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Título: Justicia a la conciencia


Autor: Nino, Carlos S.
Publicado en: LA LEY1989-C, 1197 - DPyC 2017 (julio), 10/07/2017, 251
Cita: TR LALEY AR/DOC/1046/2001
Con el fallo Portillo del 18 de abril de 1989 (L.XX p. 391 -ver este tomo p. 405-) la Corte Suprema de
Justicia de la Nación sigue contribuyendo, junto con los otros poderes del estado nacional, a sentar ciertos
principios fundamentales que hacen al reconocimiento pleno de derechos individuales básicos.
Se trata de un caso de objeción de conciencia, en el que se plantea la constitucionalidad de la condena como
desertor de alguien que no se presentó a hacer el servicio militar, objetando que su condición de católico le
impedía hacer uso de las armas.
Como se sabe la objeción de conciencia ha planteado arduas discusiones teóricas (1) y también ha dado
lugar a controvertidas decisiones judiciales (2). En nuestro país, el Poder Ejecutivo Nacional ha enviado al
Congreso de la Nación el 20 de diciembre de 1984 (mensaje 3948) un proyecto de ley que reconoce a la
objeción de conciencia como excepción a la obligación de hacer el servicio militar obligatorio, cuando ello está
debidamente fundamentado en razones éticas o religiosas, estableciéndose para esos casos un servicio social
alternativo de más prolongada extensión. El proyecto no fue tratado oportunamente por la Cámara de Diputados
de la Nación, habiendo expirado el plazo para hacerlo.
1. El tema presenta una serie de cuestiones muy complejas de filosofía moral y política que es necesario
analizar aunque sea sumariamente, dado que no hay proposiciones jurídicas justificatorias que no dependan de
consideraciones axiológicas. Como lo he tratado de fundamentar en otro lugar (3), ello es así porque o bien las
normas jurídicas son concebidas como reducibles a ciertos hechos (prácticas sociales, actos lingüísticos, textos)
que como tales no permiten inferir juicios normativos como los que constituyen el contenido de una decisión, o,
si son concebidas ellas mismas como proposiciones deónticas, ellas no pueden ser identificadas como normas
jurídicas por su contenido sino por el hecho de que son aceptadas en el razonamiento práctico de jueces y otros
individuos por haber sido formuladas por cierta autoridad. Esto depende, en última instancia, de aceptar ciertos
otros juicios normativos que legitiman esa autoridad y que son de carácter moral, ya que las premisas
normativas últimas del razonamiento práctico justificatorio deberán ser aceptadas por sus méritos intrínsecos y
no por haber sido formuladas por otra autoridad (éste es el rasgo distintivo de la moral destacado por Kant con
el concepto de autonomía y al que luego me voy a referir).
Aparentemente, reconocer la objeción de conciencia implica plegarse a un relativismo ético que sostiene que
la validez de los principios éticos es relativa a cada individuo o sociedad, por lo que cada uno actúa
correctamente cuando lo hace conforme a sus principios morales y que, en consecuencia, no se puede imponer a
los demás nuestros propios principios.
La debilidad de este enfoque filosófico es tan obvia que parece hacer perder sustentación a la objeción de
conciencia (4): Si bien el relativismo podría ser plausible como una posición de ética descriptiva o sociológica
que simplemente tome en cuenta la variación de creencias morales en diversas épocas y sociedades (lo que aún
es cuestionable si nos referimos a ideas morales básicas y no a principios derivados sobre la base de diversas
creencias fácticas) ella es insostenible como posición de meta-ética -acerca del análisis y fundamento de los
juicios de valor- o como posición de ética normativa -acerca de qué acciones o instituciones son correctas o
incorrectas-.
Sostener que la validez de los juicios morales varía con la persona que los formula o con la sociedad en cuyo
medio puede implicar que es condición suficiente para la validez de un juicio moral el que una persona o
sociedad lo acepte. Pero ello nos compromete a sostener juicios morales contradictorios (por ejemplo, "yo creo
que la pena de muerte es injusta y por lo tanto acepto que es verdad que la pena de muerte es injusta, pero dado
que hay gente como Kant que piensa que la pena de muerte es justa también debo aceptar que es verdad que la
pena de muerte es Justa"). En segundo lugar, puede implicar la tesis anterior pero con el agregado de la tesis de
que el ámbito de validez del juicio moral se limita a la persona o sociedad que lo acepta. Esto supone, sin
embargo, desconocer los rasgos formales de generalidad y universalidad de los juicios éticos de acuerdo a los
 

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cuales ellos no toman como circunstancias relevantes las que sólo pueden designarse con nombres propios o
descripciones definidas y ellos se aplican a todas las situaciones que no difieran en circunstancias que son
relevantes según los mismos juicios. Por otra parte, es claro que este análisis de ser cierto haría imposible la
discusión moral interpersonal o intersocial, ya que todos los juicios que uno formule en el contexto de tal
discusión se referirían solamente a sus propias acciones. En tercer lugar, el tratamiento que el relativismo hace
de la validez de los juicios éticos puede implicar que cuando se predica validez o verdad de los juicios morales
se lo hace en un sentido distinto según sea la persona que habla o de quien se habla (cada una de estas
alternativas es diferente y tiene dificultades diversas), de modo que cuando yo digo que es verdad que la pena de
muerte es injusta estoy empleando un sentido diferente de verdad ("verdad-para-Nino") del que empleaba Kant.
Por cierto que esto asegura que las controversias éticas no sean más que equívocos verbales, ya que cada uno
estaría diciendo algo distinto cuando defiende la validez de sus juicios morales.
Muchas veces, cuando se defiende el relativismo desde el punto de vista meta-ético, lo que se quiere
defender es una posición escéptica -según la cual, y a diferencia de las posiciones recién expuestas- no hay
criterios intersubjetivos de validez de los juicios morales. Pero esta posición conduce a alguna de estas dos
alternativas: en primer término, a un nihilismo moral, ya que sería pragmáticamente inconsistente aceptarla,
aceptar también criterios de racionalidad sobre las condiciones para emitir juicios y formular al mismo tiempo
juicios morales. Alternativamente, la posición puede conducir a un dogmatismo moral, si es que no se acepta el
segundo presupuesto, ya que habría que aferrarse a juicios morales sin estar dispuesto a discutir sus
fundamentos. Esto ocurre, desde ya, con teorías expresivistas o prescriptivistas que ven a los juicios éticos como
exteriorizaciones emocionales o exigencias de comportamiento, dejándonos en la incógnita de por qué
deberíamos prestar atención a tales muestras de emoción o a prescripciones de quienes no tienen autoridad
alguna para formularlas.
Como el relativismo se defiende en el plano de la ética normativa implica o bien un conservadorismo moral
absoluto -la prescripción de actuar como la mayoría dé cada sociedad lo hace- o si no conduce a posiciones
inconsistentes -como la defensa del relativismo- como una forma de promover la democracia o la tolerancia, los
que, contradictoriamente, no son vistos como valores relativos que tienen igual validez que el autoritarismo y la
intolerancia.
Pero estas razones, que sintetizan un tratamiento que requiera mucha mayor extensión, es, entonces, que si la
objeción de conciencia debe ser reconocida en el marco de una concepción liberal de la sociedad ello no puede
serlo sobre la base de la proposición de que la validez de los principios morales que un orden jurídico pretende
establecer está limitada a las personas que los sustentan. Frente a esta proposición, la respuesta obvia sería que,
si ella fuera cierta, el juicio de que la objeción de conciencia debe ser reconocida tiene una validez limitada a la
persona que lo sustenta.
2. Creo, en cambio, que el apoyo a un reconocimiento limitado a la objeción de conciencia está dado por lo
que constituye el valor central en una concepción liberal de la sociedad y que es muchas veces confundido
incorrectamente con un principio relativista: el valor de la autonomía personal concebido como un valor
objetivo que no depende de las preferencias y actitudes de la gente.
Es importante repasar (5) cómo, según me parece, se puede fundamentar este valor de autonomía personal,
puesto que de ese repaso surgirán la justificación y también los límites de la objeción de conciencia.
Todo principio moral se defiende o se impugna en el contexto de la práctica social del discurso o discusión
moral, tomando en cuenta presupuestos y criterios de validación distintivos de esa práctica. Uno de los
presupuestos fundamentales de la práctica del discurso es el valor de la libre aceptación compartida de
principios para guiar acciones y actitudes: sin la aceptación de ese presupuesto nuestra participación en el
discurso no tendría sentido o no sería una participación genuina y honesta ya que no estaría dirigida a convencer
a otros. Esto implica que en nuestra participación sincera en la práctica de la discusión moral aceptamos
tácitamente el valor de lo que Kant llamó "autonomía moral", es decir la libre aceptación, sobre la base de
razones y no de prisión, coacción, autoridad, impulsos, etc., de principios de conducta, de modo que es
pragmáticamente inconsistente participar del discurso para rechazar ese principio de autonomía moral.
 

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Este valor de la autonomía moral no debe confundirse con el relativismo ético en ninguna de sus variantes:
el que sea valioso que los individuos actúen sobre la base de principios libremente aceptados no quiere decir que
esos principios sean automáticamente válidos en virtud de esa aceptación. Esto puede parecer paradójico, pero el
desconcierto desaparece apenas observamos cómo el valor de autonomía moral juega diferentemente según el
tipo de principio o pauta moral que sea objeto de la aceptación libre de los individuos.
Hay principios que podemos llamar intersubjetivos porque ellos regulan o valoran acciones que afectan, en
forma positiva o negativa, los intereses de otros individuos, por ejemplo el principio que prohíbe malar o un
principio opuesto que permite matar en ciertas circunstancias. Hay otros principios que podemos llamar
autorreferentes porque ellos regulan o valoran acciones por el efecto que tienen en la propia vida o en el carácter
moral del agente, por ejemplo, el ideal del buen patriota o de una persona íntegra (por supuesto, ambos tipos de
pautas pueden referirse total o parcialmente a las mismas conductas -la de matar, por ejemplo- pero ellas se
distinguen por el tipo de electos que toman en cuenta para valorar o regular esa conducta -efectos referidos a los
intereses de otros o al carácter moral del mismo agente-).
Como se refiere al primer tipo de principios el valor de la autonomía moral tiene la curiosa implicación de
limitarse a sí mismo, ya que la actuación sobre la base de principios libremente aceptados puede afectar la
misma posibilidad por parte de otros individuos -como sería, por ejemplo, un principio que permitiera matar a
individuos con ciertas características-. Por lo tanto, el mismo principio de autonomía moral permite restringir las
actuaciones sobre la base de ciertos principios, los que además son inválidos precisamente porque se oponen a
ese valor de autonomía moral presupuesto en el discurso.
Claro está que dado que la exclusión de principios como el que permite matar, y en consecuencia la
imposición de la prohibición de matar, supone hacer un balance entre la autonomía que se gana permitiendo a
los individuos actuar sobre la base de ese principio y la autonomía que se pierde al afectar esa actuación la
libertad de otra gente, es necesario recurrir a algún otro principio sobre la distribución de autonomía. En otro
lugar (6), me he apoyado en otra idea fundamental del liberalismo kantiano -la segunda formulación del
imperativo categórico según la cual los hombres no deben ser usados sólo como medios sino también como
fines en sí mismos- para defender un principio de inviolabilidad de la persona que proscribe disminuir, por
acción u omisión, la autonomía de los individuos para que otros individuos gocen de mayor autonomía que la de
ellos.
Yendo ahora a los principios o ideales autorreferentes, el valor de la autonomía moral juega en una forma
radicalmente distinta que cuando se trata de principios intersubjetivos: él ya no se puede autolimitar, puesto que
tales ideales no toman en cuenta los efectos de las acciones en los intereses de otras personas sino en la propia
vida y carácter del individuo y, por lo tanto, ya no se puede alegar que se afecta la autonomía de otros para
limitar la del agente (queda sólo el caso en que la autonomía del propio agente pueda estar afectada, lo que
podría dar lugar, bajo condiciones muy excepcionales, a un paternalismo legítimo, que difiere del
perfeccionismo que pretende imponer al individuo una cierta concepción del bien) (7). De aquí se infiere
entonces el valor irrestricto de la autonomía personal o sea de la libre ejecución de ideales del bien personal o de
excelencia humana.
Esto tampoco implica, por supuesto, un relativismo respecto de esos ideales, que los haría válidos por el
hecho de ser aceptados por alguien, o un escepticismo, que rechazaría que puedan ser válidos o inválidos. Lo
que sí implica es que si hay ideales que son válidos es condición de su validez el que sean aceptados libremente,
puesto que de otra forma esos ideales no estarían satisfechos; habría un mero comportamiento externo que sería
expresión de hipocresía o de temor pero no de la convicción espontánea que los ideales prima facie válidos
parecen exigir.
¿Qué conclusiones se puede inferir de este análisis respecto de los alcances y límites de la objeción de
conciencia? En primer lugar, no se les puede imponer a los individuos concepciones del bien o ideales
personales sobre la base de que ellos son válidos y que el individuo que los desconoce con sus actos está
incurriendo en un proceder vicioso o autodenigrante. Una ley que estuviera destinada a imponer esos ideales
sería una ley ilegítima desde el punto de vista de una concepción de la sociedad basada en el reconocimiento de
 

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derechos individuales. En consecuencia parecería prima facie legítimo, sujeto a las consideraciones que veremos
más adelante, que el sujeto se exima y se lo exima de cumplir con una ley que implica imponer un ideal personal
que al que él no adhiere.
Pero, en segundo lugar, es muy claro que cualquier conducta que satisfaga o contraríe algún ideal de
excelencia humana generalmente tiene algún efecto, directo o indirecto, beneficioso o perjudicial, para terceros.
Aun las acciones más autorreferentes, como la lectura de libros, pueden, a través de alguna cadena causal más o
menos intrincada, producir algún daño o beneficio para los intereses de terceros. Si fuera suficiente que se
produjeran tales efectos externos para justificar la interferencia con la libre elección del individuo, incluso a
través de la intervención del estado, no habría espacio alguno para la autonomía personal.
Por eso es importante tomar en cuenta dos tipos de consideraciones para juzgar una ley que interfiere con la
libre elección de planes de vida ideales de excelencia personal so pretexto de cuidar los intereses de terceros: En
primer término hay que tomar en cuenta cuál es la razón real para dicta la ley; si es efectivamente la protección
de terceros o si ello es una excusa para imponer ideales de virtud a los destinatarios. En segundo término, es
necesario hacer un balance entre cuán importante y cuán directamente provocado es el daño a terceros y cuán
central es para el ideal del bien que sustenta el individuo la acción en cuestión (8). Si se quiere respetar el
principio de inviolabilidad de la persona antes mencionado, este balance no debe hacerse en forma agregativa
sino tomando en cuenta pares de individuos, comparando el daño de uno con la frustración del plan de vida del
otro. Esto puede llevar, como veremos más adelante, a reajustar el alcance de una ley en principio legítima de
modo de minimizar el daño a terceros sin invadir gravemente la libertad del individuo para elegir y materializar
su propio plan de vida.
3. Pero todas las consideraciones anteriores se hacen tomando en cuenta las condiciones de validez de los
juicios morales y no el conocimiento de esa validez. Frente a la cuestión de si una ley determinada afecta
ilegítimamente la autonomía personal de un individuo y si en consecuencia cabe que se exima o que lo eximan
de cumplirla es ineludible el planteo epistemológico de cómo se sabe y quién puede saber si ello es así o no. ¿Es
ésta una cuestión que debe decidir cada individuo por su cuenta? ¿Deben decidirla los jueces? ¿O corresponde
que sea establecida a través de los procedimientos de decisión democrática? De nuevo es necesario una
aproximación sumaria al problema que plantea cuestiones filosóficas muy complejas (9).
En el ámbito del constructivismo ético que asocia la validez de los juicios morales con la estructura del
razonamiento o del discurso práctico, hay dos posiciones extremas acerca del conocimiento moral: por un lado,
está el individualismo epistemológico, que lo podemos ejemplificar con la obra central de John Rawls (10),
según el cual la única forma plausible de acceder al conocimiento moral es a través de la reflexión individual,
empleando ciertas técnicas como la del equilibrio reflexivo entre principios generales e intuiciones, cumpliendo
la discusión con otros un papel meramente auxiliar respecto de esa reflexión. En el otro extremo se encuentra el
colectivismo epistemológico, que se puede ilustrar con la obra de Juren Rabernas (11), de acuerdo con el cual la
única forma de acceder al conocimiento moral, superando el condicionamiento al que nos someten factores
como nuestra inserción en la estructura social y productiva, es mediante el proceso efectivo de discusión y
comunicación colectiva.
En otro lugar (12) he tratado de fundamentar las tesis de que estas dos posiciones extremas son deficientes.
Para resumir: el individualismo epistemológico no toma en cuenta que una de las condiciones de validez de los
juicios morales es su aceptabilidad en condiciones de imparcialidad hacia los intereses de todos y que es
altamente improbable que a través de la reflexión individual aislada y sin discusión con los interesados, uno
llegue a representarse debidamente esos intereses como para llegar a soluciones correctas, o sea imparciales. Por
otra parte, la consecuencia del individualismo epistemológico es la negación de toda autoridad moral y, por lo
tanto, jurídica (ya que, como se dijo al comienzo, no hay autoridad jurídica, en el sentido normativo que implica
que sus decisiones permiten justificar acciones y decisiones, si no está fundada en principios morales que la
legitiman) (13).
En cuanto al colectivismo epistemológico, él lleva a que no se pueda explicitar la contribución individual a
la discusión colectiva y los juicios que cada uno formula en esa discusión, ya que esa contribución no podría
 

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consistir en formular juicios que pretenden ser válidos cuando lo que es válido o no depende del resultado de la
discusión. Además, esta posición conduce a un conservadorismo moral casi absoluto, solo limitado por la
observancia de las condiciones estructurales de la discusión, ya que una vez que a través del intercambio
comunicativo se llega a cierta conclusión no habría razones para objetarla y reclamar que sea revisada.
Frente a estas deficiencias de las dos posiciones extremas he defendido una tesis intermedia, que he
denominado constructivismo epistemológico, según la cual la discusión colectiva es el medio más confiable
aunque no el único de acceder al conocimiento moral, gracias a que esa discusión y la decisión unánime en que
concluye un debate moral exitoso es la mejor garantía de satisfacción del requisito de imparcialidad, que, como
dije, está presupuesto en la práctica de nuestro discurso como condición de validez de los juicios morales. Pero
esto no excluye que haya alguna posibilidad de acceso a ese conocimiento a través de la reflexión individual
aislada en que tratemos de representarnos los intereses de todos los involucrados. Esto explica la contribución
que cada uno puede hacer a la discusión colectiva y por qué es posible objetar el resultado de esa discusión. Sin
embargo, dado que el resultado de la discusión colectiva es mucho más confiable en general, hay razones para
observar ese resultado aun en los casos particulares en que estemos seguros de que nuestra reflexión individual
es más acertada, ya que si revisáramos en cada caso particular la conclusión de la discusión colectiva de acuerdo
a nuestra reflexión individual estaríamos basándonos en ésta como último tribunal de apelación y contradiciendo
así nuestra hipótesis de que el procedimiento de debate colectivo es más confiable.
Por supuesto que esto se combina con la defensa del valor epistemológico de la democracia que he tratado
de articular en otros lugares (14). Creo que la democracia se puede justificar moralmente como un sucedáneo, o
como una forma regimentada, de la discusión moral colectiva, que surge de poner un límite a la duración de
ésta, e impedir así que por omisión se tome una decisión en favor del statu quo, y de reemplazar,
consecuentemente, el requisito de unanimidad de esa discusión originaria por el de la mayoría. Tanto la
limitación de la discusión como el cambio de la regla de decisión afectan por cierto el valor epistemológico del
procedimiento, ya que no hay la misma garantía de que las conclusiones sean las que serían aceptadas en
condiciones ideales de imparcialidad, racionalidad y conocimiento de los hechos relevantes, una vez que se
eliminan la unanimidad y la discusión ilimitada. Sin embargo, he tratado de defender la idea de que ese valor
epistemológico se conserva en algún grado sobre la base de que la necesidad de justificar la posición de cada
uno frente a los demás en un procedimiento democrático ideal y la de asegurarse el apoyo de cuantos
participantes sea posible generan una tendencia individual hacia soluciones imparciales. Esta tendencia
individual se expande en el plano colectivo gracias a estructuras formales del procedimiento de decisión
mayoritaria como las que fueron representadas en los teoremas de Condorcet y otros (15). Por cierto este valor
epistemológico disminuye en la medida que el procedimiento democrático real se aleja del ideal, de lo que se
infieren pautas para perfeccionar el sistema existente.
Este enfoque epistemológico de la democracia permite resolver lo que puede denominarse "la paradoja de la
irrelevancia moral del gobierno y de sus leyes": si las normas jurídicas, como dije antes, no pueden justificar
acciones o decisiones sin acudir a principios morales que las legitimen ¿para qué necesitamos tales normas si los
principios morales mismos prescriben cómo debemos actuar? La respuesta que nos ofrece el enfoque en
cuestión es que, si bien las normas jurídicas no nos proporcionan razones autosuficientes para justificar acciones
o decisiones, cuando ellas tienen un origen democrático nos proveen razones para creer que hay razones para
actuar.
El constructivismo epistemológico y la visión de la democracia como sucedáneo del discurso moral tienen
consecuencias limitativas sobre la posibilidad de adoptar cursos de acción basados en principios morales, como
los que reconocen derechos individuales básicos, cuando ellos contrarían lo decidido a través del procedimiento
de discusión y decisión democráticas. Esto afecta especialmente el alcance del control de constitucionalidad, ya
que los jueces son, como dice Alexander Bickel (16) órganos "contramayoritarios" y no están, en general, en
mejores condiciones que los órganos de representación y control popular para llegar a soluciones correctas, o
sea imparciales. Por eso es que en otro trabajo (17) he defendido la posición de John Hart Ely (18) en los
Estados Unidos de defender un considerable activismo judicial pero limitado a la revisión de los aspectos
 

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procedimentales de los mecanismos de expresión democrática. Esto es así porque la diferencia judicial a las
decisiones adoptadas a través de aquellos mecanismos tiene su límite en aquellos casos en que los mecanismos
mismos estén viciados porque hay sectores o personas discriminados, perseguidos. o con poder claramente
desigual, de modo que sus intereses tengan un peso desigual en el proceso político afectándose entonces el valor
epistemológico que éste pudiera tener. De aquí se sigue que habría que adoptar procedimientos de control
judicial de constitucionalidad que lo orientaran hacia el perfeccionamiento y la expansión del procedimiento
democrático.
Este enfoque tiene consecuencias limitativas sobre el reconocimiento de la objeción de conciencia: no
obstante que ese reconocimiento debería darse con los alcances mencionados en la sección anterior, por medio
de normas jurídicas de origen democrático, cuando ello no ocurre se debe ser restrictivo en la admisión de
excepciones a obligaciones legales a través de actitudes individuales y de su homologación por vía judicial.
Dado que, en general, esa excepción depende de hacer un balance entre los intereses de la persona cuya
autonomía personal está en peligro y los terceros en función de los cuales se han impuesto las obligaciones
legales en cuestión, el procedimiento de discusión y decisión democráticas parece el mejor método para hacer
un balance imparcial, cuando ese procedimiento está estructurado correctamente. El hecho de que los derechos
individuales, como vimos, se definan como barreras a los intereses de la mayoría considerados agregativamente
no quiere decir que deban ser también barreras a las decisiones de la mayoría, sobre todo cuando esas decisiones
no se ven como el resultado de una pugna de intereses sino de una confrontación de principios acerca de cuál es
el equilibrio más justo entre esos intereses.
Por supuesto que esta conclusión no se aplica cuando los jueces están autorizados por normas de origen
democrático para hacer ese tipo de revisión o cuando puede justificarse que el procedimiento democrático está
distorsionado en forma grave y relevante o que el reconocimiento de la objeción de conciencia contribuye a
perfeccionar tal procedimiento.
4. Las consideraciones anteriores nos permiten apreciar el acierto de la posición de la mayoría en "Portillo".
Por cierto que sin comprometerse en concepciones y disquisiciones filosóficas, el voto de los ministros Bacqué,
Fayt y Petracchi refleja las conclusiones más plausibles acerca de esta compleja cuestión.
La opinión mayoritaria de la Corte rechaza que el tema pueda zanjarse con la mera declaración de que
"todos los derechos son relativos". Decir esto y no establecer al mismo tiempo cuáles son los criterios para hacer
prevalecer algunos derechos sobre otros o sobre otro tipo de consideraciones valorativas es caer en un enfoque
intuicionista que permite cualquier conclusión: por ejemplo, se puede defender el derecho de propiedad sobre el
de la libertad de expresión para rechazar la posibilidad de réplica frente a una ofensa periodística o se puede
adoptar la posición inversa para aceptar esa réplica, en ambos casos fundándose en la relatividad de los
derechos. Si la Corte se conformara con poner el sello de la relatividad de los derechos delante de una decisión
se reservaría para si el poder más absoluto para adoptar cualquier decisión, dejando al resto de la comunidad en
ascuas acerca de cuál será la decisión en otros casos de conflictos de derechos o entre derechos y otros bienes
sociales.
También la mayoría de la Corte Suprema rechaza el lugar común de que los derechos individuales deben
ceder frente al bien común. Esta parece una tesis intuitivamente muy atractiva como expresión de repudio a un
individualismo extremo. Sin embargo, ésta es una proposición auto-contradictoria: los derechos individuales
precisamente se definen como límites a la persecución de objetivos agregativos como los que se expresan con la
idea del bien común -en que los intereses de los individuos se adicionan de modo que se hace prevalecer el
conjunto más amplio de intereses más importantes-, de modo que tales derechos constituyen una barrera de
protección de los intereses vitales de cada individuo frente a los reclamos de otros o de entes supraindividuales
(19). Esto es lo que está expresado a través de la prohibición kantiana de usar a los hombres como medios en
beneficio de otros y lo he tratado de formular por medio del principio de inviolabilidad de la persona humana,
antes mencionado, según el cual la autonomía de un individuo no debe menoscabarse para que otros individuos
gocen de mayor autonomía. Si los derechos individuales estuvieran supeditados al bien común, serían
absolutamente superfluos y bastaría con la idea de bien común para llegar a conclusiones éticas correctas, tal
 

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como proceden a hacer todas las concepciones colectivistas. Esto por supuesto no excluye que se pueda hablar,
como lo hace la mayoría, de la necesidad de hacer un balance entre los derechos individuales y el bien común,
cuando con esta última expresión se quiere, en realidad, aludir a los derechos de otros individuos tanto a
abstenciones como a prestaciones positivas por parte de los demás que son necesarias para desarrollar su propia
autonomía. En este caso en particular. lo que hay que poner en la balanza son los derechos a la vida, a la
libertad, etc., que, según la interpretación actual del legislador, estarían amenazados si no hubiera servicio
militar obligatorio.
Es, asimismo, un notable acierto de la opinión mayoritaria no confirmar el tema de la objeción de conciencia
a los alcances de la libertad de cultos, que es por supuesto relevante, sino colocarlo bajo el principio más general
de autonomía personal que tiene su expresión en la primera parte del art. 19 de la Constitución Nacional. Esta
norma que, como se sabe, distingue a nuestro ordenamiento social desde los primeros ensayos constitucionales y
es objeto de admiración por su belleza literaria y por ser casi única en el tratamiento de problemas que en otras
jurisdicciones requieren intrincadas construcciones (20), puede por supuesto ser objeto de varias
interpretaciones. No es ninguna novedad sostener que no hay métodos evaluativamente neutros de interpretación
jurídica (21) y que, por lo tanto, es ineludible tomar en cuenta al encararla concepciones de filosofía moral y
política como la que se esbozó en las secciones precedentes. De este modo, la cláusula 1ª del art. 19 debe ser
interpretada como consagrando no un principio de intimidad, que está subyacente a los derechos relativos al
domicilio y papeles privados de los que habla el art. 18, sino el principio de autonomía personal del que se
deriva no sólo el derecho general de realizar cualquier acción que no cause daño a terceros sino también la
mayoría de los derechos específicos consagrados en los arts. 14, 14 bis, 15, 16, 17 y 20. Naturalmente que eso
implica interpretar la referencia a las "acciones privadas de los hombres" como equivalente a las acciones que
"de ningún modo ofendan al orden y la moral pública y entender a su vez esta última expresión como
equivalente a la que se refiere a las acciones que no "perjudiquen a terceros" (lo que está además apoyado por la
decisión de la convención de poner el adjetivo "público" después del sustantivo "moral" y no sólo de "orden").
Esto se compadece con lo que se dijo en la sección 2: hay un tipo de principios morales intersubjetivos o
públicos que valoran o regulan conductas por sus efectos en los intereses de terceros; éstos son los únicos
principios que pueden justificar la interferencia estatal bajo una concepción liberal de la sociedad; el estado
debe, en cambio, permanecer neutral respecto de las "acciones privadas" que sólo infringen principios o ideales
de índole autorreferente. Al adoptar esta interpretación, la Corte Suprema continúa y expande la doctrina de
fallos como "Bazterrica" y "Sejean" (22), lo que obviamente tiene enorme trascendencia institucional. La
autonomía personal queda así consolidada como un valor central de la tradición argentina, que, como se dijo,
comienza en el origen mismo de nuestra Nación y sólo ha sido perturbada por actitudes y políticas basadas en
visiones totalitarias desarrolladas en otros ámbitos.
En este sentido, es particularmente sutil el argumento de la mayoría de la Corte de que si la obligación de
armarse que establece el art. 21 lo es en defensa de la Patria y de la misma Constitución -que son objetivos que
están, en realidad, interpenetrados ya que los ideales que dan supremo valor moral a la Patria están expresados
en la Constitución-, esa obligación de armarse no puede ir en contra de uno de los derechos fundamentales que
la Constitución garantiza y que, por lo tanto, hacen a la identidad nacional. Sería una inconsistencia práctica que
se pretendiera defender la Constitución menoscabando uno de sus principios básicos.
Al enmarcar el tema de la objeción de conciencia en el principio de autonomía personal consagrado en el art.
19 y no sólo en la libertad de cultos del art. 14, la Corte adopta el enfoque correcto de que las mismas
conclusiones deben seguirse cuando esa objeción se hace seriamente sobre la base de razones éticas que cuando
se lo hace apoyado en consideraciones religiosas: en uno y otro caso se alega que la obligación legal frustra
gravemente la materialización de la concepción del bien personal que el individuo sostiene.
Pero el punto culminante de la decisión mayoritaria de la Corte lo constituye su reconocimiento de que
difícilmente el ejercicio de la autonomía personal pueda no afectar los intereses, de terceros y, en consecuencia,
el principio del art. 19 de la Constitución sólo tendrá alguna aplicación si, como se dijo antes, se hace un balance
entre la centralidad de la acción cuestionada para la concepción del bien libremente elegida por el individuo y la
 

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magnitud del daño a terceros. No puede estar más acertada la Corte cuando aclara que ese balance debe hacerse
de modo imparcial sin tener en cuenta la validez o invalidez de la concepción del bien que está en juego y
mucho menos si ella es adoptada por una mayoría o minoría de individuos. Esto implica un tratamiento de una
ley como la que aquí es aplicable que requiere una reflexión muy cuidadosa: la ley del servicio militar
obligatorio no es, indudablemente objetable, a la luz del art. 19 ya que ella no tiende, por lo menos directamente,
a imponer ideales de virtud o del bien personal sino a proteger los intereses de terceros, en la interpretación del
legislador acerca de cómo esos intereses deben ser defendidos. Sin embargo, dado que la aplicación irrestricta
de esa ley puede afectar la materialización de ciertos ideales que algunos individuos adoptan, esa aplicación sí
puede vulnerar el art. 19 si hay alguna otra forma de aplicar la ley satisfaciendo los objetivos perseguidos por el
legislador sin producir tal lesión a la autonomía personal. Esto se combina con un principio para la aplicación de
las normas penales, que en otro lugar he denominado principio de enantotelidad (23), según el cual no debe
aplicarse una pena al agente de una conducta típica si esa conducta en el caso concreto no produjo el daño que la
ley procuró prevenir. La misma idea conduce a aplicar las leyes de modo que se satisfaga el objetivo que se
procuró al sancionarla sin lesionar otros valores que tienen protección constitucional. En este caso obviamente
la Corte debe haber tenido en cuenta consideraciones tales como que el país no se encuentra en un estado de
guerra, que los que objetan la obligación legal son una minoría (se supone que, en una democracia, si la mayoría
objetara una ley de esta índole, ella sería derogada) y que hay funciones que no implican el uso de armas que
igualmente pueden ser útiles para la defensa nacional.
Lo que se puede echar de menos en la decisión mayoritaria de la Corte Suprema es, creo yo, que no exponga
una fundamentación más acabada de los alcances de su propia competencia en lo que hace al control de
constitucionalidad en este tipo de casos. Del hecho de que una ley se contrapone a la mejor interpretación de la
Constitución no se infiere lógicamente que deban ser los jueces quienes están capacitados para declararlo así y
descalificar la ley. Bien puede ser, como ocurre y ocurrirá en otros sistemas jurídicos, que sea el propio
Parlamento el único encargado de hacer un auto-control sustantivo de constitucionalidad.
Como se vio en la sección 3, éste es un tema sumamente complejo ya que a la idea de que debe haber un
órgano relativamente independiente de la mayoría para proteger a los derechos individuales contra posibles
abusos de esa mayoría se contrapone la de que es ella el órgano más capacitado en general para arribar a
soluciones imparciales en materia de conflictos de derechos. Por cierto que esta última idea no excluye sino que,
al contrario, presupone el control judicial de que la ley en cuestión sea el resultado de un procedimiento legítimo
en el que toda la población tenga oportunidad de expresarse sin discriminaciones o exclusiones y de una
decisión que sea expresión genuina de la voluntad mayoritaria.
Es posible suponer que esta primacía del órgano representativo de la soberanía popular está efectivamente
expresada en la cláusula del art. 14 de que los derechos serán gozados "conforme a las leyes que reglamenten su
ejercicio". Por ello no es posible cancelar la cuestión simplemente diciendo que esa cláusula se refiere a la
potestad de reglar tales derechos y que eso "es algo muy distinto del control de constitucionalidad de las
consecuencias de dicho ejercido en un caso judicial". En realidad, de lo que se trata es de determinar quién tiene
la última palabra sobre los alcances de los derechos constitucionales y, en consecuencia, sobre sus posibles
conflictos -si los órganos de origen democrático directo o los jueces- y de la respuesta que se dé a este
interrogante depende que la reglamentación de los derechos que hace el órgano legislativo pueda ser o no
revisada judicialmente en cuanto a su contenido sustantivo.
No obstante estas dudas provocadas por la falta de fundamentación amplia de este punto, creo que hay varias
consideraciones a tomar en cuenta para avalar la intervención de los jueces y en especial de la Corte Suprema en
un caso como éste, aunque la cuestión es demasiado compleja como para pretender resolverla concluyentemente
en los breves párrafos que siguen:
En primer lugar, se puede alegar que el control judicial de constitucionalidad sobre aspectos substantivos de
la legislación está amparado por normas de nuestro sistema jurídico que gozan de un amplio consenso
mayoritario, de modo que los jueces no están ejerciendo más que una facultad que la misma mayoría ha puesto
en sus manos.
 

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En segundo término, hay que tomar en cuenta la distinción entre la descalificación de una ley por
inconstitucionalidad y la interpretación o construcción de la ley de acuerdo a los principios constitucionales. En
el caso presente no hay exclusión expresa de la excepción por objeción de conciencia en la ley de servicio
militar obligatorio y antes bien, como dice la misma Corte, hay excepciones, como las de seminaristas, clérigos
religiosos, etc., que parecen estar inspiradas por principios que deberían extenderse igualitariamente a estas
situaciones. Ya hemos visto antes que hay un principio de racionalidad en la aplicación de las leyes de acuerdo
al cual éstas no deben ser aplicadas, en la aplicación de penas por ejemplo, de modo de frustrar los objetivos que
determinaron la sanción de la ley.
Finalmente, fallos como éste pueden tener un impacto muy importante en la expansión y perfeccionamiento
del procedimiento de discusión y decisión democráticas que legitiman el resultado de la acción legislativa. A
través de este tipo de decisiones la Corte Suprema provoca el debate público y a la vez participa en él,
estimulando la atención legislativa, que muchas veces parece aletargado. Obviamente "Sejean" y los demás
fallos sobre divorcio tuvieron un resultado positivo en motivar al Senado de la Nación a tratar la ley de divorcio,
adoptando finalmente una decisión acorde con los principios constitucionales. "Bazterrica" y otros fallos sobre
la punición de la tenencia de drogas para el propio consumo también estimularon la acción del Congreso de la
Nación, aunque en este caso en un sentido lamentablemente regresivo si es que se llegara a aprobar el proyecto
que hoy día tiene sanción de la Cámara de Diputados y que vuelve a considerar punible aquella acción privada.
En el caso presente, probablemente las secuelas de la decisión de la Corte provocarán que el Congreso de la
Nación trate un proyecto sobre objeción de conciencia como el que envió el Ejecutivo. La decisión del
legislador a veces avanzará por el camino trazado por la Corte Suprema y otras veces retrocederá, pero lo que es
importante es que este tipo de decisiones estimulan la atención y la discusión pública y parlamentaria, por lo que
la decisión final del Congreso, nos guste o no, no será por lo menos el resultado de la desidia o de la elusión de
los problemas. De hecho se ejerce así un mecanismo similar al previsto en la Constitución de Canadá para el
control de constitucionalidad: lo que el tribunal superior puede hacer es reenviar la ley al Parlamento con la
objeción de constitucionalidad, pudiendo este último órgano sancionar de nuevo la ley en cuestión con la
salvedad de que ello se hace no obstante la objeción judicial.
En suma, nuevamente la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha hecho una contribución de enorme
trascendencia al fortalecimiento de la tradición argentina en materia de autonomía personal, aunque todavía nos
debe una fundamentación articulada de cómo ella entiende los alcances de su propia función en relación a la de
los órganos de origen y control democrático directo.
Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723).
 
 (1) Ver, por ejemplo, el libro de MALEM, Jorge, "Concepto y justificación de la desobediencia civil",
Madrid, 1987, el de SINGER, Peter, "Democracy and disobediencie", Oxford, 1973, el artículo de RAWLS,
John, "A theory of civil desobedience", en The Philosophy of Law, R. Dworkin, comp. Oxford, 1977, el cap. 8º
del libro de DWORKIN, R., "Los derechos en serio", trad. de M. Guastavino, Madrid, 1984, el cap. IX, sec. 4 de
mi libro "Etica y derechos humanos", 2ª ed, Buenos Aires, 1989. Ver el artículo de MALAMUD GOTI, Jaime,
"Cuestiones relativas a la objeción de conciencia", en El lenguaje del derecho. Ensayos en homenaje a G. R.
Carrió, E. Bulygin, FARRELL, M., NINO, C. S. y RABOSSI, E., comps., Buenos Aires, 1983.
 
 (2) Ver, por ejemplo, en la Argentina el caso "D.A.F. c. Estado nacional", E. D., t. 102, p. 500, y también
como ejemplo respecto de Estados Unidos el caso "West Virginia Board of Education vs. Barnette".
 
 (3) Ver "La validez del derecho", Buenos Aires, 1985.
 
 (4) Ver más extensamente este punto en "Etica y derechos humanos", caps. II y IX, 2ª ed., Buenos Aires,
 

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1989.
 
 (5) Ver este punto más extensamente en la obra citada en la nota anterior, cap. V.
 
 (6) Ver ob. cit., en nota 4, cap. VI.
 
 (7) Ver ob. cit., en nota 4, cap. X.
 
 (8) En el famoso caso sobre el aborto "Roe vs. Wade" 410 US 153, el juez Blackmun de la Corte Suprema
norteamericana defendió el "test de la angustia" (The distress test) para determinar cuándo el interés de un
individuo que se frustraría es fundamental.
 
 (9) Ver la obra citada en la nota 4, cap. IX.
 
 (10) Ver "A Theory of justice", Oxford, 1971.
 
 (11) Ver "Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación", en "Conciencia moral y acción
comunicativa", trad. de GARCÍA COTARELO, R., Barcelona, 1985.
 
 (12) Ver mi libro "El constructivismo ético", Madrid, por publicarse.
 
 (13) Ver "La validez del derecho", citada.
 
 (14) Ver obra citada en la nota 4, cap. IX.
 
 (15) Ver la misma obra y capítulo citados anteriormente.
 
 (16) Ver "The least dangerous branch", New Haven, 1962.
 
 (17) Ver "The ideal of the Judicial Power", por publicarse.
 
 (18) Ver "Democracy an distrust", Cambridge, Mass., 1980.
 
 (19) Ver "Etica y derechos humanos", citada, cap. I.
 
 (20) Sobre las controversias que ha provocado el llamado "derecho a la privacidad" en los Estados Unidos y
las maniobras conceptuales que han debido hacer los jueces para reconocerlo en casos como "Griswold vs.
Connecticut", 381 US 479 (1965), ver por ejemplo ROHDE, "Origins of the right of privacy", 11 Los Angeles
Lawyer, 45-54, marzo 1988.
 
 

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 (21) Ver mi libro "Introducción al análisis del derecho", cap. 5, Buenos Aires, 1980 y mi monografía
"Consideraciones sobre la dogmática jurídica", México, 1974.
 
 (22) Ver "Bazterrica" en Rev. LA LEY, t. 1986-D, p. 550 y "Sejean", en Rev. LA LEY, t. 1986-E, p. 648.
 
 (23) Ver mi libro "Los límites de la responsabilidad penal", cap. IV, Buenos Aires, 1980.
 

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