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BREVE HISTORIA DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Por Alejandro Gamero

La literatura infantil tiene hoy en día el mismo estatus que la adulta. Bibliotecas y
librerías le dedican una buena parte de su espacio en secciones separadas, es objeto
de análisis de la crítica y de estudio por parte de los círculos académicos, tiene sus
propios premios y sus listas de bestsellers independientes a la literatura adulta. Los
niños son una audiencia lectora reconocida por la industria, que representa una
parte sustancial de los ingresos que genera el mundo editorial. Sin embargo, aunque
ya asentado, si observamos la historia de la literatura de forma general,
descubriremos que la literatura dirigida a niños es un fenómeno bastante reciente.

Antes del siglo XVI no había libros para niños. Los niños aprendieron a leer con
textos religiosos o con libros para adultos. Nos sorprende descubrir, por ejemplo,
que lo hicieran con libros que advertían sobre la inminencia de la muerte. No había
diferencias entre escribir un libro para niños o un libro para adultos.

Los primeros libros que podríamos considerar dirigidos a un público infantil fueron,
además de los religiosos, las colecciones de cuentos tradicionales y cuentos de
hadas, recogidos de la tradición oral, aunque también estaba pensado para que lo
leyeran las personas de la tercera edad. Una de esas primeras colecciones fue Lo
cunto de li cunti overo lo trattenemiento de peccerille, de Giambattista Basile,
publicado en dos volúmenes en 1634 y 1636 de forma póstuma por su hermana.
Este libro fue escrito siguiendo el modelo del Decamerón de Boccaccio, así que desde
1674 se le conoce popularmente como el Pentamerón. En él Basile recoge cuentos
de sus viajes entre Creta y Venecia, como «Cenicienta» o «Rapunzel». Sesenta años
después, Charles Perrault se inspiraría en algunos de los cuentos de Basile para
hacer su propia colección en francés, aunque en su momento no consiguió en el
éxito de su predecesor. Los cuentos de Perrault sobrevivieron pasando a formar
parte de la cultura popular y sirvieron de inspiración para los hermanos Grimm. Así
nos han llegado historias tan célebres como el «Gato con Botas», «Caperucita Roja»
o la «Bella Durmiente».
De todos modos, la primera vez que un escritor se planteó hacer un libro dirigido a
niños nunca tuvo en mente la idea de entretener sino de instruir y educar. Con esa
intención se hicieron las primeras recopilaciones de cuentos tradicionales y el
puritano John Cotton escribía en 1656 su Spiritual Milk for Boston Babes, el primer
catecismo para niños publicado en Estados Unidos. Frente a las 100 preguntas y
respuestas para llevar una vida correcta y conforme a Dios que solían contener los
catecismos para adultos, esta versión reducida contaba con 64. El libro fue publicado
tanto en Boston como en Inglaterra y finalmente pasó a formar parte de The New
England Primer, que siguió siendo usado de forma masiva hasta el siglo XIX.

Solo dos años después que el libro de Cotton, en 1658, se publicaba el Orbis Pictus
de Juan Amos Comenius, el filósofo y teólogo considerado como el padre de la
educación moderna. Este libro, cuyo título en latín podría traducirse como El mundo
en imágenes, puede considerarse como el primer libro ilustrado para niños ‒eso sí,
recordemos que con intención educativa‒. Orbis Pictus está dividido en capítulos,
cada uno con ilustraciones sobre diferentes temas como la religión, la botánica o la
zoología.

El primer libro que carece de intención didáctica y cuyo objetivo es el puro


entretenimiento es A Little Pretty Pocket-Book, escrito en 1744 por John Newbery.
Llama la atención el hecho de que si lo comparamos con libros más actuales podría
pasar bastante desapercibido: se trata de un pequeño libro de bolsillo, lleno de
colorido, que contenía rimas sencillas con ilustraciones infantiles, cada una de ellas
dedicada a una letra del alfabeto. Junto con el libro Newbery puso en marcha una
sorprendente y pionera estrategia de marketing: al comprarlo regalaba un alfiletero
para niñas y una pelota para niños. Las innovaciones de Newbery fueron tan
importantes en el nacimiento del género que, de hecho, se lo conoce como el padre
de la literatura infantil. La Medalla Newbery, otorgada cada año a una destacada
obra de literatura infantil estadounidense, fue nombrada en honor a él.

De ahí ya pasaríamos a principios del siglo XIX, momento en el que Hans Christian
Andersen viajó por toda Europa recopilando cuentos de hadas que incluían «La
Sirenita», «Blancanieves», «El traje nuevo del emperador» o «Pulgarcito» ‒lo mismo
que harían los hermanos Grimm‒. Por esa misma época E.T.A. Hoffmann publicó
una colección de cuentos infantiles que contenía el clásico navideño «El cascanueces
y el rey de los ratones». Aunque en las anteriores recopilaciones de historias se
dejaba una puerta abierta para la magia y la fantasía, el relato de Hoffmann llevó el
asombro a un nuevo nivel.

A mediados del siglo XIX, concretamente en 1865, apareció una de las novelas
infantiles más importantes de la historia de la literatura: Alicia en el país de las
maravillas de Lewis Carroll. La obra, considerada una obra maestra maestra casi
desde su aparición, utilizaba elementos anteriores ‒como la niña perdida o los
animales mágicos‒ pero los presentó de una manera insólita, llena de imaginación
y extravagancia, jugando además con otros componentes como las matemáticas, la
lógica o el lenguaje. Baste decir que el libro de Carroll cambió para siempre las reglas
de la literatura para niños y sirvió de inspiración para infinidad de escritores
posteriores.

Tras él vinieron unos cuantos libros más que nos permiten hacer un balance
inmejorable de la literatura infantil y juvenil a finales del siglo XIX y principios del
XX: Mujercitas de Louisa May Alcott en 1868, Las aventuras de Tom Sawyer de Mark
Twain en 1876 ‒y Las aventuras de Huckleberry Finn en 1885‒, Las aventuras de
Pinocho de Carlo Collodi entre 1882 y 1883, La isla del tesoro de Robert Louis
Stevenson en 1883, El libro de la selva de Rudyard Kipling en 1984, El maravilloso
mago de Oz de L. Frank Baum en 1900, El cuento de Pedro Conejo de Beatrix Potter
en 1902, El viento en los sauces de Kenneth Grahame en 1908, El jardín secreto de
Frances Hodgson Burnett en 1910, Peter Pan y Wendy de J.M. Barrie en 1911, solo
por mencionar algunos. Además de clásicos, muchos de esos libros fueron
verdaderos bestsellers en su época, aunque difícilmente llegarían al grado de
fenómeno que supuso el libro de A.A. Milne, Winnie-the-Pooh, publicado en 1926.
Los libros de Milne, centrado en uno temas característicos del género como es la
fugacidad de la niñez y el difícil paso a la edad adulta, continúa siendo una fuente
de inspiración para el cine, la música, los cómics o la televisión.

La importancia que tuvo Milne en la literatura solo encontraría parangón en la obra


de Dr. Seuss. En 1937 tuvo un brillante debut con Y pensar que lo vi por la calle
Porvenir, pero lo que estaba por venir, nunca mejor dicho, era algo impensable.
Después llegarían sus grandes éxitos, llenos de imágenes surrealistas e icónicas
ilustraciones: ¡Cómo el Grinch robó la Navidad!, El Lorax y El gato en el sombrero.
Su contribución a la literatura infantil fue reconocida en 1984 con uno de los
galardones más importantes del panorama literario, el premio Pulitzer.
También en las décadas de 1920 y 1930, concretamente al final de una y al principio
de la siguiente, un escritor revolucionaba la historia de la literatura, y no solo la
infantil y juvenil. Se trata de J.R.R. Tolkien, cuyo libro El hobbit, precuela de El señor
de los anillos, dio origen a muchos de los tópicos y convenciones del género
fantástico. Para la celebérrima secuela Tolkien colaboró, en una lluvia de ideas, con
su buen amigo C.S. Lewis, que en la década de los cincuenta publicaría otro de los
clásicos de la literatura juvenil, el primero de los libros de Las crónicas de Narnia: El
león, la bruja y el armario. En esa década, por cierto, también vería la luz La telaraña
de Carlota de E.B. White ‒nominada al Newbery, aunque no consiguió hacerse con
él‒ y, como libro de literatura juvenil, El guardián entre el centeno de J.D. Salinger.

Las siguientes décadas, las de los sesenta y los setenta, están dominadas sobre todo
por Roald Dahl, autor de Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón
gigante, Matilda, El gran gigante bonachón, Las brujas y Relatos de lo inesperado.
Junto a Dahl, que puede ser considerado como uno de los escritores británicos más
importante de todos los tiempos, aparecen otros autores como Susan Cooper o Judy
Blume. El término «Young Adult», aplicado a jóvenes de entre 12 y 18 años, fue
acuñado en 1975, cuando la Asociación de Bibliotecas de los Estados Unidos dio
lugar a la Asociación de Servicios de Bibliotecas para Jóvenes Adultos. Hasta ese
momento, los adolescentes tenían que recurrir a libros para adultos, con excepciones
como El guardián entre el centeno.

Rebeldes de Susan Eloise Hinton fue publicado en 1967, y a partir de ese momento
los editores comenzaron a descubrir el filón que había en la audiencia adolescente.
El libro de Hinton, que de hecho era adolescente cuando se publicó, simbolizaba lo
que los editores buscaban en YA: conversaciones directas sobre los desafíos a los
que se enfrentan los adolescentes y una gran carga emocional. Por otra parte, Judy
Blume destapó para un público adolescente temas hasta entonces enormemente
controvertidos, como el racismo, la menstruación, el sexo entre adolescentes, el
divorcio o la masturbación. Blume no disimuló ni adornó los detalles desagradables
de crecer, y resultó que eso es exactamente lo que los adolescentes estaban
buscando. ¿Estás ahí Dios? Soy yo, Margaret se publicó en 1970, y fue seguida
rápidamente por el anónimo Pregúntale a Alicia, que trataba sobre la adicción a las
drogas entre los adolescentes. La «edad de oro de YA» comenzaba.

La tendencia continuó en la década de 1980, cuando aparecieron series de libros


como las de Sweet Valley High o El club de las canguro. Pero no solamente iba
dirigidos a un público femenino, los lectores masculinos también contaban con
autores como Robert Cormier o Walter Dean Myers. Lo cierto es que a finales de la
década el mercado estaba saturado de libros de «problemas» que generalmente
terminaban de una forma excesivamente moralista. La literatura YA experimentó
una pequeña depresión en los años 90, pero aún así vieron la luz algunos clásicos
que los adolescentes siguen leyendo hoy en día. La serie Pesadillas de R.L. Stine
volvió a encender el YA a través del horror, mientras que El dador de Lois Lowry nos
daba una muestra de un futuro distópico o Tamora Pierce y Garth Nix llevaban a los
jóvenes lectores al mundo de la fantasía.

Y así llegamos hasta la actualidad. Como un fénix renaciendo de sus cenizas, la


literatura YA resurgió en el nuevo milenio, con más vida incluso que en las décadas
anteriores, gracias en gran parte a Harry Potter, que vendió tantas copias en su día
que hizo que la literatura infantil y juvenil pasara a tener su propia lista de
bestsellers, separada de la lista para adultos. Pero los lectores adolescentes de J.K.
Rowling necesitaban otros libros para leer y los editores estaban muy dispuestos a
complacerles.

Desde entonces, decenas de autores y de libros han vendido millones de copias en


todo el mundo. La serie Crepúsculo de Stephenie Meyer en 2005 comenzó un todo
un género de novelas románticas paranormales y Suzanne Collins dio inicio a la ola
distópica en la que todavía estamos hoy en día. Autores como Rick Riordan, cuyos
libros ya van dirigidos a un lector con una edad mucho menos definida, de 20 años
en adelante. No es tan extraño que estos libros sean leídos por adultos, porque
muchos de los jóvenes que aprendieron a amar la literatura con ellos han seguido
leyéndolos al crecer. De hecho, es un fenómeno cada vez más normal y ningún
adulto debería avergonzarse por leerlos, como tampoco debería hacerlo por leer
clásicos como Alicia en el país de las maravillas o cualquiera de los que he
mencionado anteriormente.

Con más libros infantiles y juveniles que nunca en la historia de la literatura,


podemos decir que estamos asistiendo a un boom del género sin precedentes, no
solo en cantidad sino en calidad y en cuidado de la edición. Las tendencias actuales
en literatura YA favorecen las novelas independientes, con una mayor diversidad de
autores y personajes de todas las identidades raciales, étnicas y sexuales. En los
últimos tiempos hemos visto incluso cómo editoriales se han arriesgado a dar voz a
realidades que hasta hace poco hubieran sido impensables en este tipo de libros.
Solo el tiempo dirá hacia dónde evolucionará el género para adaptarse a los nuevos
lectores.

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