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POR UNA CAUSA COMÚN

Ética para la universidad

Norbert Bilbeny
Las políticas de gestión de la diversidad cultural han de tener como
objetivo básico la inclusión de todos los individuos y grupos en la
comunidad política. La falta de inclusión en el marco político general
representa un problema de discriminación que toda sociedad
democrática debe evitar por ser contradictorio con sus leyes y sus
principios éticos.

La segregación

Pero no hay una sola vía para la inclusión democrática de las diferencias
en un todo respetuoso con ellas. Son varias las formas propuestas y más o
menos seguidas hasta hoy, como distintas son también las actitudes que
las preceden y sostienen en su despliegue. Por lo menos existen cuatro
modelos básicos de todas estas formas y actitudes para la coexistencia de
diferentes identidades culturales dentro de un mismo marco político.
Un primer modelo es el de la segregación o exclusión de grupos y
minorías. Éstos no son eliminados (etnocidio, genocidio) ni expulsados
del territorio que abarca la comunidad política. Son dejados fuera de las
esferas de la participación política y discriminados respecto de los bienes
y derechos a los que sí tienen acceso los grupos incluidos en la
ciudadanía. Esta segregación puede ser impuesta, como en las situaciones
de apartheid.
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contra los habitantes de raza negra en Norteamérica o Sudáfrica, por


ejemplo. Aunque también puede ser de un modo u otro voluntaria,
como sucede con la nation of Islam, dentro de Estados Unidos, o con al-
gunas ‹naciones indias» en toda América.
La segregación se inspira en los valores del monoculturalismo extremo
(strong monoculturalism). A los diferentes se les dice: T here, not equal. Se les
quiere lejos y no iguales. Los segregacionistas creen que excluirlos es el
mejor modo de coexistir con ellos. Es su modo de entender 1a ‹inclusión»;
pero simplemente basta recordar los conflictos y los perjuicios generados por
un modelo como este, para concluir que la exclusión es incompatible con
un mínimo grado de coexistencia social. Dejar las minorías fuera —o 1a
mayoría oprimida— es también llevar la guerra al interior del grupo
excluyente.

La asimilación

Es lo que trata de evitar el modelo de la asimilación.' Esta igualmente


orientado por la idea de que la cultura, aunque diversa, es una, y exige la
identificación de todas las identidades culturales particulares con esta
identidad cultural única y englobante.
Continuemos en el monoculturalismo, pero moderado (soft
monoculturalism). En todo caso, es el modelo histórico predominante
hasta hoy y el más defendido por la teoría política, desde los clásicos
griegos hasta la irrupción, en el último cuarto del siglo XX, de las
teorías del mu1ticulturalismo,2 que lo ponen en entredicho. Los
asimilacioncitas vienen a decir con respecto a los diferentes: Here, and
equal. este ‹aquí e iguales» corresponde a los principios de inclusión e
igualdad republicanas desarrolladas, por ejemplo, en las políticas de
inmigración y ‹naturalización» (ciudadanía) de Francia y su creuzet
(crisol), Rusia y la ‹rusificación›, o Estados Unidos y su melting pot.

1. Véase M. Cavendish, End: yclopedia of Multiculturalism, vo1. I, pag. 216; S. Thernstrom


(ed.), Harvard Encyclopedia of American Ethnic Groups.
2. R. Park, E.W Burgess, Introduction t0 the Science of Sociology, pag. 735; R. Park, «Our
Racial Frontier on the Pacific», Survey Graphic, 56, 1926, pags. 192-196.
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Sin embargo, asimilar es lo mismo que ‹hacer similar» (assimilare, en


latín), lo que implica una aculturación o pérdida de identidad cultural
por parte de los asimilados, hechos ‹similares» a la cultura mayoritaria O
dominante. El propio melting pot, introducido a principios del siglo XX,
conservaba los rasgos esenciales de la americanization anterior, moldeada a
su vez sobre el patrón de la anglo-conformity o identificación cultural con
la mayoría blanca, angloparlante y de religión cristiana, un patrón toda-
vía no desaparecido en Norteamérica, en especial para el acceso al poder
político y económico." Una interpretación extrema de semejante anglo-
conformidad fue la política australiana de Whites only, que declaraba no
asimilables a los inmigrantes sin marchamo europeo.4
La asimilación no es un modelo que exprese la intolerancia o el des-
precio hacia las minorías. Está motivada sobre todo por el temor a perder
la unidad nacional y la cohesión sociocultural en los límites de una
comunidad política determinada .5 Pero las convicciones y prejuicios mono-
culturalistas son los que prevalecen en esta manera de enfocar la inclusión
ciudadana, aunque se justifique con loas a la ‹amalgama», la ‹fusión» o el
‹mestizaje» culturales, pues lo que se pide a fin de cuentas es la identificación con
la cultura dominante.
Horace Kallen, filósofo norteamericano crítico con el uniformismo del
melting pot, propuso que la asimilación saliera para lo político y eco-

3. P D. Salins, Assimilation, American St yle, Y. Cordasco (ed.), Dictionnary of American Im-"


migration History, pág. 23 ss. Ya la primera formulación histórica del meíttng por rezuma asimila—
cionismo sobre el patrón cultural del grupo blanco y cristiano dominante: «iQué es, pues, el
americano, este hombre nuevo Es tanto un europeo, o descendiente de un europeo, como esa
extraña mezcla de sangré que no se encontrara en ningún otro país. Puede tomarse el ejemplo de
una familia cuyo abuelo es un inglés, la abuela una holandesa, el hijo está casado con una
francesa, y cuyos cuatro nietos tienen esposas de diferentes países. Él es un americano que, ha-
biendo dejado gas él todos sus antiguos prejuicios y costumbres, los recibe ahora del nuevo gé-
nero de vida que ha elegido, del nuevo gobierno al que obedece y del nuevo rango que ha ad-
quirido. Se ha convertido en un americano por haber sido acogido en el ancho regazo de nu “estra
gran alma meter. Aquí todos están fundidos (meltedj en una nueva raza de hombres, cuya labor y
posteridad provocara algún día grandes Cambios en el mundo.» (Michel-Guillaume Jean de
Creveccrur, Letters from an-American farmer, Londres 1782).
4. W Kyrnlicka, Ciudadanía multicultwal, pag. 30 ss.
5. Véase Obr American Way of Life j otros textos oficiales del Servicio de Inmigración y
Naturalización de Estados Unidos.
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nómico, pero no para lo cultural y religioso, dónde era partidario de la


‹disimilación» o respeto a la diferencia. 6 Sin embargo, el asimilacionismo
norteamericano da por supuesto que siempre que hay asimilación tiene
que haber también aculturación en un aspecto u otro de la vida y
costumbres privadas. La asimilación debe empezar por la cultura, de
modo que las minorías adopten el lenguaje, los valores económicos y la
cultura jurídico-política del grupo social dominante.
Una vez superado este tramo se espera e1 de la asimilación estructural,
que incluye dos momentos básicos: entrar en las asociaciones y comunidad es
del grupo hegemónico, para pasar después a la participación en sus
instituciones públicas. Finalmente, la asimilación se haría perfecta con la
endogamia o entrada en los lazos de sangre, a través de1 matrimonio entre
individuos de los distintos grupos (intermarriage). 7 Esta es, en general, la
interpretación republicana de la inclusión de las identidades culturales en la
comunidad política, que es asumida hoy por el liberalismo
norteamericano y las políticas sociales de centro en los países de la Unión
Europea Incluso es aquella que se desprende de las teorías que sobre la
ciudadanía han desarrollado autores tan influyentes como John Rawls y su
‹liberalismo político», y Jürgen Habermas, con la idea de un «patriotismo
constitucional».

La agregación

El mayor inconveniente del modelo asimilacionista es que nos devuelve a


la segregación de las minorías, que tarde o temprano acaban cobrando
conciencia de su forzada aculturación. Es el fenómeno característico de
la ‹tercera generación» entre los ciudadanos de origen inmigrante: no
tardan en salir al desquite de la injusticia ejercida sobre ellos desde la
generación de sus abuelos.
Por eso un modelo alternativo a la asimilación es la agregación. A los
diferentes se les quiere también aquí, entre nosotros, pero no
confundidos, sino

r 6. H. Kallen, artículos en The Nation (1915), reproducidos en Id., Cultura and lDemocrac/ in
the United States.
7. G.A. Postiglione, Ethntcit y and American Social Theory, pág. 13 ss.; W C. Fischer, et al.
Identit y, Communit y and Pluralism in American Life, pag. 204 ss.
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separados (Here, but separate). La diversidad es reconocida no sólo en el


ámbito de lo privado, sino en la esfera de lo público. Vale para el demos,
pero a diferencia de la asimilación, en éste cuenta también el ethnos. No hay
que dejarse absorber por la cultura dominante. Cada una vale como el resto.
Los valores ya no son tanto políticos como culturales. Más que el
‹individuo», la ‹ciudadanía» o la «igualdad», cuentan ahora la
«comunidad», la ‹identidad» y la «diversidad». La construcción de la
sociedad política se hace por mera adición o yuxtaposición de estas otras
realidades. La separación entre ellas no es vista como negativa. Es una
separación positiva, aunque hay que evitar caer, se piensa, en el extremo de
la segregación.
En realidad, y pese a compartir la creencia de que las diferencias
culturales son ‹divisivas», agregación y segregación se enfrentan como dos
extremos opuestos: al monoculturalismo radical de los segregacionistas se
opone el multiculturalismo extremo (strong multiculturalism) de los
agregacionistas. Éste último implica un diferencialismo liberal y
multiculturalista, pero no impositivo. En otras palabras, no condena al
gueto, sino que hace que éste sea voluntario y deseado por los grupos y
minorías separados unos de otros. Cada uno con los ‹suyos» vive mejor que
mezclado en una amalgama común pero que se siente ajena. El fenómeno
implicado ya no es, pues, la aculturación, sino la ‹enculturación». Cada
cultura, falta de contacto con el resto, tiene que evolucionar, así se cree, por
sí misma, si bien corre el riesgo de no poder hacerlo, por su aisla miento.

Pero a pesar de estas limitaciones el modelo de 1a agregación funciona y


ya es oficial en países como Nueva Zelanda, Australia y Canadá. En este
último, la Multiculturalism Act, con valor constitucional, se tiene apli-
cando desde 1971. En el documento se declara que la política del
gobierno de Canadá es ‹reconocer y promover la comprensión de que el
multiculturalismo refleja la diversidad racial y cultural de la sociedad
canadiense y reconoce la libertad de todos los miembros de la sociedad
canadiense para preservar, realzar y compartir su patrimonio cultural».
Así, en Montreal o Toronto, por ejemplo, se puede observar que la
diversidad etnocultural no sólo se preserva en la vida privada, sino en
muchos ámbitos públicos, como en la educación, la medicina, los
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sociales y —lo que no se acepta en otros países pluriculturales— en los modos


de la representación y participación política. En Toronto más de
la mitad de la población es de origen inmigrante, pero a pesar de este
patchwork no existe un conflicto entre comunidades ni un
desentendimiento de ellas hacia el conjunto de la sociedad, puesto que
más del ochenta por ciento de los habitantes de esa gran ciudad se han
nacionalizado ya canadienses. El gobierno federal de este país, así como
los de sus provincias y ayuntamientos, resaltan en sus políticas el valor
del mosaic cultural canadiense y exaltan a la vez el significado unitivo
de lo que se ha dado en llamar Canadian experience. Y está claro,
mientras tanto, que sin una sólida educación en los valores del
multiculturalismo la cohesión nacional conseguida se hubiera hecho
improsperable.
Ha contribuido a esta cohesión la tolerancia liberal de la mayoría blanca
y al mismo tiempo la comprensión, por parte de las minorías, de que aun no
siendo el liberalismo su cultura les sirve al menos para conservar y persistir
en la suya. Desde fuera del liberalismo multiculturalista, éste suele parecer
una entelequia, en la teoría, si no en riesgo suicida de descomposición
social, en la práctica, pero a juzgar por sus resultados, en Canadá y otros
países de la vieja Commonwealth, es una filosofía instruida y bastante
eficaz. En este sentido hay que destacar la aportación de teóricos como
Charles Taylor y su defensa de la recognition, Michael Wal zer (liberal
multiculturalism), y posteriormente Joseph Raz (liberal multiculturalism) y Will
Kymlicka (liberal culturalism).
No obstante, el modelo de la agregación, basado en la concepción
multiculturalista, muestra notables contradicciones con la finalidad de una
inclusión social democrática de las identidades culturales. Ya me he
referido antes a su riesgo de coincidir, en la práctica, con los efectos del
modelo segregacionista.

8. R. J. F. Day, Multiculturalism and the History of Canadian Diversit y, pag. 146 ss.
9. Véase a título de ejemplo: A. ScMesinger, The Disuniting of America, A. Bloom, be
Cl0sing of the American find. Enla linea npuesta, de un liberalismo compatible con el multi-
culturalismo, yid., entre otros: W. Kymlicka, Liberalism, Communtty and Culture-, J. Raz, «Mul-
ticulturalism: A Liberal Perspective», Dtssettt; N. Glazer, We Are All Mu! ticulturalists how.
10. Ch. Taylor, «The Politics of Recognition», en A. Gutman (ed.), Multiculturalism and
the Polilies of Recognition.
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La agregación multiculturalista se sostiene en países de constante in-


migración y oportunidades de trabajo para todos sus habitantes. Pero
cuando faltan estas condiciones, o simplemente se atentan, como ocurre en
Estados Unidos en relación con Canadá, sus posibilidades de éxito se
atentan también y aparecen los defectos que lo alejan de la libertad y la
igualdad democráticas.” En una palabra, arroja las minorías al gueto y
éstas pierden sus derechos, aunque en teoría los posean. De la separación
positiva se retorna a la negativa, agravada casi siempre por la precariedad
económica, pero también, no debe olvidarse, por una falta de confianza y
aplicación en los valores y los programas educativos que fomenten el
contacto e intercambio entre los diferentes grupos etnoculturales.
Las mediaciones son decisivas para las buenas relaciones intergrupales
y de cada grupo con el conjunto social. Desde luego las que provienen
de la economía, los servicios sociales y la política misma, con la-facilitación
de la ciudadanía para todos, son fundamentales en cuanto a esta ar monía.
Pero no lo son menos las mediaciones de tipo educativo y cultural en
general. De otro modo, el racismo y la xenofobia, latentes de una u otra
manera en toda sociedad, se desatar ante el menor signo de alarma social y
los logros de la inclusión caen por tierra.
Véase la islamofobia disparada en muchos países occidentales tras los
atentados del 11 de septiembre de 2001 atribuidos a ‹fundamentalistas
islámicos». O, en otro ejemplo, la estrecha relación entre las desigualdades
económicas y la pertenencia etnocultural en países tan abiertos al
multiculturalismo como el Reino Unido, Suecia y el propio Canadá.'2
En éstos y otros lugares, el gran tabú consiste en hablar del racismo,
precisamente porque aún existe en ellos. Si el modelo de inclusión
agregacionista tuviera más en cuenta los nexos entre las culturas, y no sólo
sus diferencias, este déficit educativo, peligroso para la democracia, quizás
no existiría.

11: W Kymlicka, Ciudadanía riulti mental, págs. 93—95; M. Walzer, et al. The Politica ofEth-
marty, pags. 6—7, 10.
12. Véase M. Ornstein, Ethno-racial Inequalit e in the City of Toronto.

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integración

Finalmente, la alternativa tanto a la agregación como a la asimilación es


la integración. Con ella no se dice ‹aquí, pero separados»; ni ‹aquí, e iguales».
Si no, en un punto equidistante: ‹Aquí, pero diferentes» (Here, but
different).
La integración es el modelo propio de una inclusión social
intercultural. La libertad está al servicio de la inclusión, pero la
igualdad lo está también al de la diferencia, que no es incompatible con
ninguno de esos dos valores democráticos esenciales. Así, el ethnos
conjuga con el demos, y viceversa.
Lo mismo que ocurre con la agregación, en la integración —o
inclusión intercultural, en otras palabras— la diversidad es reconocida tanto
en el ámbito de lo privado como en el de 1o público: cosa, esta última,
que no sucede con la asimilación. Pero ahora se pone énfasis en la
inclusión, lo unitivo, y no sólo en la diferencia. Ésta ya no es
«separadora». Y al igual que la agregación, este modelo se basa en el
multiculturalismo, pero de signo moderado (soft multiculturalism), no
extremo. Respeta las diferencias sin ser diferencialista. Es
multiculturalista, pero apuesta a conti nuación por la interculturalidad, cosa
que resulta extraña para 1os agregacionistas.
Puesto que fomenta la inclusión y lo intercultural desde la diferencia,
esta insistencia en lo dialogal y unitivo hace, sin embargo, del modelo
integracionista una vía de inserción socio con un inevitable componente de
aculturación. Pues al mismo tiempo que, en contacto con el resto, todos
los grupos ganan nuevos rasgos culturales, también los pierden, especial-
mente cuando se trata de compartir la ciudadanía y los mínimos requisitos
morales —según decía en el capítulo anterior— que forman la identidad
común actuante en favor de esta ciudadanía compartida. Aunque en realidad
este objetivo básico no comporta siempre renunciar a aspectos de la propia
identidad cultural, es fácil que produzca en determinadas culturas e
individuos esta impresión de renuncia o por lo menos de alteración
insólita y cargante de lo que se tenía por costumbre hacer y creer.
En cualquier caso, la aculturación inevitable en este modelo de
inclusión social no puede menos que ser libre y recíproca entre todos
los
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grupos sociales y de éstos con la sociedad que los incluye y ayuda a articular
entre sí. La diferencia con la aculturación propia del modelo asimilacionista
es que ya no es forzada. Y la diferencia con el modelo agregacionista y sus
principios de tolerancia liberal es que ahora los grupos culturales no son
sólo ‹reconocidos» y ‹protegidos», sino respetados’, en tanto que la
integración es el resultado de una tarea voluntaria y común en que todos
precisan ser protagonistas.
Las minorías no deben ser sujetos pasivos de la política, ni siquiera en
nombre de la tolerancia y el favor público. Si el ‹ otro» es sólo objeto del
reconocimiento de la mayoría, en realidad no se respeta al otro. No se
cree en é1 como sujeto. Sería contradictorio, entonces, invocar en su
favor la libertad o el beneficio público. Hay que insistir siempre, en
consecuencia, en el carácter democrático y pluralista de la integración
como vía de inclusión social. La integración es democrática, o de lo
contrario estaremos de nuevo, en los más de los casos, en alguna forma
solapada de asimilacionismo.

Integración no es adaptación

La integración no ha de representar homogeneización ni tipo alguno de


exclusión que de ella se derive. Ha de ser compatible con el pluralismo y
no contradecir los principios democráticos que excluyen el trato
discriminatorio con cualquier grupo social.
Es discriminatorio y bien poco democrático decir, como oímos tan a
menudo, que los musulmanes no se ‹integran» porque ‹el Islam no es
democrático›. Incluso, para confirmarlo, se pone el ejemplo de Arabia
Saudí y otros regímenes autocráticos que le interesa al propio
Occidente
‹democrático» mantener en este estado.
Ocurre en algunos países que para evitar la fractura social se procede
a una asimilación rápida y expeditiva de sus minorías culturales o
nacionales.” Se espera de los inmigrantes recién llegados que en pocos
meses se comporten como lo hacen aquellos otros que son hijos o nietos
de in-

13. G. Myrdal, An American Dilemma, sol. 2, pág. 929.


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migrantes y se han ‹adaptado» al país. Pero eso se traduce con los años en
nuevas formas de exclusión social. La integración es el modelo alternativo
para impedirlas, aunque hay que evitar también su aplicación en términos
otra vez asimilacionistas, como se hace en algunos lugares con la excusa de
una sociedad ‹cohesionada» o ‹integrada»." La retórica dominante de la
‹integración», especialmente en Europa, es aun altamente asi milacionista.
La mayoría democrática impone vías de inclusión no siempre democráticas a
las minorías. Una integración discriminatoria es inefectiva y carece de
sentido. lo pasa de ser una asimilación ‹estructural», pero sin logros de
estructura o articulación social, a fin de cuentas. Nunca, pues, se insiste
demasiado al recordar que la integración en la ciudadanía común debe ser
una integración democrática.
De este modo tampoco se puede pensar que la integración sea una
especie de ‹contrato» entre las partes protagonistas.” Que la ciudadanía
compartida, y la identidad común que presupone, impliquen el desarro llo
de ciertos principios contractuales, como se vio en el capítulo ante rior,
no tiene por qué hacer pensar que la integración democrática sea por
entero una relación contractual.
Entre el grupo socio dominante y el resto no puede haber siempre
contrato o transacción. Es así, de hecho, y cuando existe de derecho es
algo más bien artificial. Una vez reunidos los requisitos básicos del
reconocimiento legal y el respeto social de la diversidad cultural, la
integración de los grupos etnoculturales y nacionales al conjunto social
consiste mucho más en una renegociación continua que en la aplicación
de un contrato por el que se ‹gana» tanto como se ‹pierde» o cede en
favor de este conjunto social.
En otras palabras, no hay que esperar a que cada grupo, cada individuo
‹den» de su parte, para que la sociedad o el resto de los grupos e individuos
les ‹devuelvan» conforme a lo aportado. Cada uno ya «da» a la sociedad lo
que aporta espontáneamente con su trabajo, el respeto a la ley, sus
impuestos, y su identidad cultural en contacto con el resto. Es abusivo
exigir que éstas y otras aportaciones se den como ‹contrapartida»
contractual

14. N. Glazer, Beyond the Melting dot.


15. W. Kymlicka, Finding our VVay, pag. 58.
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al hecho de permitir la presencia de alguien en la colectividad y


reconocerle sus derechos. Exigirle que sea más cumplidor de la ley que
nosotros, o más flexible con su cultura que nosotros con 1a nuestra, es
una forma de discriminación y desde luego no es un contrato.
Cuando hablamos de un pacto o transacción con los grupos
minoritarios o marginados por su identidad ’cultural hemos de referirnos
siempre al pacto cívico-moral por una sociedad de cultura compartida,
requisito indispensable para el reconocimiento y la protección, entre
todos, de la diversidad cultural. Extender este pacto al resto de niveles de
la inclusión social es ya, de entrada, romper con la reciprocidad necesaria
a todo pacto y faltar, así, a la idea misma de contrato. Si algún grupo
tiene que ‹dar» o ‹ceder» más que el resto, éste, en cualquier caso, tiene que
ser el mayoritario o dominante, por tener el poder y los recursos para
dirigir 1as políticas de inclusión. No se puede hacer como hacen muchos
con los inmigrantes musulmanes,' por poner un ejemplo: que cambien de la
noche a la mañana sus costumbres ‹atrasadas». Pero cada pueblo necesita
su tiempo para evolucionar, incluido el nuestro. No les exijamos a otros
lo que nosotros mismos no estuvimos en condiciones de dar.
La integración democrática sólo se sostiene por el interés compartido
hacia una cultura común no preexistente y consolidada, sino en continua
construcción. No se limita a un contrato. Requiere pactos, negociaciones
permanentes y, en la base de todo ello, el compromiso con unos mínimos
principios éticos interculturales. No puede ser, por tanto, una integración
unilateral, en que sólo un grupo, sea el mayoritario o el minoritario,
realiza el esfuerzo integrador. Debe ser, en cambio, bilateral, en términos
que exceden el do ut des o trueque simultáneo de bienes, derechos,
deberes y actitudes. Un contrato sólo necesita una cultura de lo privado;
la inclusión social necesita, además, y, sobre todo, una cultura de lo
público. Sin ésta puede haber tolerancia, pero no respeto; mutualismo
interesado, pero no reciprocidad; libertad para actuar, pero no
participación.
Sin un horizonte de cultura pública compartida la inclusión social se
hace a ciegas, improvisadamente bajo la presión de la conveniencia o del
temor, y a1 final se muestra insostenible. La integración democrática es
una tarea por parte de todos los grupos sociales. Ninguno, ni siquiera e1
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que parece más apegado a su identidad, será el mismo de antes, y la sociedad,


en su conjunto, también deberá haber cambiado.
En esta tarea compartida juegan un papel esencial, además de los
derechos civiles y políticos, las oportunidades laborales, el uso de una
lengua vehicular común, el acceso a la Vivienda y la sanidad, el derecho a
la educación, y la celebración de todos aquellos ‹rituales de civismo» —
por ejemplo a través del deporte, la fiesta, el voluntariado social, y las
múltiples ocasiones del activismo solidario— que facilitan el contacto
intercultural y estimulan la sensibilidad para actuar con nuestros vecinos.’6
Ser compatriotas, conciudadanos, pasa antes por ser vecinos y actuar como
tales. Difícilmente seremos lo primero si no sabemos antes quién es nues tro
prójimo.
La integración, por lo dicho hasta aquí, se hace a través de distintos
niveles que se apoyan unos a otros. Si falla uno, el resto también, y todos
deben ser niveles compatibles con la pluralidad cultural y el respeto
democrático a las minorías o grupos dominados.
Integrarse no es ‹adaptarse» a una cultura determinada ni ‹identificarse»
con sus creencias y costumbres. Es integrarse a una sociedad que no está
nunca acabada y se hace, es lo que es, con la interacción de to das sus partes.

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