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JEAN-MARIE ÉLIE SETBON

DE LA KIPÁ A LA CRUZ
EL VIAJE DE UN JUDÍO AL CATOLICISMO

Con la colaboración de Astrid de Larminat

EDICIONES RIAL p, S.A. MADRID

Título original: De la Kippa a la Croix

© 2013 by ÉDITIONS SALVATOR, PARIS. Yves Briend Éditeur S. A.

© 2014 de la versión española, realizada por MIGUEL MARTÍN, by

EDICIONES RIAL p, S.A.

Alcalá 290 - 28027 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4396-0 Depósito legal: M-10.317-2014

Impreso en Gohegraf, Casarrubuelos (Madrid)

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Me llamo Jean-Marie Élie Setbon.

Soy judío, convertido a Cristo.

He sido bautizado en la Iglesia católica el 14 de septiembre de 2008.

Soy viudo, casado en segundas nupcias, padre de ocho hijos.

***
A la memoria de todos mis hermanos y hermanas judíos

que han dado el salto a Cristo

y más en particular al cardenal Lustiger, el rabino David Drach,

François Libermann y Hermann Cohen.

A la memoria de mi madre.

A la memoria de mi primera mujer, Martine.

A mi mujer, Petronille.

A mis ocho hijos, Rachel, Déborah, Rébecca, Myriam, Raphael;


Gabriel, Louis y Nathanael.

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Contenido

PRÓLOGO
YO NO SABÍA QUE FUESE JUDÍO
UN PEQUEÑO JUDÍO DE CIUDAD
UN NIÑO DIFERENTE DE LOS DEMÁS
LAS LUCES DE NAVIDAD
JESÚS, MI MEJOR AMIGO
ESCAPADA AL SACRÉ-COEUR DE MONTMARTRE
MI PRIMERA COMUNIÓN
¿JUDÍO O CRISTIANO?
JUDÍO Y CRISTIANO...
ISRAELÍ Y RABINO
EN LA ESCUELA DE LA TORÁ
EN LA ESCUELA DE LOS PARACAS
JUDÍO ULTRAORTODOXO
DE VUELTA EN FRANCIA CON BARBA Y SOMBRERO
JUDÍO LUBAVITCH
ENCUENTRO A MI MUJER
EN GALILEA
UNO, DOS, TRES... SIETE HIJOS
UNA DOBLE VIDA
PADRE DE UN HOGAR KOSHER
LUSTIGER ME HACE SEÑAS EN LA PLAYA, EN TROUVILLE
JUAN PABLO II ME HACE SEÑAS EN LA TELEVISIÓN
ENSAYOS DE DIÁLOGO JUDEO-CRISTIANO
ME ENAMORO DE MARÍA
LAS HERMANAS DE BELÉN
CATECÚMENO A TIEMPO COMPLETO
MI CORAZÓN Y MI CABEZA
EL GOLPE DE GRACIA
NUEVA VIDA
DE LA TORÁ A LA CRUZ
La fe y la Ley
La perfección o la gracia
Por Dios o en Dios
El Gran perdón o el perdón cotidiano
Persecuciones
La comunidad o el mundo
Oración codificada u oración espontánea
¿Qué es más difícil ser judío o cristiano?
Dios de Moisés y Dios de Jesús
DATOS BIOGRÁFICOS
AGRADECIMIENTOS

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PRÓLOGO

San Pablo, mi querido compañero de viaje, fue convertido por Cristo en tres días
de camino a Damasco. A mí, Jesús me ha trabajado a fondo durante más de treinta
años. Desde que era niño, cuando aún no conocía nada de Dios ni de la religión, pues
mi familia no practicaba, Él me atrajo. Al fin, hace ahora cinco años, me dio el golpe de
gracia que me ha permitido dar el gran salto de la Torá al Evangelio. Eso es lo que vaya
contar en este libro, la historia de mi vida con Dios. Al releerla, me digo que es una
historia de locos. «Lo que hay de loco en el mundo es lo que Dios ha escogido»; algo
así dice san Pablo. ¿Acaso Dios no se comporta de modo completamente loco en el
Antiguo y el Nuevo Testamento, por ejemplo, cuando le pide a su profeta Oseas que se
case con una prostituta? «Lo que es locura a los ojos de los hombres es sabiduría a los
ojos de Dios», escribe el mismo san Pablo.

Desde que puedo recordar, me he sentido atraído siempre por Jesús, hasta tal
punto que en la adolescencia quise convertirme al cristianismo. Sin embargo, sabía
que eso sería un escándalo entre los míos, porque cuando un judío se convierte, su
familia, aunque no sea religiosa, lo vive como una traición.

Los caminos de Dios son misteriosos: quería ser cristiano, pero me convertí en
judío ultraortodoxo y luego en judío hasid. Mi corazón me llevaba hacia Jesús, pero mi
cabeza se resistía y mi identidad judía pesaba más. Un día, por fin, después de un largo
camino, Dios retiró el velo de mis ojos. Luego, todo se ha iluminado, me ha dado una
inteligencia «nueva» y he visto las cosas bajo una luz diferente. Este libro cuenta una
conversión, pero sobre todo la historia de un hombre que ha luchado un tiempo muy
largo contra el Dios de Jesús, que le esperaba y le hada señas.

Muchas personas a las que he contado mi historia me han animado a escribir


este libro. De cualquier modo, como dijeron los apóstoles Pedro y Juan a los
sacerdotes que les detuvieron y querían prohibirles pronunciar el Nombre de Jesús,
me es imposible no hablar de lo que he visto y oído. Me quema el de-seo de compartir
este descubrimiento del Dios de Jesús que ha cambiado mi vida, de compartirlo
ampliamente, no solamente con las personas que asisten a las conferencias que doy
sobre las Escrituras. Hace ya cinco años que me convertí a Cristo; ha llegado el
momento de dar testimonio abiertamente, sin miedo. Me siento interiormente
impulsado a hacerlo.

Dirijo este testimonio a todos mis hermanos. Primero a los que se dicen no
creyentes, pero sienten que en el fondo de ellos mismos están buscando a Dios sin
conocerle. Pienso en algunos que dudan en interesarse por la religión porque creen

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que eso les separaría de su ambiente familiar o intelectual, o porque tienen miedo de
la Iglesia católica, ya sea porque tienen una mala imagen adquirida a través de lo que
dicen los medios de comunicación, sea porque sus parientes católicos les han
transmitido una visión deformada y falsa del Evangelio, o porque imaginan que la
Iglesia quiere encerrarlos, impedirles ser plenamente humanos, mientras es todo lo
contrario. Pienso también en los que reprochan a los cristianos el mal que otros
cristianos cometieron a lo largo de la historia, volveré sobre eso.

Dirijo también este libro a mis hermanos judíos, que me han expulsado de la
comunidad judía al saber que me había convertido, sin intentar comprender cómo
había podido dar ese paso, y cometer esa transgresión, inimaginable en un judío
ultraortodoxo hasid como yo era, al que se le había enseñado a detestar a Jesús. Han
pensado que yo estaba enfurecido contra el Dios de los judíos a causa de la pruebas
que había sufrido: pues no. Mi caso no es excepcional. Muchos judíos se han
convertido, comenzando por los primeros apóstoles. Espero que mis hermanos judíos
según la carne tengan la curiosidad o me hagan el favor de leerme para intentar
comprender, pues es desgarrador oír decir o pretender que yo haya traicionado la fe
de mi pueblo, mientras amo al judaísmo en todos sus componentes y con todo mi ser.

El libro lo escribí también para mis hermanos cristianos.

Espero que reavivará su fe haciéndoles tocar con las manos la fortuna que
tienen de saber que Dios les ama, que les ama tal como son, ese Dios que se deja
acercar y amar, en una relación personal, y no solamente por la observancia de las
leyes, aunque estas tengan su importancia. Porque eso es por cierto el corazón del
cristianismo, lo que Jesús ha revelado, esta relación de amor entre Dios y cada uno de
nosotros que cambia nuestro modo de vivir con los demás. De todo eso quiero dar
testimonio. No lo puedo silenciar.

YO NO SABÍA QUE FUESE JUDÍO

Nací el 10 de junio de 1964 en el hospital Lariboisiere, en París. Mis padres me


pusieron de nombre Jean Mare. Jean como mi abuelo materno, y Marc porque mi
madre pensó que Jean sin más quedaba un poco anticuado... Sin saberlo, mis padres
me dieron el nombre de dos evangelistas. Veo en eso un guiño de la Providencia. Por
otra parte, ¿es mera casualidad que, al estar enfermo, no me circuncidaran al octavo
día, como manda la ley judía? Me circuncidaron a la edad de un año. Lo hizo mi abuelo
Jean, que es mi padrino. No sé qué nombre hebreo me dieron en esa ocasión, si es que
me dieron alguno.

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Es quizá difícil de creer, pero durante varios años, ignoraba totalmente que yo
fuera judío. Y llegué a saberlo de un modo bastante inesperado. Un día, en la escuela,
me dirigí a uno de mis compañeros llamándolo «sucio judío». La maestra me castigó
muy severamente. Me pareció un poco desmesurada su reacción, no podía entender
que se hubiera enfadado tanto. Para mí, se trataba de un insulto como cualquier otro.
Al llegar a mi casa, le conté a mi madre lo que había pasado. Ella me miró y me
contestó sencillamente: «Jean Marc, tú eres judío». Punto final.

¿Yo soy judío? Pero ¿qué significa «judío»?

De hecho, pertenezco a una familia judía asimilada, como suele decirse. Mi


madre no celebra nunca las fiestas judías y nos da de comer jamón y patés, como se le
da a cualquier francesito En casa no hay ningún libro ni objeto judío. Claro que mi
padre mantiene algunas tradiciones, pero no nos explica lo que significan, así que
durante un largo tiempo no llegué a saber que tuvieran nada que ver con la religión. Es
el caso, por ejemplo, de la Mezuzá que cuelga en el dintel de nuestra puerta de
entrada. Nunca me pregunté de qué se trataba. No fue sino mucho más tarde, cuando
empecé a practicar, cuando me enteré de que la Mezuzá es un pequeño pergamino,
encerrado en una cajita, en el que están escritos unos versículos de la Torá. Los judíos
la colocan en el lado derecho de la puerta de entrada a la casa como señal de
protección. Recuerda la última plaga de Egipto, cuando Moisés ordenó al pueblo
hebreo marcar con sangre de cordero el dintel y el montante de las puertas, para que
el ángel exterminador, que debía matar a todos los primogénitos, pasase de largo por
sus casas

El viernes por la tarde, al comienzo del Sabbat, mi padre recita la plegaria del
kidush, pero un kidush un poco simplificado a decir verdad. Él se pone la kipá y dice
una oración que dura cinco o diez minutos, pero no sé qué significa. Para nosotros, los
niños, es un momento solemne y nada más. Nos damos cuenta solo de que no es el
momento de alborotar. Más tarde, bastante más tarde, yo recitaré el kidush, que es la
oración de santificación del día de Sabbat. Los judíos practicantes la rezan el viernes
por la tarde al volver a casa. Cuando el padre de familia vuelve de la sinagoga, la madre
lo recibe encendiendo las velas. Toda la familia canta los cantos de Sabbat, el «Shalom
Aleichem» sobre todo. Se lee a continuación el pasaje de los Proverbios del rey
Salomón, capítulo 31, 10: « ¿Quién puede encontrar una mujer virtuosa? Tiene más
valor que las perlas. El corazón de su marido confía en ella... ». Se recita entonces la
oración del kidush propiamente dicha -una palabra que viene de kaddosh, que significa
ser santo, ser separado-. Se santifica así el Sabbat que testimonia el día en que Dios
finalizó la creación. Luego se reza sobre el vino (y sobre el mosto para los niños), se

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procede a las abluciones lavándose las manos con el keli, y se bendice el pan. Es el jalá,
un pan dulce elaborado especialmente para el Sabbat (1). Pero en mi casa no se sigue
todo ese ritual. Tampoco se puede decir que mi padre viva realmente el Sabbat,
porque suele ir el sábado a París utilizando el transporte público. Nunca acude a la
sinagoga. De hecho, creo que la religión no le interesa.

Cuando yo tenía siete años, mi hermano mayor comenzó a preparar su bar


mitzvá. Va a clases de Talmud Torá, pero no habla de eso en casa, y mis padres no le
preguntan nunca sobre lo que aprende. El día de la ceremonia nos levantamos muy
temprano, a las 6 de la mañana, y nos vestimos con nuestra mejor ropa. Me doy
cuenta de que se trata de un acontecimiento importante. Vamos a la sinagoga y mi
hermano lee en hebreo los rollos de la Torá. Luego volvemos a casa, donde mis padres
han organizado una fiesta. Yo no acabo de entender todo lo que eso significa. Será dos
años más tarde cuando tome conciencia de quién soy yo realmente, al ver la cara de
angustia de mi madre ante lo que ve en televisión. Está viendo las noticias. Puedo leer
el miedo en su mirada. Los tanques árabes avanzan por el desierto, y entran en Israel:
es la guerra de Kippur de 1973. Yo tenía entonces nueve años y por primera vez siento
que pertenezco al pueblo judío. Un sentimiento que está teñido de inquietud, la de ver
desaparecer el Estado de Israel.

Un día, dos años más tarde, tengo una conversación con mi madre: «Uno de mis
compañeros de clase ha recibido en su casa a un amigo alemán; ¿puedo invitar a los
dos a venir a casa?». Enseguida me responde, con un tono muy seco: «No, es un
boche». ¿Qué es un boche? Tendré que esperar al año siguiente para saberlo.

Puede parecer curioso, pero hasta que entré en quinto curso no había oído
hablar nunca de los campos de exterminio. Mi madre nunca nos contó nada sobre las
cosas que había vivido de pequeña. Sin embargo, sin palabras, nos transmitió el miedo,
el miedo del pueblo judío, obligado desde siempre a luchar para sobrevivir. ¡Qué
misterio el de este pequeño pueblo, que después de tanto exterminio y persecuciones
como ha vivido en países cristianos y musulmanes, e incluso mucho antes, sigue vivo,
mientras que grandes imperios que han dominado el mundo, como Grecia, Egipto o
Roma, han sido absorbidos!

Poco a poco, al ir creciendo, descubro mis orígenes familiares. Soy asquenazí por
mi madre y sefardí por mi padre. Mi abuelo materno vino de Rumanía y encontró
refugio en Francia a principios del siglo xx. Combatió en el ejército francés en la
primera guerra mundial, de modo que a su muerte, en 1966, lo enterraron en el
cementerio militar de Bagneux. Mi abuela materna era de origen polaco. En 1939, mi

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madre tenía siete años. Su familia vivió en París durante toda la segunda guerra
mundial. Mi abuelo fue detenido muchas veces, pero le soltaron milagrosamente otras
tantas. Cuando se preparaba una redada, el comisario del barrio le avisaba para que
pudiera esconderse con sus seis hijos (cuatro hijas y dos varones). En su casa, ningún
vecino les denunció nunca. Imagino que por lo vivido durante esos años, mi madre, sin
ser practicante en absoluto, reivindica fuertemente su identidad judía, al contrario que
mi padre.

No tuve mucho trato con mi abuelo materno. Murió cuando yo tenía dos años.
Íbamos regularmente a visitar a mi abuela a su casa, en la Rue Alfonse Carr de París. Mi
madre y ella tenían largas discusiones en yiddish. Para mí, se trataba de
conversaciones de personas mayores. Pero pienso que si hablaban en yiddish era para
que no las entendiéramos, y me pregunto qué querrían ocultarnos. Después de la
guerra, mis abuelos maternos abandonaron un poco las tradiciones que habían
conservado al llegar a Francia. No he recibido por tanto herencia religiosa alguna de su
parte. La única tradición que mi madre guardó de sus padres es culinaria: de vez en
cuando nos prepara col rellena.

Mi padre nació en 1929 en Túnez. A finales de los años 1940, con dieciocho
años de edad, vino a pasar unas vacaciones a Francia y se quedó aquí. Sus padres se le
unieron después. Vamos con frecuencia a almorzar a casa de mis abuelos paternos;
viven cerca del metro Ledru-Rollin. Mi abuelo es muy cariñoso. Al abrirnos la puerta
siempre nos recibe con una gran sonrisa en la cara. Juega con frecuencia a las cartas
con nosotros. Mi abuela, en cambio, es más reservada, pero nos cocina unos buenos
platos mediterráneos: potajes de garbanzos en invierno, ensaladas de nabos y
zanahorias, y por supuesto, el couscous, que mi madre ha aprendido a preparar con
ella. Quiero mucho a mis abuelos, pero no sé gran cosa de ellos. No hablan jamás de
Túnez. Por otra parte, nunca se me ha ocurrido preguntarle a mi padre por su
juventud: en mi familia apenas se habla de uno mismo. Mis abuelos comen kosher,
pero no me daré cuenta de ello hasta mucho más tarde. Transmitir las tradiciones
judías que ellos perpetúan no parece tampoco estar entre sus prioridades.

UN PEQUEÑO JUDÍO DE CIUDAD

Durante mis primeros años de vida viví con mis padres, mi hermano y mi
hermana mayores en un pequeño apartamento de la Rue du Faubourg Poisonniere de
París. Una escalera estrecha conducía a nuestro piso. Los retretes y la ducha, que

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compartíamos con los vecinos, se encontraban en el entresuelo. Luego, poco a poco,
mi madre convenció a mi padre para que nos mudáramos. No fue fácil, pero ella es
tenaz. Es ella quien se ocupa de la casa y toma la iniciativa en los asuntos que se
refieren a la familia. Se dirigió, pues, al ayuntamiento para pedir otro alojamiento.

Y es así como algún tiempo más tarde, después de que naciera mi hermano
pequeño, me llevó a visitar nuestro nuevo apartamento de estreno. Está situado en la
Courneuve, en un reciente bloque de la Ciudad de los 4000. Al llegar a la ciudad, quedo
fascinado por la impresión de amplitud que produce. En efecto, todo me parece
inmenso, comparado con el viejo barrio parisino en que vivimos hasta ahora. Está
también muy limpio. Esta ciudad de la Courneuve pertenece a las HLM (Habitation a
Loyer Moderé) de París, y está muy bien cuidada. No podemos siquiera pisar el césped.
Nos cruzamos con guardas que se pasean con su perro. Al visitar nuestro nuevo
apartamento quedo maravillado: es amplio y luminoso. A mis ojos es un verdadero
palacio. Un último detalle que será determinante en mi vida: desde la ventana de mi
habitación se ve la basílica del Sacré-Coeur de Montmartre.

Aquí nacerá mi hermana pequeña. Quince años después, estos bloques donde yo
voy a crecer serán de los primeros en demolerse para ser sustituidos por unos
inmuebles más pequeños, un suceso que aparecerá en los medios. Soy feliz aquí,
donde voy a pasar mi infancia y mi adolescencia. Ciertamente, la población cambia con
el paso de los años. Pero nunca siento ninguna especie de racismo o de antisemitismo,
ni rivalidades entre comunidades. Organizamos partidos de fútbol en que se enfrentan
equipos de judíos y musulmanes, pero todo se desarrolla en un ambiente de franca
camaradería. A veces mezclamos las comunidades y formamos equipos por edificios.

En la Courneuve todo el mundo sabe que somos judíos, y además mi madre no


lo oculta. Sin embargo, no mantenemos relaciones con las demás familias judías de la
ciudad. En cambio, tenemos amigos musulmanes. Una tarde, mi hermano se clavó una
espina de pescado en la garganta. Fuimos rápidamente a llamar a la puerta de nuestro
vecino, un médico judío, para pedirle ayuda. Acudió enseguida y le salvó la vida. Pero,
a pesar de este episodio, no tenemos particular amistad con él.

Mi madre es quien se ocupa de nosotros y quien toma las decisiones que nos
conciernen. Cuida también a otros niños de la casa para ganar algún dinero. No es una
madre afectuosa, pero me da tranquilidad. Es una mujer entregada que no se queja
nunca. El sábado va a la compra al mercado de Aubervilliers, que está a dos kilómetros
de casa. Suelo ir a su encuentro para ayudarla a llevar las bolsas. Es ella quien
programa nuestras vacaciones, gestiona las agencias, vigila nuestra escolaridad y

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cumplimenta los papeles administrativos. Mi padre, por su parte, sale pronto por la
mañana y vuelve tarde por la tarde. Es peletero y trabaja para la gran empresa de
cuero Pourchet, en la Rue du Faubourg du Temple. No habla mucho con nosotros. Un
día me llevó al cine con mi hermano para ver Duelo de titanes, con Burt Lancaster y
Kirk Douglas, pero eso era excepcional.

UN NIÑO DIFERENTE DE LOS DEMÁS

Soy muy introvertido. Por entonces, nunca he oído hablar de Dios y, sin
embargo, le hablo. Le llamo «mi Dios», sé que está ahí, y puedo hablarle dentro de mí.
Me gusta estar solo. En vacaciones, prefiero pasear solo, mirar el mar, el horizonte, allí
donde no hay nada, salvo el silencio. El infinito me atrae, sobre todo a través de los
paisajes. De noche, contemplo la luna, largamente, en silencio, y medito sobre lo que
hay detrás. Al principio, buscaba a Dios en el cielo. Mi madre se burla amablemente de
mí: « ¿Qué buscas en el cielo? Jean Marc, ¡estás embobado!». Ella dice que esa
atracción por el cielo se debe a mi signo del Zodiaco, Géminis, los gemelos que vuelan.
Con frecuencia, por las tardes, miro el Sacré-Coeur desde la ventana de mi cuarto.
Sueño con vivir en un pueblecito de montaña, con su iglesia y su cura, como en la serie
Heidi que me gusta tanto. Para mí, ese es un lugar ideal. Es raro, no es precisamente la
imagen que se hacen los judíos del paraíso terrestre. Tengo el pelo largo, como
muchos chicos de los años 70. Soy alegre y me río mucho. Vivo en mi pequeño mundo,
un poco aparte, pero eso no me impide tener amigos. El mejor, Y, que está también en
mi clase, vive en el piso quince de nuestra casa. Es musulmán. Nuestra amistad es muy
fuerte. Su familia sabe que yo soy judío, pero siempre soy muy bien recibido en su
casa. Su madre es practicante y lleva el velo. Hace la oración cinco veces al día y
observa el Ramadán. Pero Y. y yo no hablamos de religión. Nos damos cuenta de que
somos diferentes y no nos gustaría enfadarnos. Durante la guerra de Kippur, no
hablamos de Israel. Lo pasamos muy bien los dos. Él es muy fuerte en judo y yo estoy
inscrito en el club de balonmano. Por supuesto, jugamos al fútbol y hablamos de
fútbol. Por las tardes entrenamos los dos, con una botella de Coca-Cola en la mano.

En muchos aspectos, soy un niño como los demás. Me gustan los westerns, las
películas policíacas y las canciones de moda de la radio. Colecciono sellos. Pero la única
.cosa que me apasiona, aparte de Dios, es el fútbol. Juego y veo, a veces solo, los
partidos por televisión. Conozco de memoria todos los equipos. Me gustan Larqué,
Rocheteau, Curkovic. Sigo la copa del mundo y la copa de Europa. En agosto, cuando
estamos de vacaciones en la Vendée, comienza el campeonato. Espero con
impaciencia los partidos de los miércoles.

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En la escuela, no voy tan bien, y eso vuelve absolutamente loca a mi madre.
Me gustan los recreos y tengo muchos amigos, pero las notas son malas. No me gusta
la manera en que está organizada la escuela, ese modo tan metódico de proceder, eso
de que haga falta trabajar para obtener buenas notas... Todo eso no me parece
esencial. De hecho, no estudio más que lo que me interesa: leo los libros de
matemáticas y de física. En francés, por el contrario, soy una nulidad.

Un día, la maestra llama a mi madre y le dice: «Jean Marc se ríe de mí. Es


inteligente pero pone cara de no entender. Hoy ha sacado mala nota en el control de
matemáticas. Le saqué a la pizarra para la corrección, y me ha contestado bien a todo
sin vacilar». Veo que mi madre está fuera de sí. ¿Qué está pasando con mi cabeza? Yo
creo que no tenía ningún interés en ese examen: prefería mirar por la ventana.

Al parecer, soy disléxico. Entonces, mi madre me lleva a un ortofonista. Allí hago


juegos. Es divertido, pero no creo que me ayude mucho. Mi madre se preocupa por mí
y me atiende más que a los demás. Por eso, mis hermanos y hermanas piensan que yo
soy su preferido.

LAS LUCES DE NAVIDAD

Lo que, por encima de todo, me gusta más de la escuela es la fiesta de


Navidad. La nieve, el abeto en la clase. Este ambiente me parece maravilloso. Me
gustaría de veras tener un árbol en mi casa. Incluso de adulto, Navidad será siempre mi
fiesta preferida. ¿No dijo Jesús que había que hacerse niño para entrar en su reino?
Eso es lo que expresa para mí la fiesta de Navidad. Me recuerda la importancia de la
Encarnación. Dios se ha hecho hombre, de carne y hueso, con un corazón de hombre
que llora, que sufre, que ama, que se alegra. ¿Es que no me doy cuenta de que la
Navidad es una fiesta religiosa cristiana? Sí, claro que sí. Nos han explicado en la
escuela que los cristianos conmemoran el nacimiento de Jesús. Es así como supe más o
menos quién era Jesús.

Curiosamente, mi madre, que no celebra ninguna fiesta judía, como ya he


dicho, reúne a todos sus hermanos y hermanas la tarde de Navidad. Es su modo de ser
francesa. Se levanta de noche para colocar nuestros regalos en el salón. En cambio, no
hay manera de poner un árbol en casa. Es impensable: para ella, el abeto es un
símbolo cristiano. Estas reuniones de familia son siempre muy calurosas. Vienen dos
hermanos de mi madre con sus hijos, mis primos, a los que además vemos de vez en
cuando. Me traen regalos. Estoy muy encariñado con una de mis tías, la mujer del

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hermano de mi madre. Siento que me quiere, no sé por qué. Siempre me tendrá
cariño: más tarde, me apoyará cuando yo quiera partir para Israel contra el parecer de
mis padres. Mi madre tiene también una hermana, Marie, pero no está invitada. Vive
en los Estados Unidos.

He comprendido, por algunas conversaciones de los mayores, que se ha hecho


católica y que mi madre ha renegado de ella. Pero es un tema tabú. Todo eso me deja
perplejo: ¿por qué se celebra entonces esta fiesta cristiana y no se puede pronunciar el
nombre de mi tía porque se ha hecho católica?

Una tarde de Navidad, mi madre me manda a comprar el pan a la panadería.


Veo la ocasión de dar una vuelta por donde está la iglesia. Voy tranquilamente
tratando de mantener un aire despreocupado para que nadie me pregunte qué hago.
Cuando llego ante la puerta, echo una mirada discreta al interior. Los latidos de mi
corazón se aceleran: ¡tengo tantas ganas de entrar!

JESÚS, MI MEJOR AMIGO

Fue en Bretaña, durante las vacaciones de verano, donde tuvo lugar mi primer
encuentro con Jesús. Tengo ocho años y, en mi habitación, hay un crucifijo colgado en
la pared. Y allí, es inexplicable, me siento atraído por Cristo. Sin embargo, yo no sé
siquiera quién es. Por supuesto, reconozco la cruz que se ve sobre el campanario de las
iglesias, el lugar donde se reúnen los cristianos, pero ahí no lo veo con precisión. Estoy
completamente obsesionado por este crucifijo que me atrae como un imán. Durante el
día, vuelvo a menudo a mi cuarto y me quedo allí contemplándolo. Evidentemente,
voy cuando estoy solo, para no ser sorprendido por los demás. Sé que mi familia no es
cristiana y tengo la vaga impresión de estar transgrediendo algo. Pero es más fuerte
que yo: ante el crucifijo me encuentro tan bien que podría quedarme allí durante
horas.

El verano siguiente, nos vamos de vacaciones a Sablesd'Olonne. Por las


carreteras de la Vendée, veo en cada cruce inmensos calvarios, muy imponentes. Estoy
subyugado. Luego, a escondidas, después del almuerzo, mientras los demás se echan
la siesta, me voy a pasear para encontrarme con el hombre de la cruz. Al llegar a un
calvario, me paro y se hace un vacío a mi alrededor. Me quedo plantado allí, mirando
al Cristo. Estoy completamente bajo su encanto. Le admiro, le contemplo, le amo. A
veces le hablo, pero no siempre. Luego cuando vuelvo a la casa en que estamos, me
acuesto sobre el ancho muro que rodea la terraza y, con los brazos en cruz, pienso en
Jesús.

Ya en esta época, siento que Jesús me llama. Y yo le busco.

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Cuando estoy en mi casa en la Courneuve, por la noche, espero a que todos se
duerman y allí, en el silencio que tanto me gusta, al pie de mi cama, hago la señal de la
cruz, lentamente. Me encanta hacer la señal de la cruz. Todo el día estoy esperando
esta cita. Estoy como enamorado de Cristo en la cruz, esa cruz que se convertirá, sin
embargo, en escándalo a mis ojos cuando yo sea un judío ortodoxo. De pequeño, esta
atracción, que viene de lo más profundo de mi corazón o de mi alma, no acierto a
explicármela. No estoy en contacto con ningún cristiano que pueda explicarme lo que
significa la cruz. Pero no me planteo preguntas aún. Me contento con vivirlo. Me
puedo pasar horas mirando un crucifijo. Lo que vivo en presencia de Jesús en la cruz es
excepcional. En ningún momento asocio la cruz con el sufrimiento o la sangre (aunque,
objetivamente, Jesús sufre). No veo tampoco lo que la cruz representa: lo que
experimento es de otro orden. Tengo verdaderamente la impresión de estar en
contacto con una persona. Se trata de una presencia divina, muy potente, que
perdona, que reconcilia, que da paz y que me aporta un bienestar interior profundo. Es
como si estuviera ante la puerta del Cielo. Pero todo esto queda en secreto, guardado
en mi corazón de niño.

Guardé este secreto durante treinta años. Con el paso del tiempo, me
pregunto: « ¿Por qué, Señor, me enamoré de algo que repugna a mi pueblo, por
qué?». Esa pregunta se me planteará durante mucho tiempo. «La gracia hace fuego de
cualquier madera», dicen. Un día en que le contaba mi vida, una amiga me citó esta
réplica de Audiard: «Bienaventurados los locos, porque dejan pasar la luz». Si es eso lo
que muchos piensan, a mí no me inquieta. San Pablo ha dicho: «Dios escogió la
necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios escogió la flaqueza del mundo
para confundir a los fuertes» (1 Cor 1,27). Lo maravilloso es que nunca se podrá
explicar todo: habrá siempre este misterio entre nosotros y Dios. Porque Dios es
insondable, y todo lo que la inteligencia humana puede decir de Él no es más que una
gota de agua comparada con su inmensidad. Al recordar esos momentos de mi
infancia con Cristo, comprendo mejor lo que Jesús ha dicho: «Si no os hacéis como
niños, no podréis entrar en el reino de Dios». El niño es sencillo, sin doblez, se fía de su
voz interior. El orgullo, la ira, la razón no han apagado aún ese hilo de voz pura.

Poco a poco, vuelvo a soñar con entrar en una iglesia. Durante el curso vamos
con la clase a la nieve, a Méaudre, cerca de Grenoble, diez días. Me siento muy bien en
ese pueblo, con su iglesia, en las montañas. El domingo la maestra propone ir a misa a
los alumnos que lo deseen. Ardo de ganas de ir, pero no me atrevo a levantar la mano.

Poco después, con mi familia, vamos a Estepona, cerca de Málaga, para visitar
al hermano de mi padre que vive allí. Está casado con una católica. Es en esta ocasión,

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a la edad de once años, cuando entro por primera vez en una iglesia, con mi prima.
Estoy maravillado: está llena de magníficos crucifijos. Tengo ganas de quedarme allí
sentado para admirarlo todo, hasta los menores detalles, pero me aguanto: no quiero
que noten mi atracción. No nos quedamos más que cinco minutos.

Esto me mueve a repensarlo todo. Es tan fuerte, puro, evidente. No es más que
amor.

ESCAPADA AL SACRÉ-COEUR DE MONTMARTRE

A la edad de doce años, como todo muchacho judío, comienzo a preparar mi


bar mitzvá. Es la ceremonia por la cual un muchacho se convierte en adulto desde el
punto de vista religioso. Cuando uno ha hecho la bar mitzvá, es responsable de cumplir
los mandamientos de la Torá. Voy pues todos los miércoles y domingos al Talmud Torá,
con mi libro de hebreo y un cuaderno. Cada clase dura cuatro horas pero, en contraste
con la escuela, eso no se me hace pesado. Allí aprendo a descifrar el alfabeto hebreo
(el alefato) y luego a leer textos de la Biblia. Tenemos enseñanzas sobre el Génesis y
los patriarcas (Abrahán, Isaac, Jacob), sobre el Éxodo y Moisés así como sobre la
historia judía (Josué, David, la deportación a Babilonia...). Tenemos que conocer
también el sentido de las fiestas judías, las oraciones y la Ley.

Estas clases me interesan enormemente. Me gusta estudiar la Biblia. En este


momento de mi vida estoy colmado por el judaísmo, no tengo necesidad de otra cosa.
Cuando se relee la historia de la conversión de san Pablo, se ve que era un judío
convencido y un fariseo feliz. Mi caso es parecido. Estas enseñanzas suscitan también
en mí muchas preguntas sobre mi familia: ¿por qué mi madre no come kosher? ¿Por
qué no seguimos las costumbres judías? Y puesto que somos tan poco judíos, ¿por qué
no se puede pronunciar el nombre de Jesús en nuestra casa?

En todo caso, este descubrimiento del judaísmo no interfiere en nada con mi


atracción por Cristo. Conservo en lo más profundo de mí el deseo de empujar la puerta
de una iglesia y encontrarme dentro. Como Alicia, que pasa al otro lado del espejo,
sueño con entrar en esta otra dimensión. Poco a poco, decido pasar a la acción. Pero
eso no es cosa de poca monta: soy consciente del riesgo que corro si me pillan. En
efecto, si mis padres descubren que me atrae Jesús, sé que entrarán en cólera negra.
No querrán escuchar ni intentar comprenderme, no percibirán absolutamente nada de
la intensidad ni de la belleza de lo que estoy viviendo. Por el contrario, harán todo lo
posible por alejarme de esta fuente de vida que se me entrega. Mi secreto será
desvelado y ridiculizado. Será una catástrofe.

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Sin embargo, estoy dispuesto a correr el riesgo y comienzo a elaborar un plan.
No es cuestión de entrar en la iglesia que se encuentra cerca de casa. Alguien podría
verme y decírselo a mis padres. Decido por tanto ir al Sacré-Coeur, un domingo
después de mediodía. Está suficientemente lejos de mi casa y es lo bastante grande
como para mezclarme con la gente y pasar inadvertido.

En un domingo soleado, pues, pongo mi plan en ejecución. Tomo el tren en la


Courneuve hasta la Gare du Nord. Todo da vueltas en mi cabeza. Me angustia
encontrarme con alguien que me conozca y que me pregunte a dónde voy. Y al mismo
tiempo, me siento existir al fin. Estoy más contento que nunca y consciente de estar a
punto de cometer un acto capital. Bajo en la estación de metro Barbes y pregunto a
uno qué dirección tomar para ir al Sacré-Cceur. Ya está, ya llegué. Subo lentamente las
escaleras, lleno de emoción. He esperado tanto tiempo este momento que quiero
saborearlo. Por eso, me tomo mi tiempo, miro. Estoy más tranquilo porque hay mucha
gente. Sigo a los demás, como un turista.

Al entrar en la basílica, me sorprende en primer lugar la oscuridad reinante. El


interior me parece sombrío comparado con el de las sinagogas. Tanto mejor, así no hay
peligro de ser visto. Me siento bien, el miedo ha desaparecido. No pienso
particularmente en Dios. Soy como un niño pequeño que descubre, maravillado e
infinitamente contento, las luces de Navidad. Miro por todos lados, busco un crucifijo.
De pronto, tengo una rara sensación. Me siento tan bien en esta iglesia que estoy
como en mi casa. Sin embargo, es en la sinagoga donde debería sentirme bien. Poco
importa. Quisiera que este momento no acabase nunca. Doy varias vueltas a la
basílica. Noto como un olor de perfume. Me gusta este olor. Soy feliz. ¡Estoy en casa, al
fin en casa!

En el lado izquierdo, a lo largo de la nave, a la derecha, descubro una Virgen con


el niño. Me siento atraído. Ignoro quién es ella exactamente, pero sé que tiene
relación con Jesús. Luego, voy a sentarme y le miro a Él, en la cúpula, en la cruz. Ya no
pienso más en nada, quiero solamente estar en su compañía. Yo no le conozco, pero Él
me conoce. No quiero irme. Finalmente, debo decidirme a dejar el Sacré-Coeur, pero
lo vivo como un desgarro. Le pregunto a Dios: « ¿Por qué tantos desgarramientos?».
Pero al mismo tiempo, estoy lleno de una alegría interior profunda. «Busco una sola
cosa, habitar en la casa del Señor», como dice el salmo. Antes de salir, doy una vuelta
por la tienda, miro las revistas y sobre todo los crucifijos. Me gustaría mucho comprar
uno para llevarlo al cuello, pero no tengo dinero.

Al dirigirme a mi casa, tomo la decisión de volver regularmente al Sacré-Coeur.


Así, a lo largo de toda la semana, en la escuela, pienso en mi cita del domingo.

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Esperando ese momento, cada noche, cuando toda la casa está dormida, me levanto y
me pongo de rodillas al pie de mi cama. Hago la señal de la cruz, me imagino a Cristo y
le digo que le amo. Es sin duda el mejor momento del día. Cada vez más, siento la
necesidad de hablar de todo esto con alguien. Entonces decido escribir a una chica de
mi clase, porque sé que es católica. Su madre tiene la librería donde voy a comprar los
periódicos para mi padre, al lado de la iglesia. Garabateo estas palabras en un papel:
«Amo a Cristo, Jesús. ¿Puedes ayudarme?», y lo deposito en su buzón de correo.
Algunos días más tarde, como ella no me ha contestado, voy a verla en el patio de la
escuela.

- ¿Has recibido lo que te escribí?

- Sí.

- ¿Por qué no me has contestado?

- Porque no veo qué puedo hacer para ayudarte...

En adelante, vuelvo al Sacré-Coeur una vez al mes. Me paseo, me siento, miro


con toda mi alma. Cada vez, la misma sensación de bienestar me invade. Un día, me
acerco a una religiosa para hablarle. Pero en el último momento, renuncio, no me
atrevo. Otra vez, hago el Vía Crucis de rodillas. En cada estación, miro las imágenes,
cautivado.

MI PRIMERA COMUNIÓN

Estamos en diciembre y pronto cumpliré doce años. En pocos meses haré la bar
mitzvá. Es domingo, y una vez más, llego a la basílica del Sacré-Cceur. Me siento, en las
primeras filas, como es mi costumbre. De repente, el órgano comienza a sonar. No me
atrevo a moverme. Oigo campanillas: es que comienza la misa. No sé bien qué va a
pasar, pero sigo allí. Oigo las lecturas que me son familiares: el Antiguo Testamento, el
salmo. En cierto momento, la gente que me rodea, hombres y mujeres de todas las
edades, niños, se levantan y se acercan al altar, y se ponen de rodillas a lo largo de la
balaustrada que les separa del sacerdote. Luego reciben de sus manos en la boca algo;
yo ignoro lo que es.

Y ahí, me siento interiormente empujado a levantarme y a ponerme en la fila


para ir yo también a recibir este alimento del que desconozco totalmente su
naturaleza y su sentido. Sin embargo, me inquieto un poco porque no sé cómo hacerlo.

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Tengo miedo de que el sacerdote me descubra si cometo algún error. Veo que la
gente murmura algo antes de recibir la sagrada hostia en la boca, pero no llego a oír
qué dicen. Entonces, me coloco al final de la fila, a la derecha, y escucho lo que dicen.
Cuando me doy cuenta de que dicen «amén», me siento aliviado. « ¡Uf, no es nada
complicado, es una palabra de las nuestras!».

Así es como, por increíble que parezca, comulgo por primera vez, sin saberlo, el
cuerpo de Cristo. Yeso, algunos meses antes a comprometerme en la obediencia al
Dios de la Torá y sin ningún problema de conciencia. Después de recibir la hostia, me
siento colmado de una gran alegría. Dejo la basílica verdaderamente feliz. Sin
embargo, en apariencia, no ha pasado nada extraordinario ni milagroso. Pero ya siento
en mí el deseo de recomenzar. A partir de este momento, la eucaristía se convierte
para mí en una especie de droga. Aquí veo una locura más de Dios. Me empuja a
comulgar, cuando la Iglesia no lo permite normalmente hasta que uno ya se ha
bautizado. ¡Qué desconcertantes son los caminos del Señor! Por supuesto, será
necesario que un día dedique tiempo para intentar comprender por qué el Señor me
llevó por este camino y permitió que comulgara en este momento de mi vida.

Los meses pasan, en el curso de los cuales me acerco a recibir la eucaristía


regularmente. En junio, según lo previsto, hago mi bar mitzvá. En fin, para decirlo todo,
la hago sin hacerla. En efecto, como mi padre no tiene suficiente dinero para pagar a
un rabino que vaya a la sinagoga, lea la Torá y se haga una gran fiesta como en el caso
de mi hermano, me lleva a una sinagoga parisiense donde él conoce al rabino, y
hacemos el estricto mínimo: me pongo el chal que el hombre judío usa para la oración
de la mañana, digo la bendición sobre las filacterias y el chal, recito la Shemá Israel:
«Escucha Israel, el Eterno es nuestro Dios, el Eterno es único», y se acabó. No digo
nada, pero no dejo de pensar que he tenido una bar mitzvá de rebajas. Felizmente, mis
padres han invitado a la familia a casa y recibo algunos regalos: mi tío, el hermano de
mi madre, me regala un buró (que será más tarde el de mi hija Déborah) y mi padre me
regala un reloj. También recibo una máquina de fotos y dinero. Me miman, pero me
siento frustrado por la manera en que se ha desarrollado la gran ceremonia.

He recibido en total ciento cincuenta francos. Pienso inmediatamente en la


tienda del Sacré-Cceur, ¡Al fin podré comprarme un crucifijo! Me espanta pensar qué
sucedería si mi padre, mi madre, mis hermanos o mis hermanas lo descubriesen, y sin
embargo estoy decidido. No sé de dónde me viene esta fuerza. ¿Será que soy un
irresponsable? Puede ser, ¡y qué! Bueno, pues me compré un crucifijo dorado de
cuatro centímetros. Lo llevo escondido, colgado al cuello, bajo la camisa y lo toco
durante todo el día. No me lo acabo de creer: ¡es increíble, llevo un crucifijo! Por la
noche lo disimulo bajo la almohada. Me siento muy feliz de tener siempre a Jesús

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conmigo. Pero, al mismo tiempo, vivo continuamente con el miedo a ser descubierto.
Por la mañana, al despertar, temo que haya caído al suelo, temo olvidarlo bajo la
almohada y que mi madre lo descubra al hacer la cama.

Y lo que debía pasar pasó. Durante las vacaciones de verano, en Vendée, me


despierto una mañana y el crucifijo ha desaparecido. Asustado, lo busco por todas
partes, debajo de la cama, debajo del colchón: nada que hacer, no lo encuentro. Estoy
aterrado. Poco después, mi hermano lo descubre y lo lleva a mi madre. Mi corazón se
dispara a cien por hora. Presiento que el escándalo va a estallar. Escucho de lejos la
conversación:

-¡Mamá, he encontrado esto debajo de la cama de Jean Marc!

-Déjame ver. .. Debe ser de los que estuvieron aquí antes.

¡Uf, menos mal! En el cajón del buró que me regaló mi tío, hay una especie de
doble fondo. Escondo allí postales en que se ve una iglesia coronada con la cruz. Más
tarde, cuando me vaya a Israel, me las llevaré conmigo para que no acaben
descubriéndolas, y allí las tiraré.

Cuando voy a misa al Sacré-Coeur, oigo la lectura del Evangelio. Enseguida


comprendo que se trata de un libro que habla de la vida de Jesús. Ávido de conocer
mejor a Cristo, decido comprarme el Nuevo Testamento. Elijo un ejemplar de bolsillo,
de cubierta blanda en la que se ven unas montañas azules y anaranjadas. Estoy
contento de llevarlo conmigo. ¡Tengo la impresión de poseer un tesoro! Cuando
puedo, es decir, en el metro al ir a la escuela, me sumerjo con avidez en los textos,
como si leyera un libro de cuentos. Mi preferido es el evangelio de san Juan. Empiezo a
sabérmelo de memoria. Tengo una lectura contemplativa: al leer, me uno a la persona
de Jesús. Pero, por el momento, no me planteo la cuestión de poner en práctica su
palabra.

A partir de quinto curso, me escolarizan en un colegio judío que está lejos de


casa. Es en este colegio donde, en paralelo con mi descubrimiento de Jesús, aprendo a
conocer mejor el judaísmo y me apasiono por ese universo. Así es como comienzo a
rezar y a practicar la Ley judía.

¿JUDÍO O CRISTIANO?

Si mi madre me ha llevado a este colegio privado judío, es porque mis padres


temen que me convierta en un tarambana. Tomaron esa decisión el día en que la

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policía llamó a nuestra puerta. Con los compañeros de mi banda, había tirado piedras y
roto los cristales de la ventana de una casa. Fue la gota que hizo rebosar el vaso. Mi
padre me dio una buena tunda.

En este nuevo colegio, estoy contento y trabajo mejor que antes. De hecho,
paradójicamente, la atracción por el cristianismo me lleva a interesarme más por la
religión de mis padres. Estudio la historia judía, la Biblia, el hebreo. Es todo un mundo
que se abre ante mí. Por primera vez oigo hablar de la Shoá yeso despierta en mí un
fuerte nacionalismo. Comienzo a sentir un gran amor por Israel. Descubro mi identidad
y mi pertenencia al pueblo judío, es mi pueblo. Sé que Francia, en gran parte, colaboró
en el arresto de judíos. ¿Por qué entonces se quedó mi madre en Francia? Desde
entonces, a causa de la historia de los judíos, empiezo a mirar a los no judíos como
potenciales enemigos. Así fue como acabé adhiriéndome al sionismo religioso.

Es difícil de entender, pero la presencia divina que percibo en el Sacré-Coeur


no tiene nada que ver con el Dios que aprendo a conocer en el colegio. Aquí invoco a
Dios con las oraciones judías. Por la noche, solo en mi cuarto, cuando me arrodillo al
pie de mi cama y hago la señal de la cruz, es bastante más que una simple «oración»:
es una relación, una cita con alguien. El viernes y el sábado por la mañana voy a la
sinagoga. El domingo, al Sacré-Coeur. Al principio, no lo veo como un conflicto, pero
poco a poco, sí. Esta doble vida se hace insoportable. Siento que Cristo y la Torá son
incompatibles. Entonces, a la edad de quince años, decido manifestarlo todo y montar
un escándalo.

Así es como, después de madura reflexión, voy al Sacré-Coeur, bien decidido a


abrir mi corazón a un sacerdote. Me siento angustiado y trastornado. Pero no me
volveré atrás. Al entrar en la basílica, tengo miedo. Mi corazón late acelerado. Tengo
conciencia de haber tomado una decisión capital, irreversible. Pero es algo más fuerte
que yo, quiero convertirme y ser sacerdote. Mido la amplitud del escándalo que va a
desencadenar esta elección y lo asumo. No tengo más que un deseo: ser cristiano. Me
siento en la nave, Le miro y Le hablo. Luego, me armo de valor y me levanto rápido
para no cambiar de pensamiento, y me arrodillo ante un confesonario. Mi corazón late
a cien por hora. Hago la señal de la cruz y espero. Puedo sentir los golpes de mi
corazón en el pecho. Al fin, el sacerdote se dirige a mí:

-Te escucho, hijo mío.

-Yo soy judío y quiero ser cristiano.

-¿¡Qu... Qué!?

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Repito con mayor firmeza, con mayor confianza: «Soy judío y querría
convertirme». Eso es, ya lo he dicho. Durante unos segundos me siento muy feliz. Una
gran paz me invade. Pero este estado de beatitud no dura. Parece que el Señor ha
decidido que no es el momento aún de convertirme. En efecto, el sacerdote sale del
confesonario como un diablo de su caja. Me mira con aire asustado y me dice: « ¡No te
muevas, espérame. Vuelvo enseguida!».

Se va hacia la derecha, en dirección a la sacristía, dejándome plantado allí, solo.


¡Es horrible! Una viva inquietud se apodera de mí. ¿Por qué no me ha cogido de la
mano y me ha llevado con él a la sacristía? ¿No ha comprendido el esfuerzo
sobrehumano que acabo de hacer para venir a hablarle? La espera me parece
interminable y empiezo a pensar. Mi razón se me adelanta, y me dice que estoy a
punto de hacer una tontería enorme, que no puedo traicionar mi identidad judía. De
repente, no aguanto más: me levanto y me voy, perturbado. ¿Habrá regresado el
sacerdote? Nunca lo sabré.

Estoy desolado. Pero a pesar de todo, continúo acudiendo cada domingo al


Sacré-Coeur, Asisto regularmente a la misa y comulgo con el cuerpo de Cristo. En esos
momentos, no pienso en nada, me siento bien. Sigo teniendo el fuerte deseo de
convertirme, pero me digo que, para llegar a eso, será necesario que pase muy rápido
y que yo no tenga tiempo de reflexionar. Esta doble vida va a durar hasta mis dieciocho
años.

JUDÍO Y CRISTIANO...

Entre los quince y los dieciocho años, me voy haciendo poco a poco judío
practicante. Al aplicar la Ley judía, introduzco en mi vida cotidiana a ese Dios que
siempre ha estado en el centro de mis pensamientos. En adelante, vivo en un universo
dividido en dos partes: de un lado están los paganos y de otro los judíos.
Progresivamente, eso me lleva a separarme del mundo. En efecto, suelo comer kosher,
por ejemplo, y no puedo comer en casa de los no-judíos. Del mismo modo, dejo el
balonmano porque los partidos son los sábados.

En casa, estos cambios vuelven eléctrico el ambiente. Llevo la kipá y como


aparte. Tengo mi propia vajilla kosher. Preparo por mi cuenta mi comida de Sabbat a
base de charcutería y patatas fritas y, el sábado, cuando mi madre enciende la
televisión, dejo la habitación y me voy a mi cuarto. El martes y el viernes, me voy solo a
la sinagoga. A mis padres todo esto les parece mal. Un día, mi padre pega un puñetazo

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en la mesa gritando: « ¡No habrá un rabino en esta casa!». Mi madre se opone
también con firmeza a que me convierta en religioso. Es fuerte para ellos. De hecho,
practicando la Ley que ellos no viven, les muestro implícitamente cómo deberían
comportarse ellos. En cierta manera, eso invierte la relación normal, según la cual se
supone que son los padres los que tienen que enseñar a los hijos lo que conviene
hacer. Además, a menudo discuto violentamente con mi hermana mayor. Ella sale con
un «goy», un no judío. Yo la reprendo. Hablamos de política. Ella es de extrema
izquierda, hace teatro y se acerca ideológicamente a los movimientos pro palestinos.
Eso me vuelve loco. No acepto que vaya contra el pueblo judío. Imagine el lector el
ambiente.

Poco a poco he ido poniendo también distancia con mis compañeros, incluso
con y, mi mejor amigo. El verano de mis quince años, cuando aún no llevaba la kipá ni
comía kosher, fuimos juntos de vacaciones a Argelia. Tomamos el tren hasta Marsella,
y luego el barco. Nos acogió su hermana mayor, que vive en Argelia. Un día, viendo la
televisión en su casa, caímos por azar en un programa sobre el islam. Un francés
explicaba por qué se había hecho musulmán. Ese testimonio me afectó mucho. Tanto
que acabé leyendo el Corán, de la A a la Z, mucho antes de leer toda la Biblia, de la que
por entonces solo conocía pasajes. Al verano siguiente, estuvimos también juntos en
Ibiza, acompañados por nuestros hermanos mayores. Pero a pesar de todo, nos fuimos
alejando. Yo he comenzado a llevar la kipá, a no salir los viernes por la tarde ni el
sábado porque hacía Sabbat, a no comer en su casa porque comía kosher. La Ley judía
me ha separado de él. Pero también a él le sentó mal que me convirtiera en judío
religioso. Lo comprendo, es natural: tenemos la tendencia a relacionarnos con las
personas que comparten nuestros mismos valores. En el colegio judío, hice nuevos
amigos que tienen los mismos intereses que yo. Sin embargo, como es, y no como nos
gustaría que fuese. En todo caso, eso es lo que nos pide Jesús. Nos enseña a querer a
todos, incluso a los que no comparten nuestras ideas. Nos pide incluso ir más lejos y
amar a nuestros enemigos. San Pablo dirá: «Bendecid a los que os persiguen» (Ro 12,
14).

Me siento en todas partes como un pelo en la sopa. Vivo como en un


monasterio interior en medio de los demás. No es que no me gusten ya las relaciones
humanas, pero percibo que no tengo los mismos centros de interés que los demás. Mis
antiguos compañeros me hacen reproches: « ¡Ya no se puede hablar de fútbol
contigo!». En efecto, me gusta el fútbol, pero no es ya mi primera pasión. Lo que me
interesa es la Biblia, Israel, mi relación con Dios. No es algo que yo haya decidido, ha
surgido así sin más. Yo solamente he dicho sí a mi pasión por Jesús. Mi sueño es estar

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con Cristo. Es exactamente como en una gran historia de amor. No se piensa más que
en la persona de la que se está enamorado y se olvida a los amigos y a la familia. Y si la
familia se opone a este amor y se debe elegir, se elige a quien se ama. Lo único que le
digo a Jesús es que le amo. Es una relación exclusiva de un amante con su amado.
Como en el Cantar de los cantares. De pronto, no me tienta ir a una sala de fiestas a
flirtear con las chicas, como hacen mis compañeros y mi hermano. Las chicas... eso ya
vendrá más tarde.

¿Soy quizá un místico precoz? No lo sé. Descubro que Dios me ama y que yo le
amo. Por el momento es una relación bilateral. Más tarde comprenderé que Dios me
ama también a través de los demás. Cuando Dios se dirige a Saulo, le pregunta: « ¿Por
qué me persigues?». Sin embargo, Saulo no perseguía a Jesús directamente, perseguía
a los cristianos. Pero cuando se persigue a un hijo de Dios, es a Dios a quien se ataca.
Dios ha querido necesitarnos para expresar su amor. Lo que haces a cada uno, es a mí
a quien lo haces, dice. Pero en esta época, no había entendido aún eso.

De un lado está Jesús, y del otro, Israel. En el colegio, participo en un concurso


bíblico. El primer premio es un viaje a Israel. Estoy tan motivado que gano. Sin
embargo, mis padres se niegan a que vaya. Mi madre pone como pretexto que allí hay
guerra y es demasiado peligroso. No comprendo que ella me impida realizar este
sueño. Estoy triste.

A los dieciocho años, se termina mi escolaridad. Lo he pensado bien: si estoy


hasta ese punto atraído por Dios, más vale buscarlo en mi propia religión. No quiero
seguir una formación rabínica en Francia. Quiero ir a la misma fuente, a Tierra Santa.
Decido marchar a Israel. Al principio, mi madre no aprueba en absoluto mi plan. Sin
embargo, contra lo que cabría esperar, acaba por aceptar: ¿ha entendido quizá la
llamada sionista? Quizá está aliviada porque me voy de casa, donde mi compromiso
religioso genera tantas complicaciones. Como quiera que sea, es ella la que me regala
el billete de avión y arregla los gastos del primer año de mi estancia allí.

Es así como sacrifico por Israel el amor de Cristo. Permaneceré allí ocho años.
Al terminar el primero, solicito la nacionalidad israelí. Rechazo Francia. Israel es el país
de nosotros, los judíos. Estoy en plena búsqueda de mi identidad. Decididamente, no
comprendo cómo mi madre se ha quedado en Francia después de la guerra de 1940-
45. Para mí, los franceses eran colaboracionistas. Será mucho más tarde cuando
descubra que muchos cristianos y sacerdotes franceses salvaron a judíos, y también
franceses y francesas, sin ser cristianos.

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ISRAELÍ Y RABINO

Ya estoy en el avión rumbo a Israel. Corre el año 1982, y he cumplido ya


dieciocho. Parto con un programa sionista, Bnei-Akiva, que comprende tres años: un
primer año en un kibbutz, un segundo en una yeshiva y el tercero en el ejército. Somos
toda una banda de amigos y amigas del colegio y nos unimos a chicos y chicas judíos
que vienen de Marsella, de Lyon y de Bélgica. A nuestra llegada, pasamos un mes en el
Ulpán, en un pueblo que se llama Hadera, en el distrito de Haifa. El Ulpán es un
programa del Ministerio de Educación, que funciona desde la fundación del Estado de
Israel, y que se destina a los nuevos inmigrantes, e incluso a los turistas judíos.
Aprendemos rudimentos de hebreo, rezamos nuestras oraciones. Se nos pasea por
todo Israel para que conozcamos el país. En el curso del primer mes, me hago con
nuevos amigos que vienen de todos los países y flirteo con una judía inglesa. Sí,
también en Israel son muy apreciadas las inglesitas.

Luego partimos para el kibbutz. El nuestro está en pleno campo, cerca de la


frontera jordana. Tampoco está lejos del Jordán, donde Jesús fue bautizado, pero eso,
por supuesto, yo no lo sé todavía. A lo lejos se ven las montañas de Moab, descritas en
la Biblia. Somos una treintena de jóvenes, quince chicos y catorce chicas, y
compartimos la vida de las familias. Llevamos una vida bastante espartana, pero muy
libre, alegre y divertida. Nos coordinan dos monitores, un hombre y una mujer,
encargados de nuestras actividades y nuestra formación. Las mañanas se dedican al
estudio del hebreo, de la filosofía judía, de la Biblia y del Talmud. Rezamos nuestras
oraciones. A veces salimos de excursión. El resto del tiempo trabajo la tierra, y allí, en
los campos, se vuelve a despertar mi lado solitario y contemplativo. Debemos instalar
gruesas tuberías de riego a lo largo de los sembrados de zanahorias. Me gusta este
trabajo al aire libre porque me permite contemplar a Dios en estos paisajes increíbles.
A veces me detengo en medio del trabajo, sobre el tractor, y respiro a pleno pulmón
mirando a mí alrededor. Soy feliz como un niño. Regularmente, los demás me
interpelan: «Élie, Élie, ¿qué haces?». Sí, Élie, porque al llegar a Israel, he elegido un
nombre judío. He terminado con jean Marc. Al atardecer, continúa nuestra formación.
Nos hacen leer o ver en la televisión las noticias israelíes, aunque en los primeros
tiempos no entendemos nada. El objetivo es justamente familiarizarnos con la lengua,
y efectivamente aprendo hebreo muy rápidamente. Después charlamos de temas
religiosos o políticos. No estamos siempre de acuerdo. Por ejemplo, algunos piensan
que tendríamos que devolver los territorios, y otros que no. Entre nosotros hay
jóvenes de izquierda y de derecha, una buena mezcla. En lo que me concierne, me
identifico con el partido sionista de derecha, el Mav Dal.

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En el seno del kibbutz, tenemos cada uno una familia adoptiva a la que
podemos dirigirnos si necesitamos algo. La mujer de la pareja que me acoge es de
origen francés; el hombre viene de Rumanía. Voy de vez en cuando a tomar café con
ellos, o a compartir su comida en el comedor. Para la fiesta de Purim, muy movida, que
conmemora la salvación milagrosa de los judíos cuando estaban deportados en Persia,
episodio narrado en el libro de Esther, me disfrazo y bebo con el marido. Pero es con
mis compañeros con quienes paso la mayor parte del tiempo. Nos unen lazos de
amistad fraternal. En el trabajo y durante las horas de estudio, chicos y chicas están
juntos. Aunque nos alojamos en edificios separados, por la noche, hacemos batallas de
agua con las chicas o embadurnamos su dormitorio de dentífrico. El ambiente es
propio de colegiales. Disponemos de grandes espacios y de tiempo libre. Tengo una
amiguita, D, con la que me querría casar. Compartimos las mismas ideas políticas y nos
gustamos.

¿Y qué pasa con Cristo, piensas en Él? Estando rodeado de judíos, no pienso en
eso. Pero, como una pasión amorosa que se pretende olvidar y que se despierta a la
vuelta de la esquina, en cuanto algo la evoca de cerca o de lejos, vuelvo a pensar en
Jesús cuando vamos en peregrinación a Jerusalén. Mi atracción por Él permanece
intacta. Estoy como imantado pero trato de resistir. Es una sensación curiosa. Durante
este año en el kibbutz, nos paseamos mucho por el norte de Israel y, cada vez tengo
más ganas de entrar en los pueblos árabes de Galilea, porque sé que allí encontraré
cristianos.

Soy tan feliz en el kibbutz que planeo incluso pasar allí el resto de mi vida. Me
gusta esta vida comunitaria que me libera de toda preocupación material. Sin
embargo, mi objetivo es aprender mucho y dedicarme a enseñar. Por eso voy a ir a una
yeshiva, un centro de estudios de la Torá y del Talmud, mientras que algunos de mis
amigos van a participar en trabajos de interés público en ciudades de desarrollo.

EN LA ESCUELA DE LA TORÁ

Así es como, al cabo de un año, vuelvo a hacer el equipaje para instalarme esta
vez en las afueras de Hebrón, en Cisjordania, donde se encuentra la yeshiva sionista
religiosa de Kiryat Arba.

Uno de los primeros días, decido salir solo del yichuv, el asentamiento judío,
para ir a la tumba de los patriarcas, Abrahán, Isaac y Jacob, que se encuentra en la
ciudad de Hebrón. Disfruto de este paseo. A mi vuelta, para mi gran sorpresa, me

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llaman seriamente al orden. Me hacen comprender que he corrido un gran peligro por
ir solo, con mi kipá, a la ciudad de Hebrón atestada de árabes. Fui con total inocencia,
no tenía la menor idea del peligro. En lo sucesivo, cuando vamos a Hebrón, lo hacemos
siempre acompañados por hombres armados. Veo a los musulmanes en las calles, pero
no tengo ningún contacto con ellos. Los palestinos, para mí son solo una noción.
Durante este primer año en la yeshiva, oigo los aviones que nos sobrevuelan, oigo
también hablar de la guerra del Líbano, pero no me intereso verdaderamente. El
estudio de la Torá me absorbe completamente. En todo caso, no he roto con mi amiga
D, seguimos estando «juntos», como suele decirse. Nos vemos cuando podemos, nos
llamamos por teléfono.

El ambiente en la yeshiva no es en absoluto el del kibbutz. En efecto, la relación


con los demás estudiantes, jóvenes y menos jóvenes, pasa únicamente por el estudio
de la Torá. La atmósfera es, a pesar de todo, muy afectuosa. El responsable de la
yeshiva, de origen americano, es muy acogedor. Regularmente, vamos a comer con
familias israelíes del asentamiento y me impresiona la ayuda mutua que reina entre
ellas. El espíritu de solidaridad es fuerte. Francia me parece ya muy lejana. Con mis
compañeros, no suelo hablar de eso. Implícitamente, todos hemos optado por
instalarnos en Israel.

EN LA ESCUELA DE LOS PARACAS

Como ya dije, al terminar mi estancia en el kibbutz, solicité la nacionalidad


israelí. Después de un año en la yeshiva, es el momento de cumplir con mis
obligaciones cívicas. Vaya hacer el servicio militar, en los paracaidistas, como soldado
raso. Y allí, perdonadme la expresión, es como estar en galeras. Me doy cuenta de que
hasta aquí he vivido en un capullo de seda.

Comenzamos por seis meses de instrucción. Se nos enfrenta a todo tipo de


situaciones, más comprometidas unas que otras. Se duerme por la noche en el suelo
bajo la lluvia. Se marcha sin detenerse desde las seis de la tarde a las seis de la
mañana. Nos despiertan en plena noche para salir a correr y, a la vuelta, nos duchamos
a oscuras. Se aprende a correr por la arena cargados con el equipo. Los oficiales corren
con nosotros, incluso van por delante, y nos enseñan a desarrollar una voluntad
increíble. Gracias a ellos, descubro los recursos psicológicos insospechados que soy
capaz de desplegar, hasta tal punto que, durante largos meses, ni una sola vez temo no
estar a la altura. De hecho, lo único de lo que tengo miedo es de no comprender las

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órdenes, porque los oficiales hablan a toda velocidad y el hebreo no es mi lengua
nativa. Este entrenamiento forja la voluntad y consolida las amistades. Por primera
vez, conozco a israelíes no religiosos. Ante las dificultades, somos un solo cuerpo.

Al terminar la instrucción, en el mes de diciembre, nos envían a Belén para


vigilar la misa de medianoche. En esta época, Belén está bajo la autoridad de Israel que
debe, en consecuencia, garantizar la seguridad. Llegamos tres días antes para registrar
el zoco. Detenemos algunos árabes. No es precisamente el ambiente de Navidad que
he conocido en mi infancia. Pero al ver Belén, con sus adornos navideños, me quedo
maravillado, en éxtasis, y empiezo a sentir de nuevo el deseo de ser cristiano. Durante
la misa, estamos apostados en los tejados, con los uniformes de combate del Tsahal,
con las armas a punto. Y yo, en el corazón de la noche, observo allá abajo la basílica
donde se celebra la misa de Navidad. Me cuesta mucho concentrarme en mi misión.
Solo tengo un deseo: dejar el fusil y encontrarme con todos estos cristianos, vivir con
ellos la misa de Navidad. Soy consciente de que este deseo no es nada razonable,
¡pero es tan fuerte y tan difícil de vencer!

Al día siguiente por la tarde, al volver a la base, estoy aún trastornado por las
fuertes emociones que me han asaltado en Belén. Sin embargo, el contexto es aquí
muy diferente y me pongo rápidamente a pensar en otra cosa. Ahora que ha
terminado la instrucción, las relaciones con los oficiales comienzan a cambiar. ¡Nos
pisan mucho menos los pies! De hecho, su autoridad se hace casi paternal y se
establecen verdaderas relaciones humanas. Por otra parte, discutiendo con mi
sargento, he sabido que es hermano de la joven inglesa con la que salí en el Ulpán,
hace dos años. ¡Qué coincidencia!

Nos queda ahora seguir tres meses de entrenamiento intensivo para


prepararnos a la guerra. Estamos en 1984, el Líbano nos espera. Nos entrenamos bajo
fuego real en un escenario de guerra simulado, con frecuencia en plena noche, para
mayor dificultad. Soldados israelíes están desplegados por todas partes, delante y
detrás. Los maniquíes que representan al enemigo y sobre los que tenemos que
disparar quedan en medio. Se pone interés en comprender bien las órdenes del jefe
para no matar a un compañero. Un entrenamiento particularmente riguroso va a
marcarme durante largo tiempo. Pasamos toda una noche en la meseta del Golán, al
norte de Israel, en la frontera siria, esperando la orden de atacar. Hiela, y nos
turnamos para dormir. Finalmente, el ejercicio militar no comenzará hasta la mañana
siguiente.

En el curso de estos largos meses pasados en el ejército, llevo siempre la kipá


debajo del casco. El ejército nos deja tiempo para rezar y, en general, se nos da

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permiso para el Sabbat. Cuando estamos de guardia ese día, no tenemos
entrenamiento. En cambio, debemos llevar las armas, aunque el día de Sabbat no se
deba transportar nada. Tenemos también una comida especial de Sabbat. En Israel, es
un día aparte, incluso para los que no son religiosos.

Llega la primavera. Según lo previsto, partimos en camión militar para el norte


de Israel, la región de la Galilea histórica, muy cerca de las fronteras libanesa y siria
(que es aún hoy el objetivo normal de los cohetes de Hezbolá). Otro camión nos lleva a
un campamento situado en la frontera. Cuanto más nos acercamos, más siento cómo
crece y me invade la angustia. No me siento bien. Estoy tomando realmente conciencia
de que voy a la guerra, que quizá voy a matar hombres o a morir. Imágenes de mi
familia vienen a mi memoria. ¿Es que lamento algo? No, verdaderamente nada. Ni
siquiera rezo. Siento de pronto en mí una gran determinación. Hay que ir, y voy.

Estaré dos meses en el Líbano. Dos meses que transcurren finalmente


bastante bien. Buscamos terroristas y tomamos al asalto casas de pastores en los
campos. Gracias a Dios, no hemos necesitado disparar. Por lo demás, al llegar a los
pueblos del sur del Líbano, somos recibidos como héroes. La población nos aplaude.
Como estamos buscando armas escondidas en las casas, entramos en viviendas de
familias cristianas que nos ofrecen té. Y allí, es increíble, ver sus iconos me golpea.
Tengo unas ganas enormes de hablar con los habitantes para compartir con ellos mi
atracción por Cristo. Pero es imposible, porque no tengo derecho a abrir la boca. Solo
habla el coronel.

El 10 de junio de 1985, el día de mi cumpleaños, dejamos el Líbano. Pero,


mientras estamos acuartelados en el norte, la situación se crispa. Han penetrado
terroristas en Israel. Partimos para tenderles una emboscada. En el camión al que
subimos la radio está encendida y podemos oír el bombardeo de los tanques. Esta vez
me pongo a rezar. Nunca me he sentido tan cerca de la muerte. Me vienen recuerdos
de la infancia y rezo con todas mis fuerzas. Cuando bajamos del camión, al ver al
coronel marchar delante de nosotros, ya no pienso en nada, le sigo. Ya no tengo
miedo. Ver a un oficial abrir la marcha da confianza, da alas. Tendemos la emboscada
durante la noche. Por turnos, con gemelos de infrarrojos, barremos el terreno con la
mirada intentando descubrir a los terroristas. Esa misma noche serán capturados por
un grupo distinto del nuestro.

Al terminar el año de mi servicio militar, mis oficiales me proponen firmar para


hacerme profesional y ascender. Nunca había pensado mi porvenir de esta forma, pero
no digo que no enseguida. Me tomo un tiempo de reflexión y repaso los momentos

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intensos vividos en el ejército. Nunca olvidaré estos meses, sobre todo por las
relaciones tan fuertes que anudé. He aprendido aquí que, en las circunstancias
extremas, ya no hay conflictos religiosos o políticos. Todo lo que separa a los seres
humanos desaparece. Cada persona es importante. Nos sostenemos unos a otros. No
olvidaré jamás lo que pasó en un campo minado en el Líbano. Un soldado de mi
escuadrón que marchaba delante pisó una mina. Enseguida el médico se metió en el
campo para socorrerle, sin pensar ni un segundo en el peligro al que se exponía. Me
quedé estupefacto. Un hombre se precipita para salvar a otro despreciando
completamente su propia vida. El ser humano es capaz también de eso. Me lo
enseñaron estos meses de guerra.

Antes de volver a la yeshiva decidí tomar unas semanas de vacaciones. Pero no


tengo ningunas ganas de volver a Francia. Conforme pasa el tiempo, me parece que ya
no tengo nada que hacer allí. Mi hermano pequeño acaba de venir a visitarme. ¡Qué
alegría verle después de todo este tiempo! Viajamos desde Tiberiades hasta Eilat.
Luego, como no tengo casa ni familia, me vuelvo al kibbutz con él. Trabajamos allí
algún tiempo y luego nos vamos a la costa, a Tel-Aviv. Es de veras agradable, después
de un año en el ejército, volver a vestirse con un short y una camiseta.

Durante todo este año, mi amiga D ha vivido en Jerusalén para aprender el


japonés. Cuando se fue mi hermano, nos hemos vuelto a ver. Poco después decidió
irse a vivir en «los territorios» porque los alquileres allí son más baratos. Seguiremos
en contacto telefónico durante un año. Pero en el momento en que voy a entrar en el
mundo religioso ultraortodoxo, nuestra historia se acaba.

JUDÍO ULTRAORTODOXO

Al terminar mi servicio militar, finaliza el programa de tres años. Tengo que


elegir entre volver o no a Francia. A decir verdad, mi decisión hace ya tiempo que está
tomada. Me quedo en Israel. En un primer momento, vuelvo a mi yeshiva de sionistas
religiosos, en Kiryat Arbat. Pero bien pronto me doy cuenta que mi sitio ya no está allí.
En efecto, quiero algo más espiritual, quiero acercarme más a Dios.

Al año siguiente, en 1986, vuelvo a Francia para pasar allí el verano. En París
conozco a un dentista que se convierte rápidamente en un amigo. Es un judío
ultraortodoxo. Charlamos mucho, y me hace descubrir esta espiritualidad. Me lleva
incluso a seguir las clases de un rabino. Estoy verdaderamente interesado por esta
nueva vía. Hasta el punto de que, al volver a mi yeshiva, ya no estoy de acuerdo con las

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ideas que allí se sostienen. Comienzo a poner en cuestión el ideal sionista. Por otra
parte, ya no hablo de Israel sino de Heretz, que quiere decir la Tierra o la Tierra Santa,
Heretz Akodesh. Mi apariencia también cambia: ya no me visto con vaqueros y
camisas, sino con pantalón negro, camisa blanca, chaqueta y sombrero. Llevando estas
ropas diferentes, intento marcar una ruptura para entrar en un modo de vida más
radicalmente centrado en Dios.

Sin hablar del asunto a nadie, me pongo a buscar un kibburz o un moshav


ultraortodoxo. Para eso, viajo por el país en cuanto tengo ocasión. Mi obstinación da
resultado: en el mes de diciembre, durante las fiestas de Hanucá, acabo por encontrar
un moshav. Se trata de una colectividad donde cada uno tiene una casa y trabaja, ya
sea allí mismo -en la agricultura, la viña o la ganadería- o en el exterior. El dinero
ganado se distribuye entre las familias según sus necesidades. Voy y hablo con el
responsable. Por desgracia, me explica que es invierno y que no hay trabajo para mí,
Mi decepción no va a durar, porque me indica una yeshiva ultraortodoxa en Israel, en
Bnei Brak. Me instalo allí desde principios de 1987.

Algunas precisiones sobre la diferencia entre los sionistas religiosos y los


ultraortodoxos. El movimiento sionista religioso, fundado por Rav Kook, que venía de
Rusia, quería crear un Estado judío religioso en Israel. Los ultraortodoxos no eran
partidarios de un Estado judío ni de la reconquista de Israel por la fuerza. Pensaban
que Dios había puesto al pueblo judío en el exilio a causa de sus pecados, y que les
devolvería a la Tierra Santa con el Mesías. Se oponían a utilizar la violencia para
conquistar los territorios. En su origen, no deseaban implicarse en la sociedad, ni en la
vida política, ni en el ejército. Hoy, sin embargo, tienen dos partidos en la Knesset -«La
bandera de la Torá», para los ultraortodoxos asquenazíes y el «Shass», para los
ultraortodoxos sefardíes- no tanto para mezclarse en los asuntos del Estado como para
defender su especificidad. Tienen, en efecto, un estatuto aparte y viven en autarquía.
Su modo de vida es bastante radical: no se dedican más que a Dios. No tienen
televisión.

En Bnei Brak, vivimos como monjes. Soy interno y estudio toda la jornada. Entre
los judíos el estudio es un fin en sí mismo. Se estudia para estudiar, porque estudiando
se santifica y se protege al pueblo hebreo, y a través de él, se salva y se protege el
mundo. La jornada comienza a las siete con las oraciones. Luego, empezamos a
estudiar hasta la tarde. Por la mañana, el estudio se divide en tres tiempos. Primero
nos ponemos de dos en dos, uno frente a otro, y se estudia un tema a través de un
texto del Talmud. A continuación el rabino da su clase. Es una clase magistral, pero si
uno de nosotros no está de acuerdo, puede contradecirle, interrumpirle en plena

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conferencia y provocar una discusión (algo impensable en la mentalidad francesa). A
este propósito, hay un adagio judío que dice: «He aprendido de mis maestros, mucho
de mis amigos, y todavía más de mis alumnos». Al final, volvemos a sentarnos de dos
en dos y examinamos de nuevo el texto confrontándolo con lo que ha dicho el rabino.
De esta manera, lo revisamos y nos lo aprendemos. La primera hora de la tarde es más
relajada: leemos el Talmud, solos o de dos en dos, rápidamente. Al atardecer,
finalmente, estudiamos el libro de un gran autor, como Maimónides o Nahmanides.

Aquí, profundizando en el Talmud, voy a hacer un descubrimiento espantoso


que va a torturarme interiormente durante años, incluso después de mi bautismo. Me
doy cuenta de que en varios pasajes del Talmud, se trata de Jesús. Cada vez, mi
corazón se pone a latir más fuerte y mi atención se crispa. Y allí, es asombroso: Jesús,
mi Amado, a quien me dirijo en secreto desde mi infancia, a ese Jesús... le llama
blasfemo. Peor aún, descubro que está prohibido pronunciar su nombre. El Talmud es
la enseñanza de los sabios de Israel, y los sabios de Israel tienen una autoridad
absoluta; ¿cómo puedo poner en duda lo que está escrito? ¡No tengo ese derecho!
Imaginad la violencia del combate interior que se opera en mí. Y la cosa no para ahí:
veo que la historia de Jesús y de María, tal como la presenta el Talmud, no tiene nada
que ver con la historia contada en los Evangelios y que yo he leído en la adolescencia. Y
no se trata solo de una divergencia de puntos de vista. Es claro que uno de los dos
miente en su modo de contar los hechos.

Desde la yeshiva, veo la iglesia de Jaffa, que está coronada por un crucifijo. Y en
cuanto veo una cruz, no hay nada que hacer, eso recomienza. Estoy literalmente
cautivado. Y sin embargo, lucho. Trato de resistir con todas mis fuerzas, de razonar.
Me repito que este deseo es impuro y que 10 suscita el demonio para hacerme caer.
Pero esta atracción por la cruz es más fuerte que yo. Sufro, estoy atormentado por la
culpa y los remordimientos.

Para los judíos religiosos, Jesús es el «diablo». Por eso soy bastante escéptico
en cuanto a la sinceridad del diálogo judeocristiano tal como se practica (aunque en el
fondo pueda ser bastante rico). En todo caso, puedo decir que en esta época en que
soy judío ortodoxo, perdonadme la expresión, no tengo nada que hablar con los
cristianos. Es cierto que es mejor dialogar que pegarse. Pero si se habla sin mencionar
10 que enfada, eso no sirve para nada. En el diálogo cada uno, cristiano o judío, debe
asumir 10 que cree y no disimularlo para complacer al otro. Si los cristianos tienen
miedo de hablar de Jesús, no hay diálogo. Cada parte debe respetar a la otra tal como
es y lo que cree, pero sin avergonzarse de hablar de lo que vive. Pero ya hablaré de eso
en otro libro.

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Aunque entré en los ultraortodoxos para acercarme más a Dios, en realidad
estábamos tan absortos en el estudio que perdí la relación espontánea que mantenía
con Él. Solo cuando salgo a la calle me pongo a hablarle. El estudio es bueno, pero hay
que considerarlo como lo hacía santo Tomás de Aquino: cada vez que tropezaba con
un problema teológico, se iba a visitar al Santísimo Sacramento, dejaba de pensar, se
ponía en la presencia real de Dios y le pedía que le explicase 10 que no comprendía. Al
final de su vida, santo Tomás vivió una fuerte experiencia mística en la que Jesús le
dijo: «Has hablado bien de mí, Tomás». Pero santo Tomás decía luego que, comparado
con esta experiencia directa que había tenido de Dios, todo lo que había escrito, su
Suma teológica, no era más que paja. Los estudios no tienen otro fin que conducirnos a
Dios, a conocerle mejor para amarle mejor y amar mejor a sus criaturas.

Por otra parte, las oraciones judías están tan codificadas que no hay lugar para
la oración espontánea -salvo intercalada en las diecinueve bendiciones, la oración
central de la liturgia judía-o Aunque las Escrituras judías rebosan de textos que hablan
de meditación, en realidad se practica muy poco. De todos modos, la meditación no es
por sí misma oración, no es diálogo interior con Dios. En la oración, nuestra alma se
dirige a Él libremente y Él nos habla (aunque no siempre de modo explícito). Lo que se
llama oración en el mundo católico no existe en el mundo judío. No hay relación filial,
nada de corazón a corazón con Dios. Un judío no podría decir lo que un campesino al
Cura de Ars a propósito de su oración: «Yo le miro y él me mira». Conozco una
excepción, los judíos Breslev, que salen al bosque a media noche para hablar con Dios.
Pero los Breslev están marginados, aunque su fundador, el rabino Nahman (1772-
1810), es apreciado.

A la edad de 23 años, al acercarse el final de mis estudios, comienzo a sentir el


deseo de fundar una familia. Hay que saber que, en el judaísmo, el hombre no puede
santificarse sin el matrimonio. Es la única vocación religiosa posible. El matrimonio,
fundado sobre la Ley dada por Dios a Moisés, está regulado en sus detalles. En un
primer momento, el rabino organiza un sidur para poner en relación a dos jóvenes que
quieran casarse (antes ellos le han dado algunos criterios de preselección). El
encuentro tiene sus reglas: no se tiene derecho a encontrarse a solas ni a tocarse, ni
siquiera un apretón de manos. Así, uno de los rabinos de mi yeshiva, con quien me
entiendo, toma contacto con el director de un seminario de muchachas ultraortodoxas
y, poco tiempo después, me invitan a un apartamento de un matrimonio de Jerusalén,
donde me espera la chica. Nos sentamos en el salón para charlar, mientras la pareja
está en la habitación de al lado. Hablamos de nuestros estudios, de nuestros proyectos
de familia, de nuestras motivaciones. Todo eso es muy interesante, pero ella no me

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atrae. Es demasiado pequeña, un poco regordeta, en fin, ¡no es mi tipo! Nos decimos
hasta la vista y hago un informe a mi rabino. Él se pone a buscar otra muchacha y
organiza un segundo encuentro. Desgraciadamente, esta vez soy yo el que no gusta a
la chica.

Durante los dos años -o casi- que he pasado en la yeshiva ultraortodoxa, he


conseguido escapar al mes anual de servicio militar obligatorio en Israel, el miluim. Sin
embargo, eso no ha durado, las autoridades militares acabaron por descubrirme. Es
una de las razones por las que mi rabino decidió enviarme a Francia. En efecto, los
ultraortodoxos no quieren servir en el ejército. Consideran que el estudio de la Torá, al
que dedican su vida, protege a los militares. Es el principio del reparto de tareas. En
1948 hubo un acuerdo a este respecto entre el gran rabino ultraortodoxo, Hazon Ich, y
el primer ministro Ben Gurión, que vuelve a discutirse en nuestros días.

Estamos en 1989. He terminado cinco años de formación a tiempo completo, sin


contar la de mi año en el kibbutz. Está previsto que continúe mi formación rabínica en
Francia, durante un año aún, en Aix-les-Bains, Al salir de Israel, no tengo ningún
diploma universitario (pues la yeshiva no es una universidad) pero llevo un certificado
firmado por tres rabinos. En el judaísmo, la autoridad de un tribunal se reconoce
cuando está formado por tres personas. Un diploma otorgado por tres rabinos
ultraortodoxos es en consecuencia jurídicamente válido. Este certificado me permite
ser rabino. En efecto, en Francia, para ejercer esta función es necesario un diploma del
Consistorio y el Estado francés, o una certificación obtenida de los ultraortodoxos o los
lubavitchs, cuya enseñanza se considera porque es muy rigurosa y profunda. Puedo
igualmente enseñar en los centros del Consistorio, así como en las comunidades
ultraortodoxas y lubavitchs. Los judíos reformistas, los liberales y los mizrahi tienen
otros centros.

DE VUELTA EN FRANCIA CON BARBA Y SOMBRERO

¡Qué decepción! Proyectaba pasar toda la vida en Israel, y aquí estoy


embarcado a mi pesar en un avión con destino a París. Con todo, intento ver el lado
bueno de las cosas. Estoy contento de tener en el bolsillo este certificado que valida la
primera parte de mi formación rabínica. Gracias a él, voy por fin a poder enseñar, y eso
es lo que cuenta.

Al llegar a París, voy en primer lugar a casa de mis padres. Y allí, ¡es el choque
de las culturas! Imaginad: me fui de casa vestido como un adolescente y vuelvo con

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sombrero, barba, traje oscuro y camisa blanca. Si en Israel eso no llama la atención de
la gente, en la Courneuve en cambio no pasa inadvertido. Me niego a besar a mis
hermanas. En efecto, los ultraortodoxos no besan a las mujeres, salvo a su esposa, y no
en público. Tengo la impresión de ser un extraterrestre. Explico a mis padres que
quiero ir a Aix-les-Bains, a una escuela rabínica de fama, con el fin de proseguir mis
estudios. Si ya estaban reticentes con la idea de que fuese rabino, y rabino
ultraortodoxo además, esto cae como un mazazo. Mi hermano mayor está alucinado.
No me siento a gusto y no me quedo más que unos días. Con el tiempo, veo que hay
una forma de integrismo laico en Francia. El laico no acepta que alguien pueda tener
otras motivaciones en su vida que las suyas. Es verdad que tampoco yo respetaré la
elección de mi hermana cuando se case con un armenio, y ella me lo reprochará
mucho, y la comprendo. No soportaré que se case con un no judío. Mi madre tampoco,
y para justificar su oposición a este matrimonio recordará que su suegra (la madre de
mi padre) se opuso también al matrimonio de su hijo (el tío al que fuimos a visitar
cuando yo era niño) con una católica española, antes de aceptarlo mucho más tarde.

Al llegar a casa de mis padres, no encontré mi habitación con vistas al Sacré-


Coeur, En efecto, el bloque de apartamentos en que viví fue demolido mientras me
encontraba en Israel, y mi familia cambió de casa. Al día siguiente, yendo a París para
dar una clase, lo veo de lejos al llegar a la Gare du Nord. Pero lo miro como quien ve
una postal. Hay una barrera entre nosotros.

Según lo previsto, acudo a la yeshiva de Aix-les-Bains, una de las principales


academias talmúdicas de Francia. Allí, vivo en un ghetto. Una vez, hacia medianoche,
en la sala de estudio, cuando estoy leyendo un texto de un rabino lubavitch, lectura
reprobada por los ultraortodoxos, uno de los responsables que ha visto luz entra y me
mira con desconfianza:

-¿Tú eres lubavitch?

-No... Pero ¡se puede leer un comentario escrito por un rabino lubavitch sin ser
lubavitch!

-Mmm...

Eso no parece gustarle. A decir verdad, esta teología científica mística, incluso
esta filosofía, me interesa cada vez más. Ya cuando estaba en Bnei Brak, en Israel, leí a
escondidas el Tanya, un tratado místico cuya lectura está categóricamente prohibida
por los ultraortodoxos. No me siento libre en la yeshiva de Aixles-Bains. Me dan a

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entender que si sigo por este camino, no podré continuar mis estudios ni encontrar
mujer. Un día, me encuentro con un rabino que dejó esa yeshiva para crear un centro
de estudios lubavitch en la región de París. Me aconseja que me case y que vaya a
verle.

JUDÍO LUBAVITCH

Es así como, siguiendo sus consejos, dejo la yeshiva de AixIes-Bains, después de


unos meses, para instalarme en Grenoble. Allí enseño en una escuela en la que el
director y la directora son lubavitchs. Por la tarde doy conferencias para adultos.
También ayudo al rabino titular de la sinagoga -algo así como un sacerdote coadjutor
ayuda al párroco titular-. En efecto, gracias a mi función rabínica y al certificado de mi
yeshiva, puedo suplirle en la liturgia, la lectura de la Torá, etc. Soy consciente de que
ser rabino no es más que una función, y no corresponde forzosamente a una llamada
de Dios. No es lo mismo que en el sacerdocio católico. Esta toma de conciencia tendrá
su importancia en la decisión que tomaré más tarde de instalarme en los suburbios
parisienses y no en la provincia, a fin de ser rabino en una sinagoga. En esta época, me
lanzo al estudio asiduo de la mística judía. Sin duda, Dios prepara el terreno para que
renazca mi relación íntima con Jesús.

Un día me invitan a la entronización del rabino consistorial de Grenoble por


parte del gran rabino de Francia de la época. Todas las personalidades religiosas de la
ciudad están convidadas, incluido el pastor y un cura. Durante la ceremonia, intento
fijar la atención sobre lo que dice el rabino, pero no lo consigo. Estoy completamente
obnubilado por el cura que lleva cuello romano. No veo a nadie más que a él y solo
tengo una obsesión: hablar con él. Evidentemente, con mi larga barba y mi sombrero,
no me atrevo a ir a su encuentro. Una vez más vivo un verdadero desgarro, una lucha
entre el deseo profundo de mi corazón, que no controlo, y mi razón que se esfuerza
por imponerse. Salgo de esta ceremonia enormemente frustrado. Tengo el
sentimiento de vivir una tragedia peor que la de Romeo y Julieta. Mientras que se
supone que debo detestar a Cristo, que es un objeto de escándalo para mi pueblo, no
puedo evitar amarle.

Me entiendo bien con el director y su mujer. Pasamos juntos muy buenos


ratos. Para la fiesta de la Hanucá, en el mes de diciembre, me envían a las estaciones
de esquí para «evangelizar» a los judíos. El método es el siguiente: marchamos de dos
en dos intentando descubrir a los judíos. Luego, les abordamos preguntándoles si han
encendido ya las velas de la Hanucá. Si su respuesta es negativa, se les entregan.

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Somos verdaderamente bien acogidos por la gente y vivimos momentos magníficos.
Sin embargo, una vez más, los adornos de Navidad de estos pueblecitos de montaña
no me dejan indiferente. Despiertan cada vez más mi atracción por Jesús y mi
culpabilidad.

Por lo demás, cada vez que me paseo por la ciudad de Grenoble, con sus calles
peatonales y sus iglesias, me siento invadido de amor por Cristo. Un deseo irrefrenable
de entrar en una iglesia se apodera de mí, como en mi infancia. En el momento no
tengo mala conciencia. Pero antes y después, lo que estoy viviendo interiormente es
terrible. Finalmente, nunca paso al acto, no a causa de la gran culpabilidad que siento,
sino porque tengo mucho miedo de ser visto por mis correligionarios. En efecto, si un
cristiano entra en una sinagoga, ningún otro cristiano se lo reprochará. En cambio,
según la ley judía, está formalmente prohibido entrar en una iglesia.

ENCUENTRO A MI MUJER

Como ya he explicado, en la comunidad judía, la santidad pasa por el


matrimonio. En consecuencia, cuando ven a jóvenes que no están casados, los judíos
organizan encuentros: es el famoso sidur. Preguntan antes a los jóvenes por el perfil
que les interesa, también en lo que respecta al físico: ¡es muy pragmático! Luego
consultan su fichero y ponen en relación a las personas que coinciden en sus
demandas. ¡Atención, eso no compromete a nada! No hay matrimonios forzados.
Incluso las chicas pueden continuar sus estudios, si lo prefieren, antes de casarse.
Como los dos sidurs que han organizado para mí en Israel no me han permitido
encontrar la que sea mi mujer, persisto y pido esta vez al director de la escuela donde
enseño en Grenoble que se ocupe de encontrarme una esposa.

La joven que ha seleccionado para mí es lubavitch, originaria de una familia


sefardí de Lyon. Trabajaba antes como institutriz de educación infantil en esta escuela
de Grenoble, pero cuando yo llegué, ella había ido a estudiar en un seminario para
mujeres en la región de París. Nuestra primera toma de contacto se hizo por teléfono,
luego nos llamamos una vez por semana. Después, como la corriente circula bien entre
nosotros, decidimos encontrarnos durante las vacaciones escolares. Y es así como
comenzamos a quedar regularmente en un café, siempre en público. En el curso de
estos encuentros, hablamos de nuestros proyectos. Eso va a durar así todo un año, y
en ese tiempo podemos reflexionar. En fin, decidimos casarnos.

La feliz elegida se llama Martine. Me gusta mucho y compartimos las mismas


ideas. Tenemos los dos la misma pasión por los textos místicos del pensamiento

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hasídico. Además, ella está de acuerdo en que continúe estudiando, como yo deseaba.
Y sobre todo, los dos tenemos ganas de fundar una gran familia. Siempre he querido
tener hijos. Y las familias israelíes tan cordiales que he conocido durante mis estudios
en Israel han reforzado en mí ese deseo. Me han dejado entrever también una manera
de vivir en familia muy diferente de la que conocí siendo niño. En efecto, entre los
ultraortodoxos y los lubavitchs, que no tienen televisión, la familia está centrada en la
vida con Dios. El padre pregunta a sus hijos: « ¿Has entendido esta palabra de Dios?
¿Qué tal esta semana con tus amigos?». En la mesa, se habla sobre el modo en que se
vive la religión, el día a día, y sobre las cosas de la vida cotidiana. Eso no tiene nada
que ver con lo que yo he conocido en casa de mis padres. No se hablaba más que de
temas exteriores, de política, de guerras, de fútbol.

Para celebrar nuestro noviazgo, el director de la escuela de Martine querría


organizar una fiesta con sus compañeros y los alumnos. Pero, la costumbre es que el
compromiso se celebre en casa del novio, por eso mi madre se empeña decididamente
en organizar la recepción en su casa. Como está un poco contrariada, Martine le
pregunta si puede invitar a compañeros y amigos. Mi madre le responde: «No, prefiero
que no: puede resultar muy ruidoso... ». A mí me parece que sencillamente no quiere
un desembarco de lubavitchs en su casa. Al final, nuestros esponsales tienen lugar en
dos tiempos, a primera hora de la tarde en casa de mis padres con la familia y algunos
amigos íntimos, y al atardecer en la escuela de mi mujer.

Creo que en el fondo mi madre me reprocha. No ha aceptado que me fuese a


Israel contra su voluntad. Por otra parte, mis padres nunca fueron a verme cuando
estaba allí, diciendo que no tenían dinero para el viaje. Sin embargo, fueron a visitar a
mi hermano a las Canarias. Más tarde, mis hermanos y hermanas me reprocharán el
haberme apartado de la familia y haberme mostrado desagradecido con mi madre,
después de todo lo que hizo por mí cuando era niño. Quizá mi madre no fuera tierna,
pero era posesiva. Es triste, pero mis relaciones con ella estaban lejos de ser serenas.
Sea como fuere, como yo estaba ya fuera de su influencia desde el día en que tomé la
decisión de hacerme religioso e instalarme en Israel, su desacuerdo con mi mujer no
incidirá en nuestro matrimonio, como suele suceder a veces.

Llega el día de nuestra boda. Estamos en el mes de julio de 1990, tengo 26


años. Para la fiesta, hemos alquilado el hall de una escuela. En efecto, como me gusta
mucho bailar, hemos contratado una orquesta y eso requiere una gran sala. La
ceremonia tiene lugar en el patio. Nuestras familias y nuestros amigos están todos
reunidos allí. Según la tradición, mientras el rabino pronuncia las siete bendiciones
rituales, Martine y yo estamos bajo la hupa, el palio nupcial. Después comienza la

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fiesta. Un gran paño separa la sala en dos partes, pues hombres y mujeres no deben
mezclarse, por razones de pudor. La orquesta toca exclusivamente música judía
religiosa, oriental o hasídica, y bailamos hasta las dos de la madrugada. Es una fiesta
muy alegre. Mi padre y mis hermanos, mis primos y mis tíos, que nunca han visto una
boda como esta, parecen encantados.

Unas palabras sobre la música. En el universo judío, no hay un espacio y un


tiempo para las cosas profanas y otro para Dios. Cada instante se vive con Dios. Por
eso, cuando me hice ortodoxo, ya no escuché más que música religiosa. Felizmente,
hay música judía para todos los gustos, para todos los estados de humor y para todos
los momentos de la vida.

El director de mi yeshiva ultraortodoxa de Bnei Brak acudió a nuestra boda.


¡Desde Israel! Sin embargo, no ve con buenos ojos que me case con una lubavitch. Un
par de palabras sobre lo que distingue y separa a los ultraortodoxos de los lubavitchs.
Estos últimos pertenecen a una corriente del judaísmo surgida de la escuela filosófica
hasídica. El fundador de esta corriente, nacido en Rusia a mediados del siglo XVIII, Baal
Chem Tov, quería hacer accesible a todo el mundo, incluso a los más modestos, la
mística judía reservada hasta entonces a los iniciados. Él y sus discípulos pusieron al
alcance de la razón las nociones desarrolladas por la Kábala en el Zohar, la gran obra
de exegesis mística de la Torá -la verdadera mística judía, no la de New Age que se nos
despacha ahora. En lo que concierne a la práctica de la Ley, ultraortodoxos y lubavitchs
tienen la misma doctrina. Pero los ultraortodoxos están más centrados en la moral.
Destacan los textos en que se dice lo que hay que hacer o no hacer, donde se insiste en
el peligro del mal, en el temor de Dios. Según ellos, nadie debe interesarse por la
mística antes de los 40 años. Los textos hasídicos intentan pensar el misterio de Dios a
través de su creación, el ser humano y las Escrituras. Están centrados sobre el asombro
ante la grandeza de Dios que ha creado el mundo de la nada. Se meditan frases de las
Escrituras como esta: «La palabra de Dios está constantemente en los cielos». ¿Qué
significa eso? Esta pregunta suscita un estado meditativo pero no es aún el diálogo con
Dios de la oración cristiana, como ya subrayé antes. En realidad, los lubavitchs que he
conocido no eran especialmente místicos. Pero en aquel momento yo descubría un
mundo intelectual fascinante.

EN GALILEA

Durante los dos primeros años de nuestro matrimonio, según lo acordado con
Martine, vuelvo a los estudios rabínicos en una yeshiva lubavitch que se encuentra en

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Essonne. Más tarde, como deseo profundizar aún más en mi conocimiento de la
mística judía, decidimos regresar a Israel-más bien, soy yo el que regresa a Israel, pues
mi mujer nunca ha vivido allí antes-o Nos instalamos en Safed, el gran centro de
estudios en la tradición kabalista acerca de los textos de los primeros siglos de nuestra
era. Es una ciudad situada en las montañas, al norte del país, en Galilea. Alquilamos un
pabellón que da sobre el lago de Tiberiades. ¡Es magnífico! Estudio en un Kollel, una
escuela rabínica para casados. Mi mujer está inscrita en el programa Ulpán para
aprender hebreo y descubrir el país. Con frecuencia vamos los dos a Haifa, para
bañarnos en una playa salvaje desconocida por los turistas.

Todo va muy bien hasta el día en que el ejército me encuentra. Es el lado KGB de
Israel. Un día, recibo un requerimiento para cumplir el famoso miluim, del que escapé
al marcharme a Francia hace cuatro años. Esta vez acudo a la cita, y allí me embarcan
directamente, incluso sin dejar que avise a Martine de que no voy a volver a casa. Así
son las cosas allí: no se andan con chiquitas. Dos días después, puedo por fin
telefonearle. Evidentemente, está muy inquieta. Me han llevado a una prisión, situada
en los territorios, y mi misión es vigilar a los presos. Al cabo de una semana, tengo
derecho a un permiso. A la una de la madrugada llamo a la puerta de casa, en
uniforme militar, sin haber podido avisar a mi mujer de que volvía. Ella está muy
agitada. Estos incidentes han acabado con su paciencia. Me dice que no se encuentra
bien en Safed y que quiere volver a Francia.

Comprendo muy bien su reacción. Es una mujer occidental, está sola en Safed,
sin familia, y no habla el idioma. Pero a mí, en el fondo, no me fastidia tanto el haber
sido alistado sin tambor ni trompeta por el ejército. Incluso paso allí buenos
momentos. En efecto, con el paso de unas semanas, en el grupo en que he caído
empiezo a encontrar la calidad de relaciones humanas que tanto aprecié en el ejército.
Un día de Sabbat me pongo a cantar cantos religiosos desde lo alto de la torre en que
estoy montando guardia. Cuando bajo, los demás soldados, de los que ninguno es
religioso, me preguntan. ¡Me han escuchado! Les enseño entonces los cantos de
Sabbat y nos ponemos a cantar todos juntos. Ese es mi pequeño lado misionero que no
tiene miedo a nada. Después de este episodio, el general, un judío iraquí que no
practica en absoluto, me convoca y me llama al orden: ¡está prohibido hacer
proselitismo en las filas del ejército! Sin embargo, a continuación, me felicita por haber
dado ánimos al equipo. ¡Está muy contento!

Es curioso, pero el servicio militar tiene muchas virtudes.

Después de haber vivido momentos peligrosos, se aprecia más la vida. Cuando


se vuelve a la vida civil, se disfruta de tener buena salud, se aprecian las cosas

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pequeñas, se siente todo con más agudeza. El ejército proporciona también una
disciplina que robustece la voluntad. Durante el servicio se deben realizar tareas de las
que no se tiene ningunas ganas. Pues bien, debo reconocer que eso es muy formativo,
sobre todo en nuestros días, pues cuando uno es joven se tiene la tendencia a no
hacer más que lo que a uno le apetece.

Como decía, mi mujer no apreció en absoluto este paréntesis volver a Francia.


Eso es para mí un sacrificio. Pero amo a mi mujer y quiero que sea feliz. Dos días antes
de nuestra partida, a escondidas, me pongo a llorar en un rincón. Estoy visceralmente
unido a Tierra Santa. Me siento en mi elemento en el seno de esta sociedad israelí
mediterránea. En este pequeño país, se pasa de un paisaje y un clima a otro en menos
de una hora, hace calor y la calidad de vida es bastante mejor.

Así que una vez más vuelvo a Francia a contrapelo. Pero, con el pasar del
tiempo, estoy convencido de que ha sido la divina Providencia la que ha querido que
fuera así, porque aquí es donde regresará con fuerza mi deseo por Jesús, a pesar de mi
barba, mi sombrero y mi estricta ortodoxia judía.

UNO, DOS, TRES... SIETE HIJOS

Aquí estamos, pues, de vuelta en Francia. Nos instalamos en la región


parisiense. Enseño a media jornada en una escuela judía, y prosigo con mis estudios
rabínicos la otra mitad del día en un Kollel de París. Y sí, sigo estudiando siempre. Eso
puede parecer sorprendente, pero de hecho no es nada excepcional. En efecto, en el
judaísmo, el estudio de la Torá es tan vital que la comunidad paga a los hombres para
que, aun teniendo una actividad profesional absorbente, continúen perfeccionándose
en el conocimiento de la Torá. Todos los judíos practicantes reciben formación para
transmitir la Torá. Un judío puede muy bien trabajar en una empresa y ser al tiempo
rabino. El rabino dirige la sinagoga, la oración, predica sermones, pero puede también
delegar esas tareas en algunos fieles.

Mi mujer, por su parte, vuelve a su trabajo de institutriz en una escuela judía.


Conforme pasa el tiempo, le inquieta que tarden tanto en llegar los hijos. En el
judaísmo, como se puede ver en la Biblia, esperar un hijo es una señal de bendición y
por tanto un modo de ser reconocido por la comunidad. En consecuencia, cuando los
hijos tardan en llegar, el asunto no es solamente afectivo. Ella decide ir al médico. Los
resultados son tranquilizadores: todo va bien. En efecto, los hijos llegan en su
momento.

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Nacen muy rápido, uno tras otro: Rachel en 1994, Deborah en 1995, Rivka en
1996, Myriam en 1997, Yossef en 1999, Menahem en 2001 y Chneor en 2003. ¡Qué
alegría! Mi mujer quería una gran familia y yo también. Sin embargo, después de nacer
Myriam, sugiero a mi mujer que nos concedamos una pausa. Tengo muchas ganas de
tener un chico, pero me parece que por el bien de nuestro matrimonio y de nuestras
cuatro hijas, vale más que esperemos un poco. ¡Pero ella no es de esta opinión!

Cuando nació Rachel, mi mujer dejó de trabajar fuera de casa. Desde entonces,
yo empiezo a trabajar a jornada completa para atender las necesidades de la familia y
además doy clases para adultos. A pesar de todo, estoy presente y muy cercano para
mis hijos. Su desarrollo y educación son muy importantes para mí, Tengo una relación
particular con cada uno. Me encanta jugar con ellos, llevarlos al parque, a la
Courneuve, enseñarles a montar en bicicleta. Mi mujer se ocupa de la educación
cotidiana y de los deberes. Después de atender a los niños, como es previsible, apenas
nos queda tiempo para estar solos los dos. Felizmente no tenemos televisión ni
Internet. Y por mi parte, en cuanto encuentro un rato libre, continúo estudiando
teología mística judía sobre la palabra de Dios.

Participo en la vida del hogar en la medida en que puedo. Me encargo del


aprovisionamiento, y debo decir que es un verdadero rompecabezas. En efecto, hay
que hacer algunas compras en tiendas judías, y otras en tiendas no judías. El domingo
por la mañana, después de la oración en la sinagoga, voy en autobús a las tiendas
kosher de París con el caddie y compro toda la comida kosher que una familia ortodoxa
judía debe tomar: la carne, el queso y todos los lacticinios, las galletas, el vino y licor, el
mosto... y evidentemente, todo ello en gran cantidad. A la vuelta, voy cargado como
un camello. Todo lo demás –los productos de limpieza, pañales, agua, jabón, etc.- lo
compro entre semana por la tarde en un hipermercado. Me ocupo también de
comprar la ropa de los niños, a veces solo o con mi mujer.

Hay pocos temas en los que mi mujer y yo estemos en desacuerdo. Sin


embargo, ella es más escrupulosa en la aplicación de la Ley. Por ejemplo, puesto que
durante tres veranos no hemos ido de vacaciones, llevo a los niños a la playa. Vamos y
venimos en el mismo día a Trouville. Mi mujer no lo aprueba en absoluto. En efecto,
para los judíos ortodoxos, la playa es un lugar impuro porque la gente va desvestida.
Además, este asunto va a crear incluso un mini escándalo. Un día, algunas personas de
la comunidad lubavitch vienen a verme:

-¿No tienes ningún escrúpulo de ir a la playa, y además con tus hijos? Sorprendido,
respondo:

-Como sabéis, en París hay mujeres vestidas con la ropa tan ceñida que atraen las
miradas más que una mujer en traje de baño.

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-En París es diferente: se tiene la cabeza ocupada por lo que se debe hacer, las clases
o las compras.

_ ¿Y creéis que no estoy ocupado en la playa con todos mis hijos? ¿Pensáis que tengo
tiempo realmente de tontear con las chicas?

Sus argumentos no me parecen válidos. Cuando tengo una idea en la cabeza y


no veo verdaderamente nada malo, no permito que me digan cómo he de hacer las
cosas. Pienso sobre todo en el bienestar de mis hijos. Están muy contentos de ir a la
playa y tomar el aire, y yo también. Pero mi mujer no viene jamás. Ella respeta la Ley
cueste lo que cueste.

No estamos tampoco de acuerdo a propósito de la televisión. He comprado una


para que los niños puedan ver dibujos animados en video. Pero ella se queja y
desaprueba los dibujos animados en que aparecen animales impuros. Selecciono para
no molestarla, aunque no me parece un crimen ver los «Tres cerditos».

En cambio, cuando se trata de ir todos de vacaciones a la montaña, hay


unanimidad. ¡La montaña es kosher! Más aún porque la comunidad lubavitch organiza
cada año un gran seminario en los Alpes, y trae una tienda kosher, lo que nos simplifica
bastante la vida. Me encantan las vacaciones de verano con mi familia. Es la ocasión de
mostrar a mis hijos la belleza de la naturaleza que Dios ha creado. Les digo que presten
atención a los animales, a los árboles. Jugamos, reímos, miramos el cielo, las estrellas.
¡Es maravilloso!

UNA DOBLE VIDA

Volvamos un poco atrás, a la época en que regresamos a Francia, antes del


nacimiento de los hijos. Como ya he señalado, en aquel momento, mi «síndrome
erístico» vuelve con fuerza. Y de golpe, mi lucha interior también. La atribuyo a que
Francia es una tierra impura y por eso todos los sentimientos me asaltan de nuevo.
¡Habría preferido tanto quedarme en Safed y vivir en la montaña! ¡Era todo tan
sencillo para mí! Allí estaba sumergido en los hasidim, la teología mística judía. He
descubierto en esta tradición un universo distinto y he pasado mucho tiempo
meditando. Pero a mí vuelta a Francia, es irresistible, es más fuerte que yo: vuelvo a la
iglesia y recomienzo a comulgar. Hacía ya mucho tiempo que no había entrado en una
iglesia. Es ahora, con mi barba de rabino, cuando vuelvo al Sacré-Coeur. Imaginad la
escena. Compro un crucifijo y lo llevo escondido. Recomienzo también a leer el
Evangelio de san Juan y a aprenderlo de memoria. Es más seguro: al menos, en mi
cabeza, nadie lo podrá encontrar.

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Esta doble vida religiosa puede parecer sorprendente. Es verdad, llevo en mí
dos identidades. Pero es más algo propio de una lucha espiritual que de una traición o
duplicidad. ¿Cómo es posible vivir las dos a la vez? No lo sé. Pero vivo con eso, y
curiosamente no me culpabilizo. Hasta que nacen nuestros hijos, tengo tiempo para
eclipsarme de vez en cuando en un lugar aislado para contemplar mi crucifijo, sobre
todo durante nuestras vacaciones en el campo. Salgo a dar un paseo, me escondo en el
bosque o a la vuelta de un camino, clavo mi cruz en un árbol, y la contemplo. No me
planteo preguntas. Además, más vale así. Rezo a Jesús que es Dios. En cambio, me
cuesta mucho decir el Padrenuestro porque me invade un sentimiento de traición al
Dios de la Torá.

De este combate que llevo dentro no le hablo a mi mujer. Ella no sospecha


absolutamente nada. No es que quiera ocultarle mi historia con Jesús, pero sé que no
podría comprenderla. Cuando los judíos supieron que el rabino Saulo, perseguidor de
los cristianos, se había convertido a Cristo, no intentaron saber por qué. Ni siquiera le
pidieron que se explicara. Quisieron matarle enseguida porque había traicionado: bien
porque se había hecho un peligroso blasfemo, bien porque se había vuelto loco. Para
los judíos ortodoxos, los cristianos son impuros. Por eso es impensable que yo le hable
a mi mujer. Pero guardar este secreto para mí estaba lejos de ser fácil, creedme.
¡Imaginad mi caso de conciencia!

Por supuesto, me aliviaría poder confiarme a alguien. Pero a quién, ¿a un


rabino? Ni hablar, ya sé lo que me diría. ¿A un sacerdote, entonces? Un día, mientras
estábamos de vacaciones con la familia de mi mujer en la región lyonesa, me levanté
temprano una mañana y marché a Lyon. Entro en una iglesia y asisto a misa. Al
terminar, busco al sacerdote. Es un dominico. Comenzamos a hablar y le vacío mi saco.
Le cuento todo: mi vida de judío ortodoxo, mi atracción por Cristo. Me escucha y me
propone ir a verle cuando vuelva a París, donde también vive él. Al regresar de las
vacaciones, voy a su casa. Luego es él quien viene a mi casa una vez por semana, el
miércoles por la tarde, mientras mi mujer asiste a su clase de religión. Habla más de
Dios. Me pide que le encuentre la traducción de un midrash y me entrega uno de sus
libros sobre Noé. Se va siempre antes de que vuelva mi mujer. Lo encuentro muy
simpático. Pero estas citas clandestinas no van a durar mucho. En efecto, algún tiempo
después, nuestro apartamento es desvalijado. El robo ha tenido lugar durante el día. Al
volver por la tarde, mi mujer lo encuentra todo revuelto. Y allí en medio del desorden,
descubre el libro del padre dominico, mi crucifijo y los Evangelios. Cuando vuelvo, está
loca furiosa. Grita: « ¡Te has vuelto loco! ¡Tíralo todo, son cosas impuras!».

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Puede parecer sorprendente que no haya intentado saber más. Pero nosotros,
los judíos ortodoxos estamos educados para no querer entender ese fenómeno de la
conversión al cristianismo y reaccionar violentamente. Conviene saber que un judío
convertido pasa ante un tribunal que le declara renegado. En nuestra oración
cotidiana, la que estructura nuestras jornadas, se pronuncia una maldición sobre los
judíos renegados. Además, Maimónides, el gran rabino andaluz del siglo XII, una de las
figuras más importantes del judaísmo y de las más estimadas por los no judíos -santo
Tomás de Aquino le llamaba el Águila de la sinagoga- compuso un credo judío que se
acaba con este comentario: «Quien cree todos estos puntos fundamentales pertenece
a la comunión de Israel; y es un precepto amarle, tener caridad con él, y observar
respecto a él todo lo que Dios ha prescrito entre el hombre y su prójimo, aunque la
fuerza de las pasiones le arrastre a cometer pecados. Pero si alguien es bastante
perverso para negar uno de estos artículos de fe, está fuera de la comunión de Israel, y
es un precepto detestarlo y exterminarlo».

Tras este descubrimiento mi mujer me empuja a ir a ver a un rabino. Cree que


he perdido la cabeza. En su lugar, yo hubiera pensado sin duda lo mismo. De todos
modos, no puedo explicárselo. La mentalidad judía de hoy no ha cambiado desde san
Pablo. Lo único que le puedo decir es que todo eso es totalmente independiente de mi
voluntad, y que empezó en mi juventud. En el acto, le propongo el divorcio. Siento que
este amor por Jesús es tan fuerte que no se me quitará, y no quiero hacerla sufrir. Pero
ella se niega, me ama. No creo que le haya hablado del asunto a nadie. ¿Piensa quizá
que se me pasará? Recuerdo una frase de un tratado talmúdico: «Dios está dispuesto a
rasgar su Nombre en dos para establecer la paz en la pareja». Entonces, juntos,
decidimos tirarlo todo: los Evangelios, la cruz, el libro sobre Noé. Y no vuelvo a tomar
contacto con el padre dominico.

Rachel nace apenas un año después de este episodio, en mayo de 1994. Nos
mudamos entonces a un apartamento más grande en la misma ciudad. Una tarde, al
volver del trabajo, cansado, siento la necesidad de relajarme. Enciendo la radio y ahí
aparece radio Notre-Dame. Esa emisora me gusta mucho y me pongo a escucharla
cuando tengo ocasión, a escondidas. Sin embargo, a medida que pasan los días, estoy
harto de esconderme. Entonces, continúo escuchando abiertamente esta emisión
católica. Mi mujer considera que está mal. Me repite que es impuro, pero me deja
hacer. En lo sucesivo, vuelvo al Sacré-Cceur y me procuro una foto del corazón de
Jesús. Regularmente, la saco a escondidas en el comedor, me arrodillo y me pongo en
presencia de Cristo.

PADRE DE UN HOGAR KOSHER

En julio de 2002, muere mi madre sin que estemos verdaderamente


reconciliados, aunque en estos últimos años nos veíamos regularmente y ella se

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mostraba cariñosa con nuestros hijos. Es para mí una prueba difícil de superar. Ignoro
entonces que se acerca un acontecimiento que me afectará aún más. En el mes de
diciembre del mismo año, cuando aún no ha terminado el duelo por mi madre, mi
mujer -que está encinta de nuestro séptimo hijo- se entera de que está enferma.

La enfermedad avanza y ella no deja de echarse la culpa. «Tendría que haberte


escuchado -dice-, y haber espaciado más los nacimientos». Trato de consolarla: « ¡Tu
enfermedad no tiene nada que ver con los niños!». Cuando Chneor nace
prematuramente lo llevan a la incubadora ya mi mujer la tratan en otra parte del
hospital. Yo corro de uno a otro, tratando de ocuparme lo mejor posible de los otros
seis hijos. Logro repartirlos entre varias familias de la comunidad judía que se han
ofrecido a cuidarlos.

Mi mujer muere el 11 de marzo de 2004. El médico me avisó de que era


inminente. La he velado toda la noche, del miércoles por la tarde al jueves por la
mañana. Luego, he tenido que volver a casa para ver a los niños. Cuando he regresado
al hospital, ella ya se había ido. Creo que no es necesario explicar el dolor que siento
en ese momento. No se lo deseo a nadie. Lloro mucho. Pero no pienso, como dicen los
judíos en esos casos, «Dios la ha dado, Dios la ha quitado», no, de verdad que no. No
estoy enfrentado con Dios, no, nunca me he rebelado contra Dios. Tengo confianza en
Él. No tengo espacio para dedicarme a mi dolor. Tengo, en lo sucesivo, la
responsabilidad de siete hijos que consolar, alimentar y cuidar. Rachel no tiene más
que diez años y Chneor, uno.

Dos meses antes del deceso, he confiado a nuestro último hijo, Chneor, a mi
cuñada. Pero mi mujer me ha pedido explícitamente que mantuviera a los niños
conmigo cuando ella hubiese desaparecido. Confiaba en mí para su educación. Hoy
estoy orgulloso de que todos ellos estén bien educados, gracias a Dios. Ella no quería
que fuesen a vivir con su familia, donde algunos han pasado temporadas durante su
enfermedad. Ahora que se ha ido, me gustaría que Chneor viniese a vivir con nosotros.
Pero viéndome solo con todos estos hijos pequeños, la hermana de mi mujer me
propone quedarse con él un tiempo, y acepto. Esta decisión me cuesta enormemente,
pero soy consciente de que no podría ocuparme bien de todos mis niños al mismo
tiempo.

Y, mi amigo musulmán, me telefonea. Se ha enterado de la muerte de mi


mujer. Su llamada me conmueve y me conforta el corazón. Me dice: « ¡Acuérdate,
éramos amigos! Esta amistad no ha desaparecido aunque nos hayamos separado.
Aunque hayamos cortado los lazos, están ahí en lo invisible. ¡Ven a verme a Canarias!».
Desgraciadamente, aunque tengo muchas ganas de volver a verle, no puedo responder
a su invitación porque soy ultraortodoxo.

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Aquí estoy, padre a tiempo completo, con la gracia de Dios, por supuesto. El
entrenamiento militar que seguí en Israel me es de gran ayuda, estoy seguro.
Despliego una voluntad y unas habilidades que no hubiera sospechado nunca para
sacar adelante una casa. Comprendo pronto que es impensable volver al trabajo. Ser
padre de familia kosher no es ningún chollo. Debo aprender a cocinar lo de todos los
días, los pasteles del Sabbat, el pan. Dicho esto, descubro que es para mí un placer
hacerlo. La vida cotidiana, práctica, concreta, tiene algo mágico para mí, mientras que
antes no me gustaban los trabajos manuales. Sin embargo, la comida kosher requiere
toda una organización. Está prohibido mezclar carne y leche. Hay que tener dos
vajillas, una para la carne y otra para la leche, y las dos vajillas no pueden estar en
contacto, ni lavarse al mismo tiempo. Se necesitan dos cacerolas, dos manteles, dos
fregaderos. No se puede lavar una comida de carne en el fregadero donde está la
vajilla de leche. El viernes, paso toda la jornada en la cocina para preparar las comidas
del Sabbat. En resumen, no es cosa sencilla. Antes participaba en la vida de la casa
pero, de repente, debo ocuparme de todo y hacen falta cuatro manos. Hay que seguir
la escolaridad de los niños, llevarles al foniatra, al psicólogo, al dentista, fregar la vajilla
(no tenemos lavavajillas), la plancha, llevar kilos de ropa a lavar, ser ordenado en todo
lo administrativo, hacer la compra, llevar a los niños en coche a la escuela judía e ir a
recogerlos a la salida y, sobre todo, estar disponible para ellos. Guardo siempre un
ratito para leer, estudiar y rezar. No me desanimo jamás. No me permito caer enfermo
ni física ni psíquicamente. Sin embargo, tendría motivos para hundirme. No sé cómo
aguanto. En todo caso, no con mis simples fuerzas humanas.

Permitidme un breve paréntesis sobre mi decisión de dejar de trabajar. Sé que


esta elección y su consecuencia, la de vivir únicamente de los subsidios familiares y del
subsidio de solidaridad específica, no ha sido comprendida por todos. Las personas
que me juzgan ignoran sin duda lo que es atender y educar uno solo a seis niños
todavía pequeños. Es un trabajo a tiempo completo, las 24 horas del día, todos los días
del año, también durante las vacaciones escolares. Las madres de familia numerosa
saben de qué hablo. Algunos años más tarde, cuando los niños son un poco mayores,
dirijo una demanda al presidente de la comunidad judía de nuestra ciudad, que ya ha
hecho mucho por nosotros, para que me encuentre un empleo de oficina. Me
responde que eso no es posible. ¿Por qué entonces, se preguntan algunos, no busco
un trabajo cualquiera que me permita ganar algún dinero? Sencillamente porque si
ejerciera un trabajo inadecuado, sé que no sería bueno ni para mí ni para mis hijos. En
efecto, si por ejemplo me dedicase a colocar producto en una gran superficie, creo,
perdonadme la expresión, que «se me fundirían los plomos». Los niños ya han
quedado bastante trastornados por la muerte de su madre y tengo que guardar un
cierto equilibrio.

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Poco después del fallecimiento de mi mujer, pienso que nos convendría
mudarnos. Tenemos necesidad de cambiar de aires. Así que nos instalamos en una
pequeña casita en el suburbio sudeste de París. La comunidad judía de este barrio me
ha acogido muy bien y ha procurado ayudarme, y se 10 agradezco muy cordialmente.
No hay más que dos habitaciones para los seis niños, pero tiene un pequeño jardín y es
muy agradable. Al principio llevo a los niños a la escuela judía; pero poco después me
doy cuenta de que no puedo pagar, a pesar de los descuentos que tienen a bien
concederme. Los escolarizo entonces en la escuela pública que hay al lado de casa, 10
que en todo caso es más práctico y menos fatigoso.

Durante este periodo, al comienzo de mi viudedad, tengo una amiga judía no


practicante. Me ayuda enormemente durante un año. Es ella quien me dio la idea de
enviar un mail a todos los presidentes de comunidad para encontrar un alojamiento.
Me acompañó a ver la casita en que nos hemos instalado. Nos ayudó en la mudanza,
haciendo múltiples viajes de ida y vuelta entre el norte y el sur de París. Me ayuda a
ocuparme de los niños, que la quieren mucho. Vive un poco con nosotros y respeta las
reglas judías de la familia. Pero los seis niños y las obligaciones de la Ley son algo
pesado para ella. En cuanto a mí, no llego a encariñarme con ella lo suficiente.
Decidimos dejarlo. ¿Era una relación kosher?, os preguntaréis. A decir verdad, no, no
es de esas cosas normales en la comunidad judía ortodoxa. Pero en esta época yo soy
ya un poco disidente. Me siento en paz con su conciencia.

A su vez, las personas de la comunidad judía quieren presentarme mujeres. Me


encuentro con una o dos, participo de ese juego durante un tiempo, pero no funciona.
Me he puesto una coraza. Hay algo en mí que no me permite apegarme a nadie. De
hecho, creo que me he prohibido enamorarme. Si me engancho en una historia que no
funcione, corre el riesgo de afectarme. Y no puedo estar preocupado por otra cosa que
los niños. De todos modos, no sufro verdaderamente de soledad.

Paradójicamente, durante los tres años posteriores a la muerte de mi mujer,


mientras estoy «libre» de hacer lo que quiera, no voy nunca a la iglesia ni llevo el
crucifijo. No vuelvo a comprar los Evangelios y no medito. No porque me sienta
culpable ante mi mujer, es solo que ya no pienso. Sin embargo, al pasar ante una
iglesia, tengo siempre ganas de entrar. Para mí, visto ahora, este periodo de latencia es
señal de que la atracción por Jesús no es sentimental. Mi relación con Cristo no es un
modo de paliar una forma de soledad. Si no, me habría arrojado en sus brazos al
desaparecer mi mujer. No, el amor de Cristo no llena un vacío afectivo. Además, esta
relación con Jesús se enraíza en mi infancia y en mi adolescencia, periodos de mi vida
en que nunca me he visto privado de amor humano.

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Paralelamente, me distancio un poco de la comunidad judía. Mi fe y mi
práctica no han cambiado, pero ya no voy regularmente a la sinagoga. Estoy cansado.
Prefiero estar tranquilo con los niños, vivir a mi ritmo y no al de las oraciones
impuestas por la sinagoga. Cada vez más, siento la necesidad de una relación más
personal y menos formal con Dios. La liturgia en la sinagoga, tal como está organizada,
no me permite quedarme en mi interior: todo va muy rápido, no se para de leer, y leer.
Cuando rezo un salmo, a veces una palabra se me clava y quiero detenerme ahí para
meditarla. En la sinagoga, eso no es posible, hay que seguir. No se tiene un momento
para estar a solas con Dios. Rezamos todos juntos, todo el tiempo. Entonces, trato a
Dios en casa. Voy a mi cuarto, canto, bailo. Rezo a mi ritmo.

LUSTIGER ME HACE SEÑAS EN LA PLAYA, EN TROUVILLE

Es claro que los subsidios que cobramos no nos permiten ya irnos de


vacaciones. Entonces, a veces, cuando hace buen tiempo, vamos de ida y vuelta en
tren a Trouville, con el 75% de reducción que nos permite nuestro carnet de familia
numerosa. Yes ahí, en la playa, mientras no estoy meditando ni contemplando, cuando
el lunes 6 de agosto de 2007, tres años después del fallecimiento de mi mujer, mi vida
empieza a bascular. Los niños están jugando a la orilla del mar. Yo me alejo un poco,
dejando a Rachel, que ya tiene 13 años, al cuidado de los pequeños. Mientras camino
por la arena, mis ojos se detienen de repente en un gran calvario que se alza en lo alto
de la playa. Y allí, como en el pasado, mientras no me lo espero en absoluto, algo muy
fuerte me zarandea. Me siento de nuevo atraído por Cristo.

Vuelvo donde están los niños y me siento sobre la arena, un poco trastornado
por lo que acaba de pasarme. Me pongo a hojear un libro de teología judía, mientras
ellos siguen jugando a mí alrededor. De pronto, mi cuerpo empieza a tiritar, yeso que
hace mucho calor. No sé lo que me pasa. Tampoco sé por qué digo en ese momento
dirigiéndome a los niños: « ¡El cardenal Lustiger está muriendo en el hospital!». Ignoro
completamente de dónde sale eso.

Volvemos a tomar el tren a las 20 horas y llegamos tarde a casa. Como de


costumbre, al entrar les hago tomar un baño. Pero esta vez estoy alterado y necesito
estar solo. Les pido a los mayores que se ocupen de los pequeños, que no me
molesten. Y me encierro en mi habitación. Allí, enciendo la televisión y doy con el canal
católico KTO. ¡Cuál es entonces mi asombro al oír al periodista anunciar que el
cardenal Lustiger ha fallecido la víspera! ¡Es un verdadero shock! Estamos a lunes 6 de
agosto de 2007. La Iglesia celebra en este día la Transfiguración de Cristo. Conmemora
ese momento extraordinario en que Jesús lleva a tres de sus apóstoles a la montaña.

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Allí, se les muestra transfigurado, de una blancura deslumbrante, acompañado de
Moisés y Elías.

Esta vez, la llamada es clara. El cardenal Lustiger ha venido a mi encuentro.


Jean Marie Lustiger, judío converso, me ha hecho señas. Cristo se ha servido de él. Es
así de sencillo. Ese es el acontecimiento que va a desencadenarlo todo. En este
momento, no es que me diga a mí mismo explícitamente: «Está bien, esta vez vaya
convertirme». No. Me limito a vivir esta experiencia, a seguir lo que pasa, sin
proyectarme en el futuro. Me comprometo a ir a ver a un sacerdote de la Iglesia
católica, en el mes de septiembre, cuando los niños hayan vuelto a clase y tenga más
tiempo.

Me duermo con esta decisión. Pero al final, el Señor se me va a adelantar. En


efecto, en plena noche, mientras duermo tranquilamente, me despiertan los mismos
tiritones que me vinieron en la playa. Y empiezo a sentir con fuerza la presencia de
Cristo en mi habitación e incluso en mi cuerpo. Eso supera incluso el simple
sentimiento. No le veo, pero le hablo y me prosterno. Si alguien me viese en este
momento, me tomaría por loco perdido, la verdad.

Es la primera vez que me pasa esto, pero no será la última. En efecto, en varias
ocasiones, hacia las dos de la madrugada, me despierta en plena noche este escalofrío
y esta presencia. Hasta las siete no consigo conciliar el sueño. Como no he dormido
bien, temo que vaya estar cansado y se va a resentir la marcha de la casa. Pero con
gran sorpresa por mi parte, no siento el menor cansancio. Nada cambia en el curso de
mi vida ordinaria si no es mi relación con Dios. En efecto, durante el día, sin estar
alterado, vivo momentos increíbles, una paz, una gran alegría, un amor divino, un cara
a cara con Dios, una relación íntima que nunca antes había conocido. ¿Puede ser un
anticipo de la vida eterna? Muchas otras personas han tenido esta experiencia de
arrebato amoroso, pero no se puede explicar con palabras. Hay que vivirlo para
creerlo.

Viéndolo ahora, me digo que fue acertado no ir a ver a gentes de Iglesia en ese
momento. Hubieran desconfiado yeso me habría alejado de ellos. Me parece que
algunos son demasiado «del mundo» y poco audaces. En cambio, Benedicto XVI es
prudente pero no timorato. Por supuesto, puedo comprender que un sacerdote a
quien hubiese ido a decir, con mi barba y mi sombrero, que me atrae la cruz, que
Monseñor Lustiger me ha hecho señas en la playa de Trouville y que tengo arrebatos
místicos por la noche, se mostrase perplejo. Y soy plenamente consciente de que hay
que tener cuidado con este género de fenómenos espirituales. Los más grandes santos
místicos lo dicen y lo repiten. Conviene acogerlos y luego discernir. Pero hay una
diferencia entre la virtud de la prudencia, como explica santo Tomás de Aquino, y la

49
pusilanimidad espiritual. Algunos católicos parecen tener miedo de que les tomen por
locos, de lo que se pueda pensar de ellos, les falta seguridad y aplomo en sus
convicciones. Por lo demás, en Francia, un judío está bastante mejor considerado y
respetado que un católico. Enseguida vaya comprobarlo en mi propia carne.

JUAN PABLO II ME HACE SEÑAS EN LA TELEVISIÓN

Quisiera insistir en un punto que me parece fundamental: lo sobrenatural pasa


en nuestras vidas a través de lo natural. No hay un espacio y un tiempo para Dios, de
un lado, y nuestra vida corriente de otro. Hay una conexión entre los dos. Además, con
la Encarnación, Dios ha asumido todo lo de nuestra vida. Se nos acerca usando los
intermediarios más anodinos, mediante otras personas. Ved lo que va a hacer
conmigo.

Algún tiempo después, en el mes de septiembre de 2007, estoy ante la


televisión con los niños, «zappeando» de canal en canal para encontrar una buena
emisión, cuando caigo «por azar» en una película que cuenta la vida de Karol Wojtyla.
No conocía gran cosa de él, aparte de lo que dicen las noticias y, desde luego, nunca
tuve un interés particular por Juan Pablo n. Sin embargo, por loco que pueda parecer,
una escena de ese telefilm me conmueve y me interpela. Cuando el futuro Juan Pablo
II es joven y hace teatro, un hombre le da un libro de san Juan de la Cruz. Más tarde, él
lo regala a su vez a uno de sus amigos judíos. En el momento preciso en que oigo la
palabra «cruz» y el nombre de «Juan», me sobresalto y me digo: « ¡Ese libro es para
mí, lo necesito!». Enseguida, decido ir a comprarlo en cuanto sea posible. Así es como
el Señor me puso en camino. Lo que me va a impulsar no es la relación mística que
tengo con Cristo desde los ocho años (aunque en la adolescencia haya hecho un
intento de conversión, que fracasó al dejarme solo el sacerdote en el confesonario),
sino sencillamente ese telefilm. A partir de ese momento preciso, todo se encadena
como una cascada de dominó. Pues es en las minúsculas peripecias de nuestra vida
ordinaria donde Dios nos hace señas. Nos habla verdaderamente en los detalles
cotidianos. Su transcendencia se expresa en nuestra humanidad, en nuestras
limitaciones.

Esta escena ante el televisor es en todo caso increíble. Hay que imaginarse a
una familia judía ortodoxa literalmente pegada ante una película sobre el Papa. Y que
se dedica a ver la continuación en los días siguientes. Viendo la película, me pongo a
llorar mansamente. Es la primera vez que lloro de ese modo. No es por tristeza, sino

50
una forma de atracción. Cuando el alma no puede expresar con palabras lo que
experimenta, se muestra mediante las lágrimas. Pero bien pronto, me contengo: la
razón acude a rescatarme. « ¡Eh, cálmate -me dice-, nunca has leído lo que ese Papa ha
escrito! ¡No es tu rabino! ¡Además, no es él quien está en la pantalla, sino un actor!». A
pesar de todo, no puedo negar que me sumerge la emoción. ¿Por qué me he puesto a
llorar? ¿Por qué tengo esa impresión tan fuerte de que esta película va conmigo, y de
que Alguien se dirige a mí a través de ella? Extrañamente, los niños también empiezan
a querer a Juan Pablo II, aunque ayer mismo no conocían ni su nombre.

A partir de ese momento, vuelvo a ir a misa. Cada domingo, me vaya una iglesia
un poco alejada de mi barrio para no ser descubierto.

¿DÓNDE ESTÁN LOS CATÓLICOS?


Como os decía, desde que vi ese telefilm, no tengo más que una idea en la
cabeza: conseguir a toda costa el libro de san Juan de la Cruz que Karol Wojtyla había
regalado a su amigo judío. ¿Dónde encontrarlo? Decido ir en primer lugar a la Fnac,
esa gran librería. Pero, contra las apariencias, ir allí no es cosa fácil. Una vez más, las
madres de familia me comprenderán. En efecto, el primer obstáculo que se me
presenta es encontrar el momento, pues en mis jornadas todo está cronometrado. Me
pongo en ruta una tarde a primera hora. Vaya la Fnac Saint-Lazare que se encuentra al
final de mi línea de metro, la línea 14. Es una carrera contra reloj que comienza
sabiendo que tengo que estar de vuelta antes de que los niños lleguen del colegio. Al
salir del metro, corro hasta la Fnac y subo las escaleras de cuatro en cuatro hasta la
librería. Me precipito a la sección de religión. Estoy jadeando. Busco el libro de san
Juan de la Cruz pero no lo encuentro. Me apresuro a buscar a un librero para
informarme. Él me aconseja ir a La Procure. Le contesto que no conozco esa librería.
Me mira con asombro. Se ve que le parece asombroso que un hombre que desea leer
a san Juan de la Cruz no conozca La Procure. Yo invento entonces una historia, susurro
que no soy de París. Me da la dirección y la estación de metro en que debo apearme.
Sin embargo, es ya demasiado tarde para poder ir. Vuelvo a mi casa con la dirección en
el bolsillo.

Algunos días más tarde, puedo por fin ir a La Procure. Al entrar en la librería,
tengo la extraña impresión de haber estado antes allí. Sin embargo, eso no parece
posible. Para no perder el tiempo, me dirijo enseguida a una librera, al azar, y le
pregunto si tiene libros de san Juan de la Cruz. Ella me mira, sorprendida, como si
fuese algo evidente. Estoy confortado, pero también impaciente. «En la sección de

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santos», me responde. Eso no me sirve de mucho. Ella me acompaña. Saco un libro al
azar. Se trata de Llama de amor viva, un libro que escribió para una laica. Es su última
obra, la que resume todas las demás. La abro allí mismo y la hojeo. De repente, tengo
como un flash-back, una chispa: me acuerdo de un sueño que tuve hace unos días y en
el que me veía en una librería leyendo a san Juan de la Cruz. Pues bien, ¡era aquí,
reconozco precisamente el lugar! Decididamente, tengo la impresión de vivir en una
película fantástica.

Ni uno ni dos, decido comprar todos los libros de san Juan de la Cruz en edición
de bolsillo, así como los Evangelios. No los he abierto desde que los tiré por deseo de
mi mujer, después del robo, hace ya más de diez años. Al salir de la librería, me digo
que no puedo seguir solo, que tengo que encontrar a alguien con quien hablar de todo
esto. Esta vez debo ir hasta el final. ¿Pero qué hacer? ¿A quién dirigirme?

¿Por qué no acudir a un sacerdote en una iglesia?, me preguntaréis.


Evidentemente, he pensado en eso, pero es más fácil decirlo que hacerlo. Sobre todo,
después de ese encuentro en falso en el Sacré-Coeur, en mi adolescencia, del que
conservo tan mal recuerdo. El sacerdote, en lugar de tomarme de la mano y decirme,
«Ven, hijo mío, te voy a presentar a alguien», me dejó solo. Este género de mala
experiencia puede marcar la memoria y poner un serio obstáculo al encuentro con
Cristo.

Me gustaría encontrar a un católico fuera del marco de una iglesia. Pero no sé


cómo. En efecto, la Iglesia católica nunca ha venido a mi encuentro. Los Testigos de
Jehová sí, lo recuerdo. Pero ningún católico me abordó nunca en la calle. Tampoco
recibí nunca cartas del párroco en mi buzón. Ciertamente, hay comunidades nuevas en
la Iglesia católica que son muy activas en la evangelización, es decir en el anuncio de la
fe, y que van al encuentro de la gente. Pero es una gota de agua en el océano. En aquel
momento me hice la pregunta: ¿dónde están los católicos? Algunos parecen tener
miedo de ser reconocidos como tales. Juan Pablo II ha clamado: « ¡No tengáis miedo!».
Yen el evangelio de san Juan, en el capítulo 15, dice Jesús: «Si el mundo os odia, sabed
que antes que a vosotros me ha odiado a mí». Por supuesto, no se trata de provocar ni
chocar, sino de ser coherente con uno mismo. ¿Cómo podré dar testimonio de Cristo a
través de mi conducta si la gente que tengo a mí alrededor no sabe que soy cristiano?

Decidí entonces volver a La Procure para encontrar católicos.

Pero estoy tan imbuido en mi mentalidad judía que pienso que un católico debe
llevar un distintivo, ¡como un judío ortodoxo! De momento no veo a nadie. Me dirijo a
otra librera al azar. Le pregunto si ella conoce a católicos seguidores de san Juan de la
Cruz, como un judío sigue a un rabino.

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-Usted busca a los carmelitas -me contesta.

-Sí -digo yo, sin saber de qué me habla.

-¡Tiene usted suerte!

-¿Por qué?

-¡Yo soy oblata carmelita!

-¿Y eso qué es?

Ella parece sorprendida, pero se explica. Los oblatos son laicos que se unen a
una orden religiosa. Me pregunta a continuación si quiero charlar con un sacerdote y
me da el número de teléfono del padre Y. ¡Es increíble! No me lo puedo creer: al
primer intento doy con una oblata carmelita, en una librería religiosa, ciertamente,
pero todas las libreras de La Procura no son forzosamente cristianas y, aún menos,
cercanas a la espiritualidad de san Juan de la Cruz.

Me siento verdaderamente conducido. Eso es la vida carismática, que no está


reservada a una comunidad o corriente de la Iglesia que se llame así. La vida
carismática consiste en dejarse hacer y guiar por el Espíritu Santo en la vida de todos
los días, en todas las circunstancias. Como si fuésemos un barco: se va mucho más
rápido si se izan las velas para que sople el viento del Espíritu. Si no, se rema, y se pasa
al lado de las personas que él pone en nuestro camino, y se hace caso de las señas que
él nos hace. Todo cristiano está llamado a vivir así, con el Espíritu Santo en su vida
familiar o laboral, en su vida social, y no sola-mente rezándole en momentos
dedicados a la vida espiritual. La vida espiritual es una misma cosa con la vida natural.
Aunque los tiempos dedicados a la oración o a otras formas de plegaria sean vitales.

Desde ese día, todas las mañanas, leo a san Juan de la Cruz en el desayuno.
Aprecio mucho lo que ha escrito, porque es algo vivido y experimentado. Lo leo incluso
cuando no tengo ganas. Por fidelidad. Es mi hermano mayor.

ENSAYOS DE DIÁLOGO JUDEO-CRISTIANO

Dejo pasar algunos días. Luego decido por fin llamar al padre Y. Me presento,
le explico que una librera de La Procure me ha dado su número, que soy judío y estoy
interesado por Cristo. Me escucha y me propone ir a visitarlo a su casa en Porte
d'Auteuil.

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Durante ese otoño voy a verle regularmente. En esos encuentros, hablamos
mucho sobre san Juan de la Cruz. Lo que vivo entonces, es para mí el verdadero
diálogo judeo-cristiano. Cada uno es fiel a lo suyo, ni uno ni otro reniega. Él me explica
a san Juan de la Cruz desde su formación cristiana. Y yo le cuento cómo lo entiendo a
partir de mi cultura judía, filosófica y mística. El padre Y acoge lo que le digo. Nunca se
muestra perentorio o arrogante conmigo. No me dice: « ¡Un día lo entenderás!».
Además, siento que no busca influenciarme. Al hilo de nuestras charlas, me voy dando
cuenta de que las palabras no tienen forzosamente el mismo significado en todas las
culturas. En consecuencia, no se puede uno entender en tanto no se tome la
precaución de ponerse de acuerdo sobre el significado de las palabras. Por ejemplo, la
palabra carne para san Pablo o para Un judío no tiene el mismo significado que para un
griego.

El padre Y es excepcional por su humildad. Cuando se está enraizado en Dios y


en la Iglesia, no se tiene miedo de escuchar opiniones diferentes, se puede uno
enriquecer con puntos de vista nuevos sin quedar desestabilizado en lo esencial.

Ya dije antes lo que pienso del diálogo interreligioso cuando no está fundado
en la verdad. Lo que experimento con el padre Y me prueba que un diálogo teológico
fecundo entre judíos y cristianos es posible. Por otra parte, existen otros ejemplos,
como el de san Bernardo de Claraval que fue a estudiar con los rabinos de Troyes. Se
opuso a los pogromos y quiso ver por sí mismo cómo estudiaban los exegetas judíos,
que le interesaron mucho. Pero no temía decir que la verdad estaba en el seno de la
Iglesia. Otro ejemplo: en sus Charlas sobre el Padrenuestro, el cardenal Journet utiliza
un concepto de la teología mística judía, el de la contracción de Dios en el momento de
la Creación. San Juan de la Cruz también dialogaba con un teólogo místico judío
español de su época.

Mis encuentros con la Iglesia y mis tentativas de diálogo con sus representantes
no han sido siempre tan fructíferos. En efecto, a continuación, me cruzaré con
sacerdotes que no tendrán la capacidad de escucha del padre Y, y que tratarán de
imponerme sus puntos de vista. Mi lectura cristiana del Antiguo Testamento les da
miedo porque imaginan que perjudica el diálogo judeocristiano, o el Magisterio y la:
Tradición de la Iglesia. Sería tonto tirar piedras contra la Iglesia porque algunos
sacerdotes u obispos se portasen mal, o no lo hicieran como deseamos. En efecto, los
hay también formidables.

Después de mi bautismo y cuando comienzo a enseñar, encontraré algunos


con los que tendré verdaderos intercambios intelectuales y espirituales. Durante un

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año, al principio, iré a visitar cada mes al padre Thibault, Hermano de san Juan,
teólogo, con quien hablaré del pensamiento de santo Tomás de Aquino. Mi obispo,
Mons. Santier, que es un verdadero padre para mí, me proporciona durante dos años
una formación en teología y me da la misión de un apostolado en la Iglesia católica
para todos los públicos en Francia y en el extranjero. Mi tutor es el decano de teología
de los Hermanos de san Juan. Tenemos charlas sabrosas y en un tono enormemente
libre. También me encuentro regularmente con Mons. Aupetit, obispo auxiliar de París,
y charlamos con gusto. Me ha pedido que trate a los sacerdotes de París en el marco
de su formación permanente.

Hoy, habiendo recibido el encargo por parte de Mons. Santier de dar


conferencias y predicar retiros en Francia y en el extranjero, tengo ocasión de
descubrir toda la riqueza de la Iglesia en su variedad, con sus insuficiencias y sus
hermosuras. Al principio, como algunas personas me habían cerrado la puerta, sobre
todo tras mi bautismo, me decía que la Iglesia no era acogedora. Ahora, mi mirada ha
cambiado. He aprendido a amar a la Iglesia o, mejor, Jesús me ha enseñado a amarla
como Él la ama: ¡hasta la muerte! Cuando muere en la cruz, sabía muy bien que la
Iglesia, la comunidad de los primeros cristianos, no era perfecta. Y es normal, porque la
Iglesia se compone de sus miembros, de individuos. Así, una dimensión de la Iglesia es
divina y santa porque encuentra su fundamento en Jesús, y la otra es pecadora. En el
plano antropológico, se trata del mismo conflicto que hay en cada uno entre el hombre
nuevo, hijo de Dios, que no peca, y el hombre viejo que corresponde a nuestra
humanidad. Es bueno recordar que la Iglesia está fundada sobre Pedro, el mismo
Pedro que negó a Jesús la noche de su proceso, que no estuvo presente cuando fue
crucificado y que no creyó a María Magdalena cuando, en la mañana de la
resurrección, vino a anunciarle que Le había visto. Y sin embargo, después de todo eso,
Jesús no le ha dicho a Pedro: «Como no has estado a la altura, te quito, ya no eres
digno de ser la piedra sobre la que quiero fundar mi Iglesia». En cambio, le ha
preguntado por tres veces: « ¿Me amas?» (J n 21).

Subrayo también que a través de los siglos, en su matrimonio de amor con la


Iglesia, a pesar de todas las infidelidades de unos y otros, Cristo nunca se ha
divorciado. Entonces, sí, es penoso encontrar a quienes nos cierran la puerta. Pero la
Iglesia es hermosa, santa en su unión con Cristo, e indispensable para darnos a Jesús.
Es asombroso, pero poco a poco he comenzado a ver y a vivir la Iglesia como esposa de
Cristo, y como madre que nos engendra en Dios.

Pero volvamos al padre Y. En el curso de nuestra conversación, me explica que


los Evangelios son el pleno cumplimiento de las Escrituras. Entonces le pregunto:

-¿Dónde se dice en el Antiguo Testamento que el Mesías deba nacer de una joven
virgen?

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-Isaías 7, 14.

-Eso no funciona -le digo.

Él me mira perplejo: -¿Por qué?

-Porque lo escrito es «alma» que significa «muchacha joven». Esta palabra que se ha
traducido por virgen designaba a todas las mujeres no casadas. "Una virgen dará a luz",
en lenguaje bíblico, significa sencillamente: una mujer va a dar a luz, ni más ni menos,
y no que vaya a dar a luz virginalmente. Además, para que eso corresponda a la
profecía de Isaías, el ángel Gabriel, en el momento de la anunciación, en el evangelio
de san Lucas, tendría que haber llamado Emmanuel al hijo de María...

El padre Y me observa con una mirada de enorme humildad, que me desarma.


En ningún momento trata de convencerme. Me responde que la virginidad de María es
una cuestión de fe. Pero, no hay nada que hacer, yo no estoy convencido. Por otra
parte, estoy muy cerrado en todas las cuestiones que giran en torno a la Virgen María,
y el padre Y va a darse cuenta enseguida. Ese día no insiste. Sin embargo, la cuestión
de la Virgen María va a volver muy pronto sobre el tapete. En efecto, otro día, él se
pone a hablarme de eso. Le respondo:

-¡No quiero tratar de la Virgen María!

Él me mira, interrogante.

-No, no quiero.

-¿Por qué?

Él intenta comprender mi reticencia. Otro habría dicho « ¡La Virgen María es una
mediadora!». Pero él no lo hizo, sino que siguió preguntándome:

-¿Por qué dices que rezar a la Virgen María es idolatría?

-Cuando veo en KTO todas esas procesiones en Lourdes, esas velas y esas reverencias
ante imágenes, es como los ídolos en Asia, en África o en la Biblia.

Él no responde, y continuamos con la lectura de san Juan de la Cruz. Una vez más no
busca persuadirme de nada.

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ME ENAMORO DE MARÍA

Durante este periodo en que me veo regularmente con el padre Y, me sigo


despertando por la noche a causa de los escalofríos y me encuentro en presencia de
Jesús. Mientras que hasta ahora no le había hablado de eso a nadie, decido confiarme
a mi nuevo amigo. Ese día me escucha, pero no dice nada de particular. Seguimos
hablando de san Juan de la Cruz. La siguiente vez, en cambio, me plantea una batería
de cuestiones sobre lo que me sucede por la noche. Tengo la impresión de sufrir un
verdadero interrogatorio. En ese momento, me digo a mí mismo que hubiera hecho
mejor en callarme. Él quiere saberlo todo: a qué hora sucede, en qué estado de
conciencia me encuentro en ese momento, cómo me siento en la jornada posterior, si
me habla una voz interior, etc. ''Al menos -me digo-, se lo ha tomado en serio".

Otro día me pregunta si me sigue sucediendo lo la noche. Le contesto


afirmativamente. Me aconseja rezar un rosario la próxima vez que comience a sentir
esos escalofríos.

-Me parece bien. Pero ¿qué es un rosario?

-Son meditaciones.

-Ya. También meditamos los judíos. Explíqueme un poco más.

-Se trata de decir un Padrenuestro y diez Avemarías.

-¡Ah, no! Ya le he dicho que no quiero nada de María...

Pero entonces decido proponerle un trato:

-Puedo decir once Padrenuestros en lugar de las diez Avemarías.

Él sonríe:

-No, eso no es posible. Te propongo otra cosa: dices «Dios te salve, María» como si le
dijeses « ¡Buenos días!», sin imagen y sin ponerte de rodillas.

Me entrega entonces un desplegable con los cinco misterios de luz meditados


por Juan Pablo II, y me explica cómo rezar un misterio en cada decena del rosario. «
¡Vaya, otra vez Juan Pablo II!», me digo a mí mismo. Veo un guiño en eso y acepto. Al
despedirme, me pide que le telefonee para contarle cómo se desarrolla nuestro nuevo
método. Más tarde comprenderé que quería cerciorarse de que esos fenómenos
nocturnos no procedían del demonio. Pues María hace retroceder al demonio.

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A salir de su casa ese día estoy muy excitado, y me pregunto cómo voy a hacer
para aguantar hasta la noche. La tarde con los niños me parece interminable. Solo
tengo una cosa en la cabeza: lograr que se acuesten para poder encontrarme solo y
leer el desplegable. Al fin llega el momento en que puedo encerrarme en mi cuarto.
Me preparo entonces con la ayuda del rosario y el desplegable para estar listo para el
momento en que me despierte. Estoy nervioso como si fuese a pasar un examen.
Recito entonces mis cuatro rosarios, los gozosos, los de luz, los dolorosos y los
gloriosos, antes de acostarme. Enseguida me hundo en el sueño y duermo como un
bebé... hasta la mañana siguiente. Además, después de este rosario, ya no me
despertaré más por la noche. En cambio, al abrir los ojos al día siguiente, me
encuentro con un deseo loco de arrodillarme a los pies de María y de amarla. Es
increíble, ¿no? Jesús me lleva a María, su madre, mientras que de ordinario es a la
inversa: se va a Jesús por María.

Cada vez más, me encuentro dividido interiormente entre lo que vivo en mi


corazón y lo que me dice la razón. ¡No puedo más! Para encontrar una solución a este
dilema interior, decido conceder tres meses al corazón para que haga sus experiencias,
y dejar la razón a un lado durante este tiempo. Al cabo de esos tres meses, sacaré mis
conclusiones. Para comenzar, vuelvo a La Procure. Me paseo por las secciones y
encuentro un libro que me llama la atención. Se trata de La verdadera devoción a
María de san Luis María Grignion de Montfort. Este autor me es perfectamente
desconocido. Lo compro y empiezo enseguida la lectura. Este libro me dice que así
como Dios pasó por María para llegar al hombre, así también desea que pasemos por
María para unirnos a Él. ¡Qué misteriosa delicadeza!

Poco tiempo después, una noche, mientras intento dormir, recibo como una
palabra interior, que me sugiere por qué María debía ser virgen para recibir al Mesías,
y ¡lo hace a través de la teología mística judía!

Según la tradición, Sara, la mujer de Abrahán, era estéril. Había que romper la
cadena natural desde el pecado de Eva, de modo que Sara pudiese dar origen a una
nación pura. Era precisa una forma de muerte y renacimiento. Para que Isaac fuese
puro, su receptáculo debía ser puro. Esta noción de adecuación entre el receptáculo y
el contenido es fundamental en la teología mística judía. Se pone el agua en un vaso y
no en un plato. Se encuentra esta misma idea en el capítulo primero del Éxodo. En
efecto, allí se cuenta que un hombre fue a buscar una doncella en la tribu de LevÍ. De
su unión nacerá Moisés. Pero se sabe que esta mujer tenía ya dos hijos, Myriam y
Aarón. Entonces, ¿por qué las Escrituras dicen que la madre de Moisés era una
doncella, como si fuese virgen? El Talmud explica: Dios hizo un milagro devolviendo su

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virginidad a la madre de Moisés, porque era preciso que el salvador de Israel naciera
de una madre intacta. Esta «revelación» tuvo tal impacto en mí que, en aquel
momento, María entra totalmente en mi corazón.

LAS HERMANAS DE BELÉN

Estamos en noviembre de 2007. Han transcurrido varios meses desde el día en


que Jean Marie Lustiger me hizo señas en la playa de Trouville. Desde hace algún
tiempo, tengo la costumbre de acudir a primera hora de la tarde a la iglesia de Saint-
Augustin, mientras los niños están en el colegio. Esta iglesia es muy grande, circular, y
tiene muchas capillas. En una de ellas, en la que se convirtió Charles de Foucauld, hay
un magnífico crucifijo de tamaño natural. Es aquí donde vengo a sentarme, siempre en
el mismo sitio, frente a Él. Por el momento, no conozco a Charles de Foucauld y no
vengo aquí por él, pero pasado el tiempo, me digo que este lugar de conversión es
importante y, ¿quién sabe si no habrá intervenido él desde el cielo para alcanzar mi
conversión?

Un día, al llegar a la capilla, veo que una religiosa está sentada en «mi» silla.
Como ya comienzo a creer que no hay coincidencias gratuitas, me decido a hablarle.
Charlamos un poco. Me dice que es una hermanita de Belén y que viene de
Fontainebleau. Las hermanitas de Belén son contemplativas de clausura que no salen
nunca de su convento. ¿Nunca? Entonces, ¿qué hace ella sentada en mi silla, hoy, y en
el mismo momento en que entro en esta iglesia? Me está encaminando a la Iglesia, eso
es cierto. En efecto, ella me sugiere que vaya a ver a la priora de las Hermanas de
Belén, en la plaza Víctor Hugo de París.

Poco tiempo después, me encamino hacia esta dirección. Entro por la tienda que
está al Iado y pido ver a una religiosa. Se me presenta entonces sor Ch, a quien cuento
mi historia y mi atracción por Jesús. Me escucha y me dice que tengo que ver sin falta
a una cierta sor P. Así lo hago. La primera vez charlamos un rato en el locutorio. Ella
me propone volver por allí a verla, cuando quiera. No me hago de rogar, y vuelvo por
allí siempre que puedo. Así comienza una larga cadena de horas y horas de
conversación.

En el mes de diciembre de 2007, sor P me propone ir a pasar la Navidad al


convento. ¡Qué alegría! He soñado con eso desde mi infancia: ¡por fin podré celebrar
la Navidad en una iglesia! Evidentemente, acepto enseguida su invitación. Me sugiere
dormir allí y me promete que podré comer kosher. Por otra parte, eso no será

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problema para las hermanas, porque en una de las calles cercanas al convento hay
toda clase de tiendas judías. Ese día, al volver a casa, estoy muy emocionado. ¡No me
lo puedo creer! Una canción de Enrico Macías, «Noel a Jerusalén», me baila en la
cabeza. Aunque para mí, será más bien ¡«Noel a Bethléem»! Llega el día. Espero que
estén dormidos los niños para desaparecer. Quedan al cuidado de Rachel, a quien he
dejado el número de teléfono por si acaso. No les he dicho dónde voy. Me da cierto
apuro dejarlos solos por la noche, es la primera vez que sucede. Pero siento que debo
ir. En el camino, rezo para que no les pase nada.

La misa es magnífica. Comulgo con el cuerpo y la sangre de Cristo. Sor P no


vuelve y cuando, más tarde, le diga que yo comulgué la primera vez a los trece años,
quedará estupefacta. Luego, como las hermanas, tomo mi cena en una celda. En fin,
me acuesto. Dormir en el monasterio es para mí una experiencia muy emocionante.
Estoy impresionado por el increíble silencio que allí reina. Vivo un gran momento de
recogimiento y paz. Me siento totalmente separado del mundo. Disfruto de una alegría
y una paz interiores que no he conocido en ninguna otra parte.

En el momento de dejar el convento, a la mañana siguiente, las hermanas me


dan pan y pasteles para los niños. Al llegar a casa, le doy estos regalitos y les explico
que son de un monasterio en que he pasado la noche. Para mi gran sorpresa, ellos no
hacen ningún comentario. Sor P me ha regalado también un crucifijo y una imagen de
la Virgen de Lourdes, que me ha hecho elegir en su tienda. Pero eso, en cambio, no
pienso enseñárselo por el momento. Los escondo cuidadosamente en mi cuarto. En
efecto, a pesar de todo lo que me ha pasado en estos últimos meses, los niños no
sospechan nada y seguimos llevando nuestra vida judía ultraortodoxa normal.

Sin embargo, cuanto mejor va todo más siento que esta vez no vaya cortar. La
conversión está próxima: ¡voy a pasar al otro lado! De golpe, me empiezo a plantear
seriamente cómo presentaré las cosas a los niños. ¿Cómo se lo van a tomar? Temo su
reacción. Entonces, intento preparar el terreno poco a poco. Por ejemplo, mientras
que desde Navidad la imagen de María está escondida en mi cuarto, y cierro la puerta
cuando le vaya rezar, decido que ahora la pongo más a la vista y dejo la puerta
entreabierta. Un día, la dejo abierta del todo. Llega Rebeca y me sorprende de rodillas
ante la Virgen María. Me pregunta qué hago. Un judío reza sentado o de pie, pero
nunca de rodillas. Estoy un poco confuso, pero al mismo tiempo deseaba que llegase
este momento. Le explico:

-Es la Virgen María, la madre de Jesús.

-¿Es tu nueva amiguita? -me contesta ella.

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Bueno, me había equivocado al inquietarme: no ha sido más complicado que eso. En
adelante, la Virgen María es aceptada en la casa. Desde este día, cuando encendemos
las velas de Sabbat, el viernes al atardecer, se canta también el Avemaría.

Sor P me invita también a pasar la noche de año nuevo en el monasterio. Esta


vez se lo digo a los niños. La víspera comienza por los oficios. Las hermanitas de Belén
son muy marianas y muchos de sus cantos se dirigen a la Virgen María, que tiene una
fiesta el primero de enero. Esta misa en honor de la madre de Jesús, que forma parte
de mi vida desde hace poco, tiene para mí una resonancia muy particular. A la mañana
siguiente, me dan de nuevo pasteles para los niños, y al regresar, ellos me preguntan
cómo ha sido todo. Yo les cuento mi fin de año cristiano.

Estoy asombrado por su modo de reaccionar. Toman las cosas tal como vienen,
sin extrañarse. Pensaréis que tengo suerte y que mis niños son tranquilos y abiertos.
Pero yo no creo en la suerte, creo en la Providencia y en la educación: en la relación de
confianza entre padres e hijos. Algunos meses más tarde, antes de ir a Tierra Santa,
pediré a mis hijas que forren de papel opaco mi libro de san Juan de la Cruz, para no
aparecer como judío renegado. Déborah me responderá: « ¡Papá, haz lo que tú
quieras!». Ellas son más libres que yo. Les hago caso, y no forro el libro. Y cómo no: en
el coche, una judía me interpelará.

Pienso cada vez más en pedir el bautismo, pero sigo dividido. El 2 de febrero de
2008 vuelvo al monasterio para celebrar la Presentación de Jesús en el Templo. Voy al
oficio de la tarde, paso la noche en una celda, y asisto a la misa por la mañana
temprano. Antes de marcharme, hacia las tres de la tarde, sor P me pregunta qué tal
voy: «Muy bien. Además he decidido pedir el bautismo». Estoy sorprendido por lo que
acabo de decir: en ese instante preciso, Dios sabe por qué, ya no tengo conflicto
interior. Sor P me pregunta por qué quiero bautizarme. ¡Porque quiero ser cristiano!
Ella me explica entonces que debo hacer el catecumenado.

-¿Qué es eso?

-Es una preparación al bautismo.

-Pero señora, ¿para qué tengo que prepararme?

-¡Para ser cristiano!

-¡Pero si ya estoy preparado! Sé leer la Biblia. Además, esa preparación que me


propone contradice las Escrituras.

-¡Ah, sí! ¿Y por qué?

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-En los Hechos de los Apóstoles, cuando el etíope pide el bautismo a Felipe, se echa a
una charca de agua y le bautiza allí mismo. Y, en el caso de san Pablo, ¿es que alguien
le ha pedido seguir un catecumenado?

-¡Cálmate!

-Estoy calmado.

-En la Iglesia ya no es así. ..

-Pero yo le hablo de Jesús, no de la Iglesia.

No estamos en la misma longitud de onda. Se sigue una larga discusión en que la


hermana intenta explicarme que la Iglesia y Jesús son un mismo cuerpo.

CATECÚMENO A TIEMPO COMPLETO

Para mí, que soy judío religioso, la referencia absoluta es la palabra de Dios, y no
las ideas de los hombres. Lo que me molesta en toda esta historia del catecumenado,
es que no se menciona por ninguna parte en los Hechos de los Apóstoles. Ved lo que le
costó al apóstol Pedro suprimir lo que estaba prescrito en la Torá. Sin embargo, dijo
que Jesús era el Mesías, vio a Jesús resucitado, creyó y afirmó que Jesús era hombre y
Dios, recibió el Espíritu Santo en Pentecostés y salió a predicar. Pero a pesar de todo
eso, seguía convencido de que había que comer kosher por la sencilla y buena razón de
que eso estaba escrito en la Biblia. Necesitará una visión para comprender que eso ya
no era necesario.

En lo que me concierne, por obediencia y porque mi deseo de ser bautizado es lo


más fuerte, voy a aceptar someterme a lo que me pide sor P. En el mes de febrero de
2008 entro en el catecumenado. Será probablemente más fácil para mí acercarme a
los judíos mesiánicos, según me han sugerido. Sin embargo, yo me siento atraído por
el catolicismo. Ignoro por qué, pero en eso al menos no tengo ni sombra de duda. Por
otra parte, ser judío mesiánico no resolvería mi problema de conciencia que se refiere
principalmente a la persona de Jesús, Dios hecho hombre, ya la idea de un Dios en tres
personas.

El cardenal Lustiger, a propósito de los judíos que se hacían cristianos como él,
hablaba de judíos cabales. No quiero escandalizar a nadie, pero no estoy de acuerdo
con él. No me considero un judío cabal, sino un judío convertido a Cristo: no se habla

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de judíos cabales en los Hechos de los Apóstoles, ni en las Epístolas de san Pablo, ni en
toda la santa Biblia. La gente que escuchaba a san Pedro, el jefe de la Iglesia, le
preguntaba: « ¿Qué debemos hacer?». Él respondía: «Convertíos». No les ha pedido
ser judíos cabales reconociendo a Jesús. Una conversión es un cambio total. De pronto,
se ve, se piensa, se come de otra manera. Se tiene una relación diferente con los
demás y con Dios. Después de su conversión, los judíos ortodoxos como Pablo, el
rabino Drach, los Liebermann, el gran rabino de Roma Zolli, han cambiado su mirada
sobre la práctica de la Ley.

La conversión, en hebreo «techuva», es una vuelta a Dios. En las sagradas


Escrituras, Dios pide con frecuencia a los judíos que se extravían que se conviertan,
que vuelvan a Él. San Pedro ha pedido a los judíos que se conviertan porque, según él,
el pueblo judío se extraviaba al no aceptar a Jesús como Dios salvador. La conversión
permite ser un hombre nuevo. Convirtiéndome a Cristo, soy otro. A mi parecer, la
mayor parte de los judíos no creyentes o no practicantes que se han convertido al
cristianismo acaban siempre por encontrar sus raíces judías a través del catolicismo. A
menudo, me parece que no se sienten cómodos con su identidad judía, que no han
vivido plenamente o asumido hasta el final. Tienen una visión externa del judaísmo,
del judaísmo ortodoxo, de la práctica de la Ley y de los estudios. El gran rabino de
Roma que se convirtió en 1956 -después de haber tratado mucho a Pío XII, de quien
tomó su nombre de bautismo, Eugenio-, no tenía problema de fidelidad a sus raíces,
porque había vivido y cumplido plenamente su judaísmo. San Pablo también tenía en
poco su práctica judía. San Juan tampoco hablaba de su judaísmo.

A propósito del cardenal Lustiger, abro un paréntesis. Cuando Juan Pablo II se


proponía nombrarle arzobispo de París, sus consejeros en el Vaticano se opusieron,
pensando que al ser judío podía dar lugar a historias. Juan Pablo II no cambió de
parecer. Se fue a rezar. Al volver, dijo a sus consejeros: es la voluntad de Dios, punto
final. El cardenal Lustiger ha sufrido toda su vida que los judíos no reconozcan a Jesús,
y que muchos católicos no reconozcan que era judío. Una precisión aún: el cardenal
Lustiger, que se hizo bautizar en plena guerra mundial y contra el parecer de sus
padres, que acabaron por permitírselo pensando que eso le protegería, no se convirtió
por esa supuesta ventaja. Su madre murió deportada y su padre le pidió anular su
bautismo: ¡qué desgarramiento debió sentir! Imagino fácilmente cómo sufriría su
conciencia y qué sentimiento de traición filial debió padecer. Me parece que solo los
judíos y los musulmanes convertidos pueden comprender, en sus entrañas, lo que
Jesús quiere decir cuando declara, en el evangelio de Mateo (IO, 34-35): «No penséis
que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada.

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Porque he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a
la nuera contra su suegra».

Volvamos a mi catecumenado, este largo periodo de preparación al bautismo


que comienza a parecerse a una carrera de obstáculos. Y, creedme, ese es el caso para
muchos catecúmenos. Pienso sinceramente que habría que acortar este tiempo de
preparación (que dura dos o tres años normalmente) si se logra discernir en el
catecúmeno un deseo real de ser bautizado. Por lo demás, sería más juicioso seguir al
neófito después de su bautismo, más aún que antes. En efecto, tras el bautismo, el
nuevo cristiano se encuentra a merced de sí mismo. Con frecuencia nadie se interesa
seriamente por él, y sucede que los recién bautizados no vuelvan a poner los pies en
una iglesia.

Es un laico de la comunidad de Belén, François F, quien recibe la misión de


acompañarme. Esta tarea que le incumbe está lejos de ser fácil. Llego a él con diez
años de formación rabínica a mis espaldas, con una teología, una filosofía. No soy un
pagano que acaba de convertirse. Él no consigue responder a todas mis preguntas.
Incluso me dice que se siente superado y puedo comprenderlo. Paralelamente me
sigue un sacerdote, el padre O. También nuestros encuentros son difíciles, tanto para
él como para mí. No paro de preguntarle y sus respuestas no me convencen. Siempre
tengo un argumento para oponerme. Pero él se muestra bastante cerrado al diálogo.
Quiere imponerme su punto de vista: él es el sacerdote, el «especialista en san Pablo»,
como dice. El modo de actuar del padre O choca realmente con mis hábitos culturales.
Recordad que en el judaísmo, se tiene la costumbre de la disputa, en sentido medieval,
tal como la he practicado en la yeshiva. La disputatio es parte de los estudios, a la
manera en que santo Tomás de Aquino defendía en su tiempo sus puntos de vista
teológicos. En la yeshiva, se puede no estar de acuerdo con el maestro. En cambio, en
las clases de teología católica y de exegesis, tal como están organizadas, con frecuencia
en anfiteatro, a nadie se le ocurriría contradecir al profesor. Es una pena, pues esta
práctica permite llegar realmente al final de la argumentación y aclarar las cosas. De
hecho, nadie aquí abajo tiene toda la verdad. Ninguna de nuestras palabras agotará el
misterio: «Dios no ha dicho más que una Palabra, yes su Hijo». Varios puntos de vista
pueden sumarse para aclarar el misterio desde perspectivas diferentes. Por otra parte,
san Benito en su regla insiste en el hecho de que el Espíritu Santo habla a menudo a
través del más pequeño de todos los hermanos de una comunidad, aquel a quien no se
piensa consultar.

64
Durante todo mi catecumenado, me chocó la manera de presentarme las
afirmaciones de Jesús. Se prescindía totalmente de que fuera judío. Evidentemente, yo
no digo que haga falta ser judío para comprender a Jesús. Los padres de la Iglesia, los
santos y las santas que no han sido judíos han transmitido muy bien los Evangelios, y
Jesús mismo ha dicho: «Yo te alabo, Padre [...] porque has ocultado estas cosas a los
sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Muchas veces
pienso que para poder entrar en lo que realmente dice Jesús, hay que entrar antes en
el pensamiento judío. En efecto, Jesús se dirige a judíos, con quienes comparte la
misma cultura. El contexto de la cultura rabínica de la época tiene también su
importancia. En lo que me concierne, cuando, unos años más tarde, emprendo una
formación en teología y en filosofía, y estudio el pensamiento de santo Tomás de
Aquino, necesito saber quién era, en qué lugar y época vivió, entrar en su lengua y en
su cultura. Incluso con años de estudio a mis espaldas, admitiré que la suya no es mi
cultura. Es una actitud que me parece esencial para acceder al conocimiento de algo.
Por lo demás, nótese que siguiendo al concilio Vaticano Ir y al diálogo judeo-cristiano,
las cosas van evolucionando en este sentido.

Cuando el padre O me cita esta frase de Cristo en el Evangelio de Mateo: «No


penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a
darles su plenitud» (Mt 5, 17), yo no la comprendo. Para mí eso es falso. No olvidemos
que Jesús se dirige aquí a judíos fariseos. La Ley para ellos designa el conjunto de las
prescripciones de Moisés, reunidas en los cinco libros que constituyen el Pentateuco,
la Torá. Pues, Cristo viene a abolir los rituales judíos y sobre todo la comida kosher,
cuando dice (Cfr Mt 15, 16-20) que no es lo que entra por la boca lo que hace impuro
al hombre. La comida kosher no es una invención de Moisés o de los rabinos: es un
mandamiento dado por Dios a Moisés. No es cosa de poca monta. Si mañana viniese
alguien con las mejores intenciones del mundo para abolir la Eucaristía, ¿qué
diríamos?

Entonces, acoso al padre O con mis preguntas: « ¿Qué quiso decir Cristo? ¿Qué
palabra ha utilizado en arameo? ¿Cómo san Jerónimo, que parte de la Biblia de los
Setenta y del hebreo, traduce los verbos abolir y dar plenitud».

Además, hay que comprender que Jesús no suprime solo los rituales judíos sino
también el dogma de la fe judía. Nunca los profetas nos hablaron de un Dios trino que
se haría carne. Ese es otro punto sobre el que interrogo vivamente al padre o: «
¿Dónde se anuncia un Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el Antiguo
Testamento? Lo que me muestra no me convence. Por ejemplo, incluso cuando está
escrito en el profeta Isaías (7, 14) «Mirad, la doncella ("alma") está encinta y dará a luz

65
un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel», puede tratarse de un mesías humano,
pues nada nos dice que la mujer en cuestión va quedar encinta virginalmente y que es
Dios quien se va a hacer carne. A mis ojos de judío, la Trinidad supone abolir el
mandamiento número uno del judaísmo: «Escucha Israel, el Señor tu Dios es UNO».
Para un judío, un Dios trino no es compatible con el Dios uno. Ahí también el padre O
hace gala de falta de apertura. No tiene en cuenta mi punto de vista. No comprende
que solo con la razón humana, nadie en el mundo puede ver que exista un Dios trino,
un Dios que se encarna. En el Evangelio de Mateo (16, 13-19), cuando Cristo pregunta
a sus discípulos: «y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» y san Pedro le responde: « ¡Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!», Jesús hace esta declaración: «Bienaventurado tú,
Simón, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en
los cielos». Así que, lo que ha dicho Pedro no lo ha comprendido gracias a su
inteligencia, eso le ha sido revelado de arriba. También Saulo necesitará una
iluminación para comprender estas cosas.

Más tarde, cuando reciba más luz, me bautice y reciba el Espíritu Santo,
comprenderé de otro modo esta afirmación de Jesús. Cuando dice que no ha venido a
abolir sino a dar cumplimiento, está hablando de lo esencial de la revelación del
Antiguo Testamento. Y lo esencial es que el Verbo se encarna.

Todas las Escrituras no dicen más que eso. Todo el Antiguo Testamento, toda la
Ley, están ahí para anunciar la Encarnación del Verbo que se cumple en Jesús. Todas
las Escrituras tienen como objetivo hacer venir al Mesías. Veamos un ejemplo que
revela el proyecto intrínseco de Dios sobre Abrahán: un midrash se pregunta por qué
Abrahán lleva con él a su sobrino Lot para ir a la Tierra prometida. El midrash responde
que el Espíritu Santo ha mostrado en visión a Abrahán que es de la descendencia de
Lot de la que vendrá el Mesías. Veamos: Jesús no viene a abolir el proyecto de Dios
sino a cumplirlo, es decir, a realizarlo, a convertirlo en real. Jesús no viene a abolir la
Ley y los profetas en la medida en que su objeto era la Encarnación del Verbo de Dios.
No abolió la intención de Dios, que es rescatar al hombre y reconciliarse con él para
hacerlo realmente hijo de Dios: la cumplió. Desarrollo esta cuestión con más
profundidad en otros libros que estoy escribiendo: cómo el Antiguo Testamento es
preparación para el Nuevo. No en el nivel de las profecías, pues en el Credo no
decimos: «Creo en las profecías». Cómo el Antiguo Testamento prepara el Credo, que
es toda la vida cristiana. Cómo en el Antiguo Testamento se ve por todas partes a la
Trinidad, al Dios que se va a hacer carne.

Esperando, las correspondencias que intenta mostrarme el padre O entre el


Antiguo y el Nuevo Testamento no me parecen serias. Juan Bautista señala por
ejemplo a Jesús como «el Cordero que quita los pecados del mundo», pero el cordero

66
que se ofrece en el Templo en Pascua es un cordero de conmemoración, no de
expiación. Es en Kippur cuando tiene lugar el sacrificio de expiación, y no es un cordero
lo que se ofrece sino un macho cabrío. Concluyo que Jesús ha roto con la antigua
alianza y que no hay continuidad, contrariamente a lo que me repite el padre O.

¡Qué difícil es para un judío aceptar las palabras de Cristo! Se ve en los


Evangelios que cuando Jesús anuncia algo que supera la razón humana, la gente le
abandona. Así en el Evangelio de Juan (6, 51-58), cuando Jesús dice: «El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna», muchos de sus discípulos se van. Con
todo, ellos habían elegido seguirle, habían renunciado por Él a la seguridad material y
espiritual en la que vivían antes. Pero lo que Jesús afirma aquí está por encima de
todo, eso supera completamente la razón humana. ¡Comer la carne de un hombre y
beber su sangre! Además, ¿dónde está escrito en el Antiguo Testamento que los judíos
deban comer la carne y beber la sangre de un ser humano, de Dios encarnado? No se
puede culpabilizar a esta gente que ha dejado a Cristo en ese momento. Hay que
aceptar que el cristianismo se basa sobre la locura, la locura de la cruz. Es decir, el
fundamento del cristianismo está más allá de la razón humana, de la percepción
humana. No se puede reprochar a los judíos no haber visto que Jesús es Dios, pues
¿quién lo ve? Se acepta por la fe y la gracia de Dios.

MI CORAZÓN Y MI CABEZA

Sor P me sermonea crudamente. Ella, que se pone a cuatro patas por mí, tiene
miedo de que yo lo haga fracasar todo. En efecto, a causa de mi actitud, el padre O
piensa que no deseo verdaderamente ser bautizado. Pero eso no es cierto. Tomo
entonces la firme decisión de no hacerle más preguntas. Pero eso no impide que me
las haga a mí mismo. Siempre el mismo conflicto agotador: mi corazón aspira al
bautismo, pero mi cabeza no le sigue.

Una noche en que no consigo dormir, hago un trato con Jesús. Le hablo a corazón
abierto: «Tú has puesto un deseo en mi corazón, pero mi cabeza no cree nada en ti.
Ella piensa que tú eres un blasfemo, un mentiroso, que has desviado al pueblo judío de
la verdadera fe. No creo en el Dios trinitario ni en tu resurrección. Si tú has resucitado,
es obra del demonio, es una prueba que Dios nos da. Está escrito claramente en el
Deuteronomio: "Os enviaré un falso profeta para poneros a prueba". ¡Tú eres esa
profecía de Dios! He acudido a tu Iglesia: no tienen respuesta que darme. Entonces, es
sencillo: o bien produces un chispazo en mi cabeza, como has hecho con el gran rabino

67
de Roma -un día abrió el Arca y vio a Jesús que le dice: "Ya no te necesito aquí, te
necesito en otra parte"- o bien me fulminas como a san Pablo. O me dejas en paz,
porque ¡ya es bastante complicado sacar adelante a seis hijos! No quiero volverme
loco, no me lo puedo permitir, tengo que atender las necesidades de mi familia. Los
niños ya han sufrido bastante con la muerte de su madre, no quiero que sufran otra
vez porque su padre se convierte al catolicismo. Haz algo también con ellos. Y si no,
¡déjame en paz! Amén». No hay respuesta.

Algún tiempo después, sor P me invita a pasar la Pentecostés en el monasterio,


con toda la familia. Ya hemos pasado allí tres días en Pascua, los siete. Imaginadlo, una
familia judía practicante con seis hijos, que pasa tres días en un convento de
contemplativas, ¡en pleno París! ¡Que sigue toda la liturgia católica y que come kosher!
Para las hermanas tampoco era cualquier cosa. Yo temía un poco la reacción de los
niños, sobre todo la de las chicas. Ellas nunca habían estado antes en un monasterio,
podrían protestar. Pero todo fue muy bien. A los niños les ha gustado, sobre todo a las
niñas, que han podido charlar con las hermanas. Me ha sorprendido su facilidad de
adaptación. Por otra parte, desde que comencé a cantar las oraciones a María en la
apertura del Sabbat, los niños nunca se ha opuesto a lo que les he ido proponiendo. En
sí, ya es un milagro, pues las mayores ya entran en la adolescencia y no se muerden la
lengua. Sin embargo, esta vez declino la invitación de sor P porque los chicos pueden
negarse. Sor P me propone entonces ir a la casa de otras hermanas de Belén que está
en Nemours: tienen un jardín y los niños podrán jugar al aire libre.

Llegamos pues los siete, el jueves por la tarde. El viernes por la mañana, por fin,
Jesús se me va a desvelar claramente. ¡Todas mis preguntas van a encontrar
instantáneamente su respuesta! Voy a bascular hacia otra dimensión.

EL GOLPE DE GRACIA

Al llegar al monasterio el jueves por la tarde, seamos francos, no estoy


atormentado por mis cuestiones espirituales: estoy agotado. He preparado los
equipajes de los seis niños para cuatro días, y luego hemos salido de casa los siete
hasta la Gare de Lyon para tomar el tren hasta Nemours. Allí, una hermana nos
esperaba con una furgoneta para conducirnos al monasterio. O sea, mi conflicto
interior ha estado sepultado por las preocupaciones prosaicas y el cansancio físico. No
pienso en nada. Nos instalamos para pasar la noche. Nos alojan en dos pequeñas
ermitas separadas por un oratorio.

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El viernes por la mañana me despierto temprano. Ya es de día. Como los niños
duermen aún, me voy al oratorio. Al entrar en la capilla, veo al fondo un crucifijo
bizantino. A su derecha hay un gran icono de María y a la izquierda, un cuadro de la
Santa Faz del Santo Sudario, junto a una ventana que da al cielo. Me acerco y me
siento. De pronto, comienzo a sentir los mismos temblores que me invadieron en la
playa y en mi cuarto. Presiento en mi carne que va a pasar algo. Y de repente, ¡veo
abrirse los ojos de la Santa Faz! Me sumerjo entonces en una felicidad indecible.
Luego, después de un cierto tiempo que me ha parecido muy largo, los ojos de la Santa
Faz vuelven a cerrarse y todo parece quedar en la normalidad. Me tranquilizo
lentamente y miro al cielo. Bruscamente, me doy cuenta de lo que acaba de pasar y
me da miedo. Me digo que estoy perdiendo completamente la cabeza. Me inquieto
terriblemente por los niños. A ellos, que han perdido ya a su madre, ¡solo les faltaba
que ingresaran a su padre en un hospital psiquiátrico! Me pregunto qué me pasa, todo
es turbio en mi cabeza. Me cuesta mucho tiempo bajar a tierra.

Luego miro de nuevo a la Santa Faz. De allí, está decidido, no me voy a mover.
Aunque vengan los niños, no me voy a mover hasta que tenga una respuesta clara.
Estoy cansado de este Dios que juega al escondite. ¡No puedo más! ¡No soy
masoquista! Esta vez, pase lo que pase, quiero acabar ya. Entonces sus ojos se abren
de nuevo. Y en ese momento preciso, ¡viene la iluminación! Me veo bascular
totalmente. ¡Es un vuelco completo! ¡Por fin! Por increíble que pueda parecer, en un
instante, estoy dispuesto a echar la Ley judía a la papelera. Ya no quiero comer kosher.
¡Es el golpe de gracia! Yo, judío ortodoxo, testifico que sin esta Gracia, nunca hubiese
podido abandonar la práctica de la Ley. Comprendo muy bien lo que san Pablo debió
vivir en su carne.

La primera consecuencia de esta iluminación es un cambio total de coordenadas.


Antes deseaba a Cristo. Ahora tengo una fe que ama a la persona misma de Jesús.
Antes, mis referencias eran la Biblia, el Talmud y los maestros que tuve en el curso de
mi formación rabínica. Intentaba hacer entrar al Mesías en mis esquemas talmúdicos o
en mis referencias místicas judías, y si no entraba, lo rechazaba. De pronto, Él se ha
convertido en la referencia, el fundamento, la fuente de todo. Ningún teólogo puede
convencer a nadie para que renuncie a su modo de ver el mundo, a lo que piensa, a sus
valores. Solo la Gracia. El padre O no podía darme lo que solo Jesús puede dar.

Ahora descubro la Escritura con una nueva luz. Comprendo el Antiguo


Testamento a través de Cristo. El magisterio de la Iglesia dirá que en todas las
Escrituras no hay más que una sola palabra, es el Verbo. Ahora, cuando leo el Antiguo
Testamento, veo en todo al Verbo, y no solo en los pasajes proféticos que anuncian la

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venida de Jesús. En efecto, veo pasajes o personas que han tenido una relación con la
segunda persona de la Trinidad. Varios pasajes del Nuevo Testamento dan testimonio
de estas relaciones con Jesús. Por ejemplo, en el Evangelio de Juan (8, 56) Jesús dice a
los fariseos: «Abrahán, vuestro padre, se llenó de alegría porque iba a ver mi día; lo vio
y se alegró». O san Pedro en los Hechos de los Apóstoles (2, 31), dice de David: «Lo vio
con anticipación y habló de la resurrección de Cristo». Me doy cuenta de que toda la
Escritura habla del Dios Trinidad. Sí, el Señor me abrió realmente la inteligencia a las
Escrituras. Como dice san Pablo, un velo estaba ante mis ojos, y ha caído. ¡Todo se
vuelve claro!

En Gálatas 4, Pablo les reprende de que se han convertido pero quieren


someterse de nuevo a la Ley judía. Se entrega entonces a una lectura alegórica,
cristológica, de un episodio de la Biblia. Compara a Agar, la esclava de Abrahán, y a su
mujer Sara con las dos Alianzas: la antigua, la del Monte Sinaí, y la nueva, la de Jesús.
Agar, la primera alianza, da al mundo hijos esclavos. Y Sara, la nueva, hijos libres. Un
judío, por supuesto, no puede hacer ni aceptar esta lectura. Por eso dice Pablo que los
judíos tienen un velo en los ojos al leer las Escrituras. Lo sé por mi propia experiencia.
Comprendo ahora que el Nuevo Testamento está en el Antiguo como un hijo en su
madre. Mientras está en su vientre, no se le ve. Al nacer, para que pueda vivir y crecer,
hay que cortar el cordón para separarlo de su madre. Sin embargo, sigue siendo su
hijo. Va a aportar algo «nuevo», opera una ruptura y, al mismo tiempo, da una
dimensión distinta a su madre, la renueva. Así, el Nuevo Testamento nació del Antiguo
y aporta algo nuevo, como que Dios es Trinidad, algo que no se veía claramente como
el Dios que se hace carne.

En fin, la última consecuencia de esta iluminación es que me siento llamado a


convertirme en un servidor de la Iglesia. Cuando salgo del oratorio, solo me interesa
una cosa: Él, Jesús, ¡Dios hecho hombre! Pero no digo nada a nadie, ni a los niños ni a
las hermanas. Sigo muy natural y, durante toda la semana, no cambio nada de nuestro
modo de vida. Continúo comiendo kosher. Es en la tarde del Sabbat, de regreso a casa,
cuando se produce el milagro. Como todos los viernes por la tarde, pongo a punto el
sistema para que las luces se apaguen a su hora sin necesidad de accionar los
interruptores, pues en la religión judía no se pueden apagar las luces en Sabbat. Como
de costumbre, cantamos y comemos nuestra cena de fiesta. Es entonces cuando me
levanto para accionar el interruptor. Apago la luz. Estoy yo mismo sorprendido de lo
que acabo de hacer, yo que era hasta entonces tan escrupuloso en el respeto de las
leyes judías. La vuelvo a encender. Los niños me miran, estupefactos. Les digo que se
sienten de nuevo, y me explico. Me explico contándoles mi historia con Jesús desde el
principio.

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De un día para otro, ya no hay ni Sabbat ni kosher en casa. ¡Se acabó! Los niños,
que me han visto siempre vestido como rabino, me ven ahora vestido como todo el
mundo, en jeans, camisa o camiseta. ¿Pensáis tal vez que deben estar impresionados
por este cambio tan rápido? Pues bien, no, en absoluto: el modo en que mis hijos han
aceptado mi conversión, sin haber tenido ellos iluminación, es un milagro. Para mí, eso
no ofrece ninguna duda. Incluso, la manera en que yo mismo vivo las cosas es una
gracia. En efecto, mi conversión hubiese podido constituir un shock para mí también,
podría estar desconectado de la realidad. Pero no, vuelvo a una vida normal y con los
pies en la tierra. Sigo siendo un hombre equilibrado. Lo sobrenatural no ha venido a
destruir lo natural.

NUEVA VIDA

A veces me preguntan qué ha cambiado en mi vida desde la conversión. Al


principio, de hecho, quería ser sacerdote, pero me explicaron amablemente que con
siete hijos eso no era posible. Como quiera que sea, estoy llamado a servir a la Iglesia a
través del apostolado de la predicación. «Que cada uno ponga al servicio de los demás
el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia
de Dios. Si uno toma la palabra, que sea de verdad palabra de Dios; si uno ejerce un
ministerio, hágalo en virtud del poder que Dios le otorga», escribe san Pedro en su
primera carta (4, 10-11). Cada uno, su vocación, Sin embargo, cualquiera que sea el
don recibido, es para ponerlo al servicio de los demás. Cuando enseño, me esfuerzo
siempre para estar al servicio de los que me escuchan.

Lo que mi conversión ha transformado fundamentalmente es mi forma de vivir


con los demás. Primer cambio, notable para un judío ortodoxo: soy ahora sensible al
sufrimiento de cualquiera, aunque no sea judío, y rezo por todos los que se confían a
mi oración, aunque no los conozca. Ya no veo a los demás corno goys (no judíos), o
extraños e indiferentes. Tengo más ternura y atención hacia el otro, quien quiera que
sea. Esto cambia completamente mi actitud hacia él. En fin, el conflicto entre mi
corazón y mi razón ha quedado atrás: estoy totalmente preparado para dar el paso.

Fui bautizado el 14 de septiembre de 2008, el día de la Exaltación de la Santa


Cruz, en las Hermanas de Belén, por inmersión total en una enorme pila. Iba vestido
con una gran alba blanca y fui totalmente sumergido. ¡Por fin! Tengo entonces 43
años. Mi querido padre O fue quien me bautizó, en el nombre del Padre, y del Hijo y
del Espíritu Santo, dando un inmenso suspiro de alivio... ¡O de agotamiento! Que Dios
le bendiga.

71
Mi nombre de bautismo es Jean-Marie Élie. He dudado un tiempo si llamarme
Pablo, pero conservé finalmente el nombre de Jean que me dieron mis padres, el de mi
abuelo y de mi evangelista preferido. ¿Hace falta que explique por qué elegí María? En
cuanto a Elías, es el nombre que me puse cuando estuve en Tierra Santa. Supe luego
que el profeta Elías era el patrón de los Carmelitas. Por otra parte, varios judíos
convertidos se hicieron carmelitas, como Edith Stein y Hermann Cohen. La misma
Teresa de Jesús procedía por línea paterna de una familia de judíos conversos.
También san Juan de la Cruz tenía ascendientes judíos.

Algunos meses antes de mi bautismo conocí a Pétronille, que me fue


recomendada para verificar si mi mística judía era «católicamente kosher». Pétronille
me dijo que ella no sabía nada sobre eso, y hemos ido hablando de otras cosas. El
verano siguiente, buscando un sitio para pasar las vacaciones con los niños, me
sugirieron llevarlos a Paray-le-Monial, pequeña ciudad de Borgoña donde el Corazón
de Jesús se apareció a santa Margarita María y donde todo el verano hay sesiones para
las familias. ¡Y allí encontramos a Pétronille! Para volver a París, yo tomo el tren y ella
lleva en su coche a algunos de mis hijos, sobre todo a Gabriel, mi rubito, que se pone a
hacer de celestino. Le dice a ella: « ¡Encárgate de nosotros y de papá!». Y así fue. Nos
casamos un año después. Tres años más tarde tenemos un hijo. Nathanaél nació en
enero de 2012. Pétronille tiene 46 años, y es su primer hijo. Una verdadera historia
bíblica... ¡Gloria a Dios! Querría rendir homenaje a Pétronille, tan alegre y sonriente.
Ha vivido un poco con nosotros antes de casarnos. Se comprometió con conocimiento
de causa ¡y no tuvo miedo!

Después de mi bautismo, he telefoneado a mis hermanos y hermanas para


invitarlos a mi casa. Les he contado mi historia con Jesús desde el principio. Ellos no
han cuestionado mi conversión. Pero están agraviados porque no les había dicho nada,
y me reprochan haberme separado de la familia por mis de-cisiones sucesivas.
Lamento esta incomprensión y me gustaría recuperar una verdadera relación con ellos.
Nunca he abordado el tema directamente con mi padre, pero voy regularmente a La
Courneuve a visitarlo con los niños y Pétronille, que ha sido muy bien recibida. Tengo
en mi teléfono una foto de Nathanaél en las rodillas de su abuelo. Están sonrientes los
dos. ¡Qué gusto me da! Es el único lazo que me queda, por el momento, con mi familia
y la comunidad judía, que me ha expulsado.

¿QUÉ DICEN MIS HIJOS?

Al pasar el tiempo, me parece que lo que ha sucedido con mis hijos es el mayor
milagro de toda esta historia. Es claro que las decisiones de los padres tienen

72
influencia sobre un hijo. Pero en el fondo, es él quien elige. En mi caso, por ejemplo, yo
no he seguido las huellas de mis padres. Pensaba que la fidelidad de mis hijos a la
religión de su madre, por una parte, y la educación que habían recibido en las escuelas
lubavitchs y la práctica de la Ley que impregnaba su vida cotidiana, por otra, harían el
cambio muy difícil. Pero el Señor escuchó la petición que le hice aquella famosa noche.

De hecho, cada uno ha seguido su propio camino espiritual, a su ritmo, como


quisiera. Youssef-Raphael y Menahem fueron los primeros en pedir el bautismo. Se
bautizaron en junio de 2009, un año después que yo, el día de la Santísima Trinidad.
Durante este verano de 2009, todos fueron a un campamento de vacaciones con L´Eau
Vive, una colonia católica. Allí, Youssef-Raphaél, que tenía diez años, ha pedido la
confirmación. Yo no estaba al corriente: es él quien me lo dice por teléfono. Rachel se
bautizó en el Jordán, el 31 de julio, día de san Ignacio de Loyola, en una peregrinación
a Tierra Santa de ese mismo verano de 2009. Myriam pidió el bautismo un año
después, en agosto de 2010. Comulgó y recibió la confirmación el mismo día.
Menahem recibió el sacramento de la confirmación durante el verano de 2010.

Déborah y Rivka no deseaban ser bautizadas. Por tanto, no iban a misa con
nosotros. Les había preguntado si querían celebrar de nuevo las fiestas judías y el
Sabbat, y me respondieron que no. Déborah estuvo cuatro años en el colegio de un
Foyer de Charité. Cada año, yo le proponía cambiar de colegio para ir a uno público,
pero ella no quería. Se rindió en la beatificación de Juan Pablo II, en Roma, en mayo
de20 11. Finalmente, en el curso de su último año escolar en el colegio del Foyer de
Courset, en el mes de noviembre de 2011, recibió una gracia. Dios le ha hecho señas,
es lo que ella dice. Se bautizó, comulgó y fue confirmada en la noche de Pascua de
2012, cuatro años después de mi propio bautismo. Rivka no se ha bautizado. Siempre
estuvo en la escuela pública. Pero lleva un crucifijo que oculta cuando va al colegio.

Es evidente que mi nueva vida ha tenido influencia sobre ellos. Es incluso una
felicidad, diría yo. Eso significa que mi transformación ha suscitado su curiosidad y les
ha dado envidia. Sin embargo, también podrían haberme dicho: «Papá, ese es tu
camino, no el nuestro», como Rivka. Ella es libre, y vivimos eso muy bien en familia.
Rivka se acuerda perfectamente del momento en que comencé a preparar mi viraje
cristiano. Se acuerda de la primera vez que vio la imagen de la Virgen María en mi
cuarto, y dice que no le chocó. Cuando le propuse ir a las clases de Talmud Torá,
rehusó. Cree en Dios, no en Jesucristo. A veces reza a la Virgen María. Las apariciones
de la Virgen le hacen desear creer, pero pide una prueba. Dice que si Dios quiere que
ella sea cristiana, no tiene más que hacérselo saber. Mis hijos son muy libres y
discutimos de todo, aunque respetan mi autoridad.

73
Me he preguntado si no se sentirían culpables frente a su madre. Con toda
honradez, no he querido abordar el tema directamente con ellos. Para su formación
personal, no he deseado que vivan siempre en duelo por su madre, aunque cada año
celebramos su marcha al cielo. El único que ha expresado un caso de conciencia, es
Yossef. Eso le ha preocupado. « ¿Mamá en el cielo estará de acuerdo con esto? », me
preguntó un día. Eso no le impidió ser el primero en pedir el bautismo.

No tenemos oratorio en casa, como tienen algunas familias católicas. No quiero


un rincón reservado a Dios, porque en realidad no hay ningún rincón sin Dios. En
nuestra casa, y es algo que conservo de la tradición judía, el altar es la mesa. Ante
todo, seamos sencillos, es más práctico, porque allí al menos todos están reunidos, no
hay necesidad de llamarlos a determinada hora. Decimos las bendiciones y a veces
rezamos algo de rosario. Rezo diez Avemarías con mis intenciones, luego cada uno reza
una por sus propias intenciones. Pero prefiero que den preferencia a la oración
individual, es decir a su relación personal con Cristo. También tienen un rinconcito
adecuado para la oración en su cuarto, con una imagen, un crucifijo. Al atardecer les
digo: « ¡No olvidéis hacer vuestra oración! ¿Le habéis dado gracias a Dios? ¡Rezad algo
antes de dormid!». Les motivo, pero sin insistir y por supuesto sin vigilarlos.

Pregunté a mis hijos si les parecía que mi conversión me había transformado


humanamente. Rivka dice que estoy menos estresado que antes. También le parece
que tengo más fe. Según ella, antes, mis oraciones eran menos profundas, menos
sinceras. Déborah se sintió muy tocada por el hecho de que, después de mi
conversión, yo pedía perdón y perdonaba. Les he enseñado a pedir perdón y a
perdonarse entre ellos. Antes hablábamos del perdón el día de Kippur, pero no era lo
mismo. Para Yossef, yo era más exigente cuando era judío religioso: no dejaba pasar
una. Ahora, él me encuentra igual de atento, pero con cariño. Dice también que soy
más abierto. Hacerse cristiano no quiere decir hacerse perfecto, como pretende un
judío ortodoxo. Vivo mis defectos, mis debilidades en Dios. Soy capaz hoy de mirarme
tal como soy. Eso me hace más comprensivo con los demás.

También yo me siento cambiado. Ahora soy más libre en Dios, más en paz, más
natural con Dios, aunque vivo pruebas más difíciles que cuando era judío practicante.
Estoy más confiado, y esta confianza es Dios quien me la da. Con las dificultades que
he encontrado y de las que voy a hablar, he vivido horas atroces. Los niños quedaron
asombrados de mi calma, de mi serenidad. Para ellos, estaba claro que Jesús me
ayudaba. Tengo también que dar las gracias aquí a todas las personas que han rezado
por mí y que me ayudaron de un modo u otro en esos momentos de prueba. Sobre
todo le doy las gracias a mi mujer, Pétronille, que me ha apoyado sin desfallecer.

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Desde mi conversión, soy también más alegre, con una alegría interior. Vivo
sencillamente en Su presencia, aun cuando no la sienta. Ahora quiero ayudar a los
pobres y soy sensible a los sufrimientos de todos los pueblos, no solo a los del pueblo
judío. Rezo por todo el mundo, incluso por las personas con las que no tengo ninguna
relación afectiva o comunitaria. Tengo otro modo de ver el mundo, de ver al «no-
judío»: eso es muy importante para mí. Fijaos en san Pablo mientras es Saulo, no tiene
amigos ni amigas no-judíos. Cuando se convierte en Pablo, los tiene. Es un cambio
radical.

«SEÑOR, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN»

Mi conversión a Cristo ha causado muchos desastres. Donde hay gracias, hay


cruz. Lo vemos en la vida de Jesús: no fue aceptado por su propio pueblo, es lo que
dirá san Juan en su prólogo. En el judaísmo, ese rechazo no ha cambiado.

Las épocas cambian, pero la mentalidad judía sobre este punto sigue siendo la
misma. No lo digo para acusar sino para testimoniar. Lo digo en paz porque me siento
bien, con paz interior. Sabía que sería incomprendido y violentamente rechazado. Tal
ha sido el caso. He recibido cartas de amenaza, de chantaje... Mis mejores amigos me
abandonaron de la noche a la mañana, ¡después de treinta años de amistad! Ya no
existo para ellos. Estoy muerto.

Mi caso no es excepcional. San Pablo, san Pedro y tantos otros han pasado por
esto. Yo conocía la historia del rabino Drach. Cuando en 1823, Paul Drach, yerno del
gran rabino, espíritu brillante destinado a una buena carrera en el judaísmo, se
convirtió al catolicismo, tuvo serios problemas. Su cuñado lo expulsó del domicilio
conyugal y su mujer desapareció con sus tres hijos. En todo tiempo, en el seno del
pueblo judío, la conversión de un judío al cristianismo se ha considerado inaceptable, y
ha suscitado reacciones violentas. En este punto no hay diferencia, a mi parecer, entre
judaísmo e islam. No digo esto para tirar una piedra contra el judaísmo ni para crear
una hostilidad. En todo caso, el odio hacia el judío converso existe. Lo digo porque eso
forma parte de mi testimonio. Lo que mis hijos y yo hemos vivido -las amenazas, la
violencia, la no-mirada o la mirada violenta- nos ha dolido en lo más profundo. Somos
seres humanos, no somos insensibles.

Pido aquí a toda la comunidad judía de Francia que respete mi elección y me


deje vivir como cristiano. Apelo a todos los responsables comunitarios y rabinos que
están ya al corriente o que van a estarlo, y pido igualmente que se deje en paz a mis

75
hijos. Por mi parte, no tengo ningún rencor, ninguna violencia ni amargura ante mis
hermanos judíos según la carne. Ya decía san Pablo: «Le pediría a Dios ser yo mismo
anatema de Cristo en favor de mis hermanos, los que son de mí mismo linaje según la
carne» (Rom 9,3). Para mí, siguen siendo mis hermanos. No por ser cristiano olvido lo
que soy: un judío convertido a Cristo. No reniego de nada de lo que el judaísmo me ha
dado ni de lo que yo le haya podido también aportar. Sencillamente, vivo ahora de otra
manera.

DE LA TORÁ A LA CRUZ

Para concluir, puesto que he vivido en la Antigua Alianza y ahora en la Nueva,


querría mostrar algunas precisiones sobre las diferencias más notables que existen
entre el judaísmo y el cristianismo. Como ya he dicho, hay una continuidad entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento, pero también una ruptura.

La fe y la Ley

A veces me preguntan qué distingue la fe judía de la fe cristiana. No se habla de


fe judía, pues en el judaísmo lo que se pone en práctica es la Ley. El régimen cristiano
es la fe en Cristo; el régimen judío es la Ley de Moisés. Eso no quiere decir que no haya
fe en los judíos, por supuesto que sí, pero es mucho menos ostensible, pues lo esencial
es la práctica de la Ley.

Por otra parte, en el judaísmo, Dios no sale al encuentro de un hombre, sino de


un pueblo. Esto puede parecer teórico, pero es algo que lo cambia todo en la vida
cotidiana. El judaísmo se construye alrededor de la noción de pueblo y no de persona.
Para los judíos, es el pueblo el que es elegido; para los cristianos, cada hombre y cada
mujer. En el monte Sinaí, Dios se dirige al pueblo hebreo por mediación de Moisés,
pero no viene a hablar a cada uno individualmente. Dios se dirige personalmente a
Abrahán, es verdad. Pero Abrahán no es el gran hombre del judaísmo, tiene menor
importancia que para los cristianos. Es Moisés, el que ha transmitido la Ley, el
fundador del judaísmo, la referencia absoluta. Cristo va al encuentro de las personas,
una por una. Interpela a cada uno allí donde está, y según su situación presente en la
vida: Simón Pedro, la Samaritana, María Magdalena, Zaqueo... tú y yo. En función de
estos encuentros surge el deseo de servir a los demás. En el cristianismo Dios me mira
y, con esa mirada, me da su amor, sus gracias. Esa mirada misericordiosa me
engrandece, me hace mejor. Tengo la experiencia de que no se puede amar «el
nosotros», a los demás, la comunidad humana universal, más que estando en relación

76
de amor con Dios. Está escrito en el Talmud que la causa de la destrucción del segundo
Templo y de la expulsión de los judíos de Tierra Santa por los romanos fue que no
había amor entre ellos. Según algunos rabinos, la construcción de un tercer Templo no
se podrá realizar más que a través del amor gratuito.

Ciertamente, está escrito en la Ley que los judíos están obligados a amar a Dios
con todo el corazón. Se dice, se escribe, se lee, pero es difícil ponerlo en práctica
concretamente porque lo importante es la Ley. Se tiene el mandamiento de amar a
Dios, pero ¿se puede mandar a alguien que ame? El amor no resiste una imposición. Se
invita a amar amando. Al tomar conciencia del amor de Dios por mí, en los
acontecimientos de mi vida, quiero serle fiel y amarle. Me gustaría desarrollar este
tema con más profundidad en otros libros.

La perfección o la gracia

Cuando era un judío religioso, no creía que Dios me pudiese amar tal como soy.
Ahora, lo creo. Aunque el cristiano debe luchar para ser mejor, no se apoya solo en sus
fuerzas humanas. El esfuerzo del cristiano cuenta con la oración, este cara a cara con
Dios en el que busca entrar en relación con Él. Pues sabemos que su gracia nos
transforma, a condición de que la dejemos actuar. En el judaísmo, por decirlo así, yo
remaba. Era por mis propias fuerzas y mi mérito, aunque creyese que Dios me
ayudaba, como podía llegar a ser justo. El cristiano cree que Dios trabaja en él. Su labor
es dejarle actuar y dejarse hacer. Ahora sé que nuestra voluntad es débil; nuestra
voluntad se apoya sobre todo en nuestra fe fiel. En el judaísmo, yo buscaba la
perfección. En Cristo, no busco la perfección. Como dijo Jesús a Pablo, que se quejaba
de sus defectos: «Te basta mi gracia, pues la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2eo
12, 9). No hay que desanimarse por las imperfecciones que uno pueda tener, sino
aceptarlas humildemente sabiendo que Dios se sirve de ellas. Aceptarse tal como se
es, con defectos, heridas, debilidades que pueden constituir una pesada cruz, y creer
que Jesús se sirve de ellas para acercar a otras almas a Él; eso no lo aprendí nunca en
el judaísmo.

Y porque es Jesús quien actúa en nosotros, puede revelarse a quien quiere,


incluso a los más pequeños, como Margarita María o Marta Robin, que no tenía nada
de extraordinario, que era sencilla y que recibió en la habitación en que estaba
encamada a cientos de miles de personas. Se acerca también a grandes pecadores,
como Agustín, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Charles de Foucauld, y los convierte
a Él. En el judaísmo, para que Dios se revele a un hombre, debe ser puro, sabio,
formado en la mística, escrupuloso en el cumplimiento de las leyes. Acordaos de las

77
palabras condescendientes de los fariseos sobre Jesús: « ¿No es este el hijo del
carpintero?».

Ciertamente, la Biblia cuenta que Dios curó a una viuda extranjera y a un


dignatario persa. Pero los judíos se escandalizaron de eso. Me repito, pero es esencial
en el judaísmo, no se cree que Dios pueda hablar a cada persona. En la Iglesia sí, Dios
puede hablarme realmente en la oración. Aunque, por supuesto, lo que me parece
entender debe ser verificado. Los grandes santos como Teresa de Jesús han tratado de
eso. El Papa Benedicto XVI dijo una vez durante el Adviento: «El Señor nos abraza a
todos en su amor, que salva y consuela». Nunca oí a un gran rabino hablar así. Y eso
que no soy especialmente afectivo, y Benedicto XVI menos aún.

Por Dios o en Dios

«Ya no os llamo siervos [...], os he llamado amigos» (Jn 15, 15), dice Jesús a sus
apóstoles antes de morir. Es una diferencia de la que tengo experiencia. Jesús nos
llama a todos a la amistad con él. Y hoy, siendo ya cristiano, puedo vivir esta amistad
profunda con Él, aunque yo sea un pecador. Más aún, como dice Pablo (Cfr Rom 8, 29),
Jesús es nuestro hermano mayor. ¡Dios, nuestro hermano! Eso es impensable en el
judaísmo, según el cual todas las noches somos juzgados mientras dormimos. Nuestra
alma es juzgada por Dios, y si la balanza se inclina al lado bueno podemos continuar
viviendo y acumular puntos practicando la Ley. No hay relación de intimidad y amistad
con Dios en lo cotidiano cuando se es judío, salvo para algunos grandes justos de los
que nos hablan los libros santos. Mientras que Jesús nos llama a todos a participar en
su vida divina, a vivir en Él como Él vive en nosotros, a cambiar mi vida natural en vida
sobrenatural, a divinizarla por mi unión con Dios: ¡es la locura! «Dios se ha hecho
hombre para que el hombre se haga Dios», escribían san Ireneo en el siglo JI y san
Atanasio en el IV. Dios nos invita a ser «partícipes de la naturaleza divina», como dice
san Pedro en su segunda carta. En el judaísmo es diferente: yo hago cosas por Dios.
Pero no participo realmente en su vida divina. Jesús ha dicho: «Permaneced en mí y yo
en vosotros» (Jn 15,4). Lo esencial es esta relación con Dios.

El Gran perdón o el perdón cotidiano

Mis hijos me han hecho notar que ahora estoy más inclinado a perdonar. Es
claro que el perdón existe también en el judaísmo. Pero no se vive completamente
más que en Cristo, que nos pide perdonar setenta veces siete la misma ofensa por la
misma persona. Es decir que debo intentar perdonar incansablemente a quien me
ofende todos los días. Pero no puedo perdonar por mis propias fuerzas. Algunas cosas

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son humanamente imperdonables. San Juan nos transmite estas palabras de Jesús:
«Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Esta es, una vez más, una gran diferencia con
el judaísmo: como cristiano, si consigo perdonar, no puedo enorgullecerme; sé que eso
no viene de mí; he puesto mi buena voluntad, pero es la gracia de Dios la que actúa en
mí. Eso nos viene de Jesús que dice en la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen» (Lc 23, 34). Cuando se experimenta que Dios nos perdona en la confesión,
se comprenden muchas cosas, y se entra en una lógica de misericordia con los demás.

Una vez al año, los judíos piden perdón en Yom Kippur para todo el año. Por
ejemplo, yo enviaba o recibía una nota de alguien que me pedía perdón por alguna
faena que me hubiese hecho. Pero durante el año, no había nada que tuviera que ver
con el perdón. Pedir perdón o perdonar una vez al año y nada más. Jesús nos lleva más
lejos. Perdonar es una manera de vivir cada día. Antes de venir a verme en la misa,
puede decirnos Jesús, si tienes un conflicto con tu hermano, ve a reconciliarte con él y
luego vienes (Cfr Mt 5, 23-24). Jesús nos pide incluso perdonar y amar a nuestros
enemigos. Esta idea es completamente extraña para el judaísmo. Se odia a los
enemigos. Por supuesto, es humanamente imposible amar a los enemigos, pero Dios
en mí me permite querer su bien, perdonarles. Lo que no impide que defendamos
nuestras propias ideas y luchemos por realizarlas.

Gracias a Dios, nunca he tenido dificultad en confesarme, aunque esta práctica


era para mí inusitada. El sacerdote no me condena, me da el perdón de Dios. Jesús nos
dice: «No envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo
se salve por él» (]n 3, 17). Es maravilloso, nos podemos confesar con cualquier
sacerdote, se dice todo y se perdona todo. Nunca había podido hablar de mi intimidad
con un rabino. La mirada de un rabino y la de un sacerdote son completamente
diferentes. Los judíos no se confían al rabino a corazón abierto por miedo a ser
juzgados por la comunidad.

Persecuciones

Sé que muchos cristianos, o personas que llevaban ese nombre, han hecho
daño al pueblo judío, queriendo convertirlos por la fuerza, amenazándolos de muerte.
Y la iniciativa de arrepentimiento de Juan Pablo II ha sido formidable y ejemplar. Por
supuesto, hay gentes de Iglesia que se han portado mal, pero cuántas también han
hecho tanto bien a los judíos. Basta ir a Jerusalén a Yad Vaschem para verlo. El
comisario de policía que salvó a la familia de mi madre era un goy (un no judío). ¿Y
cómo se portaron los judíos americanos durante la guerra con sus hermanos judíos
europeos? No quiero entrar en polémica pero es preciso que las relaciones entre
judíos y cristianos se funden sobre la libertad de palabra y la verdad.

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Y no puedo tampoco ignorar los sufrimientos de mis primeros hermanos judíos
convertidos a Cristo, que fueron martirizados por sus propios hermanos judíos. No soy
quien para juzgarlos, yo no soy Dios. Lo mío es perdonar. Pero mirad, en nuestros días,
los judíos israelíes que se convierten a Cristo se ven obligados a esconderse, y sin
embargo Israel es una sociedad democrática. Como ya dije, aún hoy, los judíos rezan
una décimo novena bendición que se ha unido a la oración principal de las dieciocho
bendiciones. Y esta oración es de hecho una maldición pronunciada contra los judíos
convertidos a Cristo. En el siglo XXI, los judíos maldicen todavía tres veces al día a los
judíos que se hacen cristianos ¿y no tendría yo que decirlo? No, no me avergüenzo de
mi conversión. Se me quiere culpabilizar por haber renegado de mi pueblo, pero yo no
reniego de nada ni de nadie. Sé muy bien, además, que si mañana surgiese otro Hitler
tendría que esconderme, pues, convertido o no, siendo judío sería perseguido.

La comunidad o el mundo

Las «Madre Teresa» no existen en el judaísmo. En el cristianismo, la noción de


servicio es capital. Cada cristiano debe ser servidor. De ello nos dio ejemplo Jesús,
lavando los pies a sus discípulos, la víspera de su muerte. En el judaísmo ortodoxo no
se encuentran mujeres que vayan a las chabolas a cuidar a las personas, sin distinción
de religión, sencillamente para darles amor gratuitamente, compasión, consuelo.
Porque el acento está puesto más en la relación con la Ley que en la relación de
persona a persona. A pesar de su nobleza y su erudición, san Pablo dice que se hizo
servidor de todos por Cristo, cuando hubiese podido beneficiarse de tantos honores en
el judaísmo. Nunca he oído decir a un rabino que debía hacerme servidor de mi
hermano. Eso no quiere decir que entre los judíos no haya ayuda mutua. Pero Jesús
nos pide mucho más que prestar ayuda al que está con nosotros y le amamos. Los
paganos también se ayudan unos a otros, entre personas de la misma familia o del
mismo clan.

El hombre no puede vivir sin amor. Su vida queda sin sentido si no recibe la
revelación del amor, si no descubre el amor que Dios le tiene. En el judaísmo
ultraortodoxo no tuve la experiencia de esa mirada de amor. Es verdad que los judíos
tratan de vivir el mandamiento «Amarás al Señor tu Dios». Pero como el acento no
está puesto sobre una relación personal de amor con Dios, este mandamiento no se
puede vivir en la práctica.

Al hacerme cristiano aprendí a amar al otro: al otro como tal y no solamente


porque sea miembro de mi comunidad. Esto ha sido una revolución, un nuevo
nacimiento interior, que me ha dado una nueva forma de mirar, un corazón nuevo,

80
unos sentimientos nuevos. Hoy soy sensible ante lo que sucede en el mundo, y no solo
en el mundo judío, y pido con todo mi corazón por el mundo. Rezo porque hay seres
humanos que sufren en todo el mundo. Esta actitud nunca la tuve como judío. No se
me educó así, No sentía necesidad de rezar más que por el pueblo judío e Israel.
Aunque de vez en cuando se reza por el país en que se vive o sus gobernantes. Pero
rezar espontáneamente en familia por los que sufren no se practica. Tengo ahora la
gracia de amar a todo el mundo, sin excepción. En el judaísmo se aprende a amar a los
judíos, pero también a considerar que los otros nos quieren mal. Lamento decirlo, pero
es lo que yo he vivido.

¿Qué religión afirma que hay que amar a los enemigos? ¿Qué religión dice que
Dios, porque me ama, se entregó por mí? Cristo me enseña a amar a los pecadores, no
así el judaísmo, aunque es verdad que algunos judíos de hoy intentan acercar a Dios a
sus hermanos judíos descreídos. Para amar a todo ser humano se necesita la gracia de
Dios, si no es del todo imposible. Mi conversión cambió mi mirada sobre los hombres.
Por decirlo de otro modo, cuando era judío practicante, Dios era ley y la Ley separa lo
puro de lo impuro, los puros de los impuros. El Dios que se nos revela en Cristo es
Amor, y el amor acoge al otro tal como es.

Para Saulo, Dios no oye más que las oraciones de los judíos; para Pablo, Dios
está ahí para todos y escucha a todo el mundo. Una barrera, una forma de
proteccionismo, ha caído. Vivo en esto lo que vivió Pablo. Hay que rezar por los niños
judíos que murieron en los espantosos sucesos de Toulouse en marzo de 2012, Y rezo
por ellos -mis hermanos- y por sus familias, pero también por las tres muchachas
fallecidas en la autopista ese día, y por las mujeres y los hijos de los militares que
perdieron la vida en los días anteriores. Rezo para que mis hermanos según la carne
abran los ojos ante los sufrimientos del mundo, y no solamente los padecidos por
otros judíos. Jesús ha derribado el muro del odio entre judíos y paganos, nos dice
Pablo. Los cristianos debemos estar por encima de esas cosas, porque ya no somos
mundanos. Debemos llevar el mensaje del amor y rezar por todos sin distinción de
raza, condición o credo.

Oración codificada u oración espontánea

En el cristianismo, cada uno puede vivir el silencio interior con Dios y en Dios,
durante una misa o un retiro, o en el secreto de su cuarto. En el judaísmo nunca oí
hablar de una relación personal con Dios en el silencio interior. Se nos habla de Dios a
través de la teología, mediante la exegesis de los textos. Pero se estudia a Dios como
un objeto de ciencia. Algunos cristianos pueden también caer en esto mismo. Para que

81
la Palabra de Dios nos transforme -y puede transformarnos realmente-, hay que
relacionarse con ella de un modo menos intelectual, más vital, amoroso diría yo. Se
debe tomar conciencia de que esta palabra da vida, alimenta en sentido fuerte, es
alimento del alma. Pero eso no puede realizarse sino dejando que la gracia nos trabaje
en el silencio. La oración judía es diferente de esta oración silenciosa a la que nos invita
Cristo. Ser solamente una gran cabeza en teología no nos hace crecer en el amor. La
teología está al servicio de la contemplación. El ejemplo de santo Tomás de Aquino en
este asunto es magnífico.

¿Qué es más difícil ser judío o cristiano?

Muchos judíos piensan que he buscado lo fácil al hacerme cristiano. Piensan


que me he roto porque es demasiado duro criar a seis hijos estando solo, o porque era
psicológicamente débil y tenía necesidad de respirar, de salir fuera. A causa de las
manifestaciones sobrenaturales que he vivido, dicen que todo eso proviene de mi
imaginación. Pero yo tengo los pies bien asentados en la tierra, no vivo en las nubes.
Sigo sufriendo y viviendo pruebas con una lucha interior intensa, como le sucede a
cada cristiano en relación con la fe. Francamente, si se miran los inconvenientes que
me ha ocasionado mi conversión, la separación de mi comunidad, de mis raíces, y se
tiene en cuenta cómo es considerada hoy la Iglesia en la opinión pública, no se puede
decir que haya escogido la facilidad. Me parece que Pedro, Juan, Esteban o Pablo no
escogieron el camino fácil cuando siguieron a Cristo después de su muerte.

Aquí debo reconocer que tengo nostalgia de una forma de vida comunitaria.
No del comunitarismo que encierra y excluye, sino de la comunidad de vida que
calienta, enraíza, enseña, alimenta y envía a sus miembros al mundo. En las parroquias
que he conocido no he encontrado esta vida comunitaria. Sé que existe en algunos
lugares, pero hay que buscarlos. Al final de la oración en la sinagoga, por ejemplo, se
ofrece un aperitivo. Un cristiano solo es un cristiano en peligro. No basta tener una
familia. Los adolescentes, sobre todo, necesitan esa familia ensanchada que es una
comunidad fraternal. Desde fuera, las leyes judías parecen coactivas. Pero la vida
cristiana, si queremos vivirla plenamente, es más exigente humanamente, pues el
amor pide una superación continua de sí, compromete todo el ser, y eso no lo exige la
práctica de la Ley.

Cuando uno es cristiano y cae en algún pozo desde el punto de vista humano, se
tiene la impresión de estar en el vacío. No hay nada a lo que agarrarse salvo a Dios.
Pero en esos momentos no se le siente. Un judío se agarra siempre a la práctica de la
Ley, que marca un ritmo en cada hora de su jornada, como los barrotes de una escala.

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El cristiano no tiene escala: no tiene más que los brazos de Jesús que lo levantan como
un ascensor, por tomar la metáfora de santa Teresa del Niño Jesús. Toda mi relación
con Dios pasaba por la práctica de la Ley. Ahora que soy cristiano, tengo una relación
personal con Dios. Pero cuando por tal o cual razón, esta relación queda en penumbra,
cuando ya no siento la presencia de Dios, no me queda ya nada sensible a lo que
agarrarme, como a esa minuciosa práctica judía cotidiana. Ser cristiano me ha
permitido encontrarme conmigo mismo, y verme tal como soy, bien débil. No estamos
más que Él y yo. En el judaísmo se interpone la Ley. Uno nunca está ante sí mismo, en
su desnudez, en su pobreza. Está ante la Ley. Y si se cumple, se corre el riesgo de
volvernos muy orgullosos por creernos mejores que los demás.

Toda la relación del cristiano con Dios está fundada en la ternura y en el amor.
Cuando humanamente no siente ese amor o esa ternura de Dios, y ocurre a menudo -
mirad a Madre Teresa, cincuenta años de noche interior-, no hay nada más que un
acto de la voluntad, que se une en la fe al Dios Amor. Mientras que el judío se une a la
Ley. Es más duro ser cristiano que judío, porque es más duro amar que seguir una Ley.

Desde que soy cristiano, estoy también más expuesto al peligro, porque la
barrera de la Ley y el gueto de la comunidad no me protegen ya de las tentaciones.
Antes vivía en una burbuja. El judío también tiene tentaciones, por supuesto, pero
como vive en un gueto, tiene menos. En realidad no se tienen relaciones de verdadera
amistad con los goys, porque se considera que son impuros. Se guarda uno de eso. Y
luego se está protegido por la comunidad: la mirada de la comunidad sobre cada uno
de sus miembros es muy fuerte. Uno se sabe vigilado. Como un niño por sus padres.
Cuando se es cristiano, es como si se llegase a la madurez. Ya no hay nadie que nos
diga: haz esto, haz lo otro, no hagas... ni nadie que nos condene si lo hacemos mal. Es
más duro ser cristiano porque ¡se es libre!

Un judío, interiormente, puede vivir en Francia como un extranjero. No está


implicado en lo que sucede a su alrededor. No se deja influir ni poner en cuestión por
lo que viene de fuera de su comunidad. La Ley y la comunidad forman un caparazón
invisible en torno a él y le protegen de todo lo que es impuro. Está mucho menos
expuesto a las tentaciones exteriores. Pero por eso mismo no se crece en humildad.
Quizá por eso el judío practicante es a veces arrogante. Pero eso también les sucede a
los cristianos que solo se apoyan en sus propias fuerzas, o a los que han recibido
grandes gracias y olvidan que sus talentos provienen de Dios. Hay católicos que
pueden comportarse como judíos en la aplicación de la ley moral. Sin embargo, san
Pablo nos ha dicho, yo lo repito, que la fuerza de Dios se manifiesta en nuestra
debilidad. Dios se sirve misteriosamente de nuestras debilidades y defectos.

83
Dios de Moisés y Dios de Jesús

Se tiene tendencia a creer que el Dios de los judíos es el mismo que el Dios de
los cristianos. Sí, por supuesto, pero no del todo. Eso depende del punto de vista en
que nos situemos. Un Dios trinitario no es concebible en el judaísmo, ni un Dios que se
una a mí en mi humanidad pecadora, ni un Dios que se hace hombre y dice que no ha
venido a ser servido sino a servir, ni un Dios que muere por amor a mí, ni un Dios que
no condena sino que salva. «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17): me repito, pero esta frase de Jesús
no es concebible para un judío ortodoxo. Ni un Dios que me ama y me toma tal como
soy, con mis limitaciones, mis tentaciones, mis fallos y mis recaídas. Ni un Dios que
respeta mi elección y no se me impone.

La idea de un Dios que me ha amado primero, antes de que yo haya hecho nada
por Él no es familiar a los judíos, aunque se haya revelado en algunos pasajes de la
Biblia. En el judaísmo, para que Dios me ame, debo cumplir a la letra la Ley, y cuanto
más practique la Ley, más amado por Dios seré. Es un doy para que des. Por otra parte
hay también cristianos que se han quedado en esta misma idea. No han asumido la
buena nueva de Jesús de que Dios nos ama paternalmente. Con el Dios cristiano he
descubierto otro Dios; un Dios que me ama por quien soy, lo que no excluye que yo
lleve una vida de acuerdo con la moral, pues la moral es la escuela del amor. Este es el
sentido del «Ama y haz lo que quieras» de san Agustín. Una vez que se vive en el amor,
no se tiene necesidad de aplicar reglas exteriores, se han asumido. Así, ir a misa no es
ya una obligación sino una necesidad vital que deriva del amor.

Como san Pablo, me enorgullezco de mis flaquezas pues sé que Dios actúa en
mis imperfecciones. No hace falta que yo sea perfecto para que Él actúe en mí, me
transforme, cuerpo, alma y espíritu por su amor. Nos cuesta entender esto si hemos
sido educados, incluso en la escuela laica, en el mérito. Insisto sobre este punto para
que se comprenda bien la revolución que supone Cristo, pero no quiero oponer
judaísmo y cristianismo, pues Jesús no lo hizo nunca. Jesús se opuso al
comportamiento legalista. Como acabo de decir, me parece que el cristianismo es al
judaísmo lo que un hijo para su madre. Siempre será su hijo y la honrará, pero para
poder vivir deben separarse. Solo entonces el hijo aportará algo nuevo.

Aunque mis hermanos judíos me dicen que me he desencaminado, prefiero mi


vida de ahora a la de antes, que era más tranquila pero menos verdadera. Desde que
fui bautizado, el Espíritu Santo ha producido en mí sus frutos: amor, alegría, paz,
benignidad, fe, libertad... He vivido pruebas y viviré otras. Sé que continuaré pecando,

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eso forma parte de la condición humana, pero sé también que nuestro Dios, tan
padre, estará ahí siempre para levantarme, perdonarme y amarme. Lo esencial es eso.
Me gustaría entregaros en conclusión una oración de mi hermano mayor, san Pablo, él
que fue abrazado por Jesús y que le dijo sí, renunciando a sus certezas y a su estatus
social envidiable. Hago mía esta oración, que nos invita a creer que Dios puede realizar
en nosotros infinitamente más de lo que podemos imaginar. Él quiere darnos
infinitamente más de lo que le pedimos:

“Me pongo de rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y
en la tierra, para que, conforme a las riquezas de su gloria, os conceda fortaleceros
firmemente en el hombre interior mediante su Espíritu. Que Cristo habite en vuestros
corazones por la fe, para que arraigados y fundamentados en la caridad, podáis
comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la
profundidad; y conocer también el amor de Cristo, que supera todo conocimiento) para
que os llenéis por completo de toda la plenitud de Dios. Al que tiene poder sobre todas
las cosas para concedernos infinitamente más de lo que pedimos o pensamos) gracias
a la fuerza que despliega en nosotros) a Él sea dada la gloria en la Iglesia y en Cristo
Jesús por todas las generaciones por los siglos de los siglos. ¡Amén! ”(Ef3, 14-21).

DATOS BIOGRÁFICOS

10 junio 1964, nacimiento en París.


1969 (5 años), mudanza a la Courneuve.
1972 (8 años), atracción por el crucifijo en Bretaña. Jesús, mi mejor amigo.
1976 (12 años), escapada al Sacré-Coeur de Montmartre y «primera comunión».
1979 (15 años), tomo la decisión de convertirme.
1982 (18 años), parto hacia Israel, Tierra Santa.
1987 (23 años), Judío ultraortodoxo, formación rabínica.
1989 (25 años), vuelta a Francia.
1990 (26 años), primer matrimonio y vuelta a Tierra Santa con mi mujer (18 meses).
1994 (30 años), vuelta a Francia. Nace mi primer hijo, una niña.
Julio de 2002, muere mi madre.
Diciembre de 2002, cae enferma mi primera mujer.
11 marzo 2004, muere mi primera mujer.
2007 (43 años), Lustiger me hace señas.
2008 (44 años), golpe de gracia, la iluminación.
14 septiembre 2008, bautismo.
2009 (45 años), matrimonio con Pétronille.
3 enero 2012 (48 años), nacimiento de Nathanaél.

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AGRADECIMIENTOS

Quiero dar las gracias a todas las personas que en la Iglesia, sacerdotes y laicos,
me han apoyado desde el principio con su oración, sus consejos, fiándose de mí y
dándome la oportunidad de enseñar. Pido desde ahora perdón a los que haya podido
olvidar ... Gracias de todo corazón: al cardenal Georges Cottier, O.P.; al hermano Y,
carmelita; al padre Pierre Fricot, servidor de la palabra y a sor Claire Pattier; a
monseñor Michel Aupetit; al padre Christian Lancray- Javal; al padre Patrick Faure; al
padre Pierre-Henri Montagne; a monseñor Albert-Marie de Monléon; al padre Jean-
Pierre Gay; al padre jean-Pierre Billard; al padre Charles Troesch; al padre Michel
Bernard; al padre Marie- Michel (Carmelo de María, Virgen misionera); al padre Daniel
Ange (Jeunesse Lumiere); al padre Benoit Domergue; al Abbé Chouanard; al padre
Emmanuel Dumont; al padre Vincent Bedon; al padre Aguila y su fraternidad Juan
Pablo II de Fréjus; al padre Alain Bandelier (Foyer de Charité): al Abbé Loiseau; al
hermano Marie-Ángel; al señor profesor André Clément; a las hermanitas de Belén y a
los laicos de Belén; a las hermanitas de la Consolation de Draguignan; a la hermanitas
benedictinas de Argentan; a las Hermanas de la Annonciade; al hogar de Charité de
Courset; a los hermanos y hermanas de la Communauté de Saint Jean; a Thierry y Anne
Lefer; a Marie- Thérese Huguet; a Catherine y Francois Fihol; a Dorothée y Claude
Ribeyre: a Nathalie y Arnaud Bouthéon, a Juliette Poulon; a Sylvia Fenech; a Annie
Tardos; a Myriam Fourchard; a la comunidad del Emmanuel y más particularmente a
Agnes y Jean de Chillaz; Inés y Laurent Mortreuil; Corinne y Gilles de Craecker, y a
todos los demás...

Y por supuesto, a mí muy querido obispo, hermano y padre, monseñor Michel Santier.

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