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Las artes y oficios de hoy

William Morris

“ A rtes aplicadas es el nombre que la Sociedad ha escogido para esa

porción de las artes sobre las cuales me propongo hablarles. ¿Qué


deberíamos entender por este título? Podría responder que a lo que la
Sociedad se refiere con artes aplicadas es a la cualidad ornamental que los
seres humanos escogen añadir a los artículos utilitarios. Teóricamente puede
prescindirse de este ornamento, y las artes dejarían entonces de ser
“aplicadas” –existirían como una suerte de abstracción, supongo. Pero a
pesar de que este ornamento de los artículos útiles es prescindible, el hombre
[sic] hasta el presente no ha prescindido de él, y probablemente nunca lo
hará; de cualquier modo no se propone hacerlo actualmente, aunque, como
veremos a continuación, se ha metido en cierta confusión respecto a esta
aplicación del arte. ¿Vale la pena considerar por un momento o dos, por qué
el hombre nunca ha pensado abandonar el trabajo que se suma a la labor
necesaria para proveerse de comida y refugio, y satisface su deseo por algún
ejercicio de su intelecto? Creo que la vale, y que tal consideración nos
ayudará a tratar la importante pregunta que una vez más intento responder,
“¿cuál es nuestra posición frente a las artes aplicadas en el presente, y qué
podemos esperar de y para ellas en el futuro?
Ahora digo sin vacilación que el propósito de aplicar arte a artículos útiles
es doble: primero, añadir belleza a los resultados del trabajo humano, que de
otra manera serían feos; y en segundo lugar, añadir placer al trabajo mismo,
que sería de otra manera doloroso y desagradable. Si ese es el caso, debe
dejar de sorprendernos que la humanidad se haya esforzado siempre por
ornamentar el trabajo de sus propias manos, que debe ver alrededor suyo
diariamente y en todo momento; o que haya luchado por convertir la angustia
de su labor en un placer siempre que le fuese posible.
Ahora, respecto al primer propósito: he dicho que el producto del trabajo del
hombre ha de ser feo si el arte no es aplicado a él, y uso la palabra feo como
la palabra más fuerte y escueta en el castellano. Pues los trabajos del hombre
no pueden mostrar una mera negación de la belleza; cuando no son bellos
son activamente feos, y por tanto degradan nuestras cualidades humanas. Es
al final tan degradante que no somos sensibles a nuestra degradación, y por
lo tanto nos prepara para el siguiente paso cuesta abajo. Quiero llamar
especialmente su atención frente la herida vigente del trabajo humano no
artístico; así que repito otra vez, si se abstienen de aplicar las artes a los
artículos útiles, no tendrán utilidades imperceptibles, sino utilidades que
llevarán con ellas el mismo mal que mantas infectadas con viruela o fiebre
escarlata, y cada paso de su vida material y su “progreso” tenderá a la muerte
intelectual de la raza humana.
Por supuesto entenderán que al referirme a las obras de la humanidad, no
olvido que entre sus labores más necesarias hay algunas a las que no puede
aplicar el arte en el sentido al que nos referimos. Esto sólo significa que la
Naturaleza ha tomado de sus manos el embellecimiento de las mismas; y en
la mayoría de estos casos los procesos son hermosos en sí mismos, si nuestra
estupidez no les agrega aflicción y ansiedad. Quiero decir que el curso del
bote pesquero sobre las olas, el arado que conduce el surco para la cosecha
del próximo año, la siega de junio, la viruta que cae del cepillo del carpintero,
son todas cosas hermosas en sí mismas, y su práctica sería deliciosa (o
placentera) si el hombre, incluso en estos días de tardía civilización, no
hubiese sido tan estúpido como para declarar prácticamente que tales
trabajos (sin los cuales moriríamos en pocos días) son los trabajos de
esclavos y hambrientos, mientras que el trabajo de la destrucción, la lucha y
la confusión es el trabajo de lo más selecto de la raza humana – ingeniosos
caballeros.
Pero si estas artes aplicadas son necesarias, como creo que lo son, para
prevenir a la humanidad de ser una mera pústula fea y degradada sobre la
superficie de la tierra, sin la cual esta seguiría siendo ciertamente hermosa;
su otra función de dar placer a la labor es cuando menos necesaria y, si las
dos funciones pudieran ser separadas, podríamos considerarla incluso más
beneficiosa e indispensable. Porque si es cierto, como sé que lo es, que la
función del arte es hacer al trabajo placentero, ¿cuál es la posición en la que
debemos encontrarnos sin él? Una de dos miserias deberá ocurrirnos: o el
trabajo necesario de nuestras vidas ha de ser llevado acabo por un miserable
grupo de siervos [ilotas en el original] para el beneficio de unos cuantos
intelectos elevados; o si, como deberíamos hacer, determinamos distribuir
justamente la carga de la maldición del trabajo sobre toda la comunidad. Sin
embargo allí seguirá la carga, arruinando para cada uno de nosotros una gran
parte de ese sagrado don de la vida, cada fragmento de la cual, si fuéramos
sabios, deberíamos atesorar y aprovechar (y permitir que otros lo hagan)
usándola para el ejercicio placentero de nuestras energías, que es la única
fuente verdadera de felicidad.
Déjenme llamar su atención a la analogía entre la función de las artes
aplicadas y un don de la Naturaleza sin el cual el mundo sería ciertamente
mucho más infeliz, pero que nos es tan familiar que no tenemos una sola
palabra apropiada para nombrarlo, y debemos usar una frase; esto es, el
placer de satisfacer el hambre. El apetito es la única palabra usada para ello,
pero es claramente vaga y poco específica: usémosla, sin embargo, ahora que
hemos acordado a qué nos referimos con ella.
A propósito, ¿debo disculparme por introducir un tema tan grosero como el
comer y el beber? Quizás algunos de ustedes pensarán que debo hacerlo, y
esperan ansiosos el día en que estas funciones sean también civilizadas
mediante la ingesta de alguna píldora intensamente concentrada una vez al
año, o en efecto una vez en la vida, dejándonos libres el resto de nuestro
tiempo para el ejercicio del intelecto –si tenemos la posibilidad de tener
alguno en estos días. Desde la cúspide de esta cultivada aspiración ruego
respetuosamente diferir, y con toda seriedad, y de ninguna manera como una
broma, digo que la reunión cotidiana entre compañeros de casa en reposo y
benevolencia para esta función de comer, esta restauración del desperdicio
de la vida, debería ser mirada como una forma de sacramento y debería ser
adornada por el arte con lo mejor de nuestras capacidades. Y pido perdón si
digo que la conciencia de que hay tantas personas cuyas vidas son tan
sórdidas, miserables y ansiosas que no pueden celebrar debidamente este
sacramento, debería ser sentida por aquellos que sí pueden, como una carga
a ser despejada al remediar el mal, no ignorándolo. Ahora bien, digo que así
como el comer sería un trabajo insípido sin el apetito o el placer asociado,
también lo es la producción de objetos útiles sin arte, o el mismo placer de
la producción. Puesto que es la misma Naturaleza la que nos lleva a desear
este placer, este enriquecimiento de nuestro esfuerzo diario. Me inclino a
pensar que a la larga a la humanidad le será indispensable. Pero si resultara
ser una falsa profecía, todo lo que puedo decir es que la humanidad tendrá
que encontrar algún nuevo placer para tomar su lugar, o la vida se hará
intolerable y la sociedad imposible. Mientras tanto es razonable y justo que
los hombres deban esforzarse por hacer bellas los bienes útiles que producen,
tal como lo hace la Naturaleza; y que luchen por hacer placentera su
manufactura, así como la Naturaleza hace placentero el ejercicio de las
funciones necesarias de los seres sensibles. Aplicar el arte a mercancías
útiles, en resumen, no es una frivolidad, sino parte de los asuntos serios de
la vida.
Ahora veamos con algo más de detalle de lo que se ocupan las artes
aplicadas. Tomo como sólo una cuestión de conveniencia que separemos la
pintura y la escultura del arte aplicado: pues en efecto el sinónimo de arte
aplicado es la arquitectura, y debería mencionar que la pintura es de poca
utilidad, y la escultura aún menos, excepto cuando sus trabajos hacen parte
de la arquitectura. Una persona con algún sentido arquitectónico mira
siempre realmente cualquier pintura o pieza escultórica desde este punto de
vista. Incluso frente a la pintura más abstracta es seguro que piense, ¿cómo
debería enmarcarla y dónde voy a ponerla? En cuanto a la escultura, se
convierte en un mero juguete, un tour de force (una proeza) cuando no es
definitivamente parte de un edificio, ejecutada para una cierta altura del ojo
y para ser vista bajo una cierta luz. Y si fuera el caso de obras de arte que
pueden ser hasta cierto punto abstraídas de sus alrededores, es, por supuesto,
un caso a fortiori con más asuntos subsidiarios. En resumen, el trabajo
completo del arte aplicado, la verdadera unidad del arte, es un edificio con
todos sus muebles y ornamentación debidos, y debo decir por experiencia
que es imposible ornamentar apropiadamente un edificio feo o básico. Y por
otro lado me encuentro forzado a decir que el glorioso arte de la construcción
es en sí mismo tan satisfactorio, que he visto tantos edificios que necesitan
tan poco ornamento, que lo único que parecía necesario para su completo
disfrute eran algunos signos de uso comprensivo y alegre por seres humanos.
Una mesa robusta, algunas sillas anticuadas, una vasija de flores
ornamentarán mucho mejor el salón del propietario de una vieja casa inglesa,
que una carga de Rubens una galería en Blenheim Park1.
Sólo recuerden que esta abstención, esta contención de belleza, no está de
ninguna manera necesariamente desprovista de arte. Cuando se encuentran
con una vieja casa que luce por esto mismo tan satisfactoria, sin que ningún
artista moderno haya trabajado en ella, el resultado es provocado por la
inconsciente e ininterrumpida tradición. A falta de ésta le sobrevendrá esa
fealdad pestilencial de la que les hablé antes, y con su repugnante pretensión
y espantosa vulgaridad despojará de su belleza a una casa gótica en
Somersetshire o de encanto a una peel-tower2 en la orilla de un loch escocés.
Y para recuperar algo de la belleza y misterio (nunca los recuperarán del
todo) necesitarán de un concienzudo artista actual, cuyo principal trabajo
será, sin embargo, desalojar toda la basura intrusiva y utilizar libremente la
brocha.
Bueno, repito que la unidad de arte de la cual me ocupo es la vivienda de
algún grupo de personas, bien construida, bella, apropiada a su propósito y
debidamente adornada y amoblada para expresar la clase de vida que sus
ocupantes viven. O podría ser algún edificio noble y espléndido, construido
para durar por siglos, y también debidamente adornado como para expresar
la vida y aspiraciones de los ciudadanos, en sí misma una gran pieza histórica
de los esfuerzos de los mismos por levantar una casa merecedora de sus
nobles vidas, así como su mera decoración una épica forjada para el placer,
no sólo de la generación presente, sino de muchas por venir. Esta es la
verdadera obra de arte –iba a decir de genuina civilización, pero la palabra
ha sido tan mal usada que no la usaré- la verdadera obra de arte, la verdadera
obra maestra de hombres razonables y viriles [sic] conscientes del vínculo
entre una verdadera sociedad, que hace de todo lo que cada hombre hace, de
importancia para todos los demás.
Esto es, digo, la unidad del arte, esta casa, esta iglesia, este ayuntamiento,
construida y adornada por los armoniosos esfuerzos de un pueblo libre. De
ninguna manera podría hacerlo un solo hombre, sin importar que tan
talentoso pueda ser. Incluso suponiendo que el director o arquitecto de la
construcción fuese un gran pintor y un gran escultor, un impecable diseñador
de la forja, de mosaicos, de textiles y demás –aunque diseñe todas estas cosas
no podrá ejecutarlas, y algo de su genio debe estar en los otros miembros del
gran cuerpo que levanta la obra completa. Millones y millones de golpes de
cincel y martillo, de la gubia, el pincel, la lanzadera, están encarnados en esa
obra de arte, y en cada uno de ellos está la inteligencia para ayudar al maestro
o la estupidez para frustrarlo sin remedio. Los mismos albañiles que asientan
diariamente su historia de sillar y cascajo pueden ayudarle a llenar las almas
de los observadores con satisfacción o podrían hacer de sus planos un
disparate o una nulidad. Ellos y todos los hombres involucrados en el trabajo
traerán consigo ese desastre sin importar el gran genio del maestro, a menos
que tengan el instinto de una tradición inteligente; sin esa tradición cualquier
pretensión artística que haya en la obra será inútil. Pero si trabajan
respaldados por una tradición inteligente, su trabajo será la expresión de su
cooperación armónica y del placer que tomaron en ella. Ninguna
inteligencia, incluso de la naturaleza más modesta, ha sido aplastada en ello,
sino más bien subordinada y usada, de manera que nadie desde el maestro
diseñador hacia abajo pueda decir, Este es mi trabajo; sino que cada uno
puede decir con certeza, Este es nuestro trabajo. Traten de concebir, si
pueden, la gran cantidad de placer que la producción de tal obra de arte
podría darle a todos los involucrados en hacerla, aunque sean necesarios
muchos años (pues tal trabajo no puede ser apurado); y cuando esté
terminada será para el perenne placer de los ciudadanos, cuidarla, usarla y
preocuparse por ella, días tras día y año tras año.
¿Es éste sólo el sueño de un idealista? No, de ninguna manera. Tales obras
de arte fueron producidas alguna vez, cuando estas islas no tenían sino una
exigua población, llevando una vida ruda y para muchos (aunque no para mí)
miserable, en una “abundante carencia” de muchas, la mayoría, de las
llamadas comodidades de la civilización. De esta manera se han levantado
las construcciones más famosas del mundo. Sin embargo, la expresión
completa de este espíritu del trabajo común y armonioso fue dada sólo
durante el período relativamente corto de la Edad Media desarrollada, el
tiempo de la completa integración de los trabajadores en los gremios de
artesanos.
Y ahora, si me permiten, haré una pregunta o dos, para responderlas yo
mismo.
1. ¿Deseamos que existan tales obras de arte? Debo responder que los
aquí reunidos ciertamente así lo queremos, aunque no responderé por
el público en general.
2. ¿Por qué los deseamos? Porque (si me han seguido hasta aquí) su
producción daría placer a quienes las usan y quienes las hicieron: dado
que tales trabajos fueron hechos, todo trabajo sería bello y apropiado
a su propósito y como resultado la mayoría de las labores cesarían de
ser gravosas.
3. ¿Podemos tenerlas ahora, como van las cosas? ¿Puede el actual
Imperio británico, con todo su poder e inteligencia, producir lo que la
escasa, semi-bárbara, supersticiosa e ignorante población de estas islas
produjo sin mayor esfuerzo aparente hace varios siglos? No, como van
las cosas no podemos tenerlas. Ninguna combinación concebible de
talento y entusiasmo podría producirlas como están las cosas.
¿Por qué? Bueno, verán, en primer lugar, nos hemos enganchado por al
menos un siglo en cargar la tierra con enormes masas de edificios
“utilitarios”, de los cuales no podemos deshacernos con prisa. Debemos
estar alojados, y allí hay casas para nosotros, y ya dije que no podemos
adornar casas feas. Esto es una mala noticia para nosotros.
¿Pero suponiendo que derribáramos estas casas utilitarias, deberíamos
construirlas de nuevo mucho mejor? Me temo que no, a pesar de la
considerable mejora en el gusto que ha tomado lugar en los últimos años,
y de la cual este Congreso es, espero, una muestra entre otras.
Si los feos edificios utilitarios antes mencionados fuesen derribados y
comenzamos a construir otros en su lugar, los nuevos serían seguramente
de dos tipos: unos seguirían siendo de hecho utilitarios, aunque podrían
afectar varios niveles y clases de estilo ornamental, aunque serían al
menos tan malos como aquellos que reemplazaron, y en algunas
cuestiones peores que una buena parte los viejos. Serían más endebles en
estructura, más cursis, y más vulgares que los del estilo utilitario
temprano. La otra clase sería diseñada por arquitectos hábiles, hombres
dotados de sentido de belleza y educados en la historia del arte pasado.
Serían, sin duda, mucho mejores en la forma que los abortos utilitarios de
los que hemos estado hablando, aunque carecerían del espíritu de los
edificios más antiguos ya mencionados. Dejemos eso de lado por el
momento. Recurriré a ello más adelante.
Pues de una cosa estoy seguro que nos sorprendería inmediatamente de
nuestra ciudad reconstruida a finales del siglo XIX. La gran masa de
construcciones sería de tipo utilitario, y sólo aquí y allá podríamos
encontrar un ejemplo del trabajo cuidadoso y refinado de arquitectos
educados –el estilo Ecléctico, si me permiten llamarlo así. Tan sólo a esto
podría aspirar nuestra reconstrucción. Estaríamos más o menos donde
estamos ahora, excepto que habríamos perdido algunos edificios
francamente feos, y ganado unos pocos elegantemente excéntricos,
“incomprendidos por el pueblo.”
¿Cómo ocurre esto? La respuesta a esta pregunta responderá el “por qué”
de hace algunas frases.
La mayoría de nuestras casas serían feas y utilitarias incluso si nos
abocáramos al trabajo de alojarnos desde cero, pues la tradición nos ha
llevado al fin a la situación de ser constructores de edificios básicos y
degradantes. Y cuando queremos construir de otra manera debemos
intentar imitar el trabajo hecho por hombres cuyas tradiciones los
llevaron a construir bellamente, lo que debo decir no es un trabajo muy
prometedor.
Acabo de decir que aquellos escasos edificios refinados que podrían ser
levantados en la reconstrucción de nuestras casas, o que, para soltar una
hipótesis, son construidos ahora muy frecuentemente, carecerían, o
carecen, del espíritu de los edificios medievales a los que me refiero.
Seguramente esto es obvio, lejos de ser obras de armoniosa combinación
tan sencillas como lo puede ser cualquier obra de arte, son, incluso las
más exitosas, el resultado de un conflicto de contraste con todas las
tradiciones anteriores. Como regla la única persona conectada con la obra
arquitectónica que tiene alguna idea de lo que se desea de ella, es el
arquitecto mismo. En cada momento tiene que corregir y oponerse a los
hábitos del albañil, el carpintero, el ebanista, el tallador, etc., e intentar
llevarlos a imitar dolorosamente los hábitos de los trabajadores del siglo
XIV y dejar de lado sus propios hábitos, formados no sólo por su propia
práctica diaria y personal, sino del cambio heredado de mentalidad y
práctica corporal de al menos dos siglos. Bajo todas estas dificultades no
sería nada menos que un milagro que aquellos refinados edificios no
proclamaran su eclecticismo a todos los observadores. En efecto, como
están las cosas los ignorantes los mirarán fijamente preguntándose, los
tontos de la raza de Podsnap2 se reirán de ellos, duros críticos harán
juicios crueles sobre ellos. No nos permitamos ser como ninguno de ellos:
a pesar de todo, estos edificios dan gran crédito de quienes los diseñaron
y los llevaron a cabo entre los dientes de tan prodigiosas dificultades; son
a menudo hermosos a su manera ecléctica, se pretendió siempre que lo
fueran. ¿Debemos buscar los defectos en sus diseñadores por intentar
hacerlos diferentes de la masa de la arquitectura victoriana? Si fuera a
hacerse un intento de hacerlos bellos, esa diferencia, esa excentricidad,
serían necesarias. Alabemos su excentricidad y no la ridiculicemos,
nosotros cuya tendencia genuina es construir edificios que son una
mancha sobre la hermosa tierra, un insulto al sentido común de la
humanidad cultivada del siglo XIX. Permítanme un paréntesis. Cuando
veo a un grupo de limpios y bien alimentados hombres de clase media de
esa extraña raza que hemos dado en llamar anglosajona (sin importar si
pertenecen a la tierra de este o del otro lado del Atlántico), cuando veo a
estas nobles criaturas, altas, anchas de hombros y robustas, con sus ojos
claros y bien moldeados rasgos, estos hombres llenos de coraje,
capacidad y energía, he sido sorprendido al reflexionar sobre las casas
que han creído dignas para sí y la pequeñez de las ocupaciones que han
creído merecedoras del ejercicio de sus energías. Ver a un hombre de
estas proporciones molestándose por el ancho exacto de una tira en alguna
pieza de tela impresa (que nada tiene que ver con sus necesidades
artísticas), por temor a que no alcance a cumplir los requerimientos de
algún mercado remoto, tiranizado por los caprichos de un lánguido criollo
o fantástico negro [Nota: insistamos con que el racismo-colonialidad hace
parte o es precisamente la condición decimonónica, como nos ha
recordado Silvia Rivera alguna vez], me han producido un sentimiento de
vergüenza por mi civilizado prójimo de clase media, sin consideración
por la calidad de las mercancías que vende pero intensamente ansioso
por las ganancias derivadas de ellas.
Este paréntesis, al tema al que recurriré ahora, me lleva a notar que he
estado hablando principalmente sobre arquitectura, porque la veo primero
como la base de todas las artes, y luego, como un arte que abarca todas
las otras. Todo el mobiliario y ornamento necesarios para producir la
unidad completa de arte, una vivienda debidamente adornada, son hasta
cierto punto acosados por las dificultades que hoy en día se interponen al
logro satisfactorio de una buena y hermosa construcción. El pintor
decorativo, el mosaiquista, el vidriero, el ebanista, el hacedor del papel
de colgadura, el ceramista, el tejedor, todos ellos tienen que luchar con la
tendencia tradicional de una época en su intención de producir belleza en
lugar de galas comercializables, para dar un acabado artístico a su trabajo
y no uno comercial. Podría, espero, sin ser acusado de egolatría, decir que
mi vida en los últimos treinta años me ha brindado amplias oportunidades
para conocer el cansancio y la amargura de esta lucha.
Pues, para recurrir a mi paréntesis, si el capitán de industria (como se
acostumbra llamar a un hombre de negocios) piensa no en los bienes con
los que proveerá al mercado global, sino en el beneficio que se hará de
ellos, así el instrumento que emplea adjunto a su maquinaria, el artesano,
no pensará en los bienes que él mismo (y la máquina) producen como
bienes, sino simplemente como sustento para sí. La tradición del trabajo
con la que tiene que lidiar lo ha llevado a esto, en vez de satisfacer su
propia concepción sobre lo que los bienes que produce deberían ser, debe
satisfacer la visión de su amo sobre la calidad comercial de los mismos.
Y ustedes deberán entender que esto es una necesidad en el modo en el
que trabaja un obrero. Trabajar de esta manera representa su sustento,
hacerlo de otra significa la inanición. Les ruego notar que esto significa
que la realidad de las mercancías es sacrificada a la farsa comercial de las
mismas, si no es una palabra demasiado fuerte. El fabricante (como lo
llamamos) no puede producir absolutamente nada y ofrecerlo a la venta,
al menos en el caso de artículos de utilidad. Lo que sí hace es producir
una versión sucedánea del artículo exigido por el público, y por medio
del “más barato todavía” como ha sido llamado, puede no sólo forzar
dicha mercancía en el público, sino que puede (y lo hace) prevenirlo de
conseguir la cosa real. La cosa real deja actualmente de hacerse una vez
que la copia ha sido introducida al mercado.
Ahora no nos preocuparemos con otros sucedáneos, por más molestos al
placer de la vida que puedan resultar: que los defiendan quienes se
benefician de ellos. ¡Pero si les gusta beber cerveza de glucosa y no de
malta, y comer margarina en vez de mantequilla, si estas cosas los
satisfacen, por lo menos pregúntense en el nombre de la paciencia qué
esperan de un arte de los sucedáneos!
Es cierto que comencé diciendo que es natural y razonable que un hombre
ornamente sus simples bienes útiles, y que no se conforme con el mero
utilitarismo. Por supuesto he asumido que el ornamento era real, que no
perdería su función, y sería decorativo al mismo tiempo. Pero esto es
precisamente lo que no es un arte del sucedáneo, y es claramente un
desperdicio de trabajo.
Procuren entender a lo que me refiero, supongamos que quieren una jarra
y un lavabo, probablemente no comprarán unos simplemente blancos,
apenas verán un juego blanco. Miran varios y uno les interesa casi tanto
como el otro –es decir, nada en absoluto-. Al fin, por puro cansancio
dicen, “Bueno, este servirá”, y tienen su vajilla con garabatos de hojas de
helecho y enredaderas como su “ornamento”. Dicho ornamento no les da
ningún placer, mucho menos una idea, sólo les da la impresión (una
bastante gris) de dormitorio. La jarra tiene además algo de perversa
estupidez en su manija que también dice dormitorio y agrega
respetabilidad, al final aceptan el ornamento, excepto quizá si son
irritables y no se encuentran demasiado bien de salud. Piensan, si piensan
en absoluto, que tal ornamento ha fallado completamente en su propósito.
Y sin embargo no es así, ese ornamento, esa forma especial que la
ineptitud del garabato de helecho y la idiotez de la manija han tomado, ha
vendido tantas docenas de vajillas más que otras y es para eso que fue
puesto ahí, no para divertirlos a ustedes, saben que no es arte, pero no
saben que es un acabado comercial, excesivamente útil -para todos
excepto su usuario y su propio hacedor-.
¿Acaso no cumple ningún propósito además de para el productor, el
transportista, el agente, el vendedor, etc.? Feo, inepto y estúpido como es,
no podría decirlo del todo. Pues si, como dice el refrán, la hipocresía es
el homenaje que el vicio paga a la virtud, también esta pieza degradada
de acabado comercial es el homenaje que el comercio paga al arte. Es una
muestra de que el arte fue una vez aplicado a ornamentar bienes útiles
para el placer de sus usuarios y productores.
Ahora hemos visto que este arte aplicado merece ser cultivado, y en
efecto estamos aquí para ello, pero es claro que bajo las circunstancias
mencionadas, su cultivo será cuando menos difícil. Puesto que las
condiciones actuales de vida en las que la aplicación del arte a los
artículos útiles se lleva a cabo, implica que un cambio muy serio ha tenido
lugar desde que aquellas obras de arte cooperativo fueron producidas en
la Edad Media, las cuales creo que pocas personas estiman lo suficiente.
Dicho brevemente, este cambio equivale a que la Tradición se ha
transferido del arte al comercio –el mismo comercio que ha abrazado
ahora el viejo oficio de la guerra, así como la producción de bienes. Sin
embargo, el fin propuesto por el comercio es la creación de una demanda
de mercado y la satisfacción de la misma una vez creada, en aras de la
producción de ganancias individuales. Mientras el fin propuesto por el
arte aplicado a artículos útiles, es decir, la producción en los días antes
del comercio, era la satisfacción de las genuinas necesidades espontáneas
del público y la ganancia individual del sustento de sus productores. Les
ruego consideren estas dos ideas de producción, entonces verán cuán lejos
están una de la otra. Para el productor comercial las mercancías reales son
nada, sus aventuras en el mercado lo son todo. Para el artista estos bienes
lo son todo, no tiene que preocuparse por su mercado, pues es solicitado
por otros artistas a hacer lo que hace, lo que sus capacidades lo alientan a
hacer.
La ética del comerciante (ajustada por supuesto a sus necesidades) le
permite dar tan poco como pueda al público y tomar tanto como pueda de
él. La ética del artista lo empuja a poner tanto de sí mismo como pueda
en cada uno de los bienes que produce. El comerciante, por lo tanto, está
en la posición de lidiar con un público de enemigos. El artista, al
contrario, con un público de amigos y vecinos.
De nuevo, está claro que el comerciante debe confinar sus energías
principalmente a la guerra que está librando, las mercancías con las que
negocia han de ser hechas por instrumentos –en la medida de lo posible
por medio de instrumentos sin pasiones o deseos, por máquinas
automáticas, como las llamamos. Cuando no es posible y tiene que usar
seres humanos altamente adiestrados en vez de máquinas, es esencial para
su triunfo que imiten la desapasionada cualidad de las máquinas mientras
estén trabajando, cualquier sentimiento humano irreprimible será visto
por el comerciante de la misma manera que la fricción o el rechinar en
sus máquinas no-humanas, como una molestia a ser eliminada. ¿Necesito
decir que en estas máquinas humanas es inútil buscar arte? Sin importar
qué sentimientos puedan tener hacia el arte, deben guardarlos para su ocio
–es decir, para las muy escasas horas en la semana en las que intentan
descansar después del trabajo y no duermen, o para los desafortunados
días en que están desempleados y en desesperada ansiedad por su
sustento.
De estos hombres, digo, no pueden esperar que puedan vivir de aplicar el
arte a bienes útiles, sólo pueden aplicar una impostura de ello para fines
comerciales. Y debo decir, entre paréntesis, que por experiencia puedo
adivinar la prodigiosa cantidad de talento así desperdiciada. Por lo demás
pueden considerar, junto con los trabajadores, esta declaración mía como
algo brutal: sólo puedo responder a ustedes y a ellos que es una verdad
que es necesario enfrentar. Es una cara de las discapacidades de la clase
trabajadora, y los invito a considerarla seriamente.
Por lo tanto (como dije el año pasado en Liverpool), debo alejarme de la
gran masa de hombres que están produciendo bienes útiles y que les es
prohibido aplicar el arte en ellos, para concentrarme en un grupo mucho
más pequeño, en efecto uno muy pequeño. Debo acercarme a un grupo
de hombres que no están trabajando bajo amos que los emplean para
producir para el mercado global, sino que son libres de hacer los que les
plazca con su trabajo, y están trabajando para un mercado que pueden ver
y entender, sin importar las limitaciones bajo las cuales trabajen: es decir,
los artistas.
Son un grupo pequeño y débil, en la superficie obviamente en oposición
a la tendencia general de la época, excluidos, por lo tanto, como he dicho,
del arte verdaderamente cooperativo y como consecuencia de este
aislamiento, pesadamente lastrados en la carrera del éxito. Ya que la
tradición cooperativa sitúa al artista al inicio mismo de su carrera en una
posición en la que ha escapado del esfuerzo de aprender una multitud de
asuntos menores, difíciles si no imposibles de aprender de otra manera.
El campo en el que tiene que sembrar no es parte de una pradera
primordial, sino suelo hecho fértil y trabajado a conciencia por
incontables generaciones. Es el aprendizaje de las eras, en resumen, por
lo cual un artista nace al taller del mundo.
Nosotros, los artistas de hoy, no somos tan afortunados como para
compartir completamente este aprendizaje: debemos pasar la mejor parte
de nuestras vidas intentando hacernos con algún “estilo” que nos sea
natural, y demasiado a menudo fallamos en conseguirlo. Incluso más
frecuentemente, habiéndolo adquirido, es decir, nuestro método de
expresión, nos enamoramos tanto de los medios que olvidamos sus fines,
y nos encontramos con que no tenemos nada para expresar a excepción
de la auto-satisfacción en la posesión de nuestro muy rudimentario
instrumento. Así encontrarán en el presente hombres inteligentes y
talentosos que están preparados para sostener como teoría, que el arte no
tiene otra función que la exhibición de cualidades ejecutivas inteligentes
y que un tema es tan bueno como cualquiera. No es sorpresa que esta
teoría deba llevarlos a la práctica de producir pinturas que podríamos
considerar ingeniosas, si pudiéramos saber qué significan, pero cuyo
significado sólo podemos adivinar y suponer que se proponían transmitir
la impresión de una persona corta de vista, sobre diversos incidentes
desagradables vistos a través de la niebla londinense.
Admito que esto es una digresión, dado que mi tema son las artes
aplicadas, y dichas artes no pueden ser aplicadas a nada. Me temo que, en
efecto, deban ser consideradas sólo como artículos mercantiles.
Así, nosotros los artistas de hoy, somos separados de la tradición
cooperativa, aunque debo decir que no lo estamos de toda tradición.
Aunque es innegable que no simpatizamos con la corriente principal de
la época, su comercialismo, simpatizamos (incluso a veces
inconscientemente) con la apreciación de la historia como un genuino
desarrollo de los tiempos y una compensación para algunos de nosotros
por la vulgaridad y brutalidad que acosa nuestras vidas. Es a través de
este sentido de la historia que estamos unidos a la tradición de tiempos
pasados.
Tiempos pasados: ¿somos entonces reaccionarios, anclados al pasado
muerto? Realmente espero que no, pero tampoco puedo decirles con
certeza cuánto del pasado está realmente muerto. Veo a mi alrededor
evidencia de ideas recurrentes que han sido suplantadas hace tiempo. El
mundo corre tras algún objeto de deseo, lucha vigorosamente por él, lo
alcanza y aparentemente lo deja de lado, como un gatito juega con una
pelota, podrían decir ustedes. No, no precisamente. La ganancia es
conseguida y otra cosa debe ser perseguida, a menudo algo que parecía
alcanzado antes y fue dejado a su suerte por un rato. Sin embargo el
mundo no ha retrocedido, pues aquel viejo objeto de deseo fue sólo
obtenido en el pasado tanto como las circunstancias del momento lo
permitieron. Como consecuencia la ganancia era imperfecta; los tiempos
han cambiado y nos permiten avanzar un paso adelante hacia la
perfección de esa vieja ganancia. El mundo no ha vuelto realmente sobre
sus pasos, aunque para algunos lo haya parecido. ¿Retrocedió el mundo
cuando, por ejemplo, el remanente de las civilizaciones antiguas fue
aplastado por el barbarismo que fue la fundación de la Europa moderna?
Todos podemos ver que no fue así. ¿Retrocedió cuando el sistema lógico
y ordenado la Edad Media tuvo que hacerle lugar a la confusión del
incipiente comercialismo del siglo XVI? De nuevo, tan desastroso y
desagradable como parece el cambio en la superficie, creo que no fue una
regresión a la anarquía prehistórica, sino un paso hacia arriba en la espiral
que es, y no la línea recta, como dice mi amigo Bax3, la verdadera línea
del progreso.
Si en el futuro que seguirá inmediatamente a este presente debemos
recurrir a ideas que hoy parecen pertenecer sólo al pasado, esto no será
realmente un retroceso sino retomar el progreso desde un punto que
abandonamos anteriormente. Desde ese sentido de las cosas, desde el arte,
no hemos progresado, hemos decepcionado las esperanzas del periodo
justo anterior al tiempo del abandono. ¿Han perecido realmente estas
esperanzas, o sólo yacen durmientes, acatando el tiempo en que nosotros,
nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos las despierten una vez más?
Debo concluir que el caso es el último, la esperanza de llevar una vida
ennoblecida por el ejercicio placentero de nuestras energías no ha muerto,
aunque ha sido olvidada por un tiempo. No acuso a la época en la cual
vivimos de inutilidad, es indudable que fue necesario que el hombre
civilizado se propusiera dominar la naturaleza y ganara ventajas
materiales imposibles en tiempos anteriores, pero hay signos en el aire
que muestran que los hombres no están tan entregados a este lado de la
batalla de la vida como solían estarlo. La gente comienza a murmurar y
preguntarse: “Hemos ganado la batalla con la naturaleza, ¿dónde está la
recompensa de nuestra victoria? ¿Nos hemos esforzado y esforzado, pero
acaso nunca disfrutaremos? El hombre que fue débil alguna vez ahora es
poderoso. ¿Pero su incremento en la felicidad, dónde está? ¿Quién ha de
mostrárnoslo, quién ha de medirlo? ¿Hemos hecho más que cambiar una
forma de infelicidad por otra, una forma de desasosiego por otra? Vemos
los instrumentos que ha fabricado la civilización, ¿qué hará con ellos?
¿Hacer más y más y todavía más? ¿Con qué propósito? Si los usara de
hecho se haría algo. ¿Mientras tanto, qué está haciendo la civilización?
Día a día el mundo se hace más desagradable y feo, ¿y dónde en el día
que pasa está la ganancia compensatoria? Una naturaleza conquistada a
medias nos obligó a trabajar duro y, sin embargo, por más recompensa
que una vida de trabajo duro. Ahora la naturaleza ha sido conquistada y
aun así nos forzamos a trabajar duramente por ese sueldo desagradable:
hemos ganado riquezas sin límite, pero la riqueza está tan lejos de
nosotros como siempre, o aún más lejos. Vengan entonces, dado que
somos tan poderosos, veamos si no podemos hacer la única cosa que vale
la pena; hacer del mundo del que hacemos parte, de alguna manera más
feliz.”
Este es el espíritu de mucho de lo que escucho alrededor mío, no sólo por
hombres pobres y oprimidos, sino por aquellos que tienen una buena
medida de las ganancias de la civilización. No sé si la misma clase de
sentimiento estuvo presente en el mundo en tiempos anteriores, pero sé
que significa descontento real, una esperanza, en parte inconsciente, de
días mejores: y seré intrépido al decir que el espíritu de esta última parte
de nuestro siglo es de descontento fructífero o rebelión, es decir, de
esperanza. Y de esa rebelión somos parte nosotros los artistas, y aunque
somos pocos, y pocos como somos, meros principiantes comparados a la
pareja competencia de los artistas de tiempos pasados, somos sin embargo
de alguna utilidad en el movimiento hacia la obtención de la riqueza, esto
es hacia el hacer útiles nuestros instrumentos.
Pues nosotros, al menos, hemos recordado lo que la mayoría ha olvidado
en medio del infructuoso y desagradable trabajo en la era de la producción
industrial, no sólo que es posible ser feliz y la labor puede ser un placer,
sino que la esencia del placer está en la labor debidamente direccionada;
es decir, si está orientada hacia aquellas funciones que personas sabias y
saludables desean ver desempeñadas. En otras palabras, si la ayuda mutua
es su principio movilizador.
Dado que es asunto nuestro como artistas mostrar al mundo que el
ejercicio placentero de nuestras energías es el fin de la vida y la causa de
la felicidad, y por lo tanto mostrarle el camino que el descontento de la
vida moderna debe tomar para alcanzar un hogar fructífero, me parece
que deberíamos sentir agudamente nuestras responsabilidades. Es cierto
que no podemos sino compartir en la pobreza de esta era de producción
industrial, y me temo que por un tiempo seremos poco más principiantes.
Sin embargo, al menos cada uno en su persona puede combatir contra la
producción improvisada en el arte. Por ejemplo, para presionarnos un
poco, si dibujar es nuestro punto débil, intentemos mejorar en ese aspecto
y no proclamar que dibujar es nada y el tono lo es todo. O si somos malos
coloristas, pongámonos a trabajar y aprender, al menos a colorear
inofensivamente (lo que les aseguro puede aprenderse), en vez de burlarse
de aquellos que nos dan bellos colores fácil y habitualmente. O si
ignoramos la historia y no tenemos ningún sentido de lo poético, no
intentemos exaltar esas deficiencias convirtiéndolas en excelencias,
manteniendo la divinidad de lo feo y lo estúpido. Dejemos toda esa
indigna mezquindad a los filisteos y pesimistas, que naturalmente querrán
bajar a todos a su nivel.
En resumen, nosotros los artistas estamos en la posición de ser
representantes de la artesanía, extinta en la producción de bienes
mercantiles. Por lo tanto, hagamos nuestro mayor esfuerzo en
convertirnos en los mejores artesanos que nos sea posible. Y si no
podemos ser buenos artesanos en una línea de trabajo, pasemos a la
siguiente y encontremos nuestro lugar en las artes y seamos buenos en
ello. Si somos artistas en absoluto, debemos estar seguros de encontrar lo
que podemos hacer bien, incluso si no podemos hacerlo fácilmente.
Eduquémonos a nosotros mismos para ser buenos trabajadores en toda
situación, lo que nos dará una simpatía real por todo lo que es valioso en
el arte. Nos hará libres en aquella gran corporación de poder creativo, el
trabajo de todas las épocas y nos preparará para lo que muy seguramente
viene, el nuevo arte cooperativo de la vida. En él no habrá esclavos ni
vehículos para la humillación aunque haya necesariamente subordinación
de capacidades, en las cuales la conciencia de que cada uno pertenece a
un cuerpo cooperativo trabajando armoniosamente, uno para todos y
todos para uno, traerá igualdad alegre y real.

Octubre 30, 1889.


Conferencia presidencial a la Sección de Artes Aplicadas de la
Asociación Nacional para el Avance del Arte, en una reunión en Queen
Street Hall, Edimburgo.

Notas del traductor

1. Blenheim Park, es un palacio situado en el condado de Oxfordshire,


en Inglaterra, y residencia histórica de parte de la alta nobleza.
2. Suerte de torres cuadradas edificadas con fines de vigilancia entre
Inglaterra y Escocia desde la edad media.
3. Mr. John Podsnap es un personaje de la novela de Charles Dickens
“Nuestro amigo común” (1865). Mr. Podsnap es un hombre de clase
media alta, petulante, arribista y nacionalista. Dickens lo usa en la
novela para representar de cierta manera la opinión de “la sociedad”
sobre los acontecimientos de la misma.
4. Belford Bax (1854-1926) fue un abogado y escritor socialista inglés,
hoy podríamos considerarlo ciertamente como una asociación
desafortunada para Morris. Escribió dos libros en conjunto con él en
la década de 1890. Desde 1908 en adelante, dedicó sus esfuerzos como
escritor a denunciar y combatir lo que ridículamente consideraba “los
privilegios de la mujer ante la ley”, de su empresa quedan como
testimonio varios panfletos y libros, entre ellos “El fraude del
feminismo” de 1913.

Posible Prólogo
A William Morris podríamos hacerle hoy varias objeciones desde una
lectura radical, entre estas su completa anulación de la mujer como
entidad siquiera. Podríamos decir que la recurrencia a hablar del hombre
en mayúsculas es un rasgo del estilo de finales del siglo XIX, o traducir
estas expresiones siempre por “humanidad” o “persona”, aunque esto
sería más bien un desvío innecesario, un detournement que en vez de
revelar, ocultase en su pequeña subversión. Entre los y las pensadoras
radicales de finales de siglo son pocas las excepciones a este machismo
(afortunadamente lxs anarquistxs de nuestros afectos se posicionaron al
respecto), y Morris no hacía parte de ellas. Bax, el citado amigo de Morris
y socialista inglés, incluso escribió varios panfletos y libros contra el
naciente feminismo. Tengámoslo en cuenta. Lo del macho de izquierda,
en fin, no es ninguna novedad, es más bien una constante histórica.
También podríamos objetarle, a partir de uno o dos comentarios en esta
conferencia, cierto racismo, ciertas caricaturizaciones de la vida no
europea. Tampoco haremos apología de estas posiciones, tengamos en
cuenta solamente que vivir y pensar en el siglo diecinueve europeo,
incluso desde la radicalidad, seguía estando cargado de posiciones de este
tipo. Proponemos entonces leer desde allí, desde las posibles
confrontaciones con el autor.
Por otro lado, entre los aportes más interesantes de William Morris están
sus concepciones acerca de cierta posibilidad de un trabajo libre y
placentero, en oposición tanto a las concepciones marxistas que
anhelaban la industrialización total de la producción para, eventualmente,
superar la explotación, así como al moralismo de herencia cristiana del
trabajo en sí como libertad (más adelante en la historia rezaría sobre la
entrada de campos de concentración “Arbeit macht frei”). Para Morris la
clave a la posibilidad de un trabajo no alienado se encuentra en los modos
de producción cooperativos de la Edad Media, en el trabajo conjunto de
personas libres por un mismo fin. Los talleres artesanales reunían no sólo
a personas libres, sino que además implicaba que conocían un oficio
específico. Lo que creo vale la pena resaltar es que este saber del oficio
permite una valoración individual y social del trabajo realizado, hay una
satisfacción en el ejercicio del mismo.
Si bien esto puede ser problemático a la luz del siglo XXI, en los tiempos
de la auto-explotación y el trabajo cognitivo, siguiendo a Bifo Berardi,
ante la imposibilidad de una revolución
Esta valoración del trabajo artístico o artesanal se desarrolla
políticamente a través de un pensamiento estético. La belleza como
enriquecimiento de la vida cotidiana, para el usuario de un bien, al mismo
tiempo que como posibilidad de expresión del artesano plenamente dueño
de su saber en el oficio. El trabajo alienado para Morris no depende
únicamente de la expoliación al trabajador del fruto de su trabajo por parte
del capitalista, sino del hecho mucho más sutil de encontrarse enfrentado
en el mundo industrial a la imposibilidad de expresar su saber y sus
deseos en la elaboración de objetos que cumplen un papel social. La
crítica se dirige al orden del trabajo industrial en cuanto despoja de su
humanidad al trabajador para convertirlo en una máquina. La forma que
el producto manufacturado toma no depende en ningún sentido de la
humanidad del trabajador. Por otro lado, incluso a fines del siglo XIX se
vislumbran las consecuencias de la incipiente automatización, escenario
al que nos enfrentamos hoy en una escala muy distinta sin que las
implicaciones sean muy distintas. El desarrollo tecnológico y la
automatización (posibilidad de la cual se han desprendido variadas
utopías radicales hacia la abolición, o al menos la reducción del trabajo)
no han transformado las condiciones de vida de los trabajadores, la
jornadas laborales siguen siendo extensivas y la máquina, sin
transformaciones sociales profundas, ha demostrado ser otra de las
formas de sujeción del capitalismo.
Muy probablemente para Morris la toma de los medios de producción
resultaría insuficiente si reprodujese la naturaleza de las acciones que
componen el trabajo. No se trata únicamente de la cuestión de quién
obtiene las ganancias de la producción, sino de cómo es gestionada la
labor de cada individuo en una colectividad de trabajo. Hay en ello una
pregunta intrínseca por el disfrute del tiempo, por la erotización del
trabajo. No digo que no haya utopía sino, más bien, que la utopía de
Morris representa la renuncia a otra, la del desarrollo unidireccional
capitalista (y por cierto, también marxista) con sus posibilidades de la
automatización del trabajo.
En contraste con la práctica luddita, la revuelta contra la máquina no se
expresa en los términos puramente negativos (bellos y quizá necesarios)
de la destrucción de las fábricas o los telares mecánicos, sino en el gesto
positivo de la proposición de otras formas de trabajo. Se han objetado las
posiciones de Morris como puramente románticas al recurrir a la Edad
Media como inspiración, pero lo
En la actualidad

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