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Del principio de la soberanía de las naciones no se sigue que ellas puedan ejercer por sí
mismas todos los derechos soberanos. Es necesario distinguir entre el derecho y el ejercicio de
la soberanía, dos cosas que no solamente pueden, sino que deben ser separadas. En una nación,
por poco populosa que se la suponga, no puede ejercerse la soberanía simultáneamente por
todos. Aun admitiendo que todos puedan deliberar en común, no todos pueden ejecutar las
deliberaciones tomadas. De allí nace el derecho y la necesidad que tienen las naciones de
delegar el ejercicio de su soberanía en representantes encargados o de expresar la voluntad
general, o de hacerla ejecutar. Las naciones han usado siempre y en todas partes de ese medio,
en una vasta escala. Su historia política no es sino la historia de las vicisitudes del poder, la
narración del modo como se ha establecido y arreglado la sucesión, modificado sus formas y
cambiado las dinastías en que debía perpetuarse. Esta delegación es tácita en el origen de las
sociedades; entonces, no es generalmente, sino una ratificación; con el transcurso de los
tiempos se vuelve expresa, cuando la nación que busca sus destinos quiere darse la organización
que cree más apropiada a su estado de civilización, a sus costumbres y a sus afecciones, la que
estima como mejor y más aparente para ser feliz. Pero sea tácita o expresa, la delegación no es
jamás una abdicación de la soberanía, que es inalienable o imprescriptible; es más bien un
testimonio de confianza, que impone a los delegados el deber de trabajar por la felicidad de
todos, colocándolos bajo la amenaza de la revocación posible de sus poderes. Las naciones que
pueden reservarse para ejercer en común la mayor parte de su soberanía, o encargar a uno solo
o a muchos que la ejerzan por ellas, confiándoles un mandato limitado, por cierto, tiempo o
perpetuo, absoluto o parcial, conservan, pues, siempre la facultad de modificar su organización,
que no es sino provisional. Por otra parte, las sociedades no permanecen estacionarias; tienen
el derecho de desarrollarse y de cambiar sus formas exteriores. Un pueblo no puede renunciar
nunca a perfeccionar su constitución, así como un hombre a mejorar su conducta. Pero el
cambio de forma no debe ser arbitrario, sino necesario; es decir, la manifestación indispensable
de una renovación completa. Cuando una nación ha escogido una forma de gobierno, debe
esforzarse en establecerla regularmente, por todos los medios posibles, y no dejarse arrastrar
por ciegas pasiones, por intereses mezquinos, o por el amor a lo nuevo, a operar cambiamientos
que siempre conmueven profundamente el edificio, provocan crisis funestas y son seguidos de
convulsiones que comprometen la armonía del cuerpo social.