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¿Quién soy?

El concepto de identidad:
El «concepto de identidad», se ha dicho, «es tan indispensable como confuso». Es «múltiple,
difícil de definir y escapa a muchos de los métodos comunes de medición». El estudioso más
destacado de la identidad en el siglo XX, Erik Erikson, tildó dicho concepto de «omnipresente»,
pero, también, de «vago» e «inconmensurable». La exasperante imposibilidad de eludir la
identidad queda perfectamente demostrada en la obra del distinguido teórico social León
Wieseltier. En 1996, publicó un libro, Against Identlty, en el que denunciaba y ridiculizaba la
fascinación de los intelectuales por dicho concepto. En 1998, publicó otro libro, Kaddish, una
afirmación elocuente, apasionada y explícita de su propia identidad judía. La identidad es,
parece, como el pecado: por mucho que nos opongamos, no podemos librarnos de ella.

Pero si es inevitable, ¿cómo la definimos? Los académicos tienen respuestas diversas que, no
obstante, convergen hacia un tema central. La identidad es el sentimiento de «yo» de un
individuo o de un grupo. Es un producto de la autoconciencia de que yo (o nosotros) poseo (o
poseemos) cualidades diferenciadas. como te distinguen de ti (y a nosotros de ellos). Un bebé
recién nacido puede contar ya desde su nacimiento con una serie de elementos identitarios:
un nombre, un sexo, una ascendencia parental y una ciudadanía. Ahora bien, ninguno de esos
elementos se convierte en parte de su identidad hasta que el bebé adquiere conciencia de
ellos y se define en términos de los mismos. La identidad, tal como un grupo de académicos se
refirió a ella, «remite a las imágenes de individualidad y de personalidad propia (el “yo”) que
un actor posee y proyecta y que se forman (y modifican con el tiempo) por medio de
relaciones con “otros” significativos». El hecho mismo de que las personas interactúen las unas
con las otras hace que no tengan más remedio que definirse en relación con esas otras
personas e identificar las similitudes que las unen y las diferencias que las separan.

Las identidades son importantes porque influyen en la conducta de las personas. Si me concibo
a mí mismo como académico, trataré de actuar como tal. Pero los individuos pueden también
cambiar sus identidades. Si empiezo a actuar de forma diferente —como un polemista, por
ejemplo—, experimentaré una «disonancia cognitiva» y, probablemente, intentaré liberar la
angustia resultante abandonando ese comportamiento o redefiniéndome como defensor de
una determinada causa política en vez de como académico. Igualmente, si una persona hereda
una identidad de partido nítidamente demócrata, pero empieza a votar reiteradamente a
candidatos republicanos, es muy posible que acabe redefiniéndose como republicana.

Conviene hacer, de todos modos, una serie de aclaraciones a propósito de las identidades.

En primer lugar, tanto los individuos como los grupos tienen identidades. Los individuos, no
obstante, hallan y redefinen sus identidades en el seno de grupos. Como ha mostrado la teoría
de la identidad social, la necesidad de identidad les mueve a buscarla incluso en grupos
construidos de un modo arbitrario y aleatorio. Un mismo individuo puede ser miembro de
muchos grupos y, por tanto, es capaz de intercambiar identidades. Por otra parte, la identidad
de grupo suele implicar una característica definitoria primaria y es menos intercambiable. Yo
tengo unas identidades como politólogo y como miembro del departamento de ciencia política
de Harvard. Cabría la posibilidad de que me redefiniera como historiador o de que me hiciera
miembro del departamento de ciencia política de Stanford, siempre que ellos estuvieran
dispuestos a aceptar ese cambio en mi identidad. Sin embargo, el departamento de ciencia
política de Harvard no puede convertirse en un departamento de historia ni trasladarse como
institución a Stanford. Su identidad está mucho más fi- jada que la mía. De hecho, si la base de
la característica definitoria de un grupo desaparece, por ejemplo, porque alcanza la meta para
la que había sido creado, la existencia misma del grupo se ve amenazada, al menos hasta que
logre encontrar otra causa con la que motivar a sus miembros.

En segundo lugar, las identidades son, en su inmensa mayoría, construidas.Las personas


fabrican su identidad sometidas a grados diversos de presión, incentivación y libertad.
Benedict Anderson definió las naciones como «comunidades imaginadas», una expresión
muchas veces citada desde entonces. Las identidades son personalidades imaginarias: son lo
que creemos que somos y lo que queremos ser. Aparte de la ascendencia (que, aun así, puede
ser repudiada), del género (que algunas personas logran cambiar) y de la edad (que puede ser
negada, pero no cambiada mediante la acción humana), las personas son relativamente libres
de definir sus identidades como deseen, aunque pueden no ser capaces de ponerlas en
práctica. Pueden heredar su etnia y su raza, pero pueden redefinirlas finirlas o rechazarlas, sin
olvidar que el significado y a aplicabilidad de un término como de «raza» cambia con el
tiempo.

En tercer lugar, los individuos y, en menor grado, los grupos tienen múltiples identidades. Estas
pueden ser adscriptivas, territoriales, económicas, culturales, políticas, sociales y nacionales.
La prominencia relativa de cada una de ellas para el individuo o el grupo en cuestión puede ser
diferente según el momento y la situación, como también varía la medida en la que esas
identidades se complementan o están confrontadas entre sí. «Sólo situaciones sociales
extremas —señala Karmela Liebkind—, como las batallas en plena guerra, pueden erradicar
temporalmente todas las afiliaciones de grupo salvo una.»’

En cuarto lugar, las identidades son definidas por el yo, pero son pro- _ ducto de la interacción
entre el yo y los otros. La percepción que los otros tienen de un individuo o de un grupo afecta
la definición propia de ese mismo individuo o grupo. Si una persona entra en una nueva
situación social y es percibida como alguien de fuera que no pertenece a aquel en- torno, es
probable que ella misma acabe viéndose de ese modo. Si una gran mayoría de la población de
un país cree que los miembros de un grupo minoritario son inherentemente atrasados e
inferiores, es muy pro- bable que los miembros de dicho grupo acaben interiorizando esa
concepción de sí mismos y que ésta pase a formar parte de su identidad. También puede que
reacciones contra esa caracterización y se definan por oposición a ella. Las fuentes externas de
identidad pueden provenir del entorno inmediato, de la sociedad en general o de las
autoridades políticas. Los propios gobiernos, más de una vez, han sido los que han asignado
identidades raciales o de otro tipo a los individuos.Las personas pueden aspirar a una
identidad, pero no serán capaces de adoptarla a menos que no sean bien recibidas por quienes
ya tienen esa identidad. La cuestión crucial de la post Guerra Fría para los pueblos de la Europa
del este era si Occidente aceptaría que se identificaran a sí mismos como unos occidentales
más. Los occidentales han aceptado a los polacos, a los checos y a los húngaros. Es menos
probable que lo hagan con otros pueblos europeos orientales que también quieren una
identidad occidental. Se han mostrado siempre reaccios a hacerlo con los tur cos, por ejemplo,
a pesar de que la élite administrativa de ese país desea desesperadamente que Turquía sea
occidental. De ahí que los turcos ha yan vivido en un conflicto permanente sobre si
considerarse principalmente un país occidental, europeo, musulmán, de Oriente Próximo o,
incluso, de Asia central.
En quinto lugar, la prominencia relativa de las identidades alternativas de un individuo o grupo
es situacional. En ciertas situaciones, las personas subrayan aquel aspecto de su identidad que
las vincula a las personas con las que están interactuando. En otras situaciones, las personas
hacen hincapié en aquellos elementos de su identidad que las distinguen de otras. Se dice que
una psicóloga se concebirá a sí misma como mujer cuando esté en compañía de doce
psicólogos varones, pero que en compañía de doce mujeres que no sean psicólogos, se
considerará, sobre todo, una psicóloga. La prominencia de la identificación de las personas con
su patria suele incrementarse cuando viajan al extranjero y observan los modos de vida
diferentes de los habitantes de otros países. En su intento de liberarse del dominio otomano,
los serbios recalcaron su religión ortodoxa, mientras que los albaneses musulmanes pusieron
el énfasis en su etnia y su lengua. De un modo similar, los fundadores de Pakistán definieron la
identidad del país en términos de su religión musulmana para justificar su independencia de la
India. Años más tarde, los musulmanes de Bangladesh enfatizaron su cultura y su lengua para
legitimar su independencia de sus correligionarios paquistaníes.

Las identidades pueden ser limitadas o amplias, y la amplitud de la identidad más prominente
varía según la situación en la que se hallan las personas «tu» y «yo» nos convertimos en
«nosotros» cuando aparece un «ellos› o, como dice un refrán árabe: «Mi hermano y yo contra
nuestros primos; nosotros y nuestros primos contra el mundo». Cuanto más interactúan las
personas con miembros de culturas distantes y distintas, más amplían, a su vez, sus
identidades. Para franceses y alemanes, su identidad nacional pierde relevancia comparada
con su identidad europea, según Jonathan Mercer, cuando surge una más amplia «conciencia
de una diferencia entre “nosotros” y “ellos” o entre las identidades euro- pea y japonesa»."
Por tanto, es lógico que los procesos de globalización acaben provocando que identidades más
amplias, como la religión y la civilización, asuman una mayor importancia para los individuos y
los pueblos.

OTROS Y ENEMIGOS

Para definirse, las personas necesitan a un «otro». ¿Necesitan también a un enemigo? Algunas,
sin duda, sí. «Oh, qué maravilloso es odiar», dijo Josef Goebbels. «Oh, qué alivio luchar,
combatir contra enemigos que se defienden, enemigos que están despiertos», decía André
Malraux. Las anteriores son articulaciones extremas de una necesidad humana, más contenida
por lo general, pero ampliamente presente, como reconocieron dos de las mentes más
grandes del siglo XX. En un carta dirigida a Sigmund Freud en 1933, Albert Einstein sostenía
que todos los intentos de eliminar la guerra habían «terminado en un lamentable fracaso [...]
el hombre alberga en su interior ansias de odio y destrucción». Freud estaba de acuerdo: las
personas son como animales, le respondió, resuelven los problemas recurriendo a la fuerza y
sólo un Estado mundial omnipotente podría impedirlo. Los seres humanos, según Freud, sólo
tienen dos clases de instintos: «Los que pretenden preservar y unir [...] y los que pretenden
destruir y matar». Ambos son esenciales y operan en conjunción mutua. Por ello, «es inútil
tratar de acabar con las inclinaciones agresivas del hombre».

Otros estudiosos de la psicología y de las relaciones humanas han sostenido posturas


parecidas. Vamik Volkan ha dicho que existe la necesidad «de tener enemigos y aliados». Esta
tendencia se presenta mediada la adolescencia, cuando «el otro grupo pasa a ser considerado
definitiva mente como el enemigo». La psique es «la creadora del concepto de ene- migo. [...]
Mientras el grupo enemigo se mantenga a distancia (psicológicamente hablando, al menos),
nos proporciona ayuda y consuelo, y hace que aumente nuestra cohesión y que las
comparaciones nos resulten gratificantes». Los individuos necesitan autoestima,
reconocimiento, aprobación: aquello a lo que Platón, tal como nos recordaba Francis
Fukuyama, aludía con el concepto de thymos y que Adam Smith denominaba vanidad. El
conflicto con el enemigo refuerza todas esas cualidades dentro del grupo.

La necesidad de autoestima de los individuos les lleva a creer que su grupo es mejor que otros.
Su concepto de sí mismos crece y decae en función de las fortunas de los grupos con los que se
identifican y de la medida en que otras personas son excluidas de su grupo. El etnocentrismo,
en palabras de Mercer, es «el corolario lógico del egocentrismo». Aunque su grupo sea
totalmente arbitrario, provisional y «mínimo», las personas, tal como predice la teoría de la
identidad social, siguen discriminando a favor de su grupo en comparación con cualquier otro.
De ahí que, en muchas situaciones, las personas opten por sacrificar ganancias absolutas
con tal de obtener ganancias relativas. Prefieren estar peor en términos absolutos, pero mejor
que otro a quien tengan por rival, en lugar de estar mejor en términos absolutos, pero no tan
bien como dicho rival: «superar al grupo externo es más importante que el beneficio a secas».
Esa preferencia se ha visto repetidamente confirmada por la evidencia procedente de los
experimentos psicológicos y de los sondeos de opinión pública, por no hablar del sentido
común y la experiencia diaria. Para desconcierto de los economistas, los estadounidenses
dicen preferir estar peor económicamente, pero por delante de los japoneses, a estar mejor,
pero por detrás de ellos.

El reconocimiento de la diferencia no genera necesariamente competencia, ni mucho menos


odio. Pero hasta las personas que tienen poca necesidad psicológica de odiar pueden
encontrarse implicadas en procesos conducentes a la creación de enemigos. La identidad
requiere diferenciación. La diferenciación precisa comparación, la identificación de todo
aquello en lo que «nuestro» grupo difiere del «suyo». La comparación, a su vez, genera
evaluación: ¿las formas de hacer las cosas de nuestro grupo son mejores o peores que las de
su grupo? El egotismo de grupo lleva a la justificación: nuestros modos son mejores que los
suyos. Dado que los miembros del otro grupo también están inmersos en un proceso similar,
las justificaciones contradictorias resultantes conducen a la competencia: tenemos que
demostrar la superioridad de nuestra forma de hacer las cosas respecto a la de ellos. La
competencia conlleva el antagonismo y la ampliación de lo que, al principio, no eran más que
diferencias limitadas hasta convertirlas en más intensas y fundamentales. Se crean
estereotipos, se demoniza al oponente; el otro se metamorfosea en el enemigo.

Si bien la necesidad de enemigos explica la ubicuidad del conflicto, tanto entre sociedades
humanas como dentro de cada una de ellas, no ex- plica las formas y los escenarios de dicho
conflicto. La competencia y el conflicto sólo pueden tener lugar entre entidades que estén en
el mismo universo o arena. En cierto sentido, como decía Volkan, «el enemigo» tiene que ser
«como nosotros». Un equipo de futbol puede ver a otro ' equipo de futbol como su rival;
nunca considerará a un equipo de hockey de ese modo.

El departamento de historia de una universidad puede pensar que los departamentos de


historia de otras universidades son rivales suyos a la hora de obtener profesores, estudiantes y
prestigio en el campo de la historia. Pero no verá al departamento de física de su propia
universidad desde esa perspectiva. No obstante, puede que sí considere el departamento de
física como un rival a la hora de obtener financiación de su propia universidad. Los
competidores han de jugar en el mismo campo de juego, y la mayoría de individuos y grupos
juegan en terrenos distintos. Así pues, tiene que haber unos terrenos de juego, pero, de todos
modos, los jugadores pueden cambiar, sin olvidar que a un partido o encuentro le sigue otro.
Por tanto, la probabilidad de una paz general o duradera entre grupos étnicos, Estados o
naciones es remota. Como muestra la propia experiencia humana, el final de una guerra
(caliente o fría) genera las condiciones para otra. «Una de las partes consustancia les al ser
humano —según la conclusión de una comisión de psiquiatras— ha sido siempre la búsqueda
de un enemigo en el que personificar temporal o permanentemente aspectos de los que
renegamos en nosotros mismos.»' 0 La teoría de la distintividad, la teoría de la identidad
social, la sociobiología y la teoría de la atribución, desarrolladas todas ellas en el tramo final
del siglo XX, sustentan la conclusión según la cual las raí- ces del odio, de la rivalidad, de la
necesidad de enemigos, de la violencia personal y de grupo y de la guerra se encuentran en la
psicología y en la condición humanas.

FUENTES DE IDENTIDAD

Las personas pueden elegir entre un número casi infinito de posibles fuentes de identidad.
Estas pueden ser principalmente:

1. Adscriptivas, como la edad, la ascendencia, el género, el parentesco (los familiares de


sangre), la etnia (definida como un parentesco ampliado) y la raza.

2. Culturales, como el clan, la tribu, la etnia (definida como un modo de vida), la lengua, la
nacionalidad, la religión, la civilización.

3. Territoriales, como el barrio, el pueblo, la localidad, la ciudad, la provincia, el Estado, la


región, el país, el área geográfica, el continente, el hemisferio.

4.Políticas, como la facción, la camarilla, el líder, el grupo de interés, el movimiento, la causa,


el partido, la ideología, el Estado.

5. Económicas, como el empleo, la ocupación, la profesión, el grupo de trabajo, la empresa, la


industria, el sector económico, el sindicato, la clase.

6. Sociales, como los amigos, el club, el equipo, los colegas, el grupo de ocio, el estatus.

Es probable que cualquier individuo concreto esté implicado en muchos de esos colectivos,
pero eso no significa necesariamente que sean todos fuentes de su identidad. Una persona
puede, por ejemplo, considerar que su empleo o su país son odiosos y, por tanto, los rechace
de plano. Por otra parte, las relaciones entre las distintas identidades son complejas. La
relación es diferenciada cuando las identidades son compatibles en sentido abstracto, pero
éstas pueden, en ocasiones, imponer exigencias contradictorias al individuo (como ocurre con
la identidad familiar y la profesional). Otras identidades, como las territoriales o las culturales,
son jerárquicos en cuanto a su alcance. Las identidades más amplias incluyen otras más
limitadas y estas identidades menos inclusivas (como la que vincula al individuo a una
provincia, por ejemplo) pueden estar confrontadas o no con la identidad más inclusiva (la que
lo liga a un país, por poner un caso). Además, las identidades de una misma clase pueden ser
exclusivas o no. Las personas pueden, por ejemplo, declarar una nacionalidad dual y
proclamarse estadounidenses e italianas al mismo tiempo, pero es difícil que declaren una
religiosidad dual y se confiesen musulmanas y católicas a la vez.
Las identidades difieren también en cuanto a su intensidad. La intensidad es muchas veces
inversamente proporcional a la amplitud; las personas se identifican más intensamente con su
familia que con su partido político, aunque no siempre. Además, la prominencia de las
identidades de toda clase varía en función de las interacciones entre el individuo o grupo y su
entorno.

Las identidades más limitadas o amplias de una misma jerarquía pueden reforzarse
mutuamente o estar confrontadas entre sí. Edmund Burke utilizó una famosa expresión para
argumentar que «el apego a la subdivisión, el amor al pequeño pelotón al que pertenecemos
en la socie- dad, es el primer principio (el germen, por así decirlo) de los afectos públicos. El
amor al todo no se extingue en esa parte subordinada». El fenómeno del «pequeño pelotón»
es clave, por ejemplo, para el éxito militar. Los ejércitos ganan batallas porque sus soldados se
identifican intensa- mente con sus camaradas de armas más inmediatos. Si no se fomenta la
cohesión en las pequeñas unidades, como bien aprendió el ejército estadounidense en
Vietnam, se puede estar abocado a un desastre militar. No obstante, en ocasiones, las
lealtades subordinadas entran en conflicto e incluso desplazan a las más amplias, como ocurre
con los movimientos de defensa de la autonomía o la independencia territoriales. Las
identidades jerárquicas mantienen una difícil convivencia.

LA FALSA DICOTOMÍA

Las naciones, el nacionalismo y la identidad nacional son, en gran parte, producto del curso
tumultuoso de la historia europea desde el siglo XV al XIX. La guerra hizo al Estado, pero
también hizo a las naciones. «Ninguna Nación, en el auténtico sentido de la palabra —tal como
sostiene el historiador Michael Howard— podría haber nacido sin guerra [...] ninguna
comunidad consciente de sí misma podría haberse establecido como un actor nuevo e
independiente en la escena mundial sin un conflicto armado o sin la amenaza de uno.» Las
personas fueron desarrollando su conciencia de identidad nacional a medida que lucharon
para diferenciarse de otras personas con una lengua, una religión, una historia o una ubicación
distintas.

Los franceses y los ingleses, y, posteriormente, los holandeses, los españoles, los suecos, los
prusianos, los alemanes y los italianos, cristalizaron sus identidades nacionales en el crisol de la
guerra. Para sobre- vivir y triunfar en los siglos XVI a XVIII, los reyes y los príncipes tuvieron que
movilizar cada vez más recursos económicos y demográficos de sus territorios y llegaron
finalmente a crear ejércitos nacionales para reemplazar a los mercenarios. A lo largo de ese
proceso, promovieron la conciencia nacional y la confrontación de una nación contra otra.
Llegado el decenio de 1790, según R. R. Palmer, «las guerras de los reyes ya se habían
terminado; habían dado comienzo las guerras de los pueblos». Las palabras «nación» y
«patrie» no se introducen en las lenguas europeas hasta mediados del siglo XVIII. El
surgimiento de la identidad británica fue prototípico. La identidad inglesa se había definido a
través de las guerras contra los franceses y los escoceses. La identidad británica surgió
posteriormente como «una invención forjada, sobre todo, en la guerra. La guerra contra
Francia unió una y otra vez a los británicos, ya vinieran de Gales, Escocia o Inglaterra, en una
confrontación continuada contra un Otro obviamente hostil y los animó a definirse
colectivamente contra él. Se definieron como protestantes luchando por su supervivencia
contra la más importante potencia católica del mundo».
Los académicos postulan, por lo general, dos tipos de nacionalismo y de identidad nacional,
que etiquetan de modos diversos: cívico y étnico, político y cultural, revolucionario y tribalista,
liberal e integral, racional- asociativo y orgánico-místico, cívico-territorial y étnico-genealógico,
o, simplemente, patriotismo y nacionalismo. El primer término de cada una de esas dicotomías
es considerado bueno y el segundo, malo. El nacionalismo bueno, el cívico, asume una
sociedad abierta, basada —al menos, en teoría— en un contrato social que las personas de
cualquier raza o etnia pueden suscribir, convirtiéndose, con ello, en ciudadanos. El
nacionalismo étnico, en comparación, es exclusivo, y sólo quienes comparten ciertas
características primordiales, étnicas o culturales pueden ser miembros de la nación. A
principios del siglo XIX, según los estudiosos del tema, el nacionalismo y los esfuerzos de las
sociedades europeas por crear identidades nacionales eran fundamentalmente de tipo cívico.
Los movimientos nacionales afirmaban la igualdad de los ciudadanos y, por tanto, socavaban
las distinciones de clase y estatus. El nacionalismo liberal desafiaba a los imperios autoritarios
multinacionales. Posteriormente, el romanticismo y otros movimientos generaron un
nacionalismo étnico intransigente, ensalzador de la comunidad étnica por encima del
individuo, que alcanzó su apoteosis en la Alemania de Hitler.

La dicotomía entre nacionalismo cívico y étnico, sean cuales sean sus etiquetas, es
excesivamente simple y no puede sostenerse. La categoría étnica en la que se incluyen la
mitad de los términos incluidos en los binomios anteriormente mencionados es un cajón de
sastre en el que caben todas las formas de nacionalismo o de identidad nacional que no sean
claramente contractuales, cívicas y liberales. En particular, combina dos concepciones muy
distintas de la identidad nacional: la étnico-racial, por un lado, y la cultural, por el otro. Es
posible que el lector ya haya apreciado que la «nación» no aparece entre las cuarenta y ocho
posibles fuentes de identidad enumeradas en las páginas. El motivo es que si bien la identidad
nacional ha sido (a veces) la más elevada forma de identidad en Occidente también ha sido
una identidad derivada cuya intensidad proviene de otras fuentes. La identidad nacional suele
contener (aun- que no siempre) un elemento territorial y puede incluir también uno o más de
carácter adscriptivo (raza, etnia), cultural (religión, lengua) y polí- tico (Estado, ideología), así
como, ocasionalmente, alguno económico (el sector agrario) o social (las redes).

El motivo principal que se repite a lo largo de este libro es la continuada centralidad que la
cultura angloprotestante ha ocupado en la identidad nacional estadounidense. No obstante, el
término «cultura» tiene muchos significados. Probablemente, el más habitual es el que se
refiere a los productos culturales de una sociedad, incluyendo tanto su «alta» cultura de arte,
literatura y música como su «baja» cultura de entretenimiento popular y preferencias de
consumo. En el presente libro, «cultura» significa algo diferente. Hace referencia a la lengua,
las creencias religiosas y los valores sociales y políticos de un pueblo, así como a sus
concepciones de lo que está bien y lo que está mal, de lo apropiado y lo inapropiado, y a las
instituciones objetivas y pautas de comportamiento que reflejan esos elementos subjetivos.
Por citar un ejemplo, del que se habla en el capítulo 4: los estadounidenses tienen (en líneas
generales y con respecto a las personas de otras sociedades comparables) una mayor
proporción de población ocupada, jornadas laborales más largas y vacaciones más cortas,
menores subsidios de desempleo y menores pensiones por invalidez o jubilación, así como una
edad de retiro más avanzada. En líneas generales, también, los estadounidenses se sienten
más orgullosos de su trabajo, tienden a experimentar una cierta ambivalencia ante el ocio (a
veces, incluso, un sentimiento de culpa), desprecian a quienes no trabajan y consideran la ética
del trabajo un elemento clave de lo que significa ser americano. Parece, pues, razonable
concluir que ese énfasis, tanto objetivo como subjetivo, en el trabajo es una característica
distintiva de la cultura estadounidense comparada con las de otras sociedades. Ése es el
sentido en el que se emplea el término cultura en este libro.

La simplificada dualidad «cívico-étnico» combina cultura y elementos adscriptivos, conceptos


muy diferentes entre sí. Al desarrollar su teoría de la etnicidad en Estados Unidos, Horace
Kallen sostuvo que por mucho que cambie un inmigrante, «no puede cambiar de abuelo». De
ello dedujo que las identidades étnicas son relativamente permanentes." Los matrimonios
mixtos desdicen ese argumento, pero resulta aún más importante la distinción entre
ascendencia y cultura. Nadie puede cambiar de abuelos; en ese sentido, la herencia étnica nos
viene dada. Pero, del mismo modo, nadie puede cambiar el color de su piel y, sin embargo, las
percepciones de lo que ese color significa pueden variar. Lo que una persona sí puede cambiar
es su cultura. Hay personas que se convierten de una religión a otra, aprenden nuevos
idiomas, adoptan nuevos valores y creencias, se identifican con nuevos símbolos y se
acomodan a nuevas maneras de vivir. La cultura de una generación más joven suele diferir en
muchas de esas dimensiones de la de la generación anterior. A veces, pueden cambiar
espectacularmente las culturas de sociedades enteras. Los alemanes y los japoneses han
definido sus identidades nacionales en términos tajantemente adscriptivos, étnicos, tanto
antes como después de la Segunda Guerra Mundial. Su derrota en aquella guerra, sin
embargo, cambió un elemento central de sus culturas. Los dos países más militaristas del
mundo durante la década de 1930 se transformaron en dos de los más pacifistas. La identidad
cultural es intercambiable; la identidad étnico-ancestral, no. Conviene, pues, mantener una
clara distinción entre ambas.

La importancia relativa de los elementos de la identidad nacional va- ría según las experiencias
históricas de las personas. No obstante, es habitual que una de las fuentes tienda a ser
preeminente. La identidad alemana abarca elementos lingüísticos además de otros de carácter
también cultural, pero quedó definida adscriptivamente en términos de ascendencia en una
ley de 1913. Alemanas son aquellas personas que tienen padres alemanes. Como
consecuencia, los descendientes contemporáneos de los emigrantes alemanes a Rusia durante
el siglo XVIII son considerados ale- manes. Si regresan a Alemania, reciben automáticamente la
ciudadanía alemana, aunque el alemán que hablan (si es que lo hablan) pueda ser ininteligible
para sus compatriotas y sus costumbres puedan parecer foráneas para los alemanes nativos.
Por el contrario, hasta 1999, los descendientes de tercera generación de los inmigrantes turcos
en Alemania, crecidos y educados en Alemania, que trabajaban en Alemania y hablaban un
fluido alemán coloquial, tuvieron que enfrentarse a serios obstáculos para convertirse en
ciudadanos alemanes.

En la antigua Unión Soviética y en la antigua Yugoslavia, la identidad nacional estaba


políticamente definida por sus ideologías y regímenes comunistas. Dichos países contenían
pueblos de nacionalidades diferentes, definidas culturalmente, a las que se otorgaba un
reconocimiento oficial. Por otra parte, desde 1789 y durante un siglo y medio, los franceses
estuvieron divididos políticamente en «dos Francias», la del mouvement y la de l’ordre établi,
que diferían fundamentalmente a propósito de si Francia debía aceptar o rechazar los
resultados de la Revolución francesa. La identidad francesa, sin embargo, estaba definida
culturalmente. Los in- migrantes que adoptaban las costumbres y convenciones francesas y,
sobre todo, que hablaban francés a la perfección, eran aceptados como franceses. En
contraste con la ley alemana, la ley francesa establecía que cualquier persona nacida en
Francia de padres extranjeros disfrutase automáticamente de la ciudadanía del país.
Sin embargo, en 1993, preocupados por la posibilidad de que los hijos de los inmigrantes
musulmanes norteafricanos no estuvieran siendo realmente absorbidos por la cultura
nacional, los franceses modificaron la legislación e incluyeron la obligación de que los hijos
nacidos en Francia de inmigrantes extranjeros solicitaran expresamente la ciudadanía antes de
cumplir los 18 años para poder gozar de la misma. Dicha restricción fue relajada parcialmente
en 1998 a fin de que los hijos nacidos en Francia de padres extranjeros pudieran convertirse
automáticamente en ciudadanos franceses a la edad de 18 años en el caso de haber residido
en Francia durante cinco de los siete años inmediatamente anteriores.

También la prominencia relativa de los diferentes componentes de la identidad nacional puede


variar. A finales del siglo XX, tanto Jos alemanes como los franceses rechazaban, por lo general,
los elementos autoritarios que habían formado parte de su historia e incluían la democracia en
su propia concepción de sí mismos. En Francia, la Revolución había triunfado; en Alemania, el
nazismo había sido expurgado. Con el final de la Guerra Fría, los rusos se encontraban
divididos en función de su identidad: sólo una minoría continuaba incluyendo en ella la
ideología comunista, algunos querían una identidad europea, otros propugnaban una
definición cultural que implicaba elementos de cristianismo ortodoxo y de paneslavismo, e,
incluso, algunos otorgaban la primacía a un concepto territorial de Rusia, entendida, sobre
todo, como una sociedad euroasiática. Alemania, Francia y la Unión Soviética/Rusia han
subrayado, pues, elementos diferentes de sus respectivas identidades nacionales a lo largo de
la historia, y la prominencia relativa de esos componentes ha variado con el tiempo. Ocurre lo
mismo con otros países, incluido Estados Unidos.

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