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El Espíritu Santo es la promesa que desde la eternidad Dios ha hecho a su pueblo, para
encontrar la santificación en todo momento. Podemos encontrar citas bíblicas en las que
Dios le promete a su pueblo que su Espíritu vendrá a formar parte del nuevo corazón del
Pueblo de Israel: “les daré un corazón nuevo, y les infundiré un Espíritu Nuevo… les
arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en
ustedes y haré que vivan según mis mandamientos, observando y cumpliendo mis leyes”
(Ez 36, 26 – 27).
Por lo tanto, el Espíritu Santo ya había sido anunciado al Pueblo de Israel como
santificador, para que se cumpliera en todo momento la voluntad de Dios.
El Espíritu Santo es también promesa de Jesús a sus apóstoles, pues el Evangelio explica
algunas ocasiones en las que nos dejará al Paráclito (nombre que recibe el Espíritu Santo)
cuando él vuelva a su Padre: “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará
en mi nombre, hará que recuerden lo que yo les he enseñado y les explicará todo” (Jn 14
– 26)
De esta manera, el Espíritu Santo viene a sus discípulos y a nosotros el día de
Pentecostés, con lo que se cumple tanto la Palabra del Padre como la del Hijo, y esto les
da fuerza a los discípulos para comenzar su misión.
Tanto Dios Padre como Dios Hijo nos prometieron al Espíritu Santo, y cumplieron su
promesa. Por ello estamos agradecidos.
Todos tenemos algo qué pedirle a Dios siempre, pero también podemos prometerle lo que
de nuestro corazón nace.
De esta manera, nosotros le hemos prometido al Espíritu Santo que vamos a tratar de
vivir según el amor de Dios y que siempre vamos a evitar caer en el pecado, con su
ayuda.