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Unidad 3: LA ESENCIA DEL ENTE FÍSICO

En las dos unidades anteriores hemos considerado al movimiento como el


fenómeno más representativo del cambio natural, del que tenemos una experiencia
familiar y muy nítida. Allí se presentaron, por primera vez, las nociones de potencia, acto
y sujeto, que serán imprescindibles al momento de avanzar hacia una consideración más
general acerca del cambio. Para afianzar la idea de sujeto, nos detuvimos en el análisis de
la substancia corpórea, cuyo modo de ser le permite persistir como sustrato de los
accidentes que se van sucediendo en cada uno de los movimientos que le acontecen.
Ingresamos ahora en lo que es el núcleo mismo de la temática filosófico natural.
En efecto, y tal como se pone de manifiesto al definir el objeto formal de esta disciplina,
nos interesa considerar el universo de las cosas materiales desde el punto de vista de la
movilidad. Ahora bien, dado que estamos en el ámbito de la filosofía, debemos indagar
sobre la causa primera de esa propiedad. Vale decir, no se trata de establecer las
condiciones puntuales de tal o cual tipo de movilidad, sino de llegar a ver aquello que es
absolutamente esencial y primordial en el orden de los seres móviles en cuanto tales. En
otras palabras, nos preguntamos qué hay en la esencia del ente físico que sea la razón
última de su capacidad para ser de otro modo.
Los términos fundamentales de la respuesta a esta cuestión se encuentran en el
libro I de la Física de Aristóteles, el cual, junto con su Metafísica, vienen a ser el punto
culminante del desarrollo especulativo de la filosofía antigua. Por nuestra parte,
iniciaremos esta unidad considerando los dos argumentos principales para demostrar la
denominada “composición hilemórfica”. Seguidamente nos ocuparemos de describir los
principios del ente móvil. Y, en tercer lugar, desarrollaremos algunas puntualizaciones
acerca del verdadero carácter de la composición de dichos principios.

Primer argumento: el cambio substancial


a. Preludio histórico
No hay nada más natural para el entendimiento humano que la idea de ente, de lo que es.
Hasta tal punto que, aunque no se lo advierta, todo lo que puede ingresar bajo nuestra
comprensión lo hace a título de ente. Ante aquello que se presenta como absurdo, el intelecto
expresa su rechazo diciendo: “no puede ser”, por identificación espontánea entre ser y entender.
Además, en nuestro lenguaje, usamos el verbo ser para afirmar o negar. En definitiva, la mayor
aspiración del hombre es sin duda la verdad, y lo verdadero es lo que es.
A pesar de su profunda afinidad con el ente, el intelecto humano es propenso a claudicar
cuando intenta captarlo en sí mismo. Como siempre pasa, el conocimiento procede por
semejanzas, y eso provoca que confundamos al ente con tal ente. Esta tendencia se ve claramente
en la experiencia histórica de los albores de la filosofía griega. Dijimos al comienzo de la Unidad
3 que el ser es análogo, que por eso puede tomarse según diversos sentidos, más o menos propios,
y que, en el fondo, la pregunta central de la filosofía, desde siempre, ha sido: ¿qué es el ente o la
realidad en su sentido más pleno y verdadero?
Pues bien, los primeros filósofos, condicionados por una mirada ciertamente ingenua,
juzgaron que la realidad no se extendía más allá de lo visible, del mundo de las cosas materiales
envueltas en incesante devenir. Y en ese contexto, les pareció que la representación más propia
del ente estaba asociada a lo permanente, lo estable, mientras que todo lo fugaz o efímero vendría
a ser ente en un sentido débil. Por eso identificaron al ente con una especie de sustrato material o
elemento indestructible, pero a la vez versátil y ubicuo, al que denominaron arjé, que en griego
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significa “principio”. El propio ARISTÓTELES lo describe como “aquello de donde salen todos los
seres, de donde proviene todo lo que se produce, y a donde va a parar toda destrucción,
persistiendo la substancia misma bajo sus diversas modificaciones” (Metafísica I, 3). Ese
principio era representado como de una cierta naturaleza, sea agua, aire, fuego o alguna mezcla
de ellos.
Debido a esto último, y contra lo que podía apreciarse a simple vista, los antiguos
redujeron todos los cambios del mundo físico al orden accidental. Citemos de nuevo a
ARISTÓTELES: “Por consiguiente, es preciso que los que sostienen que todas las cosas provienen
de un elemento único digan también que la generación y la corrupción son una alteración, ya que
deben asimismo decir que el sujeto del cambio permanece siempre el mismo y uno, y lo que reúne
estas condiciones decimos que se altera o es alterado” (Sobre la generación y la corrupción I, 1).
El primer gran salto que dio la filosofía de entonces fue la explicitación del planteo
metafísico en su forma más profunda: la oposición entre el ser y el devenir. A comienzos del siglo
VI a. C., PARMÉNIDES de Elea (Italia) y HERÁCLITO de Éfeso (Asia Menor) definen, de una vez y
para siempre, el gran dilema del pensamiento: ser y devenir existen, pero a la vez se excluyen
mutuamente: lo que es, en cuanto es, no cambia. Y lo que cambia, en cuanto cambia, no es.
PARMÉNIDES toma como punto de partida la identidad entre el ser y el pensar con la que
introdujimos este apartado. Por eso declara que la verdad fundamental es la no contradicción del
ser: el ser es, el no ser no es. O, si se prefiere, el ser no es el no ser. Y de aquí deduce que el ser es
único e inmóvil. En efecto, si existiera algo más que el ser, siendo distinto de él sería no ser, mejor
dicho, no sería. Y si hubiera cambio en el ser, o bien dejaría de ser, o recibiría algo que no tenía,
pero que, en cuanto agregado, sería una vez más distinto y por ende no ser.
HERÁCLITO, por su parte, asume como principio la evidencia del devenir. Y si bien su
pensamiento, deliberadamente expuesto bajo la forma de enigmáticos aforismos, no resulta fácil
de comprender, su discípulo CRATILO le dio una forma radicalizada bajo la cual se lo suele
identificar de modo vulgar. La absolutización del devenir conduce a la negación del ser que, como
ya dijimos, se asocia a lo permanente.
El mérito incuestionable de estos autores radica en la agudeza de su planteo, aunque la
respuesta, en ambos casos, se frustra por falta de matices. En el caso de PARMÉNIDES, no advirtió
la diferencia entre el ser en sentido absoluto y el ser tal, o sea la esencia. En el de HERÁCLITO, se
confunde al ser con el ser estático, sin dar lugar al ser dinámico.
El siguiente hito tiene que ver con la figura gigantesca de PLATÓN. Gracias a su talento y
su esmerada educación filosófica (conoció a los eléatas en Italia y oyó las clases de CRATILO) pudo
afrontar aquella aporía y produjo un significativo avance hacia la solución definitiva. Dicho en
términos esquemáticos, y para no alejarnos de nuestro objetivo, PLATÓN busca resolver la
oposición entre ser y devenir postulando la existencia de dos ámbitos de realidad: el mundo
sensible, sede de nuestra existencia temporal, caracterizado por la presencia de entidades
materiales y mutables; y el mundo de las Ideas, que son como arquetipos o esencias en estado de
pureza, incorpóreas y eternas, de cuya perfección participan los individuos del mundo inferior.
A grandes rasgos, podría decirse que cada uno de esos mundos viene a complacer, en cierto
modo, la visión que tenían PARMÉNIDES y HERÁCLITO. Pero, así como son patentes las similitudes,
no hay que dejar pasar las diferencias. El mundo de las Ideas se parece al de PARMÉNIDES porque
en él no hay devenir, todo es perfecto e inmutable. Pero a la vez se distingue, porque las Ideas son
muchas, mientras que el ser de Parménides es único. El gran aporte de PLATÓN se resume en esta
sentencia de uno de sus escritos: “el no ser de algún modo existe”, en el sentido de la diferencia
entre una Idea y otra. En el caso del mundo sensible, está clara su evocación del fluir sin pausa
concebido por HERÁCLITO como realidad fundamental. Empero, se distingue porque, a pesar de
su devenir, las cosas del mundo sensible son, tienen ser por participación, degradado, pero que es
más que la nada.

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Más allá de estas consideraciones, es justo aclarar que, por su impronta, la filosofía de
PLATÓN no se ocupa del mundo natural, ya que, por su misma precariedad, no puede ser objeto
de ciencia. De ahí que su propuesta quede, por así decirlo, a mitad de camino. El impulso decisivo
vendrá de quien, paradójicamente, fue el más reconocido discípulo de la Academia y luego rival
de su maestro en este menester: ARISTÓTELES.

b. Análisis del cambio en general


Para empezar, permítasenos recordar lo dicho acerca del método de la FN, que
combina la observación atenta de la realidad con la escucha de quienes nos han precedido
en la búsqueda de la verdad, ya que las opiniones calificadas son un precedente
orientativo que favorece el acercamiento a la solución buscada. ARISTÓTELES ofrece
muchos ejemplos de esto, el más notable de los cuales es el libro I de la Metafísica, un
auténtico compendio de la historia de la filosofía. Para nuestro propósito, nos bastará con
prestar atención a la crítica que hace el Estagirita con respecto a la doctrina de
PARMÉNIDES y HERÁCLITO.
Acerca del filósofo de Elea, recordemos que su postura consiste en la afirmación
del ser como realidad única, absoluta e indivisible, en plena identidad con el intelecto,
que es y no puede no ser, ni dejar de ser. El devenir, por lo tanto, es imposible y la
percepción que tenemos de él no es más que apariencia y engaño. La respuesta de
Aristóteles podemos resumirla en tres puntos:
 el devenir es evidente, y en no menor medida que el mismo ser, por lo cual no se
justifica aceptar uno y rechazar el otro
 lo que es evidente existe: he aquí un principio inquebrantable del pensamiento
aristotélico. La evidencia es el signo último y definitivo por el cual discernimos
entre lo que es y lo que no es. Por cierto, ARISTÓTELES está de acuerdo con
Parménides en que lo absurdo no puede existir, pero la experiencia del cambio es
demasiado contundente como para ponerla en duda, mientras que el argumento
de la inmovilidad del ser no parece tan claro
 lo que existe puede ser explicado, aquí reposa en su mayor parte la razón de lo que
se ha llamado “el milagro griego”. El avance extraordinario de esta cultura en casi
todos los campos, pero especialmente en el del conocimiento, se explica por su
férrea confianza en el poder de la inteligencia para entender lo real, por más oscuro
y paradójico que parezca
En síntesis, la opción de PARMÉNIDES es inaceptable porque niega la experiencia
manifiesta del devenir. Y, por otra parte, descuida un rasgo fundamental de la noción de
ser, que es el de su analogía. Ya tuvimos oportunidad de introducir, en la Unidad 2, la
distinción entre ser en potencia y ser en acto. De esta manera, la oposición entre ser y no
ser solo cabe entre sentidos analógicos de lo mismo: algo no puede a la vez ser en acto y
no ser en acto, pero sí puede a la vez ser en potencia y no ser en acto.
En cuanto a HERÁCLITO, toda la crítica se resume en esto: en todo cambio debe
haber algo que permanece. En efecto, el cambio tiene sentido cuando se lo compara con
aquello que mantiene su identidad durante el cambio. Así, resulta patente que cuando un
árbol crece sigue siendo el mismo árbol, o que cuando una paloma vuela de una rama a
otra, sigue siendo la misma paloma.
A eso que permanece, ARISTÓTELES lo denomina sujeto, pues en él se da el cambio,
es el que lo padece (para bien o para mal), y al que, según el lenguaje, se le atribuye la
acción del verbo cambiar. Aquí se presenta una vez más la paradoja de querer expresar el

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devenir con categorías estáticas: el sujeto es, al mismo tiempo, lo que cambia y lo que
permanece. Obviamente, si no queremos incurrir en contradicción, no puede ser el mismo
el sentido según el que permanece y según el que cambia.
Ayudará recordar aquí una frase del comentario de SANTO TOMÁS a la definición de
movimiento de ARISTÓTELES, que vimos en la Unidad 2: “no es la misma la consideración
del bronce en cuanto es bronce y en cuanto está en potencia con respecto a la estatua”.
Hay en el sujeto un acto persistente, que es el que lo identifica en su naturaleza, por
ejemplo, el ser árbol, o el ser paloma, o el ser bronce. Y hay otro acto, que dicho sujeto
adquiere, sin dejar de ser lo que es, como resultante del cambio.
Justamente, cuando decimos que algo cambia, lo decimos siempre con respecto a
algo. En el caso del árbol, con respecto a su tamaño. En el caso de la paloma, con respecto
a su ubicación. Eso según lo cual se especifica un cambio determinado, es a lo que
ARISTÓTELES llama forma. Aquí parece oportuno introducir algunas aclaraciones:
1. La expresión aristotélica “forma” designa cualquier modo de ser, o, dicho con más
exactitud, todo aquello por lo cual algo tiene un determinado ser. Ejemplos: la
redondez es la forma por la cual algo es redondo, y la blancura es la forma por la
cual algo es blanco.
2. Todo cambio supone la adquisición de una forma a partir del estado opuesto, al
que ARISTÓTELES denomina privación, entendida como la carencia de aquello de lo
que el sujeto es capaz. En efecto, no se puede adquirir lo que ya se tiene, o lo que
no sea compatible con el sujeto. A veces la privación se identifica con una forma
contraria (ej. al cambiar de un color a otro), o con la misma forma en un grado
diverso de intensidad (ej. cuando el agua gana o pierde calor) o con la ausencia de
la forma sin más (ej. el paso del no contacto al contacto). Pero en todo caso se habla
de privación para subrayar que los extremos del cambio no pueden coexistir.
3. Todo cambio exige que haya a la vez un sujeto que adquiere una forma, y la forma
adquirida. De otra manera sería imposible de entender. Si, por ejemplo, en el caso
del calentamiento del agua, se preguntase: “¿Qué cambió? ¿El agua o la
temperatura?”, se estaría planteando una disyunción incorrecta. Si la respuesta
fuese “el agua”, no se entendería por qué sigue siendo agua. Y si la respuesta fuese
“la temperatura”, se podría juzgar erróneamente que el valor que antes
representaba algo cálido ahora representa algo frío, o al revés. Para que la
respuesta tenga sentido, debería decirse: “Cambió el agua de temperatura”, o bien
“Cambió la temperatura del agua”.
4. Además de ser necesaria, la distinción entre sujeto y forma es real. Esto cabe
aclararlo ya que, a veces, la mente genera distinciones por su cuenta, sin
fundamento en la realidad, y que obedecen a las limitaciones propias de nuestro
modo de entender. Por ejemplo, cuando queremos concebir la identidad como una
relación (toda cosa es idéntica a sí misma) tenemos que introducir la distinción
entre los extremos de la relación (porque no podemos entender una relación sino
entre dos o más cosas) a pesar de que, en este caso, ambos extremos son la misma
cosa. Tal sería, entonces, una distinción de razón. En cambio, sujeto y forma se
distinguen realmente.
5. Hay dos maneras de apreciar el carácter real de esta distinción: ante todo, porque
lo que está solamente en la razón no puede explicar lo que está en la realidad (en
este caso, el devenir); y porque lo que no se distingue realmente no es separable.
Ahora bien, el sujeto y la forma son separables, puesto que uno permanece cuando
la otra desaparece.
6. Una última aclaración, de gran importancia para lo que sigue, es que el sujeto y la
forma no son cosas, en el sentido de una realidad completa y autónoma, y su
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combinación no puede considerarse como mera yuxtaposición o como un sistema
de interacciones, como en el caso de la Tierra y la Luna. Más bien las cosas móviles
se constituyen a partir de estas dos realidades, a las que, por eso, se las denomina
principios, ya que a) son inherentes a la cosa; y b) son el punto de partida en el que
se funda la condición de movilidad de la cosa o, en otras palabras, aquello a lo que
la movilidad se reduce. El reconocimiento de los principios de la realidad va en
línea con lo apuntado en la Unidad 1, respecto de la explicación mediante causas
primeras que distingue al saber filosófico con respecto a la ciencia.
A partir de todo lo dicho, podemos hacer un esquema para visualizar la articulación
de los principios en el acontecer del cambio:

privación forma
sujeto
Como acabamos de decir, la privación supone que el sujeto es capaz para la forma
de la que está privado. Para expresarlo a la manera de ARISTÓTELES, diremos que el sujeto
está en potencia para la forma, y que esta, a su vez, actualiza dicha potencia. Por lo tanto,
al sujeto se lo puede denominar principio potencial y a la forma principio actual. O
también, apelando a términos equivalentes, el sujeto es lo determinable y la forma es lo
determinante. La unión de ambos principios constituye lo determinado.
Y puesto que se trata de dos principios reunidos o congregados, a dicha unidad se
la llama con-creto o com-puesto. Ambos nombres indican que allí se da la confluencia de
dos principios realmente distintos y separables a la manera de la potencia y el acto, de
donde se funda la capacidad de ese compuesto para llegar a ser de otro modo. En síntesis,
todo ente móvil es móvil por el hecho de estar realmente compuesto de potencia y acto.
Debe quedar claro, entonces, que lo que cambia no es el sujeto ni la forma, sino el
compuesto de ambos. Y tiene mucho sentido decirlo así, puesto que el devenir solo puede
aplicarse a una realidad completa en la línea de la existencia, y no a ninguna de sus partes
tomada por separado. Esto puede visualizarse también en la experiencia personal, puesto
que cuando padecemos un cambio accidental lo asumimos desde la totalidad de nuestro
ser personal: “Yo viajé de un lugar a otro”, o “Yo aumenté de peso”, etc.
c. Deducción de los componentes substanciales
Para visualizar estas consideraciones en el cambio substancial, es conveniente
proceder desde el caso del cambio accidental, ya que resulta más accesible a la experiencia
y a la comprensión de sus elementos.
Si consideramos una vez más el ejemplo del agua que se calienta, podríamos
representar lo que ocurre, apelando a las nociones recién consideradas, de la siguiente
manera:

frío calor
agua
El valor didáctico del ejemplo anterior radica en que el sujeto se reconoce con cierta
facilidad como aquello que permanece “por debajo” de sus modificaciones accidentales.
Ahora supongamos que, por una determinada reacción química, el agua se descompone
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y se liberan a partir de ella el hidrógeno y el oxígeno. Es un típico caso de cambio
substancial.

agua hidrógeno + oxígeno

Pero, como ya fue dicho, en todo cambio debe haber algo que permanece, es decir,
un sujeto. Aunque en este caso ese sujeto no sea perceptible, si no admitiéramos su
existencia entonces habría que sostener que el agua se aniquila (se reduce a la nada) y,
por su parte, el hidrógeno y el oxígeno son creados desde la nada. Lo cual, claro está, no
es imposible para Dios, pero constituye una interpretación mucho más descabellada que
lo que podría pensarse de la anterior. Además, aunque el sujeto no se ve directamente, la
observación del fenómeno del cambio substancial ofrece un poderoso indicio de su
presencia, puesto que los gases resultantes de la descomposición del agua se forman en el
mismo lugar donde había agua, al mismo tiempo que desaparece el agua, y en la misma
cantidad que había antes bajo la forma del agua.
En definitiva, si existe el cambio substancial, lo cual es evidente, debe haber un
principio que, a la manera de un sujeto (pronto veremos por qué no se lo puede llamar
sujeto en sentido estricto), permanezca antes y después del cambio.

agua hidrógeno + oxígeno

?
ARISTÓTELES designó a ese principio como hýle, o sea materia. Esa palabra se
empleaba antiguamente para significar “bosque”. Luego se le añadió el sentido de
“madera”, que es lo que se obtiene de un bosque. Y la madera es aquello con lo que se
fabricaban la mayoría de las manufacturas (viviendas, muebles, embarcaciones,
utensilios, etc.). Justamente, el origen del término “madera” en español es el latín
“materia”, uno de cuyos significados en la literatura clásica es “madera que se emplea para
la construcción”. Hoy diríamos que la madera es una materia prima. Por eso ARISTÓTELES
adoptó esa expresión. Para él, “materia” es todo aquello de lo que algo está hecho. Pero
existe una materia de la que TODO está hecho, de donde todo surge y adonde todo va a
parar. Como no hay otra materia anterior a ella, se la denomina justamente materia
prima, o sea primera o primordial.
Ahora bien, a esa materia que está en potencia le corresponde como acto una forma
por la cual llegará a ser tal o cual substancia. Por eso, así como a la materia en cuestión se
la llama prima, a la forma que la actualiza se la denomina forma substancial. Vale aclarar
que estas denominaciones tienen algo de convencional, toda vez que, por lo dicho en la
Unidad anterior, lo substancial es lo ontológicamente primero. Luego, aunque de hecho
no se emplean tales términos, sería válido hablar de la materia prima como “materia
substancial” y de la forma substancial como “forma primera”.

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Recapitulemos el argumento: hemos establecido, en primer lugar, que en todo
cambio debe haber dos principios realmente distintos entre sí, a saber, un sustrato
permanente que sea apto para recibir una nueva determinación, y la forma o modo de ser
que le adviene para determinarlo. Dichos principios constituyen, respectivamente, lo
potencial y lo actual.
En segundo lugar, afirmamos la existencia de la substancia corpórea como unidad
ontológica subsistente, en la que el ser se realiza en su sentido primordial. Desde el punto
de vista de la analogía, toda realidad se presenta, ante todo, como algo substancial.
En tercer lugar, sostuvimos la existencia de cambios substanciales, es decir, de un
devenir por el cual una determinada substancia deja de ser, y llega a ser otra. Por lo tanto,
la substancia misma debe estar compuesta de potencia y acto, y a esos componentes los
denominamos materia prima y forma substancial.

Segundo argumento: la estructura especie-individuo


La justificación del hilemorfismo que acabamos de exponer es la que, según su propio
estilo, nos plantea ARISTÓTELES en el libro I de la Física. No obstante, hay otra prueba que puede
invocarse, pero que no recurre al hecho de los cambios substanciales, sino que se apoya en algo
estático, esto es, la estructura especie-individuo de los seres naturales.
Su punto de partida es la observación de que en el mundo existen distintos tipos o modelos
de ser, que llamamos especies: ser perro, ser ombú, ser agua, etc. A su vez, la experiencia nos
indica que esas especies pueden agruparse de acuerdo con rasgos comunes, con lo cual se
constituyen los géneros: ser animal, ser vegetal, etc. Por otra parte, consta que para cada especie
existe un número indefinido de individuos, o substancias concretas que realizan ese modo de ser:
hay muchos perros, muchos ombúes, etc.
Ahora bien, si se mira con atención, se advierte que la diferencia entre géneros o especies
no es del mismo carácter que la que hay entre individuos. Vale decir que, por ejemplo, la diferencia
entre un perro y un gato es de otro orden que la que hay entre dos perros o dos gatos. En el primer
caso, se trata de una diferencia esencial, puesto que perro y gato son dos modos de ser distintos.
Pero entre dos individuos de la misma especie, y porque son esencialmente iguales, solo caben
diferencias accidentales, como pueden ser el color, el tamaño y otras por el estilo. Inclusive, si se
reconocen categorías sub-específicas, como ser la raza o la variedad, sus diferencias no van más
allá de lo accidental.
Pero en el caso de los individuos, además de las cualidades que nos permiten reconocer a
cada uno, hay algo que los hace ser este o aquel. En efecto, “individuo” quiere decir “no dividido
en sí mismo, y dividido (o separado) de todo lo demás”. Pensemos en una substancia que sea
perfectamente homogénea, digamos el oro. Imaginemos ahora una cierta cantidad de monedas
de oro, todas de la misma forma y tamaño. Es evidente que no habrá entre ellas ninguna diferencia
cualitativa. Entonces ¿por qué son muchas? ¿Qué es lo que las individualiza?
Respondemos: a “diferencias diferentes” (en un caso, entre especies, y en el otro, entre
individuos) corresponden principios diferentes. Si se trata de la diferencia entre especies,
entonces tiene que ver con el modo de ser, y por lo tanto depende de la forma de cada una: perro
y gato son especies distintas porque su forma substancial es distinta. Pero en los individuos de
una misma especie la forma es la misma. Y también podría decirse que la forma accidental, sea el
color o la figura, es la misma. Lo único que es exclusivo de cada individuo es la materia a la que
dichas formas afectan.
En efecto, la forma como principio actual es multiplicable y puede distribuirse en un
número indefinido de individuos. Pero la cantidad de individuos está limitada por la materia de
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la que están hechos. La materia no puede ser participada, sino solamente dividida. Cuando el
Señor multiplicó los panes y los peces, el milagro no fue que hubiese muchos panes y muchos
peces, ya que la forma substancial es naturalmente apta para existir en muchos. El milagro fue
convertir lo poco en mucho, pues la materia, por naturaleza, es incomunicable. Por eso sería
imposible que con cinco panes y dos peces comieran 5000 personas si antes no se los multiplica.
Resumiendo, la estructura especie-individuo que se da en la naturaleza requiere como
fundamento algo actual, o forma, por la que se distingan las especies, y algo potencial, o materia,
por la que se distingan los individuos. Es obvio que esto último vale, con más razón, para
individuos de especies distintas: la diferencia entre un perro y un gato es tanto formal como
material.

Aclaraciones complementarias
En la Unidad 1 hicimos algunas consideraciones de orden epistemológico con respecto al
modo de saber propio de la FN. Allí afirmamos que, por su carácter filosófico, está en condiciones
de aprehender la esencia de su objeto y, a partir de ello, proceder por inferencia rigurosa en la
dilucidación de sus propiedades. Lo que acabamos de hacer es un ejemplo de lo que se conoce
como vía resolutiva, es decir, el análisis de una cierta realidad a fin de alcanzar los principios que
la constituyen. Y nos parece importante destacar que se trata de un procedimiento estrictamente
racional, que no acude en ningún momento a motivos de autoridad (como sería, en este caso, la
de ARISTÓTELES). La aceptación de la doctrina hilemórfica no se sostiene, ante todo, en una
tradición milenaria o en su convergencia con los contenidos de la fe sobrenatural, sino en pruebas
construidas a partir de hechos incontrastables y esquemas lógicos de argumentación. Así, pues,
las conclusiones son necesarias y, si se las entiende como corresponde, no están sujetas a opinión
o a futuras rectificaciones.
Nótese que tampoco se apela al modo de razonar de la ciencia. Si bien es frecuente hablar
de “teoría hilemórfica”, no se trata de una hipótesis, ya que la composición materia-forma no se
asume como supuesto sino como causa verdadera y necesariamente explicativa del ente móvil. Ni
siquiera cabe esperar que una ciencia, digamos la química, aporte sus propias pruebas o
refutaciones, ya que lo que es meramente hipotético no puede avalar ni contrastarse con lo que es
apodíctico. Tampoco prosperaría el intento de comprobar empíricamente la existencia de los
principios establecidos, ya que pertenecen al orden inteligible y no admiten ninguna suerte de
“verificación” sensible. No es posible separar la materia y la forma de un cuerpo natural en el
laboratorio, como si se tratara de meros ingredientes, a la manera en la que, por ejemplo, el cloro
y el sodio se separan a partir de la sal común. El verdadero significado y valor del hilemorfismo
consiste en dar sustento y consistencia, en la línea de los principios, a todo lo que la química pueda
descubrir en su propio ámbito.
Pese a todo, la comprensión de esta doctrina se ve favorecida mediante el recurso
a la analogía con la composición substancia-accidente. Como ya dijimos, analogía quiere
decir proporción, por lo cual lo que nos resulta menos conocido puede visualizarse por
analogía con lo más conocido. Entonces es válido plantear la siguiente proporción:

forma substancial accidente


materia prima substancia
Finalmente, cabe aclarar que la composición de materia y forma no se aplica a los
cuerpos matemáticos ni a los artefactos, a no ser (una vez más) analógicamente. En efecto,
la matemática solamente se interesa por la cantidad en abstracto. Ahora bien, siendo un
accidente, solo puede concebirse como determinante de una substancia que, en este caso,

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presenta una naturaleza neutra, suficiente para dar soporte a dichas determinaciones
cuantitativas. Los objetos geométricos, como ser una esfera o un cilindro, “están hechos”
de algo sólido pero indefinido, a lo que la filosofía escolástica designó como “materia
inteligible”. En estos casos, la especie no viene dada por la forma substancial sino por la
peculiar configuración de su cantidad.
Cuando se trata de cuerpos artificiales, no hay allí verdadera unidad substancial,
sino una integración accidental de partes adecuadamente ensambladas. Como ya decía
ARISTÓTELES (y lo trataremos con detalle en la Unidad 4), el arte imita a la naturaleza y en
los productos tecnológicos la unidad y cohesión de sus partes procura asemejarse lo más
posible a la de los cuerpos naturales, en particular a los seres vivos, que están dotados de
partes heterogéneas. Pero no pueden alcanzar un verdadero carácter substancial.
Quedan bajo discusión algunos casos derivados de la creciente sofisticación de la
tecnología. Así, por ejemplo, el plástico parece ser algo más que una modificación
accidental del petróleo. También es posible generar elementos químicos en condiciones
de laboratorio, o nuevas especies vivientes por recombinación genética, etc. Pero para
expresar un juicio criterioso al respecto, es preciso un trabajo interdisciplinario de
reflexión donde confluyan el científico especialista y el filósofo de la naturaleza.

Descripción de los principios


Una de las recomendaciones más características del método aristotélico consiste
en formular, ante todo, la pregunta acerca de la existencia del objeto, y en el caso
afirmativo, proceder luego a dilucidar su definición. Más allá de que, por lógica, no podría
haber esencia de aquello que no existe, el camino por el cual se llega a establecer la
existencia del objeto habilita a su vez a descubrir ciertos rasgos de ese objeto y orienta en
la búsqueda de su definición. Así, por ejemplo, al probar la existencia de Dios como
Primer Motor, ARISTÓTELES infiere que ha de ser Inmóvil, Acto Puro, etc. Por este mismo
procedimiento, es posible a partir de la demostración de los principios del ente móvil
establecer algunas de sus propiedades.

a) La materia prima
Ante todo, es potencia pura, capacidad para cualquier acto substancial, del que ella
misma carece. Como ya dijimos, no es posible identificar esa materia con alguna
substancia particular, v.gr. el agua o el aire, sin que deje de ser primera. La desnudez de
la materia es requisito para un cambio verdaderamente substancial, donde haya lugar
para todos los opuestos. Si, por ejemplo, la materia prima fuese el agua, el fuego no podría
existir.
Dada su condición, la materia prima no puede considerarse propiamente como un
sujeto, puesto que no tiene ningún ser completo de suyo, como ocurre con la substancia
en el caso del cambio accidental. Todos los predicados que se refieren a la materia se
deben entender de un modo especial. Cuando digo: “la materia es potencia pura”, el verbo
ser necesariamente asume alguna actualidad, que la misma afirmación desmiente. Es
como decir “el perro está muerto”: si está muerto, no es un perro.
En virtud de esta falta total de actualidad muchos intérpretes o adversarios de
ARISTÓTELES la han considerado como una noción contradictoria, o a lo sumo como una
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mera construcción racional. Otros, incluso, la han confundido con la posibilidad lógica.
Pero, sin dejar de reconocer la dificultad que entraña, la materia prima debe entenderse
exactamente según aquello para cuya justificación se la invoca. Si el cambio substancial
es real, la materia tiene que ser real. Justamente lo que le da valor a la doctrina de la
potencia y el acto es la condición de realidad del ser potencial. Más allá de los matices
interpretativos, la materia es algo real, aunque no como cosa, sino como principio de las
cosas móviles.
Por otra parte, quedó dicho que todo lo que es móvil, en cuanto tal, tiene que ser
compuesto de potencia y acto. Pero la materia carece de toda actualidad, es decir, no tiene
nada que ganar o perder. Por lo tanto, no puede ser generada ni destruida. Por esta razón
ARISTÓTELES consideró a la materia como eterna, en el sentido de que siempre ha existido
y siempre existirá. En su momento esto suscitó polémica con los pensadores cristianos,
ya que parece oponerse al dogma de la creación del mundo. Pero, como bien lo probó
SANTO TOMÁS, la creación no es una generación, por lo que nada impide afirmar que la
materia sea creada. Más aún, no hay razón de orden metafísico que exija que el mundo
material, por el solo hecho de ser creado, tenga un comienzo y un fin temporales.
Dado que no posee ningún acto, la materia es incapaz de existir separadamente,
pues entonces sería una substancia. Su existencia está unida a la de la forma substancial
de la misma manera que cualquier substancia corpórea lo está con respecto a su cantidad
y a sus cualidades. Tampoco es admisible que haya diversos tipos de materia prima, ya
que solo podrían diferenciarse por algún acto. Finalmente, como está despojada de acto
no es cognoscible de suyo, sino por relación a la forma que la actualiza.
Esta condición de opacidad y de ocultamiento de la materia puede conducir a una
visión deformada de la naturaleza. No hay que olvidarse que en la materia radica toda
razón de pasividad y receptividad de las cosas, así como su indeterminación irreductible.
Las ciencias naturales procuran hallar los últimos constitutivos del mundo físico, como
se supuso alguna vez respecto del átomo. Pero cualquiera sea la realidad última, trátese
de una partícula, una onda, una cuerda, un campo o lo que sea, siempre habrá materia
como sustento, y siempre habrá lugar para nuevas determinaciones todavía no
actualizadas. La formalización matemática de la naturaleza deja de lado este componente
de indeterminación, y por eso es esencialmente incompleta.

b) La forma substancial
Así como la materia prima es lo primero en la línea de la potencia, la forma
substancial es lo primero en la línea del acto (aunque desde el punto de vista
estrictamente metafísico la actualidad última está en el acto de ser). Como ya se expuso
en la unidad anterior, la substancia es el ente en sentido primordial, es aquello que ante
todo es. Luego, los principios de la substancia deben ser primeros, no hay materia de la
materia ni forma de la forma.
Al unirse con la materia, la forma establece la esencia de la cosa, que es el sujeto
del existir. Por eso, debido a la prioridad de su acto, se dice que la forma trae consigo el
acto de ser, no porque le pertenezca a ella sino porque es a partir de la esencia, que se
constituye por la unión de materia y forma, que el existir puede ser participado por la
cosa.

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Por influencia del platonismo se tiende a cosificar la forma, tal vez no como una
realidad completa, pero sí como una suerte de molde o matriz, o algo que viene “de afuera”
y se aposenta o se infunde en la materia. En realidad, la forma no es una entidad vaporosa
que sobrevuela buscando cobijo en algún trozo de materia, sino que existe como potencia
en la misma materia. La forma de la estatua está en el mármol, y no en otra parte. Pero
está en potencia, y como diría Miguel Ángel, solo hay que sacar lo que sobra. Al surgir de
la forma desde la potencia de la materia se lo denomina técnicamente educción.
Aunque será desarrollado a partir de la siguiente unidad, es un dato de experiencia
que los entes naturales son activos: algunos emiten energía, otros se alimentan, o se
mueven, conocen, desean, etc. Y puesto que se trata de actos, mas no de formas, se los
distingue de estas llamándolos actos segundos, mientras que el acto tomado como forma
es acto primero. Tal denominación se debe a que cada cosa obra en cuanto posee una
forma, y de acuerdo con esa forma. Es la forma de fuego la que hace que el fuego queme,
y es la forma de perro la que hace que el perro ladre. Por eso, debido al carácter especial
de los actos propios de los vivientes, se dice que su forma es también especial, y se la
denomina alma.
Además de ser principio de actividad, la forma substancial es principio en el
conocimiento. Tal como dijimos en el capítulo introductorio, conocer es asimilar en cierto
modo la forma de lo conocido (de ahí viene la palabra información). Por virtud de su
forma, las cosas se nos manifiestan y nos impregnan con su ser, a la manera en que un
sello deja su relieve al aplicarse sobre la cera o el lacre.
Por último, digamos que la forma substancial, por ser acto primero en el plano
esencial, es única para cada especie. En el caso de los llamados “grados metafísicos”, que
son los géneros superiores que se realizan en una determinada especie (v. gr. “animal” o
“viviente” en el caso de un perro), no se distinguen realmente de la especie, sino que son
la misma especie considerada bajo la parte común con otras, por lo cual no requieren de
una forma propia. Si el ser animal tuviese una forma distinta de la del ser perro, o bien el
ser perro no necesitaría del ser animal, puesto que su forma es acto primero, o bien no
sería acto primero. Tampoco puede atribuirse forma propia a las partes heterogéneas de
una substancia (v. gr. los órganos de un ser vivo), pues más allá de su impronta, cada
parte asume la naturaleza del todo al que pertenece: el estómago o el pulmón de un perro
tienen, antes que nada, la forma del perro.

Materia y forma como causas


Causa es todo aquello de lo algo depende en su ser. De ahí la universalidad absoluta
del principio de causalidad, puesto que todo ente es contingente y por participación. Y
como se trata de una relación según el ser, la causalidad se da de manera analógica.
Nuestra primera representación de la causa tiene que ver con la producción de algo, y es
a lo que llamamos causa eficiente. Pero también existen causas constitutivas, que no son
las que producen algo sino las que fundan el modo de ser de ese algo.
Pues bien, en el orden del ser tal o cual, las causas primeras son, justamente, la
materia y la forma. Según la descripción que acabamos de hacer, es a causa de la materia,
y ante todo de ella, que una cosa es pasiva y determinable en todo sentido, así como es a
causa de la forma, y ante todo de ella, que una cosa es lo que es, actúa de un cierto modo,
y posee los rasgos consecuentes a su esencia.

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En virtud de su condición primordial, la materia y la forma son causas directas,
vale decir que se unen sin intermediario. Si tal mediación existiese, por la misma razón
debería postularse otro intermediario entre aquel y la materia, por un lado, y aquel y la
forma por el otro; y así hasta el infinito.
En tercer lugar, son causas recíprocas. Esto resulta bastante difícil de entender
dada nuestra propensión a los esquemas explicativos lineales y unidireccionales. La
materia no resulta de la forma ni viceversa, así como tampoco puede decirse que sean
como “causas paralelas” que confluyen por vía independiente en un único efecto. Por el
contrario, la forma es acto de la materia, y la materia es receptora y limitante de la forma.
Lo que cada cosa es resulta justamente de esa reciprocidad, que por otra parte es
intrínsecamente inestable y deja abierta la posibilidad del devenir.
En cuarto lugar, son causas jerárquicas. En efecto, el acto se compara a la potencia
como lo perfecto a lo imperfecto, y por eso se dice que la materia existe para la forma y se
ordena a ella. Así como, por ejemplo, la sofisticada organización de la materia orgánica es
signo de su disposición para ser actualizada por el principio vital, o sea el alma, así
también la razón de ser y el sentido de la materia prima está completamente en la
disponibilidad para la forma substancial.

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