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El Credo explicado por Benedicto XVI

Nuevo ciclo de la catequesis semanal del papa

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 17 octubre 2012 (ZENIT.org).- La audiencia general de


esta mañana tuvo lugar a las 10,30 en la plaza de San Pedro, donde Benedicto XVI se
encontró con grupos de peregrinos y fieles de Italia y de otros países. En su discurso, el papa
inició un nuevo ciclo de catequesis dedicado al Año de la Fe, "para retomar y profundizar las
verdades centrales de la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre toda la
realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las afirmaciones del Credo".

*****
Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera presentar el nuevo ciclo de catequesis, que se lleva a cabo durante todo el Año
de la Fe que acaba de empezar y que interrumpe --por este período--, el ciclo dedicado a la
escuela de oración. Con la Carta apostólica Porta Fidei elegí este Año especial, justamente
para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo,
reavive la alegría de caminar por la vía que nos ha mostrado, y testifique en modo concreto la
fuerza transformante de la fe.

El aniversario de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II es una gran
oportunidad para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para
fortalecer la pertenencia a la Iglesia, "maestra en humanidad", y que, a través de la
proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad nos lleve
a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro no
con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma
profundamente, revelándonos nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. El encuentro
con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, dirigiéndolas, de día en día, hacia una
mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor.

Tener fe en el Señor no es algo que interesa solamente a nuestra inteligencia, al área del
conocimiento intelectual, sino que es un cambio que implica toda la vida, a nosotros mismos:
sentimiento, corazón, intelecto, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con
la fe realmente cambia todo en nosotros y por nosotros, y se revela claramente nuestro
destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el significado de la vida, la alegría
de ser peregrinos hacia la Patria celeste.

Pero --nos preguntamos--, ¿la fe es verdaderamente una fuerza transformadora en nuestra


vida, en mi vida? ¿O solo es uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser
aquello determinante que la implica por completo?
Con la catequesis de este Año de la Fe nos gustaría realizar un camino para fortalecer o
reencontrar la alegría de la fe, entendiendo que ella no es algo ajeno, desconectada de la vida
real, sino que es el alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre
encarnándose y entregándose a sí mismo en la cruz para salvarnos y reabrirnos las puertas
del Cielo, indica de modo luminoso, que solo en el amor está la plenitud del hombre. Es
necesario repetirlo con claridad, que mientras las transformaciones culturales de hoy
muestran a menudo muchas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de "conquistas de la
civilización": la fe afirma que no existe una verdadera humanidad si no es en los lugares, en
los gestos, dentro del plazo y en la forma en la que el hombre está animado por el amor que
viene de Dios; que se expresa como un don, se manifiesta en relaciones llenas de amor, de
compasión, de atención y de servicio desinteresado frente a los demás. Donde hay
dominación, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde
está la arrogancia del yo encerrado en sí mismo, el hombre termina empobrecido,
desfigurado, degradado. La fe cristiana, activa en el amor y fuerte en la esperanza, no limita,
sino que humaniza la vida, más áun, la vuelve plenamente humana.

La fe es acoger este mensaje transformante en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios,


que nos hace saber quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus planes para nosotros. Es cierto
que el misterio de Dios permanece siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra
razón, de nuestros rituales y oraciones. Sin embargo, con la revelación Dios mismo se
autocomunica, se relata, se vuelve accesible. Y nosotros somos capaces de escuchar su
Palabra y de recibir su verdad. He aquí la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en
nosotros --a través de la obra del Espíritu Santo--, las condiciones adecuadas para que
podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de ponerse en
contacto con nosotros, de estar presente en nuestra historia, nos permite escucharlo y
acogerlo. San Pablo lo expresa así con alegría y gratitud: "No cesamos de dar gracias a Dios
porque, al recibir la palabra de Dios que les predicamos, la acogieron, no como palabra de
hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece activa en ustedes, los
creyentes " (1 Ts. 2,13).

Dios se ha revelado con palabras y hechos a través de una larga historia de amistad con el
hombre, que culmina en la Encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de la Muerte y
Resurrección. Dios no solo se ha revelado en la historia de un pueblo, no solo habló por medio
de los profetas, sino que ha cruzado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como un
hombre, para que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y desde Jerusalén, el anuncio del
Evangelio de la salvación se ha extendido hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del
costado de Cristo, se ha vuelto portadora de una sólida y nueva esperanza: Jesús de Nazaret,
crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la diestra del Padre y es el
juez de vivos y muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero
desde el principio, surgió el problema de la "regla de la fe", es decir, de la fidelidad de los
creyentes a la verdad del Evangelio en la cual permanecer con solidez, a la verdad salvífica
sobre Dios y sobre el hombre, para preservarla y transmitirla. San Pablo escribe: "Serán
salvados, si lo guardan [el evangelio] tal como se lo prediqué... Si no, ¡habrán creído en
vano!" (1 Cor. 15,2).

Pero, ¿dónde encontramos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos la verdad que se
nos ha transmitido fielmente y que es la luz para nuestra vida diaria? La respuesta es simple:
en el Credo, en la Profesión de Fe o Símbolo de la Fe, nosotros nos remitimos al hecho
original de la Persona y de la Historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol
de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: "Porque yo les transmití, en primer lugar, lo
que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue
sepultado, y que resucitó al tercer día." (1 Cor. 15,3).

Incluso hoy tenemos necesidad de que el Credo sea mejor conocido, entendido y orado. Sobre
todo, es importante que el Credo sea, por así decirlo, "reconocido". Conocer, en realidad,
podría ser una operación tan solo intelectual, mientras "reconocer" significa la necesidad de
descubrir la profunda conexión entre la verdad que profesamos en el Credo y nuestra vida
cotidiana, para que estas verdades sean real y efectivamente --como siempre fueron--, luz
para los pasos en nuestro vivir, y vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea.
En el Credo se engrana la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su
justificación.

No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia Católica,
norma segura para la enseñanza de la fe y fuente fiable para una catequesis renovada, fuese
configurado sobre el Credo. Se ha tratado de confirmar y proteger este núcleo central de las
verdades de la fe, convirtiéndolo a un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro
tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para
que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los
cristianos sean capaces de dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe. 3,14).

Hoy vivimos en una sociedad profundamente cambiada, incluso en comparación con el pasado
reciente y en constante movimiento. Los procesos de la secularización y de una extendida
mentalidad nihilista, en lo que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad
general. Por lo tanto, la vida es vivida con frecuencia a la ligera, sin ideales claros y
esperanzas sólidas, dentro de relaciones sociales y familiares líquidas, provisionales.
Sobretodo las nuevas generaciones no están siendo educadas en la búsqueda de la verdad y
del sentido profundo de la existencia que supere lo contingente, en pos de una estabilidad de
los afectos, de la confianza. Por el contrario, el relativismo lleva a no tener puntos fijos; la
sospecha y la volubilidad provocan rupturas en las relaciones humanas, a la vez que se vive
con experimentos que duran poco, sin asumir una responsabilidad.

Si el individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no


podemos decir que los creyentes sigan siendo totalmente inmunes a estos peligros con los
que nos enfrentamos en la transmisión de la fe. La consulta promovida en todos los
continentes, para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, ha
puesto de relieve algunos: una fe vivida de un modo pasivo y privado, la negación de la
educación en la fe, la diferencia entre vida y fe.

El cristiano a menudo ni siquiera conoce el núcleo central de su propia fe católica, el Credo,


dejando así espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las
verdades a creer y la unicidad salvífica del cristianismo. No está muy lejos hoy el riesgo de
construir, por así decirlo, una religión "hágalo usted mismo". Por el contrario, debemos volver
a Dios, al Dios de Jesucristo, debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar en
modo más profundo en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.

En las catequesis de este Año de la Fe quisiera ofrecer una ayuda para hacer este viaje, para
retomar y profundizar las verdades centrales de la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la
Iglesia, sobre toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las
afirmaciones del Credo. Y quisiera dejar en evidencia que estos contenidos o verdades de la fe
(fides quae) se conectan directamente a nuestras vidas; exigen una conversión de vida,
dando paso a una nueva manera de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios, encontrarle,
explorar los rasgos de su rostro ponen en juego nuestra vida, porque Él entra en la dinámica
profunda del ser humano.

Que el camino que realizaremos este año nos haga crecer a todos en la fe y en el amor a
Cristo, para que podamos aprender a vivir, en las decisiones y acciones diarias, la vida buena
y hermosa del Evangelio. Gracias.

¿Qué es la fe? ¿Qué significa creer hoy?

El santo padre continúa su ciclo de catequesis por el Año de la Fe

CIUDAD DEL VATICANO, jueves 25 octubre 2012 (ZENIT.org).- Ayer a las 10,30 se realizó la
Audiencia general en la plaza de San Pedro, presidida por el papa Benedicto XVI ante una
multitud que lo esperaba desde temprano. En su discurso, el papa continuó con el ciclo de
catequesis dedicado al Año de la Fe iniciado la semana pasada, en el cual explicó “¿Qué es la
fe?”.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, comencé una nueva serie de catequesis
sobre la fe. Y hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre una cuestión fundamental: ¿qué es la
fe? ¿Tiene sentido aún la fe en un mundo donde la ciencia y la tecnología han abierto
horizontes, hasta hace poco tiempo impensables? ¿Qué significa creer hoy?

En efecto, en nuestro tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que incluya por
cierto un conocimiento de su verdad y de los acontecimientos de la salvación, pero que
principalmente nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar
en él, de tal modo que toda la vida esté involucrada con él.

Hoy, junto a muchos signos de buena, crece a nuestro alrededor también un cierto desierto
espiritual. A veces, se tiene la sensación, por ciertos hechos que conocemos todos los días, de
que el mundo no va hacia la construcción de una comunidad más fraterna y pacífica; las
mismas ideas de progreso y bienestar también muestran sus sombras. A pesar del tamaño de
los descubrimientos de la ciencia y de los resultados de la tecnología, el hombre hoy no
parece ser verdaderamente más libre, más humana; todavía permanecen muchas formas de
explotación, de manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia… Luego, un cierto tipo
de cultura ha educado a moverse solo en el horizonte de las cosas, de lo posible, a creer solo
en lo que vemos y tocamos con las manos. Por otro lado, sin embargo, crece el número de
personas que se sienten desorientados y, al tratar de ir más allá de una realidad puramente
horizontal, se predisponen a creer en todo y su contrario. En este contexto, surgen algunas
preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista:
¿Qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las
generaciones futuras? ¿En qué dirección orientar las decisiones de nuestra libertad en pos de
un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera más allá del umbral de la muerte?

A partir de estas ineludibles preguntas, surge como un mundo de la planificación, del cálculo
exacto y de la experimentación, en una palabra, el conocimiento de la ciencia, que si bien son
importantes para la vida humana, no es suficiente. Nosotros necesitamos no solo el pan
material, necesitamos amor, sentido y esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno
sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la oscuridad, en
las dificultades y en los problemas cotidianos. La fe nos da esto: se trata de una confianza
plena en un "Tú", que es Dios, el cual me da una seguridad diferente, pero no menos sólida
que la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un mero asentimiento
intelectual del hombre frente a las verdades en particular sobre Dios; es un acto por el cual
me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es la adhesión a un "Tú" que me da
esperanza y confianza. Ciertamente que esta adhesión a Dios no carece de contenido: con
ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, hizo ver su rostro y se ha vuelto
cercano a cada uno de nosotros. En efecto, Dios ha revelado que su amor por el hombre, por
cada uno de nosotros, es sin medida: en la cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho
hombre, nos muestra del modo más luminoso a qué grado llega este amor, hasta darse a sí
mismo, hasta el sacrificio total.

Con el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de


nuestra humanidad para que llevarla a Él, para elevarla hasta que alcance su altura. La fe es
creer en este amor de Dios, que no diminuye ante la maldad de los hombres, ante el mal y la
muerte, sino que es capaz de transformar todas las formas de esclavitud, dando la posibilidad
de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar ese "Tú", Dios, que me sostiene y me
concede la promesa de un amor indestructible, que no solo aspira a la eternidad, sino que le
da; es confiar en Dios con la actitud del niño, el cual sabe que todas sus dificultades, todos
sus problemas están a salvo en el "tú" de la madre. Y esta posibilidad de salvación a través
de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres.

Creo que deberíamos meditar más a menudo --en nuestra vida diaria, marcada por problemas
y situaciones a veces dramáticas--, en el hecho que creer cristianamente significa este
abandonarme con confianza al sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo; una
sensación de que no somos capaces de darnos, sino de solo recibir como un don, y que es la
base sobre la que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la
fe, debemos ser capaces de proclamarla con la palabra y demostrarla con nuestra vida de
cristianos.

A nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchos son indiferentes o se niegan a
aceptar este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, tenemos palabras duras del Señor
resucitado que dice: "El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará"
(Mc. 16,16), se pierde a sí mismo. Los invito a reflexionar sobre esto. La confianza en la
acción del Espíritu Santo, nos debe empujar siempre a ir y predicar el Evangelio, al testimonio
valiente de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe,
también existe el riesgo de un rechazo del Evangelio, del no acoger el encuentro vital con
Cristo. Ya san Agustín ponía este tema en su comentario sobre la parábola del sembrador:
"Nosotros hablamos –decía--, echamos la semilla, la extendemos. Hay quienes desprecian,
critican, se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de la cosecha se
quedara sin que se recoja. Por tanto, venga la semilla de la tierra buena" (Discorsi sulla
disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). En consecuencia, la negativa no puede
desalentarnos. Como cristianos, somos testigos de este suelo fértil: nuestra fe, a pesar de
nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de Dios
produce frutos abundantes de justicia, de paz y de amor, de nueva humanidad, de salvación.
Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas, demuestra también que hay la tierra
buena, que existe una semilla buena, y que da fruto.

Pero preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre esa apertura del corazón y de la mente para
creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su
salvación, de tal modo que Él su evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta:
nosotros podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el Espíritu
Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo. La fe es, pues,
ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. El Concilio Vaticano II dice: "Para profesar
esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del
Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da
“a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad”".(Dei Verbum, 5). En la base de nuestro
camino de fe está el bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, volviéndonos hijos
de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia no creo uno por sí
mismo, sin la gracia previa del Espíritu; y no se cree solo, sino junto a los hermanos. Desde el
Bautismo en adelante, cada creyente está llamado a revivir esto y hacer propia esta confesión
de fe, junto a los hermanos.
La fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y libre. El
Catecismo de la Iglesia Católica dice claramente: "Sólo es posible creer por la gracia y los
auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto
auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre" (n.
154). Más aún, las implica y las exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo, es
decir, en un salir de sí mismo, de las propias seguridades, de los propios esquemas mentales,
para confiarse a la acción de Dios que nos muestra el camino para obtener la verdadera
libertad, nuestra identidad humana, la verdadera alegría del corazón, la paz con todos. Creer
es confiar libremente y con alegría en el plan providencial de Dios en la historia, como lo hizo
el patriarca Abraham, al igual que María de Nazaret. La fe es, pues, un acuerdo por el cual
nuestra mente y nuestro corazón dicen su propio "sí" a Dios, confesando que Jesús es el
Señor. Y este "sí" transforma la vida, abre el camino hacia una plenitud de sentido, la hace
nueva, llena de alegría y de esperanza fiable.

Queridos amigos, nuestro tiempo requiere de cristianos que estén aferrados de Cristo, que
crezcan en la fe a través de la familiaridad con la Sagrada Escritura y los sacramentos.
Personas que sean casi un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el
Espíritu, la presencia de un Dios que nos sostiene en el camino y que nos abre hacia la vida
que no tendrá fin. Gracias.

Catequesis del miércoles 24 de Octubre

Traducción del texto completo de la catequesis en italiano

Queridos hermanos y hermanas:

el pasado miércoles, con el comienzo del Año de la Fe, comencé una nueva serie de catequesis sobre la fe.
Hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre lo elemental: ¿qué es la fe? ¿tiene sentido la fe en un mundo
donde la ciencia y la tecnología han abierto nuevos horizontes hasta hace poco impensables? ¿qué significa
creer hoy en día? En efecto, en nuestro tiempo es necesaria una educación renovada en la fe, que abarque
por cierto el conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que, en primer
lugar, nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar en Él, de modo que
abrace toda nuestra vida.

En la actualidad, junto con tantos signos buenos, crece también en nuestro alrededor un desierto
espiritual. A veces, se tiene la sensación – ante ciertos acontecimientos de los que recibimos noticias cada
día – de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y pacífica, las
mismas ideas de progreso y bienestar muestran también sus sombras. A pesar de la grandeza de los
descubrimientos de la ciencia y de los avances de la tecnología, el hombre de hoy no parece ser
verdaderamente más libre, más humano, permanecen todavía muchas formas de explotación, de
manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia ... Además, un cierto tipo de cultura ha educado a
moverse sólo en el horizonte de las cosas, en lo posible, a creer sólo en lo que vemos y tocamos con
nuestras manos. Pero por otro lado, aumenta también el número de personas que se sienten desorientadas
y que tratan de ir más allá de una visión puramente horizontal de la realidad, que están dispuestas a creer
en todo y su contrario. En este contexto, vuelven a surgir algunas preguntas fundamentales, que son
mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene vivir? ¿hay un futuro para el
hombre, para nosotros y para las generaciones futuras? ¿en qué dirección orientar las decisiones de
nuestra libertad para lograr en la vida un resultado bueno y feliz resultado ser un éxito y una vida feliz?
¿qué nos espera más allá del umbral de la muerte?

De estas preguntas que no se logran apagar, emerge cómo el mundo de la planificación, del cálculo exacto
y de la experimentación, en una palabra, el conocimiento de la ciencia, si bien son importantes para la
vida humana, no son suficientes. Nosotros necesitamos no sólo el pan material, necesitamos amor, sentido
y esperanza, un fundamento seguro, un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico,
incluso en la crisis, en la oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos. La fe nos dona
precisamente esto: en una confiada entrega a un "Tú", que es Dios, el cual me da una certeza diferente,
pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia.

La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios, es un acto
con el cual me entrego libremente a un Dios que es Padre y me ama, es adhesión a un "Tú" que me da
esperanza y confianza. Ciertamente, esta unión con Dios no carece de contenido: con ella, sabemos que
Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada uno de
nosotros. Aún más, Dios ha revelado que su amor al hombre, a cada uno de nosotros es sin medida: en la
Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre nos muestra, en la forma más luminosa, hasta
dónde llega este amor, hasta darse a sí mismo hasta el sacrificio total.

Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra
humanidad, para volverla a llevar hacia Él, para elevarla hasta que alcance su altura. La fe es creer en
este amor de Dios, que nunca falla ante la maldad de los hombres, ante el mal y la muerte, sino que es
capaz de transformar todas las formas de esclavitud, brindando la posibilidad de la salvación

Tener fe, entonces, es encontrar a ese "Tú," a Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor
indestructible, que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es entregarme a Dios con la actitud
confiada de un niño, que sabe que todas sus dificultades y todos sus problemas están a salvo en el "tú" de
la madre. Y esta posibilidad de la salvación por medio de la fe es un don que Dios ofrece a todos los
hombres. Creo que deberíamos meditar más a menudo - en nuestra vida cotidiana, caracterizada por
problemas y situaciones a veces dramáticas – sobre el hecho de que creer cristianamente implica ese
entregarme con confianza al sentido profundo que me sostiene - a mí y al mundo – ese sentido que no
somos capaces de darnos nosotros mismos, sino que sólo podemos recibir como don, y que es el cimiento
sobre el cual podemos vivir sin miedos. Y debemos ser capaces de proclamar y anunciar esta certeza
liberadora y tranquilizadora de la fe, con palabras y con nuestras acciones para mostrarla con nuestra
vida como cristianos.

A nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchas personas son indiferentes o se niegan a
aceptar este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras de Resucitado que
dice: "El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará." (Marcos 16:16). Se perderá a sí
mismo. Los invito a reflexionar sobre esto. La confianza en la acción del Espíritu Santo, siempre nos debe
empujar a predicar el Evangelio, a dar testimonio valiente de la fe; pero, además de la posibilidad de una
respuesta positiva al don de la fe, también existe el riesgo de rechazo del Evangelio, de no querer recibir el
encuentro vital con Cristo. San Agustín ya ponía este problema en un comentario sobre la parábola del
sembrador: "Nosotros hablamos - decía- tiramos la semilla, esparcimos la semilla. Hay quienes
desprecian, hay los que critican, los que se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día
de la cosecha perderemos la cosecha. Así pues, venga la semilla de la buena tierra" (Discursos sobre la
disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). El rechazo, por lo tanto, no nos debe desalentar. Como
cristianos, somos testigos de este suelo fértil, nuestra fe, incluso dentro de nuestros límites, demuestra que
hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, paz y
amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas,
demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena que da fruto.

Pero preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre aquella apertura de corazón y de la mente para creer en
el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su salvación, para que Él y
su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta: Podemos creer en Dios porque Él viene a
nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios
vivo. La fe es, pues, ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. El Concilio Vaticano II afirma, cito: "
Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, y son necesarios los auxilios
internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da
"a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad"(Constitución dogmática. Dei Verbum, 5). La base de
nuestro camino de fe es el bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, que nos hace hijos de
Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree, sin prevenir la gracia
del Espíritu; y no creemos solos, sino junto con los hermanos. A partir del Bautismo cada creyente está
llamado a re-vivir y hacer su propia confesión de fe, junto con sus hermanos.

La fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y libre. El Catecismo de la


Iglesia Católica lo dice claramente: "Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del
Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a
la libertad ni a la inteligencia del hombre "(n. 154). Es más, las implica y los exalta, en una apuesta de
vida que es como un éxodo, es decir: un salir de sí mismos, de los propias seguridades, de los propios
esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos muestra su camino para con seguir la
verdadera libertad, nuestra identidad humana, la verdadera alegría de corazón, la paz con todos. Creer es
confiarse libremente y con alegría al plan providencial de Dios en la historia, como lo hizo el patriarca
Abraham, como lo hizo María de Nazaret. La fe es, pues, un consentimiento con el que nuestra mente y
nuestro corazón dicen su "sí" a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este "sí" transforma la vida, le
abre el camino hacia una plenitud de sentido, que la hace nueva, rica de alegría y esperanza fiable.

Queridos amigos, nuestro tiempo requiere cristianos que han sido aferrados por Cristo, que crezcan en la
fe a través de la familiaridad con las Sagradas Escrituras y los Sacramentos. Personas que sean casi como
un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia del Dios que nos
sostiene en el camino y nos abre a la vida que no tendrá fin. Gracias.
(traducción: Cecilia de Malak y Eduardo Rubió)

La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella

Continúa la catequesis de Benedicto XVI por el Año de la Fe

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 31 octubre 2012 (ZENIT.org).- Esta mañana, en la


acostumbrada Audiencia General, el santo padre Benedicto XVI se encontró con los fieles y
peregrinos venidos de diversas partes del mundo para escuchar sus enseñanzas por el Año de
la Fe.

En esta oportunidad, el papa abordó el tema siempre actual de “La fe de la Iglesia”,


asegurando a los oyentes que el lugar privilegiado --sustentado por la Biblia y la Tradición--,
para desarrollar y madurar en la creencia de Jesucristo muerto y resucitado por la salvación
del mundo, es la Iglesia.

A continuación, ofrecemos a nuestros lectores el texto íntegro del santo padre.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos en nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he


mostrado cómo la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa y viene a nuestro
encuentro; y así la fe es una respuesta con la que lo recibimos, como un fundamento estable
de nuestra vida. Es un don que transforma nuestras vidas, porque nos hace entrar en la
misma visión de Jesús, quien obra en nosotros y nos abre al amor hacia Dios y hacia los
demás.

Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo de nuevo de algunas
preguntas: ¿la fe tiene solo un carácter personal, individual? ¿Solo me interesa a mi como
persona? ¿Vivo mi fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal,
que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión
personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación. En la liturgia del Bautismo, en el
momento de las promesas, el celebrante pide manifiestar la fe católica y formula tres
preguntas: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo su único Hijo? ¿Crees
en el Espíritu Santo? En la antigüedad, estas preguntas eran dirigidas personalmente al que
iba a ser bautizado, antes que se sumergiese tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta
es en singular: “Yo creo”.

Pero este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi


pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un
escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi
"yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento
en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han
caminado y caminan por el mismo camino; y este nuevo nacimiento, que comienza con el
Bautismo, continúa a lo largo del curso de la vida. No puedo construir mi fe personal en un
diálogo privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad
de creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una
comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno de Dios, que
en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es Amor trinitario.
Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”,
solo si vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común
en la única Iglesia.

El domingo en la misa, rezando el “Credo”, nos expresamos en primera persona, pero


confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado
individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos
contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe. El Catecismo de la Iglesia
Católica lo resume de forma clara: "Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede,
engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes.
"Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre"[San Cipriano]” (n.
181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante
para recordarlo.

A principios de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los
discípulos, en el día de Pentecostés --como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-
13)--, la Iglesia primitiva recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el
Señor Resucitado: difundir por todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del
Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles
superan todos los miedos en la proclamación de lo que habían oído, visto, experimentado en
persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar en nuevas lenguas,
anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. En los Hechos de los Apóstoles,
se nos relata el gran discurso que Pedro pronuncia en el día de Pentecostés. Comienza él con
un pasaje del profeta Joel (3,1-5), refiriéndose a Jesús, y proclamando el núcleo central de la
fe cristiana: Aquel que había sido acreditado ante ustedes por Dios con milagros y grandes
señales, fue clavado y muerto en la cruz, pero Dios lo resucitó de entre los muertos,
constituyéndolo Señor y Cristo.
Con él entramos en la salvación final anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre
será salvo (cf. Hch. 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten desafiados
personalmente, interpelados, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar recibiendo el
don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2, 37-41). Así comienza el camino de la Iglesia, comunidad
que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios
basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen
a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de
cada nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente
abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras. Dice
san Pablo: "Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita,
esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col. 3,11).

La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de transmisión de la fe, el
lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte
y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de
hijos y nos introduce a la comunión con el Dios Trino. Al mismo tiempo, estamos inmersos en
comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo,
sacándonos fuera de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: “Fue
voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de
unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera
santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).

Al recordar la liturgia del bautismo, nos damos cuenta de que, al concluir las promesas en las
que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, el celebrante
dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo
Jesús Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada por Dios, pero transmitida por la
Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma
haberles comunicado el Evangelio que a su vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).

Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de la proclamación de la Palabra de


Dios, de la celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos
Tradición. Esta nos da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo,
predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la
Muerte y Resurrección del Señor, de donde brota toda la herencia de la fe. El Concilio dice:
“La predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados,
debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua” (Const. Dogm. Dei
Verbum, 8).

Por lo tanto, si la Biblia contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la


transmite fielmente, para que las personas de todos los tiempos puedan acceder a sus
inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, “en su
doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo
lo que ella cree” (ibid.).
Por último, quiero destacar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y
madura. Es interesante notar cómo en el Nuevo Testamento, la palabra “santos” se refiere a
los cristianos como un todo, y por cierto no todos tenían las cualidades para ser declarados
santos por la Iglesia. ¿Qué se quería indicar, pues, con este término? El hecho es que los que
tenían y habían vivido la fe en Cristo resucitado, fueron llamados a convertirse en un punto de
referencia para todos los demás, poniéndolos así en contacto con la Persona y con el Mensaje
de Jesús, que revela el rostro del Dios vivo.

Y esto también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la
fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como
una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El
beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio afirmó que “la misión renueva la
Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones.
¡La fe se fortalece dándola!”  (n. 2).

La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su


propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para
experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y
el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia, podrá percibirse, al
mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la
experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas. En un
mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas
más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la
comunión de Dios para toda la humanidad (Cf. Const. Dogm. Gaudium et Spes, 1). Gracias
por su atención.

Educarse en el deseo ensancha el alma y la hace más capaz de recibir a Dios

Catequesis de Benedicto XVI en la audiencia general

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 7 noviembre 2011 (ZENIT.org).- La audiencia general de


esta mañana tuvo lugar a las 10,30 en la plaza de San Pedro, donde Benedicto XVI se
encontró con grupos de peregrinos de distintos países. En su discurso, el papa continuó el
ciclo de catequesis sobre el Año de la fe y se centró en el deseo de Dios. Ofrecemos el texto
de la catequesis del papa.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

El camino de reflexión que estamos haciendo juntos en este Año de la fe nos lleva a meditar
hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre porta en sí
mismo un misterioso anhelo de Dios. De una manera significativa, el Catecismo de la Iglesia
Católica se abre con la siguiente declaración: "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del
hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al
hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de
buscar" (n. 27).

Tal declaración, que aún hoy en muchos contextos culturales parece bastante aceptable, casi
obvia, podría parecer más bien una provocación en la cultura secularizada occidental. Muchos
de nuestros contemporáneos podrían, de hecho, objetar que no sienten nada de ese deseo de
Dios. Para amplios sectores de la sociedad, Él no es el esperado, el deseado, sino más bien
una realidad que pasa desapercibida, frente a la cual no se debería hacer ni siquiera el
esfuerzo de comentar. De hecho, lo que hemos definido como "el deseo de Dios", no ha
desaparecido por completo, y se ve aún hoy en día, en muchos sentidos, en el corazón del
hombre.

El deseo humano tiende siempre a ciertos bienes concretos, a menudo espirituales, y sin
embargo, se encuentra de frente a la cuestión de qué es realmente "el" bien, y por lo tanto, a
confrontarse con algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero
que está llamado a reconocer. ¿Qué puede realmente satisfacer el deseo del hombre?

En mi primera encíclica Deus Caritas Est, traté de analizar cómo esta dinámica se realiza en la
experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época es más fácilmente percibida
como un momento de éxtasis, fuera de sí mismo, como un lugar donde el hombre se sabe
atravesado por un deseo que lo supera. A través del amor, el hombre y la mujer
experimentan de un modo nuevo, el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y
de la realidad. Si lo que experimento no es una mera ilusión, si realmente deseo el bien del
otro como un bien también mío, entonces debo estar dispuesto a des-centrarme, para
ponerme a su servicio, hasta la renuncia de mí mismo.

La respuesta a la pregunta sobre el sentido de la experiencia del amor pasa por tanto, a
través de la purificación y la sanación de la voluntad, requerida por el bien mismo que se
quiere del otro. Debemos practicar, prepararnos, incluso corregirnos para que aquel bien
pueda ser realmente querido.

El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, "camino permanente, como un salir del yo
cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo,
hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios" (Encíclica
Deus Caritas Est, 6). A través de este camino, el hombre podrá gradualmente profundizar el
conocimiento del amor que había experimentado al principio.

Y se irá vislumbrando también el misterio de lo que es: ni siquiera el ser querido, de hecho,
es capaz de satisfacer el deseo que habita en el corazón humano, es más, tanto más
auténtico es el amor por el otro, más se deja abierta la pregunta sobre su origen y su destino,
sobre la posibilidad de que eso vaya a durar para siempre.

Así, la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que conduce más allá de sí
mismo, es la experiencia de un bien que lleva a salir de sí mismo y a encontrarse de frente al
misterio que rodea a toda la existencia.

Consideraciones similares se pueden hacer también con respecto a otras experiencias


humanas, tales como la amistad, la experiencia de la belleza, el amor por el conocimiento:
todo bien experimentado por el hombre, va hacia el misterio que rodea al hombre mismo;
cada deseo se asoma al corazón del hombre, se hace eco de un deseo fundamental que nunca
está totalmente satisfecho.

Sin lugar a dudas que de tal deseo profundo, que también esconde algo enigmático, no se
puede llegar directamente a la fe. El hombre, después de todo, sabe lo que no lo sacia, pero
no puede imaginar o definir lo que le haría experimentar la felicidad que trae como nostalgia
en el corazón. No se puede conocer a Dios solo a partir del deseo del hombre. De este punto
de vista permanece el misterio: es el hombre el buscador del Absoluto, un buscador a
pequeños e inciertos pasos. Y, sin embargo, ya la experiencia del deseo, el "corazón inquieto"
como lo llamaba san Agustín, es muy significativo. Eso nos dice que el hombre es, en el
fondo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 28), un "mendigo de Dios".

Podemos decir, en palabras de Pascal: "El hombre supera infinitamente al hombre" (Pensieri,
438; ed. Chevalier; ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando son
iluminados por la luz. De ahí el deseo de conocer la misma luz que hace brillar las cosas del
mundo y que les da el sentido de la belleza.

En consecuencia, debemos creer que es posible aún en nuestro tiempo, aparentemente


refractario a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso
de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería muy útil
para este fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de aquellos
que aún no creen, como para aquellos que ya han recibido el don de la fe. Una pedagogía que
incluye al menos dos aspectos. En primer lugar, aprender o volver a aprender el sabor de la
alegría auténtica de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo
efecto: algunas dejan una huella positiva, son capaces de pacificar el ánimo, nos hacen más
activos y generosos.

Otras en cambio, después de la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que había
despertado y dejan detrás de sí amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Educar
desde una edad temprana para saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la
vida, esto es, la familia, la amistad, la solidaridad con los que sufren, la renuncia del propio
yo para servir al otro, el amor por el que carece de conocimientos, por el arte, por la belleza
de la naturaleza, todo lo que signifique ejercer el sabor interior y producir anticuerpos
efectivos contra la banalización y el abatimiento predominante hoy.

Incluso los adultos necesitan descubrir estas alegrías, desear las realidades auténticas,
purificándose de la mediocridad en la que se hallan envueltos. Entonces será más fácil evitar
o rechazar todo aquello que, aunque en principio parezca atractivo, resulta ser bastante soso,
fuente de adicción y no de libertad. Y por tanto hará emerger ese deseo de Dios del que
estamos hablando.

Un segundo aspecto, que va de la mano con el anterior, es nunca estar satisfecho con lo que
se ha logrado. Solo las alegrías verdaderas son capaces de liberar en nosotros esa ansiedad
que lleva a ser más exigentes --querer un bien superior, más profundo--, para percibir más
claramente que nada finito puede llenar nuestro corazón.

Por lo tanto vamos a aprender a someternos, sin armas, hacia el bien que no podemos
construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; a no dejarnos desalentar de la fatiga y de
los obstáculos que provienen de nuestro pecado.

En este sentido, no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está siempre abierto a la
redención. Incluso cuando nos envía por caminos desviados, cuando sigue paraísos artificiales
y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado
no se apaga en el hombre aquella chispa que le permite reconocer el verdadero bien, para
saborearlo, iniciando así un camino de salida, al cual Dios, con el don de su gracia, no deja de
dar su ayuda. Todos, por otra parte, tenemos necesidad de seguir un camino de purificación y
de curación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia aquel pleno bien,
eterno, que nada nos podrá arrebatar jamás.

No se trata, por lo tanto, de sofocar el deseo que está en el corazón del hombre, sino de
liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la
ventana hacia la voluntad de Dios, esto ya es un signo de la presencia de la fe en el alma, fe
que es una gracia de Dios. Decía siempre san Agustín: "Con la expectativa, Dios amplía
nuestro deseo, con el deseo, ensancha el alma y dilatándola la vuelve más capaz"
(Comentario a la Primera Epístola de Juan, 4,6: PL 35, 2009).

En esta peregrinación, sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje,


incluso de aquellos que no creen, de los que están en busca, de los que se dejan interrogar
con sinceridad sobre el propio deseo de verdad y de bien. Recemos, en este Año de la fe, para
que Dios muestre su rostro a todos aquellos que lo buscan con corazón sincero. Gracias.

Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su justo lugar

Enseñanzas de Benedicto XVI en la catequesis semanal por el Año de la Fe


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 14 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Esta mañana, el papa
Benedicto XVI acudió a la Audiencia general con los peregrinos, durante la cual continuó su
catequesis por el Año de la Fe. Siguiendo con este ciclo, el papa abordó el tema de las vías
para el conocimiento de Dios, invitando a los cristianos a testimoniar su fe en medio de un
mundo secularizado e indiferente, que muchas veces no capta la esencia del cristianismo. A
continuación las enseñanzas del santo padre.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en lo más
profundo de sí mismo. Hoy me gustaría continuar y profundizar este aspecto, meditando con
ustedes brevemente sobre algunas maneras de llegar a conocer a Dios.

Debo mencionar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a cualquier acción
del hombre, y también en el camino hacia Él, es Él el primero que nos ilumina, nos orienta y
nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y siempre es Él quien nos hace entrar en su
intimidad, revelándonos y dándonos la gracia de poder acoger en la fe esa revelación. No
olvidemos nunca la experiencia de san Agustín: no somos nosotros los que poseemos la
Verdad después de haberla buscado, sino que es la verdad la que nos encuentra y nos toma.

Sin embargo, hay formas que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios,
hay indicios que llevan a Dios. Por supuesto, a menudo se corre el riesgo de ser deslumbrado
por el brillo del mundo, que nos hace menos capaces de viajar esas rutas o leer esos signos.
Sin embargo, Dios no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, se
mantiene cerca de nuestras vidas, porque nos ama. Y esta es una certeza que nos debe
acompañar todos los días, a pesar de que ciertas mentalidades difundidas, hacen más difícil
para la Iglesia y para el cristiano, comunicar la alegría del Evangelio a todas las criaturas y
conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin embargo, es
nuestra misión, es la misión de la Iglesia y cada creyente debe vivirla con alegría, sintiéndola
como propia, a través de una vida verdaderamente animada por la fe, marcada por la
caridad, en el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión brilla
especialmente en la santidad a la que todos estamos llamados.

Hoy --lo sabemos--, no faltan las dificultades y las pruebas para la fe, a menudo mal
entendida, protestada, rechazada. San Pedro decía a sus cristianos: "Estén siempre
dispuestos a dar respuesta, pero con mansedumbre y respeto, a todo el que les pida razón de
la esperanza que hay en sus corazones" (1 Pe. 3,15). En el pasado, en Occidente, en una
sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que nos movíamos; la referencia y
la pertenencia a Dios fueron, en su mayoría, parte de la vida cotidiana. Más bien, era aquel
que no creía, el que debía justificar su incredulidad. En nuestro mundo, la situación ha
cambiado y, cada vez más, el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El beato Juan
Pablo II, en la encíclica Fides et Ratio, hizo hincapié en que la fe se pone a prueba en estos
tiempos, atravesada por formas sutiles e insidiosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-
47).

A partir de la Ilustración, la crítica a la religión se ha intensificado; la historia se ha


caracterizado también por la presencia de sistemas ateos, en los que Dios se consideraba una
mera proyección de la mente humana, una ilusión, y el producto de una sociedad ya
distorsionada por muchas enajenaciones. El siglo pasado fue testigo de un fuerte proceso de
secularismo, en nombre de la autonomía absoluta del hombre, considerado como medida y
artífice de la realidad, pero reducido en su ser creado "a imagen y semejanza de Dios". En
nuestros tiempos hay un fenómeno particularmente peligroso para la fe: hay una forma de
ateísmo que se define como "práctico", en el que no se niegan las verdades de la fe o los
rituales religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia
cotidiana, separados de la vida, inútiles. A menudo, por lo tanto, se cree en Dios de una
manera superficial y se vive "como si Dios no existiera" (etsi Deus non daretur). Al final, sin
embargo, esta forma de vida es aún más destructiva, porque conduce a la indiferencia hacia
la fe y hacia la cuestión de Dios.

En realidad, el hombre separado de Dios, se reduce a una sola dimensión, aquella horizontal;
y justamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos
que han tenido consecuencias trágicas en el siglo pasado, así como de la crisis de valores que
vemos en la realidad actual. Oscureciendo la referencia a Dios, también se ha oscurecido el
horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad,
que en lugar de liberadora, termina por atar al hombre a los ídolos. Las tentaciones que Jesús
enfrentó en el desierto antes de su vida pública, representan aquellos "ídolos" que fascinan al
hombre, cuando va más allá de sí mismo.

Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su justo lugar, no encuentra más su
lugar en la creación, en las relaciones con los demás. No se ha disminuido lo que la sabiduría
antigua evoca como el mito de Prometeo: el hombre cree que puede llegar a ser él mismo
"dios", dueño de la vida y la muerte.

Ante esta realidad, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa de afirmar la verdad sobre el
hombre y sobre su destino. El Concilio Vaticano II afirma claramente así: "La razón más alta
de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su
mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por
el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y solo se puede decir
que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por
entero a su Creador".(Gaudium et Spes, 19).

¿Qué respuestas está llamada a dar ahora la fe, con "gentileza y respeto", al ateísmo, al
escepticismo y a la indiferencia frente la dimensión vertical, de modo que el hombre de
nuestro tiempo pueda seguir cuestionándose sobre la existencia de Dios y a recorrer los
caminos que conducen a Él? Me gustaría mencionar algunos aspectos, que provienen de la
reflexión natural, o del mismo poder de la fe. Quisiera resumirlo muy brevemente en tres
palabras: el mundo, el hombre, la fe.

La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida ha buscado durante mucho tiempo la
Verdad y se aferró a la Verdad, tiene una página bella y famosa, en la que dice así: "Interroga
a la belleza de la tierra, del mar, del aire enrarecido que se expande por todas partes;
interroga la belleza del cielo..., interroga todas estas realidades. Todas te responderan:
míranos y observa cómo somos hermosas. Su belleza es como un himno de alabanza. Ahora
bien, estas criaturas tan hermosas, que siguen cambiando, ¿quién las hizo, si no que es uno
que es la belleza de modo inmutable?"(Sermo 241, 2: PL 38, 1134). Creo que tenemos que
recuperar y devolver al hombre contemporáneo la capacidad de contemplar la creación, su
belleza, su estructura. El mundo no es una masa informe, sino que cuanto más lo conocemos
y más descubrimos sus maravillosos mecanismos, más vemos un diseño, vemos que hay una
inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza "se revela una
razón tan superior, que todo pensamiento racional y las leyes humanas son una reflexión
comparativamente muy insignificante" (El mundo como lo veo yo, Roma 2005). Una primera
manera que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar con ojos atentos a la creación.

La segunda palabra: el hombre. Siempre san Agustín, quien tiene una famosa frase que dice
que Dios está más cerca de mí que yo a mí mismo (cf. Confesiones, III, 6, 11). A partir de
aquí se formula la invitación: "No vayas fuera de ti, entra en ti mismo: en el hombre interior
habita la verdad" (De vera religione, 39, 72). Este es otro aspecto que corremos el riesgo de
perder en el mundo ruidoso y disperso en el que vivimos: la capacidad de pararnos y mirar en
lo profundo de nosotros mismos, y de leer esta sed de infinito que llevamos dentro, que nos
impulsa a ir más allá y nos refiere a Alguien que la pueda llenar.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma así: "Con su apertura a la verdad y a la belleza, con
su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al
infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios" (n. 33).

La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar
que un camino hacia el conocimiento y el encuentro con Dios es la vida de fe. El que crea se
une con Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza del amor. Así, su existencia se convierte en
un testimonio no de sí mismo, sino de Cristo resucitado, y su fe no tiene miedo de mostrarse
en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para el camino de
cada hombre, y sabe cómo abrir luces de esperanza a la necesidad de la redención, de la
felicidad y del futuro.

La fe, de hecho, es un encuentro con Dios que habla y actúa en la historia y que convierte
nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mente, juicios de valor, decisiones y
acciones concretas. No es ilusión, escape de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo,
sino que es el involucramiento de toda la vida y es proclamación del Evangelio, Buena Nueva
capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad donde son laboriosos y fieles
al designio de Dios que nos ha amado primero, son una vía privilegiada para aquellos que son
indiferentes o dudan acerca de su existencia y de su acción. Esto, sin embargo, pide a todos a
hacer más transparente su testimonio de fe, purificando su vida para que sea conforme a
Cristo. Hoy en día muchos tienen una comprensión limitada de la fe cristiana, porque la
identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un
Dios revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre cara a cara, en una
relación de amor con él.

De hecho, el fundamento de toda doctrina o valor es el acontecimiento del encuentro entre el


hombre y Dios en Cristo Jesús. El cristianismo, antes que una moral o una ética, es el
acontecimiento del amor, es el aceptar a la persona de Jesús. Por esta razón, el cristiano y las
comunidades cristianas, ante todo deben mirar y hacer mirar a Cristo, el verdadero camino
que conduce a Dios.

Es falso que la razón humana esté bloqueada por los dogmas de la fe

Importante reflexión de Benedicto XVI por el Año de la Fe

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 21 noviembre 2012 (ZENIT.org).- En su catequesis


habitual de los miércoles, dedicada al Año de la fe, el santo padre Benedicto XVI centró su
reflexión sobre la racionalidad de la fe en Dios, y la importancia para los cristianos de “dar
razón de su esperanza”. Ofrecemos a nuestros lectores el texto con la catequesis del papa.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

Avanzamos en este Año de la fe, llevando en el corazón la esperanza de volver a descubrir


cuánta alegría hay en el creer, y en encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las
verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una información
particular acerca de Él. Sino que expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los
hombres, encuentro salvífico y liberador, que cumple con las aspiraciones más profundas del
hombre, su anhelo de paz, de fraternidad, de amor. La fe conduce a descubrir que el
encuentro con Dios mejora, perfecciona y eleva lo que es verdadero, bueno y bello en el
hombre. Es así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién
es Dios y, conociéndolo, se descubre a sí mismo, su propio origen, su destino, la grandeza y
la dignidad de la vida humana.

La fe permite un conocimiento auténtico de Dios, que implica a toda la persona: se trata de


un "saber", un conocimiento que le da sabor a la vida, un nuevo gusto de existir, una forma
alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el don de sí mismo a los demás, en la
fraternidad que se vuelve la solidaria, capaz de amar, venciendo a la soledad que nos pone
tristes. Es el conocimiento de Dios mediante la fe, que no es solo intelectual, sino vital; es el
conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor.

Después el amor de Dios nos hace ver, abre los ojos, permite conocer toda la realidad, más
allá de las estrechas perspectivas del individualismo y del subjetivismo que desorientan las
conciencias. El conocimiento de Dios es, por tanto, experiencia de fe, e implica, al mismo
tiempo, un camino intelectual y moral: profundamente conmovido por la presencia del
Espíritu de Jesús en nosotros, podemos superar los horizontes de nuestro egoísmo y nos
abrimos a los verdaderos valores de la vida.

Hoy en esta catequesis, quisiera centrarme sobre la racionalidad de la fe en Dios. Desde el


principio, la tradición católica ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer
en contra de la razón. Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) no es una fórmula que
interprete la fe católica. De hecho, Dios no es absurdo, cuanto más es misterio. El misterio, a
su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado y de verdad.

Si, observando el misterio, la razón ve oscuro, no es porque no haya luz en el misterio, sino
más bien porque hay demasiada. Al igual que cuando los ojos del hombre se dirigen
directamente al sol para mirarlo, solo ven la oscuridad; pero ¿quién diría que el sol no es
brillante, aún más, fuente de luz? La fe permite ver el "sol", Dios, porque es la acogida de su
revelación en la historia y, por así decirlo, recibe realmente todo el brillo del misterio de Dios,
reconociendo el gran milagro: Dios se ha acercado al hombre, se ha dado para que acceda a
su conocimiento, consintiendo el límite de su razón como creatura (cf. Conc. Vat. II, Const.
Dogm. Dei Verbum, 13).

Al mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, abre nuevos horizontes,
inconmensurables e infinitos. Por eso, la fe es un fuerte incentivo para buscar siempre, a no
detenerse nunca y a no evadir nunca el descubrimiento inagotable de la verdad y de la
realidad. Es falso el prejuicio de algunos pensadores modernos, según los cuales la razón
humana estaría bloqueada por los dogmas de la fe. Es todo lo contrario, como los grandes
maestros de la tradición católica lo han demostrado.

San Agustín, antes de su conversión, busca con mucha ansiedad la verdad, a través de todas
las filosofías disponibles, encontrándolas todas insatisfactorias. Su investigación minuciosa
racional es para él una significativa pedagogía para el encuentro con la Verdad de Cristo.
Cuando dice, "comprender para creer y creer para comprender" (Discurso 43, 9: PL 38, 258),
es como si estuviera contando su propia experiencia de vida. Intelecto y fe, de frente a la
revelación divina no son extraños o antagonistas, sino son las dos condiciones para
comprender el significado, para acoger el mensaje auténtico, acercándose al umbral del
misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos, es testigo de una fe que es
ejercida con la razón, que piensa y nos invita a pensar. Sobre este camino, san Anselmo dirá
en su Proslogion que la fe católica es fides quaerens intellectum, donde la búsqueda de la
inteligencia es un acto interno al propio creer. Será especialmente santo Tomás de Aquino –
sólido en esta tradición--, quien hará frente a la razón de los filósofos, mostrando cuánta
nueva y fecunda vitalidad racional deriva del pensamiento humano, en la introducción de los
principios y de las verdades de la fe cristiana.

La fe católica es, pues, razonable y brinda confianza también a la razón humana. El Concilio
Vaticano I, en la Constitución dogmática Dei Filius, dijo que la razón es capaz de conocer con
certeza la existencia de Dios por medio de la vía de la creación, mientras que solo
corresponde a la fe la posibilidad de conocer "fácilmente, con absoluta certeza y sin error"
(DS 3005) la verdad acerca de Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe, más aún,
no va contra la recta razón. El beato Papa Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio,
resumió: "La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los
contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente" (n.
43). En el irresistible deseo por la verdad, solo una relación armoniosa entre la fe y la razón
es el camino que conduce a Dios y a la plenitud del ser.

Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo
a los cristianos de Corinto, sostiene, como hemos escuchado: "Mientras los judíos piden
signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo
para los judíos, locura para los gentiles" (1 Cor. 1, 22-23). De hecho, Dios ha salvado al
mundo no con un acto de fuerza, sino a través de la humillación de su Hijo único: de acuerdo
a los estándares humanos, el modo inusual ejecutado por Dios, contrastacon las exigencias de
la sabiduría griega.

Sin embargo, la cruz de Cristo tiene una razón, que san Pablo llama: ho lògos tou staurou, "la
palabra de la cruz" (1 Cor. 1,18). Aquí, el término lògos significa tanto la palabra como la
razón, y si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón elabora. Por lo
tanto, Pablo ve en la Cruz no un evento irracional, sino un hecho salvífico, que tiene su propia
racionalidad reconocible a la luz de la fe. Al mismo tiempo, tiene tal confianza en la razón
humana, hasta el punto de asombrarse por el hecho de que muchos, a pesar de ver la belleza
de la obra realizada por Dios, se obstinan a no creer en Él. Dice en la Carta a los Romanos
"Porque lo invisible [de Dios], es decir, su poder eterno y su divinidad, se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras" (1,20).

Así, incluso san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a adorar "al Señor, Cristo, en sus
corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza"
(1 Pe. 3,15). En un clima de persecución y de fuerte necesidad de dar testimonio de la fe, a
los creyentes se les pide que justifiquen con motivaciones sólidas su adhesión a la palabra del
Evangelio; de dar las razones de nuestra esperanza.

Sobre esta base que busca el nexo profundo entre entender y creer, también se funda la
relación virtuosa entre la ciencia y la fe. La investigación científica conduce al conocimiento de
la verdad siempre nueva sobre el hombre y sobre el cosmos, lo vemos. El verdadero bien de
la humanidad ,accesible en la fe, abre el horizonte en el que se debe mover su camino de
descubrimiento. Por lo tanto, deben fomentarse, por ejemplo, la investigación puesta al
servicio de la vida, y que tiene como objetivo erradicar las enfermedades. También son
importantes las investigaciones para descubrir los secretos de nuestro planeta y del universo,
a sabiendas de que el hombre está en la cumbre de la creación, no para explotarla de modo
insensato, sino para cuidarla y hacerla habitable.

Es así como la fe, vivida realmente, no está en conflicto con la ciencia, más bien coopera con
ella, ofreciendo criterios básicos que promuevan el bien de todos, pidiéndole que renuncie
solo a aquellos intentos que, oponiéndose al plan original de Dios, puedan producir efectos
que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable creer: si la ciencia es
un aliado valioso de la fe para la comprensión del plan de Dios en el universo, la fe permite al
progreso científico actuar siempre por el bien y la verdad del hombre, permaneciendo fiel a
este mismo diseño.

Por eso es crucial para el hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su designio de salvación
en Jesucristo. En el Evangelio, se inaugura un nuevo humanismo, una verdadera "gramática"
del hombre y de toda realidad. El Catecismo de la Iglesia Católica lo afirma: "La verdad de
Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo. Dios,
único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal. 115,15), es el único que puede dar el
conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él" (n. 216).

Esperamos entonces que nuestro compromiso en la evangelización ayude a dar una nueva
centralidad del Evangelio en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y
oramos para que todos encuentren en Cristo el sentido de la vida y el fundamento de la
verdadera libertad: sin Dios, de hecho, el hombre se pierde.

Los testimonios de aquellos que nos han precedido y han dedicado sus vidas al Evangelio lo
confirma para siempre. Es razonable creer, está en juego nuestra existencia. Vale la pena
gastarse por Cristo, solo Él satisface los deseos de verdad arraigados en el alma de cada
hombre: ahora, en el tiempo que pasa, y en el día sin fin de la beata Eternidad. Gracias.

No se puede hablar de Dios y de lo que ha hecho en mi vida, si primero no se


habla con Él

Continúa la catequesis semanal del papa por el Año de la Fe

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 28 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Durante la habitual


Audiencia de los miércoles, el santo padre Benedicto XVI siguió desarrollando su catequesis
semanal por el Año de la Fe. Ante miles de peregrinos que llegaron hasta el Aula Pablo VI
para escuchar sus enseñanzas, el papa abordó el urgente tema de “¿Cómo hablar de Dios?”. A
continuación el mensaje íntegro para nuestros lectores.

*****
Queridos hermanos y hermanas:

La pregunta central que nos hacemos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro
tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica, en aquellos
corazones con frecuencia cerrados de nuestros contemporáneos, y a esas mentes a veces
distraídas por los tantos fulgores de la sociedad? Jesús mismo, nos dicen los evangelistas, al
anunciar el Reino de Dios se preguntó acerca de esto: "¿Con qué compararemos el Reino de
Dios o con qué parábola lo expondremos?" (Mc. 4,30).

¿Cómo hablar de Dios hoy? La primera respuesta es que podemos hablar de Dios, porque Él
habló con nosotros. La primera condición para hablar de Dios es, por lo tanto, escuchar lo que
dijo Dios mismo. ¡Dios nos ha hablado! Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del
mundo; no es una inteligencia matemática lejos de nosotros. Dios se preocupa por nosotros,
nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha autocomunicado
hasta encarnarse. Por lo tanto, Dios es una realidad de nuestras vidas, es tan grande que aún
así tiene tiempo para nosotros, nos cuida. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios,
que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y
enseñar el "arte de vivir", el camino a la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos
de Dios (cf. Ef. 1,5; Rom. 8,14). Jesús vino para salvarnos y enseñarnos la vida buena del
Evangelio.

Hablar de Dios significa, ante todo, tener claro lo que debemos llevar a los hombres y mujeres
de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que
existe, que ha entrado en la historia y que está presente en la historia; el Dios de Jesucristo
como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por lo tanto, hablar
de Dios requiere una familiaridad con Jesús y con su Evangelio, supone nuestro conocimiento
personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la
tentación del éxito, sino de acuerdo con el método de Dios mismo. El método de Dios es el de
la humildad --Dios se ha hecho uno de nosotros--, es el método de la Encarnación en la
simple casa de Nazaret y en la gruta de Belén, como aquello de la parábola del grano de
mostaza. No debemos temer a la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura
que penetra en la masa y poco a poco la hace crecer (cf. Mt. 13,33). Al hablar de Dios, en la
obra de la evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, necesitamos una recuperación de la
simplicidad, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y
concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se acerca a nosotros en
Jesucristo hasta la cruz, y que en la resurrección nos da la esperanza y nos abre a una vida
que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera.

Ese comunicador excepcional que fue el apóstol Pablo, nos da una lección que va directo al
centro de la fe del problema "cómo hablar de Dios", con gran sencillez. En la primera carta a
los Corintios escribe: "Cuando fui a ustedes, no fui con el prestigio de la palabra o de la
sabiduría a anunciarles el misterio de Dios, pues no quise saber entre ustedes sino a
Jesucristo, y éste crucificado" (2,1-2). Así, el primer hecho es que Pablo no está hablando de
una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado en otro lugar o ha
inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla de Dios, que entró en su vida;
habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y hablará con nosotros, habla de Cristo
crucificado y resucitado.

La segunda realidad es que Pablo no es egoísta, no quiere crear un equipo de aficionados, no


quiere pasar a la historia como el director de una escuela de gran conocimiento, no es
egoísta, sino que san Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios
verdadero y real. Pablo habla solo con el deseo de predicar lo que hay en su vida y que es la
verdadera vida, que lo conquistó para sí en el camino a Damasco. Por lo tanto, hablar de Dios
quiere decir dar espacio a Aquél que nos lo hace conocer, que nos revela su rostro de amor;
significa privarse del propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos capaces de
ganar a otros para Dios, sino que debemos esperarlo del mismo Dios, pedírselo a Él. Hablar
de Dios viene por lo tanto de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la
familiaridad con él, en la vida de oración y de acuerdo con los mandamientos.

Comunicar la fe, para san Pablo, no quiere decir presentarse a sí mismo, sino decir abierta y
públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado en
su vida ya transformada por aquel encuentro: es llevar a aquel Jesús que siente dentro de sí y
que se ha convertido en el verdadero sentido de su vida, para que quede claro a todos que Él
es lo que se requiere para el mundo, y que es decisivo para la libertad de cada hombre. El
apóstol no se contenta con proclamar unas palabras, sino que implica la totalidad de su vida
en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios, tenemos que hacerle espacio, en la esperanza
de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: dejarle espacio sin miedo, con sencillez y
alegría, en la profunda convicción de que cuanto más lo pongamos al medio a Él, y no a
nosotros, tanto más fructífera será nuestra comunicación. Esto también es válido para las
comunidades cristianas: ellas están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia
de Dios, superando individualismos, cerrazón, egoísmos, indiferencia, sino viviendo en las
relaciones cotidianas el amor de Dios. Preguntémonos si son realmente así nuestras
comunidades. Tenemos que reorientarnos para así, convertirnos en anunciadores de Cristo y
no de nosotros mismos.

A este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en su unicidad
habla de su padre –Abbà--, y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los
sufrimientos y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo y, diría yo, el
anuncio más importante de Jesús es que deja claro que el mundo y nuestra vida valen ante
Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación aparece el rostro de Dios y nos muestra
cómo en las historias cotidianas de nuestra vida, Dios está presente. Tanto en las parábolas
de la naturaleza, del grano de mostaza, del campo con diferentes semillas, o en nuestra vida,
pensamos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y de otras parábolas de Jesús. En los
evangelios vemos cómo Jesús se interesa de toda situación humana que encuentra, se
sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo, con una confianza
plena en la ayuda del Padre. Y que de verdad en esta historia, escondido, Dios está presente;
y si estamos atentos podemos encontrarlo.

Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que lo encuentran, ven su reacción ante
diferentes problemas, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu
Santo, la acción de Dios. En Él, anuncio y vida están entrelazados: Jesús actúa y enseña,
partiendo siempre de un relación íntima con Dios Padre. Este estilo se convierte en una
indicación fundamental para nosotros los cristianos: nuestro modo en que vivimos la fe y la
caridad, se convierten en un hablar de Dios en el presente, porque muestra con una vida
vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de lo que decimos con las palabras, que no son
solo palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Y en esto hay que tener
cuidado al leer los signos de los tiempos en nuestra época, es decir, identificar el potencial,
los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura contemporánea, en particular el
deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la integridad de la
creación, y comunicar sin miedo las respuestas que ofrece la fe en Dios. El Año de la Fe es
una oportunidad para descubrir, con la imaginación animada por el Espíritu Santo, nuevos
caminos a nivel personal y comunitario, a fin de que en todas partes la fuerza el evangelio sea
sabiduría de vida y orientación de la existencia.

También en nuestro tiempo, un lugar privilegiado para hablar de Dios es la familia, la primera
escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los
padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Const. Dogm. Lumen Gentium, 11; Decr.
Apostolicam actuositatem, 11), llamados a redescubrir su misión, asumiendo la
responsabilidad de educar, y en el abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios,
como una tarea esencial para sus vidas, siendo los primeros catequistas y maestros de la fe
para sus hijos. Y en esta tarea es importante ante todo ‘la supervisión’, que significa
aprovechar las oportunidades favorables para introducir en familia el discurso de la fe y para
hacer madurar una reflexión crítica respecto a las muchas influencias a las que están
sometidos los niños. Esta atención de los padres es también una sensibilidad para acoger las
posibles preguntas religiosas presentes en la mente de los niños, a veces obvias, a veces
ocultas.

Luego está ‘la alegría’; la comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría. Es la
alegría pascual, que no calla u oculta la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de los
problemas, de la incomprensión y de la muerte misma, pero puede ofrecer criterios para la
interpretación de todo, desde la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del
Evangelio es esta nueva mirada, esta capacidad de ver con los mismos ojos de Dios cada
situación. Es importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no
es una carga, sino una fuente de alegría profunda, es percibir la acción de Dios, reconocer la
presencia del bien, que no hace ruido; sino que proporciona una valiosa orientación para vivir
bien la propia existencia. Por último, ‘la capacidad de escuchar y dialogar’: la familia debe ser
un ámbito donde se aprende a estar juntos, para conciliar los conflictos en el diálogo mutuo,
que está hecho de escuchar y hablar, entenderse y amarse, para ser un signo, el uno para el
otro, de la misericordia de Dios.

Hablar de Dios, por lo tanto, significa entender con la palabra y con la vida que Dios no es un
competidor de nuestra existencia, sino que es el verdadero garante, el garante de la grandeza
de la persona humana. Así que volvemos al principio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza
y sencillez, con la palabra y con la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, aquel Dios
que nos ha mostrado un amor tan grande hasta encarnarse, morir y resucitar para nosotros;
ese Dios que nos invita a seguirlo y dejarse transformar por su inmenso amor, para renovar
nuestra vida y nuestras relaciones; aquel Dios que nos ha dado la Iglesia, para caminar
juntos y, a través de la Palabra y de los sacramentos, renovar la entera Ciudad de los
hombres, con el fin de que pueda convertirse en Ciudad de Dios.

La comunión en Cristo es el cumplimiento de los más profundos anhelos del


hombre

Enseñanzas del papa Benedicto XVI durante la catequesis por el Año de la Fe

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 5 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Hoy, durante la Audiencia
General de los miércoles, el santo padre Benedicto XVI continuó la catequesis semanal por el
Año de la Fe, centrando este vez el tema en “Dios revela su benévolo designio”.A continuación
el texto íntegro del papa.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

Al comienzo de su carta a los cristianos de Éfeso (cf. 1, 3-14), el apóstol Pablo eleva una
oración de bendición a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, oración que hemos hemos
escuchado recién, y que nos introduce a vivir el tiempo del Adviento, en el contexto del Año
de la fe. El tema de este himno de alabanza es el plan de Dios con respecto al hombre, que se
define en términos llenos de alegría, de asombro y de gratitud, como un "benévolo designio"
(v. 9), de misericordia y de amor.

¿Por qué el apóstol eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón, esta bendición?
Debido a que ve su obra en la historia de la salvación, que culmina en la encarnación, muerte
y resurrección de Jesús, y contempla cómo el Padre Celestial nos ha elegido antes de la
fundación del mundo, para ser sus hijos adoptivos, en su Hijo Unigénito, Jesucristo (cf. Rm.
8,14 s; Gal. 4,4s). Por lo tanto, nosotros existimos desde la eternidad en la mente de Dios, en
un gran proyecto que Dios ha reservado para sí mismo y que ha decidido poner en práctica y
de revelar en "la plenitud de los tiempos" (cf. Ef. 1,10). San Pablo nos ayuda a entender,
cómo toda la creación y, en particular, el hombre y la mujer no son el resultado de la
casualidad, sino que responden a un proyecto de bondad de la razón eterna de Dios, que con
la fuerza creadora y redentora de su Palabra, da origen al mundo. Esta primera afirmación
nos recuerda que nuestra vocación no es simplemente existir en el mundo, estar insertados
en una historia, ni tampoco ser solamente una criatura de Dios; es algo más grande: es el
haber sido elegidos por Dios incluso antes de la creación del mundo, en el Hijo, Jesucristo. En
Él, existimos , por así decirlo, ya desde siempre. Dios nos considera en Cristo, como hijos
adoptivos. El "proyecto benévolo" de Dios, que es calificado por el Apóstol como "proyecto de
amor" (Ef. 1,5), es definido como "el misterio" de la voluntad de Dios (v. 9), escondido y
ahora revelado en la Persona y en la obra de Cristo. La iniciativa divina precede a toda
respuesta humana: es un don gratuito de su amor que nos envuelve y nos transforma.

Pero ¿cuál es el objetivo final de este plan misterioso? ¿Cuál es el centro de la voluntad de
Dios? Es aquello, --nos dice san Pablo--, de "hacer que todo tenga a Cristo por cabeza" (v.
10). En esta expresión se encuentra una de las formulaciones centrales del Nuevo Testamento
que nos hacen entender el plan de Dios, y su designio de amor por la humanidad, una
formulación que en el siglo II, san Ireneo de Lyon colocó como núcleo de su cristología:
"recapitular" toda la realidad en Cristo. Tal vez algunos de ustedes recuerden la fórmula
usada por el papa san Pío X para la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús:
"Restaurar todas las cosas en Cristo" (Instaurare omnia in Christo), una fórmula que hace
referencia a esta expresión paulina, y que también fue el lema de aquel santo Pontífice.

El Apóstol, sin embargo, habla más específicamente de recapitular el universo en Cristo, y


esto significa que en el gran esquema de la creación y de la historia, Cristo se presenta como
el centro de todo el camino del mundo, la columna vertebral de todo, que atrae a sí mismo la
totalidad de la realidad misma, para superar la dispersión y el límite, y conducir todo a la
plenitud querida por Dios (cf. Ef. 1,23).

Este "designio benevolente" no ha permanecido, por así decirlo, en el silencio de Dios, en la


cumbre de su Cielo, sino que Él lo ha hecho saber entrando en relación con el hombre, al cual
no le ha revelado cualquier cosa, sino a sí mismo. Él no ha comunicado simplemente un
conjunto de verdades, sino que sea ha auto-comunicado a nosotros, hasta ser uno de
nosotros, a encarnarse. El Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Dei Verbum dice:
"Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su
voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso
al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina" (n. 2). Dios no solo
dice algo, sino que se comunica, nos introduce en la naturaleza divina, de modo que estemos
envueltos en ella, divinizados. Dios revela su gran proyecto de amor al entrar en relación con
el hombre, acercándose a él hasta el punto de hacerse él mismo un hombre. "Lo invisible de
Dios --continúa la Dei Verbum--, en su abundante amor, habla a los hombres como amigos
(cf. Ex. 33,11; Jn. 15,14-15) y mora con ellos (cf. Ba. 3,38) para invitarlos a la comunicación
consigo y recibirlos en su compañía" (ibid.). Con la sola inteligencia y sus capacidades, el
hombre no habría podido alcanzar esta revelación tan brillante del amor de Dios; es Dios
quien ha abierto su cielo y se abajado para conducir al hombre hacia el abismo de su amor.
Más aún, san Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni
al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos
lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta la profundidades de
Dios" (1 Co. 2, 9-10). Y san Juan Crisóstomo, en una famosa página de comentario a la Carta
a los Efesios, invita a disfrutar de toda la belleza del "benévolo designio" de Dios revelado en
Cristo. Y san Juan Crisóstomo dice: "¿Qué te falta? Te has convertido en inmortal, te has
hecho libre, te has convertido en hijo, te has convertido en justo, eres un hermano, te has
convertido en un coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres glorificado. Todo se nos ha
dado, y --como está escrito-- ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm.
8,32). Tus primeros frutos (cf. 1 Co. 15, 20.23) son adorados por los ángeles [...]: ¿qué te
falta?" (PG 62.11).

Esta comunión en Cristo por obra del Espíritu Santo, ofrecida por Dios a todos los hombres
con la luz de la Revelación, no es algo que se superpone a nuestra humanidad, sino que es el
cumplimiento de los más profundos anhelos, de aquel deseo del infinito y de plenitud que
habita en las profundidades del ser humano, y lo abre a una felicidad no temporal y limitada,
sino eterna. San Buenaventura de Bagnoregio, en referencia a Dios que se revela y nos habla
a través de las Escrituras, para llevarnos a Él, dice: "La Sagrada Escritura es [...] el libro en el
que están escritas palabras de vida eterna para que, no solo creamos, sino también poseamos
la vida eterna, donde veremos, amaremos y todos nuestros deseos se realizarán"
(Breviloquium, Prol., Opera Omnia V, 201s.).

Finalmente, el beato papa Juan Pablo II dijo, y cito, que "La Revelación introduce en la
historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a
comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite
constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y
acoger en la fe." (Fides et ratio, 14).

En esta perspectiva, ¿cuál es entonces el acto de fe? Es la respuesta del hombre a la


Revelación de Dios, que se da a conocer, que manifiesta su designio de benevolencia; y es,
para usar una expresión de san Agustín, dejarse tomar de la verdad que es Dios, una verdad
que es Amor. Por esto san Pablo subraya como a Dios, que ha revelado su misterio, se le
deba "la obediencia de la fe" (Rm. 16,26; cf.1,5; 2 Co. 10, 5-6), la actitud con la que "el
hombre se confía libre y totalmente a Dios, "prestando a Dios revelador el homenaje del
entendimiento y de la voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El".
(Cost. Dogm. Dei Verbum, 5). La obediencia no es un acto de imposición, sino es un dejarse,
un abandonarse en el océano de la bondad de Dios.

Todo esto lleva a un cambio fundamental en la manera en que nos relacionamos con la
realidad entera, todo aparece en una nueva luz; se trata por lo tanto, de una verdadera
"conversión", la fe es un "cambio de mentalidad", porque el Dios que se ha revelado en Cristo
y ha dado a conocer su plan de amor, nos toma, nos atrae a sí mismo, se convierte en el
sentido que sostiene la vida, la roca sobre la que se puede encontrar la estabilidad. En el
Antiguo Testamento encontramos una expresión intensa sobre la fe, que Dios confía al profeta
Isaías para comunicárselo al rey de Judá, Acaz. Dios dice: "Si no se afirman en mí –osea, si
no se mantienen fieles a Dios--, no serán firmes" (Is 7,9 b). Por lo tanto, existe un vínculo
entre el permanecer y el comprender, que expresa bien cómo la fe es un acoger en la vida la
visión de Dios sobre la realidad, dejar que Dios nos guíe a través de su Palabra y de los
sacramentos, para entender lo que debemos hacer, cuál es el camino que debemos tomar,
cómo vivir. Al mismo tiempo, sin embargo, es la comprensión a la manera de Dios, y ver con
sus propios ojos lo que hace una vida sólida, que nos permite "estar de pie", y no caer.

Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que apenas hemos empezado, y que nos
prepara para la Navidad, nos pone de frente el luminoso misterio de la venida del Hijo de
Dios, al gran "diseño de bondad" con el que quiere atraernos a Sí, para hacernos vivir en
plena comunión de alegría y de paz con Él. El Adviento nos invita una vez más, en medio de
muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está presente: Él ha venido al mundo,
convirtiéndose en un hombre como nosotros, para traer la plenitud de su designio de amor. Y
Dios exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A
través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el mundo siempre
de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su luz en la noche.

En Cristo se realiza finalmente la revelación del plan amoroso de Dios

Continúa la catequesis semanal del papa por el Año de la Fe

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 12 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Durante la habitual


Audiencia de los miércoles, el santo padre Benedicto XVI siguió desarrollando su catequesis
semanal por el Año de la Fe. Ante miles de peregrinos que llegaron hasta el Aula Pablo VI
para escuchar sus enseñanzas, el papa abordó el urgente tema de “Las etapas de la
revelación”. A continuación el mensaje íntegro para nuestros lectores.

*****

Queridos hermanos y hermanas: en la catequesis anterior he hablado de la revelación de Dios


como la comunicación que hace de sí mismo y de su plan benévolo. Esta revelación de Dios se
inserta en el tiempo y en la historia humana: la historia que se convierte en "el lugar donde
podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que
para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto
cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos." (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio,
12).

El evangelista Marcos –como hemos escuchado--, narra, de manera clara y sintética, los
momentos iniciales de la predicación de Jesús: "El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios
está cerca" (Mc. 1,15). Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del
hombre comienza a brillar en la cueva de Belén; es el misterio que contemplaremos dentro de
poco tiempo en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de Nazaret, Dios
muestra su rostro y le pide al hombre la decisión de reconocerlo y seguirlo. La revelación de
Dios en la historia, para entrar en una relación de diálogo de amor con el hombre, le da un
nuevo significado a la entera experiencia humana. La historia no es una simple sucesión de
siglos, años, y de días, sino es el tiempo de una presencia que da pleno sentido y la abre a
una esperanza sólida.

¿Dónde podemos leer las etapas de esta revelación de Dios? La Sagrada Escritura es el lugar
privilegiado para descubrir los acontecimientos de este caminar, y quisiera -- una vez más--,
invitar a todos, en este Año de la fe, a asumir con mayor frecuencia la Biblia para leerla y
meditar en ella, y para prestarle más atención a la lectura en la misa dominical, todo lo cual
es un alimento valioso para nuestra fe.

Leyendo el Antiguo Testamento, vemos que la intervención de Dios en la historia de la gente


que ha elegido y con quien ha hecho un pacto, no son hechos que se mueven y caen en el
olvido, sino que se convierten en "memoria", constituyen en conjunto la "historia de la
salvación", mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel, a través de la celebración de
los acontecimientos salvíficos. Así, en el Libro del Éxodo, el Señor le dice a Moisés para
celebrar el gran momento de la liberación de la esclavitud de Egipto, la Pascua hebrea con
estas palabras: "Este será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una
fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una institución
perpetua" (12,14). Para todo el pueblo de Israel, recordar lo que Dios ha hecho se convierte
en una especie de imperativo permanente debido a que el paso del tiempo está marcado por
la memoria viva de los acontecimientos pasados, que así forman, día tras día, de nuevo la
historia y permanecen presentes.

En el libro del Deuteronomio, Moisés habló al pueblo, diciendo: " Pero presta atención y ten
cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten
de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos. "(4,9). Y así nos dice
también a nosotros: "Cuida de no olvidar las cosas que Dios ha hecho con nosotros”.

La fe es alimentada por el descubrimiento y el recuerdo del Dios que es siempre fiel, que guía
la historia y es el fundamento seguro y estable sobre el cual apoyar la propia vida. También el
canto del Magnificat, que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo claro de esta historia de
la salvación, de esta historia que permite que siga y esté presente la acción de Dios. María
alaba el acto misericordioso de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a las
promesas de la alianza hechas a Abraham y a su descendencia; y todo esto es memoria viva
de la presencia divina que nunca falla (cf. Lc 1,46-55).

Para Israel, el éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios revela su poderosa
acción. Dios libera a los israelitas de la esclavitud en Egipto, para que puedan regresar a la
Tierra Prometida y adorarlo como el único Dios verdadero. Israel no comienza a ser un pueblo
como los otros --para tener también él una independencia nacional--, sino para servir a Dios
en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre esté en obediencia a
Él, donde Dios esté presente y sea adorado en el mundo; y, por supuesto, no solo para ellos,
sino para dar testimonio en medio de los otros pueblos.

Y la celebración de este acontecimiento es para hacerlo presente y real, para que la obra de
Dios no se vea afectada. Él cree en su plan de liberación y continúa a seguirlo. A fin de que el
hombre pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.

Entonces Dios se revela no solo en el acto primordial de la creación, sino entrando en nuestra
historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más grande ni el más fuerte. Y
esta revelación de Dios que va adelante en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos,
la Palabra creadora que está al origen del mundo, se encarnó en Jesús y mostró el verdadero
rostro de Dios. En Jesús se cumple toda promesa, en Él culmina la historia de Dios con la
humanidad. Cuando leemos la historia de los dos discípulos en el camino a Emaús, narrado
por san Lucas, vemos cómo brota claramente que la persona de Cristo ilumina el Antiguo
Testamento, toda la historia de la salvación y muestra el gran diseño unitario de los dos
Testamentos, muestra el camino de su unidad.

De hecho, Jesús explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados el cumplimiento de


cada promesa: "Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se
refería a él." (24,27). El evangelista narra la exclamación de los dos discípulos después de
reconocer que el compañero de viaje era el Señor: "¿No ardía acaso nuestro corazón,
mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (v. 32).

El Catecismo de la Iglesia Católica resume las etapas de la Revelación divina mostrando


sintéticamente el desarrollo (cf. nn 54-64.): Dios ha llamado al hombre desde el principio a
una comunión íntima con Él, e incluso cuando el hombre, por su propia desobediencia, perdió
su amistad, Dios no lo ha abandonado al poder de la muerte, sino que ofreció muchas veces a
los hombres su alianza (cf. Misal Romano, Plegaria Euc. IV).

El Catecismo sigue el camino de Dios con el hombre desde la alianza con Noé después del
diluvio, a la llamada de Abraham a dejar su tierra para hacerlo padre de una multitud de
naciones. Dios constituyó a Israel como su pueblo, a través del acontecimiento del Éxodo, la
alianza del Sinaí y el don, por medio de Moisés, de la ley para ser reconocido y servido como
el único Dios vivo y verdadero. Con los profetas, Dios conduce a su pueblo en la esperanza de
la salvación.

Sabemos --a través de Isaías--, el "segundo Éxodo", el retorno del exilio de Babilonia a la
tierra, el restablecimiento del pueblo; al mismo tiempo, sin embargo, muchos siguieron en la
dispersión y así comienza la universalidad de esta fe. Al final no esperan más a un solo rey,
David, un hijo de David, sino un "Hijo del hombre", la salvación de todos los pueblos. Se dan
encuentros entre las culturas, por primera vez en Babilonia y Siria, y luego también con la
multitud griega. Vemos así cómo el camino de Dios es cada vez mayor, cada vez más abierto
al misterio de Cristo, Rey del universo. En Cristo se realiza finalmente la revelación en su
plenitud, el plan amoroso de Dios: Él mismo se convierte en uno de nosotros.

Hago una pausa para recordar la acción de Dios en la historia humana, para mostrar las
etapas de este gran proyecto de amor demostrado en el Antiguo y Nuevo Testamento: un
único plan de salvación dirigido a toda la humanidad, progresivamente revelado y realizado
por el poder de Dios, donde Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre y encuentra
nuevos inicios para la alianza cuando el hombre se pierde.

Esto es crucial en el camino de la fe. Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento, que nos
prepara para la Navidad. Como todos sabemos, la palabra "Adviento" significa "venida",
"presencia", y antiguamente significaba la llegada del rey o del emperador a una provincia en
particular. Para nosotros los cristianos, la palabra significa una realidad maravillosa e
inquietante: el mismo Dios ha cruzado el cielo y se ha inclinado frente al hombre; ha forjado
una alianza con él, entrando en la historia de un pueblo; Él es el rey que bajó a esta provincia
pobre que es la tierra, y nos ha dado el don de su visita asumiendo nuestra carne,
convirtiéndose en uno como nosotros.

El Adviento nos invita a seguir el camino de esta presencia y nos recuerda una y otra vez que
Dios no ha salido del mundo, no está ausente, no nos ha abandonado, sino que viene a
nosotros de diferentes maneras, que debemos aprender a discernir. Y también nosotros, con
nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados todos los días a reconocer
y dar testimonio de esta presencia, en un mundo a menudo superficial y distraído, a hacer
brillar en nuestra vida la luz que iluminaba la cueva de Belén . Gracias.

Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.

Enseñanzas del papa Benedicto XVI durante la catequesis por el Año de la Fe

12 de Diciembre de 2012

Queridos hermanos y hermanas: en la catequesis anterior he hablado de la revelación de Dios


como la comunicación que hace de sí mismo y de su plan benévolo. Esta revelación de Dios
se inserta en el tiempo y en la historia humana: la historia que se convierte en "el lugar donde
podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que
para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto
cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos." (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio,
12).
El evangelista Marcos –como hemos escuchado--, narra, de manera clara y sintética, los
momentos iniciales de la predicación de Jesús: "El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios
está cerca" (Mc. 1,15). Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del
hombre comienza a brillar en la cueva de Belén; es el misterio que contemplaremos dentro de
poco tiempo en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de Nazaret, Dios
muestra su rostro y le pide al hombre la decisión de reconocerlo y seguirlo. La revelación de
Dios en la historia, para entrar en una relación de diálogo de amor con el hombre, le da un
nuevo significado a la entera experiencia humana. La historia no es una simple sucesión de
siglos, años, y de días, sino es el tiempo de una presencia que da pleno sentido y la abre a una
esperanza sólida.

¿Dónde podemos leer las etapas de esta revelación de Dios? La Sagrada Escritura es el lugar
privilegiado para descubrir los acontecimientos de este caminar, y quisiera -- una vez más--,
invitar a todos, en este Año de la fe, a asumir con mayor frecuencia la Biblia para leerla y
meditar en ella, y para prestarle más atención a la lectura en la misa dominical, todo lo cual es
un alimento valioso para nuestra fe.

Leyendo el Antiguo Testamento, vemos que la intervención de Dios en la historia de la gente


que ha elegido y con quien ha hecho un pacto, no son hechos que se mueven y caen en el
olvido, sino que se convierten en "memoria", constituyen en conjunto la "historia de la
salvación", mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel, a través de la celebración de
los acontecimientos salvíficos. Así, en el Libro del Éxodo, el Señor le dice a Moisés para
celebrar el gran momento de la liberación de la esclavitud de Egipto, la Pascua hebrea con
estas palabras: "Este será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una
fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una institución
perpetua" (12,14). Para todo el pueblo de Israel, recordar lo que Dios ha hecho se convierte en
una especie de imperativo permanente debido a que el paso del tiempo está marcado por la
memoria viva de los acontecimientos pasados, que así forman, día tras día, de nuevo la
historia y permanecen presentes.

En el libro del Deuteronomio, Moisés habló al pueblo, diciendo: " Pero presta atención y ten
cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten
de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos. "(4,9). Y así nos dice
también a nosotros: "Cuida de no olvidar las cosas que Dios ha hecho con nosotros”.
La fe es alimentada por el descubrimiento y el recuerdo del Dios que es siempre fiel, que guía
la historia y es el fundamento seguro y estable sobre el cual apoyar la propia vida. También el
canto del Magnificat, que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo claro de esta historia de
la salvación, de esta historia que permite que siga y esté presente la acción de Dios. María
alaba el acto misericordioso de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a las
promesas de la alianza hechas a Abraham y a su descendencia; y todo esto es memoria viva de
la presencia divina que nunca falla (cf. Lc 1,46-55).

Para Israel, el éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios revela su poderosa
acción. Dios libera a los israelitas de la esclavitud en Egipto, para que puedan regresar a la
Tierra Prometida y adorarlo como el único Dios verdadero. Israel no comienza a ser un
pueblo como los otros --para tener también él una independencia nacional--, sino para servir a
Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre esté en
obediencia a Él, donde Dios esté presente y sea adorado en el mundo; y, por supuesto, no solo
para ellos, sino para dar testimonio en medio de los otros pueblos.

Y la celebración de este acontecimiento es para hacerlo presente y real, para que la obra de
Dios no se vea afectada. Él cree en su plan de liberación y continúa a seguirlo. A fin de que el
hombre pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.
Entonces Dios se revela no solo en el acto primordial de la creación, sino entrando en nuestra
historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más grande ni el más fuerte. Y
esta revelación de Dios que va adelante en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos,
la Palabra creadora que está al origen del mundo, se encarnó en Jesús y mostró el verdadero
rostro de Dios. En Jesús se cumple toda promesa, en Él culmina la historia de Dios con la
humanidad. Cuando leemos la historia de los dos discípulos en el camino a Emaús, narrado
por san Lucas, vemos cómo brota claramente que la persona de Cristo ilumina el Antiguo
Testamento, toda la historia de la salvación y muestra el gran diseño unitario de los dos
Testamentos, muestra el camino de su unidad.

De hecho, Jesús explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados el cumplimiento de


cada promesa: "Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se
refería a él." (24,27). El evangelista narra la exclamación de los dos discípulos después de
reconocer que el compañero de viaje era el Señor: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras
nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (v. 32).

El Catecismo de la Iglesia Católica resume las etapas de la Revelación divina mostrando


sintéticamente el desarrollo (cf. nn 54-64.): Dios ha llamado al hombre desde el principio a
una comunión íntima con Él, e incluso cuando el hombre, por su propia desobediencia, perdió
su amistad, Dios no lo ha abandonado al poder de la muerte, sino que ofreció muchas veces a
los hombres su alianza (cf. Misal Romano, Plegaria Euc. IV).

El Catecismo sigue el camino de Dios con el hombre desde la alianza con Noé después del
diluvio, a la llamada de Abraham a dejar su tierra para hacerlo padre de una multitud de
naciones. Dios constituyó a Israel como su pueblo, a través del acontecimiento del Éxodo, la
alianza del Sinaí y el don, por medio de Moisés, de la ley para ser reconocido y servido como
el único Dios vivo y verdadero. Con los profetas, Dios conduce a su pueblo en la esperanza de
la salvación.

Sabemos --a través de Isaías--, el "segundo Éxodo", el retorno del exilio de Babilonia a la
tierra, el restablecimiento del pueblo; al mismo tiempo, sin embargo, muchos siguieron en la
dispersión y así comienza la universalidad de esta fe. Al final no esperan más a un solo rey,
David, un hijo de David, sino un "Hijo del hombre", la salvación de todos los pueblos. Se dan
encuentros entre las culturas, por primera vez en Babilonia y Siria, y luego también con la
multitud griega. Vemos así cómo el camino de Dios es cada vez mayor, cada vez más abierto
al misterio de Cristo, Rey del universo. En Cristo se realiza finalmente la revelación en su
plenitud, el plan amoroso de Dios: Él mismo se convierte en uno de nosotros.
Hago una pausa para recordar la acción de Dios en la historia humana, para mostrar las etapas
de este gran proyecto de amor demostrado en el Antiguo y Nuevo Testamento: un único plan
de salvación dirigido a toda la humanidad, progresivamente revelado y realizado por el poder
de Dios, donde Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre y encuentra nuevos inicios
para la alianza cuando el hombre se pierde.

Esto es crucial en el camino de la fe. Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento, que nos
prepara para la Navidad. Como todos sabemos, la palabra "Adviento" significa "venida",
"presencia", y antiguamente significaba la llegada del rey o del emperador a una provincia en
particular. Para nosotros los cristianos, la palabra significa una realidad maravillosa e
inquietante: el mismo Dios ha cruzado el cielo y se ha inclinado frente al hombre; ha forjado
una alianza con él, entrando en la historia de un pueblo; Él es el rey que bajó a esta provincia
pobre que es la tierra, y nos ha dado el don de su visita asumiendo nuestra carne,
convirtiéndose en uno como nosotros.
El Adviento nos invita a seguir el camino de esta presencia y nos recuerda una y otra vez que
Dios no ha salido del mundo, no está ausente, no nos ha abandonado, sino que viene a
nosotros de diferentes maneras, que debemos aprender a discernir. Y también nosotros, con
nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados todos los días a reconocer y
dar testimonio de esta presencia, en un mundo a menudo superficial y distraído, a hacer brillar
en nuestra vida la luz que iluminaba la cueva de Belén . Gracias.

''María es la criatura que de una manera única ha abierto la puerta a su


Creador''

Continúa la catequesis semanal del papa por el Año de la Fe

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 19 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Durante la habitual


Audiencia de los miércoles, el santo padre Benedicto XVI siguió desarrollando su catequesis
semanal por el Año de la Fe, esta vez dedicada a la Madre de Dios, con el título: “Virgen
María: Ícono de la fe obediente”.A continuación el mensaje íntegro para nuestros lectores.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

En el camino del Adviento, la Virgen María tiene un lugar especial, como aquella que de un
modo único ha esperado el cumplimiento de las promesas de Dios, acogiendo en la fe y en la
carne a Jesús, el Hijo de Dios, en obediencia total a la voluntad divina. Hoy quisiera
reflexionar con ustedes brevemente sobre la fe de María a partir del gran misterio de la
Anunciación.

“Chaîre kecharitomene, ho Kyrios meta sou”,“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”
(Lc. 1,28). Estas son las palabras --relatadas por el evangelista Lucas--, con las que el
arcángel Gabriel saluda a María. A primera vista el término chaîre, “alégrate”, parece un
saludo normal, usual en la costumbre griega, pero esta palabra, cuando se lee en el contexto
de la tradición bíblica, adquiere un significado mucho más profundo. Este mismo término está
presente cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento y siempre como un
anuncio de alegría para la venida del Mesías (cf. Sof. 3,14; Joel 2,21; Zac 9,9; Lam 4,21). El
saludo del ángel a María es entonces una invitación a la alegría, a una alegría profunda,
anuncia el fin de la tristeza que hay en el mundo frente al final de la vida, al sufrimiento, a la
muerte, al mal, a la oscuridad del mal que parece oscurecer la luz de la bondad divina. Es un
saludo que marca el comienzo del Evangelio, la Buena Nueva.

¿Pero por qué María es invitada a alegrarse de esta manera? La respuesta está en la segunda
parte del saludo: “El Señor está contigo”. También aquí, con el fin de comprender bien el
significado de la expresión debemos recurrir al Antiguo Testamento. En el libro de Sofonías
encontramos esta expresión“: ¡Grita de alegría, hija de Sión!... El Rey de Israel, el Señor,
está en medio de ti… ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso!”
(3,14-17). En estas palabras hay una doble promesa hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios
vendrá como un salvador y habitará en medio de su pueblo, en el vientre de la hija de Sión.
En el diálogo entre el ángel y María se realiza exactamente esta promesa: María se identifica
con el pueblo desposado con Dios, es en realidad la hija de Sión en persona; en ella se
cumple la espera de la venida definitiva de Dios, en ella habita el Dios vivo.

En el saludo del ángel, María es llamada “llena de gracia”; en griego el término “gracia”,
charis, tiene la misma raíz lingüística de la palabra “alegría”. Incluso en esta expresión se
aclara aún más la fuente de la alegría de María: la alegría proviene de la gracia, que viene de
la comunión con Dios, de tener una relación tan vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo,
totalmente modelada por la acción de Dios. María es la criatura que de una manera única ha
abierto la puerta a su Creador, se ha puesto en sus manos, sin límites. Ella vive totalmente
de la y en la relación con el Señor; es una actitud de escucha, atenta a reconocer los signos
de Dios en el camino de su pueblo; se inserta en una historia de fe y de esperanza en las
promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se somete libremente a la
palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia de la fe.

El evangelista Lucas narra la historia de María a través de un buen paralelismo con la historia
de Abraham. Así como el gran patriarca fue el padre de los creyentes, que ha respondido al
llamado de Dios a salir de la tierra en la que vivía, de su seguridad, para iniciar el viaje hacia
una tierra desconocida y poseída solo por la promesa divina, así María confía plenamente en
la palabra que le anuncia el mensajero de Dios y se convierte en un modelo y madre de todos
los creyentes.

Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto importante: la apertura del alma a Dios y a su
acción en la fe, también incluye el elemento de la oscuridad. La relación del ser humano con
Dios no anula la distancia entre el Creador y la criatura, no elimina lo que el apóstol Pablo dijo
ante la profundidad de la sabiduría de Dios, “¡Cuán insondables son sus designios e
inescrutables sus caminos!” (Rm. 11, 33). Pero así aquel –que como María--, está abierto de
modo total a Dios, llega a aceptar la voluntad de Dios, aún si es misteriosa, a pesar de que a
menudo no corresponde a la propia voluntad y es una espada que atraviesa el alma, como
proféticamente lo dirá el viejo Simeón a María, en el momento en que Jesús es presentado en
el Templo (cf. Lc. 2,35). El camino de fe de Abraham incluye el momento de la alegría por el
don de su hijo Isaac, pero también un momento de oscuridad, cuando tiene que subir al
monte Moria para cumplir con un gesto paradójico: Dios le pidió que sacrificara al hijo que le
acababa de dar. En el monte el ángel le dice: “No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas
nada, que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu único hijo”
(Gen. 22,12); la plena confianza de Abraham en el Dios fiel a su promesa existe incluso
cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible de aceptar. Lo mismo sucede con
María, su fe vive la alegría de la Anunciación, pero también pasa a través de la oscuridad de
la crucifixión del Hijo, a fin de llegar hasta la luz de la Resurrección.
No es diferente para el camino de fe de cada uno de nosotros: encontramos momentos de luz,
pero también encontramos pasajes en los que Dios parece ausente, su silencio pesa sobre
nuestro corazón y su voluntad no se corresponde con la nuestra, con aquello que nos
gustaría. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, recibimos el don de la fe, ponemos nuestra
confianza en Él por completo --como Abraham y como María--, tanto más Él nos hace
capaces, con su presencia, de vivir cada situación de la vida en paz y garantía de su lealtad y
de su amor. Pero esto significa salir de sí mismos y de los propios proyectos, porque la
Palabra de Dios es lámpara que guía nuestros pensamientos y nuestras acciones.

Quiero volver a centrarme en un aspecto que surge en las historias sobre la infancia de Jesús
narradas por san Lucas. María y José traen a su hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo
y consagrarlo al Señor como es requerido por la ley de Moisés: “Todo varón primogénito será
consagrado al Señor” (Lc. 2, 22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido
más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica del Jesús de doce años que,
después de tres días de búsqueda, se le encuentra en el templo discutiendo entre los
maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José: “Hijo, ¿por qué nos has
hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”, corresponde la
misteriosa respuesta de Jesús: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía estar en la
casa de mi Padre?” (Lc. 2,48-49). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del Padre,
como lo está un hijo. María debe renovar la fe profunda con la que dijo "sí" en la Anunciación;
debe aceptar que la precedencia la tiene el verdadero Padre de Jesús; debe ser capaz de
dejar libre a ese Hijo que ha concebido para que siga con su misión. Y el "sí" de María a la
voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el
momento más difícil, el de la Cruz.

Frente a todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo ha podido vivir de esta manera María junto
a su Hijo, con una fe tan fuerte, incluso en la oscuridad, sin perder la confianza plena en la
acción de Dios? Hay una actitud de fondo que María asume frente a lo que le está sucediendo
en su vida. En la Anunciación, ella se siente turbada al oír las palabras del ángel --es el temor
que siente el hombre cuando es tocado por la cercanía de Dios--, pero no es la actitud de
quien tiene temor ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el
significado de tal saludo (cf. Lc. 1,29). La palabra griega que se usa en el Evangelio para
definir este “reflexionar”, “dielogizeto”, se refiere a la raíz de la palabra “diálogo”. Esto
significa que María entra en un diálogo íntimo con la Palabra de Dios que le ha sido
anunciada, no la tiene por superficial, sino la profundiza, la deja penetrar en su mente y en su
corazón para entender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio. Otra referencia
sobre la actitud interior de María frente a la acción de Dios la encontramos, siempre en el
evangelio de san Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de
los pastores. Se dice que María “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”
(Lc, 2,19); el término griego es symballon, podríamos decir que Ella “unía”, “juntaba” en su
corazón todos los eventos que le iban sucediendo; ponía cada elemento, cada palabra, cada
hecho dentro del todo y lo comparaba, los conservaba, reconociendo que todo proviene de la
voluntad de Dios. María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que
sucede en su vida, sino que sabe mirar en lo profundo, se deja interrogar por los
acontecimientos, los procesa, los discierne, y adquiere aquella comprensión que solo la fe
puede garantizarle. Y la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge dentro de
sí misma incluso aquello que no comprende de la acción de Dios, dejando que sea Dios quien
abra su mente y su corazón. “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue
anunciado de parte del Señor” (Lc. 1,45), exclama la pariente Isabel. Es por su fe que todas
las generaciones la llamarán bienaventurada.

Queridos amigos, la solemnidad de la Natividad del Señor, que pronto celebraremos, nos
invita a vivir esta misma humildad y obediencia de la fe. La gloria de Dios se manifiesta en el
triunfo y en el poder de un rey, no brilla en una ciudad famosa, en un palacio suntuoso, sino
que vive en el vientre de una virgen, se revela en la pobreza de un niño.

La omnipotencia de Dios, también en nuestras vidas, actúa con la fuerza, a menudo


silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, por lo tanto, que el poder inerme de aquel
Niño, al final gana al ruido de los poderes del mundo.

Benedicto XVI: ¿De dónde viene Jesús?

Importante catequesis del santo padre sobre el origen de Cristo

Por Benedicto XVI

CIUDAD DEL VATICANO, 02 de enero de 2013 (Zenit.org) - Durante la habitual Audiencia de


los miércoles, el papa Benedicto XVI se dirigió a los 7.000 mil peregrinos que llegaron hasta el
Aula Pablo VI para escuchar sus enseñanzas. Esta vez, el tema estuvo centrado en la
concepción de Jesucristo por obra del Espíritu Santo. A continuación el mensaje íntegro para
nuestros lectores.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

La Navidad del Señor con su luz ilumina nuevamente las tinieblas que muchas veces envuelve
nuestro mundo y nuestro corazón, y nos trae esperanza y gozo. ¿De dónde viene esta luz?
Desde la gruta de Belén en donde los pastores encontraron “a María, a José y al niño
acostado en el pesebre” (Lc. 2,16).  Delante a la Sagrada Familia se pone otra pregunta aún
más profunda: ¿Cómo pudo aquel niño débil traer una novedad así radical en el  mundo, al
punto de cambiar el curso de la historia? ¿No hay quizás algo misterioso sobre su origen que
va más allá de aquella gruta?

Siempre y nuevamente emerge la pregunta sobre el origen de Jesús, la misma que planteó el
procurador Poncio Pilato durante el proceso: “¿De dónde eres tú?  (Juan 19,19). Si bien se
trata de un origen muy claro: en el evangelio de Juan, cuando el Señor afirma: “Yo soy el pan
bajado del cielo”, los Judíos reaccionan murmurando: “¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo
padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo puede decir: “He descendido del cielo?” (Juan
6,42).

Y poco después cuando los ciudadanos de Jerusalén se oponen con  fuerza delante del
pretendido mesianismo de Jesús, afirmando que se sabe bien “de dónde es; mas cuando
venga el Cristo, nadie sabrá de dónde sea” (Juan 7,27). El mismo Jesús hace notar que la
pretención de conocer su origen es inadecuada, y así ofrece una orientación para saber de
dónde viene: no he venido de mí mismo, pero el que me envió es verdadero, a quien vosotros
no conocéis”. (Juan 7,28). Seguramente, Jesús es originario de Nazaret y nació en Belén,
¿pero qué se sabe de su verdadero origen?

En los cuatro evangelios emerge con claridad la respuesta a la pregunta “de dónde” viene
Jesús: su verdadero origen es el Padre, Dios; Él proviene totalmente de Él, si bien de manera
diversa de los otros profetas o enviados de Dios que lo han precedido. Este origen del misterio
de Dios, “que nadie conoce” está contenido en las narraciones sobre la infancia, en los
evangelios de Mateo y de Lucas que estamos leyendo en este tiempo navideño. El ángel
Gabriel anuncia: “El Espíritu bajará sobre ti, y la potencia del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Por lo tanto el que nacerá será santo y llamado Hijo de Dios”. (Lc 1,35).

Repetimos estas palabras cada vez que recitamos el credo, la profesión de fe “et incarnatus
est de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine”, “por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de
la Virgen María”. Delante de esta frase nos arrodillamos porque el velo que escondía a Dios,
por así decir se abre y su misterio insondable e inaccesible nos toca: Dios se vuelve Emanuel,
“Dios con nosotros”.

Cuando escuchamos las misas compuestas por los grandes maestros de la música sacra
-pienso por ejemplo a la Misa de la Coronación, de Mozart-  notamos fácilmente que se
detiene de manera particular en esta frase, como queriendo expresar con el lenguaje
universal de la música lo que las palabras no pueden manifestar: el misterio grande de Dios
que se encarna y se hace hombre.

Si consideramos atentamente la expresión “por obra del Espíritu Santo, nació en el seno de la
Vírgen María” encontramos que esta incluye cuatro elementos que actúan. En modo explícito
son mencionados el Espíritu Santo y María, si bien se sobreentiende “Él” o sea el Hijo que se
hizo carne en el vientre de la Virgen.

En la profesión de fe, el Credo, Jesús es definido con diversos nombres: “Señor; Cristo;
unigénito de Dios; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; de la misma
sustancia del Padre” (credo nicenoconstantinopolitano). Vemos entonces que “Él” reenvía a
otra persona, a la del Padre. El primer sujeto de esta frase es por lo tanto el Padre, que con el
Hijo y el Espíritu Santo, es el único Dios.
Esta afirmación del Credo no se refiere al ser eterno de Dios, sino más bien nos habla de una
acción en la que toman parte tres personas divinas y que se realiza “ex María Vírgine”.

Sin ella el ingreso de Dios en la historia de la humanidad no habría llegado a su fin y no


habría tenido lugar lo que es central en nuestra profesión de fe: Dios es un Dios con nosotros.
Así, María pertenece de manera irrenunciable a nuestra fe en el Dios que actúa, que entra en
la historia. Ella pone a disposición toda su persona y “acepta” ser el lugar de la habitación de
Dios.

A veces, también en el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra pobreza, cuanto


somos inadecuados delante al testimonio que debemos ofrecer al mundo.

Entretanto, Dios eligió justamente una humilde mujer, en un pueblo desconocido, en una de
las provincias más lejanas del gran imperio romano. Siempre y también en medio de las
dificultades más arduas que se van a enfrentar, tenemos que tener confianza en Dios,
renovando la fe en su presencia y su acción en nuestra historia, como en aquella de María.
¡Nada es imposible a Dios! Con Él nuestra existencia camina siempre sobre un terreno seguro
y está abierta a un futuro de firme esperanza.

Al profesar en el Credo: “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Virgen”,  afirmamos
que el Espíritu Santo, como fuerza de Dios Altísimo obró de manera misteriosa en la Virgen
María la concepción del Hijo de Dios.

El evangelista Lucas reporta las palabras del arcángel Gabriel: “El Espíritu descenderá sobre ti
y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra” (1,35). Hay dos indicaciones evidentes: la
primera es en el momento de la creación. En el inicio del Libro del Génesis leemos que “el
espíritu de Dios flotaba sobre las aguas” (1,2); es el Espíritu creador que dio vida a todas las
cosas y al ser humano. Lo que sucedió en María, a través de la acción del mismo Espíritu
divino, es una nueva creación: Dios que ha llamado al ser de la nada, con la Encarnación da
vida a un nuevo inicio de la humanidad.

Los Padres de la Iglesia diversas veces hablan de Cristo como del nuevo Adán, para subrayar
el inicio de la nueva creación desde el nacimiento del Hijo de Dios en el seno de la Virgen
María. Esto nos hace reflexionar cómo la fe nos trae una novedad tan fuerte que produce un
segundo nacimiento.

De hecho, en el inicio del ser cristianos está el bautismo que nos hace renacer como hijos de
Dios, nos hace participar a la relación filial que Jesús tiene con el Padre. Y quiero hacer notar
cómo el bautismo se recibe, nosotros decimos: “somos bautizados” -está en pasivo- porque
nadie es capaz de volverse por sí mismo Hijo de Dios.  Es un don que es conferido
gratuitamente.  San Pablo indica esta filiación adoptiva de los cristianos en un pasaje central
de su Carta a los Romanos, en la que escribe: “Todos aquellos que son guiados por el Espíritu
de Dios, estos son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para
caer en el miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que nos vuelve hijos adoptivos, por
medio del cual gritamos: “¡Abbá! ¡Padre!”. El Espíritu mismo, junto a nuestro espíritu da
testimonio que somos hijos de Dios” (8,14-16), no siervos. Solamente si nos abrimos a la
acción de Dios, como María, solamente si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo
del cual uno se confía totalmente, todo cambia, nuestra vida toma un nuevo sentido y un
nuevo rostro: el de hijos de un Padre que nos ama y que nunca nos abandona.

Hemos hablado de dos elementos: el primero es el Espíritu sobre las aguas, el Espíritu
Creador; hay entretanto otro elemento en las palabras de la Anunciación. El ángel le dice a
María: “La potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Es una invocación de la nube
santa que, durante el camino del éxodo, se detenía sobre la Carpa del Encuentro, sobre el
Arca de la Alianza, que el pueblo de Israel llevaba consigo, y que indicaba la presencia de
Dios. (Cfr Ex 40,40,34-38). María por lo tanto es la Carpa Santa, la nueva Arca de la Alianza:
con su “sí” a las palabras del arcángel, da a Dios una morada en este mundo, Aquel a quien el
universo no puede contener toma morada en el vientre de una virgen.

Retornemos entonces a la cuestión de la cual partimos, sobre el origen de Jesús, sintetizado


en la pregunta de Pilato: “¿De dónde eres tu?”.

En nuestras reflexiones aparece claro desde el inicio de los evangelios, cuál sea el verdadero
origen de Jesús: Él es el Hijo unigénito del Padre, viene de Dios. Estamos delante a un gran y
desconcertante misterio que celebramos en este tiempo de Navidad: El Hijo de Dios, por obra
del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María. Es este un anuncio que resuena
siempre nuevo y que trae en sí esperanza y alegría a nuestro corazón, porque nos dona cada
vez la certeza que, aún si a veces nos sentimos débiles, pobres, incapaces delante de las
dificultades y del mal del mundo, la potencia de Dios actúa siempre y obra maravillas
justamente en la debilidad. Su gracia es nuestra fuerza. (cfr 2 Cor 12,9-10). Gracias.

Las apariencias exteriores y los colores de la fiesta no deben interesar más que
el Misterio de la Encarnación

Reflexión de Benedicto XVI en la catequesis semanal

Por Benedicto XVI

CIUDAD DEL VATICANO, 09 de enero de 2013 (Zenit.org) - Durante su habitual Audiencia de


los miércoles, desarrollada en el Aula Pablo VI, Benedicto XVI centró su catequesis semanal
sobre un tema aún navideño, que ha titulado: “Se ha hecho hombre”, en referencia a la
venida de Cristo al mundo. A continuación ofrecemos a nuestros lectores el texto íntegro de
las palabras del papa.

*****
Queridos hermanos y hermanas:

En este tiempo de Navidad nos detenemos otra vez, en el gran misterio de Dios que bajó del
cielo para tomar nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó, se hizo hombre como nosotros, y
así se nos abrió la puerta de su Cielo, a la plena comunión con Él.

En estos días, en nuestras iglesias ha sonado varias veces la palabra "Encarnación" de Dios,
para expresar la realidad que celebramos en Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como
decimos en el Credo. ¿Pero qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación
viene del latín "incarnatio". San Ignacio de Antioquía --a fines del siglo primero--, y,
especialmente, san Ireneo, han utilizado este término reflexionando en el prólogo del
evangelio de san Juan, en particular sobre la expresión: "la Palabra se hizo carne" (Jn. 1,14) .
Aquí la palabra "carne", en el lenguaje hebreo, indica a la persona como un todo, el hombre
entero, pero solo desde el aspecto de su transitoriedad y temporalidad, de su pobreza y
contingencia. Esto quiere decir que la salvación realizada por Dios hecho carne en Jesús de
Nazaret, toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en la que esté. Dios
tomó la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para que podemos
llamarlo, en su Hijo unigénito, con el nombre de "Abbà, Padre" y ser verdaderamente hijos de
Dios. Dice san Ireneo: "Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de
Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y recibiendo
así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (Adversus haereses, 3,19,1: PG 7,939;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 460).

"La Palabra se hizo carne" es una de esas verdades a las que nos hemos acostumbrado tanto,
que apenas nos afecta la magnitud del evento que ella expresa. Y de hecho, en este tiempo
de Navidad, en la que la expresión aparece a menudo en la liturgia, a veces se está más
preocupado por las apariencias exteriores, en los "colores" de la fiesta, que al corazón de la
gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que solo Dios podía
hacer y que solo se puede entrar con la fe. El Logos que está con Dios, el Logos que es Dios,
el Creador del mundo (cf. Jn 1,1), para el cual fueron creadas todas las cosas (cf. 1,3), que
ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1,4-5; 1,9), se
convierte en uno en medio de los otros, puso su morada entre nosotros, se hizo uno de
nosotros (cf. 1,14). El Concilio Vaticano II dice: "El Hijo de Dios ... trabajó con manos de
hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón
de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros,
semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et Spes, 22).

Es importante, entonces, recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la
magnitud de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, el Creador de todo, ha recorrido
como un hombre nuestras calles, entrando en el tiempo del hombre para comunicarnos su
propia vida (cf. 1 Jn. 1,1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su
poder el mundo, sino con la humildad de un niño.
Me gustaría subrayar un segundo elemento. En Navidad solemos intercambiar algunos regalos
con las personas más cercanas. A veces puede ser un acto realizado por costumbre, pero en
general expresa afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración de las ofrendas de la
Misa de la Aurora en la Solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia reza: "Acepta, Señor,
nuestra oferta en esta noche de luz, y por este misterioso intercambio de dones,
transfórmanos en Cristo, tu Hijo, que ha elevado al hombre hasta ti en la gloria". La idea del
regalo, entonces, está en el centro de la liturgia y nos hace conscientes del regalo original de
la Navidad: en esa noche santa Dios, haciéndose carne, ha querido convertirse en un regalo
para los hombres, se entregó por nosotros; Dios ha hecho de su Hijo único un don para
nosotros, tomó nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran regalo. Incluso
en nuestro dar no es importante que un regalo sea caro o no; los que no pueden dar un poco
de sí mismo, siempre dan muy poco; de hecho, a veces se intenta reemplazar el corazón y el
compromiso de donarse, a través del dinero, con cosas que son materiales. El misterio de la
Encarnación significa que Dios no lo ha hecho de este modo: no ha donado cualquier cosa,
sino que se entregó a sí mismo en su Hijo Unigénito. Aquí encontramos el modelo de nuestro
dar, porque nuestras relaciones, sobre todo las más importantes, son impulsadas por el don
gratuito del amor.

Me gustaría ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, del Dios que se hace
hombre como nosotros, nos muestra el realismo sin precedentes del amor divino. La acción
de Dios, de hecho, no se limita a las palabras, incluso podríamos decir que Él no se contenta
con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí la fatiga y el peso de la
vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nacido de la Virgen María, en
un tiempo y en un lugar específico, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo
el gobernador Quirino (cf. Lc. 2,1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de
discípulos, dio instrucciones a los apóstoles para continuar su misión, completó el curso de su
vida terrena en la cruz.

Este modo de actuar de Dios es un poderoso estímulo para cuestionarnos sobre el realismo de
nuestra fe, que no debe limitarse a la esfera de los sentimientos, de las emociones, sino que
debe entrar en la realidad, en lo concreto de nuestra existencia, es decir, debe tocar cada día
de nuestras vidas y dirigirla también de una manera práctica. Dios no se detuvo en las
palabras, sino que nos mostró cómo vivir, compartiendo nuestra propia experiencia, excepto
en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros hemos estudiado de niños,
con su sencillez, y ante la pregunta: "¿Para vivir según Dios, ¿qué debemos hacer", da esta
respuesta: "Para vivir según Dios debemos creer la verdad revelada por Él y guardar sus
mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la
oración." La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no solo la mente y el corazón, sino
toda nuestra vida.

Les propongo un último elemento a su consideración. San Juan dice que la Palabra, el Logos
estaba junto a Dios desde el principio, y que todas las cosas fueron hechas por medio de la
Palabra, y nada de lo que existe fue hecho sin Ella (cf. Jn 1,1-3). El evangelista claramente
alude al relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del Génesis, y lo
relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el
Antiguo y el Nuevo Testamento siempre son leídos en conjunto y a partir del Nuevo se revela
el sentido más profundo del Antiguo.

Esa misma Palabra que siempre ha estado con Dios, que es Dios mismo y por el cual y en
vista del cual todas las cosas fueron creadas (cf. Col. 1,16-17), se ha hecho hombre: el Dios
eterno e infinito se sumergió en la finitud humana, en su criatura, para conducir al hombre y
a la entera creación a Él. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: "La primera creación
encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el
de la primera" (n. 349).

Los Padres de la Iglesia han acercado Jesús a Adán, hasta llamarlo "segundo Adán" o el Adán
definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios se da una nueva
creación, que nos da la respuesta completa a la pregunta "¿Quién es el hombre?". Sólo en
Jesús se revela plenamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre
definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reitera firmemente: "En realidad, el misterio
del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación" (Gaudium et spes, 22; Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 359). En ese niño, el
Hijo de Dios contemplado en Navidad, podemos reconocer el verdadero rostro, no solo de
Dios, sino el verdadero rostro del ser humano; y solo abriéndonos a la acción de su gracia y
tratando todos los días de seguirle, realizamos el plan de Dios en nosotros, en cada uno de
nosotros.

Queridos amigos, en este periodo meditemos en la gran y maravillosa riqueza del Misterio de
la Encarnación, para permitir que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a
imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros.

Benedicto XVI: ''Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos hace conocer el
nombre de Dios''

Catequesis del papa sobre Cristo, mediador del Padre

Por Benedicto XVI

CIUDAD DEL VATICANO, 16 de enero de 2013 (Zenit.org) - Durante la habitual Audiencia de


los miércoles, el papa Benedicto XVI se dirigió a los peregrinos que llegaron hasta el Aula
Pablo VI para escuchar sus enseñanzas. Esta vez, el tema estuvo centrado en: “Jesucristo
mediador y plenitud de toda la revelación”. A continuación el mensaje íntegro para nuestros
lectores.

*****
Queridos hermanos y hermanas:

El Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum, afirma que la
verdad íntima de toda la revelación de Dios brilla para nosotros "en Cristo, que es al mismo
tiempo el mediador y la plenitud de toda la Revelación" (n. 2). El Antiguo Testamento nos
narra cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia del
hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su
amistad, especialmente a través de la alianza con Abraham y el camino de un pequeño
pueblo, el de Israel, que Él elige no con los criterios del poder terrenal, sino simplemente por
amor. Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios que llama a
algunos, no por excluir a los demás, sino para que hagan de puente que conduzca hasta Él: la
elección es siempre elección para los demás.

En la historia del pueblo de Israel podemos seguir los pasos de un largo camino en el que
Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para este
trabajo, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los profetas, los jueces, personas que
comunican al pueblo su voluntad, recordando la necesidad de ser fieles a la alianza y de
mantener viva la esperanza de la plena y definitiva realización de las promesas divinas.

Y es la realización de estas promesas las que hemos contemplado en Navidad: es la


revelación de Dios que llega a su punto máximo, a su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios
realmente visita a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas
las expectativas: envía a su Hijo unigénito; Dios mismo se hizo hombre. Jesús no nos dice
cualquier cosa de Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es la revelación de Dios,
porque es Dios, y nos revela así el rostro de Dios. En el prólogo de su evangelio, san Juan
escribe: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo
ha contado" (Jn. 1,18).

Quiero centrarme en este "revelar el rostro de Dios". En este sentido, san Juan, en su
evangelio, nos relata un hecho significativo que hemos escuchado hoy. Al acercarse a la
pasión, Jesús reafirma a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y a tener fe; después
establece un diálogo con ellos en el que habla Dios Padre (cf. Jn. 14,2-9). A un cierto punto,
el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn. 14,8). Felipe
es muy práctico y concreto, dice lo que nosotros también quisiéramos decir: "queremos ver,
muéstranos al Padre"; pide "ver" al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es una
respuesta no solo para Felipe, sino también para nosotros y nos lleva al corazón de la fe
cristológica; el Señor le dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn. 14,9). Esta
expresión contiene de modo sintético la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que
se apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en
Jesucristo.

A lo largo del Antiguo Testamento es recurrente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios",
el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como Él es, tanto así que el término
hebreo pānîm, que significa "rostro", se menciona no menos de 400 veces, y 100 de ellas se
refiere a Dios: 100 veces se refiere a Dios, por si queremos ver el rostro de Dios. Sin
embargo, la religión judía prohíbe todas las imágenes, porque Dios no puede ser
representado, como lo hacían los pueblos vecinos con el culto a los ídolos; por lo tanto, con
esta prohibición de las imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el "ver" del
culto y de la devoción. ¿Qué significa entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de
Dios, a sabiendas de que no puede haber una imagen?

La pregunta es importante: por un lado quiere decir que Dios no puede ser reducido a un
objeto, como una imagen que se agarra con la mano, ni tampoco se puede poner algo en el
lugar de Dios; y por otro lado, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que
es un "Tú" que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo para mirar
desde lo alto a la humanidad. Sin duda Dios está por encima de todo, pero se dirige hacia
nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece pactos, es capaz de amar. La historia de la
salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación de Dios que
se revela progresivamente al hombre, que hace conocerse a sí mismo, su rostro.

Al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado, en la liturgia, la hermosa oración de


bendición sobre el pueblo: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro
sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz" (Nm. 6,24-
26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es aquello que nos permite ver la
realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida.

En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está conectado de una manera muy
especial el tema del "rostro de Dios"; se trata de Moisés, a quien Dios escogió para liberar al
pueblo de la esclavitud de Egipto, para que le diera la Ley de la alianza y guiarlos hacia la
Tierra Prometida. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que Moisés tenía
una relación cercana y confidencial con Dios: "El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como
habla un hombre con su amigo" (v. 11). En virtud de esta confianza, Moisés le pregunta a
Dios: "Déjame ver tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: "Yo haré pasar ante tu vista
toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor ... Pero mi rostro no podrás
verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida ... Aquí hay un sitio junto a mí... verás mi
espalda; pero mi rostro no lo verás" (vv. 18-23). Por un lado, hay un diálogo cara a cara,
como amigos, pero por el otro, está la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios,
que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras: "tu solo
puedes ver mis espaldas", quiere decir: tú solamente puedes seguir a Cristo y siguiéndolo ver
por detrás de su espalda el misterio de Dios; a Dios se le puede seguir viendo sus espaldas.

Sin embargo, algo nuevo sucede con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un
cambio inimaginable, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, del Hijo de Dios que
se hizo hombre. En Él, se cumple el camino de la revelación de Dios iniciado con la llamada de
Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, y es a la vez
"mediador y plenitud de toda la revelación" (Const. Dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido
de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos hace
conocer el nombre de Dios. En la oración sacerdotal de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He
manifestado tu Nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn.
17,6.26).

El término "nombre de Dios" se refiere a Dios como Aquel que está presente entre los
hombres. A Moisés, frente en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, es decir, se
había vuelto invocable, había dado una señal concreta de su "ser" entre los hombres. Todo
esto encuentra su realización y plenitud en Jesús: Él inaugura de un modo nuevo la presencia
de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como le dice a Felipe (cf. Jn.
14,9). El cristianismo --dice san Bernardo--, es la "religión de la Palabra de Dios"; pero no,
"una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV,
11: PL 183, 86B). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula particular para
expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm. 9,28, en
referencia a Is. 10,23), la Palabra corta, abreviada y sustancial del Padre, quien nos ha dicho
todo acerca de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.

En Jesús la mediación entre Dios y el hombre también encuentra su plenitud. En el Antiguo


Testamento hay una gran cantidad de figuras que han desarrollado esta función, sobre todo
Moisés, el libertador, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define también el Nuevo
Testamento (cf. Ga. 3,19; Hch. 7 , 35; Jn. 1,17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre,
no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es "el mediador"
de la nueva y eterna alianza (cf. Hb. 8,6; 9.15, 12.24), "porque hay un solo Dios, y también
un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre" (1 Tm. 2,5, Ga. 3,19-20).
En Él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de "Abbà,
Padre"; en Él se nos da la salvación.

El deseo de conocer a Dios verdaderamente, que es ver el rostro de Dios, está presente en
todos los hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal vez sin saberlo, este deseo de ver
quién es Él, lo que es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza en el seguimiento de
Cristo, así vemos las espaldas y finalmente también vemos a Dios como un amigo, su rostro
en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no solo en el momento en el que
tenemos necesidad, y cuando encontramos un lugar en nuestras tareas diarias, sino con
nuestra vida como tal. Toda nuestra existencia se debe dirigir hacia el encuentro con
Jesucristo, a amarlo; y, en ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo, aquel amor
que, a la luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles,
en los que sufren. Esto solo es posible si el verdadero rostro de Jesús se ha hecho familiar en
la escucha de su Palabra, hablando interiormente; por que en el entrar en esta Palabra, es
que de verdad lo encontramos, y por supuesto en el misterio de la Eucaristía.

En el evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que
reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados durante el camino por Él; dispuestos
gracias a la invitación que le hicieron para que se quedara con ellos, preparados por el diálogo
que hizo arder sus corazones; es así que al final, vieron a Jesús. También para nosotros, la
Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en una
relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento
final de la historia, cuando Él nos llenará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia
esa plenitud, a la espera gozosa que se cumpla realmente el Reino de Dios. Gracias.

Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.

Benedicto XVI: ''Al decir 'Yo creo', es mi vida la que debe cambiar y convertirse''

Valiosa catequesis del santo padre sobre la fe expresada en el Credo

Por Benedicto XVI

CIUDAD DEL VATICANO, 23 de enero de 2013 (Zenit.org) - Durante la habitual Audiencia de


los miércoles, el papa Benedicto XVI se dirigió a los fieles y peregrinos que llegaron hasta el
Aula Pablo VI para escuchar sus enseñanzas. Esta vez, el tema estuvo centrado en la fe del
creyente, que se hace vida en la profesión de Credo de la Iglesia.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

En este Año de la fe, quisiera empezar hoy a reflexionar con ustedes sobre el Credo, es decir,
sobre la solemne profesión de fe, que acompaña nuestras vidas como creyentes. El Credo
comienza así: "Creo en Dios". Es una afirmación fundamental, aparentemente simple en su
esencia, pero que nos abre al infinito mundo de la relación con el Señor y con su misterio.
Creer en Dios implica el adhesión a Él, acogiendo su Palabra y gozosa obediencia a su
revelación.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: "La fe es un acto personal: es la respuesta


libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela a sí mismo" (n. 166). Ser capaz de decir
que se cree en Dios es por lo tanto, junto a un regalo --Dios se revela, va a al encuentro con
nosotros--, es un compromiso, es la gracia divina y responsabilidad humana, en una
experiencia de diálogo con Dios, que por amor, "habla a los hombres como amigos" (Dei
Verbum, 2), nos habla a fin de que , en la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él.

¿Dónde podemos escuchar a Dios y su palabra? Fundamental es la Sagrada Escritura, en la


que la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y nutre nuestra vida de "amigos" de
Dios. Toda la Biblia cuenta la revelación de Dios a la humanidad; toda la Biblia habla de la fe
y nos enseña la fe contando una historia en la que Dios lleva a cabo su plan de redención y se
acerca a nosotros los hombres, a través de muchas figuras luminosas de personas que creen
en Él y confian en Él, hasta la plenitud de la revelación del Señor Jesús.

Es muy bello, en este sentido, el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que acabamos de
escuchar. Aquí se habla de la fe y se sacan a la luz las grandes figuras bíblicas que la han
vivido, convirtiéndose un modelo para todos los creyentes. Dice el texto en el primer verso:
"La fe es la certeza de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve" (11,1). Los ojos de la fe
son por lo tanto capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más allá
de toda esperanza, al igual que Abraham, de quien Pablo dice en la Carta a los Romanos que
"creyó, esperando contra toda esperanza" (4,18).

Y es sobre Abraham, en que me gustaría centrar nuestra atención, porque es el primer punto
de referencia importante para hablar acerca de la fe en Dios: Abraham, el gran patriarca,
modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cf. Rom 4,11 -12).La Carta a los Hebreos lo
presenta así: "Por la fe, Abraham, llamado por Dios, obedeció partiendo a un lugar que había
de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, habitó en la tierra prometida
como en tierra ajena, morando en tiendas, como también Isaac y Jacob, coherederos de la
misma promesa. Esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es
Dios "(11,8-10).

El autor de la Carta a los Hebreos se refiere aquí a la llamada de Abraham, relatada en el libro
del Génesis, el primer libro de la Biblia. ¿Qué le pide Dios a este patriarca? Le pide que parta,
abandonando su país para ir al país que le mostrará: "Vete de tu tierra y de tu parentela y de
la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré" (Gen. 12,1). ¿Cómo habremos respondido
nosotros a una invitación así? Se trata, de hecho, de una partida en la oscuridad, sin saber a
dónde Dios lo guiará; es un viaje que pide obediencia y confianza radicales, al que solo la fe
puede tener acceso. Pero la oscuridad de lo desconocido --donde Abraham debe ir--, es
iluminado por la luz de una promesa; Dios agrega a la orden una palabra tranquilizadora que
le abre a Abraham un futuro de una vida en toda su plenitud: "Haré de ti una nación grande,
y te bendeciré, haré grande tu nombre... y en ti serán benditas todas las familias de la tierra
"(Gn. 12,2.3).

La bendición en la Sagrada Escritura, se relaciona principalmente con el don de la vida que


viene de Dios y se manifiesta principalmente en la fertilidad, en una vida que se multiplica,
pasando de generación en generación. Y a la bendición está conectada también la experiencia
de ser propietario de una tierra, un lugar estable para vivir y crecer en libertad y seguridad,
temeroso de Dios y construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza, "reino de
sacerdotes y nación santa" (cfr. Es. 19,6).

Así Abraham, en el diseño de Dios, está llamado a convertirse en el "padre de una multitud de
naciones" (Gn. 17,5;. Cf. Rom. 4,17-18) y a entrar en una nueva tierra donde vivir. Pero
Sara, su esposa, es estéril, incapaz de tener hijos; y el país al que Dios le lleva es lejos de su
tierra natal, y ya está habitado por otros pueblos, y no le pertenecerá nunca realmente. El
narrador bíblico hace hincapié en esto, aunque muy discretamente: cuando Abraham llegó al
lugar de la promesa de Dios: "en el país estaban en aquel tiempo los cananeos" (Gn. 12,6).
La tierra que Dios le da a Abraham no le pertenece, él es un extranjero y lo seguirá siendo
para siempre, con todo lo que ello conlleva: no tener miras de posesión, sentir siempre la
pobreza, ver todo como un regalo. Esta es también la condición espiritual de aquellos que
aceptan seguir al Señor, de quien decide partir aceptando su llamada, bajo el signo de su
invisible pero poderosa bendición. Y Abraham, "padre de los creyentes", acepta esta llamada,
en la fe. San Pablo escribe en su carta a los Romanos: "Él creyó, esperando contra toda
esperanza, y se convierte en padre de muchas naciones, como se le había dicho: Así será tu
descendencia. Él no vaciló en la fe, a pesar de ver su propio cuerpo casi muerto --tenía unos
cien años--, y la matriz estéril de Sara.

Ante la promesa de Dios no vaciló por incredulidad, sino que se fortaleció en fe, dando gloria
a Dios, plenamente convencido de que lo que había prometido era también capaz de llevarlo a
término" (Rm. 4,18-21).

La fe conduce a Abraham que seguir un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin los
signos visibles de la bendición: recibe la promesa de ser una gran nación, pero con una vida
marcada por la esterilidad de su esposa Sara; es llevado a una nueva tierra pero allí tendrá
que vivir como extranjero; y la única posesión de la tierra que se le permitirá será el de un
pedazo de tierra para enterrar a Sara (cf. Gn 23,1-20). Abraham fue bendecido porque, en la
fe, sabe discernir la bendición divina yendo va más allá de las apariencias, confiando en la
presencia de Dios, incluso cuando sus caminos le aparecen misteriosos.

¿Qué significa esto para nosotros? Cuando decimos: "Creo en Dios", decimos como Abraham:
"Yo confío en Tí; confío en Tí, Señor", pero no como en Alguien a quien recurrir solo en los
momentos de dificultad o a quien dedicar algún cmomento del día o de la semana. Decir
"Creo en Dios" significa fundamentar en Él mi vida, dejar que su Palabra la oriente cada día,
en las opciones concretas, sin temor de perder algo de mí mismo. Cuando, en el rito del
Bautismo, se pregunta tres veces: "¿Crees?" en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, la
Santa Iglesia Católica y las demás verdades de la fe, la triple respuesta está en singular: "Yo
creo", porque es mi existencia personal que va a recibir un impulso con el don de la fe, es mi
vida la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un Bautismo, debemos
preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.

Abraham, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos muestra la
verdadera patria. La fe nos hace peregrinos en la tierra, insertados en el mundo y en la
historia, pero en camino hacia la patria celestial. Creer en Dios nos hace, por lo tanto,
portadores de valores que a menudo no coinciden con la moda y la opinión del momento. nos
pide adoptar criterios y asumir una conducta que no pertenecen a la manera común de
pensar. El cristiano no debe tener miedo de ir "contra la corriente" para vivir su fe, resistiendo
a la tentación de "uniformarse". En muchas sociedades, Dios se ha convertido en el "gran
ausente" y en su lugar hay muchos ídolos, diversos ídolos y especialmente la posesión del
"yo" autónomo. Y también los significativos y positivos progresos de la ciencia y de la
tecnología han introducido en el hombre una ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia, y
un creciente egoísmo ha creado no pocos desequilibrios al interior de las relaciones
interpersonales y de los comportamientos sociales.

Sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal. 63,2) no se extingue y el mensaje del Evangelio sigue
resonando a través de las palabras y los hechos de muchos hombres y mujeres de fe.
Abraham, el padre de los creyentes, sigue siendo el padre de muchos hijos que están
dispuestos a seguir sus pasos y se encaminan, en obediencia a la llamada divina, confiando
en la presencia benevolente del Señor y aceptando su bendición para ser una bendición para
todos. Es el mundo bendito de la fe a la que todos estamos llamados, para caminar sin miedo
tras el Señor Jesucristo. Y a veces es un camino difícil, que conoce también la prueba y la
muerte, pero que se abre a la vida, en una transformación radical de la realidad que solo los
ojos de la fe pueden ver y disfrutar en abundancia.

Decir "Creo en Dios" nos impulsa, por lo tanto, a partir, a salir de nosotros mismos
continuamente, al igual que Abraham, para llevar en la realidad cotidiana en que vivimos, la
certeza que nos viene de la fe: la certeza, es decir, de la presencia de Dios en la historia, aún
hoy; una presencia que da vida y salvación, que nos abre a un futuro con Él en pos de una
plenitud de vida que nunca conocerá el ocaso.

Benedicto XVI: ''Dios, al crearnos libres, renunció a una parte de su poder''

Nueva catequesis del papa por el Año de la Fe

Por Benedicto XVI

CIUDAD DEL VATICANO, 30 de enero de 2013 (Zenit.org) - Durante la Audiencia semanal de


los miércoles, el santo padre Benedicto XVI continuó desarrollando sus enseñanzas por el Año
de la fe, esta vez centradas en el Credo. El tema que propuso a los fieles presentes en el Aula
Pablo VI fue: "Creo en Dios Padre todopoderoso". A continuación el texto completo de la
catequesis del papa.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis del miércoles pasado nos centramos en las palabras iniciales del Credo:
"Creo en Dios". Sin embargo, la profesión de fe especifica esta afirmación: Dios es el Padre
todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.
Quisiera reflexionar con ustedes esta vez sobre la primera y fundamental definición de Dios
que el Credo nos presenta: Él es Padre.

No siempre es fácil hablar hoy en día de la paternidad. Especialmente en Occidente: las


familias rotas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones, y
muchas veces el esfuerzo por equilibrar el presupuesto familiar o la invasión distractiva de los
medios de comunicación en la vida diaria, son algunos de los muchos factores que pueden
impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos.

La comunicación a veces se hace difícil, se pierde la confianza, y la relación con la figura del
padre puede llegar a ser problemática; también es difícil imaginar a Dios como un padre, sin
tener modelos adecuados de referencia. Para aquellos que han tenido la experiencia de un
padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o peor aún ausente,
no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y entregarse a Él con confianza.

Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que nos
muestra lo que verdaderamente significa ser "padre"; y es sobre todo el evangelio el que nos
revela el rostro de Dios como Padre que ama hasta entregar a su propio Hijo para la salvación
de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del
amor de Dios, que sin embargo permanece aún infinitamente más grande, más fiel, más
completo que el de cualquier hombre. "¿Quién de ustedes --dice Jesús para mostrar a los
discípulos el rostro del Padre--, al hijo que le pide pan, le dará una piedra? ¿Y si le pide un
pescado, le dará una serpiente? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus
hijos, cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?"
(Mt. 7,9-11;. cf. Lc. 11,11-13). Dios es nuestro Padre porque nos ha bendecido y escogido
antes de la fundación del mundo (cf. Ef. 1,3-6), nos hizo realmente sus hijos en Jesús (cf. 1
Jn. 3,1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra vida, dándonos su Palabra, sus
enseñanzas, su gracia, su Espíritu.

Él --como lo revela Jesús--, es el Padre que alimenta a las aves del cielo sin que deban
sembrar ni cosechar, y reviste de magníficos colores las flores del campo, con vestidos más
bellos que los del rey Salomón (cf. Mt. 6, 26-32; Lc. 12, 24-28); y nosotros --añade Jesús--,
¡valemos más que las flores y las aves del cielo! Y si Él es lo suficientemente bueno para
hacer "salir el sol sobre malos y buenos, y... llover sobre justos e injustos" (Mt. 5,45),
podremos siempre, sin temor y con total confianza, confiarnos a su perdón de Padre cuando
nos equivocamos de camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y
arrepentido (cf. Lc. 15,11 ss), se entrega gratuitamente a aquellos que se lo piden (cf. Mt.
18,19; Mc. 11,24, Jn. 16,23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que da vida para siempre
(cf. Jn. 6,32.51.58).

Por lo tanto, el orante del salmo 27, rodeado de enemigos, asediado por malvados y
calumniadores, mientras busca la ayuda del Señor y lo invoca, puede dar su testimonio lleno
de fe, diciendo: "Mi padre y mi madre me han abandonado, pero el Señor me ha acogido" (v.
10). Dios es un Padre que nunca abandona a sus hijos, un Padre amoroso que apoya, ayuda,
acoge, perdona y salva, con una fidelidad que supera inmensamente a la de los hombres,
para abrirse a dimensiones de eternidad. "Porque su amor es para siempre", como sigue
repitiendo como una letanía, en cada verso, el salmo 136 a través de la historia de la
salvación. El amor de Dios nunca falla, no se cansa de nosotros; es el amor el que da hasta el
extremo, hasta el sacrificio de su Hijo. La fe nos da una certeza, que se convierte en una roca
para la construcción de nuestras vidas: podemos afrontar todos los momentos de dificultad y
de peligro, la experiencia de lo oscuro de la crisis y del tiempo del dolor, apoyados por la fe
de que Dios no nos deja solos y siempre está cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida
eterna.

Es en el Señor Jesús, donde se muestra plenamente el rostro benevolente del Padre que está
en los cielos. Y es conociéndolo a Él que podemos conocer al Padre (cf. Jn. 8,19; 14,7); y
viéndolo a Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre está en Él (cf. Jn.
14, 9.11). Él es la "imagen del Dios invisible", como lo define el himno de la Carta a los
Colosenses, "primogénito de toda la creación... el primogénito de los que resucitan de entre
los muertos", "por quien hemos recibido la redención, el perdón de los pecados" y la
reconciliación de todas las cosas, "habiendo pacificado con la sangre de su cruz, tanto las
cosas que están en la tierra, como las que están en los cielos" (cf. Col. 1,13-20).

La fe en Dios Padre nos pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu, reconociendo en la
Cruz que salva, la revelación definitiva del amor divino. Dios es nuestro Padre al darnos a su
Hijo; Dios es Padre perdonando nuestros pecados y llevándonos a la alegría de la vida que
resucita; Dios es el Padre que nos da el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarlo, en
verdad, "Abbà, ¡Padre!" (cf. Rom. 8,15). Por lo tanto Jesús, al enseñarnos a orar, nos invita a
decir "Padre Nuestro" (Mt. 6,9-13; cf. Lc. 11,2-4).

La paternidad de Dios es, pues, infinito amor, ternura que se inclina sobre nosotros, hijos
débiles, necesitados de todo. El salmo 103, el gran himno de la misericordia divina, proclama:
"Como un padre es tierno con sus hijos, así el Señor es tierno para con los que le temen,
porque sabe bien cómo están formados, se acuerda de que somos polvo" (vv. 13-14). Es
nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad que se convierte en un
llamado a la misericordia del Señor, para que se manifieste la grandeza y ternura de un Padre
que nos ayuda, nos perdona y nos salva.

Y Dios responde a nuestro llamado, enviando a su Hijo, que murió y resucitó por nosotros;
entra en nuestra fragilidad y hace lo que el hombre solo nunca podría haber hecho: él toma
sobre sí el pecado del mundo, como cordero inocente y abre el camino a la comunión con
Dios, nos hace verdaderos hijos de Dios. Está allí, en el Misterio pascual, que revela en todo
su esplendor, el rostro definitivo del Padre. Y está allí, en la Cruz gloriosa, que viene a ser la
plena manifestación de la grandeza de Dios como "Padre Todopoderoso".
Pero podemos preguntarnos: ¿cómo es posible imaginar a un Dios todopoderoso, al mirar la
cruz de Cristo? ¿En este poder del mal, que llega a matar al Hijo de Dios? Sin duda que
quisiéramos una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos:
un Dios "todopoderoso" que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos los
problemas, que le gane al adversario, y que cambie el curso de los acontecimientos y anule el
dolor. Por lo tanto, hoy en día muchos teólogos dicen que Dios no puede ser omnipotente, de
lo contrario no podría haber tanto sufrimiento, tanta maldad en el mundo. De hecho, ante el
mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, es problemático, es difícil creer en Dios
Padre y creer que es todopoderoso; algunos buscan refugio en los ídolos, cediendo a la
tentación de encontrar una respuesta en una supuesta omnipotencia "mágica" y en sus
promesas ilusorias.

Sin embargo la fe en Dios Todopoderoso nos lleva por caminos muy diferentes: tales como
aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente al nuestro, que los caminos de
Dios son diferentes de los nuestros (cf. Is. 55,8), e incluso su omnipotencia es diferente: no
se expresa como una fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad
amorosa y paternal. En realidad, Dios, al crear criaturas libres, dándoles libertad, renunció a
una parte de su poder, dejando el poder en nuestra libertad. Así, Él ama y respeta la
respuesta libre de amor a su llamado. Como Padre, Dios quiere que seamos sus hijos y que
vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena intimidad con Él. Su omnipotencia no
se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de todo poder adverso como
quisiéramos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la
aceptación de nuestra libertad y en la incansable llamada a la conversión del corazón; en una
actitud aparentemente débil --Dios parece débil si pensamos en Jesucristo orando, que se
deja matar. ¡Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de
amor, muestra que este es el camino correcto para ser poderoso! ¡Esta es la potencia de
Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del libro de la Sabiduría se dirige así a Dios: "Tú eres
misericordioso con todos, porque todo lo puedes; cierras los ojos ante los pecados de los
hombres, esperando su arrepentimiento. Amas a todos los seres que existen... ¡Eres
indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amante de la vida!" (11,23-24a.26).

Solo quien es realmente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo; solo quien
es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente el poder del amor. Y Dios, a quien
pertenecen todas las cosas, porque todas las cosas fueron hechas por Él, revela su fuerza
amando todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de nosotros los hombres,
que quiere tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor todopoderoso de Dios
no tiene límites, hasta el punto de que "no retuvo a su propio Hijo, sino que lo entregó por
todos nosotros" (Rm. 8,32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino es
aquella del don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del
Padre dando su vida por nosotros pecadores. Este es el verdadero, auténtico y perfecto poder
divino: Entonces el mal es en verdad vencido porque es lavado por el amor de Dios; entonces
la muerte es definitivamente derrotada porque es transformada en don de la vida. Dios Padre
resucita al Hijo: la muerte, el gran enemigo (cf. 1 Cor. 15,26), es engullida y privada de su
veneno (cf. 1 Cor. 15, 54-55), y nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra
realidad de hijos de Dios.

Es así que cuando decimos "Creo en Dios Padre Todopoderoso," expresamos nuestra fe en el
poder del amor de Dios, que en su Hijo muerto y resucitado vence el odio, la maldad, el
pecado y nos da vida eterna: aquella de los hijos que quieren estar siempre en la "Casa del
Padre". Decir "Creo en Dios Padre Todopoderoso", en su poder, en su modo de ser Padre, es
siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestros pensamientos, de todo
nuestro amor, de todo nuestro modo de vida.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe, que nos ayude a
encontrar verdaderamente la fe y que nos de la fuerza para anunciar a Cristo crucificado y
resucitado y de testimoniarlo en el amor a Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger
el don de nuestra filiación, para vivir plenamente la realidad del Credo, en el abandono
confiado al amor del Padre y a su omnipotencia misericordiosa, que es la verdadera
omnipotencia y que salva.

''La inteligencia humana puede encontrar, a la luz de la fe, la clave


interpretativa para comprender el mundo''

Palabras de Benedicto XVI en la Audiencia General de hoy

Por Benedicto XVI

CIUDAD DEL VATICANO, 06 de febrero de 2013 (Zenit.org) - Ofrecemos a los lectores el texto
completo de la catequesis de Benedicto XVI en la Audiencia General, en la que se ha referido,
como en ocasiones precedentes a las palabras del Credo, con motivo del Año de la Fe.

*****

Creo en Dios: el Creador del cielo y de la tierra, el Creador del ser humano

Pasaje bíblico: Gen 1,1-2.27.31 a

Queridos hermanos y hermanas:

El Credo, que inicia calificando a Dios como "Padre Todopoderoso", como meditamos la
semana pasada, añade luego que Él es "el Creador del cielo y de la tierra", y así retoma la
afirmación con la que empieza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada Escritura, se lee,
en efecto: "Al inicio Dios creó el cielo y la tierra" (Génesis 1,1): es Dios el origen de todas las
cosas y en la belleza de la creación se despliega su omnipotencia de Padre amoroso.
Dios se manifiesta como Padre en la creación, como el origen de la vida, y al crear muestra su
omnipotencia. Las imágenes utilizadas por la Sagrada Escritura a este respecto son muy
sugestivas (cf. Is 40,12, 45,18, 48,13, Salmos 104,2.5, 135,7, Pr 8, 27-29).

Él, como Padre bueno y poderoso, cuida todo lo que ha creado con un amor y una fidelidad
que nunca falta (cf. Sal 57,11, 108,5, 36,6), repiten los Salmos. De este modo, la creación se
convierte en un lugar donde conocer y reconocer la omnipotencia de Dios y su bondad, y se
convierte en una llamada a la fe de nosotros los creyentes para que proclamemos a Dios
como Creador.

"Por la fe --escribe el autor de la Carta a los Hebreos--, comprendemos que la Palabra de Dios
formó el mundo, de manera que lo visible proviene de lo invisible " (11,3). La fe implica pues
saber reconocer lo invisible, reconociendo su huella en el mundo visible.

El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y comprender su lenguaje; el universo


nos habla de Dios, pero es necesaria su Palabra de revelación, que suscita la fe, para que el
hombre pueda alcanzar la plena conciencia de la realidad de Dios en cuanto Creador y Padre.

En el libro de la Sagrada Escritura la inteligencia humana puede encontrar, a la luz de la fe, la


clave interpretativa para comprender el mundo. En particular, tiene un lugar especial el
primer capítulo del Génesis, con la presentación solemne de la obra creadora divina, que se
despliega a lo largo de siete días: en seis días Dios lleva a término la creación y el séptimo
día, el sábado, deja toda actividad y descansa.

Día de libertad para todos, día de la comunión con Dios y así, con esta imagen, el Libro del
Génesis nos indica que el primer anhelo de Dios era el de encontrar un amor que respondiera
a su amor. Y el segundo, el de crear un mundo material donde colocar este amor, a estas
criaturas que libremente le respondan.

Esta estructura hace que el texto esté marcado por algunas repeticiones significativas.
Durante seis veces, por ejemplo, se repite la frase: "Y Dios vio que era bueno" (vv.
4.10.12.18.21.25) y, finalmente, la séptima vez, después de la creación del hombre: "Dios
miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno "(v. 31). Todo lo que Dios crea es
bello y bueno, impregnado de sabiduría y de amor; la acción creadora de Dios pone orden,
infunde armonía, dona belleza.

En el relato del Génesis emerge luego que el Señor crea en su palabra: durante diez veces se
lee en el texto, el término "dijo Dios" (vv. 3.6.9.11.14.20.24.26.28.29), es la palabra, el logos
de Dios el origen de la realidad del mundo, al decir “Dios dijo” subraya el poder eficaz de la
Palabra divina. Así canta el Salmista: “La palabra del Señor hizo el cielo, y el aliento de su
boca, los ejércitos celestiales... porque Él lo dijo, y el mundo existió, Él dio una orden y todo
subsiste”. La vida surge y el mundo existe porque todo obedece a la Palabra divina.
Pero nuestra pregunta hoy es ¿tiene sentido, en la era de la ciencia y de la técnica, seguir
hablando de la creación? ¿Cómo debemos comprender la narración del Génesis? La Biblia no
quiere ser un manual de ciencias naturales; lo que quiere es hacer comprender la verdad
auténtica y profunda de las cosas. La verdad fundamental, que las narraciones del Génesis
nos desvelan es que el mundo no es un conjunto de fuerzas en lucha entre sí, sino que tiene
su origen y su estabilidad en el Logos, en la razón eterna de Dios, que continúa sosteniendo el
universo.

Hay un diseño sobre el mundo que nace de esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en la
base de todo está esto, ilumina cada aspecto de la existencia y da la valentía necesaria para
afrontar con confianza y con esperanza la aventura de la vida.

Por lo tanto la Escritura nos dice que el origen de la existencia del mundo y de la nuestra no
es lo irracional y la necesidad, sino la razón, el amor y la libertad. Ésta es la alternativa: o
prioridad de lo irracional y de la necesidad, o prioridad de la razón, de la libertad, del amor.
Nosotros creemos en esta posición.

Pero me gustaría decir unas palabras sobre lo que es el la cúspide de todo lo creado: el
hombre y la mujer, el ser humano, el único "capaz de conocer y amar a su Creador"
(Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 12). El salmista mirando los cielos se pregunta: "Al
ver el cielo, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado: ¿qué es el hombre para
que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?"(8,4 a 5). El ser humano, creado con
amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del universo; a veces, mirando
fascinados los espacios enormes del firmamento, también nosotros percibimos nuestro ser
limitados.

El ser humano está habitado por esta paradoja: nuestra pequeñez y caducidad conviven con
la grandeza de lo que el amor eterno de Dios ha querido para nosotros.

Los relatos de la creación en el Libro del Génesis también nos introducen en este misterioso
ámbito, ayudándonos a conocer el plan de Dios para el hombre. En primer lugar afirmando
que Dios formó al hombre del polvo de la tierra (cf. Gn 2:7). Esto significa que no somos
Dios, no nos hemos hecho solos, somos tierra; pero también significa que somos buena
tierra, a través de la obra del Creador bueno.

A esto se suma otra realidad fundamental: todos los seres humanos son polvo, más allá de
las distinciones que hace la cultura y la historia, más allá de cualquier diferencia social; somos
una única humanidad plasmada con la sola tierra de Dios.

Hay también un segundo elemento: el ser humano se origina porque Dios sopla el aliento de
vida en el cuerpo moldeado por la tierra (cf. Gn 2:7). El ser humano está hecho a imagen y
semejanza de Dios (cf. Gn 1:26-27). “Todos, entonces, llevamos en nosotros el aliento vital
de Dios y cada vida humana – nos dice la Biblia – está bajo la particular protección de Dios.
Ésta es la razón más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana, contra toda
tentación de evaluar la persona según criterios utilitarios y de poder”. Ser a imagen y
semejanza de Dios indica que el hombre no está encerrado en sí mismo, sino que tiene una
referencia esencial en Dios

En los primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos imágenes significativas: el
jardín con el árbol del conocimiento del bien y del mal y la serpiente (cf. 2:15-17; 3,1-5). El
jardín nos dice que la realidad en la que Dios ha puesto al ser humano no es un bosque
salvaje, sino un lugar que protege, nutre y sustenta; y el hombre debe reconocer el mundo
no como propiedad para ser saqueada y explotada, sino como don del Creador, signo de su
voluntad salvadora, un don que ha de cultivar y cuidar, hacer crecer y desarrollar con
respeto, en armonía, siguiendo los ritmos y la lógica, de acuerdo con el plan de Dios (cf. Gn
2,8-15).

La serpiente es una figura que viene de los cultos orientales de la fecundidad, que tanto
fascinaban a Israel y que eran una constante tentación para abandonar la misteriosa alianza
con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta la tentación a la que vienen
sometidos Adán y Eva como el núcleo de la tentación y el pecado.

¿Qué dice la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa una falsa pregunta: "¿Así que Dios les
ordenó que no comieran de ningún árbol del jardín?».(Génesis 3:1). De esta manera, la
serpiente suscita la sospecha de que la alianza con Dios es como una cadena que ata, que
priva de la libertad y de las cosas más bellas y preciosas de la vida.

La tentación invita a construirse el propio mundo en el que vivir, no acepta las limitaciones del
ser criatura, los límites del bien y del mal, de la moral. La dependencia del amor del Dios
Creador es vista como una carga de la que se debe liberar.

Éste es siempre el núcleo de la tentación. Pero cuando se distorsiona la relación con Dios,
poniéndose en su lugar, todas las demás relaciones se alteran. Entonces, el otro se convierte
en un rival, en una amenaza: Adán, después de haber sucumbido a la tentación, acusa de
inmediato a Eva (cf. Gn 3:12), y los dos se ocultan de la vista de aquel Dios con quien
hablaban con amistad (ver 3.8 - 10); el mundo ya no es el jardín para vivir en armonía, sino
un lugar para ser explotado y lleno de insidias ocultas (cf. 3:14-19), la envidia y el odio hacia
el otro entran en el corazón del hombre: ejemplar es Caín que mata a su propio hermano Abel
(cf. 4,3-9).

Al ir contra su Creador en realidad el hombre va en contra de sí mismo, reniega su origen y


por lo tanto su verdad; y el mal entra en el mundo, con su triste cadena de dolor y de
muerte. Y si todo lo que había creado Dios era bueno, muy bueno, después de esta libre
decisión del hombre, de mentir contra la verdad, el mal entra en el mundo.
De los relatos de la creación, me gustaría destacar una última enseñanza: el pecado engendra
el pecado y todos los pecados de la historia están interrelacionados. Este aspecto nos lleva a
hablar de lo que ha sido llamado el "pecado original".

¿Cuál es el significado de esta realidad, difícil de entender? Quisiera sólo dar algún elemento.
En primer lugar, debemos tener en cuenta que ningún hombre está encerrado en sí mismo,
nadie puede vivir de sí mismo y para sí mismo; nosotros recibimos la vida del otro y no sólo
en el nacimiento, sino todos los días.

El ser humano es relación: Yo soy yo mismo solo en el tú y a través del tú, en la relación de
amor con el Tú de Dios y el tú de los otros. Pues bien, el pecado perturba o destruye la
relación con Dios, su presencia destruye la relación con Dios, la relación fundamental, toma el
lugar de Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que con el primer pecado el hombre “hizo elección
de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su
propio bien” (n. 398). Perturbada la relación fundamental, son puestos en peligro o destruidos
también los otros polos de la relación, el pecado arruina las relaciones, así lo destruye todo,
porque nosotros somos relación.

Ahora bien, si la estructura relacional de la humanidad viene malograda desde el principio,


todo hombre entra en un mundo marcado por esta alteración de las relaciones, entra en un
mundo perturbado por el pecado, que le marca personalmente; el pecado inicial daña y hiere
la naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 404-406).

Y el hombre, por sí solo, no puede salir de esta situación; sólo el Creador puede restaurar las
justas relaciones. Sólo si Aquel, del que nos hemos desviado, viene hacia nosotros y nos
tiende la mano con amor, las justas relaciones pueden reanudarse. Esto se realiza en
Jesucristo, que cumple exactamente el recorrido inverso al de Adán, como describe el himno
del segundo capítulo de la Epístola de San Pablo a los Filipenses (2:5-11): mientras que Adán
no reconoce su ser criatura y quiere ponerse en el lugar de Dios; Jesús, el Hijo de Dios, está
en una perfecta relación filial con el Padre, se rebaja, se convierte en el siervo, recorre el
camino del amor humillándose hasta la muerte en la cruz, para reordenar las relaciones con
Dios. La Cruz de Cristo se convierte así en el nuevo Árbol de la vida.

Queridos hermanos y hermanas, vivir la fe quiere decir reconocer la grandeza de Dios y


aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de criaturas dejando que el Señor la colme con
su amor y así crezca nuestra verdadera grandeza. El mal, con su carga de dolor y de
sufrimiento, es un misterio que queda iluminado por la luz de la fe, que nos da la certeza de
poder ser liberados de él, la certeza de que es bueno ser hombre».
De tentaciones y conversiones. El papa se fija en tres grandes conversos del
siglo XX

Catequesis de Benedicto XVI en la Audiencia General de este miércoles

Por Benedicto XVI

CIUDAD DEL VATICANO, 14 de febrero de 2013 (Zenit.org) - Ofrecemos a los lectores el


texto completo de la catequesis de Benedicto XVI en la Audiencia General de este
miércoles. En ella explica las tres tentaciones de Jesús y propone los ejemplos de tres
grandes conversos del siglo XX.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, Miércoles de Ceniza, iniciamos el tiempo litúrgico de la Cuaresma, cuarenta días que
nos preparan a la celebración de la Santa Pascua; es un tiempo de particular compromiso
en nuestro camino espiritual. Al número cuarenta se recurre varias veces en la Sagrada
Escritura. En particular, como sabemos, esto nos lleva a los cuarenta años durante los
cuales el pueblo de Israel peregrinó por el desierto: un largo periodo de formación para
convertirse en pueblo de Dios, pero también un largo periodo en el que la tentación de
ser infieles a la alianza con el Señor estaba siempre presente. Cuarenta fueron también
los días de camino del profeta Elías para llegar al Monte de Dios, el Horeb; como también
el periodo que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue
tentado por el demonio. En esta catequesis querría detenerme precisamente en este
momento de la vida terrena del Señor, que leeremos en el Evangelio del próximo
domingo.

En primer lugar el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza,
donde el hombre es privado de los apoyos materiales y se encuentra de frente a las
preguntas fundamentales de la existencia, es empujado a ir al esencial y precisamente
por esto es más fácil encontrar a Dios.

Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay
tampoco vida y es un lugar de soledad, en la que el hombre siente con más intensidad la
tentación. Jesús va al desierto y allí se somete a la tentación de dejar la vía indicada por
el Padre para seguir los caminos más fáciles y mundanos (cfr Lc 4,1-13). Así Él carga con
nuestras tentaciones, lleva consigo nuestra miseria, para vencer al maligno y abrirnos el
camino hacia Dios, el camino de la conversión.

Las tres tentaciones


Reflexionar sobre las tentaciones a las que Jesús fue sometido en el desierto es una
invitación para cada uno de nosotros a responder a una pregunta fundamenta: ¿qué es
importante realmente en mi vida? En la primera tentación el diablo propone a Jesús
convertir la piedra en pan para saciar el hambre. Jesús rebate que el hombre vive
también de pan, pero no sólo: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de
Dios, el hombre no se puede salvar (cfr vv. 3-4).

En la segunda tentación, el demonio propone a Jesús la vía del poder: lo conduce a lo alto y le ofrece el dominio
del mundo; pero no es este el camino de Dios: Jesús tiene muy claro que no es el poder mundano el que salva al
mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cfr vv. 5-8).
En la tercera tentación, el demonio propone a Jesús de tirarse del pináculo del Templo de Jerusalén y que lo
salve Dios mediante sus ángeles, de hacer algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la
respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cfr vv. 9-12).

¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufrió Jesús? Es la propuesta de


instrumentalización de Dios, de usarlo para los propios intereses, para la propia gloria y
el propio éxito. Y por lo tanto, en definitiva, de ponerse en lugar de Dios, sacándolo de la
propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse ahora:
¿qué lugar tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o soy yo?

Superar la tentación de someter Dios a sí y a los propios intereses o de ponerlo en un


rincón y convertirse al justo orden de prioridad, dar a Dios el primer puesto, es un
camino que cada cristiano tiene que recorrer siempre de nuevo. "Convertirse", una
invitación que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de
forma que su Evangelio se guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos
transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra
existencia; significa reconocer que somos criaturas, que dependemos de Dios, de su
amor, y solamente "perdiendo" nuestra vida en Él podemos ganarla.

Esto exige trabajar nuestras elecciones a la luz de la Palabra de Dios. Hoy no se puede ser cristiano como
simple consecuencia del hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace de una
familia cristiana y es educado religiosamente debe, cada día, renovar la elección de ser cristiano, es decir dar a
Dios el primer puesto, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le propone continuamente, frente al
juicio crítico de muchos contemporáneos.
Las pruebas a las que la sociedad actual pone al cristiano, de hecho, son muchas y tocan la vida personal y
social. No es fácil ser fiel al matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la
oración y al silencio interior; no es fácil oponerse públicamente a elecciones que muchos consideran obvias,
como el aborto en caso de embarazo no deseado, la eutanasia en caso de enfermedades graves, o la selección
de embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de poner la fe a parte está siempre
presente y la conversión se convierte en una respuesta a Dios que debe ser confirmada más veces en la vida.

Grandes conversiones, también hoy

Están como ejemplo y estímulo las grandes conversiones como la de san Pablo de camino
a Damasco, o de san Agustín, pero también en nuestra época de eclipse del sentido de lo
sagrado, la gracia de Dios actúa y obra maravillas en la vida de muchas personas. El
Señor no se cansa de llamar a la puerta del hombre en contextos sociales y culturales
que parecen tragados por la secularización, como le ha sucedido al ruso ortodoxo Pavel
Florenskij. Después de una educación completamente agnóstica, hasta el punto de sentir
verdadera hostilidad hacia las enseñanzas religiosas impartidas en la escuela, el científico
Florenskij termina exclamando: ¡No, no se puede vivir sin Dios!", y cambia
completamente su vida, para convertirse en sacerdote.

Pienso también en la figura Etty Hillesum, una joven holandesa de origen hebreo que
murió en Auschwitz. Inicialmente lejana de Dios, lo descubre mirando profundamente
dentro de sí misma y escribe: "Un pozo muy profundo está dentro de mi. Y Dios está en
ese pozo. A veces consigo alcanzarlo, más a menudo piedra y arena lo cubre: por tanto
Dios está sepultado. Es necesario desenterrarlo de nuevo". En su vida dispersa e
inquieta, encuentra a Dios precisamente en medio de la tragedia del siglo XX, la Shoah.
Esta joven frágil e insatisfecha, transfigurada por la fe, se transforma en una mujer llena
de amor y de paz interior, capaz de afirmar: "Vivo constantemente en intimidad con
Dios".

La capacidad de contrarrestar las marcas ideológicas de su tiempo para elegir la


búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe lo testimonia también una
mujer de nuestro tiempo, la estadounidense Dorothy Day. En su autobiografía, confiesa
abiertamente haber caído en la tentación de resolver todo con la política, adhiriéndose a
la propuesta marxista. "Quería ir con los manifestantes, ir a la cárcel, escribir, influir en
los otros y dejar mi sueño al mundo. ¡Cuánta ambición y cuanta búsqueda de mí misma
había en todo esto!".

El camino hacia la fe en un ambiente así de secularizado era particularmente difícil, pero


la Gracia actúa igual, como ella misma subraya: "Es cierto que yo sentía más a menudo
la necesidad de ir a la iglesia, a ponerme de rodillas, a inclinar la cabeza en oración. Un
instinto ciego, se podría decir, porque no era consciente de orar. Pero iba, me metía en la
atmósfera de oración...". Dios la ha conducido a una consciente unión a la Iglesia, en una
vida dedicada a los necesitados.

"Estoy a la puerta y llamo"

En nuestra época no son pocas las conversiones intensas como el retorno de quien,
después de una educación cristiana quizá superficial, se ha alejado durante años de la fe
y después descubre de nuevo a Cristo y su Evangelio. En el libro del Apocalipsis leemos:
«He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a
él, y cenaré con él, y él conmigo» (3, 20). Nuestro hombre interior debe prepararse para
ser visitado por Dios, y precisamente por esto no debe dejarse invadir de la ilusión, de
las apariencias, de las cosas materiales.
En este tiempo de Cuaresma, en el Año de fe, renovamos nuestro compromiso en el
camino de conversión, para superar la tendencia de cerrarnos en nosotros mismo y para
hacer, sin embargo, espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana.

La alternativa entre el cerrarnos en nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de


los otros, podemos decir que corresponde a la alternativa de las tentaciones de Jesús,
entre poder humano y amor de la Cruz, entre una redención vista en el único bienestar
material y una redención como obra de Dios, al que damos el primado en la existencia.
Convertirse significa no cerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de
la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en
Dios y el amor se conviertan en lo más importante. 

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