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Al no poder ser revolucionaria porque no tiene más remedio que ser consolatoria, la novela popular se

ve obligada a enseñar que, por muchas contradicciones sociales que existan, existen también fuerzas
capaces de subsanarlas. Ahora bien, esas fuerzas no pueden ser las populares, pues el pueblo no tiene
poder, y, si lo alcanza, surge la revolución y por ende la crisis. Los encargados de subsanar tales
contradicciones deben pertenecer, pues, a la clase dominante. Y como en cuanto integrantes de la clase
dirigente no tendrían el menor interés en llevar a cabo este cometido, habrán de pertenecer por fuerza
a una estirpe de justicieros que vislumbran en lontananza una justicia más amplia y más armónica. Y
como la sociedad no reconoce esa necesidad de justicia y nunca comprendería sus propósitos, habrán
de perseguirlos e intentar realizarlos en contra de la sociedad y de las leyes. Para poder hacerlo deberán
estar dotados de cualidades excepcionales y poseer una fuerza carismática que legitime su decisión
aparentemente subversiva. Así nace el Superhombre. (106)

Rasgo característico de todos ellos consiste en decidir por su cuenta qué es lo que constituye el bien
para la plebe oprimida y cómo debe ser vengada. Al superhombre no se le pasa en ningún momento por
la cabeza que el populacho pueda y deba decidir por su cuenta, y por lo tanto nunca lo vemos iluminarlo
ni consultarle. En medio del frenesí de su virtud, vuelve a situar una y otra vez a la plebe en su papel de
subalterna, y actúa con una violencia represiva tanto más mistificada por cuanto adopta los ropajes de
Salvación. (107)

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