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Literatura Hispanoamericana II
IV Unidad: El posboom latinoamericano
Selección de cuentos
Actividad: Lea detenida y reflexivamente cada uno de los cuentos propuestos. Luego anote al margen
las características del posboom que identificó en cada uno de ellos.
Una venganza
Isabel Allende
El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del
Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se
lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de
toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como
ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el
estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes
la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la
casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.
La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de
remotos pueblos para conocer a Dulce Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que
muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de
partida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de
hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel
traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía.
Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce
Rosa.
El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo
Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo
de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a
afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora.
Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para
ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla,
pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la
violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había,
y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado si su partido no gana las
elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del
poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.
La última misión de Tadeo Céspedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte
hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición.
Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a
caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron
al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena
de orgullo sobre la colina.
A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de
encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó,
como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las
armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello,
porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban
espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno
sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.
—El último tomará la llave del cuarto donde está mi hija y cumplirá con su deber —dijo el Senador
al oír los primeros tiros.
Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas
caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la
aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir
tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó
el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer
uno a uno a sus amigos y comprendió por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el
vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad,
pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor
por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo
la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce
Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y
había adornado su peinado con las flores de la corona.
—Es la hora, hija —dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.
—No me mate, padre —replicó ella con voz firme—. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.
El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con
ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que
podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a
su lado, apuntando la puerta.
Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros
hombres irrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el
conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía
en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le
alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias
horas de combate.
—La mujer es para mí —dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.
Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina.
Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la
fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco
tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se
quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules
y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y
la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la
casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los
restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina
hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin
vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos
de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a
enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su
madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron
cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.
Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a
su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese
pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni
secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas
partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se
levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer
su propiedad a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las
magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas
y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer
comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban
las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible
que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas
carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la
gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros
de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de
belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su
misión en este mundo era la venganza.
Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y
la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir
cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada
de jazmines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado
de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos
enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en
el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder
lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los
recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro
lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma
incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres
que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores
perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor
desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le
permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente,
hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando
sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a
una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz
ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su
bastón.
—¿Adónde va, don Tadeo? —preguntó el Prefecto—. A reparar un daño antiguo —respondió
saliendo sin despedirse de nadie.
No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su
desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias
parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la
colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban
las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos
artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los
cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a
cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del
pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los
rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza
que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba
flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el
revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.
—Por fin vienes, Tadeo Céspedes —dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de
alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.
—Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti —murmuró él
con la voz rota por la vergüenza.
Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche
durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no
descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio
cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su
padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito
de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante.
Repasó el plan perfecto de su venganza, pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una
profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con
su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando
el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.
En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus
ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando
de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el
piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un
manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa
Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde
allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo
el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió
la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas
que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera
de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos
del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes
de dicha.
Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín,
matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa
Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su
coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que
jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al
fantasma del Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del
tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.
Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo
condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y
entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano
tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza
ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de
la única mujer que su espíritu podía amar.
La muñeca menor
Rosario Ferré
La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al cañaveral como hacía
siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven se bañaba a menudo en el río,
pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en cola de dragón había sentido en el tuétano
de los huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza metida en el reverbero negro de las rocas,
había creído escuchar, revolcados con el sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y
pensó que sus cabellos habían llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió
una mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a la casa en
parihuelas retorciéndose de dolor.
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido mordida por una
chágara viciosa. Sin embargo, pasaron los días y la llaga no cerraba. Al cabo de un mes el médico
había llegado a la conclusión de que la chágara se había introducido dentro de la carne blanda de la
pantorrilla, donde había evidentemente comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo
para que el calor la obligara a salir. La tía estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza
desde el tobillo hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había
abultado aún más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de
remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la chágara
enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.
Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de gasa de sus
faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa rehusando a todos sus
pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas de su hermana, arrastrando por
toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por aquella época la familia vivía rodeada de
un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor con la misma impasible musicalidad con que la
lámpara de cristal del comedor se desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas
adoraban a la tía. Ella las peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban
a su alrededor y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el perfume de
guanábana madura que supuraba la pierna en estado de quietud.
Cuando las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al principio
eran solo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones perdidos. Pero con el
pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia. El
nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás se
les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia
comenzaba a pasar necesidad. La tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que
correspondieran a la estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía
una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen
exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho años había ciento veintiséis
muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la puerta, daba la sensación de entrar en un
palomar, o en el cuarto de muñecas del palacio de las tzarinas, o en un almacén donde alguien había
puesto a madurar una larga hilera de hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en la habitación
por ninguno de estos placeres, sino que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente
cada una de las muñecas canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así
cuando tenías dos, así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del
hueco que le dejaban entre los brazos.
El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente al cañaveral
y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los cambios de agua de las
cañas y solo salía de su sopor cuando la venía a visitar el doctor o cuando se despertaba con ganas de
hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar para que todos los habitantes de la casa viniesen a
ayudarla. Podía verse ese día a los peones de la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como
alegres mensajeros incas, a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de
hilos de todos los colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su habitación
a la niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego le hacía una mascarilla
de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos caras muertas; luego
hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla. La porcelana de las manos era
siempre translúcida; tenía un ligero tinte marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las
caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las
cogía con una mano y con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en
cráneos relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para que
el sol y el aire secaran los cerebros algodonosos de guano gris. Al cabo de algunos días raspaba el
contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia por la boca de la muñeca.
Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que estuviese hecho por
ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa en todos los colores, pero la
tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número de días en el
fondo de la quebrada para que aprendiesen a reconocer el más leve movimiento de las antenas de las
chágaras. Solo entonces los lavaba con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas,
colocados sobre camas de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las
muñecas no variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más pequeñas
de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada una el mismo lazo
abullonado y trémulo de pecho de paloma.
Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba a cada
una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: “Aquí tienes tu
Pascua de Resurrección”. A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era solo una
decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano.
Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa
sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de
la cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de
ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas,
sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada. Esta
diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de guata, sino de miel.
Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba solo la más joven cuando el doctor hizo
a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de sus estudios de Medicina
en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y se quedó mirando aquella inmensa
vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada por la punta de sus escamas verdes. Sacó su
estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La tía pensó que auscultaba la respiración de la chágara
para verificar si todavía estaba viva, y cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar
determinado para que palpara el movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y
miró fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto,
contestó el padre, pero yo solo quería que vinieras a ver la chágara que te había pagado los estudios
durante veinte años.
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era evidente su interés
por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia anticipación. Se presentaba siempre
con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata oriental del que no
tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se sentaba en la sala recostando su silueta de
papel dentro de un marco ovalado, a la vez que le entregaba a la menor el mismo ramo de
siemprevivas moradas. Ella le ofrecía galletitas de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la
punta de los dedos como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él
porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne
de delfín.
El día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y encontrarla tibia,
pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su excelencia artística. Las manos y la cara estaban
confeccionadas con delicadísima porcelana de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un
poco triste la colección completa de sus dientes de leche. Había, además, otro detalle particular: la tía
había incrustado en el fondo de las pupilas de los ojos sus dormilonas de brillantes.
El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un bloque de
cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que pasaban por la calle
supiesen que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó
a sospechar que su marido no solo tenía el perfil de silueta de papel sino también el alma. Confirmó
sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los
empeñó por un lujoso reloj de cebolla con una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió
sentada sobre la cola del piano, pero con los ojos bajos.
A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a la menor qué
había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una buena suma por la cara
y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en la próxima procesión de Cuaresma.
La menor le contestó que las hormigas habían descubierto por fin que la muñeca estaba rellena de
miel y en una sola noche se la habían devorado. “Como las manos y la cara eran de porcelana de
Mikado”, dijo, “seguramente las hormigas las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento
deben de estar quebrándose los dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva
subterránea”. Esa noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar nada.
Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la clientela del
pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de cerca a un
miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía sentada en el balcón, inmóvil
dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando los pacientes de su marido, colgados
de collares, plumachos y bastones, se acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes
satisfechas con un alboroto de monedas, percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía
recordar involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas
ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran patas.
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba poniendo viejo,
la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando la iba a visitar a la casa del
cañaveral. Una noche decidió entrar en su habitación para observarla durmiendo. Notó que su pecho
no se movía. Colocó delicadamente el estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua.
Entonces la muñeca levantó los párpados y por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las
antenas furibundas de las chágaras.
La tía Daniela
Ángeles Mastretta
La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo
Había visto llegar una mañana, caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había
pensado: “Este hombre se cree Dios”. Pero al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos
y pasiones extrañas, se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no supiera
lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de Góngora y Sor Juana como
quien responde a una canción en el recreo.
Era tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una
boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo
desnudo, por más que fuera hermosa como la virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo
había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones.
Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces
la tía Daniela lo dotó de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su
cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer a cien hombres.
Lo quiso convencida de que Dios puede andar entre mortales, entregada hasta las uñas a los deseos y
las ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y jamás entendió uno solo de todos los
poemas que Daniela quiso leerle para explicar su amor.
Un día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces en la redonda
inteligencia de la tía Daniela un solo atisbo de entender qué había pasado.
Hipnotizada por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas. Perderlo fue una
larga pena como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno.
Por unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le prestó una noche, la tía
Daniela enterró las ganas de estar viva y fue perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la
intensidad de la frente y las entrañas.
Se quedó casi ciega en tres meses, una joroba le creció en la espalda, y algo le sucedió a su termostato
que a pesar de andar hasta en el rayo del sol con abrigo y calcetines, tiritaba de frío como si viviera
en el centro mismo del invierno. La sacaban al aire como a un canario. Cerca le ponían fruta y galletas
para que picoteara, pero su madre se llevaba las cosas intactas mientras ella seguía muda a pesar de
los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerla.
Al principio la invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y venir a la gente, algo
de ella volvía a dar muestras de apego a la vida. Trataron todo. Su madre se la llevó de viaje a España
y la hizo entrar y salir de todos los tablados sevillanos sin obtener de ella más que una lágrima la
noche que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente le puso un telegrama a su marido diciendo:
“Empieza a mejorar, ha llorado un segundo”. Se había vuelto un árbol seco, iba para donde la llevaran
y en cuanto podía se dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo
algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla y decirle a su madre:
“Te lo ruego, vámonos a casa”.
Cuando volvieron, la tía Daniela apenas podía caminar y desde entonces no quiso levantarse.
Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no pudo siquiera abrir los ojos.
-¡Está muerta! – oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo.
Alguien le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de vengarse en los
otros, una pose de niña consentida que si de repente perdiera la tranquilidad de la casa y la comida
segura, se las arreglaría para mejorar de un día para el otro. Su madre hizo el esfuerzo de abandonarla
en el quicio de la puerta de la Catedral.
La dejaron ahí una noche con la esperanza de verla regresar al día siguiente, hambrienta y furiosa,
como había sido alguna vez. A la tercera noche la recogieron de la puerta de la Catedral con pulmonía
y la llevaron al hospital entre lágrimas de toda la familia.
Ahí fue a visitarla su amiga Elidé, una joven de piel brillante que hablaba sin tregua y que decía saber
las curas del mal de amores. Pidió que la dejaran hacerse cargo del alma y del estómago de aquella
náufraga. Era una creatura alegre y ávida. La oyeron opinar. Según ella el error en el tratamiento de
su inteligente amiga estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto imposible. Lo que
había que hacer era encauzarle los recuerdos, para que no la mataran, para que la obligaran a seguir
viva.
Los padres oyeron hablar a la muchacha con la misma indiferencia que ya les provocaba cualquier
intento de curar a su hija. Daban por hecho que no serviría de nada y sin embargo lo autorizaban
como si no hubieran perdido la esperanza que ya habían perdido.
Las pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la puerta oía a la
incansable voz de Elidé hablando del asunto con la misma obstinación con que un médico vigila a un
moribundo. No se callaba. No le daba tregua. Un día y otro, una semana y otra.
- ¿Cómo dices que eran sus manos? – preguntaba. Si la tía Daniela no le contestaba, Elidé volvía por
otro lado.
- ¿Tenía los ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes?
-Chicos – le contestó la tía Daniela hablando por primera vez en treinta días.
- ¿Chicos y turbios? - preguntó la tía Elidé.
– Chicos y fieros – contestó la tía Daniela y volvió a callarse otro mes.
– Seguro que era Leo. Así son los de Leo – decía su amiga sacando un libro de horóscopos para leerle.
Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo. – De remate, son mentirosos. Pero no tienes
que dejarte, tú eres de Tauro. Son fuertes las mujeres de Tauro.
– Mentiras sí que dijo – le contestó Daniela una tarde.
- ¿Cuáles? No se te vayan a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no demos con
él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que oíste y las que te hizo decir.
-No quiero humillarme.
-El humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y largarse.
-Me iluminaron -defendió la tía Daniela.
– Se te nota iluminada – decía su amiga cuando llegaban a puntos así.
Al tercer mes de hablar y hablar la hizo comer como Dios manda. Ni siquiera se dio cuenta cómo fue.
La llevó a una caminata por el jardín. Cargaba una cesta con fruta, queso, pan, mantequilla y té.
Extendió un mantel sobre el pasto, sacó las cosas y siguió hablando mientras empezaba a comer sin
ofrecerle.
– Le gustaban las uvas – dijo la enferma.
– Entiendo que lo extrañes.
Sí – dijo la enferma acercándose un racimo de uvas -. Besaba regio. Y tenía suave la piel de los
hombros y la cintura.
- ¿Cómo tenía? Ya sabes – dijo la amiga como si supiera siempre lo que la torturaba.
– No te lo voy a decir – contestó riéndose por primera vez en meses. Luego comió queso y té, pan y
mantequilla.
– ¿Rico? – le preguntó Elidé.
– Sí – le contestó la enferma empezando a ser ella.
Una noche bajaron a cenar. La tía Daniela con un vestido nuevo y el pelo brillante y limpio, libre por
fin de la trenza polvorosa que no se había peinado en mucho tiempo.
Veinte días después ella y su amiga habían repasado los recuerdos de arriba para abajo hasta
convertirlos en trivia. Todo lo que había tratado de olvidar la tía Daniela forzándose a no pensarlo, se
le volvió indigno de recuerdo después de repetirlo muchas veces. Castigó su buen juicio oyéndose
contar una tras otra las ciento veinte mil tonterías que la había hecho feliz y desgraciada.
– Ya no quiero ni vengarme – le dijo una mañana a Elidé -. Estoy aburridísima del tema.
– ¿Cómo? No te pongas inteligente – dijo Elidé-. Éste ha sido todo el tiempo un asunto de razón
menguada. ¿Lo vas convertir en algo lúcido? No lo eches a perder. Nos falta lo mejor. Nos falta
buscar al hombre en Europa y África, en Sudamérica y la India, nos falta encontrarlo y hacer un
escándalo que justifique nuestros viajes. Nos falta conocer la galería Pitti, ver Florencia, enamorarnos
en Venecia, echar una moneda en la fuente de Trevi. ¿Nos vamos a perseguir a ese hombre que te
enamoró como a una imbécil y luego se fue?
Habían planeado viajar por el mundo en busca del culpable y eso de que la venganza ya no fuera
trascendente en la cura de su amiga tenía devastada a Elidé. Iban a perderse la India y Marruecos,
Bolivia y el Congo, Viena y sobre todo Italia. Nunca pensó que podría convertirla en un ser racional
después de haberla visto paralizada y casi loca hacía cuatro meses.
– Tenemos que ir a buscarlo. No te vuelvas inteligente antes de tiempo – le decía.
– Llegó ayer – le contestó la tía Daniela un mediodía.
– ¿Cómo sabes?
– Lo vi. Tocó en el balcón como antes.
– ¿Y qué sentiste?
– Nada.
- ¿Y qué te dijo?
– Todo.
– ¿Y qué le contestaste?
– Cerré.
- ¿Y ahora? – preguntó la terapista.
– Ahora sí nos vamos a Italia: los ausentes siempre se equivocan.
Y se fueron a Italia por la voz del Dante: “Piovverà dentro a l’alta fantasía.”