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DE LA KIPÁ A LA CRUZ
EL VIAJE DE UN JUDÍO AL CATOLICISMO
(www.rialp.com)
Preimpresión: produccioneditorial.com
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Me llamo Jean-Marie Élie Setbon.
***
A la memoria de todos mis hermanos y hermanas judíos
A la memoria de mi madre.
A mi mujer, Petronille.
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Contenido
PRÓLOGO
YO NO SABÍA QUE FUESE JUDÍO
UN PEQUEÑO JUDÍO DE CIUDAD
UN NIÑO DIFERENTE DE LOS DEMÁS
LAS LUCES DE NAVIDAD
JESÚS, MI MEJOR AMIGO
ESCAPADA AL SACRÉ-COEUR DE MONTMARTRE
MI PRIMERA COMUNIÓN
¿JUDÍO O CRISTIANO?
JUDÍO Y CRISTIANO...
ISRAELÍ Y RABINO
EN LA ESCUELA DE LA TORÁ
EN LA ESCUELA DE LOS PARACAS
JUDÍO ULTRAORTODOXO
DE VUELTA EN FRANCIA CON BARBA Y SOMBRERO
JUDÍO LUBAVITCH
ENCUENTRO A MI MUJER
EN GALILEA
UNO, DOS, TRES... SIETE HIJOS
UNA DOBLE VIDA
PADRE DE UN HOGAR KOSHER
LUSTIGER ME HACE SEÑAS EN LA PLAYA, EN TROUVILLE
JUAN PABLO II ME HACE SEÑAS EN LA TELEVISIÓN
ENSAYOS DE DIÁLOGO JUDEO-CRISTIANO
ME ENAMORO DE MARÍA
LAS HERMANAS DE BELÉN
CATECÚMENO A TIEMPO COMPLETO
MI CORAZÓN Y MI CABEZA
EL GOLPE DE GRACIA
NUEVA VIDA
DE LA TORÁ A LA CRUZ
La fe y la Ley
La perfección o la gracia
Por Dios o en Dios
El Gran perdón o el perdón cotidiano
Persecuciones
La comunidad o el mundo
Oración codificada u oración espontánea
¿Qué es más difícil ser judío o cristiano?
Dios de Moisés y Dios de Jesús
DATOS BIOGRÁFICOS
AGRADECIMIENTOS
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PRÓLOGO
San Pablo, mi querido compañero de viaje, fue convertido por Cristo en tres días
de camino a Damasco. A mí, Jesús me ha trabajado a fondo durante más de treinta
años. Desde que era niño, cuando aún no conocía nada de Dios ni de la religión, pues
mi familia no practicaba, Él me atrajo. Al fin, hace ahora cinco años, me dio el golpe de
gracia que me ha permitido dar el gran salto de la Torá al Evangelio. Eso es lo que vaya
contar en este libro, la historia de mi vida con Dios. Al releerla, me digo que es una
historia de locos. «Lo que hay de loco en el mundo es lo que Dios ha escogido»; algo
así dice san Pablo. ¿Acaso Dios no se comporta de modo completamente loco en el
Antiguo y el Nuevo Testamento, por ejemplo, cuando le pide a su profeta Oseas que se
case con una prostituta? «Lo que es locura a los ojos de los hombres es sabiduría a los
ojos de Dios», escribe el mismo san Pablo.
Desde que puedo recordar, me he sentido atraído siempre por Jesús, hasta tal
punto que en la adolescencia quise convertirme al cristianismo. Sin embargo, sabía
que eso sería un escándalo entre los míos, porque cuando un judío se convierte, su
familia, aunque no sea religiosa, lo vive como una traición.
Los caminos de Dios son misteriosos: quería ser cristiano, pero me convertí en
judío ultraortodoxo y luego en judío hasid. Mi corazón me llevaba hacia Jesús, pero mi
cabeza se resistía y mi identidad judía pesaba más. Un día, por fin, después de un largo
camino, Dios retiró el velo de mis ojos. Luego, todo se ha iluminado, me ha dado una
inteligencia «nueva» y he visto las cosas bajo una luz diferente. Este libro cuenta una
conversión, pero sobre todo la historia de un hombre que ha luchado un tiempo muy
largo contra el Dios de Jesús, que le esperaba y le hada señas.
Dirijo este testimonio a todos mis hermanos. Primero a los que se dicen no
creyentes, pero sienten que en el fondo de ellos mismos están buscando a Dios sin
conocerle. Pienso en algunos que dudan en interesarse por la religión porque creen
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que eso les separaría de su ambiente familiar o intelectual, o porque tienen miedo de
la Iglesia católica, ya sea porque tienen una mala imagen adquirida a través de lo que
dicen los medios de comunicación, sea porque sus parientes católicos les han
transmitido una visión deformada y falsa del Evangelio, o porque imaginan que la
Iglesia quiere encerrarlos, impedirles ser plenamente humanos, mientras es todo lo
contrario. Pienso también en los que reprochan a los cristianos el mal que otros
cristianos cometieron a lo largo de la historia, volveré sobre eso.
Dirijo también este libro a mis hermanos judíos, que me han expulsado de la
comunidad judía al saber que me había convertido, sin intentar comprender cómo
había podido dar ese paso, y cometer esa transgresión, inimaginable en un judío
ultraortodoxo hasid como yo era, al que se le había enseñado a detestar a Jesús. Han
pensado que yo estaba enfurecido contra el Dios de los judíos a causa de la pruebas
que había sufrido: pues no. Mi caso no es excepcional. Muchos judíos se han
convertido, comenzando por los primeros apóstoles. Espero que mis hermanos judíos
según la carne tengan la curiosidad o me hagan el favor de leerme para intentar
comprender, pues es desgarrador oír decir o pretender que yo haya traicionado la fe
de mi pueblo, mientras amo al judaísmo en todos sus componentes y con todo mi ser.
Espero que reavivará su fe haciéndoles tocar con las manos la fortuna que
tienen de saber que Dios les ama, que les ama tal como son, ese Dios que se deja
acercar y amar, en una relación personal, y no solamente por la observancia de las
leyes, aunque estas tengan su importancia. Porque eso es por cierto el corazón del
cristianismo, lo que Jesús ha revelado, esta relación de amor entre Dios y cada uno de
nosotros que cambia nuestro modo de vivir con los demás. De todo eso quiero dar
testimonio. No lo puedo silenciar.
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Es quizá difícil de creer, pero durante varios años, ignoraba totalmente que yo
fuera judío. Y llegué a saberlo de un modo bastante inesperado. Un día, en la escuela,
me dirigí a uno de mis compañeros llamándolo «sucio judío». La maestra me castigó
muy severamente. Me pareció un poco desmesurada su reacción, no podía entender
que se hubiera enfadado tanto. Para mí, se trataba de un insulto como cualquier otro.
Al llegar a mi casa, le conté a mi madre lo que había pasado. Ella me miró y me
contestó sencillamente: «Jean Marc, tú eres judío». Punto final.
El viernes por la tarde, al comienzo del Sabbat, mi padre recita la plegaria del
kidush, pero un kidush un poco simplificado a decir verdad. Él se pone la kipá y dice
una oración que dura cinco o diez minutos, pero no sé qué significa. Para nosotros, los
niños, es un momento solemne y nada más. Nos damos cuenta solo de que no es el
momento de alborotar. Más tarde, bastante más tarde, yo recitaré el kidush, que es la
oración de santificación del día de Sabbat. Los judíos practicantes la rezan el viernes
por la tarde al volver a casa. Cuando el padre de familia vuelve de la sinagoga, la madre
lo recibe encendiendo las velas. Toda la familia canta los cantos de Sabbat, el «Shalom
Aleichem» sobre todo. Se lee a continuación el pasaje de los Proverbios del rey
Salomón, capítulo 31, 10: « ¿Quién puede encontrar una mujer virtuosa? Tiene más
valor que las perlas. El corazón de su marido confía en ella... ». Se recita entonces la
oración del kidush propiamente dicha -una palabra que viene de kaddosh, que significa
ser santo, ser separado-. Se santifica así el Sabbat que testimonia el día en que Dios
finalizó la creación. Luego se reza sobre el vino (y sobre el mosto para los niños), se
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procede a las abluciones lavándose las manos con el keli, y se bendice el pan. Es el jalá,
un pan dulce elaborado especialmente para el Sabbat (1). Pero en mi casa no se sigue
todo ese ritual. Tampoco se puede decir que mi padre viva realmente el Sabbat,
porque suele ir el sábado a París utilizando el transporte público. Nunca acude a la
sinagoga. De hecho, creo que la religión no le interesa.
Un día, dos años más tarde, tengo una conversación con mi madre: «Uno de mis
compañeros de clase ha recibido en su casa a un amigo alemán; ¿puedo invitar a los
dos a venir a casa?». Enseguida me responde, con un tono muy seco: «No, es un
boche». ¿Qué es un boche? Tendré que esperar al año siguiente para saberlo.
Puede parecer curioso, pero hasta que entré en quinto curso no había oído
hablar nunca de los campos de exterminio. Mi madre nunca nos contó nada sobre las
cosas que había vivido de pequeña. Sin embargo, sin palabras, nos transmitió el miedo,
el miedo del pueblo judío, obligado desde siempre a luchar para sobrevivir. ¡Qué
misterio el de este pequeño pueblo, que después de tanto exterminio y persecuciones
como ha vivido en países cristianos y musulmanes, e incluso mucho antes, sigue vivo,
mientras que grandes imperios que han dominado el mundo, como Grecia, Egipto o
Roma, han sido absorbidos!
Poco a poco, al ir creciendo, descubro mis orígenes familiares. Soy asquenazí por
mi madre y sefardí por mi padre. Mi abuelo materno vino de Rumanía y encontró
refugio en Francia a principios del siglo xx. Combatió en el ejército francés en la
primera guerra mundial, de modo que a su muerte, en 1966, lo enterraron en el
cementerio militar de Bagneux. Mi abuela materna era de origen polaco. En 1939, mi
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madre tenía siete años. Su familia vivió en París durante toda la segunda guerra
mundial. Mi abuelo fue detenido muchas veces, pero le soltaron milagrosamente otras
tantas. Cuando se preparaba una redada, el comisario del barrio le avisaba para que
pudiera esconderse con sus seis hijos (cuatro hijas y dos varones). En su casa, ningún
vecino les denunció nunca. Imagino que por lo vivido durante esos años, mi madre, sin
ser practicante en absoluto, reivindica fuertemente su identidad judía, al contrario que
mi padre.
No tuve mucho trato con mi abuelo materno. Murió cuando yo tenía dos años.
Íbamos regularmente a visitar a mi abuela a su casa, en la Rue Alfonse Carr de París. Mi
madre y ella tenían largas discusiones en yiddish. Para mí, se trataba de
conversaciones de personas mayores. Pero pienso que si hablaban en yiddish era para
que no las entendiéramos, y me pregunto qué querrían ocultarnos. Después de la
guerra, mis abuelos maternos abandonaron un poco las tradiciones que habían
conservado al llegar a Francia. No he recibido por tanto herencia religiosa alguna de su
parte. La única tradición que mi madre guardó de sus padres es culinaria: de vez en
cuando nos prepara col rellena.
Mi padre nació en 1929 en Túnez. A finales de los años 1940, con dieciocho
años de edad, vino a pasar unas vacaciones a Francia y se quedó aquí. Sus padres se le
unieron después. Vamos con frecuencia a almorzar a casa de mis abuelos paternos;
viven cerca del metro Ledru-Rollin. Mi abuelo es muy cariñoso. Al abrirnos la puerta
siempre nos recibe con una gran sonrisa en la cara. Juega con frecuencia a las cartas
con nosotros. Mi abuela, en cambio, es más reservada, pero nos cocina unos buenos
platos mediterráneos: potajes de garbanzos en invierno, ensaladas de nabos y
zanahorias, y por supuesto, el couscous, que mi madre ha aprendido a preparar con
ella. Quiero mucho a mis abuelos, pero no sé gran cosa de ellos. No hablan jamás de
Túnez. Por otra parte, nunca se me ha ocurrido preguntarle a mi padre por su
juventud: en mi familia apenas se habla de uno mismo. Mis abuelos comen kosher,
pero no me daré cuenta de ello hasta mucho más tarde. Transmitir las tradiciones
judías que ellos perpetúan no parece tampoco estar entre sus prioridades.
Durante mis primeros años de vida viví con mis padres, mi hermano y mi
hermana mayores en un pequeño apartamento de la Rue du Faubourg Poisonniere de
París. Una escalera estrecha conducía a nuestro piso. Los retretes y la ducha, que
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compartíamos con los vecinos, se encontraban en el entresuelo. Luego, poco a poco,
mi madre convenció a mi padre para que nos mudáramos. No fue fácil, pero ella es
tenaz. Es ella quien se ocupa de la casa y toma la iniciativa en los asuntos que se
refieren a la familia. Se dirigió, pues, al ayuntamiento para pedir otro alojamiento.
Y es así como algún tiempo más tarde, después de que naciera mi hermano
pequeño, me llevó a visitar nuestro nuevo apartamento de estreno. Está situado en la
Courneuve, en un reciente bloque de la Ciudad de los 4000. Al llegar a la ciudad, quedo
fascinado por la impresión de amplitud que produce. En efecto, todo me parece
inmenso, comparado con el viejo barrio parisino en que vivimos hasta ahora. Está
también muy limpio. Esta ciudad de la Courneuve pertenece a las HLM (Habitation a
Loyer Moderé) de París, y está muy bien cuidada. No podemos siquiera pisar el césped.
Nos cruzamos con guardas que se pasean con su perro. Al visitar nuestro nuevo
apartamento quedo maravillado: es amplio y luminoso. A mis ojos es un verdadero
palacio. Un último detalle que será determinante en mi vida: desde la ventana de mi
habitación se ve la basílica del Sacré-Coeur de Montmartre.
Aquí nacerá mi hermana pequeña. Quince años después, estos bloques donde yo
voy a crecer serán de los primeros en demolerse para ser sustituidos por unos
inmuebles más pequeños, un suceso que aparecerá en los medios. Soy feliz aquí,
donde voy a pasar mi infancia y mi adolescencia. Ciertamente, la población cambia con
el paso de los años. Pero nunca siento ninguna especie de racismo o de antisemitismo,
ni rivalidades entre comunidades. Organizamos partidos de fútbol en que se enfrentan
equipos de judíos y musulmanes, pero todo se desarrolla en un ambiente de franca
camaradería. A veces mezclamos las comunidades y formamos equipos por edificios.
Mi madre es quien se ocupa de nosotros y quien toma las decisiones que nos
conciernen. Cuida también a otros niños de la casa para ganar algún dinero. No es una
madre afectuosa, pero me da tranquilidad. Es una mujer entregada que no se queja
nunca. El sábado va a la compra al mercado de Aubervilliers, que está a dos kilómetros
de casa. Suelo ir a su encuentro para ayudarla a llevar las bolsas. Es ella quien
programa nuestras vacaciones, gestiona las agencias, vigila nuestra escolaridad y
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cumplimenta los papeles administrativos. Mi padre, por su parte, sale pronto por la
mañana y vuelve tarde por la tarde. Es peletero y trabaja para la gran empresa de
cuero Pourchet, en la Rue du Faubourg du Temple. No habla mucho con nosotros. Un
día me llevó al cine con mi hermano para ver Duelo de titanes, con Burt Lancaster y
Kirk Douglas, pero eso era excepcional.
Soy muy introvertido. Por entonces, nunca he oído hablar de Dios y, sin
embargo, le hablo. Le llamo «mi Dios», sé que está ahí, y puedo hablarle dentro de mí.
Me gusta estar solo. En vacaciones, prefiero pasear solo, mirar el mar, el horizonte, allí
donde no hay nada, salvo el silencio. El infinito me atrae, sobre todo a través de los
paisajes. De noche, contemplo la luna, largamente, en silencio, y medito sobre lo que
hay detrás. Al principio, buscaba a Dios en el cielo. Mi madre se burla amablemente de
mí: « ¿Qué buscas en el cielo? Jean Marc, ¡estás embobado!». Ella dice que esa
atracción por el cielo se debe a mi signo del Zodiaco, Géminis, los gemelos que vuelan.
Con frecuencia, por las tardes, miro el Sacré-Coeur desde la ventana de mi cuarto.
Sueño con vivir en un pueblecito de montaña, con su iglesia y su cura, como en la serie
Heidi que me gusta tanto. Para mí, ese es un lugar ideal. Es raro, no es precisamente la
imagen que se hacen los judíos del paraíso terrestre. Tengo el pelo largo, como
muchos chicos de los años 70. Soy alegre y me río mucho. Vivo en mi pequeño mundo,
un poco aparte, pero eso no me impide tener amigos. El mejor, Y, que está también en
mi clase, vive en el piso quince de nuestra casa. Es musulmán. Nuestra amistad es muy
fuerte. Su familia sabe que yo soy judío, pero siempre soy muy bien recibido en su
casa. Su madre es practicante y lleva el velo. Hace la oración cinco veces al día y
observa el Ramadán. Pero Y. y yo no hablamos de religión. Nos damos cuenta de que
somos diferentes y no nos gustaría enfadarnos. Durante la guerra de Kippur, no
hablamos de Israel. Lo pasamos muy bien los dos. Él es muy fuerte en judo y yo estoy
inscrito en el club de balonmano. Por supuesto, jugamos al fútbol y hablamos de
fútbol. Por las tardes entrenamos los dos, con una botella de Coca-Cola en la mano.
En muchos aspectos, soy un niño como los demás. Me gustan los westerns, las
películas policíacas y las canciones de moda de la radio. Colecciono sellos. Pero la única
.cosa que me apasiona, aparte de Dios, es el fútbol. Juego y veo, a veces solo, los
partidos por televisión. Conozco de memoria todos los equipos. Me gustan Larqué,
Rocheteau, Curkovic. Sigo la copa del mundo y la copa de Europa. En agosto, cuando
estamos de vacaciones en la Vendée, comienza el campeonato. Espero con
impaciencia los partidos de los miércoles.
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En la escuela, no voy tan bien, y eso vuelve absolutamente loca a mi madre.
Me gustan los recreos y tengo muchos amigos, pero las notas son malas. No me gusta
la manera en que está organizada la escuela, ese modo tan metódico de proceder, eso
de que haga falta trabajar para obtener buenas notas... Todo eso no me parece
esencial. De hecho, no estudio más que lo que me interesa: leo los libros de
matemáticas y de física. En francés, por el contrario, soy una nulidad.
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hermano de mi madre. Siento que me quiere, no sé por qué. Siempre me tendrá
cariño: más tarde, me apoyará cuando yo quiera partir para Israel contra el parecer de
mis padres. Mi madre tiene también una hermana, Marie, pero no está invitada. Vive
en los Estados Unidos.
Fue en Bretaña, durante las vacaciones de verano, donde tuvo lugar mi primer
encuentro con Jesús. Tengo ocho años y, en mi habitación, hay un crucifijo colgado en
la pared. Y allí, es inexplicable, me siento atraído por Cristo. Sin embargo, yo no sé
siquiera quién es. Por supuesto, reconozco la cruz que se ve sobre el campanario de las
iglesias, el lugar donde se reúnen los cristianos, pero ahí no lo veo con precisión. Estoy
completamente obsesionado por este crucifijo que me atrae como un imán. Durante el
día, vuelvo a menudo a mi cuarto y me quedo allí contemplándolo. Evidentemente,
voy cuando estoy solo, para no ser sorprendido por los demás. Sé que mi familia no es
cristiana y tengo la vaga impresión de estar transgrediendo algo. Pero es más fuerte
que yo: ante el crucifijo me encuentro tan bien que podría quedarme allí durante
horas.
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Cuando estoy en mi casa en la Courneuve, por la noche, espero a que todos se
duerman y allí, en el silencio que tanto me gusta, al pie de mi cama, hago la señal de la
cruz, lentamente. Me encanta hacer la señal de la cruz. Todo el día estoy esperando
esta cita. Estoy como enamorado de Cristo en la cruz, esa cruz que se convertirá, sin
embargo, en escándalo a mis ojos cuando yo sea un judío ortodoxo. De pequeño, esta
atracción, que viene de lo más profundo de mi corazón o de mi alma, no acierto a
explicármela. No estoy en contacto con ningún cristiano que pueda explicarme lo que
significa la cruz. Pero no me planteo preguntas aún. Me contento con vivirlo. Me
puedo pasar horas mirando un crucifijo. Lo que vivo en presencia de Jesús en la cruz es
excepcional. En ningún momento asocio la cruz con el sufrimiento o la sangre (aunque,
objetivamente, Jesús sufre). No veo tampoco lo que la cruz representa: lo que
experimento es de otro orden. Tengo verdaderamente la impresión de estar en
contacto con una persona. Se trata de una presencia divina, muy potente, que
perdona, que reconcilia, que da paz y que me aporta un bienestar interior profundo. Es
como si estuviera ante la puerta del Cielo. Pero todo esto queda en secreto, guardado
en mi corazón de niño.
Guardé este secreto durante treinta años. Con el paso del tiempo, me
pregunto: « ¿Por qué, Señor, me enamoré de algo que repugna a mi pueblo, por
qué?». Esa pregunta se me planteará durante mucho tiempo. «La gracia hace fuego de
cualquier madera», dicen. Un día en que le contaba mi vida, una amiga me citó esta
réplica de Audiard: «Bienaventurados los locos, porque dejan pasar la luz». Si es eso lo
que muchos piensan, a mí no me inquieta. San Pablo ha dicho: «Dios escogió la
necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios escogió la flaqueza del mundo
para confundir a los fuertes» (1 Cor 1,27). Lo maravilloso es que nunca se podrá
explicar todo: habrá siempre este misterio entre nosotros y Dios. Porque Dios es
insondable, y todo lo que la inteligencia humana puede decir de Él no es más que una
gota de agua comparada con su inmensidad. Al recordar esos momentos de mi
infancia con Cristo, comprendo mejor lo que Jesús ha dicho: «Si no os hacéis como
niños, no podréis entrar en el reino de Dios». El niño es sencillo, sin doblez, se fía de su
voz interior. El orgullo, la ira, la razón no han apagado aún ese hilo de voz pura.
Poco a poco, vuelvo a soñar con entrar en una iglesia. Durante el curso vamos
con la clase a la nieve, a Méaudre, cerca de Grenoble, diez días. Me siento muy bien en
ese pueblo, con su iglesia, en las montañas. El domingo la maestra propone ir a misa a
los alumnos que lo deseen. Ardo de ganas de ir, pero no me atrevo a levantar la mano.
Poco después, con mi familia, vamos a Estepona, cerca de Málaga, para visitar
al hermano de mi padre que vive allí. Está casado con una católica. Es en esta ocasión,
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a la edad de once años, cuando entro por primera vez en una iglesia, con mi prima.
Estoy maravillado: está llena de magníficos crucifijos. Tengo ganas de quedarme allí
sentado para admirarlo todo, hasta los menores detalles, pero me aguanto: no quiero
que noten mi atracción. No nos quedamos más que cinco minutos.
Esto me mueve a repensarlo todo. Es tan fuerte, puro, evidente. No es más que
amor.
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Sin embargo, estoy dispuesto a correr el riesgo y comienzo a elaborar un plan.
No es cuestión de entrar en la iglesia que se encuentra cerca de casa. Alguien podría
verme y decírselo a mis padres. Decido por tanto ir al Sacré-Coeur, un domingo
después de mediodía. Está suficientemente lejos de mi casa y es lo bastante grande
como para mezclarme con la gente y pasar inadvertido.
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Esperando ese momento, cada noche, cuando toda la casa está dormida, me levanto y
me pongo de rodillas al pie de mi cama. Hago la señal de la cruz, me imagino a Cristo y
le digo que le amo. Es sin duda el mejor momento del día. Cada vez más, siento la
necesidad de hablar de todo esto con alguien. Entonces decido escribir a una chica de
mi clase, porque sé que es católica. Su madre tiene la librería donde voy a comprar los
periódicos para mi padre, al lado de la iglesia. Garabateo estas palabras en un papel:
«Amo a Cristo, Jesús. ¿Puedes ayudarme?», y lo deposito en su buzón de correo.
Algunos días más tarde, como ella no me ha contestado, voy a verla en el patio de la
escuela.
- Sí.
MI PRIMERA COMUNIÓN
Estamos en diciembre y pronto cumpliré doce años. En pocos meses haré la bar
mitzvá. Es domingo, y una vez más, llego a la basílica del Sacré-Cceur. Me siento, en las
primeras filas, como es mi costumbre. De repente, el órgano comienza a sonar. No me
atrevo a moverme. Oigo campanillas: es que comienza la misa. No sé bien qué va a
pasar, pero sigo allí. Oigo las lecturas que me son familiares: el Antiguo Testamento, el
salmo. En cierto momento, la gente que me rodea, hombres y mujeres de todas las
edades, niños, se levantan y se acercan al altar, y se ponen de rodillas a lo largo de la
balaustrada que les separa del sacerdote. Luego reciben de sus manos en la boca algo;
yo ignoro lo que es.
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Tengo miedo de que el sacerdote me descubra si cometo algún error. Veo que la
gente murmura algo antes de recibir la sagrada hostia en la boca, pero no llego a oír
qué dicen. Entonces, me coloco al final de la fila, a la derecha, y escucho lo que dicen.
Cuando me doy cuenta de que dicen «amén», me siento aliviado. « ¡Uf, no es nada
complicado, es una palabra de las nuestras!».
Así es como, por increíble que parezca, comulgo por primera vez, sin saberlo, el
cuerpo de Cristo. Yeso, algunos meses antes a comprometerme en la obediencia al
Dios de la Torá y sin ningún problema de conciencia. Después de recibir la hostia, me
siento colmado de una gran alegría. Dejo la basílica verdaderamente feliz. Sin
embargo, en apariencia, no ha pasado nada extraordinario ni milagroso. Pero ya siento
en mí el deseo de recomenzar. A partir de este momento, la eucaristía se convierte
para mí en una especie de droga. Aquí veo una locura más de Dios. Me empuja a
comulgar, cuando la Iglesia no lo permite normalmente hasta que uno ya se ha
bautizado. ¡Qué desconcertantes son los caminos del Señor! Por supuesto, será
necesario que un día dedique tiempo para intentar comprender por qué el Señor me
llevó por este camino y permitió que comulgara en este momento de mi vida.
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conmigo. Pero, al mismo tiempo, vivo continuamente con el miedo a ser descubierto.
Por la mañana, al despertar, temo que haya caído al suelo, temo olvidarlo bajo la
almohada y que mi madre lo descubra al hacer la cama.
¡Uf, menos mal! En el cajón del buró que me regaló mi tío, hay una especie de
doble fondo. Escondo allí postales en que se ve una iglesia coronada con la cruz. Más
tarde, cuando me vaya a Israel, me las llevaré conmigo para que no acaben
descubriéndolas, y allí las tiraré.
¿JUDÍO O CRISTIANO?
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policía llamó a nuestra puerta. Con los compañeros de mi banda, había tirado piedras y
roto los cristales de la ventana de una casa. Fue la gota que hizo rebosar el vaso. Mi
padre me dio una buena tunda.
En este nuevo colegio, estoy contento y trabajo mejor que antes. De hecho,
paradójicamente, la atracción por el cristianismo me lleva a interesarme más por la
religión de mis padres. Estudio la historia judía, la Biblia, el hebreo. Es todo un mundo
que se abre ante mí. Por primera vez oigo hablar de la Shoá yeso despierta en mí un
fuerte nacionalismo. Comienzo a sentir un gran amor por Israel. Descubro mi identidad
y mi pertenencia al pueblo judío, es mi pueblo. Sé que Francia, en gran parte, colaboró
en el arresto de judíos. ¿Por qué entonces se quedó mi madre en Francia? Desde
entonces, a causa de la historia de los judíos, empiezo a mirar a los no judíos como
potenciales enemigos. Así fue como acabé adhiriéndome al sionismo religioso.
-¿¡Qu... Qué!?
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Repito con mayor firmeza, con mayor confianza: «Soy judío y querría
convertirme». Eso es, ya lo he dicho. Durante unos segundos me siento muy feliz. Una
gran paz me invade. Pero este estado de beatitud no dura. Parece que el Señor ha
decidido que no es el momento aún de convertirme. En efecto, el sacerdote sale del
confesonario como un diablo de su caja. Me mira con aire asustado y me dice: « ¡No te
muevas, espérame. Vuelvo enseguida!».
JUDÍO Y CRISTIANO...
Entre los quince y los dieciocho años, me voy haciendo poco a poco judío
practicante. Al aplicar la Ley judía, introduzco en mi vida cotidiana a ese Dios que
siempre ha estado en el centro de mis pensamientos. En adelante, vivo en un universo
dividido en dos partes: de un lado están los paganos y de otro los judíos.
Progresivamente, eso me lleva a separarme del mundo. En efecto, suelo comer kosher,
por ejemplo, y no puedo comer en casa de los no-judíos. Del mismo modo, dejo el
balonmano porque los partidos son los sábados.
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en la mesa gritando: « ¡No habrá un rabino en esta casa!». Mi madre se opone
también con firmeza a que me convierta en religioso. Es fuerte para ellos. De hecho,
practicando la Ley que ellos no viven, les muestro implícitamente cómo deberían
comportarse ellos. En cierta manera, eso invierte la relación normal, según la cual se
supone que son los padres los que tienen que enseñar a los hijos lo que conviene
hacer. Además, a menudo discuto violentamente con mi hermana mayor. Ella sale con
un «goy», un no judío. Yo la reprendo. Hablamos de política. Ella es de extrema
izquierda, hace teatro y se acerca ideológicamente a los movimientos pro palestinos.
Eso me vuelve loco. No acepto que vaya contra el pueblo judío. Imagine el lector el
ambiente.
Poco a poco he ido poniendo también distancia con mis compañeros, incluso
con y, mi mejor amigo. El verano de mis quince años, cuando aún no llevaba la kipá ni
comía kosher, fuimos juntos de vacaciones a Argelia. Tomamos el tren hasta Marsella,
y luego el barco. Nos acogió su hermana mayor, que vive en Argelia. Un día, viendo la
televisión en su casa, caímos por azar en un programa sobre el islam. Un francés
explicaba por qué se había hecho musulmán. Ese testimonio me afectó mucho. Tanto
que acabé leyendo el Corán, de la A a la Z, mucho antes de leer toda la Biblia, de la que
por entonces solo conocía pasajes. Al verano siguiente, estuvimos también juntos en
Ibiza, acompañados por nuestros hermanos mayores. Pero a pesar de todo, nos fuimos
alejando. Yo he comenzado a llevar la kipá, a no salir los viernes por la tarde ni el
sábado porque hacía Sabbat, a no comer en su casa porque comía kosher. La Ley judía
me ha separado de él. Pero también a él le sentó mal que me convirtiera en judío
religioso. Lo comprendo, es natural: tenemos la tendencia a relacionarnos con las
personas que comparten nuestros mismos valores. En el colegio judío, hice nuevos
amigos que tienen los mismos intereses que yo. Sin embargo, como es, y no como nos
gustaría que fuese. En todo caso, eso es lo que nos pide Jesús. Nos enseña a querer a
todos, incluso a los que no comparten nuestras ideas. Nos pide incluso ir más lejos y
amar a nuestros enemigos. San Pablo dirá: «Bendecid a los que os persiguen» (Ro 12,
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con Cristo. Es exactamente como en una gran historia de amor. No se piensa más que
en la persona de la que se está enamorado y se olvida a los amigos y a la familia. Y si la
familia se opone a este amor y se debe elegir, se elige a quien se ama. Lo único que le
digo a Jesús es que le amo. Es una relación exclusiva de un amante con su amado.
Como en el Cantar de los cantares. De pronto, no me tienta ir a una sala de fiestas a
flirtear con las chicas, como hacen mis compañeros y mi hermano. Las chicas... eso ya
vendrá más tarde.
¿Soy quizá un místico precoz? No lo sé. Descubro que Dios me ama y que yo le
amo. Por el momento es una relación bilateral. Más tarde comprenderé que Dios me
ama también a través de los demás. Cuando Dios se dirige a Saulo, le pregunta: « ¿Por
qué me persigues?». Sin embargo, Saulo no perseguía a Jesús directamente, perseguía
a los cristianos. Pero cuando se persigue a un hijo de Dios, es a Dios a quien se ataca.
Dios ha querido necesitarnos para expresar su amor. Lo que haces a cada uno, es a mí
a quien lo haces, dice. Pero en esta época, no había entendido aún eso.
Es así como sacrifico por Israel el amor de Cristo. Permaneceré allí ocho años.
Al terminar el primero, solicito la nacionalidad israelí. Rechazo Francia. Israel es el país
de nosotros, los judíos. Estoy en plena búsqueda de mi identidad. Decididamente, no
comprendo cómo mi madre se ha quedado en Francia después de la guerra de 1940-
45. Para mí, los franceses eran colaboracionistas. Será mucho más tarde cuando
descubra que muchos cristianos y sacerdotes franceses salvaron a judíos, y también
franceses y francesas, sin ser cristianos.
23
ISRAELÍ Y RABINO
24
En el seno del kibbutz, tenemos cada uno una familia adoptiva a la que
podemos dirigirnos si necesitamos algo. La mujer de la pareja que me acoge es de
origen francés; el hombre viene de Rumanía. Voy de vez en cuando a tomar café con
ellos, o a compartir su comida en el comedor. Para la fiesta de Purim, muy movida, que
conmemora la salvación milagrosa de los judíos cuando estaban deportados en Persia,
episodio narrado en el libro de Esther, me disfrazo y bebo con el marido. Pero es con
mis compañeros con quienes paso la mayor parte del tiempo. Nos unen lazos de
amistad fraternal. En el trabajo y durante las horas de estudio, chicos y chicas están
juntos. Aunque nos alojamos en edificios separados, por la noche, hacemos batallas de
agua con las chicas o embadurnamos su dormitorio de dentífrico. El ambiente es
propio de colegiales. Disponemos de grandes espacios y de tiempo libre. Tengo una
amiguita, D, con la que me querría casar. Compartimos las mismas ideas políticas y nos
gustamos.
¿Y qué pasa con Cristo, piensas en Él? Estando rodeado de judíos, no pienso en
eso. Pero, como una pasión amorosa que se pretende olvidar y que se despierta a la
vuelta de la esquina, en cuanto algo la evoca de cerca o de lejos, vuelvo a pensar en
Jesús cuando vamos en peregrinación a Jerusalén. Mi atracción por Él permanece
intacta. Estoy como imantado pero trato de resistir. Es una sensación curiosa. Durante
este año en el kibbutz, nos paseamos mucho por el norte de Israel y, cada vez tengo
más ganas de entrar en los pueblos árabes de Galilea, porque sé que allí encontraré
cristianos.
Soy tan feliz en el kibbutz que planeo incluso pasar allí el resto de mi vida. Me
gusta esta vida comunitaria que me libera de toda preocupación material. Sin
embargo, mi objetivo es aprender mucho y dedicarme a enseñar. Por eso voy a ir a una
yeshiva, un centro de estudios de la Torá y del Talmud, mientras que algunos de mis
amigos van a participar en trabajos de interés público en ciudades de desarrollo.
EN LA ESCUELA DE LA TORÁ
Así es como, al cabo de un año, vuelvo a hacer el equipaje para instalarme esta
vez en las afueras de Hebrón, en Cisjordania, donde se encuentra la yeshiva sionista
religiosa de Kiryat Arba.
Uno de los primeros días, decido salir solo del yichuv, el asentamiento judío,
para ir a la tumba de los patriarcas, Abrahán, Isaac y Jacob, que se encuentra en la
ciudad de Hebrón. Disfruto de este paseo. A mi vuelta, para mi gran sorpresa, me
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llaman seriamente al orden. Me hacen comprender que he corrido un gran peligro por
ir solo, con mi kipá, a la ciudad de Hebrón atestada de árabes. Fui con total inocencia,
no tenía la menor idea del peligro. En lo sucesivo, cuando vamos a Hebrón, lo hacemos
siempre acompañados por hombres armados. Veo a los musulmanes en las calles, pero
no tengo ningún contacto con ellos. Los palestinos, para mí son solo una noción.
Durante este primer año en la yeshiva, oigo los aviones que nos sobrevuelan, oigo
también hablar de la guerra del Líbano, pero no me intereso verdaderamente. El
estudio de la Torá me absorbe completamente. En todo caso, no he roto con mi amiga
D, seguimos estando «juntos», como suele decirse. Nos vemos cuando podemos, nos
llamamos por teléfono.
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órdenes, porque los oficiales hablan a toda velocidad y el hebreo no es mi lengua
nativa. Este entrenamiento forja la voluntad y consolida las amistades. Por primera
vez, conozco a israelíes no religiosos. Ante las dificultades, somos un solo cuerpo.
Al día siguiente por la tarde, al volver a la base, estoy aún trastornado por las
fuertes emociones que me han asaltado en Belén. Sin embargo, el contexto es aquí
muy diferente y me pongo rápidamente a pensar en otra cosa. Ahora que ha
terminado la instrucción, las relaciones con los oficiales comienzan a cambiar. ¡Nos
pisan mucho menos los pies! De hecho, su autoridad se hace casi paternal y se
establecen verdaderas relaciones humanas. Por otra parte, discutiendo con mi
sargento, he sabido que es hermano de la joven inglesa con la que salí en el Ulpán,
hace dos años. ¡Qué coincidencia!
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permiso para el Sabbat. Cuando estamos de guardia ese día, no tenemos
entrenamiento. En cambio, debemos llevar las armas, aunque el día de Sabbat no se
deba transportar nada. Tenemos también una comida especial de Sabbat. En Israel, es
un día aparte, incluso para los que no son religiosos.
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intensos vividos en el ejército. Nunca olvidaré estos meses, sobre todo por las
relaciones tan fuertes que anudé. He aprendido aquí que, en las circunstancias
extremas, ya no hay conflictos religiosos o políticos. Todo lo que separa a los seres
humanos desaparece. Cada persona es importante. Nos sostenemos unos a otros. No
olvidaré jamás lo que pasó en un campo minado en el Líbano. Un soldado de mi
escuadrón que marchaba delante pisó una mina. Enseguida el médico se metió en el
campo para socorrerle, sin pensar ni un segundo en el peligro al que se exponía. Me
quedé estupefacto. Un hombre se precipita para salvar a otro despreciando
completamente su propia vida. El ser humano es capaz también de eso. Me lo
enseñaron estos meses de guerra.
JUDÍO ULTRAORTODOXO
Al año siguiente, en 1986, vuelvo a Francia para pasar allí el verano. En París
conozco a un dentista que se convierte rápidamente en un amigo. Es un judío
ultraortodoxo. Charlamos mucho, y me hace descubrir esta espiritualidad. Me lleva
incluso a seguir las clases de un rabino. Estoy verdaderamente interesado por esta
nueva vía. Hasta el punto de que, al volver a mi yeshiva, ya no estoy de acuerdo con las
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ideas que allí se sostienen. Comienzo a poner en cuestión el ideal sionista. Por otra
parte, ya no hablo de Israel sino de Heretz, que quiere decir la Tierra o la Tierra Santa,
Heretz Akodesh. Mi apariencia también cambia: ya no me visto con vaqueros y
camisas, sino con pantalón negro, camisa blanca, chaqueta y sombrero. Llevando estas
ropas diferentes, intento marcar una ruptura para entrar en un modo de vida más
radicalmente centrado en Dios.
En Bnei Brak, vivimos como monjes. Soy interno y estudio toda la jornada. Entre
los judíos el estudio es un fin en sí mismo. Se estudia para estudiar, porque estudiando
se santifica y se protege al pueblo hebreo, y a través de él, se salva y se protege el
mundo. La jornada comienza a las siete con las oraciones. Luego, empezamos a
estudiar hasta la tarde. Por la mañana, el estudio se divide en tres tiempos. Primero
nos ponemos de dos en dos, uno frente a otro, y se estudia un tema a través de un
texto del Talmud. A continuación el rabino da su clase. Es una clase magistral, pero si
uno de nosotros no está de acuerdo, puede contradecirle, interrumpirle en plena
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conferencia y provocar una discusión (algo impensable en la mentalidad francesa). A
este propósito, hay un adagio judío que dice: «He aprendido de mis maestros, mucho
de mis amigos, y todavía más de mis alumnos». Al final, volvemos a sentarnos de dos
en dos y examinamos de nuevo el texto confrontándolo con lo que ha dicho el rabino.
De esta manera, lo revisamos y nos lo aprendemos. La primera hora de la tarde es más
relajada: leemos el Talmud, solos o de dos en dos, rápidamente. Al atardecer,
finalmente, estudiamos el libro de un gran autor, como Maimónides o Nahmanides.
Desde la yeshiva, veo la iglesia de Jaffa, que está coronada por un crucifijo. Y en
cuanto veo una cruz, no hay nada que hacer, eso recomienza. Estoy literalmente
cautivado. Y sin embargo, lucho. Trato de resistir con todas mis fuerzas, de razonar.
Me repito que este deseo es impuro y que 10 suscita el demonio para hacerme caer.
Pero esta atracción por la cruz es más fuerte que yo. Sufro, estoy atormentado por la
culpa y los remordimientos.
Para los judíos religiosos, Jesús es el «diablo». Por eso soy bastante escéptico
en cuanto a la sinceridad del diálogo judeocristiano tal como se practica (aunque en el
fondo pueda ser bastante rico). En todo caso, puedo decir que en esta época en que
soy judío ortodoxo, perdonadme la expresión, no tengo nada que hablar con los
cristianos. Es cierto que es mejor dialogar que pegarse. Pero si se habla sin mencionar
10 que enfada, eso no sirve para nada. En el diálogo cada uno, cristiano o judío, debe
asumir 10 que cree y no disimularlo para complacer al otro. Si los cristianos tienen
miedo de hablar de Jesús, no hay diálogo. Cada parte debe respetar a la otra tal como
es y lo que cree, pero sin avergonzarse de hablar de lo que vive. Pero ya hablaré de eso
en otro libro.
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Aunque entré en los ultraortodoxos para acercarme más a Dios, en realidad
estábamos tan absortos en el estudio que perdí la relación espontánea que mantenía
con Él. Solo cuando salgo a la calle me pongo a hablarle. El estudio es bueno, pero hay
que considerarlo como lo hacía santo Tomás de Aquino: cada vez que tropezaba con
un problema teológico, se iba a visitar al Santísimo Sacramento, dejaba de pensar, se
ponía en la presencia real de Dios y le pedía que le explicase 10 que no comprendía. Al
final de su vida, santo Tomás vivió una fuerte experiencia mística en la que Jesús le
dijo: «Has hablado bien de mí, Tomás». Pero santo Tomás decía luego que, comparado
con esta experiencia directa que había tenido de Dios, todo lo que había escrito, su
Suma teológica, no era más que paja. Los estudios no tienen otro fin que conducirnos a
Dios, a conocerle mejor para amarle mejor y amar mejor a sus criaturas.
Por otra parte, las oraciones judías están tan codificadas que no hay lugar para
la oración espontánea -salvo intercalada en las diecinueve bendiciones, la oración
central de la liturgia judía-o Aunque las Escrituras judías rebosan de textos que hablan
de meditación, en realidad se practica muy poco. De todos modos, la meditación no es
por sí misma oración, no es diálogo interior con Dios. En la oración, nuestra alma se
dirige a Él libremente y Él nos habla (aunque no siempre de modo explícito). Lo que se
llama oración en el mundo católico no existe en el mundo judío. No hay relación filial,
nada de corazón a corazón con Dios. Un judío no podría decir lo que un campesino al
Cura de Ars a propósito de su oración: «Yo le miro y él me mira». Conozco una
excepción, los judíos Breslev, que salen al bosque a media noche para hablar con Dios.
Pero los Breslev están marginados, aunque su fundador, el rabino Nahman (1772-
1810), es apreciado.
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atrae. Es demasiado pequeña, un poco regordeta, en fin, ¡no es mi tipo! Nos decimos
hasta la vista y hago un informe a mi rabino. Él se pone a buscar otra muchacha y
organiza un segundo encuentro. Desgraciadamente, esta vez soy yo el que no gusta a
la chica.
Al llegar a París, voy en primer lugar a casa de mis padres. Y allí, ¡es el choque
de las culturas! Imaginad: me fui de casa vestido como un adolescente y vuelvo con
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sombrero, barba, traje oscuro y camisa blanca. Si en Israel eso no llama la atención de
la gente, en la Courneuve en cambio no pasa inadvertido. Me niego a besar a mis
hermanas. En efecto, los ultraortodoxos no besan a las mujeres, salvo a su esposa, y no
en público. Tengo la impresión de ser un extraterrestre. Explico a mis padres que
quiero ir a Aix-les-Bains, a una escuela rabínica de fama, con el fin de proseguir mis
estudios. Si ya estaban reticentes con la idea de que fuese rabino, y rabino
ultraortodoxo además, esto cae como un mazazo. Mi hermano mayor está alucinado.
No me siento a gusto y no me quedo más que unos días. Con el tiempo, veo que hay
una forma de integrismo laico en Francia. El laico no acepta que alguien pueda tener
otras motivaciones en su vida que las suyas. Es verdad que tampoco yo respetaré la
elección de mi hermana cuando se case con un armenio, y ella me lo reprochará
mucho, y la comprendo. No soportaré que se case con un no judío. Mi madre tampoco,
y para justificar su oposición a este matrimonio recordará que su suegra (la madre de
mi padre) se opuso también al matrimonio de su hijo (el tío al que fuimos a visitar
cuando yo era niño) con una católica española, antes de aceptarlo mucho más tarde.
-No... Pero ¡se puede leer un comentario escrito por un rabino lubavitch sin ser
lubavitch!
-Mmm...
Eso no parece gustarle. A decir verdad, esta teología científica mística, incluso
esta filosofía, me interesa cada vez más. Ya cuando estaba en Bnei Brak, en Israel, leí a
escondidas el Tanya, un tratado místico cuya lectura está categóricamente prohibida
por los ultraortodoxos. No me siento libre en la yeshiva de Aixles-Bains. Me dan a
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entender que si sigo por este camino, no podré continuar mis estudios ni encontrar
mujer. Un día, me encuentro con un rabino que dejó esa yeshiva para crear un centro
de estudios lubavitch en la región de París. Me aconseja que me case y que vaya a
verle.
JUDÍO LUBAVITCH
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Somos verdaderamente bien acogidos por la gente y vivimos momentos magníficos.
Sin embargo, una vez más, los adornos de Navidad de estos pueblecitos de montaña
no me dejan indiferente. Despiertan cada vez más mi atracción por Jesús y mi
culpabilidad.
Por lo demás, cada vez que me paseo por la ciudad de Grenoble, con sus calles
peatonales y sus iglesias, me siento invadido de amor por Cristo. Un deseo irrefrenable
de entrar en una iglesia se apodera de mí, como en mi infancia. En el momento no
tengo mala conciencia. Pero antes y después, lo que estoy viviendo interiormente es
terrible. Finalmente, nunca paso al acto, no a causa de la gran culpabilidad que siento,
sino porque tengo mucho miedo de ser visto por mis correligionarios. En efecto, si un
cristiano entra en una sinagoga, ningún otro cristiano se lo reprochará. En cambio,
según la ley judía, está formalmente prohibido entrar en una iglesia.
ENCUENTRO A MI MUJER
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hasídico. Además, ella está de acuerdo en que continúe estudiando, como yo deseaba.
Y sobre todo, los dos tenemos ganas de fundar una gran familia. Siempre he querido
tener hijos. Y las familias israelíes tan cordiales que he conocido durante mis estudios
en Israel han reforzado en mí ese deseo. Me han dejado entrever también una manera
de vivir en familia muy diferente de la que conocí siendo niño. En efecto, entre los
ultraortodoxos y los lubavitchs, que no tienen televisión, la familia está centrada en la
vida con Dios. El padre pregunta a sus hijos: « ¿Has entendido esta palabra de Dios?
¿Qué tal esta semana con tus amigos?». En la mesa, se habla sobre el modo en que se
vive la religión, el día a día, y sobre las cosas de la vida cotidiana. Eso no tiene nada
que ver con lo que yo he conocido en casa de mis padres. No se hablaba más que de
temas exteriores, de política, de guerras, de fútbol.
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fiesta. Un gran paño separa la sala en dos partes, pues hombres y mujeres no deben
mezclarse, por razones de pudor. La orquesta toca exclusivamente música judía
religiosa, oriental o hasídica, y bailamos hasta las dos de la madrugada. Es una fiesta
muy alegre. Mi padre y mis hermanos, mis primos y mis tíos, que nunca han visto una
boda como esta, parecen encantados.
EN GALILEA
Durante los dos primeros años de nuestro matrimonio, según lo acordado con
Martine, vuelvo a los estudios rabínicos en una yeshiva lubavitch que se encuentra en
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Essonne. Más tarde, como deseo profundizar aún más en mi conocimiento de la
mística judía, decidimos regresar a Israel-más bien, soy yo el que regresa a Israel, pues
mi mujer nunca ha vivido allí antes-o Nos instalamos en Safed, el gran centro de
estudios en la tradición kabalista acerca de los textos de los primeros siglos de nuestra
era. Es una ciudad situada en las montañas, al norte del país, en Galilea. Alquilamos un
pabellón que da sobre el lago de Tiberiades. ¡Es magnífico! Estudio en un Kollel, una
escuela rabínica para casados. Mi mujer está inscrita en el programa Ulpán para
aprender hebreo y descubrir el país. Con frecuencia vamos los dos a Haifa, para
bañarnos en una playa salvaje desconocida por los turistas.
Todo va muy bien hasta el día en que el ejército me encuentra. Es el lado KGB de
Israel. Un día, recibo un requerimiento para cumplir el famoso miluim, del que escapé
al marcharme a Francia hace cuatro años. Esta vez acudo a la cita, y allí me embarcan
directamente, incluso sin dejar que avise a Martine de que no voy a volver a casa. Así
son las cosas allí: no se andan con chiquitas. Dos días después, puedo por fin
telefonearle. Evidentemente, está muy inquieta. Me han llevado a una prisión, situada
en los territorios, y mi misión es vigilar a los presos. Al cabo de una semana, tengo
derecho a un permiso. A la una de la madrugada llamo a la puerta de casa, en
uniforme militar, sin haber podido avisar a mi mujer de que volvía. Ella está muy
agitada. Estos incidentes han acabado con su paciencia. Me dice que no se encuentra
bien en Safed y que quiere volver a Francia.
Comprendo muy bien su reacción. Es una mujer occidental, está sola en Safed,
sin familia, y no habla el idioma. Pero a mí, en el fondo, no me fastidia tanto el haber
sido alistado sin tambor ni trompeta por el ejército. Incluso paso allí buenos
momentos. En efecto, con el paso de unas semanas, en el grupo en que he caído
empiezo a encontrar la calidad de relaciones humanas que tanto aprecié en el ejército.
Un día de Sabbat me pongo a cantar cantos religiosos desde lo alto de la torre en que
estoy montando guardia. Cuando bajo, los demás soldados, de los que ninguno es
religioso, me preguntan. ¡Me han escuchado! Les enseño entonces los cantos de
Sabbat y nos ponemos a cantar todos juntos. Ese es mi pequeño lado misionero que no
tiene miedo a nada. Después de este episodio, el general, un judío iraquí que no
practica en absoluto, me convoca y me llama al orden: ¡está prohibido hacer
proselitismo en las filas del ejército! Sin embargo, a continuación, me felicita por haber
dado ánimos al equipo. ¡Está muy contento!
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pequeñas, se siente todo con más agudeza. El ejército proporciona también una
disciplina que robustece la voluntad. Durante el servicio se deben realizar tareas de las
que no se tiene ningunas ganas. Pues bien, debo reconocer que eso es muy formativo,
sobre todo en nuestros días, pues cuando uno es joven se tiene la tendencia a no
hacer más que lo que a uno le apetece.
Así que una vez más vuelvo a Francia a contrapelo. Pero, con el pasar del
tiempo, estoy convencido de que ha sido la divina Providencia la que ha querido que
fuera así, porque aquí es donde regresará con fuerza mi deseo por Jesús, a pesar de mi
barba, mi sombrero y mi estricta ortodoxia judía.
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Nacen muy rápido, uno tras otro: Rachel en 1994, Deborah en 1995, Rivka en
1996, Myriam en 1997, Yossef en 1999, Menahem en 2001 y Chneor en 2003. ¡Qué
alegría! Mi mujer quería una gran familia y yo también. Sin embargo, después de nacer
Myriam, sugiero a mi mujer que nos concedamos una pausa. Tengo muchas ganas de
tener un chico, pero me parece que por el bien de nuestro matrimonio y de nuestras
cuatro hijas, vale más que esperemos un poco. ¡Pero ella no es de esta opinión!
Cuando nació Rachel, mi mujer dejó de trabajar fuera de casa. Desde entonces,
yo empiezo a trabajar a jornada completa para atender las necesidades de la familia y
además doy clases para adultos. A pesar de todo, estoy presente y muy cercano para
mis hijos. Su desarrollo y educación son muy importantes para mí, Tengo una relación
particular con cada uno. Me encanta jugar con ellos, llevarlos al parque, a la
Courneuve, enseñarles a montar en bicicleta. Mi mujer se ocupa de la educación
cotidiana y de los deberes. Después de atender a los niños, como es previsible, apenas
nos queda tiempo para estar solos los dos. Felizmente no tenemos televisión ni
Internet. Y por mi parte, en cuanto encuentro un rato libre, continúo estudiando
teología mística judía sobre la palabra de Dios.
-¿No tienes ningún escrúpulo de ir a la playa, y además con tus hijos? Sorprendido,
respondo:
-Como sabéis, en París hay mujeres vestidas con la ropa tan ceñida que atraen las
miradas más que una mujer en traje de baño.
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-En París es diferente: se tiene la cabeza ocupada por lo que se debe hacer, las clases
o las compras.
_ ¿Y creéis que no estoy ocupado en la playa con todos mis hijos? ¿Pensáis que tengo
tiempo realmente de tontear con las chicas?
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Esta doble vida religiosa puede parecer sorprendente. Es verdad, llevo en mí
dos identidades. Pero es más algo propio de una lucha espiritual que de una traición o
duplicidad. ¿Cómo es posible vivir las dos a la vez? No lo sé. Pero vivo con eso, y
curiosamente no me culpabilizo. Hasta que nacen nuestros hijos, tengo tiempo para
eclipsarme de vez en cuando en un lugar aislado para contemplar mi crucifijo, sobre
todo durante nuestras vacaciones en el campo. Salgo a dar un paseo, me escondo en el
bosque o a la vuelta de un camino, clavo mi cruz en un árbol, y la contemplo. No me
planteo preguntas. Además, más vale así. Rezo a Jesús que es Dios. En cambio, me
cuesta mucho decir el Padrenuestro porque me invade un sentimiento de traición al
Dios de la Torá.
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Puede parecer sorprendente que no haya intentado saber más. Pero nosotros,
los judíos ortodoxos estamos educados para no querer entender ese fenómeno de la
conversión al cristianismo y reaccionar violentamente. Conviene saber que un judío
convertido pasa ante un tribunal que le declara renegado. En nuestra oración
cotidiana, la que estructura nuestras jornadas, se pronuncia una maldición sobre los
judíos renegados. Además, Maimónides, el gran rabino andaluz del siglo XII, una de las
figuras más importantes del judaísmo y de las más estimadas por los no judíos -santo
Tomás de Aquino le llamaba el Águila de la sinagoga- compuso un credo judío que se
acaba con este comentario: «Quien cree todos estos puntos fundamentales pertenece
a la comunión de Israel; y es un precepto amarle, tener caridad con él, y observar
respecto a él todo lo que Dios ha prescrito entre el hombre y su prójimo, aunque la
fuerza de las pasiones le arrastre a cometer pecados. Pero si alguien es bastante
perverso para negar uno de estos artículos de fe, está fuera de la comunión de Israel, y
es un precepto detestarlo y exterminarlo».
Rachel nace apenas un año después de este episodio, en mayo de 1994. Nos
mudamos entonces a un apartamento más grande en la misma ciudad. Una tarde, al
volver del trabajo, cansado, siento la necesidad de relajarme. Enciendo la radio y ahí
aparece radio Notre-Dame. Esa emisora me gusta mucho y me pongo a escucharla
cuando tengo ocasión, a escondidas. Sin embargo, a medida que pasan los días, estoy
harto de esconderme. Entonces, continúo escuchando abiertamente esta emisión
católica. Mi mujer considera que está mal. Me repite que es impuro, pero me deja
hacer. En lo sucesivo, vuelvo al Sacré-Cceur y me procuro una foto del corazón de
Jesús. Regularmente, la saco a escondidas en el comedor, me arrodillo y me pongo en
presencia de Cristo.
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mostraba cariñosa con nuestros hijos. Es para mí una prueba difícil de superar. Ignoro
entonces que se acerca un acontecimiento que me afectará aún más. En el mes de
diciembre del mismo año, cuando aún no ha terminado el duelo por mi madre, mi
mujer -que está encinta de nuestro séptimo hijo- se entera de que está enferma.
Dos meses antes del deceso, he confiado a nuestro último hijo, Chneor, a mi
cuñada. Pero mi mujer me ha pedido explícitamente que mantuviera a los niños
conmigo cuando ella hubiese desaparecido. Confiaba en mí para su educación. Hoy
estoy orgulloso de que todos ellos estén bien educados, gracias a Dios. Ella no quería
que fuesen a vivir con su familia, donde algunos han pasado temporadas durante su
enfermedad. Ahora que se ha ido, me gustaría que Chneor viniese a vivir con nosotros.
Pero viéndome solo con todos estos hijos pequeños, la hermana de mi mujer me
propone quedarse con él un tiempo, y acepto. Esta decisión me cuesta enormemente,
pero soy consciente de que no podría ocuparme bien de todos mis niños al mismo
tiempo.
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Aquí estoy, padre a tiempo completo, con la gracia de Dios, por supuesto. El
entrenamiento militar que seguí en Israel me es de gran ayuda, estoy seguro.
Despliego una voluntad y unas habilidades que no hubiera sospechado nunca para
sacar adelante una casa. Comprendo pronto que es impensable volver al trabajo. Ser
padre de familia kosher no es ningún chollo. Debo aprender a cocinar lo de todos los
días, los pasteles del Sabbat, el pan. Dicho esto, descubro que es para mí un placer
hacerlo. La vida cotidiana, práctica, concreta, tiene algo mágico para mí, mientras que
antes no me gustaban los trabajos manuales. Sin embargo, la comida kosher requiere
toda una organización. Está prohibido mezclar carne y leche. Hay que tener dos
vajillas, una para la carne y otra para la leche, y las dos vajillas no pueden estar en
contacto, ni lavarse al mismo tiempo. Se necesitan dos cacerolas, dos manteles, dos
fregaderos. No se puede lavar una comida de carne en el fregadero donde está la
vajilla de leche. El viernes, paso toda la jornada en la cocina para preparar las comidas
del Sabbat. En resumen, no es cosa sencilla. Antes participaba en la vida de la casa
pero, de repente, debo ocuparme de todo y hacen falta cuatro manos. Hay que seguir
la escolaridad de los niños, llevarles al foniatra, al psicólogo, al dentista, fregar la vajilla
(no tenemos lavavajillas), la plancha, llevar kilos de ropa a lavar, ser ordenado en todo
lo administrativo, hacer la compra, llevar a los niños en coche a la escuela judía e ir a
recogerlos a la salida y, sobre todo, estar disponible para ellos. Guardo siempre un
ratito para leer, estudiar y rezar. No me desanimo jamás. No me permito caer enfermo
ni física ni psíquicamente. Sin embargo, tendría motivos para hundirme. No sé cómo
aguanto. En todo caso, no con mis simples fuerzas humanas.
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Poco después del fallecimiento de mi mujer, pienso que nos convendría
mudarnos. Tenemos necesidad de cambiar de aires. Así que nos instalamos en una
pequeña casita en el suburbio sudeste de París. La comunidad judía de este barrio me
ha acogido muy bien y ha procurado ayudarme, y se 10 agradezco muy cordialmente.
No hay más que dos habitaciones para los seis niños, pero tiene un pequeño jardín y es
muy agradable. Al principio llevo a los niños a la escuela judía; pero poco después me
doy cuenta de que no puedo pagar, a pesar de los descuentos que tienen a bien
concederme. Los escolarizo entonces en la escuela pública que hay al lado de casa, 10
que en todo caso es más práctico y menos fatigoso.
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Paralelamente, me distancio un poco de la comunidad judía. Mi fe y mi
práctica no han cambiado, pero ya no voy regularmente a la sinagoga. Estoy cansado.
Prefiero estar tranquilo con los niños, vivir a mi ritmo y no al de las oraciones
impuestas por la sinagoga. Cada vez más, siento la necesidad de una relación más
personal y menos formal con Dios. La liturgia en la sinagoga, tal como está organizada,
no me permite quedarme en mi interior: todo va muy rápido, no se para de leer, y leer.
Cuando rezo un salmo, a veces una palabra se me clava y quiero detenerme ahí para
meditarla. En la sinagoga, eso no es posible, hay que seguir. No se tiene un momento
para estar a solas con Dios. Rezamos todos juntos, todo el tiempo. Entonces, trato a
Dios en casa. Voy a mi cuarto, canto, bailo. Rezo a mi ritmo.
Vuelvo donde están los niños y me siento sobre la arena, un poco trastornado
por lo que acaba de pasarme. Me pongo a hojear un libro de teología judía, mientras
ellos siguen jugando a mí alrededor. De pronto, mi cuerpo empieza a tiritar, yeso que
hace mucho calor. No sé lo que me pasa. Tampoco sé por qué digo en ese momento
dirigiéndome a los niños: « ¡El cardenal Lustiger está muriendo en el hospital!». Ignoro
completamente de dónde sale eso.
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Allí, se les muestra transfigurado, de una blancura deslumbrante, acompañado de
Moisés y Elías.
Es la primera vez que me pasa esto, pero no será la última. En efecto, en varias
ocasiones, hacia las dos de la madrugada, me despierta en plena noche este escalofrío
y esta presencia. Hasta las siete no consigo conciliar el sueño. Como no he dormido
bien, temo que vaya estar cansado y se va a resentir la marcha de la casa. Pero con
gran sorpresa por mi parte, no siento el menor cansancio. Nada cambia en el curso de
mi vida ordinaria si no es mi relación con Dios. En efecto, durante el día, sin estar
alterado, vivo momentos increíbles, una paz, una gran alegría, un amor divino, un cara
a cara con Dios, una relación íntima que nunca antes había conocido. ¿Puede ser un
anticipo de la vida eterna? Muchas otras personas han tenido esta experiencia de
arrebato amoroso, pero no se puede explicar con palabras. Hay que vivirlo para
creerlo.
Viéndolo ahora, me digo que fue acertado no ir a ver a gentes de Iglesia en ese
momento. Hubieran desconfiado yeso me habría alejado de ellos. Me parece que
algunos son demasiado «del mundo» y poco audaces. En cambio, Benedicto XVI es
prudente pero no timorato. Por supuesto, puedo comprender que un sacerdote a
quien hubiese ido a decir, con mi barba y mi sombrero, que me atrae la cruz, que
Monseñor Lustiger me ha hecho señas en la playa de Trouville y que tengo arrebatos
místicos por la noche, se mostrase perplejo. Y soy plenamente consciente de que hay
que tener cuidado con este género de fenómenos espirituales. Los más grandes santos
místicos lo dicen y lo repiten. Conviene acogerlos y luego discernir. Pero hay una
diferencia entre la virtud de la prudencia, como explica santo Tomás de Aquino, y la
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pusilanimidad espiritual. Algunos católicos parecen tener miedo de que les tomen por
locos, de lo que se pueda pensar de ellos, les falta seguridad y aplomo en sus
convicciones. Por lo demás, en Francia, un judío está bastante mejor considerado y
respetado que un católico. Enseguida vaya comprobarlo en mi propia carne.
Esta escena ante el televisor es en todo caso increíble. Hay que imaginarse a
una familia judía ortodoxa literalmente pegada ante una película sobre el Papa. Y que
se dedica a ver la continuación en los días siguientes. Viendo la película, me pongo a
llorar mansamente. Es la primera vez que lloro de ese modo. No es por tristeza, sino
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una forma de atracción. Cuando el alma no puede expresar con palabras lo que
experimenta, se muestra mediante las lágrimas. Pero bien pronto, me contengo: la
razón acude a rescatarme. « ¡Eh, cálmate -me dice-, nunca has leído lo que ese Papa ha
escrito! ¡No es tu rabino! ¡Además, no es él quien está en la pantalla, sino un actor!». A
pesar de todo, no puedo negar que me sumerge la emoción. ¿Por qué me he puesto a
llorar? ¿Por qué tengo esa impresión tan fuerte de que esta película va conmigo, y de
que Alguien se dirige a mí a través de ella? Extrañamente, los niños también empiezan
a querer a Juan Pablo II, aunque ayer mismo no conocían ni su nombre.
A partir de ese momento, vuelvo a ir a misa. Cada domingo, me vaya una iglesia
un poco alejada de mi barrio para no ser descubierto.
Algunos días más tarde, puedo por fin ir a La Procure. Al entrar en la librería,
tengo la extraña impresión de haber estado antes allí. Sin embargo, eso no parece
posible. Para no perder el tiempo, me dirijo enseguida a una librera, al azar, y le
pregunto si tiene libros de san Juan de la Cruz. Ella me mira, sorprendida, como si
fuese algo evidente. Estoy confortado, pero también impaciente. «En la sección de
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santos», me responde. Eso no me sirve de mucho. Ella me acompaña. Saco un libro al
azar. Se trata de Llama de amor viva, un libro que escribió para una laica. Es su última
obra, la que resume todas las demás. La abro allí mismo y la hojeo. De repente, tengo
como un flash-back, una chispa: me acuerdo de un sueño que tuve hace unos días y en
el que me veía en una librería leyendo a san Juan de la Cruz. Pues bien, ¡era aquí,
reconozco precisamente el lugar! Decididamente, tengo la impresión de vivir en una
película fantástica.
Ni uno ni dos, decido comprar todos los libros de san Juan de la Cruz en edición
de bolsillo, así como los Evangelios. No los he abierto desde que los tiré por deseo de
mi mujer, después del robo, hace ya más de diez años. Al salir de la librería, me digo
que no puedo seguir solo, que tengo que encontrar a alguien con quien hablar de todo
esto. Esta vez debo ir hasta el final. ¿Pero qué hacer? ¿A quién dirigirme?
Pero estoy tan imbuido en mi mentalidad judía que pienso que un católico debe
llevar un distintivo, ¡como un judío ortodoxo! De momento no veo a nadie. Me dirijo a
otra librera al azar. Le pregunto si ella conoce a católicos seguidores de san Juan de la
Cruz, como un judío sigue a un rabino.
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-Usted busca a los carmelitas -me contesta.
-¿Por qué?
Ella parece sorprendida, pero se explica. Los oblatos son laicos que se unen a
una orden religiosa. Me pregunta a continuación si quiero charlar con un sacerdote y
me da el número de teléfono del padre Y. ¡Es increíble! No me lo puedo creer: al
primer intento doy con una oblata carmelita, en una librería religiosa, ciertamente,
pero todas las libreras de La Procura no son forzosamente cristianas y, aún menos,
cercanas a la espiritualidad de san Juan de la Cruz.
Desde ese día, todas las mañanas, leo a san Juan de la Cruz en el desayuno.
Aprecio mucho lo que ha escrito, porque es algo vivido y experimentado. Lo leo incluso
cuando no tengo ganas. Por fidelidad. Es mi hermano mayor.
Dejo pasar algunos días. Luego decido por fin llamar al padre Y. Me presento,
le explico que una librera de La Procure me ha dado su número, que soy judío y estoy
interesado por Cristo. Me escucha y me propone ir a visitarlo a su casa en Porte
d'Auteuil.
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Durante ese otoño voy a verle regularmente. En esos encuentros, hablamos
mucho sobre san Juan de la Cruz. Lo que vivo entonces, es para mí el verdadero
diálogo judeo-cristiano. Cada uno es fiel a lo suyo, ni uno ni otro reniega. Él me explica
a san Juan de la Cruz desde su formación cristiana. Y yo le cuento cómo lo entiendo a
partir de mi cultura judía, filosófica y mística. El padre Y acoge lo que le digo. Nunca se
muestra perentorio o arrogante conmigo. No me dice: « ¡Un día lo entenderás!».
Además, siento que no busca influenciarme. Al hilo de nuestras charlas, me voy dando
cuenta de que las palabras no tienen forzosamente el mismo significado en todas las
culturas. En consecuencia, no se puede uno entender en tanto no se tome la
precaución de ponerse de acuerdo sobre el significado de las palabras. Por ejemplo, la
palabra carne para san Pablo o para Un judío no tiene el mismo significado que para un
griego.
Ya dije antes lo que pienso del diálogo interreligioso cuando no está fundado
en la verdad. Lo que experimento con el padre Y me prueba que un diálogo teológico
fecundo entre judíos y cristianos es posible. Por otra parte, existen otros ejemplos,
como el de san Bernardo de Claraval que fue a estudiar con los rabinos de Troyes. Se
opuso a los pogromos y quiso ver por sí mismo cómo estudiaban los exegetas judíos,
que le interesaron mucho. Pero no temía decir que la verdad estaba en el seno de la
Iglesia. Otro ejemplo: en sus Charlas sobre el Padrenuestro, el cardenal Journet utiliza
un concepto de la teología mística judía, el de la contracción de Dios en el momento de
la Creación. San Juan de la Cruz también dialogaba con un teólogo místico judío
español de su época.
Mis encuentros con la Iglesia y mis tentativas de diálogo con sus representantes
no han sido siempre tan fructíferos. En efecto, a continuación, me cruzaré con
sacerdotes que no tendrán la capacidad de escucha del padre Y, y que tratarán de
imponerme sus puntos de vista. Mi lectura cristiana del Antiguo Testamento les da
miedo porque imaginan que perjudica el diálogo judeocristiano, o el Magisterio y la:
Tradición de la Iglesia. Sería tonto tirar piedras contra la Iglesia porque algunos
sacerdotes u obispos se portasen mal, o no lo hicieran como deseamos. En efecto, los
hay también formidables.
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año, al principio, iré a visitar cada mes al padre Thibault, Hermano de san Juan,
teólogo, con quien hablaré del pensamiento de santo Tomás de Aquino. Mi obispo,
Mons. Santier, que es un verdadero padre para mí, me proporciona durante dos años
una formación en teología y me da la misión de un apostolado en la Iglesia católica
para todos los públicos en Francia y en el extranjero. Mi tutor es el decano de teología
de los Hermanos de san Juan. Tenemos charlas sabrosas y en un tono enormemente
libre. También me encuentro regularmente con Mons. Aupetit, obispo auxiliar de París,
y charlamos con gusto. Me ha pedido que trate a los sacerdotes de París en el marco
de su formación permanente.
-¿Dónde se dice en el Antiguo Testamento que el Mesías deba nacer de una joven
virgen?
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-Isaías 7, 14.
-Porque lo escrito es «alma» que significa «muchacha joven». Esta palabra que se ha
traducido por virgen designaba a todas las mujeres no casadas. "Una virgen dará a luz",
en lenguaje bíblico, significa sencillamente: una mujer va a dar a luz, ni más ni menos,
y no que vaya a dar a luz virginalmente. Además, para que eso corresponda a la
profecía de Isaías, el ángel Gabriel, en el momento de la anunciación, en el evangelio
de san Lucas, tendría que haber llamado Emmanuel al hijo de María...
Él me mira, interrogante.
-No, no quiero.
-¿Por qué?
Él intenta comprender mi reticencia. Otro habría dicho « ¡La Virgen María es una
mediadora!». Pero él no lo hizo, sino que siguió preguntándome:
-Cuando veo en KTO todas esas procesiones en Lourdes, esas velas y esas reverencias
ante imágenes, es como los ídolos en Asia, en África o en la Biblia.
Él no responde, y continuamos con la lectura de san Juan de la Cruz. Una vez más no
busca persuadirme de nada.
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ME ENAMORO DE MARÍA
-Son meditaciones.
Él sonríe:
-No, eso no es posible. Te propongo otra cosa: dices «Dios te salve, María» como si le
dijeses « ¡Buenos días!», sin imagen y sin ponerte de rodillas.
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A salir de su casa ese día estoy muy excitado, y me pregunto cómo voy a hacer
para aguantar hasta la noche. La tarde con los niños me parece interminable. Solo
tengo una cosa en la cabeza: lograr que se acuesten para poder encontrarme solo y
leer el desplegable. Al fin llega el momento en que puedo encerrarme en mi cuarto.
Me preparo entonces con la ayuda del rosario y el desplegable para estar listo para el
momento en que me despierte. Estoy nervioso como si fuese a pasar un examen.
Recito entonces mis cuatro rosarios, los gozosos, los de luz, los dolorosos y los
gloriosos, antes de acostarme. Enseguida me hundo en el sueño y duermo como un
bebé... hasta la mañana siguiente. Además, después de este rosario, ya no me
despertaré más por la noche. En cambio, al abrir los ojos al día siguiente, me
encuentro con un deseo loco de arrodillarme a los pies de María y de amarla. Es
increíble, ¿no? Jesús me lleva a María, su madre, mientras que de ordinario es a la
inversa: se va a Jesús por María.
Poco tiempo después, una noche, mientras intento dormir, recibo como una
palabra interior, que me sugiere por qué María debía ser virgen para recibir al Mesías,
y ¡lo hace a través de la teología mística judía!
Según la tradición, Sara, la mujer de Abrahán, era estéril. Había que romper la
cadena natural desde el pecado de Eva, de modo que Sara pudiese dar origen a una
nación pura. Era precisa una forma de muerte y renacimiento. Para que Isaac fuese
puro, su receptáculo debía ser puro. Esta noción de adecuación entre el receptáculo y
el contenido es fundamental en la teología mística judía. Se pone el agua en un vaso y
no en un plato. Se encuentra esta misma idea en el capítulo primero del Éxodo. En
efecto, allí se cuenta que un hombre fue a buscar una doncella en la tribu de LevÍ. De
su unión nacerá Moisés. Pero se sabe que esta mujer tenía ya dos hijos, Myriam y
Aarón. Entonces, ¿por qué las Escrituras dicen que la madre de Moisés era una
doncella, como si fuese virgen? El Talmud explica: Dios hizo un milagro devolviendo su
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virginidad a la madre de Moisés, porque era preciso que el salvador de Israel naciera
de una madre intacta. Esta «revelación» tuvo tal impacto en mí que, en aquel
momento, María entra totalmente en mi corazón.
Un día, al llegar a la capilla, veo que una religiosa está sentada en «mi» silla.
Como ya comienzo a creer que no hay coincidencias gratuitas, me decido a hablarle.
Charlamos un poco. Me dice que es una hermanita de Belén y que viene de
Fontainebleau. Las hermanitas de Belén son contemplativas de clausura que no salen
nunca de su convento. ¿Nunca? Entonces, ¿qué hace ella sentada en mi silla, hoy, y en
el mismo momento en que entro en esta iglesia? Me está encaminando a la Iglesia, eso
es cierto. En efecto, ella me sugiere que vaya a ver a la priora de las Hermanas de
Belén, en la plaza Víctor Hugo de París.
Poco tiempo después, me encamino hacia esta dirección. Entro por la tienda que
está al Iado y pido ver a una religiosa. Se me presenta entonces sor Ch, a quien cuento
mi historia y mi atracción por Jesús. Me escucha y me dice que tengo que ver sin falta
a una cierta sor P. Así lo hago. La primera vez charlamos un rato en el locutorio. Ella
me propone volver por allí a verla, cuando quiera. No me hago de rogar, y vuelvo por
allí siempre que puedo. Así comienza una larga cadena de horas y horas de
conversación.
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problema para las hermanas, porque en una de las calles cercanas al convento hay
toda clase de tiendas judías. Ese día, al volver a casa, estoy muy emocionado. ¡No me
lo puedo creer! Una canción de Enrico Macías, «Noel a Jerusalén», me baila en la
cabeza. Aunque para mí, será más bien ¡«Noel a Bethléem»! Llega el día. Espero que
estén dormidos los niños para desaparecer. Quedan al cuidado de Rachel, a quien he
dejado el número de teléfono por si acaso. No les he dicho dónde voy. Me da cierto
apuro dejarlos solos por la noche, es la primera vez que sucede. Pero siento que debo
ir. En el camino, rezo para que no les pase nada.
Sin embargo, cuanto mejor va todo más siento que esta vez no vaya cortar. La
conversión está próxima: ¡voy a pasar al otro lado! De golpe, me empiezo a plantear
seriamente cómo presentaré las cosas a los niños. ¿Cómo se lo van a tomar? Temo su
reacción. Entonces, intento preparar el terreno poco a poco. Por ejemplo, mientras
que desde Navidad la imagen de María está escondida en mi cuarto, y cierro la puerta
cuando le vaya rezar, decido que ahora la pongo más a la vista y dejo la puerta
entreabierta. Un día, la dejo abierta del todo. Llega Rebeca y me sorprende de rodillas
ante la Virgen María. Me pregunta qué hago. Un judío reza sentado o de pie, pero
nunca de rodillas. Estoy un poco confuso, pero al mismo tiempo deseaba que llegase
este momento. Le explico:
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Bueno, me había equivocado al inquietarme: no ha sido más complicado que eso. En
adelante, la Virgen María es aceptada en la casa. Desde este día, cuando encendemos
las velas de Sabbat, el viernes al atardecer, se canta también el Avemaría.
Estoy asombrado por su modo de reaccionar. Toman las cosas tal como vienen,
sin extrañarse. Pensaréis que tengo suerte y que mis niños son tranquilos y abiertos.
Pero yo no creo en la suerte, creo en la Providencia y en la educación: en la relación de
confianza entre padres e hijos. Algunos meses más tarde, antes de ir a Tierra Santa,
pediré a mis hijas que forren de papel opaco mi libro de san Juan de la Cruz, para no
aparecer como judío renegado. Déborah me responderá: « ¡Papá, haz lo que tú
quieras!». Ellas son más libres que yo. Les hago caso, y no forro el libro. Y cómo no: en
el coche, una judía me interpelará.
Pienso cada vez más en pedir el bautismo, pero sigo dividido. El 2 de febrero de
2008 vuelvo al monasterio para celebrar la Presentación de Jesús en el Templo. Voy al
oficio de la tarde, paso la noche en una celda, y asisto a la misa por la mañana
temprano. Antes de marcharme, hacia las tres de la tarde, sor P me pregunta qué tal
voy: «Muy bien. Además he decidido pedir el bautismo». Estoy sorprendido por lo que
acabo de decir: en ese instante preciso, Dios sabe por qué, ya no tengo conflicto
interior. Sor P me pregunta por qué quiero bautizarme. ¡Porque quiero ser cristiano!
Ella me explica entonces que debo hacer el catecumenado.
-¿Qué es eso?
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-En los Hechos de los Apóstoles, cuando el etíope pide el bautismo a Felipe, se echa a
una charca de agua y le bautiza allí mismo. Y, en el caso de san Pablo, ¿es que alguien
le ha pedido seguir un catecumenado?
-¡Cálmate!
-Estoy calmado.
Para mí, que soy judío religioso, la referencia absoluta es la palabra de Dios, y no
las ideas de los hombres. Lo que me molesta en toda esta historia del catecumenado,
es que no se menciona por ninguna parte en los Hechos de los Apóstoles. Ved lo que le
costó al apóstol Pedro suprimir lo que estaba prescrito en la Torá. Sin embargo, dijo
que Jesús era el Mesías, vio a Jesús resucitado, creyó y afirmó que Jesús era hombre y
Dios, recibió el Espíritu Santo en Pentecostés y salió a predicar. Pero a pesar de todo
eso, seguía convencido de que había que comer kosher por la sencilla y buena razón de
que eso estaba escrito en la Biblia. Necesitará una visión para comprender que eso ya
no era necesario.
El cardenal Lustiger, a propósito de los judíos que se hacían cristianos como él,
hablaba de judíos cabales. No quiero escandalizar a nadie, pero no estoy de acuerdo
con él. No me considero un judío cabal, sino un judío convertido a Cristo: no se habla
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de judíos cabales en los Hechos de los Apóstoles, ni en las Epístolas de san Pablo, ni en
toda la santa Biblia. La gente que escuchaba a san Pedro, el jefe de la Iglesia, le
preguntaba: « ¿Qué debemos hacer?». Él respondía: «Convertíos». No les ha pedido
ser judíos cabales reconociendo a Jesús. Una conversión es un cambio total. De pronto,
se ve, se piensa, se come de otra manera. Se tiene una relación diferente con los
demás y con Dios. Después de su conversión, los judíos ortodoxos como Pablo, el
rabino Drach, los Liebermann, el gran rabino de Roma Zolli, han cambiado su mirada
sobre la práctica de la Ley.
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Porque he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a
la nuera contra su suegra».
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Durante todo mi catecumenado, me chocó la manera de presentarme las
afirmaciones de Jesús. Se prescindía totalmente de que fuera judío. Evidentemente, yo
no digo que haga falta ser judío para comprender a Jesús. Los padres de la Iglesia, los
santos y las santas que no han sido judíos han transmitido muy bien los Evangelios, y
Jesús mismo ha dicho: «Yo te alabo, Padre [...] porque has ocultado estas cosas a los
sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Muchas veces
pienso que para poder entrar en lo que realmente dice Jesús, hay que entrar antes en
el pensamiento judío. En efecto, Jesús se dirige a judíos, con quienes comparte la
misma cultura. El contexto de la cultura rabínica de la época tiene también su
importancia. En lo que me concierne, cuando, unos años más tarde, emprendo una
formación en teología y en filosofía, y estudio el pensamiento de santo Tomás de
Aquino, necesito saber quién era, en qué lugar y época vivió, entrar en su lengua y en
su cultura. Incluso con años de estudio a mis espaldas, admitiré que la suya no es mi
cultura. Es una actitud que me parece esencial para acceder al conocimiento de algo.
Por lo demás, nótese que siguiendo al concilio Vaticano Ir y al diálogo judeo-cristiano,
las cosas van evolucionando en este sentido.
Entonces, acoso al padre O con mis preguntas: « ¿Qué quiso decir Cristo? ¿Qué
palabra ha utilizado en arameo? ¿Cómo san Jerónimo, que parte de la Biblia de los
Setenta y del hebreo, traduce los verbos abolir y dar plenitud».
Además, hay que comprender que Jesús no suprime solo los rituales judíos sino
también el dogma de la fe judía. Nunca los profetas nos hablaron de un Dios trino que
se haría carne. Ese es otro punto sobre el que interrogo vivamente al padre o: «
¿Dónde se anuncia un Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el Antiguo
Testamento? Lo que me muestra no me convence. Por ejemplo, incluso cuando está
escrito en el profeta Isaías (7, 14) «Mirad, la doncella ("alma") está encinta y dará a luz
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un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel», puede tratarse de un mesías humano,
pues nada nos dice que la mujer en cuestión va quedar encinta virginalmente y que es
Dios quien se va a hacer carne. A mis ojos de judío, la Trinidad supone abolir el
mandamiento número uno del judaísmo: «Escucha Israel, el Señor tu Dios es UNO».
Para un judío, un Dios trino no es compatible con el Dios uno. Ahí también el padre O
hace gala de falta de apertura. No tiene en cuenta mi punto de vista. No comprende
que solo con la razón humana, nadie en el mundo puede ver que exista un Dios trino,
un Dios que se encarna. En el Evangelio de Mateo (16, 13-19), cuando Cristo pregunta
a sus discípulos: «y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» y san Pedro le responde: « ¡Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!», Jesús hace esta declaración: «Bienaventurado tú,
Simón, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en
los cielos». Así que, lo que ha dicho Pedro no lo ha comprendido gracias a su
inteligencia, eso le ha sido revelado de arriba. También Saulo necesitará una
iluminación para comprender estas cosas.
Más tarde, cuando reciba más luz, me bautice y reciba el Espíritu Santo,
comprenderé de otro modo esta afirmación de Jesús. Cuando dice que no ha venido a
abolir sino a dar cumplimiento, está hablando de lo esencial de la revelación del
Antiguo Testamento. Y lo esencial es que el Verbo se encarna.
Todas las Escrituras no dicen más que eso. Todo el Antiguo Testamento, toda la
Ley, están ahí para anunciar la Encarnación del Verbo que se cumple en Jesús. Todas
las Escrituras tienen como objetivo hacer venir al Mesías. Veamos un ejemplo que
revela el proyecto intrínseco de Dios sobre Abrahán: un midrash se pregunta por qué
Abrahán lleva con él a su sobrino Lot para ir a la Tierra prometida. El midrash responde
que el Espíritu Santo ha mostrado en visión a Abrahán que es de la descendencia de
Lot de la que vendrá el Mesías. Veamos: Jesús no viene a abolir el proyecto de Dios
sino a cumplirlo, es decir, a realizarlo, a convertirlo en real. Jesús no viene a abolir la
Ley y los profetas en la medida en que su objeto era la Encarnación del Verbo de Dios.
No abolió la intención de Dios, que es rescatar al hombre y reconciliarse con él para
hacerlo realmente hijo de Dios: la cumplió. Desarrollo esta cuestión con más
profundidad en otros libros que estoy escribiendo: cómo el Antiguo Testamento es
preparación para el Nuevo. No en el nivel de las profecías, pues en el Credo no
decimos: «Creo en las profecías». Cómo el Antiguo Testamento prepara el Credo, que
es toda la vida cristiana. Cómo en el Antiguo Testamento se ve por todas partes a la
Trinidad, al Dios que se va a hacer carne.
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que se ofrece en el Templo en Pascua es un cordero de conmemoración, no de
expiación. Es en Kippur cuando tiene lugar el sacrificio de expiación, y no es un cordero
lo que se ofrece sino un macho cabrío. Concluyo que Jesús ha roto con la antigua
alianza y que no hay continuidad, contrariamente a lo que me repite el padre O.
MI CORAZÓN Y MI CABEZA
Sor P me sermonea crudamente. Ella, que se pone a cuatro patas por mí, tiene
miedo de que yo lo haga fracasar todo. En efecto, a causa de mi actitud, el padre O
piensa que no deseo verdaderamente ser bautizado. Pero eso no es cierto. Tomo
entonces la firme decisión de no hacerle más preguntas. Pero eso no impide que me
las haga a mí mismo. Siempre el mismo conflicto agotador: mi corazón aspira al
bautismo, pero mi cabeza no le sigue.
Una noche en que no consigo dormir, hago un trato con Jesús. Le hablo a corazón
abierto: «Tú has puesto un deseo en mi corazón, pero mi cabeza no cree nada en ti.
Ella piensa que tú eres un blasfemo, un mentiroso, que has desviado al pueblo judío de
la verdadera fe. No creo en el Dios trinitario ni en tu resurrección. Si tú has resucitado,
es obra del demonio, es una prueba que Dios nos da. Está escrito claramente en el
Deuteronomio: "Os enviaré un falso profeta para poneros a prueba". ¡Tú eres esa
profecía de Dios! He acudido a tu Iglesia: no tienen respuesta que darme. Entonces, es
sencillo: o bien produces un chispazo en mi cabeza, como has hecho con el gran rabino
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de Roma -un día abrió el Arca y vio a Jesús que le dice: "Ya no te necesito aquí, te
necesito en otra parte"- o bien me fulminas como a san Pablo. O me dejas en paz,
porque ¡ya es bastante complicado sacar adelante a seis hijos! No quiero volverme
loco, no me lo puedo permitir, tengo que atender las necesidades de mi familia. Los
niños ya han sufrido bastante con la muerte de su madre, no quiero que sufran otra
vez porque su padre se convierte al catolicismo. Haz algo también con ellos. Y si no,
¡déjame en paz! Amén». No hay respuesta.
Llegamos pues los siete, el jueves por la tarde. El viernes por la mañana, por fin,
Jesús se me va a desvelar claramente. ¡Todas mis preguntas van a encontrar
instantáneamente su respuesta! Voy a bascular hacia otra dimensión.
EL GOLPE DE GRACIA
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El viernes por la mañana me despierto temprano. Ya es de día. Como los niños
duermen aún, me voy al oratorio. Al entrar en la capilla, veo al fondo un crucifijo
bizantino. A su derecha hay un gran icono de María y a la izquierda, un cuadro de la
Santa Faz del Santo Sudario, junto a una ventana que da al cielo. Me acerco y me
siento. De pronto, comienzo a sentir los mismos temblores que me invadieron en la
playa y en mi cuarto. Presiento en mi carne que va a pasar algo. Y de repente, ¡veo
abrirse los ojos de la Santa Faz! Me sumerjo entonces en una felicidad indecible.
Luego, después de un cierto tiempo que me ha parecido muy largo, los ojos de la Santa
Faz vuelven a cerrarse y todo parece quedar en la normalidad. Me tranquilizo
lentamente y miro al cielo. Bruscamente, me doy cuenta de lo que acaba de pasar y
me da miedo. Me digo que estoy perdiendo completamente la cabeza. Me inquieto
terriblemente por los niños. A ellos, que han perdido ya a su madre, ¡solo les faltaba
que ingresaran a su padre en un hospital psiquiátrico! Me pregunto qué me pasa, todo
es turbio en mi cabeza. Me cuesta mucho tiempo bajar a tierra.
Luego miro de nuevo a la Santa Faz. De allí, está decidido, no me voy a mover.
Aunque vengan los niños, no me voy a mover hasta que tenga una respuesta clara.
Estoy cansado de este Dios que juega al escondite. ¡No puedo más! ¡No soy
masoquista! Esta vez, pase lo que pase, quiero acabar ya. Entonces sus ojos se abren
de nuevo. Y en ese momento preciso, ¡viene la iluminación! Me veo bascular
totalmente. ¡Es un vuelco completo! ¡Por fin! Por increíble que pueda parecer, en un
instante, estoy dispuesto a echar la Ley judía a la papelera. Ya no quiero comer kosher.
¡Es el golpe de gracia! Yo, judío ortodoxo, testifico que sin esta Gracia, nunca hubiese
podido abandonar la práctica de la Ley. Comprendo muy bien lo que san Pablo debió
vivir en su carne.
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venida de Jesús. En efecto, veo pasajes o personas que han tenido una relación con la
segunda persona de la Trinidad. Varios pasajes del Nuevo Testamento dan testimonio
de estas relaciones con Jesús. Por ejemplo, en el Evangelio de Juan (8, 56) Jesús dice a
los fariseos: «Abrahán, vuestro padre, se llenó de alegría porque iba a ver mi día; lo vio
y se alegró». O san Pedro en los Hechos de los Apóstoles (2, 31), dice de David: «Lo vio
con anticipación y habló de la resurrección de Cristo». Me doy cuenta de que toda la
Escritura habla del Dios Trinidad. Sí, el Señor me abrió realmente la inteligencia a las
Escrituras. Como dice san Pablo, un velo estaba ante mis ojos, y ha caído. ¡Todo se
vuelve claro!
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De un día para otro, ya no hay ni Sabbat ni kosher en casa. ¡Se acabó! Los niños,
que me han visto siempre vestido como rabino, me ven ahora vestido como todo el
mundo, en jeans, camisa o camiseta. ¿Pensáis tal vez que deben estar impresionados
por este cambio tan rápido? Pues bien, no, en absoluto: el modo en que mis hijos han
aceptado mi conversión, sin haber tenido ellos iluminación, es un milagro. Para mí, eso
no ofrece ninguna duda. Incluso, la manera en que yo mismo vivo las cosas es una
gracia. En efecto, mi conversión hubiese podido constituir un shock para mí también,
podría estar desconectado de la realidad. Pero no, vuelvo a una vida normal y con los
pies en la tierra. Sigo siendo un hombre equilibrado. Lo sobrenatural no ha venido a
destruir lo natural.
NUEVA VIDA
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Mi nombre de bautismo es Jean-Marie Élie. He dudado un tiempo si llamarme
Pablo, pero conservé finalmente el nombre de Jean que me dieron mis padres, el de mi
abuelo y de mi evangelista preferido. ¿Hace falta que explique por qué elegí María? En
cuanto a Elías, es el nombre que me puse cuando estuve en Tierra Santa. Supe luego
que el profeta Elías era el patrón de los Carmelitas. Por otra parte, varios judíos
convertidos se hicieron carmelitas, como Edith Stein y Hermann Cohen. La misma
Teresa de Jesús procedía por línea paterna de una familia de judíos conversos.
También san Juan de la Cruz tenía ascendientes judíos.
Al pasar el tiempo, me parece que lo que ha sucedido con mis hijos es el mayor
milagro de toda esta historia. Es claro que las decisiones de los padres tienen
72
influencia sobre un hijo. Pero en el fondo, es él quien elige. En mi caso, por ejemplo, yo
no he seguido las huellas de mis padres. Pensaba que la fidelidad de mis hijos a la
religión de su madre, por una parte, y la educación que habían recibido en las escuelas
lubavitchs y la práctica de la Ley que impregnaba su vida cotidiana, por otra, harían el
cambio muy difícil. Pero el Señor escuchó la petición que le hice aquella famosa noche.
Déborah y Rivka no deseaban ser bautizadas. Por tanto, no iban a misa con
nosotros. Les había preguntado si querían celebrar de nuevo las fiestas judías y el
Sabbat, y me respondieron que no. Déborah estuvo cuatro años en el colegio de un
Foyer de Charité. Cada año, yo le proponía cambiar de colegio para ir a uno público,
pero ella no quería. Se rindió en la beatificación de Juan Pablo II, en Roma, en mayo
de20 11. Finalmente, en el curso de su último año escolar en el colegio del Foyer de
Courset, en el mes de noviembre de 2011, recibió una gracia. Dios le ha hecho señas,
es lo que ella dice. Se bautizó, comulgó y fue confirmada en la noche de Pascua de
2012, cuatro años después de mi propio bautismo. Rivka no se ha bautizado. Siempre
estuvo en la escuela pública. Pero lleva un crucifijo que oculta cuando va al colegio.
Es evidente que mi nueva vida ha tenido influencia sobre ellos. Es incluso una
felicidad, diría yo. Eso significa que mi transformación ha suscitado su curiosidad y les
ha dado envidia. Sin embargo, también podrían haberme dicho: «Papá, ese es tu
camino, no el nuestro», como Rivka. Ella es libre, y vivimos eso muy bien en familia.
Rivka se acuerda perfectamente del momento en que comencé a preparar mi viraje
cristiano. Se acuerda de la primera vez que vio la imagen de la Virgen María en mi
cuarto, y dice que no le chocó. Cuando le propuse ir a las clases de Talmud Torá,
rehusó. Cree en Dios, no en Jesucristo. A veces reza a la Virgen María. Las apariciones
de la Virgen le hacen desear creer, pero pide una prueba. Dice que si Dios quiere que
ella sea cristiana, no tiene más que hacérselo saber. Mis hijos son muy libres y
discutimos de todo, aunque respetan mi autoridad.
73
Me he preguntado si no se sentirían culpables frente a su madre. Con toda
honradez, no he querido abordar el tema directamente con ellos. Para su formación
personal, no he deseado que vivan siempre en duelo por su madre, aunque cada año
celebramos su marcha al cielo. El único que ha expresado un caso de conciencia, es
Yossef. Eso le ha preocupado. « ¿Mamá en el cielo estará de acuerdo con esto? », me
preguntó un día. Eso no le impidió ser el primero en pedir el bautismo.
También yo me siento cambiado. Ahora soy más libre en Dios, más en paz, más
natural con Dios, aunque vivo pruebas más difíciles que cuando era judío practicante.
Estoy más confiado, y esta confianza es Dios quien me la da. Con las dificultades que
he encontrado y de las que voy a hablar, he vivido horas atroces. Los niños quedaron
asombrados de mi calma, de mi serenidad. Para ellos, estaba claro que Jesús me
ayudaba. Tengo también que dar las gracias aquí a todas las personas que han rezado
por mí y que me ayudaron de un modo u otro en esos momentos de prueba. Sobre
todo le doy las gracias a mi mujer, Pétronille, que me ha apoyado sin desfallecer.
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Desde mi conversión, soy también más alegre, con una alegría interior. Vivo
sencillamente en Su presencia, aun cuando no la sienta. Ahora quiero ayudar a los
pobres y soy sensible a los sufrimientos de todos los pueblos, no solo a los del pueblo
judío. Rezo por todo el mundo, incluso por las personas con las que no tengo ninguna
relación afectiva o comunitaria. Tengo otro modo de ver el mundo, de ver al «no-
judío»: eso es muy importante para mí. Fijaos en san Pablo mientras es Saulo, no tiene
amigos ni amigas no-judíos. Cuando se convierte en Pablo, los tiene. Es un cambio
radical.
Las épocas cambian, pero la mentalidad judía sobre este punto sigue siendo la
misma. No lo digo para acusar sino para testimoniar. Lo digo en paz porque me siento
bien, con paz interior. Sabía que sería incomprendido y violentamente rechazado. Tal
ha sido el caso. He recibido cartas de amenaza, de chantaje... Mis mejores amigos me
abandonaron de la noche a la mañana, ¡después de treinta años de amistad! Ya no
existo para ellos. Estoy muerto.
Mi caso no es excepcional. San Pablo, san Pedro y tantos otros han pasado por
esto. Yo conocía la historia del rabino Drach. Cuando en 1823, Paul Drach, yerno del
gran rabino, espíritu brillante destinado a una buena carrera en el judaísmo, se
convirtió al catolicismo, tuvo serios problemas. Su cuñado lo expulsó del domicilio
conyugal y su mujer desapareció con sus tres hijos. En todo tiempo, en el seno del
pueblo judío, la conversión de un judío al cristianismo se ha considerado inaceptable, y
ha suscitado reacciones violentas. En este punto no hay diferencia, a mi parecer, entre
judaísmo e islam. No digo esto para tirar una piedra contra el judaísmo ni para crear
una hostilidad. En todo caso, el odio hacia el judío converso existe. Lo digo porque eso
forma parte de mi testimonio. Lo que mis hijos y yo hemos vivido -las amenazas, la
violencia, la no-mirada o la mirada violenta- nos ha dolido en lo más profundo. Somos
seres humanos, no somos insensibles.
75
hijos. Por mi parte, no tengo ningún rencor, ninguna violencia ni amargura ante mis
hermanos judíos según la carne. Ya decía san Pablo: «Le pediría a Dios ser yo mismo
anatema de Cristo en favor de mis hermanos, los que son de mí mismo linaje según la
carne» (Rom 9,3). Para mí, siguen siendo mis hermanos. No por ser cristiano olvido lo
que soy: un judío convertido a Cristo. No reniego de nada de lo que el judaísmo me ha
dado ni de lo que yo le haya podido también aportar. Sencillamente, vivo ahora de otra
manera.
DE LA TORÁ A LA CRUZ
La fe y la Ley
76
de amor con Dios. Está escrito en el Talmud que la causa de la destrucción del segundo
Templo y de la expulsión de los judíos de Tierra Santa por los romanos fue que no
había amor entre ellos. Según algunos rabinos, la construcción de un tercer Templo no
se podrá realizar más que a través del amor gratuito.
Ciertamente, está escrito en la Ley que los judíos están obligados a amar a Dios
con todo el corazón. Se dice, se escribe, se lee, pero es difícil ponerlo en práctica
concretamente porque lo importante es la Ley. Se tiene el mandamiento de amar a
Dios, pero ¿se puede mandar a alguien que ame? El amor no resiste una imposición. Se
invita a amar amando. Al tomar conciencia del amor de Dios por mí, en los
acontecimientos de mi vida, quiero serle fiel y amarle. Me gustaría desarrollar este
tema con más profundidad en otros libros.
La perfección o la gracia
Cuando era un judío religioso, no creía que Dios me pudiese amar tal como soy.
Ahora, lo creo. Aunque el cristiano debe luchar para ser mejor, no se apoya solo en sus
fuerzas humanas. El esfuerzo del cristiano cuenta con la oración, este cara a cara con
Dios en el que busca entrar en relación con Él. Pues sabemos que su gracia nos
transforma, a condición de que la dejemos actuar. En el judaísmo, por decirlo así, yo
remaba. Era por mis propias fuerzas y mi mérito, aunque creyese que Dios me
ayudaba, como podía llegar a ser justo. El cristiano cree que Dios trabaja en él. Su labor
es dejarle actuar y dejarse hacer. Ahora sé que nuestra voluntad es débil; nuestra
voluntad se apoya sobre todo en nuestra fe fiel. En el judaísmo, yo buscaba la
perfección. En Cristo, no busco la perfección. Como dijo Jesús a Pablo, que se quejaba
de sus defectos: «Te basta mi gracia, pues la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2eo
12, 9). No hay que desanimarse por las imperfecciones que uno pueda tener, sino
aceptarlas humildemente sabiendo que Dios se sirve de ellas. Aceptarse tal como se
es, con defectos, heridas, debilidades que pueden constituir una pesada cruz, y creer
que Jesús se sirve de ellas para acercar a otras almas a Él; eso no lo aprendí nunca en
el judaísmo.
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palabras condescendientes de los fariseos sobre Jesús: « ¿No es este el hijo del
carpintero?».
«Ya no os llamo siervos [...], os he llamado amigos» (Jn 15, 15), dice Jesús a sus
apóstoles antes de morir. Es una diferencia de la que tengo experiencia. Jesús nos
llama a todos a la amistad con él. Y hoy, siendo ya cristiano, puedo vivir esta amistad
profunda con Él, aunque yo sea un pecador. Más aún, como dice Pablo (Cfr Rom 8, 29),
Jesús es nuestro hermano mayor. ¡Dios, nuestro hermano! Eso es impensable en el
judaísmo, según el cual todas las noches somos juzgados mientras dormimos. Nuestra
alma es juzgada por Dios, y si la balanza se inclina al lado bueno podemos continuar
viviendo y acumular puntos practicando la Ley. No hay relación de intimidad y amistad
con Dios en lo cotidiano cuando se es judío, salvo para algunos grandes justos de los
que nos hablan los libros santos. Mientras que Jesús nos llama a todos a participar en
su vida divina, a vivir en Él como Él vive en nosotros, a cambiar mi vida natural en vida
sobrenatural, a divinizarla por mi unión con Dios: ¡es la locura! «Dios se ha hecho
hombre para que el hombre se haga Dios», escribían san Ireneo en el siglo JI y san
Atanasio en el IV. Dios nos invita a ser «partícipes de la naturaleza divina», como dice
san Pedro en su segunda carta. En el judaísmo es diferente: yo hago cosas por Dios.
Pero no participo realmente en su vida divina. Jesús ha dicho: «Permaneced en mí y yo
en vosotros» (Jn 15,4). Lo esencial es esta relación con Dios.
Mis hijos me han hecho notar que ahora estoy más inclinado a perdonar. Es
claro que el perdón existe también en el judaísmo. Pero no se vive completamente
más que en Cristo, que nos pide perdonar setenta veces siete la misma ofensa por la
misma persona. Es decir que debo intentar perdonar incansablemente a quien me
ofende todos los días. Pero no puedo perdonar por mis propias fuerzas. Algunas cosas
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son humanamente imperdonables. San Juan nos transmite estas palabras de Jesús:
«Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Esta es, una vez más, una gran diferencia con
el judaísmo: como cristiano, si consigo perdonar, no puedo enorgullecerme; sé que eso
no viene de mí; he puesto mi buena voluntad, pero es la gracia de Dios la que actúa en
mí. Eso nos viene de Jesús que dice en la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen» (Lc 23, 34). Cuando se experimenta que Dios nos perdona en la confesión,
se comprenden muchas cosas, y se entra en una lógica de misericordia con los demás.
Una vez al año, los judíos piden perdón en Yom Kippur para todo el año. Por
ejemplo, yo enviaba o recibía una nota de alguien que me pedía perdón por alguna
faena que me hubiese hecho. Pero durante el año, no había nada que tuviera que ver
con el perdón. Pedir perdón o perdonar una vez al año y nada más. Jesús nos lleva más
lejos. Perdonar es una manera de vivir cada día. Antes de venir a verme en la misa,
puede decirnos Jesús, si tienes un conflicto con tu hermano, ve a reconciliarte con él y
luego vienes (Cfr Mt 5, 23-24). Jesús nos pide incluso perdonar y amar a nuestros
enemigos. Esta idea es completamente extraña para el judaísmo. Se odia a los
enemigos. Por supuesto, es humanamente imposible amar a los enemigos, pero Dios
en mí me permite querer su bien, perdonarles. Lo que no impide que defendamos
nuestras propias ideas y luchemos por realizarlas.
Persecuciones
Sé que muchos cristianos, o personas que llevaban ese nombre, han hecho
daño al pueblo judío, queriendo convertirlos por la fuerza, amenazándolos de muerte.
Y la iniciativa de arrepentimiento de Juan Pablo II ha sido formidable y ejemplar. Por
supuesto, hay gentes de Iglesia que se han portado mal, pero cuántas también han
hecho tanto bien a los judíos. Basta ir a Jerusalén a Yad Vaschem para verlo. El
comisario de policía que salvó a la familia de mi madre era un goy (un no judío). ¿Y
cómo se portaron los judíos americanos durante la guerra con sus hermanos judíos
europeos? No quiero entrar en polémica pero es preciso que las relaciones entre
judíos y cristianos se funden sobre la libertad de palabra y la verdad.
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Y no puedo tampoco ignorar los sufrimientos de mis primeros hermanos judíos
convertidos a Cristo, que fueron martirizados por sus propios hermanos judíos. No soy
quien para juzgarlos, yo no soy Dios. Lo mío es perdonar. Pero mirad, en nuestros días,
los judíos israelíes que se convierten a Cristo se ven obligados a esconderse, y sin
embargo Israel es una sociedad democrática. Como ya dije, aún hoy, los judíos rezan
una décimo novena bendición que se ha unido a la oración principal de las dieciocho
bendiciones. Y esta oración es de hecho una maldición pronunciada contra los judíos
convertidos a Cristo. En el siglo XXI, los judíos maldicen todavía tres veces al día a los
judíos que se hacen cristianos ¿y no tendría yo que decirlo? No, no me avergüenzo de
mi conversión. Se me quiere culpabilizar por haber renegado de mi pueblo, pero yo no
reniego de nada ni de nadie. Sé muy bien, además, que si mañana surgiese otro Hitler
tendría que esconderme, pues, convertido o no, siendo judío sería perseguido.
La comunidad o el mundo
El hombre no puede vivir sin amor. Su vida queda sin sentido si no recibe la
revelación del amor, si no descubre el amor que Dios le tiene. En el judaísmo
ultraortodoxo no tuve la experiencia de esa mirada de amor. Es verdad que los judíos
tratan de vivir el mandamiento «Amarás al Señor tu Dios». Pero como el acento no
está puesto sobre una relación personal de amor con Dios, este mandamiento no se
puede vivir en la práctica.
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unos sentimientos nuevos. Hoy soy sensible ante lo que sucede en el mundo, y no solo
en el mundo judío, y pido con todo mi corazón por el mundo. Rezo porque hay seres
humanos que sufren en todo el mundo. Esta actitud nunca la tuve como judío. No se
me educó así, No sentía necesidad de rezar más que por el pueblo judío e Israel.
Aunque de vez en cuando se reza por el país en que se vive o sus gobernantes. Pero
rezar espontáneamente en familia por los que sufren no se practica. Tengo ahora la
gracia de amar a todo el mundo, sin excepción. En el judaísmo se aprende a amar a los
judíos, pero también a considerar que los otros nos quieren mal. Lamento decirlo, pero
es lo que yo he vivido.
¿Qué religión afirma que hay que amar a los enemigos? ¿Qué religión dice que
Dios, porque me ama, se entregó por mí? Cristo me enseña a amar a los pecadores, no
así el judaísmo, aunque es verdad que algunos judíos de hoy intentan acercar a Dios a
sus hermanos judíos descreídos. Para amar a todo ser humano se necesita la gracia de
Dios, si no es del todo imposible. Mi conversión cambió mi mirada sobre los hombres.
Por decirlo de otro modo, cuando era judío practicante, Dios era ley y la Ley separa lo
puro de lo impuro, los puros de los impuros. El Dios que se nos revela en Cristo es
Amor, y el amor acoge al otro tal como es.
Para Saulo, Dios no oye más que las oraciones de los judíos; para Pablo, Dios
está ahí para todos y escucha a todo el mundo. Una barrera, una forma de
proteccionismo, ha caído. Vivo en esto lo que vivió Pablo. Hay que rezar por los niños
judíos que murieron en los espantosos sucesos de Toulouse en marzo de 2012, Y rezo
por ellos -mis hermanos- y por sus familias, pero también por las tres muchachas
fallecidas en la autopista ese día, y por las mujeres y los hijos de los militares que
perdieron la vida en los días anteriores. Rezo para que mis hermanos según la carne
abran los ojos ante los sufrimientos del mundo, y no solamente los padecidos por
otros judíos. Jesús ha derribado el muro del odio entre judíos y paganos, nos dice
Pablo. Los cristianos debemos estar por encima de esas cosas, porque ya no somos
mundanos. Debemos llevar el mensaje del amor y rezar por todos sin distinción de
raza, condición o credo.
En el cristianismo, cada uno puede vivir el silencio interior con Dios y en Dios,
durante una misa o un retiro, o en el secreto de su cuarto. En el judaísmo nunca oí
hablar de una relación personal con Dios en el silencio interior. Se nos habla de Dios a
través de la teología, mediante la exegesis de los textos. Pero se estudia a Dios como
un objeto de ciencia. Algunos cristianos pueden también caer en esto mismo. Para que
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la Palabra de Dios nos transforme -y puede transformarnos realmente-, hay que
relacionarse con ella de un modo menos intelectual, más vital, amoroso diría yo. Se
debe tomar conciencia de que esta palabra da vida, alimenta en sentido fuerte, es
alimento del alma. Pero eso no puede realizarse sino dejando que la gracia nos trabaje
en el silencio. La oración judía es diferente de esta oración silenciosa a la que nos invita
Cristo. Ser solamente una gran cabeza en teología no nos hace crecer en el amor. La
teología está al servicio de la contemplación. El ejemplo de santo Tomás de Aquino en
este asunto es magnífico.
Aquí debo reconocer que tengo nostalgia de una forma de vida comunitaria.
No del comunitarismo que encierra y excluye, sino de la comunidad de vida que
calienta, enraíza, enseña, alimenta y envía a sus miembros al mundo. En las parroquias
que he conocido no he encontrado esta vida comunitaria. Sé que existe en algunos
lugares, pero hay que buscarlos. Al final de la oración en la sinagoga, por ejemplo, se
ofrece un aperitivo. Un cristiano solo es un cristiano en peligro. No basta tener una
familia. Los adolescentes, sobre todo, necesitan esa familia ensanchada que es una
comunidad fraternal. Desde fuera, las leyes judías parecen coactivas. Pero la vida
cristiana, si queremos vivirla plenamente, es más exigente humanamente, pues el
amor pide una superación continua de sí, compromete todo el ser, y eso no lo exige la
práctica de la Ley.
Cuando uno es cristiano y cae en algún pozo desde el punto de vista humano, se
tiene la impresión de estar en el vacío. No hay nada a lo que agarrarse salvo a Dios.
Pero en esos momentos no se le siente. Un judío se agarra siempre a la práctica de la
Ley, que marca un ritmo en cada hora de su jornada, como los barrotes de una escala.
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El cristiano no tiene escala: no tiene más que los brazos de Jesús que lo levantan como
un ascensor, por tomar la metáfora de santa Teresa del Niño Jesús. Toda mi relación
con Dios pasaba por la práctica de la Ley. Ahora que soy cristiano, tengo una relación
personal con Dios. Pero cuando por tal o cual razón, esta relación queda en penumbra,
cuando ya no siento la presencia de Dios, no me queda ya nada sensible a lo que
agarrarme, como a esa minuciosa práctica judía cotidiana. Ser cristiano me ha
permitido encontrarme conmigo mismo, y verme tal como soy, bien débil. No estamos
más que Él y yo. En el judaísmo se interpone la Ley. Uno nunca está ante sí mismo, en
su desnudez, en su pobreza. Está ante la Ley. Y si se cumple, se corre el riesgo de
volvernos muy orgullosos por creernos mejores que los demás.
Toda la relación del cristiano con Dios está fundada en la ternura y en el amor.
Cuando humanamente no siente ese amor o esa ternura de Dios, y ocurre a menudo -
mirad a Madre Teresa, cincuenta años de noche interior-, no hay nada más que un
acto de la voluntad, que se une en la fe al Dios Amor. Mientras que el judío se une a la
Ley. Es más duro ser cristiano que judío, porque es más duro amar que seguir una Ley.
Desde que soy cristiano, estoy también más expuesto al peligro, porque la
barrera de la Ley y el gueto de la comunidad no me protegen ya de las tentaciones.
Antes vivía en una burbuja. El judío también tiene tentaciones, por supuesto, pero
como vive en un gueto, tiene menos. En realidad no se tienen relaciones de verdadera
amistad con los goys, porque se considera que son impuros. Se guarda uno de eso. Y
luego se está protegido por la comunidad: la mirada de la comunidad sobre cada uno
de sus miembros es muy fuerte. Uno se sabe vigilado. Como un niño por sus padres.
Cuando se es cristiano, es como si se llegase a la madurez. Ya no hay nadie que nos
diga: haz esto, haz lo otro, no hagas... ni nadie que nos condene si lo hacemos mal. Es
más duro ser cristiano porque ¡se es libre!
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Dios de Moisés y Dios de Jesús
Se tiene tendencia a creer que el Dios de los judíos es el mismo que el Dios de
los cristianos. Sí, por supuesto, pero no del todo. Eso depende del punto de vista en
que nos situemos. Un Dios trinitario no es concebible en el judaísmo, ni un Dios que se
una a mí en mi humanidad pecadora, ni un Dios que se hace hombre y dice que no ha
venido a ser servido sino a servir, ni un Dios que muere por amor a mí, ni un Dios que
no condena sino que salva. «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17): me repito, pero esta frase de Jesús
no es concebible para un judío ortodoxo. Ni un Dios que me ama y me toma tal como
soy, con mis limitaciones, mis tentaciones, mis fallos y mis recaídas. Ni un Dios que
respeta mi elección y no se me impone.
La idea de un Dios que me ha amado primero, antes de que yo haya hecho nada
por Él no es familiar a los judíos, aunque se haya revelado en algunos pasajes de la
Biblia. En el judaísmo, para que Dios me ame, debo cumplir a la letra la Ley, y cuanto
más practique la Ley, más amado por Dios seré. Es un doy para que des. Por otra parte
hay también cristianos que se han quedado en esta misma idea. No han asumido la
buena nueva de Jesús de que Dios nos ama paternalmente. Con el Dios cristiano he
descubierto otro Dios; un Dios que me ama por quien soy, lo que no excluye que yo
lleve una vida de acuerdo con la moral, pues la moral es la escuela del amor. Este es el
sentido del «Ama y haz lo que quieras» de san Agustín. Una vez que se vive en el amor,
no se tiene necesidad de aplicar reglas exteriores, se han asumido. Así, ir a misa no es
ya una obligación sino una necesidad vital que deriva del amor.
Como san Pablo, me enorgullezco de mis flaquezas pues sé que Dios actúa en
mis imperfecciones. No hace falta que yo sea perfecto para que Él actúe en mí, me
transforme, cuerpo, alma y espíritu por su amor. Nos cuesta entender esto si hemos
sido educados, incluso en la escuela laica, en el mérito. Insisto sobre este punto para
que se comprenda bien la revolución que supone Cristo, pero no quiero oponer
judaísmo y cristianismo, pues Jesús no lo hizo nunca. Jesús se opuso al
comportamiento legalista. Como acabo de decir, me parece que el cristianismo es al
judaísmo lo que un hijo para su madre. Siempre será su hijo y la honrará, pero para
poder vivir deben separarse. Solo entonces el hijo aportará algo nuevo.
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eso forma parte de la condición humana, pero sé también que nuestro Dios, tan
padre, estará ahí siempre para levantarme, perdonarme y amarme. Lo esencial es eso.
Me gustaría entregaros en conclusión una oración de mi hermano mayor, san Pablo, él
que fue abrazado por Jesús y que le dijo sí, renunciando a sus certezas y a su estatus
social envidiable. Hago mía esta oración, que nos invita a creer que Dios puede realizar
en nosotros infinitamente más de lo que podemos imaginar. Él quiere darnos
infinitamente más de lo que le pedimos:
“Me pongo de rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y
en la tierra, para que, conforme a las riquezas de su gloria, os conceda fortaleceros
firmemente en el hombre interior mediante su Espíritu. Que Cristo habite en vuestros
corazones por la fe, para que arraigados y fundamentados en la caridad, podáis
comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la
profundidad; y conocer también el amor de Cristo, que supera todo conocimiento) para
que os llenéis por completo de toda la plenitud de Dios. Al que tiene poder sobre todas
las cosas para concedernos infinitamente más de lo que pedimos o pensamos) gracias
a la fuerza que despliega en nosotros) a Él sea dada la gloria en la Iglesia y en Cristo
Jesús por todas las generaciones por los siglos de los siglos. ¡Amén! ”(Ef3, 14-21).
DATOS BIOGRÁFICOS
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AGRADECIMIENTOS
Quiero dar las gracias a todas las personas que en la Iglesia, sacerdotes y laicos,
me han apoyado desde el principio con su oración, sus consejos, fiándose de mí y
dándome la oportunidad de enseñar. Pido desde ahora perdón a los que haya podido
olvidar ... Gracias de todo corazón: al cardenal Georges Cottier, O.P.; al hermano Y,
carmelita; al padre Pierre Fricot, servidor de la palabra y a sor Claire Pattier; a
monseñor Michel Aupetit; al padre Christian Lancray- Javal; al padre Patrick Faure; al
padre Pierre-Henri Montagne; a monseñor Albert-Marie de Monléon; al padre Jean-
Pierre Gay; al padre jean-Pierre Billard; al padre Charles Troesch; al padre Michel
Bernard; al padre Marie- Michel (Carmelo de María, Virgen misionera); al padre Daniel
Ange (Jeunesse Lumiere); al padre Benoit Domergue; al Abbé Chouanard; al padre
Emmanuel Dumont; al padre Vincent Bedon; al padre Aguila y su fraternidad Juan
Pablo II de Fréjus; al padre Alain Bandelier (Foyer de Charité): al Abbé Loiseau; al
hermano Marie-Ángel; al señor profesor André Clément; a las hermanitas de Belén y a
los laicos de Belén; a las hermanitas de la Consolation de Draguignan; a la hermanitas
benedictinas de Argentan; a las Hermanas de la Annonciade; al hogar de Charité de
Courset; a los hermanos y hermanas de la Communauté de Saint Jean; a Thierry y Anne
Lefer; a Marie- Thérese Huguet; a Catherine y Francois Fihol; a Dorothée y Claude
Ribeyre: a Nathalie y Arnaud Bouthéon, a Juliette Poulon; a Sylvia Fenech; a Annie
Tardos; a Myriam Fourchard; a la comunidad del Emmanuel y más particularmente a
Agnes y Jean de Chillaz; Inés y Laurent Mortreuil; Corinne y Gilles de Craecker, y a
todos los demás...
Y por supuesto, a mí muy querido obispo, hermano y padre, monseñor Michel Santier.
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