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MAY · KIRTCHEV · BARLOW · NAKAMOTO

RECOPILACIÓN POR SIMÓN OCAMPO


LA MUERTE DE LA

POLÍTICA

KARL HESS

TRADUCCIÓN ORIGINAL:
MISES INSTITUTE

DISEÑO:
SIMÓN OCAMPO
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN POR SIMÓN OCAMPO ......................... 4


LA MUERTE DE LA POLÍTICA .............................................. 5

3
INTRODUCCIÓN
SIMÓN OCAMPO

“Este no es un tiempo de políticas radicales y revolucionarias. Todavía


no. A pesar de las algaradas, la disidencia y el caos, la política actual
es reaccionaria. Tanto la izquierda como la derecha son reaccionarias
y autoritarias. Es decir, ambas son políticas. Sólo buscan revisar los
métodos actuales de adquirir y mantener el poder político. Los
movimientos radicales y revolucionarios no buscan revisar, sino
revocar. El objetivo de la revocación debería ser evidente. El objetivo
es la propia política”.
De esta brillante manera comienza el artículo de Karl Hess, publicado
en 1969 y que causó polémica en todos los círculos políticos de los
Estados Unidos.

Simón Ocampo, 20 de abril de 2021. La Plata, Argentina.

4
LA MUERTE DE LA POLÍTICA

Este no es un tiempo de políticas radicales y revolucionarias. Todavía


no. A pesar de las algaradas, la disidencia y el caos, la política actual
es reaccionaria. Tanto la izquierda como la derecha son reaccionarias
y autoritarias. Es decir, ambas son políticas. Sólo buscan revisar los
métodos actuales de adquirir y mantener el poder político. Los
movimientos radicales y revolucionarios no buscan revisar, sino
revocar. El objetivo de la revocación debería ser evidente. El objetivo
es la propia política.
Radicales y revolucionarios han estado formando sus opiniones sobre
política durante algún tiempo. Al fracasar los gobiernos en todo el
mundo, al hacerse conscientes millones de personas de que el
gobierno nunca ha gestionado humana y eficazmente los asuntos de
la gente y nunca podrá hacerlo, se verá por fin la inadecuación del
propio gobierno como base para un movimiento verdaderamente
radical y revolucionario. Entretanto, la postura radical-revolucionaria
está sola. Se teme y se odia, tanto por la derecha como por la
izquierda, aunque ambas deban tomar prestado de ella para
sobrevivir. La postura radical revolucionaria es el libertarismo y su
forma socioeconómica es el capitalismo de laissez faire.
El libertarismo es la visión de que cada hombre es el dueño absoluto
de su vida, para usarla y disponer de ella como le parezca apropiado,
y de que todas las acciones sociales del hombre deberían ser
voluntarias y el respeto por la propiedad similar e igual de otro
hombre de su vida y, por extensión, de la propiedad y frutos de esa
vida es la base ética de una sociedad humana y abierta. En esta visión,
la única (repito, la única) función del derecho y el gobierno es
proporcionar el tipo de defensa propia contra la violencia que una

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persona, si fuera lo suficientemente poderosa, se proporcionaría a sí
misma.
Si no fuera por el hecho de que libertarismo reconoce libremente el
derecho de los hombres a formar voluntariamente comunidades o
gobiernos sobre la misma base ética, al libertarismo se le podría llamar
anarquía.
El capitalismo de laissez faire o anarcocapitalismo es simplemente la
forma económica de la ética libertaria. El capitalismo de laissez faire
incluye la idea de que los hombres deberían intercambiar bienes y
servicios sin regulaciones, solamente sobre la base de valor por valor.
Reconoce a las instituciones de caridad y las empresas comunitarias
como versiones voluntarias de la misma ética. Ese sistema sería el
trueque directo, si no fuera por la amplia necesidad apreciada de una
división de trabajo en la que los hombres aceptan voluntariamente
cosas como efectivo y crédito. Económicamente, este sistema es la
anarquía y está orgulloso de serlo.
El libertarismo es rechazado por la izquierda moderna, que predica el
individualismo, pero practica el colectivismo. El capitalismo es
rechazado por la derecha moderna, que predica la empresa, pero
practica el proteccionismo. La fe libertaria en la mente de los hombres
es rechazada por los religiosos que sólo tienen fe en los pecados del
hombre. La insistencia libertaria en que los hombres deben de ser
líderes para desplegar cables de acero, así como sueños de humo, es
rechazada por los hippies que adoran la naturaleza, pero rechazan la
creación. La insistencia libertaria en que todo hombre es un territorio
soberano de libertad, con su primera fidelidad a sí mismo, es
rechazada por los patriotas que canta la libertad, pero también gritan
sobre banderas y fronteras. No hay ningún movimiento actual en el
mundo que se base en una filosofía libertaria. Si lo hubiera, estaría en
la posición anómala de usar poder político para abolir el poder
político.

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Tal vez se desarrolle realmente un movimiento político regular que
supere esta anomalía. Puede que no lo creáis, pero hubo fuertes
posibilidades de esa evolución en la campaña de 1964 de Barry
Goldwater. Fuera de los exagerados titulares, Goldwater insistía en
contra de estructuras puramente políticas como el servicio militar, los
impuestos en general, la censura, el nacionalismo, la conformidad
legislada, el establecimiento político de normas sociales y la guerra
como instrumento de política internacional.
Es verdad que, en una paradoja política habitual, Goldwater (teniente
general en la reserva de la Fuerza Aérea) ha hablado de reducir el
poder estatal al mismo tiempo que defendía el aumento del poder
estatal para luchar en la Guerra Fría. No es un pacifista. Cree que la
guerra sigue siendo una acción estatal aceptable. No ve que la Guerra
Fría implique imperialismo de EEUU. La ve sólo como resultado del
imperialismo soviético. Sin embargo, una vez tras otra, ha dicho que
la presión económica, la negociación diplomática y las persuasiones
de la propaganda (o “guerra cultural”) son absolutamente preferibles
a la violencia. También ha dicho que las ideologías antagonistas nunca
pueden “ser derrotadas por las balas, sino sólo por ideas mejores”.
Sin embargo, no puede llevarse muy lejos una defensa de Goldwater.
Sus tendencias libertarias nacionales sencillamente no se reflejan en
su visión de la política exterior. El genuino libertarismo es
absolutamente aislacionista, en el sentido de que se opone
absolutamente a las instituciones de gobierno nacional que son las
únicas instituciones de la tierra que son ahora capaces de iniciar una
guerra o intervenir en asuntos exteriores.
Pero en otros asuntos de campaña, el color libertario en la tez de
Goldwater era más claro. El hecho de que atacara rotundamente la
irresponsabilidad fiscal de la Seguridad Social delante de una audiencia
de ancianos y el hecho de que criticara la TVA en Tennessee no eran
ejemplos de ingenuidad política. Simplemente demostraban el gran

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desdén de Goldwater por la propia política, resumido en su
declaración de campaña de que a la gente debería decírsele “lo que
tiene que oír y no lo que quiere oír”.
También hubo alguna sugerencia de libertarismo en la campaña de
Eugene McCarthy, en sus espléndidos ataques al poder presidencial.
Sin embargo, éstos se vieron anulados por su vaga, pero sin embargo
perceptible, defensa del poder público en general. No hubo
prácticamente ninguna sugerencia de libertarismo en las declaraciones
de ningún otro político durante la campaña del año pasado.
Escribí discursos para Barry Goldwater en la campaña de 1964.
Durante la campaña, lo recuerdo muy claramente, hubo un momento,
en una conferencia para determinar la “estrategia agrícola” de la
campaña, en el que un senador respetado y muy conservador se
levantó para decir: “Barry, tienes que dejar claro que crees que el
granjero estadounidense tiene derecho a una vida decente”.
El senador Goldwater replicó, con el tacto que se le recuerda: “Pero
no tiene derecho a eso. Tampoco yo. Solamente tenemos derecho a
buscarla”. Y ahí se acabó todo.
Para comparar, tomemos a Tom Hayden¸ de la Students for a
Democratic Society (SDS). Escribiendo en The Radical Papers, decía
que su “revolución” buscaba “instituciones fuera del orden
establecido”. Algunas de esas instituciones, especificaba, serían
“organizaciones contra la pobreza del propio pueblo peleando por
dinero federal”.
De los dos hombres, ¿cuál es el radical y revolucionario? En la práctica,
Hayden dice que sencillamente quiere abrirse paso en el
establishment. Goldwater dice en la práctica que quiere derribarlo
para acabar eternamente con su poder para favorecer o perjudicar a
cualquiera.

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Con esto no queremos decir que la campaña de Goldwater fuera
libertaria. Sólo decimos que su campaña contenía un elemento
saludable de este tipo de radicalismo. En todo lo demás, la campaña
de Goldwater estuvo muy en línea con los intereses, imágenes, mitos
y costumbres partidistas habituales.
Especialmente en política exterior aparece un gran impedimento para
la aparición de una rama libertaria en alguno de los grandes partidos
políticos. Los hombres que reclaman el fin de la autoridad estatal en
todas las demás áreas insisten en que se mantenga para crear una
maquinaria bélica con la que mantener a raya a los comunistas. Sólo
últimamente los imperativos de la lógica (y la aparición de fuerzas
antiestatales en el este europeo) han empezado a hacer más aceptable
preguntar si el estado acuartelado es necesario para mantener la
Guerra Fría no podría ser tan malo o peor que la supuesta amenaza
contra la que nos protege. Goldwater no ha adoptado esa línea
revisionista y puede que nunca lo haga, pero entre los partidarios de
la Guerra Fría, su disposición hacia los principios libertarios le hace
más susceptible a ello que la mayoría.
Esto no es simplemente una digresión con respecto a un personaje
político (casi un personaje antipolítico) al que respeto profundamente.
Es más bien destacar la ineptitud de las vías tradicionales y populares
para evaluar la naturaleza reaccionaria de la política contemporánea y
averiguar la verdadera naturaleza de la antipolítica radical y
revolucionaria. Los partidos políticos y los políticos hoy (todos los
partidos y todos los políticos) cuestionan sólo las formas a través de
las cuales expresar su creencia común en el control de las vidas de
otros. El poder, especialmente el poder mayoritario o colectivo (es
decir, el poder de una élite ejercitado en nombre de las masas), es el
dios del progresista moderno. Su único cambio innovador reciente es
sugerir que la élite fermente con miembros obligatorios de auténticos

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representantes de las masas. La expresión actual es “democracia
participativa”.
Igual que el poder es el dios de progresista moderno, Dios sigue
siendo la autoridad del conservador moderno. El progresismo
practica la disciplina sencillamente por disciplina. El conservadurismo
practica la disciplina, de una manera no muy sencilla, por revelación.
Pero disciplinado o revelado, en nombre del juego sigue siendo la
política.
El gran defecto del conservadurismo es una profunda fisura que habla
de caídas libres hacia la muerte en las rocas del autoritarismo. A los
conservadores les preocupa que el estado tenga demasiado poder
sobre la gente. Pero fueron los conservadores los que dieron al
estado ese poder. Fueron conservadores, muy similares a los
conservadores actuales, quienes cedieron al estado el poder para
producir no únicamente orden en la comunidad, sino un cierto tipo
de orden.
Fueron los conservadores europeos los que, aparentemente
temiendo la amplitud de la Revolución (¡bueno, cualquiera puede ser
rico!), lanzaron los primeros ataques al capitalismo impulsando e
aceptando leyes que hacían menos frecuentes los estallidos de
innovación y competencia y facilitaron el camino a las comodidades y
conspiraciones de la cartelización.
Las grandes empresas en Estados Unidos hoy y durante algunos años
han estado abiertamente en guerra contra la competencia y, por
tanto, en guerra contra el capitalismo de laissez faire. Las grandes
empresas apoyan una forma de capitalismo de estado en el que el
gobierno y las grandes empresas actúan como socios. La crítica hacia
esta inclinación estatista de las grandes empresas viene más a menudo
de la izquierda que de la derecha hoy en día y es otro factor que hace
difícil separar a los participantes. Por ejemplo, John Kenneth Galbraith

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es quien ha puesto en entredicho más recientemente a las grandes
empresas por su mentalidad anticompetitiva. Entretanto, la derecha
defiende alegremente a las grandes empresas como si de hecho nos
hubieran convertido precisamente en el tipo de fuerza burocrática y
autoritaria a la que los derechistas atacan instintivamente cuando es
gubernamental.
El ataque de la izquierda al capitalismo corporativo, cuando se
examina, es un ataque a reformas económicas sólo posibles en
conspiración entre un gobierno autoritario y los negocios
burocratizados y no emprendedores. Es una desgracia que muchos
nuevos izquierdistas sean tan acríticos como para aceptar esta
premisa como indicadora de que todas las formas de capitalismo son
malas, de tal manera que la propiedad estatal total sea la única
alternativa. Este pensamiento tiene su espejo en la derecha.
Por ejemplo, fueron los conservadores estadounidenses los que
renunciaron muy pronto a la lucha contra las franquicias y la
regulación estatal y, por el contrario, aceptaron la regulación estatal
en su propio favor. Hoy los conservadores continúan reverenciando
al estado como un instrumento de sanción, aunque lo rechacen como
instrumento de beneficencia. El conservador que quiere una oración
federalmente autorizada en el aula es el mismo conservador que
protesta en por libros de texto federalmente autorizados en esa
misma aula.
Murray Rothbard, escribiendo en Ramparts, ha resumido este
conservadurismo defectuoso al describir una
nueva generación más joven de derechistas, de “conservadores” que
pensaban que el problema real del mundo moderno no era algo tan
ideológico como el estado frente a la libertad individual o la
intervención del gobierno frente al libre mercado; el problema real,
declaraban, era la preservación de la tradición, el orden, el

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cristianismo y las buenas costumbres contra los modernos pecados
de la razón, el libertinaje, el ateísmo y la grosería.
Las tendencias reaccionarias tanto de progresistas como de
conservadores hoy se muestran muy claramente en su voluntad de
ceder, al estado o a la comunidad, poderes más allá de la protección
de la libertad contra la violencia. Para distintos propósitos, ambos ven
al estado como un instrumento, no que protege la libertad del
hombre, sino que más bien da instrucciones o restringe cómo ha de
usarse esa libertad.
Una vez el poder de la comunidad se convierte en cualquier sentido
en normativo, en lugar de meramente protectivo, es difícil ver dónde
pueden marcarse líneas que limiten más transgresiones contra la
libertad individual. De hecho, no se han marcado las líneas. Nunca se
marcarán por los partidos políticos que discuten únicamente el coste
de programas o instituciones basados en el poder estatal. En realidad,
las líneas sólo pueden marcarse mediante un cuestionamiento radical
del propio poder y mediante la visión libertaria que ve al hombre
capaz de seguir adelante sin el molesto equipaje de leyes y políticas
que no se limitan a conservar el derecho del hombre a su vida, sino
que intentan, además, decirle cómo tiene que vivirla.
Para muchos conservadores, la pesadilla que les persigue en la vida y
en su postura política (que muchos resumen en “ley y orden” hoy en
día) es una pesadilla de desorden. Hasta donde yo sé, no hay ningún
límite que puedan poner los conservadores sobre el poder del estado
para eliminar los desórdenes.
Por supuesto, incluso en una sociedad de laissez faire tendría que
asumirse el derecho de autodefensa y podría fácilmente imaginarse un
espacio para la autodefensa sobre una base comunitaria. Pero la
autodefensa de la comunidad sería siempre exclusivamente defensiva.
Los conservadores revelan una fácil voluntad de creer que el estado

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debería también iniciar ciertas acciones ofensivas, para prevenir
futuros problemas. “Ser duros” es la expresión que más se usa. Esto
no significa sólo ser duros con los alborotadores. Significa ser duros
en rangos completos de actitudes: cortar los pelos largos, echar a la
gente de los parques por llevar guitarras ocultas, detener e interrogar
a cualquiera que no parezca un miembro de los Jaycees, hacer pasar
el servicio militar a todos los gandules para enderezarlos, atacar cines
y librerías con “basura” y, siempre y sobre todo, poner a “esa” gente
en su lugar. Para el conservador, demasiado a menudo, las únicas
alternativas son la conformidad social o el impensable caos.
Aunque éstas fueran las únicas alternativas (evidentemente no lo son)
hay muchas razones para preferir el caos a la conformidad.
Personalmente, creo que tendría más posibilidades de sobrevivir (e
indudablemente mis valores tendrían más posibilidades de sobrevivir)
con un Watts, Chicago, Detroit o Washington en llamas que con toda
una nación apretada en una guarnición.
Los altercados en los modernos Estados Unidos pueden dividirse en
partes componentes. No son en absoluto un simple saqueo y violencia
contra la vida y la propiedad. También se dirigen contra la violencia
prevaleciente del estado, el tipo de violencia cívica constante que
permite la supervisión regular de la policía de la vida cotidiana de
algunos barrios, las leyes y regulaciones que prohíben absolutamente
el libre comercio, las escuelas públicas que sirven a las visiones de la
burocracia en lugar de a las variedades de gente individual. Hay
violencia también por parte de aquellos que simplemente quieren
abrirse paso en el poder político que de otra manera se les niega. Los
conservadores parecen pensar que la respuesta es un mayor poder
de la policía estatal. Los progresistas parecen pensar que la respuesta
es un mayor poder preferencial del estado de bienestar. Poder, poder,
poder.

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Salvo para los saqueadores ordinarios (para quienes la respuesta debe
ser detenerlos, como se haría con cualquier otro ladrón), la respuesta
real a los alborotos debe estar en otro lugar. Debe estar en el
abandono, no en la extensión, del poder del estado, el poder del
estado que oprime al pueblo, el poder del estado que provoca al
pueblo. Por citar un ejemplo importante: las tiendas blancas en
muchos barrios negros, que se dice que causan insatisfacción y envidia,
tienen una ventaja especial no percibida gracias al poder del estado.
En un barrio muy pobre puede haber muchos con la capacidad natural
para abrir una tienda, pero es mucho menos probable que esa gente
tenga asimismo la capacidad de cumplir todas las regulaciones
estatales y locales, que regulan todo, desde la limpieza a la
contabilidad, y que muy a menudo resultan ser la diferencia marginal
entre empezar el negocio o mantenerse fuera de él. En una sociedad
real de laissez faire, el empresario local, con quien los vecinos podrían
preferir tratar, podría ir directamente al negocio, vendiendo
marihuana, whisky, revistas, ropa interior, libros, alimentación o
consejo médico en el maletero de su coche. Podrían olvidarse de
libros de contabilidad, formularios de informes y simplemente
dedicarse al negocio del negocio en lugar de hacer negocio de la
burocracia. Permitir a la gente de los barrios marginales competir bajo
sus propias condiciones, en lugar de las de otro, resultaría ser una
solución más satisfactoria y práctica para sus problemas que violencias
o restricciones.
El alejamiento libertario del poder y la autoridad que marcó la
campaña de Goldwater fue atacado desde la izquierda por ser “deseos
nostálgicos de un mundo más sencillo”. (Tal vez equivalente a los
deseos simples de los hippies que la izquierda tan fácilmente tolera,
incluso cuando vitupera a Goldwater). El libertarismo de Goldwater
fue atacado desde la derecha (prácticamente no recibió ningún apoyo
de las grandes empresas) por representar políticas que podían llevar
a una competencia no regulada, un libre comercio internacional y, lo

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que es peor, a un conocimiento de la sociedad muy especial de la que
disfrutan ahora las grandes empresas con el gran gobierno.
El giro más increíble en el pensamiento que atacaba a Goldwater
como reaccionario (que no es) en lugar de como radical (que sí es)
vino con respecto a las armas nucleares. En esa área fue
concretamente condenado por atreverse a proponer que se
compartiera el control de estas armas e incluso se colocara
totalmente bajo el mando multinacional de la OTAN, en lugar de
dejarlo a la uninominal discreción personal del presidente de los
Estados Unidos.
Repito, ¿quién es el reaccionario y quién es el radical? ¿Los hombres
que quieren un rey atómico entronizado en Washington o el hombre
que se atreve a pedir que el derecho divino de destrucción sea menos
divino y este más dividido? Hasta hace poco, un pasatiempo popular
a la hora del cóctel era imaginar las diferencias entre la guerra en
Vietnam bajo “salvad al mundo de Goldwater” Johnson y cómo podría
haber sido bajo el salvaje Barry, quien, dadas todas sus declaraciones
de campaña, se habría visto obligado a compartir la decisión (y la
lucha) sobre Vietnam con la OTAN, en lugar de dejar las cosas en paz
sencilla y unilateralmente.
Volviendo a lo esencial: la cuestión más vital hoy acerca de la política
(no en la política) es el mismo tipo de pregunta que acosa al
cristianismo. Superficialmente, la pregunta cristiana parece
simplemente qué tipo de religión debería elegirse. Pero básicamente,
la pregunta es si es apoyable alguna fuerza irracional o mística como
manera de ordenar la sociedad en un mundo cada vez más capaz y
dispuesto a ser racional. La versión política de la cuestión puede
expresarse así: ¿Continuarán los hombres sometidos al gobierno de
los políticos, lo que siempre ha significado el poder de algunos
hombres sobre otros, o estamos dispuestos a actuar socialmente por
nuestra cuenta, en comunidades de voluntarismo, en un mundo más

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económico y cultural que político, igual que muchos están ahora
dispuestos a actuar por su cuenta metafísicamente en un mundo más
de razón que de religión?
La respuesta radical y revolucionaria que da una postura libertaria de
laissez faire a esa pregunta no es la anarquía. El movimiento libertario
de laissez faire es, en realidad, aunque resulte embarazoso para
algunos, un movimiento de derechos civiles. Pero es antipolítico, en
el sentido de que crea un poder diversificado para protegerse del
gobierno, incluso para prescindir del gobierno en gran medida, en
lugar de buscar poder para proteger al gobierno o llevar a cabo
cualquier propósito social especial.
Es un movimiento de libertades civiles en el sentido de que busca
libertades civiles para todos, tal y como las definía en del siglo XIX
uno de los primeros profesores de ciencias políticas y sociales de Yale,
William Graham Sumner. Sumner decía:
La libertad civil es el estatus del hombre al que se le garantiza por
derecho e instituciones civiles el empleo exclusivo de todos sus
propios poderes para su propio bienestar.
Por supuesto, los progresistas modernos llamarían a esto egoísmo y
tendrían razón, destacando el ego. Muchos conservadores modernos
dirían que están de acuerdo con Sumner, pero no tendrían razón. Los
hombres que se llaman a sí mismos conservadores, pero trabajan en
las grandes industrias, gastan mucho tiempo y una cantidad no
pequeña de dinero en luchar contra las subvenciones públicas a los
sindicatos (en forma de consideraciones fiscales y legales preferentes)
o a las personas (en forma de programas sociales). No luchan contra
las subvenciones directas a las industrias, como transportes, granjas o
universidades. En resumen, no creen que los hombres tengan derecho
al empleo exclusivo de sus propios poderes para su propio bienestar,

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porque aceptan la práctica de gravar una buena parte de ese poder
para usarlo para el bienestar de otras personas.
Como he señalado, a pesar de todos los lamentos teóricos que a
veces pueden oírse desde la derecha industrial, podemos asegurar que
los grandes poderes del gobierno para regular la industria derivaron
no sólo del apoyo de empresarios, sino realmente ante la insistencia
de los empresarios. Las tarifas poco económicas del correo son
alabadas por empresarios que pueden beneficiarse de ellas y que,
curiosamente, no parecen interesados en la evidente posibilidad de
transformar el servicio postal de una institución en un negocio. Por
supuesto, como negocio cambiaría el coste de enviar cosas por
correo, no simplemente la comodidad de pago para los usuarios.
No se sabe que los grandes empresarios que dirigen las grandes redes
de televisión sugieran, como insistiría un concepto de laissez faire, que
se liberalice y desregule la competencia por canales y audiencias. Por
supuesto, como consecuencia, estas redes tienen todo el control
público que merecen, aceptándolo de buen grado, porque, incluso
censuradas, están también protegidas frente a la competencia.
También es notable que una de las denuncias más feroces de la
televisión de pago (que, bajo el capitalismo, debería ser un concepto
común) no venga del Daily Worker, sino del Reader’s Digest, ese
supuesto bastión del conservadurismo. En realidad, creo que el Digest
es ese bastión. Parece creer que el estado es una institución ordenada
divinamente para hacer morales a los hombres, por supuesto, en un
sentido “judeo-cristiano”. Aborrece, como ninguna publicación, salvo
la National Review de William Buckley, la insolencia de estas personas
desaliñadas que hoy desafían tan habitualmente la autoridad del
estado.
En resumen, no hay evidencia alguna de que los conservadores
modernos suscriban la filosofía de “tu vida es tuya” sobre la que se

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basa en libertarismo. Un ejemplo interesante de que el
conservadorismo no sólo está en desacuerdo con el libertarismo, sino
que es abiertamente hostil a éste es que el autor libertario más
conocido del momento, la señora Ayn Rand, se clasifica sólo un poco
por debajo, o ligeramente al lado de Leónidas Breznev como objeto
de diatribas en National Review. En concreto parece que es denigrada
en la derecha porque es atea y se atreve a oponerse a la idea de
National Review de que la naturaleza básicamente malvada del
hombre (derivada del pecado original) significa que éste debe estar
controlado por un orden social fuerte y autoritario.
Barry Goldwater, durante su campaña de 1964, dijo repetidamente
que “un gobierno suficientemente fuerte como para darte lo que
quieres es suficientemente fuerte como para quedarse con todo”. Los
conservadores, como grupo, han olvidado o preferido ignorar, que
esto es también aplicable a la fortaleza de gobierno para imponer
orden social. Si el gobierno puede imponer normas sociales, o incluso
comportamientos cristianos, también puede quitarlos o retorcerlos.
Repito, los conservadores ansían un estado o “liderazgo” con el poder
de restaurar el orden y poner a las cosas (y a las personas) de vuelta
a su sitio. Ansían poder político. Los progresistas ansían un estado
que ataque a los ricos y alivie a los pobres. También ansían poder
político. Los libertarios ansían un estado que no pueda, más allá de
ninguna posibilidad de enmienda, otorgar ninguna ventaja a nadie, un
estado que no pueda obligar a nada, sino que sencillamente impida el
uso de la violencia, en lugar de otros intercambios, en las relaciones
entre personas o grupos.
Ese estado tendría como único propósito (probablemente soportado
exclusivamente por impuestos o tasas de uso) el mantenimiento de
un sistema que resuelva disputas (tribunales), proteja a los ciudadanos
contra la violencia (policía), mantenga alguna forma de moneda para
facilitar el comercio y, mientras pueda ser necesario debido la

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existencia de fronteras y diferencias nacionales, mantenga una fuerza
de defensa. Entretanto, los libertarios deberían también trabajar para
acabar con el propio concepto de estado-nación. Lo más importante
en este caso es que los libertarios empezarían sin predisposiciones
pendientes acerca de las funciones públicas, estando siempre
dispuestos a pensar que en el mundo personal y privado de las
personas hay alguien que puede aportar o aportará una solución que
haga el trabajo sin otorgar a nadie un poder que no haya sido obtenido
a través del intercambio voluntario.
De hecho, es en los asuntos más apropiados para el interés colectivo
(como los tribunales y la protección contra la violencia) donde más a
menudo falla hoy el gobierno. Esto sigue la tendencia burocrática de
llevar a cabo los servicios menos necesarios (donde el riesgo de
responsabilidad es mínimo) y evitar prestar servicios esenciales, pero
de alta responsabilidad. Los tribunales están colapsados más de lo que
se pueda creer. La policía, en lugar de limitarse a proteger a los
ciudadanos contra la violencia, está profundamente implicada en la
vigilancia de la moral privada. En particular en los barrios negros, los
policías sirven como árbitros no queridos ni deseados de la vida
cotidiana.
Si en los últimos párrafos el lector puede detectar algún indicio de
una postura que sea compatible, o bien con el Partido Comunista de
la Unión Soviética o con la Asociación Nacional de Fabricantes, se le
recomienda encarecidamente que lea de nuevo. No existe ese
territorio común. Tampoco puede aducirse ningún territorio común
en expresiones de “nueva política” frente a “vieja política”. Nuevas o
viejas, las posturas que nos circundan hoy bajo estos títulos siguen
siendo política y, como la rosas, huelen igual. Los políticos radicales y
revolucionarios (los antipolíticos, si queréis llamarlos así) deberían
poder descubrirlo fácilmente.

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Los asuntos concretos que ilustran las diferencias incluirían el servicio
militar, la marihuana, los monopolios, la censura, aislacionismo-
internacionalismo, relaciones de raza y problemas urbanos, por
nombrar unos pocos.
Como parte de su malograda campaña a la presidencia, Nelson
Rockefeller adoptó una postura sobre el servicio militar. En ella se
oponía concretamente a la postura de Richard Nixon sobre el tema,
llamándola “vieja política”, frente a su “nueva política”. La postura de
Rockefeller implicaba la modernización del servicio, pero nada que
cambiara lo que es evidente que es: servidumbre forzosa e
involuntaria. Rockefeller criticaba a Nixon por haber afirmado que,
algún día, el servicio militar sería remplazado por un sistema
voluntario, una antigua promesa republicana.
El nuevo político sostenía que el sistema de Nixon no funcionaría
porque nunca había funcionado. El hecho de que esta nación nunca
ofreció pagar a sus soldados a un nivel realista para atraerlos no estaba
incluido en la declaración de Rockefeller. Tampoco el nuevo político
dirigía a sí mismo el hecho de que, a partir de una nación en la que no
puede atraerse a suficientes ciudadanos para defenderla
voluntariamente, probablemente también tengas, por definición, una
nación que realmente no merezca la pena defender.
El viejo político, por su parte, no presentaba una postura tan nítida
sobre el servicio militar como trataba de atribuirle el nuevo. Nixon,
aunque teóricamente a favor del ejército voluntario (junto con el
supuestamente aún más conservador Ronald Reagan) se oponía a
probar la voluntariedad hasta después de la Guerra de Vietnam. A
través de la postura conservadora, vemos una repetición de esta
postura. La libertad está bien, pero debe posponerse mientras haya
una guerra caliente o fría.

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Debería sorprender a todos esa idea torva. Implica que los hombres
libres no pueden ser lo bastante ingeniosos como para defenderse
contra la violencia sin convertirse ellos mismos en violentos, no solo
contra el enemigo, sino también contra sus propias personas y
libertades. Si nuestra libertad es tan frágil que debe estar protegida
continuamente renunciando a ella, tenemos un grave problema. Y, de
hecho, si seguimos una lógica similar, tenemos graves problemas en el
sudeste de Asia. Allí la guerra de Johnson ha aumentado precisamente
bajo la creencia en que la libertad de los vietnamitas del sur puede
alcanzarse mejor dictando qué forma de gobierno deberían tener
(incluso día a día) y defendiéndola contra los norvietnamitas
devastando los campos del sur.
En las relaciones exteriores, igual que en las declaraciones en clave
interior, nuevos y viejos políticos predican las mismas doctrinas
polvorientas de compulsión y contradicción. La predicación radical del
libertarismo, la predicación antipolítica, sería que mientras la necedad
de la guerra entre estados-nación siga siendo una posibilidad, los
estados-nación libres al menos se protegerían de las guerras
contratando voluntarios, no asesinado el voluntarismo.
Una de las mentes más medievalmente fascinantes del siglo XX, la de
Lewis Hershey, único dueño y propietario del Selective Service
System, ha puesto en perspectiva perfecta esta fea imagen con su
memorable declaración, en un almuerzo del National Press Club, de
que odia “pensar en el día en que sus nietos estarían defendidos por
voluntarios”. Ahí, en un ejemplo tan feo como aparece en los rsgistros
públicos, está exactamente el lugar en el que la política y el poder, la
autoridad y la artritis del tradicionalismo están condenados a llevaros.
El doctor Hershey no puede llegar a ser un gran personaje cómico
debido al hecho bastante evidente de que, al estar implicado en las
muertes de tantas personas reticentes y el encarcelamiento de tantas
otras, se convierte en un personaje trágico o, al menos, en un

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personaje de una tragedia. No hay política nuevas o viejas en el
servicio militar. Un servicio militar es esencialmente comercial. Y
entre la política y el comercio debe elegir continuamente el
participante en la política radical o revolucionaria.
La marihuana es un ejemplo de esa alternativa. En una sociedad de
laissez faire, no podría existir ninguna institución pública con poder
para obligar a la gente a protegerse de sí misma. De otras personas
(los delincuentes), sí. De uno mismo, no. La marihuana es una planta,
un cultivo. La gente que la fuma no lo hace por obligación, ni de una
adicción fisiológica ni de un poder institucional. Lo hace
voluntariamente. Encuentra a una persona que la haya cultivado
voluntariamente. Acuerdan un precio. Una vende, la otra compra. Una
adquiere nuevo capital, la otra adquiere una experiencia eufórica, que
decide que merece la pena asignar algunos de sus recursos para
obtenerla.
En esa ecuación no hay en ninguna parte un solo momento en el que
los vecinos, o cualquier multitud de vecinos, actuando como un
sacerdote o como público, tengan la más mínima razón racional para
intervenir. La acción no ha privado de ninguna manera a nadie más del
“uso exclusivo de todos sus poderes para su propio bienestar”.
Las leyes actuales contra la marihuana, en contra incluso de todas las
evidencias disponibles con respecto a su naturaleza, son un buen
ejemplo del uso del poder político. El mismo poder que hace posible
que el estado arranque impuestos de un hombre para ponerlos en los
bolsillos de otro. Los propósitos pueden parecer distintos, pero si se
examinan no lo son. La marihuana debe prohibirse para impedir que
la gente sucumba a la locura de sus humos y haga algo malo contra la
comunidad. También debe prohibirse la pobreza por la misma razón.
La gente pobre, salvo que se haga que deje de ser pobre, se rebelará
con furia y producirá males a la sociedad. Como en toda la política,
propósito y poder se mezclan y refuerzan uno a otro.

22
Las drogas “duras” deben estar sometidas a las mismas pruebas que
la marihuana en términos de política frente a antipolítica. Estas drogas
son también meros materiales vendibles, salvo que, si no se usan con
prudencia, pueden ser bastante dañinas para la persona que las use.
(Inserto esta nota sencillamente porque, según entiendo, en todos los
niveles de adicción, sigue habiendo una posibilidad de romper o
controlar el hábito. Esto sugiere que una persona puede tomar una
decisión sobre el asunto; que, puede, en realidad, ser prudente o no).
La persona que use drogas imprudentemente, igual que la persona que
use imprudentemente las drogas políticamente aprobadas y reguladas
del alcohol y el tabaco, acaba en una situación nada envidiable, tal vez
muerta. Racionalmente, ese es su problema, mientras no te prive
mediante sus acciones de tu derecho a no usar drogas, ayudar a
adictos o, si se quiere, a ignorarlos. Pero hoy izquierda y derecha
dicen que el problema real es social y público: que el alto precio de
las drogas lleva al adicto a robar y matar (posición derechista) y que
hacer de las drogas un asunto público, para dispensarlas clínicamente,
eliminaría las causas de su delito (posición izquierdista).
Ambas son posturas esencialmente políticas y claramente ineptas en
una sociedad en la que la línea entre despejadores de la mente como
el café o el LSD es muy técnica. Al elegir la aproximación económica
y cultural en lugar de la política, el libertario antipolítico diría que se
vendan. La competencia mantendrá bajo el precio. La aceptación
cultural de la ética radical, de que la vida y accesorios de un hombre
son inviolables, justificaría la defensa contra cualquier violencia que
pudiera acompañar en otros a la adicción. ¿Y qué queda para hacer
por el “público”? Absolutamente nada, excepto decidir
individualmente si arriesgarse con las drogas o evitarlas. Los padres,
por supuesto, al tener los cordones de las bolsas de sus hijos, pueden
ejercitar cierta cantidad de control, pero sólo individualmente, nunca
colectivamente.

23
Por cierto, es fácil imaginar que si las drogas se dejaran a la economía
y la cultura en lugar de la política, los investigadores médicos
descubrirían rápidamente una manera de proporcionar los efectos
vendibles y deseados de las drogas sin la incapacitación de la adicción.
En esto, como en asuntos similares (como en la competencia no
regulada frente a la cual se cree que la gente necesita protección) la
tecnología en lugar de la política podría ofrecer respuestas mucho
mejores.
El monopolio es un buen ejemplo. Suponer que alguien necesita la
protección pública frente a la creación de monopolios es aceptar dos
supuestos: que el monopolio es la dirección natural de la empresa no
regulada y que la tecnología es estática. Por supuesto, ninguno de ellos
es cierto. Las grandes concentraciones de poder económico, a las que
hoy se llaman monopolios, no crecieron a pesar del celo
antimonopolista del gobierno. Crecieron en buena parte debido a las
políticas públicas, como las que hacen más rentable a las pequeñas
empresas vender a grandes empresas en lugar de enfrentarse solas al
código fiscal. Además, las políticas federales fiscales y de crédito y las
subvenciones y contratos federales han proporcionado en conjunto
sustancialmente más ayuda a las empresas grandes y establecidas que
a las más pequeñas y potencialmente competitivas.
El sector del automóvil recibe la mayor subvención de todas a través
del programa de carreteras en el que prospera, pero por el cual
indudablemente no pagaba una porción justa. Las aerolíneas están
subvencionadas y tan protegidas que los recién llegados no pueden ni
siquiera intentar competir. Las redes de televisión tienen enormes
ventajas por las licencias de la FCC que impiden a nuevas empresas
entrar en un campo en el que los grandes veteranos ya se han
establecido. Incluso en la agricultura, son los granjeros grandes y
establecidos los que consiguen las grandes subvenciones, no los
pequeños que podrían querer competir. Las leyes del gobierno que

24
excepcionan específicamente a los sindicatos de actividades antitrust
también han hecho avanzar una mentalidad monopolista.
Y por supuesto, los conceptos de “utilidad pública” y “transporte
público” han creado concretamente monopolios licenciados por el
gobierno en los campos de la energía, las comunicaciones y el tránsito.
Esto no quiere decir que la grandeza económica sea mala. No lo es,
si genera eficiencia económica. Pero es mala si se genera de la
conspiración con la política en lugar de con el poder económico. Hoy
no hay ningún monopolio en el mundo del cual yo pueda pensar que
no podría verse seriamente perjudicado por la competencia si no
hubiera alguna forma de licencia pública protectora, arancel,
subvención o regulación. Asimismo, no hay la más mínima evidencia
que sugiera que la tendencia de los negocios y sectores no regulados
sea hacia el monopolio. De hecho, la tendencia parece ir en la
dirección opuesta, hacia la diversificación y descentralización.
El aspecto tecnológico es igualmente importante. El monopolio no
puede desarrollarse si la tecnología es dinámica, que es lo que más
abunda hoy. Ninguna gran empresa es tan grande que pueda atraer
todos los cerebros disponibles, salvo, por supuesto, un estado
corporativo. Mientras un cerebro permanezca disponible, existe la
posibilidad innovación y competencia. No puede haber monopolio
real, sólo ventajas momentáneas. Tampoco las novedades
tecnológicas dependen siempre de grandes recursos o, incluso
cuando es así, tendrían que depender de una sola fuente de
financiación salvo que, otra vez, sobre el estado tenga el dinero. Lejos
de un control estatal total y suponiendo cerebros creativos en la
comunidad y suponiendo la existencia de capital con el que construir
incluso instalaciones modestas de investigación, pocos dirían
directamente que la innovación tecnológica podría impedirse
simplemente con que alguna fuente única disfrute de un “monopolio”
temporal de un producto o servicio concreto.

25
Repito que las excepciones son siempre los gobiernos. Los gobiernos
pueden ser y normalmente son monopolistas. Por ejemplo, hoy no es
antieconómico gestionar un departamento privado de correos. Sólo
es ilegal. Los federales disfrutan de un monopolio legal hasta el grado
de que actualmente persiguen al menos a un empresario que gestiona
un servicio de correos mejor y más barato que ellos.
No hace falta política para impedir el monopolio. Todo lo que se
necesita es capitalismo de laissez faire sin regulaciones ni
restricciones. También proporcionaría empleos, aumentaría los
niveles de vida, mejoraría los productos y así sucesivamente. Si la
actividad comercial estuviera desregulada y absolutamente
dessubvencionada sólo podría depender de un factor de éxito:
agradar a los clientes.
La censura es otro ejemplo notable en el que la política y los políticos
se interponen entre el cliente y la satisfacción. La medida pasa a ser
no si el cliente es feliz, sino si el político (individualmente o como
representante del “público”) es feliz. Esto se aplica igualmente a la
protección “pública” frente a ideas políticas impopulares, así como a
la protección frente a la pornografía. Los conservadores son al menos
coherentes en este asunto, creen que el estado (al que a veces llaman
“la comunidad”) puede y debe proteger a la gente frente a
pensamientos desagradables. No hace falta decir quién define lo
desagradable: el político, o los líderes de la comunidad, por supuesto.
Tal vez la más irónica de todas las manifestaciones de esta urgencia
conservadora por un pensamiento “limpio” sea el caso del difunto
Lenny Bruce. Decía palabrotas. Era, por tanto, un objetivo
particularmente favorito de los conservadores. Era asimismo un
defensor explícito y creo que incisivo del capitalismo. Al comentar
que el comunismo es una estafa (“como una gran compañía
telefónica”), Bruce optaba concretamente pro el capitalismo (“te da
una oportunidad, tío, y eso es lo que importa”). No hay ningún

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conservador tradicional que pueda siquiera andar al mismo nivel que
Lenny Bruce en su feroz devoción por el individualismo. Lenny Bruce
usaba frecuentemente la que para muchos conservadores es la peor
de las palabrotas: decía capitalismo. ¿Cuándo fue la última vez que hizo
algo así la National Association of Manufacturers?
Lenny Bruce no fue el único en enemistarse con los conservadores al
abrir la boca. En 1964, Barry Goldwater se enemistó con los
conservadores del Sur en tropel cuando, en respuesta a una pregunta
candente en la región acerca de si se debería permitir hablar a los
comunistas en las universidades, Goldwater dijo, lisa y llanamente:
“Por supuesto que sí”.
Ni siquiera los literarios anticomunistas tienen otra alternativa que
negar al estado el derecho a suprimir comunistas. Igualmente, los
libertarios a los que les repele estéticamente lo que consideran
pornografía no pueden hacer otra cosa que no comprarla, dejando su
venta absolutamente desregulada al fabricante, el comprador y nadie
más. Repito, un padre podría entrometerse, pero solo deteniendo a
un comprador individual y dependiente, nunca deteniendo al
proveedor, cuyo derecho a vender pornografía para lucrarse y sin
absolutamente ninguna otra virtud socialmente redentora, sería
inviolable. Un padre enfurecido que intentara echar de la calle a un
vendedor ambulante de groserías debería, por cierto, ser demandado,
no alabado.
La actitud progresista hacia la censura no está clara. En este momento,
no necesita estarlo. Los progresistas la practican en lugar de
predicarla. El indignante poder de la FCC al insistir en que las
emisiones de radio y televisión sirven a un propósito social es al
mismo tiempo una noción progresista y un acto de censura. En los
cánones de la FCC, los propósitos sociales se definen de forma que
cada estación obtiene puntos positivos por dar tiempo gratuito a un

27
pastor, pero ninguno (o incluso puntos negativos) por extender el
mismo regalo de tiempo gratuito a un ateo.
Es en parte en el ámbito de las ondas donde se muestran también las
diferencias con respecto al nacionalismo de los viejos políticos de
izquierda y derecha y los antipolíticos libertarios. Si el conservador
actual tiene un ferviente chauvinismo por las viejas naciones, el
progresista tiene una devoción igual de fanática por el chauvinismo de
las nuevas naciones. La disposición de los progresistas modernos a
sugerir una intervención armada contra Sudáfrica, mientras ignoran,
incluso en términos de cobertura periodística importante, las
matanzas de Nigeria y Sudán, es una demostración de interés solo por
la política (y por personas concretas) en lugar de por la vida humana
en sí.
Por supuesto, los conservadores tienen un patrón doble similar con
respecto a las matanzas anticomunistas y las dictaduras
anticomunistas. Aunque no sean tan caprichosamente selectivos
como la decisión progresista de denostar o alabar cada baño concreto
de sangre, el patrón doble conservador puede tener resultados igual
de trágicos. Las distintas corrientes de antisemitismo que han
confundido tan evidentemente a muchos movimientos conservadores
probablemente puedan remontarse a la suposición repelente de que
el anticomunismo de Adolf Hitler excusa sus otros defectos,
comparativamente menores. Por alguna razón, el anticomunismo
parece permitir el antisemitismo.
He conocido a lo largo de mi vida muchos anticomunistas que
consideran al comunismo como sencillamente una criatura de los
planes judíos para dominar el mundo. El capítulo separado de la John
Birch Society para miembros judíos es un reflejo en serio-broma,
creo, de ese viejo buen antisemitismo WASP. La ampliamente
reportada admiración por Hitler del jefe del Liberty Lobby es un
reflejo, probablemente, de la escuela de pensamiento “se necesita un

28
hombre fuerte para luchar contra el comunismo ateo”. Por supuesto,
hay notables anticomunistas judíos. Y hay muchos anticomunistas que
condenan el antisemitismo. Pero la pregunta que funciona para la
mayoría de los anticomunistas a tiempo completo es sencillamente:
¿Eres anticomunista? Ser también antisemita no es una descalificación
automática de la derecha, aunque normalmente lo es en la izquierda.
Conservadores y progresistas por igual tienen en común la idea
mística de que las naciones realmente significan algo, probablemente
algo permanente. Ambos atribuyen a líneas dibujadas en mapas (o en
el polvo o en el aire) la creación mágica de comunidades de hombres
que requieren soberanía y aprobación. El conservador siente esto de
manera exaltada cuando contempla las barras y estrellas. El
progresista siente esto con certidumbre académica cuando concluye
que las fronteras soviéticas deben estar “aseguradas” para impedir el
nerviosismo soviético. Hoy, en una confusión definitiva, hay personas
que creen que las líneas dibujadas por la Unión Soviética, con sangre,
son mejores que las líneas dibujadas, también con sangre, por la
política exterior estadounidense. Los políticos sencillamente piensan
así.
La visión radical y revolucionaria del futuro de la nación es,
lógicamente, que no tiene futuro, sólo pasado (a veces apasionante y
a menudo históricamente útil en alguna etapa). Pero las líneas
dibujadas sobre el papel, sobre el suelo o en la estratosfera son
claramente insuficientes para el futuro de la humanidad.
De nuevo es la tecnología la que hace viable contemplar un día en el
que las políticas de la nacionalidad estén tan muertas como las
políticas del partidismo ostentador de poder. Primero, hay suficiente
información y riqueza disponibles como para asegurar la alimentación
de todos, sin matar a unos para llegar a las posesiones de otros.
Segundo, de todos modos, ya no hay ninguna manera de proteger
nada ni a nadie detrás de una frontera nacional.

29
Ni siquiera la Unión Soviética, con lo que los conservadores continúan
temiendo como un control “absoluto” sobre su pueblo, ha sido capaz
de detener, dibujando líneas o ejecutando a miles, la entrada de ideas,
modales, música, poemas, danzas, productos, deseos subversivos. Si
el principal estado policial del mundo (ya seamos nosotros o sean
ellos, dependiendo de nuestro punto de vista político) ha sido capaz
de protegerse completamente detrás de sus fronteras, ¿qué fe
podemos o debemos mantener nosotros, el pueblo, en las fronteras?
Cabe esperar que tanto progresistas como conservadores respondan
a la idea del fin de la nacionalidad con gritos de enfado o sacudidas de
reacción muy similares. El conservador dice no será así. Siempre habrá
un inspector de aduanas de EEUU y lamentará tener que decirle adiós.
El progresista dice que, lejos de acabar con la nacionalidad, quiere
expandirla, hacerla mundial, crear una proliferación de mininaciones y
micronaciones en nombre de la conservación técnica y cultural y
luego erigir una gran superburocracia para supervisar todas esas
pequeñas burocracias.
Igual que Linus, ningún progresista ni conservador puede soportar el
pensamiento de renunciar a la sábana, de renunciar al gobierno y
continuar como residentes de un planeta, en lugar de un país. Los
defensores del aislacionismo, aunque es verdad que algunos sólo lo
defienden como una táctica) parecen caer en una paradoja. El
aislacionismo no sólo depende de la nación, sino que la petrifica. Sin
embargo, hay una subcategoría del aislacionismo que podría evitar
esto especificando que sólo está a favor del aislacionismo militar o del
uso de la fuerza sólo para la autodefensa. Sin embargo, incluso esto
requiere definiciones políticas de autodefensa nacional en estos días
de misiles, bases, bombarderos y subversión.
Mientras haya gobiernos lo suficientemente poderosos como para
mantener fronteras nacionales y posturas políticas nacionales habrá el
riesgo absoluto, si no la incertidumbre, de guerra entre ellos. Incluso

30
la posibilidad de guerra parece demasiado catastrófica como para
contemplarse en un mundo tan maduro en tecnología y potencial de
prosperidad, maduro incluso con las semillas de la exploración
extraterrestre. La violencia y las instituciones que son las únicas que
pueden sustentarlo deberían considerarse obsoletas.
Los gobiernos inician las guerras. El poder para la vida que pueden
reclamar al dirigir hospitales o alimentar a los pobres es sólo la imagen
especular del poder para la muerte que también reclaman al llenar
esos hospitales con heridos y devastar terrenos en los que podría
cultivarse comida. “Pero el hombre es agresivo”, proclaman derecha
e izquierda desde las profundidades de su pesimismo. Y es verdad que
lo es, pero si se nos deja en paz, si no se nos regula en forma de
estados o servicios, ¿no se dirigiría esa agresión hacia la conquista del
entorno y no de otros hombres?
En otro nivel igualmente belicista, es la alternativa de la agresión
contra un entorno perpetuado políticamente, más que contra los
hombres lo que caracteriza a la lucha racial hoy en Estados Unidos.
Los conservadores, en uno de sus lapsus favoritos de lógica (los
derechos de los estados) alimentaron el racismo estadounidense
moderno apoyando leyes, especialmente en los estados del sur, que
daban al estado el poder de obligar a los empresarios a construir
instalaciones segregadas. (Es verdad que muchos empresarios querían
verse “obligados”, dando así el sello de aprobación estatal a su
racismo).
El fallo de los derechos de los estados es sencillamente que los
conservadores, que negarían al gobierno central ciertos controles
sobre la gente, cederían con gusto exactamente los mismos controles
a unidades administrativas más pequeñas. Dicen que las unidades más
pequeñas son más eficaces. Esto significa que los conservadores
apoyan la coacción de personas en su nivel más eficaz. Indudablemente
no significa que se opongan a la coacción. Al no resistirse a las leyes

31
estatales de segregación y mestizaje, al no resistirse a las leyes que
mantienen un gasto racialmente desigual del dinero de los impuestos,
sencillamente porque estas leyes fueron aprobadas por los estados,
los conservadores no han luchado contra la misma burocracia que
supuestamente odian (al mismo nivel en el que podrían haberla
detenido antes).
Se ha apoyado el racismo en este país gracias al poder y las políticas
públicas, no a pesar de ellos. El racismo inverso (pensar que el
gobierno tiene competencias para obligar a la gente a integrarse, igual
que en su tiempo le obligó a segregarse) es igual de político e igual de
desastroso. No ha funcionado. Su resultado ha sido el odio en lugar
de la hermandad. La hermandad nunca puede ser un producto
político. Es puramente personal. En asuntos raciales, como en todos
los demás asuntos que se refieren a los individuos, la falta de gobierno
no podría ser sino beneficiosa. ¿Qué puede hacer en realidad el
gobierno por las personas negras en Estados Unidos que las personas
negras no puedan hacer mejor por sí mismas si se les permitiera la
libertad de hacerlo? No puedo pensar en nada.
¿Trabajo? Los sindicatos habilitados política y gubernamentalmente
hacen más por alejar a los hombres negros de los buenos empleos
que todos los Bull Connor del Sur. ¿Viviendas, escuelas y protección?
Recuerdo muy claramente un comentario sobre este tema de Roy
Innis, el director nacional del Congreso para la Igualdad Racial.
Hablaba del fervor típicamente progresista del alcalde John Lindsay al
dar dinero a los negros, acallándolos o silenciándolos. Innis decía
luego que una cosa que el alcalde Lindsay no daría a los negros era lo
que realmente querían: poder político. Quería decir que la comunidad
negra de Harlem, por ejemplo, en lugar de recibir montones de dinero
de los contribuyentes, preferirían que recibir el propio Harlem. Es una
comunidad. ¿Por qué no debería gobernarse a sí misma o al menos
vivir por sí misma, sin tener que ser una baronía de la política de la

32
alcaldía de la ciudad de Nueva York?. Sin embargo, no pongo
objeciones a la idea de limitarse a crear en Harlem una estructura
política similar, pero sólo distinta de la ciudad de nueva York. Y estoy
siendo injusto con Mr. Innis, que es un hombre excepcional, incluso
sugiriendo que eso es lo que tenía en mente.
Pero más allá de este ejemplo, hay implícita en las muy interesantes
corrientes subyacentes del poder negro en este país una posibilidad
igualmente interesante de que se desarrolle una rebelión contra la
propia política. Podría buscar una comunidad mucho menos
estructurada, conteniendo en ella instituciones mucho más
voluntarias. No me cabe ninguna duda de que, a largo plazo, este
movimiento y otros similares descubrirán que el laissez-faire es la
manera de crear genuinas comunidades de voluntarismo. El laissez-
faire es la única forma de organización social y económica que podría
tolerar e incluso alabar un kibutz operando en medio de Harlem, un
hippy vendiendo hachís en la calle y, unas manzanas más allá, una
empresa de ingenieros listos para acabar con Detroit con un vehículo
nuclear de bajo coste.
El kibutz representaría, en la práctica, un socialismo voluntario (¿qué
otra forma podrían tolerar hombres libres?). El vendedor de hachís
representaría la institucionalización (pero voluntaria) de soñar
despiertos y los ingenieros representarían la creatividad desregulada.
Todos representarían capitalismo de laissez-faire en acción y ninguno
necesitaría un solo burócrata para ayudar, obstaculizar, civilizar o
estimular. Y en el sencillo proceso de una existencia variada, los
residentes de esta comunidad voluntaria, mientras los demás entraran
voluntariamente en comercio con ellos, resolverían el problema
“urbano” de la única manera que puede resolverse, es decir, a través
del desvanecimiento de la política que creó el problema en primer
lugar.

33
Si las ciudades no pueden existir sobre la base de las habilidades,
energía y creatividad de las personas que viven, trabajan o invierten
en ellas, no deberían estar sostenidas por personas que no vivan en
ellas. En resumen, toda comunidad debería ser una de voluntarismo,
en la medida en que viva por y a través de su propia gente y no obligue
a otros a pagar sus facturas. Las comunidades no deberían estar
exentas de la libertad civil prescrita para la gente: el disfrute exclusivo
de todas sus potencialidades para su propio bienestar. Esto significa
que nadie debería servirte involuntariamente y que no deberías servir
involuntariamente a ningún otro. Esto significa, para las comunidades,
existir sin ayuda involuntaria de otras comunidades o para otras
comunidades.
Los estudiantes disidentes hoy parecen creer que de alguna manera
se han abierto paso hacia nuevas verdades y nuevas políticas en sus
reclamaciones de que universidades y comunidades sean responsables
de sus estudiantes o habitantes. Pero la mayoría de ellos sólo están
jugando a la vieja política. Cuando los disidentes se den cuenta de esto
y cuando sus ataques pasen a ir contra el poder político y la autoridad
en lugar de ser una lucha para obtener dicho poder, este movimiento
puede generar el brillante potencial latente en la inteligencia de tantos
de sus participantes. Por cierto, en la medida en que los estudiantes
activistas de todo el mundo están luchando realmente contra la
existencia de poder político, en lugar de tratar de conseguir parte de
él para sí mismos, no deberían ser criticados por no ofrecer
programas alternativos, es decir, por no expresar precisamente qué
tipo de sistema político seguirá su revolución. Lo que tendría que
seguir a su revolución es precisamente lo que han propuesto
implícitamente: ningún sistema político en absoluto.
El estilo de la SDS parece hasta ahora el más prometedor a este
respecto. Está poco integrado y es internamente antiautoritario, así
como externamente revolucionario. La libertad también busca

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estudiantes que, en lugar de maullar ante el poder, lo abandonen,
establezcan sus propias escuelas, las hagan eficaces y lleven a cabo una
revolución consciente y concertada contra las regulaciones políticas y
el poder que, hoy, da licencias a las escuelas (públicas y privadas) a las
que les viene mal la competencia de nuevas escuelas con nuevas ideas.
Mirando atrás, esta misma forma de pensar y se hizo realidad durante
el periodo de las sentadas en el Sur. Como el enemigo fueron también
las leyes estatales que obligaban a instalaciones segregadas, ¿por qué
no fue también una táctica adecuada desafiar dichas leyes creando un
lugar no segregado para comer y manteniéndolo contra viento y
marea? Esta es una causa a la que cualquier libertario podría
responder.
Algo similar pasar con la situación de la escuela. Encontrad a alguien
que se rebele contra las leyes de la educación pública y tendréis un
rebelde realmente valioso. Encontrar alguien que sólo lanza diatribas
a favor de conseguir más progresistas o más conservadores en el
consejo escolar y tendréis un hombre políticamente orientado y
pasado de moda: un rebelde de plastilina. O, en los barrios negros,
encontrad al fontanero que se burle de las licencias y certificados
restrictivos en el municipio y habréis encontrado un luchador por la
libertad de mucho mayor calado que el que rompe las ventanas.
Poder y autoridad como sustitutivos del rendimiento y el
pensamiento racional son los fantasmas que persiguen hoy al mundo.
Son los fantasmas de sorpresas y supersticiones del ayer. Y la política
es su familia. La política, lo largo del tiempo, ha sido una negación
institucionalizada de la capacidad del hombre de sobrevivir a través
del empleo exclusivo de todos sus propios poderes para su propio
bienestar. Y la política, a lo largo del tiempo, ha existido solamente a
través de los recursos que ha sido capaz de saquear a las personas
creativas y productivas a las que, en nombre de muchas causas y

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moralidades, ha negado el empleo exclusivo de todos sus propios
poderes para su propio bienestar.
En último término, esto debe significar que la política niega la
naturaleza racional del hombre. En último término, esto significa que
la política es sólo otra forma de magia residual en nuestra cultura, una
creencia en que de alguna manera las cosas vienen de la nada, en que
las cosas pueden darse a alguien sin tomarlas antes de otros, en que
todas las herramientas de supervivencia del hombre son suyas por
accidente o derecho divino y no por pura y simple inventiva y trabajo.
La política ha sido siempre a la forma institucionalizada y establecida
por la que algunos hombres han ejercitado el poder de vivir de la
producción de otros. Pero los hombres necesitan vivir devorando a
otros hombres ni siquiera en un mundo dócil a estas demandas.
La política sí devora hombres. Un mundo de laissez-faire liberaría a
los hombres. Y es en este tipo de liberación en el que podría estar
empezando a agitarse la revolución más profunda de todas. No se
producirá de la noche a la mañana, igual que las luces del racionalismo
no se encendieron rápidamente y todavía no han ardido
brillantemente. Pero ocurrirá, porque debe ocurrir. El hombre sólo
puede sobrevivir en un universo inclemente a través del uso de su
mente. Sus dedos, sus uñas, sus músculos y su misticismo no serán
suficientes para mantenerlo vivo sin ella.

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“Este no es un tiempo de políticas radicales y
revolucionarias. Todavía no. A pesar de las algaradas,
la disidencia y el caos, la política actual es reaccionaria.
Tanto la izquierda como la derecha son reaccionarias
y autoritarias. Es decir, ambas son políticas. Sólo
buscan revisar los métodos actuales de adquirir y
mantener el poder político. Los movimientos radicales
y revolucionarios no buscan revisar, sino revocar. El
objetivo de la revocación debería ser evidente. El
objetivo es la propia política”.
De esta brillante manera comienza el artículo de Karl
Hess, publicado en 1969 y que causó polémica en
todos los círculos políticos de los Estados Unidos.

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