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Hannah Arendt, en el capítulo V de La condición humana, señala en más de una ocasión la

diferencia existente entre preguntar «¿qué eres tú?» y «¿quién eres tú?». A grandes rasgos, y para
ilustrar la posición de la filósofa anglo-alemana, podríamos decir, en primer lugar, que la pregunta
por el qué nos lleva por fuerza a enumerar las cualidades y/o determinaciones que el tú comparte
con el resto de los vivientes de su misma especie, y en virtud de los cuales también se diferencia de
ellos (eres un/a, hombre/mujer, hetero/homo, blanco/negro, conservador/revolucionario, etc.). En
tanto que la pregunta por el quién está íntimamente relacionada con la diferencia específica de
dicho viviente, en términos del conjunto de atributos que lo hacen ser un determinado alguien y no
un otro, gracias al cual adquiere una identidad o una personalidad única e irrepetible, no sólo
espacial (que lo diferencia de los otros quiénes con los que comparte un mismo espacio público)
sino también temporalmente (que lo diferencia de los distintos quiénes que han existido o existirán
alguna vez). Para decirlo en una oración, y precisar también algunas convenciones conceptuales, me
gustaría sostener que en tanto la pregunta por el qué se ancla en lo que el individuo tiene de ser
viviente, la pregunta por el quién apunta a lo que hay de carácter o de personalidad en dicho
individuo.
Sin embargo –y para complejizar un poco las cosas–, la misma Arendt sostiene que cada vez
que intentamos contestar a la pregunta «¿quién eres tú», por fuerza o hechizo nos vemos empujados
a la enumeración de las cualidades que hacen a nuestro qué. Esta imposibilidad, o “esta frustración
–escribe Arendt– mantiene muy estrecha afinidad con la bien conocida imposibilidad filosófica de
llegar a una definición del hombre, ya que todas las definiciones son determinaciones o
interpretaciones de qué es el hombre, por lo tanto de cualidades que posiblemente puede compartir
con otros seres vivos, mientras que su específica diferencia se hallaría en una determinación de qué
clase de «quién» es dicha persona” (p. 205). Y a continuación señala que esta imposibilidad “de
solidificar en palabras la esencia viva de la persona” debe analizarse en relación con la capacidad de
acción y de discurso del quién, es decir, de una idea de praxis en sentido amplio. Analicemos,
entonces, un poco más detenidamente las palabras. Que Arendt elija la expresión solidificar en
palabras me parece muy esclarecedor, dado que nos invita a hacernos la imagen de que cuando
preguntamos acerca del qué, estamos objetualizando o reificando al quién, (pre)disponiendo una
relación epistémica dualista en términos sujeto cognoscente/objeto cognoscible, sobre la base de la
cual es posible enumerar todas las cualidades o características de aquello que se intenta conocer. Y,
mediante este gesto, aprehendiendo conceptualmente a la ‘cosa’ –y bien sabemos que el verbo
‘aprehender’ no sólo refiere a la capacidad de comprender o describir en grado suficiente algo, sino
también a la inmovilización o a la captura de ello. Lo cual nos deja el pié para pasar al otro lado de
la relación con la que estamos trabajando, la del quién: que dicho pronombre no pueda ser
aprehendido conceptualmente, indica, creo yo, que el mismo se da únicamente en movimiento. O
mejor, que el mismo es («en-sí») movimiento, acción y discurso, praxis. Y que cualquier intento de
definirlo lo des-naturaliza, obligándolo o forzándolo a volverse un «para-sí» (es decir, un para-el-
sujeto-cognoscente), un ‘algo’ estático con un conjunto de características definibles o enumerables,
pero que sin embargo no pueden describir a, o coincidir con, su esencia, la cual en tanto
movimiento, permanece siempre «indeterminada»: es decir, con capacidad de novedad,
transformación, mutabilidad –sin afectar, sin embargo, al principio de no contradicción de la cosa.1

En lo que sigue, quisiera: a) interpretar la diferencia arendtiana entre el qué y el quién


mediante un uso metafórico de algunos conceptos y procesos provenientes de la física teórica, en
particular, de la mecánica cuántica; y, b) articular esto último en una ontología de influencia
leibnizana, la cual se fundamenta –o tiene como sus puntos más importantes– las ideas de
«pluralidad», «igualdad», «movimiento», y «combinación», las cuales, además, se pre-suponen
mutuamente.

1 Hipótesis a la que se acerca la propia Arendt cuando afirma que el quién sólo es capaz de una respuesta
completamente acabada cuando la vida de dicho alguien cesó, es decir, cuando dicho ser ha perdido su capacidad de
acción y discurso, movimiento y novedad.
a. ‘El gato de Schrödinger’ es el nombre de un experimento muy conocido, en donde
mediante la apelación al paroxismo se intentan ilustrar, o volver comprensibles a cualquiera,
algunas implicaciones físicas que contradicen o se oponen a nuestro sentido común. En dicho
experimento, se nos presenta una caja con ningún tipo de ‘ventana’ al exterior, en la cual se aloja un
pequeño felino doméstico, un poderoso veneno, y un interruptor. Dicho interruptor tiene,
exactamente, un 50% de probabilidad de activarse, y un 50% de no hacerlo. Cuando se activa, actúa
sobre el veneno, liberándolo y, corolario, el gato está muerto. De la misma forma, si el interruptor
no se activa, el veneno no se libera, y el gato está vivo. La cuestión radica en que, al no tener la caja
ningún tipo de conexión con el mundo exterior, y dada la distribución de probabilidades que rige al
interruptor, no existe posibilidad alguna de conocer el estado del gato (estado a = vivo; estado b =
muerto) antes de abrir la caja. O, dicho de otra forma, no se puede conocer el estado del mismo
antes de realizar una medición/observación. Lo cual, para los creyentes de la mecánica cuántica,
tiene alguna que otra consecuencia inesperada. La más importante de ellas consiste en afirmar que,
previo a la realización de la medición/observación, no sólo no podemos conocer el estado del gato,
sino que el gato se encuentra en ambos estados simultáneamente. En la jerga, diríamos que nuestro
gato se encuentra en un estado de «superposición» cuántica. Otra consecuencia importantísima que
nos interesa remarcar (y que está en absoluta continuidad con los postulados de esta rama de la
física teórica) es que, si previo al hecho de la medición/observación el gato se encuentra en un
estado de superposición, lo que –profundamente– hace que el mismo se ‘decida’ por el estado-vivo
o el estado-muerto es el momento particular de la medición/observación. Es decir, que el observar o
el medir no son acciones inocuas que simplemente nos permiten conocer las características de un
algo que ya estaba allí, sino que, muy por el contrario, las mismas afectan o modifican la realidad
de aquello que se mide. O quizás, podríamos afirmar, lo constituyen. Nuevamente, en la jerga,
diríamos que al medir una partícula en un estado de superposición, obligamos a la misma a
inclinarse por uno en particular de sus estados posibles, sobre la base del puro azar. A esto se lo
conoce como «colapso» cuántico (o «colapso de la función de onda», para ser más precisos).
Ahora bien, ¿qué relación tiene todo esto con la teoría arendtiana?, y, en particular, ¿de qué
forma puede ayudarnos a pensar la diferencia entre el «qué eres tú» y el «quién eres tú», que
intentamos desarrollar más arriba? El paralelismo que me gustaría señalar es que, así como
conforme al discurso de la mecánica cuántica las partículas permanecen en un estado de
superposición en donde no poseen –o, mejor dicho, no se determinan por– ninguna cualidad
objetiva u óntico-positiva, sino que antes bien se comportan como una onda con estados de
probabilidad más o menos plausibles de actualización, el quién en Arendt permanece
indeterminado, siendo un conjunto o un cúmulo de acciones, discursos e historias virtuales y
posibles, sin por ello lesionar el principio de no-contradicción de las cosas o los entes. Y que, al
igual que cuando medimos u observamos una partícula la obligamos a colapsar a un estado, que de
ser probable pasa a ser existente, en un momento y en un lugar determinados del continuo espacio-
tiempo, algo análogo ocurre cuando a un quién le formulamos la pregunta por el qué eres tú, dado
que lo forzamos a definirse por un estado posible y, mediante ello, a adquirir cualidades o
magnitudes que hagan posible su aprehensión. De lo que se concluye también, por necesidad, que
ninguno de los estados existentes que puede adquirir una partícula agotan o se contrastan punto a
punto con el conjunto de virtualidades que ella es «en-sí», es decir, previo al momento de la
medición/observación. Lo que está en una continuidad absoluta con la afirmación de Hannah Arendt
de la imposibilidad de dar una “definición filosófica del hombre”, o de describir exhaustiva y
definitivamente al quién de la acción y el discurso.
Para cerrar este apartado, me gustaría dar un pequeño ejemplo que nos ayude a vislumbrar
de qué forma estas cuestiones puramente ontológicas pueden volverse, digamos, operativas para la
práctica o el análisis político. Diversas filosofías o teorías han postulado, de forma reiterada:
primero, que la política implica o se resuelve en la fijación de una identidad positiva o, al menos,
enunciable –la cual absorbe, asimila o contiene todas las otras formas posibles de identificación;
segundo, que esto lleva al establecimiento de dos campos o dos conjuntos identitarios opuestos; y
por último, que no existe posibilidad alguna de que una particularidad se ubique en ambos polos,
dado que esto implicaría contradecir su identidad (aquello que es). En la teoría marxiana, proletarios
y burgueses se enfrentan por la posesión de los medios de producción y la determinación de las
relaciones de producción; de la misma forma que en Schmitt la política implica la decisión
discriminante entre amigos y enemigos, y la guerra por la determinación de un modo de existencia
concreto; o en Laclau las particularidades se subsumen en un polo popular y otro anti-popular, los
cuales se debaten el derecho o la potestad de in-formar lo social (más simbólica que materialmente,
by the way...). Lo que me gustaría señalar en este punto es que, si algún valor tiene el análisis
desplegado hasta el momento, estas formas de fijación de identidades y de estructuración de la
sociedad no responden al fatalismo o la necesidad sino que, muy por el contrario, tienen como su
fundamento o condición de posibilidad el despliegue de toda una semiología, una tecnología –en el
sentido que Foucault le da al término– y una liturgia que, de forma permanente, silenciosa e
implícita, está formulando a cada una de las particularidades la pregunta: ¿de qué lado de la mecha
te encontrás?, ¿eres un proletario o un burgués, un amigo o un enemigo, popular o cipayo?
Produciendo a posteriori aquello que, luego, intenta plantear como ontológicamente primero o
determinante. Por último, y casi al pasar, me gustaría señalar también que estas formas de organizar
lo social pueden ser productivas en momentos puntuales o coyunturales, pero, sin embargo, en la
práctica cotidiana no logran superar la tautología o la autoafirmación vacía de contenidos, ya que
niegan la pluralidad no sólo de la política, sino también al pluriverso que cada particularidad es «en-
sí», redundando en conjuntos o totalidades con muy escasa o nula capacidad de gestión de la
información que existe en la sociedad.

b. Sin embargo, para dar el salto que separa lo singular de lo colectivo, es preciso que
logremos dar algunos pasos más allá de la metáfora de la superposición cuántica y del colapso de la
función de onda. En este punto, me gustaría hacer un uso un tanto libre de algunas de las categorías
de la ontología de Leibniz, comenzando por su concepto de «mónada».
Ella, señala el autor de la Monadología, “no es otra cosa que una substancia simple, que
forma parte de los compuestos; simple, es decir, sin partes”. Las mónadas serían, entonces, los
elementos discretos de los cuales está compuesta la totalidad de todo aquello que ha existido, existe,
o existirá. Entendiendo por discreto aquello que es indivisible. El ejemplo más claro que encuentro
para ilustrar este punto es la Tabla Periódica de Elementos: 2 en la misma se enumeran y clasifican
119 elementos, o «átomos» (voz que, etimológicamente, refiere a aquello que es indiviso), los
cuales agotan la totalidad de las sustancias que existen en nuestro universo. Toda la materia –y
repito, toda la materia–, en sus infinitas formas y manifestaciones, no es otra cosa que una
combinación particular (diríamos, una actualización) de estos elementos discretos. Esto nos deja en
las puertas de otro concepto leibnizano, el de «composibilidad», el cual implica dos cuestiones:
primero, que toda la materia en su estructura macroscópica, o en su manifestación sensible, no es
más que una combinación particular de una cantidad finita de «mónadas» o sustancias discretas;
segundo, que la composición o combinación no es enteramente libre, dado que se rige por una
máxima que dicta que todo aquello que es, para llegar a ser, debe primero ser compatible con
aquello que ya es. Es decir, que no toda combinación de «mónadas» está permitida, y no sólo
debido a leyes que rigen la naturaleza, sino también –y creo, principalmente– al principio o el arché
que gobierna o rige a una totalidad concreta. 3 De lo que se desprende, por otra parte, que cuando
una mónada se inscribe en un estado de composición concreto, éste actúa sobre aquella,

2 El lector o la lectora –y en especial si es de ascendencia nipona– deberá permitirme aquí el equívoco. Desde el
descubrimiento del «electrón», se sabe que los átomos sí son divisibles, es decir, compuestos. Están formados por
«electrones», «protones», y «neutrones», y estos dos últimos, a su vez, están compuestos de «quarks», los cuales
pueden ser de dos tipos o ‘familias’.
3 Nuevamente, la comparación con la física teórica es bastante esclarecedora. El hecho de que los elementos sean –
momentáneamente– 119 y no un número mayor o menor, no importa cual, se debe a que la materia está regida por
cuatro fuerzas o interacciones fundamentales: la gravedad, el electromagnetismo, la fuerza nuclear fuerte y la fuerza
nuclear débil. Y debido a que las mismas tienen una magnitud concreta e inmodificable, no todas las combinaciones
de elementos están permitidas. Algunos de ellos, por sus cargas electromagnéticas propias, se repelen y no podrían
conformar un núcleo atómico estable.
imprimiéndole en su ser mismo la información del todo. O, lo que es lo mismo, que cada mónada
contiene en-sí la totalidad de las relaciones en las cuales se ve inmersa.4
Intentemos trasladar, ahora, este incipiente andamiaje conceptual a la forma en que Hannah
Arendt comprende a la política. En primer lugar, quisiera aclarar que si en Leibniz es perfectamente
pensable una mónada en la más completa soledad, este principio no aplica a lo que sigue de mi
argumento. Es decir, que si postulamos al «individuo» 5 como una mónada, estamos obligados a
reconocer que la vida humana se da siempre en comunidad y, por ello, en relación con lxs otrxs.
Desde el punto de vista sociológico o político, entonces, el individuo es la substancia simple. Lo
cual no implica que los mismos no estén determinados, o sean afectados, por los procesos sociales y
políticos en los cuales se ven envueltos. Nada de eso. Lo único que quiero afirmar con esto es un
principio de carácter teorético: que estamos obligados a reconocer al individuo, incluso cuando
podamos o debamos criticar las distintas formas de individuación. Pero antes que substancia simple,
me gustaría reparar en la idea del individuo como un espejo viviente y perpetuo del universo. Cada
unx de nosotrxs sería eso, la superficie finita en donde se refracta lo infinito. Lo cual, creo, tiene la
ventaja de reconocer la igualdad en la diferencia, y la diferencia en la igualdad. En tanto mónadas,
todxs somos iguales; nadie puede establecer, de jure, que ciertas vidas son más valiosas que otras.
Pero, a su vez, todxs somos distintxs y toda vida es singular –única e irrepetible–, dado que cada
unx de nosotrxs, en tanto espejo, refracta o actualiza una porción distinta de lo infinito. Y como lo
infinito es, sencillamente, inconmensurable e inaprehensible, nadie está determinado por, o atado a,
un núcleo estático que definiría aquello que es. Vemos emerger, así, nuevamente la problemática
arendtiana del quién; pero continuemos con el análisis.
Desde esta perspectiva, el individuo considerado «en-sí» es indeterminado. Pero antes
afirmamos que esta abstracción es imposible, dado que el viviente no es simplemente eso, sino
también un ser-social. Aquí es donde se introduce el concepto de «composibilidad». La
indeterminación que cada unx es, adquiere o sufre, necesariamente, una determinación y una
objetivación parcial producto de las relaciones en las cuales se ve implicado (afectivas, familiares,
económicas, sociales, étnicas, políticas). El principio –o los principios– que gobiernan la totalidad
afectan a cada una de sus partes discretas, predisponiendo o ponderando ciertas formas de
existencia concreta (para decirlo en schmittiano), en detrimento de otras. O, utilizando el lenguaje
de la cuántica, ciertos estados de composición de la totalidad volverán infinitamente más probable
que las mónadas ‘colapsen’ a un determinado número estados ónticos, y harán infinitamente
improbable que otros muchos estados se actualicen. Volviendo a los ejemplos anteriores, ciertas
coyunturas podrán afectar de tal forma a las mónadas que las obliguen a identificarse con un
principio identitario dicotómico y polémico (eres A, o eres no-A, sin posibilidad de un término
medio); lo cual implica reconocer, por fuerza, que deben existir estados de composición de la
totalidad en donde la pluralidad y la diferencia retroalimenten positivamente la dinámica social.
Me gustaría, para finalizar, poner en relación esta dialéctica entre la totalidad y la
particularidad con la idea arendtiana de que nadie es el autor absoluto de su discurso y de su
acción. Entiendo que, en Arendt, esto se debe a que todos nuestros discursos y todas nuestras
acciones individuales tienen como premisa la totalidad y acciones y discursos pasados de lxs otrxs
que participan de mi comunidad, de la misma forma que tienen como resultante la infinidad de
discursos y acciones futuras (las cuales son, sencillamente, impredecibles y/o incalculables). Por lo
que, no sólo es que mis acciones y mis discursos adquieren significado sólo en relación con los
otros iguales que se dan en el espacio público, sino también, que uno es hablado por dichos
discursos y que las acciones de los otros también nos mueven o nos con-mueven.

4 “Ahora bien –escribe Leibniz– este enlace o acomodamiento de todas las cosas creadas a cada una y de cada una a
todas las demás, hace que cada substancia simple tena relaciones que expresen todas las demás, y que ella sea, por
consiguiente, un espejo viviente y perpetuo del universo” (Mon., parágrafo 56).
5 Por la extensión y los alcances de este escrito, utilizo este término por comodidad y convención, pero, sin embargo,
no adscribo a la tradición de pensamiento de la cual surge y en la cual adquiere su completo sentido.
TOMÁS, SINCERAMENTE LLEGUÉ HASTA AQUÍ. ME HUBIESE ENCANTADO
CONTINUAR CON ALGUNA QUE OTRA IDEA QUE QUEDÓ EN EL TINTERO, MEDIANTE
LA CUAL COMPLEJIZAR ESTA IDEA DE MÓNADA INCLUYENDO:
- LA IDEA DE LA ‘NOVEDAD’ O DE LO COMPLETAMENTE NUEVO, EN ARENDT
- AMPLIAR LA IDEA DEL ‘MEDIO’, O DEL ‘ENTRE-NOS’, COMO UN ESPACIO
PARCIALMENTE OBJETIVADO Y ESTRUCTURADO (ACÁ ME GUSTA ESA IDEA DE UNA
TECNOLOGÍA, UNA SEMIÓTICA Y UNA LITURGIA)
- INCLUIR LA DIMENSIÓN HISTÓRICA, MEDIANTE LA IDEA DE ‘MEMORIA’ COMO LOS
DISCURSOS Y ACCIONES PASADAS QUE SEDIMENTARON EN EL INDIVIDUO, Y QUE
LO OBJETIVAN PARCIALMENTE (EN TANTO RESTRINGEN EL ABANICO INFINITO DE
POSIBLES ACCIONES Y DISCURSOS FUTUROS)

LO SEGUIMOS MAÑANA, ESPERO QUE GUSTE!


Y NO ES QUE ME OLVIDE DE SCHMITT Y LA ENEMISTAD, ES QUE ESTUVE MÁS
PROPENSO A ESTAS LECTURAS ESTAS ÚLTIMAS SEMANAS. PERO TAMBIÉN TENGO
UNOS PEQUEÑOS HILITOS PARA TIRAR DEL CARRETEL SCHMITTIANO, MAÑANA TE
LAS COMENTO. ABRAZO!

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