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Revista Aion. Arborescencias del pensamiento No.

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El racismo de nuestro tiempo.


Consideraciones para su estudio y reflexión

Jorge Jared Platas Curiel


Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional Autónoma de México

En los últimos años hemos atestiguado el “resurgimiento” del racismo y la xenofobia


en distintos países del globo, así como su fortalecimiento y propagación entre
distintos sectores de la población dentro de una misma nación. Recientemente un
trágico acontecimiento local cimbró al mundo entero en medio de una crisis
sanitaria, inspirando a varios ciudadanos de distintas latitudes a volcarse hacia las
calles y las plazas públicas para clamar a una sola voz un grito de justicia. El
#BlackLivesMatter no sólo es una etiqueta de las redes sociales que marca el
trending topic del momento, es un grito que pone sobre el debate social, político e
internacional el tema del racismo en los Estados Unidos, pero que a la vez se
decodifica como un categoría que obliga a ver dentro de la propia nación y
sociedad, es decir, a una escala local, qué vidas son las que también importan.
La muerte de George Floyd, un ciudadano norteamericano, a manos de un
policía de la ciudad de Mineápolis, Minesota, ocurrida el 25 de mayo de 2020 volvió
a centrar en la discusión internacional el tema del racismo en los Estados Unidos de
Norteamérica, sobre todo porque a raíz de este acontecimiento miles de ciudadanos
norteamericanos, entre blancos, negros y latinos, unieron sus voces para clamar
justicia, libertad e igualdad en una nación marcada fuertemente por la discriminación
cultural, la segregación racial y la intolerancia.
Este acontecimiento generó en nuestro país, México, un debate “del que
nadie quiere hablar” por considerarlo tan innecesario como ilusorio dentro de
nuestras fronteras. Pero lo cierto es que en México existe el racismo, así como
también existe el clasismo, la xenofobia, el machismo, la misoginia, la homofobia y
la aporofobia por sólo mencionar algunos. Hablar del racismo en países como en
México resulta complejo, ya que su desarrollo ha estado acompañado de ciertos
prejuicios de la historia nacional, así como de toda una mitología política y social en
torno a lo mexicano y su origen.

El racismo. Una aproximación conceptual

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El racismo es tanto una ideología como una praxis. Es una forma de conciencia que
determina ciertos comportamientos, conductas, discursos y prácticas que de fondo
expresan una idea del mundo, un supuesto “mundo mejor” a partir del temor, el odio,
el desprecio y la exclusión violenta, incluso hasta la aniquilación total, del otro. El
racismo expresa la lucha por la afirmación de las “razas humanas”, razas que se
contraponen entre sí y de las cuales una de ellas se afirma como la superior y
verdadera.
Así lo expresa Christian Geulen en su Breve historia del racismo (2007):
El racismo no es otra cosa que una doctrina ≪doctrina≫ de las razas humanas, de
sus relaciones mutuas y con la humanidad como conjunto, de su carácter
particularizado, de su diferente valor y sobre todo de su eterna lucha [...] su tema
fundamental es la lucha por la afirmación, valoración, pervivencia y supremacía de
comunidades percibidas como ≪razas≫.

En cuanto ideología el racismo magnifica lo propio mientras desprecia y margina lo


ajeno; construye una imagen superior de sí mientras categoriza y trata como inferior
a lo otro. El racismo afirma la identidad mientras niega la otredad de lo diferente y
fundamenta su praxis en el supuesto extremista del orden, la pureza y la dignidad
de la raza superior, verdadera y dominante.
El racismo como doctrina opera bajo la lógica de lo propio y lo ajeno, lo
superior y lo inferior, la magnificación y el desprecio; por esta razón a lo largo de su
desarrollo histórico el racismo ha estado vinculado la mayoría de las veces a la
xenofobia, al desprecio de lo extranjero y lo diferente que debe ser repudiado,
excluído o aniquilado de la comunidad para mantener su pureza y originalidad.
Diversas teorías durante la modernidad han intentado justificar el racismo
como una praxis “natural” del desarrollo humano y civilizatorio, de tal manera que el
término “raza” adquiere su sentido biológico-cientificista hacia finales del siglo XVIII
como una categoría de orden y clasificación de la historia natural, humana y social a
través del extremismo y el esencialismo racial (Geulen, 2007; Foucault, 2000). Más
tarde, la idea de raza operó como un principio de orden político y social en la
conformación del Estado nacional moderno que aunado al desarrollo del
imperialismo y el colonialismo europeos, tanto la ideología como la praxis racista
encontraron sus formas de expansión y afirmación a través del globo como una
suerte de mandato civilizatorio y dignificación de las razas a través de la guerra, la
colonización, la explotación y la dominación étnica, cultural, nacional y racial.

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De esta forma el racismo se concibió como un proceso natural y no como una


práctica humana y social históricamente desarrollada, pues el imperativo civilizatorio
de la raza superior, según señala Geulen (2007), “disimulaba las relaciones de
poder con un panorama subnacional de jerarquía racial, en cuyo marco era propio
de la naturaleza de las naciones colonizadoras imponerse, y de las colonizadas ser
dominadas” (pág. 122). Durante los siglos XIX y XX el racismo como praxis fue uno
de los estandartes de la construcción de las soberanías nacionales tanto europeas
como las incipientes colonias independientes. Desde entonces, el racismo de
Estado (Foucault, 2000) articula una ideología y praxis del racismo como un
discurso del poder soberano que organiza, disciplina y normaliza al cuerpo social a
través del ejercicio de un poder, o mejor dicho de un biopoder, regularizador de la
vida humana y racial desde su reproduccion sexual y nacimiento hasta su muerte,
pasando por la organización y estructuración socialmente jerarquizada, normativa y
normalizada.
Para Foucault (2000) el racismo es un corte en el continuum biológico de la
especie humana que establece una cesura para legitimar un dominio biológico en el
que opera el biopoder soberano. Pero tan pronto como el racismo se interioriza en la
conciencia nacional y colectiva, pasa a cumplir una función social del biopoder, la de
establecer un mecanismo de vida/ muerte entre la raza superior y la raza inferior:
La raza, el racismo, son la condición que hace aceptable dar muerte en una
sociedad de normalización. Donde hay una sociedad de normalización,
donde existe un poder que es, al menos en toda su superficie y en primera
instancia, en primera línea un biopoder, pues bien, el racismo es
indispensable como condición para dar muerte a alguien, para poder dar
muerte a los otros. En la medida en que el Estado funciona en la modalidad
del biopoder, su función mortífera sólo puede ser asegurada por el racismo.
(Foucault, 2000, pág. 231-232).

En consecuencia, el racismo cobra su fuerza en la época moderna como un


principio articulador y organizador de la vida política y social de los Estados
nacionales y poco a poco se codifica de imágenes, símbolos, lenguajes, ceremonias
y prácticas que van llenando su significante como un operador de distinción entre lo
magnífico y lo despreciable, entre lo propio y lo ajeno. El racismo como fenómeno
histórico y como operador lógico-conceptual, según Geulen (2007), es un concepto
ambiguo y flexible que permita dotar de significado y sentido lo identitario de un
grupo o colectividad cuando su seguridad e integridad no parecen estar claramente

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definidas ni mucho menos garantizadas por la unidad e identidad de sus miembros.


De esta manera, el racismo no sólo apela a la “raza”, sino también a todo lo que ella
implica, como la cultura, la lengua, la religión y la cosmovisión que son
características del ser humano como ser simbólico, histórico y social.
En la actualidad el racismo se ha cifrado en una diversidad de expresiones y
prácticas en cuanto se ha adaptado a distintas regiones tanto a nivel local como
global; por ello conviene señalar que, siguiendo a Iturriaga (2016), “es mejor
suponer la existencia de múltiples racismos donde las visiones varían, se
transforman, reciclan y se adaptan a los diversos contextos” (pág. 40), pero siempre
bajo la lógica binaria de lo propio y lo ajeno, lo magnífico y lo despreciable, lo
superior y lo inferior como principios raciales ordenadores y estructurales de lo
social. Hoy en día vemos como un racismo de Estado, “un racismo que una
sociedad va a ejercer sobre sí misma, sobre sus propios elementos, sus propios
productos; un racismo interno, el de la purificación permanente” (Foucault, 2007,
pág. 66) se instaura como la ideología y praxis del imperativo racista de normalizar y
normar lo social.
Hacer visible lo “invisible”. El racismo en México
El racismo como fenómeno histórico y social ha estado presente en la conformación
nacional de nuestro país, aunque no de la misma manera como se desarrolló y
expresó en países como Estados Unidos con el advenimiento del esclavismo negro.
Por su parte, desde el México posrevolucionario, la antropología social mexicana
desarrolló un discurso hegemónico de la identidad nacional mexicana a partir de su
unidad racial, lingüística y cultural (Iturriaga, 2016). Así, México se concebía como
una nación homogénea definida por el mestizaje, pero no fue sino hasta la década
de los setenta cuando se anunció el carácter “etnocida” del Estado nacional
mexicano. Desde entonces, los estudios antropológicos, étnicos y sociales sobre el
indigenismo y el racismo en México fueron adquiriendo mayor fuerza y relevancia
hasta llegar al reconocimiento constitucional de nuestro país como una nación
pluricultural y multiétnica en 1992.
No obstante, este reconocimiento poco ha hecho eco en la conciencia
nacional y social sobre los efectos negativos del racismo en la vida cotidiana. El
racismo mexicano, en cuanto fenómeno histórico y social, ha estado dirigido
comúnmente hacia los pueblos y comunidades indígenas, pero en los días recientes

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hemos visto el interés por visibilizar a otros grupos víctimas del racismo y la
discriminación, tales como los pueblos afromexicanos o los migrantes
centroamericanos que hace unos años evidenciaron los prejuicios racistas y
xenófobos que arraigan en nuestro imaginario social y cultural.
Este hecho nos lleva a reflexionar sobre la manera en que la lógica del
racismo y la xenofobia opera en la sociedad mexicana, pues el temor de que
personajes extraños, desconocidos y “potencialmente peligrosos” se adentraran en
nuestra sociedad invocó discursos de odio y desprecio, así como argumentos al
más puro estilo gringo de que los centroamericanos, los migrantes, “nos van a robar
nuestros empleos”, “saquearán nuestros negocios y propiedades” o “traerán
violencia y delincuencia a nuestra sociedad”.
De esta manera, entre finales de 2018 y principios de 2019 migrantes procedentes de
Honduras, El Salvador, Guatemala, Haití, República Democrática del Congo, Angola y
Camerún emprendieron la marcha hacia “la Tierra prometida”, la “Tierra Blanca” de las
oportunidades, la prosperidad y el trabajo. Así, huyendo de la violencia y el crimen
organizado, el hambre, la pobreza y el desempleo miles de migrantes ー entre mujeres,
hombres, bebés en brazos, niñas y niños viajando en soledad y algunos en familia ー se
toparon con verdaderos muros de intolerancia, odio y desprecio cuya fuerza supera por lo
mucho cualquier muro de concreto y piedra.
El mexicano, despreciado y repudiado en el país vecino del norte, víctima del
racismo y la xenofobia, pasó a ser el victimario en su propio territorio. Y así, una vez
más vimos como la apelación a las ideas de la nación, la soberanía nacional, lo
propio frente a lo ajeno operaron como las nociones elementales para justificar el
desprecio a los extraños, a los “peligrosos” y a todas aquellas vidas humanas
residuales; vidas desperdiciadas —por citar a Zygmunt Buaman— del capitalismo
de mercado, de la corrupción política y económica y de los Estados fallidos y la
promesa incumplida de la modernidad, la libertad y la igualdad.
Pero este episodio es sólo uno más, quizá el más evidente por su naturaleza,
del fenómeno del racismo en nuestro país. Pues no se necesita recurrir a los que
vienen de fuera para exaltar el odio y el desprecio racista entre los mexicanos, ya
que en nuestro imaginario colectivo, así como en nuestras prácticas sociales
cotidianas, apelar a criterios raciales y culturales para justificar la exclusión, la

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discriminación, la descalificación y la desigualdad hacia determinados grupos resulta


ser más común, por no decir que “normal”, de lo quisiéramos admitir.
La sociedad mexicana es una sociedad racista y pigmentocrática, pues una
de las formas que el racismo ha adoptado en nuestro imaginario colectivo y en las
representaciones culturales, discursos e ideologías es que no ser “blanco” es, la
mayoría de las veces, sinónimo de pobreza y carencias, de analfabetismo e
ignorancia, criminalidad, flojera y otros tantos rasgos peyorativos que ensanchan la
brecha social de la igualdad, la inclusión y el respeto.
Así, la pigmentocracia desplazó a la meritocracia en un sistema social en que
ser blanco es sinónimo de movilidad social, ascenso laboral, riqueza económica y
patrimonial, así como de influencia, dirección y poder. La blanquitud, según señala
Bolívar Echeverría (2010), es una rasgo característico y condición esencial de la
modernidad capitalista como rasgo identitario-civilizatorio de un nuevo tipo de ser
humano, del “hombre moderno”. El racismo de la blanquitud opera en el ámbito
sociológico y cultural como representaciones de la modernidad civilizada,
distinguiendo aquellos individuos que alcanzan la libertad, la riqueza, el honor, el
éxito y la buena posición social gracias a su trabajo, esfuerzo y entrega al ethos
capitalista puritano-calvinista según como lo matizó Max Weber en su obra La ética
protestante y el espíritu del capitalismo.
La blanquitud, las imágenes de la blancura europea moderna, opera como la
categoría cultural y sociológica con la que ciframos, clasificamos y ordenamos
nuestra realidad social. El racismo de la blanquitud, junto con la pigmentocracia,
determina las posiciones sociales y sus jerarquías de poder y control, por ello es
que casi siempre, por no decir siempre, encontramos en nuestra sociedad mexicana
enormes diferencias y abismales distancias raciales y étnicas entre aquellos que
integran la masa popular (el pueblo), de aquellos quienes pertenecen a las esferas
de la élite y el poder. En su multidimensionalidad, el racismo mexicano se ha
revestido de tintes clasistas y aporofóbicos que promueven discursos y prácticas de
odio, exclusión y discriminación que a la vez legitiman las profundas desigualdades
sociales que fragmentan nuestra sociedad; en conjunto, esto ha dado lugar a un
nuevo tipo de racismo que se funde y refuerza con los símbolos sociales de la
pobreza, la desigualdad y la criminalización de las condiciones sociales e
individuales de los menos favorecidos..

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Un binomio perverso: racismo y desigualdad en México


En un estudio realizado en 2019 por la organización Oxfam México se expuso la
estrecha relación que guarda la desigualdad social y la pobreza con el racismo,
señalando que las características socioeconómicas de origen y las de origen étnico-
racial son dimensiones entrelazadas que legitiman una historia social y cultural de
privaciones, desventajas y desigualdades económico-sociales:
Desde la perspectiva del tiempo presente, la acumulación originaria de
desventajas se manifiesta en la asociación entre las características étnico-
raciales de las personas y sus condiciones socioeconómicas de origen.
Quienes hablan lenguas indígenas, se autoidentifican como indígenas y
afrodescendientes, o tienen tonos de piel más oscuros, suelen también
provenir de familias con mayores carencias sociales y de territorios con
menos niveles de desarrollo socioeconómico (Solis, et al, 2019, pág. 19).

De acuerdo con este estudio la racialización de las desigualdades sociales perpetúa


la desigualdad de derechos y oportunidades de los grupos que histórica y
socialmente han sido desaventajados y víctimas de la discriminación y la exclusión,
tales como los indígenas, los migrantes o los afrodescendientes quienes la mayoría
inician sus vidas en condiciones de desigualdad y precariedad como producto de la
acumulación originaria de privaciones y desigualdades y, por ende, están
condenados a ser víctimas de la discriminación y la exclusión sistémica legitimada
por toda una ideología y praxis racista que arraiga en el imaginario colectivo la
ilusión de perennidad del status quo.
Bajo estas consideraciones, Alice Krozer (2019) afirma que “la realidad es
que la pobreza tiene rostro moreno, mientras que la élite sigue viéndose blanca” y
es que aún cuando en al actualidad existen campañas y programas que promueven
valores como el respeto, la tolerancia, la inclusión y la pluralidad de distintos grupos
étnico-raciales; lo cierto es que en la superestructura de la sociedad, los discursos y
las ideologías dominantes aún se cifran bajo códigos y símbolos racistas, donde la
blanquitud es el criterio predominante para ordenar, clasificar y jerarquizar el orden
social del mismo modo que las características personales como el color de piel
“morena”, la lengua “indígena” o la cultura “tradicional” son predeterminantes
sociales y económicos de las desigualdades y exclusiones.
La relación entre racismo y desigualdad no es un binomio nuevo que vemos
aparecer en la escena social, pues así como ambos fenómenos han estado
presentes a lo largo de nuestra historia nacional, ambos han estado presentes en

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una suerte de círculo vicioso; un binomio perverso que hoy en día se hace visible
porque se denuncia, se expresa su perversidad y se lucha por reclamar justicia,
reconocimiento, inclusión, igualdad y respeto de los derechos de quienes han
sufrido la exclusión y criminalización racista.
En los últimos meses, el tema del racismo-desigualdad se ha matizado de un
tono político, colocándolo en la discusión pública y no sólo en el ámbito académico o
institucional. De la misma manera, diferentes voces se han sumado, ya sea negativa
o afirmativamente, a entablar una discusión abierta sobre el racismo y la
desigualdad. Vinculado con el clasismo, la cuestión de la racialización de las
desigualdades ha evidenciado toda una lógica de estructuras institucionales, como
la propia política y la economía, y prácticas sociales, como los discursos e
imaginarios colectivos, que arraigan a este fenómeno en las entrañas de lo social
como un problema de estatus, pertenencia y seguridad.
Como señalamos al inicio de este texto, el racismo opera bajo una lógica
binaria entre lo propio y lo ajeno, lo magnífico y lo despreciable a partir de la
construcción simbólica e histórica de grupos sociales específicos que no pertenecen
a “lo propio” del estatus del grupo dominante. En este sentido, la racialización de las
desigualdades separa aquellos que sí poseen riqueza de aquellos quienes la
carecen y bajo un panorama dicotómico de lo social, la élite blanca se preocupa por
mantener su estatus privilegiado al no “mezclarse” con la masa popular, con el
pueblo a través de la delimitación clara y concisas sus fronteras ideológicas,
culturales y prácticas.
Este “racismo de clase” se define como la ideología y praxis que identifica el
estatus y la posición social a partir de la racialización de la identidad individual y
colectiva, de modo que la pertenencia a una clase social está preconcebida y
configurada desde los rasgos étnico-raciales de la persona. El culto a la blanquitud,
su comportamiento, gusto, preferencias, lenguaje, vestimenta, códigos simbólicos,
ademanes, dieta, etcétera parece ser la norma social bajo la cual se define la
pertenencia a una clase social, la pertenencia al privilegio del elitismo blanco.
Para el racismo de clase no basta con poseer capital económico para
acceder a un estatus social, pues aunque la piel sea morena hay que blanquearla
simbólicamente. Hay que ejercer un trabajo político sobre el cuerpo, teñir el pelo,
ruborizar las mejillas y vestir como la gente blanca viste. Sólo así, y de cierta

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manera, se podrá salir de la estigmatización racial y clasista de estar condenado


socialmente a la desigualdad, la exclusión y la pobreza por el color de la raza.
Consideraciones finales
El racismo como fenómeno histórico y social ha operado desde su surgimiento en el
siglo XIX como una ideología y praxis política del Estado nacional como un
mecanismo homologador y normalizador de las sociedades occidentales modernas.
Siempre sujeto a las condiciones materiales, ideológicas y dominantes de la época,
el racismo se manifiesta como la expresión de una cosmovisión de lo humano y la
social bajo la proyección de una imagen del hombre y el mundo que busca
imponerse, ya sea por la dominación, el sometimiento, la explotación o la
aniquilación. Por ello el racismo es un principio articulador de lo social que opera
desde distintos estratos del poder y se diluye en las prácticas sociales de la vida
cotidiana determinando, modelando y orientando nuestra representaciones
socioculturales bajo las cuales ordenamos, clasificamos, percibimos, valoramos y
actuamos en torno a lo social.
En las líneas anteriores vimos la manera en la que el racismo se expresa
desde su lógica institucionalizada en la cultura moderna y civilizatoria. Asimismo,
reflexionamos sobre el fenómeno del racismo en México como un problema que se
expresa en múltiples dimensiones de la vida social y cultural de nuestro país, desde
la propia construcción nacional mestiza de un país “sin razas” hasta su mutación
como un problema que integra la desigualdad social y de clase como principio
explicativo, y en el peor de los casos justificativo, de la racialización de la pobreza y
la desigualdad. Si bien el racismo en México ha existido desde la instauración de la
Colonia con su respectivo sistema de castas, no es sino hasta hace algunos años
que diversas voces de académicos, especialistas y, sobre todo, de la ciudadanía y
sociedad civil se han hecho escuchar para manifestar que el problema del racismo
en nuestro país existe y es más grave y profundo de lo podríamos imaginar.
Como cualquier fenómeno histórico y social, el racismo no es estático ni
inmutable, no es sustancial ni inherente a la biología humana; el racismo es un
ejercicio del poder despótico y arbitrario de toda una estructura de relaciones
sociales, institucionales y sistémicas que son producto de la acción humana a través
del tiempo y la cultura. Combatir el racismo, sus prácticas, discursos e ideologías
desde las prácticas cotidianas es un ejercicio de conciencia crítica, social e histórica

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que implica asumir nuestro compromiso moral con el valor y la dignidad de la vida
humana en su universalidad. Hoy nuestro compromiso es con la libertad, la igualdad
y la dignidad de todas las personas, de todas las nacionalidades, de todas las
culturas y de todas las condiciones. Nuestro compromiso moral no es con ésta o
aquélla “raza”, es con la humanidad en general.

Referencias
Echeverría, B. (2010). Modernidad y blanquitud. México: Ediciones Era.
Foucault, M. (2007). Genealogía del racismo. La Plata: Altamira.
Foucault, M. (2000). Defender la sociedad. Buenos Aires: FCE.
Geulen. C. (2007). Breve historia del racismo. Madrid: Alianza Editorial.
Iturriaga, E. (2016). Las élites de la Ciudad Blanca. Discursos racistas sobre la
Otredad. México: UNAM.
Krozer, A. (2019, marzo 7). “Élites y racismo. El privilegio de ser blanco (en México),
o cómo un rico reconoce a otro rico”. Nexos. Economía y sociedad.
https://economia.nexos.com.mx/?p=2153
Solis, P., Güemez, B., y Lorenzo, V. (2019). Por mi raza hablará la desigualdad.
Efectos de las características étnico raciales en la desigualdad de
oportunidades en México. México: OXFAM.
https://www.oxfammexico.org/sites/default/files/Por%20mi%20raza
%20hablara%20la%20desigualdad_0.pdf

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