vida llena de
sonrisas.

Todo era una mentira tan elaborada.

Sabía que debía de haber estudiado las cintas de mi época en el


salón de baile, y que esta recreación formaba parte de su plan maestro.

Y en cada etapa de ese plan, había tenido la intención de


administrar la máxima cantidad de dolor a Alexander y a mí.

Reuní la bilis espesa y metálica en mi lengua y levanté la cabeza lo


suficiente para mirarle directamente a los ojos mientras le escupía a la
cara.

El coágulo húmedo aterrizó en su mejilla y se deslizó lentamente


hasta el pliegue de su boca. Observé, con el ácido en las tripas, cómo
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se limitaba a separar los labios y a lamer el lodo con la lengua.


Un segundo después se abalanzó sobre mí con las manos enredadas
en mi melena en ángulos tan dolorosos que grité de dolor sin poder
evitarlo.

—Vuelve a faltarme al respeto y dejaré que Rodger te despelleje


viva y luego te cuidará hasta que te recuperes para hacerlo todo. Otra
vez. Y otra vez.

No dije nada, ni aparté la mirada, pero él leyó mi capitulación en el


fondo de mis ojos.

—Ahora, quiero darte la bienvenida a tu nuevo hogar. Por el


momento, consiste en estas cuatro paredes. Este salón de baile es todo
lo que conocerás hasta que te ganes el derecho a más. —Una amplia
sonrisa dentada cruzó su rostro mientras recitaba las mismas líneas
que Alexander. Sus manos se agarraron con más fuerza a mi cabello,
como un interruptor de luz pegajoso que encendiera mi torrente de
lágrimas. Lamió una y luego me mordió la mejilla antes de retirarse
para terminar su discurso—. Ya sabes, Ruthie, cómo ganarte el
derecho a más porque este es un juego que ya has jugado antes. Sólo
que esta vez, te romperé, y al final, lo único que conocerás es el
sonido de la palabra Amo en tus labios mientras me suplicas que te
deje atender mis necesidades.

—Puedes tenerme encadenada en ella hasta el día de mi muerte, que


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nunca te llamaré por ese epitafio —juré.

—Bien, entonces —dijo con una vaga sonrisa mientras sus manos
se deslizaban fuera de mi cabellera y me acariciaba la mejilla, una vez
más el dócil caballero maduro—. Quizá el día de tu muerte esté más
cerca de lo que pensabas.

Noel se enderezó y giró sobre sus talones para volver a cruzar la


sala. Rodger se quedó, con su pie golpeando un ritmo errático
mientras me miraba con lujuria. Luego él también se agachó a la
manera de su hermano y su padre, tan cerca que pude sentir el dulce
aroma a algodón de azúcar de su aliento en mi cara. Era un recuerdo
profundamente perturbador de su juventud que contrastaba con la
antigua maldad que le habían transmitido sus antepasados Davenport
y que se había implantado en sus ojos.

—Si fallas —me dijo con entusiasmo, sus grandes ojos grises e
insensibles como el hormigón que me entierra viva—. Dijo que puedo
matarte yo mismo y enterrarte en el laberinto con los demás.

Se puso de pie rápidamente, se dispuso a correr detrás de su padre,


y luego me propinó una dura y rápida patada en la cara expuesta que
me alcanzó justo en la boca. Mi labio se abrió como una fruta
demasiado madura, llorando tanta sangre que por un momento pensé
que me había desprendido un diente. No grité por el dolor, pero mi
cuerpo se contrajo más, como si ocupar menos espacio pudiera
minimizar el dolor.

Rodger se río mientras me miraba. Intenté esquivar su pie cuando se


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dirigía de nuevo a mi cara, pero estaba atrapada por las cadenas y


aturdida por el primer golpe. Me plantó el mocasín en la cara y me lo
clavó en la boca húmeda y rota con otra risita de regocijo antes de
apartarse finalmente.

Lamí la sangre mientras se escurría de mi boca hacia la baldosa de


mármol negro y vi cómo su pie ensangrentado se aplastaba contra el
suelo al salir por la puerta.

Con un gemido para liberar la tensión del dolor en mi cuerpo, me


puse de espaldas y miré el mural de Hades atravesando la corteza de la
tierra en su carro negro conducido por caballos no muertos para
llevarse a la hermosa diosa de la primavera Perséfone.

Intenté respirar a través del dolor en las tripas y la mandíbula


mientras buscaba consuelo en mi mito favorito. Muchos estudiosos
creían que Hades había raptado a Perséfone en contra de su voluntad y
la de su madre, y que, si se había llegado a algún acuerdo, era entre
Hades y el padre de Perséfone, Zeus, que estaba distanciado.

¿Por qué Zeus no iba a creer que Hades era una excelente elección
como marido? Era el gobernante de uno de los tres reinos, el hijo
mayor de Rea y Cronos, y un héroe de guerra.

¿Cómo iba a saber lo que ocurría en los sombríos páramos del


Inframundo, donde los demonios vagaban y los muertos vivientes se
afanaban en sus eternidades?
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Independientemente de cómo se produjera el rapto, opté por creer la


impopular opinión de que Perséfone había sido robada contra su
voluntad, pero fue ella quien decidió comer los granos de granada para
asegurarse de que tendría que volver al Inframundo durante seis meses
al año. Tras años de manipulación, había tomado en sus manos su
propio destino y había decidido tener lo mejor de ambos mundos para
satisfacer la dualidad de su alma.

Por supuesto, todo era un mito de la creación para explicar las


estaciones, pero también era una alegoría de mi vida de una manera
que nunca hubiera pensado que podría ser.

Salvatore me había manipulado para ser vendida como esclava.

Alexander me había arrancado de mi mundo tal y como lo conocía y


me había llevado a los oscuros dominios que se había visto obligado a
dominar desde su nacimiento.

Sin embargo, no culpaba a ninguno de ellos por sus acciones.

Sólo intentaban sobrevivir a la suerte que la vida les había asignado.

Y al final, sus acciones me habían conducido a un cúmulo de


oportunidades que de otro modo no habría conocido.

Encontré el amor de un buen padre, uno con la moral defectuosa de


un Made Man, pero con una riqueza de lealtad y amor por su familia.

Había descubierto lo devastador que puede ser el amor verdadero,


cómo arrasa tu alma y de las cenizas renaces como una nueva versión
de ti mismo, con un corazón hecho de pedazos de otra persona.
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Sobre todo, había aprendido a ser la clase de mujer de la que podía


estar orgullosa; totalmente resistente, completamente sin miedo frente
a sus enemigos y totalmente dispuesta a ofrecer su corazón a pesar de
las cicatrices acumuladas en él.

Las lágrimas se acumularon en las esquinas de mis ojos, nublando


mi visión de la vibrante pintura del techo. Cerré los ojos mientras la
humedad corría por mis mejillas. No necesitaba mirar el mural para
verlo en mi mente. Me había aportado paz la primera vez que estuve
prisionera aquí, y ahora me aportaba una dosis de consuelo.

Un sollozo subió por mi garganta, húmedo y lleno de mugre.

Lo solté en el aire y me acurruqué sobre mi costado en posición


fetal mientras me permitía por fin soltar la verdad.

La explosión que había sacudido la Osteria Lombardi


definitivamente habría matado a algunos de mis seres queridos. Era
imposible que todos hubieran sobrevivido ilesos.

Pensé en Sebastian y mamá, en Giselle y Sinclair recién casados y


tan enamorados, en Elena tan amargada y tan necesitada de un nuevo
comienzo.

No pueden estar muertos.

No mi familia.

No Dante con su sonrisa pícara y su tierna sonrisa diseñada sólo


para mí.
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No Salvatore tan pronto después que lo encontré y comencé a


amarlo.
No podía ser posible, pero sabía en mis huesos que lo era.

Podía contemplar la muerte de mi familia, aunque cada pensamiento


me atravesaba como un ácido vertido sobre una cuchillada, pero no
me atrevía a reconocer la última posibilidad.

La que proclamaba la muerte de Alexander Davenport.

Simplemente no podía ser posible.

¿Cómo pudo alguien matar a un hombre como él?

Era más alto y fuerte que cualquier otro, revestido de una densa
musculatura como si llevara una armadura bajo la piel. Una bomba no
podía acabar con eso.

¿No es así?

Pero también era más inteligente que los demás. Su talento


depredador le habría hecho notar el malestar en el aire; la sensación de
la habitación de repente sin mí y la débil y ominosa presión en la
atmósfera como el cielo antes de una tormenta. Habría ido a
buscarme, quizás incluso haciendo participar a Sebastian o a Dante.
Podrían haber estado todos fuera cuando estalló la bomba.

Era posible.

Me di cuenta demasiado tarde de que estaba hiperventilando. El aire


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se agarrotó en mis pulmones y se convirtió demasiado rápido en


dióxido de carbono. No podía obtener suficiente oxígeno y luego no
recordaba cómo mover el pecho para que entrara el aire en las
cavidades.
Mi visión nadaba mientras miraba ciegamente a Hades,
suplicándole silenciosa y locamente que irrumpiera en el suelo del
salón de baile y me salvara de este infierno para poder arrastrarme al
suyo.

Fue mi último pensamiento antes de que mi cuerpo se rindiera y me


desmayara.

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El tiempo pasó. Sólo lo sabía por la débil sensación intrínseca que
tenía mi cuerpo de que el sol salía y caía fuera de las cortinas de
brocado cerradas sobre las ventanas del salón de baile. Me daban de
comer a horas extrañas y me visitaban a intervalos aleatorios para
pedir mi sumisión, a veces con días de diferencia y otras veces
repetidas cada hora en punto.

Noel no se limitaba a matarme de hambre, sino que me mantenía


con vida —apenas— a base de pan duro, queso enmohecido y agua
tibia. Empleó tácticas como si estuviéramos jugando a la guerra.
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Se colocaron focos brillantes en un círculo alrededor del diámetro


de la longitud de mi cadena, y pulsaron con luz cegadora con
temporizadores, de modo que sólo se me garantizaba un puñado de
horas de sueño.

En la habitación hacía un frío glacial. Era el final de la primavera en


Gran Bretaña, y no debería haber sido tan ártico a través de los picos y
el valle del distrito, pero de alguna manera, el salón de baile se
convirtió en un refrigerador, y yo en carne helada.

Estaba más allá de la miseria, pero no me quebré porque Noel no


entendía un principio básico.

Si mi familia estaba muerta —como para entonces me había


convencido de que lo estaba, sobre todo porque nadie había venido a
liberarme—, no me quedaba nada por lo que vivir.

Sabía que la paciencia de Noel se agotaría y la excitación de Rodger


se pondría en marcha. Que mis días estaban contados mientras
siguiera con mi silenciosa y dolorosa rebeldía.

Pero no estaba dispuesta a sacrificar mi orgullo y mi aplomo


consintiendo ser la esclava del hombre más sádico de Inglaterra.

Me negaba a profanar la plétora de recuerdos dorados que tenía de


Alexander como mi Amo llamando a cualquier otro hombre, y mucho
menos al hombre que me lo arrebató, con el mismo título.

Era una blasfemia.


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Un sacrilegio.
No me importaba si eso significaba que mi religión era las cadenas
y los látigos, la dominación y la sumisión, el consentimiento y la
rebelión.

Había rezado demasiado tiempo en el altar de Alexander como para


avergonzarme ahora.

Eran esos recuerdos de él los que me animaban en las oscuras y


turbulentas horas de confinamiento solitario en aquella jaula
congelada.

Cuando Rodger se cansó de mi apatía y sus puños de adolescente


descargaron golpes de adulto sobre mi cuerpo postrado, pensé en
Alexander lavándome suavemente el cabello, pasando las hebras
como tinta por sus dedos.

Cuando Noel trató de degradarme quitándome el cubo del váter y


después cuando derramó su semilla en mi rostro mientras Rodger me
sujetaba para recordarme que ya era suya, pensé en todas las formas
en que Alexander me había hecho suya desde dentro. Cómo había
estampado mi culo con su marca, mi mente con su lenguaje de poder y
mi corazón con la dualidad de sus acciones e intenciones.

Me recordaba a mí misma, cantando durante horas cada día, que yo


era suya, suya, suya.
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No de ellos.

Tal vez ni siquiera mía.


Ser suya me proporcionaba un escudo mental tras el que me
desesperaba esconderme. No podía ser responsable de mis actos
porque Alexander lo era, y si él no podía estar allí, entonces
mentalmente, yo tampoco.

En el momento en que las puertas dobles se abrieron de golpe un


día, supe que la paciencia de Noel había llegado a su fin. El aire se
reunió a su alrededor, absorbido por la fuerza magnética de su furia
mientras merodeaba por el mármol hasta llegar a mi lado, donde yo
yacía acurrucada en el suelo con mis cadenas enroscadas en los brazos
en busca de algo a lo que acurrucarse con frío consuelo.

Miré hacia las sombras de su rostro, su estructura totalmente


iluminada por la luz opresiva de los focos que nos rodeaban. Nunca
había tenido un aspecto más siniestro ni más adecuado.

—Te levantarás —prometió en tono sombrío.

Tenía la boca demasiado seca como para separar las palabras, así
que respondí con mi quietud y mi silencio.

—Te levantarás, Ruthie, porque sé que tu hamartia es tu


corazoncito bueno. No soportas ver sufrir a la gente, ¿verdad?

Mi garganta se apretó y frotó como papel de lija mientras tragaba


con fuerza.
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—No, no puedes —aceptó con arrogante satisfacción—. Entonces,


te levantarás porque si no lo haces.... —Su astuto y presuntuoso
desprecio flotaba en el aire entre nosotros tan espeso como el humo de
un cigarro—. Mataré a los sirvientes uno por uno.

Mis ojos se abrieron de par en par antes de que pudiera controlar mi


expresión.

No podía hablar en serio.

Sólo yo sabía lo suficiente para comprender hasta dónde llegaría


Noel para salirse con la suya. Era un psicópata que había asesinado a
sangre fría a innumerables mujeres, incluyendo a su esposa y a la
madre de sus hijos.

Por supuesto, mataría a los sirvientes. No eran más que respuestas


automáticas a sus necesidades básicas.

Seguramente se complacería en matarlos.

Las ganas de llorar me encharcaron el corazón y me pusieron el


pulso a mil por hora.

Me negué a ceder al impulso.

Si iba a capitular, lo haría con fuerza hasta el final.

Alexander me había enseñado eso.

Me dolía el cuerpo mientras me ponía en pie, las piernas se


tambaleaban al intentar sostener mi peso por primera vez en días. Noel
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extendió la mano para golpear mi pecho con tanta fuerza que siseé.

—Tienes la piel azul. Báñate y vístete con la ropa que te he dejado,


luego baja las escaleras para ayudar a los criados a preparar la cena.
Quiero que me sirvas todo con tus propias manos —me ordenó con
oscura diversión antes de levantar una de mis manos y llevarse un
dedo a la boca—. Quiero que cada plato esté sazonado con el sabor de
tu carne.

—Me das asco —le dije.

Al instante siguiente estaba en el suelo, con la mejilla llena de un


dolor tan intenso que me dejó momentáneamente ciega. Antes de que
pudiera recuperarme, la mano de Noel estaba en mi barbilla con un
agarre punitivo que sabía que me dejaría un moratón tan oscuro como
el zumo de mora.

—Vuelve a responderme, Ruthie —advirtió casi con desidia, en


contraste directo con sus palabras y su agarre—. Y me aseguraré de
que nadie vuelva a llamarte guapa. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza, con la rebelión tan caliente en la lengua que


me quemaba.

Imposiblemente, su agarre en mi cara se hizo más fuerte. —


Responde bien.

—Sí, señor —dije con el máximo respeto para que no volviera a


pegarme por decir señor cuando hubiera querido amo.

Hizo un breve ruido de aprobación en su garganta y luego me soltó


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con un ligero empujón para que cayera de nuevo al suelo. —Ve a tu


antigua habitación. La señora White te está esperando allí.
Se me agarrotó la garganta al pensar en la mujer que había
participado en cada paso de mi tortura a manos de Noel. La rabia
empapó mi quebradizo cuerpo y ardió en llamas.

Cuando recorrí el lento y doloroso camino por el pasillo hasta mi


antigua habitación, mi piel ardía con el fuego de mi sangre.

La señora White me esperaba con el mismo vestido negro y el


delantal blanco de siempre, con sus rizos recogidos en un moño
habitual. Era mayor, pero su rostro conservaba una gordura aniñada
que la hacía parecer más joven de lo que era.

¿Por qué las peores personas que conocía llevaban las máscaras más
bonitas?

Me resultaba casi imposible ver, más allá de mi amor instintivo por


su belleza, los demonios que se escondían debajo.

—Buenas tardes, querida —me saludó con una sonrisa genuina,


aunque trémula—. Me alegro mucho de verte viva y bien de nuevo.

—¿Y bien? —pregunté, con el aire saliendo de mi cuerpo como el


vapor de un motor sobrecargado—. ¿Crees que esto está bien?

Se mordió el labio y titubeó nerviosamente. —No, tal vez no bien,


pero vivo todavía. No estaba tan segura después de lo ocurrido en
Nueva York.
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—Como si no supieras lo que había planeado —acusé mientras me


acercaba a ella. Ella retrocedió un paso por cada dos que yo avanzaba,
hasta que estuvo apoyada contra las ventanas y yo me apreté
profundamente contra su suave cuerpo—. Sabías entonces lo que iba a
ser de mí, y cuando eso no funcionó, seguiste intentando que me
mataran.

Tragó grueso, su aliento caliente y con olor a melocotón contra mi


cara. Irracionalmente, el hecho de que se hubiera dado un capricho de
fruta dulce y madura me hizo enfadar aún más.

No había probado algo fresco en días, y esta horrible zorra se


atiborraba de fruta en la puta cocina de Alexander.

Mi mano se levantó antes de que me diera cuenta y rodeó con un


dedo la carnosa y pálida garganta de la señora White. Se atragantó
contra mi agarre y su saliva voló hacia mi cara. Me la quité con una
mano y luego hice una mueca casi contra sus labios: —No me importa
que no tuvieras elección. No me importa si sólo intentabas sobrevivir.
Me tomaste bajo tu ala mientras estaba esclavizada aquí, me hiciste
creer que podía confiar en ti, y luego te aprovechaste de eso. Tal vez
podría perdonarte por eso, pero nunca podré perdonarte por alejarme
de Xan. Nunca podré perdonarte a ti ni a tu hijo por m—matarlo a él y
a mi familia.

La señora White balbuceó y su rostro maduró como un tomate en la


vid, pasando del verde enfermizo al rosa y luego al rojo bermellón.
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Aun así, apreté.

No sería la primera vez que mataba a alguien, aunque


probablemente sería la última.
Sabía que no me quedaba mucho tiempo de vida, y si era lo último
que hacía, me alegraría haber acabado con la vida de Mary White yo
misma.

La puerta detrás de mí se abrió con un golpe justo antes de que me


arrancara de ella un brazo que me cruzaba el pecho y los hombros. Por
su olor, almizclado y artificioso, pude saber que Noel era quién me
arrastraba lejos de su antigua esclava. Me empujó a la silla que había
delante del tocador y me dio un golpe tan fuerte en la mejilla derecha,
ya dolorida, que sentí cómo se me partía la piel del pómulo.

Luego se puso frente a mí, enjaulándome con sus brazos apoyados


en la silla, y se cernió sobre mí como un Dios vengativo. —Te di la
libertad, y no tengo ningún reparo en quitártela de nuevo. Si no puedes
comportarte, te obligaré. —Miró por encima de mi hombro hacia la
puerta, donde pude ver a Rodger en mi periferia, rebotando en las
puntas de los pies mientras veía a su padre descargar su ira contra
mí—. Hijo, tráeme mi caja de herramientas.

Resultó que la versión de Noel de una caja de herramientas era


como algo sacado del Dr. Frankenstein. Tenía martillos, clavos y una
pistola de clavos, látigos, azotes y cadenas, jengibre crudo y pimienta
de cayena, pinzas con dientes y pesas con ganchos para sujetar los
piercings genitales. En primer lugar, me abrochó una mordaza de bola
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roja alrededor de la cabeza, asegurándola entre mis dientes para que


me sentara ante el espejo con el aspecto de un cochinillo asado listo
para ser devorado.
A continuación, abrió aquel kit vicioso y comenzó a aplicar sus
herramientas en mi cuerpo como castigo por haber atacado a la señora
White.

Me ataron los brazos desde los hombros hasta las muñecas con una
tosca cuerda al respaldo de la silla y las piernas desde la ingle hasta el
tobillo contra las patas de la silla. Me pintaron pasta de jengibre en la
delicada piel de mi clítoris, encendiéndola con picor y ardor incluso
antes de que la sujetara con los duros dientes de metal. Luego Noel le
enseñó a Rodger cómo utilizar las pinzas en forma de C ajustables
para pellizcar mis pezones entre el soporte metálico y la cabeza del
tornillo.

La peor parte de todo el calvario fue ver cómo me ataban como a


una muñeca en el hermoso espejo dorado que una vez había amado en
una habitación que Alexander había ayudado a convertir en un hogar.

Las lágrimas corrían por mi cara incluso después de que terminaran,


me fotografiaran y se marcharan con la advertencia que dejaran a la
Sra. White prepararme para la cena o de lo contrario...

Le temblaban las manos mientras me pintaba los labios abiertos de


rojo sangre y me secaba las lágrimas como podía para aplicarme el
maquillaje y el colorete. A veces, su respiración se entrecortaba
cuando sus ojos se desviaban hacia mis pezones amoratados o mi sexo
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dolorido, pero continuaba con diligencia para embellecer mi rostro


para nuestro dictador compartido.
—Sé que no quieres oírlo —dijo finalmente con una voz tan baja
que tuve que esforzarme para oírla incluso en la silenciosa
habitación—, pero quiero, no, necesito explicarme... Cuando Noel me
tomó como su esclava, me sentí eufórica y horrorizada. Mi padre era
uno de los últimos arrendatarios sin éxito que cultivaban las tierras de
Davenport, y tenía una gran deuda con Noel. Al igual que tú, me
entregaron como pago. Vivía lo suficientemente cerca como para
conocer los chismes del pueblo, así que sabía lo que Noel hacía con
sus esclavas. Pasó por muchos, ya ves, y aunque a los forasteros no se
les permitía entrar en el Salón, los repartidores podían a veces oír los
lamentos y entonces algunos de los sirvientes, bueno, cotorreaban
cuando no debían. No era la muchacha más bonita, y no era muy
encantadora ni tenía la clase que imaginaba que querría un Lord, pero
era inteligente.

Se rio tristemente para sí misma mientras terminaba de maquillarme


y cogía el cepillo para pasarlo por mi cabello. Sus ojos se clavaron en
los míos en el espejo y, aunque quise apartar la vista, me quedé
hipnotizada en la angustiosa tonalidad de su mirada.

—Fui lo suficientemente inteligente como para saber que tenía que


dar algo más que mi cuerpo y mi sumisión a Noel si quería sobrevivir
a él. ¿Recuerdas lo que te dije antes de la noche del baile en Londres?
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La belleza se desvanece, querida niña, y yo necesitaba algo que


durara. Ahora casi deseo no haber aguantado. Veinte años es mucho
tiempo para ser golpeada por un hombre con una creatividad infinita...
pero tomé las decisiones que tomé para sobrevivir, y luego, cuando
tuve un hijo, para que él también lo hiciera.

La miré fijamente, escribiendo mi propio monólogo con tinta


dorada para que pudiera leerlo en mis ojos.

Ella me devolvió la mirada, con los labios torcidos por una mezcla
conflictiva de orgullo y duda, antes de desabrochar la mordaza con
vacilación y retirarla suavemente de mi dilatada boca.

Trabajé la mandíbula para aliviar el dolor antes de decir: —Tienes


razón, no me importa. Has sacrificado a una mujer con la que deberías
haber empatizado. Había otras formas de ganar la partida, otros
movimientos que podrías haber hecho.

Se mordió el labio y luego abrió las palmas al aire en señal de


bendición. —Era la forma más directa que pude encontrar para dar
jaque mate.

Bueno —le dije siniestramente porque la búsqueda de compasión


que había hecho no me había atrapado por la boca ni me había hecho
caer en la trampa. En todo caso, me hizo odiarla aún más—. El juego
aún no ha terminado.

Observé cómo leía la acritud grabada en mis facciones y cómo su


propia cara se cuajaba como una mala crema.
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—Bien —susurró—. Si quieres otro enemigo mientras estás aquí,


yo lo seré. Pero debes saber que la elección fue tuya.
—Nunca he tomado mis propias decisiones bajo este techo, y no se
me permitirá hacerlo ahora —repliqué.

Apretó los labios en una línea plana al darse cuenta de lo inútiles


que eran sus esfuerzos por convencerme de su lado oscuro y, con los
ojos entrecerrados, volvió a ponerme la mordaza de bola en la cabeza.

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Encontré la cocina de la misma manera que la había dejado, desde
las paredes con paneles de madera bellamente reformadas hasta la
vieja cocina AGA y todos los sirvientes de la cocina que había
conocido antes. Hasta Douglas O'Shea.

La herida de cuchillo de su traición irradiaba a través de mi espalda.

Puede que fuera un poco ridículo pensar que Douglas abandonaría


su puesto de jefe de cocina en Pearl Hall después de que yo me
hubiera ido, pero no era descabellado pensar que hubiera dimitido
después de que Alexander renegara abiertamente de su padre.
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Sin embargo, allí estaba, en la larga y desgastada mesa de madera


del centro de la sala, con una manzana roja en la mano, cuya cáscara
se enroscaba sobre su mano llena de nudos como el cuerpo de una
serpiente. La visión de su cabello cobrizo y brillante, rojo como la
punta de una llama, y la colección rubicunda de pecas salpicadas en su
pálida piel hicieron que mi corazón se doliera de nostalgia.

—Ducky —respiró, el sonido de ello como el aire que se escapa de


un pulmón perforado.

Parecía arruinado al verme. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y


sus manos, habitualmente firmes, temblaron cuando dejó la manzana
para apoyarse en la mesa.

—¡Fuera! Todos ustedes —ordenó temblorosamente.

Me di cuenta de que todo el equipo de cocina había hecho una


pausa en sus esfuerzos para mirarme. El joven sirviente que recordaba
que se llamaba Jeffery se escabulló hacia mí al salir por la puerta y me
sorprendió tirando suavemente de mi mano en una pequeña señal de
solidaridad.

El gesto hizo que las lágrimas que atormentaban mi garganta


salieran a la luz.

Cuando volví a mirar a Douglas, estaba llorando descaradamente.

—Estoy hecho polvo. Quería tanto que esto fuera de una manera
determinada —empezó entre mocos—. Quería ser fuerte por ti porque
sé que todo esto es una locura, pero Ducky, verte así... —Hizo un
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gesto con la mano hacia mi cuerpo encadenado, con grilletes y corsé


blanco—. Me ha destripado.

—A ti y a mí, a la vez.
Se estremeció ante mi tono frío, y entonces sus ojos se abrieron de
par en par mientras corría alrededor de la mesa sólo para chocar con el
muro invisible de mi rencor un metro antes de llegar a mí.

Sus manos revoloteaban como pájaros sin percha mientras intentaba


explicarse: —Estuve a punto de salir furioso en el momento en que
ese imbécil me dijo que te habías levantado y nos habías dejado. No
había forma de que mi dulce patito huyera sin despedirse a menos que
hubiera hecho algo para merecerlo. Tenía las maletas hechas y todo
cuando el gran señor de la mansión en persona apareció en mi puerta y
me explicó algunas cosas.

Se arriesgó y me apretó las manos entre las suyas, las cadenas entre
mis grilletes chasqueando como la lengua de una madre italiana que
regaña. Se lo permití, no porque me sintiera menos traicionada, sino
porque después de tanto tiempo en la oscuridad y el frío solitario,
ansiaba un tierno afecto físico.

—Fue Lord Thornton quien me pidió que me quedara en Pearl Hall


—susurró frenéticamente mientras sonaban voces en el pasillo—. Ya
ves, ahora soy un espía de verdad. Los ojos y oídos de Alexander en la
casa de su enemigo.

El alivio me invadió como la lluvia purificadora de un chaparrón


primaveral. Mis rodillas temblaron bajo el peso de su verdad, y lloré
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antes de poder contenerme, rodeando a Douglas con mis brazos en un


abrazo ineludible.

Él me abrazó y, juntos, lloramos durante un buen rato.


—¿Tienes... tienes noticias de él desde que estoy aquí? —Me
ahogué entre las lágrimas.

Antes que se pusiera rígido en mis brazos, supe cuál sería su


respuesta. —No, amor, lo siento. Me enteré de la explosión, y bueno,
su gracia parece creer que sus dos hijos mayores están muertos.

La angustia subió por mi garganta y se derramó como el agua que


rompe una presa. Agarré a Douglas contra mí con tanta fuerza que
pude sentir la forma de sus huesos bajo la piel.

Cuando por fin pude controlarme, me aparté, pero sólo lo suficiente


para mirar su querido rostro y decir: —Gracias.

Su rostro se tambaleó al tragar un sollozo, y luego se suavizó en una


tierna sonrisa al recoger una de mis lágrimas con el pulgar. —Parece
que estás hecha polvo. Siéntate y ayúdame con esta tarta mientras
planeamos tu huida.

Entre el dulce aroma de las manzanas, Douglas me explicó cómo


había estado utilizando al halcón de Alexander, Astor, para enviar
misivas manuscritas sobre los tejemanejes de Noel a un hombre al que
Alexander pagaba y en el que confiaba en Manchester. A veces,
Douglas recibía notas en respuesta, pero la mayoría de las veces era
un flujo interminable de información sobre el paradero del Duque de
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Greythorn, sobre quiénes lo visitaban en Pearl Hall y sobre cualquier


cosa que tuviera que ver con la Orden.
—Tengo que decir que me alegré como una madre cuando me
enteré de que lo habías hecho —dijo con una sonrisa descarada
cuando hablamos de la disolución de la Orden de Dionisio—. Pensé
que el hombre estaba loco por enfrentarse a ellos, pero entonces, ¿qué
mejor razón que tú para hacerlo?

El resto del personal de cocina regresó después de eso, así que


Douglas y yo nos vimos obligados a mantener una charla superflua,
pero mientras dábamos los últimos toques a la cena, me acercó con el
pretexto que necesitaba mi ayuda con los preparativos del servicio de
té después de la cena.

—Por supuesto, sabes que tu flor favorita se utiliza para crear el


infame opio —dijo en voz baja, conversando.

Se me erizaron los pelos de la nuca, pero no di ninguna señal de


incomodidad mientras tarareaba mi respuesta.

—Bueno, es un hecho poco conocido que las semillas de la


amapola... —Sacó una cesta de flores de uno de los alféizares y me
mostró el pequeño cuenco lleno de semillas que había cosechado—.
Se pueden utilizar para hacer un té que imita los efectos de la morfina.
Lo llaman 'sueño crepuscular'.

Me mordí el labio mientras le veía machacar algunas de las semillas


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y luego mezclarlas con algunas hierbas antes de poner la mezcla en un


colador en la boca de una tetera.
—Entonces, ¿tu plan maestro es dormir a Noel en la mesa? —
pregunté.

Me lanzó una mirada. —No, Ducky, mi plan es hacerlo un poco


más flexible. Han utilizado morfina en estudios para sueros de la
verdad, y se ha descubierto que afloja la lengua. Sin mencionar que lo
pondrá un poco loco y fuera de sus cabales. Con suerte, hará que lo
que sea que haya planeado después de la cena sea un poco más
tolerable.

Puse mi mano sobre la suya en la olla y le di un apretón. —Gracias,


Douglas.

—Cualquier cosa por ti. Ahora, no te diré que te rompas una pierna
porque me temo que Noel realmente lo hará, pero te desearé la mejor
de las suertes, amor. —Me dio un beso en la mejilla.

Su afecto y su lealtad brillaron a través de mi lúgubre futuro como


una grieta de luz en la oscuridad. Mientras seguía a los mayordomos
por las escaleras con las bandejas de comida, intenté mantener la vista
centrada en ese resquicio de esperanza y no en el negro abismo de
terror que amenazaba con invadirme.

Alexander y yo nos habíamos redescubierto el uno al otro, nos


habíamos comprometido con nuestra relación por primera vez y
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habíamos acabado con toda una sociedad secreta corrupta.

Me negaba a creer que éste fuera el final de nuestra historia.


El héroe muerto antes del —felices para siempre— y la heroína
asesinada por el villano.

Tenía que creer que todo lo que había aprendido en el transcurso de


mis experiencias me había llevado a este momento, un momento en el
que sería más lista que el hombre más inteligente y cruel que jamás
había conocido y —miré la bandeja de té que sostenía llena de té de
semillas de amapola— le daría a probar su propio veneno.

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El comedor estaba más oscuro que nunca, sólo iluminado por el
débil resplandor dorado que desprendían las docenas de candelabros
relucientes colocados por toda la sala. El efecto hacía que toda la sala
dorada pareciera el interior de un cofre del tesoro deslustrado y lleno
de baratijas y diamantes de valor incalculable acumulados a lo largo
de los siglos del canon28 Davenport. La forma en que Noel me miró
cuando entré en la larga y estrecha sala me hizo sentir como el tesoro
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más caro de todos.

28
Canon; Conjunto de normas, preceptos o principios con que se rige la conducta humana, un
movimiento artístico, una determinada actividad, etc.
Había gloria en sus ojos y una tensión de suficiencia en la
colocación de sus hombros bajo su habitual traje a medida que
transmitía su perversa excitación.

Estaba ansioso por realizar las últimas jugadas de este juego suyo.
Yo era la última pieza que quedaba en el tablero, un peón que de
alguna manera había regresado como reina. Se deleitaba en reducirme,
y sabía que el sentimiento superaba su fastidio por mi resistencia.

Rodger no estaba presente, y su ausencia me preocupaba. Como una


madre con su hijo, me sentía más tranquila teniéndolo a la vista
porque quién sabía lo que podría hacer sin supervisión.

—Ruth —gritó Noel sólo para oír su voz en la sala alta—. Acércate
a tu Amo y preséntate.

Cada paso estaba plomizo por el temor, pero llegué a su lado sin
vomitar. Noel era tan insidiosamente inteligente que recreaba cada
escena de mi capitulación ante Xan. Me confundió y enfermó lo
suficiente como para que mi cuerpo y mi mente se balancearan
nauseabundamente fuera de equilibrio como un neófito en un barco.

—Parece una reina, pero es un peón —murmuró Noel felizmente


mientras me miraba a su lado, con las rodillas dobladas, la cabeza
inclinada y las manos juntas como si le rezaran—. Ahora, aliméntame.
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Así lo hice.

Intenté vaciar mi mente de pensamientos, concentrarme en el sonido


de mi respiración entrando y saliendo de mi cuerpo, pero Noel se
aseguró que yo participara activamente en su cena. Zumbaba
alrededor de mis dedos, chupando las puntas y mordiendo las
almohadillas mientras yo pasaba la comida del plato a su boca con mis
manos. En un momento dado, presionó mi mano libre sobre el
floreciente oleaje de la erección atrapada bajo sus pantalones de traje,
y me estremecí tanto por la repugnancia, que dejé caer la gallina de
Cornualles sobre sus pantalones.

Me obligó a comerla de su regazo sin usar las manos.

Mientras me recuperaba, con las rodillas temblando y los ojos


goteando lágrimas, se llevó los platos de la cena y colocó el servicio
de té en el aparador. Me tragué la espesa bilis que tenía en la parte
posterior de la lengua y me dispuse a levantarme para recuperar el té.

—Arrástrate —exigió Noel mientras se recostaba en su silla tipo


trono para observarme.

Me arrastré.

Mi mente se aferró a las preguntas que le haría a Noel una vez que
hubiera impregnado el té.

Respuestas que Alexander había merecido toda su vida y que nunca


había recibido.

Si realmente se había ido, lo menos que podía hacer era recogerlas


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para ambos.
El antiguo juego de té azul y blanco de Spode29 traqueteó en la
bandeja de plata cuando me puse de pie y lo aferré con mis
temblorosas manos. Estaba tan llena de un violento cóctel de
reacciones que no podía descifrar mi propio paisaje emocional.

Lo único que sabía era esto.

Si tenía que vivir un día más atada a las cadenas de la servidumbre


de Noel, me suicidaría.

Pero no antes de matarlo a él.

Le sonreí con elegancia mientras le ponía el juego de té, con mis


pechos expuestos a su mirada lasciva en el endeble corsé de encaje y
gasa blanco que llevaba. Con los grilletes negros en las muñecas, la
garganta y los tobillos, parecía una puta virginal.

A Noel le encantó.

Sus ojos se volvieron negros de placer, las pupilas se abrieron para


revelar el centro frío y sin profundidad de su depravación.

Le gustaba verme agitarme y temblar.

Le encantaba verme mover, cada una de mis acciones manipuladas


por sus palabras.

Giré mis caderas hacia él, presentando la curva de mi culo y la


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inclinación de mi columna vertebral para que su mano se deslizara

29
Spode es una marca inglesa de una de las mejores cerámicas desde el siglo XVIII.
hacia abajo. Sus ojos se entrecerraron al aprovechar mi posición,
sospechando de mi naturaleza cada vez más servil.

Agité los párpados hacia él, como si estuviera nerviosa pero


complacida por sus atenciones.

—Sabes, Ruthie —comenzó agradablemente mientras su mano


subía y bajaba por mi espalda, sumergiéndose entre mis piernas para
acariciar mi sexo antes de repetir el movimiento una y otra vez. Era un
toque de propiedad, uno destinado a degradarme de mujer a objeto.
No funcionó porque estaba vertiendo el té en la bonita tacita y
observando cómo se lo llevaba a los labios y tragaba. La siguiente vez
que sonreí, fue genuina—. Las mujeres han sido marginadas a lo largo
de la historia por una razón. Verás, vosotras sois el sexo débil. Los
hombres son más fuertes mental y físicamente. El argumento que dice
que las mujeres 'sienten más' y que eso las hace fuertes es una basura,
una completa y total tontería. La emotividad es el fracaso de los
débiles, y tú, mi querida Ruthie, eres un excelente ejemplo de esa
debilidad.

—Sí, señor —permití con una mansa inclinación de cabeza.

Observé a través de mis pestañas cómo daba otro largo sorbo, y


luego otro.
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Mi corazón se estrelló contra la jaula de mi pecho, amenazando con


romper una costilla. Un sudor frío me recorrió la frente y le pedí en
silencio que bebiera más.
—Ven a sentarte aquí —me indicó Noel, palmeando su muslo.

Dudé cuando apretó la mano sobre su erección, llamando mi


atención sobre ella.

No me obligaría a sentarme en su regazo, no físicamente. Quería


verme luchar para tomar la decisión por mí misma, para rendirme a él
cuando me diera cuenta de que me tenía acorralada.

Me senté.

Sin embargo, el fuego de mi rabia y mi pasión se encendía en lo


más profundo de mi expresión plácida y mi muestra externa de
sometimiento.

Era fuego envuelto en hielo, y sólo era cuestión de tiempo que este
último se derritiera, y yo fuera toda calor. Toda furia.

Me picaban los dedos en el regazo mientras veía a Noel beber más


de su té de semillas de amapola.

Terminó el tazón de té poco profundo y me observó mientras le


servía más.

—Sabes que está muerto, ¿verdad, Ruthie? —preguntó


despreocupadamente mientras cogía el cuchillo sin usar que había en
su cubierto y empezaba a recorrer el afilado filo por mi cuello—.
Sabes que tus preciados Alexander y Edward murieron... que se
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quemaron en el tiempo que me llevaría pasar la punta de esto por tu


larga y dorada garganta.
Tragué con fuerza contra el pellizco de la hoja en mi laringe y
asentí ligeramente para apaciguarlo.

Tarareó. —Fue una pena matarlos. Los años que se invirtieron en su


crianza y educación, bueno, me destroza pensar en todo ese tiempo
desperdiciado. Rodger sólo tiene trece años y ya es más hombre de lo
que fueron ellos dos juntos.

—Tu definición de hombre es un monstruo —dije—. Mataste a tus


propios hijos. No sé cómo duermes por la noche, brutto figlio di
puttana bastardo.

Feo hijo de puta bastardo.

Sólo el italiano aflojará la vileza de la furia que se derramaba sobre


mi lengua como plomo fundido. Quería maldecirle, escaldarle con las
calientes palabras latinas hasta que quedara empalado por mi ira como
un alfiletero.

Noel sonrió mientras raspaba la punta del cuchillo sobre mi pezón


cubierto de encaje, de un lado a otro como un metrónomo
desincronizado. —Tengo una nueva esclava que hace maravillas con
su boca de puta. Dormir es la única opción después que haya
terminado con ella.

—Eres repugnante —dije y escupí en su cara.


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Se quedó helado cuando la saliva coagulada se adhirió a su piel y


luego se deslizó lentamente por su mejilla, dejando un rastro viscoso.
Estaba lo suficientemente cerca, encaramada así en su regazo, para ver
cómo sus ojos grises, mucho más oscuros que los plateados de Xan —
como mercurio moteado o plomo viejo, algo metálico y sin vida— se
endurecían de disgusto.

—Rodger —gritó con una voz agradable que no coincidía en


absoluto con la presión del cuchillo sobre mi pecho y el calor tóxico
de su mirada—. Acerca a tu madre, ¿quieres?

Noel se acomodó más cómodamente en su silla, reajustándome para


que me sentara en el borde rígido de su erección, el cuchillo entonces
presionado en mi garganta con tanta fuerza, que sentí que la sangre se
formaba en una luna creciente. Juntos observamos cómo Rodger salía
de las sombras con la Sra. White en su poder. Al principio, parecía
familiar, su creciente estructura apenas un centímetro más alta que la
de ella, un brazo larguirucho rodeando su cintura, otro en su hombro
bajo su pelo, como un niño pequeño escondido detrás de su mamá.

No fue hasta que la escasa luz de las velas proyectó una lámina
amarilla sobre algo con un brillo apagado en la mano que descansaba
sobre su hombro, que me di cuenta de que Rodger tenía una pistola
apretada contra la sien de su madre.

El rostro pálido y tembloroso de la Sra. White era feo y trágico, del


mismo amarillo orín de Nápoles, lleno del mismo pavor ineludible.
Leí lo que escribía en sus ojos mientras cruzábamos las miradas, la
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resignación y el terror.

Siempre había sabido, en algún lugar oscuro e irrevocable de su


alma, que su propia herramienta de supervivencia sería su muerte.
—Te dije que mataría a todos los sirvientes de esta casa si no te
importaba —me incitó Noel—. Me parece apropiado comenzar de esta
manera.

—Noel —dije lentamente, sorprendida por el nivel de horror que


sentía—. No hagas esto.

—¿Matar a Mary? —preguntó, con el rostro arrugado por una leve


y educada sorpresa, como si yo le hubiera ofendido, pero era
demasiado caballero para preocuparse—. Pues no tengo intención de
hacerlo.

Mi columna vertebral se ablandó ligeramente de alivio. No quería


que muriera así. Nadie merecía ser asesinado por su hijo y su marido,
por las mismas personas que deberían haberla querido más. El eco era
demasiado profundo en mi corazón.

Al menos podía morir sabiendo que las dos personas que más me
habían querido habían muerto amándome, habían muerto después de
salvarme.

—Rodger realizaría la acción, ¿no es así, hijo? —preguntó


conversando.

Un escalofrío me arrancó la columna vertebral.

La Sra. White gimió, pero Rodger se limitó a ajustar su agarre, con


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su cara de niño oscurecida en parte por las sombras, pero la cuña de su


sonrisa aún más blanca en la oscuridad.

—Felizmente —respondió.
—Desgraciadamente, eso no es lo que hemos planeado —dijo Noel,
mientras se ajustaba y metía la mano debajo de su silla para sacar otra
pistola, ésta antigua y tan adornada que no parecía operativa.

—¿Sabes cómo usar una de estas, querida Ruthie? —preguntó.

Me quedé mirando el arma y al hombre con creciente horror. —No.

—Pequeña y asquerosa mentirosa —cacareó alegremente—.


Mataste a Giuseppe di Carlo con una pistola. ¿Eh? Creías que no lo
sabía. Te dije que el conocimiento es poder, Ruthie, y yo tengo ambos
a raudales. Ahora, levántate como una buena chica y juega a este
juego para Rodger y para mí.

Todo mi cuerpo se estremeció cuando Noel me ayudó a ponerme en


pie, y tuve arcadas cuando me puso en la mano el peso frío y pesado
de la pistola. Me dolía el estómago con una aguda agonía. Mi visión
se agitó cuando Noel se puso a mi lado y me clavó la punta de su
cuchillo en el costado sobre un riñón. Rodger entregó a su madre una
pequeña pistola y se hizo a un lado con el cañón de su arma aún en la
sien.

Éramos peones en el tablero de una partida de ajedrez entre padre e


hijo. Noel quería enseñar a Rodger lo que era sacrificar a su reina.

—¿Qué consigue haciendo esto? —pregunté en voz baja, sabiendo


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ya la respuesta.

—Pues, querida —me ronroneó Noel al oído—. Te consigue a ti.


Tragué saliva en torno a mi corazón, que se alojaba dolorosamente
en mi garganta, y traté de estabilizar mis manos mientras se aferraban
a la empuñadura de la pistola.

—¿Cuál es el juego exactamente?

—Tienes la oportunidad de matar a Mary ahora mismo sin


oposición —explicó Noel, con una voz casi vaporosa por el placer, un
hombre drogado con algo menos tangible que una droga. Algo hecho
de maldad pura y destilada.

—¿Y si no le disparo? —pregunté.

Se burló. —Entonces tu pobre corazón blando será tu muerte, como


es la muerte de todo ser débil, porque entonces Mary te matará para
salvar su propia vida, ¿no es así, Mary?

La Sra. White sólo se estremeció más, con el sudor cayendo por su


rostro como si fueran lágrimas.

—Verás, Mary sabe lo que se necesita para triunfar en la vida. Ella


me dio sus buenos años, acceso completo a su cuerpo para que yo
pudiera hacer cosas simplemente indecibles, y me dio un hijo. Trabajó
duro para vivir una larga vida, y no me cabe duda de que, si se le da la
oportunidad otorgada por tu cobardía, volverá a trabajar duro para
prolongarla aún más.
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—No la mataré por ti —juré.

No lo haría.
No me importaba que la Sra. White fuera una traidora a la
humanidad y que mereciera morir por todas las cosas horribles que
había facilitado en nombre de Noel.

No mancharía mi alma matando a una mujer sin recurso, incluso a


una que era la esposa del mismísimo diablo.

—Que así sea —aceptó Noel con facilidad—. Esperaba jugar


contigo durante años, pero esa nueva esclava es lo suficientemente
fresca como para durar un tiempo. No te queda nadie que te eche de
menos, así que puedo enterrarte en el laberinto con el resto de las
mujeres.

—¿El resto de las mujeres? —jadeé mientras mi corazón empezaba


a acelerarse con la anticipación.

¿Era este el momento?

El momento antes de mi probable muerte y el té drogado o su


arrogancia estaba finalmente haciendo efecto. ¿Va a confesar
finalmente Noel sus crímenes?

—Es curioso, ¿verdad? Pensar que Alexander pasó tantos años


buscando las respuestas a la muerte de su madre, y que ella estuviera
enterrada en el patio trasero todo el tiempo.

La malvada risa de Noel resonó en la habitación de techo alto. Me


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recorrió como una descarga eléctrica, reajustando la química de mi


cerebro y encendiendo mis nervios.
—Las esclavas, lo entiendo —dije, sorprendida por la calma de mi
voz—. ¿Pero tu esposa?

—Ella se prostituía con el dago30 y conspiraba para huir con mis


hijos directamente a sus asquerosos brazos —el rostro de Noel se
retorcía como el metal caliente, abrasado por un feo odio—. Tenía que
terminar. Igual que tenía que acabar con el bebé que Alexander plantó
tan tontamente en tu vientre.

La huella de las dos manos que me empujaron por las escaleras del
salón de baile y mataron a nuestro bebé me quemó la espalda.

Mi cuerpo se volvió hueco por la desesperación y, de repente, se


llenó de una furia parecida a la de la lava al convertirse en piedra.

—Voy a matarte —le dije entre dientes.

Se rió. —Puedes intentarlo, pero si no matas a Mary ahora mismo,


serás tú quién muera.

En una ráfaga de acciones casi demasiado rápidas para


interpretarlas, Noel hizo una señal a Rodger con una inclinación de la
cabeza y el chico apartó su mano de la pistola que estaba en la mano
temblorosa de la señora White. Un momento después, estaba
levantada, la oscura e inocuamente pequeña recámara apuntando
infaliblemente a mi pecho.
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30
Dago; es un insulto para nombrar en USA y Australia a una persona de ascendencia italiana,
y en Reino Unido a una persona de ascendencia italiana, portuguesa o española. Es
increíblemente ofensivo, y llamar así a un italiano en USA es exponerse a una paliza segura.
—Lo siento de verdad, amor —susurró ella con lágrimas cayendo
en la herida abierta de su angustiada boca.

No lo estaba.

Ya no y no por nada.

Antes de que pudiera decidirlo conscientemente, la pistola que tenía


en mis manos se levantó y el gatillo fue presionado por el firme cierre
de mi dedo. El arma retrocedió en mi mano, sacudiendo mi hombro lo
suficiente como para sacudirme hacia un lado justo cuando el arma de
la señora White se disparó.

Su bala me rozó la parte exterior del brazo izquierdo, dejando un


rastro de ardiente agonía a su paso.

Mi bala encontró su cerebro, muerto en silencio tras su


inquebrantable conexión con su cráneo. Un segundo más tarde,
Rodger la dejó caer al suelo con un húmedo y punzante golpe.

Por encima del estruendo de la sangre en mis oídos, oí vagamente a


Noel y luego a Rodger reírse ligeramente, satisfechos y sorprendidos
por el resultado de nuestro anticuado duelo. Antes de que pudiera
pensar en ello, antes de que pudiera siquiera empezar a comprender la
tormenta de angustia y furia que me invadía, me giré hacia Noel y le
di un fuerte golpe con la culata de la pistola en su risueña cara.
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El crujido resonó en todo el comedor, seguido del gruñido de dolor


de Noel, que volvió a tropezar con la mesa con un estruendo de platos
y cubiertos. Su brazo desprendió uno de los candelabros y las llamas
se derramaron sobre el mantel, incendiando la mesa como un trono en
llamas bajo el cuerpo tendido de Noel.

Él gritó.

Giré sobre mis talones y corrí, los siguientes pasos de Rodger ya


sonaban contra la madera detrás de mí. La puerta al final del pasillo se
abrió antes de que pudiera rodear el pomo con la mano y apareció
Douglas, con el rostro pálido, pero con una determinación tan feroz
como la de un guerrero celta. En una mano sostenía un enorme
cuchillo de cocina.

—Vete —me instó, empujándome—. Vete de aquí, ahora.

Quería darle las gracias, llorar y abrazarle por haber acechado a


Rodger para que yo pudiera irme, decirle que le quería por haberse
puesto en peligro y que le quería por ser mi amigo cuando ya no me
quedaba ninguno.

En lugar de eso, corrí.

Corrí por el pasillo, sin detenerme ni inmutarme cuando oí un golpe


y un grito detrás de mí, donde Douglas y Rodger se habían enfrentado.
Corrí por el oscuro vestíbulo con más fuerza de la que había corrido
en La Caza, con tanta fuerza que mis pies descalzos se rajaron por la
fricción con los suelos brillantes y los dedos de los pies amenazaron
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con resbalar por la sangre. Tan fuerte que me estrellé contra cuadros
de valor incalculable al doblar las esquinas. Tan fuerte que mis
pulmones parecieron agarrotarse y no pude respirar realmente, los
tejidos se aferraban a nada más que al carbono.

Sin embargo, con una inevitable sensación en el fondo de mi


enloquecida mente como una premonición, Rodger me atrapó.

Sus manos aparecieron como de la nada, envolviendo mi cintura y


arrastrándome al suelo desde atrás. Grité, dando una voltereta al caer,
de modo que aterricé con fuerza sobre la cadera, pero mis piernas se
retorcieron brevemente fuera del agarre que buscaba Rodger. Me miró
con ojos hirvientes como un perro rabioso.

Levanté la pierna hacia atrás y le di una patada en su boca


espumosa.

Sonó un gruñido confuso, pero no me detuve a ver cómo se


recuperaba. Me puse en pie y busqué desesperadamente un arma,
cualquier cosa que pudiera utilizar contra el chico, que era lo
suficientemente parecido a un hombre en cuerpo y lo suficientemente
corrupto en mente como para causar un daño grave a mi persona. No
había nada más que una mesa auxiliar decorada con un antiguo
teléfono de dorado, cuadros en la pared y… la cabeza disecada y
montada de un ciervo.

Me levanté de un salto para agarrar la cornamenta con las manos,


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gritando mientras Rodger se arrastraba hacia delante y se agarraba a


uno de mis tobillos, tirando de mí hacia el suelo. Me incliné hacia su
impulso, aunque sabía que, si acababa en el suelo con él sin un arma,
estaba muerta. Su fuerza me ayudó a arrancar la gran cabeza de la
pared, y caí al suelo con ella, evitando por poco ser empalada por una
de las grandes puntas.

Rodger volvió a agarrarme del tobillo, tirando de mí mientras


gruñía: —Tú miserable y asquerosa puta, voy a follarte con las manos
alrededor de tu patética garganta hasta que...

Me levanté, usando cada gramo de mi fuerza interior para llevar la


cabeza montada por encima de mi cabeza y bajar hasta la espalda
arqueada y expuesta de Rodger.

Se oyó un sonido suave y repugnante, como el de algo que golpea


un viejo cojín de sofá, y luego un ruido sordo cuando la punta de la
cornamenta atravesó su cuerpo y golpeó contra el suelo. Rodger me
miró incrédulo, con un rostro tan joven y los ojos muy abiertos
empezando a lagrimear. Su mano sufrió un espasmo y luego se aflojó
alrededor de mi pie.

No me quedé a ver si se moría.

Retrocedí con las manos y los pies, y luego giré para volver a correr
por el pasillo con las piernas temblorosas por la conmoción. Aun así,
corrí, casi borracha, tan rápido que me dolía, por el estrecho pasillo
que atravesaba la casa de delante a atrás.

Finalmente, salí por una de las entradas traseras de la casa y caí en


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la noche húmeda, con el aire como un hielo contra mi piel húmeda y


caliente. Me quedé mirando el halo de luz que salía de la casa hacia el
enorme abismo de negrura que había más allá.
Un sonido detrás de mí me hizo avanzar como un disparo en la línea
de salida.

Corrí a ciegas, con los ojos llenos de lágrimas, con el cabello


convertido en un manto oscuro detrás de mí del mismo color que la
intratable noche. La suciedad se clavaba dolorosamente en los cortes
de mis pies y los arbustos me desgarraban la piel desnuda de los
brazos mientras los bombeaba mansamente a mis lados.

Por fin pude encontrarle algún sentido a la oscuridad, lo suficiente


como para darme cuenta, con el temor que sentía como un ancla
arrojada en el estómago, que de alguna manera había llegado al
laberinto del lado este de la propiedad.

El mismo laberinto en el que Noel acababa de confesar haber


enterrado los cuerpos de sus esclavas.

El cuerpo de su esposa.

Mi cuerpo también, si no encontraba una forma de salir del


laberinto.

Frenéticamente, mientras esquivaba un recodo de setos, intenté


recordar todo lo que Alexander me había contado sobre la propiedad y
sobre el elaborado laberinto.

Construido por Capability Brown a finales de 1700, era una de las


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mayores atracciones de Pearl Hall y una de las que me habían mirado


a través de las ventanas de mi habitación durante todo el tiempo que
estuve cautiva. Había dos salidas, una a cada lado, con un radio
central en el que yacía una colección de estatuas griegas de mármol.
Era un enorme laberinto, con miles de arbustos de tejo que formaban
los caminos y los callejones en un patrón sin salida.

Un sollozo salió de mi boca jadeante mientras seguía corriendo a


ciegas por la colección de giros y vueltas, las ramas desgarrando toda
mi piel expuesta, el suelo carcomiendo la carne de mis pies.

Corrí y sangré.

Sudé y lloré.

Y por encima de todo, oí la lejana llamada de mi nombre.

—Ruthie —la voz de Noel se escuchaba débilmente por encima del


viento y del aire húmedo que llovía a cántaros—. Ruthie, pequeña
zorra, si vienes a mí ahora, prometo no matarte.

Un nuevo pánico recorrió mi cuerpo debilitado, haciendo que mi


andar se volviera más rápido. Apreté los dientes, agaché la cabeza
bajo la lluvia y corrí aún más fuerte.

Unos instantes después, llegué al radio del centro de la rueda de tejo


y me estrellé contra la parte trasera de una estatua con tanta fuerza que
vi las estrellas. Tambaleándome, caminé torpemente hacia el centro
del círculo de dioses griegos tallados en mármol, y luego caí de
rodillas al perder el equilibrio.
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Me aparté el cabello húmedo y pegajoso de la cara y miré los seis


lugares que el laberinto conectaba con el centro, tratando de discernir
cuál podría llevarme a la entrada más lejana y de cuál acababa de salir
a trompicones, pero mi mente estaba revuelta por el choque y
sobrecogida de terror.

—Voy a morir aquí —me dije a mí misma y a la tierra bajo mis


manos, viendo el sombrío brillo de mis lágrimas caer con la lluvia al
suelo blando y húmedo.

Enrosqué los dedos en el suelo, luchando contra el impulso de


inclinar la cabeza hacia el cielo y aullar como un lobo perdido,
llorando por el resto de mi manada que nunca llegaría, llorando por la
muerte que sabía que estaba cerca de llegar a mi espalda.

En todas mis experiencias, nunca pensé realmente que estaba a


segundos de morir, no así. Quería presionar mi cuerpo contra la tierra
y ser tragada por el cálido abrazo del suelo, morir a manos de la
naturaleza en lugar de a manos de un monstruo.

Y eso espoleó algo dentro de mí, una locura que asomaba la cabeza
cuanto más hurgaba en ella.

Empecé a cavar.
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La casa estaba iluminada como un faro, pero tan vacía como una
tumba. Me escabullí por los pasillos, perturbado por el peso del
silencio, cómo llenaba el aire como el ámbar, fijando todo en su lugar
como si no hubiera sido perturbado desde mi última visita.

Sólo cuando entré en el comedor encontré indicios de vida.

O, debería haber dicho, de muerte.


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La mesa del comedor era un amasijo medio chamuscado y aún


humeante, y la Sra. White yacía junto a ella envuelta en un sudario de
su propia sangre roja satinada, con la cara inclinada hacia el techo, el
conjunto débilmente sorprendido de su boca abierta y escarlata como
su herida en la cabeza.

La sangre se me heló en las venas.

Riddick se inclinó para poner la mano en su brazo y me miró con


ojos sombríos. —Todavía está caliente.

Mi corazón pataleaba y palpitaba en mi pecho, gimiendo con un


terror fresco e incesante, terror que había conocido desde el momento
en que Cosima desapareció en la parte trasera de la Osteria Lombardi
para no volver a aparecer. No había sentido nada de mi propio miedo
cuando fui a buscarla y descubrí la burda bomba casera sobre el
lavabo en lugar de mi esposa. Me había impulsado el frío viento del
propósito, reuniendo a todos mientras empujaba las puertas, llamando
a Dante para que hiciera lo mismo.

Todos lograron salir, excepto dos almas que habían estado en el


callejón trasero cuando estalló la explosión y atraparon con sus
cuerpos los escombros.

No había sentido miedo entonces, ni euforia, ni por mí ni por los


demás que habían sobrevivido.

Sólo había sentido el enorme y palpitante terror que suponía saber


que alguien tenía a mi mujer.
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Tardé menos de doce horas en saber que Noel había sido quién
estaba detrás del crimen, que había enviado a Rodger en el avión
privado de Davenport para recuperar a mi mujer y llevarla a su propio
infierno personal.

No podíamos ir con ella de inmediato.

No sin un plan.

Parecía que Noel había utilizado lo último de su dinero personal


para contratar un equipo de matones y profesionales entrenados para
sellar el terreno. Eran tantos, que parecían hormigas arrastrándose por
los muros fortificados de la propiedad desde el vídeo del dron.

La policía nos dijo que nos quedáramos en la ciudad mientras


intentaban averiguar el crimen, y yo no perdí el tiempo. Llamé a la
banda de Salvatore y Dante, llamé a los bandidos anti Orden de Simon
y contraté a mi propio equipo de seguridad.

Planeamos, y conspiramos. Envié a Dante de vuelta a la cárcel


porque se preguntaron brevemente si había estado detrás del atentado.
Me mantuve en silencio sobre la verdad del evento porque no quería
que la policía lo arruinara.

Y entonces, trece largos días después del secuestro de Cosima, me


subí por fin a un avión con mi equipo y mi plan y salí a buscar a mi
mujer.

Sólo que, después de eliminar a los matones y escalar los muros,


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después de llamar en diferido a la policía local y a la unidad del MI-5


con la que había estado trabajando, Cosima no estaba allí.

Y la señora White estaba muerta en el suelo del comedor.


Joder.

Salí corriendo por el otro extremo del pasillo y casi tropecé con
Douglas, que yacía desmayado contra la pared, con una herida
sangrante, pero no amenazante, rodeando su frente. El corazón se me
subió a la garganta cuando comprobé su pulso, y Riddick me siguió
por el pasillo. Había sangre por toda la alfombra persa cerca de la
terminación del interminable pasillo, el olor húmedo y metálico de la
misma aún se sentía en el aire.

Me tragué las ganas de vomitar, la insaciable necesidad de saber si


era la sangre de Cosima que evitaba cuidadosamente al pasar, y tiré de
los restos de mi habitual calma ártica a mi alrededor como una maldita
armadura.

No cedería a las emociones hasta tener a mi mujer a salvo en mis


brazos y a nuestros enemigos muertos a sus pies como una ofrenda a
un Dios.

Llegamos al final del pasillo, y Riddick empujó la puerta para


escuchar brevemente el aire nocturno antes de continuar nuestra
búsqueda en los niveles superiores.

Justo cuando la madera se cerró, la oímos, tenue como un gemido


fantasmal en los vientos de los páramos.
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Ruthie.

Riddick y yo estallamos en un sprint simultáneamente, con las


armas calientes en nuestras manos listas para salir a la izquierda de la
casa y sumergirnos en la oscuridad, como predadores de los
monstruos que cazaban a Cosima durante la noche.

El viento frío me mordía las mejillas y la lluvia me pegaba las ropas


negras al cuerpo, pero no les di importancia mientras entraba en la
estrecha boca del laberinto y me concentraba en seguir mis recuerdos
hasta el fondo. Pude oír una conmoción entre los tejos, un grito
truncado y un rugido masculino de furia.

Empujé con fuerza, sorteando las esquinas, con los pies resbalando
por el barro, agarrándome con las manos a las ramas para apalancarme
en las curvas cerradas. Riddick pidió refuerzos por radio y seguimos
avanzando.

Se estrelló contra mi espalda cuando me detuve bruscamente al


principio de la última fila que conducía al círculo central, porque
había un pequeño cuerpo en el extremo más alejado, observando cómo
dos cuerpos se debatían en la tierra con un arma levantada y
temblorosa, esperando para disparar.

—Hermano —grité, hablando por primera vez a un chico al que no


conocía.

Se giró lentamente, con la pistola armada y preparada, pero


temblando en sus manos, y me fijé en el sangriento agujero de su
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abdomen, parcialmente cubierto por su jersey roto y ensangrentado.

Cosima lo había atrapado.


El orgullo me recorrió, erradicando parte de la frenética
preocupación en mi sangre para poder pensar con más calma.

—Baja tu arma y no te haré daño —le dije, acercándome lentamente


con el arma aún levantada.

Riddick había desaparecido como una manifestación en el aire.

—Que te jodan, amante de las esclavas —escupió—. Tú y tu puta


no merecéis vivir.

Suspiré y dejé caer mi arma. —Como quieras, entonces.

—No tienes los cojones para matar a un chico —se mofó.

Incliné la cabeza y le sonreí como Noel. —No, pero él sí.

Rodger giró la cabeza, justo cuando Riddick apareció en el laberinto


a su lado y le puso la pistola en la cabeza con un suave y anticlimático
pop.

El falso heredero de Noel cayó al suelo con un húmedo plop.

Corrí y salté por encima de él en el momento en que cayó,


centrándome en el dúo que se peleaba en medio del claro. Al
acercarme, vi el mantillo de tierra removida, sus pies hundidos en la
tierra oscura, fragmentos de blanco salpicados entre ellos. Noel tenía
las manos alrededor del cuello de Cosima, obligándola a levantarse,
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con los dedos de los pies colgando.


Sin embargo, no podía verla, con los ojos ensangrentados y
plagados de largas y profundas agujas de las uñas de Cosima. Apretó
y apretó a ciegas, sin saber si realmente la veía morir.

En el siguiente segundo me puse sobre él, golpeándole tan


salvajemente en un placaje lateral que dejó caer al instante a Cosima y
se desplomó en el suelo. Mis puños se encontraron con su cara antes
de que su cabeza tocara el suelo. Lo golpeé como un martillo a la
carne, pulverizando su rostro, odiándolo con cada golpe, transfiriendo
el dolor que me había infligido toda la vida a través de cada golpe a su
despreciable cabeza. De alguna manera, fue capaz de levantar una
mano y clavar un pequeño cuchillo de algún lugar en mi muslo. Gruñí
y traté de endurecerme, pero él me superó, poniéndose en pie de
espaldas a mí, con la cabeza inclinada sobre el hombro para
observarme mientras se lanzaba de nuevo a por Cosima.

Me abalancé sobre él, agarrando sus brazos e inmovilizándolos en


su espalda, abriendo su pecho. Lo hice girar, pensando en empalar su
torso desalmado en la lanza de mármol de la estatua que estaba a mi
lado.

En lugar de eso, apareció Cosima, bañada en lluvia y revolcada en


tierra como una diosa recién salida de las cuencas del infierno. Tenía
algo en la mano, largo y blanco, que apuntaba a un borde peligroso.
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Plantó una palma sobre el lugar en el que Noel debería haber


albergado un alma, y entonces le miró con sus ojos dorados brillantes
incluso en la oscuridad y le hundió profundamente esa arma blanca en
el costado.

Gruñó y se sacudió en mi abrazo. Me aferré a él y sujeté las piernas,


sosteniendo a Noel mientras mi esposa lo apuñalaba una y otra vez en
el costado. Lo sostuve hasta que sus piernas cedieron. Lo sostuve
mientras su respiración comenzaba a tartamudear sobre sus gruñidos y
maldiciones. Lo sostuve mientras Cosima lo mataba, y luego, cuando
murió, lo mantuve quieto para que ella pudiera mirarme a los ojos
mientras su pecho se agitaba por el esfuerzo y su mano ensangrentada
se agitaba en el aire, con el hueso aún levantado, para que supiera que
estaba hecho, y que yo estaba orgulloso de ella por haberlo hecho.

Era una diosa vengativa, una guerrera justa, y nunca la amé más que
en ese momento, cuando su ira se convirtió en lágrimas silenciosas y
susurró entrecortadamente: —Por favor, dime que no me he vuelto
loca. Por favor, dime que estás vivo.

Dejé caer a Noel al suelo sin contemplaciones y cogí a mi mujer en


brazos, aplastándola contra mi pecho como un desfibrilador humano,
necesitando el impacto de su piel contra la mía para volver a la vida
después de trece días de miseria alienada.

—Estoy aquí —le dije en su cabello mientras la empujaba hacia


atrás, mientras le plantaba una corona de besos en la frente y ungía su
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boca con mis labios—. Estoy aquí, estoy aquí, y juro por Dios y por
todo lo santo o profano, mi belleza, que nunca más estaremos el uno
sin el otro.
Canté las palabras una y otra vez, la melodía a la armonía de su
repetido, Xan, Xan, oh, Xan, hasta que las luces rojas y azules de los
coches de policía cortaron la oscuridad del laberinto, y finalmente nos
dimos cuenta los dos que todo había terminado.

Los demonios estaban muertos a nuestros pies, y mi diosa de la


primavera, mi reina muerta, estaba de nuevo en mis brazos.

Bajé la mirada a su rostro, a los ojos dorados que habían encendido


mi destino y plantado un corazón dentro de mi pecho, y la incliné más
hacia el aire para poder besar de sus labios la lluvia y el alivio.

—Me has encontrado —respiró en mi boca como si estuviera


asombrada.

—Te prometí que siempre lo haría —le recordé—. Siempre lo haré.

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Por primera vez en mi vida, me desperté en el dormitorio negro y
azul de Alexander. Me dolía todo el cuerpo por el abuso negligente al
que había sido sometida durante las últimas dos semanas como
prisionera de Noel y por la furia de la persecución a través del
laberinto tres días antes, mientras que mi mente tenía su propio
hematoma, ablandado por el alivio y la agitación palpitantes por haber
matado a tres humanos en el lapso de dos meses. Me sentía frágil, casi
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quebradiza, como algo viejo y desgastado que necesitaba usar guantes


para manipular. Sólo tenía veintidós años, pero me sentía como si
hubiera vivido una docena de vidas, cien años de dolor condensados
en poco más de dos décadas. Sabía que pasaría mucho tiempo antes de
lograr algún tipo de normalidad o estabilidad. Mis dragones habían
sido matados, mi príncipe resucitado de entre los muertos, pero esta
princesa llevaba cicatrices que nunca se desvanecerían del todo. Eran
heridas de guerra, insignias de la victoria contra los muchos
monstruos de mi vida, pero aún me dolían, y sabía que lo harían
periódicamente, espasmódicamente en los años venideros, como una
vieja herida que se agudiza en el húmedo frío británico.

Pero en ese momento en que me desperté por primera vez, cuando


mis párpados se abrieron lentamente y mis ojos se centraron en la
larga pendiente dorada del torso bajo mi mejilla, no existía ningún
dolor. En su lugar, como el sol que se asomaba más allá de las cortinas
de terciopelo azul marino, la esperanza y la prudente felicidad se
abrieron paso a través de mi pecho y calentaron mi cuerpo desde los
dedos de las manos hasta los pies.

Estaba en la habitación de Alexander, atrapada entre sus brazos y


piernas como una flor eternizada en las páginas de un libro, protegida
del tiempo y del daño por los poderosos pliegues de su cuerpo. Estaba
a salvo y relativamente ilesa, abrazándome como si nunca más tuviera
intención de dejarme ir, ni siquiera en su sueño.

Pearl Hall estaba en silencio fuera de las puertas dobles, ya


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despojada de sirvientes leales a las viejas costumbres de los Davenport


y esperando que su nuevo dueño y dueña la llenaran de almas frescas.
Imaginé a un Douglas ligeramente conmocionado en su cocina,
parloteando con el poco personal de cocina que quedaba mientras
trabajaba el hojaldre con sus fuertes manos para hacer mi pastelería
favorita para el desayuno, y a Riddick en el gimnasio, ya calentando
para su sesión matinal de esgrima con Xan y conmigo.

Era la primera mañana de mi nueva vida, la última que pretendía


vivir. Esta mansión y este hombre eran por fin, irrevocablemente,
míos. Siempre había sido suya, estampada metafórica y literalmente
con su posesión, pero era la primera vez que podía corresponder a esa
propiedad y la sensación de posesión se asentaba sobre mí como una
pesada corona.

El sueño imposible que una vez soñé de ser la señora de Pearl Hall
y Alexander se había hecho realidad, y no por pura suerte o por la
voluntad de otros, sino por mis valientes acciones y la búsqueda
incesante de mis objetivos.

Me lo había ganado. Me los había ganado.

Nunca habría ninguna duda en mi mente ni en la de otros que


pudieran haberse inclinado a disentir que yo merecía ser duquesa de
Greythorn, esposa del gran Alexander Davenport, decano de una de
las fincas más extensas y hermosas de Inglaterra.

El pecho limpio y sedoso de Alexander se humedeció bajo mi


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mejilla y me di cuenta que estaba llorando. El dulce y purificador


desahogo de las lágrimas que debería haber llorado a lo largo de los
años pero que no me permití porque temía que mostrara una debilidad
que nunca superaría. Comprendí, mientras una de las lágrimas se
deslizaba por el pectoral macizo de Xan y recorría el laberinto de sus
abdominales hasta acumularse en su ombligo, que las lágrimas no eran
el signo de una mujer débil.

Eran el signo de una mujer que no tenía miedo de sus propias y


poderosas emociones, que era capaz de aprovechar ese poder para
alimentar sus apasionadas ambiciones.

Era precisamente mi profundo pozo de emociones el que me había


dado la fuerza para seguir amando a Alexander contra viento y marea,
el que me había proporcionado una pequeña vía de escape durante los
momentos de tortura con Ashcroft y Noel, el que me había blindado y
armado para la batalla que acababa de ganar.

Allí tumbada en la cama con Alexander, no sólo me sentía en paz,


sino que me sentía canonizada. Nunca habría mucha gente que
conociera la verdadera historia de Alexander y Cosima, no como todo
el mundo conocía la historia de Hades y Perséfone, pero ambos
sabíamos la verdad.

Al igual que la diosa de la primavera, yo había elegido volver al


inframundo, no porque me obligaran, sino porque descubrí en la
oscuridad y la belleza de aquel dominio salvaje que pertenecía a él
más de lo que nunca lo había hecho en la superficie.
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Alexander se agitó debajo de mí, y su brazo se ajustó más a mi


cadera, mientras que el otro se cruzó para acariciarme el cabello y
levantarme la barbilla, de modo que mi rostro quedó expuesto a su
mirada cargada por el sueño.
Sentí el corazón en la garganta mientras él se tomaba su tiempo para
estudiarme, sus ojos grises suaves como el terciopelo contra mi piel
mientras recorrían el borde de mis pómulos, seguían la línea de mi
cabello y se detenían en mis labios como un beso.

—Buenos días, esposa —saludó, con su acento de la alta sociedad


desgastado por el sueño de una manera que hizo que mi coño se
humedeciera.

La mano que tenía en el cabello se flexionó y luego tiró,


obligándome a acercarme a su rostro.

—Buenos días, esposo —dije con un ligero jadeo.

Me retorcí contra su pierna derecha, estimulando mi coño despierto


contra el panel de carne duro y rugoso. Mi pulso se aceleró al ver que
los ojos de Alexander se volvían humeantes de anhelo.

Su mano se aferró a mi cadera y luego se relajó mientras se movía


para colocar las manos detrás de su cabeza, los músculos de sus
brazos se flexionaron de una manera que me hizo la boca agua.

Parecía el señor indolente de siempre mientras ordenaba: —Esta


mañana no tengo tiempo para holgazanear. Si realmente estás tan
desesperada por correrte, ratoncita, tendrás que montarte en mi pierna.
Tengo correos electrónicos que atender antes de ducharme y partir
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hacia Londres.

Le hice un mohín a pesar de que estaba particularmente insaciable


desde que había regresado de la —muerte—. Habíamos pasado las dos
primeras noches después de la debacle del laberinto en una pequeña
posada en Whaley Bridge, siendo entrevistados por la policía local y
algunos miembros del MI-5 que estaban de visita, pero por lo demás,
cada momento libre lo pasábamos enredados en las sábanas de
cachemira.

No había escenas, ni comportamientos descarados de dominación o


sumisión, sólo el giro natural de las caderas y el enroscamiento de los
miembros mientras nos reconectábamos de la manera más
fundamental que sabíamos.

Habría sido fácil achacarlo a la euforia de una experiencia cercana a


la muerte o al subidón de vencer a nuestros enemigos, pero era mucho
más sencillo que eso.

Estábamos a salvo y éramos libres. Las preocupaciones que habían


lastrado nuestros pensamientos durante años se habían evaporado y en
su lugar, como la sal cristalizada tras la bajada de la marea, quedaban
la lujuria y el amor.

Así que nos dimos el gusto.

Nos dimos tantos caprichos que mi coño seguía hinchado y mi piel


estaba plagada de marcas rojas y magulladuras como los campos
primaverales de amapolas y campanillas en flor que estallan en la
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campiña británica.
No podía quejarme realmente que Alexander no tuviera tiempo para
follar conmigo cuando eso era esencialmente todo lo que había hecho
en los últimos tres días, pero aun así me sentía molesta.

—Por favor —respiré mientras inclinaba mis caderas y empezaba a


retorcerme contra él—. Si tienes que estar fuera todo el día, te necesito
dentro de mí una vez más.

Alexander me ignoró, se inclinó para coger el teléfono de la mesilla


de noche y luego cogió una almohada gris de seda para apoyarla
detrás de la espalda antes de acomodarse. Tenía los ojos clavados en
la pantalla y el rostro totalmente inexpresivo cuando finalmente dijo:
—O te corres así, topolina, o no te corres.

Su desinterés encendió una caja de cerillas en mi entrepierna y,


antes de que pudiera censurarme, ya estaba girando y chocando con él.
El roce de los vellos de sus piernas contra mi clítoris y el duro calor de
su musculoso muslo presionado a ras de mi húmedo y floreciente
sexo, junto con su implacable pasividad, me hicieron llegar al
orgasmo antes de darme cuenta. Mi suave grito perforó el aire
mientras me estremecía contra él, con los brazos rodeando su estrecha
cintura para mantenerme firme mientras tenía espasmos.

Mientras yo permanecía tumbada, con mi respiración jadeante que


ponía la piel de gallina sobre su torso, Alexander seguía leyendo su
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correo electrónico, con los dedos moviéndose rápidamente sobre la


pantalla. Se oyó un pitido cuando se envió un correo electrónico y, de
repente, me encontré debajo de él, con su cuerpo tan pesado que me
robó la respiración.

Su rostro estaba en el mío, su expresión impasible se rompía con la


inflexibilidad de su lujuria. Jadeé en su boca cuando la apretó contra
la mía, cuando su mano encontró mi sexo hinchado y dolorido y lo
apretó con deliciosa fuerza.

—¿Te duele ya el coño, bella? ¿Te duele por el estiramiento y el


empuje de mi polla? Creo que te he follado cincuenta veces en las
últimas treinta y seis horas, y quiero que sientas cada una de esas
folladas en este bonito coño.

Antes de que terminara de hablar, ya estaba gimiendo, jadeando


como una desvergonzada. Había algo extraordinario que le ocurría a
un coño bien usado; cuanto más lo follabas, mejor se sentía y más
quería.

O tal vez eso sólo me ocurría a mí.

Y me estaba dando cuenta, mientras Alexander encajaba la corona


de su gran polla en mis pliegues cerrados casi hinchados, que estaba
bien con mis deseos insaciables porque Alexander era un hombre
insaciable.
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Recorrí toda la casa tres veces. La primera vez fue sin prisa,
tocando todo a mi paso, sintiendo la textura de los tapices del siglo
XV y las suaves curvas de las antigüedades de madera tallada,
aplastando los dedos de mis pies desnudos en las alfombras persas y
pasando largos momentos contemplando la colección de obras de arte
de valor incalculable que cubrían las paredes. Ninguno de los
sirvientes restantes me molestó mientras caminaba como un espectro
en mi bata de seda blanca por los pasillos encantados y sagrados de la
casa que juré convertir en un hogar. Parecían sentir que necesitaba la
libertad de vagar después de tanto tiempo confinada en un lugar, en
unas habitaciones concretas. En mi segunda pasada, profundicé más,
encontrando en el estudio las llaves que abrían algunas de las puertas
cerradas que siempre me había cuestionado. Encontré lo que debía de
ser la habitación de Rodger, adornada con armamento antiguo y
carteles de fútbol europeo, y la colección de habitaciones de Noel,
todas oscuras y almizcladas con su olor, una fragancia que asociaba
intensamente con el mal.

Esas habitaciones serían despojadas de todo lo necesario y


renovadas por completo.

Si ésta iba a ser mi casa, como supuse que sería, dado que los lores
solían vivir en sus fincas y el negocio de Alexander tenía su sede en
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Londres, iba a ser una casa exorcizada de fantasmas.

Por eso, cuando encontré una habitación decorada con los suaves
malvas y azules casi translúcidos de un amanecer en un paraíso
tropical, la designé como la futura escapada de Giselle y Sinclair
cuando la visitaran. Luego, cuando encontré una atrevida habitación
negra y roja de temática oriental que me pareció lo suficientemente
fuerte y atrevida para mi Elena, y una vez más con la pequeña, pero
bellamente acogedora habitación contigua a una guardería usada hace
mucho tiempo que supe que se adaptaría perfectamente a mamá.

En mi tercera pasada, apenas abrí los ojos. Conté los escalones de


mármol mientras los subía, sintiendo la fría y suave piedra bajo mis
pies, la forma en que mi mano se ajustaba perfectamente a las curvas
talladas de la barandilla cuando mi palma se deslizaba por ella.
Respiré el olor a levadura y humedad de la cocina y el aire húmedo y
cercano del invernadero, perfumado con cientos de flores exóticas y el
tinte ligeramente acre del agua del estanque. Imaginé escenas de risas
en la guarida donde una vez había jugado al ajedrez con Noel,
trasladando una imagen de Alexander y yo jugando allí en su lugar,
despojándonos de nuestras ropas cada vez que capitulábamos una
pieza al otro. Pensé en el enorme abeto Douglas que Riddick cortaría
para nosotros del bosque de atrás, que decoraríamos para Navidad y
colocaríamos en la esquina del salón principal, y en los calcetines que
colgaríamos de la famosa chimenea de mármol negro con sus
demonios y ángeles entrelazados por las columnas.
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Cuando llegué a la cocina, me detuve en la puerta para ver cómo


Douglas daba un pequeño y sonoro discurso a algunos de los nuevos
empleados que Alexander y Riddick ya habían contratado.
—Dirijo un barco muy ajustado, muchachos. —Douglas señaló con
un gesto grandilocuente su cocina, llevando la venda sobre su cabeza
cortada como una corona—. Este es un lugar serio de negocios porque
la comida y la pastelería son empresas serias. No permitiré que
ninguno de ustedes me estropee el horario, así que adáptense
rápidamente o serán expulsados, ¿escucharon? El duque y la duquesa
han pasado por... muchas situaciones en los últimos quince días, o en
realidad, en las últimas dos décadas. No necesitan sirvientes
voluntariosos o imbéciles que hagan un desastre de su felices para
siempre.

Un joven, de no más de dieciséis años, levantó tímidamente la


mano. —¿Es cierto entonces, que el señor mató a su propio padre en
el jardín trasero?

El rostro infantil de Douglas se contorsionó con una mirada


mientras golpeaba con su cuchara de madera los nudillos del
muchacho que estaban sobre la mesa. —Vuelve a hacer una pregunta
impertinente y te irás de aquí. No habrá chismes ociosos sobre el
señor y la señora de Pearl Hall, no donde yo pueda oírte si sabes lo
que es bueno para tus nudillos y tus estómagos, y no donde su Gracia
pueda enterarse, si sabes lo que es bueno para tu seguridad y tus
bolsillos.
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Estuve tentada de reírme de las amenazas de Douglas, pero en lugar


de eso, recompuse mi cara en una máscara educada y me acerqué para
decir: —El chef O'Shea tiene razón en una cosa. —Esperé a que todo
el personal se dirigiera hacia mí con expresiones de asombro y terror.
Estaba claro que todos habían oído hablar de las muertes de Noel y
Rodger, de la sombra que se cernía sobre Pearl Hall, pero no quería
que nos tuvieran miedo a Alexander y a mí—. Es una bestia temible
cuando se enfada.

Les guiñé un ojo, y todos se removieron incómodamente en sus


asientos, compartiendo miradas que cuestionaban si debían reírse o
no.

Douglas intervino agitando su cuchara de madera hacia mí. —Eres


de las que habla. No he conocido a una mujer tan gruñona como tú
cuando no has comido.

Me encogí de hombros. —Felizmente, me mantienes bien


alimentada.

Douglas se acicaló para mí y yo me reí, acercándome para darle un


beso en su mejilla sonrosada. Siempre había sido cariñosa, pero a raíz
de los últimos acontecimientos, me encontré incapaz de ver a Riddick
y Douglas, dos de los caballeros que habían arriesgado sus vidas para
ayudarme, sin tocarlos. Era sólo una de las innumerables formas en las
que pretendía mostrar mi gratitud y mi amor durante las siguientes
décadas.
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Algunos de los miembros del personal parecían horrorizados por mi


cercanía con Douglas, así que decidí cortar de raíz esa situación antes
de continuar mi recorrido por la casa. Me senté en el borde de la mesa
a pesar de que Douglas me dio un manotazo y me alisó la bata para
que me cubriera las piernas como si fuera un vestido de valor
incalculable.

—Escucha, no dudo que hayas oído las historias sobre lo que ha


sucedido en Pearl Hall recientemente... y quizá no tan recientemente.
Como en cualquier lugar con historia, hay muchas historias aquí, tanto
buenas como malas. Lo que quiero prometerte es esto: no habrá más
historias malas aquí. Al menos, no mientras Xan y yo vivamos. El
pasado está acabado y, literalmente, enterrado. Si deseas quedarte en
Pearl Hall, debes saber que lo haces no sólo como sirviente, sino como
parte de una familia. Esperamos que cumplas con tus deberes, pero
también esperamos que contribuyas al ambiente positivo de la casa.
Verás, tenemos un montón de nuevos recuerdos que necesitan ser
plantados en estos jardines y colgados en estas paredes. Si no crees
que puedas guardar silencio sobre el pasado y los extraños sucesos
que pudieran ocurrir aquí, no te preocupes, pero por favor, vete. Si
crees que serías feliz en un hogar, por muy grandioso que parezca
Pearl Hall, por favor, quédate y estaré encantada de conocerte cuando
surjan las oportunidades.

Colectivamente, el grupo de unos doce sirvientes parpadeó al


verme, pero ninguno se levantó para abandonar la mesa, así que lo
tomé como una buena señal. Con un suspiro, me puse en pie y apreté
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otro beso en la mejilla de Douglas a modo de despedida.


Él me detuvo un momento con una mano en el brazo. —No llevas
más de un día como señora y ya eres la mejor duquesa que Pearl Hall
ha visto nunca, ducky.

Parpadeé para alejar el agudo escozor de las lágrimas y apreté su


mano antes de dejarla caer en un mudo pero conmovedor
agradecimiento. Luego salí de la habitación y continué mi tercer paseo
por la casa.

Terminé mi tercera pasada en el gimnasio y encontré a Riddick


esperándome allí, con los ojos cerrados mientras meditaba sentado en
el suelo en medio de las colchonetas.

Sonriendo, me acerqué sigilosamente a él, sin que me crujiera un


hueso ni me chocara una articulación mientras me dirigía hacia él y
me preparaba para sacarle de sus casillas.

Abrió un ojo en el momento en que me eché hacia atrás para


asustarlo, y dijo secamente: —Te oí antes que cruzaras el umbral,
duquesa. Hasta la seda tiene un sonido.

Fruncí el ceño hacia mi bata y luego hacia él. —Un día de estos te
voy a dar un buen susto, Riddick.

Levantó las cejas mientras desplegaba su largo y ancho cuerpo y se


ponía en pie. —Dudo mucho que a mi jefe le haga gracia que su
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esposa me vea en pelotas.


Parpadeé y luego solté una carcajada, sujetándome el estómago para
contener mi regocijo. —Riddick —jadeé—. ¿Acabas de hacer una
broma?

Su rostro era inexpresivo mientras decía: —Ni se me ocurriría.

Volví a soltar una risita y tuve la inmensa satisfacción de ver cómo


se le movían las comisuras de los labios. Le seguí mientras me guiaba
hacia el equipo de esgrima y no dije ni una palabra cuando me di
cuenta de que había dispuesto algunas de mis viejas prendas de
gimnasia para que me cambiara. Sabía que agradecerle su amabilidad
sólo avergonzaría al estoico británico por excelencia.

Pero cuando me dijo en voz baja, con su voz de acento tosco, tan
diferente del elegante inglés de Xan. —Fuiste muy valiente, lo fuiste,
Cosima. Nunca he estado más orgulloso de un cuerpo en toda mi vida,
y eso que estuve en el ejército —cedí.

Mis brazos rodearon su torso cuadrado en un segundo, mi mejilla


presionada justo debajo de su músculo pectoral duro como una roca.
Me sentí como si estuviera abrazando una roca, y durante un largo
momento, él se quedó tan quieto como una roca.

Luego, un brazo rodeó mi espalda con suavidad y ternura, y el otro


encontró mi cabeza, donde descansó un momento antes de acariciarme
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torpemente.

—Ya está, ya está —gruñó—. No hace falta que te pongas nerviosa.


Ya está todo arreglado y por fin puedes tener un poco de paz, ¿eh?
Miré hacia arriba, hacia arriba, hacia él, con los brazos todavía
cerrados, a duras penas, en torno a su cintura, y le regalé una de mis
sonrisas de megavatio. —Sabes, Riddick, que te quiero mucho,
¿verdad?

Un rubor asoló su piel pálida como un incendio forestal, y sus ojos


se movieron con inquietud por la habitación, como si le preocupara
que Alexander estuviera al acecho para acusarle de haber hecho algo
con su mujer. Me reí de su incomodidad, pero decidí acabar con su
sufrimiento liberándome de mi agarre. Le di la espalda para que se
tranquilizara y cogí mi estoque de la pared de armas.

—Estoy un poco fuera de práctica —dije por encima del hombro


mientras cogía mis cosas para cambiarme—. Pero si pierdes, tienes
que ir a montar conmigo. Echo de menos a Helios.

Salí de la habitación riendo mientras Riddick gruñía su


desaprobación. Odiaba a los caballos, y era demasiado divertido como
para no aprovechar la apuesta y ganar nuestro pequeño órdago.

Unas horas más tarde, volvía a reírme mientras volaba sobre las
tierras de Peal Hall a lomos de Helios, con su elegante y poderoso
cuerpo agitando la tierra a nuestro paso. Miré por encima de mi
hombro para ver a Riddick como una mancha en la colina detrás de
mí, su montura moviéndose a un ritmo espasmódico y lento bajo su
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gran forma. No me cabía duda de que Riddick me había dejado ganar


a propósito. El brazo izquierdo aún me ardía ligeramente por el roce
de la bala y mis pies estaban sensibles mientras ejecutaba mi juego de
piernas, ligeramente ralentizado por el dolor. Pero Riddick me había
dado la victoria como su propia forma de decirme que también me
quería, y lo agradecí incluso mientras me reía de su incomodidad
sobre un caballo.

Enterré mi risa en las suaves crines doradas de Helios, que olían a


heno, y le di una sacudida para que se pusiera a galopar. Atravesamos
el campo de amapolas que la madre de Alexander había plantado para
recordarle su infancia en Italia, y esquivamos el apretado entramado
de árboles del bosque antes de atravesar el claro y subir a la cima más
alta para poder observar cada centímetro de la finca de los Davenport
desde lo alto de mi corcel.

Helios y yo estábamos jadeando, y mi montura de color crema


estaba saturada de sudor, como el pelaje dorado de mi yegua. El
cuerpo me dolería aún más mañana tras la falta de familiaridad de la
larga y dura cabalgada, pero sabía que lo disfrutaría.

Valía la pena el dolor y más, todo lo que había pasado para saber
que cada centímetro de la tierra que podía ver —el brezo púrpura
sobre los páramos lejanos, lo último de la niebla matutina que se
arremolinaba en la cuenca del valle cerca del pueblito de Thornton, el
bosque de sombras oscuras que se extendía horizontalmente sobre la
finca como un cinturón que lo unía todo— era todo nuestro.
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Suyo y mío.

Mío, porque yo era suya.


Y por su propia declaración repetida, él era mío.

Riddick subió la colina a lomos de su yegua gris moteada, con la


frente bañada en sudor, el cabello corto pegado a la cabeza y una
expresión mortal.

—¿Todo bien, Rid? —pregunté alegremente con una inclinación de


mi sombrero de montar.

Frunció el ceño, con su pesada frente comprimida sobre sus ojos


brillantes, pero no dijo nada hasta que se acercó a mi montura.
Entonces alargó la mano para tirar de una de mis gruesas coletas
trenzadas con la suficiente fuerza como para hacerme una mueca de
dolor, pero no lo suficiente como para que me doliera, y juró. —
Nunca volveré a cabalgar contigo. Alexander tendrá que comprar un
vehículo utilitario si quiere que me lance tras de ti por los terrenos.

Incliné la cabeza hacia atrás para reírme al gran tazón azul del cielo,
y cuando me recuperé lo suficiente como para volver a inclinar la
barbilla hacia abajo, Riddick estaba cabalgando colina abajo. Fruncí el
ceño y me dispuse a gritar tras él, pero una voz a mi lado me paralizó.

—Te he visto en unas poses magníficas —dijo Alexander con


suavidad, como si ya estuviéramos en medio de una conversación.
Estaba sentado encima de su gran semental negro con las manos
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enguantadas cruzadas sobre el pomo de cuero labrado de la silla de


montar. Con sus largos y musculosos muslos enfundados en unos
pantalones de montar color piedra y unas botas altas de color negro
brillante, y con sus anchos hombros y su estrecha cintura ceñidos por
una americana negra de terciopelo, Alexander parecía el lord de la
mansión en todo su esplendor. Me fijé en la barba incipiente que
recubría su mandíbula como si fueran motas de oro puro y noté la
tensión en sus mejillas por haber reprimido una sonrisa—. Pero hay
que decir, Cosima, que ahora mismo eres un espectáculo para la vista.

El calor me invadió el pecho y me abrió los labios en una sonrisa


tan amplia que me dolió. —Puede ser porque creo que nunca he sido
tan feliz. Me siento como si pudiera flotar.

—Las amenazas que te han agobiado durante tanto tiempo han


desaparecido, así que no me sorprende que te sientas así. Aunque —
me dijo acercando a Caronte para que pudiera agarrar mi barbilla entre
sus dedos enguantados y forzar mis ojos hacia los suyos—, siempre
me tendrás a mí para atarte.

Utilicé mi barbilla para empujar su mano sobre mi mejilla y me


incliné hacia él. —Siempre me ha gustado que me amarres.

El rostro de Xan se convirtió en una de sus raras y hermosas


sonrisas marcadas que hacían que sus ojos brillaran como la plata
pulida. Me acerqué para trazar mi pulgar sobre la forma de esa sonrisa
y luego me reí cuando sus dientes mordieron la almohadilla.

—Tú también eres feliz —le dije, porque, aunque parecía el mismo
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hombre serio y regio, con un rostro como una máscara y unos ojos
como dos piedras frías, podía percibir el cambio en el aire que le
rodeaba. Él también parecía más ligero.
—He sido más feliz contigo en cada momento que hemos pasado
juntos que en toda mi vida sin ti —admitió con facilidad, como si sus
palabras no significaran absolutamente todo para una chica que nunca
había sido amada tan cándidamente en su vida por un hombre que no
fuera su hermano.

—¿Crees que...? —aventuré antes de detener el torrente de palabras


mordiéndome el labio inferior.

Alexander me miró ferozmente cuando no continué y luego me


desenganchó cuidadosamente los dientes de la boca. —No me ocultes
nada, mi belleza. Eres un misterio que llevo demasiado tiempo
esperando desentrañar, y el proceso comienza ahora. Quiero saberlo
todo.

—No quiero gafarlo —dije con una mueca de dolor porque era
ridículo creer en supersticiones tan triviales después de todo lo que
habíamos pasado.

Su rostro se fue asentando rasgo a rasgo, ladrillo a ladrillo, en un


muro de piedra sombrío. Jadeé cuando se retorció para meterme las
manos bajo las axilas y me medio arrastró, medio levantó de mi silla a
la suya, donde me acomodó con las piernas colgadas sobre sus
muslos, un diamante de espacio entre nuestras ingles, un brazo
poderoso alrededor de mi cintura y el otro enredado en mis trenzas, de
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modo que mi cabeza se arqueó hacia atrás y mi boca se abrió justo


debajo de la suya.
Alexander habló con un giro irónico, casi nervioso, en sus labios,
con una energía en sus ojos que hablaba de un entusiasmo y una
vulnerabilidad casi infantiles. —El cuento suele contar que hay una
princesa desesperada encerrada en una torre que necesita un valiente
caballero que mate a sus dragones y la lleve a un mundo feliz, pero
nuestra verdad es diferente. Era yo quién te necesitaba, Cosima.
Percibí tu valentía en el momento en que interviniste para salvar la
vida de un hombre que no conocías en un callejón milanés cualquiera,
y lo supe con certeza cuando te negaste a doblegarte por mí, cuando
prometiste que no obtendría tu corazón ni tu espíritu a menos que
pudiera ganármelos. Me salvaste de una eternidad de infierno que ni
siquiera era perfectamente consciente de estar viviendo. Me diste una
razón para matar a mis demonios, una razón para dudar de mi propia
villanía, y ahora, esa parte de nuestras vidas ha terminado.

El brazo que rodeaba mi cintura se desplazó para que pudiera frotar


su pulgar revestido de cuero suave sobre mi mejilla, y apoyó su frente
contra la mía. Las arrugas de su frente se alisaron mientras cerraba los
ojos y soltaba un suspiro como un hombre expiado por Dios.

Cuando retrocedió un centímetro para clavarme los ojos, los suyos


ardían con la furia de una llama interior. —Pero escúchame cuando te
digo que ese tiempo se acabó. Ya no necesito que me salves, ni
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tampoco tu familia. Ya has sufrido suficiente martirio y lucha. Es hora


de colgar tu santidad y tu espada porque si alguna vez viene algo por
nosotros de nuevo, seré yo quien pague el peaje, yo quién tome la
lanza. Nunca más dejaré que nadie te toque. Verás, mi belleza, tú me
enseñaste lo que se necesita para ser un héroe, así que estaré
preparado si alguna vez hay que volver a tomar el testigo.

Su pulgar siguió moviéndose por mi mejilla, limpiando las lágrimas


tan pronto como se derramaban de mis párpados. Un hipo subió por
mi garganta, un precursor de sollozos pesados e hinchados que me
sacudieron todo el cuerpo con estremecimientos y jadeos.

Alexander me abrazó mientras lloraba, aplastada contra su pecho


con tanta fuerza que podía sentir el constante y pesado golpe de su
corazón contra su jaula. Fue ese latido el que finalmente me calmó
porque me recordó que Alexander era el mejor hombre que había
conocido, pero que, además, había una bestia oscura y peligrosa
dentro de su pecho que se liberaría si alguien intentaba volver a joder
con nosotros.

Y nunca apostaría contra esa bestia.

Sabía que me mantendría a salvo de cualquier daño.

—Iba a decir —susurré a través de mis mocos y lágrimas, mi voz


era tan gruesa que parecía que hablaba a través de una boca llena de
algodón—. ¿Crees que ahora tendremos nuestro —felices para
siempre—? Quiero decir, ¿qué pasará después de esto?
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Había algo totalmente conmovedor en la forma en que Alexander


me levantó la barbilla con sus grandes manos, su fuerza sutilmente
contenida para que pudieran rozar con ternura mis mejillas húmedas,
recogiendo mis lágrimas. Su rostro era tan serio como nunca lo había
visto, con rasgos pesados y casi severos mientras me miraba
fijamente, pero fueron sus ojos los que atrajeron mi atención. Eran
amplios, oscuros y claros a partes iguales, como la luz del sol
filtrándose entre las nubes de la tormenta, y tan sinceros de amor que
me dejaron sin aliento.

—¿Qué pasará después de esto? —reflexionó mientras tomaba mis


manos entre las suyas y mordía metódicamente la yema de cada dedo
antes de besar cada nudillo—. Lo que pasa después de esto es que te
trasladamos a la casa como es debido. Pondremos tus libros en la
biblioteca, tu ropa junto a la mía en nuestro armario y tu retrato junto
al mío en el Salón de los Espejos. Yo me voy a trabajar a la ciudad, tú
te vas a trabajar a donde sea que eso te lleve, y los dos volvemos a
casa con el otro aquí. Ya estamos casados. —Alexander acercó su
exuberante boca al enorme diamante amarillo canario de mi dedo
anular izquierdo—. Pero veo una luna de miel en condiciones en
nuestro futuro, donde mi novia desee. Y niños. Cuando estemos
preparados, tantos hijos como estés dispuesta a darme.

Las lágrimas volvieron a caer, pero nunca fui capaz de pensar en


nuestro aborto involuntario sin ellas. No había sido el momento ni el
lugar adecuado para tener un hijo, pero la devastación seguía siendo
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muy real. Saber que volvía a tener la oportunidad de tener un bebé con
los mercuriales ojos grises y el precioso acento británico de Alexander
llenaba cada espacio vacío de mi interior con una alegría inequívoca.
—Pero por ahora —dijo Alexander, con una sonrisa pícara
torciendo el lado izquierdo de su firme boca—. Debemos volver a la
casa para que pueda darte un regalo de boda muy tardío y un regalo de
cumpleaños anticipado.

Rápidamente y sin esfuerzo, Alexander me levantó de su silla y me


hizo volver a la mía.

—Si quieres intentar ganarme para volver a los establos, eres más
que bienvenida —continuó suavemente, la pequeña curva de su boca
ocultando su arrogante diversión—. El perdedor será castigado, por
supuesto. Creo que unos azotes con una fusta son adecuados, ¿no
crees?

Antes de que terminara de hablar, me puse en marcha, y Helios se


puso en movimiento con tanta fluidez que parecía que bajábamos la
colina y nos adentrábamos en el valle con la misma facilidad que el
agua en un arroyo. Mi risa era alta y sin aliento mientras apretaba mi
torso contra el cálido cuerpo de Helios, enterraba mi nariz en su dulce
melena y galopaba por la finca, sin demonios ni monstruos
persiguiéndome, sólo el hombre que siempre supe que me encontraría
si corría.

Sin embargo, de alguna manera, probablemente debido a las casi


cuatro décadas de montar a caballo, Alexander se puso a mi altura,
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sonriendo como el niño inocente que nunca había sido, y luego me


adelantó rápidamente con un fuerte y liberador grito de alegría.
Me golpeó con fuerza, llegando a los establos dos minutos antes que
yo, y luego, me volvió a golpear con fuerza con una fusta mientras me
apoyaba en la misma chimenea contra la que me había marcado una
vez. Me sujetó el culo cuando por fin se introdujo en mi húmedo y
aferrado calor, con el pulgar clavado en la carne sobre mi marca,
como si pudiera volver a marcarme sólo con el tacto.

Fue ese pensamiento y la creencia que podía, lo que rompió el sello


hinchado de mi orgasmo.

Todavía estaba jadeando, mis manos enlazadas alrededor del cuello


de Alexander eran lo único que impedía que mis rodillas se
tambalearan, cuando él empezó a reír su preciosa y retumbante risa
contra mi cuello.

—¿Qué? —pregunté, tirando de él por el cabello para poder ver su


cara surcada y feliz—. ¿Por qué te ríes?

Un imperioso encogimiento de hombros. —Se me permite reír, ¿no


es cierto?

—Lo tienes —acepté lentamente—. Sólo que no lo haces muy a


menudo.

Su diversión se transformó en algo mucho más íntimo mientras me


mordía suavemente la barbilla con los dientes. —Tengo la sensación
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que eso cambiará ahora.

Le sonreí en la cara y me chasqueó la lengua. —Encaprichados, los


dos. Espero que Riddick tenga un estómago fuerte porque no le gustan
mucho las muestras de afecto en público. A la mayoría de los
británicos no les gustan.

—Menos mal que eres medio italiano entonces.

—Menos mal. —Me dio una fuerte palmada en el culo, reavivando


el ardor de la fusta—. Ahora entra y ve a tu habitación. Algunos de los
regalos de los que te hablé te están esperando en tu cama.

Abrí la puerta de la habitación que había sido mi refugio durante


todo el primer año de mi estancia en Pearl Hall con más temor que
nunca. Una sorpresa de Alexander podía significar cualquier cosa,
desde un caballo hasta la cabeza de un antiguo enemigo clavada en el
suelo y aun goteando sangre.

Al principio, cuando la puerta ornamentada y pintada de dorado y


crema se abrió hacia dentro, no vi nada fuera de lo normal. Las
alfombras rosas y rojas seguían superpuestas en un agradable
desorden, las magníficas cortinas sobre la cama se abrían con cordeles
dorados para revelar la colcha de satén rojo intenso y los montones de
almohadas de plumas de ganso. Era opulento y hogareño, y aunque en
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el futuro pasaría las noches con Alexander en su habitación, siempre


consideraría esta habitación como mi propia y dulce evasión.
Distraída por la nostalgia, casi pasé por alto la pequeña mancha
negra sobre el edredón, pero el suelo crujió ligeramente bajo mis pies
calzados y una cabecita se asomó, con unos ojos dorados del mismo
color que los míos que se abrieron entre el pelaje oscuro.

—¡Hades! —grité mientras me lanzaba a la cama y cogía a mi


pequeño gato demoníaco en brazos.

Rodé sobre mi espalda, sosteniendo su cálido y suave cuerpo sobre


mi pecho con mis manos bajo sus axilas para que se sentara entre mis
pechos y pudiéramos mirarnos a los ojos. Parpadeó soñoliento y
bostezó, dejando al descubierto su pequeña lengua rosada, antes de
saludarme finalmente con un maullido agudo.

Lo abracé tiernamente contra mi pecho y eché la cabeza hacia atrás


contra el edredón para sonreír hacia el dosel, con las mejillas doloridas
por la extensión de la alegría en mi rostro.

Se oyó un crujido en el pasillo que indicaba la llegada de alguien a


mi puerta, y me reí sin mirar para ver a Xan de pie sonriendo.

—Maravilloso, astuto. Muchas gracias por traer a Hades. Lo es todo


para mí.

Se oyó una ligera burla y luego el suave y lírico tono de la voz de


mi hermano Sebastian. —Estoy profundamente herido, mia cara.
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Aquí estaba yo, siempre pensando que era tu favorito.

Me senté de golpe y parpadeé al ver a mi hermano, Giselle, Sinclair,


mamá y Salvatore en la puerta.
—Cazzo —maldije a través de la repentina avalancha de lágrimas—
. Hoy he llorado más que en cinco años.

Mi familia se echó a reír y atravesó la puerta para rodearme en la


cama, acribillándome a besos y abrazándome. Nos acomodamos con
mi cabeza sobre el suave pecho de mamá, la de Giselle sobre mi
estómago con sus piernas sobre Sinclair, y la de Sebastian sobre mi
muslo. Salvatore se sentó a mis pies, sonriendo alternativamente a mí
y luego a mamá, con sus grandes y gruesas manos en mis tobillos.

—Creía que estabais todos muertos —intenté explicar entre mis


incesantes lágrimas—. Creía que estabais todos muertos por cosas que
yo había hecho, y me imaginaba el resto de mi miserable vida sin
todos vosotros, y quería hacer algo más que morir. Quería dejar de
existir.

—Ah, piccola —arrulló mamá mientras me quitaba el cabello de la


cara—. Tu esposo y Dante nos sacaron a la mayoría antes que la
bomba explotara. Alexander, te siguió cuando fuiste a la parte de atrás
porque tenía una sensación de peligro, y cuando no te encontró,
empujó a todos hacia afuera.

—Fue un espectáculo digno de ver —admitió Giselle, riendo


suavemente—. Esos dos hombres enormes agarrando a la gente a su
paso, empujando y gritando para que todos salieran del restaurante.
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—Dos muertos —murmuró Salvatore en voz baja—. El ayudante


del chef de tu madre y uno de los chicos de Dante.
—Iré al funeral —dije inmediatamente—. Xan y yo lo pagaremos.

—No lo harás. Ya está hecho, y yo me encargué de ello —dijo mi


padre, con sus gruesas cejas casi ocultando sus ojos furiosos—. Al
igual que me encargaré de la escoria de di Carlo que se involucró con
Noel.

—Tore —exclamó mamá—. Calmarsi.

Tranquilízate.

Me sorprendió la empatía de su suave boca y sus gentiles palabras.


Mamá no había tenido una palabra amable para el amor de su vida en
décadas, y ahora, parecía que estaba aprobando los pensamientos
violentos y las futuras acciones que Salvatore planeaba contra un
sindicato mafioso rival.

—Guau —respiré, abriendo mucho los ojos a Sebastian, que se


carcajeó.

—Elena no está aquí porque esté cumpliendo su promesa contigo —


intervino Sinclair, cogiendo mi mano para estrecharla entre las
suyas—. Ella y el resto del equipo legal están cuidando a Dante.

Cerré los ojos ante el agudo pinchazo de alivio y el pulso más


profundo de agonía en mi pecho. La visión de mi magnífico y gran
hombre Dante en un feo mono naranja encarcelado en una monótona
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habitación de hormigón durante todo el día me ponía físicamente


enferma. Él no merecía estar allí.

Yo sí.
Tal vez incluso Xan lo merecía.

Pero no Dante, no mi querido mejor amigo.

—Ella lo va a sacar —prometió Sin—. Confía en mí, es un tiburón.

Asentí con la cabeza, pero no di voz a mis persistentes temores


porque no quería que se manifestaran en el universo.

Mi vista se fijó en Riddick, que permanecía justo al lado de la


puerta, para siempre mi centinela.

—Rid, entra y conoce a mi familia —le dije.

Él frunció el ceño.

—Ven —exigí.

Se acercó ligeramente a la puerta con pasos de plomo que gritaban


lo reacio que era a socializar, dejando ver a Douglas detrás de él, que
llevaba una gran bandeja de plata cargada con sus magníficos pasteles.

—Suficiente de tanta palabrería —anunció Douglas—. Es hora de


los dulces y de una buena charla. Giselle, cariño, Cosima me ha dicho
que has vivido en París. Tenemos que hablar de todos los lugares
donde comiste.

—¿Riddick? He oído que le enseñaste a Cosima a practicar la


esgrima. ¿Crees que tienes tiempo para enseñarme una o dos cosas?
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Verás, tengo una película en camino... —Sebastian se lanzó a discutir


con el hombre grande y estoico como si fueran amigos de toda la vida.
Me reí cuando Douglas entró en la sala seguido de dos sirvientes
que llevaban té y champán, y seguí riendo, como no lo había hecho en
años, mientras mis dos familias se acercaban.

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Las sorpresas no terminaron ahí.

Riddick desenterró una gran caja blanca de mi armario atada con


una nota de Alexander en la que pedía que me pusiera su contenido
esa noche. Giselle rompió el envoltorio conmigo, y ambas nos reímos
como no lo habíamos hecho desde que éramos niñas. Nos detuvimos
al ver el vestido de seda blanca protegido por montañas de papel de
seda dorado. La tela era fría y resbaladiza cuando la acerqué a mi
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cuerpo, y brillaba a la luz como una perla de agua salada.

—Impresionante —murmuró Giselle mientras acariciaba la tela—.


Tengo que pintarte con esto algún día.
—Toma —había dicho Riddick, acercándome otra caja de
sombreros más pequeña.

En su interior había una corona de dientes dorados entremezclados


con flores frescas y fragantes.

Y supe, sin necesidad de confirmación, que Alexander quería que


me pareciera a Perséfone en su blancura de doncella, arrancando flores
de un prado cuando el Dios Muerto irrumpió en la tierra para raptarla.

—Mírala —susurró mamá, con la voz llena de lágrimas—. Parece


tan enamorada.

—Sí —murmuró Salvatore—. Tal como su madre me miró una vez.

Me mordí el labio, negándome a mirarles en un intento de darles


algo de intimidad. Nunca había albergado ilusiones que mis padres
volvieran a estar juntos, pero sabía que aún se anhelaban.

También sabía que el anhelo no era amor.

—Deja que te peine —ordenó Giselle, empujándome a la silla que


había delante de mi tocador.

Me gustaba verla en el reflejo donde solía ver a la señora White.


Hizo que el recuerdo de estar sentada allí fuera menos doloroso. Me
hizo darme cuenta que esto era exactamente lo que Alexander había
predicho cuando invitó a mi familia a visitarme. Eran los únicos que
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podían realizar un exorcismo a los numerosos poltergeist que había en


la sala sin ni siquiera sacar la Biblia y las varillas de salvia.

Dios, cómo amaba a ese hombre.


—Te echaré mucho de menos —dijo Giselle mientras arrastraba el
cepillo dorado por mi cabello—. Nueva York no será lo mismo para
mí sin ti.

—Te visitaré —le prometí.

Se mordió el labio, sus ojos encontraron a Sinclair en el reflejo. —


Cosi, tengo mi propio macho alfa, así que hablo con autoridad cuando
digo que no creo que ese hombre vaya a perderte de vista de buena
gana durante mucho, mucho tiempo.

Sin duda tenía razón, pero aun así le dije: —Me dejará visitar a mi
familia, bambina. Él sabe lo mucho que significas para mí.

—Sería cobarde de mi parte pedirte que no me uses como excusa.


Sinceramente, el hombre me da un poco de miedo.

Me reí tanto que se me acalambró el estómago.

Incluso ahora, caminando sola por el pasillo en busca de mi familia


misteriosamente desaparecida dos horas más tarde, me reí al ver la
cara de ojos abiertos de mi hermana.

No podía culparla. Alexander era un hombre extremadamente


aterrador.

Era una de las muchas razones por las que el lado oscuro de mi
corazón lo adoraba.
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Los familiares acordes de una sinfonía de Verdi me hicieron


cosquillas en los oídos mientras atravesaba el Salón de los Espejos y
recorría el pasillo hasta el salón de baile. Fruncí el ceño mientras me
acercaba, el ruido de los pies sobre las baldosas y el zumbido de
conversaciones subrayaban el oleaje de la música.

Riddick apareció a mi lado tan silenciosamente que me sobresalté.

—Permítame, Su Gracia —dijo formalmente, vestido de punta en


blanco con un traje perfectamente confeccionado que hacía que el
hombre, de construcción algo tosca, pareciera totalmente elegante.

Asentí con la cabeza, con tantas preguntas en la lengua que la sentía


pegada al fondo de la boca.

Se puso delante de mí y abrió de un empujón las amplias puertas


dobles para revelar el secreto de la cacofonía del interior.

El salón de baile se transformó.

Por una vez, las cortinas estaban abiertas, las ventanas brillaban
como espejos negros en la noche, reflejando los fragmentos de luz de
las numerosas lámparas de araña como constelaciones de estrellas. La
cálida luz hacía que las hojas doradas resplandecieran como
enredaderas luminosas que cubrían la mayor parte de las altas paredes
de la habitación y mi querido mural de Hades y Perséfone parecía
brotar del techo en una representación tridimensional.

Era precioso y tan contrario a mi historia en el espacio, que me sentí


momentáneamente aturdida y embobada. ¿Había estado esta belleza
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acechando en la oscuridad de mi jaula todo el tiempo? ¿Había estado


cautiva en un lugar de belleza, como una bailarina atrapada en una
caja de música cerrada, sin ser consciente de la belleza que la rodeaba,
demasiado atormentada por la oscuridad?

Parpadeé, preguntándome si estaba imaginando la calidez,


alucinando los muchos seres queridos que salpicaban el espacio como
lo había hecho en mis horas más solitarias al ser destrozada por Xan y
Noel en el frío y duro suelo de mármol negro.

No fue así. Giselle y Sinclair estaban de pie en la magnífica sala de


refinamiento, la mano de él en la nuca de ella en un abrazo
reivindicativo, Sebastian junto a ellos con la cabeza inclinada hacia
mí, pero su cuerpo vestido con traje se inclinaba hacia la
impresionante figura de mi vieja amiga Erika Van Bellegham.
Salvatore y Mamá estaban cerca pero no se tocaban, con las manos
sueltas y moviéndose ligeramente a los lados, como si se sintieran
atraídos por una fuerza magnética invisible. Vi a Agatha Howard de la
mano de Simon Wentworth y a Jensen Brask de pie junto a Willa
Percy, ambos mirándome con una leve sonrisa de satisfacción, como
si supieran que ésta sería mi vida desde el principio. El personal
también estaba allí, con sus humildes galas, con una amplia sonrisa al
ver a su lord y señor abrirse paso entre la multitud para recoger a su
duquesa.

Para recogerme a mí.


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Se me secó la boca y se me humedeció el sexo al contemplar el


largo y poderoso andar de Alexander, que se comía el suelo, con un
paso decidido, pero sin prisa, como si no pudiera esperar a llegar a mí,
pero supiera que tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo. Sus
ojos plateados se reflejaban en la cálida luz como diamantes en su
rostro bronceado, uno de los perfectos autómatas de Hefesto que
cobran vida.

Cuando se detuvo ante mí, con su rostro pétreo lleno de tierna


solemnidad, y tomó mi mano, sentí por primera vez que mi vida era
un cuento de hadas. No una de las truculentas historias de los
hermanos Grimm, sin optimismo y llena de monstruos, sino algo puro.
Un Bildungsroman31 destinado a inspirar esperanza, con la lección que
si perseveras en los momentos difíciles, puedes salir del otro lado con
una espalda de acero, el corazón de un hombre digno sostenido en la
palma de tu mano, y la sabiduría alrededor de tus hombros como un
manto real.

—Topolina —dijo con una pequeña sacudida de su labio superior


que ocultaba su diversión ante mi aturdido silencio—. Toma la mano
de tu esposo.

Lo hice en silencio, y mi mano se deslizó en la suya como una llave


en una cerradura.

Tiró suavemente, llevándome a través de la multitud hasta el centro


de la sala. Me detuvo con los pies sobre la baldosa de mármol negro,
marcada y perforada por la impresión del broche que me había
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encadenado.

31
Bildungsroman: novela que muestra el desarrollo intelectual de su protagonista. También
conocida en español como novela de formación.
Levanté la vista de mis pies con tacones de aguja sobre aquella
baldosa herida y el rostro de Alexander estaba de repente contra el
mío, sus ojos todo lo que podía ver, su boca moviéndose contra la mía.

—Siempre serás mi esclava, mi belleza —susurró sólo para mí—.


Pero también serás siempre mi duquesa. —Un beso presionó como un
sello notarial en mis labios, legalizando sus palabras, y luego se apartó
para mirar a la multitud—. Todos, permítanme presentarles a Cosima
Ruth Lombardi Davenport, duquesa de Greythorn, y mi magnífica
esposa.

Todos aplaudieron, Sebastian lanzó un silbido y Giselle un suave


grito.

Mi piel era demasiado oscura para mostrar un rubor, pero mi carne


se encendió de suave vergüenza y orgullo.

—Eres el mayor tesoro que jamás conoceré —continuó Xan


mientras Riddick se acercaba con una gran caja plana de terciopelo y
se la entregaba—. Pero quería conmemorar tardíamente nuestro
matrimonio con un regalo digno de ti.

Hubo un grito colectivo cuando Alexander abrió el joyero y un


sinfín de diamantes surgieron bajo la luz multifacética. Me llevé la
mano a la boca para contener la inmensidad de mis emociones
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mientras miraba el collar de diamantes construido para que parecieran


hojas espinosas y el absolutamente suntuoso diamante de oro amarillo
en su base.
Para todos los demás, parecía un extravagante regalo de un señor
del reino a su nueva esposa.

A mí me parecía exactamente lo que era: un collar de repuesto para


el que Alexander me había dicho que Noel había arrojado al fuego.

—Algo incomparable para mi incomparable esposa —dijo mientras


lo levantaba con una mano, me quitaba la melena de los hombros y me
colocaba el pesado y frío collar alrededor del cuello.

El peso de los diamantes era tan agudo que supe que era deliberado.
Para que siempre sintiera la fuerza de su posesión alrededor de mi
garganta.

Alexander me giró para mirarlo después de cerrarlo, con el rostro


impasible mientras miraba su collar alrededor de mi cuello. Levantó
un dedo para pasar el dorso del mismo por el liso diamante amarillo
rectangular en el hueco de mi garganta, y luego me miró con los labios
suavemente fruncidos para decir: —Incluso lo incomparable palidece
al lado de tus ojos dorados.

—Sólo porque me amas —le dije, tratando de burlarme y


fracasando porque las palabras estaban roncas por las lágrimas no
derramadas.

Se encogió de hombros con su insolente encogimiento de hombros


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de colegial. —Sin duda. Ahora, esclava, baila conmigo.

Cogiendo una mano con la suya y rodeando mi cintura con la otra,


Alexander me hizo girar para que me moviera, y la música cobró vida
como la sacudida de mi falda en el momento en que nos puso en
movimiento.

—Wagner escribió esta sinfonía para su esposa, Cosima, por su


cumpleaños —me dijo Alexander mientras bailábamos, y todos los
demás empezaron a bailar con nosotros.

Apoyé mi mejilla en la tela sobre su corazón. —¿Por qué haces todo


esto?

Su barbilla se apoyó sobre mi cabeza, sus manos me acercaron para


que estuviéramos juntos a ras de piel, apenas bailando. —Porque
quería mostrarte lo serio que era lo de sustituir todos los recuerdos de
pesadilla de esta casa por otros nuevos, brillantes. Quería ilustrar de
alguna manera lo mucho que lamento todo lo que te he hecho pasar.
Quiero que entiendas, aunque no pueda medir la insondable
profundidad del amor que siento por ti en mi corazón, lo mucho que
deseo que seas feliz en esta vida conmigo.

—Xan —dije, retirándome para inclinar su cabeza hacia mí con una


mano en su cuello, con fuerza sobre su pulso sólo para sentirlo latir—.
Bailaría contigo para siempre en la oscuridad si eso significara estar
contigo. No necesito la luz ni los diamantes, apenas necesito a mis
seres queridos. Podrías haberme arrastrado al frío y tenue salón de
baile, sujetar esa vieja cadena alrededor de mi tobillo, y yo seguiría
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amándote. No me arrepiento de las cosas que has hecho ni de los


acontecimientos de los últimos cinco años. Nos unieron y cimentaron
nuestro vínculo. Me hicieron fuerte, y te hicieron digno.
—La nuestra no es exactamente una historia romántica —admitió
con ironía.

Arqueé una ceja, presioné la palma de la mano sobre la marca que


sabía que llevaba en la piel sobre su corazón, y arrastré una de sus
manos por mi espalda hasta mi nalga, donde descansó sobre mi propia
marca. Pensé en Helios y en mi collar, en Xan moviendo los hilos para
conseguirme un trabajo en St. Aubyn, en los años que pasó
anhelándome, pero negándose a sí mismo para mantenerme a salvo.
Pensé en la forma en que mi cuerpo se sentía cuando estaba lejos de
él, como una forma sin sombra incluso a la luz del sol absoluto.

Pensé en la forma en que habría muerto por mí, y en la forma en


que yo estuve a punto de morir por él.

—¿No es así? —pregunté suavemente—. Creo que es muy


romántico.

—Literalmente —bromeó Alexander con una sonrisa pícara que me


hizo inclinar la cabeza hacia el mural de Perséfone y su Dios Muerto y
reír y reír.

Y cuando volví a mirar a Alexander, el que fuera mi Dios Muerto


también se estaba riendo.
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La sala del tribunal vibraba con una silenciosa y anticipada charla
mientras los reunidos esperaban que el venerable juez Hartford
subiera al estrado y comenzara el proceso. Podía oír la cacofonía de la
prensa y los espectadores fuera de las puertas cerradas de la sala e
incluso fuera en la calle. Fue el mayor juicio contra un supuesto
mafioso desde el Juicio de la Comisión de la Mafia en los años
ochenta, y fue una noticia sensacional en toda la ciudad de Nueva
York y más allá.

A ello contribuyó, por supuesto, el hecho que el hombre juzgado


por asesinato en primer grado, crimen organizado y juego ilegal era el
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magnífico, encantadoramente incorregible y peligrosamente intenso


Edward Dante Davenport.
El ruido se elevó con fuerza cuando se abrió la puerta lateral, y el
propio hombre fue introducido por dos guardias y su equipo de
abogados. Vestía todo de negro, aunque le daba un aspecto
perversamente pecaminoso y siniestro, con el cabello retirado de la
cara salvo por un mechón ondulado que le caía sobre la frente hacia
sus ojos negros.

Parecía un anuncio de loco, malo y peligroso a saber.

Sacudí la cabeza al cruzar la mirada con Elena, que estaba de pie


detrás de él con el resto de su equipo de abogados, con los labios
pintados de rojo apretados en una línea que subrayaba su furia por
haber perdido esa batalla particular con su cliente.

Debería haber llevado una camisa blanca abotonada, al menos, para


suavizar su aspecto y hacer que pareciera un hombre de negocios
corriente.

Pero, por supuesto, a Dante no le importaba parecer inocuo, y


estaba segura que había argumentado que llevar ese atuendo sólo haría
más evidente que era un león vestido de cordero.

—Maldito idiota —murmuró Alexander a mi lado mientras miraba


a su hermano.

Mi marido no estaba de buen humor.


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No sólo porque su hermano estaba siendo juzgado por asesinato,


sino también porque el hecho de estar aquí nos obligaba a permanecer
en Nueva York.
Alexander odiaba la ciudad.

Era el símbolo de nuestros años de separación y mi refugio cuando


me había perdido sin él.

Si por él fuera, probablemente no volveríamos a pisar la isla de


Manhattan.

Pero Dante estaba siendo juzgado por asesinato, así que aquí
estábamos, sentados en la primera fila reservada a su familia,
aportando el peso del apellido Davenport y el rango de Greythorn al
caso de Dante.

Era difícil que el público creyera que el hermano de un duque


recurriera a convertirse en mafioso.

—Tesoro —murmuró Dante con una pequeña sonrisa cuando los


guardias lo encajaron entre la barandilla y la mesa en la que se
sentaría y luego lo empujaron con fuerza hacia su silla.

El corazón se me retorció en el pecho, convirtiendo mi sonrisa


tranquilizadora en una mueca de dolor.

—Fratello —le ofrecí en voz baja, inclinándome hacia delante para


colocar mi mano en la barandilla, donde él pudiera verla y saber que
deseaba tenerla en su brazo o rodear su espalda en un feroz abrazo.

La dureza de su rostro se suavizó por un momento mientras me


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miraba, con su amor brillando por cada uno de sus poros. Había
sacrificado tanto por mí a lo largo de los años, y me negaba a creer
que sería castigado por ello pasando los próximos veinticinco años en
prisión.

—Ganaremos. —Alexander interrumpió mis pensamientos con sus


palabras fuertes y seguras—. No dejaré que te hagan esto.

La sonrisa de Dante se tornó irónica cuando miró a su hermano, su


gemelo en forma sino en color. Dorado y negro, malo envuelto en un
bonito paquete y bueno atrapado en forma de chico malo.

Eran un binomio del yin y el yang sin el que no quería volver a


pensar en vivir.

—Crees que puedes hacer cualquier cosa. —Dante sacudió la


cabeza con cariño—. Sabes que el mundo entero no se inclina ante su
gracia, ¿sí?

Xan levantó una fría ceja en silenciosa refutación.

Dante se rió, y la imagen fue captada por las numerosas cámaras de


los reporteros del tribunal.

No tenía ninguna duda que mañana adornaría los titulares de todos


los periódicos populares.

El capo de la mafia se ríe en la cara de sus crímenes.

—Cállate y mira al frente, Edward —le espetó Elena, pellizcándole


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la pierna con fuerza mientras ocupaba el asiento entre él y su co—


consejero—. Por una vez en tu vida, haz lo que se te dice.
—Oblígame —se burló de ella antes de lanzarme un guiño
incorregible.

Le sonreí como él quería, pero no me sentí despreocupada.

Elena me miró a los ojos, y su máscara primitiva y profesional


cambió por un momento para mostrarme su tranquila preocupación.
Me había prometido que lucharía por Dante como ella lo haría por mí,
pero en ese momento pude ver lo improbable que era que Dante fuera
declarado inocente.

No era culpable, por supuesto.

Yo había sido quien mató a Giuseppe di Carlo.

Pero después de años de vivir bajo la influencia de la Orden, sabía


lo poderosa que podía ser la manipulación, y ahora mismo... El
público quería que Dante cayera por estos crímenes.

—No dejaré que ocurra, mi belleza —juró Alexander, inclinándose


hacia mi oído para susurrar las palabras allí como una oración—. Iré
hasta el fin del mundo para asegurarme de que no sufra más por
nosotros.

Le sonreí sin ganas, pero tomé sus manos entre las mías para
reconfortarlo y le froté la banda dorada del dedo anular. —Una vez
me dijiste que no todo el mundo merece un final feliz. ¿Puedes decir
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sinceramente que nosotros sí? ¿Que el hermano que has odiado


durante las dos últimas décadas lo merece?
Me inclinó la barbilla con el nudillo y fundió su mirada con la mía.
—Si alguien merece un final feliz, es la gente que sufre para
encontrarlo. Te prometo, esposa, que esto también pasará, y que un
día, muy pronto, estaremos todos bebiendo juntos y recordando este
mismo momento. ¿Crees a tu esposo?

Miré los ojos que había memorizado la primera vez que los había
visto en un callejón de Milán, los que me habían estado esperando
cuando me desperté por primera vez en el salón de baile de Pearl Hall,
y pensé en cómo me había prometido ambas veces que estaría allí
esperándome.

No era un hombre que se rindiera, sin importar las circunstancias, y


supe que éste era sólo un obstáculo más para él.

Era el héroe de mi historia, pero como cualquier buen lector sabe, el


héroe siempre se convierte en villano si sus seres queridos se ven
amenazados.

Y Alexander estaba demasiado dispuesto a ir a la guerra por su


hermano y su esposa.

—Te creo —le dije.

Y aunque tardó años y dio giros que nunca hubiéramos podido


predecir, al final, tuve razón.
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ñ é
Nunca había tenido tanto dolor. No en toda mi vida.

Sólo Dios sabía que eso era decir algo.

Todo mi cuerpo se sentía como un edificio en llamas, las costuras


doliendo para sostener el creciente peso de las paredes mientras
amenazaba con derrumbarse, la madera sudando por el calor mientras
subía más y más.

Era pura agonía.

Pero yo me sentía muy orgullosa de ello.

No porque mi amo estuviera utilizando uno de sus muchos juguetes


perversos para sacarme gemidos y suspiros. Aunque él era, en esencia,
también la razón de este dolor.
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Sino porque estaba sudando y agitando y separando mis costuras


entre los muslos para dar a luz al bebé que habíamos creado juntos. —
¿Por qué demonios le duele tanto, doctor? —le espetó mi marido al
obstetra más reputado del país. Su hermoso rostro se contrajo, su piel
se enrojeció por la fuerza de haber reprimido toda su considerable
rabia.

No hace falta decir que, después de todo lo que habíamos pasado


juntos, a Alexander no le gustaba verme herida.

—Es un proceso completamente natural, Su Gracia —prometió el


Dr. Reinhardt, totalmente imperturbable ante el hombre grande y
enfadado que lo miraba con el ceño fruncido desde mi cama—. Su
mujer lo está haciendo sorprendentemente bien teniendo en cuenta el
tamaño del bebé.

Esto lo aplacó un poco. A mi marido le agradaba saber que había


dado a luz a un bebé grande y sano, y más aún, que yo lo estaba
haciendo tan bien bajo el estrés.

Elogiarme era la forma más rápida de caerle bien a Alexander.

Siempre y cuando ese elogio fuera platónico.

Incluso entonces, si provenía de un hombre sin compromiso o de


algún modo atractivo, podría amenazar con él como un amistoso
recordatorio que yo era, y siempre sería, suya.

El dolor me desgarró la ingle y subió por mi espina dorsal hasta


resonar en mi cerebro como un golpe radiactivo.

Alexander maldijo el gemido gutural que brotó de mi garganta


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devastada, pero volvió a posicionarse a mi lado y dejó que le agarrara


la mano con tanta fuerza que sus articulaciones rechinaron en señal de
protesta.
—Eres tan hermosa —me dijo con voz quebrada mientras se
inclinaba para presionar su frente contra la mía empapada de sudor—.
Eres tan hermosa para mí. En este momento, más hermosa que
ninguna otra. Nadie ha estado nunca más orgulloso ni más enamorado
de su esposa que yo, ¿lo entiendes, mi belleza?

Asentí con la cabeza, con los dientes tan apretados que pude hablar
mientras otra contracción me atravesaba.

—Bien, es hora de empujar, Lady Greythorn —me animó el médico


desde su posición íntima entre mis piernas.

Me había chocado que Alexander permitiera que un médico varón


fuera mi obstetra, pero era el mejor médico indiscutible del Reino
Unido.

Y también era gay, felizmente casado con su amor de la infancia.

Lo que explicaba la disposición de Alexander, aunque hizo que el


Dr. Reinhardt se entrevistara con nosotros tres veces antes de darle el
puesto de médico de la duquesa de Greythorn.

—Estoy lista —le dije, con la sonrisa retorcida como metal caliente
en la cara.

Todo mi cuerpo se sentía como un cable eléctrico sobrecargado a


punto de explotar. Estaba desesperada por empujar y liberar la tensión,
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aunque el dolor al bajar era casi insoportable.

—Te amo, mi belleza, mi topolina, mi duquesa —cantó Alexander


mientras apoyaba mi espalda contra su torso y me sujetaba ambas
manos para que pudiera apretarlas lo suficiente como para romperlas
mientras luchaba por empujar a nuestro hijo hacia el mundo—. Eres
mi mayor tesoro.

Incliné la cabeza hacia atrás, con los músculos lo suficientemente


tensos como para reventar, y dejé que el grito que hervía en mi
garganta estallara en el aire.

Un momento después, un lamento desgarrador subrayó las últimas


notas de mi grito.

Parpadeé lentamente a través de mis ojos empapados de sudor,


tratando de concentrarme más allá del dolor, ya que me había vuelto
tan experta en hacerlo que podía concentrarme en el ser que el Dr.
Reinhardt sostenía en sus manos.

—Dios mío —se le quebró la voz a Alexander cuando me apartó el


cabello húmedo de la frente y luego me recostó suavemente en la
cama para poder aceptar las tijeras del doctor y cortar el cordón
umbilical—. Mi buen Dios.

Los ojos me ardían y mi cuerpo se sentía como un globo desinflado,


incapaz de animarse mientras cedía al impulso de cerrar los párpados
y descansar un momento.

—Mi belleza —la suave voz de Alexander me sacó suavemente del


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sueño—. Es hora de conocer a tu hijo.

Al instante, la adrenalina recorrió mi cuerpo y mis ojos se abrieron


de golpe, con una visión clara y brillante al fijar la vista en un par de
iris azul plateado que sabía que se convertirían en el gris de Alexander
con el tiempo.

Nuestro bebé.

Un sollozo se alojó en mi garganta mientras mi corazón latía con


fuerza en mi pecho. Me sentía rebosante de amor, demasiado maduro
y vulnerable.

El bebé Davenport pesaba 3,950 kg., con una espesa mata de


cabello negro y una boca perfectamente formada en forma de arco que
se fruncía mientras se agitaba ligeramente en los brazos de su padre.

Era lo más bonito que había visto en mi vida.

Miré a Alexander a través de mis ojos encharcados de lágrimas y vi


en su expresión la misma prodigiosa ternura que me había invadido.

Se sentó en el borde de la cama y movió al bebé para que pudiera


recostarse sobre mi pecho desnudo. La habitación se despejó,
obviamente ordenada así por mi dominante duque, para que ambos
pudiéramos observar con asombro cómo el bebé se acurrucaba en mi
hinchado pecho y enroscaba un puño sobre mi corazón.

—Nunca pensé en toda mi vida que podría soñar este tipo de sueños
—murmuró Alexander en voz baja, consciente del dulce y seguro
capullo en el que estábamos envueltos—. Nunca creí que estaría libre
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de mis demonios, y mucho menos en libertad de compartir mi vida


con una mujer como tú a mi lado, con hermosos niños a nuestros pies.
Aunque fuera libre de esas cadenas que me ataban, nunca hubiera
pensado que sería digno de un futuro como éste.

El sollozo atascado en mi garganta se desprendió de mis labios


mientras giraba mi cabeza hacia sus hombros y dejaba que mis
lágrimas de gratitud ungieran su camisa negra abotonada.

Me dejó llorar, aunque sé que le dolía verme. Su mano estaba en mi


melena, apartándola de mi cara caliente y húmeda de una forma que
me tranquilizaba hasta la médula.

Moví la cabeza hacia atrás para apretar un beso en el fuerte y


constante pulso de su garganta y luego me giré de nuevo para mirar el
dulce bulto que tenía en el pecho.

Estaba cálido y tranquilo, durmiendo contra mí como si supiera lo


seguro que estaba en mis brazos con los dos en brazos de su padre.

Alexander nunca dejaría que nos pasara nada malo a ninguno de los
dos. Estábamos trayendo a nuestro hijo a un mundo sin la Orden, sin
Noel Davenport y sin la amenaza de la mafia sobre nosotros.

—Esta es nuestra época de felicidad —le recordé a Alexander


mientras depositaba un beso suave como el de una mariposa en la
suave cabeza de nuestro hijo—. Lo único que conocerá es la alegría y
la luz.
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—Sí —prometió Alexander, con uno de sus gruesos y largos dedos


desenrollados contra la regordeta mejilla del bebé—. Aunque, sin
duda, tu familia está loca, bella, así que dudo en decir que no habrá
drama.

Dejé escapar una risa acuosa mientras pasaba la nariz por encima de
la cabeza del bebé para poder aspirar un poco de su dulce aroma
infantil.

—¿Tenemos un nombre para nuestro futuro duque? —preguntó


Alexander.

El embarazo no había sido fácil para ninguno de los dos


emocionalmente. Aunque Noel ya no estaba, seguía rondando por
Pearl Hall y por nuestros recuerdos de mi truncado primer embarazo
como un espectro infernal. Alexander se mostró autoritario y
viciosamente protector durante los nueve meses, y apenas me dejaba
salir de casa, y mucho menos del país para visitar a mi familia o
resolver mis contratos vigentes. Yo también me resistía a separarme
de nuestra casa y de mi esposo. Habían pasado dos años desde el final
de nuestros horrores, pero seguía pareciendo que no había pasado el
tiempo desde que volví a casa en Pearl Hall como su señora, y no
estaba preparada para estar lejos de ellos durante un largo periodo de
tiempo.

Tuve náuseas matutinas durante todo el embarazo, horribles


pesadillas que se prolongaban mucho después de despertarme y
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terribles sofocos que hicieron que Alexander instalara un ventilador de


techo y cuatro ventiladores de pie Dyson en nuestro dormitorio sólo
para poder dormir unas horas por la noche.
Fue agotador, pero nos encantó cada minuto. Y por algún acuerdo
silencioso, nos cuidamos de hacer demasiados planes para el bebé una
vez que llegara. No supimos el sexo, no elegimos nombres y solo
teníamos una cuna en casa porque Riddick nos había construido una
como regalo para el bebé.

Era una estupidez que dos adultos maduros creyeran que era posible
gafarlo, pero habíamos vivido tantas dificultades y desengaños
durante tanto tiempo que no queríamos correr ningún riesgo.

Así que no teníamos un nombre para el pequeño conde que yacía en


mis brazos.

Pero mientras miraba su perfecta y hermosa carita, pensé en un


nombre demasiado perfecto para él.

—¿Qué tal Aidon? —pregunté, inclinando la cabeza hacia atrás


para mirar al hombre que había irrumpido en mi vida y me había
arrastrado por el infierno para darme un reino que algún día
podríamos llamar nuestro—. Aides o Aidoneus es uno de los nombres
menos conocidos de Hades.

El bello y fuerte rostro de Alexander se fundió en una de sus raras


sonrisas abiertas mientras se reía. —Sólo mi esposa querría llamar a
nuestro hijo como el dios griego del Inframundo.
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—Sólo tu esposa entendería lo mucho que la historia de Hades y


Perséfone significa para mí, para nosotros —repliqué—. Hades es un
dios incomprendido, pero mantuvo el equilibrio y la armonía entre el
bien y el mal. Era un gobernante justo y equitativo con una gran
responsabilidad, al igual que nuestro hijo lo será algún día.

Miré a nuestro regalo mientras se llevaba su manita enrollada a la


boca, y supe en una cámara recién descubierta de mi corazón, donde la
maternidad se asentaba y palpitaba, que el hombrecito que llevaba en
el pecho iba a ser uno de los hombres más grandes que jamás hayan
existido.

—Aidon —probó Alexander, su acento tallando el nombre de forma


suave y limpia como el mármol esculpido—. Aidon Dante Joseph
Davenport, séptimo conde de Thornton y heredero del ducado de
Greythorn. —Pasó su gran mano suavemente por la cabeza del bebé,
como si lo coronara metafóricamente con sus títulos—. Sí, creo que
Aidon le sentará muy bien.

—Te amo —le dije con fiereza mientras el sentimiento me


embrutecía el pecho y me dificultaba la respiración—. Si tuviera que
volver, elegiría ser tu esclava una y otra vez. No quiero que nuestra
esclavitud mutua termine nunca.

Mi esposo se inclinó para presionar su frente contra la mía, con una


mano aun ahuecando la parte posterior de la suave cabeza de Aidon.
Mantuve los ojos abiertos y la mirada se hundió en la plata perforada
de sus preciosos ojos.
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—Gracias por darme un regalo que nunca pensé en pedir —dijo en


voz baja, con un tono tan genuino que me hizo doler el corazón—.
Prometo demostrar que soy digno de él, de ti y de nuestro hijo, todos
los malditos días del resto de nuestras vidas.

—Lo sé —dije antes de sellar su promesa con un beso—. Eres el


mejor hombre que conozco, y pasaré el resto de mi vida
demostrándote que ya sé lo digno que eres.

ñ é

El Salón de Pearl resonaba como las campanas de una iglesia en una


antigua torre con las risas descascaradas y platinadas de muchos niños
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que bailaban, jugaban y corrían por sus pasillos. Theodore y


Genevieve Sinclair se turnaban para deslizarse por la gran barandilla
curva de la escalera del Gran Salón mientras Riddick los observaba
como un severo supervisor, y sólo esbozaba una sonrisa cuando
Genny le exigía que se parara al final y chocara los cinco al bajar. Dos
de los trillizos Davenport se reían sin cesar mientras su tía Elena y su
tío Dante les soplaban besos en sus tiernos cuerpecitos y les hacían
cosquillas en la hinchazón de sus barriguitas desde donde yacían
dentro de su parque infantil instalado en el salón informal. Los adultos
discutían con buen humor sobre cuál de los hermanos era más guapo,
Edward o Dorian, y los dos bebés gritaban encantados como si
añadieran sus propias opiniones al debate. Mamá sostenía a la única
niña Davenport, la última trilliza nacida, una cosita de piel dorada y
cabello rizado teñido de tinta, con los ojos ya convertidos en un
plateado brillante. Le arrulló a la pequeña Poppy en un tono serio,
impartiendo sabiduría en un dialecto italiano que la niña de once
meses aún no podía entender. Aun así, Poppy apretó su pequeño puño
contra la mejilla suavemente arrugada de mamá como si comprendiera
cada palabra. Giselle se sentó en el sillón frente al fuego, acurrucada
junto a su marido, que leía en voz alta el cuento —Era la noche antes
de Navidad— para que la niña, tumbada boca abajo en la alfombra
persa, escuchara con la cara manchada de chocolate entre las manos.
Cuando interrumpió la historia para protestar, Elena lanzó a su hija
una larga y prolongada mirada que lo decía todo y calló a la niña con
una disculpa refunfuñada mientras se volvía a acomodar para
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escuchar.
Me quedé en la puerta entre el Gran Salón y la sala de estar con el
hombro apoyado en la jamba y los brazos cruzados mientras
contemplaba el feliz retablo familiar que ocupaba mi hogar ancestral.

Era nuestra primera Navidad como familia en años, y mi esposa


había convencido de alguna manera a su clan para que cruzase el
charco y la pasara aquí, en Pearl Hall. Todos los años anteriores
habíamos volado a Estados Unidos para la ocasión, pero Cosima
estaba cansada —tres recién nacidos pondrían a prueba a un santo
literalmente— y quería a su familia en su casa para celebrarlo.

No había comprendido bien su inclinación hasta el momento actual,


viendo a los hijos de mis cuñados corretear por la imponente finca
como si fuera un parque infantil, viendo a mi mujer compartir el amor
por nuestra casa con sus hermanas y su hermano, y cautivar a sus
parejas con nuestra historia y nuestras comodidades.

Pearl Hall se había sentido como un verdadero hogar desde el


momento en que reinstalé a Cosima a mi lado como su señora, y se
sintió como un palacio una vez más en el momento en que trajimos a
Aidon a casa desde el hospital, pero esta fue la primera vez que
comprendí que juntos, mi esposa y yo estábamos creando un nuevo
legado para el lugar.

No volvería a ser una jaula para esclavos ni una prisión para sus
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herederos. Nuestros hijos crecerían conociéndolo como un hogar


como cualquier otro, un lugar de amor y calidez con una nueva
historia construida sobre la lealtad y la generosidad emocional.
Impartirían este adagio a sus hijos y de ellos a los suyos, una y otra
vez hasta que el legado que había terminado con Noel fuera olvidado
y lavado de las paredes y terrenos de Pearl Hall por muchos, muchos
años de risas de mi familia.

El aroma de las hojas otoñales aplastadas y las cálidas especias


anunciaron su llegada antes de que unos esbeltos brazos me rodearan
por la cintura y Cosima se pegara a mi espalda.

—Hola, esposo —dijo con un alegre acento británico.

Su voz nunca olvidaría esos últimos rastros de su tierra natal, pero


con los años se había adaptado cada vez más a mis britanismos y a mi
forma de hablar. Me gustaban los rastros de mi país en su discurso.
Era otro recordatorio de todas las formas en que la había hecho
intrínsecamente mía.

—Hola, esposa —respondí, tirando de ella hacia mi frente para


poder tomar su rostro entre mis manos y mirar sus queridos ojos
dorados.

En los primeros años de nuestro reencuentro, había albergado la


secreta y horrible creencia que nuestro amor era demasiado bueno
para ser verdad. Que en cualquier momento, ella reconocería el error
que había cometido al elegirme y se largaría de mi vida.
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Pero ese momento nunca llegó.

En cambio, cada día que me despertaba a su lado, lo hacía con una


mirada particular en sus ojos que entendí estaba destinada sólo a mí.
Era una mirada que hacía que sus ojos pasaran de ser de oro macizo a
ser de una cálida y melosa mantequilla, blanda y flexible por el amor y
la sumisión hacia mí.

Esa expresión se reflejó en sus ojos de oro cuando los miré, y sentí
que el espejo de ese sentimiento se apoderaba de mi pecho.

—¿Cómo he llegado a ser un cabrón con tanta suerte? —le pregunté


antes de tomar sus labios en un beso firme y demoledor.

Cuando por fin me harté —por el momento—, me aparté y observé


con satisfacción totalmente masculina cómo ella parpadeaba aturdida
un par de veces antes de recuperarse. Se levantó para rodear con sus
dedos mis muñecas que aún sostenían su rostro, y sonrió con su
sonrisa del millón de dólares.

—Sabes perfectamente cómo lo has conseguido, Xan. Has pagado


el precio por mí.

—Descarada —la regañé con un chasquido de lengua antes de


serenarme y doblar ligeramente las rodillas para quedar a la altura de
sus ojos—. No pagué el precio en riqueza, sino en sacrificio. Casi
cuatro años sin ti fue peor que cualquier castigo de Sísifo o Tántalo.

—De acuerdo —dijo Cosima con una firme inclinación de cabeza,


antes de volver a caer en una sonrisa beatífica—. ¿Estás contento
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ahora, esposo?

Volví a mirar por encima de su cabeza hacia el salón mientras Cage


Tracey empezaba a tocar el piano y Sebastian se levantaba para invitar
a su madre a bailar con él. Dante y Elena discutían sobre la partida de
ajedrez que habían empezado en el mismo lugar en el que Cosi había
jugado una vez con Noel ante la chimenea, mientras Aidon y Giselle
coloreaban cuidadosamente el juego de trenes que el primero había
recibido como regalo anticipado de Navidad.

Era tan perfecto que resultaba nauseabundo para un hombre que no


había creído en el amor durante la mayor parte de su vida.

Se lo dije a mi mujer.

Ella inclinó la cabeza hacia atrás y soltó su risa estridente y


genuina. Dejé que me inundara mientras la abrazaba y, cuando se
enderezó, cedí al impulso de besarla una vez más.

El timbre de la puerta sonó en toda la casa, haciendo que todos


hicieran una pausa en el jolgorio.

Estábamos todos juntos, sin olvidar a ningún ser querido, por lo que
era curioso que alguien llegara en Nochebuena a la finca cerrada.

Me sorprendió que el guardia hubiera dejado pasar a quién fuera por


las puertas sin permiso.

Eso fue hasta que mi mujer sonrió como el gato que está a punto de
comerse al maldito canario.

—Topolina —dije peligrosamente—. ¿Qué has hecho?


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Su sonrisa era perversa cuando se zafó de mis brazos y se alejó a


toda prisa para abrir la puerta, espantando impacientemente a Riddick
cuando intentaba quitarle el deber.
Me encontré con Sebastian cuando estaba de pie con su madre en
brazos, y compartimos un momento de aprensión.

Ambos intuíamos a quién podría haber invitado Cosima a nuestra


casa.

No quién, sino a quién.

Un momento después, una voz masculina y otra femenina sonaron


desde el Gran Salón, y un instante después, la hija y el hijo de Giselle
y Sin arrastraban a dos personas de la mano con Cosima siguiéndoles
en la retaguardia.

—Mira, papá —cacareó Theo a su padre—. ¡Adam y Linnea están


aquí!

El aire de la sala se apagó, el ambiente jovial se empapó de gasolina


antes de incendiarse un segundo después, cuando la mujer alta y
ciertamente hermosa que llevaba a Theo de la mano dijo en voz baja:
—Hola a todos.

No tuve que mirar a Sebastian para saber que estaba lleno de rabia y
atravesado por el dolor. Todos los demás salieron de su asombro y
cedieron a su impulso de ser educados a pesar de la incómoda
situación. Me quedé de pie en la puerta mientras los demás saludaban
al ex mejor amigo y ex amante de Sebastian, ofreciendo mi
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solidaridad al cuñado al que había llegado a respetar y querer.

Sus ojos se dirigieron a mí, e inclinó ligeramente la cabeza en señal


de agradecimiento.
—Sebastian —dijo Adam Meyers, con una voz fuerte y segura
cuando se adelantó después de intercambiar saludos con el resto de la
familia, con los ojos fijos en el hombre del otro lado de la
habitación—. Ven aquí y salúdanos.

—Sólo hemos venido a desearte una feliz Navidad, Seb —dijo


Linnea con su voz suave y lírica, suplicando donde Adam se
encontraba.

Hacían una pareja llamativa allí de pie. El porte regio y severo de


Adam era el resultado de su educación aristocrática británica, mientras
que Linnea era ligeramente exótica y totalmente seductora con todo
ese cabello rubio y su físico sensacional envuelto en un vestido de
cachemira.

La apariencia oscura de Sebastian era un complemento perfecto


para los dos, pero estando al otro lado de la habitación como estaba,
era imposible saber hasta qué punto podían ser física o
emocionalmente compatibles. Entonces o —si los dos recién llegados
tenían algo que ver— ahora.

—Sebastian. —La voz de Adam cortó el aire entre ellos como un


látigo—. Ven aquí.

Al instante, Sebastian se adelantó aunque su postura hablaba de


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recalcitrante y humillada ira. Me recordaba a Cosima cuando la había


sometido por primera vez, desafiante y noble pero profundamente
atraída por la dominación.
La busqué detrás de Adam y noté su expresión gemela de
desconcierto.

Estaba claro que Adam y Sebastian tenían una historia más grande
de lo que habíamos entendido hasta entonces.

—Espero que sepas lo que estás haciendo —le dije a mi esposa.

Ella se mordió el labio y se encogió de hombros.

Sebastian se acercó a Adam y se paró frente a frente con él en


actitud beligerante y desafiante. Se miraron fijamente durante un largo
momento, la energía crepitaba en la habitación tan profundamente que
incluso los trillizos estaban callados en su cuna.

Finalmente, Linnea dio un paso adelante, colocando una mano en el


pecho de cada uno de ellos, vibrando como un pararrayos que los
conectaba a tierra.

—Basta —ordenó en voz baja—. Los dos estáis montando una


escena, y esto es Navidad. Dame un beso, Sebastian, y luego un
recorrido por esta preciosa casa.

Los hombres se miraron durante otro largo segundo antes que los
hombros de Seb se curvaran ligeramente en señal de derrota, y se giró
para dar un breve beso en la mejilla de Linnea.

—Empieza por el ala este —sugirió Cosima, acercándose para


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poner una mano reconfortante en el brazo de su hermano—. Estoy


segura que ambos disfrutarán de la capilla.
Sebastian asintió con fuerza y se adelantó con la mano de Linnea
metida en su brazo. Adam alargó la mano y apretó los dedos en el
hombro de Sebastian para que éste se quedara paralizado. Sin mirar
atrás, Seb se apartó ligeramente del camino y dejó que Adam tomara
la delantera a pesar de no conocer el camino de la Sala.

Cosima y yo compartimos otra mirada cuando el trío salió de la sala


y el aire se aplanó como un pop rancio.

—Bien, cazzo —dijo Dante, rompiendo nuestro sorprendido


silencio—. Eso fue más tensión sexual de la que he visto desde que
Elena me conoció.

Elena le dio un manotazo en el brazo y luego se echó a reír cuando


Cage asintió con la cabeza.

Todos habíamos tenido nuestra cuota de turbulencias románticas, y


aparentemente, según mi entrometida esposa, era hora de que
Sebastian terminara la suya.

Levanté un brazo para que pudiera acomodarse a mi lado cuando se


acercó a mí y luego presioné mis labios en el fragante cabello sobre su
oreja para murmurar. —Creo que tendré que castigarte por esa
pequeña hazaña, mi belleza. —Estábamos deseando pasar unas
Navidades tranquilas.
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El amor de mi vida me miró por el rabillo de sus ojos dorados, con


una sonrisa descarada que surcaba su mejilla mientras decía: —¿Crees
que la única razón por la que hice eso fue por Seb? Buscaba una razón
para que me castigaras. Estaba cansada de ser buena.

—Ah —dije cuando Aidon me llamó para que mirara sus trenes—.
Cuando todo el mundo esté metido en la cama, tendré que colocarte en
la cruz de San Andrés y recordarte lo que pasa cuando te portas mal.

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Giana Darling es una escritora romántica
canadiense de los 40 más vendidos que se
especializa en el lado tabú y angustioso del
amor y el romance. Actualmente vive en la
hermosa Columbia Británica, donde pasa
el tiempo montada en la bicicleta de su
hombre, horneando pasteles y leyendo
acurrucada con su gato Perséfone.

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