Está en la página 1de 46

SEMIOLOGÍA

Unidad 1
Teoría del signo

Ciclo Básico Común
Universidad de Buenos Aires
Sede Puan
Cátedra: Mariana Di Stefano
Universidad de Buenos Aires
Ciclo Básico Común
SEMIOLOGÍA

Titular: Mariana di Stefano

Sede Puan

Selección y adaptaciones de la cátedra
Edición, corrección y diseño: Gonzalo Blanco
3

I. TEORÍA DEL SIGNO

Ferdinand de Saussure
Curso de lingüística general
(selección y adaptación)
Buenos Aires, Losada, 1942 (1ª edición: 1916)

1. La lingüística y su objeto de estudio

1.1. Materia y tarea de la lingüística


La materia de la lingüística está constituida en primer lugar por todas las manifestacio -
nes del lenguaje humano, ya se trate de pueblos salvajes o de naciones civilizadas, de épocas
arcaicas, clásicas o en decadencia, teniendo en cuenta para cada período no sólo el lenguaje co-
rrecto y el “bien hablar”, sino todas las formas de expresión. Y eso no es todo: dado que el len -
guaje escapa lo más a menudo a la observación, el lingüista deberá tener en cuenta los textos
escritos, puesto que son los únicos que nos permiten conocer los idiomas pasados o distantes.
La tarea de la lingüística será:
a) hacer la descripción y la historia de todas las lenguas que pueda alcanzar, lo que equi-
vale a hacer la historia de las familias de lenguas y a reconstruir en la medida de lo
posible las lenguas madres de cada familia;
b) buscar las fuerzas que entran en juego de manera permanente y universal en todas
las lenguas, y deducir las leyes generales a que se puedan reducir todos los fenómenos
particulares de la historia;
c) delimitarse y definirse ella misma.
La lingüística tiene relaciones muy estrechas con otras ciencias que tan pronto toman da-
tos de ella como se los proporcionan. Los límites que la separan de ellas no siempre aparecen con
nitidez. Por ejemplo, hay que distinguir cuidadosamente la lingüística de la etnografía y de la
prehistoria, donde el lenguaje sólo interviene a título de documento; debe distinguirse también
de la antropología, que sólo estudia al hombre desde el punto de vista de la especie, mientras que
el lenguaje es un hecho social. ¿Tendríamos que incorporarla entonces a la sociología? ¿Qué rela-
ciones existen entre la lingüística y la psicología social? En el fondo, todo es psicológico en la len-
4

gua, incluidas sus manifestaciones materiales y mecánicas, como los cambios fonéticos; y dado
que la lingüística proporciona a la psicología datos tan preciosos, ¿no forma cuerpo con ella? Es-
tamos ante cuestiones que aquí no hacemos sino enunciar, para abordarlas luego.
Las relaciones de la lingüística con la fisiología no son tan difíciles de desenredar: la rela-
ción es unilateral, en el sentido de que el estudio de las lenguas exige aclaraciones a la fisiolo-
gía de los sonidos, pero no le proporciona ninguna. En cualquier caso, la confusión entre ambas
disciplinas es imposible: como veremos, lo esencial de la lengua es extraño al carácter fónico
del signo lingüístico.
En cuanto a la filología, ya lo sabemos: es netamente distinta de la lingüística, pese a los
puntos de contacto de ambas ciencias y los servicios mutuos que se prestan.
¿Cuál es entonces la utilidad de la lingüística? Muy pocas personas tienen ideas claras al
respecto; no es éste el lugar de fijarlas. Pero es evidente, por ejemplo, que las cuestiones lin-
güísticas interesan a cuantos tienen que manejar textos: historiadores, filólogos, etc. Más evi-
dente es aún su importancia para la cultura general: en la vida de los individuos y de las socie -
dades, el lenguaje es un factor más importante que cualquier otro. Sería inadmisible que su es-
tudio quedase en cosa de unos pocos especialistas; de hecho, todo el mundo se ocupa, poco o
mucho, de él; pero —consecuencia paradójica del interés que se le presta— no hay terreno en
que hayan germinado más ideas absurdas, más prejuicios, espejismos, ficciones. Desde el punto
de vista psicológico, tales errores no son desdeñables; mas la tarea del lingüista es, ante todo,
denunciarlos, y disiparlos tan completamente como sea posible.

1.2. La lengua; su definición


¿Cuál es el objeto a la vez integral y concreto de la lingüística? La cuestión es particular-
mente difícil; ya veremos luego por qué: limitémonos ahora a hacer comprender esta dificultad.
Otras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden considerar en se-
guida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lingüística. Alguien pronuncia la palabra
española desnudo: un observador superficial se sentirá tentado de ver en ella un objeto lingüís -
tico concreto; pero un examen más atento hará ver en ella sucesivamente tres o cuatro cosas
perfectamente diferentes, según la manera de considerarla: como sonido, como expresión de
una idea, correspondencia con el latín (dis)nudum, etc. Lejos de preceder el objeto al punto de
vista, se diría que es el punto de vista el que crea al objeto, y, además, nada nos dice de antema-
no que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión sea anterior o superior a las
otras.
Por otro lado, sea cual sea el punto de vista adoptado, el fenómeno lingüístico presenta
perpetuamente dos caras que se corresponden, sin que la una valga más que gracias a la otra.
Por ejemplo:
1° Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los
sonidos no existirían sin los órganos vocales; así una n no existe más que por la co-
rrespondencia de estos dos aspectos. No se puede, pues, reducir la lengua al sonido, ni
separar el sonido de la articulación bucal; a la recíproca, no se pueden definir los mo -
vimientos de los órganos vocales si se hace abstracción de la impresión acústica.
2° Pero admitamos que el sonido sea una cosa simple: ¿es el sonido el que hace al lengua-
je? No; no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo. Aquí
surge una nueva y formidable correspondencia: el sonido, unidad compleja acústico-vo-
cal, forma a su vez con la idea una unidad compleja, fisiológica y mental. Es más:
5

3° El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, y no se puede concebir el uno sin
el otro. Por último:
4° En cada instante el lenguaje implica a la vez un sistema establecido y una evolución; en
cada momento es una institución actual y un producto del pasado. Parece a primer vis-
ta muy sencillo distinguir entre el sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido;
en realidad, la relación que une esas dos cosas es tan estrecha que es difícil separarlas.
¿Sería la cuestión más sencilla si se considera el fenómeno lingüístico en sus orígenes,
si, por ejemplo, se comenzara por estudiar el lenguaje de los niños? No, pues es una idea
enteramente falsa esa de creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes
difiere del de las condiciones permanentes. No hay manera de salir del círculo.

Así, pues, de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece ente -
ro el objeto de la lingüística. Por todas partes topamos con este dilema: o bien nos aplicamos a
un solo lado de cada problema, con el consiguiente riesgo de no percibir las dualidades arriba
señaladas, o bien, si estudiamos el lenguaje por muchos lados a la vez, el objeto de la lingüística
se nos aparece como un montón confuso de cosas heterogéneas y sin trabazón. Cuando se pro -
cede así es cuando se abre la puerta a muchas ciencias —psicología, antropología, gramática,
normativa, filología, etc.—, que nosotros separamos distintamente de la lingüística, pero que, a
favor de un método incorrecto, podrían reclamar el lenguaje como uno de sus objetos.
A nuestro parecer, no hay más que una solución para todas estas dificultades; hay que co-
locarse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla como norma de todas las otras ma -
nifestaciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades, la lengua parece ser lo único sus-
ceptible de definición autónoma y es la que da un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu.
Pero ¿qué es la lengua? Para nosotros, la lengua no se confunde con el lenguaje: la lengua no
es más que una determinada parte del lenguaje, aunque esencial. Es a la vez un producto social de
la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias adoptadas por el cuerpo social
para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos. Tomado en su conjunto, el lenguaje es
multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios, a la vez físico, fisiológico y psíquico,
pertenece además al dominio individual y al dominio social; no se deja clasificar en ninguna de las
categorías de los hechos humanos, porque no se sabe cómo desembrollar su unidad.
La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En
cuanto le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, introducimos un orden natural
en un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación.
A ese principio de clasificación se podría objetar que el ejercicio del lenguaje se apoya en
una facultad que nos da la naturaleza, mientras que la lengua es cosa adquirida y convencional
que debería quedar subordinada al instinto natural en lugar de anteponérsele.
He aquí lo que se puede responder. En primer lugar, no está probado que la función del
lenguaje, tal como se manifiesta cuando hablamos, sea enteramente natural, es decir, que
nuestro aparato vocal está hecho para hablar como nuestras piernas para andar. Los lingüistas
están lejos de ponerse de acuerdo sobre esto. Así, para Whitney, que equipara la lengua a una
institución social con el mismo título que todas las otras, el que nos sirvamos del aparato vocal
como instrumento de la lengua es cosa del azar, por simples razones de comodidad: lo mismo
habrían podido los hombres elegir el gesto y emplear imágenes visuales en lugar de las imáge -
nes acústicas. Sin duda, esta tesis es demasiado absoluta; la lengua no es una institución social
semejante punto por punto a las otras; además, Whitney va demasiado lejos cuando dice que
nuestra elección ha caído por azar en los órganos de la voz; de cierta manera, ya nos estaban
6

impuestos por la naturaleza. Pero, en el punto esencial, el lingüista americano parece tener ra -
zón: la lengua es una convención y la naturaleza del signo en que se conviene es indiferente. La
cuestión del aparato vocal es, pues, secundaria en el problema del lenguaje.
Cierta definición de lo que se llama lenguaje articulado podría confirmar esta idea. En latín
articulus significa “miembro, parte, subdivisión de una serie de cosas”; en el lenguaje, la articu -
lación puede designar o bien la subdivisión de la cadena hablada en sílabas, o bien la subdivi-
sión de la cadena de significaciones en unidades significativas; este sentido es el que los alema -
nes dan a su gegliederte Sprache. Ateniéndonos a esta segunda definición, se podría decir que no
es el lenguaje hablado el natural al hombre, sino la facultad de constituir una lengua, es decir,
un sistema de signos distintos que corresponden a ideas distintas.
Broca ha descubierto que la facultad de hablar está localizada en la tercera circunvolu-
ción frontal izquierda: también sobre esto se han apoyado algunos para atribuir carácter natu-
ral al lenguaje. Pero esa localización se ha comprobado para todo lo que se refiere al lenguaje,
incluso la escritura, y esas comprobaciones, añadidas a las observaciones hechas sobre las di -
versas formas de la afasia por lesión de tales centros de localización, parecen indicar: 1°, que
las diversas perturbaciones del lenguaje oral están enredadas de mil maneras con las del len-
guaje escrito; 2°, que en todos los casos de afasia o de agrafia lo lesionado es menos la facultad
de proferir tales o cuales sonidos o de trazar tales o cuales signos, que la de evocar por un ins -
trumento, cualquiera que sea, los signos de un lenguaje regular. Todo nos lleva a creer que por
debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe una facultad más general, la que go-
bierna los signos: ésta sería la facultad lingüística por excelencia. Y por aquí llegamos a la mis -
ma conclusión arriba indicada.
Para atribuir a la lengua el primer lugar en el estudio del lenguaje, se puede finalmente
hacer valer el argumento de que la facultad —natural o no— de articular palabras no se ejerce
más que con la ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad; no es, pues,
quimérico decir que es la lengua la que hace la unidad del lenguaje.

1.3. Lugar de la lengua en los hechos de lenguaje


Para hallar en el conjunto del lenguaje la esfera que corresponde a la lengua, hay que si -
tuarse ante el acto individual que permite reconstituir el circuito de la palabra. Este acto supo-
ne por lo menos dos individuos: es el mínimum exigible para que el circuito sea completo.
Sean, pues, dos personas, A y B, en conversación:

El punto de partida del circuito está en el cerebro de uno de ellos, por ejemplo en el de A,
donde los hechos de conciencia que llamaremos conceptos, se hallan asociados con las repre -
sentaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas que sirven a su expresión. Suponga-
mos que un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspondiente:
7

éste es un fenómeno enteramente psíquico, seguido a su vez de un proceso fisiológico: el cerebro


transmite a los órganos de la fonación un impulso correlativo a la imagen; luego las ondas so -
noras se propagan de la boca de A al oído de B : proceso puramente físico. A continuación el cir-
cuito sigue en B un orden inverso: del oído al cerebro, transmisión fisiológica de la imagen
acústica; en el cerebro, asociación psíquica de esta imagen con el concepto correspondiente. Si
B habla a su vez, este nuevo acto seguirá —de su cerebro al del de A— exactamente la misma
marcha que el primero y pasará por las mismas fases sucesivas que representamos en el si -
guiente esquema:

Este análisis no pretende ser completo. Se podría distinguir todavía: la sensación acústi-
ca pura, la identificación de esa sensación con la imagen acústica latente, la imagen muscular
de la fonación, etc. Nosotros sólo hemos tenido en cuenta los elementos juzgados esenciales;
pero nuestra figura permite distinguir en seguida las partes físicas (ondas sonoras) de las fisio -
lógicas (fonación y audición) y de las psíquicas (imágenes verbales y conceptos). Pues es de ca-
pital importancia advertir que la imagen verbal no se confunde con el sonido mismo, y que es
tan legítimamente psíquica como el concepto que le está asociado.
El circuito, tal como lo hemos representado, se puede dividir todavía:
a) en una parte externa (vibración de los sonidos que van de la boca al oído) y una parte
interna, que comprende todo el resto;
b) en una parte psíquica y una parte no psíquica, incluyéndose en la segunda tanto los he-
chos fisiológicos de que son asiento los órganos, como los hechos físicos exteriores al individuo:
c) en una parte activa y una parte pasiva: es activo todo lo que va del centro de asocia-
ción de uno de los sujetos al oído del otro sujeto, y pasivo todo lo que va del oído del segundo a
su centro de asociación.
Por último, en la parte psíquica localizada en el cerebro se puede llamar ejecutivo a todo
lo que es activo (c → i) y receptivo todo lo que es pasivo (i → c).
Es necesario añadir una facultad de asociación y de coordinación, que se manifiesta en
todos los casos en que no se trate nuevamente de signos aislados; esta facultad es la que desem-
peña el primer papel en la organización de la lengua como sistema.
Pero para comprender bien este papel, hay que salirse del acto individual, que no es más
que el embrión del lenguaje, y encararse con el hecho social.
Entre todos los individuos así ligados por el lenguaje, se establecerá una especie de pro-
medio: todos reproducirán —no exactamente, sin duda, pero sí aproximadamente— los mismos
signos unidos a los mismos conceptos.
8

¿Cuál es el origen de esta cristalización social? ¿Cuál de las dos partes del circuito puede
ser la causa? Pues lo más probable es que no todas participen igualmente.
La parte física puede descartarse desde un principio. Cuando oímos hablar una lengua
desconocida, percibimos bien los sonidos, pero, por nuestra incomprensión, quedamos fuera
del hecho social.
La parte psíquica tampoco entra en juego en su totalidad: el lado ejecutivo queda fuera,
porque la ejecución jamás está a cargo de la masa, siempre es individual, y siempre el individuo
es su árbitro; nosotros lo llamaremos el habla (parole).
Lo que hace que se formen en los sujetos hablantes acuñaciones que llegan a ser sensi-
blemente idénticas en todos es el funcionamiento de las facultades receptiva y coordinativa.
¿Cómo hay que representarse este producto social para que la lengua aparezca perfectamente
separada del resto? Si pudiéramos abarcar la suma de las imágenes verbales almacenadas en
todos los individuos, entonces toparíamos con el lazo social que constituye la lengua. Es un te-
soro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comuni -
dad, un sistema gramatical virtualmente existente en cada cerebro, o, más exactamente, en los
cerebros de un conjunto de individuos, pues la lengua no está completa en ninguno, no existe
perfectamente más que en la masa.
Al separar la lengua del habla (langue et parole), se separa a la vez: 1°, lo que es social de lo
que es individual; 2°, lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental.
La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra
pasivamente: nunca supone premeditación, y la reflexión no interviene en ella más que para la
actividad de clasificar.
El habla es, por el contrario, un acto individual de voluntad y de inteligencia, en el cual
conviene distinguir: 1°, las combinaciones por las que el sujeto hablante utiliza el código de la
lengua con miras a expresar su pensamiento personal; 2°, el mecanismo psicofísico que le per-
mita exteriorizar esas combinaciones.
Hemos de subrayar que lo que definimos son cosas y no palabras; las distinciones esta-
blecidas nada tienen que temer de ciertos términos ambiguos que no se recubren del todo de
lengua a lengua. Así en alemán Sprache quiere decir lengua y lenguaje; Rede corresponde bas-
tante bien a habla (fr. parole), pero añadiendo el sentido especial de ‘discurso’. En latín, sermo
significa más bien lenguaje y habla, mientras que lingua designa la lengua, y así sucesivamente.
Ninguna palabra corresponde exactamente a cada una de las nociones precisadas arriba;
por eso toda definición hecha a base de una palabra es vana; es mal método el partir de las pa -
labras para definir las cosas.
Recapitulemos los caracteres de la lengua:
1° Es un objeto bien definido en el conjunto heteróclito de los hechos de lenguaje. Se la
puede localizar en la porción determinada del circuito donde una imagen acústica
viene a asociarse con un concepto. La lengua es la parte social del lenguaje exterior al
individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla; no existe más que en vir-
tud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad. Por
otra parte, el individuo tiene necesidad de un aprendizaje para conocer su funciona-
miento; el niño se la va asimilando poco a poco. Hasta tal punto es la lengua una cosa
distinta, que un hombre privado del uso del hablar conserva la lengua con tal que
comprenda los signos vocales que oye.
2° La lengua, distinta del habla, es un objeto que se puede estudiar separadamente. Ya
no hablamos las lenguas muertas, pero podemos muy bien asimilarnos su organismo
9

lingüístico. La ciencia de la lengua no sólo puede prescindir de otros elementos del


lenguaje, sino que sólo es posible a condición de que esos otros elementos no se in-
miscuyan.
3° Mientras que el lenguaje es heterogéneo, la lengua así delimitada es de naturaleza ho-
mogénea: es un sistema de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y de
la imagen acústica, y donde las partes del signo son igualmente psíquicas.
4° La lengua, no menos que el habla, es un objeto de naturaleza concreta, y esto es gran
ventaja para su estudio. Los signos lingüísticos no por ser esencialmente psíquicos
son abstracciones; las asociaciones ratificadas por el consenso colectivo, y cuyo con-
junto constituye la lengua, son realidades que tienen su asiento en el cerebro. Ade-
más, los signos de la lengua son, por decirlo así, tangibles; la escritura puede fijarlos
en imágenes convencionales, mientras que sería imposible fotografiar en todos sus
detalles los actos del habla; la fonación de una palabra, por pequeña que sea, repre -
senta una infinidad de movimientos musculares extremadamente difíciles de conocer
y de imaginar. En la lengua, por el contrario, no hay más que la imagen acústica, y
ésta se puede traducir en una imagen visual constante. Pues si se hace abstracción de
esta multitud de movimientos necesarios para realizarla en el habla, cada imagen
acústica no es, como luego veremos, más que la suma de un número limitado de ele -
mentos o fonemas, susceptibles a su vez de ser evocados en la escritura por un núme -
ro correspondiente de signos. Esta posibilidad de fijar las cosas relativas a la lengua es
la que hace que un diccionario y una gramática puedan ser su representación fiel,
pues la lengua es el depósito de las imágenes acústicas y la escritura la forma tangible
de esas imágenes.

1.4. Lugar de la lengua en los hechos humanos. La semiología


Estos caracteres nos hacen descubrir otro más importante. La lengua, deslindada así del
conjunto de los hechos de lenguaje, es clasificable entre los hechos humanos, mientras que el
lenguaje no lo es.
Acabamos de ver que la lengua es una institución social, pero se diferencia por muchos
rasgos de las otras instituciones políticas, jurídicas, etc. Para comprender su naturaleza pecu-
liar hay que hacer intervenir un nuevo orden de hechos.
La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la escritu-
ra, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales
militares, etc. Sólo que es el más importante de todos esos sistemas.
Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida so-
cial. Tal ciencia sería parte de la psicología social, y por consiguiente de la psicología general.
Nosotros la llamaremos semiología1 (del griego semeion ‘signo’). Ella nos enseñará en qué consis-
ten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no se pue-
de decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar está determinado
de antemano. La Lingüística no es más que una parte de esta ciencia general. Las leyes que des-
cubra la semiología serán aplicables a la lingüística, y así es como la lingüística se encontrará
ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos.

1
No confundir la semiología con la semántica, que estudia los cambios de significación, y de la que Ferdi-
nand de Saussure no hizo una exposición metódica, aunque nos dejó formulados sus principios tími-
damente en la página 140. (Nota de B. y S.).
10

Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología: 2 tarea del lingüista es de-
finir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semioló -
gicos. Más adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por vez pri-
mera hemos podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla incluido
en la semiología.
¿Por qué la semiología no es reconocida como ciencia autónoma, ya que tiene como las de-
más su objeto propio? Es porque giramos dentro de un círculo vicioso: de un lado, nada más ade-
cuado que la lengua para hacer comprender la naturaleza del problema semiológico; pero, para
plantearlo convenientemente, se tendría que estudiar la lengua en sí misma; y el caso es que,
hasta ahora, casi siempre se la ha encarado en función de otra cosa, desde otros puntos de vista.
Tenemos, en primer lugar, la concepción superficial del gran público, que no ve en la
lengua más que una nomenclatura, lo cual suprime toda investigación sobre su naturaleza ver -
dadera. Luego viene el punto de vista del psicólogo, que estudia el mecanismo del signo en el
individuo. Es el método más fácil, pero no lleva más allá de la ejecución individual, sin alcanzar
al signo, que es social por naturaleza.
O, por último, cuando algunos se dan cuenta de que el signo debe estudiarse socialmente,
no retienen más que los rasgos de la lengua que la ligan a otras instituciones, aquellos que de -
penden más o menos de nuestra voluntad: y así es como se pasa tangencialmente a la meta,
desdeñando los caracteres que no pertenecen más que a los sistemas semiológicos en general y
a la lengua en particular. Pues el signo es ajeno siempre en cierta medida a la voluntad indivi-
dual o social, y en eso está su carácter esencial, aunque sea el que menos evidente se haga a
primera vista.
Así, ese carácter no aparece claramente más que en la lengua, pero también se manifies -
ta en las cosas menos estudiadas, y por contraste se suele pasar por alto la necesidad o utilidad
particular de una ciencia semiológica. Para nosotros, por el contrario, el problema lingüístico
es primordialmente semiológico, y en este hecho importante cobran significación nuestros ra-
zonamientos. Si se quiere descubrir la verdadera naturaleza de la lengua, hay que empezar por
considerarla en lo que tiene de común con todos los otros sistemas del mismo orden; factores
lingüísticos que a primera vista aparecen como muy importantes (por ejemplo, el juego del
aparato fonador) no se deben considerar más que de segundo orden si no sirven más que para
distinguir a la lengua de los otros sistemas. Con eso no solamente se esclarecerá el problema
lingüístico, sino que, al considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos, estos hechos
aparecerán a otra luz, y se sentirá la necesidad de agruparlos en la semiología y de explicarlos
por las leyes de esta ciencia.

2. El signo lingüístico

2.1. Signo, significado, significante


Para ciertas personas, la lengua, reducida a su principio esencial, es una nomenclatura,
esto es, una lista de términos que corresponde a otras tantas cosas. Por ejemplo:

2
Cf. Ad. Naville, Classification des sciences, 2ª edición, pág. 104.
11

Esta concepción es criticable por muchos conceptos. Supone ideas completamente he-
chas preexistentes a las palabras; no nos dice si el nombre es de naturaleza vocal o psíquica,
pues arbor puede considerarse en uno u otro aspecto; por último, hace suponer que el vínculo
que une un nombre a una cosa es una operación muy simple, lo cual está bien lejos de ser ver-
dad. Sin embargo, esta perspectiva simplista puede acercarnos a la verdad al mostrarnos que la
unidad lingüística es una cosa doble, hecha con la unión de dos términos.
Hemos visto, a propósito del circuito del habla, que los términos implicados en el signo
lingüístico son ambos psíquicos y están unidos en nuestro cerebro por un vínculo de asocia -
ción. Insistamos en este punto.
Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una ima -
gen acústica.3 La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella
psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es
sensorial, y si llegamos a llamarla “material” es solamente en este sentido y por oposición al
otro término de la asociación, generalmente más abstracto.
El carácter psíquico de nuestras imágenes acústicas aparece claramente cuando observa-
mos nuestra lengua materna. Sin mover los labios ni la lengua, podemos hablarnos a nosotros
mismos o recitarnos mentalmente un poema. Y porque las palabras de la lengua materna son
para nosotros imágenes acústicas, hay que evitar hablar de los “fonemas” de que están com-
puestas. Este término, que implica una idea de acción vocal, no puede convenir más que a las
palabras habladas, a la realización de la imagen interior en el discurso. Hablando de sonidos y
de sílabas de una palabra, evitaremos el equívoco, con tal que nos acordemos de que se trata de
la imagen acústica.
El signo lingüístico es, pues, una entidad psíquica de dos caras que puede representarse
con la siguiente figura:

Estos dos elementos están íntimamente unidos y se reclaman recíprocamente. Ya sea que
busquemos el sentido de la palabra latina arbor o la palabra con que el latín designa el concepto
de ‘arbor’, es evidente que las vinculaciones consagradas por la lengua son las únicas que nos
aparecen conformes con la realidad, y descartamos cualquier otra que se pudiera imaginar.

3
El término de imagen acústica parecerá quizá demasiado estrecho, pues junto a la representación de
los sonidos de una palabra está también la de su articulación, la imagen muscular del acto fonatorio.
Pero para F. de Saussure la lengua es esencialmente un depósito, una cosa recibida de fuera. La ima-
gen acústica es, por excelencia, la representación natural de la palabra, en cuanto hecho de lengua
virtual, fuera de toda realización por el habla. El aspecto motor puede, pues, quedar sobreentendido
o en todo caso no ocupar más que un lugar subordinado con relación a la imagen acústica. (B. y S.)
12

Esta definición plantea una importante cuestión de terminología. Llamamos signo a la


combinación del concepto y de la imagen acústica: pero en el uso corriente este término desig-
na generalmente la imagen acústica sola, por ejemplo una palabra (arbor, etc.). Se olvida que si
llamamos signo a arbor no es más que gracias a que conlleva el concepto ‘árbol’, de tal manera
que la idea de la parte sensorial implica la del conjunto.
La ambigüedad desaparecería si designáramos las tres nociones aquí presentes por me-
dio de nombres que se relacionen recíprocamente al mismo tiempo que se opongan. Y propo-
nemos conservar la palabra signo para designar el conjunto, y reemplazar concepto e imagen
acústica respectivamente con significado y significante; estos dos últimos términos tienen la ven-
taja de señalar la oposición que los separa, sea entre ellos dos, sea del total de que forman par-
te. En cuanto al término signo, si nos contentamos con él es porque, no sugiriéndonos la lengua
usual cualquier otro, no sabemos con qué reemplazarlo.
El signo lingüístico así definido posee dos caracteres primordiales. Al enunciarlos vamos
a proponer los principios mismos de todo estudio de este orden.

2.2. Primer principio: lo arbitrario del signo


El lazo que une el significante al significado es arbitrario; o bien, puesto que entendemos
por signo el total resultante de la asociación de un significante con un significado, podemos de-
cir más simplemente: el signo lingüístico es arbitrario.
Así, la idea de sur no está ligada por relación alguna interior con la secuencia de los soni-
dos s-u-r que le sirve de significante; podría estar representada tan perfectamente por cual-
quier otra secuencia de sonidos. Sirvan de prueba las diferencias entre las lenguas y la existen-
cia misma de lenguas diferentes: el significado ‘buey’ tiene por significante bwéi a un lado de la
frontera franco-española y böf (boeuf) al otro, y al otro lado de la frontera francogermana es oks
(Ochs).
El principio de lo arbitrario del signo no está contradicho por nadie; pero suele ser más
fácil descubrir una verdad que asignarle el puesto que le toca. El principio arriba enunciado
domina toda la lingüística de la lengua; sus consecuencias son innumerables. Es verdad que no
todas aparecen a la primera ojeada con igual evidencia; hay que darles muchas vueltas para
descubrir esas consecuencias y, con ellas, la importancia primordial del principio.
Una observación de paso: cuando la semiología esté organizada se tendrá que averiguar si
los modos de expresión que se basan en signos enteramente naturales —como la pantomima— le
pertenecen de derecho. Suponiendo que la semiología los acoja, su principal objetivo no por eso
dejará de ser el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del signo. En efecto, todo medio
de expresión recibido de una sociedad se apoya en principio en un hábito colectivo o, lo que vie-
ne a ser lo mismo, en la convención. Los signos de cortesía, por ejemplo, dotados con frecuencia
de cierta expresividad natural (piénsese en los chinos que saludan a su emperador posternándo-
se nueve veces hasta el suelo), no están menos fijados por una regla; esa regla es la que obliga a
13

emplearlos, no su valor intrínseco. Se puede, pues, decir que los signos enteramente arbitrarios
son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más com-
plejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos;
en este sentido la lingüística puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la
lengua no sea más que un sistema particular.
Se ha utilizado la palabra símbolo para designar el signo lingüístico, o, más exactamente,
lo que nosotros llamamos el significante. Pero hay inconvenientes para admitirlo, justamente a
causa de nuestro primer principio. El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamente
arbitrario; no está vacío: hay un rudimento de vínculo natural entre el significante y el signifi -
cado. El símbolo de la justicia, la balanza, no podría reemplazarse por otro objeto cualquiera,
un carro, por ejemplo.
La palabra arbitrario necesita también una observación. No debe dar idea de que el signi-
ficante depende de la libre elección del hablante (ya veremos luego que no está en manos del
individuo cambiar nada en un signo una vez establecido por un grupo lingüístico); queremos
decir que es inmotivado, es decir, arbitrario con relación al significado, con el cual no guarda en
la realidad ningún lazo natural.
Señalemos, para terminar, dos objeciones que se podrían hacer a este primer principio:
1° Se podría uno apoyar en las onomatopeyas para decir que la elección del significante
no siempre es arbitraria. Pero las onomatopeyas nunca son elementos orgánicos de un sistema
lingüístico. Su número es, por lo demás, mucho menor de lo que se cree. Palabras francesas
como fouet ‘látigo’ o glas ‘doblar de campanas’ pueden impresionar a ciertos oídos por una so-
noridad sugestiva; pero para ver que no tienen tal carácter desde su origen, basta recordar sus
formas latinas (fouet deriva de fagus ‘haya’, glas es classicum); la cualidad de sus sonidos actua-
les, o, mejor, la que se atribuye, es un resultado fortuito de la evolución fonética.
En cuanto a las onomatopeyas auténticas (las del tipo glu-glu, tic-tac, etc.), no solamente
son escasas, sino que su elección ya es arbitraria en cierta medida, porque no son más que la imi-
tación aproximada y ya medio convencional de ciertos ruidos (cfr. francés ouaoua y alemán
wauwau, español guau guau). 4 Además, una vez introducidas en la lengua, quedan más o menos
engranadas en la evolución fonética, morfológica, etc., que sufren las otras palabras (cfr. pigeon,
del latín vulgar pipio , derivado de una onomatopeya): prueba evidente de que ha perdido algo de
su carácter primero para adquirir el del signo lingüístico en general, que es inmotivado.
2° Las exclamaciones, muy vecinas de las onomatopeyas, dan lugar a observaciones aná-
logas y no son más peligrosas para nuestra tesis. Se tiene la tentación de ver en ellas expresio-
nes espontáneas de la realidad, dictadas como por la naturaleza. Pero para la mayor parte de
ellas se puede negar que haya un vehículo necesario entre el significado y el significante. Basta
con comparar dos lenguas en este terreno para ver cuánto varían estas expresiones de idioma a
idioma (por ejemplo, al francés aïe!, esp. ¡ay!, corresponde el alemán au!). Y ya se sabe que mu-
chas exclamaciones comenzaron por ser palabras con sentido determinado (cfr. fr. diable!, mor-
dieu! = mort Dieu, etc.).
En resumen, las onomatopeyas y las exclamaciones son de importancia secundaria, y su
origen simbólico es en parte dudoso.

4
[Nuestro sentido onomatopéyico reproduce el canto del gallo con quiquiriquí, el de los franceses co-
quericó (kókrikó), el de los ingleses cock-a-doodle-do. A. A.]
14

2.3. Segundo principio: carácter lineal del significante


El significante, por ser de naturaleza auditiva, se desenvuelve en el tiempo únicamente y
tiene los caracteres que toma del tiempo: a) representa una extensión y b) esa extensión es mensu-
rable en una sola dimensión; es una sola línea.
Este principio es evidente, pero parece que siempre se ha desdeñado el enunciarlo, sin
duda porque se le ha encontrado demasiado simple; sin embargo, es fundamental y sus conse-
cuencias son incalculables: su importancia es igual a la de la primera ley. Todo el mecanismo
de la lengua depende de ese hecho. Por oposición a los significantes visuales (señales maríti-
mas, por ejemplo), que pueden ofrecer complicaciones simultáneas en varias dimensiones, los
significantes acústicos no disponen más que de la línea del tiempo; sus elementos se presentan
uno tras otro; forman una cadena. Este carácter se destaca inmediatamente cuando los repre-
sentamos por medio de la escritura, en donde la sucesión en el tiempo es sustituida por la línea
espacial de los signos gráficos.
En ciertos casos, no se nos aparece con evidencia. Si, por ejemplo, acentúo una sílaba, pa -
recería que acumulo en un mismo punto elementos significativos diferentes. Pero es una ilu -
sión; la sílaba y su acento no constituyen más que un acto fonatorio; no hay dualidad en el inte-
rior de este acto, sino tan sólo oposiciones diversas con lo que está a su lado.

3. Inmutabilidad y mutabilidad del signo

3.1. Inmutabilidad
Si, en relación con la idea que representa, el significante aparece como libremente elegi -
do, en cambio, en relación con la comunidad lingüística que lo emplea, no es libre, es impuesto.
La masa social no es consultada y el significante escogido por la lengua no podría ser reempla -
zado por otro. Este hecho, que parece encerrar una contradicción, podría llamarse familiar-
mente “la carta forzada”. Se dice a la lengua: “¡Elige!”, pero se añade: “Será ese signo y no
otro”. Un individuo sería incapaz, aunque quisiera, no solamente de modificar algo en la elec-
ción ya hecha, sino que la masa misma no puede ejercer su soberanía sobre una sola palabra;
está ligada a la lengua tal como es.
La lengua, por tanto, no puede ser asimilada a un contrato puro y simple, y precisamente
por ese lado el signo lingüístico es particularmente interesante de estudiar; porque si se quiere
demostrar que la ley admitida en una colectividad es una cosa que se sufre, y no una regla li -
bremente consentida, es la lengua la que ofrece la prueba más definitiva de ese hecho.
Veamos pues cómo escapa a nuestra voluntad el signo lingüístico, y saquemos luego las
importantes consecuencias que derivan de este fenómeno.
En cualquier época, y por muy alto que nos remontemos, la lengua aparece siempre
como una herencia de la época precedente. El acto por el que, en un momento dado, se habrían
distribuido los nombres para las cosas, el acto por el que se habría pactado un contrato entre
los conceptos y las imágenes acústicas, ese acto podemos concebirlo, pero jamás ha sido com-
probado. La idea de que las cosas habrían podido suceder así nos es sugerida por nuestro vivísi-
mo sentimiento de lo arbitrario del signo.
De hecho, ninguna sociedad conoce ni ha conocido jamás la lengua de otro modo que
como un producto heredado de las generaciones precedentes y que hay que aceptar tal cual.
Por esto la cuestión del origen del lenguaje no tiene la importancia que generalmente se le
atribuye. No es siquiera una cuestión que haya que plantear; el único objeto real de la lingüísti -
15

ca es la vida normal y regular de un idioma ya constituido. Un estado de lengua dado es siem -


pre un producto de factores históricos, y son esos factores los que explican por qué es inmuta -
ble el signo, es decir, por qué resiste a toda substitución arbitraria.
Pero decir que la lengua es una herencia, nada explica si no vamos más lejos. ¿Se pueden
modificar de un momento a otro las leyes existentes y heredadas?
Esta objeción nos lleva a situar la lengua en su marco social y a plantear la cuestión como
nos la plantearíamos para las demás instituciones sociales. ¿Cómo se transmiten éstas? Tal es
la cuestión más general que encierra la de la inmutabilidad. En primer lugar hay que apreciar
la mayor o menor libertad de que gozan las demás instituciones; se verá que para cada una de
ellas hay un equilibrio diferente entre la tradición impuesta y la acción libre de la sociedad.
Luego se investigará por qué, en una categoría dada, los factores del primer orden son más o
menos potentes que los del otro. Finalmente, volviendo a la lengua, nos preguntaremos por
qué el factor histórico de la transmisión la domina por entero y excluye todo cambio lingüísti-
co general y súbito.
Para responder a esta cuestión se podrían hacer valer muchos argumentos y decir, por
ejemplo, que las modificaciones de la lengua no están ligadas a la secuencia de las generacio -
nes, que lejos de superponerse unas a otras, como los cajones de un mueble, se interpenetran y
contienen, cada una, individuos de todas las edades. Habría que recordar también la suma de
esfuerzos que exige el aprendizaje de la lengua materna, para concluir en la imposibilidad de
un cambio general. Habría que añadir que la reflexión no interviene en la práctica de un idio-
ma; que los sujetos son, en gran medida, inconscientes de las leyes de la lengua; y si no se dan
cuenta, ¿cómo podrían modificarla? Incluso si fueran conscientes, habría que recordar que los
hechos lingüísticos apenas provocan la crítica, en el sentido de que cada pueblo está general -
mente satisfecho de la lengua que ha recibido.
Estas consideraciones son importantes, pero no son específicas; preferimos las siguien-
tes, más esenciales, más directas, de las que dependen todas las demás.
• El carácter arbitrario del signo. Más arriba, nos había hecho admitir la posibilidad
teórica del cambio; profundizando, vemos que, de hecho, lo arbitrario mismo del sig -
no pone a la lengua al abrigo de cualquier tentativa que tienda a modificarla. Aunque
fuera más consciente de lo que es, la masa no podría discutirla. Porque para que una
cosa sea cuestionada, es menester que se poye sobre una norma razonable. Se puede
debatir, por ejemplo, si la forma monógama del matrimonio es más razonable que la
forma polígama y presentar razones a favor de una o de otra . También se podría dis-
cutir un sistema de símbolos, porque el símbolo tiene una relación racional con la
cosa significada (véase página 88); pero por lo que se refiere a la lengua, sistema de
signos arbitrarios, esta base falta, y con ella desaparece todo terreno sólido de discu -
sión; no hay ningún motivo para preferir soeur a sister, Ochs a boeuf, etc.
• La multitud de signos necesarios para constituir cualquier lengua. El alcance de este he-
cho es considerable. Un sistema de escritura compuesto de veinte a cuarenta letras pue-
de, en rigor, ser reemplazado por otro. Lo mismo ocurriría con la lengua si encerrara un
número limitado de elementos; pero los signos lingüísticos son innumerables.
• El carácter demasiado complejo del sistema. Una lengua constituye un sistema. Si,
como luego veremos, es ése el lado por el que no es completamente arbitraria y en el
que reina una razón relativa, también es ese el punto en que aparece la incompeten-
cia de la masa para transformarla. Porque eses sistema es un mecanismo complejo;
sólo se puede captar mediante la reflexión; incluso los mismos que hacen uso coti-
16

diano de él lo ignoran profundamente. Podría concebirse tal cambio sólo gracias a la


intervención de especialistas, gramáticos, lógicos, etc.; pero la experiencia muestra
que, hasta ahora, injerencias de esta naturaleza no han tenido ningún éxito.
• La resistencia de la inercia colectiva a toda innovación lingüística. La lengua —y esta
consideración prima sobre todas las demás— es, en cada momento, asunto de todo el
mundo; difundida en una masa y manejada por ella, es una cosa de la que todos los in -
dividuos se sirven durante todo el día. Sobre este punto no se pueden establecer nin-
guna comparación entre ella y las demás instituciones. Las prescripciones de un códi-
go, los ritos de una religión, las señales marítimas, etc., no ocupan más que a cierto
número de individuos a la vez y durante un tiempo limitado; en la lengua, en cambio,
todos y cada uno participamos en ella en todo momento, y por eso la lengua sufre sin
cesar la influencia de todos. Este hecho capital basta para mostrar la imposibilidad de
una revolución. De todas las instituciones sociales, la lengua es la que menos asidero
ofrece a las iniciativas. Forma cuerpo con la vida de la masa social, y por ser ésta na -
turalmente inerte aparece ante todo como un factor de conservación.

Sin embargo, no basta con decir que la lengua es un producto de las fuerzas sociales para
que se vea claramente que no es libre; al recordar que es siempre herencia de una época prece -
dente, hay que añadir que estas fuerzas sociales actúan en función del tiempo. Si la lengua tie-
ne un carácter de fijeza, no es sólo porque está unida al peso de la colectividad, lo es también
porque está situada en el tiempo. Estos dos hechos son inseparables. En todo momento la soli-
daridad con el pasado pone en jaque la libertad de elegir. Decimos hombre y perro porque antes
de nosotros se ha dicho hombre y perro. Lo cual no impide que no haya en el fenómeno total un
lazo entre estos dos factores antinómicos: la convención arbitraria, en virtud de la cual la elec -
ción es libre, y el tiempo, gracias al cual la elección se encuentra fijada. Debido a que el signo es
arbitrario, no conoce más ley que la de la tradición, y precisamente por estar fundado en la
tradición puede ser arbitrario.

3.2. Mutabilidad
El tiempo, que asegura la continuidad de la lengua, posee otro efecto, contradictorio en
apariencia con el primero: el de alterar más o menos rápidamente los signos lingüísticos y, en
cierto sentido, puede hablarse a la vez de la inmutabilidad y de la mutabilidad del signo. 5
En última instancia, los dos hechos son solidarios: el signo está en condiciones de alte-
rarse porque se continúa. Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia an-
tigua; la infidelidad al pasado es sólo relativa. Por eso, el principio de alteración se funda en el
principio de continuidad.
La alteración en el tiempo adopta diversas formas, cada una de las cuales proporcionaría
materia para un importante capítulo de la lingüística. Sin entrar en detalles, es importante
destacar lo siguiente:
En primer lugar, no nos equivoquemos sobre el sentido que aquí damos a la palabra altera-
ción. Podría hacer creer que se trata especialmente de los cambios fonéticos sufridos por el signi-
ficante, o bien, de los cambios de sentido que afectan al concepto significado. Este enfoque sería

5
Sería injusto reprochar a F. de Saussure ser inconsecuente o paradójico al atribuir a la lengua dos
cualidades contradictorias. Mediante la oposición de dos términos chocantes, sólo quiso subrayar con
fuerza esta verdad: que la lengua se transforma sin que los sujetos puedan transformarla. Puede de -
cirse también que la lengua es intangible, pero no inalterable.
17

insuficiente. Cualesquiera que sean los factores de alteraciones, actúen aisladamente o combina-
dos, siempre conducen a un desplazamiento de la relación entre el significado y el significante.
He aquí algunos ejemplos. El latín necare, que significa “matar”, se ha convertido en fran-
cés en noyer [ahogar], con el sentido que todos conocemos. Imagen acústica y concepto, los dos
han cambiado; pero es inútil distinguir las dos partes del fenómeno; basta con comprobar in
globo que el lazo de la idea y del signo se ha relajado y que a habido un desplazamiento en su
relación. Si en lugar de comparar el necare del latín clásico con nuestro francés noyer, lo opone-
mos al necare del latín vulgar de los siglos IV o V, que significa “ahogar”, el caso es algo dife-
rente; pero también aquí, aunque no haya alteración apreciable del significante, hay desplaza-
miento de la relación entre la idea y el signo.
El antiguo alemán dritteil, “el tercio”, se ha convertido en alemán moderno en Drittel. En
este caso, aunque el concepto siga siendo el mismo, la relación ha sido cambiada de dos formas:
el significante ha sido modificado no sólo en su aspecto material, sino también en su forma
gramatical; no implica ya la idea de Teil; es una palabra simple. De una manera o de otra, siem-
pre hay un desplazamiento de relación.
En anglosajón, la forma preliteraria fot, “el pie” siguió siendo fot (inglés moderno, foot),
mientras que su plural *foti, “los pies”, se ha convertido en fet (inglés moderno feet). Sean cua-
les fueren las alteraciones que ello suponga, hay una cosa cierta: ha habido desplazamiento de
la relación; ha surgido de otras correspondencias entre la materia fónica y la idea.
Una lengua es radicalmente impotente para defenderse contra los factores que despla-
zan a cada momento la relación del significado y el significante. Ésta es una de las consecuen-
cias de la arbitrariedad del signo.
Todas las demás instituciones humanas —las costumbres, las leyes, etc.— están fundadas,
en diverso grado, en las relaciones naturales de las cosas; hay en ellas una adecuación neces-
aria entre los medios empleados y los fines perseguidos. Incluso la moda que fija nuestra ropa
no es completamente arbitraria: no puede apartarse más allá de cierto grado de las condiciones
dictadas por el cuerpo humano. La lengua, por el contrario, no está limitada en nada en la elec-
ción de sus medios, porque no vemos qué podría impedir asociar una idea cualquiera con una
secuencia cualquiera de sonidos.
Para que se comprendiera bien que la lengua es una institución pura, Whitney insistió,
con toda razón, en el carácter arbitrario de los signos; y con ello situó la lingüística en su ver-
dadero eje. Pero no fue hasta el fin, y no vio que este carácter arbitrario separa radicalmente la
lengua de todas las demás instituciones. Se ve claramente por la forma en que evoluciona; nada
hay más complejo; situada a la vez en la masa social y en el tiempo, nadie puede cambiar nada
en ella, y, por otra parte, la arbitrariedad de sus signos entraña teóricamente la libertad de es -
tablecer cualquier relación entre la materia fónica y las ideas. De donde resulta que estos dos
elementos unidos en los signos conservan, cada cual, su vida propia en una proporción desco-
nocida fuera de la lengua, y que ésta se altera, o más bien evoluciona, bajo la influencia de to -
dos los agentes que pueden alcanzar bien a los sonidos, bien a los sentidos. Esta evolución es
fatal: no hay ejemplo de lengua alguna que resista a ella. Al cabo de cierto tiempo se pueden
comprobar desplazamientos sensibles.
Y esto es tan cierto que el principio debe verificarse incluso en las lenguas artificiales.
Quien crea una de ese tipo, la controla mientras no se ponga en circulación; pero desde el mo -
mento en que cumple su misión y se convierte en cosa de todo el mundo, el control escapa. El
esperanto es un ensayo de esta especie; si triunfa, ¿escapará a la ley fatal? Pasado el primer
momento, la lengua entrará, muy probablemente, en su vida semiológica; se transmitirá por le-
18

yes que no tienen nada en común con las de la creación reflexiva, y ya no se podrá volver atrás.
El hombre que pretenda componer una lengua inmutable, que la posteridad debería aceptar tal
cual sale de sus manos, se parecería a la gallina que ha incubado un huevo de pato: la lengua
creada por él sería arrastrada, le guste o no, por la corriente que arrastra a todas las lenguas.
La continuidad del signo en el tiempo, ligada a la alteración en el tiempo, es un principio
de la semiología general; su confirmación puede encontrarse en los sistemas de escritura, en el
lenguaje de los sordomudos, etc.
Pero, ¿en qué se funda la necesidad del cambio? Quizá se nos reproche no haber sido tan
explícitos en este punto como sobre el principio de la inmutabilidad: es que no hemos distin-
guido los diferentes factores de alteración; habría que considerarlos en su variedad para saber
hasta qué punto son necesarios.
Las causas de la continuidad están a priori al alcance del observador; no ocurre lo mismo
con las causas de alteración a través del tiempo. Más vale renunciar provisionalmente a dar
cuenta exacta de ellas y limitarse a hablar en general del desplazamiento de las relaciones; el
tiempo altera todo; no hay razón para que la lengua escape a esta ley universal.

Recapitulemos ahora las etapas de nuestra demostración, refiriéndonos a los principios


establecidos en la introducción.
1.° Evitando estériles definiciones de palabras, hemos distinguido primeramente, en el
seno del fenómeno total que representa el lenguaje, dos factores: la lengua y el habla. La lengua
es para nosotros el lenguaje menos el habla. Es el conjunto de los hábitos lingüísticos que per-
miten a un sujeto comprender y hacerse comprender.
2.° Pero esta definición deja todavía a la lengua al margen de su realidad social; hace de
ella una cosa irreal, puesto que no comprende más que uno de los aspectos de la realidad, el as -
pecto individual; es menester una masa hablante para que haya una lengua. Contrariamente a
las apariencias, en ningún momento existen éstas al margen del hecho social, porque la lengua
es un fenómeno semiológico. Su naturaleza social es uno de sus caracteres internos; su defini-
ción completa nos coloca ante dos cosas inseparables como lo muestra el esquema:

Mas en estas condiciones la lengua es viable, no viviente; no hemos te-


nido en cuenta más que la realidad social, no el hecho histórico.
3.° Como el signo lingüístico es arbitrario, parece que la lengua, así de-
finida, es un sistema libre, organizable a capricho, que depende única-
mente de un principio racional. Su carácter social, considerado en sí
mismo, no se opone precisamente a este punto de vista. Sin duda, la
psicología colectiva no opera sobre una materia puramente lógica; ha-
bría que tener en cuenta todo lo que hace desviarse a la razón en las
relaciones prácticas de individuo a individuo. Y, sin embargo, lo que nos impide mirar la len -
gua como una convención simple, modificable a capricho de los interesados, no es eso; es la ac-
ción del tiempo que se combina con la de la fuerza social; al margen de la duración, la realidad
lingüística no está completa y no hay conclusión posible.
Si se tomara la lengua en el tiempo, sin la masa hablante —supongamos un individuo ais -
lado que viviera durante muchos siglos—, quizá no se comprobaría ninguna alteración; el tiem-
po no actuaría sobre ella. Y, a la inversa, si se considera la masa hablante en el tiempo, no se
vería el efecto de las fuerzas sociales actuando sobre la lengua. Para estar en la realidad hay
que añadir, por tanto, a nuestro primer esquema un signo que indique la marcha del tiempo:
19

Desde ese momento la lengua no es libre, porque el tiempo


permitirá a las fuerzas sociales que se ejercen sobre ella desarrollar
sus efectos, y se llega al principio de continuidad, que anula la liber-
tad. Pero la continuidad implica necesariamente la alteración, el
desplazamiento más o menos considerable de las relaciones.

4. El valor lingüístico

4.1. La lengua como pensamiento organizado en la materia fónica


Para darse cuenta de que la lengua no puede ser otra cosa que un sistema de valores pu-
ros, basta considerar los dos elementos que entran en juego en su funcionamiento: las ideas y
los sonidos.
Psicológicamente, hecha abstracción de su expresión por medio de palabras, nuestro
pensamiento no es más que una masa amorfa e indistinta. Filósofos y lingüistas han estado
siempre de acuerdo en reconocer que, sin la ayuda de los signos, seríamos incapaces de distin -
guir dos ideas de manera clara y constante. Considerado en sí mismo, el pensamiento es como
una nebulosa donde nada está necesariamente delimitado. No hay ideas preestablecidas, y
nada es distinto antes de la aparición de la lengua.
Frente a este reino flotante, ¿ofrecen los sonidos por sí mismos entidades circunscriptas
de antemano? Tampoco. La substancia fónica no es más fija ni más rígida; no es un molde a
cuya forma el pensamiento deba acomodarse necesariamente, sino una materia plástica que se
divide a su vez en partes distintas para suministrar los significantes que el pensamiento nece-
sita. Podemos, pues, representar el hecho lingüístico en su conjunto, es decir, la lengua, como
una serie de subdivisiones contiguas marcadas a la vez sobre el plano indefinido de las ideas
confusas (A) y sobre el no menos indeterminado de los sonidos (B). Es lo que aproximadamente
podríamos representar en este esquema:

El papel característico de la lengua frente al pensamiento no es el de crear un medio fó -


nico material para la expresión de las ideas, sino el de servir de intermediaria entre el pensa-
miento y el sonido, en condiciones tales que su unión lleva necesariamente a deslindamientos
recíprocos de unidades. El pensamiento, caótico por naturaleza, se ve forzado a precisarse al
descomponerse. No hay, pues, ni materialización de los pensamientos, ni espiritualización de
los sonidos, sino que se trata de ese hecho en cierta manera misterioso: que el “pensamiento-
sonido” implica divisiones y que la lengua elabora sus unidades al constituirse entre dos masas
amorfas. Imaginemos el aire en contacto con una capa de agua: si cambia la presión atmosféri-
20

ca, la superficie del agua se descompone en una serie de divisiones, esto es, de ondas; esas on-
dulaciones darán una idea de la unión y, por así decirlo, de la ensambladura del pensamiento
con la materia fónica.
Se podrá llamar a la lengua el dominio de las articulaciones, tomando esta palabra en el
sentido definido anteriormente: cada término lingüístico es un miembro, un articulus donde se
fija una idea en un sonido y donde un sonido se hace el signo de una idea.
La lengua es también comparable a una hoja de papel: el pensamiento es el anverso y el
sonido el reverso: no se puede cortar uno sin cortar el otro; así tampoco en la lengua se podría
aislar el sonido del pensamiento, ni el pensamiento del sonido; a tal separación sólo se llegaría
por una abstracción y el resultado sería hacer psicología pura o fonología pura.
La lingüística trabaja, pues, en el terreno limítrofe donde los elementos de dos órdenes
se combinan; esta combinación produce una forma, no una sustancia.
Estas miras hacen comprender mejor lo que hemos dicho sobre lo arbitrario del signo.
No solamente son confusos y amorfos los dos dominios enlazados por el hecho lingüístico, sino
que la elección que se decide por tal porción acústica para tal idea es perfectamente arbitraria.
Si no fuera éste el caso, la noción de valor perdería algo de su carácter, ya que contendría un
elemento impuesto desde fuera. Pero de hecho los valores siguen siendo enteramente relati-
vos, y por eso el lazo entre la idea y el sonido es radicalmente arbitrario.
A su vez lo arbitrario del signo nos hace comprender mejor por qué el hecho social es el
único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer valo -
res cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales; el individuo por sí sólo es
incapaz de fijar ninguno.
Además, la idea de valor, así determinada, nos muestra cuán ilusorio es considerar un
término sencillamente como la unión de cierto sonido con cierto concepto. Definirlo así sería
aislarlo del sistema de que forma parte; sería creer que se puede comenzar por los términos y
construir el sistema haciendo la suma, mientras que, por el contrario, hay que partir de la tota-
lidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra.
Para desarrollar esta tesis nos pondremos sucesivamente en el punto de vista del signifi-
cado o concepto (4.2), en el del significante (4.3) y en el del signo total (4.4).
No pudiendo captar directamente las entidades concretas o unidades de la lengua, opera-
mos sobre las palabras. Las palabras, sin recubrir exactamente la definición de la unidad lingüís-
tica, por lo menos dan de ella una idea aproximada que tiene la ventaja de ser concreta; las toma-
remos, pues, como muestras equivalentes de los términos reales de un sistema sincrónico, y los
principios obtenidos a propósito de las palabras serán válidos para las entidades en general.

4.2. El valor lingüístico considerado en su aspecto conceptual


Cuando se habla del valor de una palabra, se piensa generalmente, y sobre todo, en la
propiedad que tiene la palabra de representar una idea, y, en efecto ése es uno de los aspectos
del valor lingüístico. Pero si fuera así, ¿en qué se diferenciaría el valor de lo que se llama signi-
ficación? ¿Serían sinónimas estas dos palabras? No lo creemos, aunque sea fácil la confusión, so-
bre todo porque está provocada menos por la analogía de los términos que por la delicadeza de
la distinción que señalan.
El valor, tomado en su aspecto conceptual, es sin duda un elemento de la significación, y
es muy difícil saber cómo se distingue de la significación a pesar de estar bajo su dependencia.
Sin embargo, es necesario poner en claro esta cuestión so pena de reducir la lengua a una sim-
ple nomenclatura.
21

Tomemos primero la significación tal como se suele


presentar y tal como la hemos imaginado.
No es, como ya lo indican las flechas de la fi-
gura, más que la contraparte de la imagen auditiva.
Todo queda entre la imagen auditiva y el concepto,
en los límites de la palabra considerada como un
dominio cerrado, existente por sí mismo.
Pero véase el aspecto paradójico de la cuestión: de un lado, el concepto se nos aparece
como la contraparte de la imagen auditiva en el interior del signo, y, de otro, el signo mismo,
es decir, la relación que une esos dos elementos es también, y de igual modo, la contraparte de
los otros signos de la lengua.
Puesto que la lengua es un sistema en donde todos los términos son solidarios y donde el va-
lor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros, según este esquema:

¿Cómo es que el valor, así definido, se confundirá con la significación, es decir, con la
contraparte de la imagen auditiva? Parece imposible equiparar las relaciones figuradas aquí por
las flechas horizontales con las que están representadas en la figura anterior por las flechas ver-
ticales. Dicho de otro modo —para insistir en la comparación de la hoja de papel que se desgarra
—, no vemos por qué la relación observada entre los distintos trozos A, B, C, D, etc., no ha de ser
distinta de la que existe entre el anverso y el reverso de un mismo trozo, A/A’, B/B’, etc.
Para responder a esta cuestión, consignemos primero que, incluso fuera de la lengua, to -
dos los valores parecen regidos por ese principio paradójico. Los valores están siempre consti -
tuidos:
1° por una cosa desemejante susceptible de ser trocada por otra cuyo valor está por deter-
minar;
2° por cosas similares que se pueden comparar con aquella cuyo valor se está por ver.

Estos dos factores son necesarios para la existencia de un valor. Así, para determinar lo
que vale una moneda de cinco francos hay que saber: 1°, que se la puede trocar por una canti -
dad determinada de una cosa diferente, por ejemplo, de pan; 2°, que se la puede comparar con
un valor similar del mismo sistema, por ejemplo, una moneda de un franco, o con una moneda
de otro sistema (un dólar, etc.). Del mismo modo una palabra puede trocarse por algo deseme -
jante: una idea; además, puede compararse con otra cosa de la misma naturaleza: otra palabra.
Su valor, pues, no estará fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede “trocar” por
tal o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla
con los valores similares, con las otras palabras que se pueden oponer. Su contenido no está
verdaderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la
palabra forma parte de un sistema, está revestida, no sólo de una significación, sino también, y
sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente.
22

Algunos ejemplos mostrarán que es así como efectivamente sucede. El español carnero o
el francés mouton pueden tener la misma significación que el inglés, sheep, pero no el mismo
valor, y eso por varias razones, en particular porque al hablar de una porción de comida ya co -
cinada y servida a la mesa, el inglés dice mutton y no sheep. La diferencia de valor entre sheep y
mouton o carnero consiste en que sheep tiene junto a sí un segundo término, lo cual no sucede
con la palabra francesa ni con la española.
Dentro de una misma lengua, todas las palabras que expresan ideas vecinas se limitan re -
cíprocamente: sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen valor propio más que por
su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría a sus concurrentes. Al revés, hay tér-
minos que se enriquecen por contacto con otros; por ejemplo, el elemento nuevo introducido
en décrépit (“un viellard décrépit”) resulta de su coexistencia con décrépi (“un mur décrépi”). 6
Así el valor de todo término está determinado por lo que lo rodea; ni siquiera de la palabra que
significa ‘sol’ se puede fijar inmediatamente el valor si no se considera lo que la rodea; lenguas
hay en las que es imposible decir “sentarse al sol ”.
Lo que hemos dicho de las palabras se aplica a todo término de la lengua, por ejemplo, a las
entidades gramaticales. Así, el valor de un plural español o francés no coincide del todo con el de
un plural sánscrito, aunque la mayoría de las veces la significación sea idéntica: es que el sánscrito
posee tres números en lugar de dos (mis ojos, mis orejas, mis brazos, mis piernas, etc., estarían en
dual); sería inexacto atribuir el mismo valor al plural en sánscrito y en español o francés, porque el
sánscrito no puede emplear el plural en todos los casos donde es regular en español o en francés; su
valor depende, pues, verdaderamente de lo que está fuera y alrededor de él.
Si las palabras estuvieran encargadas de representar conceptos dados de antemano, cada
uno de ellos tendría, de lengua a lengua, correspondencias exactas para el sentido; pero no es
así. El francés dice louer (une maison) y el español alquilar, indiferentemente por tomar o dar en
alquiler, mientras el alemán emplea dos términos: mieten y vermieten; no hay, pues, correspon-
dencia exacta de valores. Los verbos schätzen y urteilen presentan un conjunto de significacio-
nes que corresponden a bulto a las palabras francesas estimer y juger, esp. estimar y juzgar. Sin
embargo, en varios puntos esta correspondencia falla.
La flexión ofrece ejemplos particularmente notables. La distinción de los tiempos, que
nos es tan familiar, es extraña a ciertas lenguas; el hebreo ni siquiera conoce la distinción, tan
fundamental, entre el pasado, el presente y el futuro. El protogermánico no tiene forma propia
para el futuro: cuando se dice que lo expresa con el presente, se habla impropiamente, pues el
valor de un presente no es idéntico en germánico y en las lenguas que tienen un futuro junto al
presente. Las lenguas eslavas distinguen regularmente dos aspectos del verbo: el perfectivo re-
presenta la acción en su totalidad, como un punto, fuera de todo desarrollarse; el imperfectivo
la muestra en su desarrollo y en la línea del tiempo. Estas categorías presentan dificultades
para un francés o para un español porque sus lenguas las ignoran: si estuvieran predetermina-
das, no sería así. En todos estos casos, pues, sorprendemos, en lugar de ideas dadas de antema-
no, valores que emanan del sistema. Cuando se dice que los valores corresponden a conceptos,
se sobreentiende que son puramente diferenciales, definidos no positivamente por su conteni-
do, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del sistema. Su más exacta
característica es la de ser lo que los otros no son. 7

6
[O con nuestro ejemplo español: el elemento nuevo introducido en el uso argentino de latente (“un
entusiasmo latente ”) resulta de su coexistencia con latir (“un corazón latiente ”). A. A.]
7
[Por ejemplo: para designar temperaturas, tibio es lo que no es frío ni caliente ; para designar distan-
cias, ahí es lo que no es aquí ni allí : esto lo que no es eso ni aquello. El inglés, que tiene dos términos,
23

Ahora se ve la interpretación real del esquema del signo. Así quiere decir que en español
un concepto ‘juzgar’ está unido a la imagen acústica juzgar; en una palabra, simboliza la signifi-
cación; pero que quede bien entendido que ese concepto
nada tiene de inicial, que no es más que un valor determi-
nado por sus relaciones con los otros valores similares, y
que sin ellos la significación no existiría. Cuando afirmo
simplemente que una palabra significa tal cosa, cuando
me atengo a la asociación de la imagen acústica con el
concepto, hago una operación que puede en cierta medida
ser exacta y dar una idea de la realidad; pero de ningún
modo expreso el hecho lingüístico en su esencia y en su
amplitud.

4.3. El valor lingüístico considerado en su aspecto material


Si la parte conceptual del valor está constituida únicamente por sus conexiones y dife-
rencias con los otros términos de la lengua, otro tanto se puede decir de su parte material. Lo
que importa en la palabra no es el sonido por sí mismo, sino las diferencias fónicas que permi-
ten distinguir esas palabras de todas las demás, pues ellas son las que llevan la significación.
Quizá esto sorprenda, pero en verdad ¿dónde habría la posibilidad de lo contrario? Pues-
to que no hay imagen vocal que responda mejor que otra a lo que se le encomienda expresar,
es evidente, hasta a priori, que nunca podrá un fragmento de lengua estar fundado, en último
análisis, en otra cosa que en su no coincidencia con el resto. Arbitrario y diferencial son dos cua-
lidades correlativas.
La alteración de los signos lingüísticos patentiza bien esta correlación; precisamente
porque los términos a y b son radicalmente incapaces de llegar como tales hasta las regiones de
la conciencia —la cual no percibe perpetuamente más que la diferencia a/b—, cada uno de los
términos queda libre para modificarse según leyes ajenas a su función significativa. El genitivo
plural checo zen no está caracterizado por ningún signo positivo; sin embargo, el grupo de for-
mas zena : zen funciona también como el de zena : zenb que le ha precedido; es que lo único que
entra en juego es la diferencia de los signos; zena vale sólo porque es diferente.
Otro ejemplo que hacer ver todavía mejor lo que hay de sistemático en este juego de las
diferencias fónicas: en griego éphen es un imperfecto y ésten un aoristo, aunque ambos están
formados de manera idéntica; es que el primero pertenece al sistema del indicativo presente
phemí ‘digo’, mientras que no hay presente *stemi; ahora bien, la relación phemí-éphen es justa-
mente la que corresponde a la relación entre el presente y el imperfecto (cfr. deíknumi-edeík-
nun), etc. Estos signos actúan, pues, no por su valor intrínseco, sino por su posición relativa.
Por lo demás, es imposible que el sonido, elemento material, pertenezca por sí mismo a
la lengua. Para la lengua no es más que una cosa secundaria, una materia que pone en juego.
Todos los valores convencionales presentan este carácter de no confundirse con el elemento
tangible que les sirve de soporte. Así no es el metal de una moneda lo que fija su valor; un escu-
do que vale nominalmente cinco francos no contiene de plata más que la mitad de esa suma; y
valdrá más o menos con tal o cual efigie, más o menos a éste o al otro lado de una frontera polí -
tica. Esto es más cierto todavía en el significante lingüístico; en su esencia, de ningún modo es

this y that, en lugar de nuestros tres, este, ese, aquel, presenta otro juego de valores. A. A.]
24

fónico, es incorpóreo, constituido, no por su sustancia material, sino únicamente por las dife-
rencias que separan su imagen acústica de todas las demás.
Este principio es tan esencial, que se aplica a todos los elementos materiales de la lengua,
incluidos los fonemas. Cada idioma compone sus palabras a base de un sistema de elementos
sonoros, cada uno de los cuales forma una unidad netamente deslindada y cuyo número está
perfectamente determinado. Pero lo que los caracteriza no es, como se podría creer, su cuali-
dad propia y positiva, sino simplemente el hecho de que no se confunden unos con otros. Los
fonemas son ante todo entidades opositivas, relativas y negativas.
Y lo prueba el margen y la elasticidad de que los hablantes gozan para la pronunciación
con tal que los sonidos sigan siendo distintos unos de otros. Así, en francés, el uso general de la
r uvular (grasseyé) no impide a muchas personas usar la r ápicoalveolar (roulé); la lengua no
queda por eso dañada; la lengua no pide más que la diferencia, y sólo exige, contra lo que se
podría pensar, que el sonido tenga una cualidad invariable. Hasta puedo pronunciar la r france-
sa como la ch alemana de Bach, doch [= j española de reloj, boj], mientras que un alemán (que tie-
ne también la r uvular) no podría emplear la ch como r, porque la lengua reconoce los dos ele-
mentos y debe distinguirlos. Lo mismo, en ruso, no habría margen para una t junto a una t’ (t
mojada, de contacto amplio), porque el resultado sería el confundir dos sonidos diferentes para
la lengua (cfr. govorit’ ‘hablar’ y govorit ‘él habla’), pero en cambio habrá una libertad mayor del
lado de la th (t aspirada), porque este sonido no está previsto en el sistema de los fonemas del
ruso.
Como idéntico estado de cosas se comprueba en ese otro sistema de signos que es la es-
critura, lo tomaremos como término de comparación para aclarar toda esta cuestión. De hecho:
1°, los signos de la escritura son arbitrarios; ninguna conexión, por ejemplo, hay entre la
letra t y el sonido que designa.
2°, el valor de las letras es puramente negativo y diferencial; así una misma persona pue -
de escribir la t con variantes tales como

Lo único esencial es que ese signo no se confunda en


su escritura con el de la l, de la d, etc.
3°, los valores de la escritura no funcionan más
que por su oposición recíproca en el seno de un siste-
ma definido, compuesto de un número determinado
de letras. Este carácter, sin ser idéntico al segundo, está ligado a él estrechamente, porque am-
bos dependen del primero. Siendo el signo gráfico arbitrario, poco importa su forma, o, mejor,
sólo tiene importancia en los límites impuestos por el sistema.
4°, el medio de producción del signo es totalmente indiferente, porque no interesa al sis-
tema (eso se deduce también de la primera característica). Escribamos las letras en blanco o en
negro, en hueco o en relieve, con una pluma o con unas tijeras, eso no tiene importancia para
la significación.

4.4. El signo considerado en su totalidad


Todo lo anterior equivale a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Es más: una di-
ferencia supone en general unos términos positivos entre los que se establece; pero en la lengua
no hay más que diferencias sin términos positivos. Ya se considere el significado o el significante, la
lengua no implica ni ideas ni sonidos que preexistan al sistema lingüístico, sino sólo diferencias
conceptuales y diferencias fónicas nacidas de ese sistema. Lo que de idea o de materia fónica hay
25

en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor en los demás signos. La prueba es que
el valor de un término puede modificarse sin tocar para nada ni su sentido ni sus sonidos, sino
solamente por el hecho de que tal otro término vecino a sufrido una modificación.
Pero decir que todo es negativo en la lengua, sólo es cierto del significado y del significante
tomados por separado: si se considera el signo en su totalidad, nos encontramos en presencia de
una cosa positiva en su orden. Un sistema lingüístico es una serie de diferencias de sonidos com-
binadas con una serie de diferencias de ideas; pero este enfrentamiento de cierto número de sig-
nos acústicos con otros tantos cortes hechos en la masa del pensamiento, engendra un sistema
de valores; y es ese sistema el que constituye el vínculo efectivo entre los elementos fónicos y
psíquicos en el interior de cada signo. Aunque el significado y el significante, considerados por
separado, sean puramente diferenciales y negativos, su combinación es un hecho positivo; es, in-
cluso, la única especie de hechos que implica la lengua, puesto que lo propio de la institución lin-
güística es precisamente mantener el paralelismo entre esos dos órdenes de diferencias.
Ciertos hechos diacrónicos son muy característicos a este respecto: son los innumerables
casos en que la alteración del significante conduce a la alteración de la idea y donde se ve que, en
principio, la suma de las ideas distinguidas corresponde a la suma de los signos distintivos. Cuan-
do dos términos se confunden por alteración fónica (por ejemplo, décrépit = decrepitus y décrépi de
crispus), las ideas tenderán a confundirse también, a poco que se presten a ello. ¿Qué se diferen-
cia un término (por ejemplo chaise y chaire)? Infaliblemente la diferencia que acaba de nacer ten-
derá a volverse significativa, sin conseguirlo siempre ni tampoco a la primera. Y a la inversa,
toda diferencia ideal percibida por el espíritu tiende a expresarse por significantes distintos, y
dos ideas que el espíritu ya no distingue tienden a confundirse en el mismo significante.
Si comparamos entre sí los signos —términos positivos— ya no puede hablarse de dife-
rencia; la expresión sería impropia, porque no se aplica bien más que a la comparación de dos
imágenes acústicas, pro ejemplo père [padre] y mère [madre], o la de dos ideas, por ejemplo, la
idea “padre” y la idea “madre”; dos signos, cada uno de los cuales implica un significado y un
significante, no son diferentes, son solamente distintos. Entre ellos no hay más que oposición.
Todo el mecanismo del lenguaje, de que trataremos luego, descansa sobre oposiciones de este
género y sobre las diferencias fónicas conceptuales que implican.
Lo que es cierto sobre el valor es cierto también sobre la unidad. Es un fragmento de cadena
hablada que corresponde a cierto concepto; uno y otro son de naturaleza puramente diferencial.
Aplicado a la unidad, el principio de diferenciación puede formularse así: los caracteres de
la unidad se confunden con la unidad misma. En la lengua, como en cualquier sistema semiológico,
lo que distingue a un signo es todo lo que lo constituye. La diferencia es la que hace el carácter,
como hace también el valor y la unidad.
Otra consecuencia, bastante paradójica, de ese mismo principio: lo que comúnmente se
denomina un “hecho de gramática” responde en última instancia al a definición de la unidad,
porque siempre expresa una oposición de términos; sólo que esta oposición resulta particular-
mente significativa, por ejemplo, la formación del plural alemán del tipo Nacht: Nächte. Cada
uno de los términos que se presentan en el hecho gramatical (el singular sin umlaut y sin e fi-
nal, opuesto al plural con umlaut y -e) está constituido por todo un juego de oposiciones en el
seno del sistema; considerados aisladamente, ni Nacht ni Nächte son nada: todo es, por tanto,
oposición. Dicho de otro modo, se puede expresar la relación Nacht : Nächte por una fórmula al-
gebraica a/b, donde a y b no son términos simples, sino que cada uno de ellos resulta de un
conjunto de relaciones. La lengua es, por así decir, un álgebra que no tendría más que términos
complejos. Entre las oposiciones que comprende las hay que son más significativas que otras;
26

pero unidad y hecho de gramática no son más que nombres diferentes para designar aspectos
diversos de un mismo hecho general: el juego de las oposiciones lingüísticas. Esto es tan cierto
que muy bien podríamos abordar el problema de las unidades comenzando por los hechos de
gramática. Planteando una oposición tal como Nacht : Nächte, nos preguntaríamos cuáles son
las unidades que entran en esta oposición. ¿Son esas dos palabras sólo o toda la serie de pala-
bras similares?, ¿o bien a y ä?, ¿o todos los singulares y todos los plurales?, etc.
Unidad y hecho de gramática no se confundirían si los signos lingüísticos estuvieran
constituidos por otra cosa que diferencias. Pero por ser la lengua lo que es, desde cualquier
lado que se la aborde no se encontrará en ella nada simple; en todas partes y siempre ese mis -
mo equilibrio complejo de términos que se condicionan recíprocamente. Dicho en otras pala -
bras, la lengua es una forma y no una substancia. Nunca nos percataremos bastante de esta ver-
dad, porque todos los errores de nuestra terminología, todas nuestras formas incorrectas de
designar las cosas de la lengua provienen de la suposición involuntaria de que hay una sustan -
cia en el fenómeno lingüístico.

5. Relaciones sintagmáticas y relaciones asociativas

5.1. Definiciones
Así, pues, en un estado de lengua todo se basa en relaciones; ¿y cómo funcionan esas re -
laciones?
Las relaciones y las diferencias entre términos se despliegan en dos esferas distintas,
cada una generadora de cierto orden de valores; la oposición entre esos dos órdenes nos hace
comprender mejor la naturaleza de cada uno. Ellos corresponden a dos formas de nuestra acti-
vidad mental, ambos indispensables a la vida de la lengua.
De un lado, en el discurso, las palabras contraen entre sí, en virtud de su encadenamien-
to, relaciones fundadas en el carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de pronun-
ciar dos elementos a la vez. Los elementos se alinean uno tras otro en la cadena del habla. Estas
combinaciones que se apoyan en la extensión se pueden llamar sintagmas.8 El sintagma se com-
pone siempre, pues, de dos o más unidades consecutivas (por ejemplo: re-leer; contra todos; la
vida humana; Dios es bueno; si hace buen tiempo, saldremos, etc.). Colocado en un sintagma, un tér-
mino sólo adquiere su valor porque se opone al que le precede o al que le sigue o a ambos.
Por otra parte, fuera del discurso, las palabras que ofrecen algo en común se asocian en
la memoria, y así se forman grupos en el seno de los cuales reinan relaciones muy diversas. Así
la palabra francesa enseignement, o la española enseñanza, hará surgir inconscientemente en el
espíritu un montón de otras palabras (enseigner, renseigner, etc., o bien armement, changement,
etc., o bien éducation, apprentissage);9 por un lado o por otro, todas tienen algo de común.
Ya se ve que estas coordinaciones son de muy distinta especie que las primeras. Ya no se
basan en la extensión; su sede está en el cerebro, y forman parte de ese tesoro interior que
constituye la lengua de cada individuo. Las llamaremos relaciones asociativas.

8
Casi es inútil hacer observar que el estudio de los sintagmas no se confunde con la sintaxis; la sintaxis,
como se verá luego, no es más que una parte de este estudio. (B. y S.)
9
[Si se toma la palabra española enseñanza, las palabras asociadas serán enseñar, o bien templanza, espe-
ranza, etc., o bien educación, aprendizaje, etc. A. A.]
27

La conexión sintagmática es in præsentia; se apoya en dos o más términos igualmente


presentes en una serie efectiva. Por el contrario, la conexión asociativa une términos in absen-
tia en una serie mnemónica virtual.
Desde este doble punto de vista una unidad lingüística es comparable a una parte deter-
minada de un edificio, una columna por ejemplo; la columna se halla, por un lado, en cierta re-
lación con el arquitrabe que sostiene; esta disposición de dos unidades igualmente presentes
en el espacio hace pensar en la relación sintagmática; por otro lado, si la columna es de orden
dórico, evoca la comparación mental con los otros órdenes (jónico, corintio, etc.), que son ele-
mentos no presentes en el espacio: la relación es asociativa.
Cada uno de estos dos órdenes de coordinación exige ciertas observaciones particulares.

5.2. Relaciones sintagmáticas


Nuestros ejemplos ya dan a entender que la noción de sintagma no sólo se aplica a las pa-
labras, sino también a los grupos de palabras, a las unidades complejas de toda dimensión y de
toda especie (palabras compuestas, derivadas, miembros de oración, oraciones enteras).
No basta considerar la relación que une las diversas partes de un sintagma (por ejemplo
contra y todos en contra todos, contra y maestre en contramaestre); hace falta también tener en
cuenta la relación que enlaza la totalidad con sus partes (por ejemplo, contra todos opuesto de
un lado a contra y de otro a todos, o contramaestre opuesto a contra y a maestre).
Aquí se podría hacer una objeción. La oración es el tipo del sintagma por excelencia.
Pero la oración pertenece al habla, no a la lengua; ¿no se sigue de aquí que el sintagma perte -
nece al habla? No lo creemos así. Lo propio del habla es la libertad de combinaciones; hay,
pues, que preguntarse si todos los sintagmas son igualmente libres.
Hay, primero, un gran número de expresiones que pertenecen a la lengua; son las frases
hechas, en las que el uso veda cambiar nada, aun cuando sea posible distinguir, por la refle -
xión, diferentes partes significativas (cfr. francés à quoi bon?, allons donc!, etc.).10 Y, aunque en
menor grado, lo mismo se puede decir de expresiones como prendre la mouche, forcer la main à
quelqu’un, rompre une lance, o también avoir mal à (la tête, etc.), à force de (soins, etc.), que vous en-
semble?, pas n’est besoin de…, etc.,11 cuyo carácter usual depende de las particularidades de su
significación o de su sintaxis.
Estos giros no se pueden improvisar; la tradición los suministra. Se pueden también citar
las palabras que, aun prestándose perfectamente al análisis, se caracterizan por alguna anoma-
lía morfológica mantenida por la sola fuerza del uso (cfr. en francés difficulté frente a facilité,
etc., mourrai frente a dormirai, etc.).12
Y no es esto todo: hay que atribuir a la lengua, no al habla, todos los tipos de sintagmas
construidos sobre formas regulares. En efecto, como nada hay de abstracto en la lengua, esos
tipos sólo existen cuando la lengua ha registrado un número suficientemente grande de sus es-
pecímenes. Cuando una palabra como fr. indécorable o esp. ingraduable surge en el habla, supone
un tipo determinado, y este tipo a su vez sólo es posible por el recuerdo de un número suficien -
te de palabras similares que pertenecen a la lengua (imperdonable, intolerable, infatigable, etc.).

10
[En español tienen esta condición frases como ¡Vamos, hombre!, arg. ¡salí de ahí! como negativa en opo-
sición al interlocutor; ¿y a ti qué?, etc. A. A.]
11
[Frases de carácter equivalente en español: ganar de mano, arg. pisar el poncho, romper una lanza, a fuer-
za de (cuidados, etc.), no hay por qué (hacer tal cosa), soltar la mosca (‘dar dinero a pesar de la resistencia
o repugnancia’). A. A.]
12
[En español querré frente a moriré, dificultad frente a facilidad. A. A.]
28

Exactamente lo mismo pasa con las oraciones y grupos de palabras establecidas sobre patrones
regulares; combinaciones como la tierra gira, ¿qué te ha dicho?, responden a tipos generales que
a su vez tienen su base en la lengua en forma de recuerdos concretos.
Pero hay que reconocer que en el dominio del sintagma no hay límite señalado entre el
hecho de lengua, testimonio del uso colectivo, y el hecho de habla, que depende de la libertad
individual. En muchos casos es difícil clasificar una combinación de unidades, porque un factor
y otro han concurrido para producirlo y en una proporción imposible de determinar.

5.3. Relaciones asociativas


Los grupos formados por asociación mental no se limitan a relacionar los dominios que
presentan algo de común; el espíritu capta también la naturaleza de las relaciones que los atan
en cada caso y crea con ello tantas series asociativas como relaciones diversas haya. Así en en-
seignement, enseigner, enseignons, etc. (enseñanza, enseñar, enseñemos), hay un elemento común
a todos los términos, el radical; pero la palabra enseignement (o enseñanza) se puede hallar im-
plicada en una serie basada en otro elemento común, el sufijo (cfr. enseignement, armement,
changement, etc.; enseñanza, templanza, esperanza, tardanza, etc.); la asociación puede basarse
también en la mera analogía de los significados (enseñanza, instrucción, aprendizaje, educa-
ción, etc.), o, al contrario, en la simple comunidad de las imágenes acústicas (por ejemplo, ense-
ignement y justement, o bien enseñanza y lanza).13 Por consiguiente, tan pronto hay comunidad
doble del sentido y de la forma, como comunidad de forma o de sentido solamente. Una pala-
bra cualquiera puede siempre evocar todo lo que sea susceptible de estarle asociado de un
modo o de otro.

Mientras que un sintagma evoca en seguida la idea de un orden de sucesión y de un nú -


mero determinado de elementos, los términos de una familia asociativa no se presentan ni en
número definido ni en un orden determinado. Si asociamos dese-oso, calur-oso, temer-oso, etc.,
nos sería imposible decir de antemano cuál será el número de palabras sugeridas por la memo -
13
Este último caso es raro y puede pasar por anormal, pues el espíritu descarta naturalmente las aso -
ciaciones capaces de turbar la inteligencia del discurso; pero su existencia está probada por una cate-
goría inferior de juegos de palabras que reposa en las confusiones absurdas que pueden consultar de
la homonimia pura y simple, como cuando se dice en francés: “Les musiciens produisent les sons et
les grainetiers les vendent.” Este caso debe distinguirse de aquel en que una asociación, siendo for -
tuita, puede basarse a un tiempo en un acercamiento de ideas (cf. francés, ergot : ergoter, alem. blau :
durchbläuen ‘moler a palos’, [esp. señor : señero, migaja : miaja (* medalia), terror : aterrar)]; se trata aquí
de una interpretación nueva de uno de los términos de la pareja; éstos son casos de etimología popu-
lar; el hecho es interesante para la evolución semántica, pero desde el punto de vista sincrónico cae
simplemente en la categoría enseigner : enseignement, arriba mencionados.
29

ria ni en qué orden aparecerán. Un término dado es como el centro de una constelación, el
punto donde convergen otros términos coordinados cuya suma es indefinida.
Sin embargo, de estos dos caracteres de la serie asociativa, orden indeterminado y núme-
ro indefinido, sólo el primero se cumple siempre; el segundo puede faltar. Es lo que ocurre en
un tipo característico de este género de agrupaciones, los paradigmas de la flexión. En latín, en
dominus, domini, domino, etc., tenemos ciertamente un grupo asociativo formado por un ele-
mento común, el tema nominal domin-; pero la serie no es indefinida como la de enseignement,
changement, etc.; el número de casos es determinado; por el contrario, su sucesión no está orde-
nada espacialmente, y si los gramáticos los agrupan de un modo y no de otro es por un acto pu-
ramente arbitrario; para la conciencia de los sujetos hablantes el nominativo no es de modo al-
guno el primer caso de la declinación, y los términos podrán surgir, según la ocasión, en tal o
cual orden.

6. La lingüística estática y la lingüística evolutiva

6.1. Dualidad interna de todas las ciencias que operan con valores
Pocos lingüistas sospechan que la intervención del factor tiempo puede crear dificultades
particulares a la lingüística, y que coloca a su ciencia ante dos caminos absolutamente divergentes.
La mayoría de las demás ciencias ignoran esta dualidad radical: el tiempo no produce en
ellas efectos particulares. La astronomía ha comprobado que los astros sufren notables cam-
bios, pero no se ha visto obligada por eso a escindirse en dos disciplinas. La geología razona
casi constantemente sobre sucesiones, pero cuando se ocupa de los estados fijos de la tierra no
convierte a éstos en un objeto de estudio radicalmente distinto. Hay una ciencia descriptiva del
derecho y una historia del derecho y nadie las ha opuesto entre sí. La historia política de los Es-
tados se mueve por entero en el tiempo, pero si presenta el cuadro de una época, no tenemos la
impresión de haber salido de la historia. Inversamente, la ciencia de las instituciones políticas
es esencialmente descriptiva, pero está capacitada para tratar, en ocasiones, una cuestión his-
tórica sin que su unidad se vea alterada.
En cambio la dualidad de la que hablamos se impone imperiosamente en las ciencias eco-
nómicas. Aquí, en oposición a lo que ocurría en los casos precedentes, la economía política y la
historia económica constituyen dos disciplinas netamente separadas en el seno de una misma
ciencia; las obras recientemente aparecidas sobre estas materias acentúan dicha distinción. Pro-
cediendo de esta manera se obedece, sin advertirlo muy bien, a una necesidad interna; y es una
necesidad muy similar la que nos obliga a escindir la lingüística en dos partes, cada una con su
propio principio. Es que aquí como en la economía política, es-
tamos ante la noción de valor; en ambas ciencias se trata de un
sistema de equivalencia entre dos cosas de órdenes diferentes,
en una un trabajo y un salario, en otra un significado y un signi-
ficante.
Por cierto, todas las ciencias encontrarían de interés
una delimitación más escrupulosa de los ejes en los que se
sitúan las cosas de que se ocupan; en todas habría que distin-
guir según la siguiente figura:
30

1, el eje de las simultaneidades (AB), que concierne a las relaciones entre las cosas co -
existentes, donde está excluida toda intervención del tiempo; 2, el eje de las sucesiones (CD),
sobre el que nunca se puede considerar más que una cosa por vez, pero donde están situadas
todas las cosas del primer eje con sus cambios.
Para las ciencias que trabajan con valores, esta distinción es una necesidad práctica, y en
ciertos casos una necesidad absoluta. En este dominio se puede desafiar a los sabios a que orga-
nicen sus investigaciones de manera rigurosa sin tener en cuenta los dos ejes, sin distinguir en-
tre el sistema de valores considerados en sí y esos mismos valores considerados en función del
tiempo.
Esta distinción se impone al lingüista aún más imperiosamente, pues la lengua es un sis -
tema de puros valores que nada determina fuera del estado momentáneo de sus términos.
Mientras el valor tiene, por uno de sus lados, su raíz en las cosas y en sus relaciones naturales
(como es el caso de la ciencia económica —por ejemplo, un terreno vale en proporción a lo que
produce), hasta cierto punto se puede seguir ese valor en el tiempo, sin olvidar que en cada
momento depende de un sistema de valores contemporáneos. Su vínculo con las cosas le da a
pesar de todo una base natural, y por eso las apreciaciones que inspire nunca son completa-
mente arbitrarias: su variabilidad es limitada. Pero acabamos de ver que en lingüística los da-
tos naturales no tienen puesto alguno.
Agreguemos que cuanto más complejo y rigurosamente organizado es un sistema de va-
lores, más necesario se hace, a causa de su misma complejidad, estudiarlo sucesivamente según
los dos ejes. Ahora bien, ningún sistema posee este carácter en igual medida que la lengua: en
ninguna parte se asiste a una precisión similar de los valores en juego, a un número tan grande
y de tal diversidad de términos en una dependencia recíproca tan estrecha. La multiplicidad de
signos, ya invocada para explicar la continuidad de la lengua, nos prohíbe en absoluto estudiar
simultáneamente las relaciones en el tiempo y las relaciones en el sistema.
He aquí por qué distinguimos dos lingüísticas. ¿Cómo las designaremos? Los términos
que se ofrecen no son igualmente adecuados para señalar esta distinción. Así, no podemos uti -
lizar historia y “lingüística histórica”, pues suscitan ideas demasiado vagas; como la historia
política comprende tanto la descripción de las épocas como la narración de los acontecimien -
tos, se podría imaginar que al describir estados de lengua sucesivos se estudia la lengua según
el eje del tiempo; por eso, habría que enfocar separadamente los fenómenos que hacen pasar a
la lengua de un estado a otro. Los términos evolución y lingüística evolutiva son más precisos,
y los emplearemos a menudo; por oposición, se puede hablar de la ciencia de los estados de
lengua o lingüística estática.
Pero para enmarcar mejor esta oposición y este cruzamiento de dos órdenes de fenóme-
nos relativos al mismo objeto, preferimos hablar de lingüística sincrónica y lingüística diacró-
nica. Es sincrónico todo lo que se refiere al aspecto estático de nuestra ciencia, y diacrónico
todo lo que tiene que ver con las evoluciones. De manera similar, sincronía y diacronía desig-
narán respectivamente un estado de lengua y una fase de evolución.

6.2. Las dos lingüísticas opuestas en sus métodos y en sus principios


La oposición entre lo diacrónico y lo sincrónico resalta en todos los puntos.
Por ejemplo —y para comenzar con el hecho más evidente—, no tienen igual importan-
cia. En este punto, es obvio que el aspecto sincrónico es predominante, ya que para la masa ha-
blante es la verdadera y única realidad. Es lo mismo para la lingüística: si se coloca en la
perspectiva diacrónica, ya no es la lengua lo que percibe, sino una serie de acontecimientos
31

que la modifican. Se afirma a menudo que no hay nada más importante que conocer la génesis
de un estado dado, esto es verdad en cierto sentido: las condiciones que han formado ese esta -
do nos ilustran sobre su verdadera naturaleza y nos libran de caer en ciertas ilusiones; pero
justamente esto prueba que la diacronía no tiene su fin en sí misma. De ella se puede decir lo
que se ha dicho del periodismo: que lleva a todas partes a condición de abandonarlo.
Los métodos de cada orden también difieren, y de dos maneras:
a) La sincronía no conoce más que una perspectiva, la de los sujetos hablantes. Y todo su
método consiste en reconocer su testimonio; para saber en qué medida una cosa es
una realidad, será preciso y bastará averiguar en qué medida existe para la conciencia
de los sujetos. La lingüística diacrónica, en cambio, debe distinguir dos perspectivas:
una, prospectiva, que siga el curso del tiempo y otra retrospectiva, que lo remonte: de
ahí un desdoblamiento del método. […]
b) Una segunda diferencia deriva de los límites del campo que abarca cada una de las dos
disciplinas. El estudio sincrónico no tiene por objeto todo lo que sea simultáneo, sino
sólo el conjunto de hechos correspondientes a cada lengua; en la medida en que fuere
necesario, la separación llegará hasta los dialectos y subdialectos. En el fondo no es
bastante preciso el término sincrónico; habría que remplazarlo por idiosincrónico, un
poco largo, es cierto. En cambio la lingüística diacrónica no sólo no necesita, sino que
rechaza una especialización semejante; los términos que considera no perteneces for-
zosamente a una misma lengua (compárese el indoeuropeo *esti, el griego ésti, el ale-
mán ist, el francés est). Justamente la sucesión de hechos diacrónicos y su multiplica-
ción espacial crea la diversidad de idiomas. Para multiplicar una comparación entre
dos formas, basta que ellas tengan entre sí un vínculo histórico, por indirecto que sea.

Estas opciones no son las más notables, ni las más profundas: la antinomia radica entre
el hecho evolutivo y el hecho estático tiene como consecuencia que todas las nociones relativas
al uno o al otro sean en la misma medidas irreductibles entre sí. Cualquiera de esas nociones
puede servir para demostrar esta verdad. Así es como el “fenómeno” sincrónico no tiene nada
en común con el diacrónico; uno es una relación entre elementos simultáneos, el otro la susti-
tución de un elemento por otro en el tiempo, un acontecimiento. Veremos también que las
identidades diacrónicas y sincrónicas son dos cosas muy diferentes: históricamente, en francés
la negación pas es idéntica al sustantivo pas (paso), mientras que, considerados de la lengua de
hoy, estos elementos son perfectamente distintos. Estas comprobaciones bastarían para hacer-
nos comprender la necesidad de no confundir los dos puntos de vista […].

6.3. Conclusiones
De esta manera, la lingüística se encuentra aquí ante su segunda bifurcación. Primero
debimos elegir entre la lengua y el habla; ahora nos hallamos en la encrucijada de rutas que
conducen una a la diacronía, otra a la sincronía.
Contando con este doble principio de clasificación, podemos agregar que todo lo que es
diacrónico en la lengua no lo es sino por el habla. Es en el habla donde se encuentra el germen de
todos los cambios: cada uno de ellos se inicia primero en cierto número de individuos antes de
incorporarse al uso. El alemán moderno dice: ich war, wir waren, mientras que el antiguo ale-
mán, hasta el siglo XIV, conjugaba: ich was, wir waren (el inglés dice todavía: I was, we were).
¿Cómo se ha efectuado esta sustitución de was por war? Algunas personas, influidas por waren,
han creado war, por analogía; se trataba de un hecho de habla; esta forma, repetida a menudo y
32

aceptada por la comunidad, se ha convertido en un hecho de lengua. Pero no todas las innova -
ciones del habla tienen el mismo éxito, y mientras sigan siendo individuales, no es preciso te -
nerlas en cuenta, pues lo que estudiamos es la lengua; sólo entran en nuestro tiempo de obser -
vación en el momento en que la colectividad las acoge. Un hecho de evolución siempre está
precedido por un hecho, o más bien por una multitud de hechos similares en la esfera del ha -
bla; esto no invalida la distinción ya establecida, más bien la confirma, ya que en la historia de
la innovación hay siempre dos momentos distintos: 1º aquel en que surge en los individuos; 2º
aquel en el que se convierte en hecho de lengua, exteriormente idéntico, pero adoptado por la
colectividad.
El cuadro siguiente indica la forma racional que debe adoptar el estudio lingüístico:

Es preciso reconocer que la forma teórica e ideal de una ciencia no es siempre la que le
imponen las exigencias de la práctica. Esas exigencias son, en lingüística, más imperiosas que
en cualquier otra parte y excusan, en alguna medida, la confusión que reina actualmente en es-
tos estudios. Aunque se admitieran definitivamente las distinciones aquí establecidas, quizá no
se podría imponer, en nombre de ese ideal, una orientación precisa a las investigaciones.
Por ejemplo, en el estudio sincrónico del francés antiguo el lingüista opera con hechos y
principios que nada tienen en común con los que le permitirían descubrir la historia de esta
misma lengua, desde el siglo XIII al XX; en cambio son comparables a los que revelarían la des-
cripción de una lengua bantú de la actualidad, del griego ático en el año cuatrocientos antes de
Cristo o del francés de hoy. Es que esas diversas exposiciones se basan en relaciones similares;
si cada idioma forma un sistema cerrado, todos suponen ciertos principios constantes, que rea-
parecen al pasar de uno a otro, porque permanecemos dentro del mismo orden. Lo mismo ocu -
rre en el estudio histórico: recórrese un período determinado del francés (por ejemplo, entre
los siglos XIII y XX), o un período del javanés, o de cualquier otra lengua; en otras partes se
opera sobre hechos similares que bastaría comparar para establecer las verdades generales del
orden diacrónico. Lo ideal sería que cada estudioso se consagrara a una u otra de esas investi -
gaciones y abarcara la mayor cantidad posible de hechos en ese orden; pero es muy difícil po-
seer científicamente lenguas tan diferentes. Por otra parte, cada lengua forma prácticamente
una unidad de estudio, y por la fuerza de las cosas nos vemos llevados a considerarla alternati-
vamente desde el punto de vista estático o histórico. Pero a pesar de todo, nunca hay que olvi-
dar que en teoría esta unidad es superficial, mientras que la disparidad de idiomas oculta una
unidad profunda. Aunque en el estudio de una lengua la observación se desplace de uno a otro
aspecto, es necesario a toda costa situar cada hecho en su esfera y no confundir los métodos.
Las dos partes de la lingüística, así delimitadas, constituirán sucesivamente el objeto de
nuestro estudio.
La lingüística sincrónica se ocupará de las relaciones lógicas y psicológicas que vincu-
lan términos coexistentes y que forman sistema, tales como los percibe la misma conciencia
colectiva.
La lingüística diacrónica estudiará en cambio las relaciones que ligan términos sucesi-
vos no percibidos por una misma conciencia colectiva, y que se constituyen unos a otros sin
formar sistema entre sí.
33

Émile Benveniste
Semiología de la lengua
En Problemas de lingüística general II, capítulo 3, Buenos Aires,
Siglo XXI, 1999. (1ª ed.: Semiotica, La Haya, Mouton, 1969)1

La semiología tendrá mucho que hacer sólo


para ver dónde acaba su dominio.
Ferdinand de Saussure2

I
Desde que aquellos dos genios antitéticos que fueron Peirce y Saussure concibieron, des-
conociéndose por completo y más o menos al mismo tiempo, 3 la posibilidad de una ciencia de
los signos, y laboraron para instaurarla, surgió un gran problema, que aún no ha recibido for-
ma precisa y ni siquiera ha sido planteado con claridad, en la confusión que impera en este
campo: ¿cuál es el puesto de la lengua entre los sistemas de signos?
Peirce, volviendo con la forma semeiotic a la denominación σημειωτική ( ( semeiotiké) que
John Locke aplicaba a una ciencia de los signos y de las significaciones a partir de la lógica con -
cebida, por su parte, como ciencia del lenguaje, se dedicó toda la vida a la elaboración de este
concepto. Una masa enorme de notas atestigua su esfuerzo obstinado de analizar en el marco
semiótico las nociones lógicas, matemáticas, físicas, y hasta psicológicas y religiosas. Llevada
adelante durante una vida entera, esta reflexión se construyó un aparato cada vez más comple-
to de definiciones destinadas a distribuir la totalidad de lo real, de lo concebido y de lo vivido
en los diferentes órdenes de signos. Para construir esta “álgebra universal de las relaciones”,
Peirce estableció una división triple de los signos en íconos, indicios y símbolos, que es punto
más o menos lo que se conserva hoy en día de la inmensa arquitectura lógica que subtiende.
Por lo que concierne a la lengua, Peirce no formula nada preciso ni especifico. Para él la
lengua está en todas partes y en ninguna. Jamás se interesó en el funcionamiento de la lengua,
si es que llegó a prestarle atención. Para él la lengua se reduce a las palabras, que son por cier -
to signos, pero no participan de una categoría distinta o siquiera de una especie constante. Las
palabras pertenecen, en su mayoría, a los “símbolos”; algunas son “indicios”, por ejemplo los
pronombres demostrativos, y a este título son clasificadas con los gestos correspondientes, así
el gesto de señalar. Así que Peirce no tiene para nada en cuenta el hecho de que semejante ges-
1
Se han suprimido algunas notas al pie de la versión original.
2
Nota manuscrita publicada en los Cahiers Ferdinand de Saussure, 15 (1957), p. 19.
3
Charles S. Peirce (1839-1914); Ferdinand de Saussure (1857-1913).
34

to sea universalmente comprendido, en tanto que el demostrativo forma parte de un sistema


particular de signos orales, la lengua, y de un sistema particular de lengua, el idioma. Además,
la misma palabra puede aparecer en distintas variedades de “signo”: como cualisigno, como
sinsigno, como legisigno. No se ve, pues, cuál sería la utilidad operativa de semejantes distin-
ciones ni en qué ayudarían al lingüista a construir la semiología de la lengua como sistema. La
dificultad que impide toda aplicación particular de los conceptos peircianos, fuera de la tripar -
tición bien conocida, pero que no deja de ser un marco demasiado general, es que en definitiva
el signo es puesto en la base del universo entero, y que funciona a la vez como principio de de-
finición para cada elemento y como principio de explicación para todo conjunto, abstracto o
concreto. El hombre entero es un signo, su pensamiento es un signo, su emoción es un signo.
Pero a fin de cuentas estos signos, ¿de qué podrían ser signos que no fuera signo? ¿Daremos
con el punto fijo donde amarrar la primera relación de signo? El edificio semiótico que cons-
truye Peirce no puede incluirse a sí mismo en su definición. Para que la noción de signo no
quede abolida en esta multiplicación al infinito, es preciso que en algún sitio admita el univer-
so una diferencia entre el signo y lo significado. Hace falta, pues, que todo signo sea tomado y
comprendido en un sistema de signos. Ahí está la condición de la significancia. Se seguirá,
contra Peirce, que todos los signos no pueden funcionar idénticamente ni participar de un sis-
tema único. Habrá que constituir varios sistemas de signos, y entre esos sistemas explicitar una
relación de diferencia y de analogía.
Es aquí donde Saussure se presenta, de plano, tanto en la metodología como en la prácti-
ca, en el polo opuesto de Peirce. En Saussure la reflexión procede a partir de la lengua y la
toma como objeto exclusivo. La lengua es considerada en sí misma, a la lingüística se le asigna
una triple tarea: 1) describir en sincronía y diacronía todas las lenguas conocidas; 2) deslindar
las leyes generales que actúan en las lenguas; 3) delimitarse y definirse a sí misma. 4
Programa en el cual no se ha observado que, bajo sus aires racionales, trasunta algo raro,
que constituye precisamente su fuerza y su audacia. La lingüística tendrá pues por objeto, en
tercer lugar, definirse a sí misma. Esta tarea, si se acepta comprenderla plenamente, absorbe a
las otras dos y, en un sentido, las destruye. ¿Cómo puede la lingüística delimitarse y definirse a
sí misma, si no es delimitando y definiendo su objeto propio, la lengua? Pero ¿puede entonces
desempeñar sus otras dos tareas, designadas como las dos primeras que le incumbe ejecutar, la
descripción y la historia de las lenguas? ¿Cómo podría la lingüística buscar las fuerzas que in-
tervienen de manera permanente y universal en todas las lenguas y deslindar las leyes genera -
les a las que pueden reducirse todos los fenómenos particulares de la historia, si no se ha em-
pezado por definir los poderes y los recursos de la lingüística, es decir, cómo capta el lenguaje,
y así la naturaleza y los caracteres propios de esta entidad que es la lengua? Todo se interrela-
ciona en esta exigencia y el lingüista no puede mantener una de sus tareas aparte de las demás
ni asumir ninguna hasta el fin si no tiene por principio de cuentas conciencia de la singulari -
dad de la lengua entre todos los objetos de la ciencia. En esta toma de conciencia reside la con -
dición previa a todo otro itinerario activo y cognitivo de la lingüística, y lejos de estar en el
mismo plano que las otras dos y de suponerlas cumplidas, esta tercera tarea —“delimitarse y
definirse a sí misma”—, da a la lingüística la misión de trascenderlas hasta el punto de suspen-
der su consumación por mor de su consumación propia. Ahí está la gran novedad del programa
saussuriano. La lectura del Cours confirma fácilmente que para Saussure una lingüística sólo es
posible con esta condición: conocerse al fin descubriendo su objeto.

4
F. de Saussure, Cours de linguistique générale (abreviado C. L .G.), 4ª ed., p. 216.
35

Todo procede entonces de esta pregunta: “¿Cuál es el objeto a la vez íntegro y concreto
de la lingüística?”,5 y la primera misión aspira a echar por tierra todas las respuestas anterio-
res: “de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece entero el objeto
de la lingüística”.6 Desbrozado así el terreno, Saussure plantea la primera exigencia metódica:
hay que separar la lengua del lenguaje. ¿Por qué? Meditemos las pocas líneas en donde se des-
lizan, furtivos, los conceptos esenciales:

Tomado en su conjunto, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes do -


minios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, pertenece además al dominio individual y al
dominio social, no se deja clasificar en ninguna de las categorías de los hechos humanos,
porque no se sabe cómo desembrollar su unidad.
La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En cuanto
le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, introducimos un orden natural en
un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación. 7

La preocupación de Saussure es descubrir el principio de unidad que domina la multipli -


cidad de los aspectos con que nos aparece el lenguaje. Sólo este principio permitirá clasificar
los hechos de lenguaje entre los hechos humanos. La reducción del lenguaje a la lengua satisfa-
ce esta doble condición: permite plantear la lengua como principio de unidad y, a la vez, en -
contrar el lugar de la lengua entre los hechos humanos. Principio de la unidad, principio de
clasificación —aquí están introducidos los dos conceptos que por su parte introducirán la se-
miología—.
Uno y otro son necesarios para fundar la lingüística como ciencia: no se concebiría una
ciencia incierta acerca de su objeto, indecisa sobre su pertenencia. Pero mucho más allá de este
cuidado de rigor está en juego el estatuto propio del conjunto de los hechos humanos.
Tampoco aquí se ha notado bastante la novedad del camino saussuriano. No es cosa de
decidir si la lingüística está más cerca de la psicología o de la sociología, ni de hallarle un lugar
en el seno de las disciplinas existentes. El problema es planteado en otro nivel, y en términos
que crean sus propios conceptos.
La lingüística forma parte de una ciencia que no existe todavía, que se ocupará de los de -
más sistemas del mismo orden en el conjunto de los hechos humanos, la semiología. Hay que
citar la página que enuncia y sitúa esta relación:

La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la escritura,
al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales
militares, etc. Sólo que es el más importante de todos esos sistemas.
Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social.
Tal ciencia seria parte de la psicología social, y por consiguiente de la psicología general.
Nosotros la llamaremos semiología (del griego sēmeîon ‘signo’). Ella nos enseñará en qué
consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe,
no se puede decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la exigencia, y su lugar está
determinado de antemano. La lingüística no es más que una parte de esta ciencia general.
Las leyes que la semiología descubra serán aplicables a la lingüística, y así es como la lin -
güística se encontrará ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos hu-
manos.

5
C. L. G., p. 23 (trad. de A. Alonso).
6
C. L. G., p. 24.
7
C. L. G., p. 25.
36

Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología; 8 es tarea del lingüista defi-
nir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semio -
lógicos. Más adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por vez
primera hemos podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla
incluido en la semiología.9

Del largo comentario que pediría esta página, lo principal quedará implicado en la discu -
sión que emprendemos más adelante. Nos quedaremos nada más, a fin de realzarlos, con los
caracteres primordiales de la semiología, tal como Saussure la concibe, tal, por lo demás, como
la había reconocido mucho antes de traerla a cuento en su enseñanza. 10
La lengua se presenta en todos sus aspectos como una dualidad: institución social, es
puesta a funcionar por el individuo; discurso continuo, se compone de unidades fijas. ¿Es la
lengua su unidad y el principio de su funcionamiento? Su carácter consiste en “un sistema de
signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y la imagen acústica, y donde las dos par-
tes del signo son igualmente psíquicas”. 11 ¿Dónde halla la lengua su unidad y el principio de su
funcionamiento? En su carácter semiótico. Por él se define su naturaleza, por él también se in -
tegra a un conjunto de sistemas del mismo carácter.
Para Saussure, a diferencia de Peirce, el signo es ante todo una noción lingüística, que
más ampliamente se extiende a ciertos órdenes de hechos humanos y sociales. A eso se circuns-
cribe su dominio. Pero este dominio comprende, a más de la lengua, sistemas homólogos al de
ella. Saussure cita algunos. Todos tienen la característica de ser sistemas de signos. La lengua
es sólo el más importante de esos sistemas. ¿El más importante vistas las cosas desde dónde?
¿Sencillamente por ocupar más lugar en la vida social que no importa cuál otro sistema? Nada
permite decidir.
El pensamiento de Saussure, muy afirmativo a propósito de la relación entre la lengua y
los sistemas de signos, es menos claro acerca de la relación entre la lingüística y la semiología,
ciencia de los sistemas de signos. El destino de la lingüística será vincularse a la semiología,
que a su vez formará una parte de la psicología social y, por consiguiente, de la psicología ge -
neral. Pero hay que esperar que la semiología, ciencia que estudia “la vida de los signos en el
seno de la vida social”, esté constituida para que averigüemos “en qué consisten los signos y
cuáles son las leyes que los gobiernan”. Saussure encomienda pues a la ciencia futura la tarea
de definir el signo mismo. Con todo, elabora para la lingüística el instrumento de su semiología
propia, el signo lingüístico: “Para nosotros... el problema lingüístico es primordialmente se-
miológico, y en este hecho importante cobran significación nuestros razonamientos.” 12
Lo que vincula la lingüística a la semiología es el principio, puesto en el centro de la lin -
güística, de que el signo lingüístico es “arbitrario”. De manera general, el objeto principal de la
semiología será “el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del signo”. 13 En consecuen-
cia, en el conjunto de los sistemas de expresión, la superioridad toca a la lingüística:

8
Aquí Saussure remite a Ad. Naville, Classification des sciences, 2ª ed., p. 104.
9
C. L. G., pp. 33-34.
10
La noción y el término estaban ya en una nota manuscrita de Saussure publicada por R. Godel, Sour-
ces manuscrites, p. 46, y que data de 1894 (cf. p. 37).
11
C. L. G., p. 32.
12
C. L. G., pp. 34-35.
13
C. L. G., p. 100.
37

Se puede, pues, decir, que los signos enteramente arbitrarios son los que mejor realizan el
ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más complejo y el más extendido
de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos; en este sentido la
lingüística, puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la lengua no
sea más que un sistema particular.14

Así, sin dejar de formular netamente la idea de que la lingüística tiene una relación nece-
saria con la semiología, Saussure se abstiene de definir la naturaleza de esta relación, de no ser
a través del principio de la “arbitrariedad del signo” que gobernaría el conjunto de los sistemas
de expresión y ante todo de la lengua. La semiología como ciencia de los signos no pasa de ser
en Saussure una visión prospectiva, que en sus rasgos más precisos es modelada según la lin-
güística.
En cuanto a los sistemas que, con la lengua, participan de la semiología, Saussure se limi-
ta a citar de pasada algunos, sin siquiera agotar la lista, ya que no adelanta ningún criterio de-
limitativo: la escritura, el alfabeto de los sordomudos, los ritos simbólicos, las formas de cor-
tesía, las señales militares, etc.15
Por otro lado, habla de considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos. 16 Volvien-
do a este gran problema en el punto en que Saussure lo dejó, desearíamos insistir ante todo en
la necesidad de un esfuerzo previo de clasificación, si se quiere promover el análisis y afianzar
los fundamentos de la semiología.
Nada diremos aquí de la escritura; reservamos para un examen particular ese problema
difícil. Los ritos simbólicos, las formas de cortesía, ¿son sistemas autónomos? ¿De veras es posi -
ble ponerlos en el mismo plano que la lengua? Sólo mantienen una relación semiológica por
mediación de un discurso el “mito” que acompaña al “rito”; el “protocolo” que rige las formas
de cortesía. Estos signos, para nacer y establecerse como sistema, suponen la lengua, que los
produce e interpreta. De modo que son de un orden distinto, en una jerarquía por definir. Se
entrevé ya que, no menos que los sistemas de signos, las relaciones entre dichos sistemas
constituirán el objeto de la semiología.
Es tiempo de abandonar las generalidades y de abordar por fin el problema central de la
semiología, el estatuto de la lengua entre los sistemas de signos. Nada podrá ser asegurado en
teoría mientras no se haya aclarado la noción y el valor del signo en los conjuntos donde ya se
le puede estudiar. Opinamos que este examen debe comenzar por los sistemas no lingüísticos.

II
El papel del signo es representar, ocupar el puesto de otra cosa, evocándola a título de
sustituto. Toda definición más precisa, que distinguiría en particular diversas variedades de
signos, supone una reflexión sobre el principio de una ciencia de los signos, de una semiología,
y un esfuerzo de elaborarla. La más mínima atención a nuestro comportamiento, a las condi-
ciones de la vida intelectual y social, de la vida de relación, de los nexos de producción y de in -
tercambio, nos muestra que utilizamos a la vez y a cada instante varios sistemas de signos: pri -
mero los signos del lenguaje, que son aquellos cuya adquisición empieza antes, al iniciarse la
vida consciente; los signos de la escritura; los “signos de cortesía”, de reconocimiento, de adhe-

14
C. L. G., p. 101.
15
Antes, p. 51.
16
C. L. G., p. 35.
38

sión, en todas sus variedades y jerarquías; los signos reguladores de los movimientos de vehí-
culos; los “signos exteriores” que indican condiciones sociales; los “signos monetarios”, valores
e índices de la vida económica; los signos de los cultos, ritos, creencias; los signos del arte en
sus variedades (música, imágenes; reproducciones plásticas) —en una palabra, y sin ir más allá
de la verificación empírica, está claro que nuestra vida entera está presa en redes de signos que
nos condicionan al punto de que no podría suprimirse una sola sin poner en peligro el equili -
brio de la sociedad y del individuo. Estos signos parecen engendrarse y multiplicarse en virtud
de una necesidad interna, que en apariencia responde también a una necesidad de nuestra or -
ganización mental. Entre tantas y tan diversas maneras que tienen de configurarse los signos,
¿qué principio introducir que ordene las relaciones y delimite los conjuntos?
El carácter común a todos los sistemas y el criterio de su pertenencia a la semiología es
su propiedad de significar o significancia, y su composición en unidades de significancia o sig-
nos. Es cosa ahora de describir sus caracteres distintivos.
Un sistema semiológico se caracteriza:
1) por su modo de operación;
2) por su dominio de validez;
3) por la naturaleza y el número de sus signos;
4) por su tipo de funcionamiento.

Cada uno de estos rasgos comprende cierto número de variedades.


• El modo de operación es la manera como el sistema actúa, especialmente el sentido
(vista, oído, etc.) al que se dirige.
• El dominio de validez es aquel donde se impone el sistema y debe ser reconocido u
obedecido.
• La naturaleza y el número de los signos son función de las condiciones menciona-
das.
• El tipo de funcionamiento es la relación que une los signos y les otorga función dis-
tintiva.

Ensayemos esta definición en un sistema de nivel elemental: el sistema de luces del trafico:
• Su modo de operación es visual, generalmente diurno y a cielo abierto.
• Su dominio de validez es el desplazamiento de vehículos por caminos.
• Sus signos están constituidos por la oposición cromática verde-rojo (a veces con una
fase intermedia, amarilla, de simple transición), por tanto un sistema binario.
• Su tipo de funcionamiento es una relación de alternación (jamas de simultaneidad)
verde / rojo, que significa camino abierto / camino cerrado, o en forma prescriptiva
go / stop.

Este sistema es susceptible de extensión o de trasferencia, pero sólo en una, nada más, de
estas cuatro condiciones: el dominio de validez. Puede ser aplicado a la navegación fluvial, al
abalizamiento de los canales, de las pistas de aviación, etc., a condición de conservar la misma
oposición cromática, con la misma significación. La naturaleza de los signos no puede ser mo -
dificada sino temporalmente y por razones de oportunidad.17

17
Constreñimientos materiales (niebla) pueden imponer procedimientos suplementarios, por ejemplo
señales sonoras en lugar de señales visuales, pero tales expedientes pasajeros no modifican las condi -
ciones normales.
39

Los caracteres reunidos en esta definición constituyen dos grupos: los dos primeros, re-
lativos al modo de operación y al dominio de validez, suministran las condiciones externas,
empíricas, del sistema; los últimos, relativos a los signos y a su tipo de funcionamiento, indican
las condiciones internas, semióticas. Las dos primeras admiten ciertas variaciones o acomoda-
ciones, los otros dos no. Esta forma estructural dibuja un modelo canónico de sistema binario
que reaparece, por ejemplo, en los modos de votación, con bolas blancas o negras, levantándo-
se o sentándose, etc., y en todas las circunstancias en que la alternativa pudiera ser (pero no
es) enunciada en términos lingüísticos como sí / no.
Aquí ya podemos deslindar dos principios que afectan a las relaciones entre sistemas se-
mióticos.
El primer principio, puede ser enunciado como el principio de no redundancia entre
sistemas. No hay “sinonimia” entre sistemas semióticos; no puede “decirse la misma cosa” me-
diante la palabra y la música, que son sistemas de fundamento diferente.
Esto equivale a decir que dos sistemas semióticos de diferente tipo no pueden ser mutua-
mente convertibles. En el caso citado, la palabra y la música tienen por cierto un rasgo en co -
mún, la producción de sonidos y el hecho de dirigirse al oído; pero este nexo no prevalece ante
la diferencia de naturaleza entre sus unidades respectivas y entre sus tipos de funcionamiento,
como mostraremos mas adelante. Así, la no convertibilidad entre sistemas de bases diferentes
es la razón de la no redundancia en el universo de los sistemas de signos. El hombre no dispone
de varios sistemas distintos para el mismo nexo de significación.
En cambio, el alfabeto gráfico y el alfabeto Braille o el Morse o el de los sordomudos son
mutuamente convertibles, por ser todos sistemas de iguales fundamentos basados en el princi-
pio alfabético: una letra, un sonido.
De este principio se desprende otro que lo completa.
Dos sistemas pueden tener un mismo signo en común sin que resulte sinonimia ni redun-
dancia, o sea que la identidad sustancial de un signo no cuenta, sólo su diferencia funcional. El
rojo del sistema binario de señales de tránsito no tiene nada en común con el rojo de la bande-
ra tricolor, ni el blanco de ésta con el blanco del luto en China. El valor de un signo se define
solamente en el sistema que lo integra. No hay signo transistemático.
Los sistemas de signos ¿son entonces otros tantos mundos cerrados, sin que haya entre
ellos más que un nexo de coexistencia acaso fortuito? Formularemos una exigencia metódica
más. Es preciso que la relación planteada entre sistemas semióticos sea por su parte de natura-
leza semiótica. Sera determinada ante todo por la acción de un mismo medio cultural, que de
una manera o de otra produce y nutre todos los sistemas que le son propios. He aquí otro nexo
externo, que no implica necesariamente una relación de coherencia entre los sistemas particu-
lares. Hay otra condición: se trata de determinar si un sistema semiótico dado puede ser inter-
pretado por sí mismo o si necesita recibir su interpretación de otro sistema. La relación semió -
tica entre sistema interpretante y sistema interpretado. Es la que poseemos en gran escala
entre los signos de la lengua y los de la sociedad: los signos de la sociedad pueden ser íntegra -
mente interpretados por los de la lengua, no a la inversa. De suerte que la lengua será el inter-
pretante de la sociedad.18 En pequeña escala podrá considerarse el alfabeto gráfico como el in-
terpretante del Morse o el Braille, en virtud de la mayor extensión de su dominio de validez, y
pese al hecho de que todos sean mutuamente convertibles.
Podemos ya inferir de esto que los subsistemas semióticos interiores a la sociedad serán
lógicamente los interpretados de la lengua, puesto que la sociedad los contiene y que la socie-

18
Este punto será desarrollado en otra parte.
40

dad es el interpretado de la lengua. Se advierte ya en esta relación una disimetría fundamental,


y puede uno remontarse a la causa primera de esta no reversibilidad: es que la lengua ocupa
una situación particular en el universo de los sistemas de signos. Si convenimos en designar
por S el conjunto de estos sistemas y por L la lengua, la conversión siempre sigue el sentido
S → L, nunca el inverso. Aquí tenemos un principio general de jerarquía, propio para ser intro-
ducido en la clasificación de los sistemas semióticos y que servirá para construir una teoría se -
miológica.
Para realzar mejor las diferencias entre los órdenes de relaciones semióticas, ponemos
ahora en la misma posición un sistema muy distinto, el de la música. En lo esencial, las diferen -
cias van a manifestársenos en la naturaleza de los “signos” y en su modo de funcionar.
La música esta hecha de sonidos, que tienen estatuto musical cuando han sido designa-
dos y clasificados como notas. No hay en música unidades directamente comparables a los
“signos” de la lengua. Dichas notas tienen un marco organizador, la gama, en la que ingresan a
título de unidades discretas, discontinuas una de otra, en número fijo, caracterizada cada una
por un número constante de vibraciones por tiempo dado. Las gamas comprenden las mismas
notas a alturas diferentes, definidas por un número de vibraciones en progresión geométrica,
mientras los intervalos siguen siendo los mismos.
Los sonidos musicales pueden ser producidos en monofonía o en polifonía; funcionan en
estado aislado o en simultaneidad (acordes), cualesquiera que sean los intervalos que los sepa-
ran en las gamas respectivas. No hay limitación a la multiplicidad de los sonidos producidos si-
multáneamente por un conjunto de instrumentos, ni al orden, a la frecuencia o la extensión de
las combinaciones. El compositor organiza libremente los sonidos en un discurso que no esta
sometido a ninguna convención “gramatical” y que obedece a su propia “sintaxis”.
Se ve, pues, por dónde el sistema musical admite, y por dónde no, ser considerado como
semiótico. Está organizado a partir de un conjunto constituido por la gama, que a su vez consta
de notas. Las notas no tienen valor diferencial más que dentro de la gama, y ésta es, por su
lado, un conjunto que recorre a varias alturas, especificado por el tono que indica la clave.
De modo que la unidad fundamental será la nota, unidad distintiva y opositiva del soni -
do, pero sólo adquiere este valor en la gama, que fija el paradigma de las notas. ¿Es semiótica
esta unidad? Puede decidirse que lo es en su orden propio, en vista de que determina oposicio -
nes. Pero entonces no tiene ninguna relación con la semiótica del signo lingüístico, y de hecho
es inconvertible a unidades de lengua, en ningún nivel.
Otra analogía, que pone de manifiesto a la vez una diferencia profunda, es la siguiente.
La música es un sistema que funciona sobre dos ejes: el eje de las simultaneidades y el eje de las
sucesiones. Pensaría uno en una homología con el funcionamiento de la lengua sobre dos ejes,
paradigmático y sintagmático. Ahora bien, el eje de las simultaneidades en música contradice
el principio mismo del paradigmático en lengua, que es principio de selección, que excluye
toda simultaneidad intrasegmental; y el eje de las sucesiones en música tampoco coincide con
el eje sintagmático de la lengua, puesto que la sucesión musical es compatible con la simulta-
neidad de los sonidos, y que por añadidura no esta sometida a ningún constreñimiento de enla -
ce o exclusión con respecto a cualquier sonido o conjunto de sonidos, sea el que sea. Así, la
combinatoria musical que participa de la armonía y del contrapunto carece de equivalente en
la lengua, donde tanto el paradigma como el sintagma están sometidos a disposiciones específi-
cas: reglas de compatibilidad, de selectividad, de recurrencia, etc., de lo que depende la fre -
cuencia y la previsibilidad estadísticas, por una parte, y, por otra, la posibilidad de construir
41

enunciados inteligibles. Esta diferencia no depende de un sistema musical particular ni de la


escala sonora elegida; la dodecafonía serial la exhibe tanto como la diatonía.
Puede decirse, en suma, si la música es considerada como una “lengua”, que es una len-
gua con una sintaxis, pero sin semiótica. Este contraste perfila por adelantado un rasgo positi -
vo y necesario de la semiología lingüística que vale la pena anotar.
Pasemos ahora a otro dominio, el de las artes llamadas plásticas, dominio inmenso, don -
de nos conformaremos con indagar si alguna similitud u oposición puede esclarecer la semiolo -
gía de la lengua. Por principio de cuentas, se tropieza con una dificultad de principio: ¿hay algo
en común en el fundamento de todas estas artes, de no ser la vaga noción de “plástica”? ¿Se
halla en cada una, o siquiera en una de ellas, una entidad formal que pueda denominarse uni-
dad del sistema considerado? Pero ¿cuál pudiera ser la unidad de la pintura o del dibujo? ¿La
figura, el trazo, el color? Formulada así, ¿tiene aún algún sentido la cuestión?
Es tiempo de enunciar las condiciones mínimas de una comparación entre sistemas de
órdenes diferentes. Todo sistema semiótico que descanse en signos tiene por fuerza que in-
cluir: 1) un repertorio finito de signos, 2) reglas de disposición que gobiernan sus figuras, 3)
independientemente de la naturaleza y del número de los discursos que el sistema permita
producir. Ninguna de las artes plásticas consideradas en su conjunto parece reproducir seme -
jante modelo. Cuando mucho pudiera encontrarse alguna aproximación en la obra de tal o cual
artista; entonces no se trataría de condiciones generales y constantes, sino de una característi-
ca individual, lo cual una vez más nos alejaría de la lengua.

Se diría que la noción de unidad reside en el centro de la problemática que nos ocupa y
que ninguna teoría seria pudiera constituirse olvidando o esquivando la cuestión de la unidad,
pues todo sistema significante debe definirse por su modo de significación. De modo que un
sistema así debe designar las unidades que hace intervenir para producir el “sentido” y especi-
ficar la naturaleza del “sentido” producido.
Se plantean entonces dos cuestiones:
1) ¿Pueden reducirse a unidades todos los sistemas semióticos?
2) Estas unidades, en los sistemas donde existen, ¿son signos? La unidad y el signo deben
ser tenidos por características distintas. El signo es necesariamente una unidad, pero la unidad
puede no ser un signo. Cuando menos de esto estamos seguros: la lengua está hecha de unida-
des y esas unidades son signos. ¿Qué pasa con los demás sistemas semiológicos?
Consideramos primero el funcionamiento de los sistemas llamados artísticos, los de la
imagen y del sonido, prescindiendo deliberadamente de su función estética. La “lengua” musi-
cal consiste en combinaciones y sucesiones de sonidos, diversamente articulados; la unidad
elemental, el sonido, no es un signo; cada sonido es identificable en la estructura escalar de la
que depende, ninguno está provisto de significancia. He aquí el ejemplo típico de unidades que
no son signos, que no designan, por ser solamente los grados de una escala cuya extensión es
fijada arbitrariamente. Estamos ante un principio discriminador: los sistemas fundados en uni-
dades se reparten entre sistemas de unidades significantes y sistemas de unidades no signifi-
cantes. En la primera categoría pondremos la lengua; en la segunda, la música.
En las artes de la figuración (pintura, dibujo, escultura) de imágenes fijas o móviles, es la
existencia misma de unidades lo que se torna tema de discusión. ¿De qué naturaleza serían? Si
se trata de colores, se reconoce que componen también una escala cuyos peldaños principales
están identificados por sus nombres. Son designados, no designan; no remiten a nada, no su-
gieren nada de manera unívoca. El artista los escoge, los amalgama, los dispone a su gusto en el
42

lienzo, y es sólo en la composición donde se organizan y adquieren, técnicamente hablando,


una “significación”, por la selección y la disposición. El artista crea así su propia semiótica: ins -
tituye sus oposiciones en rasgos que él mismo hace significantes en su orden. De suerte que no
recibe un repertorio de signos, reconocidos tales, y tampoco establece ninguno. El color, un
material, trae consigo una variedad ilimitada de matices que pasan uno a otro y ninguno de los
cuales hallará equivalencia con el “signo” lingüístico.
En cuanto a las artes de la figura, ya participan de otro nivel, el de la representación,
donde rasgo, color, movimiento, se combinan y entran en conjuntos gobernados por necesida-
des propias. Son sistemas distintos, de gran complejidad, donde la definición del signo no se
precisará sino con el desenvolvimiento de una semiología todavía indecisa.
Las relaciones significantes del “lenguaje” artístico hay que descubrirlas dentro de una
composición. El arte no es nunca aquí más que una obra de arte particular, donde el artista ins -
taura libremente oposiciones y valores con los que juega con plena soberanía, sin tener “res-
puesta” que esperar, ni contradicción que eliminar, sino solamente una visión que expresar,
según criterios, conscientes o no, de los que la composición entera da testimonio y se convierte
en manifestación.
O sea que se pueden distinguir los sistemas en que la significancia está impresa por el au -
tor en la obra y los sistemas donde la significancia es expresada por los elementos primeros en
estado aislado, independientemente de los enlaces que puedan contraer. En los primeros, la
significancia se desprende de las relaciones que organizan un mundo cerrado, en los segundos,
es inherente a los signos mismos. La significancia del arte no remite nunca, pues, a una con-
vención idénticamente heredada entre copartícipes. 19 Cada vez hay que descubrir sus términos,
que son ilimitados en número, imprevisibles en naturaleza, y así por reinventar en cada obra —
en una palabra, ineptos para fijarse en una institución. La significancia de la lengua, por el con -
trario, es la significancia misma, que funda la posibilidad de todo intercambio y de toda comu -
nicación, y desde ahí de toda cultura.
No deja de ser válido, pues, con algunas metáforas de por medio, asimilar la ejecución de
una composición musical a la producción de un enunciado de lengua; podrá hablarse de un
“discurso” musical, que se analiza en “frases” separadas por “pausas” o “silencios”, señaladas
por “motivos” reconocibles. También se podrá, en las artes de la figuración, buscar los princi -
pios de una morfología y de una sintaxis.20 Cuando menos, una cosa es segura: ninguna semio-
19
Mieczyslaw Wallis, “Mediaeval Art as a Language”, Actes du 5e Congrés International d’Esthétique
(Amsterdam, 1964), p. 427, n.: “La notion de champ sémantique et son application a la théorie de
l’Art”, Sciences de l'art, núm. especial (1966), pp. 3 ss., hace útiles observaciones acerca de los signos
icónicos, especialmente en el arte medieval: discierne en él un “vocabulario” y reglas de “sintaxis”.
Es verdad que puede reconocerse en la escultura medieval cierto repertorio icónico que corresponde
a ciertos temas religiosos, a ciertas enseñanzas teológicas o morales. Pero son mensajes convenciona-
les, producidos en una topología igualmente, convencional donde las figuras ocupan puestos simbóli-
cos, conformes a representaciones familiares. Por lo demás, las escenas figuradas son la trasposición
icónica de relatos o parábolas; reproducen una verbalización inicial. El verdadero problema semioló-
gico, que no ha sido planteado, que sepamos, seria el buscar cómo se efectúa esta trasposición de una
enunciación verbal a una representación icónica, cuáles son las correspondencias posibles entre un
sistema y otro y en qué medida esta confrontación podría ser perseguida hasta la determinación de
correspondencias entre signos distintos.
20
La posibilidad de extender las categorías semiológicas a las técnicas de la imagen, y particularmente
al cine, es debatida de manera instructiva por Chr. Metz, Essais sur la signification au Cinéma (París,
1968), pp. 66s, 84 ss., 95s. J. L. Scheffer, Scénographie d’un tubleau (París, 1969), inaugura una “lectura”
semiológica de la obra pintada y propone un análisis suyo análogo al de un “texto”. Estas indagacio-
43

logía del sonido, del color, de la imagen, se formulará en sonidos, en colores, en imágenes.
Toda semiología de un sistema no lingüístico tiene que recurrir a la mediación de la lengua, y
así no puede existir más que por la semiología de la lengua y en ella. El que la lengua sea aquí
instrumento y no objeto de análisis, no altera nada de la situación, que gobierna todas las rela -
ciones semióticas; la lengua es el interpretante de todos los demás sistemas, lingüísticos y no
lingüísticos.
Debemos precisar aquí la naturaleza y las posibilidades de las relaciones entre sistemas
semióticos. Establecemos tres tipos de relaciones.
1) Un sistema puede engendrar otro. La lengua usual engendra la formalización lógico-
matemática; la escritura ordinaria engendra la escritura estenográfica; el alfabeto normal en-
gendra el alfabeto Braille. Esta relación de engendramiento vale entre dos sistemas distintos
y contemporáneos, pero de igual naturaleza, el segundo de los cuales esta constituido a partir
del primero y desempeña una función específica. Hay que distinguir cuidadosamente esta rela-
ción de engendramiento de la relación de derivación, que supone evolución y transición histó-
rica. Entre la escritura jeroglífica y la escritura demótica hay derivación, no engendramiento.
La historia de los sistemas de escritura proporciona más de un ejemplo de derivación.
2) El segundo tipo de relación es la relación de homología, que establece una correla-
ción entre las partes de dos sistemas semióticos. A diferencia de la precedente, esta relación no
es verificada, sino instaurada en virtud de conexiones que se descubren o establecen entre dos
sistemas distintos. La naturaleza de la homología puede variar, intuitiva o razonada, sustancial
o estructural, conceptual o poética. “Los perfumes, los colores y los sonidos se responden.” Es-
tas “correspondencias” sólo son de Baudelaire, organizan su universo poético y la imaginería
que lo refleja. De naturaleza más intelectual es la homología que ve Panofsky entre la arquitec -
tura gótica y el pensamiento escolástico.21 También se ha señalado la homología entre la escri-
tura y el gesto ritual en China. Dos estructuras lingüísticas de índole diferente pueden revelar
homologías parciales o dilatadas. Todo depende del modo como se planteen los dos sistemas,
de los parámetros que se empleen, de los campos donde se opere. Según el caso, la homología
instaurada servirá de principio unificador entre dos dominios y se limitará a ese papel funcio-
nal, o creara una nueva especie de valores semióticos. Nada garantiza por adelantado la validez
de esta relación, nada limita su extensión.
3) La tercera relación entre sistemas semióticos sera denominada relación de interpre-
tancia. Designamos así la que instituimos entre un sistema interpretante y un sistema inter-
pretado. Desde el punto de vista de la lengua, es la relación fundamental, la que reparte los sis-
temas en sistemas que se articulan, porque manifiestan su propia semiótica, y sistemas que son
articulados y cuya semiótica no aparece sino a través de la reja de otro modo de expresión. Se
puede así introducir y justificar el principio de que la lengua es el interpretante de todos los
sistemas semióticos. Ningún sistema dispone de una “lengua” en la que pueda categorizarse e
interpretarse según sus distinciones semióticas, mientras que la lengua puede, en principio,
categorizar e interpretar todo, incluso ella misma.
Se ve aquí cómo la relación semiológica se distingue de toda otra, y en particular de la
relación sociológica. Si se interroga por ejemplo a propósito de la situación respectiva de la
lengua y de la sociedad —tema de debates incesantes— y acerca de su modo de dependencia
nes muestran ya el despertar de una reflexión original sobre los campos y las categorías de la semio -
logía no lingüística.
21
Erwin Panofsky, Architecture gothique et pensée scolastique, trad. de P. Bourdieu (París, 1967), pp. 104s.;
cf. P. Bourdieu, ibid., pp. 152s., citando las homologías entre la escritura y la arquitectura gótica indi-
cadas por R. Marichal.
44

mutuo, el sociólogo, y probablemente quienquiera que enfoque la cuestión en términos dimen-


sionales, observará que la lengua funciona dentro de la sociedad, que la engloba; decidirá pues
que la sociedad es el todo, y la lengua la parte. Pero la consideración semiológica invierte esta
relación, ya que sólo la lengua permite la sociedad. La lengua constituye lo que mantiene jun-
tos a los hombres, el fundamento de todas las relaciones que a su vez fundan la sociedad. Podrá
decirse entonces que es la lengua la que contiene la sociedad. 22 Así la relación de interpretan-
cia, que es semiótica, va al revés que la relación de encajonamiento, que es sociológica. Esta,
objetivando las dependencias externas, reifica parejamente lengua y sociedad, en tanto que
aquélla las pone en dependencia mutua según su capacidad de semiotización.
Por aquí se verifica un criterio que indicamos antes, cuando, para determinar las relacio -
nes entre sistemas semióticos, planteamos que estas relaciones deben ser, ellas mismas, de na -
turaleza semiótica. La relación irreversible de interpretancia, que incluye en la lengua los otros
sistemas, satisface esta condición.
La lengua nos ofrece el único modelo de un sistema que sea semiótico a la vez en su es-
tructura formal y en su funcionamiento:
1) Se manifiesta por la enunciación, que alude a una situación dada; hablar es siempre
hablar de.
2) Consiste formalmente en unidades distintas, cada una de las cuales es un signo.
3) Es producida y recibida en los mismos valores de referencia entre todos los miembros
de una comunidad.
4) Es la única actualización de la comunicación intersubjetiva.

Por estas razones, la lengua es la organización semiótica por excelencia. Da la idea de lo


que es una función de signo, y es la única que ofrece la fórmula ejemplar de ello. De ahí proce -
de que ella sola pueda conferir —y lo hace en efecto— a otros conjuntos la calidad de sistemas
significantes informándolos de la relación de signo. Hay pues un modelado semiótico que la
lengua ejerce y del que no se concibe que su principio resida en otra pacte que no sea la lengua.
La naturaleza de la lengua, su función representativa, su poder dinámico, su papel en la vida de
relación, hacen de ella la gran matriz semiótica, la estructura, modeladora de la que las otras
estructuras reproducen los rasgos y el modo de acción.
¿A qué se debe esta propiedad? ¿Puede discernirse por qué la lengua es el interpretante
de todo sistema significante? ¿Es sencillamente por ser el sistema más común, el que tiene el
campo más vasto, la mayor frecuencia de empleo y —en la práctica— la mayor eficacia? Muy a
la inversa: esta situación privilegiada de la lengua en el orden pragmático es una consecuencia,
no una causa, de su preeminencia como sistema significante, y de esta preeminencia puede dar
razón un principio semiológico sólo. Lo descubriremos adquiriendo conciencia del hecho de
que la lengua significa de una manera específica y que no es sino suya, de una manera que no
reproduce ningún otro sistema. Esta investida de una doble significancia. He aquí propiamen-
te un modelo sin análogo. La lengua combina dos modos distintos de significancia, que llama -
mos el modo semiótico por una parte, el modo semántico por otra.
Lo semiótico designa el modo de significancia que es propio del signo lingüístico y que lo
constituye como unidad. Por mor del análisis pueden ser consideradas por separado las dos ca -
ras del signo, pero por lo que hace a la significancia, unidad es y unidad queda. La única cues -
tión que suscita un signo para ser reconocido es la de su existencia, y ésta se decide con un sí o

22
Tratamos más en detalle de esta relación en una exposición hecha en octubre de 1968 al Congreso
Olivetti.
45

un no: árbol - canción - lavar - nervio - amarillo - sobre, y no *ármol - *panción - *bavar - *nertio -
*amafillo - *sibre. Más allá, es comparado para delimitarlo, sea con significantes parcialmente
parecidos: casa : masa, o casa : cosa, o casa : cara, sea con significados vecinos: casa : choza, o casa :
vivienda. Todo el estudio semiótico, en sentido estricto, consistirá en identificar las unidades,
en describir las marcar distintivas y en descubrir criterios cada vez más sutiles de la distintivi -
dad. De esta suerte cada signo afirmará con creciente claridad su significancia propia en el
seno de una constelación o entre el conjunto de los signos. Tomado en sí mismo, el signo es
pura identidad para sí, pura alteridad para todo lo demás, base significante de la lengua, mate-
rial necesario de la enunciación. Existe cuando es reconocido como significante por el conjunto
de los miembros de la comunidad lingüística, y evoca para cada quien, a grandes rasgos, las
mismas asociaciones y las mismas oposiciones. Tal es el dominio y el criterio de la semiótica.
Con lo semántico entramos en el modo específico de significancia que es engendrado por
el discurso. Los problemas que se plantean aquí son función de la lengua como productora de
mensajes. Ahora, el mensaje no se reduce a una sucesión de unidades por identificar separada-
mente; no es una suma de signos la que produce el sentido, es, por el contrario, el sentido, con-
cebido globalmente, el que se realiza y se divide en “signos” particulares, que son las palabras.
En segundo lugar, lo semántico carga por necesidad con el conjunto de los referentes, en
tanto que lo semiótico está, por principio, separado y es independiente de toda deferen-
cia. El orden semántico se identifica con el mundo de la enunciación y el universo del discurso.
El hecho de que se trata, por cierto, de dos órdenes distintos de nociones y de dos uni -
versos conceptuales, es algo que se puede mostrar también mediante la diferencia en el crite-
rio de validez que requieren el uno y el otro. Lo semiótico (el signo) debe ser reconocido; lo se-
mántico (el discurso) debe ser comprendido. La diferencia entre reconocer y comprender re-
mite a dos facultades mentales distintas: la de percibir la identidad entre lo anterior y lo ac -
tual, por una parte, y la de percibir la significación de un enunciado nuevo, por otra. En las for -
mas patológicas del lenguaje, es frecuente la disociación de las dos facultades.
La lengua es el único sistema cuya significancia se articula, así, en dos dimensiones. Los
demás sistemas tienen una significancia unidimensional: o semiótica (gestos de cortesía; mu-
drās), sin semántica; o semántica (expresiones artísticas), sin semiótica. El privilegio de la len-
gua es portar al mismo tiempo la significancia de los signos y la significancia de la enunciación.
De ahí proviene su poder mayor, el de crear un nuevo nivel de enunciación, donde se vuelve
posible decir cosas significantes acerca de la significancia. Es en esta facultad metalingüística
donde encontramos el origen de la relación de interpretancia merced a la cual la lengua englo-
ba los otros sistemas.
Cuando Saussure definió la lengua como sistema de signos, echó el fundamento de la se-
miología lingüística. Pero vemos ahora que si el signo corresponde en efecto a las unidades sig-
nificantes de la lengua, no puede erigírselo en principio único de la lengua en su funciona -
miento discursivo. Saussure no ignoró la frase, pero es patente que le creaba una grave dificul-
tad y la remitió al “habla”, 23 lo cual no resuelve nada; es cosa precisamente de saber si es posi-
ble pasar del signo al “habla”, y cómo. En realidad el mundo del signo es cerrado. Del signo a la
frase no hay transición ni por sintagmación ni de otra manera. Los separa un hiato. Hay pues
que admitir que la lengua comprende dos dominios distintos, cada uno de los cuales requiere
su propio aparato conceptual. Para el que llamamos semiótico, la teoría saussureana del signo

23
Cf. C. L. G., pp. 148, 172, y las observaciones dc R. Godel, Current Trends in Linguistics, III, Theoretícal
Foundatíons, 1966, pp. 490 ss.
46

lingüístico servirá de base para la investigación. El dominio semántico, en cambio, debe ser re -
conocido como separado. Tendrá necesidad de un aparato nuevo de conceptos y definiciones.
La semiología de la lengua ha sido atascada, paradójicamente, por el instrumento mismo
que la creó: el signo. No podía apartarse la idea del signo lingüístico sin suprimir el carácter
más importante de la lengua; tampoco se podía extenderla al discurso entero sin contradecir
su definición como unidad mínima.
En conclusión, hay que superar la noción saussureana del signo como principio único,
del que dependerían a la vez la estructura y el funcionamiento de la lengua. Dicha superación
se lograra por dos caminos:
En el análisis intralingüístico, abriendo una nueva dimensión de significancia, la del dis -
curso, que llamamos semántica, en adelante distinta de la que está ligada al signo, y que será
semiótica.
En el análisis translingüístico de los textos, de las obras, merced a la elaboración de una
metasemántica que será construida sobre la semántica de la enunciación.
Sera una semiología de “segunda generación”, cuyos instrumentos y método podrán
concurrir asimismo al desenvolvimiento de las otras ramas de la semiología general.

También podría gustarte