Está en la página 1de 3

Camino a Lonquimay, mayo de 1887

Una bandada de choroyes interrumpió el silencio. Nadie movió un músculo.


Serafín sintió un dolor agudo recorriendo los dedos de su mano izquierda. El
frío y la ansiedad lo llevaron de vuelta a la sierra peruana, a los días y noches
de marchas gélidas en lo alto de barrancos de roca desnuda, acosado por indios,
por sus propios fantasmas y la disciplina implacable de los oficiales chilenos.
Miró su mano adolorida y le pareció volver a ver las falanges ennegrecidas
desprendiéndose de sus dedos tullidos. El dolor lo trajo de vuelta a la selva
araucana donde, agazapado entre los helechos, abrazando a su caballo para que
guardara el mismo sigilo que él y sus compañeros, esperaba la llegada de la
pequeña caravana de colonos que pretendía formar patria nueva entre cerros y
lagos cordilleranos. Instintivamente se llevó la mano derecha al pecho y
hurgando dentro de su uniforme raído encontró el amuleto de plata que le regaló
su abuela antes de enlistarse. Musitó una plegaria entrecortada, un cruce de
ruego por el éxito y disculpa por el horror de lo que estaban a punto de hacer, y
lamentó haberse bebido todo el aguardiente la noche anterior.

Mientras esperaba, Serafín pensaba en su compañía. No era exactamente lo que


había cautivado su imaginación cuando era un niño, trabajando con su padre de
sol a sol los campos del patrón. En los días de fiesta, los cantores contaban la
historia de Dimas, de Falcato, del Ciriaco. Escuchando sobre los bandidos, su
mente infantil evocaba la imagen de un héroe malogrado por el poderoso que,
en busca de justicia y retribución, castigaba la avaricia del rico y protegía el
honor de la mujer popular. Ahora, endurecido por tres años peleando en la
sierra peruana, sabía que la vida no era como la contaban los cantores. Los dos
hombres que lo acompañaban en esta celada difícilmente podrían ser
calificados de heroicos.

Evaristo era otro veterano de la guerra, otro peón escapado de las haciendas
del Ñuble, otro hombre curtido por años de hambre y una vida de vejaciones. Él
fue quien le enseñó a tomar de lo ajeno. Primero fueron un par de botas del
cadáver de un compañero en Pisagua. Luego, se habían matriculado con la
reserva de aguardiente que acarreaban las cantineras en las marchas por el
desierto. Lento pero seguro, su carrera criminal había evolucionado, hasta el
día en que entraron triunfantes a Lima. En esa ocasión, ciegos por el duelo y
cansados de tragar la hiel en una campaña peligrosa liderados por una
camarilla de pijes ingratos, habían robado, matado y violado sin discriminar.
Serafín prefería olvidar lo que habían hecho los años siguientes, en las alturas
de la sierra.

Las horas pasaron en vano. El Cotorra se puso de pie y les hizo señas a ambos
para que se levantaran. La severidad de su rostro comunicó la urgencia de la
orden sin necesidad de emitir ningún sonido. Serafín se puso de pie y montó en
su caballo. Los tres bandidos siguieron una huella tenue que atravesaba lo más
profundo de la selva. Entre pellines y ñirres avanzaron mientras las últimas
luces de la tarde se escabullían. Entrada la noche, llegaron a la boca de la
caverna que les había servido de refugio en los últimos meses. El olor a cuerpos
sucios y animales infelices les dio la bienvenida una vez más.

Nueve hombres dormían, jugaban a los dados, bebían taciturnos de sus tachos
de aguardiente, cepillaban a las bestias, revolvían un ollón de porotos con
cebollas. Un hombre estaba apartado del resto. Y un hombre, o más bien lo poco
que iba quedando de un hombre, yacía desparramado a los pies del último.

-Buenas noches patrón, no llegó ninguno, no, ninguno llegó patrón- dijo a modo
de saludo Evaristo.

Los ojos del hombre apartado se clavaron en los recién llegados. El Cotorra se
encogió de hombros y no dijo nada. Serafín volvió a sentir el dolor en los dedos
que ya no tenía. Evaristo amarró su caballo, dejó su morral en el piso y se unió
al juego de azar de sus compañeros.

-No iban a llegar. Salieron con una escolta del “Húsares” y están haciéndole el
quite a nuestros lugares de emboscada. Anteayer se desviaron del camino
principal y cruzaron el Cautín en dirección sur. Nuestro amigo aquí presente
tuvo la gentileza de informarme el destino final de la caravana: Icalma. Van con
un guía indio, uno de los arribanos que les prometió buenas tierras entre los
cerros, como les gusta a los suizos- dijo el líder de la banda, mientras el resto
de los hombres comenzaba a desperezarse y empacar lo poco que acarreaban.

-Alistar monturas, hijos míos. Pronto brindaremos con cerveza fresca, con los
bolsillos llenos de oro y las manos llenas de sangre-. Acto seguido, el hombre
tomó su revólver y despachó de un solo tiro al sujeto desparramado en el piso.

Serafín se quedó de último, encargado de apagar el fuego y luego cuidar la


retaguardia de la compañía en movimiento. Antes de salir, se acercó al cadáver
del cautivo con la vana esperanza de encontrar algo de valor que robar. Además
de los moretones que volvían irreconocible sus facciones y las marcas de
quemaduras en el pecho, testigos de la ordalía que había resistido antes de
hablar, el hombre mostraba todas las señales de haber sido despojado después
de muerto. Le quedaban veintitrés dientes y siete dedos, muestra de que el resto
de la banda se había enriquecido a costa de implantes de oro y anillos de otra
manera irrecuperables. Llevaba los pies descalzos y su uniforme había sido
reducido a rastrojos. Serafín llevó su mano al pecho del cadáver, en un gesto
que en cualquier otro contexto evocaría imágenes de solemnidad fúnebre. Su
mano tullida encontró lo que buscaba: un nódulo de metal dentro del bolsillo
pectoral. La luna a la entrada de la caverna le permitió admirar el exquisito
engravado y enquistado de un relicario en miniatura. Al abrirlo, pudo ver el
rostro de una joven mujer. Detrás de la fotografía, un texto leía:

Diana, 1885.

Serafín se colgó el relicario junto a su amuleto y montó su caballo.

También podría gustarte