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Dulcinea o el ideal

Mariapia Lamberti
Universidad Nacional Autónoma de México, México, D. F.

...y, así, eso que a ti te parece bacía de


barbero me parece a mí el yelmo de
Mambrino y a otro le parecerá otra
cosa. (I, 25)

Dulcinea representa el caso tal vez más desconcertante en la literatura occiden-


tal. Es personaje y no lo es en la obra inmortal de Cervantes; ya que nunca se llega
a ver ni a tener noticia certera de su existencia, y sin embargo llena de sí toda la
obra, al punto que sería inconcebible el Don Quijote sin la «presencia» constante y
subterránea de Dulcinea; al punto que hay quien puede afirmar que es la verdadera
protagonista de la novela.1
Muchas son las obras de literatura que tienen como protagonista un elemento
no humano (que por lo tanto no se puede definir «personaje»). Es el caso, por ejem-
plo, de Moby Dick; otras obras se desarrollan alrededor de un personaje humano
que aparece fugazmente, o del cual únicamente se habla, pero que no deja de ser
el eje del acontecimiento relatado, su causa inicial, como Elena en la Iliada. Otras
veces el protagonista verdadero es una entidad abstracta, como la Providencia en
la obra cumbre de Alessandro Manzoni, I promessi sposi, que es a la vez tesis, tema
y fuerza coordinadora de la novela: verdadero proto-agonistés, en el sentido griego
de la palabra.
Pero el caso de Dulcinea es diferente. Y lo es porque, contrariamente a los casos
de Melville, Homero y Manzoni, no es creación del autor, de Cervantes, sino for-
mación libre a un tiempo y necesaria del personaje principal. No es por ende Dul-
cinea propiamente una «agonista» en las aventuras de Ingenioso Hidalgo, pues no
actúa; no es un «personaje» porque no tiene máscara, aspecto e identidad definida
fuera de la mente de Don Quijote. Él le da vida y desarrollo con sus palabras; Dul-
cinea vive en su mente y en su corazón, y de allí se proyecta afuera hacia el lector.
John J. Allen,2 en su estudio sobre el «desarrollo» de Dulcinea, se retracta en el
texto afirmando: «Claro que no hay ningún «desarrollo» de Dulcinea en la obra de
Cervantes, en el sentido corriente de la palabra, ya que no existe, ni siquiera como

1. Encuentro por ejemplo, en la vasta bibliografía, un texto de 1947, una conferencia dictada y edita-
da en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, por Emma Prado de Arai, con un título que no deja dudas: «Dulcinea,
protagonista invisible del Quijote».
2. John J. Allen, «El desarrollo de Dulcinea y la evolución de Don Quijote», Nueva Revista de Filología
Hispánica, xxxviii, pp. 849-856.

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un personaje «ausente» en la novela».3 A su vez, Julio Torres, en su estudio exhaus-


tivo y minucioso sobre la relación en la novela de Dulcinea-Aldonza,4 definiéndo-
la en el encabezado «personaje elíptico», precisa al inicio del segundo apartado:
«Estoy llamando por comodidad personaje a Dulcinea, aunque intuyo que no es
correcta la denominación».5 Más adelante, en el inicio del tercer apartado, comenta
que no es un personaje, sino «una especie de esquema».6
La definiré entonces como «figura», ya que es precisamente esto: una imagen,
una idea; pero una idea tan viva y vital, que pronto se escapa a su propio creador,
Don Quijote, que la vive como algo real, o, si duda de su existencia, lo hace en
términos totalmente objetivos: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, si
es fantástica o no es fantástica y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha
de llevar hasta el cabo» (II, 32).7 Olvida Don Quijote que Dulcinea vive en él, y si
es fantástica o no, él solo puede saberlo; y es precisamente él quien nos aconseja
dejar en un sagrado misterio la realidad de tan alta figura.8 En otro aspecto escapa
Dulcinea a su creador: ella inicia su trayectoria vital cuando Alonso Quijano se
transforma en Don Quijote. Vive en el alma del Caballero como Dama de sus pen-
samientos; sin embargo no muere con él, no se desintegra al desaparecer la locura
y el loco.
Esta figura, creada magistralmente en forma indirecta por el genio de Cervantes,
se nos presenta a primera vista en tres aspectos: real, trascendente y ficticio. De la
relación entre los tres surgirá el valor simbólico-alegórico de la figura.9

Aspecto real. Me refiero con este aspecto a la campesina Aldonza Lorenzo, que
es el punto de partida, la materia bruta de la cual se forma la espiritual Dulcinea.
La presentación nos la hace el autor mismo; pero también en esta presentación,
la «moza labradora» no aparece como un elemento de la vida de Alonso Quijano,
como un recuerdo suyo; por lo tanto carece de personalidad y acción, es mera —y
somera— descripción: «Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había

3. Ibid., p. 849.
4. Julio Torres, «Dulcinea del Toboso. El personaje elíptico», Revista de Filología Románica, n. 14, vol II,
1997, pp. 441-455. Los últimos dos estudios citados se remiten en su interior a varios estudios previos
sobre el tema. Las interpretaciones de Dulcinea se multiplican en forma exponencial.
5. Ibid., p. 444.
6. Ibid., p. 446.
7. Empleo para las citas la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico: Miguel de Cer-
vantes, Don Quijote de la Mancha, Barcelona, Instituto Cervantes-Crítica, 1998. Como es habitual, indicaré
únicamente con números romanos la parte primera o segunda, y con arábigos el capítulo en el que se
encuentra el pasaje citado.
8. Julio Torres, en el artículo citado, sugiere en varias ocasiones que Don Quijote es perfectamente
consciente de estar creando juegos, consciente de que «todo es una farsa» (p. 454), incluyendo su pro-
yección de Dulcinea.
9. Para una función irónica o humorística de Dulcinea pueden verse los trabajos de Anthony Close,
«Don Quixote’s love for Dulcinea. A study of cervantine irony», Bulletin of Hispanic Studies, 54 (1973), pp.
237-255 y de Gemma Roberts, «Ausencia y presencia de Dulcinea en el Quijote», Revista de Archivos, Biblio-
tecas y Museos, 82 (1979), pp. 809-826.

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una moza labradora de buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado


aunque, según se entiende, ella jamás se dio cata de ello. Llamábase Aldonza Lo-
renzo [...]» (I, 1).
«A lo que se cree», «según se entiende»: frases que alejan la perspectiva a un
segundo plano, ya dudoso y fabuloso. Se esfuman los contornos de ésta que no es
Dulcinea, pero es sin embargo un necesario origen. Es la primera y única vez que
el autor10 nos habla directamente (aunque detrás de los escudos antes señalados)
de ella. La misma técnica de alejamiento la usa en I, 9, donde, al referir el descubri-
miento del texto de Cide Hamete, dice el autor que el muchacho que se lo vendió,
le leyó entre risas una glosa al margen del manuscrito, de mano desconocida: «esta
Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
mano para salar puercos que otra mujer en toda la Mancha» (I, 9).11 Ya se mencio-
na a Dulcinea, pero en términos de Aldonza. Pero entre el autor y ella está Cide
Hamete, un muchacho que lee, una glosa aljamiada de un desconocido que dice
que «dicen».
Aldonza vuelve a aparecer en boca de Quijote y Sancho, ya en su dimensión de
figura, es decir de su creación. Cuando el Caballero se retira en su penitencia en la
Sierra Morena (I, 25), en un coloquio que tiene con Sancho a propósito de la Señora
de sus pensamientos, las dos imágenes —Aldonza y Dulcinea— se separan para
siempre. Sancho se sorprende que la que «debía ser alguna princesa» sea la «moza
[...] de pelo en pecho» hija de Lorenzo Corchuelo. Afirma: «Bien la conozco», y nos
da de ella una descripción detallada, en términos de robustez y fuerza hombruna.
Su descripción está en plena antítesis con la idealización que desde siglos se hacía
de la mujer, y que el neoplatonismo y petrarquismo renacentista había codificado:
ser etéreo, delicado, cuyas características físicas desaparecen bajo el velo de las
metáforas tópicas. Los detalles que nos da Sancho, relativos a la fuerza física y de
carácter, no contradicen sin embargo, dejándola sencillamente a un lado, la suges-
tión escueta que nos había dado el propio autor: «moza de muy buen parecer».
Don Quijote, que todavía acepta la idea concreta de Aldonza, en su contestación
nos da la clave de su idealización, y de toda idealización. Empieza con un panegí-
rico que rivaliza en corpulencia con la descripción de Sancho. Pero la conclusión
es trascendente: «Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso,
tanto vale como la más alta princesa de la tierra». Para estar enamorado hay que
ser «hombre que tiene valor para serlo». Es un eco claro de las teorías sobre el amor
desde Guinizzelli hasta Marsilio Ficino. Nombra al fin Quijote a Aldonza por la
última vez: «Y así bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo
es buena y honesta [...] y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo
es así, sin que sobre ni falte nada, píntola en mi imaginación así en la belleza como
en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las
famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina» (I, 25).

10. En el caso de Cervantes es impensable valerse del término técnico «narrador»...


11. Todas las cursivas son mías.

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La transfiguración es completa, consciente y voluntaria. Si la descripción rea-


lista12 de Sancho hace de contrapunto cómico, no hay que asombrarse: Sancho
todavía no puede participar de las perspectivas sublimadoras del amo, su «locura».
Pero de aquí en adelante, nótese bien, se referirá a ella siempre como a «mi señora
Dulcinea».
A partir de este diálogo, una cosa queda asentada: Aldonza no es Dulcinea. Dul-
cinea adquiere desde este momento la verdadera dimensión del epíteto que se le
atribuye constantemente: «sin par». Y a la vez se afirma claramente que el Amor es
efecto no de la excelencia de su objeto, sino del valor de quien es capaz de sentirlo,
del sujeto. «Amore e ’l cor gentil sono una cosa», había dicho Dante, parafraseando
a Guinizzelli.

Aspecto trascendente. Llamo así la figura de la propia Dulcinea, la «sin par»,


igual solamente a sí misma, la única que se tiene el derecho de identificar con este
nombre, la que vive de vida propia y poderosa en la mente del Caballero de la
Triste Figura. Hemos visto de qué forma éste opera no una creación ex nihilo, sino
una transformación sublimada de una mujer real, «tomando de ella no su forma
física, sino únicamente el amor vivido».13 Pero Dulcinea no es únicamente idea-
lización de un sentimiento amoroso (por demás dudoso, como sentimiento real).
Es el resorte que impulsa a Don Quijote hacia su empresa caballeresca; es causa
última y eficiente, móvil y fin a un tiempo, alma y vida del Caballero: «Ella pelea
en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella y tengo vida y ser» (I, 30). Don
Quijote la crea por una necesidad íntima, porque de su inicial mediocre sosiego de
hidalgo pobre, pasa a una vida dedicada a la acción, y no hay acción, en el mundo
sublunar, sin fuerza que la desencadene. Dulcinea es el móvil de esta acción en los
diferentes planos en que ésta se desarrolla, paródica o ejemplar, conforme a los
diferentes aspectos que toma en el transcurso de la obra el Caballero andante.14
Ella es la dama de sus pensamientos cuando Don Quijote encarna la parodia de
los Caballeros andantes literarios «porque el caballero andante sin amores es árbol
sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma» (I, 1), y por lo tanto tiene que «buscar una
dama de quien enamorarse» (id.) y a quien dedicar su penitencia en Sierra Morena,
«loco que pretende locura».15 A la misión moral del Caballero, oculta bajo el disfraz
paródico, corresponde la idealización rarefacta de Dulcinea, que alcanza entonces
una dimensión simbólica. Ésta es la verdadera Dulcinea.

12. Como ha dicho Rodríguez Luis: «La selección de Dulcinea, o conversión en ella de la labradora
Aldonza Lorenzo, está vista con agudísima sensibilidad lo mismo que [...] la decidida afirmación del ideal
frente a la realidad que Sancho insiste en presentar a su amo» («Dulcinea a través de los dos Quijotes»,
Nueva Revista de Filología Hispánica, 18 [1965-1966], p. 416).
13. Prado de Arai, op. cit., p. 17.
14. Me refiero aquí a la subdivisión de la figura de Don Quijote en cuatro aspectos, hecha por Ludovik
Osterc en El pensamiento social y político de Cervantes, México, unam, 1976, parafraseando libremente.
15. Sergio Fernández, Las grandes figuras españolas del Renacimiento y del Barroco, México, Pormaca, 1966,
p. 168.

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Pero a este punto cabe una pregunta: si la función última de Dulcinea en el plano
literario —y también en el didascálico implícito en la obra de Cervantes— es la de
símbolo y móvil ideal, y si su vida se desarrolla únicamente en el ánimo del per-
sonaje Don Quijote, ¿qué necesidad tiene esa raigambre terrenal que es Aldonza?
Hemos visto que la una no es la otra, y sin embargo Dulcinea deriva de Aldon-
za, ennobleciéndola como su nombre mismo lo indica.16 La referencia de la figura
ideal a un «doble» real, sirve, a mi parecer, a varios fines, en concomitancia con los
diferentes niveles de significación de la novela, que resumo aquí en los dos funda-
mentales: el paródico y el didascálico. En el plano paródico, el contraste cómico
Aldonza-Dulcinea es evidente y ha sido señalado. Se observa varias veces en el
transcurso de la primera parte de la novela; además de los pasajes citados, tenemos
la alusión al analfabetismo de Aldonza cuando su galante caballero le quiere enviar
una carta redactada en los más puros términos de la tradición literaria caballeresca
(I, 25);17 y la descripción en términos de Aldonza del supuesto recibimiento de di-
cha carta, por parte de Sancho (I, 31). Pero un efecto cómico esporádico no explica
un recurso literario tan complejo como la invención de la existencia concreta de
quien no es más que un pretexto para el ideal. Creo que la razón más importante la
encontramos en el plano didascálico. Una Dulcinea fruto únicamente de la mente
de Don Quijote hubiera perdido parte de su fuerza y de su pujanza, y fácilmente
se hubiera reducido a una irrealidad intrascendente, una alucinación de visionario.
La Dulcinea simbólica y ejemplar, la que se ofrece como modelo, gana en evidencia
teniendo esta posibilidad, aunque ambigua, de existencia concreta; y la posibilidad
de ser pensada y entendida en forma concreta por mentes (como, emblemática-
mente, la de Sancho) poco aptas a la sublimación. Al sentirla tan viva en sí, puede
Don Quijote hablar de ella en términos objetivos, sin que ello signifique un remate
de su locura, que, como sabemos, colinda demasiadas veces con una profunda
sabiduría y una moralísima cordura. Puede decir: «ni yo parí ni engendré a mi se-
ñora» (II, 32) en el momento mismo en que la va a ensalzar e idealizar en extremo.
La presencia de Aldonza favorece una necesaria ambigüedad para que lo ideal no
nos parezca algo abstracto y como tal lo rechacemos; y para que al mismo tiempo
nos recordemos siempre de la realidad decepcionante que se opone a todo ideal,
y que demasiadas veces corresponde a la realización concreta del ideal, religioso o
político que sea.
En el plano literario, además, la presencia de Aldonza sirve para que los demás
personajes se sientan intrigados por Dulcinea, a la que sólo pueden concebir como
persona física o como invención fantástica, y ora tratan de negar su existencia, sin

16. Me fundamento sobre el estudio etimológico, convincente, que hace Rafael Lapesa en el capítulo
«Aldonza-dulce-Dulcinea» de su estudio De la Edad Media a nuestros días, Madrid, Gredos, 1967, pp. 212-
218.
17. Aunque Francisco Rico, en la nota 81 a I, 25, p. 282 de la edición por él comentada, notifique: «Se
ha notado al propósito que saber leer y escribir podía ser interpretado como un desdoro», nos atrevemos
a afirmar que esta alusión a la falta de letras hace parte del contraste cómico Aldonza-Dulcinea; de hecho,
el mismo comentador, en la nota 108 al mismo capítulo, p. 286, recuerda la carta que Oriana le escribe a
Amadís, fuente de algunas expresiones que Quijote usa en la suya a Dulcinea. Entonces para Oriana es
evidente que la escritura no era «desdoro».

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lograrlo, ora le dan cuerpo para negarle alma, sea recurriendo a la identificación
con Aldonza, sea simulando su concreto ser físico, siendo cada vez desmentidos.

Aspecto ficticio. Como acabamos de decir, gracias a la proyección totalmente


objetiva que Don Quijote hace de Dulcinea, los demás personajes que lo oyen
hablar de ella la toman por un ser real, cuyas características son hiperbolizadas por
el amor de su fiel caballero. Otros, paladines de un mezquino realismo que luchan
contra la «locura» de Don Quijote —el Cura, el Barbero, Sansón Carrasco—, locura
demasiado elevada para que la comprendan y la acepten, atribuyen Dulcinea a su
fantasía.
Pero dos personajes (tres numéricamente, dos como entidades) sienten necesi-
dad de dar mayor cercanía a la lejana Dulcinea, mayor tangibilidad a lo abstracto,
aunque por motivos opuestos. De un lado Sancho, el ser más cercano a Don Qui-
jote, el único que lo ama de verdad; del otro los Duques, antítesis del Caballero de
la Triste Figura, como representantes de la sociedad injusta contra la que él lucha, y
sus crueles burladores. Ambos mienten, simulan a sabiendas y con toda mala fe la
concreta presencia de Dulcinea. Sólo que Sancho lo hace para complacer a su amo,
y los Duques para mofarse de él y de Sancho en la forma más cruel e hiriente, en
sentido moral cuanto físico. Estas simulaciones —groseras las dos: la de Sancho,
como conviene a su personalidad, ofensiva la de los Duques— podrían rebajar de
su altura la imagen ideal de la Dulcinea trascendente. Rebajarla, digo, a los ojos
del lector o de Don Quijote, que son las dos entidades más comprometidas con
Dulcinea. Sin embargo, como la figura de Dulcinea cobra estatura precisamente de
la competición concreta con Aldonza, queda intacta frente a los ataques de estas
falsas Dulcineas, reafirmando su valor ideal.
La primera vez miente Sancho diciendo de haber visto a Dulcinea y haberle
entregado la carta que Don Quijote le escribiera en Sierra Morena. Lo hace porque,
dispuesto a cumplir su mandato, si bien sin saber cómo, ha sido disuadido por el
Cura y el Barbero, y quiere con este engaño convencer a su señor a que abandone
su retiro en la Sierra. El relato no lo empieza Sancho, pues es Don Quijote que le
pregunta, en sus términos idealizantes, «qué hacía aquella reina de la hermosura»,
si estaba «ensartando perlas o bordando alguna empresa con oro de canutillo». Al
contestar, Sancho reduce las imágenes sublimadas de Don Quijote en términos de
Aldonza: «No la hallé [...] sino ahechando trigo» (I, 31).
Se inicia aquí un duelo de imágenes: las ideales y fantásticas del Caballero, y
las correspondientes realistas, pero —paradójicamente— no menos fantásticas del
escudero. Sancho se porta aquí como el discípulo de una doctrina iniciática que
quiere materializar lo que, de lo espiritual, su intelecto no logra alcanzar; pero que
de todos modos ya ha aceptado vivir la dimensión mistérica. En efecto Sancho es,
y voluntariamente, discípulo de Don Quijote y de sus altos ideales.
Quijote no rechaza, nótese bien, las imágenes de Sancho: únicamente las modi-
fica o las interpreta según la imagen de Dulcinea. Acepta que esté ahechando trigo,
pero «los granos de aquel trigo eran granos de perlas tocados por sus manos» (id.).
O por lo menos era trigo de la mejor calidad. El «olorcillo hombruno» que Sancho

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contrapone al «olor sabeo» sugerido por Don Quijote, ha de haber sido el propio
olor de Sancho, porque bien sabe el Caballero «a lo que huele aquella rosa entre es-
pinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído». Y el «pan y queso» que según
Sancho ella le había dado en albricias, en lugar de la «rica joya» que presuponía el
Caballero, es sin embargo señal que la dama es «liberal en extremo». La imagen de
Dulcinea queda intacta, gracias al poder de la idealización.
La segunda mentira de Sancho tiene un origen parecido: insiste su amo en vi-
sitar a su señora en el Toboso (II, 10), y el fiel escudero, conociendo la capacidad
de transformación hacia lo alto que tienen los ojos de su amo, para salvarse de su
apuro, le indica a Dulcinea y sus damas de honor en tres zafias (y comiquísimas)
labradoras, describiéndolas con todos los tópicos de hermosura que ha aprendido
en la larga convivencia con su amo. Su coartada es perfecta: Sancho no es amigo de
riesgos, y él mismo nos explica que si Quijote no creerá a sus palabras, sino a sus
propios ojos, creerá en algún encantamiento. Es lo que en efecto sucede; Sancho,
como el lector, como el autor, sabe muy bien que el ideal de Don Quijote no cede
frente a ningún ataque envilecedor. La integridad de Dulcinea es salva otra vez:
los ojos del cuerpo ven lo corporal, decepcionante; los del espíritu contemplan,
intacta, la imagen espiritual.
El plano literario es de lo más complejo: se trata de una mistificación de lo fan-
tástico hecha por un personaje a espaldas de otro. El lector, a su vez, conoce la
artimaña desde el principio, y por lo tanto no puede más que reconocer la intangi-
bilidad del fantasma quijotesco. En el nivel de la ficción narrativa, Quijote no cae
en la mistificación, sino que la elude, con un viraje magistral, sin negar la realidad
que ve, pero sin negar tampoco su realidad interior, a la cual reconduce, inter-
pretándolo, el pretendido engaño. Para él también la figura de Dulcinea se queda
incorrupta, incapaz de ser corporeizada. Cuanto más nos acercamos a una posible
confrontación de Dulcinea con su doble real (la visita al Toboso, lugar de Aldon-
za), tanto más nos alejamos de la realidad, para encerrarnos en un mundo que no
admite otras reglas que las de la mente de Don Quijote. La imagen de la Dulcinea
encantada se graba tan profundamente en el alma de Don Quijote, que en esta
forma la ve en la cueva de Montesinos, mundo totalmente fantástico, donde su
imaginación bien hubiera podido dar un rostro a la sombra. Pero, literariamente,
Dulcinea no necesita rostro, pues su calidad esencial de símbolo no lo permite.
Sin embargo, nos encontramos, en un punto crucial de la novela, con una fal-
sa Dulcinea que sí tiene rostro y hermosura. Los duques preparan una costosa
máquina para presentar a Don Quijote su Dulcinea que pide ser rescatada de su
encantamiento a costa de las posaderas de Sancho. Los Duques saben que Sancho
es el verdadero artífice del «encantamiento», y a él le piden, aunque cruelmente, el
sacrificio liberador. La imagen que han contrahecho es la de una «ninfa vestida de
mil velos de plata [... que] traía el rostro cubierto con un transparente y delicado
cendal» a través de cuyos hilos «se descubría un hermosísimo rostro de doncella»,
la cual, «quitándose el sutil velo del rostro, le descubrió tal, que a todos les pareció
más que medianamente hermoso» (II, 35). ¿Puede haber encontrado, la sin par,
mujer que se le asemeje y pueda ser confundida con ella? El «desenfado varonil»

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que la hermosa ninfa demuestra acto seguido, nos empieza a iluminar, además
de recordarnos el episodio paródico de la marimacha descripción de Aldonza por
parte de Sancho. Lo sabremos en el capítulo siguiente que la Falsa Dulcinea era un
mancebo.
Por un lado, para el lector no hubo comparación femenina con Dulcinea; y la
bajeza del engaño, ofensiva por el trueque de sexos, hace resaltar aún más la figura
de la Dulcinea que no admite límites concretos a su belleza. Por el otro lado, el de
Don Quijote, notamos una extraña ausencia de emoción. Ya sabemos que para él
todo lo que se presenta ante sus ojos tiene valor de realidad, aunque lo interprete
según sus propios cánones. Esta Dulcinea de teatro es entonces algo real para él, y
sin embargo no se fija en la figura viva y, a pesar del sexo equívoco, hermosa, que
tiene a la vista; sino que olvida el «contento que pudiera dar[le] ver en su ser a [su]
señora», que tan fuerte se anticipaba a la hora del «encantamiento». Su atención se
concentra en Sancho: primero para increparlo por su renuencia a vapulearse, luego
«dándole mil besos en la frente y en las mejillas» cuando por fin el escudero acepta
liberar a «su» Dulcinea. El Caballero que se había hincado frente a las zafias y ma-
lolientes labradoras, creyendo presente en ellas, por encantamiento, a su señora,
no dobla ahora las rodillas delante de este innoble disfraz, aunque tenga la «gar-
ganta atravesada», aunque crea en la verdad de la visión y del posible desencanto.
La imagen que prevalece, que cuenta, es la interior, la ideal.
En este punto hay que subrayar un elemento importante. Aldonza desaparece,
se borra detrás de Dulcinea en el momento que hemos señalado. Por otro lado,
Quijote alimenta en sí la imagen que se ha forjado, cuya idealización crece pro-
gresivamente. El contraste, la dialéctica, se desplaza de Aldonza-Dulcinea a ver-
dadera-falsa Dulcinea. Esas falsificaciones cobran siempre mayor importancia. El
duelo verbal entre Quijote y Sancho sobre el episodio de la entrega de la carta, no
se limita al capítulo señalado, sino que vuelve a brotar de vez en cuando; las inter-
pretaciones que da Quijote a los detalles de Sancho son siempre más idealizadas,
hasta el grado de pensar que Dulcinea haya sido víctima de un encantamiento tam-
bién a los ojos de Sancho: «que pues a mí me la mudaron, no es maravilla que a él
se la cambiasen» (II, 32). La Duquesa, que con retruécano estructural típico de Cer-
vantes, no es sólo personaje, sino también lectora de la primera parte de la novela,
insiste, aun sabiendo al igual que nosotros los reales términos del asunto, en saber
más detalles. Ella es también la que confunde las ideas de Sancho sobre la realidad
del «encantamiento». Aldonza se le olvida por completo, y la Dulcinea encantada,
la simulada, es ahora su verdadero contrincante. Sancho, en su visita al Toboso,
dice que «así sé yo quién es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo» (II,
9). Y dice la verdad, pues otra cosa es Aldonza (a quien afirmó anteriormente co-
nocer), y muy otra Dulcinea, así como otra cosa es el fantasma quijotesco, y otra
el que imprudentemente él, Sancho, ha creado. Hay que notar que en esta misma
visita al Toboso, también Don Quijote, que había mantenido constantemente la
afirmación de conocer a su Señora, ahora afirma no haberla visto nunca, amarla
sólo «de oída y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta». Y no sólo. Dice a
Sancho: «¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto la sin

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par Dulcinea [...]?». No, nunca se lo había dicho. Pero ahora en él la idealización es
completa, y la imagen se despega totalmente de la realidad. Y puede rememorar
el trigo ahechado de la primera falsa visita de Sancho; nada va a rebajar ya a su
Dulcinea, como no la rebajarán las imágenes contrahechas que le presentarán «sus
enemigos» más adelante.
En estos engaños tenemos una lucha entre dos imágenes irreales: una envilecida
y materializada, la otra rarefacta y sublime. Esta última es la que nace del alma
de Don Quijote, y vive en un plano trascendente. Sin embargo, la otra también es
interiorizada por él, y por ende la lucha se desarrolla en el ánimo del Caballero:
«Ella es la encantada, la ofendida, la mudada, trocada y trastocada, y en ella se han
vengado de mí mis enemigos, y por ella viviré yo en perpetuas lágrimas, hasta verla en
su prístino estado» (II, 32). Palabras cuya significación profunda se puede intentar
interpretar analizando el origen, las características y la simbología de Dulcinea.

Dulcinea: símbolo y alegoría. Pero ¿qué simboliza Dulcinea? ¿Puede acaso


simbolizar, como pretende Unamuno,18 la gloria y la fama, constantes preocu-
paciones de Don Quijote, ideales últimos del Renacimiento? ¿O sencillamente el
Amor, como lo prospecta Julio Torres,19 y como se pregunta Torrente Ballester?20
Nuestro Caballero nos da la contestación a la primera hipótesis, hablándonos de la
«vanidad de la fama, que [...] en fin se ha de acabar con el mesmo mundo» (II, 8). La
gloria mayor nos viene, según nos sigue diciendo, de las victorias que se obtienen
sobre las bajas pasiones y las inclinaciones viles de nuestro ser carnal. Asimismo,
en respuesta a la segunda hipótesis, nos indica qué es para él Dulcinea: «idea de
todo lo honesto y provechoso y deleitable que hay en el mundo» (I, 43). Dulcinea
es entonces para él el Bien en el mundo, que en fin coincide con la que es su misión
proclamada y reconocida: «desfacer agravios y enderezar entuertos», y «por querer
del cielo [...] en esta [...] edad de hierro [...] resucitar [...] la dorada o de oro» (I, 20),
finalidad que se desprende también del pensamiento general de Cervantes.21
Si el bien en la tierra es el ideal de Don Quijote en lo profundo, y el ideal de
gloria en lo paradójico, el sentido genérico del símbolo-Dulcinea sería, entonces,
podríamos decir, el Ideal. Cada hombre capaz de sentir un Ideal (que tenga, es
decir, el valor de amarlo), se comporta como Don Quijote con Dulcinea: este ideal
está en la cima de sus pensamientos, a él se dedica, por él lucha, vive y muere, sin
importarle peligro o escarnio, sin ver, a veces, el miserable estado en que su ideal
—religioso, humano, político— se transforma cuando baja en la realidad o alguien

18. «Todos estamos enamorados de la gloria, los que lo estamos, sin que jamás la hayamos visto en
vida», Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho (1905), Madrid, Espasa-Calpe 196112, II Parte,
cap. 4. De hecho, la define «Dulcinea de la Gloria».
19. Torres, op. cit., p. 454.
20. Torres (ibid., p. 447) comenta las consideraciones de Torrente Ballester en su apartado «La com-
plicada invención de Dulcinea» de El Quijote como juego (Madrid, Guadarrama, 1975). Su opinión es que
Torrente continúa identificando Aldonza con Dulcinea, y por eso sus conclusiones resultan falseadas. La
discusión no acaba...
21. Me refiero otra vez a la citada obra de L. Osterc y a la de Américo Castro, El pensamiento de Cervan-
tes, Barcelona, Noguer, 1972.

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lo manipula; y será siempre dispuesto a atribuir lo sucedido a los «malos encan-


tadores», o sea a algunos errores que no tocan la sustancia de su Ideal. A la luz de
esta interpretación se puede entonces entender el por qué de la oposición repetida
entre Dulcinea y su realidad material o sus mistificaciones. Al mismo tiempo, el
Ideal necesita una fe inquebrantable y absoluta: no olvidemos lo que dice Quijote,
en el comienzo mismo de sus andanzas, a los mercaderes, antonomásticamente
representantes de una concepción materialista de la vida, tratando de obligarlos a
aceptar su Ideal: «si os mostrara [su imagen], ¿qué hiciérades en confesar una ver-
dad tan notoria? La importancia está en que sin verla, lo habéis de creer, confesar,
afirmar, jurar y defender» (I, 4).
Por varios motivos entonces afirmo que Dulcinea es también la última Dama
del amor cortés en su versión más espiritualizada, que es la del Dolce stil novo: por
no representar, como las mujeres angelicales cantadas por aquellos lejanos poetas,
un ideal específico —mistérico en Cavalcanti, religioso-político en Dante, moral
en Petrarca—, sino la esencia misma del Ideal; porque el ser etéreo e inalcanzable
de aquéllas, que sin embargo tenían su identidad concreta, llega al extremo de la
incorporeidad e inexistencia. Y porque en fin, se levanta ya contra ella y lo que
ella simboliza, el enemigo destinado a destruirla, señal de los tiempos nuevos: la
realidad, el realismo.

La muerte del héroe no significa la muerte del Ideal. En la primera parte de la


novela, Don Quijote conoce a Dulcinea (o sea, conoce a su doble físico, su punto
de partida para existir), pero no la busca: encontrar a este doble físico equivaldría,
hemos visto, a destruir la imagen ideal. Por lo tanto, el caballero se aleja de su
dama para buscar las hazañas que lo hagan digno de ella. En la segunda parte, el
caballero, como se ha comentado, afirma no conocerla (y es cierto, pues la transfi-
guración Aldonza-Dulcinea se ha completado): «En todos los días de mi vida no he
visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y [...] sólo
estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta» (II,
9); y sin embargo la busca ansiosamente: primero en el Toboso, y luego, cumplido
el sacrificio para desencantarla, en todos los rincones, en todas las mujeres: «no
topaba mujer ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso» (II, 72).
Siente la necesidad de tocar con la mano su esfuerzo hacia el Ideal. ¿Estamos acaso
cerca del supremo desengaño? Lo habría si la realidad ganara, si Dulcinea volviera
a ser simplemente la «moza labradora de muy buen parecer» al momento en que
Don Quijote vuelve a ser Don Alonso Quijano. Sabe Don Quijote que «no tiene
que ver más a Dulcinea» (II, 73) en el momento de entrar al pueblo; y en efecto
Don Quijote muere al reconocerse Alonso Quijano, y Alonso Quijano muere al no
poderse ya reconocer en el «loco» Don Quijote.
Alonso Quijano muere renegando de su pasada locura: o sea, de los libros de
caballería que habían sido causa de ella y pretexto de parodia para un profundo
análisis de la condición humana y social. Pero no reniega de sus ideales, no reniega
de Dulcinea. El mismo defensor del obtuso materialismo, Sansón Carrasco, al mo-
mento de derribarlo como caballero de la Blanca Luna, le había dicho: «viva, viva

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en su entereza la fama de la hermosura de la Señora Dulcinea del Toboso» (II, 73).


Y ahora, al momento de esta muerte por melancolía, usa el nombre de Dulcinea
para despertar en el ya cuerdo hidalgo el amor a la vida, y lo mismo hace Sancho:
es el último llamado al amo para que vuelva a ser el idealista caballero defensor de
la justicia y del Bien en la tierra o por lo menos un idealista pastor contemplador de
la Belleza. Alonso Quijano no responde al llamado, pero la imagen ideal de Dulci-
nea no vuelve a bajar a la humilde labradora que le dio pretexto para nacer y tomar
vuelo. Alonso Quijano muere sin alcanzar su Ideal, pero sin destruirlo tampoco. El
Ideal vence la realidad evitándola, manteniéndose en su esfera abstracta intocable.
Si es cierto que el nombre corresponde a la identidad de cada uno, Don Quijote
muere llamándose Alonso Quijano «el Bueno»; «renombre» que le dieron «sus cos-
tumbres», como él mismo nos dice, y el lector no ignora. ¿Sería su bondad el ideal
alcanzado? Así lo siento yo, aunque probarlo sería difícil. Una cosa es objetivamen-
te indudable: Cervantes no quiso, junto a Don Quijote, dar muerte a Dulcinea. El
«mensaje» profundo de toda su obra es ideal, es un impulso hacia el Ideal: y el Ideal
no muere.

Bibliografía
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Revista de Filología Hispánica, XXXVIII (1990), pp. 849-856.
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