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Resumen 3

Segunda parte
Lingüística sincrónica
El objeto de la lingüística sincrónica general es establecer los principios fundamentales de
todo sistema idiosincrónico, los factores constitutivos de todo estado de lengua. Todo lo que
se llama «gramática general» pertenece a la sincronía, pues solamente por los estados de
lengua se establecen las diferentes relaciones que incumben a la gramática. De modo
general es mucho más difícil hacer la lingüística estática que la histórica.

Pero la lingüística que se ocupa de valores y de relaciones coexistentes presenta dificultades


mucho mayores. En la práctica, un estado de lengua no es un punto, sino una extensión de
tiempo más o menos larga durante la cual la suma de modificaciones acaecidas es
mínima. Una lengua cambiará apenas durante un largo intervalo para sufrir en seguida
transformaciones considerables en pocos años.

En la historia política se distingue la época, que es un punto del tiempo, y el período, que
abarca cierta duración. Sin embargo, el historiador habla de la época de los Antoninos, de la
época de las Cruzadas, cuando considera un conjunto de caracteres que han permanecido
constantes durante ese tiempo. La palabra estado nos evita hacer creer que ocurra algo
semejante en la lengua. En suma, la noción de estado de lengua no puede ser más que
aproximada.

En lingüística estática, como en la mayoría de las ciencias, no hay demostración posible sin
una simplificación convencional de los datos.
Empecemos por recordar los principios que presiden toda la cuestión
Muchas veces se ha comparado esta unidad de dos caras con la unidad de la persona
humana, compuesta de cuerpo y alma. La entidad lingüística no está completamente
determinada más que cuando está deslindada, separada de todo lo que la rodea en la cadena
fónica. Estas entidades deslindadas o unidades son las que se oponen en el mecanismo de la
lengua.

El deslinde de unidades lingüísticos a los signos visuales, que pueden coexistir en el espacio
sin confundirse, y quizá nos imaginemos que se puede hacer del mismo modo la separación
de los elementos significativos, ¡sin necesidad de operación alguna de! espíritu. La palabra
«forma» con que a menudo se les suele designar contribuye a retenernos en ese error. Pero
ya sabemos que la cadena fónica tiene como carácter primario el ser lineal. Pero cuando
sabemos qué sentido y qué papel hay que atribuir a cada parte de la cadena, entonces vemos
deslindarse esas partes unas de otras, y la cinta amorfa se corta en fragmentos.

Quien posee una lengua deslinda sus unidades con un método muy sencillo, por lo menos
en teoría. Tal método consiste en colocarse en el habla, mirada como documento de
lengua, y en representarla con dos cadenas paralelas, la de los conceptos y la de las imágenes
acústicas.

Para verificar el resultado de esta operación y asegurarnos de que estamos de hecho ante
una unidad, es preciso que, al comparar una serie de frases donde se encuentre la misma
unidad, se la pueda en cada caso separar del resto del contexto, comprobando que el sentido
autoriza la delimitación. Sin embargo, en seguida desconfiamos al recordar que se ha
disputado mucho sobre la naturaleza de la palabra, y reflexionando un poco, se ve que lo
que se entiende por palabra es incompatible con nuestra noción de unidad concreta.
Si es cosa exclusiva del habla, imposible pasar por unidad lingüística. Si nos figuramos el
conjunto de oraciones capaces de ser pronunciadas, su carácter más sorprendente es el de
no asemejarse absolutamente entre sí.
El mecanismo lingüístico gira todo él sobre identidades y diferencias, siendo éstas la
contraparte de aquéllas. Así, hablamos de identidad a propósito de dos expresos «Ginebra-
París, 5 de la noche», que salen con veinticuatro horas de intervalo. Siempre que se
realicen las mismas condiciones se obtienen las mismas entidades. Y sin embargo tales
entidades no son abstractas, puesto que una calle o un expreso no se conciben fuera de
una realización material.

Aquí se trata de una entidad material, que reside únicamente en la substancia inerte, el
paño, el forro, los adornos, etc. Otro traje, por parecido que sea al primero, no será el
mío. Pero la identidad lingüística no es la del traje, sino la del expreso y de la calle. El lazo
entre los dos empleos de la misma palabra no se basa ni en la identidad material, ni en la
exacta semejanza de sentidos, sino en elementos que habrá que investigar y que nos harán
llegar a la naturaleza verdadera de las unidades lingüísticas. Así la lingüística trabaja sin
cesar con conceptos forjados por los gramáticos, y sin saber si corresponden realmente a
factores constitutivos del sistema de la lengua.

Para librarnos de ilusiones, hay que convencerse primero de que las entidades concretas
de la lengua no se presentan por sí mismas a nuestra observación. Se ve, pues, que en los
sistemas de valor miológicos, como la lengua, donde los elementos se mantienen
recíprocamente en equilibrio según reglas determinadas, la noción de identidad se
confunde con la de valor y recíprocamente. He aquí por qué en definitiva la noción de valor
recubre las de unidad, de entidad concreta y de realidad. Ya se intente determinar la
unidad, la realidad, la entidad concreta o el valor, siempre plantearemos y volveremos a
plantear la misma cuestión central que domina toda la lingüística estática.
Desde el punto de vista práctico, sería interesante comenzar por las unidades, por
determinarlas y por hacerse idea de su diversidad clasificándolas. Luego se tendría que
clasificar las subunidades más amplias, etc. Determinando así los elementos que
maneja, nuestra ciencia cumpliría su tarea completa, pues habría reducido todos los
fenómenos de su competencia a su principio primordial. Sin embargo, a pesar de la
importancia capital de las unidades, es preferible abordar el problema por el lado del valor
porque ése es, para nosotros, su aspecto primero.

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