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EL VALOR LINGÜÍSTICO
Para darse cuenta de que la lengua no puede ser otra cosa que un
sistema de valores puros, basta considerar los dos elementos que entran
en juego en su funcionamiento: las ideas y los sonidos.
Psicológicamente, hecha abstracción de su expresión por medio de
palabras, nuestro pensamiento no es más que una masa amorfa e indis-
tinta. Filósofos y lingüistas han estado siempre de acuerdo en reconocer
que, sin la ayuda de los signos, seríamos incapaces de distinguir dos ideas
de manera clara y constante. Considerado en sí mismo, el pensamiento es
como una nebulosa donde nada está necesariamente delimitado. No hay
ideas preestablecidas, y nada es distinto antes de la aparición de la
lengua.
Frente a este reino flotante, ¿ofrecen los sonidos por sí mismos enti-
dades circunscriptas de antemano? Tampoco. La substancia fónica no es
más fija ni más rígida; no es un molde a cuya forma el pensamiento deba
acomodarse necesariamente, sino una materia plástica que se divide a su
vez en partes distintas para suministrar los significantes que el pensamien-
to necesita. Podemos, pues, representar el hecho lingüístico en su conjun-
to, es decir, la lengua, como una serie de subdivisiones contiguas marca-
das a la vez sobre el plano indefinido de las ideas confusas (A) y sobre el
no menos indeterminado de los sonidos (B). Es lo que aproximadamente
podríamos representar en este esquema:
1
[O con nuestro ejemplo español: el elemento nuevo introducido en el uso argentino
de latente («un entusiasmo latente») resulta de su coexistencia con latir («un corazón latien-
te»). A.A.]
1
[Por ejemplo: para designar temperaturas, tibio es lo que no es frío ni caliente; para
designar distancias, ahí es lo que no es aquí ni allí; esto lo que no es eso ni aquello. El inglés, que
tiene dos términos, this y that, en lugar de nuestros tres, este, ese, aquel, presenta otro juego de
valores. A A.]