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Ciencia y Brujería
Ciencia y Brujería
Max Gluckman
í La lógica de la ciencia
I y de la brujería africanas
i .
MaryDouglas
k Brujería:
el estado actual de la cuestión
Robín Horton
El pensamiento tradicional africano
y la ciencia occidental
Cuadernos ANAGRAMA
Cuadernos ANAGRAMA
EDITORIAL ANAGRAMA
Fuéntes:
lile Logis ot Alrican Scieacc and Witehcraít
«The Rodes Livingstone Institute Journal», junio 1944
© Max Gluckmann, 1944
Traducción:
Carlos Manzano
Maqueta:
Argente y Mumbrú
Printed in Spain
LA LÓGICA DE LA CIENCIA Y DE LA
BRUJERÍA AFRICANAS
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El título de este artículo formula la siguiente pre
gunta: ¿existe una diferencia entre la lógica africana y
la europea, y, en ese caso, se debe a diferencias físicas
o a diferencias psicológicas, relacionadas con las condi
ciones sociales distintas en que viven africanos y euro
peos? Sin necesidad de examinar los argumentos a
favor y en contra, podemos decir que existe consenso
en la opinión científica con respecto a que no hay prue
bas de que existan grandes diferencias entre los cere
bros de las distintas razas. En caso de que existan, son
del todo insuficientes para explicar las grandes dife
rencias entre culturas y modos de pensamiento, y,
sobre todo, no pueden explicar los rápidos avances
culturales que ciertos países realizaron en poco tiempo.
Es decir, si tenemos que explicar Londres y un pueblo
africano, no podemos hacerlo mediante diferencias cor
porales entre londinenses y africanos: hemos de inves
tigar su historia y sus luchas, especialmente sus contac
tos con otros pueblos, y otros factores sociales Ya
que si un londinense criara a un africano desde su
nacimiento, éste último sería un londinense. Sabemos
que los niños europeos que naufragaron sólo se distin
guían de los africanos que los adoptaron por su color.
Así, pues, si la mentalidad del africano difiere de la
del europeo, se debe a que se ha criado en una sociedad
diferente, en la que, desde el nacimiento, sus ideas y
comportamiento se han ido moldeando de acuerdo con
los de sus padres y compatriotas. Si hereda una «men
te», la hereda en el sentido social, no en el físico.
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La mayoría de los europeos están en desventaja a la
hora de juzgar la inteligencia de los africanos, porque
los tratan en su calidad de empleados que trabajan en
campos que no les son familiares. Los sociólogos tienen
la suerte de tener que actuar y conversar con los afri
canos en su propio idioma y desde el punto de vista
de sus propias ideas, y la mayoría de aquéllos descu
bren que, una vez que han asimilado el idioma de éstos,
resultan ser colaboradores inteligentes y lógicos. Tam
bién están bien informados, pues todos los africanos
tienen muchos conocimientos sobre su propio dere
cho, política, historia, arte, medicina, con lo que a me
nudo la conversación con ellos adquiere un cariz gene
ral y filosófico.
En primer lugar, el africano tiene un conocimiento
técnico, preciso y científico. Por ejemplo, los lozi viven
en una gran meseta en la región del Zambeze que
todos los años queda inundada, y, para mantenerse,
necesitan tener en cuenta los terrenos, la vegetación,
el momento en que se producirá la inundación y su
profundidad, las precipitaciones y la temperatura, a la
hora de decidir dónde instalar las huertas y cuándo rea
lizar las plantaciones. Algunas huertas las establecen
por encima de las aguas, en otros lugares hacen dre
najes. Los expertos del gobierno califican de admira
ble la agricultura de los lozi, y dicen que no pueden
sugerir mejoras, a no ser que primero hagan experi
mentos. Los lozi disponen de veintidós métodos do
cumentados de pescar con redes, represas, trampas y
armas, y, para usarlos, tienen que fundir y trabajar
el hierro, hacer cuerdas y cordeles a partir de raíces
y cortezas, y conocer los movimientos de los peces con
la subida y bajada de la crecida.
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Son también juristas agudos y perspicaces. Sus leyes
y procedimientos difieren de los nuestros, pero dentro
de su sistema razonan con claridad, al distinguir las
cuestiones en debate y al aplicar leyes antiguas preci
samente a situaciones nuevas. A pesar de ello, un euro
peo no puede captar la lógica en que se basa el desa
rrollo de la argumentación y la sentencia en una causa
vista por jueces africanos. Ello se debe a que el trasfon
do de los procesos africanos es diferente del nuestro.
Muchísimos pleitos africanos enfrentan a parientes;
en gran parte, la razón de ello es el hecho de que los
africanos coloquen las líneas de separación entre parien
tes y no parientes mucho más lejos que nosotros. Cuan
do un pariente entabla un pleito contra otro, aunque
puede alegar ante el tribunal determinado hecho en el
que estribará la causa, puede ser que lo que desee que
se investigue sea, no esa disputa particular, sino el com
portamiento en conjunto de dicho pariente para con él.
Mientras que a nuestros juristas solamente les interesa
el hecho o la cosa en torno a la cual gira la querella,
los jueces africanos examinan la legitimidad e ilegiti
midad del comportamiento mutuo de los litigantes du
rante un largo período de tiempo. Leakey dice que
cuando un kikuyu toma en prenda un terreno a cambio
de un préstamo de ganado, si el depositario trabaja y
mejora el terreno, recibe a cambio sólo el ganado que
prestó; si se limita a guardar en prenda el terreno sin
trabajarlo, y éste queda cubierto de maleza, recibe una
cantidad adicional de ganado. Los kikuyu razonan en
sentido opuesto al nuestro pero con lógica, que, al
mejorar la tierra, el depositario ha obtenido un bene
ficio de ella, y eso constituye su interés. En conse
cuencia, no tiene derecho a una compensación por
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sus mejoras o a un interés por el préstamo que cedió
al prendador.
• En los debates políticos los africanos dan prueba de
ingenio y madurez. Durante esta guerra, los africanos,
igual que nosotros, se han visto afectados por el alza
de precios, y una vez oí a unos lozi discutir el delicado
problema de la fijación del precio del pescado. Veamos
algunos de los argumentos económicos que presentaron.
Todos distinguían claramente los derechos de los pro
ductores de los de los consumidores, al decir que ellos
mismos eran ambas cosas, puesto que pescaban y com
praban pescado. Uno dijo que las existencias de pes
cado variaban según el mes y el estado de la crecida,
y, cuando el pescado estaba escaso, era inevitable que
subieran los precios: entendía lo que nosotros llamamos
ley de la oferta y la demanda. Otro argumentó que,
si el pescador necesitase dinero con urgencia, aceptaría
una cantidad pequeña, mientras que si el comprador
fuera a organizar un banquete, pagaría mucho. Un
tercero señaló que, al aumentar los precios de los pro
ductos vendidos en las tiendas, el precio del pescado
tenía por fuerza que subir: comprendía la espiral del
aumento de precios. Por otro lado, replicó otro, el pes
cado es barato y esencial, y los compradores aceptarán
una pequeña subida: es decir, el principio de la utilidad
marginal. Otro, procedente de un lugar lejano, cerca de
Livingstone, dijo que los precios han de variar según
las localidades, pues en Mongu el pescado era barato
porque el dinero era escaso, mientras que en Sesheke
era caro, porque el dinero era abundante. De forma,
que se daba cuenta de que el dinero es una mercancía
como otros productos, influida por la oferta y la de
manda. Algunos señalaron la dificultad de imponer un
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precio fijo, pues la gente acudía en muchedumbre al
«mercado negro». Algunos dijeron que no se puede
permitir que el pescador obtenga beneficios a expensas
de la comunidad; otros apoyaban al pescador: éste tenía
que fabricar o comprar sus redes y trabajar en frías
aguas desde la mañana hasta la noche y, por esa razón,
tenía derecho a buen precio. Por último, el presidente
de la reunión dijo que debían frenar el alza de precios
y que, en su calidad de gobernantes, debían ejercer el
poder de impedir las violaciones de la leyz.
He recalcado la inteligencia del africano para las
cuestiones tecnológicas y administrativas, dentro de su
cultura. En esos terrenos razona de forma muy pare
cida a como lo hacemos nosotros, si bien dentro de lí
mites factuales mucho más restringidos que los nues
tros, y, desde luego, sin poner a prueba sus teorías
mediante experimentos científicos. Esa capacidad para
razonar se revela con claridad también en los casos en
que maneja creencias e ideas diferentes de las nuestras,
especialmente las referentes a la brujería y a la magia,
sistema de ideas que nuestra civilización abandonó hace
unos 150 años. Muchos europeos, especialmente campe
sinos, las conservan todavía. El hecho de que dichas
creencias subsistiesen hasta época tan reciente en regio
nes civilizadas como Europa y América muestra que
no son innatas de los africanos, sino que son parte
de su cultura, como lo fueron de la nuestra. Quien siga
la exposición que hace Evans-Pritchard del aspecto inte
lectual de la magia y la brujería zande quedará fasci-
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nado por su habilidad lógica. AI comienzo de su libro,
Evans-Pritchard recalca que ha excluido su conocimien
to tecnológico, del que acabo de dar ejemplos rela
tivos a los lozi.
El hecho fundamental es el de que el africano ha
nacido en una sociedad que cree en la brujería y, por
esa razón, la estructura misma de su pensamiento, desde
la infancia, se compone de ideas mágicas y místicas.
Más importante todavía, dado que la magia y la bruje
ría son cosas vividas, mucho más que razonadas, es
el hecho de que sus acciones cotidianas se vean condi
cionadas por dichas creencias, hasta el punto de que,
a cada paso, tiene que enfrentarse a la amenaza de la
brujería y la combate con la adivinación y la magia.
El peso de la tradición, las acciones y el comporta
miento de sus mayores, el respaldo que los jefes dan al
sistema, todas esas cosas inculcan al africano la validez
del sistema y, puesto que no puede comprobarla por
comparación con otro sistema, se ve atrapado continua
mente en la red así creada. Evans-Pritchard subraya
también que el africano no realiza sus ocupaciones en
constante terror de la brujería ni su actitud hacia ella
se caracteriza por un pavor hacia lo sobrenatural;
cuando descubre que se está ejerciendo contra él, se
irrita con el brujo porque la está jugando una mala
pasada.
Estos detalles surgen de un breve análisis de las
características esenciales del sistema de creencias y de
comportamiento brujería-adivinación-magia. Los azan-
de, como muchas otras tribus de Africa central, creen
que la brujería es una condición física de los intestinos
(en el caso de un cadáver, probablemente se trate de
un estado transitorio de la digestión), que permite al
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alma del brujo salir de noche y dañar a sus compa
triotas. También existe la hechicería (la creencia en la
cual es más corriente en el sur de África), que es el uso
de sustancias mágicas con fines antisociales. Un hombre
puede llevar la brujería dentro de su cuerpo y, sin em
bargo, no usarla: su brujería puede ser inofensiva. Los
africanos no se interesan por la brujería como tal, sino
por el brujo particular que está embrujándolos en un
momento determinado. No es que se imaginen que los
están embrujando y que, por esa razón, van a sufrir
una desgracia, como, por ejemplo, la de caer enfermos
y morir. Lo que ocurre es que sufren una desgracia y,
después de que ésta se haya producido, culpan de ella
a un brujo: y si se trata de una desgracia duradera,
descubren al brujo y le obligan a retirar su influencia
nociva o le hacen frente con la magia. Así, pues, Evans-
Pritchard dice que ningún zande moriría de terror a
causa de la brujería, afirmación que confirman otros
observadores expertos.
El problema que el africano soluciona con su creen
cia en la brujería es el siguiente: ¿por qué me ha suce
dido la desgracia? Sabe que existen enfermedades que
quitan la salud a las personas; sabe que los hipopóta
mos vuelcan las piraguas y ahogan a las personas. Pero
se pregunta: «¿por qué he de ser yo quien esté enfermo
y no otro?». En efecto, el hombre cuyo hijo se ha aho
gado, cuando un hipopótamo ha volcado su piragua,
dice: «Mi hijo viajaba con frecuencia en piragua por
el río, en el cual siempre hay hipopótamos, ¿por qué
en esta ocasión ha tenido el hipopótamo que atacarlo
y ahogarlo?». Su respuesta es ésta: «porque nos habían
embrujado». Sabe perfectamente que su hijo estaba
cruzando el río para visitar a la familia de su madre,
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y que el hipopótamo, irritable porque tenía una cría,
estaba emigrando río arriba, cuando se encontró con
la piragua. Nosotros decimos que fue la providencia,
o la mala suerte, la que provocó el encuentro del hipo
pótamo y el muchacho, con lo que éste murió, como
decimos cuando un coche atropella a un hombre que
estaba cruzando la calle para ir de una tienda a otra;
cuando el africano dice que ha sido la brujería la que
ha causado esas muertes, da una explicación para una
coincidencia que la ciencia deja sin explicar, salvo como
la intersección de dos series de fenómenos. El africano
sabe perfectamente que su hijo murió porque sus pul
mones se llenaron de agua, pero sostiene que fue un
brujo, o un hechicero mediante sus ensalmos, quien
provocó el encuentro de las trayectorias de la piragua
y de la enfurecida hipopótamo madre para matar al
muchacho. Los azande lo explican mediante una com
paración con la caza. El primer hombre que acierta a
un antílope comparte su carne con el hombre que le
clave la segunda lanza. «De ahí que, si un elefante ha
matado a un hombre, los azande digan que el elefante
es la primera lanza (con existencia propia) y la bruje
ría la segunda y que las dos juntas han matado al
hombre. Si un hombre lancea a otro en la guerra, el
asesino es la primera lanza y la brujería la segunda
lanza, y las dos juntas lo han matado.»
Así, que la brujería explica por qué, pero no cómo,
le suceden a uno las desgracias. Un sociólogo de la
Unión Sudafricana da un ejemplo aclaratorio. El hijo de
un maestro africano, hombre culto, murió de un tifus
causado por un piojo contaminado, y el maestro dijo
que un brujo mató al niño. El sociólogo objetó que la
causa del tifus era un piojo contagiado. El maestro re
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plicó: ya sé que fue un piojo procedente de una perso
na enferma de tifus lo que comunicó el tifus a mi hijo,
y que éste murió de dicha enfermedad, pero, ¿por qué
fue el piojo a posarse en mi hijo y no en los otros
niños con los que estaba jugando? 3 Los científicos
pueden explicar por qué ciertas personas desdichadas
atraen a los piojos más que otras, pero, en gran medida,
es el azar el que coloca a un niño, y no a otro, en la
trayectoria de un piojo contagiado: nosotros decimos
que es la providencia, la mala suerte, el azar; los afri
canos, que es la brujería.
Así, pues, en cuanto sufren una desgracia, los afri
canos piensan que un brujo ha estado actuando contra
ellos. Pero eso no significa que el africano no reco
nozca la falta de habilidad y los deslices morales. Si
un alfarero inexperto dijese que sus ollas se han roto al
cocerlas porque estaba embrujado, no convencería a sus
compañeros, en caso de que hubiera dejado guijarros
en la arcilla; pero sí que creerían la misma afirmación
hecha por el alfarero experto que hubiera cumplido
todas las reglas de su oficio. Para un delincuente, no
sería una defensa convincente decir que infringió la ley
porque alguien lo embrujó para que así hiciese, pues
no se cree que la brujería obligue a un hombre a men
tir, robar, traicionar a su jefe o cometer adulterio.
Así es como opera la brujería como teoría de las
causas. Pero el africano va más lejos. La brujería no
daña a las personas al azar, ya que el brujo desea per
judicar a personas que odia, con las que ha reñido,
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o de las que siente envidia. De forma que, cuando un
hombre cae enfermo, o sus cultivos no producen (pues
en terrenos buenos los cultivos deberían producir),
dice que alguien que le tenía envidia por sus numero
sos hijos, o por el favor de su jefe, o por el buen em
pleo que tiene con los europeos y sus trajes elegantes,
lo odiaba por esa razón, y ha usado ensalmos o poder
maligno para hacerle daño. Así, pues, la brujería es
una teoría moral, pues los brujos son personas malas,
envidiosas, maliciosas, que odian. Un brujo no ataca
porque sí a sus semejantes; ataca a aquellos a quienes
tiene razones para odiar. Existe una clara distinción
entre, por un lado, el hombre que tiene poderes de
brujería y no los usa contra sus semejantes y el hombre
que desea hacer daño a otros, pero carece de dichos
poderes o no puede conseguir los ensalmos malignos,
y, por otro, el brujo propiamente dicho, el hombre que
está dotado por el poder para embrujar y lo usa. Como
a los africanos solamente les interesa saber si sus con
vecinos son brujos cuando sufren desgracias, indagan
entre sus enemigos para descubrir a los que puedan
tener dicho poder. Piensan en alguien con quien hayan
reñido y lo consideran sospechoso de hacer el mal. Por
tanto, vemos que la brujería como teoría de las causas
de las desgracias está vinculada con las relaciones perso
nales entre la víctima y sus convecinos, y con una teoría
de los juicios morales sobre lo bueno y lo malo.
Cuando un hombre sufre una desgracia que no puede
remediar, como la rotura de sus ollas al cocerlas, pue
de simplemente aceptarla como brujería, de igual forma
que nosotros decimos: «Mala suerte». Pero, cuando
la brujería le provoca una enfermedad y puede cau
sarle la muerte, cuando afecta a su cosecha mediante
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una plaga, o cuando, mediante la adivinación, descubre
que lo amenaza en el futuro, no se resigna a soportarla
de forma indefensa. Tiene que suprimir sus efectos
dañinos. Cosa que hace usando ensalmos contra ellos,
que eliminarán la brujería y posiblemente matarán al
brujo, o recurriendo a un adivino para descubrir quién
es el brujo, y poder así neutralizarlo o convencerlo para
que haga cesar la brujería. El adivino no busca al brujo
al azar. La mayoría de los métodos de adivinación admi
ten una de dos respuestas posibles, «sí» o «no», con
respecto a una pregunta formulada. Por ejemplo, los
azande administran un «veneno» (naturalmente, no
saben que se trata de un veneno) con propiedades de
la estricnina a aves cuya muerte o supervivencia cons
tituyen el «sí» o «no», respectivamente, a una pregun
ta formulada de este modo: ¿es A el brujo que me
está perjudicando? Así, un hombre que esté intentando
descubrir cuál de las personas que le quieren mal es
el brujo, puede obtener finalmente la respuesta «sí»
referida a una de ellas. Este oráculo en concreto queda
fuera del control humano: otros, entre ellos los exorcis-
tas, son menos dignos de confianza para los azande
por estar expuestos a las intrigas humanas. Pero, inclu
so el exorcista zande, aunque se base en las habladu
rías locales, pocas veces hace trampa deliberadamente.
Puede buscar, o puede que su cliente le haya pedido
que busque, el brujo entre, por ejemplo, cuatro hom
bres: éstos son los nombres de los enemigos del clien
te, y, aunque el exorcista puede escoger entre ellos, u
otros que sepa quieren mal a su cliente, mediante la
selección inconsciente, llega un momento en que por
sensación corporal sabe que los ensalmos, que le con
fieren su poder adivinador, dicen: A es el brujo, y
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no B. O bien el adivino señalará a alguien en general,
sin especificar el nombre —por ejemplo, «una de tus
esposas», «una mujer vieja»— y el cliente escogerá una
persona determinada, de entre sus vecinos, que respon
da a esas características, que, en su opinión, tenga ra
zones para desearle mala suerte. Por tanto, las acusa
ciones de brujería reflejan las relaciones y pendencias
personales. Con frecuencia un hombre acusa, no a al
guien que lo odie, o que esté envidioso de él, sino
a alguien a quien odie o de quien sienta envidia. El
africano sabe esto, y puede recalcarlo, cuando no esté
implicado en el pleito o cuando se vea acusado; pero
lo olvida, cuando está haciendo la acusación. En Zulu-
landia un hombre acusó a su hermano de haberlo em
brujado porque sentía envidia de él. Un adivino viejo,
conocedor de la proyección psicológica, me dijo: «Des
de luego, es evidente que el demandante es quien odia a
su hermano, a pesar de que piense que es el hermano
quien lo odia a él». Pero aquel adivino creía firme
mente en su propia capacidad para detectar la bru
jería.
Evans-Pritchard insiste en que, por esa razón, los
azande rio pueden exponer las bases intelectuales de
su teoría; ése es el resultado de su observación de cen
tenares de situaciones en las que intervenían acusa
ciones de brujería, discusiones sobre ella, etcétera.
Mientras estaba haciendo su trabajo de campo,
Evans-Pritchard escribió este pasaje para resumir las
ideas y opiniones de los azande: «Todos los próximos
allegados a un príncipe o a un europeo se convierten
en objetos de la envidia, de la mala voluntad, y de toda
clase de malevolencias. Los príncipes no se aman mu-
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tuamente. Temen los ensalmos y la invasión de sus
dominios por parte de sus hermanos. Los cortesanos
compiten entre sí para obtener el favor de su príncipe
y sienten envidia unos de otros. Los jóvenes temen y
envidian a los viejos. Los viejos temen y envidian a los
jóvenes. Cada hombre tiene sus enemigos, aquéllos
contra los que siente antiguos rencores. Está conven
cido de que alguien lo está perjudicando. Dentro de
las casas hay disgustos frecuentes, aunque pueden
quedar ocultos: celos entre las esposas, entre los her
manos, entre las hermanas. En la propia familia, mu
chas veces la esposa odia y engaña a su marido, y el
marido siente unos celos inacabables de la esposa y la
amedrenta. Los hijos odian y a veces temen al padre. La
cosecha de un hombre es próspera, sus redes están
llenas de caza, sus termitas pululan, y está convencido
de que se ha convertido en el blanco de las envidias
de sus vecinos y de que lo embrujarán. Sus cosechas
fallan, sus redes están vacías, sus termitas no pululan,
y mediante esos signos sabe que su vecino envidioso
lo ha embrujado. ¡Cuánto agradan a un zande las des
gracias de los demás! Nada es tan agradable, para él,
nada le da tanta seguridad, nada adula tanto su amor
propio, como la ruina de otro. La pérdida del favor de
su príncipe abate a un hombre, y sus amigos se mues
tran solícitos a la hora de consolarlo, pero no de com
padecerlo. Con una susceptibilidad casi morbosa, consi
deran cualquier observación, cualquier alusión de los
otros en la conversación como un ataque velado contra
ellos, como un dardo de malicia disimulada. Y, si efecti
vamente la brujería acompaña a escondidas a la mala
voluntad, al insulto, al chismorreo, a la envidia, a los
celos, en ese caso tienen perfectas razones para temer
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a sus vecinos y para indignarse por su hostilidad, pues
la desgracia los perseguirá con toda seguridad».
En esa situación, como las relaciones y los rencores
personales determinan quién será el acusado de embru
jar a un hombre, vemos que en diferentes sociedades
tipos diferentes de personas se lanzan mutuamente la
acusación de brujería. Como la brujería es hereditaria,
los príncipes azande, que están todos emparentados, no
se lanzan mutuamente la acusación de brujería, como
tampoco otros parientes, si bien un acusador de su
hermano podría evitar que la mácula recayera sobre
él mismo diciendo que su hermano es un bastardo. En
todas las sociedades africanas los cortesanos sospechan
unos de otros, y los celos de las familias poligínicas
estallan de esa forma. Mientras que los azande no acu
san a sus parientes, los lozi prácticamente sí lo hacen,
por razones que he explicado en mi libro Economy
of the Central Barotse Plain. Entre los bantúes del su
deste, por razones determinables, con frecuencia la
acusada es la nuera. Si un sociólogo puede descubrir
sobre qué personas recaen las acusaciones de brujería
en una sociedad determinada, casi podrá reconstruir
las relaciones sociales de dicha sociedad.
La teoría de la brujería resulta ser racional y lógica,
aunque no sea cierta. Como explica la intersección de
dos series de acontecimientos mediante la enemistad
entre personas dotadas con poder maligno, opera en
campos que nuestra ciencia moderna deja sin explicar.
Así, el africano no puede ver que el sistema es falso
y, además, tiene que razonar en función del sistema,
como nosotros en función de nuestras creencias científi
cas. En todos los casos en que el sistema podría entrar
en conflicto con la realidad sus creencias son vagas y
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tratan de hechos trascendentes imposibles de observar:
el brujo opera de noche con su espíritu, el espíritu del
oráculo del veneno (que no está personificado, pero
tiene conciencia) descubre la brujería. La teoría es una
totalidad, en que cada parte sostiene a las demás. La
enfermedad es una prueba de que un brujo está actuan
do; se lo descubre mediante la adivinación y se lo con
vence para que suprima su brujería. Aunque él mismo
puede sentir que no es el brujo en cuestión, por lo
menos mostrará que no tiene intención de perjudicar
al enfermo. O bien se le ataca con la magia. Al africano
le resulta difícil encontrar un defecto en el sistema. El
escepticismo existe, y no se lo reprime socialmente;
Evans-Pritchard escribe que la «ausencia de una doc
trina formal y coercitiva permite a los azande afirmar
que muchos, la mayoría incluso, de los exorcistas son
impostores. Al no presentarse oposición alguna contra
esas afirmaciones, dejan intacta la creencia principal
en los poderes proféticos y terapéuticos de los exor
cistas. En realidad, el escepticismo va incluido en la
forma de la creencia en los exorcistas. La fe y el escep
ticismo son igualmente tradicionales. El escepticismo
explica los fallos de los exorcistas y, al ir dirigido contra
exorcistas particulares, contribuye a mantener la fe en
los demás». Incluso el exorcista que opera mediante
prestidigitación cree que hay otros que no necesitan
utilizar esta última porque disponen del poder mágico.
«En esa red de creencias cada hilo depende de los
demás, y un zande no puede salir de sus mallas, por
que ése es el único mundo que conoce. La red no es
una estructura exterior que lo rodee. Es la textura de
su pensamiento y no puede pensar que su pensamiento
sea falso. A pesar de ello, sus creencias no están esta
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blecidas de forma absoluta, sino que son variables y
fluctuantes para permitir la existencia de situaciones
diferentes y hacer posible la observación empírica e in
cluso las dudas». Dentro de dicha red, el africano
puede razonar de forma tan lógica como nosotros den
tro de la red del pensamiento científico. Si hemos pro
tegido con pararrayos nuestra casa y, a pesar de todo,
una rayo cae en ella, diremos que el obrero no hizo bien
la instalación, que los cables eran de mala calidad o que
se han roto. Si el africano ha mandado proteger su
aldea con ensalmos contra las tormentas y un rayo cae
en ella, dirá que el mago no era bueno, que sus ensal
mos eran de mala calidad o que se ha transgredido un
tabú. Ese método de razonamiento, dentro de un sis
tema, quedó admirablemente ejemplificado en un
libro que publicaron los nazis. Consistía en una co-
leción de caricaturas contra Hitler procedentes de los
periódicos de todo el mundo, muchas de ellas obra de
David Low. Dichas caricaturas no mostraron al pueblo
alemán lo que el mundo decente pensaba de Hitler,
pues le demostraron que si los otros gobiernos per
mitían semejantes ataques contra el dios Hitler, esos
otros países habían de ser viles y hostiles a Alemania,
como afirmaba Hitler. De forma que, en su sistema,
la mentalidad del africano opera igual que la del
europeo.
En mi artículo sobre The Difficulties, Limitations
and Achievements of Social Anthropology he dado
más ejemplos para mostrar que el análisis que hizo
Evans-Pritchard de la brujería ilustra el funcionamien
to de la mente humana en otras esferas. Por ejemplo,
hace la siguiente comparación. Los azande, como hemos
visto, excluyen la brujería como causa de deslices mo
23
rales. «De igual forma que en nuestra sociedad una
teoría científica de la causalidad resulta, ya que no
excluida, por lo menos improcedente para cuestiones
de responsabilidad moral o legal, así también en la
sociedad zande la doctrina de la brujería resulta, ya que
no excluida, por lo menos improcedente en las mismas
situaciones. Aceptamos las explicaciones científicas de
las causas de las enfermedades, e incluso de las causas
de la demencia, pero las rechazamos con respecto al
delito y al pecado porque en esos casos se oponen a
la ley y a la moral que son axiomáticas. El zande acepta
una explicación mística de las causas de la desgracia, de
la enfermedad y de la muerte, pero no admite dicha
explicación, si entra en conflicto con exigencias sociales
expresadas en la ley y en la moral».
Voy a insistir en un último detalle, en respuesta a la
frecuente afirmación de que las acusaciones de brujería
se basan en el engaño. Evans-Pritchard insiste en que
el paciente, que desea anular la brujería que le está
perjudicando, es quien menos desea engañar: ¿de qué
le serviría acusar de brujo a la persona que no lo sea?
Pero, lo que sí hace es acusar a sus enemigos perso
nales.
Cuando el africano, partícipe de dichas creencias,
trata con europeos, existen muchas formas en que
aquéllas afectan a su comportamiento, con lo cual nos
parece incomprensible. Por ejemplo, pregunta: ¿es ver
dad que los doctores blancos son muy buenos a la hora
de tratar la enfermedad, pero que, si bien curan ésta,
no tratan la brujería que la causa, y, así, esta última
sigue haciendo daño? Evans-Pritchard muestra que los
oráculos del zande son «su guía y consejero», al que
consulta con respecto a cualquier proyecto. El propio
24
Evans-Pritchard vivió así, y descubrió que era una
forma tan buena como cualquiera otra de organizar sus
asuntos. Pero, a causa de ello, muchas veces los euro
peos no pueden entender el comportamiento de los
azande: por qué ha de marcharse un zande de su
casa repentinamente para refugiarse en el bosque (a
causa de la brujería), por qué ha de mudarse de casa
una familia de repente (porque la brujería la está ame
nazando en ese lugar), etcétera. Con frecuencia sus
huéspedes, se marchaban sin decirle adiós, y se enfada
ba, hasta que comprendió que los oráculos les habían
dicho que la brujería los amenazaba. «Descubrí que
cuando un zande se comportaba para conmigo en
forma que nosotros llamaríamos ruda e indigna de con
fianza, muchas veces sus acciones debían explicarse en
función de la obediencia a sus oráculos. Normalmente,
los azande me han parecido corteses y dignos de con
fianza de acuerdo con los criterios ingleses, pero a veces
su conducta es incomprensible, hasta que no se tenga
en cuenta sus conceptos místicos. Muchas veces los
azande son retorcidos en sus tratos mutuos, pero no
consideran censurable a un hombre que sea reservado
o que actúe en sentido contrario a sus intenciones de
claradas. Al contrario, elogian su prudencia por tener
en cuenta la brujería en cada iniciativa que toma...
El caso de los europeos es diferente. Lo único que no
sotros sabemos es que un zande ha dicho que haría
determinada cosa y no la ha hecho, o ha hecho algo
diferente, y naturalmente lo censuramos por haber men
tido y haber sido indigno de nuestra confianza, pues
los europeos no comprenden que los azande tienen que
tener en cuenta las fuerzas místicas, que los europeos
no conocen.» Evans-Pritchard dio una fiesta a la que
25
un príncipe prometió acudir; mandó decir que no iría.
De repente, se presentó. Quedó en pasar la noche allí,
y por la noche desapareció. Le habían dicho que la
brujería lo amenazaba, y fue un cumplido enorme el
hecho de que asistiese a la fiesta; sus acciones contra
dictorias estaban destinadas a engañar a los brujos.
Yo mismo tuve un informador competente que respon
dió una y otra vez a mis invitaciones en el sentido de
que acudiría, pero no lo hizo hasta que me cambié de
casa. Le habían amenazado con brujería en el primer
lugar, no en el segundo. Pues las ideas de lugar y de
tiempo en la brujería difieren de las nuestras; la bruje
ría puede amenazar a un hombre de ahora en adelante,
con lo cual el presente abarca el futuro, y hay que
eludirla al no adoptar una línea de conducta prevista,
como, por ejemplo, continuar un viaje, o bien un hom
bre puede decidir edificar su casa en determinado lugar,
mediante el procedimiento de eliminar otros lugares
en los que la brujería lo amenazará, aunque todavía no
haya edificado en ellos.
Existe otra forma cómo el comportamiento en fun
ción de la brujería puede afectar a los africanos, cuando
tratamos con ellos. Bajo la influencia de esas creencias,
a veces se consideraba que las personas afortunadas
obtenían buenas cosechas, mientras que las de sus ve
cinos eran pobres; que tenían familias numerosas y
sanas, cuando a su alrededor predominaba la enfer
medad; cuyos rebaños y pesca prosperaban extraordina
riamente, progresaban a costa de sus convecinos gra
cias a la magia y a la brujería. En una cita reproducida
más arriba, hemos visto que se consideraban expues
tos al ataque de los brujos. El zande «sabe que, si se
hace rico, el pobre lo odiará; que, si mejora de posición
26
social, sus inferiores estarán envidiosos de su autori
dad; que, si es hermoso, los menos favorecidos envidia
rán su buena apariencia; que, si tiene talento para la
caza, para el canto, para la lucha o para la retórica,
se granjeará la mala voluntad de los menos dotados;
y que, si goza de la consideración de su príncipe y de
sus vecinos, lo detestarán por su prestigio y popula
ridad». Ésos son los motivos que conducen a la bru
jería. Ese tipo de creencias eran posibles sólo en una
sociedad en la que no había dónde vender los productos
excedentes, ni incentivos para el beneficio, ni mercan
cías almacenables, ni lujo; de forma que ningún miem
bro experimentaba apremio urgente para producir más
de lo que precisaba para sus necesidades. Los africa
nos, procedentes de una sociedad con esas creencias,
han entrado en nuestro sistema económico, en el que se
espera de ellos que trabajen firme y continuadamente
para superar a sus semejantes, y quizás dichas creencias
les supongan un obstáculo para esa lucha y afecten a
su eficacia. Es posible que el miedo a la brujería impida
a los africanos desarrollar la habilidad y capacidad que
tengan, en su trabajo para los europeos, si bien dicho
miedo sería insignificante en comparación con otros
factores que obstaculizan su desarrollo, como las enfer
medades y las barreras sociales.
He expuesto parte de la argumentación del libro
de Evans-Pritchard para delinear la estructura princi
pal del pensamiento de la magia y de la brujería.
Confío en haber mostrado la destreza con que aparece
trazada la argumentación. En esta breve recensión no
puedo hacer otra cosa que indicar su ilimitada rique
za, que hace que su lectura y relectura sean absoluta
mente fascinantes. Todas las personas interesadas en
27
los problemas humanos deberían poseer este libro. Pero
he de aconsejar al profano que sea prudente a la hora
de aplicar sus conclusiones a nuestras propias tribus
sudafricanas. El argumento central es aplicable sin ex
cepción, pero existen ciertas diferencias importantes.
Entre los azande la brujería no era un delito, sino
simplemente una falta, por la que había que pagar in
demnización sólo en caso de muerte. En nuestras
tribus sudafricanas la brujería es un delito, y el estado
castiga a los brujos con la muerte. Además, en Africa
del Sur se creía que operaba, no tanto la brujería
(que perjudica mediante el poder maligno .intrínseco
unido a la mala voluntad), cuanto la hechicería (el uso
deliberado de la magia negra). Eso produce cambios
importantes en el sistema en conjunto, que se pueden
encontrar, por ejemplo, en la obra de Hunter, Reac-
tion to Conquest, sobre los mpondo.
Al citar a Evans-Pritchard para mostrar cómo afec
tan las creencias en la brujería al comportamiento y al
pensamiento de los africanos, he subrayado que con
frecuencia sus mentes operan con los mismos modelos
lógicos que los nuestros, si bien los materiales que uti
lizan son diferentes, con lo que resulta claro que, si
recibieran la misma educación y disfrutaran de la mis
ma experiencia cultural que nosotros, utilizarían los
mismos materiales y pensarían como nosotros. Pero no
son sólo las creencias en la brujería las que diferencian
las ideas de los africanos de las nuestras. Su forma de
vida en conjunto es diferente de la nuestra; se la consi
dera inferior e indudablemente son tremendamente po
bres. En una conferencia pronunciada ante un auditorio
universitario, un jefe bechuana dijo que la llegada de la
civilización occidental a su pueblo había colocado una
28
cama cuadrada en una cabaña circular. En los casos en
que el africano se comporta de forma diferente a la
nuestra, hemos de recordar que viene de una cabaña
circular, generalmente sin cama cuadrada, a nuestras
casas, tan ricas, por comparación, en mobiliario; que
pasa de un utillaje sencillo, consistente en un hacha
y una azada, a nuestra complicada maquinaria. En su
cabaña, de poca altura, más terrenal que la tierra,
llena de moscas y sin grifos o lavabos, con una cesta
de harina y un poco de pescado seco en su interior,
no puede tener las mismas normas de eficacia y de
limpieza que nosotros. Aun cuando, por ejemplo,
asimile la relación que existe entre la enfermedad y la
suciedad y los mosquitos, no puede evitar estos últi
mos. Por tanto, cuando trabaja para los europeos, y
cuando no está en el trabajo, está viviendo en dos
códigos de normas diferentes, no con una mente di
ferente. Éstas son las razones de peso para explicar sus
extravagancias, no su conocimiento por adelantado de
las fuerzas místicas del futuro; y los cambios de su
forma de vida, así como la intervención de las fuer
zas económicas de nuestro sistema enormemente pro
ductivo, están contribuyendo a la descomposición de
su sistema de pensamiento. Además, Monica Wilson ha
señalado que las animosidades personales, que son la
base de las acusaciones de brujería, solamente pueden
existir en una sociedad primitiva y en pequeña escala,
en la que las relaciones son muy profundas, y no en el
sistema del mundo moderno en que las vidas de los
hombres se ven influidas por organizaciones impersona
les y en gran escala. Así, pues, las nuevas fuerzas van
a descomponer el sistema místico y cerrado de África.
29
Envidio a quien aborde la riqueza del libro de Prit-
chard por primera vez; para escribir este artículo, he
tenido ocasión de volver a disfrutar con su relectura
30
MARY DOUGLAS
BRUJERÍA:
EL ESTADO ACTUAL DE LA CUESTIÓN
31
procedido de otro planeta. Las mismas creencias, peli
grosas en Europa, resultaban ser inofensivas y acepta
bles en Melanesia o en África; cumplían funciones
útiles y no era de esperar que proliferaran desordenada
mente.
¿Es válida objetivamente esa diferencia? ¿Es resul
tado, verdaderamente, de una diferencia en las condi
ciones sociales? ¿O bien es producto de un prejuicio
en la opinión del observador? Antiguamente, los antro
pólogos solían subrayar el carácter diferente de la in
formación accesible a las dos disciplinas de investiga
ción. Ahora esa diferencia está reduciéndose: los his
toriadores que han contribuido al volumen Witchcraft,
Confessions and Accusations han conseguido explorar
material muy semejante al usado por los antropólogos y
estos últimos van mejorando gradualmente la escala
temporal de su observación. Ha llegado el momento de
hacer un examen de conjunto del tema.
Durante más de una década, desde su publicación
en 1937 hasta el comienzo de la investigación de la
posguerra, brujería, oráculos y magia entre los azande
ejerció poca influencia. (Está claro que Clyde Kluckohn
escribió su obra, Navaho Witchcraft [1944], de forma
independiente.) Pero, en los treinta años siguientes ha
llegado a influir poderosamente en los escritos de los
antropólogos. Como ocurre con todas las obras origi
nales, se ha aplicado en direcciones que su autor no
había previsto ni aprobado siquiera. Evans-Pritchard
denuncia en términos inequívocos el tosco funciona
lismo a que los estudios sobre la brujería han contri
buido (Evans-Pritchard, 1965, pág. 114). A corto pla
zo, gran parte de las obras que han derivado de su
libro han parecido frustrar su deseo de reconciliar a
32
antropólogos e historiadores. Al preguntarnos cómo
ha podido ocurrir eso, planteamos cuestiones funda
mentales relativas a la naturaleza de la investigación
científica.
Ante todo, se trataba de un libro sobre la sociología
del conocimiento. Mostraba que los azande, a pesar
de ser ingeniosos y escépticos, podían tolerar discre
pancias en sus creencias y limitar los tipos de pregun
tas que hacían al universo. Habría sido de esperar que
fomentara más estudios sobre los condicionamientos so
ciales de la percepción. En cambio, engendró estudios
de micropolítica. En lugar de aparecer la relación entre
creencia y sociedad como algo infinitamente complejo,
sutil y fluido, se la presentó como un sistema de con
trol con reacción negativa. Los antropólogos restrin
gieron estrictamente las preguntas que hicieron y limi
taron su curiosidad natural. Examinaron las hipótesis
de su modelo de forma tan poco crítica como las que
iban implícitas en la teoría zande de la brujería.
El cambio de interés, de la teoría de la percepción
al análisis político, se debió en parte a la interrup
ción provocada por la Segunda guerra mundial. Cuan
do se reanudaron enseñanzas y trabajo de campo, el
propio Evans-Pritchard había empezado a publicar sus
estudios sobre los nuer y estaba trabajando también en
The Sanusi of Cyrenaica (1949). Sus contemporáneos
estaban publicando investigaciones importantes. Cada
nuevo investigador de campo presentaba material nue
vo, ideas nuevas y problemas técnicos nuevos. Había
que analizar toda una nueva gama de instituciones so
ciales. Hacía falta un enfoque simplificado para asimilar
tantas cosas desconocidas. Aunque tantas ideas ajenas
se superpusieron a las enseñanzas del libro sobre los
33
azande, no hay que olvidar tampoco que Evans-Prit
chard es profundamente modesto. No trata de dominar
o influir de forma indebida el pensamiento de un
estudiante. Resulta imposible imaginarlo quejándose
de que en su libro hay más de lo que se ha advertido,
o de que se lo ha interpretado mal.
Quizás sea necesario, antes de seguir adelante, afir
mar que el estudio de la brujería entre los azande se
presentaba realmente como una contribución a la socio
logía de la percepción. En sus conferencias sobre magia
pronunciadas en la Universidad del Cairo (1933,1934),
Evans-Pritchard examinó las interpretaciones «intelec-
tualistas» preferidas por los antropólogos ingleses y
censuró a éstos por suponer que se puedan explicar las
pautas del pensamiento mediante el funcionamiento
de la mente individual. Elogió a los franceses, especial
mente a Durkheim y a Lévi-Bruhl, por su enfoque
sociológico. De hecho, él es nuestro lazo de unión
directo con los sociólogos franceses de L’Anné Socio-
logique, pues el resto de nosotros recibimos a Durk
heim filtrado por Radcliffe-Brown. En aquella etapa,
se declaró discípulo de Lévy-Bruhl:
34
dichas creencias... Cuando Lévy-Bruhl dice que
una representación es colectiva, quiere decir que
es un modo de pensamiento determinado social
mente y, por tanto, común a todos los miembros
de una sociedad o de un sector social (1934,
pág. 9).
35
en el mana y el tabú'? Formulada en los términos de
Lévy-Bruhl, parece imposible responder a esa pregunta,
salvo postulando un tipo de mente especial, «primi
tiva». Pero Evans-Pritchard lo resolvió, al ampliar to
davía más la pregunta y al considerarla como parte del
problema de la explicación como tal. Se preguntó cómo
era posible que se aceptase un sistema metafísico, fuera
el que fuese. De esa forma, la diferencia entre las ex
plicaciones religiosas y otras explicaciones pasa a segun
do plano. En una investigación sobre la brujería como
principio de causalidad, no se postulan seres espiritua
les y misteriosos de ninguna clase, sólo los poderes mis
teriosos de los seres humanos. Esa creencia tiene el
mismo tipo de fundamento que la creencia en la teoría
de la conspiración en la historia, en los efectos mortí
feros de la fluorización o en el valor curativo del psico
análisis, o en cualquier proposición que se pueda pre
sentar en forma no verificable. Entonces, el problema
que se plantea no es ése, sino el de la racionalidad.
Evans-Pritchard mostró que las creencias de los azan
de en la brujería estaban protegidas, no sólo por elabo
raciones secundarias de las hipótesis principales, sino
también por una serie de procesos sociales. En primer
lugar, las creencias de los azande en la brujería mante
nían sus valores morales y sus instituciones. En se
gundo lugar, eran limitadas, de forma que no se apli
caran nunca a los contextos en que a sectores opuestos
podría interesarles negarlas. Por ejemplo, la creencia
en que la brujería era hereditaria en la clase de los
plebeyos, y en que la clase dirigente no estaba conta
minada con ella, garantizaba la imposibilidad de que
los plebeyos acusaran a los aristócratas. Asimismo,
mantenía la estructura familiar, dado que ningún hijo
36
podía acusar a su padre sin estigmatizarse a sí mismo
como heredero de una línea de filiación contaminada.
Los azande habían tenido en cuenta cautelosamente las
consecuencias sociales implícitas de la brujería heredi
taria, pero todavía podían ignorarlas, cuando su pro
pio caso individual señalaba relaciones con brujos.
En los casos en que las creencias parecían más vulnera
bles a las objeciones intelectuales y no se las había
dotado con mecanismos de protección, hasta los infor
madores azande más astutos se mostraban incapaces de
advertir el problema. Por ejemplo, no veían ninguna
dificultad en su concepción teórica de que todas las
muertes estaban causadas bien por la brujería bien pol
la venganza mágica contra el brujo culpable. En su
experiencia práctica, todas las muertes se achacaban a
la brujería. Cuando el antropólogo pretendía compa
rar el número de víctimas de los brujos y el de brujos
matados para vengar a aquéllas, nadie sabía nada de
los segundos. Pero no le resultó difícil discernir el
conjunto de intereses que ponían anteojeras a los cre
yentes y les permitían contentarse con un sistema ex
plicativo que satisfacía tantas necesidades prácticas. El
fundamento de su concepción radica en examinar las
creencias siempre desde el punto de vista de los parti
cipantes en una situación social determinada. Así, reve
ló las zonas de mayor inquietud, y aquellas en que su
curiosidad podía permanecer inactiva. Las lagunas y
discrepancias podían tolerarse sin por ello perturbar
lo más mínimo la ilusión de un ciclo completo de
creencias.
El siguiente libro de Evans-Pritchard, The Nuer
(1940a), amplió todavía más su interés por la estructu
ración social de la experiencia. Su capítulo sobre la per
37
Cepción del tiempo de los nuer es un ejemplo de ese
tipo. El tema principal del libro es un examen del pro
blema de cómo puede un pueblo usar un lenguaje acep
table para presentarse a sí mismo un sistema político sin
preocuparse por lo poco que corresponda a los hechos
(1940b, pág. 288). En la época en que escribió Nuer
Religión (1956) estaba más próximo a Durkheim que a
Lévy-Bruhl. Pero, en el intervalo, The Sanusi of Cyre-
naica (1949) analizó la estructuración social de la con
versión. De modo que ha mantenido de forma coheren
te su interés primero por las restricciones sociales de la
percepción. Un estudio que señalase los ángulos muer
tos de las obras derivadas de esos libros correspondía
perfectamente a su intención.
Tres principios fundamentales del análisis de los
azande se han aplicado a investigaciones posteriores. En
primer lugar, la tolerancia de las creencias ajenas: la
introducción del profesor Seligman señala que los azan
de no se sentían ni mucho menos oprimidos por el
miedo a la brujería (Evans-Pritchard, 1937, pág. XIX),
y Evans-Pritchard señala el efecto suavizador que tenía
el hecho de que se permitiera sacar a relucir abierta
mente los rencores y de que se hubiera estipulado una
fórmula para actuar en caso de desgracia.
En segundo lugar, las hostilidades que se expresaban
mediante las creencias en la brujería estaban claramen
te pautadas. Las acusaciones se agrupaban en las zonas
de relaciones sociales ambiguas. En los casos en que
los roles sociales estaban amortiguados por la desigual
dad del poder y de la riqueza, y otras formas de distan-
ciación social, no se lanzaban acusaciones de brujería;
éstas aparecían en los casos en que las rivalidades entre
vecinos no podían resolverse de otro modo. El meca
38
nismo para producir esa pauta de acusaciones residía en
la forma inconsciente de manipular los oráculos.
En tercer lugar, las creencias en la brujería tenían
un efecto normativo sobre el comportamiento. Así, el
castigo por haberse granjeado la sospecha de brujería
reforzaba el sistema social moral y los códigos sociales,
dado que a los brujos se los consideraba groseros, mez
quinos o aprovechados. Además, el hecho de estar em
brujado nunca se aceptaba como excusa para defectos
morales o técnicos, en los casos en que se pudiera esta
blecer una responsabilidad.
El interés principal de Evans-Pritchard parece haber
sido el de mostrar cómo un sistema metafísico podía
imponer una creencia mediante procedimientos diferen
tes de autovalidación. Pero el mismo enfoque se adap
taba perfectamente a una hipótesis funcional más sim
plista. Las investigaciones de Max Marwick (1952,
1965) y de Clyde Mitchell (1956) en Africa central
subrayaron las funciones normativas, explicativas y de
refuerzo de la moral que desempeñaba la brujería. Pero
añadieron un nuevo nivel de observación.
Entre los azande, las creencias en la brujería parecían
mantenerse como electricidad estática activada por la
fricción casual, mientras que en las comunidades yao
y cewa los cambios cíclicos que el sistema social ex
perimentaba periódicamente neutralizaban su inten
sidad. Cuando la pequeña aldea alcanzó un tamaño
mayor de lo que sus débiles recursos de autoridad po
dían controlar, las acusaciones de brujería proporciona
ron un lenguaje en que se podía poner en acción el
doloroso proceso de escisión. La imagen social original
de los azande era la de un sistema social que abrigaba
permanentemente zonas de relaciones mal definidas en
39
las que florecían las acusaciones de brujería. Ahora
bien, se la desarrolló gracias a un nuevo modelo
que podía tener en cuenta los cambios en el tiempo ¿pie
se repetían una y otra vez. En un momento determi
nado de la historia de una pequeña aldea de África
central las acusaciones de brujería serían escasas; en
otro, se intensificarían, al competir facciones rivales.
El trabajo de campo siguió poniendo los puntos
sobre las íes, al confirmar la utilidad del enfoque gene
ral. En un caso, las acusaciones de brujería se usaban
para impugnar el abuso de autoridad; en otro, para re
forzarlo. En todos los casos en que la creencia en la
brujería florecía, la hipótesis de que las acusaciones
tendían a agruparse en zonas en que las relaciones socia
les estuvieran mal definidas y fueran competitivas tenía
por fuerza que dar resultado, porque la competencia y
la ambigüedad quedaban identificadas mediante las acu
saciones de brujería. Pero, de forma inevitable, el tema
fue perdiendo interés a medida que se fue revelando la
incapacidad profética de la hipótesis irrefutable en que
se basaba. El análisis que Daryll Forde hizo de la cos
mología yakó como economía sobrenatural de medios
y fines (1958) fue un momento crucial. Quizás el
artículo de Turner en Africa (1964), en que impugna
el valor del llamado enfoque estructural, señale el fin.
El estudio sobre los azande contribuyó a aumentar
el abismo que separaba a historiadores y antropólogos,
dado que la idea de la brujería como parte de un sis
tema de control homeostático derivaba directamente de
él. Quizás nadie haya llegado tan lejos como Philip
Mayer en dar a entender que las creencias en la bru
jería (por lo menos en África en la etapa en que estaban
intactas, antes de que los misioneros, el dinero y los
40
colonialistas hubieran roto el equilibrio) eran de una
especie completamente inofensiva, y no debían compa
rarse con las europeas, de carácter desenfrenado
(1954):
41
que observen las virtudes sociales y profesen las
opiniones correctas, para que no recaiga sobre
ellos la sospecha de ser brujos (Gluckman, 1955,
pág. 94).
42
Esto coincide con las observaciones que hizo Audrey
Richards casi veinte años antes:
43
la opinión de que los miedos a la brujería aumentaran
en condiciones de vida urbana (1945). En época más
reciente, el estudio más detallado de un caso concreto
va en la misma dirección (Mitchell, 1965, pág. 201).
Si efectivamente resultara que las acusaciones de bru
jería aumentaron en los casos en que las relaciones so
ciales se volvieron más difusas y más fáciles de desin
tegrar, habría que volver a interpretar gran parte de la
investigación de campo de los años 50 y 60. Pues Clyde
Mitchell (1956), Max Marwick (1952), John Middleton
(1960) y Víctor Turner (1954) (algunos de los mejor
conocidos) habían interpretado la acusación de brujería
fundamentalmente como un instrumento para cortar
relaciones. El acusador usaba una forma de ataque legí
timo que lo dispensaba de obligaciones que no deseaba
cumplir. En la medida en que el desarraigo y la varia
bilidad y relajación morales caracterizan la vida urba
na, la utilización de la acusación de brujería resultaría
superflua. También sería ineficaz, pues su éxito de
pende de un círculo de vecinos relativamente cerrado,
cuya buena opinión pierde el acusado. Así, según la
ortodoxia de los años 50, resultaba improbable que las
acusaciones de brujería aumentasen en una sociedad
urbana, excepto dentro de sectores competitivos limi
tados. Como tampoco parecía verosímil que aumen
tase con el colapso de las obligaciones sociales y de
los códigos morales. Parece difícil pasar de la teoría
de que la creencia en la brujería funciona como un ins
trumento de la salud social a la idea de que constituye
un síntoma de una sociedad enferma. Para ello habría
que ampliar dicha teoría. En la primera etapa, en una
sociedad en pequeña escala, la brujería estaría con
trolada; en la segunda etapa, con la dislocación de la
44
vida social, proliferaría desmesuradamente; en la ter
cera etapa, con el advenimiento de la sociedad en gran
escala y de las relaciones impersonales, iría desapare
ciendo poco a poco. De acuerdo con este esquema, de
bería haber estado en la segunda etapa y completa
mente incontrolada, cuando se la observó en África
en el período 1940-60, época precisamente en que
se pensó que encajaba tan bien en la teoría funcional
homeostática. Debería haber estado incontrolada en
Inglaterra en el período de la Revolución Industrial,
es decir, a finales del siglo xvn, período en que, según
Keith Thomas (cf. Witchcraft, Confessions and Accu-
sations'), hacía bastante que había comenzado su deca
dencia. Otras dificultades surgen, cuando se comparan
las escalas temporales respectivas de antropólogos e
historiadores. Alan Macfarlane (cf. Wilchcraft, Confes
sions and Accusations) analiza casos sucedidos en
Essex durante un período de 120 años. Ningún antro
pólogo puede presentar materiales de casos que abar
quen un período tan largo. Lo que ante el antropólogo
aparece como parte de un modelo de relaciones esta
ble, para el historiador es un mero punto en el tiempo.
Si la Reforma protestante y la Ley de los Pobres eran
elementos nuevos en la sociedad rural de Essex en la
época de los Tudor y de los Estuardo, igualmente nue
vos eran el gobierno colonial y el cristianismo en la
situación africana. El modelo homeostático de la socie
dad no puede tratar los problemas espinosos de la
escala temporal (Gellner, 1958). Como tampoco puede
una teoría funcional dejar de importar toscas ideas de
normalidad, que pueden deformar gravemente el aná
lisis, como ha demostrado convincentemente el doc
45
tor Beidelman en su contribución a Witchcraft, Confes
sions and Accusations (pág. 351).
Los antropólogos que permitieron que el modelo
homeostático guiara sus enseñanzas y su pensamiento,
a pesar de sus numerosos inconvenientes, estaban
aceptando un paradigma científico de forma muy pare
cida a los científicos naturalistas descritos por Kuhn
en su libro The Structure of Scientific Revolutions
(1962). Una vez que un paradigma particular de con
ceptos y de teorías queda aceptado en toda la rama
científica, según Kuhn, sigue un período de «ciencia
normal», en que los científicos aceptan el paradigma
de forma acrítica y se limitan a desarrollar y verificar
las inferencias que de él se desprenden. Lo presentan
ante los nuevos estudiantes como un dogma establecido.
Raras veces se discuten conceptos y problemas anti
cuados; se adiestra a los estudiantes para que lleguen
a ser expertos en el sistema aceptado. Kuhn supone que
el método de enseñanza de las ciencias físicas es más
apropiado para producir una «estructura mental» rígida
que el de las ciencias sociales. Pero todo lo que dice
sobre el uso de los paradigmas en el pensamiento cien
tífico es enormemente pertinente con respecto a la
antropología británica posterior a la Segunda guerra
mundial.
Ahora estamos en la etapa prevista en que la acu
mulación de anomalías nos ha obligado a reconocer que
un paradigma existente es inadecuado. S. B. Barnes
(1968) ha intentado comparar el pensamiento de los
científicos, cuando aplican su paradigma establecido,
con el pensamiento de los azande con respecto al tema
de la brujería. Sin pretender identificar rasgos primi
tivos en el pensamiento científico, ha reducido el
46
abismo que separaba a científicos y primitivos y que
tanto impresionó a Lévy-Bruhl y todavía es importante
en la obra de Lévi-Strauss. Su estudio parece ser el
único que ha captado el espíritu del libro sobre los
azande y aplicado sus enseñanzas. Por eso, permíta
seme aprovechar esta oportunidad para aplicar una de
sus sugerencias. Según Barnes, los paradigmas cientí
ficos se pueden cambiar con mayor facilidad que los
paradigmas sociales:
47
sabilidad de proteger y de predicar la tolerancia encon
tró amplio eco. Una de las formas de cumplir con dicha
responsabilidad ha sido la de mostrar que las creencias
en la brujería desempeñan una función constructiva en
un sistema social. El estudio de Evans-Pritchard sobre
los azande minimiza el abismo que separa la cultura
europea de la primitiva. Es de suponer que la insisten
cia en dicho abismo contrastaría con los principios fun
damentales de la filosofía liberal. Y, sin embargo, en
otro sentido los antropólogos tuvieron tendencia a exa
gerar la dicotomía, ya que su entusiasmo por las cultu
ras indígenas los indujo a adoptar una posición teórica
que consideraba que los conflictos en las sociedades
primitivas carecían de gravedad, posición que no ha
brían aplicado a su propia sociedad. Y, así, toda la dis
cusión sobre «su» mentalidad y la «nuestra» ha tenido
que desarrollarse haciendo como si el estudio de los
azandes no fuera aplicable a nosotros y a nuestra his
toria. Otro factor es la posición especial del trabajo de
campo en África dentro de la historia de la antropo
logía. Resulta interesante pensar en lo que habría sido
de la antropología británica, si los estudios sobre
Nueva Guinea se hubieran desarrollado tan rápida
mente como en África. Si alguien como Daryll Forde
hubiese organizado un equivalente melanesio del Inter
national African Institute, no hay duda de que la teoría
homeostática no habría podido sobrevivir durante
tanto tiempo sin impugnación. Resulta más fácil pasar
por alto el significado de la ordalía del veneno (enton
ces desaparecida) y los movimientos en pro de la eli
minación de la brujería (reprimidos eficazmente) de lo
que habría sido pasar por alto los cultos a los barcos
cargueros en las regiones de Melanesia en que vio
48
lentos estallidos milenarios desafían constantemente a
la autoridad colonial.
Eso en cuanto a la cuestión de cómo llegamos a adop
tar un paradigma y a considerarlo satisfactorio. Y con
respecto a sus limitaciones, Kuhn considera la aplica
ción rígida de un paradigma como una etapa necesaria
y útil de la ciencia. En favor de éste nuestro debemos
anotar dos ventajas. Al aceptar el conflicto como parte
integrante y normal de cualquier sistema social hemos
desarrollado un modelo más realista. En adelante, los
antropólogos serán culpables de ingenuidad, cuando
informen sobre un sistema social libre de conflictos sin
presentar testimonios concretos para probar su exis
tencia. El largo período de atención microscópica a los
detalles de las relaciones sociales ha perfeccionado nues
tra capacidad para ver la forma como la ideología se
relaciona con la estructura social. Algunos tipos de erro
res y de pensamiento falto de rigor van a quedar elimi
nados en esta época de confusión de paradigmas.
Si tuviéramos que empezar de nuevo a clasificar las
creencias en la brujería, utilizando los informes de
trabajos de campo, lo mejor sería comenzar con las
ideas que atraen la creencia pero no intervienen en los
asuntos humanos. Los hombres pueden creer en la posi
bilidad de la brujería y, aun así, no hacer nunca acu
saciones de brujería. En Witchcraft, Confessions and
Accusations figuran varios ejemplos. G. I. Jones sostie
ne que los ibo, durante el período en que los conoció, si
bien creían en la brujería, raras veces se sentían angus
tiados por ella (pág. 321); tendían a achacar la bruje
ría a espíritus o a infracciones del ritual. Malcolm Ruel,
en su descripción de las creencias en la brujería de los
banyang, observa que éstos raras veces se acusaban
49
unos a otros (pág. 333). Lo mismo se ha dicho de la
concepción dinka de la brujería (Lienhardt, 1951).
Para el caso de otros pueblos disponemos de una des
cripción más dinámica: John Middleton (1960) ha des
crito a los lugbara manteniendo inactivas sus creencias
en la brujería durante las primeras etapas de creci
miento del linaje, pero revelándolas en forma activa
como una forma de ataque, cuando la sucesión política
y el fraccionamiento del linaje plantean problemas a la
hora de definir los roles sociales. Los bakweri del
oeste del Camerún, que en un tiempo parecían domi
nados por la envidia y la brujería, prescindieron resuel
tamente de ellas, cuando su situación económica mejoró
tanto, que la competencia dejó de representar una
amenaza para la comunidad. Y, sin embargo, Edwin
Ardener (cf. Witchcraft, Confessions and Accusations)
sugiere que las creencias se mantuvieron en su cos
mología, preparadas para prestar un servicio activo, en
caso de que la ocasión lo exigiese. Más adelante volvere
mos a hablar de esos ejemplos de creencias inactivas.
En los casos en que las creencias participan activa
mente en la vida social, hay dos niveles de análisis, el
del individuo y el de la comunidad.
Los individuos usan la acusación de brujería como
un arma en los casos en que las relaciones son ambi
guas, y ello puede deberse a una de dos razones. Puede
ser que las relaciones sean normalmente competitivas
y que no estén reguladas. Así, Peter Brown (cf. 'Witch
craft, Confessions and Accusations) nos ofrece una vi
sión de las envidias entre personajes importantes de
finales del Imperio Romano y de aurigas acusándose
mutuamente: la acusación es simplemente una forma
más de ataque y contra taque entre facciones rivales.
50
O bien, puede ser que una clase determinada de per
sonas llegue a una posición completamente anómala,
ventajosa o desventajosa, de forma que la cobertura que
protege a la comunidad deje de cubrirla. Alan Macfar-
lane (cf. Witchcraft, Confessions and Accusations) ha
descubierto que las viudas necesitadas que pedían la
caridad a sus vecinos se encontraban en esa posición en
los pueblos de Essex en el siglo xvi: la sospecha de
brujería era un medio para justificar la negativa a dar
limosna. Este análisis constituye un paralelo estrecho
de la descripción que hace White de las viudas luvale
acusadas de brujería (1961). Las prestadoras de dinero
en la India rural se exponen a la acusación de brujería
por parte de sus deudores contumaces a causa de la
anómala ganancia que han obtenido (Epstein, 1959).
Podemos suponer que la animosidad contra las brujas
siempre se activa a ese nivel individual. Su intervención
al nivel de la comunidad depende de la organización
. local. La acusación equivale a un rechazo de los víncu
los comunes y de la responsabilidad. Lo que ocurre
cuando se ha hecho una acusación depende del estado
de la política de la comunidad y del modelo de rela
ciones que necesite una nueva definición en ese mo
mento. Pues las creencias en la brujería son esencial
mente un medio para clarificar y afirmar las defini
ciones sociales.
Aceptando la objeción de Tom Beidelman en el sen
tido de que hay que considerar los niveles símbolos de
las creencias en la brujería, lo que yo haría ante todo
sería relacionar dichas creencias con los aspectos pre
dominantes de la estructura social; pues, si bien me
sumo a las críticas hechas a los errores flagrantes de
las hipótesis funcionalistas, también creo que no se han
51
agotado las posibilidades del análisis funcional. Igual
que a la ética cristiana, se lo puede defender con el
argumento de que nunca se ha intentado ponerlo en
práctica. Si eliminamos la rigidez y tosquedad del mo
delo de control homeostático, todavía proporciona un
marco explicativo basado en la idea de un sistema de
comunicación. Las personas están intentando controlar
se mutuamente, si bien con poco éxito. Usan la idea del
brujo para acallar sus propias conciencias o las de sus
amigos. La imagen del brujo es tan efectiva como fuerte
es la idea de comunidad.
El brujo es una persona que ataca y engaña. Usa lo
impuro y poderoso para dañar lo puro e indefenso. Los
símbolos de lo que reconocemos en todo el globo
como brujería giran todos en torno al tema de la
bondad interior vulnerable atacada por un poder exte
rior. Pero esos símbolos varían de acuerdo con los
modelos locales de significado y, sobre todo, de acuer
do con las variaciones en la estructura social. No
todas las brujas vuelan montadas en palos de escoba,
no todas gozan de bilocación, no todas respetan a los
familiares, no todas chupan los jugos vitales de sus
víctimas. Para interpretar esas variaciones, las concep
ciones psicoanalíticas deberían tener en cuenta el análi
sis social. Pues la psique común a todos nosotros no
puede, por su propia estructura, explicar nuestras dife
rencias. Los temas de «dentro» y «fuera», evidentes en
el simbolismo de la brujería, no se agotan con la expe
riencia por parte del niño de su cuerpo y del de su
madre, o ampliando dichas experiencias universal
mente con un modelo interpretativo. Pues la expe
riencia de una unidad social limitada puede atribuir
52
un significado más poderoso a las ideas de «dentro»
y «fuera».
Me parece útil observar dos pautas principales de la
creencia en la brujería: (a) en los casos en que el brujo
es una persona exterior al grupo; (b) en aquellos en
que es el enemigo interior.
55
Función de la acusación (i) y (ii): volver a definir los
límites.
54
ii) El brujo como desviacionista
peligroso —
Ejemplos: peligroso por poderoso
o por rico, como en el caso de I |
los bakweri (Ardener, cf. Witchcraft, X. J
Confesstons and Accusations},
la usurera mysore (Epstein, 1959);
persona peligrosa porque pide algo, como en el caso
de Essex en el siglo xvi (Macfarlane, cf. Witchcraft,
Confessions and Accusations) y en el de los azande
(Evans-Pritchard, 1937).
Función de la acusación: controlar a los desviacionistas
en nombre de los valores de la comunidad.
55
esta serie a causa de la función precisa de los peligros
internos y externos en su simbolismo de la brujería
(véase Forge, en Witchcraft, Confessions and Accusa-
tions). Cada dirigente se abre camino mediante pode
rosas relaciones comerciales fuera de la aldea y a él se
enfrentan uno o más rivales de su propia aldea. Todas
las muertes se consideran causadas por la traición de un
rival interior que ha robado algunos desechos corpo
rales de la víctima y los ha enviado a un hechicero exte
rior, el cual los combina de forma funesta con pintura
mágica. La pintura, expresión esencial del exterior,
de la apariencia exterior y de la comunicación cons
ciente, ha de mezclarse con los residuos de la víctima,
especialmente con sus secreciones sexuales. Resulta
ría difícil imaginar una afirmación más explícita del
ataque exterior contra el yo inconsciente, confiado e
interior. El dirigente abelam, de quien se cree que
ha recogido desechos de todos los miembros de su pro
pia aldea, tiene a éstos en su poder de forma tan efec
tiva como el bakweri que había triunfado tenía poder
sobre una cabaña llena de espectros de los muertos que
trabajaban para él. Para todos estos pueblos, sus en
trañas están en manos del traidor.
Así, pues, parece que la forma como opera el brujo,
los orígenes de su poder y la naturaleza del ataque a su
víctima pueden relacionarse con una imagen de la comu
nidad y del tipo de ataque a que los valores de la co
munidad están expuestos.
En ello reside parte de la explicación dada por
Esther Goody (cf. Witchcraft, Confessions and Acusa-
tions) al problema de por qué los gonja toleran la
magia mortífera de los hombres y castigan brutal
mente la brujería en las mujeres. En virtud del sis
tema gonja de sucesión, los cargos circulan entre los
segmentos dinásticos. Las sospechas de brujería mas
culina expresan rivalidades entre segmentos, y un brujo
no recibe castigo por supuestos asesinatos, ya que los
comete en el sector rival y en nombre de su propio
sector. Esa situación se parece más a la de los navajo,
que hemos citado más arriba. El brujo es una persona
exterior, y el uso de la magia una simple prolongación
de la agresión política normal.
Ahora podemos abordar la difícil cuestión de por
qué algunas culturas asignan distintos tipos de brujería
a sectores diferentes de la sociedad. Para reconocer esa
distinción muchos antropólogos han seguido la traduc
ción que hizo Evans-Pritchard de los conceptos azande
y han usado «hechicería» para referirse a la magia
negra y «brujería» para referirse al poder psíquico in
terno para hacer daño. Sea como sea en la lengua de los
azande, ese empleo es incómodo en inglés, ya que el
verbo to bewich («embrujar», «hechizar») se usa para
ambos casos. Además, es difícil de mantener, cuando se
examinan por extenso diferentes culturas, algunas de las
cuales solamente hacen esa distinción, y no es fácil de
traducir en francés.
A primera vista, una distribución por separado de
los poderes peligrosos para separar sectores sociales es
una forma de aislar estos últimos de conflictos adicio
nales. Si vemos que las mujeres usan un tipo de poder
y que a los hombres se les enseña a usar otro, que los
plebeyos usan uno y la familia real otro, podemos supo
ner que la distinción forma parte de la definición de
los sexos y de las clases políticas y expresa la separa
ción de sus funciones. Cuando vemos que sólo se cree
en un tipo de brujería, y se considera que cualquier
57
hombre, mujer o niño tiene acceso a ella, sería de espe
rar que no hubiera aislamiento, sino una competencia
total que abarcase a toda la so
ciedad. Desgraciadamente, esa ex- _ .
plicación es demasiado superfi- i
cial. Normalmente, las mujeres f
gonja no compiten con los hom- V j
bres para el cargo de jefe, y, sin ¡
embargo, se les censura que usen
el mismo tipo de magia. Esther
Goody nos convence de que más les valdría afirmar
que no tienen acceso a los ensalmos específicamente
masculinos. El caso de los gonja es insólito, y un
análisis más detallado muestra que los tipos de ensal
mos atribuidos a las brujas difieren de los usados por
los hombres. En las sociedades que reconocen dos
tipos de brujería, es de esperar, por lo que hemos
dicho, que las formas de la brujería expresen alguna
característica de la situación social. En el Congo,
entre los bushong, los hombres compiten por la supe
rioridad política dentro de un sistema de cargos muy
bien articulado: consideran el uso de la magia unos
contra otros como procedimiento normal; a sus mu
jeres les atribuyen poderes psíquicos mortíferos que
utilizan en los casos de celos entre las esposas de un
mismo marido (Vansina, 1969). Esta situación es la
que refleja el diagrama de más arriba, en que las flechas
gruesas representan las acusaciones entre rivales polí
ticos y las delgadas las acusaciones contra mujeres.
La misma distinción sociológica es aplicable a la
creencia de los abelam en dos clases de brujería: el
poder psíquico usado por las mujeres, y la magia exte
rior usada por los hombres con el fin de obtener obje
58
tivos políticos aceptables. Peter Morton-Williams, en
una comunicación personal, me ha explicado que la asig
nación del poder psíquico maligno y de la magia entre
los yoruba presenta los mismos rasgos. Lo mismo es
aplicable a los azande. Para intentar generalizar esto,
he dibujado los gráficos que aparecen más arriba con
líneas gruesas y delgadas para indicar las posiciones so
ciales apropiadas de la magia exterior y del poder
psíquico peligrosos. Para una verificación más detallada,
sugiero que, cuando se considere que el origen del
poder de la brujería está situado en el interior del bru
jo, especialmente en una zona inaccesible al control
consciente, la situación corresponderá al tipo b(ii) antes
citado, en que se considera al brujo como un enemigo
interior, no como miembro de una facción rival. Ello
queda demostrado por el resumen que hace Brian
Spooner en Witchcraft, Confessions and Accusations
de las ideas sobre el «mal de ojo». En las comunidades
islámicas, el extranjero, de apariencia singular, capaz de
mirar, pero no de hablar, que da mal de ojo y apenas
puede controlar sus poderes de brujería, no es miembro
de facción interna alguna. Su mirada emite peligro
desde su interior. En otras palabras, el simbolismo so
cial de «dentro» y «fuera» se aplica no sólo a los su
frimientos del cuerpo de la víctima, sino también al
cuerpo del brujo.
Volvamos ahora a las culturas en que las creencias
en la brujería son inactivas o están del todo ausentes.
Si la brujería intensifica la definición en los casos
en que los roles sociales están poco definidos, es de
esperar que no exista en los casos en que no haya exi
gencia de una definición clara. Así, en los pueblos que
tienen contactos sociales muy escasos e irregulares, lo
59
más probable es que el cosmos esté menos dominado
por la idea de seres humanos peligrosos que en una
sociedad en que las relaciones humanas mutuas sean es
trechas. Es de esperar que las ideas antropomórficas
del poder predominen en los casos en que los hombres
estén agrupados muy cerca unos de otros. Y, si las
relaciones sociales intensivas están bien definidas, es
de esperar que el antropomorfismo del cosmos sea nor
mativo, que mantenga los códigos moral y social me
diante la ira ancestral; mientras que, si la relación
social mutua está mal definida, hemos de esperar un
cosmos en que predomine la brujería. Godfrey Lien-
hardt fue quien lanzó y ejemplificó espléndidamente
esta teoría en un artículo poco conocido. En él comparó
la concepción del mundo de los nuer-dinka, en que la
brujería tiene muy poca importancia, con la de los
anuak, competitivos y amantes de las intrigas.
El mundo social de los nuer-dinka está escasamente
habitado. Los hombres son dignos de confianza, dentro
de los límites previstos, mientras que las estaciones
y los pastos no lo son. En consecuencia, su cosmos
está presidido por una deidad lejana (y no del todo an-
tropomórfica). Por otro lado, los anuak, que compiten
por el favor de los protectores caprichosos de las cortes
de pequeñas aldeas, tienen un mundo social en el que
no se puede confiar lo más mínimo, caracterizado por
las revoluciones de palacio, por los favoritos de palacio
y por los conspiradores enemigos. Su cosmos está pre
sidido por la idea de brujos humanos maliciosos y de
espíritus vengativos.
No hay duda de que en este caso nos encontramos
ante microcosmos tribales del cambio de cosmología
que se produjo entre las eminencias intelectuales de
60
Europa en el período que va desde mediados del si
glo Xvi hasta mediados del siglo xvn. Trevor-Roper,
uno de nuestros historiadores más atentos a las cues
tiones sociológicas, ha puesto de relieve la aparente pa
radoja de que las creencias en las brujas contaran con
el respaldo de los hombres más cultos de finales del
siglo xvi (1967, capítulo III). En lugar de oponerse de
forma continua y coherente a la superstición abrazada
por los ignorantes, la defendieron y propagaron apasio
nadamente. Hasta mediados del siglo xvn, con el triun
fo de los laicos sobre el clero, con la disminución de las
guerras ideológicas entre cristianos, que inevitablemen
te alimentaban el odio y el miedo, no fue posible con
cebir una idea moderna de Dios operando en un uni
verso mecánico desprovisto tanto de ángeles como
de demonios. Podemos arriesgarnos a añadir a los pe
netrantes análisis de Trevor-Rope uno procedente de la
comparación de los nuer-dinka con los anuak, pues,
como subraya en su introducción, no se puede entender
el siglo xvn, si se ignora el enorme delirio con respecto
a las brujas. Todas las épocas deben verse como tota
lidades. Por tanto, debemos aceptar por las mismas
razones su burlona descripción del hecho de que las
mentes de eruditos respetados se sometiesen a la cos
mología de la brujería y su otro capítulo relativo a la
crisis general de mediados del siglo xvn (1967, pá
ginas 46-89). En éste describe el fenómeno de que las
ordenadas y responsables ciudades de comienzos del
Renacimiento quedaran substituidas por los príncipes
renacentistas, de que la extravagancia de los gobernan
tes se apoyara en un sistema de corrupción oficial que
amenazó con destruir la prosperidad de los habitantes.
Hacia finales del siglo, su magnificencia cada vez
61
mayor intensificó la atmósfera de las cortes agobiadas
por las intrigas; se crearon y dilapidaron grandes fortu
nas; grandes personalidades tuvieron que hacer frente
al desastre. También describe la secuela cada vez mayor,
y más inestable incluso, de clérigos y funcionarios de
la corte, siguiendo los pasos de sus protectores. Éstos
eran los intelectuales que no supieron sacudirse de en
cima las creencias en la brujería. Lógicamente, aquellos
inseguros competidores en su aspiración a las preben
das vieron el universo como una reproducción de su
sociedad. Su cosmos estaba presidido, no por Dios
como equivalente espiritual de un protector podero
so, sino por otros hombres peligrosos que competían
con ventaja gracias a sus poderes demoníacos. Recono
cemos un estilo anuak de cosmología invadiendo las
mentes de la gente en una situación social del estilo
de la de los anuak. Así queda resuelta la paradoja apa
rente que suponía el respaldo intelectual a las creen
cias en la brujería, ya que, evidentemente, sería absur
do esperar que en una sociedad anuak hubiera una
cosmología nuer-dinka. Sólo cuando las revoluciones
de mediados de siglo destruyeron los estados de finales
del Renacimiento, surgió un nuevo tipo de intelectual,
que proporcionó un nuevo tipo de cosmos para la
nueva sociedad. Trevor-Rope sugiere que, de no haber
sido por la Reforma y la Contrarreforma, que man
tuvieron artificialmente la síntesis intelectual anterior,
el Renacimiento podría haber conducido directamente
a la Ilustración. Las dos grandes figuras que escoge de
aquella evolución son Erasmo y Descartes. Los mundos
sociales inmediatos a aquellos dos pensadores eran
mucho más parecidos a las sociedades de los pastores
nómadas. Erasmo tuvo corresponsales eruditos en los
62
lugares más remotos. Sus viajes tuvieron una extensión
igualmente amplia. No conoció las presiones cotidianas
de las relaciones personales ineludibles y a largo plazo.
Conoció los caprichos de los príncipes y de los carde
nales, pero pudo escapar a sus efectos. Descartes, a su
vez, en su calidad de erudito por vocación entre sol
dados, vivió en relativo aislamiento. Ése, por encima de
todo, parece ser el requisito para contemplar un cosmos
con estructura de reloj, no supeditado a los seres an-
tropomórficos.
El hecho de que los humanistas del siglo xvi respal
daran con mayor fuerza las creencias en las brujas que
las gentes comunes ya no es una paradoja. Recuerdan
a sus predecesores de finales del Mundo Antiguo, los
cuales copiaban las técnicas de hechicería y de antihe
chicería y acusaban a sus rivales de destruir su elo
cuencia maliciosamente. Peter Brown ha descubierto
que la herencia de los escritos sobre hechicería de aquel
período (cf. Witchcraft, Confessions and Accusations}
puede seguirse hasta una serie de posiciones sociales
definibles: las de los inseguros humanistas y funcio
narios de la corte. También los aurigas se dividían en
facciones rivales y su posición social estaba mal defi
nida. A finales del Mundo Antiguo, los demás sectores
de la sociedad disfrutaron de oleadas sucesivas de ex
pansión, con lo que los miedos de los intelectuales no
tuvieron eco en la mayoría de la población. Pero a
finales del siglo xvi otro gran período de expansión
estaba llegando a su fin. La experiencia de inseguridad,
caprichos humanos y competencia desleal, propia de los
humanistas, se extendió al restro de la población. Así,
podemos empezar a explicar por qué sus creencias no se
mantuvieron dentro de sus propios círculos, sino que
63
se desencadenaron con violencia tan destructiva en el
exterior.
La conclusión de que las gentes menos propensas a
creer en la brujería sean aquellas cuyo nivel de relación
social recíproca sea tan bajo e irregular, que tengan
poca necesidad de definición social, puede ser depri
mente. Los pigmeos mbuti no creen en los brujos ni
disfrutan de un conjunto de ideas cosmológicas muy
organizadas (Turnbull, 1966). Su caso sugiere que debe
ríamos rechazar la teoría de la brujería como compen
sación, propuesta por Nadel (1952). De acuerdo con
ésta, la brujería es un método alternativo de explicar
la desgracia, que substituye a las explicaciones mitoló
gicas y científicas. Pero los pigmeos prueban que no
hay razón para creer que, si una decae, la otra deba
aparecer para ocupar su lugar. Los hombres pueden
prescindir de las explicaciones de la desgracia. Pueden
vivir con tolerancia y concordia y sin curiosidad meta
física. La condición previa es que sean libres para sepa
rarse siempre que surjan tensiones. El precio de ese
tipo de cosmología es un nivel bajo de organización.
Pero ésa no es la única forma de controlar las creen
cias en la brujería. Otra es la de hacerlo por medio de
un sistema de asignación de funciones perfectamente
regulado. Ahora bien, si éstas son demasiado inflexi
bles, otras creencias ridiculas aparecen. loan Lewis
(cf. Witchcraft, Confessions and Accusations, p. 300),
al comparar las creencias en el ataque por parte de bru
jos identificados con las creencias en espíritus no iden
tificados, relaciona estas últimas con rígidas estructuras
de los roles sociales. Describe el caso de mujeres que
usan sus enfermedades como medio para exigir mejor
trato a sus maridos. Esto está a medio camino del
64
ataque y de la reconciliación. Indica la estructura de
funciones sociales en que sería una estrategia apropia
da: aquella en que el bando que ocupada posición más
débil en una relación no intenta cortar ésta, sino miti
gar su rigor.
Normalmente, donde hay brujas hay depuración de
brujas. Una de las interpretaciones por parte de Keith
Thomas del aumento en Inglaterra de las acusaciones de
brujería en la época siguiente a la Reforma apuntan
a la pérdida de las técnicas religiosas para tratar los
problemas personales; al haber desaparecido la confe
sión y la absolución, el exorcismo y las bendiciones
protectoras, los miedos a la brujería resultaron más di
fíciles de controlar. En África, en la época colonial, al
tiempo que se declararon fuera de la ley las ordalías, se
controló la brujería hasta cierto punto por otros
medios. Roy Willis (cf. Witchcraft, Confessions and
Accusations) ha dado un breve panorama general de
los movimientos que surgían, se extendían por amplias
zonas de África y desaparecían. Resulta interesante su
comparación de éstos con los cultos milenarios. Alison
Redmayne (cf. Witchcraft, Confessions and Accusa
tions) equilibra esta visión amplia con el enfoque en
primer plano de la carrera de un adivino particular,
famoso todavía y por muchos años futuros en África
oriental. Los peregrinos recorrían miles de kilómetros
para consultar a Chikanga sobre sus familias y sus en
fermedades y para preservar sus nombres de las sos
pechas de brujería.
Naturalmente, los antropólogos han enfocado ge
neralmente la brujería desde el punto de vista del
acusador, suponiendo siempre que la acusación carecía
de fundamento. Ésa ha sido la razón de que nos resul
65
tase difícil interpretar las confesiones de brujería. Las
amenazas de practicar la brujería contra un enemigo
podemos perfectamente interpretarlas como jactancias
vacuas. Pero la idea de que una persona pueda creer
sinceramente que es un brujo y de que vaya a ver a
un adivino para curar su estado nos resulta difícil de
entender desde el punto de vista de nuestro análisis.
Ésa es la razón, indudablemente, por la que la vivida
descripción que hizo Barbara Ward de los cultos de
confesiones de brujería entre los ashanti (1956) tuviera
tan poca repercusión en el momento de su publicación.
Por eso, yo valoro de forma especial las contribu
ciones al volumen Witchcraft, Confessions and Accu-
sations que describen culturas en que a sus miembros
les resulta imposible no pensar en sí mismos como
brujos en potencia. Robert Brain explica de forma
convincente el papel que desempeñan los niños (sobor
nados con promesas de comida) en el mantenimiento de
la concepción del mundo de los adultos mediante es
pantosas confesiones de brujería. Pero no siempre se
arrancan las confesiones mediante sobornos y amena
zas. Julián Pitt-Rivers y Malcolm Ruel describen en el
mismo volumen cosmologías —una en América cen
tral y otra en África— en que a cada ser humano se le
atribuyen una o varias personalidades con figura de
animal. La cuestión siempre es la de si las identifica
ciones animales de cada cual son pacíficas o peli
grosas.
Al parecer, toda la rica fantasía de los banyang res
pecto a las personalidades animales de los hombres no
producen como resultado acusaciones de brujería. La
dirección en que apuntan las creencias es la de «la res
ponsabilidad y de la implicación personales, y no (por
66
lo menos directamente) la de la hostilidad hacia los
demás». Esto hace eco a la descripción que Godfrey
Lienhardt hizo de la brujería dinka (1951). Los brujos
dinka son principalmente anónimos y permanecen sin
identificar. No por ello deja de ser muy «explícito el
concepto de brujo. Se usa para recordar a cada hombre
los peligros que hay en su interior:
67
sible que se lo asocie con criaturas deformadas e
imperfectas, que por su naturaleza misma no
pueden ser miembros de la comunidad con todos
los derechos (1951, págs. 317-318).
68
del Camerún usan la idea del brujo más que nada como
un espejo para su propia conciencia; y, sin embargo (a
diferencia de los dinka), viven sin competencia ni am
bigüedad. Aprecio su caso como una advertencia con
tra el determinismo social demasiado rígido.
El antiguo paradigma ha cumplido su objetivo. Por
lo que se refiere a los estudios sobre la brujería, el
campo está abierto para quien quiera entrar en él. Los
antropólogos ya no tienen razones para temer al his
toriador como «persona cuya obra consiste en destruir
la generalización del colega» (Reisman, 1956, pág. 79),
y resulta innecesario advertir a los historiadores para
que no imiten servilmente nuestros métodos y con
clusiones. Podemos tener plena confianza en que
las ricas interpretaciones del libro sobre los azande se
aprovecharán en muchas otras disciplinas.
69
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Wilson, Godfrey & Monica, 1945, The Analysis of
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Cambridge: Cambridge University Press.
72
ROBIN HORTON
75
Básicamente, la búsqueda de una teoría explicativa
equivale a la búsqueda de la unidad subyacente a la di
versidad aparente, de la simplicidad subyacente a la
complejidad aparente, del orden subyacente al desor
den aparente, de la regularidad subyacente a la anoma
lía aparente.
76
tipo del comportamiento caprichoso e irregular de los
dioses. Pues muestra que cada categoría de seres tiene
asignadas sus funciones propias en relación con el
mundo de los fenómenos observables. A veces, los dio
ses pueden parecer caprichosos al hombre ordinario e
irreflexivo. Pero, para el experto religioso, encar
gado de estudiar las entidades espirituales que intervie
nen por debajo de los fenómenos observados, la premi
sa principal de que depende su trabajo es una regulari
dad básica y mínima. Por tanto, igual que los átomos,
las moléculas y las ondas, los dioses sirven para dar
unidad a la diversidad, simplicidad a la complejidad,
orden al desorden, y regularidad a la anomalía.
77
Durante mucho tiempo, el éxito de la teoría de los
gérmenes ha impedido a los especialistas de la medicina
occidental moderna advertir la conexión causal que
existe entre el desorden social y la enfermedad. De
hecho, parece como si una conjunción de la teoría de
los gérmenes, del descubrimiento de potentes antibió
ticos y de técnicas de inmunización, con condiciones
que actúan contra la acumulación de la resistencia natu
ral a muchas infecciones mortales, durante mucho tiem
po hubiera impedido a los científicos ver la importan
cia de dicha conexión. Y a la inversa, quizás, una con
junción de la ausencia de teoría de los gérmenes, de an
tibióticos potentes y de técnicas de inmunización, con
condiciones que favorecen la acumulación de una gran
resistencia natural a las infecciones mortales, habría
servido para poner en relieve esa misma conexión causal
en la mente del médico tradicional. Si se nos pidiera
que escogiéramos entre la teoría de los gérmenes, igno
rante de la concepción psicosomática, y la teoría psico-
somática tradicional, desconocedora de las ideas sobre la
infección, casi con toda seguridad escogeríamos la teoría
de los gérmenes. Pues, es evidente que, desde el punto
de vista de los resultados cuantitativos, esta última es
la más esencial para el bienestar humano. Pero con
viene recordar que no todas las ventajas están en un
bando.
78
«reduce» una cosa a otra cosa es engañoso. Idealmente,
un proceso de deducción a partir de las premisas de
una teoría debería volver a colocarnos ante afirma
ciones que describan el mundo del sentido común con
toda su riqueza.
Quiero señalar que en el África tradicional las rela
ciones entre el sentido común y la teoría son esencial
mente las mismas que en Europa. Es decir, que el
sentido común es el instrumento más útil y económico
para afrontar una amplia gama de circunstancias de la
vida cotidiana. No obstante, existen ciertas circuns
tancias que sólo podemos afrontar desde el punto de
vista de una visión casual más amplia que la que pro
porciona el sentido común. Y en esas circunstancias
es en las que se produce el salto al pensamiento teórico.
Los kalabari del delta del Niger distinguen muchos tipos
diferentes de enfermedades, y disponen de una colec
ción de hierbas específicas con que tratarlas. Unas ve
ces los miembros ordinarios de su familia, que reconoz
can la enfermedad y conozcan los específicos, serán
quienes traten al enfermo. Otras veces, realizarán el
tratamiento de acuerdo con las instrucciones de un doc
tor indígena. Cuando la enfermedad y el tratamiento
se mantienen dentro de esos límites, la atmósfera es
básicamente la del sentido común. Muchas veces, hacen
poca o ninguna referencia a las entidades espirituales.
Sin embargo, a veces la enfermedad no responde al
tratamiento, y resulta evidente que el específico de hier
bas no proporciona la respuesta completa. El doctor
indígena puede emitir un nuevo diagnóstico y probar
otro específico. Pero si éste no da resultado, surgirá
la sospecha de que «en esta enfermedad hay algo más».
En otras palabras, la perspectiva proporcionada por el
79
sentido común es demasiado limitada. Entonces lo más
probable es que se recurra a un adivino (puede ser el
doctor indígena que inició el tratamiento). Utilizando
ideas relativas a diferentes entidades espirituales, re
lacionará la enfermedad con una gama más amplia de
circunstancias: a menudo con trastornos en la vida
social general del enfermo.
Por otro lado, una persona puede tener una enfer
medad que, a pesar de ser benigna, se produzca junto
con una crisis evidente en su esfera de relaciones socia
les. Esa conjunción sugiere al principio que puede
no ser apropiado considerar la enfermedad desde la
limitada perspectiva del sentido común. Y, en esas cir
cunstancias, es probable que el experto al que se recu
rra se refiera inmediatamente a determinadas entidades
espirituales en función de las cuales vinculará la enfer
medad con un contexto de fenómenos más amplio.
Generalmente, lo que estamos describiendo en este
caso se considera como un salto del sentido común al
pensamiento místico. Pero, como hemos visto, es tam
bién, y de forma más significativa, un salto del sentido
común a la teoría. Y en África, igual que en Europa, el
salto se produce en el momento en que la limitada vi
sión causal del sentido común resulta inútil para tratar
la situación en cuestión.
80
de la amplitud del contexto que desee tomar en consi
deración. En los casos en que se limite a colocar el
fenómeno dentro de un contexto relativamente modes
to, le bastará con usar lo que se llama generalmente
una teoría de bajo nivel, es decir, la que abarca una
zona de la experiencia relativamente limitada. En los
casos en que busque un contexto más amplio, usará una
teoría de nivel más elevado, es decir, la que abarca
una zona de la experiencia más amplia.
Una vez más, encontramos correspondencias con esto
en muchos sistemas religiosos y tradicionales africanos.
Lo característico de dichos sistemas es que incluyen
ideas sobre una multiplicidad de espíritus, y, por
otro lado, ideas sobre un ser supremo único. Aunque
los espíritus se conciben como seres independientes,
se los considera también como otras tantas manifesta
ciones o subordinados del ser supremo. Los espíritus
proporcionan el medio para situar un fenómeno dentro
de un contexto causal relativamente limitado. Son la
base de un esquema teórico que abarca de forma carac
terística la comunidad y el entorno propios del pen
sador. Por otro lado, el ser supremo proporciona un
medio para situar un fenómeno dentro del contexto
más amplio posible.
81
ricos de las ciencias dividen el mundo de las cosas del
sentido común para conseguir un entendimiento causal
que supere al del sentido común. Pero sólo a partir de
los estudios más recientes de las cosmologías africanas,
que exponen las creencias religiosas en el contexto de
las diferentes contingencias cotidianas que están des
tinadas a explicar, hemos empezado a ver que el pen
samiento religioso tradicional opera también mediante
un proceso semejante de abstracción, análisis y reinte
gración. La obra reciente de Fortes sobre las teorías del
África occidental referentes al individuo y a su relación
con la sociedad proporciona un ejemplo oportuno. Se
trata de un esquema teórico que, para producir un en
tendimiento más profundo de las diferentes fortunas
de los individuos en su sociedad, las divide en tres
aspectos mediante una operación de abstracción y análi
sis simple pero característico.
82
periencias cotidianas relativamente simples, de analo
gías con los fenómenos familiares.
En las sociedades industriales, complejas y en rápido
cambio, el escenario humano está en constante trans
formación. Orden, regularidad, previsibilidad y sim
plicidad parecen estar ausentes de forma lamentable. En
el mundo de las cosas inanimadas es en el que esas
características se ven con más facilidad. Ésa es la razón
por la que muchas personas pueden encontrarse menos
a gusto con sus semejantes que con las cosas. Sugiero
que ésa es la razón también por la que la mente que
busca analogías explicativas recurre con mayor facili
dad a lo inanimado. En las sociedades tradicionales de
África, encontramos la situación opuesta. El escenario
humano es la localización par excellence del orden, de
la previsibilidad, de la regularidad. En el mundo de lo
inanimado, esas características son menos evidentes. En
este caso, resulta inimaginable que alguien se encuentre
más a gusto con las cosas que con las personas. Y la
mente que busca analogías explicativas recurre, natu
ralmente, a las personas y a sus relaciones.
83
usa para construir el esquema teórico. Los demás as
pectos se ignoran; pues carecen de pertinencia desde
el punto de vista de la función explicativa.
Muchos autores han considerado que ese tipo de abs-
tración era uno de los rasgos distintos del pensamiento
científico. Pero esta distinción, como tantas otras por el
estilo, es falsa; pues el mismo proceso precisamente in
terviene en el pensamiento africano tradicional. Así,
cuando el pensamiento tradicional usa a las personas
y sus relaciones sociales como materia prima para
sus modelos teóricos, utiliza determinadas dimensiones
de la vida humana y deja de lado las demás. La defini
ción de un dios puede omitir toda clase de referencias
sobre su aspecto físico, su dieta, su tipo de vivienda,
sus hijos, sus relaciones con sus esposas, etcétera. Pre
guntar por esos atributos es tan inapropiado como pre
guntar por el color de una molécula o por la tempera
tura de un electrón. Esa omisión de muchas dimen
siones de la vida humana en la definición de los dioses
es la que les confiere ese aura refinada y atenuada que
llamamos «espiritual». Pero, propiamente, esa «espiri
tualidad» no tiene nada de religiosa, de mística o de
tradicional. Es resultado de un proceso de abstracción,
semejante al que interviene en los modelos teóricos
occidentales: el proceso por el que los rasgos de los
fenómenos que constituyen prototipos y tienen perti
nencia explicativa se incorporan a un esquema teórico,
mientras que se omiten los rasgos que no son perti
nentes.
84
En su estado bruto, inicial, un modelo puede enfren
tarse con gran rapidez con datos para los que no puede
dar explicación. Sin embargo, en lugar de desecharlo,
sus usuarios tenderán a aplicarle modificaciones sucesi
vas para ampliar su alcance explicativo. A veces, dichas
modificaciones supondrán la formulación de otras ana
logías con fenómenos diferentes de aquellos que pro
porcionaron la inspiración inicial para el modelo. Otras
veces, simplemente supondrán «retoques» en el modelo
hasta que acabe por encajar en las nuevas observa
ciones. En comparación con los fenómenos que propor
cionaron su inspiración inicial, naturalmente dicho mo
delo desarrollado parece presentar un aspecto extra
ño, híbrido.
En la historia de la ciencia abundan los ejemplos del
desarrollo de los modelos teóricos. La moderna teoría
atómica de la materia proporciona uno de los mejor
documentados.
Desgraciadamente, al estudiar el pensamiento afri
cano tradicional, prácticamente nunca disponemos de
la profundidad histórica de que dispone el estudioso del
pensamiento europeo. De forma que no podemos hacer
muchas observaciones directas del desarrollo de sus
modelos teóricos. No obstante, muchas veces dichos mo
delos ostentan los mismos tipos exactamente de ras
gos extraños, híbridos, que los modelos de los cientí
ficos. Puesto que se parecen a estos últimos en tantos
aspectos, parece razonable suponer que dichos rasgos
son resultado de un proceso semejante de desarrollo
como reacción a las exigencias de un alcance explica
tivo mayor. La validez de dicha suposición aumenta,
cuando consideramos ejemplos detallados: pues éstos
muestran que, efectivamente, los rasgos extraños de
85
los modelos particulares guardan estrecha relación con
la naturaleza de las observaciones que requieren ex
plicación.
Al tratar los sistemas religiosos africanos tradicio
nales como modelos teóricos semejantes a los de las
ciencias, no he hecho sino describirlos como lo que
son. Aunque este enfoque puede parecer ingenuo y
trivial, en comparación con la actitud sutil —«las
cosas nunca son lo que parecen»— más característica
de los antropólogos, lo que es indudable es que ha dado
ciertos resultados sorprendentes. Ante todo, ha puesto
en duda la mayoría de las dicotomías anticuadas que
se habían usado para conceptuar las diferencias entre
el pensamiento científico y el pensamiento religioso tra
dicional. Intelectual versus emocional, racional versus
místico; orientado hacia la realidad versus orientado
hacia la fantasía; orientado causalmente versus orien
tado supernaturalmente; empírico versus no empírico;
abstracto versus concreto; analítico versus no analítico,
respectivamente: todas ellas han resultado ser más o
menos inapropiadas. Confío en que, aunque el abando
no de esas distinciones establecidas inquiete al lector,
acabará aceptándolo, cuando vea hasta qué punto
puede contribuir a dar sentido a lo que antes había
parecido absurdo.
Una cosa que puede muy bien seguir preocupando al
lector es el hecho de que restemos importancia a la dife
rencia entre la teoría impersonal y la personal. Lo que
he querido subrayar es el hecho de que la diferencia
radica más que nada en el lenguaje de la investigación
explicativa. La asimilación de este detalle es un prelimi
nar esencial para entender hasta qué punto las diferen
tes dicotomías establecidas en este dominio no son sino
86
simples obstáculos para la comprensión. Una vez asi
milado, toda una serie de rasgos aparentemente extra
ños y absurdos del pensamiento tradicional resultan
comprensibles inmediatamente. Hasta que no se asi
mile, siguen siendo esencialmente misteriosos. El hecho
de convertir la cuestión de las entidades personales
versus las impersonales en el quid de la diferencia
entre tradición y ciencia no sólo dificulta el entendi
miento de la tradición, sino también el de la ciencia.
87
Parte 2
Los PREDICAMENTOS «ABIERTO» Y «CERRADO»
88
tradicionales son «cerradas» y las culturas orientadas
científicamente «abiertas»2.
En su precursora obra sobre las creencias azande
en la brujería, Evans-Pritchard ha captado con toda cla
ridad una consecuencia importante de la falta de con
ciencia de las alternativas. Así, dice:
89
fe en el exorcismo, habría de renunciar a su fe en
la brujería y en los oráculos... En esa red de
creencias cada hilo depende de los demás, y un
zande no puede salir de sus mallas, porque ése
es el único mundo que conoce. La red no es
una estructura exterior que lo rodee. Es la textu
ra de su pensamiento y no puede pensar que su
pensamiento sea falso. (Evans-Pritchard, 1937,
pág. 194.)
y más adelante:
90
Todos tienen el mismo tipo de creencias y
prácticas religiosas, y el carácter general, o colec
tivo, de éstas les confiere una objetividad que
las coloca por encima de la experiencia psicoló
gica de individuo alguno, o, de hecho, de todos
los individuos... Aparte de las sanciones positivas
y negativas, el mero hecho de que la religión sea
general significa, en una sociedad cerrada, que es
obligatoria, pues, aunque no haya coacción, un
hombre no tiene otra alternativa que la de acep
tar lo que todo el mundo aprueba, porque no
puede escoger, lo mismo que le ocurre con el len
guaje en que habla. Aun en el caso de que fuera
escéptico, solamente podría expresar sus dudas en
función de las creencias profesadas por todas las
personas que lo rodean (Evans-Pritchard, 1965,
pág. 55).
91
casos en que los principios establecidos tienen una va
lidez absoluta y exclusiva para quienes los profesan,
cualquier impugnación de ellos constituye una amenaza
de caos, de abismo cósmico y, por esa razón, provoca
intensa angustia.
Con el desarrollo de la conciencia de las alternati
vas, la validez de los principios teóricos establecidos
llega a parecer menos absoluta y pierden parte de su
carácter sagrado. Al mismo tiempo, una impugnación
de dichos principios deja de ser una amenaza espan
tosa de caos. Pues, precisamente porque los propios
principios han perdido parte de su validez absoluta, una
impugnación de ellos deja de ser una amenaza de cala
midad absoluta. Ahora puede considerarse como algo
tan poco amenazador como una insinuación de que
sería provechoso probar nuevos principios. En los
casos en que esas condiciones empiecen a prevalecer,
el escenario está listo para el paso de una perspectiva
tradicional a otra científica.
Así, pues, tenemos dos predicamentos básicos: el
«cerrado», caracterizado por una falta de conciencia
de las alternativas, por el carácter sagrado de las creen
cias y por la angustia con respecto a las amenazas diri
gidas contra ellas; y el «abierto», caracterizado por la
conciencia de las alternativas, por el carácter menos
sagrado de las creencias y por menor angustia con res
pecto a las amenazas dirigidas contra ellas.
Ahora bien, como ya he dicho, creo que todas las
diferencias importantes entre las perspectivas tradi
cional y la científica pueden entenderse en función de
esos dos predicamentos citados. Para explicarlo, voy
a dividir las diferencias en dos grupos: las relaciona
das directamente con la presencia o ausencia de angus
92
tia con respectó a las amenazas contra las creencias
establecidas.
93
que a primera vista contradice lo que hemos dicho
hasta aquí: la de que en gran cantidad de prácticas
mágicas africanas se cree que son los símbolos no verba
les, y no las palabras, los que ejercen una influencia
directa sobre las situaciones que representan. Movi
mientos corporales, trozos de plantas, órganos de ani
males, piedras, tierra, agua, saliva, utensilios domésti
cos, estatuillas: multitud de acciones, objetos y arte
factos desempeñan una función importantísima en las
ceremonias de la magia tradicional. Pero, cuando exa
minamos más de cerca la cuestión, la contradicción
parece más aparente que real. Pues varios estudios
sobre la magia africana indican que sus instrumentos
se convierten en símbolos al designárselos verbalmente
como tales.
Esa interpretación, que reduce todas las formas de
la magia africana a una base verbal, se ajusta bastante
bien a los hechos. No obstante, podemos preguntarnos
todavía por qué pasan tanto tiempo los magos esco
giendo objetos y acciones como sustitutos de las pa
labras, cuando existe la creencia de que la palabra ha
blada tiene poder mágico, a su vez. Yo diría que la
respuesta es que el habla es una forma efímera de las
palabras, una forma que, además, no se presta a una
gran variedad de manipulaciones. La designación ver
bal de los objetos materiales los convierte en una forma
de palabras más permanente y más fácil de manipular.
Considerados desde este punto de vista, los objetos má
gicos son los equivalentes anteriores a la escritura de
los conjuros escritos que son tan corrientes, en forma
de amuletos o de talismanes, en los medios culturales
que conocen la escritura, pero son precientíficos.
Naturalmente, la actitud del científico hacia las
94
palabras es diametralmente opuesta. Desecha con des
precio cualquier sugerencia de que las palabras puedan
tener un poder inmediato y mágico sobre las cosas que
designan. De hecho, las nociones mágicas le parecen los
instrumentos más absurdos y extraños del pensamien
to tradicional. Aunque atribuye un poder enorme a las
palabras, se trata del poder indirecto para controlar las
cosas mediante las funciones de explicación y de pre
dicción. Las palabras son instrumentos al servicio de
dichas funciones: instrumentos que, como todos los
demás, hay que cuidar mientras sean útiles, pero hay
que abandonarlos despiadadamente en cuanto dejen
de serlo.
Así, pues, con el paso del predicamento «cerrado» al
«abierto» la concepción subyacente a la magia se vuelve
intolerable, y, para escapar de ella, las personas abrazan
la opinión de que las palabras varían independiente
mente de la realidad. ¡Los racionalistas pretenciosos,
que se felicitan por su libertad con respecto al pensa
miento mágico, deberían reflexionar sobre la natura
leza de esa libertad!
95
culadas con experiencias, y no con ideas, la razón es la
que ya hemos explicado al hablar de la magia. Como
el miembro de dicha cultura no puede imaginar alter
nativas a su sistema establecido de ideas, éstas apare
cen vinculadas con los sectores de la realidad que re
presenten. No puede considerárselas opuestas a la rea
lidad en ningún sentido.
En una cultura orientada científicamente, como la
del antropólogo occidental, la situación es muy dife
rente. El propio término de «idea» connota algo opues
to a la realidad. Tampoco es del todo casual que en
dicha cultura se considere al historiador de las ideas
como el tipo de historiador menos realista. No sólo
están las ideas disociadas en las mentes de las perso
nas de la realidad que las motiva, sino que además
van vinculadas con otras ideas, para formar totalida
des y sistemas, percibidos como tales. Los sistemas de
creencias adquieren la forma no sólo de abstracciones
en las mentes de los antropólogos, sino también de
totalidades en las mentes de los creyentes.
Una vez más, podemos entender fácilmente ese cam
bio en función del paso de un predicamento «cerrado»
a otro «abierto». Una visión de las posibilidades alter
nativas impone a los hombres la fe en que las ideas
varían de algún modo, mientras que la realidad perma
nece inmutable. Así, las ideas acaban por separarse de
la realidad: más aún, por oponerse a ella, incluso,
en cierto sentido. Además, esa visión, al dar al pensa
dor la oportunidad de «salir» de su propio sistema, le
ofrece la posibilidad de llegar a verlo como un sistema.
96
Pensamiento irreflexivo versus pensamiento reflexivo
97
Motivos mezclados versus motivos separados
98
personas, dan oportunidad especial para la interven
ción de los motivos emocionales y estéticos. Quizás en
este sentido sí que haya algo en el lenguaje personal
de la teoría que indirectamente impide la adopción
de una actitud científica;- pues, siempre que un esque
ma teórico particular esté muy cargado de elementos
emocionales y estéticos, éstos han de sumarse por
fuerza a las dificultades para abandonar dicho esquema,
cuando los fines cognoscitivos insten a hacerlo. Una vez
más, quisiera subrayar que el mero hecho de pasar de
un lenguaje impersonal a otro personal no basta para
volverse científico, y que se puede ser científico o
acientífico en ambos lenguajes. No obstante, en este
sentido, el lenguaje personal parece presentar ciertas
dificultades para la actitud científica, cosa que no
sucede con el lenguaje impersonal.
En los casos en que la posibilidad de elección ha es
timulado el desarrollo de la lógica, de la filosofía y de
las normas del pensamiento en general, la situación
experimenta un cambio radical. Una teoría se considera
mejor que otra por referencia explícita a su eficacia para
explicar y para predecir. Y, a medida que esos obje
tivos se van definiendo de forma cada vez más clara,
resulta cada vez más evidente que otros objetivos resul
tan incompatibles con ellos. Las personas acaban por
ver que, para poder usar las ideas como instrumentos
eficaces de explicación y de predicción, no se puede
permitir que sean instrumentos para otros fines. (Natu
ralmente, ésta es la esencia del ideal de «objetividad».)
De ahí que se desarrolle una gran prevención contra la
posibilidad de dejarse seducir por el atractivo emocio
nal o estético de una teoría, prevención que en la Euro
pa del siglo xx adopta a veces formas extremas, como
99
la desconfianza con respecto a cualquier publicación
de una investigación que no esté escrita en un estilo
absolutamente indigesto.
100
actividades de los adivinos y de los encargados de los
oráculos, cuya misión consiste en descubrir la identidad
de las fuerzas espirituales responsables de determi
nados sucesos del mundo visible y tangible, y las razo
nes para su intervención. De forma característica, un
hombre enfermo va a ver a un adivino, y éste le dice
que determinada entidad espiritual está «molestán
dolo». El adivino señala determinadas acciones de su
pasado como las razones que han provocado el enfado
del espíritu, e indica determinadas acciones terapéu
ticas que aplacarán dicho enfado y devolverán la salud.
En caso de que el cliente realice la acción terapéutica
recomendada y, aun así, no experimente mejoría, es
probable que saque la conclusión de que el adivino era
un impostor o incompetente, y que busque a otro espe
cialista. Generalmente, el nuevo adivino señalará a
otra entidad espiritual y a otra serie de circunstancias
incitantes y responsables del estado del enfermo, y
recomendará otra acción terapéutica. Además, es pro
bable que dé alguna explicación sobre las razones por
las que el adivino anterior no supo descubrir la verdad.
Puede ser que corrobore las sospechas del cliente con
respecto a su impostura, o puede que diga que el es
píritu en cuestión «se escondió detrás de» otro, de
forma que sólo el más diestro de los adivinos habría
podido descubrirlo. Si, después de eso, el cliente sigue
sin experimentar mejoría, recurrirá a otro adivino, y así
sucesivamente, quizás hasta que sus trastornos culmi
nen en la muerte.
Lo que es digno de destacar en todo esto es el hecho
de que el cliente nunca considere sus repetidos fracasos
como pruebas contra la existencia de los diferentes seres
responsables de su estado, o como pruebas contra la
101
posibilidad de ponerse en contacto con dichos seres,
cosa que los adivinos afirman conseguir. Como tampo
co intentan nunca los miembros de la comunidad en
que vive anotar la proporción de éxitos y fracasos en
las acciones terapéuticas basadas en sus creencias, con
el fin de impugnar dichas creencias. Como máximo,
se quejan de la impostura y de las supercherías de al
gunos adivinos, al tiempo que conservan su fe en la
existencia de especialistas honrados y competentes.
En esas culturas tradicionales, la impugnación de
las creencias en que se basa la adivinación y la com
paración de los éxitos con los fracasos simplemente no
figuran entre los caminos que puede seguir el pensa
miento. Son caminos cerrados, porque los pensadores
de esos sistemas son víctimas del predicamento «cerra
do». Para ellos, las creencias establecidas tienen una
validez absoluta, y cualquier amenaza contra ellas es
una amenaza espantosa de caos. ¿A quién se le ocu
rriría saltar de la palmera, cuando fuera imposible
encontrar otra rama de la que colgarse?
En los casos en que la perspectiva científica ha
llegado a afianzarse poderosamente, las actitudes hacia
las creencias establecidas son muy diferentes. Mucho
se ha hablado del escepticismo esencial del científico
hacia las creencias establecidas; y creo que debemos
reconocer que eso es lo que lo distingue sobre todo del
pensador tradicional. Pero hemos de tener cuidado con
respecto a esto. La imagen del científico dispuesto cons
tantemente a desechar o a degradar la teoría establecida
encierra una exageración peligrosa y también una reali
dad importante. El científico está siempre, por decirlo
así, evaluando, comparando los éxitos de una teoría
con sus fracasos. Y, cuando los fracasos son muchos y
102
de importancia, la defensa de esa teoría se convierte
inexorablemente en un ataque contra ella.
Quizás esa disposición para desechar o degradar
teorías establecidas en razón de sus pobres resultados
a la hora de predecir sea el rasgo particular más im
portante de la actitud científica. Sugiero que es un
resultado directo del predicamento «abierto». Pues sólo
cuando el pensador puede ver su sistema de ideas
como una alternativa entre muchas otras, puede con
siderar sus ideas establecidas como algo sin valor abso
luto. Y sólo cuando las ve así, puede considerar su
abandono como algo diferente de un salto espantoso,
irreparable, en el vacío.
La adivinación, enfrentada con una teoría que pos
tula varias causas posibles para un fenómeno deter
minado, y sin medios para inferir la causa efectiva a
partir de los testimonios observables, lo que hace es,
por decirlo así, «saltar por encima de» dichos testi
monios. Evoca un signo procedente del dominio de
esas entidades observables que rigen las conexiones
causales que trata, un signo que le permite decir cuál
de las diferentes secuencias indicadas por la teoría es
la que interviene efectivamente.
Las técnicas de adivinación comparten dos rasgos
básicos. En primer lugar, como ya he dicho, son medios
de seleccionar una secuencia causal efectiva a partir de
varias secuencias causales potenciales. En segundo
lugar, todas ellas exhalan un aura de falibilidad que
hace posible «disculparlo todo», cuando las prescrip
ciones terapéuticas basadas en ellas no dan resultado.
Así, muchos procedimientos de adivinación requieren
un conocimiento o poder esotérico por parte del espe
cialista del cual carece el cliente. Eso explica que el
103
cliente no pueda fiscalizar al especialista, y siempre
existe la posibilidad de explicar el fracaso a posteriori,
en función de la impostura o absoluta incompetencia
de éste. Además, se considera que todos esos procedi
mientos son muy delicados y que se deterioran fácil
mente. Entre otras cosas, pueden verse afectados por
contaminación, o por maquinaciones por parte de
quienes sientan rencor hacia el cliente. De modo que,
mientras que los rasgos positivos permiten llegar a un
veredicto causal definitivo a pesar de la teoría de las
secuencias convergentes, el aura de falibilidad propor
ciona la acción de autoprotección de dicha teoría, al
hacer posible, en caso de fracaso, el paso de una se
cuencia potencial a otra de forma que la teoría en
conjunto quede libre de impugnación. En el último
apartado hemos observado que el contexto de la adi
vinación proporcionaba algunos de los ejemplos más
claros del mecanismo de defensa denominado «elabora
ción secundaria». Ahora creo que podemos ir más
lejos: es decir, podemos decir que la adivinación debe
su existencia a las exigencias de dicho mecanismo.
En los casos en que prevalece el predicamento
«abierto», las angustias provocadas por las amenazas
contra las teorías establecidas disminuyen, y los cami
nos del pensamiento antes cerrados se abren. Ahora
presenciamos el desarrollo de teorías que asignan efec
tos distintivos a las diferentes causas; y ante esa evo
lución el tipo de teoría que supone la existencia de
secuencias convergentes tiende a desaparecer. Desde
luego, en la actualidad está más de moda hablar de
covariación que de causa y efecto. Pero la fórmula de
la covariación continua del tipo ds = f. dt, tan des
tacada en la teoría científica moderna, es un ejemplo,
104
de hecho, de la tendencia a que me refiero. Pues, si la
desciframos, el significado implícito de esa fórmula es
el de que a un número infinito de valores de una
variable de causas corresponde un número infinito de
valores de una variable de efectos.
Cuando este tipo de teoría predomina, el adivino
queda sustituido por el especialista en diagnósticos.
Este último, ya se ocupe de trastornos corporales o
de desastres aéreos, trabaja de una forma que difiere
en aspectos importantes de su equivalente tradicional.
Como utiliza teorías que postulan secuencias de causas
no convergentes, su tarea es absolutamente más pro
saica que la del adivino. Pues, dada la no convergen
cia, una observación completa y detallada, más el co
nocimiento de la teoría pertinente, le permite dar un
veredicto causal carente de ambigüedad. Una vez cum
plidas esas condiciones, no hay necesidad de realizar las
operaciones adicionales del adivino. No se necesitan
mecanismos especiales que evoquen signos procedentes
del dominio de las entidades inobservables. No hay
necesidad de un procedimiento para saltar «por encima
de» los testimonios observables para descubrir cuál, de
entre varias causas potenciales, es la que se busca.
105
examinar algunas diferencias fundamentales entre esos
dos tipos de agentes.
Una teoría que postula secuencias causales conver
gentes 4, aunque hasta cierto punto se proteja a sí
misma, se enfrenta con graves problemas a la hora de
su aplicación a la vida cotidiana. Pues el hombre que
visita a un adivino por estar aquejado de una desgra
cia no quiere que le digan que podría deberse a cuatró
clases diferentes de espíritus, activados por las cir
cunstancias A, B, C o D. Quiere un veredicto concreto
y una prescripción terapéutica concreta.
Así, pues, el especialista en diagnósticos, lejos de
ser parte integrante de mecanismo alguno para defen
der la teoría, colabora con las circunstancias que condu
cen al abandono de las ideas antiguas y a la adopción de
las nuevas.
106
y las enfermedades, conexión cuya realidad e importan
cia los médicos occidentales están empezando a ver.
No obstante, los ajustes de esos sistemas a los cambios
de la experiencia son esencialmente lentos, graduales y
a regañadientes. No debe ocurrir nada que provoque
la sospecha de que se están impugnando los modelos
teóricos básicos.
En cambio, lo característico del pensamiento cientí
fico es el «adelantarse» a la experiencia. Puede hacerlo
gracias a este rasgo distintivo de la actividad del cien
tífico: el método experimental. Dicho método no es ni
más ni menos que la extensión positiva de la actitud
«abierta» hacia las creencias y categorías establecidas
a que nos hemos referido en las págs. 101-103. Pues lo
esencial del experimento reside en que el partidario
de una teoría no espera que los fenómenos se produz
can y revelen si tiene o no capacidad de predicción. Lo
asedia con fenómenos producidos artificialmente de
forma que sus méritos o defectos se revelen lo más in
mediata y claramente posible.
Así, pues, podemos decir que, mientras que en el
pensamiento tradicional se da un ajuste continuo, pero
renuente, de las teorías a la experiencia nueva, en la
ciencia los hombres pasan la mayor parte del tiempo
creando deliberadamente nuevas experiencias con el fin
de verificar sus teorías. Mientras que en el pensamiento
tradicional la experiencia es la que determina princi
palmente la teoría, en el mundo del científico experi
mental en cierto sentido la teoría es la que determina la
experiencia.
107
La confesión de ignorancia
108
ción sean perfectas. Entre esos conceptos destacan los
de coincidencia, azar y probabilidad.
Empecemos por la idea de coincidencia. En las cultu
ras tradicionales de África dicho concepto está muy
poco desarrollado. Existe la tendencia a atribuir una
causa concreta a cualquier acontecimiento adverso.
Cuando una rama podrida cae de un árbol y mata a
un hombre que pasaba por debajo, hay que dar una ex
plicación precisa de esa calamidad. Quizás el hombre
riñó con un hermanastro sobre alguna cuestión de
herencia y este último provocó la caída de la rama
mediante las artes de un hechicero. O quizás hizo mal
uso de una propiedad del linaje, y los antepasados
hicieron caer la rama sobre su cabeza. La idea de que
el suceso pudiera haberse producido por la convergen
cia accidental de dos series independientes de fenó
menos es inconcebible, porque es intolerable psicológi
camente. Acariciar dicha idea equivaldría a admitir que
el ejercicio era inexplicable e imprevisible: una con
fesión notoria de ignorancia.
Lo mismo ocurre con la idea de probabilidad. Mien
tras que el pensamiento tradicional es propenso a exi
gir pronósticos precisos con respecto a si algo va a
suceder o no, el científico se contenta muchas veces
con conocer la probabilidad de que suceda, es decir, el
número de veces que se producirá en una serie hipoté
tica de, por ejemplo, cien intentos. Cuando se elaboró
por primera vez, se consideró el pronóstico de la proba
bilidad como un instrumento provisional para usarlo en
situaciones en que se suponía que la posesión de todos
los datos pertinentes habría permitido realizar una
predicción precisa. Ese es todavía un contexto impor
tante de la predicción de la probabilidad, y seguirá
109
siéndolo. No obstante, sigue siendo válida la hipótesis
de que, si se pudieran conocer y observar todos los
factores pertinentes, se podrían sustituir los pronósticos
de la probabilidad por las predicciones inequívocas.
Así, pues, desde un cierto punto de vista, el des
arrollo de la perspectiva científica resulta ser más que
nada un aumento en la humildad intelectual. Mientras
que el pensador precientífico es incapaz de confesar ig
norancia con respecto a cualquier cuestión de vital
importancia práctica, el científico serio siempre está
dispuesto a hacerlo. Además, mientras que el pensador
precientífico es reacio a reconocer la más mínima limi
tación en su capacidad para explicar y predecir, el cien
tífico no sólo afronta dichas limitaciones con ecuanimi
dad, sino que además dedica mucha energía a explicar
y delimitar su alcance.
Sugiero que esa humildad es consecuencia de una
confianza implícita la confianza procedente de enten
der que las creencias que profesamos normalmente no
son las definitivas en la búsqueda humana de la armo
nía. Una vez entendido eso, la dificultad de afrontar
sus limitaciones prácticamente desaparece.
110
pueden justificarla en términos racionales a posterio-
ri: los fenómenos declarados tabú son pura y simple
mente malos por sí mismos. Los indígenas adoptan
todas las medidas posibles para impedir que los fenó
menos declarados tabú se produzcan y para aislarlos
y expulsarlos, cuando se hayan producido.
Durante mucho tiempo el tabú ha sido un misterio
para los antropólogos. De las muchas explicaciones pro
puestas, sólo unas pocas han concordado con algo más
que una pequeña selección de los ejemplos observados.
Sólo recientemente un antropólogo ha colocado el
fenómeno en una perspectiva más satisfactoria mediante
la observación de que prácticamente en todos los casos
de reacción de tabú los fenómenos y acciones en cues
tión son los que se oponen a las líneas de clasifica
ción establecidas en la cultura en que se producens.
Quizás la ocasión más importante de reacción de
tabú en las culturas africanas tradicionales sea la comi
sión del incesto. El incesto es uno de los desafíos más
rotundos al sistema de categorías establecido: pues
quien lo comete trata a una madre, a una hija o a una
hermana como a una esposa. Otra ocasión corriente
para la reacción de tabú es el nacimiento de gemelos.
En este caso, la distinción de categorías de que se
trata es la de seres humanos versus animales, pues
los partos múltiples se consideran característicos de los
111
animales en lo que tienen de opuestos a los hombres.
Otro objeto generalmente declarado tabú es el cadáver
humano, que ocupa, por decirlo así, un no marís land
clasificatorio entre los seres vivos y los inanimados.
Igualmente extendido está el hecho de declarar tabú
excreciones humanas como las heces y la sangre mens
trual, que ocupan el mismo no man's land entre los
seres vivos y los inanimados.
Así como se defienden los dogmas esenciales del
sistema teórico tradicional contra la experiencia ad
versa mediante una elaborada serie de disculpas al fra
caso a la hora de predecir, así también se defienden
las distinciones clasificatorias principales del sistema
mediante reacciones, propias de la prevención del tabú,
contra cualquier suceso que se oponga a ellas. Como
todos los sistemas de creencias suponen un sistema de
categorías, y viceversa, la elaboración secundaria y la
reacción de tabú son en realidad caras opuestas de la
misma moneda.
De todo esto se desprende que, igual que ocurre
con la elaboración secundaria, la reacción de tabú no
figura entre los reflejos del científico. Para éste, lo
que se resista a encajar o no encaje en el sistema de
categorías establecido no es algo espantoso, que haya
que aislar o expulsar. Al contrario, es un «fenómeno»
intrigante: un punto de partida y un estímulo para
la invención de nuevas clasificaciones y nuevas teorías.
Es algo que a todos los investigadores jóvenes les
gustaría ver aparecer en su terreno de observación: qui
zás podría ser el primer peldaño de la escalera que con
duce a la fama. Si un biólogo se encontrase con un niño
nacido con cabeza de cabra, le resultaría difícil conse
guir que su compasión ocultara su júbilo. Y, por lo que
112
se refiere a los antropólogos, ¡podemos suponer que
su sueño secreto es el de encontrar toda una comunidad
de hombres que de preferencia se acuesten con sus
madres!
113
las ideas que profesa con respecto a un tema determi
nado no son sino una posibilidad entre muchas. De ahí
que los sucesos que las amenacen no supongan la ame
naza total, espantosa, que serían para el pensador tradi
cional.
Esto por lo que se refiere a las diferencias sobresa
lientes entre el pensamiento tradicional y el científico.
El concepto de predicamento «cerrado» no sólo propor
ciona una clave para entender cada uno de los once
rasgos sobresalientes del pensamiento tradicional, sino
que además ayuda a entender por qué dichos once ras
gos florecen y desaparecen juntos.
¿Cuáles son las circunstancias que contribuyen a
fomentar la conciencia de las alternativas a los mode
los teóricos establecidos? Tres factores importantes
se me ocurren inmediatamente: el desarrollo de la
transmisión por escrito de las creencias, el desarrollo
de comunidades culturalmente heterogéneas, y el desa
rrollo del complejo comercio-viajes-exploración.
Al citar esos tres factores como fundamentales para
el desarrollo del predicamento «abierto», no quiero
decir que, dondequiera que se produzcan, se dé una
transición indolora, automática y completa del pensa
miento «cerrado» al «abierto». Al contrario, parece
inevitable que la transición sea dolorosa, violenta y
parcial.
¿Por qué ha de ser dolorosa la transición? Uno de
los temas de este ensayo ha sido la forma cómo una
conciencia en desarrollo de concepciones del mundo
alternativas va eliminando las actitudes que atribuyen
una validez absoluta a la concepción establecida. Pero
se trata de un proceso que se produce con el tiempo, en
el transcurso de generaciones, de hecho. A lo largo del
114
proceso, tiene por fuerza que haber muchas personas en
las que la confrontación no haya todavía producido
su efecto. Esas personas conservarán todavía la antigua
sensación de la validez absoluta de sus sistemas de
creencias, con todas las angustias consiguientes con
respecto a las amenazas contra ellas. Para esas perso
nas, la confrontación seguirá siendo una amenaza del
caos más espantoso, una amenaza que exige las medidas
más drásticas. Reaccionan de una de estas formas: bien
intentando aniquilar a los responsables de la confron
tación, muchas veces hasta el último hijo todavía no
nacido; bien intentando convertirlos a sus propias
creencias mediante la actividad misionera fanática.
Por otro lado, como ya he dicho más arriba, el mun
do del pensamiento en progreso y cambio constan
tes producido por el predicamento «abierto» produce
su propia sensación de inseguridad. Muchas personas
consideran intolerable ese mundo en transformación.
Algunas se adaptan a sus miedos desarrollando una
fe excesiva en el progreso hacia el futuro en que por
fin se conocerá «la Verdad». Pero otras añoran con
nostalgia las creencias fijas, incuestionables, de la cultu
ra «cerrada». Piden el establecimiento y el control auto
ritarios del dogma, y la persecución de quienes hayan
conseguido encontrarse a gusto en un mundo en que las
ideas están siempre en transformación. Es evidente que
el predicamento «abierto» es algo precario y frágil.
Es cierto que en la actualidad en América y en Euro
pa occidental el predicamento «abierto» parece haber
superado esa situación'de inseguridad gracias al reco
nocimiento público de la utilidad práctica de las cien
cias. Ha conseguido una posición firme en la cultura
porque sus resultados realzan los valores compartidos
115
tanto por las personas de mentalidad «abierta» como
por las de mentalidad «cerrada». Sin embargo, ni si
quiera en este caso tiene ni mucho menos una prepon
derancia universal. Al contrario, es casi un fenómeno
minoritario. Fuera de las diferentes disciplinas acadé
micas en que se lo ha institucionalizado, su influencia
es tristemente menor de lo que desearían quienes des
criben la cultura occidental como «orientada científica
mente».
Muchas veces, las razones por las que el profano
acepta los modelos propuestos por el científico no
difieren de las que tiene el joven habitante de una aldea
africana para aceptar los modelos propuestos por uno
de sus mayores. En ambos casos se respeta a los auto
res de las propuestas como agentes acreditados de la
tradición. En cuanto a las reglas que guían a los pro
pios científicos a la hora de aceptar o rechazar modelos,
raras veces pasan a formar parte del bagaje intelectual
de la mayoría de la población. A pesar de la apariencia
de modernidad del contenido de su concepción del
mundo, el profano occidental moderno raras veces tiene
una concepción más «abierta» o científica que el habi
tante de una aldea africana tradicional.
116
REFERENCIAS
117
NOTAS BIO-BIBLIOGRAFICAS
118
Mary Tew Douglas nació en 1921 en Italia. Estudió filo
sofía, ciencia política y economía en Oxford, donde recibió
su D. Phil en antropología social en 1952. Hizo trabajo
de campo entre los lele del Congo (1949-50). Ha enseñado
en el University College London desde 1951. Su especia
lidad son los sistemas simbólicos y rituales, así como la
antropología económica.
1950 Peoples of the Lake Nyasa Región. Londres: OUP.
1963 The Lele of Kasai. Londres: OUP.
1965 "Lele Economy compared with the Bushong", en Mar-
kets in Africa (eds. P. Bohannan y G. Dalton). Nueva
York: Natural History Press.
1966 Purity and Danger: An Analysis of Concepts of Pollu-
tion and Taboo. Londres: Routledge & Kegan Paul
(tr. esp.: Pureza y Peligro. Madrid: Siglo XXI).
1969 Man in Africa (co-ed. con P. Kaberry). Londres: Ta-
vistock.
1970 Witchcraft, Confessions and Accusations. Londres:
Tavistock.
Natural Symbols. Londres: Barrie & Rockliff.
1973 "Self Evidence". Proceedings of the R.A.I. (tr. esp.
Sobre la naturaleza de las cosas, Barcelona: Cuader
nos Anagrama, n.° 85).
119
ÍNDICE
Max Gluckman
La lógica de la ciencia y de la brujería afri
canas ........................................................... 7
Mary Douglas
Brujería: el estado actual de la cuestión. Treinta
años después de Brujería, oráculos y magia
entre los azande..................................................31
Robin Horton
El pensamiento tradicional africano y la ciencia
occidental............................................................. 73
PANORAMA DE LA ANTROPOLOGIA
CULTURAL CONTEMPORANEA