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Evaristo era otro veterano de la guerra, otro peón escapado de las haciendas
del Ñuble, otro hombre curtido por años de hambre y una vida de vejaciones. Él
fue quien le enseñó a tomar de lo ajeno. Primero fueron un par de botas del
cadáver de un compañero en Pisagua. Luego, se habían matriculado con la
reserva de aguardiente que acarreaban las cantineras en las marchas por el
desierto. Lento pero seguro, su carrera criminal había evolucionado, hasta el
día en que entraron triunfantes a Lima. En esa ocasión, ciegos por el duelo y
cansados de tragar la hiel en una campaña peligrosa liderados por una
camarilla de pijes ingratos, habían robado, matado y violado sin discriminar.
Serafín prefería olvidar lo que habían hecho los años siguientes, en las alturas
de la sierra.
Las horas pasaron en vano. El Cotorra se puso de pie y les hizo señas a ambos
para que se levantaran. La severidad de su rostro comunicó la urgencia de la
orden sin necesidad de emitir ningún sonido. Serafín se puso de pie y montó en
su caballo. Los tres bandidos siguieron una huella tenue que atravesaba lo más
profundo de la selva. Entre pellines y ñirres avanzaron mientras las últimas
luces de la tarde se escabullían. Entrada la noche, llegaron a la boca de la
caverna que les había servido de refugio en los últimos meses. El olor a cuerpos
sucios y animales infelices les dio la bienvenida una vez más.
Nueve hombres dormían, jugaban a los dados, bebían taciturnos de sus tachos
de aguardiente, cepillaban a las bestias, revolvían un ollón de porotos con
cebollas. Un hombre estaba apartado del resto. Y un hombre, o más bien lo poco
que iba quedando de un hombre, yacía desparramado a los pies del último.
-Buenas noches patrón, no llegó ninguno, no, ninguno llegó patrón- dijo a modo
de saludo Evaristo.
Los ojos del hombre apartado se clavaron en los recién llegados. El Cotorra se
encogió de hombros y no dijo nada. Serafín volvió a sentir el dolor en los dedos
que ya no tenía. Evaristo amarró su caballo, dejó su morral en el piso y se unió
al juego de azar de sus compañeros.
-No iban a llegar. Salieron con una escolta del “Húsares” y están haciéndole el
quite a nuestros lugares de emboscada. Anteayer se desviaron del camino
principal y cruzaron el Cautín en dirección sur. Nuestro amigo aquí presente
tuvo la gentileza de informarme el destino final de la caravana: Icalma. Van con
un guía indio, uno de los arribanos que les prometió buenas tierras entre los
cerros, como les gusta a los suizos- dijo el líder de la banda, mientras el resto
de los hombres comenzaba a desperezarse y empacar lo poco que acarreaban.
-Alistar monturas, hijos míos. Pronto brindaremos con cerveza fresca, con los
bolsillos llenos de oro y las manos llenas de sangre-. Acto seguido, el hombre
tomó su revólver y despachó de un solo tiro al sujeto desparramado en el piso.
Diana, 1885.