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Eso que no es el libro

Las propuestas y reflexiones que aquí conviven responden a una experiencia personal en torno a

la lectura. Como niño no lector de libros, como joven no lector de libros y como maestro no

lector de libros, curiosamente siempre pensé que la lectura de libros debía ocupar un lugar central

dentro de la escuela.

Mientras fui maestro frente a grupo traté de establecer una relación afectiva con mis alumnos que

alisara su camino y también el mío hacia la lectura.

Esto me llevó a instaurar en el salón de clases un tiempo diario de lectura en voz alta. Pero los

resultados no eran los deseados. La hora del cuento era el momento que los niños aprovechaban

para molestar, distraerse, interrumpir o hasta iniciar pleitos por cualquier cosa. Era muy difícil

lograr que se concentraran en lo que les leía y desgastaba todas mis energías en controlar la

disciplina. Cuando tenía oportunidad de reunirme con mis colegas en la sala de maestros era el

momento para descargarme y despotricar contra el grupo de niños que me había tocado ese año:

son insoportables, cada vez que les leo en voz alta se vuelven incontrolables, molestan,

interrumpen, gritan. Después de quejarme de los niños me ensañaba con sus padres, seguía con el

descuartizamiento de la directora, el desenmascaramiento del sistema educativo, y así podía

llegar hasta la guerra de las galaxias. Terminados estos encuentros “terapéuticos” regresaba al

salón con nuevas energías. De esta manera el estatus quo permanecía inalterable.

Un día recibí una dolorosa lección que rompió ese equilibrio.

A la escuela llegó una persona a leer cuentos. La casualidad quiso que les leyera a mis alumnos

uno de los cuentos que yo había intentado contarles sin éxito. Pero extrañamente la atención de

los niños esa vez fue hipnótica, reaccionaban al cuento de forma muy positiva, escuchaban,
guardaban silencio o hacían comentarios pero siempre pertinentes dentro de la ficción narrada.

Yo no salí de mi asombro. Por supuesto que odié a ese lector que impunemente y en pocos

minutos me había arrebatado el liderazgo que tanto me había costado construir frente a mis

alumnos. Cuando el lector en voz alta se retiró encaré a los niños con celos y resentimiento. ¿Por

qué no se portaban conmigo como lo habían hecho con esa persona? ¿Por qué cuando yo les leí

ese cuento habían sido tan indisciplinados? ¿Qué tenía aquella persona que no tenía yo? Hubo

comentarios de distinto tipo, pero lo que pude sacar en claro de lo que me dijeron los niños ese

día fue contundente: Profe… es que él lo hace bien.

Quizás fue esa la primera vez que tomé conciencia de mi lectura. Por primera vez pensaba en

aquello no desde un punto de vista formal o estructural, sino desde un punto de vista estético y

semántico.

Desde entonces leer en voz alta comenzó a ser más que una herramienta y se transformó en una

forma de expresión, en un lugar habitado de significados.

Para llegar a esto tuve que aprender a leer bien en voz alta, y poco a poco fui descubriendo

algunas evidencias. Una buena lectura en voz alta ya no fue tan sólo lograr una entonación

correcta y expresiva, sino toda una interpretación. Una búsqueda en la que el lector toma riesgos

ante el texto y ante su auditorio. Ir más allá del significado literal de las palabras y sumarles un

sentido simbólico y emotivo, que no es ni más ni menos que la original interpretación del lector

que en ese acto abona el ciclo creativo de la literatura. Leer bien en voz alta es reconstruir con el

sonido el sentido del texto.

Poco a poco fui dándome cuenta de que durante mucho tiempo había sometido a los niños al

martirio diario de una pésima lectura en voz alta, al ponerle a las palabras leídas sonidos

inadecuados y estériles.
De pronto descubría algo que había estado ante mi vista todo el tiempo y que no había podido

reconocer. Como cuando el torero se para frente al toro en posición desafiante. Mientras más

cerca está del animal, éste menos lo ve. Los ojos del toro están a los costados de la cabeza, no

puede ver lo que tiene a pocos centímetros de su nariz.

Desde ese momento inicié observaciones que fueron arrojando luces y sombras al problema.

La observación es una tarea que no me exigió tiempo extra. En el lugar donde trabajaba estaba

casi todo lo que tenía que observar: niños.

En general los adultos viven muy preocupados por orientar a los niños hacia las ideas que

dominan su cultura y que creen que son las correctas. Esas ideas que les permitirán sentirse

incluidos en una comunidad e interactuar con ella.

Pero muchas veces se confunde orientación con imposición, y no se respetan los modos de

entender y las conclusiones alternativas a las que los niños arriban sin necesidad de que un adulto

les de su aprobación.

Solemos desvalorizar los saberes que los niños han adquirido en su aprendizaje informal y les

imponemos otros que les aseguramos que son más valiosos y necesarios. Uno de esos nuevos

conocimientos es el estudio del lenguaje, de su estructura y desarrollo.

Cada niño, según las experiencias de vida y los estímulos a los que haya estado expuesto, maneja

un acervo de conocimientos a los que ha llegado por repetición, imposición o descubrimiento.

Sus formas de comunicación y uso del lenguaje son curiosos para los adultos.

¿Cómo se comunican los niños entre sí?

Los niños tienen una forma de hablar entre ellos que difiere significativamente de la forma en la

que hablan con un adulto.

El primer día de clases, ese día que nadie tiene planificado, la actividad de rigor suele ser:

redacción tema “¿Qué hice en mis vacaciones?” Lo más probable es que el niño no nos cuente
que despanzurró un gato, o que se robó un dulce de la tienda. Sabe que el adulto inmediatamente

lo reprenderá. Los adultos se sienten en la obligación permanente de educar a los niños. Todos

los adultos, a todos los niños.

A nadie le gusta que lo estén fiscalizando continuamente, sin embargo asumimos que los niños

deben vivir bajo esa presión… ¿por su bien?

¿Por qué será que todos los adultos creen que están capacitados para educar a todos los niños?

Por eso los niños muchas veces se evitan la molestia y hablan con el adulto esforzándose por

utilizar el lenguaje que este utiliza y tocando sólo los temas que no le atraerán conflictos. Un

lenguaje aséptico alejado de sus emociones.

Los niños saben lo que los adultos queremos escuchar y se esfuerzan por complacernos o por

molestarnos, pero cuando hablan entre ellos ocurren fenómenos interesantes.

Por ejemplo, un niño de cinco o seis años de edad habla con otro, no termina las frases, utiliza

palabras medio inventadas, masculla, parece cambiar de tema sin ton ni son, tiene la boca

ocupada y su dicción es pésima. En síntesis: su discurso resulta ser casi incomprensible para el

adulto, sin embargo, el otro niño que lo escucha parece entender, y no solo eso, le contesta, con

frases entrecortadas, con medias palabras, con la boca ocupada, etc.

¿Cómo hacen los niños para entenderse?

Al observar a los niños noté que en sus formas de comunicación utilizan palabras, pero que éstas

no son el elemento principal de su discurso. Las palabras son adquisiciones tardías del lenguaje,

antes que ellas y que sus combinaciones ocupen un lugar preponderante en la comunicación

humana, los gestos, la expresión corporal y los ruidos son las herramientas fundacionales del

lenguaje.
Por eso los niños pueden entrecortar las frases y hablar en media lengua, porque sus palabras son

complementadas con ruidos, gestos, movimientos del cuerpo, y onomatopeyas que les dan

contexto y significado.

Los adultos hemos ido renunciando progresivamente a esos elementos para reemplazarlos por las

palabras. Aunque conservamos algunas expresiones que suelen formar parte del acervo colectivo

del medio cultural en el que nos encontremos inmersos, los niños tienen más recursos expresivos

que el común de los adultos. El lenguaje infantil es amplio y complejo.

Esta diversidad expresiva, aparentemente caótica, suele ser combatida en la escuela. El niño llega

ante su maestra a quejarse de un compañero y le dice: Señooo…(gesticula)…Liborio… (tuerce la

boca)…es queee….( y dice ¡UFFF!).

Su maestra entiende que a ese niño le cae mal su compañero, que lo tiene cansado, que no

quisiera sentarse más junto a él, sin embargo la respuesta inmediata es: No te entiendo, explícate

mejor. Cuando frente a esa situación el adulto dice que no entiende está mintiendo. Y el niño se

da cuenta y se siente menospreciado. El niño se ha explicado perfectamente, sólo que no lo ha

hecho en el formato que el adulto valora. El adulto cree que negándose a la comprensión ayudará

a que el niño trate de expresarse de otra manera. No creo que así sea. Si estamos de acuerdo en

que la base del lenguaje está en los gestos, los ruidos y la expresión corporal, valorizarlos nos

dará más elementos para ascender desde allí los siguientes escalones hacia la abstracción de las

palabras.

Quizás la respuesta del adulto podría ser: Te entiendo, pero dime qué es lo que pasó. La

diferencia es sutil, pero fundamental. Le demostramos que se ha hecho entender y que valoramos

lo que él es. Le damos estímulos para que adquiriera nuevas maneras de expresarse sin desechar

las propias.
El intento por acercarme a una lectura que superase la barrera de la formalidad y dar el salto

hacia el interior me llevó a tratar de captar ese caudal expresivo inherente a la infancia.

Cuando comencé a manejarme de esta forma descubrí que si hablaba con los niños haciendo uso

de los recursos que ellos utilizan en su lenguaje, lograba hacerme entender mejor. Tanto con los

niños como con los adultos. Esto no significó renunciar a la complejidad o a mi propio lenguaje

de adulto, sino todo lo contrario. Al acompañar alguna palabra nueva o difícil con un gesto o un

sonido, esa palabra cobraba mayor sentido y podía ser comprendida más rápidamente que cuando

nos limitábamos a buscar su significado en el diccionario.

De la misma manera, frases o párrafos enteros acompañados de gestos y/o ruidos aportaban

elementos conocidos para los niños que así lograban entender el significado de un texto aunque

no reconociesen el valor de todos sus signos lingüísticos.

Si en el transcurso de una lectura surgía una palabra nueva o desconocida para los niños, por

ejemplo cimitarra, yo la decía acompañada del gesto de extraer una espada del cinto. Ese gesto

instantáneamente conducía a la comprensión. Mas tarde iríamos al diccionario a buscar la

explicación definitiva.

Fui incorporando estos recursos a mis sesiones de lectura en voz alta y comprobé rápidamente la

importancia de regresarles a los niños su propio lenguaje para acercarlos poco a poco a otros más

estructurados.

Cuando un público neófito asiste a una conferencia en la que el disertante utiliza un lenguaje

especializado y no acerca sus palabras a las de su auditorio, esa persona en realidad no está

interesada en lograr los objetivos de su plática. Quizás prefiera mantener su discurso en el limbo

de la retórica para aparecer como una persona muy culta, o quizás tan sólo no se dé por enterado

que su auditorio no tiene porqué tener el mismo bagaje de información y sobreentendidos que él

posee y que si está hablando allí es justamente para acercar a la gente al tema que él dice
dominar. Cuando se producen esas fallas en la comunicación salimos de allí con fastidio y

sintiéndonos maltratados. Creo que lo mismo ocurre cuando les hablamos a los niños sin hacer un

intento por acercarnos a su lenguaje. El esfuerzo por comprender no debe ser sólo tarea del que

escucha, debe ser un esfuerzo compartido. Leer no sólo tratando de entender lo que se lee sino

también tratando de entender a quien se le lee.

Al hacer este intento descubrí que podía leerles a los niños casi cualquier tipo de texto literario

aunque tuviese palabras complicadas. La experiencia fue mutuamente enriquecedora. Poco a

poco fui recordando métodos intuitivos que utilicé cuando era niño que me habían ayudado a

resolver algunos trastornos de atención y de comprensión lectora. Recordé que en mi infancia

tenía graves problemas de atención y que para concentrarme me ayudaba leyendo en voz alta y al

hacerlo trataba de decirme las cosas que leía. Como si el texto me hablase. Para ello debía

adoptar algún tono de voz y la actitud de otra persona. Era como un juego de imitación. Me ponía

en el lugar del que escuchaba, tratando de leer como si fuese el profesor o la maestra quien leía

para mí. Sin proponérmelo jugaba con el sonido de las palabras apropiándome de ellas. Pero lo

que más me ayudó a entender la lectura fue la vergüenza de que me escucharan leer. Esa

vergüenza me llevaba a esconderme para leer en voz alta. Cuando alguien está leyendo se nota.

No es natural. Yo quería que si alguien llegaba a escucharme no notase que estaba leyendo. Me

esforzaba por leer sin que se notara, para que pareciera que las palabras eran mías, no de otro, y

se me estuviesen ocurriendo en ese momento. Como si construyese un razonamiento espontáneo.

Tratar de leer sin que se note es el mayor esfuerzo que se puede hacer en la búsqueda de los

sonidos naturales de un texto.

Creo que este rescate de mis propias experiencias marcó mi reencuentro definitivo con los libros.

La escritura tiene sus reglas, algunas de ellas son claras y, ya sea que las dominemos o no,

sabemos que existen: puntuación, orden de los enunciados, ortografía.


La oralidad también tiene sus reglas, aunque pocos las conocen y son muchos menos los que las

dominan. Cuando conversamos o atendemos a un discurso, estamos realizando múltiples

funciones. En parte escuchamos, en parte suponemos, en parte reordenamos y a ello se suman los

acuerdos o sobreentendidos que se establecen entre los interlocutores.

Cuando leemos un cuento estamos en presencia de una forma depurada del lenguaje. Antes de su

publicación, ese material ha pasado por procesos de revisión, limpieza de erratas y corrección. Lo

que está ante nuestra vista es el resultado de todo ese proceso. En cambio, la oralidad pocas veces

se presenta ante nosotros como un modelo terminado, sino como un proceso en continua

transformación: titubeos, repeticiones, dispersión, ideas que se incorporan. Cuando se combinan

el texto escrito con la oralidad, como en la lectura en voz alta, estos aspectos interaccionan dando

como resultado una forma singular de lenguaje. Estamos en presencia de un discurso oral que

posee características atribuibles a la escritura. Se nutre de ella y a la vez le otorga nuevas

cualidades. Al transitar desde una forma del lenguaje hacia otra es necesario tener en cuenta estas

diferencias y particularidades. Hay que combinar el código visual (estático y abstracto), con el

sonoro (en movimiento y concreto). La mayoría de la gente no realiza esta operación. Muchos

incluso niegan que tales distancias existan. Hay quienes plantean que el lenguaje escrito es la

representación gráfica del lenguaje oral. Nada más alejado de la realidad. El lenguaje escrito no

puede representar el sonido, aunque sí puede proyectarse hacia lo oral, como en la lectura en voz

alta.

La lectura en voz alta exige de quien la utiliza cuidado y entrenamiento. Es un hecho comprobado

que esta forma de leer demanda un esfuerzo expresivo.

Existen personas que tienen un talento intuitivo o adquirido por familiarización y que leen

excelentemente en voz alta, pero hay otras que no tenemos ese talento y para alcanzar una buena

lectura en voz alta debemos esforzarnos, realizar una transformación conciente y sistemática
desde el silencio absoluto del texto escrito hacia el sonido absoluto de la oralidad, ya sea que

queramos leer en voz alta o narrar. Porque leer no consiste únicamente en comprender lo que está

escrito sino, en sentir y comprender lo que forma parte del texto pero no está a la vista, lo que se

esconde en los espacios en blanco que hay entre las palabras o que está debajo de ellas. Allí hay

túneles. La realidad se conecta con nuestros sentidos a través de esos túneles que traza la ficción.

Leer en voz alta es un acontecimiento esencialmente colectivo. No hay que perder de vista este

dato. Leer en voz alta es leer con los otros, con los que escuchan y leen en el sonido. Hay que

pensar en los demás. Pensar en esos lectores del sonido.

El lector en voz alta debe hacer un esfuerzo por conocer el carácter de su auditorio.

Las consideraciones que a continuación expondré son de carácter general y por lo tanto no

responden a la infinita gama de posibilidades que pueden presentarse respecto de este tema. Lo

que haré será presentar las respuestas y conclusiones alcanzadas en numerosos talleres con

maestras, actores, narradores, bibliotecarios, profesionistas, estudiantes, lectores y no lectores,

gente de la ciudad y del campo, a quienes he planteado las mismas preguntas y con quienes

hemos llegado a las siguientes conclusiones al revisar características generales de cuatro grandes

grupos de auditorios.

Cada uno de estos cuatro grandes grupos de auditorios, con las características aquí presentadas,

son tan sólo referenciales. El motivo por el cual están incluidos estos comentarios en este ensayo

no es el de brindar un molde cerrado. Sin dudas habrá un sinnúmero de excepciones a estos

ejemplos. La intención es ofrecer un marco de referencia para la reflexión sobre las prácticas

habituales que se aplican ante cada grupo, y que suelen ser asumidas sin autocrítica y por

costumbre.

Pensemos primero en los niños. ¿Cómo suelen reaccionar los niños de entre dos y diez años ante

la lectura de un cuento? He hecho esta pregunta una y otra vez en mis talleres y las respuestas de
los adultos coinciden: son inquietos, participativos, críticos, espontáneos, distraídos, alegres y

sinceros. Todos los adultos describen así el comportamiento de los niños. Sabemos, o por lo

menos creemos, que los niños son así ¿por qué entonces cuando les leemos, nos empeñamos en

exigirles que abandonen su naturaleza y se comporten de una manera que no les corresponde?

¿Por qué nos molestamos ante la participación y la crítica que surgen espontáneamente cuando

les contamos un cuento? ¿Por qué los metemos en rígidos formatos disciplinarios para que no

hablen, no griten, no se muevan y se pongan un candadito en la boca?

Un niño de cinco años que al escuchar un cuento repentinamente se pone de pie y hace un gesto o

grita recibe de inmediato una reprimenda, incluso llegamos a pedirle que se porte como un adulto

cuando no lo es. Los niños sufren una presión constante y sistemática en contra de su naturaleza

libre, curiosa y cuestionadora. En teoría valoramos esas cualidades en los niños, pero en los

hechos las negamos y los obligamos a que renuncie a ellas.

Mientras más candaditos y normas les imponemos a los niños lo que estamos revelando son

nuestros propios miedos y limitaciones. Cada candadito habla de nuestra incapacidad de

comunicarnos con los niños. Si uno lee con emoción y honestidad, si juega con las palabras y sus

sonidos, y si permite el intercambio espontáneo y enriquecedor, no tendrá ninguna necesidad de

poner candados. Los niños estarán allí interactuando, gritando, riendo y opinando. Como debe

ser.

Si uno lee un cuento a un grupo de niños y no ocurre nada de eso, y por el contrario, estos

permanecen en silencio y correctamente sentados, sin dudas algo está mal. El momento de la

lectura en voz alta con los niños debe ser un espacio energético, es una estupenda oportunidad

para el desorden creativo. Permitir que las opiniones fluyan y que el entusiasmo se exprese sin

que se salga de cause es sin dudas mucho más difícil de manejar que un grupo de niños

reprimidos.
Leer para niños requiere del lector una combinación de paciencia, actitud lúdica y respeto por los

modos de los niños. La lectura con ellos no necesariamente será lineal, ya que siempre habrá

reacciones diversas que arrojen el cuento hacia territorios insospechados. Leer para los niños es

estar abierto a la risa y al juego, al comentario y a la improvisación. Es la oportunidad para que lo

escrito transformado en sonido crezca gracias a todas esas aportaciones que harán de ese cuento y

ese día un momento irrepetible.

Pero lo niños crecen y llega la tan temida adolescencia. La pregunta es la misma: ¿cómo

reaccionan los adolescentes al escuchar la lectura de un cuento? En términos generales los

adultos coinciden en decir que los adolescentes son: críticos, participativos, burlones, inquietos,

apáticos, excesivos, inestables, sinceros, boicoteadores, crueles, penosos. Como vemos hay

percepciones contradictorias. El adolescente está inmerso en un sin fin de fuerzas que han dejado

de ser unidireccionales. Su percepción del mundo se ha ampliado y los adultos cercanos han

dejado de ser el único modelo a seguir. Ya tienen la suficiente experiencia y orgullo personal

como para cuestionar y disentir, y al hacerlo, están buscando su identidad. Es la etapa de la

afirmación de la personalidad y de las grandes decisiones. La sexualidad, la ideología, la

experimentación, la búsqueda de nuevos grupos de pertenencia, su autodeterminación e

independencia.

La respuesta del adulto frente a este panorama suele ser de mayor control y rigidez. ¿Por qué?

¿Con qué afán el adulto arremete contra ese espíritu contestatario? ¿Qué clase de personas se

pretende formar al descalificar esas búsquedas? Todo lo que el adulto critica en los adolescentes

tiene su contraparte en el mismo adulto que no se da el permiso de escuchar, debatir, disentir o

compartir, y que más que apoyar u orientar, sólo trata de imponer su punto de vista.

Al momento de estar frente a ellos la gran enemiga es la solemnidad. Seamos solemnes y

distantes con los adolescentes y no lograremos entenderlos jamás ni lograremos que ellos nos
quieran entender a nosotros. Mientras mayores sean las restricciones menores serán los logros

con los jóvenes. En los espacios rígidos cualquier detalle puede transformarse en una trasgresión.

Entre jóvenes y adultos existe una barrera que no pasa por lo intelectual, sino por lo lúdico

afectivo. Cuando uno logra atravesar esa barrera el adolescente comparte, aporta, participa y

defiende ese espacio con mayor entusiasmo que los niños y con menor cerrazón que los adultos.

Hay que alivianarse con los adolescentes. Aceptar su propio lenguaje, no asustarse con sus

comentarios, no sermonearlos, y estar dispuesto a reírse de uno mismo y con ellos.

La lectura en voz alta habrá de ser rica en matices. Si se da el caso, aprovechar los comentarios

de los jóvenes para confirmar o cuestionar de forma muy breve sobre lo que se esté opinando. El

buen uso de la voz, el ritmo y los contrastes emotivos que se desprendan del texto, son parte

importante, y pueden ir acompañados de miradas cómplices hacia el auditorio, ironía, doble

sentido y franco cuestionamiento a los acontecimientos leídos. Leer para jóvenes es cuestionar,

experimentar y disentir con la lectura.

Pero el tiempo sigue su marcha y en gran proporción, esos jóvenes que se han acostumbrado a

modelos sociales tan rígidos y estereotipados crecen, muchos olvidan su rebeldía y empiezan a

pensar según los modelos que antes cuestionaban. Pronto asumen su nuevo estatus social con

singular entusiasmo. Reprimen la alegría de los niños, menosprecian el espíritu contestatario de

los nuevos adolescentes y creen que el cuidado de las formas es más importante que el cuidado de

la rebeldía y la curiosidad. Son los adultos que nos hemos encargado de formar.

¿Y cómo son esos adultos cuando escuchan una lectura en voz alta? Pasivos, silenciosos,

apáticos, críticos solapados (no expresan su opinión), escépticos, impacientes, distantes, penosos,

formales. Estas son las respuestas que transcribo de los talleres en los que adultos de distintas

procedencias han opinado sobre si mismos.


Leer para un grupo de adultos, por lo tanto, tiene la ventaja de que uno podrá hacerlo tal cual

haya preparado su lectura, pocas probabilidades habrá de que ese el adulto que llega por

obligación o por casualidad a ese espacio de lectura, se desprenda de ese aprendizaje represivo

dentro del cual ha sido moldeada su personalidad durante tantos años. Ese adulto no interrumpirá

al lector, por cortesía, ni opinará sobre lo que escucha, también por cortesía, ni hará comentarios

de viva voz ni con sus gestos, que serán secos y distantes…por cortesía. La cortesía entendida

como una barrera entre el ser humano y su personalidad.

Si uno está leyendo mal frente a un grupo de niños o adolescentes, estos inmediatamente se lo

harán saber, por medio de ruidos, movimientos e incluso groserías. Pero si la lectura defectuosa

se realiza ante adultos, permitirán que continúe y en cuanto puedan se escabullirán sin haber

hecho nada a favor o en contra para salvar ese momento. En el transcurso de una lectura en voz

alta el adulto puede estar sintiendo el mayor de los hastíos, y sin embargo fijará la vista en el

lector con gesto de atención haciéndole creer que lo está siguiendo, mientras su mente está

ausente u ocupada de otros asuntos.

Incluso cuando los adultos llegan a un espacio por propia iniciativa a escuchar cuentos mantienen

una actitud pasiva. El adulto reacciona frente al lector no según su sentir, sino de acuerdo al

entorno que lo limita o lo estimula a reaccionar.

Por eso, el adulto pocas veces se da tantos permisos como cuando está con sus hijos escuchando

un cuento. El público mixto es el espacio donde se liberan los prejuicios. En ese ámbito el adulto

busca la manera de estimular a su hijo para que disfrute, trata por todos los medios de enriquecer

el momento y garantizar la alegría de sus pequeños. Grita, se ríe a carcajadas, responde a los

estímulos del cuento, hace voces e incluso se expone a pasar vergüenza. Esta actitud estimula al

mismo tiempo la participación de los niños que se liberan de las ataduras cotidianas impuestas

por sus padres y la sociedad, y se animan a hacer comentarios incluso más ocurrentes de los que
tienen acostumbrados a las personas de su entorno habitual. Curiosamente es el adolescente el

que se retrae ante esta situación extraordinaria. Ve con asombro y desconfianza cómo sus padres

han abandonado la solemnidad y como los niños se han vuelto ocurrentes y hacen demostración

de gran ingenio. En esta situación muchos adolescentes se desorientan, ya no son ellos los

trasgresores sino los otros, entonces por oposición asumen el rol de personaje serio y centrado, y

tratan de restablecer el equilibrio perdido e incluso llama al orden a sus mayores.

El público mixto no existe cuando los niños se sientan adelante y los adultos permanecen atrás

observando las reacciones de sus hijos. Sólo cuando los adultos se colocan entre los niños y

comparten el mismo espacio, se produce esta transposición de roles. Este público mixto es

participativo, alegre, desenfadado, generoso.

En lo particular, sé que la idea previa que manejo sobre tal o cual tipo de auditorio puede no

coincidir con los participantes de ese día, por ello no establezco un orden de lectura rígido. Si la

idea de un encuentro es leer un cuento tendré preparados tres y de diversos tipos y temas, además

el orden en que sean leídos se irá resolviendo a partir de las reacciones del auditorio. Sólo hasta

ese momento en que el auditorio reacciona puedo saber cuales cuentos serán leídos ese día y

cuales no.

Frente a cada tipo de auditorio las estrategias de lectura se modifican. Con los niños propongo

una lectura muy energética. La utilización del espacio, los cambios de voces, los gestos y los

movimientos son el lenguaje concreto de los niños, echar mano de eso ayudará a alcanzar

mejores resultados.

Con los adolescentes la lectura en voz alta es similar, pero se suma un ingrediente a estas

estrategias: el cuestionamiento y el doble sentido. El adolescente como el niño juega, pero ya ha

perdido la ingenuidad y en gran medida cierta relación mágica con el mundo. Este juego de ironía

y complicidad acerca a los jóvenes y permite la reflexión y la participación espontáneas.


Con los adultos la lectura será más serena. El uso de recursos gestuales y corporales se reduce a

algunos momentos muy bien seleccionados o desaparece por completo. El esfuerzo mayor se

concentra en la voz y todos sus matices. En el ritmo y la intensidad de las palabras.

El público mixto admite todo. Juego, expresión corporal, doble sentido y momentos de sutileza

en el lenguaje o en la voz.

La lectura en la escuela está subordinada a procesos evaluativos, a estrategias y actividades

pautadas que arrojan resultados tangibles. Estos resultados señalan destrezas y niveles de

comprensión instantánea.

La lectura y la escritura escolar se concentra en la producción y lectura de textos de carácter

utilitario: redacción de cartas, informes, evaluaciones, formularios y redacciones de las que se

evalúan sus aspectos formales. Lectura de manuales, informes y textos literarios en función de un

objetivo pedagógico. La lectura es una actividad sometida a una estrecha vigilancia.

¿Cuándo se leen cuentos en la escuela con el simple objetivo de leer y de pasar un rato

agradable? Haciendo una riesgosa generalización podría decir que en la escuela este tipo de

lectura sólo se realiza en esos diez o quince minutos que a veces sobran de una actividad y el

maestro llena el hueco con una lectura.

Creo que habría que diferenciar el trabajo que se hace en torno a la lectura, con la lectura en si

misma. La lectura de literatura no está asociada con planes, ni evaluaciones, ni con rumbos

prediseñados. Si se lee literatura, no se pueden esperar resultados evaluables, salvo los que se

refieren a aspectos formales. El único camino hacia la lectura es leer. El único resultado tangible

después de la lectura de un texto literario es que se ha estado en relación con un libro. Los

resultados son inconmensurables. No siempre es posible saber cuánto, cuándo y cómo esos

resultados se harán presentes en nuestra vida.


La lectura necesita de un espacio permanente de estimulación. El encuentro de un lector con un

libro que sea de su gusto es un acontecimiento poco probable si no se encara la lectura como una

búsqueda cotidiana. Entre la gran abundancia de libros que se publican hoy en día, muchos se

presentan ante nosotros como una barrera para llegar al que nos va a brindar el placer de leerlo.

Hay que tener la paciencia para buscarlo.

En la escuela y en muchos hogares, falta un espacio para ese tipo de lectura. Me imagino a un

maestro de cualquier área, que todos los días antes de entrar en tema les lee a sus alumnos un

cuento. Al terminar no realiza ninguna pregunta y deja que los niños si quieren hagan

observaciones espontáneas sin tratar de guiar sus comentarios. Luego de unos minutos da inicio a

su clase de matemática o de español o de música o de lo que sea. Esta actividad no le echa por

tierra su planificación a nadie. Ese cuento de apertura cotidiana se transformará en poco tiempo

en una necesidad para todos. Lo esperarán con ansiedad y con el placer de saber que no tendrán

que hacer ningún ejercicio con él. Leer por el placer de hacerlo, escuchar por el gusto de escuchar

un cuento. Sin actividades. Sin imaginarse antes lo que puede ocurrir, sin pensar en lo que se hará

con lo leído. Sin aproximaciones, sin suposiciones, sin cuestionarios de comprensión ni ningún

otro tipo de exigencias por más inteligentes y adecuadas que nos parezcan. Sólo el libre albedrío

de la lectura.

Las formas para seleccionar un libro son muchísimas, y todas son válidas. Hay quien toma un

libro y lo deshecha sólo porque la portada no le gusta, y abre otro al azar y tras leer quince

palabras lo cierra para buscar otro que le llama la atención por sus ilustraciones, pero lee el título

y también lo abandona. El siguiente lo empieza a leer por el final, o por el medio, pero de pronto

le llama la atención el libro que está leyendo otro y se pone a leer por encima del hombro de su

compañero. Así se encuentra un libro. Revisando, desechando, curioseando y comparando.


Si los niños sienten la libertad de elegir el o los libros que se les antoja, según sus propios

métodos, sabiendo que no se les hará ninguna pregunta antes, durante o después sobre lo que han

leído, lo más probable es que si han encontrado algo bello quieran contarlo, compartirlo. Ya

habrá tiempo en otro momento para realizar todas esas actividades a los que los tenemos tan

acostumbrados, pero no con esas lecturas libres. Lecturas espontáneas que han escapado a la

vigilancia del saber y el deber ser.

Pero ¿por qué querría uno transformarse en lector de literatura, si esto no es una condición

ineludible para acceder a la belleza y el conocimiento? Por curiosidad.

Para mí el motivo y el motor de la lectura de literatura es la curiosidad. La curiosidad como

camino nos ha llevado al espacio y al fondo del océano, a la medicina y al arte. Es la curiosidad

la que educa a los niños. Por eso rompen sus juguetes, emprenden exploraciones riesgosas, se

trepan a los árboles y juegan a asustarse. Eso les genera sensaciones, les proporciona información

y los pone a prueba. La curiosidad es la inquietud ante la ignorancia y la emoción del

descubrimiento. Los niños son curiosos y lectores por naturaleza. Un bebé que entre sus juguetes

tenga la suerte de encontrarse con un libro no dudará en tomarlo. Lo morderá, lo chupará, lo

doblará y lo arrojará lejos varias veces para volverlo a alcanzar. Lo rayará con sus lápices de

colores, y quizás hasta le desprenda alguna hoja. Así lee un niño pequeño. Después de unos

meses de tratar al libro sin ningún respeto comenzará a buscar nuevas formas de explorarlo.

Imitará el uso que le dan al libro las personas con las que convive. Irá lentamente descubriendo

las ilustraciones y reconociendo las formas familiares que se esconden allí. Será emocionante

identificarlas, y aún más emocionante será más tarde descubrir lo qué son esas otras formas que

no representan nada conocido: las palabras. Querrá que le cuenten, querrá escuchar. Querrá decir

en voz alta. Querrá entender por su cuenta.


Acostumbrado a los libros desde antes de que surja su conciencia, la persona no recordará en qué

momento la lectura ingresó a su vida con la misma naturalidad con la que adquirió su gusto por

una comida, el placer por ver un programa de televisión, o su entusiasmo por un juego.

Lamentablemente muchos adultos lectores o no lectores de libros, en su afán controlador,

imponen numerosas trabas a la lectura, para que esta se enfoque especialmente en la lectura de

textos utilitarios con el objetivo de formar personas eficaces, productivas y exitosas. La utilidad

nos ha llevado a la guerra y a la destrucción de la naturaleza. El mundo del utilitarismo y los

formalismos se impone al libre albedrío de la imaginación. La literatura siempre está relegada al

arcón de las cosas inútiles por que tiene que ver con el placer. Aquellos que siempre buscan la

utilidad en todas las cosas se vuelven torpes para disfrutar de la literatura. Por eso los lectores y

escritores que sólo esperan una ganancia, se aburren con la lectura de literatura. No le encuentran

utilidad, y lo que no logran comprender es que la belleza que vive en la literatura también es una

ganancia, también es un aprendizaje, también es un fin en la vida.

En la escuela se lee y se escribe continuamente. La escuela hace de la lectura y la escritura su

gran herramienta educativa. Textos técnicos, científicos, humanísticos, musicales, deportivos,

manuales, revistas y periódicos. Pero es en la literatura donde se reúnen todos los lenguajes. Allí

es donde encontramos las llaves para acceder con mayores posibilidades a la compresión de

temas que no son de nuestra especialidad pero que se presentan ante nosotros cotidianamente. En

la literatura está la ciencia, el arte, la psicología, la religión, la historia, las matemáticas, la

ficción, la naturaleza del conocimiento humano. Todo interactuando.

Leer literatura es estar en presencia del mundo conocido, el mundo supuesto y de otros mundos

inexistentes que podrían llegar a ser.

Leer literatura es atreverse a leer la complejidad de todos esos mundos con todos los sentidos y

confiar en su existencia. Leer es creer en la existencia de otro mundo posible.

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