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Conservar es hacer patria: (La derecha y el conservadurismo mexicano en el

siglo XX).
1 ABRIL, 1983.
Soledad Loaeza ( ).

Dentro de la imaginería política mexicana la derecha es una nebulosa en la que se


entremezclan toda suerte de males: contrarrevolucionarios emboscados, nostálgicos del
porfiriato, empresarios, católicos militantes, el eje Vaticano-Washington,
fantasmagóricos coroneles golpistas, amas de casa irritadas por la inflación, campesinos
fanáticos, poblanos, regiomontanos, provocadores disfrazados de comunistas y de
columnistas y otras quimeras. Sabemos que está ahí pero no sabemos bien a bien qué
es ni cómo es. Dos razones podrían explicar nuestra ignorancia: la primera va a dar a la
naturaleza del régimen político mexicano, la segunda a las características propias de la
derecha como fenómeno general.

REACCIÓN ERES TÚ.

La oposición convencional entre la izquierda y la derecha nació en la primera república


francesa cuando en la Asamblea los defensores de la reforma y de la igualdad sociales
se sentaban a la izquierda mientras que los aristócratas y los conservadores lo hacían a
la derecha. De entonces a la fecha esta distinción ha ido ganando en ambigüedad y las
diferencias ideológicas ya no se resuelven en simples dicotomías entre conservación y
cambio, tradición y revolución, dictadura y democracia. Sobre todo después de 1945, la
diversidad de las dinámicas políticas se ha expresado en movimientos, en
organizaciones y en tendencias que concilian dimensiones de dominación política que el
esquema clásico haría impensables: revoluciones tradicionalistas como la de Jomeini,
democracias dirigidas, populismos autoritarios o el reformismo eurocomunista son sólo
algunos de los casos que desafían los esquemas unidimensionales. Ahora, cuando se
trata de categorizar ideológicamente a los regímenes políticos, nos encontramos no en
una situación similar a cuando queremos introducir fichas cuadradas en espacios
redondos. El único acuerdo que actualmente prevalece es que las etiquetas ideológicas
clásicas se desmoronan y que este tipo de clasificaciones parece cada vez más cuestión
de opiniones y de gustos que de hechos y definiciones.

Aunque las nuevas formas que ha adquirido la política no se ajustan al modelo


tradicional izquierda-derecha, esto de ningún modo significa que hayan desaparecido
esas contradicciones. Lo que parece haber sucedido es que la sustancia de un régimen
se define más por las formas de ejercicio del poder y de organización de la participación
que por los objetivos de largo plazo que se propone, de suerte que las categorizaciones
democracia-autoritarismo- totalitarismo se sobreponen a la de izquierda-derecha. Aun
así ésta se sigue utilizando para calificar la naturaleza esencial de los regímenes
políticos. Entre la izquierda y la derecha la gran contradicción sigue siendo la oposición
en la escala de prioridades políticas entre la sociedad y el individuo.

Ernest Nolte afirma que el origen de la derecha es siempre el desafío de la izquierda (1)
y con ello nos ofrece un punto de partida válido para identificar sus valores esenciales:
el individualismo, la defensa de la propiedad privada y de la libre empresa -la base del
1
individualismo posesivo-, el mantenimiento de estructuras verticales de autoridad y el
nacionalismo. De éstos los tres primeros son indiscutibles, mientras que los dos últimos
no son de ninguna manera una exclusiva de la derecha. El socialismo real ha
demostrado que el monolitismo del poder y la verticalidad de las relaciones de
autoridad pueden sustentarse en un aparato ideológico de izquierda. En 1955 Simone
de Beauvoir festejaba la muerte de la derecha con estas palabras: “La verdad es una y
el error múltiple. No es un azar el que la derecha profese el pluralismo”.(2)

Históricamente la derecha nació vinculada con las doctrinas nacionalistas. Esta


asociación se diluyó cuando el proceso de descolonización y las luchas de liberación
nacional adquirieron tonos marcadamente antiimperialistas y anticapitalistas. Hasta
1945 los gobiernos norteamericanos apoyaron los movimientos de independencia en las
antiguas colonias europeas, pero después de esa fecha empezaron a considerarlos
como el peligroso vehículo de la influencia soviética y, en general, de una radicalización
de izquierda. No obstante, la calidad intrínseca de los nacionalismos los contrapone a
los principios del internacionalismo proletario y de la solidaridad de clase que sustenta
la izquierda. La elevación del mito de la nación a objetivo central de la colectividad ha
conducido en más de un caso al exclusivismo ideológico y a prácticas antidemocráticas
frente a todo lo que puede percibirse como un obstáculo a la unidad nacional: partidos
o clases. El nacionalismo puede así aportar una justificación moral a la concentración
del poder en manos de una élite porque, se dice, la nación es una e indivisible y su
interés está por encima de cualquier interés de grupo.

Cuando afirmamos que la derecha surge siempre como una respuesta, esto implica un
carácter defensivo. En situaciones críticas asume, sin embargo, estrategias de ataque.
Adquiere entonces dimensiones de tal magnitud que la derecha pierde el aspecto de
mera reacción y desarrolla una cierta autonomía que se expresa en proyectos políticos
aparentemente constructivos. A pesar de un lenguaje a veces optimista, la derecha se
apoya en un pesimismo esencial respecto al hombre y a la sociedad y despliega un gran
atractivo en situaciones de decadencia. En 1937. André Malraux, escribía: “Todo aquél
que sea un activista y al mismo tiempo un pesimista es o será un fascista”.(3)

Sólo cuando se radicaliza, la derecha busca organizarse doctrinal y estructuralmente, en


vista de que su individualismo esencial la orienta en sentido contrario. Esto conduce a
una precisión en lo que se refiere a actitudes profundas frente a la actividad política,
mismas que tienden a imponerse en situaciones de estabilidad y a traducirse en
conservadurismo.

El filósofo francés Alain escribió alguna vez: “Cuando me preguntan si aún tiene sentido
la distinción entre partidos de izquierda y de derecha, entre hombres de izquierda y de
derecha, lo primero que se me ocurre es que quien me lo pregunta no es ciertamente
de izquierda”.(4) En general la derecha rehúye el tipo de organización que en cambio la
izquierda percibe como esencial. Actitudes típicas de la derecha son el rechazo de las
ideologías y de los conflictos sociales, y el repudio desde posiciones moralistas y
eficientistas de la política. En sus derivaciones más desmesuradas esta postura lleva al
antiintelectualismo, al irracionalismo y al antiparlamentarismo. La despolitización es un
tema fundamental de la derecha tanto cuando es promovida desde arriba como cuando
sustenta en la sociedad actitudes de indiferencia o de repugnancia frente a lo que
condena como componendas y corruptelas del poder.

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POSEER Y DISTRIBUIR.

En México la derecha sigue siendo en buena medida una abstracción en la que se


confunden los antis oficiales: antirrevolución, antinación, antidemocracia. Sin duda la
revolución provocó una reacción conservadora y en el curso de la historia política
contemporánea han aparecido grupos y movimientos con ese signo; pero en México la
derecha nunca ha alcanzado el grado de coherencia estructural y doctrinaria que ha
logrado en otros países. Para el caso mexicano vale la afirmación de Nolte: la derecha
surge sólo cuando recibe el estímulo de la izquierda. Sólo en momentos en que se
percibía un avance o un fortalecimiento de la izquierda, se ha dado la aparición de
organizaciones de derecha y de movilizaciones independientes del Estado identificadas
con ellas. En el caso concreto mexicano esta percepción ha obedecido más a una
ampliación del intervencionismo estatal y, por lo mismo, al fortalecimiento de su
presencia social que desarrolló de un modo independiente a los partidos marxistas o
socialistas. El movimiento social que encarnó la lucha de los cristeros fue sobre todo
una reacción violenta y radical en contra de un Estado empeñado en dirigir el cambio.
Durante el cardenismo y bajo la lejana influencia de la extrema derecha europea, se
formaron grupos de activistas ferozmente anticomunistas; los devaneos progresistas de
López Mateos reactivaron este tipo de oposición en sectores religiosos y laicos; más
recientemente, la recuperación que hizo el gobierno echeverrista del discurso populista
de la revolución mexicana provocó el desperezamiento político de fuerzas sociales que
hasta 1970 habían juzgado innecesaria la participación organizada.

En el espectro político mexicano el debate en torno al papel del Estado ha ido


generando la formación de dos grandes familias ideológicas que, dentro del proyecto
modernizador del Estado, reflejan la inconfortable convivencia de la tradición liberal y
del populismo revolucionario. La defensa del individuo, de la libre empresa y de la
propiedad privada parecen cada vez más irreconciliables con el autoritarismo
redistributivo que es la esencia popular y revolucionaria del régimen; para unos el
Estado es un mal necesario y para otros un esencial actor político y social. Una
categorización analítica de la contradicción entre la izquierda y la derecha en los
términos en que se ha dado en México se traduce en la oposición entre el
individualismo posesivo(5) y el autoritarismo redistributivo.(6)

El individualismo posesivo es el fundamento de la democracia liberal del siglo XX, pero


en México adquiere las dimensiones de un conservadurismo antipopular cuyas
consecuencias son esencialmente antidemocráticas. Aquí resulta imprescindible señalar
la confusión que nace de los múltiples sentidos que tiene la noción de democracia.
Ateniéndonos al más general, democracia es participación: participación en la definición
de los objetivos de la sociedad, en la de los mecanismos que se eligen para alcanzar
esos objetivos y en la elección de sus dirigentes; y participación también en los
beneficios que trae el desarrollo de la sociedad. Dentro de la tradición del autoritarismo
mexicano, la intervención del Estado en la esfera social ha sido vista como condición de
democracia en la medida en que las funciones de regulación del conflicto social se han
traducido en políticas proteccionistas de los intereses populares, cuyo objetivo ha sido
democratizar algunos de los beneficios del desarrollo asegurándole a estos grupos un
margen -estrecho- de participación en el bienestar general. Este es el sentido
democrático del estatismo mexicano. Sin embargo, hasta ahora el intervencionismo
estatal que instrumenta esta función redistributiva se ha sustentado en un autoritarismo

3
antidemocrático que restringe la participación en lo que se refiere a la lucha política. La
reivindicación de este derecho esencial reviste de colores democráticos el antiestatismo
que manifiestan diferentes grupos sociales y políticos. La contradicción central en la
lucha por la democracia en México reside en que en una sociedad tan profundamente
desequilibrada como la nuestra el triunfo del presupuesto egoísta de que la libertad
individual es inalienable (“El individuo es el único dueño de su persona y de sus
capacidades y nada le debe a la sociedad”), perpetuaría la desigualdad económica para
agudizar la desigualdad política. En ese sentido la lucha por la democracia parece seguir
una lógica interna desgarrada donde en la defensa frente al autoritarismo se enfrentan
el individuo y la sociedad.

UNA TRADICIÓN CLANDESTINA.

Si bien ha sido coyuntural la aparición de la derecha mexicana como fuerza política


organizada, el potencial que ha demostrado tener manifiesta la presencia de un
importante sustrato conservador en la sociedad mexicana. La derecha cristaliza -y en
ocasiones distorsiona hasta la desnaturalización- el conservadurismo del cuadro de
actitudes dominante. Entre la derecha y el conservadurismo media la misma distancia
que entre el activismo y la pasividad.

La derecha en México es una tradición clandestina. El repudio oficial de que ha sido


objeto enmascara la presencia en la sociedad del conservadurismo y el uso de los
valores tradicionales como mecanismos de control social. Peor aún, en la medida en
que el discurso del poder la ha estigmatizado como el enemigo del pueblo, marcada
como está por el desprestigio moral que en un país como el nuestro suponen posturas
antisociales y antipopulares, nos encontramos con una derecha que no se atreve a decir
su nombre y que sobrevive, rozagante, en la ilegitimidad discursiva.

¿Qué significa, en México, ser de derecha? Hay un paradigma universalmente aceptado


de que esta corriente ideológica ha permanecido idéntica a sí misma a través de la
historia: contrarrevolucionaria y aristocratizante, la reacción ha sido consistentemente
denunciada como un fenómeno unidimensional, como una línea continua en la que se
inscriben el partido conservador de Miramón y Mejía y el Partido Acción Nacional,
partido de empresarios. En su libro sobre la reacción mexicana, Gastón García Cantú
llega incluso a afirmar que las tesis de la reacción son siempre las mismas y que lo
único que cambia son los procedimientos. Desde luego, en México existe una tradición
conservadora, pero eso nos remite más a permanencias y a continuidades culturales
que a una ideología política -ya no digamos a una organización partidista. Las
derivaciones implícitas en este primer aspecto del paradigma oficial van desde el
antinacionalismo que recurre a un príncipe extranjero hasta el clericalismo
ultramontano – igualmente antipatriótico- y la subversión antirrepublicana.

Un segundo aspecto del paradigma de la derecha mexicana adquirió mucha fuerza


después de la terrible experiencia chilena en 1973, sobre todo, pero ya desde el golpe
militar de 1964 en Brasil, y ante la dureza diazordacista. al fantasma de la derecha
mexicana se le atribuía una creciente empatía con este tipo de soluciones.

Confrontado con la realidad, este paradigma resulta muy restrictivo. Primero, porque
nos habla de una derecha que se define sólo a partir de lo que se consideran los rasgos

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positivos del régimen: si éste es democrático entonces la derecha es antidemocrática, si
el régimen es nacionalista entonces la derecha es antinacionalista. Es decir: más que
definir, el paradigma califica, y más que explicar, confunde, porque reduce y simplifica
el conservadurismo mexicano a una alegoría: “Los enemigos tradicionales de la Patria”.
Además, al hacer de Acción Nacional partido de clérigos y empresarios se nos dice el
único rostro conocido (con los rasgos que el PRI le ha impuesto) de la derecha
mexicana, le atribuye valores que no sólo le son ajenos sino que repugnan a su
tradición liberal y parlamentaria. Por lo demás este paradigma también es restrictivo en
cuanto al contenido que le atribuye a la noción de derecha.

TODOS LOS CAMINOS SALEN DE ROMA.

Desde una perspectiva más amplia y en una lectura detenida de nuestra historia
contemporánea, pueden establecerse medidores distintos de los que nos ofrece la
versión oficial de la historia y de la realidad política para evaluar críticamente el
paradigma convencional de la derecha mexicana. La prevalencia de este paradigma
-para no llamarlo lugar común- ha servido para justificar el reformismo del régimen y
las alianzas políticas disparatadas, cuando no el inmovilismo y la delegación de toda
iniciativa en manos del grupo en el poder. El principio ya casi axiomático de “el status
quo o el fascismo” revela tanto la conciencia de las potencialidades autoritarias del
régimen como de la existencia de tendencias antidemocráticas en el seno de la
sociedad. De un modo contradictorio, el temor que esto inspira ha sido una de las
coartadas centrales de la monopolización del poder. En 1957, Lázaro Cárdenas decía:
“Hemos tenido que orientar el voto para evitar el triunfo de la reacción” .(7)

Poniendo en el centro la noción del individualismo posesivo (al que definimos como la
base del conservadurismo mexicano del siglo XX), esta familia ideológica adquiere una
fisonomía peculiar. La primera pregunta que hay que plantearse es si la derecha en
México es una. A pesar de las visiones monolíticas de la reacción mexicana, la mera
intuición sociológica y la historia responden negativamente. En México la oposición
individualista al autoritarismo redistributivo se ha articulado en diferentes medios
sociales y políticos. Si bien es cierto que el individualismo posesivo constituye un punto
de convergencia de la oposición conservadora en México, en esa familia encontramos
un mosaico de grupos cuyas alianzas han sido frágiles o imposibles. Sólo cuando el
autoritarismo gubernamental se ha erigido en el victimario común, ha llegado a crearse
un frente de intereses; pero en general impera la fragmentación. En buena medida este
fenómeno se explica también por las características generales de una sociedad
desarticulada cuya capacidad de agregación es muy pobre frente a un sistema político
comparativamente más integrado y con mayor grado de coherencia.

Después de 1910 el conservadurismo mexicano siguió una trayectoria cuyos perfiles


han ido definiéndose al ritmo de un proceso más o menos acelerado de pluralización
social que, sin embargo, no se ha traducido en pluralismo político. La Iglesia fue el
primer portavoz articulado de la oposición individualista a la injerencia del Estado en la
vida social. Ante los nuevos ordenamientos legales que en materia educativa y religiosa
estableció la constitución de 1917, la Iglesia y la militancia católica volvieron los ojos a
la tradición del liberalismo mexicano, hasta entonces el adversario político y cultural
declarado, para señalar las inconsistencias de un proyecto que se quería heredero de la
constitución de 1857 y reivindicador de las libertades del individuo. Las nuevas

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atribuciones de intervención en la esfera social que adquirió entonces el Estado
empujaron a los defensores de la tradición a acogerse a una tradición que les había
repugnado, y la libertad de enseñanza que durante el siglo XIX había sido la cabeza de
turco de la oposición de la Iglesia al liberalismo, se convirtió después de 1917 en la
bandera de su lucha contra el Estado.

Desarrollos políticos posteriores fueron imprimiendo a esta oposición los rasgos de la


democracia liberal, aunque hasta hace relativamente poco, para muchos sectores del
clero mexicano el liberalismo seguía siendo uno de los peores males que habían
azotado a la sociedad mexicana. El carácter autoritario del régimen orientó la evolución
de la oposición de la Iglesia de tal manera que su participación política puede
presentarse como una intermediación entre el individuo y el Estado. Desde esta
perspectiva la Iglesia puede reclamar para sí una tradición antiestatista (y, en ese
sentido, de defensa de la de democracia política), en la medida en que ha mantenido
una consistente defensa de la participación independiente, aunque en términos
estrictos sigue siendo profundamente contraria al autoritarismo redistributivo que es la
esencia popular y revolucionaria del régimen.

La importancia de la Iglesia como articuladora de este tipo de oposición reside también


en la vigencia del catolicismo, no como práctica religiosa sino como referencia cultural
común al 90 por ciento de los mexicanos, que le brinda una legitimidad cuyo potencial
político puede ser muy amplio.

CON EL PAN HEMOS TOPADO.

La resistencia a una ampliación del intervencionismo estatal en México, que también se


expresa como dirigismo político, perfiló la oposición vasconcelista. En 1929 las
reivindicaciones democráticas de defensa del voto y de limpieza de los procesos
electorales no iban acompañadas ni de clericalismo ni de remanentes del porfiriato, ni
menos aún proponían la implantación de una dominación extranjera. Sus postulados
apuntaban al rescate del principio maderista de respeto a la participación independiente
frente a la monopolización del poder que operaba el proyecto político del general Calles.

Diez años después se fundó Acción Nacional, en primer lugar como un intento de
recuperar el entusiasmo cívico que Vasconcelos supo despertar entre sectores de la
clase media urbana frente a la cerrazón de la élite revolucionaria. Las posiciones
gomezmorinistas tas originales coincidían estrechamente con las de los vasconcelistas:
el individualismo democrático, el antiautoritarismo, la crítica moralista de la política, el
repudio de los políticos profesionales -de hecho, salvo contadas excepciones, los
militantes panistas mantienen una tradición de políticos de medio tiempo-; la
reivindicación de la vía parlamentaria, la repugnancia frente a los métodos violentos y
frente al militarismo. Esta corriente del conservadurismo mexicano ha mantenido una
crítica consistente de los métodos coercitivos del poder y del control del Estado sobre
los sindicatos y sobre las organizaciones de campesinos.

Para entender esta expresión partidista de la oposición individualista es necesario hacer


algunas precisiones sobre su origen. Contrariamente a las creencias más generalizadas,
el PAN no nació como el brazo laico de acción política de la Iglesia. El proyecto original,
marcado por la reacción anticardenista, más bien concebía al partido como un grupo de

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presión que aglutinara y canalizara las demandas políticas de la iniciativa privada: es
decir empresarios de cualquier talla, profesionistas liberales, pequeños propietarios y en
fin “todo aquel cuyos ingresos no dependen del Estado”. De un modo eficaz, el
revisionismo avilacamachista le restó posibilidades de desarrollo a esta alternativa en la
medida en que la evolución ulterior del régimen hizo innecesario el recurso de los
empresarios a un partido político independiente. Además, el mismo grupo en el poder
se fue inclinando cada vez más hacia el individualismo posesivo al tiempo que el
autoritarismo le restaba credibilidad a la oposición partidista, para no mencionar el
desprestigio que sufrió universalmente el conservadurismo como resultado de su
asociación con el fascismo y el nacionalsocialismo en Europa. 

Los lazos de Acción Nacional con la derecha religiosa se desarrollaron como sustituto
del apoyo que inicialmente se esperaba de los empresarios. El individualismo esencial
del partido permitió la incorporación del personalismo cristiano de Jacques Maritain:
este fue el fundamento de un desarrollo doctrinal ulterior que abrió la puerta a un
número importante de católicos militantes hostiles al intervencionismo estatal. Sin
embargo, entre Acción Nacional y las organizaciones cívicas dependientes de la Iglesia
nunca han existido lazos orgánicos; al igual que con algunas organizaciones
empresariales, sus relaciones se han establecido a través de la membresía múltiple de
sus asociados.

Las efímeras alianzas entre el PAN y la extrema derecha han sido incómodas, cuando
han sido. Hay una enorme distancia entre el partido que fue de Gómez Morín y la Unión
Nacional Sinarquista. La intolerancia religiosa de este movimiento, el ultra
tradicionalismo que representa, su estructura interna, su base popular y la tentación
siempre presente del extraparlamentarismo son elementos que cavan una brecha
insalvable entre ambas organizaciones. En cuanto a un sector de la extrema derecha
laica, la actitud de principio del PAN siempre ha sido de inmensa distancia: los Camisas
Doradas de la oposición callista a Cárdenas, el partido anticomunista de Prieto Laurens
o el Frente Cívico Mexicano de Afirmación Revolucionaria eran organizaciones
antitéticas a la tradición panista; entre otros motivos por su calidad de prolongaciones o
desprendimientos radicales de la élite priísta. En cambio, acontecimientos recientes
apuntan en el sentido de que otro sector de la derecha laica, representado por
diferentes grupos empresariales, podría encauzarse a través del PAN. La principal
ventaja de una evolución en ese sentido sería que el peso de la tradición del partido
contribuyera a socializar a los empresarios más recalcitrantes en las prácticas
parlamentarias; en cierta forma esto representaría el triunfo del proyecto inicial de
Gómez Morín. Sin embargo, existe un problema grave: los empresarios depredadores
de 1983 no son el gremio incipiente de los cuarentas, y llegarían a un partido que ha
sufrido crisis y cambios doctrinales básicos; se trata de un accidentado proceso de
modernización que iniciaron los infidentes de la tradición del partido de cuadros con
que soñaba Gómez Morín. En este sentido, más que un partido para enmarcar la acción
política de los empresarios, el PAN sería un instrumento en sus manos y nada más.

En México la defensa del individualismo posesivo se ha concentrado en ciertos temas


que a su vez, en determinadas coyunturas, han articulado limitadas movilizaciones
políticas. A partir de la defensa de la propiedad privada y de las libertades individuales
se generan posiciones y preocupaciones políticas prioritarias, y en estos términos se
identifica, de entrada, a esta familia ideológica. Por ejemplo, el mantenimiento de orden

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interno y de la paz social es a sus ojos una prioridad frente a las demandas de libertad
política; el libre juego de la oferta y la demanda es prioritaria frente a la satisfacción de
las reivindicaciones económicas populares; el contenido de la educación le es más
importante que la mera expansión del sistema educativo. A partir del objetivo
universalmente aceptado que es la democracia, la izquierda y la derecha mantienen
concepciones diferentes en cuanto al sentido fundamental de los instrumentos para
alcanzarla: la participación, la educación, el alcance y el ámbito de acción de los
agentes sociales. Mientras que para la derecha la participación debe ser ejercida antes
que nada para frenar las tendencias intervencionistas del Estado, para la izquierda la
participación debe expresar la identificación entre el Estado y la sociedad. Mientras que
para unos la educación es sobre todo un agente de transmisión de la tradición y en
consecuencia de conversación social, para otros es un agente de cambio y de
flexibilidad. Mientras que el antiestatismo de unos es la defensa del individuo frente al
Estado, frente a cualquier tipo de Estado, el de otros es la defensa de la sociedad frente
al Estado autoritario o, si se quiere, priísta. En la cultura política del individualismo
posesivo mexicano los valores de la familia, la disciplina social ligada a las enseñanzas
de la Iglesia católica, la autoridad, el orden y las jerarquías ocupan un lugar
determinate.

Del mismo modo, la derecha concibe el nacionalismo de un modo distinto al de la


izquierda. A pesar de los lugares comunes al respecto, del individualismo no se sigue
necesariamente el antinacionalismo; la ruptura aparece en la oposición entre la nación
histórica y la nación política. Tal vez sea éste el único rasgo de continuidad que
podemos detectar entre el conservadurismo mexicano del siglo XIX y el del siglo XX. El
nacionalismo de la oposición conservadora actual se niega por principio a identificar a la
nación con un Estado en particular, y ya no digamos con el sistema político.
Contrariamente a lo que propone la izquierda o el grupo en el poder, para los
conservadores del siglo XX la identidad nacional no se da alrededor de un proyecto
político específico, sino que está por encima de las veleidades partidistas. No es, en
consecuencia, necesariamente hispanófilo y por tradición es más bien
antinorteamericano. Aunque a este respecto la oposición democracia/comunismo que
encarna el enfrentamiento Washington/Moscú, ha revestido a sus ojos de una cierta
decencia nacionalista las posturas de acercamiento con Estados Unidos.

Los núcleos hispanistas que persisten en México son apenas curiosidades anacrónicas o
producto del esencial catolicismo sinarquista que rechaza la idolatría y las costumbres
indígenas como antecedente legítimo de la nacionalidad. Desde esta perspectiva cobra
su verdadero significado la expropiación de la historia nacional que ha hecho el grupo
en el poder y las indignadas protestas, desde la izquierda y desde la derecha, de
quienes rechazan la equivalencia del PRI con la nación; equivalencia que pasa por el
Estado autoritario y cuya lógica hace de toda oposición antipriísta una medida de
antipatriotismo.

El individualismo posesivo en México permite comprender las etiquetas de democracia


con que las organizaciones empresariales han querido identificar su acción, que ha
superado con mucho la defensa de los intereses gremiales. Desde su aparición los
organismos de articulación política de los empresarios han planteado sus objetivos en
términos de la defensa de la libertad individual frente al “insaciable” intervencionismo
estatal. Pudiera parecer paradójico que Frankenstein se vuelva contra su hacedor; sin

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embargo la empresa privada es antiestatista por naturaleza, y en este caso los instintos
de clase ciegan al discernimiento político de algún modo. En efecto, el intervencionismo
estatal ha sido defendido por el mediano y pequeño empresario, siempre y cuando se
ajusta a sus propias necesidades y como defensa frente al gran capital; esta posición se
apoya en el presupuesto de que el Estado debe retirarse una vez que ha creado los
condiciones para el robusto desarrollo de la empresa privada. Mientras el autoritarismo
redistributivo le asigna a la iniciativa privada una función supletoria, el empresario
mexicano le concede al Estado un papel subsidiario de sus intereses.

En el seno del empresariado la variable religiosa interviene más como elemento de


diferenciación que como factor de aglutinación. La doctrina social de la Iglesia ha
inspirado la organización de algunos sectores en su interior; según sus principios, al
Estado le corresponde el papel de moderador de los conflictos sociales y políticos,
función que supone un cierto grado de intervencionismo; pero esta doctrina nunca ha
sido aceptada por los empresarios y contrasta con el liberalismo a ultranza y
radicalmente antiestatista que mantienen algunos de ellos.(8) El Estado ideal que
imaginan los empresarios ha sido definido recientemente por uno de sus dirigentes
nacionales: “Lo que debemos tener es un gobierno fuerte, pero esto no significa tenerlo
grande. Lo fuerte es cualitativo y lo grande cuantitativo”.(9) Esta concepción constituye
un punto de convergencia para esta familia ideológica. Todo lo democrático y liberal
que se quiera el individualismo posesivo, en un país como México acaba tocando a las
puertas del autoritarismo en cuanto al mantenimiento del orden se refiere: cuando el
Estado interviene ha de hacerlo para controlar las tendencias disruptivas de la sociedad
y no para alterar el ritmo “natural” de las cosas, como si las políticas redistributivas no
fueran también, y con mucho, mecanismos de control social y político.

EL ASALTO DEL ESTADO.

La legitimidad histórica del sistema político mexicano condena a la derecha a la


oposición, haciéndola un enemigo secular. Cualquier sugerencia en el sentido de que
esa derecha ha accedido al poder no puede ser vista sino como un lugar común de la
ultraizquierda o como una provocación… de la derecha. Sin embargo, un número
importante de políticas y de posturas del gobierno y del partido oficial indican que tan
malévolo enemigo ha penetrado a las filas de la revolución. La sacralización de la
economía mixta y el horror al totalitarismo comunizante, cuyo germen algunos
descubren en el autoritarismo redistributivo, han fortalecido la presencia del
individualismo posesivo en el proyecto modernizador del Estado.

Después del paréntesis cardenista, el individualismo volvió por sus fueros como valor
político legítimo dentro de un régimen cada vez más deseoso de formar parte de los
países capitalistas desarrollados. Este fenómeno ha mantenido una tensión permanente
entre la vocación populista -a veces asumida, a veces ignorada y otras rechazada- del
Estado mexicano y las convicciones ideológicas de dirigentes políticos comprometidos
con la estabilidad. Esta tensión persiste también porque el poder se ha empeñado en
rehuir las definiciones ideológicas, “las geometrías políticas” y en aferrarse al símbolo
legitimador que es la revolución.

Es evidente que más de cincuenta años de estabilidad han hecho de la revolución un


mito.(10) Una revolución -que en sentido estricto significa ruptura- defensora de

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instituciones -cuyo rasgo primordial es la permanencia en el tiempo- es un
contrasentido que sin embargo se ha mantenido como la visión legítima que el poder
político en México tiene y transmite de sí mismo, sin sonrojo alguno, desde hace más
de medio siglo. El afán de mantener la palabra revolución dentro del lenguaje oficial no
se explica sólo en términos de la identificación del movimiento de 1910 con las
posiciones de la izquierda clásica y de la renovación del compromiso del sistema con las
clases populares. La palabra revolución contiene en sí misma un significado utópico;
habla de cambio y de progreso y es un símbolo de optimismo que convalida el presente
con vistas a un futuro siempre en vías de perfección democrática. La sacralización de la
palabra revolución responde también a una táctica tendiente a capturar el prestigio
moral de la izquierda y a monopolizar los temas populistas que otros movimientos
pudieran remover para poner en tela de juicio la fidelidad del sistema a su compromiso
original de justicia social.

Cuando el poder en México se identifica con la revolución pretende mantener viva la


esperanza de que todo puede cambiar, y al hacerlo la élite política busca ejercer con
exclusividad la seducción moral y estética del no conformismo y oficializarlo, de tal
manera que esta actitud parece reservada al poder. Al aferrarse a sus orígenes
revolucionarios el sistema reclama el prestigio que acompaña a sus objetivos
permanentes de democracia y justicia social para los mecanismos que utiliza en el
mantenimiento de la estructura de dominación. Dentro de la perspectiva oficial se opera
de hecho una asociación entre los valores sociales identificados con la izquierda con los
valores políticos más conservadores. Por un lado se reconoce la legitimidad de la lucha
de los trabajadores y de los campesinos para asegurar la satisfacción de sus demandas
y el respeto a sus derechos; pero por otro se pretende que deleguen toda acción e
iniciativa en ese sentido sobre el Estado o sobre los órganos políticos que dependen de
él, los cuales, por lo tanto, no ejercen una función instrumental sino graciosamente
vigilante y protectora de esos grupos.

Que durante más de cincuenta años México haya sido gobernado por un sólo partido
puede hacer pensar que monopolio es igual a monolitismo. Sin embargo las dos familias
ideológicas que hasta ahora sólo hemos situado a nivel de la sociedad mexicana
también se han hecho presentes en el seno de la élite política. A pesar de que ahí el
debate entre ambas ha podido percibirse casi exclusivamente en términos de
rivalidades entre camarillas, en algunos momentos ha cristalizado en proyectos
distintos. En 1952 el movimiento henriquista prefiguró esta dualidad que afloraría en las
discusiones sobre la sucesión presidencial de 1957. Entonces las facciones cardenistas y
alemanista del grupo en el poder intentaron alinearse alrededor de sendos programas
-el de la primera más articulado y preciso que el de la segunda- para promover cada
una su propio candidato, siempre dentro del partido oficial. En ese caso la contradicción
se expresó como una oposición entre unidad revolucionaria y unidad nacional. La
primera suponía renunciar al tipo de alianzas sociales y de compromisos políticos que
en 1940, bajo el lema de la segunda, había establecido el avilacamachismo. Esto es, la
unidad revolucionaria significaba la reposición de la alianza entre la élite gobernante y
las clases populares en el centro de las prioridades políticas, la exclusión de los grupos
conservadores (llámense estos alemanistas, empresarios, clases medias o Iglesia). Sin
embargo, acabaron imponiéndose la disciplina partidista y el temor a la ruptura y a la
previsible inestabilidad; de nuevo la unidad nacional acalló las posibilidades de la
unidad revolucionaria, sin anular del todo la presencia de esta dualidad.

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En 1970, para resolver la crisis política que heredó de su predecesor, en su discurso de
toma de protesta el candidato priísta Luis Echeverría rompió con la tradición
avilacamachista y se declaró partidario de las grandes mayorías y enemigo de las
“clases pudientes”: “A ellas no las tomamos en cuenta como beneficiarias del
desarrollo.”(11) En el discurso del poder la alianza popular tomaba precedencia sobre la
alianza nacional. Este pacto social, excluyente de un modo explícito aunque en muchos
aspectos sólo a nivel discursivo, fue flor de un día; los riesgos de desestabilización en
que incurrió la estridencia echeverriísta condujeron a que José López Portillo, el
presidente entrante en 1976, propusiera la restauración de la alianza nacional bajo el
lema “La solución somos todos”. Cuando en septiembre de 1982 la expropiación de la
banca provocó el enfrentamiento entre algunos de los grupos empresariales más
poderosos y el Estado, este último quiso recurrir una vez más a la alianza popular que
ahora pareció aún más carente de contenido que seis años antes. Los costos de la
alianza nacional para el amplio pacto social que la unidad revolucionaria propone de
principio, sólo ha agudizado las contradicciones -dentro del proyecto modernizador del
Estado- entre el individualismo posesivo y el autoritarismo redistributivo, este último
acosado por la acumulación capitalista y las demandas de ampliación de las vías de
participación política independiente. Estas son contradicciones que la pobre fórmula del
nacionalismo revolucionario no parece capaz de resolver.

La historia consignó los desprendimientos del general Almazán y de Ezequiel Padilla del
partido oficial como la derrota de las tendencias termidorianas que incuba toda
revolución. Pero en México el conservadurismo no sólo es cuestión de personalidades;
cuenta con el peso de la tradición, del ejercicio de la continuidad institucional y de la
inercia de una estructura de clases agresivamente elitista. Hasta ahora uno de los
efectos del autoritarismo en México ha sido oscurecer los matices y ahogar la
polarización en una zona gris de indefinición ideológica; esta polarización, sin embargo,
se mantiene latente en muchos niveles de la sociedad. El triunfo inequívoco de uno de
los dos polos sería una novedad que, como todas las novedades, más que una solución
acabada sería el origen de nuevas preguntas y escollos analíticos en el ruedo de las
indefiniciones.

Notas

(1) Ernst Nolte, “Germany” en Hans Rogger y Eugen Weber, The european right. A
historical profile. Berkeley, the University of California Press, 1966, pp. 261-307.

(2) Simone de Beauvoir, “La pensée de droite aujourd’hui” Les temps modernes, 10e
année, nos. 112, 113, pp. 1539-1575.

(3) Citado en: Eugen Weber “Introduction” en Rogger y Weber, op. cit., pp. 1-28, p.8.

(4) Citado en: Raymond Aron, L’opium des intellectuels, París, Calmann-Lévy, 1966,
p.15.

(5) C.B. Macpherson. The political theory of possessive individualism. Hobbes to Locke.
Londres, Oxford University Press,. 1962.

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(6) Esta oposición es un instrumento analítico que permite ordenar el debate izquierda
derecha en México. No supone, sin embargo, que los conflictos políticos y la lucha
partidista se hayan articulado en la realidad en estos términos.

(7) “Declaraciones de Lázaro Cárdenas en Baja California”, El Popular, 2 de abril de


1957, p. 1.

(8) Inclusive entre las organizaciones sindicales encontramos más de una que se acoge
a los principios del individualismo posesivo, y cuya veta conservadora reside en la
definición de objetivos exclusivamente económicos. El tradeunionismo no es en
términos estrictos igual al sindicalismo blanco, en la medida en que no está
necesariamente al servicio de los intereses patronales. El sindicalismo amarillo es
conservador en cuanto a que al circunscribirse a reivindicaciones económicas se
autolimita en sus posibilidades de acción política, lo cual constituye una garantía de
estabilidad que los patrones saben apreciar. Al desconocer la política como parte de los
intereses de clase de sus miembros, estos sindicatos muestran su filiación ideológica
profunda.

(9) “No es momento de choque entre sectores: Clouthier” Excélsior, 10 de enero de


1983, p. 20.

(10) Para el significado del mito “revolución”, ver el análisis que con respecto a la Unión
Soviética hace Aron, op. cit., pp. 46-77.

(11) Luis Echeverría “Toma de protesta como candidato a la presidencia de la


República” 9 de noviembre de 1969. Partido Revolucionario Institucional, Toma de
protesta de candidatos a la presidencia de la República. México, Colección Histórica del
Partido, 1976, p. 101.

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