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ANTONIO LABRIOLA (1843) Italia

Sin duda: en este fin de siglo, entregado a los negocios y a las mercancías, el pensamiento no
puede circular n través del mundo si no se lo fija y se lo presenta también baje la respetable
forma de mercancía, que acompaña a la factura del librero, y que aureola, ágil mensajero de
sinceros elogios, la honesta reclame del editor. Pero actualmente, en este mundo,
innumerables son los perezosos y los desocupados que explotan, como un derecho que les
pertenece y como una profesión, la estima pública con sus ocios literarios y el mismo
socialismo no puede impedir que se le adhiera una discreta muchedumbre de intrigantes, de
interesados y resentidos. Así, casi chanceando, llego a mi objeto. Usted se queja de que esta
difusión halle obstáculos y resistencias en los prejuicios que provienen de la vanidad nacional,
en las pretensiones literarias de algunos, en el orgullo filosófico de otros, en el maldito deseo
de parecer ser sin ser y, en fin, en la débil preparación intelectual y en los numerosos defectos
que se encuentran también en algunos socialistas. ¡Todas estas cosas no pueden ser tenidas
por simples accidentes! La vanidad, el orgullo, el deseo de parecer ser sin ser, el culto del yo,
la megalomanía, la envidia y el furor de dominar, todas estas pasiones, todas estas virtudes
del hombre civilizado, y aún otras, no son de ningún modo bagatelas de la vida; mucho más a
menudo parece que ellas son su substancia y nervio. Y bien, el materialismo histórico exige,
de aquellos que quieren profesarlo con plena conciencia y francamente, una extraña especie
de humildad; en el momento mismo en que nosotros nos sentimos ligados al curso de las
cosas humanas, donde estudiamos las líneas complicadas y los repliegues tortuosos, es
necesario que seamos, a la vez y al mismo tiempo, no resignados y dóciles, sino, por el
contrario, llenos de actividad consciente y razonable. ¡Pero. . ., llegando a confesarnos a
nosotros mismos que nuestro propio yo, al que nos sentimos tan estrechamente unidos por un
hábito corriente y familiar, sin ser verdaderamente alguna cosa que pasa, un fantasma o la
nada, como lo han imaginado los teósofos en su delirio, por grande que sea o que nos
parezca, no es más que una pequeña cosa en el engranaje complicado de los mecanismos
sociales, por lo que debemos llegar a esta convicción: que las resoluciones y los esfuerzos
subjetivos de cada uno de nosotros chocan casi siempre con la resistencia de la red
enmarañada de la vida, de suerte que, o bien no dejan ningún rastro de su paso, o bien dejan
uno muy diferente del fin originario, porque éste es alterado y transformado por las
condiciones concomitantes; mas, debemos reconocer la verdad de esta fórmula: que nosotros
somos vividos por la historia, y que nuestra contribución personal a ella, bien que
indispensable, es siempre un hato minúsculo en el entrecruzamiento de las fuerzas que se
combinan, se completan y se destruyen recíprocamente; no obstante, ¡todas estas maneras
de ver son verdaderamente inoportunas para todos aquellos que tienen necesidad de confinar
el universo entero al campo de su visión individual! ¿No dice usted, muy justamente, que toda
la cuestión práctica del socialismo (y por práctica entiende, sin duda alguna, lo que se inspira
en los antecedentes intelectuales de una conciencia iluminada por el saber teórico), se reduce
y se resume a estos tres puntos?: 1°) ¿Ha adquirido el proletariado una conciencia clara de su
existencia como clase indivisible?; 2°) ¿Tiene bastante fuerza para entrar en lucha contra las
otras clases?; 3°) ¿Está en estado de derribar, con la organización capitalista, todo el sistema
de la ideología tradicional? Y bien, ¡esto es así! Luego, el proletariado que llega a saber con
claridad lo que puede, es decir, que comienza a saber querer lo que puede; ese proletariado,
en suma, que se pone en buen camino para llegar a resolver (y me sirvo aquí de la jerga un
poco hecha de los publicistas) la cuestión social, ese proletariado deberá proponerse eliminar,
entre todas las otras formas de explotación del prójimo, también la vanagloria y la presunción
y la singular suficiencia de aquellos que se incluyen a sí mismos en el libro de oro de los
benefactores de la humanidad. La cualidad de mercancía, que no es propia del producto del
trabajo humano más que en determinado momento histórico —en tanto que los hombres viven
en un cierto sistema dado de correlación social—, se hace una cualidad intrínseca ab
aeterno del producto mismo. El salario, que no sería concebible si determinados hombres no
tuvieran la necesidad imperiosa de venderse a otros hombres, se hace una categoría
absoluta, es decir, uno de los elementos de completa ganancia: ¿y aun el capitalista no es
(¡en su imaginación!) un individuo que saca de sí mismo un salario más grande?
Y la renta de la tierra: ¡de la tierra!

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