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SALVADOR PÁNIKER ALEMANY 

(1927)  Barcelona

Este libro arranca de un antiguo y desmesurado proyecto: la construcción de una


Genealogía de la lucidez en varios tomos. Genealogía de la lucidez, o sea, hallazgo y
recuperación de algo que jamás habíamos perdido. (En mi terminología: lo místico.)
He aquí, en todo caso, el primer tomo de esta hipotética genealogía. También tengo
allí escrito que todo escritor consume su vida escribiendo un solo libro; un solo libro
autoterapéutico. Este ensayo, por consiguiente, es un pretexto. El ejercicio filosófico
consiste, ante todo, en dialogar con los colegas, vivos o muertos –preferiblemente,
muertos: con los vivos siempre hay dimes y diretes, murmuraciones y tiquismiquis.
Pero, en general, no puede uno llamarse filósofo si no se ha enfrentado con la tradición
–ni que fuere para deconstruirla-, y si no lo ha hecho desde una cierta directriz.
Salvando las distancias, también uno tiene su propio hilo conductor. Toda educación,
toda socialización de la conciencia, arranca de una fragmentación de la realidad en
parcelas separadas, de suerte que sea así posible un posterior (y peculiar) discurso
unificador. Toda formalización permite un tratamiento lógico (y mitológico) de las
hipotéticas parcelas separadas de la realidad. Toda sintaxis, al disponer de piezas
sueltas en un orden (taxis), recupera (substituye) la totalidad perdida bajo forma de
significado. Sucede también que la parcelación/ segregación, el espejismo de las
dualidades, genera una angustia muy peculiar que nunca queda suficientemente
neutralizada por los discursos racionalizadores. De ahí el permanente empuje de
retroacción, de desocializacion de la conciencia, de recuperación del origen (no-
dualidad) perdido. Este dinamismo se articula en dos momentos: 1) fisura, 2) cultura.
Así, por debajo de toda la aventura de la filosofía, de la ciencia y del arte late un aliento
digamos místico: devolver las cosas a su no-dualidad originaria. Complejidad creciente
y aproximación al origen son dos caras de un mismo proceso. La mística (aunque tal
vez hubiera que inventar otro vocablo) no es, por tanto, ninguna cosa irracional.
Dicho de otro modo: la mística es la lucidez, la conciencia sin símbolo interpuesto.
Permanentemente, lo que no puede decirse fundamenta lo que se dice. En el principio
jamás fue el verbo. “¿Cuál es el problema?” He aquí la pregunta que cada época se
hace a sí misma como manifestación de su propia enfermedad cultural, es decir, de su
cultura misma. El problema es el nacimiento de la irrealidad, la escisión entre
pensamiento y facticidad, entre necesidad y contingencia del hombre. Esta síntesis es
el espacio de lo simbólico. Hay una previa separación que lo simbólico reúne.
La realidad es demasiado absoluta para tener sentido. Todo es un indivisible
inagotable proceso que carece de fundamento, y por esto el misticismo es la
contrapartida del nihilismo. Procede, en consecuencia, ampliar el alcance del vocablo
“mística”. Ello es que lo místico (la realidad sin modelos interpuestos), visto desde el
lenguaje, es un límite. Y la apertura a lo místico se produce cuando la razón postula su
autoinsuficiencia –su incompletitud. Pero no hay que ver a la mística desde el
lenguaje, sino al lenguaje desde la mística. La mística es la previa lucidez que hace
reconocible al límite. Un místico es exactamente lo contrario de un fanático.
No absolutiza ningún lenguaje. Pero ya digo que tal vez convendría inventar un
vocablo menos viciado y enojoso que el vocablo “mística”, algo que nos remitiese sin
adherencias ideológicas/teológicas a esa experiencia pura, a esa experiencia no dual,
a esa experiencia transpersonal y sin angustia, a ese más allá del lenguaje donde todo
se hace repentinamente real. Esta experiencia, propiamente, es transexperiencia: no
hay ningún “sujeto” experimentador separado del “objeto” experimentado.
Aquí se trata de lo real experimentándose a sí mismo. Lo que ocurre es que, por muy
viciada y equívoca que sea la palabra mística, resulta difícil encontrar otra mejor.
Cabe recurrir al verbo trascender, solo que éste es un vocablo también viciado en su
origen etimológico, al colocar al hombre como centro y referencia de lo que
trasciende. ¿Qué palabra nos permite ir más allá de sí misma? El hecho es que,
enajenados como estamos en el sonambulismo de lo simbólico, ninguna palabra, por
paradójica que sea, es suficiente para despertarnos. Pero decimos esto. Decimos con
palabras que no es posible despertar mediante palabras. Y ésta es la paradoja
esencial del lenguaje, su relación a una realidad por definición inaccesible al lenguaje.
En todo caso, y a los efectos de este ensayo, lo primero que procede es saber esto.
Saberlo paradójicamente. Y así, una vez sabido, podemos seguir usando el vocablo
“mística” un poco como quien guiña el ojo. También es conveniente no oponer lo
místico a lo personal e individualista. Pero lo transpersonal no anula lo individual; solo
le da su auténtica y abismática dimensión. Hace falta ego para ir más allá del ego.
Pero no se trata de esto. Se trata de que el ser humano diseñe su más irreductible
individualidad desde su libertad más originaria. En resumen; lo místico es la realidad
previa a las fragmentaciones del lenguaje. A señalar que hubo un tiempo en que las
palabras estaban vivas. Las palabras eran sacramento, energía sagrada; y quienes
conocían el secreto de las mismas tenían el poder.  Las palabras, irreversibles,
dejaban una huella imborrable. El verbo era carne. Hoy políticos y predicadores se
desgañitan casi en vano. Todo es inflación. Devaluación.

Israel, un error ya consumado. Algunos amamos tanto a los judíos que preferiríamos
tenerlos entre nosotros, diseminados, diluidos, enriquecedores, fértiles, cruzados con
los gentiles, en vez de tenerlos aislados en un Estado nación artificial que sólo ha
generado desgracias desde su nacimiento. Porque nos reconocemos en los grandes -y
pequeños- nombres de la diáspora. Quiere decirse que muchos pensamos que la
creación, en 1947, de un Estado de Israel fue un error histórico, acaso inevitable, pero
un error al fin. Un error que, entre otros males, ha generado el de la perpetua
humillación del pueblo árabe. El propio Arthur Koestler, que era judío, consideraba que
"la resurrección, al cabo de dos mil años, de Israel como nación es un fenómeno
aberrante de la historia". Y lo mismo pensaban muchos otros intelectuales judíos de la
época, entre ellos Hanna Arendt. Cabía pensar, por consiguiente, que una vez
consumada la intrusión, por lo menos Israel se comportaría con humildad y
moderación. Y, desde entonces, la espiral del odio ha seguido creciendo, y la herida se
ha ido infectando cada vez más, y el aislamiento de Israel ha sido creciente.
A mi juicio, y como lo tengo escrito en otro lugar, es ya el radicalismo en el sentimiento
de identidad judío el que pertenece a la patología de la historia. Una patología que
remite a la intransigencia fundacional de las grandes religiones monoteístas. Una idea
utópica y abstracta convertida en realidad a costa del desdichado pueblo (palestino)
que tenía la mala suerte de estar "ocupando" una "tierra prometida" por un viejo dios
celoso a unas viejas tribus errantes, tres mil años atrás. Y así, en 1947, la ONU
acuerda dividir Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe. Los árabes rechazan
esta solución, y el resultado ha sido más de medio siglo de sangrienta inestabilidad,
Israel mantenida con la ayuda financiera americana, y la sociedad de los palestinos
brutalmente destruida. Desde 1967, Israel ocupa territorios que bajo ningún concepto
le pertenecen. Una situación injusta y explosiva que es un escándalo que no se haya
resuelto todavía, y que da idea del poder que tiene en América el lobby israelí.
Ahora bien, a pesar de sus múltiples pecados de origen, el Estado de Israel es un
hecho irreversible, un error histórico ya consumado, y hoy procede contar con ello.
Es un tema geográficamente minúsculo, pero simbólicamente muy relevante. Un tema
clave para la relación Occidente-Islam, como ha comprendido muy bien la actual
Administración norteamericana. Un tema, pues, que hay que tocar con exquisito
cuidado, a plena conciencia de toda su compleja y terrible genealogía.

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