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Friedrich

N ietzsche

E l águila angustiada
TESTIMONIOS

Títulos publicados:

1. P. Gay,
Freud. U na vida de nuestro tiempo
2. W. Reich,
Pasión de juventud. U na autobiografía, 1 8 9 7 -1 9 2 2
3. P. Grosskurth,
M elanie Klein. Su m undo y su obra
4. J. Torres-García,
H istoria de m i vida
5. L. Schifano,
Luchino Visconti. E l ju ego de la pasión
6. A. Marx,
M i vida con Groucho. Un m ito visto p o r su hijo
7. R. M. Utley,
Billy el N iño. U na vida breve y violenta
8. G.Wehr,
C ari G ustav Jun g. Su vida, su obra, su influencia
9. D. McNally,
Jack Kerouac. Am érica y la generación beat.
10. A. Revkin,
Chico Mendes.
Su lucha y su m uerte p o r la defensa de la selva am azónica
11. R. Schickel,
M arion Brando. L a biografía
12. S. Keegan,
A lm a M ahler. L a novia d el viento
13. D. Dewey,
M arcello M astroianni. U na biografía in tim a
14. A. Gold y R. Fizdale,
L a d ivin a Sarah. U na biografía de Sarah B em hardt
15. R- Baldock
P au C asais
16. W. Ross
Friedrich Nietzsche. E l ág u ila angustiada.
WERNERROSS

F riedrich
N ietzsche

^ Ediciones Paidós
Barcelona-Buenos Aires-México
Título original: Der ängstliche Adler. Friedrich Nietzsches Leben
Publicado en alemán por Kastell Verlag Gm bH, Munich

Traducción de Ramón Hervás

Cubierta de Victor Viano

1.‘ edición, 1994

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Sumario

P r ó lo g o ............................................................................................. 11

PRIMERA PARTE
O R ÍG EN ES: NAUMBURG, PFORTA

Preludio: El cumpleaños del r e y .................................................... 19


1. La revolución negra-roja-dorada.............................................. 27
2. El pequeño p astor......................................................................... 35
3. Casi una f a n t a s í a ......................................................................... 43
4. El convento................................................................................... 55
5. Envío con d ie c isie te .................................................................... 69
6. «Un luchar y a g i t a r s e » .............................................................. 79
7. Historia de una e n f e r m e d a d .................................................... 89

SEGUNDA PARTE
DEVENIR: LO S AÑOS DE BONN Y LEIPZIG

1. El estudiante d esp re o c u p ad o .................................................... 101


2. El joven s a b i o .............................................................................. 129
3. La vocación secreta y el plan p a r i s i é n .................................... 145
4. Miscelánea de L e i p z i g .................................................... ..... • 157
5. Discípulo I - S c h o p e n h a u e r .................................................... 173
6. Discípulo II - Richard W a g n e r ............................................... 185
7. El artillero f i l ó s o f o .................................................................... 197
[8 ] FR IED R IC H N IE T Z SC H E

TERCERA PARTE
PRO FESIÓ N: LO S PRIM ERO S AÑOS EN BASILEA

1. La vocación.................................................................................... 209
2. El profesor y los basilen ses..........................................................219
3. Amistad en el d e s i e r t o ..................................................................... 235
4. La campaña de F r a n c ia ..................................................................... 259
5. Maestro, discípulo, m a e s t r a ........................................................... 273
6. Retrato del artista en su juventud......................................................291
7. El nacimiento de la tragedia - la tragedia de un nacimiento . 305

CUARTA PARTE
GRANDEZA: LOS GRAND IOSOS TIEM PO S D E BASILEA:
1872-1873

1. El rival. La extraña amistad con Jacob Burckhardt . . . . 333


2. Triple f r a c a s o ..................................................................................... 343
3. Nietzsche como e d u c a d o r ................................................................ 369
4. Filosofía p r o f u n d a ...........................................................................393

QUINTA PARTE
LAS PENAS D E LA VERACIDAD: D ESPEDID A
D E BASILEA Y BAYREUTH

1. Un año en s u s p e n s o .................................................................... 409


2. Bayreuth - un principio y un f i n ..................... ..... 439

SEXTA PARTE
D ESCEN SO AL MUNDO D E LAS SOM BRAS

1. Sorren to................................................................................................499
2. Boda o alta m o n tañ a...........................................................................513
3. Humano, demasiado h u m a n o ...........................................................537
4. El sombrío invierno de N a u m b u r g ..................................... . 561

SÉPTIM A PARTE
LA ADEPTA Y E L PROFETA

Advertencia preliminar al paciente l e c t o r .....................................577


1. La gran c u r a c ió n ..........................................................................579
2. Lou o el frustrado intento de domar a una rebelde . . . . 627
3. Zaratustra o el profeta d e sa ira d o ............................................... 685
SU M A RIO [9 ]

OCTAVA PARTE
E L OCASO D E ZARATUSTRA

1. Desarrollo de un delirio . 723


2. Ascensión turinesa . . . 759
3. D e s p e d id a ..................... 821
Epílogo: la locura de Nietzsche 827

Apéndice 835

1. Ediciones de las obras y las cartas de Nietzsche 835


2. B i o g r a f í a , e x p o s i c i o n e s g e n e r a l e s ............................ 838
3. Otros recu rso s.................................................... 841
4. Fuentes, notas y su p lem en to s.......................... 842

índice de nombres 861


P rólogo

Y bien, la vitalidad eterna es lo que cuenta: ¡qué importa la vida


eterna! ¡la vida, en fin!
Nietzsche, Opiniones y sentencias varias, 408,
«La bajada al Hades».

La obra en dos volúmenes de Heidegger sobre Nietzsche empieza con


la lapidaria frase: «Nietzsche, el nombre del pensador da fe del contenido
de su pensamiento». Pero en los cientos de páginas que siguen no apare­
ce él, sino su actividad filosófica.
Nietzsche ha tenido la desgracia de pasar a la posteridad como filóso­
fo cuando él habría deseado hacerlo como apóstol u oficial de artillería,
poeta lírico o compositor, revolucionario o reformador; en último caso,
como bufón o dios. Una desgracia de hecho, pues así sigue viviendo jus­
tamente como lo que no quería ser, lo que su doctrina quiso eliminar de
una vez por todas: espíritu puro en vez de figura completa.
Los filósofos se diluyen o se consolidan en sistemas de ideas, ése es su
destino. Se transmiten convertidos en ideas, pues, como se dice en el
Evangelio de Juan, la palabra nace de la palabra. Nietzsche se pronunció
contra las pretensiones de veracidad de todas las doctrinas, incluida la
suya. En cambio buscó ardientemente resultados, una inversión de todas
las relaciones, la derogación del cristianismo, el inicio de una nueva era.
Su aspiración era dividir de un tajo la historia de la humanidad en dos mi­
[1 2 ] FRIED RICH N IET Z SC H E

tades. En lugar de ello, se le ha clasificado con los demás y hoy en los tex­
tos universitarios su nombre aparece junto al de Leibniz y Kant.

II

En el cénit de su autoconciencia, de su «delirio de grandeza», Nietzs-


che llegó a pensar que la sola difusión de su doctrina provocaría la desin­
tegración de las tablas de la ley de nuestra civilización como las trompe­
tas de los israelitas habían provocado el derrumbe de los muros de Jericó.
Pero la tierra no tembló y el sol no se oscureció cuando, en los primeros
días de enero de 1889, él se volvió loco. Evidentemente, las grandes obras
requieren tiempo. Nietzsche contribuyó como pocos a la destrucción de
algo que, en su momento, muchos desearon ardientemente: «los valores
fundamentales». El estaba convencido de que sus ideas eran dinamita
pura, pero las voladuras son, en sus resultados finales, juegos de niños
frente a la persistente acción de la erosión. Y si no llevó a cabo ninguna
revolución, al menos provocó un cambio radical en el clima general.
Quien contempla el futuro inmediato con los perspicaces ojos de
Nietzsche sabe que pronto se disiparán las últimas ilusiones de la doctri­
na del progresó que nutrieron de esperanza y confianza dos siglos. Cier­
tamente, también su Zaratustra, su sueño del superhombre, hace ya tiem­
po que fue a parar al montón de escombros de la historia, mientras que su
sentido antidemocrático y su antisocialismo se han hecho indiscutibles y
el cristianismo ha sobrevivido a su «Anticristo». Pero sus inexorables
profecías de infortunio se mantienen en pie, sus visiones se convierten, a
ojos vista, en historia del momento y profetas menores proclaman ya
«Apocalypse now». Apenas hay frase, apenas hay libro, en el que no se le
nombre. En un sentido poco tranquilizador, Friedrich Nietzsche sigue
siendo actual.

III

Nietzsche se hizo famoso, de la noche a la mañana, el mismo año en el


que fue internado en un manicomio. Pero la persona desapareció inme­
diatamente detrás de la obra, detrás de la doctrina expuesta y combatida.
Esa obra hizo que los espíritus se dividieran en dos bandos y marcó el ini­
cio de una nueva época, a la que proporcionó lemas y consignas. La lite­
ratura sobre Nietzsche —a favor y en contra— cobró grandes proporcio­
nes: A risto k ratisch er R ad icalism u s [R ad icalism o aristo crático ] (Brandes,
1891), Friedrich N ietzsch e u n d sein e p h ilosop h isch en Irrw ege [F ried rich
N ietzsch e y su s ex trav ío s filo só fico s] (Türck, 1891), N ietzsch es neue M o ral
PRÓLOGO [13]

[L a n ueva m o ral de N ietzsch e] (Ed. v. Hartmann, 1891), F riedrich N ietzs­


che in sein en W erken [Friedrich N ietzsch e en su s o b ras] (Lou Andreas-Sa-
lomé, 1894), Friedrich N ietzsche, ein K äm p fer gegen sein e Z eit [Friedrich
N ietzsche, un luchador contra su tiem po] (Rudolf Steiner, 1895), Von D ar­
w in b is N ietzsch e [D e D arw in a N ietzsch e] (Tille, 1895), Friedrich N ietzs­
che, d er K ü n stle r u n d d er D en k er [F ried rich N ietzsche, e l artista y e l
p en sad o r] (Riehl, 1897), L a ph ilo sop h ie de N ietzsch e [L a filo so fía de
N ietzsch e] (Lichtenberger, 1898), Z arath u stra-K om m en tar [C om en tario
so bre Z aratu stra] (Naumann, 1899-1901).
A Nietzsche le correspondió el destino de un filósofo. Filósofos y pro­
fesores de filosofía se fijaron en su obra; en 1900, año de su muerte, apa­
reció el primer estudio de su doctrina sobre el eterno retorno (Homeffer)
y su estética (Zeider), Hans Vaihinger escribió sobre Nietzsche filósofo
(1902), Georg Simmel sobre Nietzsche y Schopenhauer (1907). Lou An-
dreas-Salomé, que vivió más cerca de él que nadie, se limitó a presentarle
«en sus obras» y Heinrich Köselitz-Peter Gast, su discípulo y amigo más
fiel, no hizo otra cosa que encubrir, silenciar y destruir sus recuerdos.
Sólo su hermana Elisabeth se atrevió a escribir una grandiosa biografía en
tres volúmenes que, como no podía ser por menos en aquellos momentos,
fue una contribución a la hagiografía nietzscheana. En la muerte del filó­
sofo, ella provocó una horrible tormenta al afirmar que la última palabra
que pronunció fue su nombre («exclamó gozosamente Elisabeth»). Y
concluyó su biografía con las palabras de Gast ante la tumba de Nietzs­
che: «¡Bendito sea tu nombre para todas las generaciones futuras!».
Precisamente los denodados esfuerzos de Elisabeth, que no retroce­
dió ni siquiera ante las falsificaciones, de sacralizar su imagen y presen­
tarlo como un nuevo Lutero provocó malestar y rechazo, amén de en­
miendas críticas sobre todo en Basilea. Franz Overbeck, último amigo de
Nietzsche, no dejó su legado al Archivo Nietzsche de Elisabeth, sino a la
biblioteca de la Universidad de Basilea, lo que produjo discusiones, pro­
testas y procesos. Elisabeth escribió un panfleto titulado E l archivo
N ietzsche, su s am igos y en em igos (1907) y Cari Albrecht Bernoulli, discí­
pulo de Overbeck, opuso a las sospechas de Elisabeth una extensa y bien
documentada descripción de la amistad de Overbeck y Nietzsche (1908).
Esta obra enorme y densísima en dos volúmenes es el punto de partida de
una filología crítica de Nietzsche o, si se prefiere, del intento de liberarle
de su hermana Elisabeth, valedora de su sacralización.

IV

«L o que Nietzsche tuvo que vivir en su legado —con el espíritu ya


muerto pero con el cuerpo aún vivo— forma con toda seguridad un capí­
[1 4 ] FR IED R IC H N IET Z SC H E

tulo único de la historia de la literatura alemana», escribió, reticente, Ber­


noulli. El Archivo de Weimar era un templo; Elisabeth pretendía tener su
monopolio, pues disponía de las fuentes. Sólo un francés, Daniel Halévy,
estaba suficientemente alejado para atreverse a competir con ella y escri­
bir una biografía (1909). Fue a ver a viejos conocidos de Nietzsche, reco­
gió y anotó todo lo que pudo averiguar; su biografía resulta emocionante
aún hoy. ¡Cómo habría vibrado Nietzsche si se hubiera enterado de que
su biógrafo era el hijo de aquel Ludovic Halévy que, junto con Meilhac,
había escrito los libretos de su querido Offenbach y de su queridísima
ópera C arm en !
En general imperaba la fórmula «Vida y obra» con el acento en la
«obra» como lo específico, sin que de ello se pudiera eliminar la vida. Así
ocurre con las dos exposiciones más ambiciosas y completas: la obra en
tres volúmenes de Charles Andler N ietzsche, sa vie e t sa p en sée [N ietzsche,
su v id a y su p en sam ie n to ] (1920-1931) y la obra de Karl Jaspers N ietzs­
che, E in fü h ru n g in d as V erstän dn is sein es P h ilosoph ieren s [N ietzsche, in ­
troducción en la com prensión d e su filo so fía ] (1936, [4] 1974). A ellas se
puede añadir como tercer estudio perfectamente logrado N ietzsche,
Philosopher, P sych ologist, A n tich rist [N ietzsche, filó so fo , p sicólogo, A n ti-
cristo\ (Princeton, 1950), de Walter Kaufmann.
En el círculo de colaboradores responsables de la edición histórico-
crítica de sus obras completas, cuyo primer volumen apareció en 1934,
surgió finalmente el proyecto de publicar una biografía completa de
Nietzsche; ésta fue acometida por Richard Blunck durante la Segunda
Guerra Mundial. La dueña del Archivo había muerto en 1935; Hitler la
había visitado ya antes y se había llevado como regalo el bastoncito de
Nietzsche.
Blunck tuvo mala suerte: toda la edición del primer volumen, que se
terminó de imprimir a principios de 1945, fue destruida en el curso de los
ataques aéreos; el volumen no apareció hasta 1953. Blunck murió en
1962, cuando estaba trabajando en los otros volúmenes. Curt Paul Janz,
de profesión músico de orquesta pero que había recibido una sólida for­
mación filológica en Basilea, continuó el trabajo de Blunck. Resultado de
ello fite la biografía en tres volúmenes que en 1978-1979 publicó la muni-
quesa Hanser Verlag. Se trata de un estudio concienzudo que recoge to­
dos los hechos y circunstancias de la vida de Nietzsche. Mi trabajo tiene
mucho que agradecerle.

Sigue pendiente la tarea de referir nuevamente a la persona de Nietzs-


che el abundante material hoy existente: desde el legado contenido en la
PRÓLOGO [1 5 ]

edición crítica de sus obras completas de Giorgio Colli y Mazzino Monti-


nari hasta las cartas escritas por el filósofo y al filósofo contenidas en esa
misma edición y en los diarios de Cosima Wagner. Una y otra vez, la vida
de Nietzsche es interpretada como «trasfondo» de su obra, como aclara­
ción que hay que añadir, cuando lo que procede es tomar en serio la sen­
tencia de Nietzsche: «E l producto del filósofo es su Vida (en primer lugar,
antes que sus O b ra s)». El objeto primordial de sus estudios fueron las
«V id as de los filósofos» del viejo Diógenes Laercio, y de hecho su conoci­
miento de los lib ro s de los filósofos era tan deficiente que la Universidad
de Basilea no quería confiarle la cátedra de filosofía, que había quedado
vacante. En él se fue imponiendo cada vez con más claridad el principio
«sé lo que eres», el destino que se despliega y realiza, la obra que modela
toda una vida, frente al carácter fragmentario de los pensamientos conte­
nidos en las obras. La meta es el descubrimiento de uno mismo. El miedo
a encontrarse a sí mismo infundió dramatismo a esa vida. La locura fue el
último acto liberador.
Nietzsche describió ese dramatismo suyo con estas palabras: «Su cla­
ra cabeza le llevó a menudo por vías solitarias, donde estaba libre de los
hombres; pero, en cambio, su corazón estaba demasiado angustiado y
golpeaba insoportablemente contra sus costillas. Si cedía al corazón se
confundiría de nuevo entre los hombres, y entonces su cabeza se sentiría
desdichada». Por eso he titulado esta biografía Friedrich N ietzsche, e l
ág u ila an gu stiad a.
Si él mismo describió la vida como producto del filósofo, yo no he in­
tentado otra cosa que acentuar esas líneas. Pero simultáneamente he elu­
dido todos los intentos de añadir al relato de su vida una nueva dimen­
sión, ya sea para ampliar el aspecto sociológico o para ahondar en los
problemas psicoanalíticos. Aprecio muchos de los logros de esas ciencias,
pero entiendo que no ganan nada con la injerencia de los profanos, en
tanto que el autor que se adorna con plumas ajenas pierde, en lo auténti­
co y específico, la calidad narrativa.

Deseo dar las gracias a cuantos me han ayudado. Entre otros muchos
cito a los siguientes: el profesor Mazzino Montinari (Florencia), tras la
muerte de Giorgio Colli, editor exclusivo de las obras completas de
Nietzsche al que tenemos que agradecer un nuevo y completo conoci­
miento del filósofo; el profesor Hahn y la doctora Anneliese Clauss de las
Nationalen Forschungs- und Gedenkstätten, de Weimar, bajo cuya pro­
tección se encuentra el Archivo Nietzsche; el equipo de redacción res­
ponsable de la temática nietzscheana de Gruyter Verlag; los profesores
Johannes Cremerius (Friburgo), Cornelio Fazio (Roma) y Paul Hübinger
(Bonn), que me han ayudado respondiendo a consultas puntuales. En los
[16] FR IED R IC H N IE T Z SC H E

largos años que me ha exigido un trabajo como éste nunca me he sentido


solo. Y en definitiva me consta que al que venga después de mí le resulta­
rá agradable empezar de nuevo.

Munich, 28 de febrero de 1980


W erner R o ss
P rimera parte
Orígenes
Naumburg, Pforta
P reludio

El cumpleaños del rey

L a monarquía representa la fe en un ser claramente superior, caudi­


llo, salvador, semidiós.
Nietzsche, del legado de los años ochenta

Mi querido hijo Umberto, ¡mi paz sea contigo!


Carta de Nietzsche demente al rey de Italia

E
l párroco de Rócken, cerca de Leipzig, Karl Ludwig Nietzsche no
tardó mucho en decidir cómo se debía llamar el hijo, fruto de su
matrimonio, nacido el 15 de octubre de 1844. Era el cumpleaños
del rey y las campanas tañían llamando al oficio religioso en el mismo mo­
mento en que venía al mundo la criatura. El piadoso varón no podía por
menos que ver en ello una bendición. Y, en cualquier caso, octubre siem­
pre le había dado suerte. Además de haber nacido un 10 de octubre, se
había casado un 10 de octubre, ahora hacía un año. Esta vez no era el día
10, pero tanto mejor, pues era el día en que Su Majestad Federico Gui­
llermo IV, rey de Prusia, había venido al mundo. Al párroco se le llenaron
los ojos de lágrimas cuando anunció solemnemente: «Hijo mío, en esta
tierra te llamarás Friedrich Wilhelm [Federico Guillermo] en memoria
de mi bienhechor real, pues naciste el día de su cumpleaños». Y añadió
«Así será llamado», pues es lo que dice la Biblia de Lutero en un mo­
mento felicísimo. «Crecerá y será llamado hijo del Altísimo» dijo el ar­
cángel Gabriel cuando visitó a María.
[2 0 ] FR IED R IC H N IET Z SC H E

Karl Ludwig Nietzsche, párroco de Rócken y padre del niño Frie-


drich Wilhelm, que después abandonará el «Wilhelm» y se convertirá en
Friedrich a secas, vino al mundo como sajón y en 1815, cuando tenía dos
años, pasó a ser súbdito de Prusia, así que ésta se anexionó los territorios
de la que después sería provincia de Sajonia, El antiguo principado de Sa­
jorna, con cortes en Wittenberg y Torgau, llegaba casi hasta Potsdam a
través de su punta más septentrional, pero Federico Augusto, rey de Sa­
jonia por la gracia de Napoleón, combatió en el bando de los perdedores.
De su antigua grandeza sólo le quedaron restos: Leipzig y Dresde, Plauen
y Zwickau, o sea, el área donde se hablaba dialecto sajón. La misma ciu­
dad de Leipzig estaba ahora junto a la frontera prusiana, de modo que
para los habitantes de Rócken, a pesar de su proximidad, pertenecía ya al
«extranjero».
La gente estaba acostumbrada a tales dislocaciones dinásticas, pues
después de cada guerra los territorios se separaban o unían, y todos se
mostraban desde el primer momento leales al nuevo soberano. Unos y
otros eran alemanes, pero ¿de qué servía? Un ciudadano de Naumburg,
que pronto se iba a convertir en la patria chica del pequeño Nietzsche, es­
cribió estos versos con motivo de la celebración de la paz:

Estamos, pueblo honrado,


en torno al trono de Federico Guillermo.
A él, a él santo deber y derecho;
es de corazón limpio, en verdad
el primer súbdito alemán.

Los versos son deficientes, pero sinceros. Los patriotas sajones se ha­
bían convertido en patriotas prusianos. También Nietzsche, escolar y es­
tudiante universitario, será más tarde de ellos.
A decir verdad, para el pastor, que bautizó a su propio hijo, además
de la general lealtad al soberano y del amor a la patria por parte del «pue­
blo honrado» había otras muchas cosas importantes. Ya su padre, todavía
sajón y llamado Friedrich August, nombre de los reyes sajones, había re­
dactado, como superintendente de Eilenburg, unas A p o rtacio n es a la p ro ­
m oción de u n a m en talid ad razon able en torno a la religión, la educación, la s
o b ligacio n es de lo s sú b d ito s y la vid a hum an a. Las obligaciones de los súb­
ditos eran algo evidente, pero había que reforzarlas con la exhortación
piadosa. Era práctica generalizada que los hijos de un pastor, tras los es­
tudios teológicos (¿qué otra cosa podía estudiar el hijo de un pastor?) y
antes de que se les asignara una parroquia, se ganaran el sustento durante
algunos años como profesor particular. El hijo del superintendente tuvo
muchísima suerte: obtuvo una plaza como educador de príncipes. Por
fortuna en Turingia había un buen número de pequeñas cortes, y Karl
O R ÍG EN ES [21]

Ludwig Nietzsche recibió el encargo de educar a tres princesas en Alten-


burg.
También era práctica generalizada que el futuro pastor recibiera la
parroquia de manos de su protector. Karl Ludwig Nietzsche se vio agra­
ciado también en esto: el rey le entregó directamente la parroquia de
Rócken, con el máximo reconocimiento. Ciertamente no era gran cosa
—una aldea con algunas otras, más pequeñas, y unos cuantos campos de
labranza que se arrendaban— , pero además de ello tenía libertad, auto­
nomía, una vida sencilla que le permitía cultivar sus aficiones: el estudio y
la música. El rey era su bienhechor.
Pero Federico Guillermo IV era un rey decididamente especial. Cua­
tro años antes había sucedido a Federico Guillermo III, hombre sobrio,
burocrático y seco sin otros méritos que exhibir que su mujer, la reina
Luisa. Pero ésta había muerto en 1810, mientras que el lacónico rey hizo
esperar al príncipe heredero hasta que tuvo 45 años. Todos habían depo­
sitado sus esperanzas en el nuevo rey: tanto los progresistas como los cle­
ricales. Hombre de gran talento, prometía un futuro brillante: materiali­
zación de sueños como la unidad alemana y la libertad, la promoción de
las ciencias y las artes, amén de tolerancia y liberalismo.
El sistema político imperante a la sazón en Europa había nacido en
1815 con el nombre de Santa Alianza. Si se llamaba santa era porque se
declaraba defensora de los principios cristianos. El católico emperador
de Austria, el protestante rey de Prusia y el ortodoxo zar de Rusia se ha­
bían unido para formarla; después habían ingresado en su seno otros mu­
chos Estados, entre ellos la republicana Suiza. Sólo al Papa la sociedad le
pareció demasiado heterogénea. La Alianza veló efectivamente para que
hubiera una larga paz, pero al precio del buen comportamiento de todos
los pueblos, incluidos los oprimidos, y de todas las clases sociales, inclui­
das las inhabilitadas. Frente a las promesas y conquistas de la Revolución
francesa, que había hecho de los súbditos ciudadanos, la Santa Alianza
significaba una vuelta a los tiempos feudales.
El nuevo rey se mostró suave y benévolo, pero pronto se puso de ma­
nifiesto que el progreso que prometía llevaba de manera suave y benévo­
la a la Edad Media. Incluso quería un imperio alemán propio, pero tenía
que ser como el glorioso imperio medieval, con caballeros, órdenes y cas­
tillos. Ya cuando era príncipe heredero se entusiasmó con los proyectos
de Theodor von Schón, gobernador de Prusia Oriental y Occidental, que
le recibió en su residencia de Marienburg, reconstruida poco antes. Éste
acariciaba la idea de que, en días muy señalados, los descendientes de las
viejas familias prusianas, todas ellas luciendo la venera, se congregaran en
torno al rey, un trinchante sirviera los alimentos y un escanciador las be­
bidas como en los tiempos de Barbarroja.
Apenas el príncipe heredero se convirtió en rey, puso en práctica ese
[2 2 ] FRIED RICH N IET Z SC H E

sueño medieval. Los actos con motivo de la construcción de la catedral de


Colonia marcaron no sólo la terminación de las obras, sino también la
realización de sus grandes aspiraciones. El rey protestante, acompañado
por el arzobispo católico, dio el primer golpe de martillo y gritó por enci­
ma de toda la plaza: «¡Deseamos que la gran obra hable a las futuras ge­
neraciones de una Alemania poderosa gracias a la unidad de sus príncipes
y sus pueblos, una Alemania que impone de manera incruenta la paz al
mundo!». Estas palabras constituían una fanfarronada, pues, además de
que no existía una Alemania unida, faltaba poco para que en la humillan­
te Conferencia de Olmütz Prusia se comprometiera a abandonar todos
los proyectos tendentes a una nueva ordenación de Alemania. Pero el rey
era «el romántico en el trono» y soñaba en voz alta, a la vez que rehuía los
hechos.
A decir verdad, ese sueño medieval tenía un inconveniente: la Edad
Media había sido católica, mientras que el rey de Prusia no sólo era pro­
testante sino que además, mediante la anexión de la provincia de Sajonia,
núcleo luterano, se había erigido en el auténtico protector del protestan­
tismo. El rey eludió esa paradoja aferrándose aún con más fuerza a su sue­
ño: una hermandad protocristiana y una comunidad basada en el amor,
en la que las distintas confesiones no se combatirían unas a otras. Cuan­
do tenía veinte años, el príncipe heredero, dotado de una vena poética,
había escrito una novela corta en la que exponía libremente su sueño. En
ella un pájaro prodigioso le llevó hasta las tierras de la reina de Borneo.
Allí había una comunidad cristiana, fundada por el apóstol Tomás, que le
recibió inmediatamente con el ferviente amor de la Iglesia primitiva. Ade­
más, atraído por lo primitivo, fue uno de los primeros en descubrir la be­
lleza de las iglesias románicas. Las ruinas del convento de Paulinzella le
parecieron «casi como las basílicas romanas de Constantino». Para la ca­
tedral de Berlín tenía pensado, en lugar del modelo gótico diseñado por
Schinkel, campanarios románicos junto a una basílica con un atrio sus­
tentado por columnas.
Otra manera de acercarse a los orígenes consistía en infundir al pro­
testantismo nueva vida, vieja devoción cristiana y eficacia. En ello traba­
jaba el llamado «Movimiento del despertar», próximo al rey. Había que
despertar a los adormecidos cristianos de nombre y conseguir que lle­
varan una vida austera y leyeran asiduamente la Biblia, que formaran
círculos piadosos y practicaran con diligencia actividades misionales. En
Leipzig se acababa de fundar, para movilizar a los creyentes, el Gustav-
Adolf-Verein, que se extendió rápidamente por toda Alemania. Más tar­
de, cuando estaba en Bonn, el estudiante Nietzsche trabajó para esta
organización; eso fue al menos lo que dijo su tía. En su programa tam­
bién figura la caridad cristiana. En Berlín, el anciano barón von Kottwitz
creó una «Freiwillige Armenbescháftigungsanstalt» [Instituto de ocupa-
O R ÍG E N E S [2 3 ]

cíón voluntaria de los pobres] y así preparó el camino a la «misión inte­


rior».
Entre los que habían contestado a la llamada real, los piadosos del
país, estaba Karl Ludwig Nietzsche, párroco de Ròcken. Sólo que él era
un hombre tranquilo y también muy ocupado, no un predicador vehe­
mente o un propagador de la fe. Por eso era tanto más viva su esperanza
de que el niño nacido bajo tan felices augurios hiciera suya la causa de la
fe y fuera no sólo párroco sino también profeta. Esto explica que, el día
dei bautismo del niño, el párroco escribiera en el registro el versículo 66
de Lucas 1, que dice: «Y cuantos las oían [las cosas que decía], las graba­
ban en su corazón, preguntándose: ¿Pues qué llegará a ser este niño? Por­
que, efectivamente, la mano del Señor estaba con él». Es la historia del
nacimiento de Juan Bautista. Inmediatamente después de ella viene la
profecía de Zacarías, en la que figuran estas palabras clarividentes: «Y tú,
niño, has de ser profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a pre­
pararle sus caminos». El pequeño Juan había venido al mundo cuando su
padre Zacarías, impregnado de amor a Dios, miraba decididamente al
futuro. Y así, cuando el modesto clérigo rural cogió en brazos a su pri­
mer hijo, una sensación profètica se apoderó también de él. El niño sería
un hijo del rey y un hijo de Dios.

tfm •

vú s

Ó c h ilf. [Cut.-UU-J

El pequeño Friedrich Wilhelm creció con la conciencia mesiánica de


ser un hijo del rey y un hijo de Dios. El día de su nacimiento tañeron las
campanas y los niños no tuvieron escuela. Cuando se hizo adulto, la gen­
te bebió a su salud y a la salud del rey. En ninguna de sus anotaciones bio­
gráficas olvida la coincidencia de esas fechas; en la última se dice que ha
recibido el nombre real «como justo». En cambio, lo que ocultó en lo
profundo de su ser disparó violentamente su locura. El 13 de noviembre
de 1888, mes y medio antes de la crisis definitiva, comunicó a su amigo
Peter Gast que había terminado el E cce hom o : «Mi “Ecce homo, cómo se
llega a ser lo que se es”, surgió entre el 15 de octubre, mi benigno cum­
pleaños y señor, y el 4 de noviembre con antigua soberanía y buen humor,
[2 4 ] FRIED RICH N IET Z SC H E

de modo que me parece demasiado logrado para proporcionar además


regocijo».
Si ordenáramos el confuso texto, debería decir: «El día de mi cum­
pleaños y de mi benigno señor [Federico Guillermo IV]». Pero lo que
aparece unido en sus palabras también se ha hecho uno en su pensamien­
to: el autor del E cce hom o se ha convertido en aquello a lo que estaba des­
tinado, rey por la gracia de Dios. Con la «antigua soberanía» se sube otro
peldaño: el de los reyes-dioses helenos, de los divinizados Césares roma­
nos. «Demasiado lograda» es esa real descendencia como para hacer bro­
mas con ella. Seis semanas más tarde escribe de nuevo a Gast: «Ya no co­
nozco mi dirección: supongamos que próximamente pudiera ser el
Palazzo del Quirinale». El Quirinal era la residencia del rey de Italia. En
la demencial carta a Jacob Burckhardt, el más extenso y, a pesar de toda
su confusión, más metódico de sus mensajes después de la crisis definiti­
va, aparecen en lo alto, de manera asombrosa, las identificaciones con la
dinastía de Saboya: ha nacido como Víctor Manuel en el Palacio Carigna-
no, ha asistido como Cario Alberto al entierro de su hijo, el conde Robi-
lant, y al día siguiente va a recibir al hijo Umberto con la encantadora
Margarita.
Cuando Overbeck fue a Turín en busca de Nietzsche, ya demente, y
lo llevó a Basilea, comunicó a Peter Gast que la absoluta docilidad del fi­
lósofo, tan pronto como se aceptaban sus ideas sobre recepciones reales,
desfiles y músicas triunfales, convirtió el traslado del enfermo en un jue­
go de niños. Y cuando Langbehn, el «Rembrandt alemán», visitó al pa­
ciente en el manicomio de Jena y le acompañó en sus paseos, descubrió
esta fórmula: «E s un niño y un rey; se le tiene que tratar como hijo de rey
que es. Ese es el único método correcto».

La primera figura histórica que atrae la atención de Friedrich Wil-


helm a sus once años es un príncipe heredero, el pequeño Luis Napoleón.
Emprende un viaje con su madre y en la primera carta a su hermana Eli-
sabeth escribe: «En el restaurante de la estación leí el periódico de Voss,
en el que se decían muchas cosas sobre el futuro emperador. Parece ser
que el niño tiene tres nodrizas y tres gobernantas; a una de las nodrizas se
le cayó al suelo. Ella se desmayó en el mismo momento, pero el niño sol­
tó un fu e rte grito, como corresponde a un bebé de un año».
El primer pequeño drama que escribe el muchacho se titula L a in s­
tan cia real. A los catorce años hace una excursión escolar hasta Schón-
burg, sube solo a la torre y compone estos versos: «Y lo más hermoso de
todo/ dejarme completamente solo./ Ojalá que beban allí, en las salas,/
hasta que caigan al suelo./ Yo me ejercito en mis funciones de monarca».
Los sueños cambian. Como niño puede ser el rey Ardilla o Júpiter;
O R ÍG E N E S [2 5 ]

como alumno de segundo curso sueña, junto a Elisabeth, que procede de


una familia ducal de Polonia, pero después se contenta con ser «el más
alto pensionado» de Suiza. En 1886 planea un viaje a Corte, en Córcega,
y escribe a Peter Gast: «Corte es la ciudad de la concepción de Napoleón,
como imaginaba. ¿No parece la peregrinación a aquel lugar una decoro­
sa preparación para la Voluntad de poder, intento de una transmutación de
todos los valores}». Así, él se ve como sucesor y continuador de Napoleón.

Haber nacido el día en el que cumple años el rey es un honor. Prime­


ramente él lo vivió un año tras otro. Pero después el rey Federico Gui­
llermo IV enfermó y tuvo que renunciar al trono, sucediéndole el prínci­
pe Guillermo como regente. En las notas biográficas de 1861, el joven
Nietzsche anota acerca de la muerte de su padre: «Fue una encefalitis,
asombrosamente igual, en sus síntomas, que la enfermedad del muy bie­
naventurado rey». No cabe duda de que le gustaba destacar el aspecto
simbólico de esas relaciones. En el Ecce homo sólo presenta como parien­
te suyo al padre, al que perdió cuando tenía cuatro años. De él procede
en línea directa su distinción: «Considero un privilegio haber tenido un
padre así; me parece incluso que con ello queda explicado todo lo que,
por lo demás, tengo como privilegios...». La obsesión por el padre, como
la obsesión por el rey, es expresión de una acusadísima sensibilidad, señal
de una decadencia sublimada; él morirá a los treinta y seis años a conse­
cuencia de una dolencia cerebral como su padre. Como lo prevé así,
cuando sobreviva a la fatídica fecha proclamará la gran curación como un
nuevo nacimiento.
A decir verdad, en un borrador no recogido en la edición del Ecce
homo, descubierto por Mazzino Montinari en 1969, él niega todo paren­
tesco con los miembros inmediatos de su familia («Los padres son las per­
sonas con las que uno está menos emparentado...»). Allí se dice abierta­
mente: «Los grandes individuos son los más viejos: no lo entiendo, pero
Julio César podría ser mi padre, o Alejandro, ese Dionisos en persona...».
El parentesco con la madre no le interesa tanto. Pero el 21 de diciem­
bre de 1888 escribe precisamente a la madre en su última carta: «Como
puedes ver, es una auténtica proeza: sin nombre, sin categoría, sin rique­
za, aquí soy tratado como un pequeño príncipe por todos, hasta mi ten­
dera...». En las cartas dirigidas a ella se identifica como «Tu pequeño
príncipe» o firma como «Príncipe Ardilla».
Cuando es enterrado en la tumba de la familia en Rócken, Peter Gast
pronuncia la oración fúnebre. En ella habla de su amigo como de un mo­
narca muerto en el exilio: «L o que dijo la mirada de tu ojo, lo que dijo tu
afectuosa boca, estaba lleno de respeto y bondad, oculto refugio de tu
majestad».
C apítulo 1

La revolución negra-roja-dorada

El hombre de baja condición, como el respetado, empuñó la espa­


da, uno tras otro, contra el rey.
Nietzsche a los trece años en De m i vida,
con motivo de la revolución de 1848.

Querido amigo, quiero tener de nuevo todos los ejemplares del


cuarto Zaratustra... Cuando, después de algunas décadas de crisis
mundiales — ¡guerras!— , lo publique, será el momento adecuado.
Nietzsche a Peter G ast, 9.12.1888.

sí que ocupó el trono, el rey Federico Guillermo IV llamó a Frie-

A drich Wilhelm Schelling, a la sazón de sesenta y seis años de edad,


para que ocupara la cátedra de Hegel en la Universidad de Berlín.
El viejo filósofo, partidario de una cristianismo místico, debía iniciar el
«cambio de tendencia». Pero entonces el mundo prestaba oídos a otras
ideas. El joven Friedrich Engels asistió a la lección inaugural en un aula
abarrotada. El año 1842 en la ciudad de Colonia, donde el rey celebró
con el arzobispo la construcción de la catedral, un joven escritor llamado
Karl Marx fue nombrado redactor jefe del R h ein isch e Z eitun g.
En junio de 1844, año del nacimiento de Nietzsche, los tejedores del
municipio de Langenbielau, en Silesia, se sublevaron y saquearon las ca­
sas de los fabricantes. Era un hecho inusitado en los pacíficos y opresivos
tiempos anteriores a la revolución del 48. Flabía empezado la industriali­
zación y en Alemania surgía un proletariado como había ocurrido, mucho
[2 8 ] FRIED RICH N IET Z SC H E

antes, en el Reino Unido y Francia. El municipio de Langenbielau había


alcanzado una población de doce mil almas, en su mayoría familias de te­
jedores; era casi tan grande como la antigua ciudad de Naumburg, adon­
de en 1850 se mudó la viuda del párroco Nietzsche con sus dos hijos, lo
que supuso una considerable aportación a su población, que de 1846 a
1853 sólo aumentó en ocho almas.
El tejedor de Langenbielau ganaba al año, con la ayuda de la mujer y
el hijo, 60 táleros, de los que —si poseía una casita y tierras— tenía que
pagar casi un tercio en concepto de impuestos y contribuciones: contri­
bución territorial, impuesto sobre la renta, impuesto sobre la renta terri­
torial, impuesto de caza y tejeduría, contribuciones municipales, cuota es­
colar, intereses hipotecarios. Una habitación en las casas de vecindad de
los distritos berlineses de Hamburger Tor y Oranienburger Tor, en la que
vivía toda una familia, costaba al mes 2 táleros, mientras que los ingresos
netos de las familias oscilaban entre tres y seis táleros mensuales. El pau-
p eristn u s, la pobreza, era el gran tema de la época. Bettina von Arnim,
otrora niña predilecta de Goethe y ahora anciana dama de indomable
temperamento, trabajaba en un L ib ro de lo s pobres-, a través de los gran­
des rotativos hizo un llamamiento para que le enviaran materiales. El pro­
pio rey renovó la prusiana Orden del Cisne, que tenía ya cuatrocientos
años de existencia, con la caritativa intención de promover la beneficien -
cia y combatir la pobreza extendida por doquier.
Mientras que, como siempre, el campo, sufrido y honrado, conseguía
subsistir, las ciudades dejaban ver su miseria. O atraían a sus feudos a la
industria y con ella a la miseria, o seguían inmersas en el viejo sistema
agrario, en la «Edad Media», en cuyo caso tenían que cargar, no ya con el
proletariado, pero sí con los obreros en paro. Naumburg era una ciudad
pobre, sin industria; la primera máquina de vapor fue instalada el año
1843 en el taller del maestro tornero Knoblauch; cuarenta años más tarde
eran sólo quince. La anexión a Prusia había separado a Naumburg de las
tierras del interior de Sajonia. En compensación pasó a ser sede del Tri­
bunal Supremo de la nueva provincia, el «Oberlandesgericht». Pero fren­
te a los 282 funcionarios que el tribunal y la administración aportaron, ha­
bía cientos de obreros sin trabajo, llamados «pobres». En 1844 la caja de
caridad municipal tuvo que dedicarles 5.000 táleros y en 1847 ya el doble,
dentro de un presupuesto general de 30.000-35.000^táleros. A los vecinos,
que tenían sus huertos y sus campos en las afueras, se sumaban más de mil
ovejas que eran llevadas a pastar diariamente. La ciudad conservaba aún
sus puertas, que se cerraban de noche. En las calles colgaban un total de
35 faroles de aceite que daban una luz mortecina.
En estas penosas condiciones estalló en Alemania la revolución de
marzo, importada de Francia: algaradas, mítines, manifestaciones, dele­
gaciones. Los soberanos empezaron a temer por su suerte y autorizaron
O R ÍG E N E S [2 9 ]

apresuradamente la elaboración de constituciones. El clima era alegre, li­


bertario y progresista, pero entonces en Berlín se oyeron descargas de ar­
mas de fuego, cundió el nerviosismo y entre la multitud se produjeron
cientos de muertos en pocos minutos. El rey, bondadoso y obeso, estaba
consternado. ¿Qué había sido de su cristianismo, de su buena voluntad y
de su Orden del Cisne? Al final tuvo tres gestos de grandes consecuen­
cias: retiró el ejército de Berlín, se descubrió cuando los caídos en la re­
volución de marzo fueron transportados en carretas hasta el patio del pa­
lacio y se paseó a caballo, luciendo el fajín negro, rojo y dorado de los
sublevados, por la ciudad, ya desembarazada, seguido por miembros de
la guardia cívica y el pueblo que le aclamaba.
Si aquí narramos con tanto detalle la historia del marzo berlinés es
porque tuvo un considerable eco en la pequeña localidad de Rócken.
Cuando el párroco Karl Ludwig Nietzsche leyó la noticia de la humilla­
ción que se había impuesto a sí mismo el rey, que, en un acto de muda pe­
nitencia, había recorrido a caballo la ciudad, rompió a llorar, salió co­
rriendo de su casa y no volvió hasta después de varias horas. No se fijó ni
en los muertos, ni en los heridos, ni en los familiares de los caídos, sino
sólo en su bienhechor, él era el mártir. Para el párroco todo un mundo se
venía abajo. Después, en septiembre, una gran desgracia se abatió sobre
él y su familia: se extendió aquella enfermedad que en la lengua común de
la época se llamaba «reblandecimiento de los sesos». Un año después mo­
ría el párroco Karl Ludwig Nietzsche, padre de Friedrich Nietzsche.
De él sólo existe un retrato, mal pintado, en el que llaman la atención
los ojos grandes y fijos. Por lo demás, apenas si hay datos sobre su perso­
na en este siglo dado a la escritura y conservador. ¿Cómo era realmente el
padre de Nietzsche? Un sobrino dedicó una biografía a la madre, pero en
ella no menciona al padre. Las dos escenas transmitidas como fotografías
de gran formato le muestran extrañamente exaltado: rebosante de alegría
y profiriendo alabanzas en el bautismo de su primer hijo, como el Zacarías
bíblico; lamentándose como Jeremías, desgarrado por el dolor ante la
desgracia del rey, su señor. Su hermana Rosalie, tía de Nietzsche, aparece
como enferma de los nervios y excitada. «Enfermo ya al nacer su primer
hijo», dice, con referencia al padre, una anotación del registro de enfer­
mos de Schulpforta, recabada a raíz de los dolores de cabeza de Nietzs­
che adolescente.
En el relato ingenuamente conmovedor que Fránzchen, madre de
Nietzsche, dedica a sus días de novia le podemos admirar como hombre
elegante, cariñoso y optimista, dotado para la música y muy culto. Que un
señor tan distinguido, antiguo preceptor de princesas, la eligiera precisa­
mente a ella, la más joven puesto que entonces sólo tenía diecisiete años,
la abrumaba todavía al recordarlo. El relato termina con el regreso, tras el
viaje de novios. Ni una palabra sobre la luna de miel y sobre la vida en co­
[3 0 ] FR IED R IC H N IET Z SC H E

mún. Sólo una frase como si quisiera terminar pronto: «Entonces, en pri­
mavera y verano había mucho que hacer en el huerto, y un año y cinco
días después de la boda —el 15 de octubre de 1844— apareció nuestro
querido hijito». Punto. Como las enfermedades cerebrales no estaban
bien vistas, Elisabeth inventó la historia de la conmoción cerebral que el
padre habría sufrido al caer por una escalera. Pero ni su hermano ni su
madre asumieron la componenda. Para Friedrich Nietzsche la enferme­
dad mental de su padre, junto con su prematura muerte, fue un trauma
que le persiguió como una pesadilla. Para la madre, la tremenda desgra­
cia fue en todo momento un tema tabú.

Hoy sólo sabemos de la revolución de 1848 que fracasó. Para los coe­
táneos fue un largo proceso que, acompañado de temores y esperanzas, se
extendió desde marzo de 1848 hasta el otoño de 1849. Con sus concesio­
nes a causa de los caídos de marzo, su sincero pésame y su recorrido a ca­
ballo luciendo los colores negro, rojo y dorado, el rey la desactivó, con
gran enojo de Friedrich Engels, que habría preferido con mucho un dés­
pota intransigente. En junio de 1848 la multitud saqueó la Armería, pero
cuando, el 10 de noviembre, el general Wrangel ocupó Berlín, ni un solo
brazo se levantó contra él. ¿Percibió el enfermo párroco Nietzsche esta
victoria de sus buenos principios?
Si queremos comprender lo que tales hechos significaron para la gene­
ración joven de entonces tenemos que situamos en su escenario. Aquella
era su historia, como la Segunda Guerra Mundial fue la nuestra. Cierta­
mente, en el campo no se registró prácticamente ningún movimiento, nin­
gún levantamiento de los campesinos; la revolución tuvo lugar en la ciu­
dad y fue protagonizada por obreros e intelectuales. El joven Nietzsche ya
sólo se acuerda de los carruajes llenos de gente que prorrumpía en gritos
de júbilo. Pero en Naumburg la situación era tan agitada como en Berlín.
El 24 de marzo de 1848 se celebró un funeral por los caídos de Berlín. To­
dos tomaron parte en el acto: el alcalde, los clérigos, los concejales, el sub-
gobemador y los representantes de la autoridad real, de Correos, de Ha­
cienda y de Justicia. Desfilaron las sociedades corales y las agrupaciones
musicales, los tenderos, la agrupación de oficios y los gremios de artesanos
con sus banderas, así como cincuenta alumnos de Schulpforta. La Edad
Media desfiló en honor de la revolución, pues en la plaza del Mercado se
cantó «Nuestro Dios es una fortaleza sólida», algo que no podía molestar
a nadie. Junto a la tribuna de oradores estaba el viejo adeta Jahn, padre de
la educación física en Alemania, con lágrimas en los ojos. La oración fúne­
bre fue pronunciada por Pinder, magistrado del Tribunal Supremo y pre­
sidente de la «Asociación por la libertad», a la que, a pesar de su nombre,
se habían adherido los conservadores más notables.
O R ÍG E N E S [3 1 ]

La siguiente edición de la gaceta del distrito de Naumburg estuvo


adornada con una orla negra, roja y dorada y la inscripción: «Hoy, por
primera vez, sin censura». Pero en el mismo número se lanzaban vivas no
sólo a la nueva Alemania sino también al rey: «¡Alemania es nuestro grito
de guerra y Federico Guillermo nuestro protector!». En las elecciones
para la Asamblea Nacional de Frankfurt los radicales consiguieron impo­
ner sus candidatos, dos asesores del tribunal, frente a los moderados. El
alcalde se apresuró a presentar sus disculpas al gobierno: el núcleo de la
población siempre se había mantenido al margen de la agitación de los re­
publicanos, pero éstos no habían sido muy escrupulosos en la elección de
los medios. Entonces aún no se empleaba la palabra «manipulación».
En cualquier caso, la ciudad estaba politizada; de repente aparecieron
ocho periódicos, además de la gaceta del distrito, y el primer obrero ma­
nual ingresaba en el consistorio de la ciudad. Como en Berlín, se formu­
laron reclamaciones, se produjeron algaradas y disturbios, el pueblo qui­
tó las banderas prusianas (blancas y negras) en la fiesta de los tiradores,
liberó con hachas a los cabecillas detenidos por la policía, rompió los cris­
tales de las ventanas y arrojó inmundicias a las casas del alcalde y los con­
cejales. La guardia municipal se disolvió y sus miembros se fueron a casa.
Al día siguiente llegó de Merseburg el consejero gubernamental Von
Hinckeldey, que pidió el envío, desde Erfurt, de dos compañías de infan­
tería y puso fin a lo que la historia municipal de Naumburg redactada en
1928 llama rebelión del populacho enloquecido y, en cambio, un informe
conmemorativo de la prefectura de la ciudad de Naumburg, en la antigua
República Democrática Alemana, define como movimiento de resistencia.
La guarnición de Naumburg no estaba preparada para combatir levanta­
mientos populares; en la ciudad sólo había una batería de artillería a caba­
llo (cuerpo en el que más tarde el estudioso Nietzsche sería instruido como
artillero). Para los amotinados de Naumburg no se requerían cañones.
Las fuerzas reaccionarias golpearon con fuerza: uno de los republica­
nos asesores del Tribunal —por fortuna en rebeldía— fue condenado a
morir en la rueda (en esta Prusia medieval aún se mantenían tales prácti­
cas), pena que le fue conmutada por la de cadena perpetua. El otro se ha­
bía arrepentido a tiempo. El redactor del D em okratisch er B eobach ter mu­
rió en la cárcel. El propietario del taller tipográfico Litfass, hermano del
inventor de la columna de anuncios, fue condenado a un año de prisión
militar, mientras que el pueblo, representado por 43 albañiles, ebanistas y
sastres, carpinteros y tejedores, recibió una media de tres años de cárcel.
El consejero gubernamental Von Hinckeldey, que había demostrado
cómo trataba a la plebe un funcionario prusiano, fue nombrado después
jefe de la policía de Berlín y, de acuerdo con su condición, murió en un
duelo. Pinder, miembro del Tribunal Supremo, pudo dedicarse de nuevo
a su actividad predilecta, la propagación de la misión interior.
[3 2 ] FRIED RICH N IET Z SC H E

Cuando los Nietzsche —la viuda, la suegra, las dos hermanas del ma­
rido, la doncella y los dos niños— se mudaron a Naumburg, ésta era, se­
gún Elisabeth, «una ciudad muy cristiana, conservadora y fiel al rey», que
la visitó el año 1854. Entonces renació la Edad Media en todo su viejo co­
lorido, los gremios de artesanos en traje de gala se apostaron, enarbolan­
do banderas, desde Jakobstor hasta Herrengasse, los niños lucieron lazos
blancos y negros. «Jubilosos agitábamos nuestras gorras y gritábamos
hasta donde nos permitían nuestras gargantas», escribe el muchacho
Nietzsche en su primera «biografía». El pueblo estaba de nuevo en movi­
miento, pero esta vez con voces de hosanna, la multitud gritaba, alboro­
taba y empujaba los carruajes directamente hacia la catedral. Por la no­
che, iluminación y fuegos artificiales; al día siguiente por la mañana,
maniobras. Al niño de diez años le gustaron mucho las rápidas acciones,
los ataques y las retiradas.
¿Fue la revolución sólo una sombra? Alguien que participó en las lu­
chas de 1849, con barricadas callejeras, la describió de una manera com­
pletamente distinta; exactamente, como un gigantesco acontecimiento de
la naturleza: «Europa nos parecía un gigantesco volcán, de cuyo interior
salía un estruendo horrible, cada vez más más fuerte, y de cuyo cráter
emergían columnas de humo oscuras, tormentosas, que se elevaban hasta
el cielo y, tras sumergirlo todo en la noche, se depositaban sobre la tierra,
mientras ya algunos ríos de lava rompían la costra dura e invadían el valle
como emisarios del fuego que todo lo destruye». Así lo describió el com­
bativo director de la orquesta de la corte de Dresde Richard Wagner en
un artículo anónimo publicado en el periódico V olksblatter.
Wagner pertenecía a la generación del padre de Nietzsche, pues había
nacido en 1813 como el párroco de Rócken, y más tarde asumió una fun­
ción paternal con Nietzsche. Ambos, párroco y director de orquesta, veían
lo apocalíptico del acontecimiento, que, sin embargo, para los implicados
se desarrollaba de una manera relativamente moderada (Wagner también
fue condenado a muerte). Ambos veían la destrucción de un orden mun­
dial («Quiero destruir el actual orden de cosas...» dice Wagner en un es­
crito sobre la revolución), pero mientras a uno le producía horror, el otro
percibía el triunfo en él.
Mientras tanto, el niño Nietzsche jugaba con soldaditos de plomo.
Elisabeth ha escrito sobre ello. El personaje principal era el rey Ardilla,
pequeña figura animal de porcelana a la que Elisabeth colocó una corona
de perlas doradas. Fritz construyó un palacio y una galería de pintura con
cubos de madera para él. El rey Ardilla presenciaba el desfile de sus tro­
pas desde su castillo. Por suerte, el relato de Elisabeth se puede contras­
tar con un texto escrito por el muchacho cuando tenía diez u once años y
titulado U na n ueva pieza. L a in stan cia real.
Pero después la acción no es, ni mucho menos, tan pacífica. En el se-
ORÍGENES [3 3 ]

gundo acto (cada acto consta únicamente de unas cuantas frases) se oye
un estruendo. Los soldados recorren las calles, arden las casas y suenan
los tambores. Se produce una sublevación. El rey Ardilla es derribado, y
el pueblo, afortunadamente tan bueno como el de Berlín, elige como su­
cesor al príncipe heredero. El rey Ardilla vuelve como mendigo y es reci­
bido benévolamente por su sucesor. Este pasaje es un eco confuso de los
hechos revolucionarios, tal vez de la forzada marcha del hermano del rey,
el príncipe Guillermo, a Inglaterra. Los nombres de la pieza son produc­
to de la fantasía: el príncipe heredero se llama Blücher, el hermano del rey
Dick, la hermana es la duquesa de Cambrai. ¿Y Ardilla? ¿Es realmente
sólo una figurita de porcelana? Johann Albrecht Friedrich Eichhorn fue
para el párroco Nietzsche y su devota familia un hombre muy importan­
te y actual: como ministro de Instrucción Pública, fue designado por Fe­
derico Guillermo IV para llevar a la práctica sus ideales políticos de un
cristianismo primitivo y a este fin dio a la Iglesia una nueva constitución
sinodal. Tan odiado era Eichhorn por los progresistas,.que, según parece,
al preguntar a la anciana Bettina cómo se encontraba, ésta, tan aguerrida
como siempre, le contestó: «Cuando le veo a usted, siempre mal». El año
1848 puso fin asimismo a la carrera de Eichhorn como ministro.
El pequeño Nietzsche estaba en el bando de los dominadores. Redac­
tó un registro de penas: el que mata debe morir, pero se le puede conmu­
tar la pena por la de prisión; el que ambiciona el trono y el que destruye
una casa serán decapitados. El robo se castigará con cuatro años de cár­
cel. En el registro se dice asimismo con toda claridad: «Revolución, 10
años de cárcel». No debía haber revoluciones. Y como quería ser rey, te­
nía que ser riguroso con los rebeldes. Pero el niño que garabateaba estas
frases en sus fantásticos relatos no sólo había nacido en el cumpleaños del
rey, sino que además había crecido con una revolución sólo momentánea­
mente fracasada. En definitiva, ya no se podrá reprimir por más tiempo lo
que a partir de ahora se va a llamar siempre la «cuestión social», como
tampoco se podrán reprimir la aspiración a la unidad alemana, las exi­
gencias de libertad y la necesidad de un Estado democrático.
A decir verdad, él sí reprimía: la revolución del 48 apenas si hace
acto de presencia en él. La despreció, como despreció sus consecuen­
cias. A la Revolución francesa la definió como «bufonada espantosa y,
vista de cerca, innecesaria», y también como «patética y sangrienta
charlatanería», justamente lo que hacía falta para posibilitar la ascen­
sión de Napoleón.
Nietzsche veía con mirada apocalíptica que era inevitable una nueva
revolución, pero como contrarrevolucionario. En Richard, W agner en B ay­
reuth, con la esperanza puesta en un nuevo período cultural, escribió:
«¿Cómo detenemos la marea de la revolución, que por doquier parece
inevitable, de modo que, con lo mucho que está condenada al hundí-
[3 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

miento y lo merece, no sean arrastradas también la feliz anticipación y ga­


rantía de un futuro mejor, de una humanidad más libre?».
Luego se hizo más radical, incluso transmutador de valores y subversi­
vo, y, refiriéndose a su misión, habló de «la más radical revolución de que
tiene conocimiento la humanidad» (en la carta a Deussen del 14 de sep­
tiembre de 1888). En varias cartas anteriores al período de demencia apa­
rece la idea de que va a partir de un disparo la historia de la humanidad en
dos mitades. En ese símil se puede ver, si se quiere, un recuerdo de su vida
vida militar como artillero. Pero ahí concurrre también otro recuerdo: la
imagen histórica del vencedor de la revolución «inevitable», el teniente de
artillería Bonaparte. En cualquier caso, Nietzsche ha eludido cuidadosa­
mente la palabra «revolución» para definir su profundo cambio.
C apítulo 2

Elpequeñopastor

Aún recuerdo muy bien que una vez fui con mi querido padre de
Lützen a Rocken y, en medio del camino, las campanas anunciaron
con conmovedores sones la fiesta de Pascua. Ese sonido suena nue­
vamente en mí muy a menudo y la melancolía me lleva inmediata­
mente hasta la lejana, querida casa paterna.
Nietzsche a los trece años en De m i vida.

- r 'T o , hijo de un clérigo rural protestante», así empieza el currí-


J J y culum que Nietzsche presenta a los basilenses, que le quieren
W nombrar profesor. Es un hecho central de su biografía que él
en alguna ocasión parafrasea en términos poéticos («Yo estoy, como plan­
ta, cerca del campo de Dios; como ser humano he nacido en una casa pa­
rroquial»). Dondequiera que fija su mirada encuentra párrocos e hijos de
párroco. La madre es hija de un párroco y la mayoría de sus muchos her­
manos serán también párrocos.
El abuelo, que había escrito el librito sobre las obligaciones de los súb­
ditos llegó a ser superintendente. El bisabuelo fue ciertamente funciona­
rio, inspector general diplomado, de nobilísima cuna y doctísimo, de su
Alteza Serenísima el príncipe de Sajonia (en alemán corriente, inspector de
Hacienda), pero Johanna Herold, con la que contrajo matrimonio, era hija
y nieta de párrocos. También la famosa abuela Krause, por la que Nietzs­
che sintió un gran cariño porque vivió en el Weimar de Goethe, era hija de
un arcediano. El doctor Fórster, esposo de Elisabeth, fue ciertamente pro­
fesor de segunda enseñanza, pero el hijo de un superintendente amigo de
[3 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

la familia Níetzsche y pariente de los Fórster que pronunció la oración fú­


nebre ante la tumba de Elisabeth era superintendente en Lützen.
Quien, por su condición de mujer, no podía ser párroco se casaba con
uno, como hicieron algunas de las hijas de Oehler, o al menos era perso­
na devota, como la tía Rosalie, que trabajaba y recaudaba fondos para la
misión interior y vigilaba de lejos al joven Nietzsche, que estudiaba en
Bonn, haciéndole aviesas preguntas acerca de su asistencia a los oficios
religiosos. La madre no le escribía ninguna carta que no contuviera con­
sejos y exhortaciones a la piedad. Si de noche el devoto niño era escolta­
do por catorce ángeles, de día estaba rodeado por cinco virtuosas muje­
res —la abuela, la madre, dos tías y la doncella— , que podían llegar
fácilmente a catorce si se añadían las esposas de los tíos. Esta circunstan­
cia marcó su vida: primeramente hizo de él un «pequeño pastor» y des­
pués el gran rebelde y destructor que, a pesar de todo el revuelo, siempre
conservó algo de predicador.

Evidentemente, ni todas las parroquias ni todos los párrocos eran


iguales. La tierra de labranza adscrita a la parroquia, y que debía alimen­
tar al clérigo y su familia, podía dar fruto abundante o escaso, de la mis­
ma manera que el señor de la casa podía ser un intelectual estudioso, un
pequeño terrateniente o un campesino en sus horas libres. En Pobles,
donde se había criado la madre de Nietzsche, llamada Franziska («Fránz-
chen» en diminutivo cariñoso), las cosas iban bien, El párroco Oehler,
hijo de un tejedor de lienzos y, por lo tanto, de origen humilde, había he­
cho fortuna al casarse con la hija del comisario de Hacienda sajón Chris-
toph Friedrich Hahn, que era señor hereditario, señor feudal y jurisdic­
cional en Wáhlitz y había invertido en un latifundio el patrimonio
agenciado de ésta o aquella manera. En torno a la mesa se sentaban once
niños, además de estudiantes y viudas de párrocos sumidas en la pobreza,
en su mayoría de visita. Por la mañana se servía sopa de harina; si alguien
cumplía años recibía como extra la capa de nata de la leche, rica en grasa.
El padre tomaba el café a solas en su estudio. A mediodía se servía una co­
mida sólida: carne o pescado del Saale, mermelada de ciruelas cocidas.
Por la noche, sopa o pan con mantequilla, ensalada y huevos.
Aún hoy leer detalles de las comidas despierta el apetito. La vida sen­
cilla, descrita entonces en muchos idilios, se ha refugiado actualmente en
los pastizales de las tierras altas. Entonces, a pesar de unas condiciones de
vida en general modestas, la gente se sentía contenta y feliz: los niños al­
borotaban en el corral y los establos, chicos y chicas jugaban a los aros y
a las cuatro esquinas, el perro cazador del párroco saltaba ladrando entre
vestidos y botas altas crujientes. Además se cultivaba la música, se leía en
voz alta y el pastor enseñaba poemas a los niños.
ORÍGENES [37]

Röcken era mucho más tranquilo. Nietzsche, que entonces tenía trece
años, recuerda en su autobiografía el sitio de su habitación donde acos­
tumbraba a sentarse para estudiar, el huerto de árboles frutales y el prado
que había detrás de la casa, así como un jardín con arcadas y asientos,
donde pasaba sus mejores ratos. «Detrás de la valla verde había cuatro es­
tanques rodeados de sauces. Mi mayor placer consistía en caminar entre
sus aguas, ver cómo los rayos del sol se reflejaban en la superficie y los ale­
gres pececillos jugaban.» El poeta Gottfried Benn, hijo de un párroco, ha
descrito así su juventud en la Marca: «Allí crecí con los muchachos de la
aldea, hablaba bajo alemán, andaba descalzo hasta noviembre, estudié en
la escuela del pueblo, recibí la confirmación con los hijos de los obreros,
fui a los campos, a los prados a buscar heno, en la carreta de la cosecha,
cogí cerezas y nueces de los árboles». Nada de eso va a conocer el peque­
ño y tranquilo Friedrich Wilhelm, que, a decir verdad, vive en Röcken sus
primeros cuatro años y después únicamente pasa las vacaciones en el
campo. En su caso no hay ninguna escapada al mundo, sólo huida y refu­
gio junto al padre, que está sentado a su mesa escritorio o toca el piano,
medita y fantasea; a veces el niño se oculta en las arcadas del jardín, si es
que no sueña mientras camina entre los estanques. La casa está dominada
por las mujeres, defensoras de ese orden que prohíbe a los niños ensuciar
sus ropas. Allí no aparece ningún aldeano, pues al niño nacido en el cum­
pleaños del rey le está reservado un destino más alto.
Cuando el joven pastor Nietzsche fue a Pobles a pedir la mano de
Fränzchen, «sus ropas negras, finísimas y brillantes, de una delicadeza
sólo conocida en la corte», despertaron la más alta admiración. Y si su
técnica improvisando al piano era superior a la piadosa y amable música
de la familia Oehler, su persona tenía algo que emanaba de lo profundo
del alma. Karl Ludwig Nietzsche, que había impartido clases a tres prin­
cesas y había aprendido buenas maneras en la corte, conquistó el corazón
de Fränzchen cuando la comparó con una de ellas. En Pobles, donde fluían
la leche y la miel, la gente era pobre en ropas; el vestido de muselina rosa,
el único «bueno», se tenía que lavar y planchar después de haberlo lleva­
do dos días seguidos. Karl Ludwig Nietzsche regaló a Fränzchen un ves­
tido de color Orleans con dibujos grises, y por la noche Fränzchen lo co­
locó entre cojines, junto a la cama, «para poderlo admirar de nuevo al
amanecer, pues me parecía una preciosidad sin igual».
Fränzchen ha descrito en un lenguaje ameno y vivo su feliz noviazgo;
después, sus cartas al hijo, ya crecido, dan una visión precisa del hogar de
la familia en Naumburg. Pero la descripción se corta súbitamente cuando
el padre pasa a ocupar la parroquia de Röcken. Aquí, la jovial muchacha
de provincia fue sometida a tutela y no tuvo más remedio que adaptarse.
La fierecilla se convirtió en la severa esposa del pastor. A los veintidós
años era la viuda de Karl Ludwig Nietzsche, pero la otra viuda Nietzsche,
[38] FRIEDRICH NIETZSCHE

su madre política, la anciana y distinguida dama que había sido en su pri­


mer matrimonio esposa de un abogado de la corte, aún tenía cosas que
decir en el Weimar de Goethe. Ella ocupó las claras habitaciones delan­
teras de la casa de Naumburg, por lo que Fránzchen y sus hijos Friedrich
Wilhelm y Elisabeth tuvieron que conformarse con las habitaciones tra­
seras, en las que nunca daba el sol.
Como su marido había muerto joven, Fránzchen sólo cobraba 46 tá­
leros anuales por viudedad. Afortunadamente, las princesas de Alten-
burg, una de las cuales se había casado con un gran duque ruso, perma­
necieron al lado de la viuda de su tutor y la ayudaron con un donativo
anual, que incrementaron cuando el joven Friedrich fue a la universidad.
Además tenía una pequeña herencia que había recibido de un tío de la
parentela de los Nietzsche que, excepcionalmente, no había sido clérigo
y había hecho fortuna en Inglaterra; Fránzchen la supervisaba y adminis­
traba con sumo cuidado. Una de las leyes más severas de los hogares de
Naumburg, como de los de Rócken, era el ahorro; se miraba hasta el últi­
mo pfennig, cosa que sin duda guardaba relación con la vida honrada, a
la que la familia Nietzsche concedía un gran valor y que también le fue in­
culcada al jovencito. El cálculo exacto y el miedo a gastar demasiado le
acompañaron mientras conservó la razón. En la carta en la que, ya de­
mente, comunica que quiere poner bajo su autoridad al joven emperador,
aparece la conmovedora y angustiosa frase: «Quiero alcanzar el máximo
grado de prestigio, no quiero abandonar ni mis costumbres ni mi habita­
ción de 25 francos».

El muchacho no recuerda el hogar de Rócken, dominado por muje­


res, sino sólo la imagen del padre, que se va idealizando progresivamente
a la par que se difumina. El piadoso clérigo rural permanece totalmente a
salvo del levantamiento contra el cristianismo que será la auténtica misión
de Nietzsche a partir de sus dieciocho años. Ya entonces, su padre es para
él un «ángel etéreo». Una de las cualidades que ha heredado de él es la
afabilidad, la renuncia a la venganza por nobleza. Así en el autorretrato
tardío del E cce hom o leemos que, en caso de ofensa, se prohíbe a sí mis­
mo «toda represalia, toda medida de defensa». Otra cualidad heredada es
la afición a la música. En una postal a Peter Gast de la época de Zaratus-
tra figura esta observación: «Llueve a raudales, me llega música de lejos.
Que me guste esa música y la manera como me gusta es algo que no pue­
do explicar en base a mis experiencias: más bien en base a las de mi pa­
dre. ¿Y por qué no debería..?».
La frase queda cortada, pero se puede completar con aquella otra del
E cce hom o en la que dice: ¿por qué no debería yo seguir viviendo en él y
él en mí después de su prematura muerte? Esto es mística, teoría de la
ORÍGENES [3 9 ]

transmigración de las almas. Y no menos místico era él en sus últimos


años, cuando concibió la doctrina del eterno retomo. Así podía saltarse el
orden generacional para convertirse en descendiente de Napoleón, de
César o de Alejandro. Pero el mismo proceso permitía también lo contra­
rio, la misteriosa identificación con el padre, ya sea en el angustioso mie­
do a una muerte prematura y a la locura, ya sea en el presentimiento, no
confesado ni siquiera a su amigo Gast, de que, tras haber sobrevivido al
fatídico trigésimo tercer año de su vida, se iba a fundir con su padre has­
ta formar una sola figura con él. La música era el sacramento de la unión;
música llegada de lejos, no hecha por el hombre sino eco de tensiones
cósmicas.
Aparte de todo ello, lo que le unía con su padre era la enfermedad,
por así decir una prueba de orden superior. Uno de los pocos detalles que
conocemos de la vida en Rócken es que Karl Ludwig Nietzsche recibe un
medicamento homeopático, que se medica por su cuenta. A decir verdad,
Fránzchen no quiere saber nada de ello, pues tiene plena fe en las curas
caseras con agua fría. En Pobles, su padre ha convertido una colmena en
una casa de baños con una bomba que extrae el agua clara de una gran
profundidad. Pero la tía Rosalie tiene «nervios», palabra que Fránzchen
oye por primera vez en casa del párroco Nietzsche. Desgraciadamente, la
dolencia nerviosa que sufre su marido no se cura ni con medicamentos
homeopáticos ni con agua fría.

Entonces le tocó el tumo a Naumburg, y Rócken desapareció a los


ojos del niño tan inexorablemente como la imagen ideal de su padre.
Naumburg era la antítesis de aquel idílico mundo de estanques y jardines:
sombrío, angosto, provinciano, sin jardines en los que poderse esconder.
Más tarde soñará una y otra vez con los jardines de su infancia, se sentirá
feliz en el idílico Tribschen de Wagner, confiará en tener una finca rural y
a postre querrá vivir en Naumburg como jardinero. Y al sueño de los jar­
dines se unirá la nostalgia del padre, encarnada de nuevo en un músico y
de nuevo en una figura ideal: Richard Wagner.
En la familia se daba por seguro que el pequeño Fritz (diminutivo de
Friedrich) sería clérigo como el padre. Su madre, que no se limitaba a
acompañarle hasta la cama sino que cada noche le llevaba en brazos y le
metía en ella, decía jadeando: «Si continúas así, te voy a tener que llevar
en brazos a la cama hasta que estudies teología»; Fritz, por su parte, era
un niño precoz y obediente, conocía de memoria pasajes de la Biblia y
canciones religiosas, por lo que sus compañeros de la escuela municipal le
llamaban el pequeño pastor. No tenía amistad con los demás niños, y és­
tos en la escuela se reían de él, pero luego, en casa, contaban maravillas
del pequeño sabio.
[4 0 ] Fr ie d r ic h Nie t z sc h e

El pequeño Nietzsche, cuyas extrañas facciones hacían pensar en un


búho, tenía un comportamiento excelente. Una anécdota perteneciente al
repertorio de Elisabeth nos dice que, en cierta ocasión, empezó a llover y,
mientras todos corrían de la escuela a sus casas, él siguió caminando con
paso tranquilo con la pizarra encima de su gorro y un pañuelo encima de
la pizarra. Cuando llegó a casa estaba completamente empapado. ¿Que
por qué no había salido corriendo como los otros? Bueno, pues porque el
reglamento de la escuela dice que, al salir de clase, los niños deben diri­
girse a sus casas tranquila y educadamente. La anécdota parece fidedigna;
no era un comportamiento normal, sino un alarde de obediencia, a des­
pecho del «allá ellos».
El pequeño pastor no se cansa de recitar máximas piadosas, deseos
virtuosos y oraciones edificantes. Palabras como design io, sab ia decisión
de D ios, m ano bienhechora de D ios, p ad re c e le stial salen con asombrosa
naturalidad de sus labios. En la amplia y piadosa producción que se con­
serva de sus tiempos de escolar no aparece ni un solo reproche respecto a
la forma de enseñar ni un impulso espontáneo o una expresión original de
su sentimiento religioso. Esto no se debe interpretar como mimetismo
sino como una actitud y una segunda naturaleza en el comportamiento.
Como hijo de la viuda de un párroco tenía que ser así. Fritz pasó pronto
de la escuela municipal a un centro privado, dirigido por un «maestro ac­
tivo y buen cristiano» llamado Weber, que después sería párroco de
Naumburg. Allí se enseñaba más religión que lectura y escritura; en sus
años de bachiller aún seguía sin dominar la ortografía y la gramática.
Las impresiones más fuertes eran las que le proporcionaba la música
religiosa. Cuando, el día de la Ascensión, Fritz escucha en la iglesia de la
ciudad el Aleluya del M esías de Händel, cree estar oyendo el coro triun­
fante de los ángeles que acompaña con estruendo a Jesucristo en su as­
censión a los cielos. Inmediatamente se sienta al piano, ensaya algunos
acordes, empieza a componer, «si es que se puede llamar así a los esfuer­
zos del excitado niño por plasmar en el papel conjuntos y secuencias de
notas y entonar textos bíblicos con un fantástico acompañamiento del
pianoforte». Esta escéptica caracterización, perteneciente a la semblanza
biográfica escrita por el bachiller, demuestra que con la música se movili­
za algo más que un vago sentimiento religioso. En las brumosas tardes de
otoño, el muchacho entraba furtivamente en la catedral para presenciar
los ensayos del R équ iem del día de los difuntos, se sobrecogía al oír el
D ie s irae y se deleitaba profundamente con el B en ed ictu s. No fue sólo un
infantil impulso imitativo lo que le llevó a los catorce años, en Schulpfor-
ta, a escribir con toda seriedad motetes, melodías corales y fugas e inclu­
so a intentar una M issa para solo, coro y orquesta. A los dieciséis esbozó
un M iserere para cinco voces y, por último, empezó un oratorio de Navi­
dad en el que trabajó por espacio de dos años.
ORÍGENES [4 1 ]

La caracterización biográfica que escribió en sus primeras vacaciones


de Schulpforta termina con esta solemne promesa: «H e tomado la firme
decisión de dedicarme a su servicio para siempre». A decir verdad, el tex­
to estaba escrito para presentarlo, pero no hay motivo alguno para dudar
de la sinceridad de sus intenciones. En Schulpforta su primer tutor fue el
profesor Buddensieg, «uno de los pocos, de los poquísimos cristianos con
auténtica fe de niño» en palabras de Guido Meyer, compañero de clase de
Nietzsche. Nietzsche anotó los consejos de Buddensieg contra la nostal­
gia, numerados de 1 a 5: si no te basta con los consejos de 1 a 4, «reza a
Dios nuestro Señor».
Parecía que en esta existencia cuidadosamente controlada no había,
por así decir, ninguna fisura en la que hubiera podido prender la mala
hierba de la triste indiferencia o incluso de la perversa incredulidad. Las
vacaciones las pasaba en casa de algún tío suyo párroco como su padre,
con lo que no hacía otra cosa que cambiar una casa parroquial por otra.
El estudiante de dieciséis años se sentía especialmente a gusto en casa del
tío Edmund, en Gorenzen. Este tenía una especie de armonio, acerca del
cual el muchacho dijo lleno de admiración: «Un poderoso caudal de no­
tas fluía, tan grave, tan elevado, totalmente emanado del sentimiento más
íntimo, en los más puros tipos eclesiales». El tío Edmund era un gran pre­
dicador, y al joven estudiante le impresionó mucho que, después de un
sermón suyo sobre la paz y la reconciliación, dos funcionarios enemista­
dos entre sí, «hombres instruidos», comparecieran y se dieran mutua­
mente la mano.
A los diecisiete años, el hijo del párroco recibió la confirmación. Su
compañero de clase Deussen, hijo de párroco como él, dice que los dos
mantenían una actitud piadosa, alejada del mundo. Estaban dispuestos a
morir inmediatamente para ir a reunirse con Jesús. Cuando su amigo Wil-
helm Pinder recibió la confirmación, Nietzsche le escribió: «...con la seria
promesa entras en la fila de los cristianos adultos que son tenidos por me­
recedores del más preciado legado de nuestro Salvador para, mediante su
disfrute, alcanzar la vida y la felicidad de su alma». Ni siquiera al párroco
le habrían salido de la pluma palabras más piadosas.
Otro muchacho de dieciséis años que recibió la confirmación tuvo
luego la sensación, según propia declaración, de que ya no podría vivir en
el mundo, pues necesitaba de la unión con Dios. «Arrojé al momento le­
jos de mí lo que más quería: mis mayores alegrías, mi compañía predilec­
ta no significaban nada para mí... lo sentía con toda seriedad». Aquí ha­
bía también una estrechísima unión espiritual con un amigo que después
fue clérigo. El que se manifestaba con palabras tan encendidas y compo­
nía versos tan piadosos como el joven Nietzsche realizó, dos años des­
pués, un destructor ataque contra el «pietismo que debilita la médula del
pueblo», contra la roca del oscurantismo, que no puede soportar por más
[4 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

tiempo el estruendo del tiempo. «L a arena es barrida, la roca se precipita


y ocasiona una gran caída.» Quien esto escribía era el hijo de un fabri­
cante de Barmen y se llamaba Friedrich Engels.
En el examen de bachillerato Nietzsche tuvo un «excelente» en reli­
gión. En el comentario se hace constar que el estudiante ha mostrado,
junto con una buena comprensión del Nuevo Testamento, un vivo interés
por la doctrina de la salvación cristiana y la ha asimilado con facilidad y
solidez; además es capaz de expresarse con claridad sobre el tema.
\

C apítulo 3

Casi unafantasía

Encuentro aún aquella llave con la que puedo bajar a la tierra. Sólo
todos los niños me evitan...
Del poema Fantasía II, escrito por Nietzsche
cuando tenía nueve o diez años.

L o sobresaliente, pero también peligroso, de los individuos poéticos


es su fantasía agotadora, que anticipa, saborea por anticipado, sufre
por anticipado, lo que será y pudiera ser y llega ya cansada al m o­
mento final de la consumación y realización.
Nietzsche, A urora, IV, 254.

C
onocemos bastantes cosas sobre el joven Nietzsche gracias a las
anotaciones de su diario íntimo y sus cartas, cuidadosamente guar­
dadas, a los recuerdos de su madre y su hermana, de compañeros
de estudios y maestros, gracias asimismo a documentos escolares y a fo­
tografías. Pero conocemos pocas cosas de lo que le ocurría interiormente:
qué sentía, cómo se iba desarrollando, a quién apreciaba o a quién odia­
ba. Dado que todos los testimonios que poseemos han sido arreglados o
adaptados, de una u otra manera, a cánones y convenciones, lo primero
que hay que hacer es extraer de ellos precisamente lo marginal, lo que ha
sido silenciado. Uno no sabe qué hacer, por ejemplo, con una declaración
sobre el padre como ésta: «En Rócken, con su cálida colaboración y sus
emocionados sermones se ganó el carazón de la comunidad, que tenía en
su vida personal y en la vida de su familia un modelo iluminador». Otro
[4 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

tanto ocurre con la confesión de Elisabeth de que, deseando incluir en su


libro D er ju n g e N ietzsch e [E l jo v e n N ietzsch e] algunos detalles menos elo­
giosos, preguntó a Gersdorff, amigo del filósofo, si le podía escribir unas
cuantas páginas sobre su lado sombrío y éste le contestó: «N o puedo re­
cordar nada, él era sólo luz; la sombra éramos nosotros, sus amigos, que
no le entendíamos».
Elisabeth no sólo escribía en el estilo más florido, sino que además
pensaba y sentía así. Cuando, después de la boda, la pareja se dirigió a su
hogar en Rócken, la hermana mayor del pastor Nietzsche, «una presencia
alta y noble», ya estaba apostada, con los brazos abiertos, en lo alto de la
escalera, junto a la puerta decorada con una corona de flores; al acercar­
se, gritó jubilosamente a la novia: «¡Bienvenida a la querida comunidad
de las hermanas!». Aquella era la misma escalera de la que Elisabeth se
sirvió luego para explicar la enfermedad del padre: conmoción cerebral
tras caer por una escalera.
La austeridad maternal era cultivada como valor supremo. Adalbert
Oehler, sobrino, al que tenemos que agradecer la biografía de Franziska
Nietzsche, lo explica así: «Su entrega era única y exclusivamente para los
dos seres más queridos, sus hijos, de cuyas almas se sentía por así decir
responsable, siempre atenta a no dejarse contagiar de su innata bondad
de corazón». Elisabeth corroboró: «Nunca fuimos ablandados por el ca­
riño materno..., en nuestra madre encontrábamos el más severo crítico de
nuestras obras y nuestras acciones. Acostumbraba a comentar: “Si no os
lo digo yo, ¿quién os lo va a decir? ”». A lo que parece, los dos fueron edu­
cados en cierto modo como soldados, obedecían a la primera palabra, in­
cluso a una mirada. Otro sobrino recuerda que los niños tenían un enor­
me respeto a la tía Franziska, pues los castigaba tan pronto como hacían
alguna travesura.
Elisabeth escribe en un estilo florido y ridículo. Ella y su hermano
eran muy obedientes, niños verdaderamente ejemplares. Una excepción:
las vacaciones en Pobles, donde ni siquiera había que tener cuidado con
la ropa y las manchas no eran motivo de preocupación, y donde a veces
incluso gritaban como salvajes, aunque, a decir verdad, esto no respondía
a su naturaleza, «pues nosotros, los Nietzsche, éramos educados en las
buenas formas y las apreciábamos». Al sintagma «nosotros, los Nietzs­
che», se le debería añadir: a diferencia de los rústicos y toscos Oehler.
Al hombrecito no se le puede ver gritando, sólo caminando tranquila­
mente, como en aquella anécdota del aguacero con la pizarra encima de
la gorra, para protegerla, y el pañuelo encima de la pizarra para que ésta
no se moje. Asimismo, el cuaderno con el currículum del estudiante
abunda no sólo en expresiones piadosas sino también en pruebas de buen
comportamiento. «Es curioso que, tan pronto como hemos avanzado un
poco y hemos alcanzado un nivel superior, queramos observar algo fijo en
ORÍGENES [4 5 ]

nuestra persona»; son párrafos escritos por un alumno de tercer curso,


aunque recuerden la prosa de Goethe en su vejez, concretamente las M á­
x im as y reflexion es. Siguiendo con su edificante reflexión, ese mismo
alumno se ve «acogido en el número de la clase superior»; «algunos pue­
den ver ahí el privilegio de llevar bastón y fumar cigarros puros, pero por
el momento no consigo imaginar que un muchacho pueda experimentar
placer con esas cosas; para mí son sólo gestos de vanidad». Los giros mo-
ralizadores, propios de un trabajo escolar, fluyen por sí solos: «Además
considero la natación no sólo agradable sino también, en situación de pe­
ligro, muy útil y para el cuerpo muy fortalecedora y refrescante. Nunca se
recomendará bastante a los jóvenes». Elisabeth, para eludir la sospecha
de una sumisión excesiva, acota: «A pesar de todo eso, no se nos puede
llamar niños amaestrados, sino todo lo contrario», pues desde la mañana
temprano hasta altas horas de la noche su «fantasía permanecía ocupa­
da», a decir verdad —aquí habría que eludir otra sospecha— siguiendo
derroteros «que madre y parientes no podían desaprobar».
Con la palabra «fantasía» Elisabeth da en el blanco. A decir verdad,
ella sólo podía vislumbrar qué derroteros seguía la imaginación de su her­
mano. Era su aliada, su compañera de juegos y pronto su admiradora,
pero Fritz sólo le confiaba a ella o al papel de sus anotaciones lo que, en
caso de necesidad, también habría podido confiar a su madre. El mucha­
cho modelo escondía en su interior lo que le preocupaba. A lo sumo, en
los juegos que practicaba, en los poemas que escribía y en la música que
componía se podía descubrir algo de esas tensiones íntimas.
Cuando tenía diez años estalló la guerra de Crimea. Tres años des­
pués, en su primera descripción biográfica, se recrea en sus recuerdos:
«Como teníamos soldados de plomo, así como cubos, no nos cansábamos
de escenificar el asedio y las batallas... Más a menudo hacíamos una pile­
ta de acuerdo con un plano del puerto de Sebastopol, construíamos exac­
tamente las fortificaciones y llenábamos de agua el puerto cavado en el
suelo. Con anterioridad habíamos hecho gran cantidad de proyectiles con
pez, azufre y salitre que, una vez puestos a punto, lanzábamos sobre los
barcos de papel. Pronto se alzaban brillantes llamas que multiplicaban
nuestra pasión, y, toda vez que nuestro juego a menudo se prolongaba
hasta última hora de la tarde, era verdaderamente hermoso ver cómo las
bolas de fuego surcaban la oscuridad. Normalmente, al final ardía toda la
flota, junto con las bombas, de modo que a menudo las llamas prendían
en nuestros pies».
Son los juegos de guerra que gustan a todos los niños, sólo que, como
Nietzsche los describe a p o sterio r i, han sido reelaborados por su fantasía.
¿De dónde sacaba él, y con permiso de quién, pez, azufre y salitre? Dadas
las condiciones burguesas de los hogares de Naumburg, ¿dónde podía
organizar fuegos artificiales? ¿Quién habría consentido que los juegos se
[4 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

prolongaran hasta la noche? El fuego mágico se lo imaginó después,


como el papel de general: «Escribíamos, cada uno para él, pequeños li­
bros a los que llamábamos “listas de guerra”... Todo lo que encontrába­
mos sobre ciencia bélica era totalmente saqueado, de modo que llegué a
tener bastante conocimiento de ella. Tanto enciclopedias como libros mi­
litares completamente nuevos enriquecieron nuestras colecciones y ya
queríamos escribir conjuntamente un gran diccionario militar y ya había­
mos hecho gigantescos planes...». También aquí se fantasea de lo lindo; se
conservan las descripciones, copiadas de manuales, que no pasan de ser el
modesto garabateo de un colegial,
«Gigantesco» seguía siendo una de sus palabras predilectas; «gigan­
tescos planes» era la respuesta de su fantasía a las limitaciones reales de
un muchacho que vivía, por así decir, preso y maniatado. En la N eu este
C hronik 1 853-1855 [C rón ica recien te 185 3 -1 8 5 5 ] podemos leer las pala­
bras con las que esa fantasía crea sus escenas: «Fortaleza. Blücher es nom­
brado rey. Dar nombre a los generales. Puerto. Enviados al campamento
3 barcos con soldados». Que él jugara a la guerra, que se interesara por
las sagas clásicas y nórdicas, y también por las hazañas de los caballeros y
emperadores, y se sintiera impulsado a imitarlas era algo que compartía
con los muchachos de su generación, ya que en todas partes se escribían
profusamente poemas y se hacía teatro. Lo que le caracteriza es la incli­
nación a lo que produce espanto, a jugar con el fuego. Aún recuerda con
temor el inquietante brillo de los ojos del «sobrenatural» Jorge, santo y
caballero, existente en la lúgubre sacristía de la iglesia de Rócken. Tam­
bién el cementerio con sus ataúdes, sus crespones negros, sus monumen­
tos y sus inscripciones, en torno a la iglesia, producían horror al mucha­
cho de trece años.
También recuerda un sueño que tuvo tras la muerte de su padre. En
él se dice que su padre había salido de la tumba con su mortaja, había co­
gido un niño pequeño de la iglesia y había vuelto a su tumba. Al día si­
guiente murió el hermanito pequeño. Versifica una obra fantasmal y es­
cribe para ella «una frenética» obertura. Pero aún tiene un plan más
atrevido: una novela corta con el título T od u n d Verderben [M u erte y con­
d en a], de la que desgraciadamente no nos ha llegado ni una sola palabra.
Tal vez sólo imaginó la historia, pero sin llegar a escribirla, cuando, dis­
pensado de asistir a clase por tener la vista cansada, realizaba sus paseos
matutinos. Entonces, su amigo Wilhelm estaba enfermo y su amigo Gus-
tav demasiado ocupado, «de modo que durante ese tiempo me sentí muy
solo». Es la situación que se repite insistentemente en su vida y que se
presenta como muestra y modelo: la soledad como tristeza y deleite, pa­
seos en las últimas horas de la mañana como fuente de todas las ideas,
imaginarse algo como especial capacidad del niño.
ORÍGENES [47]

Las cosas que más estimulan su fantasía son el fuego, las llamas y las
tormentas. Acerca de sus primeros poemas él mismo dice a los trece años:
«Tremendas aventuras marinas y tormentas con fuego fueron su materia
prima». Elisabeth, a quien en este punto tenemos que elogiar abierta­
mente, ha conservado también esos versos. Son conmovedoramente tor­
pes, los primeros pasos de un niño:

Pronto es un mar en llamas


Y el agua hierve tanto
Que para apagar el fuego
Se vierte en las murallas.

Pronto de la casa sólo quedan


Carbones y también cenizas
No lejos del lugar del incendio
está la guardia cívica.

Ni siquiera simbólicamente prescinde de las catástrofes naturales. A


la tía Auguste se le declara una pulmonía, y el muchacho escribe: «Pero
de repente las aguas se volvieron nuevamente negruzcas, una tormenta
rugió a través de la naturaleza, un aguacero hizo que se agitaran y se ale­
jaran con estruendo las oscuras aguas». Cuando tenía diecisiete años ex­
plicó a su hermana cómo se sentía ante una tormenta real. Durante un pa­
seo con la madre fue sorprendido por «un temporal considerable con
relámpagos, truenos y granizo», de modo que, cogidos del brazo, ilumi­
nados por deslumbrantes relámpagos, quedamos completamente moja­
dos». Su relato más bien hacía reír, «aunque toda la historia resultaba un
tanto peligrosa, cosa que, sin embargo, me ponía de buen humor».
La pequeña anécdota descubre ya al hombre que hay en el muchacho: la
tendencia al dramatismo, al cuadro patético («iluminados por deslumbran­
tes relámpagos»), así como el temor («un tanto peligrosa») y la reacción
(«buen humor»). Desafío, miedo a las consecuencias de ese desafío y al final
el «lo he intentado» ritman sus planes, sus vacilaciones y sus decisiones.
Su inspiración para improvisar al piano era especialmente rica cuan­
do había tormenta, como dice su amigo Deussen de los años de Schulp-
forta, y precisamente de esa época data un himno a la tormenta, una es­
pecie de texto revelador escrito patéticamente como bajo la influencia
inmediata de Dios: «¡Tempestad y lluvia! ¡Relámpagos y truenos! ¡Ade­
lante! Y una voz resuena: ¡Sé nuevo!». Elegido bajo rayos y truenos, a la
postre como rayo: ésa sería un día su vivencia como Zaratustra.
Por último, una línea recta va desde el muchacho que camina tran­
quilamente en medio de la lluvia hasta el joven de veintiún años que pa­
sea bajo la tormenta por el monte Leusch, después de haber leído a Scho-
[4 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

penhauer: «¡Q ué me importaba el hombre y su inquieto deseo! ¡Qué me


importaba el eterno “debes, no debes” ! Como en otro sitio el relámpago,
la tempestad, el granizo: ¡fuerzas libres sin ética! ¡Cuán felices, cuán po­
derosas son, puro deseo, sin perturbación por parte del intelecto!».

Los sueños de fuego del muchacho que crece son calmados e impul­
sados por las lecturas escolares. En la clase de lengua del célebre Kobers-
tein, que había escrito una historia de la literatura alemana, conoció
Nietzsche los cantos de Edda. Aquí se encontró frente a la hoguera del
mundo y exclamó: «E l crepúsculo de los dioses, donde el sol se vuelve ne­
gro, se hunde en el mar y torbellinos de fuego sacuden el árbol de mundo
que todo lo nutre y las llamas lamen el cielo, es la más grandiosa inven­
ción que ha imaginado el genio del hombre, no superada en la literatura
de todos los tiempos, infinitamente audaz y temible y, sin embargo, capaz
de disolverse en armonías embrujadoras».
El muchacho aún no sabía que un compositor rebelde llamado Wagner,
cuya fama acababa de llegar hasta Schulpforta, en la misma época trataba
de convertir un crepúsculo de los dioses similar en embriagadora música.
Cuando el muchacho hablaba de algo «capaz de disolverse en armo­
nías embrujadoras» lo entendía de manera absolutamente literal. No sólo
soñaba y escribía versos, sino que también componía. La música era, en­
tre sus aficiones y pasiones, la más fuerte, y tenemos que echar una mira­
da a los inicios de lo que con más fuerza le atenazó hasta la época de su
locura: improvisar al piano dejándose llevar de la fantasía, con el intento
de plasmar por escrito lo así descubierto y oído.
En la época romántica improvisar al piano figuraba, como juego ge­
nial, junto al severo ejercicio escolar de componer en el escritorio. Des­
de la sonata C laro de lu n a de Beethoven hasta las fa n ta s ía s de Schumann
se desplegaba la idea de componer, que en cierto modo encontraba su
inspiración a partir del momento mismo en que el pianista pulsaba las
teclas. La música era vista y descrita con el pianista al piano, la cabeza
vencida hada atrás escuchando en su interior, y los oyentes, por su par­
te, sumidos en el ensueño, el recuerdo y la tristeza. Así había embelesa­
do el párroco Nietzsche a la vivaz Fránzchen en Pobles y así improvisa­
ba su hijo ante la familia, que escuchaba orgullosa, y los asombrados
amigos.
Un viejo sochantre de Naumburg le daba clases de piano, pero no
aprendió lo que constituye el ABC de la composición: el contrapunto.
Más tarde realizó diversos intentos en ese sentido y copió algunas cosas
de su amigo Gustav, que practicaba concienzudamente la técnica musical,
pero sus originales y poderosas dotes quedaron presas durante toda su
vida, muy a pesar suyo, en el diletantismo.
ORÍGENES [49]

Escuchaba melodías, se sentaba al piano, ensayaba esto o aquello


—sonatas y motetes, sinfonías y oberturas, una misa, un oratorio, un ré­
quiem— , tomaba apuntes para interpretarlos a dos o a cuatro manos y lo
así obtenido se lo regalaba a su madre o a su hermana en Navidad o en sus
cumpleaños. Entonces, los gustos de Nietzsche seguían las oscilaciones
del tiempo y las etapas de su desarrollo. En 1858 escribió que sentía un
«odio irreductible» hacia toda la música moderna, que Mozart y Haydn,
Schubert y Mendelssohn, Beethoven y Bach eran los pilares de la música
alemana y la suya. A pesar de esta enérgica declaración, no tardó un año
en pasarse con banderas desplegadas a los que entonces eran abiertamen­
te modernos: Schumann y Liszt.
Lo que le entusiasmaba de esta música era su carácter poético-litera-
rio, su contenido emotivo y su potencial de ensoñación. Tenía mucha más
fantasía que la música, rígidamente construida, de sus precursores. Su ju­
venil inclinación a lo heroico, a lo grandioso, a la sangre, a la tempestad y
al crepúsculo reclamaba una expresión y encontró su mundo en la tierra
originaria de Liszt: Hungría.
La figura en la que se agrupaba todo lo que él necesitaba para que su
fantasía lo tradujera en melodías y versos, la encontró en August Kobers-
tein, profesor de lengua alemana. Mientras todo el mundo se volcaba so­
bre Sigfrido, Kriemhild y los Nibelungos (Wagner compuso su A n illo y
Hebbel estrenó su drama L o s N ib elu n go s el año 1861 en Weimar), Nietzs­
che, alumno de segundo curso, prefería el antiguo héroe godo Ermanari-
co: de 1860 a 1862 redactó —para clase— el esbozo histórico-literario Er-
m an arico. A éste se sumó, para el grupo de amigos, «Germania», de la
que pronto se hablará, el poema L a m uerte de E rm an arico y la pieza mu­
sical sobre este personaje titulada Serbia, fa n ta sía sin fó n ica I y II.
El antiguo héroe Ermanarico, del que habla Jordanes, historiador de
los godos, satisfacía todos los deseos que tenían que ver con el miedo, el
horror y el fin del héroe en la línea del crepúsculo de los dioses. Sucum­
bió a sus enemigos a la edad de ciento diez años. Antes había atado a la
doncella Swanahild, por infidelidad, a unos caballos salvajes y la había he­
cho descuartizar. Por último, al poeta y compositor Nietzsche le vino la
idea de que los godos de Ermanarico vivían en la actual Hungría y, por lo
tanto, que con un poco de fantasía se los podía convertir en húngaros. «A
decir verdad, los que yo describo no son ni godos ni alemanes», escribió
con conmovedora ingenuidad, «son —me atrevo a afirmar— figuras hún­
garas; la materia ha sido transferida del mundo germano a las Pusztas
húngaras, a las ardientes almas húngaras.»
Los húngaros tenían más fantasía que los germanos. De manera simi­
lar a lo que había hecho Liszt en H u n g aria, había que «recoger en una
composición el conjunto de sentimientos de un pueblo eslavo». Los ar­
dores de la pasión eran para la historia lo que las tormentas eran para la
[50] FRIEDRICH NIETZSCHE

naturaleza. Como ya existía una obra titulada H u n garia, Nietzsche quería


llamar Se rb ia a su proyectada sinfonía, lo que nos demuestra que su fan­
tasía no hilaba muy fino en cuestiones de geografía. Del tema sólo le inte­
resaba lo salvaje, lo duro. A la leyenda le dio un giro melodramático de
acuerdo con el gusto de la época: Ermanarico ama a la joven Swanahild,
que es llevada a su presencia con el cortejo nupcial. Pero Randwe, hijo de
Ermanarico, que también desea a la doncella, se apodera de ella en la sala
nupcial, y el padre lo entrega al verdugo.
La descripción de Nietzsche sigue paso a paso la pieza musical que ha
elaborado siguiendo el modelo de Schumann y Liszt. Unas pocas pala­
bras clave de este texto muestran la fantasía «húngara» de Nietzsche en
acción: «Ermanarico... una auténtica, salvaje personalidad de héroe...,
que contempla con frialdad el arco de su vida ya extinta». «La marcha
nupcial, llena de pasión y fuerza húngaras, ahoga sus borrascosos senti­
mientos... El motivo siguiente surge estridente y poderoso, traspasado de
dolor, profundamente afligido... La música expresa únicamente la cre­
ciente pasión, súbitos gritos de desesperación, luego repentina consterna­
ción..., la ira de Ermanarico, a quien los ojos se le salen de las órbitas, el
alma se agita;., luego queda como aturdido, arrebatado por las oleadas de
ira, mudo y sombrío... El horror se apodera de él súbitamente, prorrum­
pe en rugidos como un océano... Un violín recoge el tema tristemente,
pero con altivez eslava. Un último grito de Ermanarico —henchido de fu­
ria húngara— y termina la primera parte del drama, todo permanece
mudo, muerto, esperando la salvación.»
A decir verdad, los húngaros no son eslavos, pero eso le tenía sin cui­
dado al buen muchacho, que buscaba almas ardientes, pasiones desata­
das, terca tenacidad, furia arrebatada. En aquella época le debió de venir
a la memoria a él y a la obediente Elisabeth la imagen del bisabuelo pola­
co que, a los noventa años, recorría al galope las tierras alemanas. El 28 de
julio de 1862 Nietzsche firma una carta a su amigo Raimund Granier
como F W vN ietzky y el mismo día comunica a su hermana que ha escrito
unas cuantas composiciones, «esbozos húngaros», de las cuales puede es­
coger la que quiera. «Las piezas ya terminadas son: Lamento del héroe,
De noche en el campo, Taberna del bosque, Danza gitana, Nostalgia,
etc.»
Su música tenía que ser salvaje como viejos godos y modernos gitanos,
disarmònica, «atrevida». Así la describe él: «Al principio, inmediatamen­
te antes de la marcha nacional, hay varias modulaciones muy atrevidas.
De un sol mayor súbitamente a un sol más cercano al la, luego de un sol
mayor a un re menor. El pesimismo es introducido mediante extrañas ar­
monías, muy secas e hirientes, que a mí inicialmente me desagradaban
por completo. Ahora, con el paso del conjunto, me parece que al menos
se han suavizado y disculpado un poco. Por último, el apremio y el acoso
ORÍGENES [5 1 ]

de la pasión con sus súbitas modulaciones y tumultuosas interrupciones,


rebosan monstruosidades armónicas, sobre las que no me atrevo a deci­
dir. Lo más horrible es el salto del re mayor al fa sostenido más próximo
al re, con un la en trémolo bajo».
El texto muestra cómo se entrecruzan la fantasía dramática y la fanta­
sía musical, cómo el componer es entendido como expresión inmediata
de sentimientos y estados de ánimo y cómo bajo el vendaval de emocio­
nes, Nietzsche maltrata hasta sus últimos límites a la armonía. Se emplean
deliberadamente, o se aceptan de buen grado, disarmonías que van de lo
«atrevido» a lo «monstruoso», pasando por lo «sobrecogedor», para así
expresar el pesimismo y el fuego del alma húngara al piano con un sono­
ro, estruendoso fortissimo.

En la época de Ermanaríco, Nietzsche era «desdichado como un sier­


vo». Una de sus composiciones llevaba por título D o lo r es e l ton o fu n d a ­
m en tal d e la n atu raleza y en Navidad recibió como regalo las obras de By-
ron, el poeta-héroe del dolor y la defensa del mundo.
De pequeño —escribió Elisabeth a su hermano en Leipzig— había
sido muy alegre. Con toda seguridad que el muchacho de Naumburg te­
nía en él algo de grave y precoz, pero veríamos y entenderíamos errónea­
mente a Nietzsche, tanto al joven como al adulto, si ocultáramos lo extra­
vagante y ridículo, lo ingenioso y humorístico, lo burlesco y grotesco que
aparece en los accesos de su fantasía. El pequeño pastor era un picaro re­
domado, como lo muestra una de sus primeras producciones literarias,
amalgama de fábula y poesía sin sentido:

De la copa de oro
Bebieron a tambor batiente
León araña y chacal
Mirad allí la cabra en la cama
Mirad la graciosa y pequeña
Zorra con vista de lince
Intento estrecharte contra mi cuerpo
Quién es el más hermoso
Aquel que lleva un chaleco de colores
O la cochinilla de humedad
Ven, mi querido y buen cuervo,
Cántame tu graznido
En seguida van a cantar todos en coro
[...] y salamandras y también pino
Junto con muchos otros bichos
Empiezan ahora a cantar balando
[5 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

A la pálida luz de la luna


Lame allí aquella telaraña
Dulce savia de la agria vid
Las cabras trillan seguramente
Harina gris para ti y para mí
Y allí aquella gansa en el nido
Habla alemán lo mejor que sabe
pero las montañas se inclinan
Ahora voy a recibir un regalo
El ratón coge el gran.,.
Me mata con éste a golpes.

Al final, el pequeño poeta cae de la cama. Es, pues, una ensoñación,


cuyo registro cómico-macabro el niño dominaba mucho mejor que la or­
tografía y la puntuación, de las cuales ha prescindido totalmente, como
hacen hoy ciertos líricos.
Nietzsche leía a Hölderlin, pero también a Heine, se deleitaba con las
travesuras estudiantiles contenidas en el M ünchhausen de Immermann,
quería que en Navidad le regalaran los relatos de E.T.A. Hoffmann y la
novela cómica T ristram Sh an dy de Sterne, explicaba Jean Paul a su autor
predilecto. Y cuando su madre le preguntó cómo le iba en la escuela y
cómo se llevaba con sus compañeros de clase, contestó con una fotogra­
fía acompañada de un ingenioso poema:

Cómo me llevo con mis compañeros,


Que no te lo haya dicho te ha disgustado ya muchas veces.
Si lo quieres saber, mírame:
Aquí estoy, como velloso gruñón.
Con brazos y piernas cruzados
Rezongo algo entre dientes, como su tuviera una chispa.
En la pared con insistente gesto
Está mi sombra mirando abajo, a la tierra.
Enfrente de mi cara
Hay un hombre, no digo quién es.
Que es hombre lo puedes averiguar
Por la levita y las chalinas blancas.
Ese hombre está, dudando, ante mí,
Me pregunta: ¿qué hace usted aquí, ante la puerta de la iglesia?
«¿Cree usted que estoy por gusto
Al sol en un extraño impulso del corazón?
Tan sólo para que lo vea mamá,
Cómo me llevo con mis compañeros.»
Esta foto del fotógrafo llamado Schulz
ORÍGENES [5 3 ]

Debe dormir en su mesa de Navidad,


Donde está en premio de los regalos
Que no pienso darle.

Frente al poeta de once años con sus sueños y sus excesos, el poeta de
1861, que ya tiene diecisiete, ha ganado decisivamente en profundidad y
altura. Pero desde las curiosas expresiones («ante mí», «aquí, ante la
puerta de la iglesia», «por gusto», «impulso del corazón») hasta las situa­
ciones grotescas y las formulaciones barrocas, aquí se pone de manifiesto
el mismo ingenio lingüístico, a decir verdad junto con la tendencia a de­
fenderse y atacar, a burlarse y a satirizar. Probablemente el niño, que ya se
ha burlado de su hermana (la gansa en la cama, a la que pide que hable
mejor alemán), se ríe ahora sin malicia de la curiosidad y las preocupa­
ciones de la madre y se despide con un comentario festivo en «palabra e
imagen».
Al año siguiente le toca nuevamente el tumo a la hermana, a la que ya
ha introducido en su fantástico bestiario con el apodo de «Lama». En la
Navidad de 1862 escribe un soneto en cuya primera estrofa hace decir a
su hermana:

«¡Sin verso, se dice, no hay regalo!


¡Sin verso, lleno de broma e ingenio!
Tú, Fritz, tienes, debes, puedes versificar!

Y en seguida el buen muchacho precisa:

Así, pues, me fui corriendo al trote veloz,


Hice en la vena una raja,
Noté que la raja de la poesía era demasiado estrecha,
Que la broma la he dejado dentro;

Así, pues, toma —grazné en seguida como un cuervo—


Este soneto como un chiste malo.
Alégrate de que haya dejado dentro
Burla, sátira, sarcasmo, agudo y mordaz.

Toma con nobleza este pequeño obsequio,


Gran poetisa, de tu Fritz.

«falta una línea. ¿Es esto también una broma?»

Incordiarse y pincharse mutuamente era práctica común del joven


Nietzsche y su hermana. En esta situación él no sólo debía y podía escri­
[5 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

bir versos, sino que también podía insinuar que poseía armas más pode­
rosas. Las cosas le salieron peor cuando, en Schulpforta, se atrevió a dar
libre curso a su agudo humor. Tuvo el atrevimiento de redactar en forma
jocosa el informe sobre una deficiencia del centro docente: «En el audi­
torio las lámparas difunden una luz tan mortecina que los alumnos se
sienten tentados a utilizar su propia luz...». Esto le costó tres horas de re­
clusión y quedarse sin paseo.
La experiencia le hizo más serio. Todo se pagaba con duras penas: im­
provisar al piano con dolores de cabeza y estados de agotamiento, fanta­
sear sobre el papel con castigos escolares y pérdida de cariño.
C apítulo 4

El convento

N o veo en modo alguno cómo puede reparar el mal alguien que en


su justo momento dejó de ir a una buena escuela.
Nietzsche, del legado de los años ochenta

Lo más espantoso para el escolar es que a la postre se va a alzar de


nuevo contra el maestro.
Goethe, M áxim as y reflexiones

E
l 5 de octubre de 1858, con casi catorce años, el alumno Friedrich
Wilhelm Nietzsche fue admitido en la Escuela Regional de Pforta,
llamada comúnmente Schulpforta o simplemente Pforta. El examen
de ingreso fue duro, y así el muchacho fue inscrito en el curso más bajo, el
cuarto o «Untertertia», que acababa de terminar en el instituto catedrali­
cio de Naumburg. Esto explica que terminara el bachillerato cuando ya te­
nía casi veinte años; él no era una persona intrínsecamente superficial, sino
que se tuvo que ganar los primeros puestos estudiando desde la mañana
temprano hasta la noche, respaldado en su ambición por su madre y su
hermana, además de tíos y tías, que esperaban de él algo especial.
En 1854, cuando pasó del Instituto de Weber, devoto estudiante de
teología, al colegio catedralicio, Nietzsche tuvo que ponerse al día en mu­
chas asignaturas, sobre todo en griego. Se levantaba a las cinco de la ma­
ñana y estudiaba hasta entrada la noche, de modo que se quejaba de su
mala vista. Las tías le aconsejaban que se echara en el ojo aguardiente de
trigo. Entonces surgió la posibilidad de obtener una beca en Schulpforta,
[5 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

pero esto se tenía que preparar con mucho estudio y con clases de nata­
ción. En una carta a la tía Rosalie de cuando se estaba preparando figura
esta frase conmovedora: «Ir de paseo es ahora algo completamente des­
conocido para mí, pues después del baño estoy falto tanto de tiempo
como de fuerzas para ello». Aquí Nietzsche ha cometido dos faltas gra­
maticales al emplear el acusativo en vez del dativo de acuerdo con una
costumbre heredada de su madre. De hecho sigue teniendo problemas
con la ortografía y la puntuación, y escribe insistentemente «paken»,
«schiken», «Charackter» y «Direcktor», mientras que términos como «zu
Hausse» y «grüsen» denuncian la inseguridad de alguien acostumbrado a
hablar y oír dialecto sajón. Frente a esos errores de principiante, el geni­
tivo que sigue a «estoy falto» es casi un primor.
Así, pues, Nietzsche no se dirigió a Schulpforta en modo alguno como
triunfador, sino como un niño asustado. Un año después explicó a su ami­
go Wilhelm, a modo de continuación de su biografía, cómo se había sen­
tido entonces: «Los miedos de la angustiosa noche me envolvieron y ante
mí apareció, lleno de presentimientos, el futuro envuelto en velos grises.
Por primera vez me tenía que alejar de la casa de mis padres por una lar­
ga, larga temporada. Me enfrentaba a peligros desconocidos; la despedi­
da me había producido miedo y temblaba al pensar en mi futuro. Además
me preocupaba el inminente examen, del que me había hecho mental­
mente un cuadro horrible...».
Miedo, sentido de manera dramática y descrito en términos literarios,
no sólo al examen sino también a lo nuevo y desconocido, que en este
caso se llamaba Schulpforta. Pero, curiosamente, lo que le oprimía no era
el miedo a la nueva soledad, sino lo contrario. En esto el muchacho de ca­
torce años se anticipó al hombre de cuarenta años. «La idea de que a par­
tir de ahora nunca podré entregarme a mis propios pensamientos, sino
que seré apartado de mis ocupaciones predilectas por mis compañeros de
clase» le torturaba. Estar solo es desde el principio el imperativo categó­
rico de esa vida, y si no puede ser, al menos con pocos amigos afines.
«También, en lugar destacado, que tenga que dejar a mis queridos ami­
gos», escribió el joven Nietzsche, «que tenga que pasar de un entorno
agradable a un mundo desconocido, rígido, me oprimía el pecho y a cada
minuto me sentía más asustado, de modo que cuando apareció ante mí
Pforta, creí reconocer en la escuela más una cárcel que un alm a m ater.»
La descripción de los miedos y sobresaltos desemboca de manera es­
pontánea en piadosos suspiros: «Envía a tu ángel para que me conduzca
victorioso a través de todas las tribulaciones a las que me voy a enfrentar...
¡Que me ayude, Señor!». Su amigo Wilhelm, destinatario de estas líneas,
era tan religioso como el pequeño pastor. Luego, la realidad pasó a ocu­
par el lugar de los miedos y se puso de manifiesto que en Pforta, «Porta
Coeli», antiguo convento de cistercienses, la vida era tan rigurosa y aseé-
ORIGENES [57]

tica como en una severa orden monacal. Los alumnos estaban au torizad os
a levantarse a partir de las 4 de la mañana, pero a las 5 era ya obligación.
«A las cinco y veinticinco se llama por primera vez a la oración y a la se­
gunda vez hay que estar ya en la capilla. Aquí, antes de que llegue el
maestro, los inspectores cuidan de que haya silencio... Entonces aparece
el maestro acompañado del fámulo, y los inspectores dicen si los bancos
están completos. Entonces suena el órgano, y, después del corto preludio,
se entona un canto matutino. El maestro lee en voz alta un trozo del Nue­
vo Testamento, a veces también un canto religioso, reza el padrenuestro,
y el estribillo pone punto final a la reunión.» Como es natural, antes de la
comida se bendice la mesa y se entona un canto en latín; por la noche se
reza en común, y a las nueve todos tienen que estar en la cama.
Al elemento luterano se unía el prusiano: virilidad, laboriosidad, dis­
ciplina. En la memoria de 1843, el rector de Schulpforta, Kirchner, fija
como meta de la educación «inculcar una concienzuda laboriosidad»,
que «emana como de manera espontánea del espíritu viril, robusto y se­
vero de la disciplina, de la limpia vida en común del Coetus a un digno fin
concreto, de la seriedad de los estudios clásicos y afines, libres de todo
contacto con las diversiones de la ciudad, y del método de esos estudios
en sí mismos». De acuerdo con el deseo del rector Kirchner los pupilos
debían llegar a ser personas completas, y en qué consistía en su opinión
ese «ser personas completas» lo expuso con toda claridad: «...que sean
instruidos en la obediencia a la ley y a la voluntad del superior, en el cum­
plimiento estricto y puntual de la obligación, en el dominio de sí mismo,
en el trabajo serio, en la práctica activa de una actividad por propia elec­
ción y amor a su contenido, en la profundidad y el método en los estu­
dios, en la norma para distribuir el tiempo, en el tacto seguro y la cons­
ciente firmeza en las relaciones con los semejantes; éstos son los frutos de
nuestra disciplina y nuestra educación».
La severa disciplina de Schulpforta fue impuesta a un muchacho
blando, soñador, pero a buen seguro no mimado. Y la aceptó de manera
sorprendente. Él sufría en silencio y exteriormente se sometía. En
Schulpforta tanto el sentido militar como el sentimiento patriótico de­
sempeñaban un papel muy importante. Lo que el rector Kirchner quería
decir con «concienzuda laboriosidad» era virilidad, coraje, disciplina mi­
litar. Esto se practicaba y aprendía con desfiles y cantos, formando orde­
nadamente de dos o de cuatro en fondo y también levantándose tempra­
no y llevando la cabeza cubierta con una gorra.
La natación formaba parte del rito de la virilidad. Nietzsche había
aprendido a nadar en Naumburg, pero ahora tenía que someterse a la
«prueba de natación» y participar en la «travesía a nado». Los apuntes
del diario correspondientes a agosto de 1859 reflejan miedo y decisión a
un mismo tiempo. El 6 de agosto escribe: «Aún no he hecho la prueba de
[58] FRIEDRICH NIETZSCHE

natación; siempre tengo miedo al ridículo». El 12 de agosto: «Por fin he


hecho la prueba de natación; en la vuelta tuve que luchar considerable­
mente, pero me fue bastante bien». El 18 de agosto: «L a travesía a nado
tuvo lugar efectivamente ayer. Era magnífico ver cómo marchábamos, en
ordenadas filas, desde las puertas al son de una divertida música. Todos
llevábamos gorros de natación rojos, lo que constituía un espectáculo
muy bonito». Al principio, los pequeños nadadores se mostraban indeci­
sos, «pero luego, cuando vimos que los grandes nadadores llegaban de le­
jos y oímos la música, olvidamos nuestro miedo y saltamos al río; ahora
todos nadábamos en el mismo orden en el que antes habíamos desfilado».
Juicio definitivo: «Era realmente maravilloso».
Nietzsche había superado la prueba de coraje. En lo sucesivo ya nun­
ca se dejaría vencer por el miedo: ni como estudiante ante un duelo ni
como soldado ante los caballos y la artillería, y tampoco como enfermero
ante la enfermedad y el contagio. En Schulpforta aprendió a ser un hom­
bre. El miedo no lo perdió nunca.
Para nosotros es más bien divertido imaginamos al pequeño Nietzs­
che que —provisto de traje de baño y gorro rojo— nada en fila siguiendo
el curso del Saale. Su amigo Deussen nos ha transmitido otra curiosa ima­
gen de su etapa tardía de estudiante. A Nietzsche no le gustaba la gimna­
sia, «pues desde muy pronto mostró tendencia a los excesos físicos y a las
congestiones de cabeza». Normalmente, cuando Deussen realizaba los
ejercicios antes que él era cuando Nietzsche mejor realizaba su único ejer­
cicio; era un ejercicio en las paralelas y consistía en hacer pasar el cuerpo
entre las barras a partir de la más larga. Bromeando, hacía ver que aque­
llo constituía una inusitada proeza. Para un número uno en clase no era
ninguna vergüenza ser un mal gimnasta.
Pero aún había otras asignaturas en las que su rendimiento no era ex­
celente. Su fracaso en matemáticas estuvo a punto de costarle el título de
bachiller, en geografía é hisToriasólo consiguió un aprobado, en francés
no destacó en absoluto y las lenguas modernas siempre le resultaron difí­
ciles. Obtuvo excelente en las asignaturas específicamente humanísticas,
latín y griego, alemán y religión. Pero independientemente de su rendi­
miento en las distintas asignaturas, de su comportamiento y su relación
con los maestros, y a pesar de todos los imperativos de la escuela, seguía
su propio camino; la severa disciplina de Schulpforta le gustaba. En la se­
gunda C on sid eración in actu al sobre el futuro de las instituciones docentes
alemanas pudo pronunciarse a favor de una formación «que es ante todo
obediencia y hábito».
Nietzsche, alumno modelo, sólo infringió dos veces en seis años el or­
den del centro, con el que tuvo que colaborar en el curso superior, tras ser
nombrado «inspector». Una de las veces fue, como ya hemos explicado,
cuando utilizó un informe de inspección sobre una deficiencia del centro
ORÍGENES [59]

para bromear con la mortecina luz del auditorio. La otra, cuando, a la


edad de dieciocho años, fue sorprendido un tanto alegre después de ha­
berse bebido cuatro jarras de cerveza, lo que hizo que, como castigo, pa­
sara de primero a tercero de la clase. Aún más llamativo que el draconia­
no comportamiento de la dirección de la escuela es la contrición del
pobre pecador ante su madre. La ambición de ser el primero de clase era
sobre todo una medida dirigida a la familia, a la que había que complacer.
Ahora el muchacho se lamentaba de haber perdido la posición alcanzada
en el último trimestre, por lo que las cosas ya no iban tan bien. Y de
acuerdo con el modelo «Merezco un castigo y pido que se me aplique»,
escribió a su madre: «Por favor, escríbeme muy pronto y muy severamen­
te, pues lo merezco, y nadie sabe mejor que yo lo mucho que lo merezco».
Arrepentimiento y buenas intenciones debían evitar malas consecuencias
en la familia; además añadió la petición de que no dijera nada de todo ello
a la gente. En la carta siguiente el muchacho afirma de modo solemne
que, después de la confesión y la comunión, se ha propuesto hacerlo todo
lo mejor posible, que ha meditado a fondo en todo lo que la madre le ha
escrito; su comportamiento a partir de ahora lo demostrará.
Nietzsche era tan buen chico que en casos de insubordinación toma­
ba gustosamente partido a favor de los maestros y, en cualquier caso, per­
tenecía a los elementos amantes y promotores del orden, por ejemplo
cuando se producía un pataleo en clase. Siguiendo el consejo de los «vie­
jos», los alumnos mayores, pedía que los culpables se presentaran por
propia iniciativa, pues así se salvaría el honor de la clase, el castigo sería
menor y el perdón más fácil de obtener. En cambio, si toda la clase asu­
mía el castigo (como evidentemente pretendían otros alumnos), ello sería
interpretado sin ningún género de dudas «como signo de un espíritu de
oposición por parte de la clase». No puede sorprender pues que, en opi­
nión de sus compañeros, Nietzsche no tuviera esp rit de corps. Sí, exclamó
con motivo del pataleo en clase, la vida en la escuela es difícil, porque el
activo espíritu de la juventud tiene que dejarse encerrar en estrechos lí­
mites, pero también porque está en juego la moral correcta: «L a norma
principal es que uno se forme regularmente en todas las ciencias, artes y
competencias, y hacerlo de manera que el cuerpo y el espíritu vayan de la
mano». El rector Kirchner no habría podido explicarlo de manera más
hermosa en su memoria.
Hasta que abandonó Schulpforta en septiembre de 1864, Nietzsche
fue de manera casi ininterrumpida un alumno disciplinado y finalmente
el primero de su clase, lo máximo que se podía conseguir en este conven­
to. Escribía largos estudios para los maestros de alemán y de latín y ex­
tensos poemas para las fiestas del centro, representó el papel de un con­
de en el teatro de carnaval y, tras superar un cursillo, bailó como era de
ley; además cantaba en el coro y vigilaba a sus compañeros, aprovechaba
[6 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

las horas libres para ver a su madre y su hermana, y visitar a su tío y sus
tías, así como a los notables de la ciudad, pues era un miembro bien edu­
cado de la comunidad escolar y de la parentela de los Nietzsche. Cierta­
mente, entonces, dadas las severas normas escolares, un alumno tenía que
portarse necesariamente bien. La amonestación y la expulsión no se ha­
cían esperar mucho. Pero el alumno Nietzsche, que después será uno de
los mayores perturbadores del siglo X IX , se mantuvo siempre muy lejos de
tales medidas disciplinarias.

Entre las obligaciones que pesaban sobre él estaba también la de in­


formar a su casa. Se conservan 167 cartas de la época de Pforta dirigidas
bien a la madre, bien a la madre y a la hermana; representan un porcen­
taje mayoritario del total escrito entonces. Además, el muchacho tenía
que atender a los parientes, desde la tía Rosalie hasta su tutor, Bernhard
Daechsel. A ese caudal epistolar pertenecen las pocas cartas a sus amigos
Wilhelm Pinder y Gustav Krug.
La familia era el apoyo, el refugio, el consuelo en todas las dificultades
del muchacho en Pforta. Entre Naumburg y Pforta iba y venía una caja
llevando dentro, además de mudas sucias y limpias, todo lo que el alum­
no Nietzsche necesitaba y deseaba. Las cartas procedentes de Naumburg,
en las que la madre explicaba minuciosamente lo que ocurría en su vida
provinciana, eran esperadas con urgencia. En cambio, las cartas del alum­
no Nietzsche están sorprendentemente vacías de contenido: a veces se co­
munican éxitos, pero, aparte de eso, no hay prácticamente nada que alu­
da a los maestros o los compañeros de clase, ninguna anécdota escolar. La
vida interior está cerrada herméticamente; como disculpas se aducen el
mal humor, el exceso de trabajo o la enfermedad.
Predomina lo «práctico»: petición de medias y cerillas, estropajos o
servilletas, nueces y chocolate en polvo, que le gustaba mucho y que ha­
cía comestible y digestible la leche del desayuno en el convento de Pfor­
ta. En las cartas, la madre se mostraba tierna, mientras que el hijo evitaba
los tonos cálidos. Aunque la autoridad materna se mantiene intacta y a él
ni se le ocurre rebelarse, le gusta ensayar un tono autoritario y viril, no es­
catima reproches cuando los envíos fallan y más que pedir por favor exi­
ge: «Aparte de ello deseo que me encuadernen dos cuadernos de notas
que os indicaré el próximo miércoles. No hay que titubear en la petición
del primer deseo...». Al final, por motivos de seguridad pregunta si no ha­
brá formulado demasiados deseos.
En el origen del extraño comportamiento del muchacho, de lo que
podríamos llamar su «complejo de Navidad», está que uno haga algo por
él, que piense en él y tenga en cuenta sus deseos, que le regale un amor
por así decir tangible. En el destierro y la soledad de Schulpforta las Na-
ORÍGENES [61]

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Una carta de Ntetzscbe escrita en Schulpforta en 1859


[6 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

vidades de Naumburg se convierten en la tabla de salvación. Pero ya an­


tes las Navidades constituyen el primer objeto de un apunte de su diario,
y así en una frase condensa un atrevido paralelismo entre el nacimiento de
Jesús y el aguinaldo: «¡Cuántas cosas bullían en mi pecho! Era, sí, el día
al final del cual una vez en Belén el mundo conoció la más grande dicha;
era, sí, el día en el que mi mamá me cubría cada año de ricos obsequios».
En el pobre hogar de Naumburg difícilmente podía hablarse de «ri­
cos obsequios». Pero, aparte del cumpleaños, era el único día en el que el
muchacho era «mimado», pues recibía libros de lectura y partituras de
música para tocar, tartas y manzanas. En las listas del pequeño Friedrich
no figuraban los juguetes. Apenas llegó a Pforta, a principios de octubre,
ya empezó a soñar con la Navidad: «La alegría que siento esta vez pen­
sando en las queridas Navidades es enorme y más grande que nunca; pero
hay algo que me entristece: no poder hablar sobre mis deseos y regalos
con mis amigos, como en cambio hacía antes». De ahora en adelante va a
contar los días y las semanas. A fines de noviembre remite la primera lis­
ta de regalos y, simultáneamente, habla de ello en sus cartas a un amigo.
A principios de diciembre — ¡tres semanas!— envía una nueva lista. Al­
gunos días después, otra lista de deseos, que es ya la tercera. «Bueno, es­
tos son mis deseos. No sé si serán atendidos... ahora, ¡dos semanas toda­
vía!» El muchacho intenta calmar a su madre: «Te aburriría si en todas las
cartas pusiera lo mismo. Pero por una vez no hay otra cosa en las bonitas
Navidades. ¡No te enfades por eso! Ahora es mi pensamiento preferido y
apenas si puedes imaginarte cómo me alegro». En la posdata introduce
una nueva corrección y dice: «Si me es permitido desear, deseo mejor, en
vez de los libros anotados en I, que he tachado, 10 monedas de plata; así
yo mismo voy luego a Domrich y los elijo».
Las Navidades eran ante todo la alegría precursora, el disfrute pro­
longado de los regalos anunciados: «Lo curioso era que una vez cuando
me invadió una fuerte nostalgia escribí inmediatamente una nota de N a­
vidad y me trasladé solemnemente al momento en el que se abría la puer­
ta y aparecía ante nosotros el árbol de Navidad iluminado». Más tarde,
cuando no pasaba las Navidades en casa, abundantes paquetes con rega­
los se cuidaban de transmitirle el espíritu navideño, y él, por su parte, se
cuidaba de que madre y hermana recibieran regalos adecuados. Después
llegó, como uno de los hitos de su vida, la radiante Navidad con Wagner
y Cosima en Tribschen, seguida de las Navidades marcadas por la deses­
peración de los años de distanciamiento y ruptura, por ataques especial­
mente fuertes de sus dolores de cabeza y de estómago. Uno de sus poe­
mas más famosos, sobre la maldición de no tener patria, fue escrito en los
días, marcados por el dolor, anteriores a la Navidad: «Pronto nevará, ¡ay
de aquel que no tiene patria!». La locura de Nietzsche se declaró en las
Navidades del año 1888.
ORÍGENES [6 3 ]

A Nietzsche le gustaba abandonar Schulpforta y volver a casa; aquí se


encontraba cómodo y contento, se recuperaba de las muchas imposicio­
nes del convento. A decir verdad, no era absolutamente necesario que la
familia estuviera en casa; en las vacaciones caniculares del año 1864, en
las que tenía mucho trabajo, incluso la alejó de su lado en términos bas­
tante categóricos. Lo que le gustaba era la soledad despreocupada. En
1861 escribió a su madre y le explicó cómo había imaginado su habita­
ción de estudio: «L a habitación es agradablemente fresca; una mesa, una
silla y un armario para libros es suficiente como mobiliario, en la ventana
unas cuantas flores por el olor, una jarra de agua para refrescarse, un re­
loj, pilas de escritos y partituras, etc.; así me imagino mi bonita estancia».
También disfruta describiendo su programa diario: «Me levanto tem­
prano, entre las 4 y las 5, trabajo un poco, luego, hacia las 6, me tomo el
café con vosotras, vuelvo a trabajar hasta cerca de las nueve, un día toco
con Gustav en casa de los Krug y otro día, a cuatro manos, en nuestra
casa, después nos vamos juntos a bañar; vuelvo a mediodía y por la tarde
estoy enteramente a vuestra disposición, siempre que no me llevéis cada
día en compañía de otras personas».
Vida tranquila como la de san Jerónimo en su concha; así se la descri­
be Nietzsche, cuando ha cumplido diecinueve años, a su amigo Deussen:
«Me levanto temprano, no demasiado temprano, y me tomo un café. Des­
pués me dirijo a mi habitación; aquí hay una gran mesa cubierta por com­
pleto de libros parcialmente abiertos; una cómoda silla de abuelo; estoy
vestido con un bonito batín. Ahora escribo. Aproximadamente a la una
como en la mesa con mi madre y mi hermana, me bebo mi agua caliente,
toco un rato el piano y me tomo un café. Luego escribo de nuevo. Hacia
las seis me es servido el té y mi cena en mi habitación; bebo y como y es­
cribo». Hacia las ocho y media sigue un baño en el Saale. «Este es fresco,
frío, y por lo tanto agradable; el río susurra, todo está tranquilo, la niebla
y yo descansamos sobre el agua. El viento sopla cuando vuelvo.»
Esto es, bien entendido, un programa de vacaciones. Es concebido y
llevado a la práctica con fruición. El estudiante Nietzsche no experimen­
ta el deseo clásico de dormir mucho. El pequeño pastor se ha convertido
en un pequeño sabio que no desea otra cosa que condiciones de trabajo
ideales. Hasta el programa de música se ha visto reducido. Sólo el baño
vespertino en el Saale tiene cierto aire romántico en la vida del sabio con
batín y silla de abuelo.
A la familia le corresponde en esta carta una frase positiva: «Me ocu­
rren muchas cosas agradables y divertidas». Nietzsche tiene deseos de es­
tar solo, de recluirse en la leonera de sus extravagancias. Lo esencial: es
dueño soberano de su tiempo. «Soberano» será un día una de sus pala­
bras predilectas. En el verano de 1862, cuando llega a Naumburg para re­
ponerse de una enfermedad, comunica expresamente a su madre, de visi­
[6 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

ta en casa de unos parientes de Merseburg, que permanezca tranquila­


mente allí. Entonces, a sus diecisiete años, escribe una frase que es como
el programa de su vida posterior: «Tal vez lo mejor para mí es justamente
que viva completamente solo».

Ese deseo de estar solo tenía un inconveniente, la amistad, que para él


era algo imprescindible. Pero también era significativo que en Pforta
Nietzsche no buscara nuevos amigos, sino que se mantuviera fiel a los de
su infancia, Wilhelm Pinder y Gustav Krug.
No sabemos cómo surgió esta amistad entre los tres. Con toda seguri­
dad que en ella intervinieron las respectivas familias. La abuela Nietzsche
era amiga de la señora Pinder, consejera privada y madre de Wilhelm. Los
dos hijos de la jurista constituían el tipo de amistades selectas que la ma­
dre de Nietzsche deseaba para él, y el piadoso magistrado del Tribunal
Supremo Pinder, por su parte, encontraba en el pequeño pastor el com­
pañero adecuado para su delicado y enfermizo hijo. Ya el nombre de
Gustav Adolph identificaba al padre del otro, el magistrado del Tribunal
Supremo Krug, como buen protestante; el hijo también se llamaba
Gustav.
Tres buenos hombrecitos, así hay que verlos. En lugar de travesuras
intereses musicales comunes (sobre todo en Gustav) y aficiones literarias
(más bien en Wilhelm). Por eso su amistad no se resintió cuando Frie-
drich marchó a Pforta. Se cruzaban cartas, y en vacaciones volvían a estar
juntos. Friedrich envió a Wilhelm su biografía y sus poemas, y Wilhelm se
tomó la revancha. En la primera carta de Nietzsche a Gustav, escrita
cuando aún no había cumplido doce años, le comunica que en Leipzig ha
comprado la sonata en sol mayor, opus 49, de Beethoven. Y le pregunta:
«¿Qué te parecería si arregláramos una obertura?».
Sus relaciones eran serias. Jugaban a ser poetas y compositores. Ya
cuando tenía trece años, Friedrich distinguía tres períodos en su actividad
poética: un período aún torpe en el uso de la lengua, luego un período ex­
cesivamente florido y por último el actual, en el que, así creía entenderlo,
en sus versos se fundían la fuerza y el donaire. A Wilhelm le propuso, ade­
más de cartearse ininterrumpidamente, enviarse mutuamente recensiones
«muy ajustadas» de sus poemas y dedicarles reproches y elogios según sus
merecimientos. Como aquella unión de artistas necesitaba un sello, un
lema, Friedrich sugirió que al final de cada carta figurara la sentencia
«Semper nostra manet amicitia!» (¡Que dure siempre nuestra amistad!)
Ciertamente fue idea suya convertir la unión de amigos en una her­
mandad literaria y musical. El 25 de julio de 1860 —Nietzsche tenía quin­
ce años— , durante una excursión de los tres amigos, éstos fundaron el
grupo «Germania», nombre solemne y deliberadamente elegido. Cada
ORÍGENES [6 5 ]

uno de ellos debía hacer un envío mensual: poesía, composición, ensayo


ilustrado. Habría una caja colectiva para adquirir obras poéticas y parti­
turas. Pero ya en el momento de la fundación hubo discusiones; los tres
volvieron malhumorados y silenciosos al jardín del tío párroco, al que ha­
bían visitado, y allí se pusieron finalmente de acuerdo.
Gustav era el más terco de los amigos. Friedrich se quejaba de que,
cuando tenía una idea, ya no la abandonaba, «de modo que era inútil em­
peñarse en convencerle de que estaba equivocado»; esa posibilidad ni si­
quiera le pasaba por la maginación. Wilhelm era más dócil. Cuando Frie­
drich le decía algo en sus cartas y Wilhelm no lo entendía, «sabía
explicármelo siempre de una manera clara y comprensible». De acuerdo
con los estatutos, los tres se criticaban mutuamente, pero mientras los
otros dos adoptaban medidas de precaución, Friedrich se lo tomaba en
serio, blandía el látigo y atacaba implacablemente las «composiciones
poéticas de W. Pinder», censuraba su «confusión conceptual realmente
babilónica», falso sentimiento, lánguida imitación, falta de autenticidad
de la emoción y una trivialidad que hundía en el fango las cosas más no­
bles. Era como el ejercicio previo de un muchacho que después iba a ver­
ter su sarcástica cólera en la P rim era con sideración in actu al sobre David
Friedrich Strauss.
Nietzsche era un amonestador severo, En la crónica de «Germania»
del 22 de septiembre de 1862 — dos años después de su fundación— cla­
ma «que se ha producido una ruptura constitucional, que se han lesiona­
do los sagrados estatutos, que Germania casi ha caído en la dispersión, la
desunión y la apatía». El balance de la situación demuestra que sólo el
cronista Nietzsche ha hecho los 25 envíos prescritos; sólo en la contabili-
zación se mostraba descuidado. Krug sólo ha hecho 18 envíos, Pinder
sólo 16. Con la máxima seriedad se elabora un nuevo plan, se propone
una amnistía, se pide al contable que controle con toda exactitud gastos e
ingresos y, por último, se expresa el deseo de que «un decisivo proceso de
limpieza libere a Germania del atontamiento y el encenagamiento».
Las diez conclusiones fueron recogidas pomposamente por escrito y
firmadas una a una. Al final de la última aparece: «FW Nietzsche, Presi­
dente del Sínodo VI». Por mayoría de votos consiguió que se aprobara
una penalización de dos monedas y media de plata. En Pforta sínodo era
lo que hoy se conoce con el nombre de consejo de profesores. Un sínodo
había condenado al alumno FW Nietzsche a tres horas de reclusión por
su broma con las lámparas del auditorio. Ahora él era presidente de un sí­
nodo e imponía sanciones y comparaba patéticamente el hundimiento de
«Germania» con las corruptelas de la Reforma y la Revolución francesa.
En el informe no se aprecia ningún guiño. Nietzsche se lo tomaba real­
mente muy en serio. Era el presidente. Quería que «Germania» se apar­
tara de todo lo podrido y lo perecedero, «una purificación de los compo-
[6 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

nenies nobles y puros». Ya entonces ideó un ritual: una fiesta anual en la


fortaleza Rudelsburg, en el curso de la cual se deberían leer en voz alta los
distintos trabajos en lo alto de la torre. Pero, al predicar y ordenar en un
tono colérico propio de la Reforma, a los otros dos se les quitaron las ga­
nas de continuar, y «Germania» desapareció.
Ciertamente nos equivocaríamos si sacáramos conclusiones generales
sobre el comportamiento de Nietzsche con sus amigos a partir de esa ten­
dencia ocasional a mandar y a adoptar actitudes severas que observamos
en el pequeño reformador. Para él no había nada más sagrado que el so­
lemne juramento, contenido en sus cartas, «Et manet ad finem longa te-
naxque fides!» (¡Y que la fe larga y tenaz dure hasta el fin!). El fin de
«Germania» no supuso la ruptura de las cordiales relaciones entre Wil-
helm y Gustav, pero sí es cierto que el creciente ímpetu musical de Nietzs­
che hizo que su amistad con el segundo pasara a ocupar el primer lugar.
El más bello recuerdo de esta primera unión de amigos es un poema
que surgió espontáneamente mientras Nietzsche esperaba con impacien­
cia la próxima carta de su amigo. Compuesto en dísticos, culmina en ver­
sos que merecen el calificativo de clásicos:

Aunque uno esté alejado, el amor surca en vuelo los aires,


Y en forma de carta se acerca al amigo solitario.

La métrica latina empleada en el poema respondía al espíritu del cen­


tro docente. La escuela conventual de Pforta era prusiana y protestante,
pero sobre todo humanista, quiere decirse, greco-romana. En el sentido
original de la palabra, Pforta era una «escuela de sabios», y desde la épo­
ca del humanismo el sabio se distinguía porque no sólo leía y entendía la­
tín y griego, sino que además los hablaba y escribía, incluso pensaba en
ellos. Así, el pequeño Nietzsche comunica a su amigo Wilhelm que escri­
be notas en latín y que al hacerlo se esfuerza por pensar en latín.
Mañana y tarde se aprendía latín y griego, pues las horas de clase es­
taban distribuidas durante todo el día, con interrupciones para practicar
y repasar, mientras que el día libre introducido posteriormente debía de
servir ante todo para leer textos clásicos. Por la tarde se escribían a modo
de prueba trabajos de clase bajo la dirección de alumnos de último curso:
griego, latín y matemáticas. Se aprendía a discutir, versificar y redactar
trabajos en latín, se aprendía a amar a Platón y Safo, Sófocles y Tucídídes,
e incluso las bromas, los chistes y travesuras eran compuestos en hexá­
metros latinos: el escolar «Nitius» se mofaba de su compañero «Deusse-
nus» porque tenía una nariz con unos orificios muy grandes. Cuando
Nietzsche ingresó en la universidad tenía, gracias a Schulpforta, los cono­
cimientos y los recursos de un doctorando,
En Schulpforta el humanismo era algo más que un elemento de la for­
ORÍGENES [6 7 ]

mación; era una manera de pensar. Fijaba el orden jerárquico. Más tarde
Nietzsche suspiraba recordando que en Schulpforta había percibido el
tufillo de cierto desprecio de las ciencias naturales, las verdaderas, las ri­
gurosas, en beneficio de la historia, de la instrucción formal, del mundo
clásico, y añadía: «¡Y nos dejábamos engañar con tanta facilidad!». Tam­
bién habría podido decir: «¡Y nos gustaba que nos engañaran!». Por muy
rebeldes a la disciplina y al espíritu de la escuela que fueran los alumnos
de los cursos superiores, en Schulpforta nadie se atrevía a dudar de grie­
gos y romanos. De todos modos, después del delirio griego de su época
temprana como escritor, el rebelde Nietzsche necesitó treinta años de
duda y desconfianza para llegar a escribir frases tan duras como ésta, con­
tenida en E l ocaso de lo s ídolos-, «D e los griegos no se aprende». Cuando
abandonó Schulpforta estaba impregnado de griego; que fuera nombra­
do profesor de filología clásica era sólo la continuación lógica de su ex­
pediente académico.
C apítulo 5

Envío con diecisiete

La habilidad punzante busca unirse con las inquietantes profundi­


dades del hombre y lo destruye todo cuando se produce la unión.
Nietzsche, esquema para un poema de 1863

En realidad, cada ser humano es un trozo de destino; cuando él cree


oponerse al destino, el destino se realiza...
Nietzsche, Humano, demasiado humano, II, 61

L
a época escolar de Nietzsche aún no permite obtener una visión
completa de su genio. El tiempo transcurre de manera más bien
monótona; se ve que es un buen estudiante, un chico aplicado, pero
no sensacional, no un titán. No hay exceso alguno. De los primeros de
clase se dice que en general no llegan a ser nada especial «en la vida». Más
tarde, durante muchos años él mismo trató de borrar de su mente la ima­
gen del primero de clase. A Meta von Salís le dijo en 1887 que en líneas
generales había sido el tercero de su clase, de acuerdo con el orden natu­
ral que asigna el primer puesto al más aplicado, el segundo al que mejor
se porta y el tecero al más original. A decir verdad, cuando se le relegó al
tercer puesto a causa de las cuatro jarras de cerveza, se sintió inconsola­
blemente desdichado.
En esa trayectoria escolar que discurre sosegadamente con sobresa­
lientes y notables tiene lugar una ruptura súbita, una irrupción explosiva
de individualidad, voluntad, placer en la creación y fuerza creadora. Es el
tiempo en el que tiene entre diecisiete y dieciocho años. En este contexto
[70] FRIEDRICH NIETZSCHE

tendremos que emplear la palabra pubertad. Sólo que no explica muchas


cosas acerca de los períodos anterior y posterior: en el primero fue un
buen chico y en el segundo un muchacho dócil. Si Nietzsche posee un
temperamento volcánico, en cuyas profundidades siempre bulle, la pri­
mera irrupción se ha de situar en el año 1862; es el caso, desconcertante
para nosotros, de la culminación de un ser que en las décadas siguientes
ya no se desarrolla sino —en lucha contra toda suerte de obstáculos—
sólo se descubre, de una voluntad que ya no evoluciona sino sólo busca
argumentos para mejor imponerse.
Con diecisiete años, en las vacaciones de Semana Santa de 1862, el es­
tudiante Nietzsche escribe, bajo el lema de D estin o e h isto ria —como en­
vío a la unión de amigos «Germania»— pensamientos que, a pesar de to­
das sus aversiones de estudiante y a pesar de todos sus temores de niño,
contienen el programa completo de su vida y su lucha. En ellos figura in­
cluso la inquietante y profètica declaración: «Pero, tan pronto como fue­
ra posible derribar todo el pasado del mundo con una fuerte voluntad,
ingresaríamos en la nómina de los dioses independientes».

Evidentemente, el texto D estin o e h isto ria no ha caído del cielo. A de­


cir verdad, en los apuntes del año 1879 que han llegado a nosotros figura
la declaración «Como ateo nunca he rezado antes de las comidas en Pfor-
ta, y nunca he sido nombrado por los profesores inspector de semana»,
pero en ella se debe ver una fórmula abreviada y simplificada de un pro­
ceso evolutivo más bien complicado, con muchas vacilaciones y muchos
avances y retrocesos.
Todo lo que se puede decir es que Schulpforta no era en modo algu­
no un baluarte de austera fe evangélica, como hacía pensar por su medi­
tación matinal, su oración a mediodía y sus oficios religiosos los domin­
gos y días festivos. Los enemigos de la ortodoxia estaban cómodamente
instalados dentro de las murallas del convento: los profesores. Schulpfor­
ta se enorgullecía de tener los mejores profesores y esto no significa en
modo alguno los más piadosos. El espíritu liberal del 48 tenía allí su mo­
rada, y a él vino a sumarse el método científico que propugnaba una lec­
tura crítica de los textos. Deussen, que conservó la fe durante mucho más
tiempo que su amigo Nietzsche, escribió refiriéndose a la ortodoxia de
Schulpforta: «Esta fue minada de manera imperceptible por el método
histórico-crítico, entonces preferido, con el que los viejos [los alumnos de
los cursos superiores] eran instruidos, y que luego fue transferido con
toda naturalidad al campo bíblico». «¡Tacto!» Escribió Nietzsche des­
pués de la frase sobre su temprano ateísmo: los profesores respetaban las
convicciones de los alumnos. Nadie era coaccionado.
El año 1861 llegó a Pforta un joven profesor de griego; Dietrich Volk-
ORÍGENES [71]

mann, de 23 años de edad, que acababa de terminar su formación de pe­


dagogo. Nietzsche mantuvo una relación amistosa con este profesor has­
ta bastante después de instalarse en Leipzig. Volkmann aportó algo inu­
sual en la tradición académica de Pforta: daba clases particulares de
inglés a los interesados. En los deseos formulados por Nietzsche en Navi­
dad se puede ver un nuevo tema de interés, sin duda despertado y ali­
mentado por este profesor. Shakespeare era aceptable, Shelley era ya algo
peligroso y Byron era la inmoralidad en persona. A ellos se sumaron
pronto los perspicaces ensayos de Emerson, hijo de un párroco liberal
americano. A decir verdad, Nietzsche empezó más tarde a aprender in­
glés (y perdió pronto el interés), pero existían versiones alemanas de She­
lley y Byron, de modo que al poco tiempo en su magra biblioteca había,
junto a nueve volúmenes de Shakespeare, doce de Byron. En las Navida­
des de 1862 pidió además los cinco tomos de Byron en la edición inglesa
de Tauchnitz.
Para los coetáneos Shelley era ante todo el poeta del P rom eteo desen ­
caden ado, y el P rom eteo desencadenado era a su vez el símbolo de la re­
beldía del hombre ante los dioses. En P rom eth eu s u n boun d Júpiter, dios
supremo, era arrojado del trono y el Amor pasaba a ocupar su sitio; «el
trono, el altar, el tribunal y la cárcel» pertenecían —como recientemente
en los sueños de 1968— al pasado. Shelley cantaba al ser humano así:
«Igual, sin clases, sin razas y sin estados, libre de miedo y respeto, de ran­
go y dignidad, rey únicamente de sí mismo».
No obstante, el poeta preferido del estudiante Nietzsche era Lord
Byron, a los ojos de los jóvenes rebeldes de 1830 a 1860 prototipo del
aristócrata licencioso, del dandy cínico y del poeta deslumbrante. En mu­
chas máscaras se presentaba triste, obstinado, viril: como corsario y como
D onjuán, como el gran rey asirio Sardanápalo y como el príncipe alpino
Manfred. Nietzsche encontró en él el «ardor de un espíritu fogoso, de un
volcán que ora arroja lava incandescente que todo lo arrasa, ora, con su
cima cubierta de torbellinos de humo, contempla los campos que se ex­
tienden abajo, en tensa e inquietante calma». Como puede verse, enton­
ces se recurría rápidamente al calor y al fuego, pues era el tiempo de los
húngaros y de los hunos. Pero el M an fre d de Byron ofrecía un material
para la autoescenificación muy diferente del que Nietzsche había encon­
trado en el centenario héroe Ermanarico: Manfred era «moderno», «hur­
gaba en las cuestiones y los problemas más profundos», era un «super­
hombre dominador de espíritus». Digamos que en Nietzsche la palabra
- «superhombre» aparece por primera vez en esta pequeña redacción de
diciembre de 1861.
Si el Prometeo de Shelley era un héroe optimista, el Manfred de By­
ron era un héroe sombrío, castigado por el pesimismo y graves pecados.
Esto le gustaba al muchacho que, si exteriormente venía obligado a por-
[7 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

tarse bien, interiormente era un hervidero como el demoníaco lord inglés.


El abrasador fuego del infierno fascinaba al muchacho que, pocos días
antes, aún era un pequeño pastor. Resulta emocionante ver cómo su prín­
cipe alpino Manfred, apostado en la roca más alta, porfía con el destino,
cómo despide al anciano abad que le quiere hacer volver a la fe y cómo in­
cluso da una orden a los demonios: «¡Fuera! Muero como he vivido,
solo». Para el muchacho el conjurador de espíritus Manfred estaba más
cerca que el mismo Fausto, y prefería aquél a éste. La música del M an fred
de Schumann entusiasmaba al estudiante de Bonn, y en Basilea opuso su
sombría M editación so bre M an fred a la de Schumann, que le resultaba de­
masiado blanda. Todavía en L a gaya cien cia evoca la figura de Manfred:
«¡Quien es algo como Fausto y Manfredo tiene algo de los Faustos y
Manfredos del teatro!»
Ahora, en la época de Byron, tenemos que imaginarnos un tipo com­
pletamente distinto del alumno modelo, serio, solemne, precoz. Nietzs-
che se vuelve terco y gruñón, reacio y ensimismado, compone versos y
música, elabora listas de sus obras, se ve como futuro artista. Pero ahora
también afloran en su pecho otros sentimientos y otras necesidades: pide
a casa un cepillo para el pelo y pomada, signos evidentes del deseo de cui­
dar su aspecto físico y gustar a las chicas.
De Schumann quiere el desgarrador ciclo Vida y am o r de m u jer , así
como E l p araíso y la P eri, de Mozart el D on Ju a n . Y esta vez, 1861, cele­
brará la nochevieja con actos tan inocentes como leer obras de teatro, be­
ber té y componer versos. Se trata «en una palabra, de hacer lo que sea,
menos dormir». Esto es como una entrada en la vida de adulto. También
se baila y se consumen los 1.444 confites que mamá Nietzsche sabe pre­
parar con un solo huevo. «N o vamos a colgar del árbol manzanas, sino
nueces y dulces». El muchacho ordena, lo que es otro signo de su nueva
hombría.
Ya en la Pascua de 1861 se produce un enfrentamiento, seguido de
discusiones, en casa. Todo lo que sabemos es que se disculpa por los «de­
sagradables incidentes», pues faltan las cartas dirigidas a la madre de este
período. ¿Ha utilizado su superioridad, su astucia, frente a la ingenuidad
de la madre? ¿Estaba en juego la religión? En cualquier caso busca algo
así como una discusión, pide cartas que hablen con todo detalle de mu­
chas cosas, y no exclusivamente de lo que acaba de ocurrir. «Me puedes
escribir sobre toda clase de pensamientos y planes, eso es lo más intere­
sante.» Justamente eso es algo que la madre no puede hacer; lo único que
sigue afluyendo a su pluma son las expresiones de su devoción y su fe en
Dios.
Cuando explica a la madre la broma de la mortecina luz del auditorio,
ella no muestra la mínima comprensión y define su acto como «horrible
insolencia» con los profesores, se niega a utilizar el jovial tratamiento de
ORÍGENES [7 3 ]

«querido hijo» y le pone sobre aviso, pues ha observado en él y en torno


a él varias muestras de «excitación y lucha», Aun así, se ha atrevido a re­
comendar a su su hermana L a vida de Je sú s y la historia de la Iglesia de
Karl von Hase, teólogo liberal de Jena; hay que procurar que al menos la
hermana sea un poco ilustrada.
La desgracia viene evidentemente de los nuevos amigos. El alumno
Nietzsche se ha aclimatado en Pforta, se ha integrado no en el grupo de
los buenos chicos, cuya cabeza es el honrado Deussen, sino en el de los
brillantes, los provocadores, en el que figuran Guido Meyer, querido por
todos, que dirigió la representación de la obra teatral en el carnaval, el
ilustrado Raimund Granier, que lleva a Pforta las últimas teorías del ma­
terialismo y el pensativo Georg Stöckert, que regala a Nietzsche el M an ­
fr e d y con el que puede hablar hasta altas horas de la noche sobre temas
de arte, moral y, por último, sobre «situaciones del corazón». A decir ver­
dad, esos pequeños Büchner, Heine y Byron no consiguen perturbar la
paz de Schulpforta: Guido Meyer será expulsado por haberse ido de juer­
ga; para su amigo Nietzsche el día de su separación fue el más triste que
vivió en Pforta. También Granier tiene que abandonar la escuela; Nietzs­
che le escribe y le envía poemas y el fragmento de una novela corta, de
todo lo cual aún tendremos que hablar. Se esfuerza por acercarse al ca­
marada, al que de acuerdo con las normas de Pforta trata todavía de us­
ted y, haciendo alarde de ingenio, intenta impresionar a alguien que evi­
dentemente es superior a él en veteranía. Sólo Stöckert continúa y más
tarde marcha con él a Bonn.
La representación teatral es para el inhibido muchacho un acto de
emancipación. Son sainetes inocentes, como los V igilan tes n octu rn os de
Theodor Körner y E l coron el de dieciocho añ o s de un francés llamado
Louis Schneider, así como la pieza titulada Q ue cada cu al b arra su p u erta,
en la que Nietzsche interpreta el papel de un procurador borracho. Pero
le gusta más interpretar el papel de enamorado en la obra de ambiente
militar, en la que encarna al teniente Henri de Blamjai. Elisabeth se bur­
la diciendo que le desagradó tanto que no pudo ver cómo él abrazaba
«con tanta gracia» a su querida Ernestine, que en realidad era un mu­
chacho. Eran cosas propias de chicos y chicas, y el alumno Nietzsche no
era una excepción, pues llevaba consigo fotos de muchachas y se ena­
moraba perdidamente; a decir verdad la primera vez que lo hizo —en la
persona de Anna, hija de la consejera privada Redtel— tenía ya casi die­
cinueve años.
Mientras tanto, con diecisiete, tenía que contentarse con imaginacio­
nes. Una de éstas se ha conservado casualmente, pues se la envió a su ad­
mirado compañero Granier, el cual, tras su salida del centro, no había
dado señales de vida, cosa que enojaba a Nietzsche. Se trata del fragmen­
to de una novela corta, el principio de una historia absolutamente dispa­
[7 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

ratada, una especie de trabajo de prueba en la línea de Byron, una broma


de obscenidad salvaje y a la vez fría y artificial.
El malvado que habla se llama Euforio, nombre que el anciano Goet­
he asigna al joven Byron en la segunda parte de F au sto . Pero el Byron de
Nietzsche supera con creces la vida licenciosa del lord: «En frente de mí
vive una monja — escribe el muchacho— , a la que visito de vez en cuan­
do para disfrutar con su castidad. La conozco muy exactamente, de la ca­
beza a los pies, más exactamente que a mí mismo. Antes era monja, del­
gada y delicada; yo era médico e hice que pronto se pusiera gorda. Con
ella vive, en matrimonio temporal, su hermano; éste me resultaba dema­
siado gordo y rollizo, le puse flaco como un cadáver. Morirá uno de estos
días, cosa que me resulta agradable, pues le voy a diseccionar».
Así, pues, aquí hace rechinar los dientes un ser malvado como, en otro
tiempo, el Franz Moor de Schiller. En el relato se mezclan también bro­
mas del enterrador de Hamlet: «A lo mejor de mis huesos brotan también
florecitas, a lo mejor una amable violeta o incluso — si el desollador reali­
za sus necesidades en mi tumba— un nomeolvides. ¡Entonces llegan ena­
morados! ¡Odioso! ¡Odioso! ¡Eso es podredumbre!». Evidentemente, el
muchacho se horroriza ante su propia nausebunda fantasía. Pero, tras in­
fundirse ánimo, sigue adelante y describe su habitación: «Un tintero para
ahogar en él mi corazón negro, unas tijeras para acostumbrarme a cortar
cuellos, manuscritos para limpiarme y un orinal».
Bromas groseras en las que afloran problemas de la pubertad. «Aquí
se recostaba un poco Euforio y gimoteaba, pues padecía atrofia de la es­
pina dorsal.» Con esta ominosa frase termina el texto, que llena una cuar­
tilla. Las personas piadosas acostumbraban a ver en la atrofia de la espina
dorsal un castigo de Dios; afectaba a los pecadores sexuales, como, por
ejemplo, Lenau y Heine, postrado en su lecho-tumba cuando vivía en Pa­
rís. Ya quien se masturbaba podía verse atacado por la enfermedad. Eso
es lo que más tarde llega a sospechar Wagner cuando nadie consigue des­
cubrir el origen de la misteriosa enfermedad de su amigo Nietzsche. No,
el joven Nietzsche no era ciertamente el violador de monjas y el envene­
nador Euforio que comenzaba a definir el curso de su vida. Pero esa per­
versidad fascinaba al pequeño pastor que ahora empezaba a atribuir al
demonio aspectos interesantes. El desvergonzado Euforio pregunta
quién va a leer esa historia, y él mismo contesta: «Mis otros yo, de los que
aún quedan muchos en este valle de lágrimas».
Entonces el muchacho fue invadido de nuevo por sentimientos de
contrición, nostalgia y virtud. A Granier le envió, aparte del «cuento re­
pugnante» y del «manuscrito monstruoso para uso de...», un canto reli­
gioso («género cuyo cultivo usted difícilmente ha sospechado en mí»).
Aquí se decía con toda claridad: «Yo estaba perdido, / Ebrio y tamba­
leante, / Hundido, / Al infierno y al suplicio condenado. / Tú te erguías a
ORÍGENES [7 5 ]

lo lejos: / Tu mirada indecible / Móvil / Me hería a menudo / Ahora ven­


go gustoso.»
No, Nietzsche no estaba hundido, sólo confundido, pues se veía za­
randeado por sombrías visiones de un mundo implacablemente impío, de
una parte, y lo que ya entonces él consideraba y llamaba su fe de niño, de
otra. La falta de fe era equiparada todavía con el pecado, con la lascivia
secreta, de la que él sólo hablaba en paráfrasis. «N o hay mayor dolor que
ver a la juventud floreciente envenenada en sus raíces», escribió el mu­
chacho una vez más en tono pastoral. «Cuando vemos que irnos perecen
a causa de sus vicios, mientras otros se encuentran perfectamente, se apo­
dera de nosotros un tan intenso sentimiento de dolor por este mundo
como para escapar volando de esta existencia. A menudo con tan poco
contento, a menudo con lo mucho no satisfecho, a menudo con el cora­
zón henchido y a menudo con un vacío horrible. Momentos con voltear
de campanas en la vida. Noche invernal en el campo.» Un apunte taqui­
gráfico, sentimental y auténtico, de sus problemas.

Todo esto constituye el trasfondo del manuscrito D estin o e h isto ria,


que emerge extrañamente como una roca de basalto en esa tierra baja que
es la vida del colegial. Ese manuscrito ha nacido del espíritu y de las con­
versaciones de «Germania», un «envío» al que también pertenece el frag­
mento de una carta a Wilhelm Pinder, el viejo amigo de Naumburg, que
se aferra obstinadamente a su «fe de niño».
El tema de la carta es el pesimismo, la melancolía inactiva, que el jo­
ven Nietzsche también padece de vez en cuando. Ahora explica sin am­
bages que la culpa de ello es del cristianismo. El pesimismo, además de
ajeno a una cosmovisión fatalista, es recusación de la fuerza propia, pre­
texto de la debilidad, que no se atreve a labrarse un destino con decisión.
«Cuando reconozcamos que sólo nosotros somos responsables de noso­
tros mismos, que la culpa de una decisión equivocada en nuestras vidas
sólo puede recaer en nosotros, no en ciertos poderes superiores», ya no
necesitaremos el cristianismo (así debería terminar la oración). Nietzsche,
precavido, se somete al orden de Pforta y declara: «...entonces las ideas
básicas del cristianismo abandonan su ropaje y penetran en nuestra carne
y nuestra sangre».
Después se explica con toda claridad:/«Que Dios se haya hecho hom­
bre sólo indica que el hombre no debe basar su felicidad en lo infinito,
sino que debe fundar su cielo en la tierra; la ilusión de un mundo sobre­
natural había colocado a los espíritus humanos en una falsa posición res­
pecto del mundo terreno». Y concluye: «La humanidad se hace masculi­
na bajo graves dudas y luchas: reconoce en sí misma el principio, el medio
y el fin de la religión». /
[7 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

El relato D estin o e h isto ria lo explica de modo aún más claroj$<Se


aproximan grandes perturbaciones, cuando la muchedumbre empiece a
comprender que todo el cristianismo se basa en suposiciones; la existen­
cia de Dios, la inmortalidad, la autoridad de la Biblia, la inspiración y
otros temas seguirán siendo siempre problem asyA decir verdad, el niño
Nietzsche se apresura a enviar luego una rectificación: «H e intentado ne­
garlo todo: ¡oh, destruir es fácil, pero construir!». Al final, hechos tristes
y experiencias dolorosas le hacen recuperar su vieja fe de niño. Pero,
vuelve a preguntarse el muchacho, «¿no estamos sometidos desde nues­
tros primeros días al yugo de la costumbre y de los prejuicios, no estamos
impedidos en el desarrollo natural de nuestro espíritu por las impresiones
de nuestra infancia?».
Dos son los asideros que se ofrecen frente a la duda: la libre voluntad
y el destino, los dos entrelazados de manera misteriosa: «Tal vez de la mis­
ma manera que el espíritu sólo puede ser la sustancia infinitamente pe­
queña y el bien sólo puede ser el más sutil desarrollo del mal a partir de sí
mismo, la voluntad libre no es otra cosa que la más alta potencia del des­
tino. La historia del mundo es entonces historia de la materia, si se amplía
indefinidamente el significado de esta palabra, pues tiene que haber aún
principios superiores, por los cuales todas las diferencias confluyen en
una gran unicidad, por los cuales todo desarrollo, toda progresión es, por
los cuales todo aboca a un gigantesco océano, donde se vuelven a encon­
trar, donde se funden, todos los resortes del desarrollo del mundo, todo-
uno».
La mente del muchacho es arrollada por la gran cantidad de imáge­
nes; en vez de entregarse al elemental materialismo de las ciencias natura­
les, se pierde en dimensiones universales ampliadas con la mística, a las
que la naturaleza y la historia sirven de decorado escénico. «Todo se mue­
ve en círculos gigantescos, cada vez más amplios, unos respecto de otros;
el hombre es uno de los círculos más nucleares. Si quiere percibir las os­
cilaciones de los [círculos] exteriores el hombre tiene que pasar de sí mis­
mo y de los círculos inmediatos a otros más amplios. Buscar el centro co­
mún de todas las oscilaciones, el círculo infinitamente pequeño, es tarea
de las ciencias naturales.»
La naturaleza del hombre es h istó rica , sobre todo su falibilidad, que
dificulta en grado sumo el «vuelo hasta las ideas superiores». Esto empie­
za con la estructura del cerebro y de la columna vertebral, circunstancias
«fatalistas», continúa a través del nivel y la personalidad de los padres, y
se forma con las condiciones de cada día, el entorno común, el país con
su monotonía. Lo mismo ocurre con la historia de los pueblos. Por eso
—escuchamos atentamente— no hay nada más erróneo que la doctrina
comunista que desearía imponer a la humanidad una forma de Estado y
de sociedad unitaria.
ORÍGENES [7 7 ]

Y ahora a través de su voluntad sigue aquella misteriosa antítesis,


aquella contrarreceta de la revolución mundial va a ser el más profundo y
oculto de sus pensamientos hasta sus últimos días, hasta su locura: «Pero
tan pronto como fuera posible, mediante una fuerte voluntad, derribar
todo el pasado del mundo, nos situaríamos inmediatamente en la línea de
los dioses independientes, y la historia del mundo ya no sería para noso­
tros sino un quimérico ensimismamiento; cae el velo y el hombre se en­
cuentra de nuevo como un niño que juega con mundos, como un niño
que despierta con el crepúsculo matutino y riendo se sacude de la frente
los horribles sueños».
Esa visión constituye el misterioso punto central y más alto del relato
sobre el destino, el núcleo de su ensoñación. La fuerza creadora desacti­
va la historia del mundo y con ello se equipara con Dios: igual a Dios e
igual a un niño «que juega con mundos». Pero ahí también interviene la
otra versión, la demoníaca: el hombre es feliz cuando acepta con resigna­
ción su destino, «cuando no se agita convulsivamente en sus ataduras»
(como Prometeo, podríamos añadir), «cuando no se empeña en pertur­
bar con demencial regocijo el mundo y su mecanismo» (como el Euforio
de Byron, tenemos que añadir ahora).
¿Comprende este muchacho rebelde, ávido de libertad y de paz, que
tan idílico dominio del mundo sólo es posible en la locura? Medio año an­
tes, días después de cumplir diecisiete años, escribe a su amigo y le reco-
- mienda que lea a Hölderlin, su poeta preferido, el «loco visionario» al
que ha elegido como modelo. Aquí habla de Empédocles, «en cuyos me­
lancólicos acentos resuena el futuro del poeta desdichado, la tumba de un
vagabundeo de años, pero no, como tu pretendes, en confusa verborrea,
sino en la más pura lengua de Sófocles y en una infinita riqueza de pro­
fundos pensamientos».
Y cita la hermosa F an tasía vesp ertin a de Hölderlin, sueño de una ju­
ventud atormentada, confundida y desgarrada al que pertenecen estos
versos:

Oscuro se vuelve y solitario


Bajo el cielo, como siempre, estoy yo.

Pero en otro verso leemos:

Apacible y serena es luego la vejez.

La irrupción del genio fue un hecho aislado. ¿Quién lo habría enten­


dido, quién lo habría podido siquiera sospechar? ¿Wilhelm Pinder, que
no aceptaba el destino? ¿El profesor, que comentó el trabajo de Nietzs­
che sobre Hölderlin diciéndole que la próxima vez se buscara un poeta
[7 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

más sano? El muchacho huyó, se encerró en su música, en sus poemas, se


sumergió en la historia —Reforma y revolución— y, nada más volver a
Pforta tras las vacaciones de Semana Santa, escribió a su madre: «E l do­
mingo no nos podremos ver, pues voy a recibir la santa comunión. Ade­
más deseo, querida mamá, la bendición de Dios». ¿Máscara o «fe de
niño»?
Capítulo 6

«Unluchary agitarse»
h- vw-

El verdadero, el único y más profundo tema de la historia del m un­


do y del hombre, al que todos los demás están subordinados, sigue
siendo el conflicto de no creer y creer,
Goethe, Diván, N otas y tratados

N o sé qué creo, qué vivo todavía, ¿para qué?


Nietzsche, del poem a juvenil H uido de los sueños agradables.

N
ietzsche vio en sueños el derrumbe del mundo. «Cuando has su­
perado el examen y vas a la universidad cargado de proyectos so­
bre el derrumbe del mundo», le escribió su amigo Wilhelm en
1863 con motivo de su cumpleaños. Entonces Nietzsche, que acababa de
cumplir diecinueve años, creía en el destino, en el curso férreo de la his­
toria, en la ley del cambio y la caducidad, del florecer y perecer, en la caí­
da de los dioses. En 1859 había proyectado junto con Wilhelm un trata­
do sobre la leyenda de Prometeo y había escrito con toda la inocencia de
su corazón que se alegraba al pensar sobre todo en la parte VI, «pues en
ella el fin de Júpiter, conocido de antemano por Prometeo, es provocado
por él solo». Además cita con deleite estas palabras del drama de Esqui­
lo: «Tampoco Júpiter escapará a su destino».
No se puede hacer nada contra el destino, pero podemos ser sus eje­
cutores, combinar la voluntad propia con el curso del destino. Ésa es la
tarea que en un momento de suprema osadía, de salvaje sugestión, Nietzs­
che ve ante sí. Y define su función como la de un reformador, un gran
[8 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

destructor de las creencias cotidianas. Pero entonces el miedo se apodera


de él: «Adentrarse en el mar de la duda sin brújula ni guía es estupidez y
perdición para cabezas subdesarrolladas; los más son arrastrados por las
tempestades, muy pocos descubren nuevas tierras».
En medio del inmenso océano de las ideas, escribe el muchacho, uno
desea ardientemente volver a tierra firme, pero a raíz de sus estériles es­
peculaciones, sigue diciendo en su asombrosa aventura, ahora prefiere
llegar a las costas de la historia y las ciencias naturales. Esa es para él la
tierra fírme, el suelo para su futuro, pues «una tentativa así no es obra de
unas cuantas semanas, sino de una vida». A sus diecisiete años, Nietzsche
se conoce perfectamente y sabe lo que le puede deparar el futuro.
A decir verdad, este invasor de mundos está sometido todavía a la es­
cuela y, para poder disponer de su escaso dinero, escribe una nota, como
ésta del 11 de septiembre de 1861: «Nietzsche solicita con toda humildad
1 tálero 20 Srg. para Tucídides, edición Krüger». De momento tiene que
cumplir el castigo que se le impuso por una broma o por las cuatro jarras
de cerveza, y además tiene que soportar los sermones de la madre; en una
palabra, tiene que pasar por el aro. La ética imperante exige sumisión.
Para no sentirse humillado, Nietzsche opone a esa sumisión una nueva
moral, y también aquí resulta sorprendente la seguridad con la que el mu­
chacho de diecisiete años elabora su posterior evangelio: «N o hay nada
más erróneo que la contrición por algo pasado; que uno se lo tome como
es, que extraiga lecciones de ello, pero que siga viviendo tranquilamente,
se contemple a sí mismo como un fenómeno cuyos distintos aspectos for­
man un todo. Con los demás uno ha de ser indulgente, como mucho te­
nerles compasión, no enfadarse nunca por ellos, que nadie se entusiasme
con alguien, aquí todos estamos sólo para nosotros, para servir a nuestros
fines. El que mejor sepa dominar será también el que mejor conozca a los
hombresTToda acción de la necesidad está justificada, es necesaria toda
acción que es útil. Inmoral es toda acción que, no siendo necesaria, oca­
siona necesidad a otro; nosotros somos muy dependientes de la opinión
pública, tan pronto como sentimos contrición y dudamos de nosotros
mismos, Cuando una actuación inmoral es necesaria es moral para noso­
tros...VI Lo determinante es la necesidad, el destino. Justifica también la
mentira y la simulación, la contrición que el muchacho finge ante la ma­
dre, la bondad que muestra a los profesores para salir del degradante ter­
cer puesto de clase y volver a ser el primero. «El que mejor sepa domi­
nar...» El alumno Nietzsche lee a Maquiavelo, a Dante y otros autores
italianos.

Lo que debió ser otro acto de liberación, de autoafirmación — su pri­


mera historia de amor— le sumió en la postración, en una dolorosa y pro­
ORÍGENES [8 1 ]

longada decepción. Los biógrafos no se preocuparon mucho del tema,


mientras que Elisabeth terminó haciendo todo lo posible para quitarle
importancia cuando inicialmente se había empeñado en impedir que sa­
liera a la luz.
La historia tiene lugar durante una de las excursiones de Nietzsche en
Schulpforta, a finales de agosto de 1863. Él mismo escribe a casa: «Fue
muy bonito y divertido. Bailé bastante. Estaba la consejera privada Red-
tel con sus hijas. Las visitaré más a menudo, pues estoy invitado y son per­
sonas muy amables». El 6 de septiembre sigue una extraña carta que, por
su pesimismo, se aparta totalmente del tono que Nietzsche adopta habi­
tualmente cuando escribe a casa.
En primer lugar se queja de que ha recibido de casa, no una carta con
información variada y divertida, sino un papelito con detalles sobre su
muda sucia. En resumen: sigue vivo, se ha parapetado detrás de los libros,
«el reloj está en marcha, tanto si una mosca se posa encima de él como si
un ruiseñor se pone a cantar a su lado». Desgraciadamente es otoño, los
ruiseñores se han ido, las moscas se han resfriado. Pero no cabe duda de
que el otoño también tiene sus ventajas: «E l aire es tan diáfano, se ve tan
nítidamente de la tierra al cielo, el mundo se muestra como desnudo a los
ojos». Esto lo escribe un pequeño Hamlet. El motivo de su tristeza:
«Cuando puedo pensar durante minutos lo que quiero, busco palabras
para una melodía que tengo y una melodía para palabras que tengo, y am­
bas cosas, que las tengo, no concuerdan, a pesar de que proceden de una
misma alma. ¡Ése es mi destino!».
La misma finalidad de la carta nos dice que todo eso no son sino pa­
ráfrasis de su pasión amorosa: el muchacho necesita para vivir las F a n ta ­
sía s y las E scen as in fan tile s de Schumann y V isegrad de Volkmann; que,
por favor, Lisbeth las compre y se las envíe rápidamente. «Todo ello es
para la señorita Anna Redtel. Se lo he prometido. ¡Por favor!»
La segunda carta, rebosante de rabia, está dirigida únicamente a la
hermana. Ésta no adquiere las partituras, pero, en cambio, censura al mu­
chacho por su «estilo de señorita distinguida, sus frases sentimentales,
horribles». Con ello se venga a su manera, la manera de Lama, pues hace
ya bastante tiempo que el hermano se burla de ella por sus continuas ex­
clamaciones y sus expresiones de colegiala distinguida. Ahora la ridiculi­
za utilizando de nuevo un estilo hamletiano: «Una de mis botas tiene un
orificio al que se acostumbra a llamar agujero». Y en términos más drás­
ticos: «Hoy se ha encontrado en el jardín de la escuela un pájaro próximo
a la putrefacción». El muchacho termina con una broma en la línea de
Hamlet: «Por cierto, yo soy un digno estudiante de último curso, tú una
digna hermana y Domrich un librero». En noviembre vuelve nuevamen­
te sobre el tema del otoño y el pesimismo: «Mal tiempo, en una palabra,
un otoño sin vibración otoñal que a veces se hace demasiado poético, mu­
[8 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sical y rosa». Y rápidamente un nuevo puyazo a Elisabeth y sus entusias­


mos de alférez.
Las cartas que Elisabeth escribió a su hermano en esta época se han
perdido; probablemente ella misma las hizo desaparecer. Sólo una tarjeta
de visita de Anna Redtel da todavía fe de que la pasión de Nietzsche no
fue un sueño: en ella la muchacha agradece el envío de un cuaderno de
música y añade: «Recordaré a menudo y de buen grado las bellas horas
que he vivido junto a usted». Sabemos que el cuaderno de música conte­
nía composiciones originales del muchacho: «Poemas y rapsodias. A la
señorita Anna Redtel. De FW Nietzsche. Septiembre del año 1863». Son
cuatro piezas húngaras para piano, una pieza titulada H o ja de álbu m y los
dos h eder para voz y piano D e la ju v e n tu d y U n arroyo.
Si hemos de creer a Elisabeth en este punto, Anna Redtel era una ber­
linesa pequeña, encantadora y grácil. En todo lo demás Elisabeth mintió:
Friedrich estaba muy satisfecho de haber experimentado por primera vez
esas sensaciones de las que sus compañeros tanto hablaban, y ella, Elisa­
beth, se había interesado por los asuntos amorosos de su hermano. A de­
cir verdad, la pasión de. Nietzsche nunca pasó de ser una moderada atrac­
ción con tintes poéticos. En toda su vida no conoció la gran pasión y, _
mucho menos, el amor vulgar. Ni siquiera las dolorosas poesías de amor
escritas en la época en la que se despidió de Anna Redtel han nacido de la
pasión: las compuso para su amigo Deussen, que justamente entonces
perdió a su novia.
El adjetivo «verídico» que Elisabeth aplica a su relato sólo se puede
definir como desvergüenza. Al menos, seis o siete poemas, en su mayor
parte escritos en las vacaciones de Navidad de 1863-1864, dejan percibir
el eco de la despedida, que en realidad no fue ni eso: una carta, entrega­
da a Anna en presencia de terceros y que, después de abrir el sobre, ella
devolvió sin haber leído; una ruptura súbita tras una relación cordial, con
ecos musicales:

¡Y esto de ti! Describiendo un círculo


Se asombraron y rieron las efémeras, continuaron volando
y zumbaron un zumbido enojado.
Sin embargo,
Un dios me arrancó, con salvaje melacolía
Mi mente envolviendo en tinieblas.
Y risueño contemplo ahora los hilos
Rotos deslizándose por mi mano,
Que brillan como sangre y lágrimas:
Eran bonitos y aún lo son, y como
El velo del verano tardío, se van volando,
Un soplo de viento juega con ellos, y el oro
ORÍGENES [83]

Del sol vespertino arde y resplandece dentro.


¡Tú ya no eres mío! Mi sueño más agradable
Con tu imagen, y sola vas subiendo
De las profundidades del corazón, como una estrella, aparecida
En el cielo nocturno de mi vida — pero
Ya lejos, demasiado lejos, ya hundido.

Toda una proeza: el disparatado invento de Lisbeth al hablar de un


poema escrito por encargo es desmontado por las palabras con las que
Nietzsche recusa los pobres versos de su amigo Pinder: «L a imitación de
un sentimiento no sentido, y por cierto de un sentimiento tan noble como
es el amor, siempre se paga».
Los poemas ensayan todos los registros: el tono elegiaco de Heine
(«Las estrellas avanzan tristes / en el frío cielo») y sus tópicos de colegial
(«Estoy sano, estaba loco / Así termina el gimoteo»). Y puede detenerse
a pensar qué habría ocurrido si...:

Tal vez, tal vez y sólo tal vez


Tampoco puedo escribir eso;
Desgraciadamente no he conseguido nada;
Y no debe quedar ningún tal vez.

O se ve elevado a un plano superior a través de la experiencia, con


acompañamiento de rayos y truenos:

Aquí, allá
Surcan el espacio relámpagos, pero la boca calla.
Acumulador de nubes, ¡oh desahuciador de corazones,
Haznos más adultos!

Con un brillante juego de palabras recoge el resultado:

Yo he perdonado y he olvidado a ti y a mí;


¡Oh! Tú has olvidado y perdonado
A ti y a mí.

Todavía en el texto en prosa H u m ores, escrito en las vacaciones de


Pascua de 1864, vibra la primera experiencia amorosa. Nietzsche inter­
preta las C on solacion es de Liszt y comenta: «...recientemente he tenido
una dolorosa experiencia y he vivido una despedida o no despedida, y
ahora observo cómo se han amalgamado ese sentimiento y aquellos tonos,
y creo que la música no me habría gustado si no hubiera tenido esta ex­
periencia».
[84] FRIEDRICH NIETZSCHE

En un punto tenía sin duda razón Elisabeth: cuando el muchacho ela­


bora su frustración amorosa en forma de poemas, esa frustración está ya
superada, como se sabe también por otros poetas. Por muy enamorado
que estuviera de la grácil pianista, por mucho que le hubiera dolido la no
despedida, no hizo ningún disparate, siguió estudiando, incluso más que
antes, y se dispuso a esperar que llegaran las vacaciones para escribir el ci­
clo de sus cantos dolorosos.

Aunque esté muy cerca del escepticismo, el poeta no acepta en modo


alguno el frío materialismo. Y no está dispuesto a arrojar tranquilamente
por la borda lo que él llamaba «fe de niño». La temática pietista del pe­
cado, el extravío, la contrición y el retorno estaba tan profundamente gra­
bada en él que no podía por menos que aplicarla también a su pecado. En
la Pascua de 1863, un año después de su redacción sobre el destino, es­
cribió estos versos, por así decir, con lágrimas en los ojos:

He roto del viejo tiempo


El legado
Que la felicidad infantil,
Apercibidora, me trajo a la memoria.
He roto lo que me sujetaba
A la fe de niño:
He jugado con mi corazón
Y casi me lo he dejado robar.

No sabemos hasta qué punto son auténticos esos accesos y excesos,


pero diríamos que son más débiles y que han vuelto a caer en el p ath o s
aprendido. El mismo se acusa de prepotencia cuando escribe:

La escritura que, sobre el blanco fondo,


Un dios trazó:
El dios era yo y ese fondo
Se ha engañado y me ha engañado.

En cualquier caso, la interpretación teológica adoptada por él alude


no sólo a la redacción sobre el destino («estaríamos en la línea de los dio­
ses independientes»), sino también al curso futuro de su vida, que cono­
cerá esencialmente el destronamiento de Dios («Dios ha muerto») y ter­
minará en la locura con su autoendiosamiento. Así, la mentalidad infantil
del «pequeño pastor» incide en todas sus posteriores acciones liberado­
ras, en todas las manifestaciones del «sé el que eres».
Primeramente sigue en pie la disputa entre fe y no fe, «un luchar y agi­
ORÍGENES [85]

tarse», como lo llama él mismo. En las vacaciones de Pascua de 1862, o


sea en la época en la que escribió la redacción sobre el destino, se sitúa
también el ensayo M un do p agan o y cristian o evidentemente destinado a
una composición sinfónica, a una pieza musical. El paganismo se mani­
fiesta en «pensamientos inquietantes, llamativas irrupciones de desespe­
ración y arrebatadas ansias de un Salvador», expresados musicalmente en
«notas demenciales, modulaciones sorprendentemente confusas», pero
también en «suaves y conmovedores cambios de armonía».
El cristianismo, por el contrario, no se muestra en «una sonoridad
atronadora»; mientras que el paganismo alcanza una altura amenazadora
con «odiosas figuras», el dulce Evangelio se difunde suavemente, las vo­
ces paganas se extinguen, el cristianismo ha vencido y cubre con gigan­
tescas armonías la superficie del globo terráqueo. Al estudiante de Pforta
le ocurre como al maestro Fausto; las campanas tañen, las lágrimas bro­
tan, la vieja patria de las almas le acoge de nuevo en su seno:

Entonces me arrodillé sobre la madera podrida


En total silencio:
En lo alto flotaba, alta y orgullosa,
La plétora vaporosa de nubes.
La sombra de la iglesia me cubría,
Los lirios se marchitan
En leve fragancia y me preguntan
Por mis abrasados pensamientos.

Para comprender el posterior juicio condenatorio de Nietzsche sobre


Wagner y su P a rsifa l hay que conocer estos versos y las «recaídas» o ata­
ques de contrición relacionados con ellos. Nietzsche ve ahí un hombre ya
viejo y decrépito, que hace penitencia. Y acerca de P a rsifa l dice: «Esa
misma música la hice yo de muchacho, cuando compuse mi oratorio». Un
muchacho puede ser piadoso, su obligación es llegar a ser viril: «Bajo du­
ras dudas y luchas la humanidad se hace viril: reconoce en sí el principio,
el medio y el fin de la religión».
Pero aunque su rebelión fue muy viril, no consiguió liberarse. Toda
vez que ahora, como alumno de último curso, está uncido inexorable­
mente al yugo con voluminosos tratados que ocupaban todo su tiempo,
resulta aún más honroso que los pocos poemas que escribe se ocupen de
la penitencia y las penas: desde el solemne G e tse m an íy G ó lg o ta, pasando
por el martirio del piadoso Luis XVI, hasta el grotesco poema A n te e l cru­
cifijo , blasfemo forcejeo de un borracho por alcanzar la gracia y el perdón
de Jesucristo.
A n te e l cru cifijo es, como el fragmento del canalla Euforio, uno de los
más extraños textos del joven Nietzsche, un canto al pecado, con asom­
[8 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

brosas introspecciones del borracho, que quiere bajar hasta él y su mise­


ria al Cristo de piedra, luego le tira la botella llena de aguardiente, se en­
carama a la cruz para lamer las gotas de aguardiente y finalmente cae y se
rompe la nuca. «Yacía en el suelo, una avispa zumbaba levemente en tor­
no a su ojo vidrioso, osamenta rígida.»
Pecado y fango, vicio y maldición seguían siendo para él conceptos
usuales para los que su desbordante fantasía barroca buscaba y encontra­
ba imágenes. Aparte de ello, en este poema es digna de mención una es­
pecie de solidaridad en el dolor entre el pobre diablo que está delante del
crucifijo y el pobre diablo que pende de él: «Tu brazo está tieso, tu cabe­
za está abatida» dice el pobre borracho, y añade: «Tus piernas me dan
pena». Entre dolor y dolor nace la compasión, que pasa de lo aprendido
a lo vivido, ‘cosa que ocurrió no mucho después de que Nietzsche com­
pusiera este poema: «Por cierto, el viejo Ortlepp ha muerto», escribió
Nietzsche a su amigo Wilhelm. «Entre Pforta y Almrich cayó en una zan­
ja y se rompió la nuca. Fue enterrado en Pforta, a primera hora de la ma­
ñana, en medio de una lluvia triste y sombría; cuatro obreros llevaron el
tosco ataúd; les seguía el profesor Keil con un paraguas. No asistió nin­
gún clérigo.» El viejo Ortlepp era un antiguo alumno de Pforta que había
cultivado la poesía, había destacado como traductor de Shakespeare y
ahora, viejo y pobre, se arrastraba de taberna en taberna, interpretando al
piano y entonando canciones «demoníacas» que decían cosas como: «Mi
Jesús sufrió mucho, yo sufro más». La información de Nietzsche no de­
nuncia ningún sentimiento, los hechos hablan por sí solos. Las últimas
palabras son amargas, como las de Goethe en el entierro del joven Wert-
her: «N o le acompañó ningún sacerdote». Los alumnos recogieron 40 tá­
leros para una lápida. El anciano había perecido porque nadie se había
compadecido de él. «Ahora vienen en masa, con bombo y platillo, y la­
men todas las gotas que caen sobre tu cuerpo» dice con escarnio el bo­
rracho del poema de Nietzsche en clara alusión a la comedia piadosa de
los creyentes. En la Pascua de 1864, en su poema G etsem an í y G ólgota,
dice:

Señor, estás solo. No hay mundo que abarque


Los sufrimientos que inundan un gran corazón;
Estás solo, vencido por el peso inmenso,
Todas tus heridas se abren y sangran.

En el legado de los años ochenta se puede leer aún un apunte que


dice: «Cristo en la cruz es el símbolo más sublime, todavía».
ORÍGENES [8 7 ]

En definitiva, esa relación permite comprender también el poema


más bello y significativo escrito por el joven Nietzsche, que reflexiona so­
bre su envío:

Una vez más antes de que siga mi camino


Y proyecte mis miradas hacia adelante
Levanto, solitario, mis manos
Hacia ti, al que imploro,
Al que, en la más profunda profundidad del corazón,
levanté, jubiloso, altares
Que constantemente
Su voz me llama de nuevo.

Encima arde, profundamente grabada,


La palabra: al dios desconocido:
Suyo soy, aunque hasta esta hora
En la criminal banda he permanecido:
Suyo soy, y siento las ataduras
Que en la lucha me derriban
Y, aunque huyera,
Me obligarían igualmente a ponerme a su servicio.

Quiero conocerte, desconocido,


Tú que ahondas en mi alma,
Mi vida como una tormenta que pasa
¡Tú intangible, pariente mío!
Quiero conocerte, incluso servirte...

El poema, citado a menudo e incluido en muchas antologías, satisface


a los que se apartan de la fe en la Iglesia para adoptar una religiosidad va­
gamente sentida, y confirma a los viejos y fieles creyentes en la idea de que
el Dios de Nietzsche no estaba tan muerto como él aseguraría más tarde.
Sin embargo, para entender el poema en su totalidad hay que situarlo
en el contexto de sus ideas y esperanzas en el último año que pasó en
Pforta: es una toma de posición. «H e seguido en la banda criminal» sig­
nifica que el muchacho no ha vuelto a su fe de niño, aspecto de esta de­
claración que no comunicó a nadie y que con toda seguridad no mostró
ni a su madre ni a ninguno de sus profesores. El otro es una confesión pia­
dosa, incluso humilde, que simultáneamente termina y culmina en la pa­
labra «servil».
¿Quién es ese Dios desconocido? A buen seguro que no es el Dios
cristiano del que Pablo habla en el Areópago, sino más bien el Dios de
Goethe en el F au sto : «¿A quién le está permitido pronunciar su nombre?
[8 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

¿Y quién puede declarar: creo en él...?». Aún con más seguridad, el pro­
pio genio, lo divino en el hombre, lo divino en él, muchacho piadoso y
obediente, sometido a la madre y a la disciplina de la escuela, que tiene
que escribir «sobre lo atractivo, formativo, educativo que hay en el estu­
dio de la historia patria». Ciertamente se puede objetar que entonces,
cuando Nietzsche abandonó Pforta, esa fe no era en modo alguno una re­
ligión exclusivamente suya, sino que en realidad la compartía con cientos
de miles de personas que habían recibido una enseñanza humanística,
pues era el fruto de una formación y una educación clásicas. En este sen­
tido, esa religión era efectivamente su estrella guía cuando se acercó al ge­
nio de Schopenhauer y también cuando se sometió al genio de Wagner.
Pero luego, una vez eliminado Wagner, quedó libre el camino hacia el
Dios desconocido y su profeta. En el Z aratu stra Nietzsche vuelve a hablar
de la «banda criminal», pero aquí se dice ya definitivamente: «En otro
tiempo el criminal de Dios era el mayor criminal, pero Dios murió y con
él murieron también esos criminales. Ser criminal en la tierra es ahora lo
más espantoso y hay que prestar más atención a las entrañas de lo inson­
dable que al sentido de la tierra». Esa pasó a ser su nueva teología.
C apítulo 7

Historia de una enfermedad

Cuando el hombre piensa en su m undo físico o en su m undo moral,


generalmente se siente enfermo.
Goethe, M áxim as y reflexiones

N o tengo el mínimo rasgo m orboso; ni siquiera en tiempos de grave


enfermedad he sido morboso...
Nietzsche, Ecce homo

E
l relato de los años juveniles de Nietzsche debe terminar con una
primera descripción de su enfermedad, uno de los grandes temas
de su biografía. De hecho, su locura, su derrumbe definitivo, han
producido siempre tanta fascinación como sus escritos. Su altivez, y su
trágico destino, la sífilis como aderezo picante, el genio y la demencia
como inagotable tema de discusión, como prueba de la lógica más escru­
pulosa o del más ciego azar: todo ello se puede manipular como se quie­
ra. Y siempre aparece algo nuevo. Ejemplo de lo que decimos es el dra­
mático y deprimente episodio de Esmeralda en el D octo r F au sto de
Thomas Mann.
Aquí no vamos a formular una nueva tesis ni a reforzar alguna de las
existentes, sino a exponer con la mayor precisión posible los hechos, em­
pezando por los veinte años que van de 1844 a 1864. La estructura de
nuestra exposición se asienta en tres referencias básicas: primera, el padre
de Nietzsche murió de una enfermedad que entonces se diagnosticaba, al
menos en el lenguaje popular, como «reblandecimiento de los sesos»; en
[9 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

segundo lugar, el propio Nietzsche estuvo enfermo a menudo ya en sus


años de estudiante, y sus síntomas eran exactamente los mismos que apa­
recieron después en una forma cada vez más aguda; en tercer lugar, el jo­
ven Nietzsche sufría no sólo a causa de su enfermedad, sino también, y
sobre todo —y éste es un detalle importantísimo que hasta ahora no ha
sido debidamente apreciado— , bajo la presión de la enfermedad de su
padre, cuyo destino se consideraba condenado a compartir.
Digamos por adelantado que lo que sigue ha sido escrito sin especial
asesoramiento médico. Hasta hoy, el caso de Nietzsche no ha sido objeto
de un auténtico estudio médico o psicoanalítico a la altura de los argu­
mentos y documentos actuales. Pero justamente esos documentos hablan
un lenguaje inteligible. El diagnóstico médico, por su parte, utiliza un ma­
terial que, por diverso, rechaza todos los intentos de univocidad.
Así, pues, el padre de Nietzsche murió de una dolencia cerebral, con­
cretamente cuando tenía 36 años (como demostraremos, esa fecha ejerce
una acción opresora en la vida de Nietzsche). La leyenda de que se cayó
de una escalera y a raíz de ello sufrió una conmoción cerebral, que Elisa-
beth expuso en su biografía de Nietzsche, no fue refrendada por quien
sin duda tenía más interés que nadie en que se demostrara que, efectiva­
mente, su padre había sufrido simplemente un accidente: ni cuando era
joven ni cuando, a la edad de cuarenta años, se rebelaba desesperada­
mente contra la sospecha de que podía estar loco o en camino de serlo.
Si hemos de creer a Elisabeth, toda la familia Nietzsche, al igual que
la familia Oehler, rebosaba salud. «Nuestros antepasados por parte pa­
terna y materna eran de naturaleza longeva.» «Nuestro padre... estaba
muy sano y era muy dado a los ejercicios físicos, por ejemplo, patinar y
hacer grandes marchas.» «Nuestra madre... era agraciada y sana...» Sus
padres «... eran personas sanas». El abuelo «casi nunca estuvo enfermo y
no habría muerto a sus setenta y dos años a causa de un fuerte resfriado si
no hubiera sido tan increíblemente descuidado con su salud». Y la abue­
la: «D e hecho, si todas las mujeres alemanas estuvieran tan sanas como
ella, el pueblo alemán superaría a todos los demás. Había tenido once hi­
jos, a todos los hijos los había amamantado durante casi un año, no había
perdido ni uno solo de ellos, sino que todos crecieron tan sanos que la vis­
ta de los once niños... con sus cuerpos robustos, sus sonrosadas mejillas,
sus ojos radiantes y sus cabelleras abundantes y rizadas eran la admira­
ción de todos los visitantes». Así, pues, un manantial de salud. Por lo tan­
to no tiene nada de sorprendente que Elisabeth diga de Friedrich: «Mi
hermano era desde pequeño un niño muy sano, de modo que causaba
poca preocupación a nuestra madre y a la nodriza». También al bisabue­
lo polaco, que galopaba a sus noventa años, hay que inscribirle en este
cuadro ideal. Según ella, Friedrich no tenía ninguna tara hereditaria, sino
que había arruinado su salud por un esfuerzo excesivo y, consiguiente­
ORÍGENES [9 1 ]

mente, un consumo incontrolado de somníferos. Por último, la propia


Elisabeth ofreció la prueba definitiva: vivió casi noventa años, como el le­
gendario bisabuelo, y con su tenacidad, vitalidad y optimismo hizo bue­
no el dicho popular de que mala hierba nunca muere. Poseía ese ahínco
que su sensible hermano románticamente glorificaba, esa voluntad de po­
der que a él personalmente no le aportó ni posición ni dinero; ella se hizo
rica y murió en el esplendor del Tercer Reich, que presuntamente su her­
mano había anhelado. A decir verdad, era astuta, no inteligente; de he­
cho, tan limitada como el ambiente de Naumburg que su hermano odia­
ba. La leyenda de la caída tampoco era muy ingeniosa: una conmoción
cerebral no conduce a los estados patológicos que el niño describe ya en
los apuntes de su primer diario.
El niño Nietzsche recuerda «mejores días» en el curso de la enferme­
dad, en los que el padre pedía que le dejaran predicar y dar clase a los
confirmantes. Varios médicos tratan en vano de ayudarle, y entonces lle­
ga el doctor Opolzer, que gozaba de gran fama, y ve que sufre reblande­
cimiento de los sesos. El pastor Nietzsche terminó por quedarse ciego, y
«tuvo que soportar el resto de su dolencia en eterna oscuridad». Del caso
sólo se ha ocupado el neurólogo de Leipzig Paul Julius Móbius, hombre
famoso en su tiempo, coetáneo de Sigmund Freud y que destacó por rea­
lizar patografías de personalidades famosas, desde Rousseau, Goethe y
Schopenhauer hasta Nietzsche. A éste le dedicó en 1902 un estudio con
el título Sob re la p ato lo g ía de N ietzsch e, aproximadamente en la misma
época en la que Freud publicaba sus primeros e innovadores estudios so­
bre la interpretación de los sueños. Tipo marcial y rudo, antiguo médico
castrense, Móbius puso su estudio bajo el lema «¡Sed duros!», que había
tomado de Z aratu stra. Creía tener una estrechísima relación con la poesía,
cuando más bien era un pedante empedernido con groseras pretensiones
de intelectual. Por eso, ya en el Z aratu stra creyó descubrir los síntomas de
la enfermedad mental, una euforia paralítica. En cambio, valoró positiva­
mente «el frío y recto juicio de Nietzsche» sobre las mujeres. De hecho,
antes de ocuparse de Nietzsche, Móbius había publicado un estudio S o ­
bre la im b ecilid ad fisio ló g ic a de la m ujer.
Precisamente este misógino tuvo la idea, tan rentable como falta de
tacto, de recabar de la hermana información detallada sobre la enferme­
dad del padre. Pero como pronto cogió fama de persona incurablemente
superficial por sus inconsistentes juicios sobre la filosofía de Nietzsche, el
interés por su trabajo fue siempre escaso.
Sus investigaciones, en las que aparece también el doctor Gutjahr,
médico de la familia Nietzsche en Naumburg, arrojaron el siguiente re­
sultado. El pastor siguió predicando después de su presunta caída, pero
se quejaba de que, cuando predicaba, la mitad de la cabeza y de la cara se
le quedaba como dormida. Después de ser tratado por un homeópata con
[9 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

compresas frías y reposo en cama, tuvo que admitir que la enfermedad


había empeorado; a ello se vinieron a sumar trastornos de estómago y
fuertes dolores de cabeza. No obstante, aún quería impartir la confirma­
ción en la Pascua de 1849 (la caída es situada por Elisabeth en el otoño de
1848) y ya tenía preparado el sermón que debía pronunciar en este acto.
El doctor Gutjahr pudo ampliar la información diciendo que el pastor ha­
bía estado enfermo ya antes; la viuda le había contado que, antes del ac­
cidente, su marido había tenido crisis durante años: quedaba postrado en
la silla, sin pronunciar palabra, ensimismado, y cuando se recuperaba no
recordaba nada. Aquí se puede añadir lo que cariñosamente Elisabeth in­
sinúa acerca de la vida familiar en Rócken: cuando se producían diferen­
cias en la familia o en la comunidad, el pastor se retiraba a su estudio y se
negaba a comer, a beber e incluso a hablar.
Si eliminamos la teoría de la caída, el cuadro cobra coherencia. El pas­
tor Nietzsche, con una deficiencia hereditaria, era un hombre agotado,
como su hijo advirtió después, «decadente», con un gran sentido musical,
una acusada miopía y una pasión de raíz religiosa por Federico Guillermo
IV, cuya «humillación» al tener que llevar la escarapela en los días de la
revolución de 1848 provocó en él apasionados accesos de llanto.
Una última prueba: en el libro de enfermos de Pforta figura, dentro
del año 1862, la anotación: «Congestiones de cabeza 7. -11.1. Dolores de
cabeza 4. -13.2. Catarro 24. - 29.3. Catarro 17. - 24.6. Congestiones de ca­
beza 16. - 25.8. Observación: Nietzsche fue enviado a casa para posterior
tratamiento. Es un hombre sano, achaparrado, de mirada llamativamente
fija, miope, castigado por frecuentes y erráticos dolores de cabeza. El pa­
dre, nacido cuando sus progenitores tenían una edad considerable, murió
joven por reblandecimiento del cerebro; el hijo en la época en la que el
padre ya estaba enfermo. Aún no se aprecian síntomas graves, pero es ne­
cesario tener en cuenta los antecedentes».
Elisabeth no pudo negar las «congestiones de cabeza», pero, traduci­
do a un lenguaje lógico, según ella «el hecho de que se le subiera la san­
gre a la cabeza... era una herencia de nuestra sanísima madre, de modo
que, cuando los tres subíamos juntos a una montaña en un día de calor,
nos mirábamos sorprendidos al ver que teníamos la cara colorada».
El doctor Zimmermann, médico de Schulpforta, era claramente más
bien rudo en sus curas, como correspondía al espíritu espartano del cole­
gio. En este caso se debió de informar, pues tenía evidentes motivos para
ello. El abuelo de Nietzsche tenía efectivamente 57 años cuando engen­
dró a su hijo, circunstancia que hoy apenas si sería ya motivo de preocu­
pación. Pero resulta curioso que el doctor Zimmermann confirme algo
que el doctor Gutjahr había dicho con anterioridad a Móbius: el párroco
ya estaba enfermo cuando concibió a su primer hijo y presumiblemente
también cuando tomó por esposa a Fránzchen Oehler.
ORÍGENES [9 3 ]

Dada la escasez de datos existentes, no es posible determinar con cer­


teza qué enfermedad padecía el padre de Nietzsche. Como nos dice cual­
quier enciclopedia, el «reblandecimiento de los sesos» es el nombre vul­
gar de muy diversos procesos degenerativos del cerebro debidos a una
encefalitis o a una deficiente irrigación sanguínea de éste. Möbius sospe­
chó que se trataba de un tumor o, si no, de una dolencia cerebral que se
iba extendiendo a partir de un foco inicial; y, en cualquier caso, de una
patología en la que la transmisión por vía hereditaria es harto improbable.
Möbius no conocía las anotaciones de Schulpforta, y si las conocía no las
mencionó. Tampoco conocía la historia del enfermo de Jena, que Podach
publicó en circunstancias rocambolescas y a raíz de la cual, según consta,
el enfermo declaró el 5 de septiembre de 1889 que hasta los diecisiete
años había padecido ataques epilépticos. A decir verdad, no hay más
pruebas que lo confirmen, mientras que en el centro docente no se habría
podido mantener oculta una cosa así. No obstante, se habla a menudo de
estados de gran excitación seguidos de otros de total agotamiento, sobre
todo en relación con la música.
En sus investigaciones, el diligente doctor Möbius encontró otros ele­
mentos sospechosos. También investigó la familia de la madre, incluido el
idilio del párroco rural de Pobles. En este punto se le había anticipado el
poeta sueco Ola Hansson, amigo de Strindberg y uno de los primeros y
apasionados seguidores de Nietzsche y escritor con raro instinto y gran
interés por los casos patológicos. Hansson se enteró por una familia de
Naumburg de que una hermana de la esposa del pastor Nietzsche se ha­
bía quitado la vida y de que otra se había vuelto loca. Parece ser que la
propia señora Nietzsche comentó en cierta ocasión que un hermano suyo
había muerto en una clínica para enfermos de los nervios. El doctor Mö­
bius no prestó oídos a esas habladurías. En cambio, preguntó a la herma­
na, esposa del doctor Förster, que no sabía nada de casos tan graves, pero
reconoció que algunos de sus hermanos tenían algo extraño y que uno de
ellos era melancólico. Además escribió al primer alcalde de Halberstadt,
miembro de la familia Oehler, pero no recibió respuesta alguna, tras lo
cual Möbius hizo el siguiente certero comentario: «N o es aconsejable se­
guir acosando a los miembros de la familia». Y también: «Todos preferi­
mos hablar de parientes sanos a hablar de parientes enfermos. De lo que
menos les gusta hablar a las personas es de enfermedades mentales o ner­
viosas en el seno de la familia».
Sea de ello lo que fuere, los Oehler eran los más sanos de las dos fa­
milias. Joseph, hermanito de Friedrich, murió poco después de nacer, y la
muy longeva Elisabeth no era en absoluto una persona sana y resistente,
sino que, como su hermano, sufría frecuentes jaquecas. Con ella se extin­
guió la familia de los Nietzsche, mientras que los descendientes de los
Oehler se beneficiaron de la fama de su pariente: el sobrino Adalbert es­
[9 4 ] FRIEDRICH N IET Z SC H E

cribió la biografía de Fránzchen; Max Oehler diseñó primeramente un re­


trato ideal de Schopenhauer y después se extendió en comentarios sobre
la «mejora de la especie» y la «ética del fascismo», pero también hizo pa­
tria con su investigación genealógica y su catálogo de las obras de Nietzs-
che. Por último, Richard Oehler publicó en 1943 el índice nietzscheano
de Króner-Verlag y escribió sobre la lucha de Nietzsche contra el bolche­
vismo mundial. Evidentemente, aquí no había sitio para antepasados con
trastornos mentales.
Elisabeth tenía sin duda sus buenas razones para presentar a su pú­
blico un muchacho sanísimo con sus mejillas sonrosadas, su piel trigueña,
sus ojos grandes y castaños y sus cabellos largos y levemente rubios, y
también para registrar como única dolencia suya una irritación de la vista
provocada por las pésimas condiciones exteriores: habitaciones excesiva­
mente oscuras y la lectura a hora demasiado temprana, junto con una hi­
pertensión provocada por su interés en aprender. Pero así que se leen
atentamente las cartas de Pforta y se agrega a ellas el libro de enfermos,
salta a la vista que, durante el tiempo que permaneció en el centro,
Nietzsche estuvo enfermo con frecuencia, circunstancia que apunta cla­
ramente a una dolencia constitutiva común, y que determinados síntomas
se parecen mucho a los de la enfermedad del padre.
Una patología que Nietzsche heredó de su padre y compartió con él
era la fuerte miopía, que fue empeorando en el transcurso de sus años de
estudio. Ya cuando tenía once años escribió a la madre diciéndole que las
tías le habían aconsejado que «se echara en los ojos» aguardiente de trigo.
Más tarde pide una y otra vez gafas de mayor graduación y se queja de
que en botánica, si bien ha podido aprender la clasificación de Linneo, su
mala vista le impide buscar y localizar las plantas. Y en las representacio­
nes teatrales de sus compañeros necesita unas gafas de graduación espe­
cialmente alta para poder ver. Después, en la universidad, toma la deci­
sión de prestar más atención a sus ojos, pero el hecho es que antes y
después castiga su vista hasta límites apenas soportables.
Aunque en Pforta Nietzsche no sufre dolencias agudas o crónicas de
estómago, la leche de la mañana le repugna y le produce náuseas, de
modo que escribe constantemente a su madre pidiéndole que por favor le
envíe cacao en polvo, petición a la que accede en contra de su voluntad
por tratarse, según ella, de una necesidad superflua. En cualquier caso, la
propia Elisabeth admitía que «el estómago era la parte sensible de la fa­
milia Nietzsche».
Lo más molesto son los dolores de cabeza, cíclicos y persistentes, que
Elisabeth interpreta erróneamente como una consecuencia de su mala
vista. Aparecen por primera vez en marzo de 1859, reaparecen en no­
viembre y en el invierno de 1861 pasan a ser una dolencia permanente.
Ahora los dolores afectan a toda la cabeza y a ellos se suman la rigidez de
ORÍGENES [9 5 ]

cuello y los problemas respiratorios, la falta de apetito, los sudores noc­


turnos y el insomnio. El libro de enfermos registra dolor de cabeza reu­
mático. Y, como el estado del paciente no mejora en la enfermería, éste es
enviado a casa para que se reponga. A finales de octubre vuelve tener do­
lores en la región occipital; el libro de enfermos detalla en noviembre dolor
de cabeza reumático, en enero 1862 «congestiones de cabeza», en febre­
ro dolores de cabeza. Y, en agosto de 1862, nuevamente «fatal dolor de
cabeza». En una carta a su madre del 25 de agosto de 1862 el muchacho
dice: «Hoy el doctor me ha aconsejado y permitido que viaje a Naumburg
para allí poner en práctica mi cura de agua y paseos. A mediodía de hoy,
lunes, voy pues a Naumburg y me alojo en nuestra casa para llevar una
vida absolutamente tranquila sin música ni otras perturbaciones. El doc­
tor me ha entregado las necesarias instrucciones dietéticas. Por lo tanto,
no tienes que estar en absoluto preocupada por mí, y tampoco tienes que
abandonar Merseburg. Tal vez lo mejor para mí es vivir completamente
solo. Así, pues, querida mamá, no te angusties por mí; cuando evite todo
lo que me excita, seguro que desaparecerán los dolores de cabeza; pero
ahora pienso mantenerme alejado un poco más de tiempo para, si puedo,
arrancarlos de raíz».
A pesar de que el muchacho aún no ha cumplido dieciocho años, aquí
están descritos todos los ingredientes del futuro de Nietzsche: enferme­
dad, estilo de vida y destino, dolores persistentes, esperanza de encontrar
un lugar tranquilo donde reponerse, automedicación a base de agua, pa­
seos y dieta, relación de la enfermedad con las excitaciones y, dentro de
éstas, la música, marcha súbita por la necesidad de encontrar remedio o
alivio, ilusión de recuperar totalmente la salud. A decir verdad, éstas son
sólo las premisas, la más importante de las cuales es vivir como él quiere.
En abril, mes en el que está libre de dolores, de este mismo año hace su
primera aparición el «genio» de Nietzsche con D estin o e h isto ria, con el
fragmento de E u fo rio y los trabajos sobre Ermanarico, con los primeros
escarceos mundanos, acompañados de crecientes necesidades de dinero,
y con una pequeña fiesta en la asfixiante casa de Naumburg. A finales de
septiembre de 1862, una vez concluida la cura, está de regreso en Pforta
y en una carta vuelve a quejarse de dolores de cabeza («a buen seguro
consecuencia de haber cambiado de habitación y de la consiguiente exci­
tación»). En otra tranquiliza a su madre, pues le dice: «Trabajo con am o­
re, quiero decir, con ganas y sosegadamente, sin excitarme demasiado,
pues siempre me tomó los descansos necesarios. En Almrich juego al bi­
llar, que me divierte. Mis dolores de cabeza son muy raros, pero aún los
tengo».
En el libro de enfermos hay anotaciones que hablan también de dolo­
res reumáticos, de marzo de 1859 a noviembre de 1862. Desgraciadamen­
te «reumatismo» es también un nombre colectivo con un contenido muy
[9 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

variado. En agosto de 1865, cuando todavía estudiaba, Nietzsche descri­


bió a Gersdorff un ataque reumático: «Mi dolencia es un fuerte reumatis­
mo que pasó de los brazos al cuello, de aquí a la mejilla y los dientes, y ac­
tualmente me produce dolores de cabeza continuos y muy punzantes».
Al consejero de sanidad de Schulpforta, llamado Zimmermann, no se
le ocurrieron muchas soluciones para combatir estos dolores de cabeza:
contra las congestiones ventosas, contra el reumatismo cataplasmas y
contra el catarro fricciones con aceite. Pero se enfadó porque el profesor
Schilbach, de Jena, había examinado la dolencia ocular de Nietzsche y la
había achacado a la poca claridad de las habitaciones de estudio y a su de­
ficiente iluminación. El espartano doctor Zimmermann veía en el futuro
genio un muchacho débil con taras hereditarias, mientras que éste, por su
parte, veía en el médico un viejo hablador y recurría a sus remedios basa­
dos en paseos y agua fría, como su padre y toda su familia. Más tarde,
tampoco tendrá una gran confianza en los médicos, hasta llegar a la con­
clusión de que nadie conocía sus enfermedades mejor que él.
A las penalidades y los dolores se sumaba la presión que unas y otros
ejercían en su espíritu y sus estados de ánimo. Cuando el padre enfermó
y luego murió, él tenía ya edad suficiente para percibir el patético carác­
ter de la enfermedad y la transcendencia de la pérdida. El sueño de que
habla — el padre se le apareció para acompañar al hermanito a la tum­
ba— posiblemente es una fantasía pero como fantasía angustiaba al niño
con sus horrores.
A partir de cierto momento en el muchacho empieza a imponerse la
idea de que le va a ocurrir lo mismo que al padre: la melancolía es el sín­
toma, el dolor de cabeza la señal. En 1859, en el mes de agosto, tan pro­
picio para escribir y al que tenemos que agradecer anotaciones hechas en
su diario, Nietzsche decide asimismo «aderezar con elementos fantásti­
cos» algunos episodios de su vida. En ellos explica cómo, junto con su
amigo Wilhelm, se ha marchado de la lúgubre ciudad de Halle y se ha ido
al campo florido. Pero de pronto, «un grito estridente llegó a nuestros oí­
dos: procedía del manicomio cercano. Juntamos nuestras manos íntima­
mente; era como si un espíritu malo nos rozara con sus tenebrosas alas».
Real o imaginaria, era la visión de su infortunio.
En octubre de 1861 —a principios de año había muerto el maniático
rey— Nietzsche se atrevió a defender al poeta Hölderlin, al que sus ca­
lumniadores habían reprochado una «confusa verborrea, ideas demen-
ciales». Era un trabajo de clase escrito en forma de carta a un amigo. El
muchacho, convertido ahora en Hölderlin, el poeta demente, pedía a un
amigo que profundizara en las «opiniones religiosas» de éste para, a tra­
vés de ellas, «arrojar alguna luz sobre las causas de su enajenación men­
tal». ¿Había alguna relación entre aquéllas y ésta? ¿Se podía condenar la
locura también como un castigo divino?
ORÍGENES [97]

La locura era una amenaza; la muerte prematura, otra. ¿Qué se puede


pensar de un muchacho que, a sus catorce años, dice suspirando: «Cuan­
do haya pasado la rosada primavera, también habrá pasado mi vida»?
¿Qué podemos esperar de un muchacho que, a sus diecisiete años, escri­
be versos como «¿salgo en silencio a la playa, a las olas, a la tumba»? A
sus diecinueve años, Nietzsche se siente viejo. Le atormentan sombríos
accesos, oscuras cavilaciones que sólo temporalmente consigue expulsar
y acallar.
Después se infundió ánimo a sí mismo, se imaginó a su antepasado
polaco, que recorría los campos en su caballo, se recreó pensando en el
centenario Ermanarico, mientras su madre le aseguraba que efectivamen­
te los Nietzsche eran gente dura que «conservaba una condición especial
hasta edad avanzada y tenía mucho aguante». El muchacho necesitaba
una vida larga para sus grandes proyectos.
[98] FRIEDRICH NIETZSCHE

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Composición musical escrita de propia mano


por Nietzsche el 11 de julio de 1865
Segunda parte
Devenir
Los años de Bonny Leipzig
Capítulo 1

El estudiante despreocupado

...los estudiantes son tontos, los profesores aún más tontos.


Nietzsche, carta a su hermana de abril de 1885

...los estudios no se deben abordar sólo con seriedad y aplicación,


sino también con optimismo y libertad de espíritu.
Goethe, Poesía y verdad

sí es como nos imaginamos que se debía de sentir entonces el joven

A Nietzsche: por fin libre, sin tutela, sin normas sobre su manera de
vestir, sin obligación de asistir a los oficios religiosos; ya no era el
dulce «Fritz del corazón», ni tenía que soportar amargas críticas por cada
pfennig gastado; en lugar de ello, la libertad académica, que entonces aún
se mantenía, lo que ésta prometía. Así, pues, lejos de su casa, no se deci­
dió por Halle y tampoco por Leipzig, sino por Bonn, sin que el consejo de
familia se opusiera a ello.
Bonn estaba lejos, tan lejos que no pudo viajar a casa, para pasar allí
las Navidades, pues habría resultado demasiado caro y molesto. Los pro­
fesores de Schulpforta le habían recomendado insistentemente la mejor
universidad para el estudio de filología clásica, continuación ideal de las
tareas semiautónomas emprendidas por Nietzsche como alumno de últi­
mo curso. Además, Bonn era protestante y prusiano, aunque estaba si­
tuado en medio de tierra de herejes católicos. La universidad había sido
fundada en 1818 con la idea de reforzar la unión de las recién conquista­
das provincias renanas a Prusia y se llamaba Universidad Renana de Fríe-
[1 0 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

drich Wilhelm en honor de este rey (y así se llama todavía hoy). En su ma­
yoría, los profesores no eran naturales de la región, sino que habían llega­
do del norte, del este y del sur. De entre los de mayor edad, Arndt y Dahl-
mann llegaron de Pomerania, Jahn y Niebuhr eran de Holstein, Welcker
de Hesse, Ritschl y su primo, destacado teólogo, procedían de Turingia.
La familia de los Sybel era oriunda del condado prusiano de Mark. La po­
blación era mayoritariamente protestante y trataba de mantener alejados
a los «ultramontanos», los católicos, que no miraban hacia Potsdam, sino
hacia Roma. Por lo demás, no era gente de fiar como se desprendía de las
aventuras revolucionarias de Cari Schurz y el profesor Kinkel, que ahora
vivían en América como fugitivos.
Friedrich Wilhelm Nietzsche se trasladó, pues, de la nueva Prusia sa­
jona a la nueva Prusia renana. Su severa tía Rosalie, responsable de todas
las cuestiones religiosas, pensaba en la salud de su alma, a la que había
que proteger. Y, así, no sólo se preocupaba de los estudios de teología del
muchacho, sino que además presionó para que éste colaborara con la
Asociación Gustav Adolf como propagador de la fe. El muchacho, que
tuvo que actuar como secretario en círculos piadosos, comunicó decep­
cionado que la presencia de diez participantes en una reunión era consi­
derada ya un éxito, y como remate de su estancia en Bonn redactó para la
asociación un estudio (sobre los alemanes en Norteamérica) que en nin­
guna de sus frases, en ninguna de sus palabras, permite adivinar al gran
escritor futuro.
Nietzsche sólo seguía siendo un buen protestante en cuanto que le de­
sagradaba el catolicismo renano. La universidad se regía por el calendario
católico, celebraba la Inmaculada Concepción e ignoraba la festividad de
la Reforma. Los jesuitas acababan de emprender una ofensiva: además de
su convento de Kreuzberg, edificaron una nueva iglesia del Sagrado Co­
razón, implantaron entre los estudiantes «sodalidades marianas» que
«alentaban la difusión del catolicismo y la destrucción del protestantis­
mo». Así escribió él a la tía Rosalie, siempre ávida de semejantes informes
del frente. La aversión hacia la «mojigata población católica», de la que
informó a su madre en una carta del verano de 1865, era sin duda since­
ra. La procesión de Corpus Christi le molestó profundamente: todo muy
alambicado y, por lo tanto, ostentoso, a la vez que rígidamente piadoso,
viejas que gimotean y graznan, grandísimo derroche de incienso, velas de
cera y guirnaldas de flores». Corto de vista y obligado a llevar gafas,
Nietzsche no era, ni sería nunca, una persona que viviera por los ojos,
pero tanto entonces como después quería seguir viviendo en el sur. La
esencia católica siguió siendo para él «básicamente odiosa» (a Rohde, 28
de febrero de 1875).
La carta en la que se extiende en detalles sobre el despilfarro de in­
cienso durante la procesión de Corpus Christi, databa, a decir verdad, del
DEVENIR [1 0 3 ]

verano de su descontento. La expresión «todo muy alambicado y, por lo


tanto, ostentoso» aludía a los notables de Bonn que constituían una espe­
cie de nobleza y acudían en carroza a los oficios religiosos, mientras los
cocheros permanecían fuera, y también a la sociedad local que no se preo­
cupaba en absoluto del estudiante Nietzsche. En esta misma carta hacía
un balance social: «Los círculos familiares están de manera severamente
excluyeme en contra de todo lo que no responde a las normas conven­
cionales. Incluso entre los estudiantes impera un tono frío y distante».
Efectivamente, el Bonn prusiano se había hecho frío y distante, mien­
tras que la jovialidad renana era acaparada por los nativos, los «indíge­
nas». Aquí estudiaba el hijo del príncipe heredero que después sería em­
perador por espacio de 99 días con el nombre de Federico III. Su hijo, el
futuro Guillermo II, le siguió. Aquel que por su rango y sus ingresos se lo
podía permitir, ingresaba en el círculo de los prusianos de Bonn y servía
en los húsares. En la Koblenzer Allee, la nueva gran avenida, se podían
ver magnates de la industria retirados junto a príncipes y princesas. Un
par de generaciones más tarde el canciller de la República Federal de Ale­
mania se instalaría en el Palacio Schaumburg y el presidente en la Villa
Hammerschmidt, en la recién construida zona residencial de Bonn.
De 1849 a 1854 el príncipe heredero Guillermo había residido en la
cercana Koblenza como gobernador general de las provincias renanas. El
otrora «príncipe metralla», al que en 1848 el rey había retirado precipita­
damente de la circulación y había enviado a Londres, se había vuelto li­
beral bajo la influencia de su esposa, la princesa real Auguste nacida en
Weimar. Liberal significaba entonces anglofilo. Los ingleses, por su par­
te, eran entonces tan germanófilos y estaban tan entusiasmados con el
Rhin como nunca antes y después en su historia. Sus corazones estaban
no sólo en los Highlands sino también «en el Rhin». La canción que
Wolfgang Miiller dedicó a este río se tituló en inglés M y H e art's on the
R h in e [M i corazón e stá en e l R h in ] y fue publicada por diecisiete edito­
riales londinenses. El caricaturista Richard Doyle dibujó un grupo de tu­
ristas en el Rhin con un Mister Brown que entonaba la canción de acuer­
do con una variante jocosa: «Mi sombrero está en el Rhin». Los ingleses
acaudalados no sólo viajaban en barco, río abajo, sino que además se ins­
talaban entre Bonn y Rolandseck, en la misma gran avenida donde resi­
dían los comerciantes alemanes, muchos de los cuales habían hecho su di­
nero en Manchester o Nueva York. Anton Springer, profesor de historia
del arte y uno de los maestros que tuvo Nietzsche, aseguraba que por en­
tonces aún no dominaba el «gremio de tenderos sino una alta burguesía
realmente distinguida». Un servicio religioso anglicano atendía a las ne­
cesidades de sus almas. En noviembre de 1864 Nietzsche informa a su fa­
milia: «Hace una hora estuve en un concierto distinguidísimo, de un lujo
fabuloso, todas las damas de rojo intenso, siempre se hablaba inglés, no
[104] FRIEDRICH NIETZSCHE

speak tnglish . Entrada, 1 tálero, quiere decirse, yo soy miembro colabora­


dor, no cuesta nada. Yo también me presenté elegantísimo, con chaleco
blanco y guantes».
N o sp eak in glish : esto era algo muy grave, una de sus deficiencias so­
ciales. ¡Si en las reuniones de sociedad se hubiera hablado latín o griego
en caso de apuro! En la misma carta, Nietzsche habla a su madre y a su
hermana del profesor Springer, «un hombre joven, guapo, muy ingenio­
so, con sentido artístico, cuyas clases son de las más concurridas». Y en
seguida llega el disparo de aviso: «N o te fijes tanto en profesores de his­
toria del arte guapos e ingeniosos, porque podrías convertirte en un “lite­
rato” si no tienes una meta fija». ¿Era realmente tan aprensiva la tía Ro-
salie? En cualquier caso, la madre rechazó la insinuación y contestó
enérgicamente: «Pero mi Friedrich no será eso».

La idea más sólida con la que Nietzsche marchó de Pforta a Bonn era
pasárselo bien. Primeramente realizó un divertido viaje por el Rhin. Con
su amigo Deussen se dirigió a Elberfeld, donde éste tenía un primo lla­
mado Schnabel, y, después, a casa de los padres de Deussen en la parro­
quia de Oberdreis, cerca de Neuwied.
Inmediatamente fue presa del gran mundo, tal como él lo había soña­
do; el mundo de los negocios, en el que no se admiten las mezquindades.
«Después de visitar varios restaurantes el domingo por la tarde, por la no­
che estuvimos hasta las 11 en casa de Ernst Schnabel, en un ambiente
muy agradable con un vino del Mosela sumamente fino, “del pastor Mo-
selken” , como le llamaba Ernst.» Nietzsche conoció a un acaudalado
hombre de negocios parisién, pariente de Deussen. «Estuvimos con él en
un hotel hasta altas horas de la noche, comimos cosas exquisitas y bebi­
mos vinos de Burdeos, hablamos de sus temas predilectos, cosas religio­
sas, y nos lo pasamos muy bien.» La vida transcurría plácidamente en este
Wuppertal elegante y piadoso, del que el joven Friedrich Engels había
huido para refugiarse en Inglaterra. Nietzsche descubre en las señoras de
cierta edad una preferencia por la afectación piadosa, «las jóvenes lucen
unos abriguitos muy elegantes ceñidos en el talle, á la p o lo n aise, los caba­
lleros llevan color tabaco en el sombrero, los pantalones y lo demás».
Para nada tiene el muchacho una vista tan aguda como para la ciudad,
que le parece «sumamente comercial».
Nietzsche discute con una piadosa y anciana dama sobre si el teatro es
o no es obra del demonio; el padre Schnabel es un «buen comerciante,
devoto y conservador». Nietzsche tiene que asegurar a su familia que sus
compañías son siempre correctas y del agrado de Dios, por más que en
Wuppertal era obligada la amalgama hecha de sentido comercial, devo­
ción prescrita y buena mesa con queso y pan negro de Westfalia. En cam­
DEVENIR [1 0 5 ]

bio, del viaje por el Rhin sólo informa a casa que fue «precioso» en toda
la extensión de la palabra, y por lo tanto también caro. Deussen refiere
que él, Schnabel y Nietzsche montaron a caballo en Drachenfels y que
Nietzsche se cogía constantemente a las orejas del animal para averiguar
si su cabalgadura era un caballo o un asno. Probablemente Deussen se
equivocaba, ya que aún hoy al Drachenfels se sube en burro. El detalle ca­
recería de peso si no viniera a demostrar el interés del joven Nietzsche por
las orejas grandes y pequeñas; él estaba muy ufano de las suyas, que eran
extraordinariamente pequeñas. «Tú tienes orejas pequeñas, tú tienes mis
orejas», dice Dionisos a Ariadna en el último gran canto del ditirambo de
Dionisos.
Filosofía jovial de orejas de asno. Por la noche los tres recorrieron las
calles de Kónigswinter, organizaron serenatas junto a las ventanas, Nietzs­
che cantó E ein sliebch en , Schnabel pidió alojamiento para un pobre mu­
chacho renano, hasta que un individuo malhumorado los ahuyentó con
amenazas e insultos. Esto era un anticipo de lo que les esperaba a los es­
tudiantes en Bonn: incontables excursiones al campo, a los alrededores
de Bonn, a Kónigswinter, Heisterbach y Rolandseck, siempre de franca­
chela y siempre haciendo ruido, ¡E a, ea, han llegado lo s e stu d ian tes!
Al divertido viaje por el Rhin le siguió, en Westerwald, el idilio en la
espaciosa casa parroquial de Oberdreis. Esta localidad era una extensa
parroquia, con grandes campos de cultivo y, como corona de todo ello, un
pensionado de señoritas. Al jovencito de Naumburg, en modo alguno mi­
mado, las casas le parecieron «grandiosas» y vio en la vida de Oberdreis
«una extraña combinación de sencillez y lujo». Lo que más le gustó fue la
esposa del pastor, «una mujer de tal formación, delicadeza en los senti­
mientos y en las palabras, de tal capacidad de trabajo que difícilmente
puede haber otra igual». Sin duda le llamó la atención la diferencia en
comparación con la mezquina y huraña vida familiar de Naumburg, la ta­
cañería, la afectación de las mujeres. Hijos que en verdad impresionan,
entre ellos un constructor de máquinas, que es el que más agrada a
Nietzsche, y una hija «muy espiritual», a la que no puede negar su afecto.
Excursiones a los alrededores, con su aire fresco, de cuatro a siete horas
de camino, a veces con el pensionado, «una asociación de muchachas jó­
venes, no bonitas, amables, todas las cuales parecen ser muy aplicadas».
Algunas tardes se bailaba en el prado con las muchachas; se practicaban
juegos de prendas. Según Deussen, los besos estaban prohibidos. Nietzs­
che ignoraba tales detalles; si las muchachas eran feas, no había ningún
peligro.
En sus cartas a la familia, Nietzsche habla del trabajo del lino, del
mercado de ganado, del bautizo de los hijos de los campesinos; por pri­
mera y última vez se implica como adulto en la vida del campo. Toma la
decisión de fijarse en todo, en las peculiaridades de la comida, de las la­
[1 0 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

bores, del cultivo de los campos, pero su información no pasa de algunas


referencias comunes. Cuando se bautizaba a un hijo de labradores se to­
maba café y se comían patatas; «aquí la gente vive básicamente de eso».
La «cuestión social» flotaba en el aire; Nietzsche no la percibía. En la casa
del párroco Deussen vivían también un zapatero mudo y un sastre tulli­
do, pero Nietzsche no hace ninguna observación al respecto, sólo comen­
ta: «Mis botas están rotas en varios puntos». Dirigido por la cordial y ac­
tiva esposa del pastor en funciones de madre, Nietzsche colabora en lo
que puede, de manera tranquila y educada, y sólo toma la iniciativa cuan­
do alguien pide música. Para el cumpleaños de la esposa del pastor ensa­
ya el canto a cuatro voces A la b a a l Señor, oh alm a m ía. En otra ocasión, los
excursionistas entonan el In teger v itae de Horacio a la luz de la luna, so­
bre las ruinas de una fortaleza romana. Así animado y fortalecido, Nietzs­
che marcha a Bonn.

Nietzsche y Deussen caminaron durante seis horas de Oberdreis a


Neuwied, subieron al vapor y llegaron a Bonn hacia las cuatro de la tarde.
El estudiante Nietzsche tuvo que calcular aproximadamente la hora, pues
no tenía reloj. Ya en el barco, los dos fueron atendidos por un «Stiefel-
füchs». Así se llamaba a los serviciales espíritus de los contactos; servían
absolutamente para todo, ayudaban a encontrar casa y procuraban que
alguien contratara a los recién llegados.
De acuerdo con los consejos de su madre, Nietzsche no se alojó con
su amigo Deussen, sino que alquiló una espaciosa habitación con tres
grandes ventanas y un sofá, «todo muy noble y limpio» («noble» era ya
entonces, como será después, una de sus palabras predilectas), «en la es­
quina de dos calles de mucho movimiento», lo que, por lo visto, entonces
aún se consideraba una ventaja. Nada más instalado, ingresó asimismo en
la asociación juvenil «Franconia». Stóckert, amigo íntimo de Nietzsche
en Pforta, le había invitado, junto con Deussen y otros cinco muchachos
del colegio, a la cervecería donde se reunían los miembros de «Franco-
nía». El ambiente era muy animado, y cuando el primero decidió ingresar
en la asociación, todos los demás le siguieron. En la segunda carta desde
Bonn, Nietzsche decía: «Toda vez que en primer lugar me inclino cortés-
mente en todas direcciones, me presento ante vosotros como miembro de
la asociación estudiantil alemana Franconia».
Aunque la madre y las tías movieran la cabeza en señal de desaproba­
ción, la decisión del muchacho era normal. Por eso intentó tranquilizar­
las diciéndoles que todos, menos dos, habían ingresado en «Franconia».
En su mayoría eran filólogos y, lo que aún era más importante para él,
amantes de la música. A los estudiantes que no ingresaban en ninguna
asociación los llamaban «camellos», lo que significaba individuos sólita-
DEVENIR [1 0 7 ]

ríos, tontos y tercos. Todas las asociaciones lucían sus propios colores y
eran, de acuerdo con la terminología actual, «activas» (incluso la de los
«Wingolfiten», de clara obediencia evangélica, que Nietzsche cuida de no
mencionar por motivos de seguridad).
En sus recuerdos, Deussen ha hecho una descripción básicamente crí­
tica de estos primeros tiempos: «En la Franconia imperaba entonces una
activa vida estudiantil, que a la menor oportunidad degeneraba en excen­
tricidades... Las simplezas patrióticas tenían poco atractivo para nosotros,
como cosmopolitas; el beber sin freno, impuesto como obligación, en las
veladas de la cervecería nos repugnaba. La pedante perorata que nos lan­
zaba el responsable sobre los temas más triviales nos resultaba ridicula, y
cuando, casi todos los sábados, teníamos que faltar a clase, por interesan­
te que fuera la lección, para ver cómo, en un escondido granero, lejos de
la ciudad, miembros de «Franconia» y de «Alemania» se molían a golpes,
tampoco nos divertíamos».
En realidad, los sentimientos de Nietzsche eran muy otros, aunque
cabe suponer que en las cartas a su casa exageraba para así justificar su
gran alegría por haber ingresado en la asociación y participar en sus acti­
vidades. En tanto que Deussen, estudiante de teología responsable y con­
cienzudo, no veía en la innecesaria bebida y el duelo, lo mismo que en las
arengas patrióticas, sino una desviación del objetivo y una pérdida de
tiempo, Nietzsche se fijaba sobre todo en el aspecto social. Para él era ló­
gico que, de acuerdo con el orden social, el hijo de un párroco no perte­
neciera al distinguido Corps, pero sí a una asociación estudiantil de espíri­
tu plenamente burgués, y por mucho que le advirtiera su madre («cumple
con tus cosas, gasta poco dinero...»), debió de parecerle bien tanto a ella
como, y sobre todo, a su hermana Elisabeth con afición a los bailes y los al­
féreces, que Friedrich tratara de introducirse en tan selecta compañía. El,
por su parte, no olvidó comunicar que había conocido al simpático barón
de Frankenstein y que le había visitado en el elegante Hotel Kley, adonde
acudía con frecuencia. Pidió asimismo a la hermana que saludara de su
parte a Anna Redtel, de quien había estado enamorado: cada vez que toma
café en el Hotel Kley, a la vista del Siebengebirge, piensa en ella. Si enton­
ces, como colegial no había sido suficientemente distinguido para la mu­
chacha o para la madre, ahora podía enviarle un saludo entre amable y
condescendiente desde un hotel noble y un entorno noble.
Sí, Nietzsche se deshacía en palabras de elogio y admiración. Le cau­
tivaba la pujante vida de las asociaciones con sus «uniformes oficiales y su
fabuloso prestigio». Las fiestas le exigían grandes esfuerzos pero él cola­
boraba de buen grado: por la noche, banquete de la entidad hasta las 2 de
la noche; al día siguiente, hacia las 11 de la mañana, desayunó ligero, pa­
seo por el mercado y comida seguida de café en el Hotel Kley. Después,
nuevamente banquete, desfile de gran gala por las calles principales, con
[108] FRIEDRICH NIETZSCHE

el barco hasta Rolandseck, gran cena en el Hotel Croyen. «En el barco lle­
vábamos vino. Cuando llegamos a Rolandseck nos recibieron con salvas
de mortero. Después estuvimos sentados a la mesa hasta las 6; cada vez
estábamos más alegres y entonábamos muchas canciones compuestas por
nosotros y plagadas de disparates. Mientras tanto, fuera se había puesto
oscuro, la luna se reflejaba en el Rhin e iluminaba las cumbres del Sie-
bengebirge que emergían entre la niebla azulada.» Evidentemente las
fiestas le sentaban estupendamente, pues no dice ni una sola palabra so­
bre cosas como enfermedad o malestar. Una observación concreta: des­
pués de beber mucho, no ha tenido resaca.
Si hemos de dar crédito a sus cartas, el futuro ermitaño de Sils-Maria
era un socio sumamente activo. Nada más llegar a Bonn ingresó en la «So­
ciedad Coral Municipal», y uno de los puntos culminantes de su viva téc­
nica descriptiva corresponde al festival del Bajo Rhin, en Colonia, a prin­
cipios de junio de 1865:
«Por la tarde, los señores de Bonn fuimos juntos a la cervecería, pero
los de la Sociedad Coral de Colonia nos invitaron en el restaurante Gür-
zenich y allí nos quedamos todos juntos entre brindis y canciones..., entre
canciones a cuatro voces y creciente animación. Hacía las 3 de la mañana
me marché con dos conocidos; recorrimos la ciudad, llamamos a las puer­
tas de las casas, pero no encontramos donde alojarnos, y tampoco el co­
rreo nos recogió —queríamos dormir en los coches de correos— , hasta
que finalmente, al cabo de hora y media, nos abrió el vigilante del Hotel
du Dome. Nos dejamos caer sobre los bancos del comedor y en dos se­
gundos estábamos dormidos. Fuera amanecía. Al cabo de una hora y me­
dia vino el sirviente y nos despertó, pues tenían que limpiar la sala. Mar­
chamos entre alegres y contrariados, nos dirigimos hacia Deutz pasando
por la estación, desayunamos y empezamos la prueba con voz sumamen­
te amortiguada. Me dormí, pues, con gran entusiasmo (con obligado
acompañamiento de bombo y platillo)».
En las cartas —por razones evidentes— se habla poco de bebida y en
absoluto de duelo. En una carta Nietzsche dice con nostalgia a Elisabeth:
«Sabes, en esos banquetes de estudiantes impera una excitación general,
ni rastro del agradable ambiente de la cerveza». «Ambiente de la cerveza»
o «materialismo de la cerveza» era el nombre que los estudiantes daban al
beber. Con el recuerdo nebuloso de las cuatro jarras de cerveza de Alm-
rich, su pecado de juventud, seguro que él pertenecía al bando de los mo­
derados, aunque también es cierto que la costumbre exigía libaciones ri­
tuales. En los «duelos de cerveza», los estudiantes tenían que beber como
mínimo tres jarras. Algunos, especialmente hábiles, podían ajustar la úvu-
la en el esófago de manera que la cerveza llegara al estómago sin necesi­
dad de tragar. Beber era, junto con las trampas de dinero, las tertulias y
los viajes en grupo hasta Rolandseck o Heisterbach, una seña de identi­
DEVENIR [109]

dad de la virilidad: el que nunca había cogido una borrachera no era un


auténtico hombre.
Nietzsche trató de hacer honor a su hombría, si no bebiendo cerveza,
al menos participando en la redacción de una revista de bebedores. Para
ella escribió un «fabuloso disparate», como él mismo lo llamó. Eran
«apuntes para un número de magia con remate patriótico» con el título
de L o s fran co n ian o s en e l ríelo. Hoy figuran en sus obras completas y son
a buen seguro el producto más singular del gran filósofo. Las consecuen­
cias de las borracheras son descritas en alusiones muy divertidas: «Uno
oye ruidos inquietantes y teme que se trate de una erupción del Vesubio.
En diferentes puntos, los franconianos vomitan ríos. Pero los puntos son
demasiado delicados para tocarlos después. Uno ve cómo la lava, cargada
de cerveza, se extiende sobre el escenario».
Nietzsche se expresa sin prejuicios, incluso con frivolidad, como pro­
cede cuando se hacen bromas sobre la cerveza. En la primera escena de
su drama se podían ver 77 vírgenes vestidas de blanco con delantales
amarillos en los que se podía leer, escrito en grandes caracteres «Principio
de moralidad». 77 franconianos les cantaban entonces una parodia de
F au sto : «El eterno femenino nos atrae; / Los delantales amarillos nos
muestran el camino». En la escena final, las 77 vírgenes aparecían tendi­
das «sobre los fragmentos de su virginidad», mientras que los 77 franco­
nianos caían en un sueño profundo a causa de la cerveza bebida. El prin­
cipio de moralidad o de castidad procedía de los primeros años de la
asociación juvenil, del idealismo fundacional de 1817. En él concurrían
conceptos caballerescos y cristianos, amén de atávicas ideas médicas so­
bre la pureza de la sangre y el debilitamiento de la raza a través de la las­
civia. De todos modos, al libertino le acechaba en cada esquina la sífilis,
la enfermedad de Venus como se llamaba entonces. Las concepciones de
los guardianes de la virtud respecto de los jóvenes no estaban entonces
muy alejadas de las que hoy profesa una generación de abuelas, en fase de
extinción, acerca de la virginidad de sus nietas.
Ya en 1865, la Liga de Asociaciones Juveniles de Eisenach, a la que
también pertenecía «Franconia», dio un paso más hacia la emancipación
al analizar y definir, en la fiesta de la entidad, el principio de moralidad en
términos nuevos. Por moralidad debe entenderse la preocupación en
mantener y promover las fuerzas corporales y espirituales, el carácter sa­
grado de la palabra empeñada y la salvaguardia del decoro basado en la
verdadera formación. La castidad no está contenida necesariamente en el
«principio general de moralidad».
La nueva Ilustración de los años cincuenta había dado su fruto: la hi­
giene iba eliminando a la santidad. A decir verdad, los habitantes de
Bonn seguían la vieja norma. Hacía ya mucho tiempo que habían encon­
trado una escapatoria, una especie de solución tramposa, más bien rena­
[1 1 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

na, del problema: las mujeres de Bonn tenían que ser castas; el que quería
pecar tenía que irse a Colonia.
Con las mujeres había que ser valiente. También en este punto,
Nietzsche procuraba atenerse estrictamente a la norma establecida. En su
«himno nacional» se dice: «Cuando llega a casa por la tarde, le besa una
boca roja». Con la agraciada Mariechen, sobrina de su patrona, visita el
cementerio de Bonn, la tumba de Schumann y asiste a la consagración de
la iglesia de la aldea. Sus patronos son «gente muy educada y agradable»,
con la que le gusta pasar una horita por la noche. Esto escribió a finales
de octubre. En cambio, apenas un mes más tarde comenta: «Sabes, lo que
en Bonn hay que evitar por encima de todo: la excesiva confianza con los
patronos; ellos se tienen por gente honorable, pero son trabajadores ma­
nuales. Dirigirse a ellos por escrito me parecería, dicho abiertamente, im­
procedente en grado sumo e incluso inadmisible. Me marcharía de allí al
momento». De hecho, la filia h o sp italis era mucho más comprensiva en
los cantos estudiantiles que en la vida diaria, donde lo podía perder todo
y apenas conseguir algo. La enojada reacción a la bondadosa propuesta
de la madre de que escribiera unas palabras amables a los patronos, es su­
ficientemente explícita: el muchacho da a entender a sus compañeros que
efectivamente allí puede sacar algo, pero no quiere rebajarse. Las salidas
con la familia Oldag fueron cortadas pronto y la comida de casa, inicial­
mente elogiada como «muy buena», dejó de ser del agrado de su paladar.
La señorita Mariechen declaró más tarde que no había tenido nada con
Nietzsche, y se casó con un médico. Tenemos que creerla.
¿Intentó algo con ella el joven Nietzsche? En caso afirmativo, su fra­
caso fue sin duda una de las causas de que se apartara de ella.
El entusiasmo por las artistas de teatro siguió un curso tan programa­
do como la relación con la filia h o sp italis. Para un estudiante era sólo un
sueño platónico; si después llegaba a ser alguien, podía aspirar a una re­
lación sentimental en un mundo en el que el hombre no podía recurrir
para su satisfacción ni a muchachas vírgenes ni a mujeres casadas y úni­
camente le estaba permitido guiñar un ojo a las chicas de teatro. La actriz
Friederike Gossmann se llevó la palma en varios papeles de colegiala.
«Naturalmente, todos sin excepción estábamos enamorados de ella, por
la noche en la cervecería cantábamos a voz en grito sus canciones y brin­
dábamos a su salud».
De las escapadas a Colonia se hablaba poco, si acaso entre amigos; en
la familia ya la mínima insinuación habría disparado la alarma. Deussen
ha dejado efectivamente un documento que confirma la virtuosidad de
Nietzsche más que ponerla en entredicho. Se trata de un relato que des­
pués se haría famoso, pues sirvió a Thomas Mann como modelo del epi­
sodio de Esmeralda en su D octo r F au sto . Deussen, que dice haberlo oído
personalmente de Nietzsche, lo reproduce así: En Colonia, Nietzsche fue
DEVENIR [1 1 1 ]

conducido por un mensajero, pero éste no le llevó a un restaurante sino a


un burdel; allí, desconcertado y extraño, «se vio de repente rodeado de
media docena de figuras humanas cubiertas de lentejuelas y gasas» que le
miraban expectantes. Por un momento se quedó sin habla, luego se diri­
gió al piano, «única criatura dotada de alma», en busca de compañía, tocó
unos cuantos acordes y salió a la calle.
La anécdota es una pieza para la leyenda. Deussen la contó cuando
Nietzsche ya era famoso y, a causa de la amistad, sobre él, profesor activo
y honrado, caía también un poco de su luz dorada. Después declaró estar
en condiciones de asegurar —en latín— que Nietzsche num quam m u lle­
r a n a ttig it (nunca tuvo relación sexual con una mujer). La estilización res­
pondía al espíritu de su hermana, que consideró muy conveniente para
sus fines convertir al profeta de la vivencia dionisíaca en un santo y un as­
ceta. Que se abstuviera le libró de la sospecha de que se hubiera limitado
a buscar una justificación superior a su vida pecaminosa.
Con toda seguridad que Deussen no se inventó el relato, pues incluso
le pone fecha: un día del mes de febrero de 1865. Por el contrario, es su­
mamente improbable que sea verídica la introducción: Nietzsche conocía
Colonia desde hacía mucho tiempo por su asistencia al teatro y a la ópera.
En una carta de enero a la tía Rosalie había hecho una descripción más
bien pobre de la ciudad: «Decididamente, la ciudad produce una gran im­
presión con su majestuosa catedral y las incontables iglesias». Con parejo
laconismo se expresará más tarde al aludir a ciudades tan interesantes
como Génova o Roma. El arte le era extraño, y evidentemente, dada su
constante penuria económica, no podía en modo alguno contratar los ser­
vicios de un mensajero como guía. Es mucho más probable pensar que, in­
trigado por las alabanzas de sus compañeros, hiciera una escapada a Colo­
nia y aquí fuera atrapado por un «gancho» que le llevó hasta las muchachas
cubiertas con gasas. También es significativo que quedara desconcertado y
huyera. Tan grosero, tan triste, no se había imaginado Nietzsche en sus sue­
ños el mágico mundo del amor, el monte de Venus de T annhäuser. El cayó
de las nubes de las fantasías sexuales en la crasa realidad de las prostitutas,
con sus descaradas bromas, procacidades, risas y groserías, y emprendió
rápidamente la retirada para poner fin a la aventura.
¿El piano? El recurso es demasiado singular para que Deussen lo in­
ventara. Singular como estación intermedia antes de la marcha. En el D oc­
tor F au sto Thomas Mann lo narra de acuerdo con un estilo arcaico cuan­
do dice: «Me puse en pie y oculté mis sentimientos; delante de mí veo un
piano abierto, un amigo se desliza sobre la alfombra hacia él y, de pie, toca
dos, tres acordes, todavía no sé lo que era... Junto a mí se coloca una mujer
de tez trigueña, con una chaquetilla española, boca grande, nariz chata y
ojos almendrados, Esmeralda, que me acaricia la mejilla con su brazo. Me
vuelvo, aparto el banco con la rodilla, atravieso de nuevo, sobre la alfom­
[1 1 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

bra, el infierno de placer, dejando a un lado a la patrona locuaz, atrave­


sando el vestíbulo y bajando los escalones hasta la calle...». Apenas si po­
demos imaginar que las señoritas siguieran la maniobra con tanto cariño y
tanta comprensión, en vez de echar fuera con palabras de burla al falso
cliente. ¿No transcurrió todo de manera algo distinta? ¿Fue acaso recibi­
do con indiferencia y desprecio y entonces trató de impresionar con el re­
curso que más dominaba: improvisar al piano? ¿O se inventó el truco —el
piano, «el único pecho sensible tras las máscaras»— en atención a su ami­
go? Desde el punto de vista de la psicología profunda se puede añadir: la
música era efectivamente hasta entonces su amada, a la que habría estado
a punto de delatar en un mundo ficticio inferior. En un punto tiene razón
Thomas Mann con su imaginativa anécdota: el muchacho no quedó desa­
lentado para siempre, sino que siguió buscando el monte de Venus, las ser­
vidoras del amor, aunque ya no en Colonia, sino en Leipzig, en Sorrento,
en el desierto o en el paraíso; a decir verdad, siempre en vano.

La música era su novia. Su conciencia musical era alta; si siendo como


era un principiante impresionaba, era a través del piano. «Mi improvisa­
ción al piano causó un efecto no pequeño; fui despedido solemnemente
con un brindis... Por la tarde toqué en una cervecería, sin saber que esta­
ba presente un famoso director de orquesta, que se quedó de piedra...».
Estas eran vivencias de Elberfelder. En Bonn alquiló inmediatamente un
piano, por tres táleros; la vivienda le costaba sólo cinco. Era el único ca­
pricho caro que se permitía; de libros para el estudio, ni hablar. Pronto
entre los compañeros se le conoció como «Gluck», y, según él mismo
cuenta, se le tenía por una autoridad musical. Para Marie Deussen com­
puso, en Navidad, cuatro canciones para soprano y piano; como regalo de
Navidad pidió la partitura para piano del M an /red de Schumann. En
Bonn, uno de sus primeros viajes fue para visitar la tumba de Schumann,
en la que depositó solemnemente una corona. También consideraba un
hecho digno de mención que la casa donde había nacido Beethoven se en­
contrara a pocos pasos de donde él vivía.
Cuando la madre preguntó cautelosamente cómo le iban las clases, él
contestó rotundamente: «Que hombres como Ritschl, que me soltó un
discurso sobre filología y teología, como Otto Jahn, que al igual que yo,
cultiva la filología y la música, sin hacer de ninguna de ellas una cosa se­
cundaria, ejerzan una gran influencia en mí, es algo que pueden imaginar
todos los que conocen a estos héroes de la ciencia».
Los nombres y las asignaturas estaban agrupados hábilmente: la ma­
dre debía ver que el paso había sido fluido: tanto de la teología a la filolo­
gía como de la filología a la música; los héroes del espíritu garantizaban la
viabilidad del camino y del cambio. La madre le puso, a vuelta de correo,
DEVENIR [1 1 3 ]

el ejemplo de su amigo Gustav: éste da ahora gracias a Dios de que sus pa­
dres presionaran para que estudiara derecho, y no música. Pero Nietzs-
che prefería fijarse en el profesor Jahn: un par de años antes había apare­
cido su biografía de Mozart en cuatro volúmenes, que todavía hoy
constituye una obra esencial.
A pesar de toda su penuria económica, Nietzsche asistía a conciertos
y a la ópera, e incluso cantaba con entusiasmo en el coro como bajo. Ya al
principio de su estancia en Bonn había visitado al director de orquesta
Brambach, que tenía también pretensiones de compositor. Ahora, pasa­
das las Navidades, entusiasmado con el M an fred de Schumann y reforza­
do en sus proyectos musicales, se atrevía a exponerse a su juicio crítico. A
finales de enero de 1865 informó a su casa:
«M e alegra mucho que en general os gusten las canciones. Yo he ha­
blado extensamente sobre ellas con el director de orquesta Brambach.
Aunque, a decir verdad, me he propuesto firmenente no componer nada
durante este año. El mé aconsejó encarecidamente que tomara clases de
contrapunto, Pero no tengo dinero para ello. Mis razones para no com­
poner os las quiero comunicar de viva voz. ¿Sabéis de algún bonito rega­
lo que yo pudiera hacer a ese hombre? No me gusta aceptar atenciones
cuando no puedo devolverlas».
Lo que este pasaje a medias insinúa y a medias silencia es una doloro-
sa herida. Brambach había examinado las canciones, tal vez le parecieron
muy hermosas, pero llamaba la atención sobre el hecho estricto de que
componer es una técnica que hay que aprender, empezando por el con­
trapunto. El diletante se había sobrevalorado, se había tomado en serio
los muchos bravos y dacapos, la admiración de amigos y aficionados, ha­
bía percibido en su murmullo y susurro junto al piano una inspiración su­
perior, y acariciaba la secreta esperanza de superar a Schumann en osadía,
imaginación y originalidad. Y entonces el director de orquesta le aconse­
ja que, como principiante, empiece por el principio como si fuera un
niño. ¿Qué podía hacer? Aquel burgués no merecía otra cosa que una
respuesta fría, calculadamente cortés, como venganza. ¿Y en cuanto a él?
«N o tengo dinero» es tanto como decir: no tengo ni ganas ni fuerzas. Así,
pues, fuera con la música. Fue, como cuando alguien deja de fumar, una
decisión que él mismo recoge sucintamente en los apuntes para una des­
cripción de sus años de Bonn: «N o querer seguir componiendo. Horri­
ble». La palabra señala una crisis vital. Después dice en tono igualmente
lapidario: «Cultivar la poesía: fin». Pero, curiosamente, en el mismo pá­
rrafo se describe ya otro proyecto: «Mis intenciones como recensor e his­
toriador de la música». En él aparece nuevamente un nombre como refe­
rente: «Jahn», aquel profesor de filología clásica que era también crítico
de música y biógrafo de Mozart, no como simple aficionado sino como
doblemente entendido.
[1 1 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Nietzsche puso provisionalmente fin a su actividad poética. Y, efecti­


vamente, miraba con tristeza sus pasados intentos, mientras que compo­
ner era una tentación que no conseguía quitarse de la cabeza. En mayo de
1865, en una carta a su amigo Cari von Gersdotff se atreve a decir: «Tal
vez volveré a componer algún día, cosa que, durante estos años, he evita­
do temerosamente hasta hoy». En junio pone efectivamente música a un
poema suyo del período escolar titulado L a jo v e n p escad ora. En cada una
de las estrofas se repite, con ligeras variaciones, el estribillo «¡O h! Nadie
puede comprender por qué estoy tan triste». En este pecado permaneció
medio año. Ya no tenía piano; no había pagado el alquiler del primer se­
mestre, y ahora le tocaba hacerlo. En la carta a Gersdorff figura también
esta frase delatora: «Como cosa secundaria estudio ahora la vida de Beet-
hoven de acuerdo con la obra de Marx». Esto no era ninguna cosa secun­
daria sino que cumplía fines formativos. Jahn había llegado a Bonn con la
idea de escribir una biografía de Beethoven, pero como era un concien­
zudo profesor alemán, había empezado por Mozart, y este estudio de Mo-
zart, concebido como preludio del estudio de Beethoven, había crecido
hasta ocupar cuatro gruesos volúmenes. Pero ya había encontrado un
ayudante y continuador en la persona de su alumno Hermann Deiters.
Contratado como profesor de instituto en Bonn, Deiters siguió trabajan­
do en Beethoven tan concienzudamente que no pudo terminarlo y tuvo
que coger el relevo el famoso historiador de la música Hugo Riemann,
que redactó los dos últimos volúmenes de un total de cinco. Nietzsche co­
noció al doctor Deiters y quedó maravillado.
También el profesor de arte Antón Springer, al que Nietzsche admi­
raba, se había introducido a su manera en los círculos musicales. Si
Nietzsche asistía a sus clases, si se inscribía en su seminario, con toda se­
guridad que no era por Rafael o Miguel Angel. Ir a ver a Springer era un
gesto de buen gusto, pero también muy útil, pues el profesor tenía mucha
amistad con Gottlieb Kyllmann, protector de músicos que procedía del
ducado de Berg y se había hecho construir una de las bellas casas de la
Koblenzer Allee. Kyllmann organizaba veladas de cuarteto con los profe­
sores del Conservatorio de Colonia, lo más exquisito que Bonn podía
ofrecer. A ellos se sumaba, como tercer elemento del grupo el profesor
Jahn. Nietzsche no ha dicho ni una palabra de estas relaciones, aunque
con toda seguridad le eran conocidas. Observa con orgullo que, gracias al
profesor Schaarschmidt, se ha introducido en la «más noble sociedad de
Bonn» formada en su mayor parte por familias de profesores; sin embar­
go, a lo que parece, no ha participado en las veladas de cuarteto de Got­
tlieb Kyllmann. De hecho, él se mueve en el círculo de Otto Jahn, pero
alejado de su centro.
Antón Springer, que se movía en el plano más alto de Bonn y perte­
necía al círculo de la princesa Wied (llamada en la sociedad «nuestra
DEVENIR t i 15]

princesa»), observa en los recuerdos de su vida: «La educación que había


conseguido en mi juventud al moverme en círculos elegantes, daba ahora
su fruto. Yo había aprendido el arte que tan difícil le resulta al burgués.
Seguí siendo respetuoso, pero defendía rigurosamente la libertad de jui­
cio». Nietzsche había aprendido buenas maneras en la severa escuela ho­
gareña y las respetó escrupulosamente a lo largo de su vida. Pero no bas­
taban para la corte, para introducirse en los «mejores círculos». Conciliar
el respeto con la independencia de criterio era algo que no había apren­
dido. Una vez asimilados los cumplidos y las reverencias, aparecía lo que
él llamaba su naturaleza socarrona. De ello vamos a hablar ahora.

Cuando entró en la asociación «Franconia», Nietzsche se decidió a fa­


vor de la sociabilidad, la sociedad, las relaciones. Sólo el que se sentía se­
guro de sí mismo, incluso en lo económico, o era demasiado pobre para
ingresar en la corporación, podía permitirse el lujo de seguir siendo un
«camello». Pero mientras que Deussen se sentía apartado de su objetivo
real, él luchaba con entusiasmo y fe por llegar a desempeñar un papel en
la sociedad. El poema burlesco para la revista de los bebedores era un in­
tento en ese sentido; a él le habría gustado convertir en músicos a todos
los miembros de «Franconia». En el segundo semestre, el de verano, in­
tentó efectivamente reformar la asociación y someterla a sus concepcio­
nes. El proyecto fracasó y terminó en un profundo malestar. Desde las
Navidades de 1864 se había esfumado la vieja euforia y la vida en común
ya no era «fabulosa». Entonces apareció un Nietzsche que, como antes en
Pforta, se mantenía alejado de todos, exceptuados unos pocos amigos, y
por último, a partir de su llegada a Leipzig, les decía a los miembros de
«Franconia» en plena cara, cuando ya estaba fuera de su alcance, el poco
aprecio que les profesaba.
En las cartas apenas si se refleja algo de todo ello. Tampoco han dicho
muchas cosas los compañeros de estudios, los cuales en general pasaron a
ocupar después honrados cargos burgueses. Sólo las anotaciones diarias
de la libreta de Max Eyffert, compañero de estudios en Bonn muerto en
1873 a la edad de veinticinco años, nos permiten echar una mirada a la
vida diaria de Nietzsche estudiante («con Nietzsche agua de seltz»). Hay
muchas cosas que se tienen que adivinar, conjuntar a partir de insinua­
ciones esporádicas, para no tener al final otra cosa que pinceladas sueltas
de un retrato.
La asociación «Franconia», a la que perteneció Nietzsche, seguía
abierta a unos pocos. Adquirió una nueva imagen con la llegada de los
alumnos de Pforta, que de este modo seguían estando en cierto modo
juntos. Según los grupos que coincidieran en su seno, los contactos asu­
mían un determinado carácter, se decidían con más fuerza por la acción
[1 1 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

política conjunta o por grupúsculos de individuos solitarios, por la cien­


cia y el arte o por la esgrima y la bebida, por debatir o por entonar can­
ciones en los banquetes. En tanto que los Corps habían encontrado su
forma hacía ya mucho tiempo, con el espíritu de cuerpo, al que dieron
nombre, con normas para los duelos y rígida delimitación de todo lo que
se movía entre ellos, incluidas las asociaciones juveniles, éstas se veían sa­
cudidas entre su pasado político-heroico y su presente, en el que las ca­
morras nocturnas constituían el último exponente de su extinta rebeldía.
En cualquier caso, el año 1838, en Prusia fueron prohibidas y disuel­
tas las asociaciones estudiantiles por actividades revolucionarias. En 1842
tuvo lugar en Bonn la fundación de «Fridericia», entidad más bien pusi­
lánime consentida implícitamente por la dirección de la universidad, por­
que en ella figuraban como miembros los hijos de Arndt, Dahlmann y
otros profesores distinguidos. Tan pronto como «Fridericia» creció, em­
pezó asimismo a dividirse. Sus miembros del norte de Alemania preferían
debatir ciertos temas, los de Renania y Flalle se inclinaban por la bebida.
Éstos se apartaron y fundaron una nueva asociación estudiantil llamada
«Alemannia». Con ello, la reducida «Fridericia» se sumió aún más en la
politización y se pronunció especialmente a favor de la llamada u n iv ersa­
lid ad o integración corporativa de todos los estudiantes y precursores de
las actuales ASTAS. De este modo se hacía democrática, si es que no lo
era ya; ahora diríamos que era una organización de izquierda.
Esto, a su vez, no gustó a algunos miembros que habían permanecido
fieles y a otros recién ingresados; a finales de 1845 un grupo abandonó la
asociación y fundó «Franconia». El portavoz de este grupo era Bernard
von Gudden, futuro profesor de psiquiatría que murió ahogado en el lago
de Starnberg, junto con el rey Luis II y su guardia. Los disidentes querían
una vida estudiantil propia, la «instrucción de todos sus miembros me­
diante una fusión lo más estrecha posible y una influencia interior, recí­
proca, de las distintas personalidades», una consigna tan agradable al
oído como vacía de contenido. En lugar de la acción recíproca desde den­
tro inmediatamente volvieron a aparecer las diferencias de opinión. Si los
franconianos representaban una contrafundación más bien conservado­
ra, en los años anteriores a la revolución de marzo de 1848 el «Progreso»,
como entonces se llamaba el ala progresista, no se dejó barrer. Su líder en
la asociación «Franconia» y, junto coñ Nietzsche, uno de sus miembros
más famosos era el futuro revolucionario Cari Schurz. También había
«extremistas» como el estudiante de Mannheim Karl Blind, que «nos tra­
jo las conocidas ideas sociales del comunismo radical de la democracia de
Heidelberg», como escribió, en tono condenatorio, su rival Spelz. Poco
antes de la revolución se impuso el partido «conservador» de Spelz, y así
que fracasó el levantamiento de marzo, los distintos grupos se amansaron
y volvieron a someterse a la disciplina. El negro, rojo y dorado, colores de
DEVENIR [117]

la revolución democrática y liberal, se convirtieron en los nada sospecho­


sos blanco, rojo y dorado. Las gorras de plato conservaron durante algún
tiempo su ribete negro, rojo y dorado; después el negro fue cubierto con
una tira de tela blanca, pero al final también esto resultó demasiado re­
pulsivo e incómodo; la asociación «Franconia» había quedado unificada.
Cuando Nietzsche llegó a Bonn, la revolución pertenecía ya al pasado,
pero persistían los antagonismos políticos entre conservadores, liberales y
católicos. En Prusia se habían agudizado dando lugar al llamado «con­
flicto constitucional», consecuencia de la oposición de los liberales a la
reforma del ejército propuesta por el rey. A la postre, el rey disolvió la Cá­
mara de Diputados, pero los liberales, que desde 1861 se llamaban a sí
mismos «partido del progreso», volvieron fortalecidos al Parlamento. En
la curiosa situación que le obligaba a gobernar contra el Parlamento, el
rey llamó en su ayuda a un político de gran inteligencia, pero con fama de
obstinado que, como ministro plenipotenciario en París, esperaba su
hora; era Otto von Bismarck, viejo prusiano, terrateniente y gran señor.
La oposición de los liberales se basaba todavía en las ideas de 1848.
Los demócratas burgueses y radicales de entonces se habían integrado en
el partido del progreso con los conservadores moderados, mientras que
Ferdinand Lassalle fundaba en 1863 la «Agrupación General de los Tra­
bajadores Alemanes», a la que en 1864 siguió, como competidora, la
«Unión Internacional de Trabajadores» fundada por Marx en Londres.
En este paisaje político hay que incluir asimismo la existencia en suelo
alemán de numerosos Estados pequeños, apoyados desde Austria por cla­
ros motivos de interés y sólo débilmente combatidos por Prusia. El clima
era asfixiante, la política consistía esencialmente en seguir el compás y
eludir los problemas. Napoleón III, en representación de Francia, apare­
cía como el árbitro de las cuestiones europeas, beneficiándose así desca­
radamente del mito de su tío.
La guerra de 1864 entre Dinamarca, Austria y Prusia, finalizada rápi­
damente, apenas si introdujo cambios en el mapa político, pero, en cam­
bio, ejerció un persistente efecto en las mentes. Un nuevo sentimiento na­
cional de cuño prusiano irrumpió y creció hasta tal punto que los
austríacos, aliados de los prusianos, querían participar en el reparto de
Schleswig-Holstein, auténtico botín de guerra situado en el norte profun­
do a mil kilómetros de Viena. Los liberales empezaron a cambiar de acti­
tud, de modo que ya no les parecía tan desagradable el reaccionario Von
Bismarck, y su ala nacional, de derecha, se iba imponiendo lentamente. El
desarrollo económico, la industrialización, la creciente integración eco­
nómica de los Estados pequeños contribuían al optimismo nacional. Ale­
mania se hacía por momentos, si no más hermosa, sí más rica. Regían
principios férreos, junto a conceptos de rendimiento y laboriosidad. Los
progresistas se convirtieron en nacionalliberales. En Bonn, el filólogo y
[1 1 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

amigo de Mozart Otto Jahn, oriundo de Holstein, proclamó la anexión de


su patria a Prusia, y en el gran auditorio de la universidad el historiador
Heinrich von Sybel, uno de los futuros nacionalliberales, impartió su cur­
so de política ante cien o doscientos oyentes (una cifra entonces enorme).
El estudiante Nietzsche se inclinaba todavía por la mayoría liberal, pero
como en casa todos eran conservadores y leían el K reuzzeitu n g, lo mejor
era no entrar en detalles sobre sus propias ideas.
Si quería afianzar su posición en «Franconia», evidentemente no de­
bía hacerlo a través de la política. En general le gustaba la vida de la aso­
ciación: sobre todo, los vistosos desfiles y las excursiones al Drachenfels a
la luz de la luna y los recorridos en canoa por el Rhin. Enemigo declara­
do de todo lo tosco, Nietzsche acariciaba la idea de crear una entidad
educativa como la que en otro tiempo había formado con Wilhelm Pin-
der y Gustav Krug; debía ser una corporación de excursionistas y lecto­
res, pero sobre todo con mucha música y un poco de ciencia.
En una carta a su familia, Nietzsche dice, rebosante de alegría, que
todos son amantes de la música y filólogos, pero la verdad es que la vela­
da musical que quería instituir quedó en nada. La segunda reforma que,
junto con otros ex alumnos de Pforta, puso en marcha se refería a la cien­
cia. A finales de febrero de 1865 escribió a su madre comunicándole que
cada día le gustaba más la asociación: «Ahora los de Pforta la tienen en
sus manos, y nuestro espíritu es el imperante». A su antiguo amigo Pinder
le dijo más concretamente: «Nosotros, los de Pforta, hemos impuesto
ahora una orientación científica, lo que ha supuesto sacrificar una tarde
en la cervecería... Nuestra meta es: combatir todos los anacronismos en el
seno de la asociación. Así ya hemos eliminado todos los banquetes de ta­
berna». Él mismo puso manos a la obra, se ofreció como orador para la
velada científica recientemente introducida y el 3 de julio pronunció una
conferencia sobre la poesía política en Alemania. Si hemos de dar crédito
al diario de Eyfferth, era la única actividad científica en la vida de los
franconianos. Una anotación del 7 de mayo en ese mismo diario aporta
una información de signo contrario que nos sirve para definir las diferen­
cias: «Así que subí a Rolandsbogen..., vi que abajo casi todos estaban be­
bidos... En la estación, los franconianos se enzarzaron en una pelea con
los Corps...». Así estaban las cosas.
De la conferencia sobre la poesía política sólo tenemos unas cuantas
palabras orientativas. Como a Nietzsche no le gustaba hablar libremente,
el texto se debió de perder, pero, en cambio, conservó cuidadosamente
todos sus cuadernos de apuntes. El tema no tenía absolutamente nada
que ver con él, pero mucho con la asociación estudiantil. La poesía polí­
tica formaba parte de su prehistoria patriótica; su gran momento terminó
con la revolución de 1848. Pero Nietzsche no se atrevía a explorar nuevos
territorios. Soplaba el cuerno y aullaba con los lobos, como en su piado­
DEVENIR [1 1 9 ]

sa disertación en la liga Gustav Adolf. Se hacía pasar por un liberal, como


procedía.
Mientras tanto en el seno de «Franconia» había tenido lugar una re­
volución de la que Nietzsche sólo comunicó un detalle a los suyos: «Aho­
ra hemos cambiado el color de nuestras gorras en contra de mi voluntad».
En el semestre de verano ingresaron en «Franconia», bien que con otras
intenciones, trece muchachos procedentes de diferentes universidades; la
mayoría de ellos había pasado por Schulpforta. En su opinión, una enti­
dad democrática debía lucir también colores democráticos; introdujeron
el negro, rojo y oro y, como prenda de cabeza, una gorra roja que recor­
daba el gorro frigio de los jacobinos franceses. Entonces, la palabra «de­
mocracia» seguía estando desacreditada, pues hacía pensar en armas de
fuego y barricadas. De acuerdo con nuestras concepciones, la asociación
«Franconia» tenía una fuerte tendencia izquierdista, pero, a pesar de la
gorra, ciertamente no era roja; de ello se cuidaban los galones dorados y
la ancha franja negra de la gorra.
Nietzsche confiesa que las gorras eran muy vistosas, pero el conjunto
iba «en contra de su voluntad». De un banquete de «Franconia» con
otras dos asociaciones estudiantiles dice en tono de amarga ironía:
«¡Viva! ¡Qué dicha! ¡Viva! ¡Menuda ha organizado la asociación! ¡Viva!
¡Somos el futuro de Alemania, el semillero del Parlamento alemán! A ve­
ces resulta difícil —dice Juvenal— no escribir una sátira». Si en invierno
había elogiado el tono severamente parlamentario, ahora las peroratas
parlamentarias le parecían abominables. Lo que bullía en él todavía no
era otra opinión política, sino la oposición a las declaraciones patrióticas
en los banquetes, a la arrogancia de los jóvenes que se comportaban como
futuros mandatarios que querían demostrar al rey y a sus ministros lo que
era la democracia. No era conservador como los habitantes de Naumburg
y tampoco quería ser «liberal» como los nuevos franconianos.
En cualquier caso, a estos últimos les prestó un flaco favor con su di­
sertación sobre los poetas políticamente comprometidos antes de la revo­
lución de 1848. Los ex alumnos de Pforta de su misma tendencia fueron
arrinconados. En una carta a su amigo Gersdorff aparece por primera vez
una crítica aguda. Está escrita el 25 de mayo de 1865, o sea, justamente en
los días de la revolución de los franconianos. Aparte del «materialismo
cervecero» de algunos individuos, se rechaza sobre todo «que se opine con
inconcebible arrogancia sobre personas y opiniones en m asa con máximo
disgusto para mí». No es difícil imaginar que aquí las «opiniones» son las
del propio Nietzsche y las «personas» él y sus amigos. Para los demás ellos
eran seres extraños, jóvenes ratones de biblioteca que bebían agua de seltz
y refresco de frambuesa, comían dulces, tocaban música de Schumann,
sentían remordimientos de conciencia cuando perdían una clase y cuando
pedían dinero a alguien ya estaban pensando en devolverlo.
[1 2 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

En una carta a su casa, además de hacer balance del primer semestre,


Nietzsche se describe a sí mismo en estos términos: «Aquí, en los círculos
estudiantiles, paso por ser algo así como una autoridad musical y, aparte
de ello, un bicho raro, como por lo demás todos los de Pforta que perte­
necen a Franconia». La confesión que sigue a esta frase va mucho más
allá, pues supera con creces el mero distingo entre los «normales» y los
«bichos raros»: «N o soy en modo alguno impopular, aunque me tienen
por un poco burlón y satírico. Esta autocaracterización a partir de los jui­
cios de otras personas no estará exenta de interés para vosotros. Como
juicio propio puedo añadir que lo primero no es cierto, que a menudo no
soy feliz, tengo demasiados caprichos y me gusta molestar no sólo a mí
mismo sino también a otros».
Ciertamente esas frases son citadas en ocasiones, pero no son valora­
das como una referencia clave para descifrar la personalidad de Nietzs­
che. El que luego será el más audaz psicólogo de la segunda mitad del si­
glo X IX mira en su interior y se descubre a sí mismo: por primera y,
lamentablemente, por última vez. De hecho, Nietzsche levanta fachadas,
utiliza máscaras, se adapta y se seguirá adaptando constantemente en el
futuro, asume funciones y las cambia. Aquí es él mismo: a m enudo se sie n ­
te in feliz, se tortu ra y tortu ra a otros. Después de los años de colegial cu­
biertos correcta y penosamente, es el balance de su primer intento de
convivir conscientemente con otras personas. En Bonn ha quedado tra­
zado el esquema que en el futuro se va a repetir indefectiblemente: prin­
cipio entusiasta, rápido entendimiento sobre la base de su imponente in­
teligencia y cautivadora amabilidad, luego aparición de las primeras
incomprensiones y susceptibilidades, observaciones críticas, comentarios
irónicos, retraimiento, frialdad progresiva. La psicología profunda posi­
blemente ve en ello un rasgo sadomasoquista cuyo objetivo último es la
autodestrucción.
Muchas de las cosas que se dicen como de paso y que parecen inocuas
adquieren pleno sentido a la luz de la autoconfesión. Nietzsche es invitado
por el profesor Schaarschmidt: «Su esposa es holandesa, y los dos hemos
estado despotricando contra la comida renana y la suciedad renana; quie­
re invitarme próximamente a comida holandesa». Éste es el Nietzsche iró­
nico, que es siempre, al mismo tiempo, el Nietzsche decepcionado. Cuan­
do Deussen marcha a casa por Navidad: «Ayer salió Deussen para casa,
cargado con muchos libros y un viejo saco de viaje. No tenía buen aspec­
to». Deussen, el más fiel y duradero amigo de juventud, tiene que pagar
tributo a la amistad. El distanciamiento surge porque el espabilado estu­
diante que es Nietzsche se burla del «campesino» Deussen.
Más tarde, cuando fracasan las ambiciones sociales de Nietzsche, los
dos se vuelven a acercar. En vez de celebrar el carnaval renano de Colo­
nia como procedía, Nietzsche va a casa de los Deussen en Oberdreis, y allí
DEVENIR [121]

encuentra lo que ha echado en falta durante todo un semestre: «vida de


familia». «Con gran sorpresa de sus conocidos y amigos» ha renunciado a
los estupendos días que otro miembro de la asociación «Franconia» des­
cribió así: «Toda la población de la ciudad vivía durante tres días en total
desenfreno,.. Había total libertad para visitar y recibir visitas, incluso
para besar. La gente entraba disfrazada en las casas de familias distingui­
das. En todos los hogares estaba a punto el desayuno, acompañado de
vino y ponche; se bromeaba y se reía, se bebía un vasito y luego se seguía
la ronda... Las asociaciones estudiantiles hacían juntas una marcha de los
gansos por las calles... Al llegar a la casa de un matarife, la comitiva había
pasado por la ventana, cosa fácil toda vez que en Renania las casas tienen
las ventanas muy bajas... Los estudiantes besaron a la espléndida mucha­
cha que estaba asomada a la ventana y salieron por la puerta principal.
Mientras tanto el padre se oponía a la costumbre de llevar máscaras y
quería impedir el desfile. Por eso me llamaron. Cogí en volandas al hom­
bre, más bien corpulento, le llevé fuera y cerré la entrada, luego recogí mi
beso y la comitiva siguió adelante». Disparatado o lamentable, esto era
una reminiscencia de atávicas fiestas paganas, del entusiasmo saturnal y
dionisíaco en las viejas ciudades romanas de Colonia y Mainz, así como en
el viejo castillo romano de Bonn, pero Nietzsche, que un par de años des­
pués introdujo nuevamente a Dionisos en la literatura y la vida, huyó,
ante su inminente presentación, a los helados y lluviosos parajes de Wes-
terwald.
La vida en familia se convirtió en su nueva consigna. Escribió a casa
diciendo que no quería más recomendaciones dirigidas a profesores, que
prefería la dirección de una familia, un hogar en Bonn; pero, desgracia­
damente, en Bonn la gente era rígida y altiva, y no era posible establecer
contacto con nadie. En las vacaciones de Pascua Nietzsche estuvo en
casa, donde provocó más de un enfrentamiento; era irascible y prepoten­
te, él era el intelectual frente a una madre necia y una hermana tonta.
Pero, nada más volver a Bonn, se imaginó el idilio familiar bajo la más do­
rada de las luces: «A pesar de algunos puntos aislados, las vacaciones son
para mí un recuerdo muy querido... Cuánto echo de menos ahora la agra­
dable vida familiar». Con la hermana se muestra más explícito en una car­
ta de cumpleaños en la que se esfuerza en mostrarse amable. Ella se ha
sorprendido de que, durante las vacaciones, él no haya sido ni de lejos tan
bueno y tan cariñoso como había imaginado. Bueno, en las cartas que se
escriben en momentos eufóricos uno se muestra mejor de lo que es. Es un
hecho muy doloroso, pero él mismo dice: «Te lo he explicado psicológi­
camente». Esta vez, el espíritu de mortificación cede: la s cosas no son tan
grav es s i la s tom as con filo so fía .
La carta es rica en información, aunque en ella la debilidad de Nietzs­
che no aparece tan claramente como en la carta de febrero. A su herma­
[1 2 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

na le propone una especie de pacto de honor: P rocura p en sar bien d e mí,


y yo, p o r m i p arte, h aré lo m ism o con tigo. «Somos mutuamente jueces bas­
tante severos, pues todo lo que oímos de uno de nosotros altera la bella
imagen que tenemos en el alma... No obstante, en líneas generales, segui­
ré estando dibujado en tu corazón con hermosas líneas y suaves tintas, y
tú puedes esperar algo similar de mí..,» Es la renuncia al ideal de la virtud
cristiano-humanística, ya no queda ni rastro del «alma hermosa», somos
como somos, aunque nos veamos con ojos complacientes. Esto es así —y
aquí sigue una confesión que enlaza con la autorrevelación de la carta de
febrero— «aunque alguna vez empleo fácilmente colores demasiado ne­
gros, y también, en algunos momentos desdichados, lo veo todo ante mí,
cosas y personas, ángeles y seres humanos y demonios, muy oscuro y
absolutamente feo».
Color negro, ángeles, seres humanos, demonios: ahí aparece el mal
humor, la súbita saturación, también la depresión tras la euforia, disfraza­
da de romanticismo, un romanticismo negro cubierto con el terciopelo
negro de Lord Byron, cuyo M an fred interpretó primeramente Schumann
y luego, a través de él, Nietzsche. Esto justificaba el desgarramiento y
daba forma a la locura. La misma desdicha se hacía hermosa y uno podía
confiar en ser interesante. En la depresión alentaba una nueva esperanza.
«Hoy llega mi nuevo traje. He elegido una bonita tela y he pedido el cor­
te más moderno. El terno cuesta 17 táleros, he conseguido que me reba­
jen un tálero.» Así empieza el nuevo semestre en mayo florido. El joven
Nietzsche luce ahora un bigote elegante, civilizado, muy distante de esa
poderosa y erizada pelambrera que ha pasado a ser su seña de identidad
para los siglos futuros.

Estamos ante un constante ir y venir. Todo habría sido mucho más fá­
cil si Nietzsche se hubiera podido decidir por la soledad, por el tranquilo
estudio del filósofo, por el núcleo de amigos y por la familia. Su problema
consistía en querer — alternativa o simultáneamente— las dos cosas: reti­
ro y prestigio, soledad y éxito público, idilio y presencia social, valores es­
pirituales y brillo mundano. Nietzsche procedía aún de la época románti­
ca y ahora crecía en la era de Bismarck, en la que un día encarnaría el
«contragobierno» del escritor. Dividido y tenso, en él convivían en estre­
cha vecindad el dolor y el placer. En una carta a su casa de julio de 1865
figuran sucesivamente estas dos frases: «Sufro un fuerte reumatismo» y
«Tengo enormes ganas de viajar». La meta soñada de su viaje es París. Un
buen conocido le ha sugerido el viaje. «Todo se puede resolver estupen­
damente con 100 táleros.» ¡Cien táleros! La madre se debió de llevar las
manos a la cabeza.
Por eso, a pesar de la abierta crítica y las evidentes complicaciones,
DEVENIR [1 2 3 ]

Nietzsche se aterra desesperadamente a la asociación. No cabe duda de


que los gastos suben; ahora tiene deudas. La madre tiene razón cuando se
queja, pero el recurso violento con el que se pueden zanjar todos los pro­
blemas, el abandono de la asociación, sería ahora, en vísperas de la fiesta
de Arndt, del banquete institucional y la fiesta de los muchachos de Jena
«francamente un disparate». «Te pido con todas mis fuerzas que me pro­
porciones los medios para poder continuar en la entidad, si es posible.»
Es evidente que se encuentra incómodo, pero en modo alguno quiere
abandonar la entidad.
Nietzsche explicó los motivos a su amigo Gersdorff, que estaba muy
molesto con los manejos en el seno del Korps de Gotinga. Nietzsche pre­
senta como alternativa una especie de filosofía de la vida de la asociación:
'«El que como estudioso quiere conocer su época y su pueblo tiene que es­
tudiar los colores; generalmente, las asociaciones y sus tendencias mues­
tran con toda nitidez el tipo de la siguiente generación de hombres».^
Aquí Nietzsche se presenta como psicólogo y crítico de la sociedad, como
observador imparcial que investiga la combinación de colores como si
fuera una combinación química. Ahí se puede aprender. Más tarde la­
menta haber permanecido demasiado tiempo en la asociación, cuando un
semestre habría bastado como período experimental. Finalmente, en
Leipzig se da cuenta y reacciona con rabia: abandona bruscamente la aso­
ciación. Pero luego, cuando, ya en Basilea, recuerda su época de estu­
diante en Bonn, revive el idilio de mayo. De él toma los colores para la es­
cena inicial de sus disertaciones sobre el futuro de nuestras instituciones
docentes.
En el semestre de verano se retiró Deussen. Ciertamente ya no que­
daba nada de aquella vieja armonía de Oberdreis, cuando Nietzsche huyó
del carnaval de Bonn para ir a refugiarse en casa de su amigo. En un es­
crito curiosamente formalista, Deussen expresa la esperanza de que el
destino permita al querido Friedrich visitar de nuevo Oberdreis «en las
mejores condiciones». Su vida y sus concepciones sobre la vida seguían
claramente derroteros distintos. Si seguimos los apuntes de Eyfferth,
Nietzsche prefería frecuentar la compañía de ex alumnos jóvenes de Pfor-
ta. Le gustaba ir a casa del berlinés Hermann Mushacke, que tenía un pia­
no en su habitación, y tocaba bien solo, bien a cuatro manos con el pe­
queño Bodenstein. Con toda seguridad que no le gustaba quedarse solo
en casa. Asistía con frecuencia a conciertos, al teatro y a la ópera y parti­
cipaba en excursiones y partidas con los amigos; todo lo contrario de un
solitario que se encoge como adecuada preparación para la vida de ere­
mita.
Ahora no tenía a su lado a Cari von Gersdorff, el compañero de estu­
dios con el que más unido se sentía. Pero con él intercambiaba las cartas
más confidenciales. También Gersdorff le comunicaba cosas que necesa­
[1 2 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

riamente tenía que ocultar a otros, como, por ejemplo, que cortejaba a
compañeros atractivos. Nietzsche le revela: «Tan pronto como escribiste
que querías ir a Leipzig, yo también lo decidí». Gersdorff no era el único
motivo, pero sí un motivo importante. A un compañero más joven llama­
do Oskar Wunderlich le comunicó que la presencia de Gersdorff le pro­
ducía «una enorme alegría».
El viejo grupo de Pforta, junto con un par de nuevos simpatizantes,
constituye en el verano de 1865 lo que él llama «un comité más unido».
Este se mantiene un poco apartado. En los apuntes de Eyfferth está refle­
jada la vida cotidiana del grupo: «Con Nietzsche. Poppelsdorf. Cena en el
Jágerhof». «Nietzsche es recogido en la cervecería de los franconianos.
Vino en el Krahn. Viaje a Coblenza con el vapor en una noche de luna lle­
na. Para reponer fuerzas, Grog.» «...al vapor, donde se encontraba
Nietzsche con sus amigos, y todos bebimos refresco de frambuesa en el
café allí existente.» «Viaje con Nietzsche hasta Beuel, cena allí mismo.»
En palabras de NietzscheyíA decir verdad, el contacto más estrecho
con uno o dos amigos es para mí una necesidad; si uno los tiene, toma los
demás como una especie de condimento, unos como pimienta y sal, otros
como azúcar, otros como nada»^A estos otros los había atraído con un
poema tabernario y una perorará política; «uno se ejercita en el arte de se­
ducir» había escrito a su madre. Pero no ganó ninguna batalla, «...mi na­
turaleza no encontró en ellas ninguna satisfacción», confesará cuando
desde Leipzig vuelva la vista al pasado. «Yo mismo estaba escondido en
mí con demasiado recelo y no tenía fuerza para desempeñar un papel bajo
las condiciones allí imperantes. Todo me había sido impuesto, y no sabía
cómo situarme por encima de cuanto me rodeaba.» Una ley que ha defi­
nido su vida: no llamaba la atención públicamente, no «brillaba». Excep­
tuado Deussen, ningún miembro de la asociación «Franconia» supo decir
algo sobre él cuando ya era famoso.

En Bonn Nietzsche no fue un estudiante aplicado; cuando decidió, en


lugar de ello, ser un picaro, también pensaba no asistir a clase. Entonces,
los miembros de «Alemannia», compañeros de esgrima de los franconia­
nos cantaban:

Cuando llegué a Bonn, junto al Rhin,


Quería llevar una vida sólida.
Pero llegaron los alemanes
Y se acabó toda mi solidez.

Era costumbre de los mejores ambientes malgastar los primeros se­


mestres. Sólo el pobre se daba prisa en terminar. Nietzsche no se consi­
DEVENIR [1 2 5 ]

deraba pobre. Cuando, a fines del semestre de invierno, se amontonaron


las deudas, confesó a su madre: «...he seguido viviendo de acuerdo con el
estilo y la costumbre en que me encontraba antes, o sea, sin mucho lujo,
pero igualmente no limitado y miserable. Admito que no quiero dar nun­
ca la impresión de que soy un hombre pobre».
Cuando llegó a Bonn, Nietzsche estaba decidido a estudiar no teolo­
gía sino filología, pero no tenía la menor prisa. Cuando la madre y la tía le
expresaron su extrañeza de que en las cartas hablara mucho de las deli­
cias de la vida estudiantil pero muy poco de la asistencia a clase, Nietzs­
che se hizo el sorprendido y aseguró que seguía las clases con mucho in­
terés, pero que las dos que él citaba, política con el profesor Sybel e
historia del arte con el profesor Springer, no tenían que ver absolutamen­
te nada con sus asignaturas. Eran las clases a las que se asistía, a las que
había que asistir para oír ideas progresistas sobre política e ideas intere­
santes y originales sobre las bellas artes. Los cuadernos de clase de Nietzs­
che, que han llegado a nosotros, revelan aquí y allá buenas condiciones
previas, incluso intentos, de convertir apuntes a lápiz en escritos cuida­
dosos. En eso quedó todo.
Wilhelm Metterhausen, eficiente filólogo de Bonn, investigó con pre­
cisión y cariño los cuadernos de clase de Nietzsche y llegó a la atrevida
conclusión, con respecto a las principales clases de filología del semestre
de invierno 1864-1865, en el que los cuadernos no contienen anotaciones,
que utilizó hojas sueltas que se han perdido. Mucho más probable es que,
por motivos evidentes, perdiera pronto el interés. Incluso el aplicado
Deussen se cansó del estilo en que impartían sus clases famosos especia­
listas en filología clásica de Bonn; utilizó como pretexto la manera «como
Ritschl se recreaba en variantes, corruptelas y conjeturas, y Jahn se pasa­
ba las horas dando títulos de libros».
Entonces imperaba sin limitación alguna el llamado método crítico.
Su primer dogma rezaba: todos los textos que nos han sido transmitidos
por la antigüedad clásica han quedado adulterados a causa de esa misma
transmisión, las consiguientes transcripciones de que han sido objeto en
el curso de los siglos. La principal tarea de la filología consiste en resta­
blecer el texto original en su autenticidad mediante el estudio cuidadoso
de textos y manuscritos, la investigación de todas las circunstancias de la
época y el conocimiento pleno de la obra de un autor. La obra capital de
Ritschl era la creación de un texto puro de Plauto. De la eliminación de
presuntas corruptelas se decía que era un trabajo minucioso y abnegado;
los filólogos con su rigor monacal interrumpían su trabajo en el texto tan
pronto como éste empezaba a resultarles interesante: en su interpretación
y en su integración en el contexto de la historia de las ideas. Como bue­
nos restauradores, examinaban sentencias y versos, limaban y pergeña­
ban, eliminaban pasajes falsos y formulaban conjeturas sobre lo que de­
[1 2 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

bió de contener el texto correcto. En las clases analizaban minuciosa­


mente este método sirviéndose de ejemplos, y el estudiante que quería
aprender con ellos y pasar de aprendiz a oficial recibía un trabajo de
prueba que podía ser bien toda la obra de un autor menor o un trozo muy
pequeño de un autor más importante. Lo único en cierto modo soporta­
ble de estas clases era la introducción general, que servía para delimitar el
campo de estudio. Un día Ritschl se ponía a hablar, por ejemplo, del tea­
tro romano y el joven estudioso Nietzsche iba escribiendo lo que decía.
Pero luego el erudito Ritschl empezaba a disertar sobre cambios fonéti­
cos, desplazamientos de consonantes y reduplicaciones de vocales en la li­
teratura preplautina, y aquello ya era demasiado tanto para el espabilado
Nietzsche como para otros muchos compañeros suyos.
Ciertamente al final de sus años en Bonn Nietzsche no habría podido
decir: «H e estudiado de principio a fin, ¡ah!, filosofía, jurisprudencia y
medicina y, lamentablemente, también teología, con gran empeño». En
cualquier caso, entonces no pronunció ningún «lamentablemente» referi­
do a la teología, a pesar de que el profesor Krafft le invitara varias veces a
tomar el té. En casa de Springer oía hablar no del Evangelio de Juan sino
de Miguel Ángel y en vez de discutir sobre corruptelas y conjeturas pre­
fería hacer un paseo a pie o una excursión en barco. En filosofía las cosas
no estaban mucho mejor, a pesar de las atenciones del buen profesor
Schaarschmidt y la cocina holandesa de su esposa. Este era, pues, el mu­
chacho que un día sería integrado en la lista de los filósofos innovadores,
después de Kant, Hegel y Schopenhauer; al principio seguía las clases de
«historia general de filosofía», pero pronto dejaría de hacerlo o, a lo
sumo, lo haría únicamente de vez en cuando. Cari Schaarschmidt no era
ninguna lumbrera, sino un hombre culto como Ritschl y Jahn, pero sin
sus dotes pedagógicas. Más tarde fue nombrado bibliotecario jefe de la
biblioteca de la Universidad de Bonn y, en atención a su avanzada edad,
consejero privado. El año 1857 se pronunció contra la filosofía de Kant
como contra una «reciente especulación». Sus clases sobre Platón versa­
ban esencialmente sobre la distinción entre obras «auténticas» y «no au­
ténticas» del filósofo griego; en este punto no cedía en nada a los fanáti­
cos de la pureza existentes entre los especialistas en filología clásica. De él
todo lo que se podía obtener era una relación entre amable y hogareña.
Quedaba la filología. Si Nietzsche flirteaba con la música y la literatu­
ra, aquí, en la filología, al menos se ganaba el sustento. La madre y las tías
la aceptaron como profesión cuando ya no quedaba nada de sus ideales
teológicos. En la disyuntiva de tener que elegir entre dos astros de la cien­
cia, Jahn y Ritschl, Nietzsche se decidió por Jahn, historiador de la músi­
ca y amante del arte que en el semestre de verano daba cinco horas de ar­
queología. El muchacho veía en él un hombre «inusitadamente amable».
Cuando, a principios del semestre de verano, se produjo entre Jahn y
DEVENIR [1 2 7 ]

Ritschl una disputa conocida como la «guerra de los filólogos», Nietzsche


dio «incondicionalmente la razón» a Jahn. El doctor Metterhausen, que
ha estudiado los cuadernos de clase de Nietzsche con más atención que
este mismo, ha comprobado que el cuaderno correspondiente a la clase
de Jahn es el que está mejor escrito y el más completo. Para Jahn Nietzs­
che redactó también el trabajo de ingreso en el seminario.
Esta situación cambió súbitamente en aquel cálido verano en el que la
disputa de los dos profesores despertó en los habitantes de Bonn y en los
círculos universitarios desde Kiel hasta Viena más interés que antes la
guerra con Dinamarca y después Kóniggrátz. En la carta dirigida a Gers-
dorff en la que Nietzsche se pronuncia a favor del profesor Jahn en su
disputa con Ritschl figura esta frase: «Con toda probabilidad allí [en
Leipzig] encontrarás después a nuestro gran Ritschl, como habrás podi­
do leer en los periódicos». Con esto la facultad de Leipzig se convierte en
la más importante de Alemania, lo que refuerza su decisión de trasladar­
se allí. Dicho claramente esto significa: de ahora en adelante Nietzsche se
va a tomar en serio la filología, pues con Ritschl no caben ni las desvia­
ciones mozartianas ni otras aventuras musicales. La gran filología, no la
obsoleta, le reclama. Esto le venía a contrapelo. Las palabras contenidas
en la decisiva carta a Gersdorff se tienen que leer, en cierto modo, con sus
correspondientes suspiros: «En Leipzig quiero ingresar inmediatamente,
si es posible, en el seminario de filología y tengo que trabajar mucho. Po­
demos disfrutar abundantemente de la música y el teatro». Lo uno es la
obligación, lo otro la vida. En una visión retrospectiva, Nietzsche dice
acerca de su vida en Bonn: «Estoy agradecido a Springer por lo que he
disfrutado; a Ritschl le podría estar ahora agradecido si lo hubiera apro­
vechado». Y en la carta de agosto a Gersdorff leemos asimismo: «Ahora
no voy ciertamente a Leipzig para estudiar filología, sino que esencial­
mente quiero instruirme en la música». En él se alzaba, como un muro, el
miedo al grande y enérgico Ritschl.
La disputa entre Jahn y Ritschl no proporcionó a Nietzsche única­
mente un motivo más para cambiar Bonn, que se le había hecho tan inso­
portable como molesta la asociación «Franconia», por Leipzig, en tierras
de su auténtica patria, y el profesor Ritschl, casi compatriota suyo. Aque­
lla tempestad en un vaso de agua le sirvió también de modelo para con­
templar el mundo con sus penas y sufrimientos, sus fuerzas afines y anti­
téticas. Era la primera gran lección objetiva después de la protección de
que había gozado en la familia y en la escuela, Ciertamente él no estaba
aún implicado, y el hecho de que primeramente diera la razón a Jahn y
luego se convirtiera en seguidor de Ritschl no significaba gran cosa para
la disputa surgida en Bonn. Pero ahora estaba instalado, por así decir, en
un palco de teatro desde donde podía ver claramente el tumulto del esce­
nario. Precisamente la musical ciudad de Bonn, en la que él tenía su casa,
[1 2 8 ] FRIEDRICH N IET Z SC H E

estaba intensamente implicada en la disputa. Hermann Deiters, filólogo y


crítico de música al que Nietzsche conocía y apreciaba como «fabuloso
seguidor de Schumann», rompió una lanza a favor de su maestro Jahn,
mientras que el hermano del director de orquesta Joseph Brambach, que
había aconsejado a Nietzsche que dejara de componer, también filólogo y
discípulo de Ritschl, contestó con el agresivo escrito E l fin de la escu ela f i ­
lo ló gica d e B onn .
La disputa afectó incluso a la vida musical de la ciudad. Deiters, nue­
vo amigo de Nietzsche, hacía tiempo que había criticado la «deficiencia
de la situación de nuestra música» y la escasa disciplina del coro (el mis­
mo en el que Nietzsche había cantado); ahora, cuando el hermano de
Brambach intervino en la lucha a favor de Ritschl, pidió la suspensión de
los conciertos públicos.
El bando de Jahn, victorioso en Bonn, ganó también aquí: Joseph
Brambach tuvo que dimitir a la postre, y ya sólo le quedó la sociedad co­
ral masculina «Concordia».
Nietzsche tenía todos los motivos para apreciar a Deiters y condenar
el dictamen de Brambach. Deiters, once años mayor que él, triunfador
como filólogo y escritor musical, además de hombre de mundo aunque
sólo en Bonn, abandonó el modelo que como intelectual vacilante, filólo­
go por necesidad y melómano, tenía ante sus ojos. Jahn encamaba la mis­
ma confusa actitud a un nivel superior.
A pesar de todo ello, Nietzsche siguió a Ritschl, marchó a Leipzig, se
dejó conquistar por él, aunque hay indicios de que éste ya le había atraí­
do a su lado cuando estaba en Bonn. Jahn tenía «absolutamente razón»,
pero Ritschl era el más fuerte de los dos. Si queremos, en ese «cambio» de
Nietzsche podemos ver una primera apostasía. En las maniobras de
Ritschl frente a Jahn, hombre evidentemente más honrado, descubrió
algo que le impresionó. No optó por Mozart sino por Maquiavelo.
C apítulo 2

Eljoven sabio

Aprendí a comprender: los libros ciertamente me enseñarían, pero


nunca harían de mí un hombre.
Lessing, carta a su madre, 20 de enero de 1749

'ira, ahí está también el señor Nietzsche!», fue el saludo

«i Mi de bienvenida que salió de la boca de Ritschl cuando el


.muchacho llegó a Leipzig. La lección inaugural, en el pa­
raninfo de la universidad, fue un acto público y registró una asistencia
masiva: profesores y alumnos se agolpaban en los bancos; detrás estaba el
pueblo. En traje de gala con faja blanca pero con zapatos de fieltro a cau­
sa de la gota, Ritschl, alto y envuelto en el escándalo, entró en el aula,
miró en derredor satisfecho y franco y descubrió en el nuevo ambiente de
Leipzig caras conocidas. Al fondo de la sala se encontró con el señor
Nietzsche, que deambulaba de un lado para otro, le hizo un enérgico ges­
to con la mano para que se acercara y pronto se formó en torno a él todo
un círculo de estudiantes de Bonn, con los que se puso a hablar animada­
mente, hasta que la llegada de los primeros dignatarios le obligó a dirigir­
se a la cátedra, Así ha descrito la experiencia Nietzsche en su R etrospecti­
va de m is dos añ os en Leipzig, el relato biográfico de más rico colorido que
tenemos de él.
Para Nietzsche, la vida en Leipzig empezaba con buenos augurios: se
encontraba de nuevo en su elemento, tras abandonar el destierro renano.
En el mismo relato podemos leer: «M e fui de Bonn como un fugitivo». La
casa materna como refugio estaba cerca (como pronto se pondrá de ma­
[1 3 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

nifiesto, demasiado cerca), pero como Ritschl le reconoció al momento y


le llamó a su lado, también la universidad era un nuevo hogar, y Ritschl se
erigió pronto en lo que al joven Nietzsche le faltaba en su casa de Naum-
burg, monopolizada por mujeres: la figura del padre. Un par de semanas
antes, durante sus vacaciones en Naumburg, había escrito a su amigo
Mushacke y le había explicado que le preocupaba verse arrastrado por
hombres como Ritschl, «tal vez incluso por derroteros alejados de su na­
turaleza», y que concedía un gran valor al propio desarrollo, y ahora, ga­
nado por su amabilidad, era ya un satélite que giraba en torno al astro rey
de la filología clásica en Leipzig.
El 20 de octubre de 1865, justamente cuando cumplía veintiún años,
Nietzsche se matriculó en la facultad de filosofía de la Universidad de
Leipzig; habían transcurridos exactamente cien años desde que lo hizo
Goethe. En este aniversario, la ciudad de Leipzig se mostró generosa con
él: le dedicó una nueva calle —la Goethestrasse— , se colocó un busto
suyo en la universidad y nombró doctor honoris causa al barón de Bieder-
mann que había recogido las conversaciones de Goethe y las había edita­
do. El rector, teólogo piadoso y corpulento, pronunció el discurso con­
memorativo y recomendó a los recién matriculados que no se
consideraran a sí mismos jóvenes genios émulos de Goethe. Nietzsche,
tomando las coincidencias cronológicas por indicios importantes de valor
simbólico como siempre, veía en el centenario un buen presagio.
A decir verdad, él tenía sobrados motivos para lamentarse: ahora veía
el año pasado en Bonn como tiempo perdido. Prácticamente no había es­
crito nada y no había aprendido nada. Estaba molesto con la asociación
«Franconia» porque le había arrebatado mucho tiempo y en el fondo no
le había dado otra cosa que un exceso de ruido, bebida y deudas. En Ber­
lín, invitado por Mushacke durante las vacaciones, había empezado con
el distanciamiento cuando en un concierto coincidió con «gente de esa
raza» y, después de un saludo protocolario, se mantuvo tieso y distante
durante toda la velada, a pesar de estar sentado a su lado, y, después en la
cervecería, tampoco abrió la boca. Como en su rechazo de los «jovencitos
de los colores negro, rojo y dorado» concurría una componente política,
decidió trazar una clara línea de separación. Devolvió la faja, explicó su
salida de la asociación y escribió que, aunque valoraba mucho la idea de
las entidades juveniles, su actual forma de presentación no le gustaba
gran cosa.
Y añadía: «Al final me resultó duro aguantar un año en la Franconia.
No obstante, consideré que era mi obligación conocerla. Ahora ya no me
unen a ella lazos estrechos. Por eso le digo adiós. Ojalá que Franconia su­
pere muy pronto el estadio de desarrollo en el que ahora se encuentra.
Ojalá que tenga siempre únicamente miembros de espíritu activo y buena
conducta».
D E V E NI R [1 3 1 ]

El escrito está fechado el 20 de octubre, día en el que tuvo lugar el fe­


liz reencuentro con Ritschl. «L a faja está rota; era negra, roja y dorada»
dice la vieja canción estudiantil. Así pensaba Nietzsche ahora. La asocia­
ción «Franconia» reaccionó, como era de esperar: no reconoció en modo
alguno su culpa, sino que expulsó al miembro rebelde y desleal.
El fracaso en Bonn también encubrió la estancia en Berlín. Al mirar
hacia atrás, él contrapone dos recuerdos: el glorioso Sanssouci «en el pin­
toresco ropaje del otoño temprano, triste el jardín del Teatro Victoria,
«despojados de todo verdor los árboles como rabos de rata, los bancos y
las sillas apilados desordenadamente». Esto era a un mismo tiempo pasa­
do y presente, y el padre de Mushacke, viejo profesor de instituto y, como
editor de un calendario universitario para estudiantes, conocedor de los
datos personales, contribuía a su manera a este clima de pesimismo con
su extenso y duro comentario sobre el régimen escolar y los judíos berli­
neses. Hasta tal punto coincidían las despectivas opiniones del anciano
profesor y el joven estudiante que en el cumpleaños, ante una copa de
champán, le propuso tratarse de tú. Era evidentemente una alianza con­
tra el progreso en el espíritu de ese pesimismo «que ha mirado mucho en­
tre bastidores».
En la práctica, con la vista vuelta al pasado, esto significaba: «Enton­
ces aprendí a ver preferentemente las cosas por el lado negativo, puesto
que a mí me había ido mal, en mi opinión sin culpa de mi parte». Sentía
un profundo descontento y pesimismo, y además lo demostraba, pues era
sarcástico y frívolo como Heine o Byron y hacía sufrir con ello a cuantos
se encontraban cerca de él. Desde Naumburg escribió a Mushacke, en­
tonces su mejor amigo:
«El hecho de que con mi insistente descontento, con mi juicio des­
pectivo y a menudo frívolo, aún pueda atraer a una persona tan buena, de
una parte me sorprende, pero, por el mismo motivo, me infunde espe­
ranza; y sólo en momentos en que el espíritu lo niega todo me pregunto si
no será que mi buen amigo Mushacke me conoce demasiado poco».
En esta situación, el aniversario de Goethe y la bienvenida de Ritschl
significaron un nuevo inicio, un nuevo programa de trabajo, nuevas in­
tenciones y decisiones. Volvió a mostrarse aplicado, un estudiante mode­
lo como en Pforta, sólo que con más intuición y circunspección. Con su
excelente griego y su excelente latín sólo tenía que continuar a partir de
donde se había detenido. Como su último trabajo de Pforta se había ocu­
pado del poeta griego Teognis, en el primero de Leipzig aprovechó los re­
sultados de entonces y así consiguió su primer éxito universitario con la
reelaboración de un estudio escolar.
Ritschl, que no era sólo un sabio diligente, sino también un excelente
pedagogo y organizador científico, ya en Bonn había elaborado un inge­
nioso sistema jerárquico móvil. Aunque a sus clases asistían a menudo
[1 3 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

más de cien alumnos, cifra extraordinaria entonces, en su seminario pri­


meramente sólo admitió ocho, después diez participantes y, a fin de cana­
lizar la afluencia de interesados, creó una clase aparte de «aspirantes ofi­
ciales». Para ingresar en el seminario había que hacer antes un trabajo
científico; en alguna ocasión se presentaron más de setenta trabajos para
ocupar un par de puestos que habían quedado libres. Se consideraba un
honor para el aspirante que, hacia el final del semestre, se le permitiera in­
terpretar o intervenir en el debate. Una vez conseguido el ingreso, éste se
celebraba solemnemente en un acto público y así el aspirante era promo­
vido por el maestro a la condición de oficial.
El hecho de que Nietzsche fuera eximido de la dura etapa preparato­
ria nos da una idea de la especial posición que venía ocupando desde el
primer momento. No tuvo que presentar ningún trabajo de admisión, lo
que puede verse como un detalle característico de su trayectoria, pues,
una vez superado el bachillerato, ya no tuvo que someterse a ningún otro
examen. Prefería cargar con el enojo de Ritschl, que, a decir verdad, no
debía ser muy grande, pues ya a principios de diciembre éste invitó al jo­
ven estudioso, junto con otros tres elegidos, a tomar el té en su casa, oca­
sión en la que propuso la fundación de una sociedad filológica. También
esto era una fórmula suya para fomentar en los estudiantes el trabajo au­
tónomo o, como escribió en sus aforismos filológicos, «una excelente in­
citación». Los cuatro elegidos buscaron nuevos talentos y los invitaron en
la cervecería «Deutsche Bierstube» a la constitución de la sociedad. Fi­
nalmente, ésta se formó con trece miembros, que se reunían una vez a la
semana. Uno de los participantes exponía una tesis, que los otros debían
rebatir. Las sesiones eran realmente tumultuosas, pues, según informa
Nietzsche, en los debates la excitación no tenía freno y el ruido era gene­
ral. No había cargos fijos y la presidencia era ocupada por turno.
Nietzsche fue el segundo en ocuparla. El 18 de enero de 1866, en la
«Restauration von Lówe», situada en la Nicolaistrasse, pronunció su con­
ferencia sobre la redacción final de las sentencias de Teognis. Era su pre­
sentación en el mundo filológico y por primera vez en su vida conoció el
éxito más allá del ámbito familiar y de sus amigos íntimos. Aquella noche
volvió tarde a casa, pero «extrañamente satisfecho»; luego, animado por
el aplauso de los miembros de la sociedad, se atrevió a presentar al eximio
maestro el trabajo tal como estaba. Días después fue llamado por él. El
propio Nietzsche ha descrito la escena con tintes dramáticos: Ritschl le
miró con expresión pensativa, le invitó a tomar asiento, le preguntó su
edad y el tiempo que llevaba estudiando, y luego le declaró que «no había
visto nunca nada parecido en un estudiante de tercer semestre, por su ri­
guroso método y por la seguridad de la combinación». Además le acon­
sejó que reelaborara el trabajo para convertirlo en un pequeño libro; él
mismo le ayudaría a localizar los originales.
DEVENIR [1 3 3 ]

Después de esta escena, la autoestima de Nietzsche saltó «con él a los


aires». Mientras tomaban café con unos trozos de tarta, explicó a sus ami­
gos lo que le había ocurrido. Las frases que siguen se tienen que leer
como un todo para entender sus futuras penas y alegrías:
«Durante algún tiempo fui de un lado para otro como en trance; es la
época en la que nací como filólogo; sentí el aguijón del elogio que iba a
cosechar si seguía ese camino».
Resumiendo: lo que le hacía feliz no era la filología, sino el éxito. Por
extraña que pueda resultar la frase en la que dice que en aquella época na­
ció como filólogo, en ella se manifiestan ideas sobre el destino y la voca­
ción desarrolladas posteriormente. Todo esto le llegó de manera tan ines­
perada como, poco después, la llamada de Basilea. En el Ecce hom o se
dice todavía: «Así, un día, dos años antes, me convertí en filólogo: en el
sentido en que mi primer trabajo filológico, mi inicio en todos los senti­
dos, fue solicitado por mi profesor Ritschl para imprimirlo en su Rheinis-
ches M u seu m ». Y, para destacar lo singular de esa petición, añade entre
paréntesis: «Ritschl —lo digo con veneración— es el único sabio genial
que he tenido ocasión de conocer hasta hoy».
El principiante aquí conquistado y animado con tanto cariño será tres
años después (incluido un año de servicio militar) profesor de filología
clásica. También esto se lo tendrá que agradecer exclusivamente a Ritschl.
Para explicar la actitud de Nietzsche ante su profesión y su comporta­
miento dentro de esa profesión vamos a citar de manera sucinta las etapas
de su evolución científica, en la que, por lo demás, no hay momentos so­
bresalientes.
Primeramente Ritschl le animó a publicar una edición de Teognis. La
edición de un autor era tenida por la piedra de toque de la madurez cien­
tífica. El proyecto fracasó, pues el tema ya había sido abordado desde
otro ángulo, pero en 1867 apareció el estudio «Sobre la historia de la co­
lección de sentencias de Teognis» en el R heinisches M useu m de Ritschl, la
más prestigiosa revista especializada en filología clásica. El estudio de Te­
ognis le llevó a una enciclopedia bizantina escrita hacia el año 1000 de
nuestra era y entonces atribuida a un monje llamado Suidas. Había que
seguir investigando de dónde había extraído sus conocimientos el autor,
fuera monje o no, de este léxico y qué escritores había «copiado». Así
Nietzsche se encontró con otro compilador, Diógenes Laercio, que hacia
finales del siglo II había escrito Vidas y sen tencias de lo s m ás ilustres filó ­
sofos. Con una de aquellas maniobras típicas de su astuta naturaleza,
Ritschl hizo que saliera como tema de concurso académico D e F on tibu s
D iogen is L a e rtii y al mismo tiempo recomendó a su alumno predilecto
que trabajara en él. Nietzsche consiguió rápidamente el premio. También
con este estudio cosechó grandes elogios, esta vez con el correspondiente
documento y además la publicación en el Rheinisches M useum .
[1 3 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

El trabajo siguiente, presentado en forma de conferencia en la socie­


dad filológica, partía igualmente de problemas relacionados con la trans­
misión histórica. De las obras de Aristóteles hay extensos catálogos, ela­
borados en fecha muy posterior, que difieren considerablemente entre sí.
En la antigüedad tardía era práctica habitual atribuir las obras a autores
importantes para que ganaran en prestigio. Por consiguiente había que
comprobar también la autenticidad de los catálogos de obras, los llama­
dos pin akes. El último trabajo de esta serie —sobre la presunta rivalidad
entre los poetas Homero y Hesiodo— también se ocupaban de la fiabili­
dad de las fuentes. Aquí lo único que nos sorprende es el título; Nietzs­
che titula su trabajo C ertam en Urico en E u bea. Ya no era un estudio rigu­
rosamente científico, sino más bien literario-musical: todo el mundo tenía
en la mente el certamen lírico en el Wartburg del T annháuser de Wagner.
Pero primeramente llegaron las consultas y ofertas para el joven y
aventajado filólogo. El helenista Dindorf, colega de Ritschl, proyectaba
un léxico de Esquilo — dos volúmenes de 500 páginas cada uno— para el
Teubner-Verlag. Se dirigió a Nietzsche y le encargó unas cuantas páginas
a modo de prueba. Estaba prevista una buena remuneración. Nietzsche
dudaba: componer un léxico no era precisamente agradable, pero por
otro lado ofrecía inmensas posibilidades de aprender. Finalmente se deci­
dió, trabajó en las páginas de prueba durante las vacaciones y mostró más
interés cuando le ofrecieron unos honorarios de 500 a 600 táleros, tanto
como necesitaba para vivir un año entero. Pero entonces el negocio se
vino abajo; Nietzsche habla del «odioso egoísmo mercantil» de Dindorf.
Evidentemente el erudito helenista había buscado un esclavo.
También Ritschl había reservado encargos especiales a su alumno pre­
dilecto. Nietzsche debería hacer el índice de los números del R heinisch es
M u seu m que habían ido apareciendo hasta entonces. Era un trabajo te­
rriblemente prolijo que Nietzsche acometió, con ayuda de su hermana,
durante las vacaciones en Naumburg. A cambio recibía gratis el R h ein is­
ches M useum . De acuerdo con los criterios actuales era una remuneración
más bien miserable, pero entonces era en cualquier caso algo, pues para
una incipiente carrera científica los libros y, en definitiva, una biblioteca
bien equipada eran algo imprescindible. Esto también se lo había dado a
entender a su joven colaborador el mercantilista Dindorf cuando le pro­
puso pagarle en especie, o sea, en libros una parte de los honorarios.
Nietzsche empezó a calcular: un librero de Leipzig, con el que tenía amis­
tad, le ofreció un crédito de quinientos táleros, pagaderos en plazos anua­
les de sesenta táleros. Nietzsche, satisfecho, comunicó el acuerdo a su
amigo, pero se volvió atrás cuando vio que el amable librero incluía en los
plazos fuertes intereses.
A Nietzsche también le pareció halagador que el germanista Friedrich
Zarncke, editor de la Literarische C entralhlatt le propusiera colaborar en
DEVENIR [1 3 5 ]

su publicación dedicada a la elaboración de recensiones. Como es sabido,


hacer recensiones constituye una actividad científica miserable en lo eco­
nómico, pero a los filólogos jóvenes les ofrece una oportunidad de hacer
méritos y conseguir el favor de ésta o aquella personalidad. Nietzsche
contestó afirmativamente. El se consideraba bastante bien preparado en
documentación y metodología de la historia de la literatura griega. Toda­
vía hoy se pueden encontrar en los polvorientos números de la Central-
b latt siete recensiones hechas por Nietzsche, junto a miles redactadas por
otros colaboradores.
Si echamos ahora una mirada a los frutos cosechados en los años de
Leipzig, nos invade una sensación de mezquindad y esterilidad. Para un
muchacho genial la manera de practicar la filología que se aprendía junto
a Ritschl era la más genuina mortificación, en cualquier caso una larga as-
cesis que había que soportar hasta que, después de incontables extractos,
cotejos y consultas de libros, sonreía el premio: el profesorado, que a su
vez no era otra cosa que la puerta de entrada a otros penosos ejercicios de
la misma índole.
¿Qué mantenía a Nietzsche en esta orden monástica? En primer lu­
gar, con toda seguridad la persona de Ritschl, la relación que había esta­
blecido. Allí donde enseñaba, Ritschl siempre había construido su domi­
nio mediante obligaciones y favores. Promovía a quien apreciaba y podía
utilizar en beneficio propio; en él coincidían una fuerte vocación pedagó­
gica y el cálculo astuto y previsor. Así describió el estudiante Nietzsche la
relación bilateral:
«N o puedes imaginar hasta qué punto estoy personalmente atado a
Ritschl, de modo que ni puedo ni quiero soltarme... No puedes imaginar
cómo piensa, cuida y trabaja este hombre para todo aquel al que quiere,
cómo sabe satisfacer mis deseos, que a menudo apenas me atrevo a for­
mular, y hasta qué punto su trato está libre de toda arrogancia pedante y
de esa cautelosa reserva propia de muchos intelectuales. Sí, él se muestra
muy libre y desenvuelto, y yo sé que tales naturalezas muy a menudo tie­
nen que chocar. Es la única persona cuyo reproche escucho gustosamen­
te, pues todos sus juicios son tan sanos y sólidos, tan respetuosos de la
verdad, que él es para mí una especie de conciencia científica».
Ahora Nietzsche iba a casa de Ritschl un par de veces a la semana e in­
tercambiaba opiniones con él en un ambiente distendido. El profesor, sen­
tado en su sillón, leía el periódico de Colonia y el de Bonn; delante, junto
a un desordenado montón de papeles, tenía un vaso de vino tinto. Él mis­
mo había tapizado su silla de trabajo con la parte superior de una almoha­
da que, junto con su relleno, claveteó en un taburete. En presencia de su
joven visitante se relajaba, despotricaba contra sus enemigos, sobre las
condiciones existentes, sobre la universidad, sobre los caprichos de los
profesores y en todo era «lo contrario de un temperamento diplomático».
[1 3 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Desgraciadamente, Nietzsche no nos ha dado más detalles de esas


conversaciones entre alegres y enconadas, amables y sarcásticas. Conoce­
mos bastantes cosas gracias a las cartas de Ritschl contenidas en la bio­
grafía de su alumno Otto Ribbeck. En política, Ritschl era conservador,
circunstancia que ya había tenido su parte en las disputas con Jahn. Des­
pués de 1848 adoptó una actitud reservada, que él mismo definió así: «Mi
liberalismo se ha limitado a la oposición al Estado policial. Pero en tanto
en cuanto ahora se llama reacción a una oposición que no va más allá, ten­
go el honor de ser reaccionario. Como soy de aquellos que pueden perder
algo de su propiedad física y espiritual, me opongo naturalmente a los de­
mócratas, cuya disparatada obcecación les debe arrebatar también la sim­
patía de los sensatos en aquella parte de sus objetivos en la que tienen ra­
zón», La consecuencia de todo ello no fue la adhesión al credo político,
sino el total distanciamiento de la política, la concentración en su trabajo
y en la organización de la actividad científica. En temas de administra­
ción, por ejemplo en los asuntos del rectorado, prefería un tirano juicioso
a un representante del pueblo. «Toda administración, si quiere ser opera­
tiva», escribió en 1847 a un amigo, «tiene que ser ejercida con el más to­
tal absolutismo, y después con sentido de la responsabilidad. No hay
nada más espantoso que un claustro de profesores con total equilibrio de
votos y sin preponderancia legal del presidente.» Para el muchacho que
tenía a su lado, que soportaba con desgana el alboroto y los desenfrena­
dos debates de la Sociedad filológica, aquel acervo de ideas era como miel
virgen.
En conjunto, Ritschl era un «reaccionario» de una nueva especie o de
una especie que sólo se había dado en tiempos pasados y más aristocráti­
cos: no era ni piadoso, ni honrado, ni fiel al rey, ni servidor de la Iglesia,
sino un hombre apegado a lo antiguo por escepticismo respecto del pro­
greso. Le repugnaba de manera especial el moralismo de los progresistas.
En 1851 escribió a Ribbeck^LJna cosa me ha sido siempre, ahora y antes,
odiosa... la eterna patética ostentación y el coqueteo con la moralidad y la
naturaleza moral y la esencia moral>>iEvidentemente, en cuestiones mo­
rales era un realista, cuando no un pesimista. «Captadas por oídos no au­
torizados, sus ingeniosas y siempre fulminantes declaraciones se conver­
tían al momento en sentencias que iban de boca en boca y cuyas punzadas
los aludidos no recibían precisamente con agradecimiento», así ha confir­
mado Ribbeck el relato de Nietzsche. Ritschl continuó, pues, con buenos
resultados la «educación sentimental» que el anciano profesor de institu­
to Mushacke había iniciado en Berlín. Sólo que ahora no se elogia el vie­
jo rigor prusiano, sino la humanidad sajona, y no se lanzan palabras inju­
riosas para los judíos, pues la esposa de Ritschl, hija del médico de
Breslau Samuel Guttentag, era judía conversa. De ella aún tendremos que
hablar.
DEVENIR [1 3 7 ]

Sólo podemos sospechar los motivos que movieron a Ritschl a prefe­


rir al estudiante Nietzsche por encima de todos los demás, incluido Roh-
de, con seguridad tan dotado como él para la filología. Con toda seguri­
dad que, gracias al giro provocado por la caída de Jahn, también
concurrió la afinidad en cuestiones morales. A ello se sumaba que Ritschl
veía en Nietzsche un retrato suyo cuando era joven. Hijo y nieto de pá­
rroco como éste, él había venido al mundo mientras su padre pronuncia­
ba el sermón del domingo por la tarde. Como Nietzsche, él había sido un
alumno modelo y en la festividad de la Reforma, cuando aún estudiaba en
el instituto, había cantado en hexámetros griegos la victoria de Gustavo
Adolfo en Breitenfeld. Como Nietzsche, en atención a sus padres él tam­
bién había tenido que estudiar teología, además de filología. Pero, como
se dice en la biografía de Ribbeck, la música era entre todas las artes, «la
que hacía bien a su temperamento ligeramente oscilante». Como joven in­
telectual estudió canto, tocaba el piano entre tres y cuatro horas diarias,
era un apasionado del baile y, en conexión con la Sociedad filológica,
practicaba antiguos bailes en corro. A un amigo le confesó que se había
pasado días enteros componiendo canciones. Por último, como estudian­
te, también había pertenecido a una organización juvenil, concretamente
a un Korps, y —como Nietzsche y su amigo Rohde harían pronto— asis­
tía a clase con el látigo.
Además, Ritschl aportó toda la tradición cultural de principios del si­
glo X IX . En sus años de docencia había estado totalmente abierto a las
ideas filosóficas de altos vuelos y había apreciado a Hegel. Después de es­
tudiar en Leipzig con el importante pero pedante y severo profesor
Hermann, lo había hecho con el genial e imaginativo discípulo de éste,
Cari Reisig, en Halle. Reisig empezaba su actividad docente a las cinco de
la mañana, vestido con chaqueta verde de cazador, pantalones de cuero,
botas de montar y espuelas. Aquellos eran todavía tiempos felices, aún se
oían los ecos del romanticismo, aún se podía vivir el espíritu griego, en un
simposio con bebedores coronados. En su lección sobre las funciones de
la filología clásica Ritschl atribuyó a la poesía una «nostalgia interior» de
la música como parcela colindante. Entre sus amigos de Bonn estaban el
ingenioso Georg von Bunsen y Bettina Brentano.
Después de 1848 se había parapetado detrás de la edición de Plauto,
la gran obra de su vida por propia elección, y ya no impartía clases multi­
tudinarias, pues se limitaba a preparar a los alumnos en la severa técnica
de la crítica de textos. Pero en el joven compatriota de Naumburg vio un
nuevo punto de partida para algo grande, para el vuelo de altura. El ge­
nial muchacho se tenía que curtir en el trabajo, superar todos las pruebas:
el índice y el léxico, el árbol genealógico de los manuscritos y la paleogra­
fía, la edición y recensión, antes de que le diera su bendición y pasara a
engrosar el imperio de Ritschl, que en 1872 contabilizaba al menos 36
[1 3 8 ] F R I ED R I CH N I E T Z S C H E

profesores universitarios y 38 directores de instituto como importantes


referencias.

Además del apego a Ritschl, que se mantuvo también cuando la sim­


patía del profesor se convirtió en clara reserva, la decidida fidelidad del
joven Nietzsche a la seca filología de la escuela de Ritschl tenía otro moti­
vo: la filología era para él una actividad sana, pues alejaba los estados de
ánimo confusos, los malos humores, mantenía ocupada la cabeza sin im­
plicar en ello el corazón. Toda vez que él prescindía del contenido y lu­
chaba a brazo partido con autores que, en el mejor de los casos — como,
por ejemplo, Teognis— , habían aportado sentencias elaboradas por ellos
mismos y, en otros, se habían limitado a recoger informaciones, como
Diógenes Laercio y el autor del Su d a, se apreciaba con toda claridad el ca­
rácter metódico de sus estudios, su valor de ejercicio práctico. Lo autén­
tico, lo grande, lo significativo, lo estimulante lo eludía deliberadamente.
Si se acercaba a los catálogos de obras de Aristóteles, no se acercaba a
Aristóteles, y si leía las informaciones de Diógenes Laercio sobre los gran­
des filósofos, en modo alguno se dejaba atraer hasta éstos. Dicho sin am­
bages: Nietzsche no quería saber más de lo que necesitaba para la prácti­
ca de una técnica y para la conclusión de una carrera. Fue a partir de la
forzosa inactividad del servicio militar y del período de convalecencia im­
puesto tras caerse de un caballo cuando, paulatinamente, empezó a acer­
carse a la filosofía.
Pronto empezaron a desagradarle las clases de la universidad; ya en
abril de 1866 Curtius le resultaba abominable, Voigt anticuado y Ritschl
no tenía nada nuevo; sólo las lecciones de Zamcke le resultaban «bastan­
te agradables», aunque la verdad es que Zamcke enseñaba literatura ale­
mana. Pronto pudo asegurar que de las clases no le interesaba en absolu­
to la materia, sino sólo el método, cómo se enseñaba. Su gran pasión
estaba centrada ahora en su amigo Deussen, al que por todos los medios
quería apartar de los estudios de teología. Aquí podía lanzar frases tan se­
ductoras como la siguiente: «Situado como estoy en el vestíbulo de la fi­
lología, cuanto más amplia y más claramente veo sus perfecciones, en tan­
ta mayor medida trato de ganar discípulos para ella». Declaración
suficientemente patética como para alejar de la teología al muchacho. Por
lo demás, también con Deussen empleó preferentemente el argumento de
la salud. No se trata de tener después un «seguro de vida y ahora preben­
das», sino de «alejar ese estado melancólico en el que el espíritu aún no
ha encontrado una órbita en la que moverse estando sano». «Sano» era la
palabra clave: el estudio cuesta muchas gotas de sudor (como el ejercicio
físico), pero a cambio proporciona «la sensación robusta y robustecedo-
ra de dar sentido a la vida». Es cierto que, lamentablemente, «también en
DEVENIR [1 3 9 ]

la filología hay micrólogos mezquinos con sangre de batracio que no co­


nocen otra cosa de la ciencia que el polvo erudito», pero uno se tiene que
atener a los modelos adecuados, «hombres de mirada libre y acción fran­
ca...». Los juicios de Ritschl le parecían «sanos y sólidos», elogiaba a su
nuevo amigo Rohde porque su concepción del problema presentaba
«miembros sanos y vivos y mejillas sonrosadas» y tan pronto como Deus-
sen se pasó a la filología, todo lo que escribía le producía «una impresión
sana y fresca».
El que combinaba, ideaba conjeturas, proponía nuevas lecturas, hacía
gimnasia, por así decir, en plena naturaleza, ejercitaba el espíritu y ensa­
yaba un atrevido salto. «Por Júpiter, soy partidario de la osadía cuando no
es meramente una virtud de suboficial, cuando la osadía va acompañada
por la conciencia», grita Nietzsche a Deussen, que progresa de manera
sistemática. ¿A dónde le llevaba su osadía de filólogo? «En líneas genera­
les los resultados de todos sus trabajos se han revelado incorrectos», tal es
el balance del suizo Em st Howald, especialista en filología clásica que
opina desde una perspectiva científica; de las siete recensiones para el Li-
terarische C en tralblatt ninguna era digna de mención. Cuando Wilamo-
witz, inicialmente enemigo mortal de Nietzsche y después suprema auto­
ridad en filología, mencionó la tesis de éste sobre la rivalidad de Homero
en su libro sobre la lita d a de 1916, emitió un juicio aniquilador: «N o me­
rece la pena malgastar más palabras en semejantes fantasmagorías». Esa
era la otra cara de aquella osadía circense, de aquella «vigorosa combina­
toria» en la que encontraba placer el joven filólogo. Por lo demás, no hay
que tomar de manera demasiado trágica los juicios negativos; evidencian
no tanto la impericia o el diletantismo de Nietzsche como la problemati-
cidad de toda la orientación que, partiendo del sólido principio de la des­
confianza hacia los transmisores, a la postre no quería aceptar nada de los
textos transmitidos, creía ver por doquier interpolaciones, errores y falsi­
ficaciones, y utilizaba abusivamente los originales como soporte para rea­
lizar experimentos combinatorios.
Queda la pregunta: ¿qué encontraba Nietzsche de sano en tareas tan
prolijas y solitarias como extractar, cotejar y combinar textos antiguos?
Como Fausto, él estaba sentado en su estudio, rodeado de libros que ha­
bía sacado de la biblioteca de la universidad, de la biblioteca municipal
de Leipzig y de Schulpforta, estudiaba manuscritos, se sumergía en pro­
blemas de genealogía e investigaciones de fuentes y, de hecho, se mante­
nía asombrosamente sano, sólo castigado, en alguna ocasión, por una in­
tensa tos asmática. El trabajo intenso se revelaba como el mejor remedio
y alivio contra todos los accesos hipocondríacos, y también contra el pe­
simismo schopenhauereano que había elegido en el invierno de 1865
como nueva cosmovisión, pues más bien reforzó su decisión de seguir tra­
bajando. Tras echar una mirada retrospectiva, sacó la siguiente conclu­
[1 4 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

sión: «Cuando la vida ya se ha desintegrado en puro rompecabezas, él


debe aferrarse con plena conciencia, pero también con severa resigna­
ción, a lo que puede llegar a saber y elegir de acuerdo con sus competen­
cias en este gran territorio». Pero Nietzsche también habla de descubri­
mientos en el ámbito de la ciencia estricta: «Una combinación seguía a
otra combinación, hasta que finalmente en las vacaciones de Navidad,
que aproveché para examinar los resultados precedentes, saltó de repen­
te la idea de que entre los problemas de Suidas y los de Laercio había un
nexo».
Hasta donde le era posible, el joven intelectual procuraba llevar un
orden riguroso y claro de las pruebas y ofrecer una exposición basada en
una visión general. Un párrafo extraído del trabajo sobre la colección de
sentencias de Teognis nos permite apreciar la nitidez con que separa los
resultados de su investigación:
«Es un hecho —y esto se tiene que retener— que muchísimos frag­
mentos están unidos por palabras-guía; es una conjetura que toda la co­
lección está, pues, ordenada. Es un hecho que, desde los más tempranos
hasta los más tardíos manuscritos, las repeticiones son cada vez más nu­
merosas; es una conjetura que este proceso se extiende hasta el manuscri­
to original. Es un hecho que, en muchos casos, las palabras-guía tampoco
están unidas por palabras-guía de acuerdo con el manuscrito más anti­
guo; es una conjetura que la existencia de esas lagunas en el orden de las
palabras-guía responde al deseo de evitar repeticiones».
El encanto del trabajo radicaba en la exactitud, en la crítica rigurosa
frente una transmisión indulgente y negligente. Ése era un elemento co­
mún del método empleado en la crítica de textos antiguos y las ciencias
naturales, que habían iniciado su marcha triunfal en los años cincuenta.
La meta perseguida era que, al final, la filología como ciencia fuera tan in­
vulnerable, tan sólida como ciertos principios de la física y la química ava­
lados por experimentos prácticos.

Pero Nietzsche no habría sido Nietzsche si se hubiera quedado con la


decisión heroica, con la profunda resignación, y no hubiera combinado
de nuevo la posición propia con dudas, reflexiones, caprichos y estados
de ánimo. Él no era tan rígido como eso, sólo soñaba con serlo en los mo­
mentos de euforia. La primera contraconfesión se encuentra ya en una
carta de abril de 1866 a Cari von Gersdorff, a la sazón el amigo en el que
más confianza tenía: «A menudo deseaba verme arrancado de mis monó­
tonos trabajos, tenía mucha curiosidad por comprender las contradiccio­
nes de la excitación, del impulso vital arrebatado, de la admiración emo­
cionada». Pero en la misma carta se nos dice que, sumido como estaba en
la inseguridad, en oscuros sentimientos, se veía arrastrado aún con más
D E V E NI R [1 4 1 ]

intensidad por otras fuerzas: «Por cierto, no se puede negar que en oca­
siones apenas si consigo entender esa preocupación [el trabajo de Teog-
nis y Suidas] que me he impuesto a mí mismo, que me aparta de mí mis­
mo [y también de Schopenhauer, que a menudo es lo mismo] y, en sus
consecuencias, me expone al juicio de la gente y, en la medida de lo po­
sible, me obliga a convertirme en la máscara de una sabiduría que no
tengo».
Esto era ya muy duro, pero reflejaba exactamente el impreciso estado
anímico de Nietzsche. En los momentos de descarnado autoanálisis veía
con claridad que el «joven sabio» era sólo una máscara en la amarga co­
media de la vida, dispuesta para satisfacer momentáneamente la vanidad.
De la misma manera que el éxito y el aplauso le habían llevado a la filolo­
gía, ahora le atemorizaba la posibilidad de la crítica. En definitiva perte­
necía al clima que los críticos de textos, que tan implacables y desconfia­
dos se mostraban con el pasado, no tuvieron muchos miramientos con sus
colegas. Las escuelas combatían unas contra otras, Ritschl tenía sus ene­
migos, los seguidores de Jahn dominaban en Berlín y un discípulo de
Ritschl debía estar seguro de que de allí le vendrían fuertes ataques. La
dura reflexión tiene un epílogo: «En cualquier caso, uno pierde algo
cuando se le edita». Por extraño que suene, en el fondo Nietzsche se ale­
graba de que no resultara nada de la edición de Teognis que para él su­
puso una gran prueba como filólogo. Le constaba que con ello habría
perdido la inocencia de la producción. Si la obra era publicada, él estaba
en cierta medida atado para siempre, obligado a seguir un curso que, en
realidad, sólo había iniciado a título experimental. Su amigo Mushacke
también tenía conocimiento de sus dudas, pues comentó que, desde que
estaba en Leipzig, Nietzsche no había hecho nada, ni había mostrado ver­
dadero interés por el trabajo. En un par de semanas pensaba poner por
escrito el estudio sobre Diógenes Laercio, «si es que acaso no me separo
de Ritschl, lo que puede ocurrir muy fácilmente alguna vez». Las pocas
ganas de trabajar se unían al mal humor: la comida era en todas partes
mala y muy cara, en el teatro sólo se representaba L a A frican a y «en todas
partes, judíos y prosélitos judíos». El gusto por el alboroto pertenece al
pasado y el ambiente está tan caldeado que puede explosionar.
Nietzsche es cortés, simpático, servicial, complaciente, tan obediente
con Ritschl como respetuoso con los autores antiguos. Pero entonces
aparece de nuevo la autoestima y el optimismo, Ritschl le parece «dema­
siado arrogante» y el entorno en su conjunto le desagrada. Sobre todo no
sabe a ciencia cierta dónde debe colocar la filología, ese estudio que él se
ha impuesto a sí mismo, cuyas mezquindades y ridiculeces, sin embargo,
no se le pueden escapar. Ya nadie escapa a sus críticas: los retratos que es­
boza retrospectivamente de los corifeos Dindorf y Tischendorf son ani­
quiladores. La amistad con Rohde la caracteriza diciendo que, a pesar de
[1 4 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

seguir diferentes caminos científicos, los dos habían coincidido en la iro­


nía y la burla de las maneras y las vanidades de los filólogos. Había que
mantenerse a distancia de la especialidad cultivada por uno mismo y, para
que ésta se hiciera soportable, cambiar la perspectiva de rana por la pers­
pectiva de pájaro. Y, a pesar de toda la sabiduría, no había que olvidar en
modo alguno las relaciones sociales. Si cuando estaba con Ritschl tenía
que callarse y esconder sus tendencias antifilológicas, cuando se dirigía a
la señora de éste no estaba obligado a mantener esa misma reserva, sino
que podía decirle lo que pensaba. Así, cuando convalecía en el pequeño
sanatorio de Wittekind, Saale, le escribió: «Cuánto esfuerzo me ha costa­
do conseguir una imagen científica para poner por escrito con la necesa­
ria decencia y alia breve frías secuencias de pensamientos». Nietzsche se
presenta como filólogo y da a entender a la distinguida dama que, en rea­
lidad, le atrae el folletín parisién, las imágenes viajeras de Heine y simila­
res, y que prefiere degustar un ragoüt a un asado de buey. Que en el fon­
do él es un navegante y se mueve mejor en alta mar que en la tierra llana
de la discusión científica.
Lo más curioso es la ambivalente actitud respecto de la filología en lu­
cha por el alma de Deussen. En cuanto que Nietzsche quiere atraer a su
amigo a la filología y también a Leipzig, ningún argumento le parece malo
y ningún elogio excesivo para hacer agradable su estudio a Deussen. Pero
tan pronto como éste cambia de especialidad, Nietzsche empieza a repre­
sentar el papel de Mefisto, que levanta el telón e invita a mirar entre bas­
tidores. Incluso si pasamos por alto todo lo que hay de sarcástico y sádi­
co en las cartas dirigidas a Deussen, aún queda en ellas bastante que nos
produce asombro acerca del filólogo y futuro catedrático numerario de la
Universidad de Basilea.
Ya en la carta en la que Nietzsche felicita a su amigo por el «enlace
matrimonial con la filología», le critica también porque, a lo que parece,
estudia demasiado. El mucho leer embota horriblemente la cabeza. La
mayoría de intelectuales serían mejores intelectuales si no fueran tan leí­
dos, En la carta siguiente escrita desde Naumburg, donde convalecía tras
la caída del caballo, la dosis es ya más fuerte. Deussen tendrá ocasión de
comprobar que la mayor parte de los filólogos tienen ridiculas ideas mo­
rales. Esto tiene en parte una explicación física, pues llevan una vida con­
traria a la naturaleza, y además descuidan su desarrollo psíquico en bene­
ficio de la memoria y del juicio crítico; les falta la virtud de la admiración,
cuyo espacio ha sido ocupado por la prepotencia y la vanidad.
La carta siguiente, de septiembre de 1868 —Nietzsche ha vuelto a
Naumburg tras su tratamiento— , empieza con una brusca pregunta:
«¿Quién dedica horas de descanso a escribir cartas a los amigos? ¡A un
amigo como, por ejemplo, yo!». Con este signo de admiración Nietzsche
ha escalado la cima desde la cual podrá despotricar contra toda la filolo­
DEVENIR [1 4 3 ]

gía ante Deussen como víctima inocente. Lástima que Deussen haga tan
raramente un descubrimiento valioso. «¿Un poco ingenuo? ¿Torpe? ¡Se
atreve con Platón!» Para cambiar, Nietzsche en su carta se ha puesto la
máscara del gangoso oficial de la reserva. Pero entonces empiezan a llo­
ver realmente los improperios, y Nietzsche enseña a Deussen con mefis-
tofélica perfidia que la filología, que a éste tanto le cuesta, es una cosa de
niños:
«Créeme que las cualidades que se requieren para practicar la filolo­
gía con dignidad son increíblemente reducidas y que cualquiera, coloca­
do en el sitio justo, aprende a hacer un tornillo. En primer lugar aplica­
ción, en segundo conocimiento, método en tercero, esto es el ABC de
todo filólogo en activo, siempre que alguien le dirija y le indique su sitio».
Más tarde comentaremos qué quiere decir Nietzsche cuando habla de
dirigir e indicar el sitio. Importante es, en primer lugar, el aspecto de la
degradación: la filología es una técnica que se aprende rápidamente, una
especie de trabajo de hojalatero. En otra carta a Deussen la descalifica­
ción de la filología va aún más lejos, acompañada del consabido cachete
para el destinatario. Informa de la terminación de su trabajo, circunstan­
cia que Nietzsche recoge irónicamente con la observación de que Deus­
sen se pasó la mano por la frente enfebrecida con teatral p ath o s y se sor­
prende de que el nacimiento haya sido un éxito y de que haya podido
soportar los dolores del parto. Pero, ¿qué hay a la postre en semejante tra­
bajo de filólogo? El, Nietzsche, que también alumbró ridículos ratones al
principio, espera poder ofrecer pronto algo más grande, pero no por ello
llegará sentir admiración de sí mismo. Las obras filológicas son precisa­
mente las que menos admiración merecen: en definitiva son sólo produc­
tos de la fiebre de coleccionar y del trabajo previo de incontables perso­
nas, y el contenido de tales obras tiene a lo sumo valor de curiosidad. A
continuación vienen los párrafos decisivos, que desmienten la autojustifi-
cación de Nietzsche, el p ath o s de la investigación y la ascesis del investi­
gador:
«Pero en la mayoría sólo descubrimos una actividad inhumana y una
energía despreciable vinculada a cosas carentes de importancia: con ello
nos invade la sensación de que estamos viendo ante nosotros algo ascéti­
co, una dura renuncia, cuando, en el fondo, esas minuciosas obras tienen
su origen en un intelecto absolutamente vulgar, un intelecto que no co­
noce ámbitos de ideas superiores y valiosas o al menos no es capaz de tra­
tarlas de manera provechosa y por eso se convierte en un buhonero».
También la última carta, que, escrita en octubre de 1868, cierra el ci­
clo, empieza con un sermón a Deussen: él, Nietzsche, no le ha pedido una
defensa de la filología, sino la exposición de sus ideas sobre la situación
actual de esta especialidad, sobre los métodos imperantes, sobre las ten­
dencias de los filólogos de hoy y su relación con la escuela, entre otras co­
[144] FRIEDRICH NIETZSCHE

sas. En la última carta se expresó en términos muy duros y marciales para


hacer que Deussen reaccionara y pasara a la contraargumentación. En lu­
gar de ello le viene con mitologías y define la filología como hija de la fi­
losofía. Pero, si él quiere dar una respuesta mitológica, «yo contemplo la
filología como aborto de la diosa filosofía, engendrado por un idiota o un
cretino». Esto era nuevamente una bofetada para Deussen. Luego Nietzs-
che pasó a exponer su propio punto de vista, lo que en cierto modo equi­
valía a pronunciar la última palabra en la disputa: «A decir verdad, a cada
ciencia concreta le pido su documentación; y, si no puede demostrar que
en su ámbito hay algún gran objetivo cultural, es cierto que siempre la
dejo pasar, pues en el reino de la sabiduría los bichos raros tienen sus de­
rechos Id mismo que en el reino de la vida, pero me echo a reír cuando las
mencionadas ciencias se comportan de manera patética y calzan su pie
con el coturno».
A continuación viene la última descarga, y aquí hay que observar que
ahora Níetzsche niega a la ciencia precisamente aquello que, en otra oca­
sión, había elogiado en ella: su fuerza bienhechora para la salud:
«D e la misma manera, algunas ciencias se vuelven un día seniles: y el
espectáculo es desolador cuando éstas, con el cuerpo extenuado, las ve­
nas agostadas, la boca seca, buscan la sangre de naturalezas jóvenes y lo­
zanas y la chupan como vampiros: sí, es deber de todo pedagogo mante­
ner las fuerzas vivas lejos de los tentáculos de esos monstruos seniles que
esperan del punto de vista del historiador reverencia, del punto de vista
del presente rechazo, del punto de vista del futuro destrucción».
¿Qué habría dicho el severo Ritschl de esta insolente descalificación
de la sagrada filología clásica, a la que evidentemente aquí se refería
Nietzsche? Él mismo y los temas de sus estudios estaban todavía exclui­
dos del crepúsculo de los dioses, pero la nueva ciencia a la que un día
Nietzsche asignaría el calificativo de «gaya» esperaba ya su tumo. Cuan­
do aún seguía entregado a sus combinaciones, preparó el sitio para nue­
vos dioses: Schopenhauer ya estaba instalado; le siguieron Kant, Albert
Friedrich Lange y, por último, Richard Wagner.
C apítulo 3

La vocación secreta y elplanparisién

Soyons de notre siècle! (¡Seamos de nuestro siglo!)


Nietzsche a Paul Deussen, octubre de 1868

S
í el estudio de la filología como Nietzsche lo practicaba era decep­
cionante y descorazonados un hecho concreto establecía una dife­
rencia básica entre los inicios en Bonn y los años de Leipzig: ahora
estaba seguro de sus dotes, aunque seguía sin saber en absoluto a dónde
le llevarían éstas un día. El semidiós Ritschl le había elegido entre los de­
más y sus compañeros ya no veían en él un bicho raro sino un genio. Aho­
ra Nietzsche podía permitirse elegir entre distintas posibilidades; cuando
pensaba en su futuro le dominaba y le embargaba un imponente senti­
miento de autoestima,
Lo primero que hizo tras el inicio de Leipzig y la interrupción a causa
del servicio militar fue quitarse los «pantalones de estudiante», hacerse
llamar en lo sucesivo «intelectual privado» y mandar grabar una placa
para la puerta en la que su nombre aparecía precedido de un «doctOD>
que en realidad aún no le pertenecía, Si el trabajo de topo del filólogo le
repugnaba, los honores académicos le atraían porque le permitían desta­
car entre la masa de los literatos, de los plumíferos. Es cierto que, después
del doctorado y las oposiciones, había que cubrir la dura etapa de Privat-
dozent, sin remuneración, pero luego aparecía como premio el profesora­
do y con él la seguridad, la independencia y también la posibilidad de en­
señar, o sea, de influir en el mundo. Para ello había que realizar antes ese
trabajo rutinario, esa labor de hojalatero en la elaboración de conjeturas
[1 4 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

que, según la carta de Nietzsche a Deussen, era un juego de niños tan


pronto como se dominaban sus reglas.
La seguridad, reforzada y confirmada por Ritschl, de que un día ocu­
paría un sitio de honor en la ciencia era sólo el soporte de otros planes
más ambiciosos y elevados, de sueños que se habían esfumado y ahora co­
braban lentamente forma, de una carrera cuyas etapas emergían poco a
poco, mientras la meta final permanecía sumida en una lejanía nebulosa.
Planes, tentaciones, fantasías, también senderos de montaña y callejones
sin salida, ensayo de posibilidades, pero detrás como foco luminoso la
conciencia superior de una misión. A esta misión aquí la hemos llamado
la vocación secreta de Nietzsche; ahora vamos a intentar exponer sus
ocultos pensamientos.
En diciembre de 1866 sigue inmerso en la proba filología, piensa to­
davía en el proyecto del léxico de Esquilo, busca temas para el doctorado
de su amigo Mushacke y, cuando le da por soñar, se propone escribir una
historia de las interpolaciones, o sea, de esos añadidos de los que los filó­
logos de la escuela de Ritschl, como especialistas en limpieza, querían li­
berar a los textos de los autores clásicos. En este plan se esconde un inte­
rés psicológico que transciende la actividad filológica; concretamente la
curiosidad que despertaban en él los autores de las interpolaciones con su
extraño proceder; pero el tema se mantiene todavía en el marco del ejer­
cicio riguroso.
En febrero de 1867 hace acto de presencia una novedad. Nietzsche
escribe a Gersdorff y describe su vida en Leipzig; en líneas generales está
contento, es responsable de buscar miembros para la Sociedad filológica,
compra muchos libros sobre esta especialidad, de vez en cuando descu­
bre algún pensamiento aceptable y trabaja un poco desasosegado. Los te­
mas que le ocupan son D e L a e rtii D iogen is fo n tib u s y Sobre los títu los de
libros entre los an tigu o s ; pero «detrás de todo hay un plan para una histo­
ria crítica de la literatura griega».
En su intención y su alcance, este proyecto rebasa todas las categorías
de la filología de Ritschl; un neófito como el joven Nietzsche no puede
permitirse imaginar, ni siquiera en sueños, una obra general de esa índo­
le, y además crítica. Pero lo que aquí se ha atrevido a exponer por prime­
ra vez libremente a partir de un cúmulo de ideas, aunque haya sido sólo
como insinuación comunicada a un amigo, va a quedar ya en el orden del
día. En abril hace una declaración similar a Deussen: «Mis perspectivas
para el futuro son imprecisas, por lo tanto buenas, pues sólo la certeza es
horrible. Mi empeño se centra en procurarme anualmente, de una mane­
ra digna y con poco consumo de tiempo, unos cientos de táleros, con los
que pueda mantener la libertad de mi existencia durante una serie de
años».
¿Cómo piensa conseguirlo? ¿Qué posibilidades ofrece la Alemania de
DEVENIR [1 4 7 ]

1867 para ganar dinero de manera a un mismo tiempo digna y que no re­
quiera mucho tiempo? Pensemos, en relación con ello, que en Bonn
Nietzsche necesitaba mensualmente para vivir de 25 a 30 táleros, en Leip­
zig 50; más tarde, en Basilea ganará como profesor 800 táleros al año. Es
cierto que ya ha echado mano de los 600 táleros por el léxico de Esquilo,
pero, como todos los trabajos de filología, éste requeriría mucho tiempo.
Por otra parte, el mundillo literario propiamente dicho, el periodismo de
grandes titulares, era ignominioso. En medio quedaba, como nueva tierra
prometida, la literatura científica, el gran tema con buena aceptación.
¿Cómo se llegaba a él?
En la misma carta a Deussen está contenida la receta, sin que por ello
se aprecie su relación con los secretos proyectos: el que quiera tener éxi­
to tiene que saber escribir, tiene que tener estilo y eliminar la erudición in­
necesaria:
«Encontrarás ridículo el empeño con el que aplico colores, con el que,
en definitiva, me esfuerzo por escribir en un estilo aceptable. Pero ello es
necesario, después de que me he abandonado durante tanto tiempo. Aho­
ra evito con todo el rigor posible la erudición que no es necesaria. Esto re ­
q u iere también una considerable superación de uno mismo, pues hay que
eliminar más de un superfluum , que precisamente nos gusta mucho. Una
severa exposición de las pruebas, de acuerdo con una manera fácil y ame­
na, en la medida de lo posible sin morosa gravedad y sin esa erudición
rica en citas que tan barata resulta: ésos son mis deseos».
Dos días después es informado también Gersdorff. Es posible que
también a Gersdorff le haga reír: lo que más le preocupa a Nietzsche es su
estilo en alemán. Es como si le hubieran quitado la venda de los ojos. El
imperativo categórico «Debes y tienes que escribir» le ha arrancado del
estado de inocencia estilística. A decir verdad, todos los grandes autores
(cita a Lessing, Lichtenberg y Schopenhauer) aseguran que no es nada
fácil conseguir un buen estilo: «Hay que trabajar y perforar una dura ma­
dera». Pero en modo alguno quiere seguir escribiendo en un estilo tan ás­
pero y seco como el del trabajo sobre Teognis. Y, elevando sus aspiracio­
nes, continúa diciendo:
«Sobre todo, en mi estilo tengo que dar libertad a algunos espíritus jo­
viales, tengo que aprender a utilizarlos como quien pulsa un teclado, pero
no sólo para tocar piezas que conoce, sino también improvisaciones li­
bres, tan libres como sea posible, pero siempre lógicas y bellas».
Esto transciende a todas luces lo meramente formal, el tratado cientí­
fico de agradable ropaje. El recurso al símil musical no es fortuito; piezas
conocidas serían los ejercicios filológicos, mientras que las improvisacio­
nes libres constituían la práctica predilecta de Nietzsche al piano, con las
que entusiasmaba a los oyentes. En la escritura esto equivalía a la gran
composición, al tema ambicioso, que evidentemente no salía de la nada
[1 4 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

sino que por el contrario había que construir con rigor y claridad para
que fuera lógico y bello.
¿Cuál sería el contenido de tales improvisaciones? Al parecer, en la
carta a Gersdorff Nietzsche ha abandonado el tema, pero, como tantas
veces, aparece de nuevo en otro contexto y bajo otro ropaje. Opina que
su amigo Pinder tiene una gran suerte, pues ahora, antes del examen,
puede ver cómo todas las disciplinas de la ciencia desfilan por delante de
él. «Pues no queremos negar», sigue diciendo, «que a la mayor parte de
los filólogos les falta aquella superior visión general de la antigüedad, por­
que se colocan demasiado cerca del cuadro y examinan una mancha de
pintura, en vez de admirar y —lo que es más— percibir las grandes y osa­
das líneas de la obra pictórica en su conjunto. Cuándo, pregunto yo, ten­
dremos por fin ese puro goce de nuestros estudios antiguos del que, des­
graciadamente, tan a menudo hablamos.» La obra de la improvisación
libre sería —lo podemos conjeturar conociendo como conocemos los ca­
minos furtivos, hechos de insinuaciones, de Nietzsche— un gran cuadro
general del mundo antiguo. En febrero de 1868, un año después de las
primeras alusiones, revela finalmente el secreto en una carta a Rohde, el
amigo de los amigos. Nietzsche habla, aparentemente de manera inciden­
tal, de sus próximas intenciones, del trabajo sobre la obra escrita de
Demócrito que proyecta para la revista de Ritschl y en el que quiere co­
municar unas cuantas amargas verdades a los filólogos. Luego sigue di-,
ciendo:
«Además, sin que sea intención mía pero precisamente por ello con
regocijo para mí, todos mis trabajos siguen una dirección muy definida;
como si fueran postes de telégrafos, todos apuntan a una meta de mis es­
tudios en la que próximamente fijaré también mis ojos. Es una historia de
los estudios literarios en la antigüedad y en la edad moderna».
Nos atreveríamos a preguntar al intrépido estudioso: ¿por qué tanto
de una vez? Si toda la antigüedad era ya una empresa atrevida, ahora in­
cluía también, como si se tratara de una sola colada, la edad moderna.
Pero también toma medidas preventivas al momento: los detalles no son
tan importantes como lo universalmente humano, concretamente cómo
se forma la necesidad de una investigación histórico-literaria «y cómo co­
bra forma en las manos modeladoras de los filósofos».
Una asombrosa teoría va a tomar cuerpo. Es tal su importancia para
todo lo que sigue que tenemos que exponerla aquí de acuerdo con el tex­
to original:
«Que hemos recibido todos los pensamientos esclarecedores existen­
tes en la historia de la literatura de los contados grandes genios que viven
en la boca de los instruidos y que todas las realizaciones válidas y forma-
tivas en el mencionado campo no eran otra cosa que aplicaciones prácti­
cas de esas ideas típicas, que, por lo tanto, lo creativo contenido en la in­
DEVENIR [1 4 9 ]

vestigación literaria procede de quienes no cultivaban personalmente ta­


les estudios, o sólo en corta medida, que, por el contrario, las obras elo­
giadas de esta especialidad fueron creadas por hombres desprovistos del
fuego creador, estas visiones, profundamente pesimistas, que ocultan en
sí un nuevo culto del genio, me ocupan constantemente y me inclinan a
examinar su presencia en la historia».
En otras palabras: los filólogos son los peones de los filósofos. Cada
varios siglos aparece un genio filosófico que imparte las nuevas consignas
y proporciona trabajo a los historiadores de la literatura. Las grandes rea­
lizaciones de quienes son sólo filólogos —por ejemplo, O pera om nia de
Ritschl— también están faltas del fuego creador; el filólogo es el hombre
no creador por excelencia. Por consiguiente, la historia crítica de los es­
tudios literarios no va a proceder a una exposición general, sino a un des­
montaje o desenmascaramiento de las prodigiosas realizaciones de la filo­
logía dadas a conocer con tanto aparato.
A continuación nos da una lección de humildad que puede servir de
ejemplo: él también ha sido estimulado en sus estudios por un genio,
Schopenhauer. Pero como sus planes arrancan de muy lejos, tienen ca­
rácter filosófico, entran en competencia con los del maestro, preparan la
llegada del próximo genio, que en los sueños del muchacho de veintitrés
años ya lleva el nombre de Nietzsche.
El orden jerárquico elaborado recientemente es transferido en sep­
tiembre de 1868 a Deussen, con la notificación velada de que el buen «p a­
dre Deussen» ha de abandonar de entrada toda esperanza de pertenecer
al grupo de los elegidos. El punto de partida es: cada uno en su sitio. Los
grandes filólogos, o sea, Ritschl y compañía, son los que asignan las pla­
zas. «Hay, pues, patronos y obreros, pero en este símil no debe haber
nada despectivo.» Pero Nietzsche vuelve otra vez a su nueva teoría:
«...pero también nuestros más grandes talentos filológicos son sólo
patronos en términos relativos: si uno se sitúa aún más alto y adopta una
perspectiva histórico-cultural, ve que, en definitiva, también esos inge­
nios son sólo operarios, o sea, que trabajan para algún gran semidiós filo­
sófico (el más grande de los cuales en todo el último milenio es Schopen­
hauer)».
En contextos como éste, «filosófico» equivale a una visión más amplia
y a la superación de las estrechas normas de los maestrillos y de la activi­
dad filológica puramente escolar. Si se quiere seguir practicando la filolo­
gía, hay que fundarla de nuevo de modo que sea una filología filosófica.
En el curso de esta nueva teoría aparece varias veces el nombre de
Schopenhauer. Es el modelo. No sólo en cuanto a la visión del mundo, en
la que refuerza el duro pesimismo de Nietzsche, al que proporciona un
fundamento filosófico, sino también y sobre todo en cuanto a la actividad
de escritor. Más adelante hablaremos de la vivencia del despertar, que
[1 5 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Nietzsche experimentó con la primera lectura de Schopenhauer. Para no­


sotros es aquí esencial: hundido en el ángulo del sofá con la obra capital
de Schopenhauer en las manos, Nietzsche descubre en esa obra y en este
autor su propia vocación. Complacido en lo más profundo de su ser, a pe­
sar de toda la amargura de la ilustración filosófica, percibió lo que podía
llegar a ser: un escritor filosófico. Nietzsche había conocido la filosofía
como disertación magistral, y le repugnaba. Aquí le llegaba de una mane­
ra tan soberana como él mismo habría deseado percibirse a sí mismo. En
ella encontraba la solución a todo lo que le preocupaba como una tortu­
ra: para la vida y para la actividad de escritor, para la misión superior y
para la existencia práctica. El mismo formuló así lo que ahora le atena­
zaba:
«El poderoso sentimiento de bienestar de la persona que habla nos
embarga con el primer sonido de su voz; nos ocurre como cuando pene­
tramos en la espesura del bosque, respiramos profundamente y al mo­
mento nos volvemos a encontrar bien. Aquí hay un aire que fortalece
siempre de manera análoga, así sentimos nosotros; aquí hay una inimita­
ble espontaneidad y naturalidad, como las que perciben los seres huma­
nos que tienen en sí mismos su hogar, y un hogar, por cierto, riquísimo del
que son dueños: en contraposición a los escritores, los cuales en la mayo­
ría de casos son los primeros en sorprenderse de haber sido alguna vez in­
geniosos y cuya disertación se vuelve así un tanto desasosegada y antina­
tural».
Aquí, en una prosa modélica, se manifiesta la sensibilidad del artista
para con el artista. Bosque espeso y casa señorial, ciertamente eso no te­
nía nada que ver con la filosofía, pero sí, y mucho, con la atmósfera y la
actitud, con la manera de vivir y el estilo. Nietzsche desechó rápidamen­
te un sistema que en muchas cosas se oponía a su propia naturaleza. Pero
se sometió a Schopenhauer educador, ingresó en su escuela y a su lado
aprendió a escribir. Se apartó del ingenio y, por lo tanto, también de Hei­
ne, hasta entonces su modelo como encarnación de un alambicado y fal­
so espíritu francés. Nietzsche opina que a lo sumo Goethe resiste la com­
paración con Schopenhauer escritor, pues éste sabe decir lo profundo de
manera sencilla, lo patético sin retórica, lo rigurosamente científico sin
pedantería. Cuando ya servía a sus nuevos dioses, proyectó un trabajo so­
bre Schopenhauer como escritor y a este propósito anotó para propio
uso: Schopenhauer está entre Goethe y Kant; a diferencia de Kant es poe­
ta y a diferencia de Goethe es filósofo. Para Nietzsche esto no era un com­
promiso sino una síntesis: una filosofía poética, pero al mismo tiempo
«lógica y bella», concluyente en sí misma como una obra de arte y, a la
vez, cautivadora. Schopenhauer prestaría también sus servicios a una
nueva generación.
De todos modos, entre el descubrimiento de Schopenhauer y el nue­
DEVENIR [1 5 1 ]

vo proyecto, todavía nebuloso, de una historia crítica de la literatura


transcurrió más de un año. ¿Qué ocurrió mientras tanto? En noviembre
de 1866, Nietzsche comunica a su amigo Mushacke que ha aparecido una
nueva estrella en el horizonte: «L a más importante obra filosófica de las
últimas décadas es sin duda alguna la H istoria d el m aterialism o de Lange,
1866...». Aunque este libro y su autor son realmente dignos de atención,
nos parecen excesivos tanto el superlativo empleado por Nietzsche como
las palabras que le dedica a continuación: «Kant, Schopenhauer y ese li­
bro de Lange, no necesito nada más». Esta admiración tenía sus buenas,
aunque también muy personales, razones. Nietzsche había descubierto
un modelo expositivo de algo que vislumbraba de una manera imprecisa,
una ambiciosa historia crítica del pensamiento. En su exposición se reco­
gía lo político, lo social, lo perteneciente a la historia de la cultura, se ha­
cía un recorrido a través de los siglos, desde el viejo Demócrito hasta las
manifestaciones más recientes, se asignaba asimismo un papel muy im­
portante a las ciencias naturales y, por último, en ella se incorporaba tam­
bién la crítica a la sólida historia de la idea del materialismo, pero conce­
bida de acuerdo con una amplia perspectiva: «Historia del materialismo
y crítica de su significado en el presente» era su título completo. «Un li­
bro que da infinitamente más de lo que su título promete», le dijo en tono
elogioso a Gersdorff para luego enumerar todo lo que se podía encontrar
en dicho libro: el movimiento materialista, las ciencias naturales con sus
teorías darwinistas, sus sistemas cósmicos, el materialismo ético y la teo­
ría de Manchester. Aún tendremos que volver a Lange y su incidencia en
Nietzsche.

A la postre lo que ocurrió, lo que dio cuerpo y posibilidades futuras a


la proyectada carrera de escritor, fue que por fin Nietzsche encontró un
amigo de su misma talla. En el semestre del verano de 1866 había esta­
blecido contacto con el grupo de amigos de Erwín Rohde, hamburgués
esbelto de aspecto aristocrático que gustaba de la soledad. Nietzsche dijo
de él que era «una cabeza muy inteligente, pero terca y obstinada». Roh­
de tenía mucha amistad con un tal Hüffer, al que Nietzsche define así en
su R etrospectiva: «Un hombre de mucho talento al que la naturaleza ha­
bía negado el concepto de talla, cultivaba las bellas artes, preferentemen­
te la música, con entusiasmo, traducía con soltura del francés y, como era
acaudalado, se veía a sí mismo nadando tranquilamente contra la corrien­
te del mundillo literario».
Nietzsche consiguió atraerse al talentudo y musical pero poco delica­
do Hüffer, y en la primavera de 1867 se inició entre ellos lo que, sin apun­
tar demasiado alto, llamaríamos una buena amistad. Durante el semestre
puede decirse que, en cierto modo, se sentaron «en un taburete eléctri­
[1 5 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

co». «Sin la mínima intención de nuestra parte, pero, guiados por un cer­
tero instinto, pasábamos la mayor parte del día juntos. No trabajamos
mucho en sentido burgués, y, no obstante, consideramos un beneficio
para cada uno los días desperdiciados.»
Era la situación del marqués de Posa, del «contigo del brazo, así de­
safío yo a mi siglo». Montones de proyectos, fantasías de un futuro feliz,
esbozos de una generosa filología que arrinconaría para siempre toda la
mezquina actividad de Ritschl y sus seguidores. En la misma carta en la
que aparece por primera vez el proyecto de una historia crítica de la lite­
ratura se dice: «Cada día voy a casa de Kintschy con Kohl y Rohde, que
ahora forman mi entorno inmediato». Ya no quedaba nada del obrero cu­
bierto de sudor. Sólo se preguntaba si sería un patrono bajo o alto. Los
dos tenían talento para más altas empresas. En 1872 apareció la primera
obra genial de Nietzsche, E l n a á m ie n to de la traged ia d e l espíritu de la
m ú sica , y en 1876, tras un largo trabajo de filólogo, el importante estudio
de Rohde titulado h a novela griega.

Los dos estaban seguros de que la nueva filología ya no se podría in­


cubar en la sala de estudio. Si acudían a clase con botas y espuelas, tras la
lección de equitación, era igualmente como símbolo. Schopenhauer era
un modelo también en eso: en relaciones sociales, en conocimientos lin­
güísticos y en independencia económica, pues todo ello lo había tenido y
vivido antes que ellos. Erwin Rohde no había pasado en modo alguno del
rico Hüffer al pobre Nietzsche, hijo de un clérigo, sino al aristócrata del
espíritu que quería construir su vida sobre la base de un proyecto ambi­
cioso. Nietzsche acosaba abiertamente a Rohde para que dejara a un lado
el examen de estado como acceso a la esclavitud del funcionariado y se­
guramente él fue quien sugirió a su amigo una estancia en París como fo­
goso preludio de su vida futura.
París era la fantasmagoría radiante que ya había imaginado de niño.
En su juventud pidió una historia de la Revolución francesa y escribió
versos en honor del desventurado rey Luis XVI; en el ámbito de «Ger-
mania», liga formada con sus amigos Wilhelm Pinder y Gustav Krug, ha­
blaba de Napoleón III. Sobre todo ello flotaba la fascinación del lujo y el
esplendor imperial, pero también de movimientos sísmicos y hogueras,
de conquistas y sangre derramada. El estudiante de Bonn se había senti­
do atraído por la / a t a m organa de un viaje a París con un amigo rico, y
ahora la cosa iba en serio. El plan fue comentado una y otra vez con Roh­
de: la estancia debía durar al menos un año.
El motivo, cuando no el pretexto, era realizar estudios en la Bibliote­
ca Nacional de París. Los dos amigos intercambiaron las razones del via­
je en sus cartas: primeramente se habla sobre todo de la biblioteca;
D EV E NI R [1 5 3 ]

Nietzsche expone a Gersdorff tanto «consideraciones humanitarias»


como «muy especialmente razones filológicas». Sólo cuando se dirige a
Rohde, el acompañante deseado, habla sin ambages: aunque se separen
después, en la universidad, «conozcamos primero la fuerza divina del
cancán y aprendamos a beber el veneno amarillo para después marchar
dignamente a la cabeza de la civilización». A pesar de su tono parcial­
mente irónico, estas palabras muestran también pensamientos ocultos.
Otra observación, dirigida a Rohde, ofrece en cierto modo un programa
de contraste con respecto a lo dicho: «En cualquier caso allí se trabajará
a lo grande, se hurgará en toda biblioteca, se participará en una revolu­
ción, se presenciará la muerte del emperador y se aprenderá francés».
Pero el cancán y la revolución, la biblioteca y la absenta están subterrá­
neamente unidos entre sí: París es vida a nivel superior, «una escuela de la
existencia», como se dice en otra carta.
El sueño es tan prometedor que Nietzsche intenta ganar también a los
otros amigos para el plan parisién. Juntos representarían a Alemania y a
Schopenhauer, formarían una brillante colonia. También se piensa seria­
mente en asentar el año de estancia en París sobre una sólida base econó­
mica: «Por lo demás, no me gustaría vivir en París si no fuera posible ha­
cer algo para procurarse el sustento. Allí la gente es activa y el trabajador
está bien pagado. ¡Seamos trabajadores! A la larga no puedo vivir con el
dinero que me queda, sobre todo tratándose de París».
¿Qué tenía Nietzsche en la cabeza? Viejos sueños de una carrera ma­
ravillosa, de llegar a ser el gran parisién, quiere decirse, de triunfar en el
mundo, o sólo la imagen de los buenos tiempos, de una vida de placeres
y orgías, como la que los honrados habitantes de Leipzig habían tenido
ocasión de ver poco antes en la opereta de Offenbach L a bella E le n a. El
baile en el volcán, el cuadro estaba cerca, el esplendor imperial tocaba a
su fin, pero precisamente a eso debía su irisado encanto el París del Se­
gundo Imperio. «Todavía tengo tantos proyectos de aventuras que toda
una parte de ellos tiene que irse al agua», había escrito a Mushacke. Este
proyecto no debía irse al agua, pues le atraía más que todos los honores
académicos. El programa era a la vez divertido y apocalíptico: vida de es­
critor en el marco de la bohemia y del Barrio Latino, y alrededor historia
universal en ebullición. Si llegara a producirse la guerra con Francia, pues
bueno, cumplirían con su deber y caerían bajo los proyectiles franceses.
Pero si en cambio llegaba la revolución, siempre podrían decir que ha­
bían estado allí. Como veremos, llegaron efectivamente la guerra y la re­
volución, Sedan y el levantamiento de la Comuna. Nietzsche marchó para
trabajar como enfermero y regresó enfermo. En toda su vida no llegó más
allá de Metz.
¿Fue París un último permiso antes de asumir un trabajo profesional
serio, como él aseguró ante sí mismo y ante otros? En anotaciones poste­
[1 5 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

riores se pueden leer bastantes datos complementarios sobre el sueño pa­


risién. En el aforismo 256 de M á s a llá d el bien y d e l m a l se describe la
acción formativa de París a partir del ejemplo de Wagner; «lo profundo
de su instinto le llevó a suspirar en el momento más decisivo» por París.
Esta ciudad tampoco podía eliminarse de la carrera de los genios musica­
les: tanto el húngaro Liszt como el berlinés Meyerbeer habían encontra­
do allí la fortuna, y Richard Wagner la había buscado. También aquel
«san Offenbach» al que después de ver en Leipzig su B ella E le n a Nietzs-
che y Rohde veneraban como una especie de santo protector de su sueño,
había viajado del Rhin al Sena.
Ciertamente Nietzsche ya no quería triunfar en calidad de composi­
tor, como estos peregrinos parisienses (aunque no había perdido en abso­
luto la fe en su talento musical, sino que sólo la había «postergado»), pero
el suelo de París le parecía especialmente idóneo para una inteligencia po­
livalente como la suya. Allí había vivido Heine, modelo de Nietzsche en
música de la palabra y en «maldad divina», y allí se había ganado el sus­
tento como crítico de arte y de música. Y ahora en París se estaba abrien­
do paso una generación de artistas con los que él se sentía estrechamente
emparentado: «Todos sin excepción dominados por la literatura hasta sus
ojos y oídos —los primeros artistas de formación literaria universal— ,
muchos de ellos incluso escritores, poetas, mediadores e integradores de
las artes y de los sentidos». Estas ideas fueron anotadas muchos años des­
pués, pero no son el resultado tardío de la decepción que le produjo la si­
tuación alemana, sino que estaban desde hacía mucho tiempo en las ex­
pectativas del muchacho y en los planes futuros del hombre joven. «En el
más bello escenario del mundo, entre los más vistosos decorados y un sin­
fín de brillantes figuras» quería vivir, escribir y disfrutar con Rohde; «me
imaginé a los dos cuando, con la mirada grave y el labio sonriente, avan­
zábamos en medio de la riada humana de París, dos paseantes filosóficos
que la gente se acostumbraría a ver por doquier, en los museos y las bi­
bliotecas, en las Closeries des Lilas y en Notre Dame, siempre llevando
consigo la seriedad de su pensamiento y la delicada comprensión de su
compañerismo.» El ideal de su vida estaba claramente definido en su bi-
polaridad: la gravedad alemana, la filosofía, era la dote, el artículo de ex­
portación que iban a aportar al hombre. A cambio de ello vivirían a la ma­
nera parisién, y el baile en la Closerie des Lilas ofrecería a los dos
paseantes al menos tanta materia de estudio como la catedral gótica.
El Nietzsche que en 1868 quiere ir a París anota para él: «Ensayo: O f­
fenbach». En él han surtido efecto los arranques musicales de L a bella
E len a. Y no es en modo alguno casual que Bizet, posteriormente el gran
ídolo musical de Nietzsche sea discípulo de Offenbach y que el libreto de
C arm en tenga los mismos autores que el de L a bella Elena-. Meilhac y Ha-
lévy.
DEVENIR [1 5 5 ]

El cargo de profesor en Basilea puso fin al sueño de París. Todo siguió


otros derroteros, la cruel realidad de la vida se impuso, el sueño tuvo que
ser enterrado. Mucho después vuelve a aparecer. En 1882, en medio de
una crisis en su relación con Lou Salomé, Nietzsche escribe a Louise Ott,
alemana residente en París a la que había pretendido con anterioridad:
«Pues creo de nuevo en la vida, en los seres humanos, en París, incluso en
mí mismo...». Aquí debemos prestar atención a la ecuación: «vida, seres
humanos, París», conceptos que están a un mismo nivel. Nietzsche quie­
re verla de nuevo, pide información sobre una habitación que sea sencilla
y muy tranquila, y sobre todo que le permita estar cerca de ella. Pero en­
seguida le llegan las dudas. París no es un lugar adecuado para seres soli­
tarios, «para personas que quieren convivir tranquilamente con la obra de
su vida y no quieren preocuparse en absoluto de la política y del presen­
te». Realmente, París no era un lugar adecuado para ellos. El cancán no
significaba nada para las almas solitarias, el Segundo Imperio había muer­
to y Jacques Offenbach había tenido que abandonar el gran escenario.
Se acabaron la holgazanería y las diversiones, el crujir de las faldas y
los galopes. En las anotaciones del Ecce hom o , ya en los lindes de la locu­
ra, encontramos un último eco: «Mi viejo profesor Ritschl afirmaba que
yo concebía incluso mis trabajos filológicos de manera tan emocionante
como un novelista parisién...». Y, finalmente, en las esclarecedoras cartas
escritas en la locura, en las que asume, interpreta y representa en la esce­
na del mundo aquellos papeles que ha venido reprimiendo en el sub­
consciente durante toda su vida, queda totalmente desvelada su vocación
secreta. Tenemos la célebre carta del 6 de enero de 1889 a Jacob Burck-
hardt, que empieza así: «Querido profesor, en último caso me gustaría
mucho más ser profesor en Basilea que Dios». «Correos está a cinco pa­
sos, yo mismo echo las cartas para servir de mediador a los grandes folle-
tinistas del gran mundo. Naturalmente mantengo un contacto bastante
estrecho con el F íg a ro ...» Lo primero que leía el muchachito de Rócken
en el periódico era la crónica de la corte; lo último que soñaba escribir
eran unas notas de sociedad desde París.
C apítulo 4

Miscelánea de Leipzig

Un caballero tiene que ser alegre, tener buen humor.


Cuplé de L a bella Elena, de Jacques Offenbach

C
uando Nietzsche marchó a Leipzig, volvió a su patria perdida, a la
región de aquella aldea llamada Rócken donde había nacido. Pero,
al mismo tiempo, como prusiano de Naumburg que era viajó al ex­
tranjero, al reino de Sajonia, en cuyos habitantes pronto iba a descubrir
un tipo humano completamente distinto.
La Sajonia independiente era un Estado alemán como Baviera, Han­
nover, Württemberg y Baden, y el conde Beust,.su primer estadista, se
comportaba como un pequeño Mettemich que buscaba la manera de em­
plear el peso conjunto de estos países contra Prusia y Austria, que eran las
dos grandes potencias. Su ambición —acentuar la independencia de Sa­
jonia— quedaba reflejada en el gran número de representaciones consu­
lares que el país tenía en el extranjero: en tomo a los setenta. El conde
Beust perseguía la idea de la «tríada», esto es, de una tercera fuerza que
se situara junto a las dos grandes potencias. Para ello prefería apoyarse en
Austria, antes que en Prusia, sin duda recordando que en la guerra de los
Siete Años los sajones habían luchado al lado de los austríacos.
A decir verdad, en esta Alemania de muchos Estados pequeños se po­
día viajar de un lado a otro sin impedimento alguno, siempre que uno fue­
ra tan honrado como el estudiante Nietzsche y no fuera perseguido por
vía requisitoria como el K ap ellm eister de Dresde, Richard Wagner. La
Unión Aduanera eliminó las fronteras comerciales; ya entonces, toda Ale-
[1 5 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

manía se consideraba una unidad cultural. El traslado de la Universidad


de Bonn a la de Leipzig requería menos formalidades que hoy un trasla­
do entre las universidades de Munich y Viena.
Por consiguiente, Nietzsche no vivía en modo alguno «en el extranje­
ro», a pesar de que él creyera apartarse claramente del sosegado carácter
sajón. Pero su situación cambió súbitamente, casi de la noche a la maña­
na, y habría podido volverse crítica si no hubiera ocurrido todo tan de
prisa. La pacífica Sajonia se convirtió entonces en un país enemigo.
El 10 de junio de 1866 Prusia había presentado a los Estados alema­
nes el esbozo de una nueva Constitución federal; estaba prevista la cons­
trucción de una federación de la que quedaría excluida Austria, y la trans­
ferencia del mando supremo de las tropas del norte de Alemania al rey de
Prusia y de las tropas del sur de Alemania al rey de Baviera. A propuesta
de Austria, la Dieta germánica de Frankfurt acordó la movilización de
todo el ejército federal contra Prusia. El 15 de junio se produjo la res­
puesta de Prusia: ultimátum a Sajonia, Hannover y Kurhessen para que
abandonaran la federación, anularan la movilización y se unieran a la
Alianza prusiana.
La adopción de estas medidas habría equivalido a una capitulación.
Pero tampoco una declaración de neutralidad habría servido de mucho.
Los sajones, gente pacífica, tuvieron que optar por la guerra. Con su ejér­
cito de 30.000 hombres no habrían podido resistir por sí solos a los pru­
sianos. Por este motivo, Sajonia hizo oídos sordos y, a través de Bohemia
septentrional, se unió a Austria. A finales de junio Nietzsche escribió:
«Vivimos, pues, en la ciudad prusiana de Leipzig. Hoy se ha declarado el
estado de guerra en toda Sajonia. Poco a poco se empieza a vivir como en
una isla, pues las comunicaciones telegráficas, el servicio de Correos y los
ferrocarriles sufren constantes interrupciones». Ahora aún podía escribir
a casa, pero no a su amigo Deussen, que estaba en Tübingen. Por lo de­
más, en la universidad se seguían impartiendo clases y en los teatros con­
tinuaban las representaciones. El 26 de julio de 1866, la tregua de Ni-
kolsburg puso fin a la situación gracias a la genial estrategia de Bismarck.
Aunque con cierto dolor por el destino de Sajonia, Nietzsche supo
desde el principio de qué lado estaba. Rocken ya no reaccionaba. «Cuan­
do una casa está en llamas no se pregunta quién le ha prendido fuego,
sino que se apaga. Prusia está en llamas. Ahora hay que apagarlas.» Y
también: «Soy un prusiano apasionado como el primo es un sajón». Con­
taba con que le llamarían a filas: «Además ahora ya es deshonroso seguir
sentado en casa cuando la patria empieza una lucha a vida o muerte». Las
palabras fluían con asombrosa facilidad de su pluma, mientras que su pa­
triotismo nos dice que entonces todavía era totalmente un hijo de su tiem­
po. Pero no fue llamado a filas porque la guerra tuvo un rápido fin.
Por primera vez en su vida seguía apasionadamente la política, con in­
D EV E NI R [1 5 9 ]

tuiciones y sentimientos que pronto eran rebatidos por la realidad. Por


primera vez vio actuar de cerca a un hombre con poder, Bismarck. Como
la mayoría de sus coetáneos, sobre todo los liberales burgueses, a Nietzs-
che Bismarck le pareció primeramente «inmoral». La víspera de la bata­
lla de Kóniggrátz escribió: «El peligro en el que se encuentra Prusia es
enorme: es absolutamente imposible que pueda imponer su programa
mediante una victoria total». Para asombro de los observadores, lo que
era absolutamente imposible ocurrió de hecho. Nietzsche consideraba
que Bismarck tenía coraje y era implacablemente consecuente en sus
planteamientos, pero subestimaba la fuerza moral del pueblo. Se lamen­
taba de que este talentudo y enérgico ministro estuviera tan atado a su pa­
sado; un pasado que, en su opinión, era inmoral.
Para muchos, la manera como Bismarck manejaba a los Estados pe­
queños del norte de Alemania, en el marco de un sólido mundo dinásti­
co, era decididamente revolucionaria. Tanta osadía debía de tener un fin
desgraciado. Bismarck, se pensaba, no podía jugar a ser el Napoleón pru­
siano, aunque sólo fuera porque desde Francia ya amenazaba un
Napoleón real, bien que no el más temible. Los observadores no podían
entender, de un lado, la atrevida guerra de Bismarck y, de otro, el defe­
rente trato dispensado por él a Austria y a Sajonia, y aún menos la rela­
ción que pudiera haber entre ambas actitudes.
Nietzsche, prusiano en Leipzig, no se habría opuesto a que la ciudad
pasara a ser inmediatamente prusiana. Esto le habría ahorrado, entre
otras cosas, tener que hacer sus exámenes en otro sitio, es decir, en una
universidad de Prusia. A él le gustaba Leipzig, pero no los sajones, que no
mostraban ningún deseo de convertirse en prusianos y se aferraban a su
particularismo. Estudiaba psicología y, en su opinión, la guerra había he­
cho que cayeran las máscaras y quedara al descubierto sobre todo la co­
bardía de los intelectuales.
Nietzsche, patriota prusiano, no soportaba el patriotismo de los sajo­
nes por considerarlo anacrónico. Tanto entre los liberales como entre los
socialdemócratas, que entonces se estaban organizando políticamente,
había grupos que abogaban por la anexión a Prusia. Sin embargo, en las
elecciones a las Cámaras, celebradas el 20 de febrero de 1867, los «sajo­
nes» vencieron a los «prusianos». Nietzsche envió a su amigo Gersdorff
una preciosa descripción de la batalla electoral, una obra maestra de su
recién adquirida técnica literaria. Merece la pena ofrecer a los electores
de hoy aquella batalla electoral de hace más de cien años en el plástico es­
tilo de Nietzsche:
«L a agitación se hizo realmente gigantesca, dondequiera que uno iba
o estaba aparecía un mozo que le ponía en las manos un programa, un
panfleto o un aviso; las hojas eran repartidas incluso por las casas. El Ta-
g e b latt y el Nachrichten estaban llenos de anuncios. No creo que quedara
[1 6 0 ] FRIEDRICH NIET ZSC HE

un punto de vista que no fuera utilizado para activar la agitación. No fal­


taban las exageraciones, y así, por ejemplo, se nombró guardián a un vie­
jo cuyo cerebro... había sufrido un metabolismo... En una palabra, me­
dios morales e inmorales, sellos, colaboradores, calumnias, gigantescos
carteles, banderas con los nombres correspondientes, todo había sido
puesto en movimiento para el día de hoy».
Nietzsche y sus amigos participaron en la campaña electoral, pero
más por deporte que por una implicación apasionada. Al final triunfó el
primo sajón.
La descripción de la batalla electoral figura, y no por casualidad, en
una carta a Gersdorff. Cari von Gersdorff, hijo de un Ju n k e r y terrate­
niente silesiano, era un auténtico prusiano; su implicación en la historia y
sus avatares era totalmente distinta de la del espectador Nietzsche. Cuan­
do la situación empeoró, Gersdorff ingresó en el ejército y alcanzó el gra­
do de teniente; su hermano murió a causa de las heridas sufridas en la
guerra. A Nietzsche le proporcionó no sólo una detallada descripción de
la batalla de Kóniggrátz, sino también extensos comentarios políticos
acerca de temas como, por ejemplo, los impuestos sobre el tabaco, el pe­
tróleo y la sal. Le interesaba todo lo que aparecía a diario en los periódi­
cos. Cuando, en febrero de 1868, Nietzsche escribe a Gersdorff y le dice
que, efectivamente, tiene razón, que no es el momento de filosofar — «la
política es ahora el órgano de todo el pensamiento»— , inicialmente se
trata sólo de una concesión a su interlocutor.
Pero Nietzsche tenía una manera muy personal de acercarse a la polí­
tica. De la misma manera que en filología despreciaba las minucias, el al­
boroto diario, el «deplorable parloteo propio de la época», ahora, como
escribió a Gersdorff, sólo podía imaginarse los hechos extrayendo del flu­
jo general la acción de determinados hombres. Y añadía; «Bismarck me
proporciona un inmenso placer. Leo sus discursos como si bebiera un
vino fuerte; contengo la lengua para no beber demasiado deprisa y pro­
longar el placer». Entre estas líneas se puede leer que la historia también
es cosa de genios. Todos los demás son peones. A los espectadores, y en
primer lugar a los entendidos, les queda el placer estético. Todos, senta­
dos cómodamente en sus sillones, siguen las jugadas de ajedrez del gran
estadista. Nietzsche valora los discursos de Bismarck como pruebas lite­
rarias de un genio; y también habría podido proyectar un ensayo sobre
Bismarck escritor.

Nietzsche reprochaba a los habitantes de Leipzig por encima de todo


su materialismo. Ésta era en verdad una ciudad comercial. En su periferia
crecía la industria: tejidos y fabricación de maquinaria, tabaco, chocolate,
química, óptica, fotografía. En la nueva imagen de la ciudad se podían ver
DEVENIR [1 6 1 ]

las casas de los fabricantes y la miseria de los suburbios habitados por los
obreros. En su primera vivienda, a Nietzsche, sensible al ruido, no le mo­
lestaba sólo el griterío de los niños sino también el continuo ruido de una
fábrica de cajas de caudales. Luego se mudó a la casa de un fabricante de
maquinaria. También le molestaba mucho el ajetreo de la feria de mues­
tras, y no sólo porque hacía que subieran los precios y bajara la calidad de
los alimentos. «Además, por doquier pululan monos abominables, vulga­
res, y otros mercaderes», escribió en abril de 1866 a su casa, con más afec­
tación que ingenio. Por fin ha encontrado una cervecería «donde no hay
que tragar manteca derretida y fachas judías». Este antisemitismo es pro­
pio de la época; Nietzsche alude al judío del mundo de las finanzas y del
comercio. En su novela D e b e y h aber [S o líu n d H a b e n ], Gustav Freytag le
había presentado a sus compatriotas sajones y alemanes en dos variantes:
como el pobre judío Veitel Itzig y como el rico especulador Hirsch Eh-
renthal. Que, en este punto, Nietzsche no sufrió ningún disgusto ocasio­
nal, sino que arrastraba un viejo prejuicio, nos lo demuestra el hecho de
que el mismo motivo aparezca dos años más tarde, en el mismo contexto
y de nuevo en una carta a su casa: «En el día de hoy termina la feria de
muestras; y, afortunadamente, con ello somos liberados del olor a grasa y
de los muchos judíos». En una carta a Mushacke vuelve a lamentarse de
que dondequiera que fija la mirada no ve más que judíos y amigos de los
judíos.
Pero, en su caso, el prejuicio no se limitaba en modo alguno a los ju­
díos, como le ocurría a Gustav Freytag y aquellos círculos burgueses para
quienes ganar dinero era una actividad muy digna de elogio siempre que
fuera practicada exclusivamente por cristianos. «La novela debe buscar al
pueblo alemán allí donde se le puede encontrar en su elemento, o sea, en
el trabajo», así decía el lema de Freytag. Por el contrario, Nietzsche, con
su tendencia aristocrática, consideraba indigno todo comercio y toda ac­
tividad mercantil, todo lo que olía a comisión y mediación, de modo que
cuando, ocasionalmente, habla de la necesidad de ganar dinero lo hace
siempre en términos vagos y sin especial sensibilidad para ello. De hecho,
durante toda su vida fue una persona demasiado distinguida para discu­
tir, por ejemplo, con los editores. En el párrafo 31 de L a gaya ciencia lee7
mos conmovidos cómo Nietzsche se imagina que el comprar y el vender
también pueden llegar a ser actividades dignas. «Cabe pensar en situacio­
nes sociales», escribe, «en las que ni se venda ni se compre, y donde la ne­
cesidad de esa práctica vaya desapareciendo lentamente hasta el fin: tal
vez, personas aisladas, menos sometidas a la ley de la situación general, se
permitan el comprar y el vender como un lujo de la sensibilidad. Enton­
ces el comercio adquiriría distinción, y los nobles tal vez se entregarían al
comercio tan gustosamente como hasta ahora a la guerra y la política.»
Si él, con unos ingresos mensuales suficientes, se situaba por encima
[1 6 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

del Leipzig comercial, le era totalmente ajeno el proletariado, que preci­


samente en los años de su estancia en Leipzig se organizaba como nueva
fuerza política. Como en el resto de Alemania, el proceso había empeza­
do en los años cuarenta. El «Literatenverein», sociedad de los literatos de
Leipzig, prestaba atención a los tejedores de Silesia y a las encajeras del
Erzgebirge. Ernst Willkomm escribió tres volúmenes sobre Eisen, G o ld
u nd G eist [H ierro, oro y espíritu] y cinco volúmenes sobre W eisse Sklaven
od er die L eid en des Volkes [E sclavo s blancos o los sufrim ientos d e l pu eblo],
Louise Otto-Peters dedicó sus novelas a «Luis el camarero» o a la oposi­
ción «castillo y fábrica». El capital era una maldición ya mucho antes de
que Marx concibiera su gran obra. En 1848, Richard Wagner, todavía
desconocido K apellm eister, proclamó en tono profètico: «...como una
perversa pesadilla nocturna, ese demoníaco concepto de dinero se alejará
de nosotros con todo su abominable acompañamiento de usuras públicas
y secretas, estafas de papel, intereses y especulaciones banqueras». El
profesor Karl Biedermann, en cuya casa Nietzsche vivirá pronto como in­
quilino, había escrito y pronunciado conferencias ya en 1846 sobre el so­
cialismo y la cuestión social, y había recogido material estadístico sobre la
miseria en el Erzgebirge y Vogtland. Desde el 1 de mayo de 1848 salía,
una vez a la semana, el L eip ziger A rbeiter-Zeitung.
Leipzig, ciudad industrial, se convirtió a principios de los años sesen­
ta en «el corazón del movimiento social alemán». Los demócratas de
1848, llamados entonces «progresistas» (hoy tendríamos que definirlos
como «liberales de izquierda»), se pusieron a trabajar en estrecha colabo­
ración con las futuras organizaciones obreras y crearon centros formati-
vos a modo de universidades populares para el cuarto Estado, a la vez que
discutían en la llamada «mesa de los delincuentes» del restaurantre «Zur
Guten Quelle» los problemas políticos del momento. La colaboración de
los dos grupos fue cortada por Ferdinand Lassalle, primer gran líder
obrero alemán. Hijo de un comerciante en telas judío, Lassalle había hui­
do de la casa paterna y del instituto cuando era joven y había marchado a
Leipzig con intención de estudiar en la Escuela de Comercio y trabajar
luego como dependiente. En Leipzig se manifestó su fervor por los opri­
midos y el 23 de mayo de 1863 fundó en esta ciudad la «Asociación ge­
neral de los trabajadores alemanes», primera organización de su género
creada en Alemania. Un año después murió en un duelo con un aristó­
crata a causa de una aristócrata.
Con la «Asociación general de los trabajadores alemanes» de Lassalle
competía la «Sociedad educativa profesional», que seguía coaligada con
los demócratas y tenía como lema «a la luz y la libertad por la formación».
En marzo de 1865 se unió con la asociación «Vorwärts» para formar la
«Sociedad educativa de los trabajadores de Leipzig». Su presidente era el
avispado oficial tornero August Bebel, que simultáneamente organizó los
DEVENIR [1 6 3 ]

primeros sindicatos. En 1865 se fundó la «Asociación general de los tra­


bajadores del tabaco alemanes», en 1866 la «Unión de impresores alema­
nes» y en 1867 la «Asociación general de sastres alemanes». En el verano
de 1865, Wilhelm Liebknecht, expulsado de Prusia, se encontró con Be-
bel. En seguida intentó llevar hacia la izquierda a las asociaciones funda­
das por el partido progresista para promover la formación intelectual de
los trabajadores con la idea de fundar, junto con Bebel y el beneplácito de
Karl Marx, un partido obrero opuesto a los seguidores de Lassalle. El 1
de enero de 1868 Liebknecht fundó el órgano de lucha D em okratische
W ochenblatt, que representaba simultáneamente al Partido Popular de
Sajonia, contrario a Prusia. Bebel fue elegido representante de este parti­
do el 20 de febrero de 1867, día que Nietzsche describió a su amigo Gers-
dorff con todo detalle, en la asamblea constituyente de la Federación de
Alemania septentrional. Era el primer obrero manual que entraba en un
Parlamento alemán.
Todo esto se desarrolló, pues, en la proximidad del estudiante e inte­
lectual privado Nietzsche, que en modo alguno vivía recluido en su habi­
tación, entregado a su estudio, sino que, movido por la curiosidad, parti­
cipaba en todo, con la mirada puesta en el futuro. ¿Cuántas de estas
manifestaciones llegó a percibir? Al menos la figura de Lassalle no podía
escapar a su interés por el ser humano; habló de su «dimensión irracio­
nal». «Irracional», de hecho; para Nietzsche debía de resultar incom­
prensible que aquel hombre dominador, amigo de aristócratas, cuya amis­
tad buscaba el mismísimo Bismarck, frecuentara la compañía de una clase
social que, para Nietzsche, estaba formada por semihombres. En este
punto Nietzsche tenía ideas claras y sólidas. En su vida, en su trayectoria
filosófica, no dudó ni un instante de que el levantamiento de la clase obre­
ra destruiría su mundo y, por lo tanto, que tenía que oponerse a ese le­
vantamiento.
Aunque no le gustaba abordar el tema, hay insinuaciones que permi­
ten conocer ciertos detalles de las reacciones y sus motivos. En R etrospec­
tiva habla del joven Gottfried Kinkel, hijo del famoso revolucionario del
48, que estudió con él en Leipzig. Kinkel, un hombrecillo débil, bar­
bilampiño, con cara de viejo, se apoyaba en el futuro genio. «Él, que
siempre tenía presente los principios políticos de su padre», explica
Nietzsche, «él, que a veces hablaba en las asociaciones obreras, quería ro­
tundamente que los fines políticos quedaran en segundo plano, mientras
yo representaba a mi manera la dignidad altruista de la ciencia.» Nietzs­
che hizo cambiar de opinión al teorizador de izquierda: Kinkel se puso en
pie, cogió la mano derecha de Nietzsche y prometió vivir en lo sucesivo
de acuerdo con los principios de éste.
«Él, que a veces hablaba en las asociaciones obreras», esto sonaba cla­
ramente como una reprimenda. La descripción por parte de Nietzsche
[1 6 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

del cervecero Würkert, propuesto por los seguidores de Lassalle en las


elecciones del 20 de febrero de 1867, tiene un tono sarcástico: «Con el
magnífico, atronador órgano, con el movimiento a la antigua de su capo­
te de cochero pronunció un discurso electoral, con poderosas palabras
sobre cosas sumamente débiles e irreales, por ejemplo, un Estado de
obreros europeo...». Nietzsche se mantuvo fríamente en su posición in­
cluso cuando el teniente y protector Cari von Gersdorff descubrió de re­
pente la economía nacional, la personalidad de Lassalle y el capital. En la
carta de su amigo del 30 de diciembre de 1867 él pudo íeer: «Hasta aho­
ra hemos estado frente a la ley, avalada por una experiencia de cuarenta
años, de que los capitales se agrupan más y más en una mano, de que, por
lo tanto, el proletariado aumenta más y más. A donde hay mucho llega
mucho; se da al que ya tiene, de ahí su abundancia...».
En su respuesta, Nietzsche aborda sólo tangencialmente la declara­
ción de su amigo en favor de la doctrina de la economía política y la teo­
ría marxiana, elogia por su parte una pequeña obra que acaba de tener en
las manos, a pesar de que «huele acremente a reaccionarismo y catolicis­
mo», destaca en este contexto la «dimensión irracional» de Lassalle, pero
luego comenta: «Lamentablemente no veo ninguna posibilidad de que
sus escritos lleguen a mis manos...» (gastar dinero en ello le parece evi­
dentemente imposible). En sus obras posteriores, Lassalle aparece tan
poco como Bebel, Liebknecht, Marx y Engels. Puede decirse que era sor­
do del oído izquierdo.
Lo que le llevó a adoptar esa actitud no fue sólo la tendencia peque-
ñoburguesa a mantener las distancias con respecto a los de abajo. Su aris-
tocratismo podía invocar un modelo que había inspirado toda la cultura
superior desde siglos: la antigüedad. Cuando alguien estudiaba filología
clásica, leía diariamente a los antiguos, era proclive a seguirlos también en
ese punto y entender que las gigantescas realizaciones de Grecia tenían
como base y soporte el trabajo de los esclavos. Más tarde, en el prólogo
del proyectado libro sobre el Estado griego, lo formuló sin ambages:
«Hay que decir, pues, que la guerra es para el Estado una necesidad como
el esclavo para la sociedad». También Rohde, el mejor amigo de Nietzs­
che, anotó en 1868, año que marcó el cénit de esa amistad:
«Cuando Demetrio de Falero hizo un censo de Atenas, contabilizó
21.000 ciudadanos, 10.000 metecos y 400.000 esclavos. Ésta sería, cierta­
mente formulada de acuerdo con principios muy personales, la relación,
por ejemplo, entre el pequeño número de aquellos que por naturaleza es­
tán llamados a llevar una vida individual, y la gran masa de los “eterna­
mente ciegos” , de los condenados a la esclavitud, marcados por la natu­
raleza con el sello indeleble de la trivialidad. A veces en callejuelas
abarrotadas de gente observo la expresión facial de la mayoría: repug­
nancia, tristeza, es la impresión siempre recurrente».
DEVENIR [1 6 5 ]

Lo que precede pertenece a las reflexiones que Rohde tituló C ogitata.


Su juicio: la mayoría de los seres humanos son, cuando no malos y pérfi­
dos, al menos toscos e increíblemente limitados, viven con la cabeza vuel­
ta a la tierra como los animales, sólo preocupados por mantener su mise­
rable existencia y sólo aptos para la ciencia cuando un difuso aprendizaje
asegura su posterior subsistencia.
En esa masa estaban incluidos también los honrados filólogos. Y aquí
nos viene a la memoria la teoría expuesta por Nietzsche especialmente en
las cartas a Deussen, según la cual la mayoría de los filólogos son diligen­
tes obreros de fábrica a los que un semidiós filosófico da sucesivamente
trabajo cada varios siglos.
Así, los dos jóvenes genios —palabras como semidioses e hijos de dio­
ses estaban entonces en la boca de todos— se alzaban por encima del ciu­
dadano medio de Leipzig. Ellos se tenían a sí mismos por aristoi, palabra
griega que significa los mejores en un mundo ignominioso. De este modo
adquieren todo su peso determinadas consideraciones jocosas («tan segu­
ro como que me roba el esclavo que a mis espaldas coge lo que tengo»).
Mucho antes de que la aristocrática filosofía de Nietzsche viera la luz del
mundo, se había dado en la vida.

En los ambientes burgueses aún seguía en vigor el dicho horaciano


«O di profanum vulgus et arceo», que en nuestra lengua significa más o
menos: odio al vulgo profano y me contengo. Entonces se podía citar
como precede sin peligro de chocar con las fuerzas sociales. Entre 1853 y
1855 el conde Gobineau escribió su obra capital E n sayo sobre la d esigu al­
d a d de la s razas h u m an as preparando así la doctrina sobre diferentes razas
de esclavos y razas de señores. Curiosamente, otra obra fundamental del
siglo X IX — E l origen d e las especies, de Charles Darwin, publicada en
1859— , tuvo un efecto análogo, a pesar de ser diametralmente opuesta en
su tendencia a la de Gobineau. La teoría de que el hombre procede del
mono se difundió rápidamente, pero fueron sobre todo los otros, «los de
abajo», los que demostraron su validez. En 1865 Nietzsche escribió: «O b ­
serva cada una de las direcciones de la ciencia, del arte; en nuestro tiem­
po el mono se muestra abiertamente, pero ¿dónde queda el dios?». Y
cuando define a los clientes de la feria de muestras de Leipzig como «m o­
nos» lo hace pensando también en la selección natural de que habla Dar­
win. El mismo Karl Marx se distanció de los «Knoten» (palurdos) como
llamaba a los proletarios.
No debemos reprochar, pues, al hijo del párroco Nietzsche que bus­
que su propia promoción social. Tenemos que despojarnos de la idea de
que ya entonces, en Leipzig, pensaba vivir solo como haría después en
Sils-Maria. Nietzsche estaba a favor de lo más moderno, y si soñaba con
[1 6 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

una filología del futuro, era copiada de la música del futuro, que precisa­
mente entonces trataba de imponerse en Leipzig venciendo la resistencia
de los seguidores de Mendelssohn y Schumann. Cuando, en octubre de
1867, participó en la asamblea de filólogos celebrada en Halle comprobó
que los profesores se presentaban mejor de lo que había supuesto. «El
atuendo es muy correcto y actual, y los bigotes gustan mucho.»
Si la filología era su especialidad, tenía que ser una filología distingui­
da. En abril de 1866, ya en el segundo semestre, se mudó de un barrio de
las afueras a otro «mejor», donde encontró una habitación con una boni­
ta alfombra, un gran espejo y una gran pintura al óleo con marco dorado.
También en esto, en lo pequeño, se manifestaba el esplendor de la época,
muy dada a los terciopelos y oropeles. La asistencia al teatro y a los con­
ciertos era algo evidente; específico del rango social eran los clubes ex­
clusivos donde los señores se reunían y los restaurantes donde comían.
En el caso de Nietzsche está claro que éste seguía sufriendo cierta penu­
ria económica, pero ahora recibía dinero de Bernhard Daechsel, jurista
seco pero comprensivo, y no muy tacaño, que había sustituido a la madre
en funciones de tutor. Las relaciones sociales florecían, en la señora Sop-
hie Ritschl el joven Nietzsche encontró un estímulo delicadamente feme­
nino. Si como estudiante sólo había podido soñar con las chicas de teatro,
ahora intentó un primer acercamiento. Estaba dispuesto a enviar a Hed-
wig Raabe, llamada el «ángel rubio», que había actuado diecinueve no­
ches en Leipzig en medio de la guerra, canciones compuestas por él,
junto con una carta, cuyo borrador se ha conservado y que aparece extra­
ñamente solo en medio de las muchas cartas a la familia y a los amigos. En
el teatro Hedwig Raabe representaba papeles de ingenua. Precisamente
su ingenuidad fue lo que atrajo a Nietzsche. Se veía que no era peligrosa,
era una mujer-niña, no una hembra.
Tanto si Nietzsche iba con intenciones serias como si sólo buscaba
una aventura, la carta había sido escrita con evidente falta de habilidad.
En ella, el ilustrado pretendiente declaraba que su homenaje no iba diri­
gido a la persona sino al arte de la muchacha. Y de manera no menos di­
recta atribuía el impacto de ésta en él y en «muchos de la multitud» no a
su bonita cara, sino a su condición de símbolo de las personas de buen co­
razón, «de modo que muchos que veían la vida y los seres humanos con
mirada sombría ahora siguen adelante con un rostro más claro y con una
mayor esperanza». El ángel era un ser de elevada moral. Presumiblemen­
te la carta y las canciones no fueron enviadas. Hedwig Raabe se mantuvo
siempre alejada; a buen seguro era lo que Nietzsche prefería. De hecho, le
habría sido sumamente fácil llegar hasta ella, pues vivía en casa de unos
parientes suyos, en Gohlis. Pero Nietzsche sólo husmeaba desde fuera en
el jardín de su rico primo.
D EV E NI R [1 6 7 ]

La segunda estancia en Leipzig, tras el servicio militar, está todavía en


mayor medida bajo el signo de mejores relaciones sociales. Esta vez,
Nietzsche busca un «selecto alojamiento para un joven intelectual». «Por
lo demás, me propongo ser una persona un poco más sociable.» Lo dice
sin ambages; como antes en Bonn, acaba de tomar una nueva decisión.
Ahora le ayuda su amigo Windisch, indogermanista e indólogo. Por me­
diación suya encuentra un alojamiento adecuado: pensión completa en
casa del profesor Biedermann.
Aquí empieza el ascenso a la cúspide, a la buena sociedad de Leipzig.
De acuerdo con lo que comenta la gente y lo que dice Nietzsche al hablar
de esta familia muy dada a lo selecto, Karl Biedermann es hermanastro
del conde Beust, que dirigió la política de Sajonia hasta 1866 y después
trabajó al servicio de Austria, llegando a ser canciller del Imperio. Su es­
posa es hermana del alcalde Koch. Biedermann, que había sido vicepresi­
dente del Parlamento de Frankfurt, fue desposeído de su cargo de profe­
sor después de 1848 y ahora editaba el L eipziger A llgem ein e Z eitung. Era
un hombre con buenas relaciones en todos los ámbitos y miembro del re­
cién fundado partido liberal nacional, en 1869 ingresó en el Congreso de
Sajonia y en 1871 en la Dieta del Imperio; era una personalidad en toda
regla. La casa estaba situada en un jardín muy cerca del paseo; Nietzsche
tenía una habitación grande y un dormitorio, la pensión completa le cos­
taba 25 táleros, que era exactamente lo que recibía en Bonn para todo un
mes. Estaba convencido de que con ayuda de las relaciones de los Bie­
dermann haría interesantes amistades, «como, por ejemplo, mujeres inte­
ligentes, bellas actrices, importantes literatos y políticos». Esto era lo que
buscaba: le g ran d m on de , aunque sólo en Leipzig.
Desgraciadamente pronto se puso de manifiesto que Leipzig no era
un París en pequeño. Nietzsche bromeaba diciendo que Biedermann ha­
cía honor a su nombre, su esposa era la señora Bieder y las hijas señorita
Bieder I y II. Rohde ironizaba: «El aplicado jovencito en el círculo de una
familia honrada, en instructivo diálogo con la señorita alemana». Y pre­
guntaba cautelosamente cuánto tiempo podría soportar el trato con la fa­
milia Biedermann, «pues parece ser que allí hay más bien poco auténtico
esp rit». Más tarde, cuando Elisabeth, hermana de Nietzsche, se alojó en
casa de los Biedermann para aprender las buenas maneras de Leipzig (él
ya estaba en Basilea), protagonizó escenas desagradables con la señora
Biedermann. Nietzsche escribió que él se había mantenido alejado de la
familia, siempre a la debida distancia. Los reproches de Elisabeth se refe­
rían a la higiene en casa de los Biedermann. Nietzsche opinaba que a esta
familia no se la debía medir con la vara de las virtudes de Naumburg.
Nietzsche acertó en lo de las «bellas actrices» en la medida en que
- efectivamente la casa de los Biedermann era frecuentada por la bella Su-
sanne Klemm y su encantadora hermana. Como de costumbre, Rohde y
[1 6 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Nietzsche habían suspirado desde lejos por Susanne y la habían bautiza­


do con el nombre griego de «Glaukidion» (Lechuza pequeña). Ahora el
joven intelectual podía llevarlas a su casa, sí, tener a las dos hermanas du­
rante una hora en su habitación, donde a decir verdad se hacía algo tan
inocente como eran los preparativos para la Navidad. Cuando escribió a
Rohde, su amigo íntimo, le comunicó que si ya no se acordaba de «G lau­
kidion» en la próxima carta le enviaría una fotografía suya. Rohde con­
testó bromeando que evidentemente Nietzsche se estaba preparando
para ser un perfecto ga lan t hom m e, pues la fotografía no la había com­
prado sino conquistado «en una lección maravillosamente dulce». Sin
embargo, la imagen de Glaukidion era uno de aquellos «retratos de visi­
ta» que los fotógrafos con espíritu comercial habían lanzado al mercado
como última moda.
En casa de los Biedermann la vida transcurría con toda normalidad.
Pero en esa vida se reflejaba la de la provincia alemana, totalmente aleja­
da del charm e y el chic de París, de la brillantez de los bulevares y los ca-
fés-ch an tan ts , incapaz de imitar tanto el gran mundo como el pequeño
mundo que había alcanzado su consagración social en las actrices y las
cortesanas del Segundo Imperio. París sólo estuvo una vez en Leipzig, y
fue con L a bella E le n a de Offenbach. Berlín y Viena se habían apropiado
de la obra maestra de Offenbach ya en 1864, año de su estreno, pues en
ella se reflejaba la amable corrupción de la época. Dos años después, la
bella Elena llegaba a Leipzig y proclamaba en tono imperativo: «Je suis
gai, soyez gais, je le veux!» (¡Yo estoy alegre, os pido que también voso­
tros estéis alegres!). Aquí se analizaba de manera amable aquella antigüe­
dad noble y académica, alabastrina, a la que los filólogos clásicos servían,
parodiada con audacia, aquí el dramático rapto de París era presentado
en verso y convertido en una relación triangular delicadamente frívola,
mientras que el viejo guerrero Menelao era degradado a la condición de
cretino y marido burlado. Si en Tannbáuser, de Richard Wagner, Venus
era derrotada y condenada, bien es verdad que después de desplegar to­
das sus técnicas de seducción, aquí, en el escenario, instauraba su reino
del amor libre, del que sólo habían sido proscritas normas morales, mien­
tras a los maridos no les había sido prohibida la entrada siempre que se
mostraran alegres y divertidos. El bello París, seductor y raptor de Elena,
cantaba así:

Ciertamente hay moralistas en la tierra,


Que sólo sueltan lamentos y quejas;
Sólo necios son los que no se entregan al placer,
Un marido debe ser alegre, tener buen humor.
Por eso, el que sirve a la diosa debe respetar la orden
Sólo bailar y cantar, ¡y siempre de buen humor!
DEVENIR [1 6 9 ]

Los dos amigos convirtieron el verso «un marido debe ser alegre, te­
ner buen humor» en «un Biedermann debe ser alegre, tener buen hu­
mor». Lo cantaban juntos y lo cantaba Nietzsche para sus adentros cuan­
do, en Naumburg, en medio de la noche oscura, fría y húmeda, iba a
realizar su servicio temprano como artillero, cubierto con un impermea­
ble, mientras el viento soplaba en torno a la masa oscura de los edificios.
En febrero de 1868, en una carta a Rohde decía lamentándose que un ar­
tillero aficionado a la literatura era un animal desdichado: «A nuestro vie­
jo dios de la guerra le gustaban las hembras jóvenes, no las musas viejas,
arrugadas». En la misma carta se dice como colofón: «Y el año que viene
voy a París... Es sabido que un Biedermann tiene que estar alegre, tener
buen humor, si es que san Offenbach tiene razón». San Schopenhauer ha­
bía mostrado a los dos muchachos su pesimista visión del mundo; san
Offenbach ofrecía el remedio, la fuerza arrolladora de sus melodías, el
fuego de sus bailes, la esperanza de poseer «hembras» que no se con­
formaban con los preparativos de Navidad en la habitación de un estu­
diante.
En L a bella E len a también estaba ya presente el clima de destrucción
y cambio al que Nietzsche se refería cuando hablaba de la muerte del em­
perador y la revolución inminente. Así, Agamenón cantaba:

Tu com prends
Q u ’ça n'peut durer longtem ps.
(Tú comprendes que esto no puede durar mucho.)

Al final, con el cínico coro, se podía oír:

¡A la guerra! ¡Arriba, a por la victoria!


¡Rebosamos de valor!
¡Reventamos de ardor!
¡Tenemos sed de sangre!
¡Hurra!
¡Viva la guerra, la guerra de Troya!

Mientras un mundo se hundía, otro nuevo iniciaba su ascenso. Nietzs­


che quería estar presente para verlo.

En casa del señor Biedermann Nietzsche tenía además pases para la


ópera y el teatro que le eran facilitados por su condición de editor del
L eip ziger A llgem ein e Z eitung. Como comunicó a Rohde en Una de sus
cartas, tenía esperanzas de trabajar como crítico de música; incluso le ha­
bían ofrecido la crítica de la ópera. En su asiento de abonado estaba ro­
[1 7 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

deado de espíritus críticos, los críticos del S ígn ale , del T ageblatt y del
Brendelscbe M m ikzeitung, «y cuando nosotros cuatro movemos la cabeza
al unísono quiere decir que está mal». A decir verdad por mucho que lle­
gara a mover la cabeza el joven intelectual, ninguna crítica musical suya
llegó a ver la luz del día.
Entre los amigos de Biedermann figuraba también Heinrich Laube,
director teatral. Si Laube se había hecho famoso en los años treinta como
miembro del movimiento revolucionario llamado de los Jóvenes Alema­
nes, ahora como autor teatral conocía la gloria del Burgtheater. De la mis­
ma manera que en el pasado había vivido en casa de compañeros perse­
guidos y ahora instalados, Laube vivía en casa de Ernst Keil, editor de
G arten lau be. En el curso de su victoriosa estancia en Leipzig, Nietzsche
comunica a su familia que una vez a la semana va a casa de Laube, donde
se reúne con colegas, literatos y actrices. Pero de todo ello tampoco sale
gran cosa. Mientras tanto, Laube se había convertido también en un bur­
gués que pregonaba trivialidades con el peso de un oráculo. Él mismo
describió así su nuevo programa en Leipzig: «Yo no quería empezar con
algo extraordinario, sino elaborar cuidadosamente lo ordinario. Lo ordi­
nario es para mí representar bien buenas obras. Experimentar con obras
que no son buenas, con obras de excepcional poesía, sólo puede darse, en
mi opinión, cuando están plenamente establecidos hogar y régimen. Sólo
entonces puede pensarse en lujos».
En cualquier caso, Sus’chen Klemm recibió inmediatamente 100 tále­
ros más de sueldo. Poco después tuvo lugar el estreno de E l conde E ssex,
con toda seguridad una obra «ordinaria» para su autor, Heinrich Laube.
Nietzsche escribió a Rohde que él y su amigo Romundt habían juzgado la
chapuza de Laube «como dioses del Olimpo».
Así, pues, el joven Nietzsche intentaba entrar en el gran mundo. Pero,
por extraño que pueda parecer, las puertas no se abrieron. Las bellas ac­
trices miraban a otros y las hijas de los profesores buscaban otros mari­
dos. Más tarde, Elisabeth aseguraría en su libro sobre «Nietzsche y las
mujeres de su tiempo», que todos los que le conocieron habían insistido
en que era un brillante cortejador. Pero el hecho es que no tenía éxito.
¿Era demasiado serio, demasiado irónico o ambas cosas a la vez? ¿O aca­
so esperaba demasiado de un mundo burgués que no daba más de lo que
tenía?

Nietzsche sólo tenía éxito en el mundillo intelectual, en el círculo de


los profesores. Con ellos alternaba ahora de igual a igual: cuando visita al
famoso Curtius, entre el matrimonio y él se establece «una indestructible
cordialidad». Además de atreverse a criticar al respetado maestro Ritschl
por no haber publicado en el R heinisches M useum el trabajo de Rohde, se
D EV E NI R [1 7 1 ]

muestra frío con él, cosa que le sorprende sobremanera. Ahora le gusta
transmitir a su casa listas de actos sociales que tienen lugar en este am­
biente, como, por ejemplo, banquetes con ostras y vino de Chablis; ade­
más, en su casa ha organizado una recepción. Y el acceso al gran mundo
le es otorgado de repente allí donde primero le recibieron como alumno
predilecto: en casa de Ritschl.
Ya en la primera visita, antes de que los caballeros se retiraran a fu­
mar, para iniciar la tertulia filológica Nietzsche había estado hablando
con la esposa del profesor de un tema completamente distinto. Alguien
que también estuvo presente dice: «Después de comer, Nietzsche dialogó
muy animadamente con la señora Ritschl y también con Ritschl sobre mú­
sica y especialmente sobre Wagner». El tema Wagner estaba en el orden
del día, era la comidilla de Leipzig. Había bandos a favor y en contra, de
los que a su vez salían otros nuevos. Cuando la wagneríana señora Sophie
Ritschl puso en contacto al joven Nietzsche con el maestro en casa de los
Brockhaus, matrimonio de profesores amigos de los Ritschl, tenía en la
cabeza algo más que el mero cultivo de las relaciones sociales; quería ga­
nar a un aliado de talla, a un joven genio, para la causa de Wagner.
C a p ít u l o 5

Discípulo I-Schopenhauer

...un gran semidiós filosófico, el mayor de los cuales en todos los úl­
timos siglos es Schopenhauer.
Nietzsche a Deussen, septiembre de 1868

l respeto era algo innato en Nietzsche, que se había definido a sí

E mismo como un «animal respetuoso». Al final, cuando cayó el últi­


mo ídolo —Richard Wagner—, sólo quedó la propia persona, esto
es, el autoendiosamiento.
La condición de discípulo le era familiar. A pesar de su naturaleza in­
dividualista y rebelde desde la infancia, Nietzsche había aceptado sin re­
sistencia el dominio de las mujeres en su hogar de Naumburg y se había
sometido, también sin resistencia, a la disciplina de Pforta. Así, tras algu­
nos titubeos, se había adherido a Ritschl como un seguidor, y el profesor
le había premiado con un feudo, la cátedra de Basilea. Así también, nada
más ponerlos pies en Leipzig, se acercó a Schopenhauer, no como apren­
diz de filósofo sino como discípulo. Ciertamente Nietzsche era un discí­
pulo singular. Mientras levantaba altares, esparcía incienso y buscaba
nuevos seguidores, en lo más profundo de su ser empezaban a tomar
cuerpo la sublevación y el rechazo, la crítica se manifestaba debajo de la
admiración y los superlativos perdían paulatinamente vigencia. A decir
verdad, el viejo maestro no era rechazado como tal, sino incorporado
como una etapa al proceso de maduración definido por él como «sé lo
que eres».
[1 7 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Cuando llegó a Leipzig, Nietzsche estaba vacío. En la primavera de


aquel mismo año se había desembarazado en corto y en directo del cris­
tianismo: en las vacaciones se había llevado consigo la Vida de Je sú s, de
David Friedrich Strauss, que había aparecido de nuevo en 1864 en una
edición muy económica «reelaborada para el pueblo alemán». Entonces
abandonó ligeramente lo que desde hacía tiempo ya no era sino una car­
ga que le habían impuesto la madre y la escuela, e incluso intentó atraer a
su lado a su hermana Elisabeth. Esta le contestó confusa y entristecida:
cuando alguien empieza a criticar las cosas más sagradas y a dudar de
ellas, es como si estuviera frente a «un desierto inmenso, vago, nebuloso».
No era ciertamente un símil muy afortunado, pero al hermano le propor­
cionó una referencia. Durante toda su vida se vio a sí mismo como alguien
que atraviesa un desierto.
También la carta a «Franconia», con la que puso fin a su relación con
las asociaciones estudiantiles, fue una medida para romper con el pasado
y hacer tabula rasa con él. Ahora estaba totalmente concentrado en sí mis­
mo, satisfecho, y al mismo tiempo insatisfecho, de haberse liberado de to­
das las influencias. «Entonces yo flotaba en el aire, completamente solo,
con algunas dolorosas experiencias y decepciones, sin principios, sin es­
peranzas y sin un recuerdo amistoso», así describió él su estado en R e ­
trospectiva. Un día en la librería anticuaría del propietario de su casa, de
nombre Rohn, encontró E l m undo com o vo lu n tad y representación de
Schopenhauer; aunque le era totalmente desconocido, lo cogió y empezó
a hojearlo. Una voz interior (en palabras de Nietzsche, «no sé qué demo­
nio») le susurró: «¡Llévate a casa este libro!». Y, en contra de su tenden­
cia a no precipitarse en la adquisición de libros, lo compró y, así que lle­
gó a casa, se arrellanó en el ángulo del sofá y «dejó que aquel genio
sombrío y enérgico actuara sobre él».
Nietzsche describe apasionadamente el efecto que le produjo el libro:
cada línea despierta en él renuncia, negación, resignación; en el espejo de
esta obra ha visto el mundo y el ego «en sobrecogedora grandeza» y ha
descubierto enfermedad y curación, destierro y refugio, infierno y cielo.
Al principio las consecuencias son funestas: autoinculpación, remordi­
miento, odio a sí mismo, visión escéptica del ser humano y sus posibilida­
des de curación y transformación. Todo ello ha sido plasmado sobre el
papel en las desoladas páginas de su diario, en ejercicios ascéticos, pues se
mortificaba acostándose tarde y levantándose temprano. Nadie puede sa­
ber a dónde le habría conducido todo ello si, como afortunadamente ocu­
rrió, no hubieran actuado en contra las tentaciones de la vida, la vanidad
y el imperativo de los estudios. Todo esto procede del relato escrito por el
propio Nietzsche en 1868.
En ese relato llama la atención el tono edificante, junto con la impre­
sionante dramatización. Aquí no estamos ante un futuro filósofo que en­
D EV E NI R [1 7 5 ]

cuentra a un filósofo ya hecho, sino ante un ser desdichado sometido a


una conversión que le arrastra hasta el cielo y el infierno y cambia radi­
calmente su vida. La lectura en el rincón del sofá la percibe como un vuel­
co, como una conmoción de toda su existencia. En ella se vislumbra el re­
lato de las C on fesion es de Agustín de Hipona: como alguien que, sumido
en la más profunda angustia e incapaz de liberarse de las ataduras del pe­
cado, oye en el jardín, proveniente de la casa contigua, una voz de niño
que dice insistentemente: «¡Toma y lee!», y como alguien que entonces
abre la Epístola a los Romanos, en la que Pablo aconseja a los creyentes
que se alejen de la bebida y la comida desmesurada, de las prostitutas y de
las querellas, y se acerquen a Jesucristo. «¡Toma y lee!» decía a Nietzsche
aquella voz interior a la que, siguiendo el ejemplo de Sócrates, él llamaba
su demonio. Consecuencia de todo ello fue un rabioso proceso de au-
toinculpación y remordimiento, de castigo y contrición, de conversión y
buenos propósitos,
Las páginas del diario de Nietzsche se han perdido. Ninguna carta a
los amigos habla de su «conversión». Retrospectiva, nuestra única fuente,
estiliza aparentemente el proceso y convierte en drama algo que con toda
seguridad se desarrolló de manera mucho más regular y uniforme. Tene­
mos motivo para desconfiar de sus datos. Dice, por ejemplo, que cogió en
sus manos la obra capital de Schopenhauer y que —detalle en verdad sor­
prendente— ésta le era totalmente desconocida. Para no haber oído ha­
blar de E l m undo com o vo lu n tad y representación habría tenido que vivir
no en Leipzig sino en la luna.
La tercera edición de este libro había aparecido en 1859, cuando aún
vivía el filósofo, que pronto conoció la fama. El mismo año apareció el
drama musical de Wagner Tristán, primera obra concebida en el espíritu
de la filosofía schopenhauereana. Ya en 1856 la Universidad de Leipzig
había establecido un premio para la exposición y la crítica de la filosofía
de Schopenhauer, el W estm inster R eview hablaba de él en un artículo ti­
tulado Un ven d aval de im ágenes en la filo so fía alem an a, la R evu e des D eu x
M on des hacía otro tanto, la R evue G erm anique anunciaba la traducción
de su M etafísica d el am or. Rudolf Haym, conocido editor de los A n u ario s
pru sian os y hombre progresista, asumió en 1864, por libre decisión, la
dura tarea de presentar en dos extensos artículos de los A n u ario s la doc­
trina de Schopenhauer para analizarla y refutarla. De este modo, el hom­
bre que había permanecido largo tiempo ignorado se convirtió súbita­
mente en el filósofo de moda, y ciertamente no hizo falta una voz interior
sino, a lo sumo, una sustanciosa reducción en el precio para hacer que el
joven pesimista se decidiera a comprar una obra tan indicada para él.
También debemos desconfiar de la descripción que Nietzsche hace de
la impresión general que le produjo la lectura del libro en el rincón del
sofá. Nada era más ajeno a Schopenhauer que el p ath o s solemne del cié-
[1 7 6 ] FRIEDRICH NIET ZSC HE

lo, el mundo y el infierno. Si Nietzsche empezó por el principio, esto es,


por el prólogo, la primera impresión debió de ser necesariamente de muy
distinto signo. Por fin aquí aparecía alguien que formulaba exigencias en
martilleantes imperativos, pero la primera de estas exigencias era el estu­
dio serio y concienzudo de la filosofía, consistente en la lectura por dos
veces de la presente obra, precedida del estudio del libro schopenhaue-
reano sobre la cuádruple raíz de la tesis de la causa suficiente, amén de la
consulta, igualmente doble, del apéndice sobre la filosofía kantiana,
acompañada, si fuera posible, de la lectura de todo Kant, Platón y los
Upanisads. Para todo aquel que soñaba con ser un filósofo incipiente
aquello era un «gradus ad Parnassum», una guía para introducirse en el
acervo conceptual de la filosofía transmitida a lo largo de los siglos, pero
nada de eso fue acometido por el nuevo discípulo. Cada catorce días se
reunía con Mushacke y Gersdorff para leer a Schopenhauer. Esto era
todo. En sus apuntes no hay prácticamente ningún dato que testimonie
una dedicación práctica a Schopenhauer.
Sin embargo, no sería correcto dejar totalmente de lado la información
tardía. La lectura de Schopenhauer incidió en una crisis moral y ayudó a
superarla. Ayudó a ver la insensatez del semestre de Bonn, la vanidad de
todo empeño por el éxito, pero también reforzó el estoicismo y la actitud
ante la vida. Nietzsche pudo así informar a su madre y su hermana sobre
las alternativas de la existencia en una carta sermón: o se renuncia al co­
nocimiento, en cuyo caso se busca la riqueza y se vive de acuerdo con los
placeres del mundo, o «se comprende que la vida es miserable, se com­
prende que somos esclavos de la vida, cuanto más queremos disfrutarla,
también se desprende uno de las cosas buenas de la vida, se ejercita en la
abstinencia; uno es mezquino consigo mismo y amable con todos los de­
más...». Como medida de precaución, a la familia le presentó el mensaje
que pregonaba como el mensaje del cristianismo primitivo, «no del actual,
edulcorado y distante». En realidad era el mensaje de san Schopenhauer.
Cuando Nietzsche cogía ánimo, el trabajo era su evangelio: el trabajo
como ascesis y superación de la letargía meditabunda. Ello nos permite
entender la extraña premisa de autocastigo que adoptó como nuevo se­
guidor de Schopenhauer: retirarse a dormir no antes de las dos de la no­
che y levantarse a las seis de la mañana, lo que suponía cargar sobre sus
espaldas —y así hay que interpretar su decisión— una jornada laboral do­
ble o triple. Por fortuna esta situación no duró mucho, pues nuevamente
el mundo le atraía con sus vanidades. Pero además se fundó la «Sociedad
filológica»; había nacido el Nietzsche filólogo modelo.

Ya hemos dicho que en el gran escritor Schopenhauer, y en su sosega­


da trayectoria vital, Nietzsche vio un guía y un modelo para sus propios
D EV E N I R [1 7 7 ]

planes futuros, y también para su vocación secreta. Para el muchacho que


se había propuesto derribar una religión y fundar otra nueva no era me­
nos importante la soberana reivindicación, bagaje milenario, con que
comparecía el anciano sabio: «Yo tengo ese pensanmiento por aquel que
se ha venido buscando durante largo tiempo bajo el nombre de filoso­
fía...». ¡Eureka: lo había encontrado de golpe! Ese pensamiento era el
suyo.
Schopenhauer rechazaba desdeñosamente todas las grandes figuras
de la historia de la filosofía, empezando por el «charlatán» Hegel. En Pa-
rerga y P aralipom en a, que Nietzsche pidió para las Navidades de 1865,
pudo ver, en el capítulo dedicado a la filosofía universitaria, cómo eran
descalificados sin contemplaciones, uno tras otro, Fichte, Schelling, H e­
gel, Schleiermacher y Herbart, o sea, todo el siglo X IX . Sólo Kant, «el que
todo lo destruye», permaneció en pie como un dios superior, pues Scho­
penhauer era un clasicista, hijo sin duda alguna del siglo XVIII, cuyo
atuendo seguía luciendo asidua y ostentosamente en pleno siglo X IX . Con
el más frío sarcasmo se ataca a la ciencia universitaria, profesión con la
que los intelectuales se ganan el sustento, y formula el más radical aristo-
cratismo, pues «la inconcebiblemente gran mayoría de los seres humanos
es, a consecuencia de su naturaleza, totalmente incapaz de perseguir más
fines que los materiales, ni siquiera puede comprender otros».
Esto es en verdad historia crítica de la cultura. El maestro expone de
manera convincente que la filosofía universitaria sirve al Estado y a la
Iglesia, puesto que de ellos recibe sueldo y sustento. Y, por lo tanto, debe
penetrar en el terreno definitivamente acotado por Kant y situado más
allá de nuestro conocimiento «de la manera más cómoda del mundo, por
así decir con cuatro caballos, donde inmediatamente le son revelados y
expuestos de la manera más bella los dogmas esenciales del cristianismo
moderno, judaizante y optimista». Con soberbio sarcasmo puede enume­
rar todo lo que un profesor universitario debe tener presente, «el temor
al señor, la voluntad del ministerio, los estatutos de la Iglesia nacional, los
deseos del editor, el apoyo de los estudiantes, la buena amistad de los co­
legas, el curso diario de la política, la orientación momentánea del públi­
co y otras muchas cosas...». Nietzsche debería tener igualmente presente,
como advertencia manifiesta, la falta de libertad de la universidad.
El autor muestra una agresividad grosera pero también un ingenio
despiadado cuando, por ejemplo, recomienda a los distraídos comprado­
res de su libro que lo coloquen, limpiamente encuadernado, en un sitio
de su librería, se lo dejen a una amiga en la mesita de té o, en último caso,
hagan una recensión de él. El tiempo, más que ninguna otra cosa, se en­
cargó de presentar al muchacho pendenciero como instructor implaca­
ble. En Parerga es retratado así: «Ante todo, ignorancia hermanada con
desvergüenza, camaradería en lugar de méritos, completa confusión de
[1 7 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

todos los conceptos básicos, absoluta desorientación y desorganización


de la filosofía, cerebros vulgares como reformadores de la religión, des­
vergonzada presentación del materialismo y el bestialismo, desconoci­
miento de lenguas antiguas y balbuceo de la propia...».
A Nietzsche, lector ávido, le pareció que incluso la filosofía estaba li­
bre de toda abstracción, que era devuelta a la experiencia humana, y con­
sideró que hasta la idea más oscura estaba descrita con absoluta claridad.
Así, encontró su propio pesimismo formulado en los siguientes términos:
«Pero porque ahora nuestro estado es más bien algo que sería mejor
que no fuera; así todo lo que nos rodea lleva su huella —igual que en el
infierno huele a azufre— , dado que todo es siempre incompleto y enga­
ñoso, todo lo agradable está mezclado con lo desagradable, todo goce es
siempre sólo goce a medias, todo disfrute es su propio trastorno, todo ali­
vio provoca nuevo sufrimiento, todo remedio de nuestra indigencia dia­
ria y momentánea nos deja desvalidos en cualquier momento y su servicio
falla, el peldaño que pisamos se rompe tan a menudo bajo nuestros pies
que, sí, los accidentes, grandes y pequeños, son el elemento de nuestras
vidas...».
¡Así era la filosofía de Schopenhauer! Pero entonces Nietzsche tuvo
ya un gran disgusto a causa de una maleta con sus pertenencias que no lle­
gaba. Tal vez la habían robado, tal vez el transportista la había dejado ol­
vidada en algún rincón; en cualquier caso la madre la había entregado de­
masiado tarde. Los de Naumburg pretendían que el malhumor de
Nietzsche se debía exclusivamente a la maleta. «¡Q ué ingenuos! ¡Incon­
cebible! ¡Pero qué poco nos comprendemos!» Con la maleta estaba toda
la miseria humana que él padecía.

Si la hipocondría de Nietzsche, su choque diario con los bordes duros


y cortantes de la vida, con sus trivialidades, tenía su refrendo en el pesi­
mismo de Schopenhauer, su admiración apuntaba a algo más alto: «Ésa es
su grandeza» escribió, nueve años más tarde, en Schopenhauer com o edu ­
cador, «situarse frente al cuadro de la vida como un todo para interpre­
tarlo como un todo.» En E l m undo com o vo lu n tad y representación, y so­
bre todo en los capítulos adicionales del segundo volumen, había una
infinita riqueza en temas e ideas sobre la vida; se hablaba del genio, de la
locura, de la esencia del arte, de la estética de la poesía, de la metafísica
del amor físico y, como punto culminante absoluto, de la metafísica de la
música. Y en P arerga y Paralipom en a figuraban aquellos «Aforismos so­
bre filosofía práctica» que llevaron a Nietzsche a fijarse en una nueva for­
ma de aforismo, una forma en la que éste es concebido como expresión
estilísticamente perfecta de un pensamiento. Ciertamente el muchacho
había encontrado un educador y preceptor.
DEVENIR [1 7 9 ]

Paradójicamente, lo que molestaba a Nietzsche de su gran arquetipo


era su sistema filosófico. En sus cartas y, por último, en E l nacim iento de
la tragedia recogió ocasionalmente fórmulas de Schopenhauer y las incor­
poró a su argumentación, pero sin un profundo convencimiento interior.
El estudio de Schopenhauer iba acompañado siempre de la crítica; entre
sus deseos para las Navidades de 1865 estaba, además de Parerga, el vo­
lumen crítico escrito recientemente por Rudolf Haym basándose en los
trabajos publicados en los A n u ario s p ru sian os. Aunque contra su volun­
tad, Nietzsche lo leyó. En agosto de 1866 encontró por fin un libro cuya
lectura le ayudó en su pesquisa. Fue la ya mencionada H istoria d el m ate­
rialism o y crítica d e su im portancia en e l p resen te , de Friedrich Albert Lan-
ge, libro sobre el que, como escribió a Mushacke, podría hacer un largo
elogio. En una carta a su amigo Gersdorff el propio Nietzsche explicó por
qué era tan importante para él el libro de Lange. La explicación estaba es­
trechamente relacionada con su nueva valoración de Schopenhauer.
Lange era un neokantiano radical y, apoyado en sus excelentes cono­
cimientos de las ciencias naturales, desarrolló aún más el escepticismo de
Kant acerca del conocimiento empírico del mundo sensorial al definir los
órganos sensoriales del hombre como meros representadores de objetos
desconocidos. «Nuestra organización real nos es por lo tanto tan desco­
nocida como nos son las cosas exteriores reales.» «Por lo tanto», dice
Lange, «dejemos libres a los filósofos, siempre que de ahora en adelante
nos instruyan.» En Lange no hay ninguna deducción lógica de ese escep­
ticismo, pero Nietzsche la extrae de buen grado por su cuenta. Si los lí­
mites del conocimiento son tan estrechos y tan rigurosos, la filosofía es,
según él, condensación de ideas. «¿Quién se atreverá a refutar una músi­
ca de Beethoven o a imputar un error a la M ad on a de Rafael?» Haym se
lo tiene bien merecido: «Si la filosofía es arte, que también Haym se guar­
de de Schopenhauer.» Pero si debe formar, ¿quién podría hacerlo mejor
que nuestro Schopenhauer? La palabra «formar» (en alemán, erbauen) ha
sido elegida deliberadamente, pues procede de la estética y define la
acción moral provocada por la obra de arte.
Si Nietzsche se hizo schopenhauereano, si buscó amigos y seguidores,
si mostró comprensión para el culto a Schopenhauer de otros, lo deter­
minante de esta decisión fue la actitud del filósofo, no su doctrina. En
1868, cuando, durante su servicio militar, se puso a trabajar en serio en un
estudio sobre Schopenhauer y empezó a recoger apuntes, las primeras
ideas que plasmó fueron:
«Un intento de explicar el mundo en función de un factor dado. La
cosa en sí adquiere una de sus formas posibles. El intento ha fracasado».
A partir de aquí, Nietzsche enlaza la prueba que demuestra la contradic­
ción del sistema con la declaración honrosa de que con su crítica en modo
alguno pretende arremeter contra Schopenhauer, mostrarle con gesto
[1 8 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

triunfante todas y cada una de las distintas pruebas y, por último, pre­
guntarle, frunciendo el ceño, ademán prepotente, cómo es posible que
pueda tener tantas pretensiones un hombre que ha elaborado un sistema
con tantos fallos.
Muchos años después, en el aforismo 33 del segundo volumen de H u ­
m ano, dem asiado hum an o, volvió a establecer la línea divisoria entre el
Schopenhauer que fue su maestro y el pensador de un sistema: «Scho-
penhauer, cuyo gran conocimiento de lo humano y lo demasiado huma­
no, cuyo primordial sentido de los hechos se vio mermado en no escasa
medida por la abigarrada piel de leopardo de su metafísica, piel de la que
hay que despojarle para descubrir debajo un verdadero genio mora­
lista...».

De momento, por delante de tales declaraciones, ser schopenhaue-


reano significaba esencialmente tomar partido, procurarse una posición y
un bando en la lucha de tendencias y cosmovisiones. Más exactamente:
abrir un tercer frente, contrario tanto a la vieja derecha, conservadora y
reaccionaria, que se arracimaba junto al trono y el altar y leía el Kreuzzei-
tung, como al bando de los progresistas y liberales que mantenían vivo el
espíritu de la época. Unos y otros prometían y auguraban felicidad: aqué­
llos mediante la conservación, éstos mediante la renovación. Contra todos
ellos se pronunció la unión de los jóvenes amigos de Schopenhauer: más
anticlericales, más ateos que los liberales, más antidemócratas que los mo­
nárquicos, opuestos a todas las ideas de una humanidad feliz, antipolíti­
cos siempre que la política fuera cosa de los partidos, y no de los grandes
hombres.
Con ello se perseguía una unión de los mejores, de los aristócratas del
espíritu, una orden selecta que cambiaría el mundo; evidentemente era
algo que no respondía al momento, pero tenía una pretensión pedagógi­
ca. Había que fundar una contraiglesia, cuyo profeta se llamaría Scho­
penhauer. Se le podía gritar: cuando el artillero Nietzsche se escondía,
miedoso, bajo la barriga de su caballo, susurraba: «¡Schopenhauer, ayú­
dame!». A alguno esto le podía servir de consuelo, como el destino del
hermano de Gersdorff que había muerto a raíz de las heridas sufridas en
1866. Cuando el arcediano Wenkel, amigo de la familia y lumbrera de la
iglesia de Naumburg se pasó de Hegel a Schopenhauer, Nietzsche se ale­
gró como un misionero ante la conversión del jefe de una tribu.
Gersdorff le informa por su parte de Wiesike, latifundista de Plaue an
der Havel, cerca de Brandenburgo, que es a un mismo tiempo un agri­
cultor muy activo (gracias a la bosta de las caballerías de las cuadras ber­
linesas) y, a su manera, un predicador de Schopenhauer. Wiesike deja que
sus excelentes vinos llenen una copa de plata que le correspondió en el re­
D EV E NI R [1 8 1 ]

parto de la herencia de Schopenhauer. Cada año, en el aniversario del na­


cimiento de Schopenhuer, invita a un grupo de schopenhauereanos a que
beban en la copa de plata a la salud del maestro. Nietzsche pregunta a
Rohde con un sí es no es de ironía: «¿N o hace pensar esto en las primeras
comunidades cristianas y en sus borracheras con vino dulce?». En casa de
Wiesike, después del asado se lee un capítulo de los escritos legados por
Schopenhauer.
Nietzsche preguntó entonces a Gersdorff qué opinaba Wiesike sobre
Schopenhauer hombre. La pregunta tenía sus ocultos motivos. A Nietzs­
che le interesaba. Schopenhauer hombre era muy conocido desde que en
1862 su amigo Wilhelm Gwinner, de profesión magistrado, describió la
vida de Schopenhauer «en base al contacto personal», con la mejor in­
tención y los peores resultados. De estos datos íntimos había sacado tam­
bién Haym los materiales para su trabajo sobre Schopenhauer. En U nter­
haltungen am häuslichen H erd, revista popular y muy leída del tipo de
G arten lau be, Karl Gutzkow expuso cómo transcurría realmente la vida
del sabio que predicaba la ascesis: «Vivir en un piso elegante; levantarse
entre 7 y 8; lavarse cómodamente con la esponja de baño; café preparado
por él mismo en la máquina; la pipa; el mullido y acogedor sofá con el en­
vidiable lujo de una interesante lectura... ningún jadeo bajo el peso del te­
ner que leer, del tener que escribir; ningún librero que sólo quiera ver y
pagar libros terminados...; en el entorno, nada de niños alborotadores,
que hacen de sí mismos los reguladores del hogar, ninguna ama de casa
que trae la cuenta de sus compras, ante cuyo importe el pobre proletario
del espíritu pierde por completo el juicio; ninguna interrupción del ocio
por obligaciones sociales, ningún ejercicio musical de una mujer o una
hija; antes de la comida, el asceta toca cómodamente la flauta durante me­
dia hora, recibe la visita de admiradores y comerciantes amigos suyos y
luego se dirige a pie a la table d ’hóte del primer hotel de Frankfurt, uni­
versidad de los fondistas...».
Tales detalles, sumamente difamatorios, eran como la otra cara de
aquel alejamiento y aquella soledad que tanto irritaban al viejo filósofo de
Frankfurt. Pero el santo estaba aún demasiado cerca para poder hacerle
desaparecer entre las nubes, y también sus primeros seguidores y defen­
sores, como, por ejemplo, el publicista judío Julius Frauenstädt, gustaban
de airear anécdotas que mostraban al extraño y terco personaje despotri­
cando contra los viandantes que no se apartaban cuando él pasaba.
Nietzsche estaba contento de que Wiesike presentara una imagen
completamente distinta del maestro. Aunque en el sistema hubiera defec­
tos, en la figura no debía aparecer ninguna mancha. La necesidad de ad­
miración era tan fuerte que no concedía a su vena sarcástica ninguna
oportunidad para fijarse en los aspectos demasiado humanos. A decir
verdad, la cruzada para fundar una nueva religión o una secta no era una
[1 8 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

idea exclusiva del Nietzsche hijo de un teólogo y unos cuantos locos scho-
penhauereanos. Era propia de la época, que se desprendía penosamente
del cristianismo heredado, y Schopenhauer, con todo su escepticismo, ha­
bía impulsado, como mínimo, el nuevo culto. De todos modos, su auto­
estima era tan fuerte que a su filosofía la llamaba revelación: «H a sido ins­
pirada por el espíritu de la verdad; en el cuarto libro hay incluso párrafos
que se podrían considerar como transmitidos por el Espíritu Santo». A
sus discípulos los dividió en apóstoles y evangelistas según que se hubie­
ran pronunciado a favor de él por vía oral o escrita, y el joven pasante de
abogado muniqués Adam von Doss pasó a ser su Juan. Pero el fundador
de la religión estaba ya muerto y lo que procedía era que los creyentes
honraran su memoria con una cena orgiástica. A pesar de todas las reser­
vas irónicas o de las derivaciones paródicas que pudieron infiltrarse en la
conmemoración, ésta fue concebida esencialmente como algo serio y el
culto revistió una gran solemnidad. Más tarde, cuando tradujo en música
el himno a la vida de Lou Andreas-Salomé, el propio Nietzsche definió
esta música, en el mismo sentido, como «creada en memoria suya», como
un nuevo cántico de la Santa Cena.
La lógica no contaba, y tampoco el sistema. Cuando el activo y pe­
dante Deussen pidió a Nietzsche una apología de Schopenhauer, o sea,
una justificación con buenas razones, éste rechazó la propuesta. Si al-
quien quería refutar a Schopenhauer con razones, él le susurraría al oído:
«Pero, muchacho, las cosmovisiones ni se construyen ni se destruyen con
lógica. Yo me encuentro a gusto en esta atmósfera, tú en aquella. Déjame,
pues, con mis cosas como yo te dejo a ti con las tuyas». Atmósfera era la
palabra. Nietzsche, adaptando una cita romántica, hablaba de «aire ético,
fragancia fáustica, cruz, muerte y tumba» como de lo que le atraía a Scho­
penhauer (y luego a Wagner). Lo romántico se debía esgrimir contra la
mera salud de los progresistas, el conocimiento oculto de las últimas co­
sas contra una ilustración superficial, la muerte por amor de Tristán e
Isolda contra el final feliz burgués.
Ciertamente, la manera como Nietzsche se imagina el futuro inspira­
do en la filosofía de Schopenhauer no tiene nada de romántica. Podía
concebir sin duda el idilio romántico de una comunidad de anacoretas
formada por correligionarios que hacen ofrendas a sus dioses en grutas y
cuevas, sin ser molestados por el ruido del mundo, «y el sumo sacerdote
Schopenhauer agita el incensario», pero, como en otro tiempo con moti­
vo de la fundación de la asociación «Germania» y de la «Sociedad filoló­
gica» de Leipzig, también pensaba con sentido práctico. En febrero de
1868 anima a Von Gersdorff a buscar juntos sus amigos filosóficos. En
Berlín tenían que conquistar a Spielhagen, que acababa de publicar la no­
vela In R eih u n d G lie d [E n fo rm ación ], «libro cuyos héroes han de pasar
a través de las llamas rojas del Samsara y experimentar aquel profundo
DEVENIR [1 8 3 ]

cambio schopenhauereano de la voluntad...». También estaba Bahnsen,


autor de los C harakterologhche Studien [E stu d io s caracterológicos] , así
como Eugen Dühring, que tan hermosos cursos sobre Byron y Schopen­
hauer había impartido, y por último, Frauenstádt, «protagonista del
culto». ¿Y si fundaran una revista como órgano de los estudios schopen-
hauereanos, redactada por «hombres jóvenes con talento» (léase: Nietzs­
che, Rohde, Gersdorff)?
Aquí aparecía de nuevo el sueño del escritor, la esperanza del publi­
cista, el pensamiento de marchar hacia el futuro dejando a un lado la filo­
logía. Pero la peregrina nómina de combatientes evidenciaba una distan­
cia abismal respecto de toda «Realpolitik». Friedrich Spielhagen era un
autor consagrado desde hacía mucho tiempo, que dejaba caer ocasional­
mente en sus novelas, aderezadas con todas las modas de la época, unas
cuantas resonancias schopenhauereanas. Su novela In R eih u n d G lied ,
publicada el año 1866 en el D eutsche R om an-Z eitung, no contenía abso­
lutamente ninguna alusión a Schopenhauer, pero debió de gustar a
Nietzsche porque él presentaba al individuo demoníaco y heroico en
oposición a la tendencia temporal de esta novela. Julius Bahnsen era efec­
tivamente un seguidor de Schopenhauer, pero era demasiado pobre para
llegar a ser catedrático y, como profesor de instituto, había trabajado pri­
mero en Anklam y luego en Lauenburg, en el más lejano rincón de Po­
merania. Finalmente, Diking, nombrado P rivatdozent en Berlín el año
1863 y considerado un astro en ascenso, era todo menos un creyente en
Schopenhauer; positivista plenamente convencido y obsesionado con el
progreso, unía a sus grandes conocimientos un fuerte rechazo del pasado.
Con arriesgados juegos de palabras, como «Schillerer» por Schiller y
«Kóthchen» por Goethe, ridiculizó a los héroes de la historia, maltrató
por el mismo procedimiento a sus coetáneos y convirtió a Bismarck
en «Bisquark», a Helmholtz en «Helmklotz» y a Tolstoi en «Tollstoj».
Cuando Nietzsche se hizo famoso, tampoco escapó, y pasó a ser «das
Nichts’sche». Ciertamente, cuando Nietzsche con toda ingenuidad pensó
incorporarle a su grupo, Dühring acababa de darse a conocer con su tra­
bajo Ü ber den Wert des L eb en s im Sin n e ein er heroischen Lebensauffas-
su n g [Sobre e l valor d e la vida en el sentido de una concepción heroica de la
vida]. Cabe pensar que Nietzsche lo tuvo en cuenta.
A decir verdad, a Nietzsche no le habría atraído en modo alguno un
Schopenhauer demasiado popular. Si vivo era su impulso de buscar se­
guidores y actuar, no menor era el empeño de que su héroe se presentara
ante el mundo como un héroe solitario, como un luchador heroico e
individualista. Así ocurrió también con los planes lanzados rápida e in­
consecuentemente al mundo: no se dio ningún paso para acercarse a
Spielhagen, Bahnsen o Dühring. En lugar de ello se siguió cultivando la
estilización romántica, y el acomodado patricio de Frankfurt, que pasea­
[1 84] FRIEDRICH NIETZSCHE

ba a diario con su perro por el jardín de palmeras, se habría asombrado


sobremanera si se hubiera visto retratado en el N acim iento de la tragedia
de Nietzsche en estos términos: «Un desconsolado solitario no habría po­
dido elegir mejor símbolo que el caballero con la muerte y el demonio,
como nos lo dibujó Durero, el caballero en arnés, con la mirada broncí­
nea, dura, que sabe seguir su camino de horrores, sin dejarse equivocar
por sus espantosos compañeros de viaje, y, aun así, sin esperanza, sólo con
su caballo y su perro. Un caballero dureriano como ése era nuestro Scho-
penhauer: le faltaba toda esperanza, pero quería la verdad. No hay nadie
que le iguale».
Todavía en la G en ealogía de la m oral , 1887, hay resonancias de Scho-
penhauer, «hombre y caballero de broncínea mirada».
Más adelante hablaremos de la obra Schopenhauer com o educador, en
la que el espíritu de luchador y héroe de éste es expuesto de nuevo y, a la
vez, reclamado por su discípulo y seguidor. Aquí concluiremos con el afo­
rismo de 1884, que — con resonancias del levantamiento y la pasión por
la libertad de Lutero— condensa lacónicamente la alternativa: doctrina y
vida, sistema y modelo:

Lo que él enseñó está acabado;


lo que vivió perdurará:
miradle solo,
¡de nadie fue vasallo!
C a p ít u l o 6

Discípulo II-Richard Wagner

Percibir la atmósfera de una cosmovisión más seria y más llena de


alma, como la que nosotros, pobres alemanes, perdimos de la noche
a la mañana por culpa de todas las miserias políticas imaginables,
por culpa de los abusos filosóficos y el apremiante judaismo.
Nietzsche a Wagner, 22 de mayo de 1869

l acercamiento a Wagner es el hecho más importante de toda la bio­

E grafía de Nietzsche. Supera en intensidad y alcance incluso a su


nombramiento como profesor de la Universidad de Basilea, prime;
ra distinción del genio; le proporciona una primera gran misión y malo­
gra definitivamente su carrera. Le devuelve a la música y hace que fraca­
se en ella de la manera más amarga. Provoca los más fuertes sufrimientos
y, a la postre, lo que el propio Nietzsche entendió como su gran curación,
su renacimiento. Así, pues, más allá del encuentro en casa de Brockhaus,
como mero hecho anecdótico, tenemos que examinar qué preparó el
cambio de orientación y provocó la decisión.
Lo primero que hay que tener presente es que Nietzsche no era wag-
neriano. No hay ninguna vivencia que hable de un despertar y permita es­
tablecer un paralelo con su conversión en seguidor de Schopenhauer.
Gustav Krug, que había descubierto el Tristán cuando era alumno de úl­
timo curso de bachillerato, sólo consiguió ver en su amigo un moderado
interés por éste. De acuerdo con los conceptos de la época, el gusto mu­
sical de Nietzsche era entre moderado y progresista, centrado en Schu-
mann, en exacto paralelismo con su gusto literario, que tenía a Heine y
[1 8 6 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

Lord Byron como modelos. El M an fred de Schumann, puente tendido


entre la música romántica y la poesía byroniana, era desde hacía mucho
tiempo su obra predilecta. Entonces, el que tenía gustos conservadores
admiraba a Mozart y Rossini, como Schopenhuer, o a Mendelssohn, he­
redero de los clásicos. Beethoven ocupaba una posición intermedia entre
los dos bandos: era a la vez un clásico y un titán, y los más atrevidos de los
innovadores, empezando por Wagner, se remitían a él.
En unos apuntes titulados E fecto de algu n as p iezas m u sicales , de su úl­
tima época en Leipzig, Nietzsche hace algunas observaciones sobre una
media docena de sus composiciones predilectas: el Gloria de la M issa so-
lem nis de Beethoven lo define como «sublime exaltación», la F an tasía de
Beethoven como «genial embriaguez de champán», la última parte de su
Séptim a sin fonía como «báquica y órfica», el C an to vespertino de Schu­
mann como «sensación de paz que se dilata», el Cántico de los m uchachos
fe lic e s perteneciente a las E scen as de F au sto de Schumann como «arroba­
miento cristalino», mientras que A ti, la in tocable , perteneciente a la mis­
ma obra, despierta en él «cálida autocompasión». A través de los comen­
tarios podemos ver cómo experimenta él la música: ante todo como
estado de ánimo y estímulo, en último caso como proeza técnico-compo­
sitiva, a pesar de sus intentos en este campo. Como promotor literario-
musical hay que citar también a Liszt, cuya obra H u n garia había influido
en la composición de Nietzsche sobre Ermanarico.
Liszt, genial intérprete y director, fue el pionero de la «música del fu­
turo». El «Allgemeiner Deutscher Musikverein», que él fundó en Weimar
el año 1861, la N eu e Zeitschrift fü r M u sik , dirigida por Brendel y los festi­
vales de Altenburg se cuidaban de que la nueva tendencia se fuera impo­
niendo lentamente frente a la enconada resistencia de los enemigos de
Wagner. Ya a mediados de 1865, o sea, poco después del primer encuen­
tro en Leipzig, Nietzsche informó a casa de que el próximo domingo asis­
tiría a una velada matinal con «música del futuro». Estaban previstas en
total diez veladas matinales con obras de Liszt, Wagner y Berlioz. Nietzs­
che no ha dicho absolutamente nada acerca de estos conciertos y su efec­
to en él.
Las primeras manifestaciones — mucho después— están marcadas
por un fortísimo escepticismo. En octubre de 1866 se llevó consigo a R ó­
sen, donde iba a pasar las vacaciones, la partitura para piano de L a s Val-
kirias. Sus sentimientos los define él mismo como «mezclados», de modo
que no se atreve a emitir ningún juicio. Las grandes bellezas eran anula­
das por fealdades y deficiencias no menores; más y menos daban cero.
Tal vez en Kósen fue donde escribió aquellas notas sobre L a s V alkirias
que constituyen el único intento de crítica musical en medio de los estu­
dios de filología. En ellas Nietzsche empieza con la rotunda afirmación de
que la crítica musical está en una situación lamentable, pues no tiene un
DEVENIR [1 8 7 ]

Lessing que marque las fronteras con la poesía. Justamente esa separación
es necesaria en el caso del «singular compositor-poeta» cuya obra tiene
ahora delante de sus ojos. Otro motivo concreto de por qué comenta L a s
Valkiriay. los fallos y aciertos del compositor, su «consecuente, implaca­
ble, apremiante carácter», encuentran su mejor expresión en esta obra re­
ciente. Después analiza el preludio que, con la indicación «impetuoso»,
traza un cuadro poético ante el alma del espectador. Pero, «si no supiéra­
mos que había que dibujar la tempestad, pensaríamos primero en una
rueda que gira, después en un tren de vapor que pasa rugiendo. Oímos el
traqueteo de las ruedas, el monótono ritmo, el estruendo constante que se
aleja. Si lo escuchamos durante cierto tiempo se nos va la cabeza: pero la
tempestad pasa enseguida, se remansa, nos tranquilizamos y al mismo
tiempo nos sentimos tan abatidos como el exhausto Sigmund, que entra
ahora...».
La crítica, intento fallido, se interrumpe después de algunas frases
más. Su tono general es el de todos los enemigos de Wagner de la época:
cierta admiración forzada, pero como juicio global ruido en vez de músi­
ca. El 1 de diciembre de 1867 Nietzsche informa a su amigo Gersdorff del
festival de música de Meiningen, donde los futuristas celebraban «sus ex­
trañas orgías musicales». Nietzsche no siente ninguna admiración ni si­
quiera ahora, cuando la nueva música sigue los caminos de Schopen­
hauer; la sinfonía N irvan a de Bülow le parece sencillamente «horrible».
Sólo Liszt ha captado el carácter del nirvana indio en sus B eatitu des. Pero
justamente Liszt, que se hizo piadoso y a partir de 1865 clérigo, se había
vuelto a la música antigua, al nuevo canto gregoriano y al estilo coral de la
iglesia. Si él apreciaba a Wagner, Nietzsche no había pasado de Tannhäu­
ser y Lohengrin.

A pesar de que él también era un enamorado de la música, siempre se


mantuvo reservado y desconfiado con Wagner. La fecha del súbito cam­
bio de orientación se puede fijar con bastante precisión. A principios de
agosto de 1868 Rohde, el intimísimo, recibe de Naumburg una extensa
carta, tan extensa que Nietzsche la encabeza con una especie de índice
formado por once puntos. En el punto 7) aparece «L a señora Ritschl, mi
amiga íntima», en el punto 8) «Reunión de músicos en Altenburg, visita­
da por mí, digresión sobre los M aestros cantores de Wagner», en el punto
9) «he vuelto a componer, influencias femeninas». Lamentablemente, el
cuerpo de la carta en el punto 3) es tan largo que Nietzsche salta directa­
mente al punto 11), de modo que nos quedamos sin conocer el contenido
exacto de los puntos 7), 8) y 9). Algo de ese contenido se puede adivinar
a través de una carta del 2 de julio de 1868 a la «distinguida señora
Ritschl, consejera privada».
[1 8 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

¿Qué había ocurrido? Antes de marchar hacia el balneario de Witte-


kind, cerca de Halle, Nietzsche había visitado a la familia Ritschl y había
pasado allí un domingo, un día «de tanto encanto y tanto sol que su re­
cuerdo es lo mejor que me he llevado de Leipzig a mi solitario balnera-
rio». No es necesario pensar en un diálogo íntimo entre los dos, pues la
señora Ritschl tenía ya cincuenta años y era toda una dama. No obstante,
ocurrió algo extraordinario: tocó el piano para ella. Fueron unos de aque­
llos momentos en los que el muchacho inhibido se desprendía de sus ma­
neras burguesas, en los que su genialidad se liberaba a través de la im­
provisación, en los que quería transmitir a los espectadores algo de lo que
era realmente. Ahora podía llamarla su «amiga», y ciertamente fue su
musa en el futuro inmediato, responsable, por lo tanto, de que él se atre­
viera a componer de nuevo. Con ella Nietzsche se mostraba caballeroso y
procuraba frenar al joven intelectual que llevaba dentro. La carta que le
escribió es un ejercicio de prosa elegante.
Esta musa tenía ciertos proyectos con su admirador: le entregó el li­
bro de Louis Ehlert B riefe über M u sik an eine Freundin [ C artas sobre m ú ­
sica a una am ig a], publicado en 1859. Merece la pena quitar el polvo de la
biblioteca a este librito, hoy desaparecido. Contiene varios ensayos inge­
nuos e intranscendentes sobre Beethoven, Schubert, Schumann, Men-
delssohn y una apología de Wagner. Aquí Nietzsche pudo leer esta lapi­
daria declaración: «Richard Wagner tiene el inconmensurable mérito de
haber sido el primero en llevar de nuevo a la ópera desde el estado de de­
generación moral hasta esa altura que, con pocas palabras, Gluck tan cau­
tivadoramente describe en la dedicatoria de su A lces te. Por lo demás, Eh­
lert encuentra bastantes cosas que reprochar a Wagner, sobre todo el
«carácter totalmente declamatorio» de su música. Aun así, para él está
fuera de toda duda que el compositor tiene una mente original como dra­
maturgo y que es un poeta que, al menos, escribe nuevamente textos ope­
rísticos que «favorecen de manera asombrosa la captación simpática de la
música». Evidentemente, Nietzsche debió de leer todo esto y meditar en
ello. El texto de Ehlert le pareció ciertamente desordenado, pero «casi
siempre tiene razón». Muchos personajes, presentados por Ehlert en tra­
je de Arlequín, son irreconocibles, irreconocibles «no para nosotros» dice
atrevidamente Nietzsche aludiendo a su bienhechora y a él. «Irreconoci-
bles no para nosotros», sigue diciendo, «que no tomamos tan en serio
ninguna hoja de la vida como para no poder verter en ella el humor como
fugaz arabesco.» Y flirtea un poco: «Que no consigo ocultar ante usted
mi tendencia a desentonar». Ella ya ha tenido una prueba horrible de ello;
probablemente cuando él improvisó al piano. Aquí, en esta carta un tan­
to satírica, tenía una segunda prueba. Entonces surge el nombre en torno
al cual gira el juego: «Las picardías de Wagner y Schopenhauer son di­
fíciles de ocultar». Al final, Nietzsche promete una mejora, y si se le
D EV E NI R [1 8 9 ]

permite tocar nuevamente el piano para ella, transformará en notas el


recuerdo del agradable domingo. Firma como «Un mal músico». Tres
meses después, Sophie Ritschl organiza el encuentro en casa de los
Brockhaus, con lo que el joven genio entra definitivamente en el ámbito
de Richard Wagner.

Desgraciadamente, en la carta de Nietzsche a Rohde que hemos ana­


lizado falta también el comentario sobre L o s m aestros cantores, que escu­
chó en Altenburg. Podemos pensar que esta música triunfante rompió
moldes. Nos lo confirma una carta posterior de la que aún tenemos que
hablar. Antes hemos de decir que en el juego también intervino el marido
de la bienhechora de Nietzsche, el profesor Ritschl.
Recordemos que Ritschl había perdido la cátedra de la Universidad
de Bonn —al menos, eso parecía— a causa de los manejos de su colega y
rival Otto Jahn. Éste era no sólo un brillante especialista en filología clá­
sica y arqueólogo, sino también un prestigioso historiador de la música, al
que su sólida biografía de Mozart había proporcionado fama y prestigio.
Por si fuera poco, escribía abundantes ensayos y críticas de música como
uno de los principales colaboradores de la revista G renzboten, que apare­
cía en Leipzig bajo la dirección de Gustav Freytag y Julián Schmidt, como
quien dice ante las mismas narices de Ritschl. Y Jahn, seguidor entusias­
ta de Mozart, estaba en contra de Wagner: un motivo más para que
Ritschl se pronunciara favor de éste.
Otra carta de Nietzsche a Rohde confirma la relación. Los artículos
de Jahn se han publicado agrupados recientemente, y Nietzsche los ha leí­
do, incluidos los que se refieren a Wagner. Para hacer justicia a Wagner,
dice Nietzsche, hay que tener entusiasmo, pero Jahn le escucha a regaña­
dientes y con los oídos parcialmente taponados. Ciertamente tiene razón
cuando llama a Wagner diletante, pero justamente ahí es donde hay que
admirar a Wagner: en él, cada composición va acompañada de manera
significativa por una indestructible energía, mientras que la «formación»,
cuanto más abigarrada y amplia es, tanto más débil se muestra. Y enton­
ces viene la confesión:
«Pero, aparte de ello, Wagner posee una esfera sensible que le está to­
talmente vedada a O. Jahn: Jahn no pasa de ser un mensajero, un hombre
sano, para el que la leyenda de Tannháuser y la atmósfera de Loh engrin
presentan un mundo cerrado. De Wagner me gusta lo que me gusta de
Schopenhauer, el aire ético, la fragancia fáustica, cruz, muerte y tumba,
etc».
Ideas extrañas sin duda. Ponen de manifiesto el paso a la admiración,
pero lo presentan como curiosamente contradictorio. Wagner es, de una
parte, un fenómeno vital frente a los ilustrados que se presentan «con mi­
[1 9 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

radas abatidas, piernas débiles y muslos extenuados», pero, de otra, se


enfrenta a los «sanos» y se pronuncia a favor de la dimensión nocturna, lo
místico-romántico, como se insinúa en la fórmula «cruz, muerte y tum­
ba». Con todo, lo más sorprendente es que no pronuncie ni una sola pa­
labra sobre la música, ni siquiera sobre L o s m aestros cantores , recién des­
cubiertos; en cambio menciona la leyenda de Tannháuser , la atmósfera de
L oh en grin, a través de la cual aflora el nombre fraterno de Schopenhauer.
Por lo tanto, no alude a Wagner como compositor sino como fundador de
una cosmovisión.
La contradicción descubre el propio dilema de Nietzsche. «Fuerte»,
«sano», «vigoroso», eran sus palabras predilectas para definir un rendi­
miento digno de admiración; en la carta a Rohde había elogiado las meji­
llas sonrosadas. Pero desgraciadamente el mundo de su entorno, desde
G renzboten hasta G arten laube, desde Gustav Freytag hasta Karl Gutz-
kow, se mostraba por su parte tan rollizo y embrutecidamente sano, tan
burgués y activo, tan impulsado por el sano entendimiento humano, que
se imponía, como mandamiento supremo, distanciarse de ese tipo de sa­
lud. Para alcanzar la salud era necesario no perder de vista a los sanos.
Mientras tanto, el propio Wagner se había apartado de las melanco­
lías de Tristán y las veleidades de Schopenhauer, y, con infalible instinto
para las nuevas sensibilidades nacionales tras la victoria de 1866, había
llevado al escenario L o s m aestros cantores d e N urem berg. El 21 de junio
de 1868 habían ido a Munich para asistir al triunfal estreno. Pero si gran­
de fue el éxito de público, no menos adversa fue la crítica, que ahora ini­
ciaba su acción desde distintos ángulos. Eduard Hanslick, caricaturizado
por Wagner como pelvímetro, naturalmente no podía hacer otra cosa que
dar rienda suelta a su despecho. A la música la ñamaba molusco de soni­
dos sin hueso, de los monólogos de Hans Sachs decía que eran indecible­
mente aburridos y de la obra en su conjunto que era una interesante ex­
cepción musical, cuando no síntoma de una patología. Tampoco el fuerte
estruendo de las trompetas y el atuendo teutónico habían dado la salud a
la música de Wagner.
Lo que Hanslick proporcionó a Viena se lo dio a Leipzig la revista
G renzboten. Un anónimo — ¿era Jahn?— comentaba la ópera y hacía ba­
lance: «A pesar del estruendo de trompetas con el que no se cansa de lle­
nar el mundo, el partido de los músicos del futuro sigue siendo pequeño
hasta hoy, y ni aqueñas ciudades a cuyo público se puede conceder un jui­
cio artístico ni la crítica perspicaz, ponderada, pero que al mismo tiempo
va hasta el fondo de las cosas, han conseguido hasta ahora entusiasmarse,
y menos aún fanatizarse, con las revelaciones del espíritu de Wagner».
Por pomposos y extraños que fueran los textos de E l an illo y de Tris­
tón, no pasaban de ser débiles precursores del último, que superaba en
retórica, en verbosidad, en rimas inasequibles y monótonas a todo lo que
DEVENIR [1 9 1 ]

se había escrito hasta entonces para la escena. La última palabra de esta


recensión era «barbarie». Decadencia o barbarie, ése era el dilema.
Mucho enemigo, mucho honor. Wagner incitaba una y otra vez a la
gente en su contra. Su libelo contra el judaismo no había caído en el olvi­
do (lo que no impedía que los judíos se pronunciaran apasionadamente a
favor de su música). El hecho de gozar abiertamente del favor de Luis II
hacía que también se apartaran de él los viejos compañeros de la revolu­
ción del 48: Laube, que ahora era director de teatro en Leipzig, criticó
duramente L o s m aestros cantores, y Wagner le contestó con unos versos
sarcásticos, tras lo cual aquél rompió la amistad.
El arte de Wagner necesitaba, pues, luchadores y, aún más, defensores
dados a escribir, por lo que cabe pensar que la señora Sophie Ritschl no
pensó únicamente en facilitar una relación social cuando, aprovechando
una visita relámpago de Wagner a Leipzig, organizó una entrevista entre
éste y el joven genio en casa de los Brockhaus. Nietzsche debía conocer a
Wagner, ciertamente esto era ya una gracia. Pero también Wagner debía co­
nocer a un seguidor tan prometedor como Nietzsche, y esto era ya cálculo.
Mientras tanto, animado por la señora Sophie, Nietzsche se había pa­
sado al bando de Wagner. Los conciertos de invierno de E u terp e empeza­
ron el 27 de octubre de 1868, fecha en la que se representaban la obertu­
ra de Tristón y el preludio de L o s m aestros cantores. Después del concierto
Nietzsche escribió a Rohde: «N o consigo mantenerme sereno ante esta
música; cada fibra, cada nervio se agita en mí, y hace mucho tiempo que
no he tenido una sensación de arrobamiento como al escuchar la obertu­
ra mencionada en último lugar». Este era de hecho un nuevo Wagner, po­
deroso y heroico, era la entrada triunfal de una nueva humanidad. La fra­
se un tanto forzada según la cual Nietzsche confiesa que no consigue
mantenerse sereno (¿por qué debería mantenerse sereno?), puso fin al
paso victorioso al otro bando. L o s m aestros cantores constituyeron el pri­
mer tema que se abordó en el encuentro organizado once días después. El
segundo tema fue Schopenhauer. A partir de ahora, Nietzsche pronun­
ciaba el nombre de Wagner junto con el de Schopenhauer.

En una carta a Rohde, Nietzsche ha narrado con la humorística hon­


dura de quien ha ganado la partida cómo se produjo y cómo se desarrolló
el encuentro. Nunca le fueron mejor las cosas que en aquellos días en los
que se sintió tratado de igual a igual por el más grande genio de la época;
poco después recibiría, como caída del cielo, la cátedra de la Universidad
de Basilea.
Wagner se encontraba de riguroso incógnito en Leipzig: la prensa no
sabía nada, los mensajeros de Brockhaus habían sido obligados a mante­
ner un silencio estricto. La señora Brockhaus, hermana de Wagner, había
[1 9 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

intervenido para que éste conociera a la Ritschelin, y al hacerlo «había te­


nido el orgullo de elogiar a la amiga ante su hermano y a su hermano ante
la amiga...». Wagner interpretó la canción de L o s m aestros cantores para la
señora Sophie, la cual comentó que ya la conocía gracias a un tal Nietzs-
che. «Júbilo y admiración de Wagner, que manifiesta el mayor deseo de
conocerme en secreto.» Ésta es la ingenua versión de Nietzsche, en lugar
de la cual nosotros colocamos la más probable de un arreglo perfecta­
mente estudiado.
Llega la invitación para el domingo siguiente. Pero antes tiene lugar
una anécdota tragicómica que Nietzsche cuenta con el gracioso encanto
de un niño afortunado: encarga un frac nuevo que quiere ponerse la no­
che de la entrevista. Pero cuando, tras angustiada espera, el sastre le lleva
por fin el traje de etiqueta, pide que se le pague. Nietzsche no quiere sol­
tar el dinero. El pago al contado sólo se exige a personas que no ofrecen
confianza. Las facturas impagadas de los sastres y los clientes acosados
por sus acreedores constituyen un tema constante en los chistes del siglo
X IX . En cualquier caso, «el hombre le apremia cada v e z más, el tiempo
también apremia cada vez más; entonces cojo las cosas y empiezo a po­
nérmelas, el hombre las coge y me impide que me las ponga: ¡violencia de
mí parte, violencia de su parte! Toda una escena. Lucho en mangas de ca­
misa, pues quiero ponerme los pantalones nuevos. Finalmente, gesto de
dignidad, amenaza solemne, imprecación de mi sastre y su ayudante, que
juran vengarse: mientras tanto, el hombrecillo se aleja con mis cosas. Fin
del segundo acto: reflexiono en mangas de camisa, sentado en el sofá, y
contemplo una levita negra; no sé si será digna de Richard».
Son importantes los matices de esta exposición: tanto «la suprema vo­
luntad», que convierte a Wagner en monarca celestial, como el «Ri­
chard», que habla de una relación íntima con ese monarca. Todo ello tie­
ne algo novelesco, como nos dice el propio Nietzsche: «Me lanzo fuera,
en medio de la noche oscura y lluviosa, yo también un hombrecillo negro,
sin frac, pero con muchos ánimos: la suerte es propicia, hasta la escena
del sastre tiene algo asombrosamente inusitado».
En realidad el frac no hacía ninguna falta, pues el círculo era reduci­
dísimo. Wagner ensayó todos los registros, tocó el piano, imitó, narró
anécdotas, bromeó en dialecto sajón, se pronunció a favor de Schopen-
hauer «con calor indescriptible», leyó en voz alta una escena de sus años
de estudiante en Leipzig inscrita en su biografía. Al final, invitación de
Wagner a Nietzsche para que le visite y así poder «hablar de música y fi­
losofía», y explicar su música a su hermana y sus parientes, invitación que
éste acepta jubilosamente. Todo salió a pedir de boca: el buen muchacho
quedó cautivado. ¡Wagner era en verdad un genio! Y, además, «un hom­
bre fabulosamente vivo y fogoso, que habla muy deprisa, es muy ingenio­
so e infunde alegría a una reunión tan privada de ella como ésta».
D E V E N IR [1 9 3 ]

Nietzsche rebosaba felicidad. Aunque increíblemente incrementada,


era la sensación que había experimentado cuando Ritschl elogió la singu­
laridad de su trabajo. Ahora ya podía expresar en voz alta su desprecio
por la «pululante raza de los filólogos», denigrar el trabajo de los topos,
los buches llenos a rebosar y los ojos ciegos, la alegría de quien ha atrapa­
do un gusano, aunque por motivos de seguridad sólo fuera en las cartas a
su amigo íntimo. Mundo y contramundo estaban ya construidos: allí, la
común realidad, la vergonzosamente común empina, el debe y el haber,
la sobriedad de la revista G renxboten\ aquí, los genios, Schopenhauer y
Wagner, que con indestructible energía mantenían viva la fe en sí mismos
ante el griterío de todo el mundo «ilustrado». Y si ellos dos, Nietzsche y
Rohde, no eran genios, al menos eran dos «seres extraños que se enten­
dían y sentían al unísono».
La admiración de Nietzsche a Wagner no tenía límites. El hecho de
que fuera recibido en los círculos más reducidos hacía aún más irresisti­
ble al genio. En sus cartas a Rohde suspiraba como una muchacha joven:
¡ay! si pudiera contar a su amigo, en las tranquilas horas de la noche, los
muchos pequeños detalles, leer poesía con él, seguir con él «el atrevido,
incluso vertiginoso curso de su estética, que se derrumbaba y se volvía a
levantar». Y como última y suprema declaración: «Por fin podríamos des­
hacemos del ímpetu sensible de su música, de ese sonoro mar schopen-
hauereano cuyo más oculto oleaje yo siento, de manera que para mí escu­
char música wagneriana es una intuición jubilosa, sí, un sorprendente
encuentro conmigo mismo».
Esto significaba en lenguaje común: ¡así habría deseado, podido y de­
bido componer yo! Más tarde, Nietzsche se atrevió efectivamente a for­
mular esta interpretación, aunque para su hermana Elisabeth. En 1882,
cuando, estando en Naumburg, interpreta P a rsifa l para ella, cae en la
cuenta súbitamente de que aquella es su música de la infancia: «...enton­
ces cogí los viejos papeles y volví a tocar después de bastante tiempo; ¡la
identidad de estado de ánimo y expresión era asombrosa! Lo reconozco:
con verdadero sobresalto cobré nuevamente conciencia de cuán estre­
chamente emparentado estoy con Wagner». Así informó Nietzsche a Pe-
ter Gast, su último amigo de confianza.

La racha de buena suerte no parecía tener fin: el 9 de diciembre, a


propuesta de Vischer, concejal de Basilea, que se había dirigido a él,
Ritschl propuso a Nietzsche, joven y prometedor intelectual, como suce­
sor del profesor Kiessling, que se disponía a abandonar la ciudad. A prin­
cipios de enero de 1869, Ritschl preguntó a Nietzsche si, llegado el caso,
estaría dispuesto a aceptar la propuesta, y el 16 de enero éste informaba a
Rohde del efecto de dicha propuesta: «feliz consternación», de modo que
[1 9 4 ] FRIEDRICH N IETZSCH E

estuvo cantando melodías de T ann hau ser durante toda una tarde mien­
tras paseaba. Al final de la carta una nota: saludos de Wagner. «Ahora,
Lucerna ya no es tan inaccesible para mí.»
¿Era todo esto —desde la visita a casa de los Brockhaus hasta la ofer­
ta de la cátedra de Basilea— una maniobra hábilmente urdida para atraer
al futuro propagandista a la proximidad de su maestro, que entonces
residía en Tribschen, cerca de Lucerna? No necesitamos imaginar que las
jugadas de ajedrez de Ritschl y Brockhaus fueron realmente tan hábiles.
En cualquier caso, aquí también intervino el destino. Lo que se inició en
noviembre fue continuado en febrero. Nietzsche fue invitado en el Hotel
de Pologne a una cena privada para que conociera a Liszt. En los últimos
tiempos, informa Nietzsche a Rohde, Liszt ha llamado un poco la aten­
ción con sus opiniones sobre la música del futuro y ahora es empujado
con fuerza por sus seguidores a que se manifieste en términos literarios.
La argucia quedó al descubierto. Pero Nietzsche, profesor neófito, se
contuvo alegando que no tenía ganas de cacarear en público como una
gallina. Aparte de ello, los «hermanos en Wagner» eran realmente dema­
siado tontos. No estaban emparentados con el genio, a lo sumo veían la
superficie, las burbujas, que la peculiar naturaleza de Wagner lanzaba de
vez en cuando.
La otra cara de esta arrogante descalificación de los seguidores de
Wagner era el convencimiento, la seguridad, de que él sí estaba emparen­
tado con ese genio. En Dresde acababa de asistir al estreno de L o s m aes­
tro s can tores, «y, Dios lo sabe, debo de tener en el cuerpo una buena par­
te del músico, pues durante todo aquel tiempo tuve la fortísima sensación
de encontrarme de repente en casa y conmigo, y mi restante actividad me
pareció como una niebla lejana de la que me había liberado».
Lo que no hizo el galanteo del futuro seguidor lo consiguió unos
cuantos años más tarde la convivencia en Tribschen. E l n acim iento de la
traged ia d e l esp íritu de la m úsica fue, de acuerdo con toda su tendencia,
un alegato en favor de Wagner, una proclama de que a través de su músi­
ca volverían los grandes días de Grecia. Nietzsche pensaba muy seria­
mente abandonar su cátedra para llevar el mensaje de Wagner a los ale­
manes como predicador ambulante. Hasta este punto había quedado
hechizado por el maestro y, una vez más, por una mujer hábil. Nietzsche
olvidó pronto a la señora Ritschl; hasta el fin de su vida conservó en su in­
terior la imagen y el nombre de Cosima.
En el texto sobre el nacimiento de la tragedia Nietzsche tampoco ol­
vidó dar las gracias a Ritschl. La polémica de este primer texto, con el que
su autor se atreve a presentarse ante un gran público, en líneas generales
sólo se refiere al espíritu de la época, del que se puede hablar con toda
tranquilidad sin que nadie en concreto se sienta aludido. Sólo en una oca­
sión cita un nombre. El, como paje de Wagner, ataca a la vieja estética
D E V E N IR [1 9 5 ]

musical, que grita incesantemente «¡belleza, belleza!», pero en realidad


sólo busca un pretexto estético para su propia falta de sensibilidad, «lo
que me lleva a pensar, por ejemplo, en Otto Jahn». Así fue formulado con
toda claridad para la eternidad en 1872. Otto Jahn murió en 1869 de pena
por las consecuencias de la disputa de los filólogos de Bonn. La venganza
tardía de Bitschl pasó por encima de su sepultura.
C apítulo 7

Esta vez, com o viejo artillero, introduzco mi gran pieza de artillería:


me temo que voy a partir de un tiro la historia de la humanidad en
dos mitades.
Nietzsche a Overbeck, 18 de octubre de 1888

l servicio militar de Nietzsche se sitúa en medio de sus años de

E Leipzig: primero la formación como cañonero en la 21 batería de la


sección montada del regimiento de artillería de campaña número 4;
después la grave lesión que sufre cuando presta servicio, y el largo perío­
do de curación. El 9 de octubre de 1867 es llamado a filas, a principios de
marzo de 1868, al saltar sobre el caballo, sufre un desgarro muscular y
una lesión del esternón, y en agosto es dado totalmente de alta después de
una cura en Bad Wittekind.
¿Una molesta interrupción de los estudios, un desvío impuesto en el
camino de su formación o algo más? Los biógrafos de Nietzsche no se
han preocupado mucho de su actividad como artillero. Pero si se quiere
llegar al fondo del ser humano a veces también los desvíos proporcionan
abundante información. Todavía en agosto de 1867 había celebrado la li­
bertad como más le gustaba: con una «fuerte marcha a pie», con su ami­
go Rohde, por los valles y montes de los bosques de Bohemia y Baviera.
Inicialmente habían previsto como metas Munich y Salzburgo, pero fue­
ron hasta Regensburg y Nuremberg a través de Eger, Cham y Zwiesel, ha­
ciendo el camino casi siempre a pie. Nietzsche se había procurado unas
robustas botas de doble suela y un gran bastón como los que llevaban los
[1 9 8 ] FRIEDRICH N IETZSCH E

excursionistas. La nostálgica meta se llamaba «bosque y montaña», y te­


nía más de aventura y liberación que de estudio de la historia o disfrute
del arte.
Nietzsche era demasiado corto de vista para ver muchas cosas de Nu-
remberg o Regensburg (y ya ahora llama la atención comprobar qué po­
cas ciudades ha visto, y no digamos visitado con detenimiento). Pero no
era demasiado corto de vista para ser excluido del servicio militar, como
él había esperado. En septiembre fue examinado y declarado apto para el
servicio. Como cuenta Elisabeth, al llevar unas gafas poco graduadas para
su miopía, el médico castrense se fijó únicamente en las gafas, no en los
ojos. No le quedó otra alternativa que aguantarse y cumplir con el servi­
cio a la patria.
Como voluntario por un año tenía que presentarse en Naumburg. To­
davía tuvo tiempo de asistir con toda tranquilidad a la reunión de filólo­
gos celebrada en Halle, en la que le llamaron su atención los imponentes
bigotes y los bien cortados trajes de sus colegas. Entonces fue cuando se
le ocurrió la idea de probar suerte con un uniforme más vistoso que el de
artillero: concretamente con el de un regimiento de guardia berlinés.
Marchó a Berlín, donde le esperaba su amigo Mushacke; es fácil imagi­
narle como alguien que, incapaz de esperar turno, se presenta en las ofi­
cinas con malos modos, no sabe decir «por favor» y se vuelve rápidamen­
te a casa cuando se le comunica que sobran voluntarios. El mismo definió
la experiencia berlinesa como «un intento inútil de trepar por las paredes
del destino y más allá». Lo que él llamaba destino era también orgullo. En
cualquier caso, Nietzsche no era un hábil defensor de sus intereses.
Al principio, el servicio militar fue duro: de todos modos, fue instrui­
do en el combate a pie y a caballo, y en el manejo de las piezas de artille­
ría, un soldado completo. Durante las cinco primeras semanas, a primera
hora de la mañana, tuvo servicio de cuadra: «Se rasca, se relincha, se ce­
pilla, se golpea por todas partes. Y en medio de todo ello, vestido de pa-
lafranero, tienes que sacar con las manos lo indecible, lo indecoroso, o
limpiar el jamelgo con la rascadera; ésa es, junto al perro, mi propia figu­
ra». Después servicio desde las 6 de la mañana hasta las 7 de la tarde, cla­
se de equitación, prácticas, limpieza de armas y emplazamiento de las ba­
terías. En el tiempo libre, clases de teórica a cargo de un teniente como
preparación para el examen de oficial de la guardia nacional.
A pesar de todo ello, el voluntario Nietzsche era uno de los dos reclu­
tas preferidos entre un total de treinta. El capitán era una persona agra­
dable; un día el activo muchacho sería un camarada, aunque, a decir ver­
dad, sólo en la reserva. Pronto fue nombrado cabo segundo, con lo que
quedaba autorizado a dormir en casa y a trabajar; y, mientras un espíritu
servicial le limpiaba las botas, podía pensar. Sobre todo, aprendió a mon­
tar a caballo y olvidó sus afanes de Naumburg en este terreno. Todo esto
D E V E N IR [1 9 9 ]

se lo proporcionó la dura instrucción en Naumburg. Estaba orgulloso de


su caballo Balduin, y decía, igualmente orgulloso, que él era el mejor
de los treinta jinetes. «Cuando galopo con mi Balduin en el gran campo de
instrucción, me siento satisfecho de mi destreza.» Como cabo segundo
estaba autorizado a impartir órdenes; Rohde se reiría, dice Nietzsche, si
viera cómo mando. También para nosotros, que no lo hemos conocido,
nos resulta divertida la imagen del cabo Nietzsche gritando «¡firm es!» y
«¡descanso!».
El accidente de equitación tampoco le asustó en lo más mínimo. En
octubre de 1868 escribe a Rohde y le dice que aún no ha terminado el ser­
vicio militar, que tiene la «firme convicción de desarrollar después una ac­
tividad de artillero», Sólo tiene que realizar nuevamente servicio en la pri­
mavera para aprender los ejercicios de caballería. Entonces sería con toda
seguridad teniente. También le gustaba emplazarlas piezas de artillería: al
menos teóricamente, transfirió su práctica de artillero a su actividad críti­
ca como recensor (sin tener en cuenta que no se puede disparar a los go­
rriones con un cañón). El profesor Zarncke pudo leer en una carta de
Nietzsche que éste confía «disparar un cañón bien montado» al servicio
de la Z en tralb latt. Después, cuando cayó presa de la locura, se atrevió a
decir que dividiría la historia del mundo en dos mitades.
No es fácil imaginarse como alegre jinete al solitario paseante de Sils-
Maria, al profesor miope y huraño. Sin embargo, con toda seguridad que
no se sometió de mala gana al suplicio, sino que trató de alcanzar la cima
con su acostumbrada ambición. Tuvo problemas, pero recurrió a la filo­
sofía, invocó a Schopenhauer, realizó ejercicios a modo de ascesis y «esa
irritación a la que llaman año de servicio militar» no consiguió hacerle
perder la tranquilidad de alma. Y a la postre no se resistió a posar con el
sable desenvainado para el fotógrafo. Cuando escribió a Rohde le dijo
que en la foto ponía cara de pocos amigos, «con cierta tosquedad de gue­
rrero». En realidad, su aspecto era el de un profesor disfrazado, y el mis­
mo sable, apenas sujeto por la mano del cabo Nietzsche, no tenía nada de
amenazador. Lo cierto es que Nietzsche se gustaba como guerrero, pues
de lo contrario difícilmente habría accedido a posar.
Tal vez entonces no le agradaba la guerra, pero veía que ésta se acer­
caba. El título de teniente sería bienvenido, pues consideraba que, en
caso de guerra, tenía un gran valor. Más tarde, en h a gaya cien cia diría
«que ahora se pueden suceder, uno tras otro, varios siglos de guerra sin
parangón en la historia; en una palabra, hemos entrado en la edad clásica
de la guerra, a la que todos los milenios venideros volverán la mirada con
envidia y respeto como a una obra perfecta».
Como guerrero, como soldado, como oficial, como esgrimidor, como
artillero: así se vio Nietzsche después. En su actitud y en su modo de ha­
blar siempre hubo algo de militar; cuando Peter Gast le conoció, comen­
[2 0 0 ] FRIEDRICH N IETZSCH E

tó que antes le habría imaginado como oficial que como profesor. En


Niza, dirá más tarde el propio Nietzsche, le inscribieron en la lista de ex­
tranjeros como polaco, pero en Turín le tomaron por un «ufficiale tedes-
co» (oficial alemán). En el currículum, un tanto amañado, que envió a
Brandes el 10 de abril de 1888 se dice acerca del traslado a Basilea: «Tuve
que renunciar a mi ciudadanía alemana, pues como oficial (artillero mon­
tado) me habrían llamado a filas a menudo y habrían perturbado mis ta­
reas académicas». Brandes tal vez fuera un profesor pacífico, pero en pre­
sencia de Nietzsche decía de sí mismo que era «un animal bizarro, incluso
militarista». En E cce hom o leemos: « A mi manera soy guerrero».
La pregunta es ahora si efectivamente Nietzsche disparó alguna vez
un tiro real, no metafórico. Ciertamente le gustaba la palabra «guerrero»,
pero él se imaginaba los guerreros como héroes germanos o como hopli-
tas griegos. En el trato era amable y complaciente, con la pluma jugaba a
la guerra y sólo en sus sueños veía puñados de héroes, conquistas, hogue­
ras y sangre derramada, como, en otro tiempo, cuando siendo joven re­
presentó la conquista de Sebastopol, y como, al final de su vida conscien­
te, cuando en papel delirante de regente del mundo quería tender un
anillo de hierro en torno al admirado-odiado imperio alemán. Cuando se
declaró la guerra de 1870-1871, aunque por ser profesor de la Universi­
dad de Basilea estaba exento de toda obligación patriótica, se alistó vo­
luntariamente como enfermero. Muchas cosas de su filosofía iban a ser la
proyección onírica de lo que él no era.

Las prácticas del servicio militar duraron medio año. «Al final monté
el más fogoso y más inquieto animal de la batería. Una vez, en la clase de
equitación me salió mal un salto rápido sobre el caballo; me golpeé el pe­
cho con la horca delantera y sentí en el costado izquierdo un desgarro ins­
tantáneo. Seguí cabalgando tranquilamente y todavía aguanté el crecien­
te dolor un día y medio más. Al segundo día por la noche sufrí dos
desvanecimientos y al tercero estaba yo en cama inmóvil y como clavetea­
do con los más fuertes dolores y con mucha fiebre. Del examen médico se
dedujo que me había roto dos músculos pectorales. Consecuencia de
todo ello fue la inflamación de los músculos y ligamentos del. tronco y una
fuerte supuración provocada por la hemorragia que siguió al desgarro.
Cuando, al cabo de unos ocho días, se me practicó una incisión en el pe­
cho, se llenaron varias tazas de pus. Desde entonces, o sea, desde hace
tres meses, la supuración no ha parado; naturalmente, cuando me levan­
té de la cama, estaba tan agotado que tuve que aprender de nuevo a an­
dar. Mi estado era lamentable; para incorporarme, andar y tenderme ne­
cesitaba ayuda ajena, y no podía escribir. Paulatinamente mi estado fue
mejorando; disfruté de una dieta robustecedora, paseé mucho y recuperé
D E V E N IR [2 0 1 ]

fuerzas. Pero la herida seguía abierta y la supuración apenas remitía. Fi­


nalmente se puso de manifiesto que el esternón estaba afectado, y que ahí
radicaba el “impedimentum” para la curación. Una noche apareció el pri­
mer mensajero seguro de este hecho, un huesecito mezclado con pus.
Esto se ha repetido desde entonces y, según los médicos, es previsible que
se repita aún con más frecuencia.» El informe se puede leer en una carta
a Gersdorff; según el paciente, no hay más remedio que someterse a una
operación del esternón, pero la cosa no debe revestir ningún peligro.
Cuando escribe a Rohde, su amigo del alma, habla abiertamente de sus
temores: «Cuando uno está bajo el bisturí y la sierra del operador, te das
cuenta de lo fino que es el hilo de esa cosa a la que llaman vida»,
Todo este capítulo ilustra tanto el entusiasmo del voluntario Nietzs-
che como las limitaciones de la medicina de entonces.
Estuvo exento de servicio durante tres meses, seguidos de medio año
de inactividad, o más exactamente de convalecencia, en el que recuperó
fuerzas gracias a la dieta y a los baños. Hay que añadir que el artillero
tampoco permaneció inactivo: como el servicio empezaba a las 7 de la
mañana, antes podía estudiar durante una hora filología, a la que dedica­
ba igualmente los fines de semana. En la ascesis schopenhauereana figu­
raba no sólo la resignación ante el infortunio, como, por ejemplo tener
que limpiar las cuadras, sino también la disciplina en el trabajo.

El volumen total de las anotaciones realizadas por Nietzsche durante


el servicio militar y la convalecencia ocupa casi cuatrocientas páginas en
la edición de sus obras. Se trata esencialmente de extractos y materiales
recogidos en preparación de nuevos trabajos filológicos, así como infor­
mación diversa de otros campos, desde filosofía hasta música, en su ma­
yoría inicios de estudios que pronto van a quedar paralizados y, por últi­
mo, listas de temas previstos y libros que quiere leer. Toda vez que esta
exposición de la vida de Nietzsche no dibuja en detalle ni el desarrollo de
su filosofía ni la gestación de sus obras, sino que se limita a hablar de los
procesos que tienen lugar en torno a él y dentro de él, esto es, en la per­
sona, el ovillo de esas anotaciones sólo hay que deshacerlo en la medida
en la que sirva a una mejor comprensión de su personalidad.
El propio Nietzsche vio su obligada inactividad como una oportunidad
para conseguir una mayor concentración y el «ordenamiento» de sus estu­
dios; determinadas intenciones están plasmadas en una forma concreta,
por doquier surgen «descubrimientos percibidos a medias». Esta frase do­
ble define con precisión su problema: ahora, como especialista en filología
clásica, trabajaba con criterios más claros, con mejor método, pero los
«descubrimientos percibidos a medias», los inicios de su actividad filosófi­
ca, coincidían con sus progresos en el seno de la severa escuela de Ritschl.
[2 0 2 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

Por la cabeza de Nietzsche pasa toda una catarata de ideas, mientras


que todo le incita a leer: las precisas investigaciones monográficas sobre
Suidas, Diógenes Laercio y Demócrito quedan superadas por planes de
una gran historia de la literatura griega, y estos planes inciden a su vez en
las reflexiones filosóficas activadas a través de Schopenhauer, Lange y
Kant. El nuevo método con el que ahora sueña enlaza tanto con la cienti-
ficidad de las ciencias naturales como con la intuición del artista. Por otra
parte, la abundancia de apuntes y extractos nos lo muestra casi ahogado
por los detalles de los textos transmitidos, de las posibles hipótesis en tor­
no a ellos, quién pudo copiar de quién.
Nietzsche era un hervidero, pero para desgracia suya no podía cortar
la masa de ideas en porciones nítidamente definidas. Trabajaba activa­
mente y, al mismo tiempo, con su crítica especulativa segaba la rama del
árbol de la ciencia en la que estaba sentado. Se dejaba seducir a izquierda
y derecha, y —estimulado por una disertación de su amigo Otto Kohl so­
bre Kant— podía acariciar súbitamente la idea de doctorarse con una te­
sis sobre Kant y, al mismo tiempo —movido por su actividad con los ca­
ballos— , alentar el proyecto de incluir en sus estudios la veterinaria
antigua. Incluso los temas sobre los que proyectaba realizar estudios se
movían como un caleidoscopio. Dentro de sus investigaciones de las
fuentes quería escribir en primer lugar sobre los escritos falseados de De­
mócrito, pero luego el plan fue ampliado con un trabajo sobre la obra es­
crita de Demócrito; esto desembocaba a su vez en el río, más amplio, de
la transmisión de la literatura griega.
Si intentamos extraer unas cuantas líneas esenciales del cúmulo de
ideas que le ocupan, tenemos que destacar: el primer acercamiento a la fi­
losofía fue frío. Lange le había llevado hasta Demócrito, con el que em­
pezaba su H isto ria d e l m aterialism o, Schopenhauer le llevó hasta Kant
como lectura obligatoria. Pero, al estudiar a Demócrito, Nietzsche quedó
pronto atrapado en las cuestiones filológicas de la transmisión; y, en lugar
de leer a Kant, leía sobre Kant, ante todo la excelente obra, publicada en
1860, de Kuno Fischer, P riva tdozen t y posteriormente profesor de filoso­
fía.
Su cabeza estaba ocupada casi de manera ilimitada, de una parte, por
la filología y, de otra, por la reflexión crítica, «filosófica», sobre los fun­
damentos de la filología. Esta última contaba con la ayuda de muy diver­
sas «ciencias auxiliares»: desde la estética hasta las ciencias naturales. Y
de la reflexión sobre sus relaciones surgieron luego aquellas combinacio­
nes de ideas en las que podemos reconocer al precursor de los futuros
aforismos. Sólo tenemos que adaptar mínimamente esas ideas y numerar­
las para luego aplicarlas a voluntad en otros textos, como muestra el pre­
sente experimento.
D E V E N IR [2 0 3 ]

Sólo el individuo en cuanto tal produce grandes ideas. Las conviccio­


nes de la masa tienen siempre algo de incompleto y vago. En cambio, los
impulsos de la masa son más poderosos que los del individuo.

Toda auténtica obra de arte tiene que ser asequible sin premisas his­
tóricas. En cambio hay escritos cuyo valor radica totalmente en su posi­
ción histórica. La historia de la literatura contempla tanto las obras de
arte logradas como las no logradas, siempre que sean representativas de
la época. Por lo tanto, la historia de la literatura está unida a la chapuce­
ría o, al menos, reconoce también lo que tiene poco valor. La valoración
estética sólo prolonga la vida de algunos escritos, la valoración historico-
literaria prolonga la vida de todos los escritos. En ese punto es como la
historia natural: sólo en segundo lugar le interesa si una cosa es bella o no;
en primer lugar le interesa saber si pertenece a una especie y, en caso afir­
mativo, a cuál.

Toda ciencia surge cuando alguien contempla como fin algo que es
medio; por ejemplo, la lingüística. En cambio, es indicio de una ciencia
degenerada anteponer los medios al fin, como, por ejemplo, en la historia
de la literatura o la hermenéutica.

Entre los filólogos sigue siendo rara la fuerza de un método riguroso.


En ninguna otra especialidad se practica (en cambio) ese juego con posi­
bilidades.

Cuatro tipos de cabezas: las pesadas, filosóficas; las ágiles, superficia­


les; las tristes y las enfáticas. Sólo al sentido poético reflexivo le es dado
comprender los caracteres históricos. Prueba para talentos intuitivos: físi­
ca y química, comprensión de las relaciones históricas de naturaleza prag­
mática, caracteres históricos.
[2 0 4 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

Las ideas fructíferas. Usualmente, sólo por casualidad empezamos


nuestros estudios sobre un punto de la ciencia: esto significa que el prin­
cipio y el punto de partida no corresponden a la idea germinal, en la que
se basa la investigación, sino a alguna pequeñez secundaria. A ésta nos
atenemos hasta que empezamos a ver todo el suelo en el que estamos; de
repente sentimos la aparición de problemas fundamentales y empezamos
a movernos, como por casualidad, sobre sus distintas cimas y protube­
rancias.

Los inicios de las ciencias entre los griegos son también interesantes
(esclarecedores) para las ciencias (desarrollos) de nuestro tiempo. Obsér­
vense los tipos de ciencias que entonces aparecieron, cómo se forma, por
ejemplo, el concepto de «filósofo» o de «filólogo». Qué papel desempe­
ñaba el «matemático». La posición social de los filósofos.

Los ejemplos ilustran el modo de pensar de Nietzsche. Mientras tra­


baja, lee o da un paseo, se le ocurre algo o algo llama su atención, ya sea
por introspección o por asociación de ideas. Duda o generaliza, «profun­
diza», saca conclusiones, anota. Las ideas sintetizadas anteriormente son
materiales en bruto, esbozados, para trabajos previstos. Cuando descubre
sus dotes específicas para captar la totalidad filosófica, la renovación del
pensamiento, en esos afinados pensamientos sueltos, Nietzsche quiere ser
en primer lugar Nietzsche.
En sentido inverso, esos mismos pensamientos podrían ser también
las células germinales de sus grandes obras. Ya entre los apuntes filosófi­
cos de su época de soldado se encuentra esta nota aforística: «Pero sobre
todo se reduce a sus límites el abuso desenfrenado y radical de la historia.
La humanidad tiene más cosas que hacer que estudiar historia. Pero si lo
hace, que busque los puntos formativos». Esto es, ya en 1868, una sínte­
sis de las grandes C on sid eracion es in actu ales , en las que Nietzsche habla
«de los beneficios y los perjuicios de la historia».
Aparte de la rectitud del pensamiento sistemático, a Nietzsche todo le
parecía interesante. Desde el caballo llegó a la veterinaria, entre los conti­
nuadores de Demócrito descubrió «la sombría y fáustica personalidad»
de Trasilo, astrólogo y naturalista, matemático y músico que vivió en tiem­
pos de Tiberio. Cuando estuvo en Bad Wittekind se hizo enviar P arerga
de Schopenhauer, G eschichte d er P h ilosoph ie [H isto ria de la filo so fía ] de
D E V E N IR [2 0 5 ]

Überweg, la gramática griega de Krüger, P o etae ly rirí G rae ci de Bergk,


F au sto y los poemas de Goethe, así como el cuaderno de color lila con sus
propias composiciones. Como lecturas recomendadas anotó V ier R eden
ü b er L eb en u n d K ran k sein [C u atro con versaciones so bre la vid a y la enfer­
m edad] de Virchow, la obra de Helmholtz sobre la conservación de la
fuerza, System d es tran szen d en talen Id e alism u s [Sistem a d e l id ealism o
tran scen d en tal] de Schelling y G ru n dzü ge d er vergleichenden A n ato m ie
u n d P h ysiologie [F u n d am en to s de la an atom ía y la fisio lo g ía com p arad as]
de Carus. Ciertamente todo esto era sólo una buena intención, pero ya
muestra el desasosiego, el alcance de sus intereses, su negativa a dejarse
encerrar en un terreno cualquiera. Cuando ya le habían ofrecido la cáte­
dra de Basilea, escribió a Rohde diciéndole que quería proponerle estu­
diar juntos química y «arrojar la filología allí donde debe estar, con los
trastos del abuelo».
Nietzsche aprovechó concienzudamente la pausa de Naumburg y Bad
Wittekind. El artillero filósofo que por la mañana silbaba melodías de Of-
fenbach y por la noche leía a Schopenhauer, se acercaba a su meta: no lle­
gar a ser nada de lo que ya existía.

Aquí tenemos que decir a modo de balance que con todas estas peri­
pecias, y dadas sus especiales circunstancias, Nietzsche se sentía asom­
brosamente feliz y en líneas generales estaba muy sano a pesar del grave
accidente; habían desaparecido las depresiones, al igual que, casi por
completo, los dolores de cabeza y el miedo al futuro, y sólo alguna vez
afloraba la prepotencia de quien mira a los demás por encima del hom­
bro. La familia, definitivamente apartada, ya sólo cumplía servicios de
ayuda. Triunfaba la amistad; tenía a mano a Deussen, Romundt, Kohl y
Gersdorff, y a Rohde como hermano gemelo. Como guía espiritual tenía
a Schopenhauer, y a Wagner como introductor en el gran mundo. Perci­
bía que su mundo mental iba cobrando forma. Tenía proyectos que pre­
veían cuando menos una renovación de la filología desde sus cimientos,
pero probablemente más, honores milenarios. Tenía París ante sus ojos,
con Rohde.
En este contexto tiene lugar la oferta de Basilea: ¿un hecho afortuna­
do o una maniobra perturbadora del destino?
¿Había desaparecido por completo de esta vida la angustiosa y byro-
niana desesperación, barrida por el éxito y por la amistad? Casi nos incli­
naríamos a responder afirmativamente si no fuera por un extraño apunte
hecho, a juzgar por la escritura, en un estado de gran excitación:
«Tengo miedo no a la horrible figura que está detrás de mi silla, sino
a su voz: no a sus palabras, sino al tono escalofriante, inarticulado e inhu­
mano de esa figura. ¡Sí, ay si hablara como hablan los seres humanos!»
[2 0 6 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

¿Sueña Nietzsche despierto? ¿Sufre una alucinación? Palabras para


definir un concepto del que sólo tenemos esta descripción. ¿Qué sabe­
mos? Sabemos que Nietzsche creía en su demonio, en los demonios, y les
ofrecía ofrendas a la manera de los paganos; sabemos que miraba como
hechizado al mago Trasilo, tipo «fáustico» que dominaba las ciencias na­
turales y las artes encantatorias; sabemos que, poco después de aquella
horrible visión, escribió notas sobre Demócrito en las que decía que éste
había tenido trato con magos y había dicho muchas cosas demoníacas; sa­
bemos que siempre tiene presente a Fausto como figura modélica, Faus­
to el mago, el descifrador de la naturaleza, y junto a él, sin fuerza procrea­
dora y pasión, el fámulo Wagner, el filólogo. ¿No queda así descifrado
aquel extraño pasaje de la carta a Rohde en el que dice que le gustaría es­
tudiar química y — con una cita del F au sto — arrojar la filología, como un
trasto viejo, a un rincón? ¿Quiere dejar de ser el fámulo de Wagner y con­
vertirse en Fausto a cualquier precio? ¿Le invade, como hijo de teólogo y
nieto de teólogo que es, el miedo a la presencia de Dios?
T ercera parte
Profesión
Los primeros años de Basilea
C apítulo 1

La vocación

En último caso preferiría con mucho ser profesor en Basilea a ser


Dios...
Níetzsche, tras la crisis definitiva,
a Jaco b Burckhardt, 6 de enero de 1889

N
ietzsche se sentía feliz: le había tocado la lotería. Y, en verdad, lo
suyo era algo inaudito. Sin necesidad de doctorarse, pasar a for­
mar parte del claustro de profesores de una universidad, ganarse
modestamente, durante años, el sustento como P rivatd ozen t y luego
someterse a unas duras oposiciones, sin el mínimo subsidio estatal, para
obtener una cátedra, lo tenía todo: profesorado, sueldo y, además, la li­
bertad de Suiza. Era, según sus propias palabras, una «feliz consterna­
ción»: como entonces, cuando dudaba y los miedos le consumían y los
grandes elogios de Ritschl le llevaban a echarse en brazos de la dama filo­
logía.
El primero al que escribió para contarle esta «fabulosa» historia fue
Rohde. Pero al hacerlo tuvo que mostrar también cierta desazón, pues
con ella quedaba definitivamente eliminado el viaje a París proyectado
por los dos amigos: con el plan parisién «vuelan mis esperanzas más her­
mosas». Una confesión conmovedora en momentos en los que, hablando
en términos humanos, la suerte le sonreía: «Yo quería disfrutar por últi­
ma vez, antes de pasar a formar parte de la cadena profesional...». En re­
alidad, a él le atraían la «profunda seriedad y el mágico encanto de la vida
ambulante», la «indescriptible dicha de ser espectador y no partícipe»,
[2 1 0 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

junto a su amigo más fiel y comprensivo. Si en otro tiempo había soñado,


como secreta meta profesional, con ser filósofo ambulante, conversador y
paseante, ahora opta por una actividad sedentaria, pero bien remunera­
da. Ya no habla de suerte, sino de «destino».
Por otra parte, tres mil francos suizos, equivalentes a ochocientos tá­
leros prusianos, significaban también libertad, no tener que depender
más de los intereses del pequeño capital todavía administrado por un tu­
tor. Ahora era totalmente independiente. Por eso en la circular con la que
daba a conocer su nombramiento hacía constar siempre el importe de sus
honorarios: «FR IE D R IC H N lE T Z SC H E , Profesor extraordinario de Filología
clásica (con 800 táleros de sueldo) en la Universidad de Basilea». En el
humilde ambiente de Naumburg esto era como si alguien se hubiera he­
cho súbitamente millonario. Parecía como si se hubieran acabado para
siempre las privaciones: el futuro profesor pensó muy seriamente en lle­
varse un criado a Basilea. A Rohde le comunicó ya en la primera carta que
en su nombramiento estaban previstos ascensos y aumentos del sueldo; y,
efectivamente, le habían prometido una plaza de catedrático numerario.
Por lo demás, Nietzsche se mostró cauteloso en la comunicación de la no­
ticia: el único que, junto con Rohde, fue informado del nombramiento en
esta fase inicial fue Gersdorff, su segundo mejor amigo. En cambio se di­
virtió escribiendo al mismo tiempo a la familia una carta de varias páginas
hablando de los acontecimientos teatrales de Leipzig, sin insinuar siquie­
ra lo que estaba a punto de ocurrir; como hombre de mundo, hablaba de
banquetes con ostras y vino de Chablis, invitaba a su madre y a su her­
mana al festival y al estreno, y sólo al final una extraña declaración debió
de llamar la atención de las dos mujeres: el muchacho les deseaba un feliz
año nuevo el 17 (!) de enero y al mismo tiempo les decía que le debían fe­
licitar. La curiosa y divertida carta terminaba así: «¡Ja, ja, ja! (Reíd.) ¡Ja,
ja, ja! (Reíd de nuevo.) ¡Basta! (Fin de las risas.)». Nietzsche reía malicio­
samente como un Rumpelstilzchen que sabe más que todos los demás
juntos. Debajo aparecían las iniciales « F . N . » a modo de firma. Era una
manera de marcar distancias con la familia.
Después Nietzsche informó a su hermana Elisabeth. A partir de aho­
ra, y durante mucho tiempo, ella fue la persona de confianza en el seno de
la familia, incluso en contra de la madre, pues pensaba beneficiarse del
vertiginoso ascenso de su hermano y en la medida de sus posibilidades
hizo que la moralidad de los habitantes de Naumburg y su cristiana des­
confianza no se cebaran en él. A Elisabeth, que ya le había ayudado acti­
vamente a redactar el índice del R h ein isch es M useu m , nada le habría gus­
tado tanto como marchar inmediatamente a Basilea para ser su ama de
llaves. El 2 de febrero, en el cumpleaños de la madre en Naumburg, los
dos jugaron todavía a los secretos; el 12 de febrero, justamente cuando la
madre acababa de escribir una carta para él, llegó la noticia en una tarje­
P R O F E S IÓ N [2 1 1 ]

ta de visita con la nota «Para su difusión»; y efectivamente las tarjetas de


visita fueron enviadas también a los amigos. La madre contó la gran noti­
cia a su manera, con gran lujo de detalles y en un lenguaje entre ingenuo
y cordial, proporcionando así un retrato de aquel pequeño Naumburg
que su hijo detestaba y al que, no obstante, aún se sentía unido con todas
las fibras de su cuerpo:
«Mi querido Fritz, ¡profesor y 800 táleros de sueldo! Era realmente
demasiado, mi buen hijo, y yo no podía tranquilizar mi corazón de otra
manera que no fuera enviándote inmediatamente el telegrama, a Volk-
mann en Pforta, luego escribí también a la buena madre, al tutor, a la Si-
donchen, a los Ehrenberg, a la señorita Von Grimmenstein, a los Schenk
en Weimar. Mientras tanto vinieron la señora Wenkel y la señora Pinder
a felicitamos, hacia las 6 de la tarde llevé mis seis cartas a Correos, en to­
tal 25 páginas, y comuniqué mi alegría en primer lugar a los Luther, que
prorrumpieron en gritos de júbilo, llamaron al anciano consejero privado,
y todos rompieron a llorar, y te felicitan de corazón, así como la señora
Haarseim, la señora Keil, la señora Grohmann con su hija, la señora con­
sejera privada Lepsius, la cual siempre gritaba: no, mi buen hijo Fritz, así
como la señora Von Busch. Y qué preciosa ciudad, dijeron la Keil, la Pin­
der, y el viejo Luther; en lo alto la universidad y abajo el Rhin».
Como puede verse, en la fantasía de la madre confluyen, a modo de
bendición divina, el romanticismo del Rhin y el enriquecimiento súbito.
La hija, más ilustrada, veía a Dios en otro sitio: la suerte de Curt Wachs-
muth, yerno de Ritschl y estrella ascendente en el cielo de la filología, ha­
bía quedado en nada, a pesar de que entonces se habían tejido «intermi­
nables habladurías» en torno a su éxito, mientras «tú, en cambio, subías
al pedestal de la fama y todos, incluida la señora Pinder, bailaban en de­
rredor del jovencísimo dios y profesor un auténtico baile de júbilo y ho­
menaje». También el informe de Elisabeth muestra al pequeño Naum­
burg, pero en cierto modo de manera aún más entusiasta: la tía Riekchen
honra a la «joven divinidad» con palabras halagadoras y recuerda a los
antepasados muertos, los Wenkel están al corriente de todo, pues la se­
ñora Pinder se lo ha dicho en el paseo, y la hija de los Wenkel, Sus’chen,
confunde el título de profesor con un trono real. La señora Lurgenstein,
que vive en la planta baja, recomendó a su hijo que tomara como modelo
al señor del primer piso, pero Lieschen teme que «el pobre muchacho se
quede para siempre en la planta baja». A Lieschen le zumban los oídos,
«pues ahora el hecho se va a comentar en la cervecería que hay en los só­
tanos del ayuntamiento y que se llama Erholung». «¡Cóm o se va a alegrar
la señora madre!» comentan los notables en sus cotilleos, y cómo se va a
alegrar sobre todo la hermana, que firma esta carta como «Tu hermana,
que te quiere tierna, profunda e infinitamente». Sí, madre y hermana se
tuvieron que quejar ante las consejeras privadas de que no eran plena­
[2 1 2 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

mente aceptadas en los ambientes distinguidos de Naumburg y sólo en­


contraban amistad entre las viudas de los clérigos. Pero ahora todos los
demás estaban en un nivel inferior, y si la simpatía se manifestaba de ma­
nera exultante, debajo se ocultaba la envidia.
Los parabienes llegaban en abundancia. La piadosa tía Sidonie escri­
bió: «¡Vigila, conserva la fe, sé viril y fuerte!». El tío Oskar se muestra,
además de piadoso, con ínfulas de intelectual: «Ojalá que te sientas en tus
estudios, en Basilea, tan estupendamente como un Erasmo, pero también
que, como éste, los hagas fructíferos para la Iglesia». ¿Era simplemente el
lenguaje teológico habitual o tío y tía sospechaban que el joven profesor
podría necesitar tales consejos? Rohde felicitó a Nietzsche en tono me­
lancólico y Gersdorff en tono digno; sólo a Deussen se le ocurrió la idea
de adoptar un tono falso. Habló de sí mismo y estableció un paralelismo
entre su situación, a la sazón harto confusa, y el éxito de su amigo. Esto le
inspiró una de aquellas «ejecuciones» en las que el muchacho, normal­
mente amable, se quitaba la careta y veía la distancia que le separaba de
honrados peones de la ciencia como Deussen.
Nietzsche le envió una nota con el incisivo mensaje: «Distinguido
amigo, si tu última carta no ha sido debida, por ejemplo, a ocasionales
trastornos de tu cabeza, tengo que rogarte que con ésta consideres rotas
nuestras relaciones. F.N.».
Cuando Deussen, desconcertado, preguntó a Nietzsche cómo había
podido malinterpretar su carta, recibió como pruebas, en primer lugar, su
propia carta y, en segundo lugar, la carta de felicitación de Rohde como
modelo (que, según palabras de Deussen, «estaba sumamente encantado
de poder llamar amigo suyo a un profesor de verdad, y además tan joven y
tan amable») y, en tercer lugar, un comentario, en el que entre otras cosas
se podía leer: «...que el orgullo, el ridículo orgullo campesino, aún quiera
hermanarse con semejante trivialidad de pensamiento, con una falta, tan
poco filosófica, de seriedad vital, no querer reconocer a un superior, es
algo que sólo consigo reconocer con esfuerzo y aceptar con un profundo
suspiro sobre la absurdidad humana». Ciertamente, el campesino Deussen
no era tan orgulloso como para rebelarse contra esta última réplica. Se so­
metió, y Nietzsche le acogió benévolamente «como antes y siempre, tu vie­
jo camarada, Dr. Friedrich Nietzsche, Profesor en Basilea».
Nietzsche tendría que haber tenido una personalidad muy estable
para resistir todos los comentarios que hablaban de un genio, de un se­
midiós, de un joven dios. En realidad reforzaron aquellos sueños en los
que se veía como rey y profeta, se le subieron a la cabeza como un vino
fuerte, y cuanto más ocultaba su prepotencia bajo la máscara del profesor
de buenas maneras, de modestas buenas maneras, cuanto más la «repri­
mía», tanto mayor era el peligro de que un día irrumpiera con furia arro­
lladora: como delirio de grandezas.
P R O F E S IÓ N [2 1 3 ]

La figura clave de la época de Basilea fue el colega de Ritschl, profe­


sor Wilhelm Vischer-Bilfinger, perteneciente a una de aquellas familias
patricias de Basilea que, de acuerdo con su rango, colocaban a alguno de
sus hijos en la Universidad de Basilea, desde donde luego podían volver
al ámbito de la Administración pública o del gobierno. Así, Wilhelm Vis-
cher, nacido en 1808, no fue profesor hasta los treinta años, pero a los
veintiséis era ya miembro del Parlamento de Basilea. Había estudiado fi­
lología clásica en Alemania, con los grandes maestros de la especialidad,
pero luego en Basilea se había convertido en un humanista para el que el
viaje a Grecia era tan vital como el cuidado de las colecciones municipa­
les de antigüedades, el interés por las excavaciones en Samos tan urgen­
tes como la cooperación con la dirección de la universidad. Basilea era a
su manera una p o lis como lo fue Atenas, una ciudad-Estado, aunque des­
de hacía veinte años pertenecía a la Confederación Helvética.
Por lo demás, la universidad era un gran lujo para la ciudad y el semi-
cantón —en 1832 la comarca de Basilea, el llamado «Baselbiet», se había
separado de la ciudad— , pues hay que recordar que de hecho fueron casi
siempre los príncipes, prácticamente nunca las ciudades, los que funda­
ron las universidades que después difundieron su nombre y su fama. Res­
ponsables de ello eran no sólo el gran sentido de la economía y el reduci­
do afán de notoriedad de sus ciudadanos, sino también las reducidas
dimensiones del territorio, que producía pocos niños necesitados de for­
mación. Los patricios de Basilea tenían que aportar fuertes sumas de di­
nero para su universidad, aunque ésta fuera pequeña, no estuvieran com­
pletas sus facultades de derecho y medicina, y sólo contara con un
puñado de profesores en cada facultad y un número de alumnos que po­
día descender hasta cuarenta. Así, las grandes familias de la ciudad adop­
taron una medida sumamente avanzada y casi inconcebible en la época al
introducir los impuestos progresivos, que suponían una carga adicional
sobre todo para ellas, mientras, en el bando opuesto, los progresistas, en­
tonces llamados «radicales» en Suiza, proponían en el Parlamento que se
clausurara la universidad y se convirtiera en una escuela industrial. Como
los patricios junto con las viejas familias de artesanos, todavía agrupadas
en gremios, tenían mayoría, la propuesta de los radicales no prosperó. La
universidad siguió con vida.
Cuando había que ocupar cátedras vacantes, siempre surgía el dilema
de si se debería promover a un auténtico basilense o llamar a alguien de
fuera, de otros cantones o de Alemania. Había dinastías de profesores, en
las que el hijo seguía al padre, en ocasiones con cambio de especialidad.
Los Heusler aguantaron tres generaciones hasta que apareció el célebre
germanista Andreas Heusler, los Wólfflin empezaron con filología clásica
y luego se pasaron a la historia del arte. En la época anterior a la revolu­
ción del 48, cuando en Alemania demócratas y liberales eran perseguidos,
[2 1 4 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

a menudo se llamaba a hombres de relieve que habían caído en desgracia


en sus países de origen, como el teólogo De Wette y el especialista en de­
recho político Folien. De Wette se adaptó a la probidad de los basilenses,
en tanto que Folien siguió conspirando y, provisto de dinero de la ciudad,
fue enviado a América.
Los salarios de los profesores de la Universidad de Basilea eran mo­
destos, como correspondía al sentido del ahorro de sus habitantes. Una
solución a este inconveniente consistía en recurrir a jóvenes genios, a
principiantes recomendados por personalidades de mucho prestigio. Así
llegó en 1822 a Basilea, como profesor de medicina, Cari Gustav Jung, bi­
sabuelo del gran psicoanalista; le había recomendado un hombre tan ilus­
tre como Alexander von Humboldt. Le siguió, once años después, Wil-
helm Wackernagel, de veintisiete años, que después llegaría a ser, junto
con Jacob Grimm, el más importante germanista de su tiempo. Con sus
hijos Jakob, que fue un gran investigador de la lengua, y Rudolf, que
como historiador escribió la historia antigua de su ciudad natal, Wacker­
nagel fundó pronto una dinastía de intelectuales. Por lo tanto, cuando, a
finales de 1868, el concejal y profesor Wilhelm Vischer empezó a buscar
un sucesor de Kiessling, que dejaba vacante la cátedra de filología clásica,
se llevaba adelante una tradición plenamente basilense.
Wilhelm Vischer decidió consultar a todas las eminencias existentes
entonces en las universidades alemanas y suizas, escribió a Bursian en
Zurich, a Kóchly en Heidelberg, a Ribbeck en Kiel, a Sauppe en Gotinga,
a Usener en Bonn y a Ritschl en Leipzig. Dicho más exactamente: no es­
cribió a todos, pues no se dirigió a la Universidad de Berlín, donde esta­
ban los rivales de Ritschl. A algunos colegas los había conocido en Suiza,
a Ritschl le había visitado en Bonn cuando fue a ver a su antiguo profesor
Welcker, y la relación era aparentemente muy viva. Con anterioridad,
Ritschl ya había propuesto al profesor Kiessling, antecesor de Nietzsche.
Los consultados no tardaron en contestar y ofrecieron sus servicios, lo
que permitió confeccionar una extensa lista de nombres; era una pléyade
de hombres jóvenes y activos que más tarde llegarían a ser, al menos en la
mayoría de casos, conocidos hombres de ciencia. El joven filólogo Nietzs­
che sólo fue mencionado, exceptuado Ritschl, por Usener sucesor de éste
en la Universidad de Bonn. Sin embargo, Ritschl no sólo le mencionó,
sino que incluso escribió un panegírico. Vischer leyó: «Usted pregunta
asimismo por Friedrich Nietzsche, en el que con toda justicia se ha fijado
por sus excelentes trabajos en el R h ein isch es M useu m . Si su superior se
decide, quiere decirse, si puede pasar por encima de inusuales circuns­
tancias externas, sus necesidades quedarían cubiertas indefectiblemente
de manera total. El hombre no tiene ni siquiera el doctorado, pero sólo
porque aún no ha transcurrido totalmente el obligado quinquenio desde
la terminación del bachillerato (por cierto, cursado en Schulpforta); de lo
P R O F E S IÓ N [2 1 5 ]

contrario, ya lo sería desde hace mucho tiempo. Quiero formular mi jui­


cio en pocas palabras, y no deben tomarlo a mal ni usted ni Bücheler, ni
Ribbeck, ni Bernays, ni Usener [todos discípulos de Ritschl], ni tu tti
q u an ti. Dice así: con tantos jóvenes como, desde hace más de 39 años, he
visto formarse ante mis ojos, nunca he conocido, y tampoco he intentan­
do promover en mi especialidad, de acuerdo con mis posibilidades, a un
muchacho que tan pronto y tan joven estuviera tan maduro como este
Nietzsche. ¡Los trabajos para el R h ein isch es M useum los escribió en el se­
gundo y tercer año de su trienio académico! El es el primero de quien he
aceptado colaboraciones siendo todavía estudiante. Si, Dios lo quiera, tie­
ne una larga vida, profetizo que un día estará en primera fila de la filolo­
gía alemana. Sólo tiene 24 años; es fuerte, vigoroso, sano, bizarro de cuer­
po y carácter, hecho para gustar a temperamentos análogos. Además
posee una envidiable facilidad para la exposición tanto sosegada como
hábil y clara en expresión libre. Es el ídolo (y sin quererlo) el guía de todo
el mundillo de los filólogos jóvenes de aqttí, en Leipzig, que (bastante nu­
meroso) no puede esperar para oírle como docente. Usted dirá que estoy
describiendo una especie de fenómeno; pues bien, lo es; y además amable
y modesto. También un músico de talento, extremo que aquí es irrelevan­
te. Pero aún no he conocido ninguna autoridad en activo que en un caso
igual o parecido haya tenido el valor de pasar por encima de la insufi­
ciencia formal, aunque en el presente ofrezco en garantía toda mi reputa­
ción filológica y académica de que la cosa tendría un resultado feliz».
La extensa carta merece un breve comentario. Aunque había que elo­
giar decididamente al candidato Nietzsche para que, no siendo ni profe­
sor ni doctor, pudiera tener una oportunidad, en esta carta hay un detalle
a tener especialmente en cuenta. Ritschl había vislumbrado el genio de
Nietzsche. De ahí el ruego de que todos los demás buenos alumnos — tu t­
ti q u an ti — no tomen a mal el panegírico de aquel muchacho extraordi­
nario, único. El mismo Ritschl, a pesar de todo su orgullo de ocupar la
cima de su especialidad, no se tenía en modo alguno por un genio, sino
únicamente por un activo maestro artesano, cuya principal actividad eran
las ediciones y que en sus ratos de ocio hacía patas de silla con el torno.
Nietzsche le calificó de «genial» porque era su maestro. Ritschl evitó la
palabra, pero se podía leer entre líneas y percibir en sus declaraciones. Si
Nietzsche no era un genio, era un fenómeno que, con su pronta madura­
ción, prometía mucho más.
Por fino que fuera el olfato de Ritschl para la genialidad del mucha­
cho, no tenía la menor idea, o hacía ver que no la tenía, acerca de su per­
sonalidad, pues le definió como «fuerte, vigoroso, sano, bizarro de cuer­
po y carácter, hecho para gustar a temperamentos análogos». Nadie de
cuantos hoy conocen a Nietzsche comprendería que estos calificativos
fueran aplicados al filósofo solitario, dubitativo y atormentado de Sils-
[2 1 6 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

Maria o incluso al joven profesor de Basilea. Pero como esas cualidades


son justamente las que Ritschl aporta, cabe pensar que, al menos, respon­
dían a la personalidad aparente de Nietzsche. En este sentido hay que re­
cordar que en Leipzig prácticamente nunca estuvo enfermo y que había
recomendado la filología como una actividad sana, como disciplina gim­
nástica para los afectados por la palidez del pensamiento. Además de
montar a caballo, fue un artillero valeroso. Parece ser que en presencia de
Ritschl ocultó tanto sus escrúpulos como las veleidades byroníanas y
schopenhauereanas que dejaba entrever en su trato con la señora Ritschl,
acerca de las cuales cabía pensar que eran juegos mundanos o tonterías de
juventud que desaparecerían con la seriedad de la vida. La definición «bi­
zarro de cuerpo y carácter» respondía a la ética de la virilidad profesada
por una sociedad que aún creía en los héroes, y nadie podía sospechar de
qué manera, absolutamente antisocial, Nietzsche iba a convertir en reali­
dad esa declaración.
Vischer hizo algo más: preguntó a un joven basilense llamado Bovet,
que estudiaba en Leipzig, qué reputación tenía el joven P rivatd ozen t en­
tre sus compañeros. Bovet se informó, por su parte, en el ambiente estu­
diantil, de modo que pronto todo el mundo estaba al corriente de la pro­
puesta llegada de Basilea. También en este caso las respuestas fueron
«entusiastas», pues confirmaron lo que Ritschl había escrito: Nietzsche
era el «princeps juventutis», el mejor de todos. «El ídolo de todo el mun­
dillo de los filólogos jóvenes» había escrito Ritschl. Como esto podía dar
lugar a malentendidos, el profesor se apresuró a decir en una segunda
carta: «Si habla usted personalmente con él antes, por favor no se deje lle­
var de la primera impresión. Tiene algo de Ulises, pues se muestra pro­
fundamente reflexivo antes de empezar a hablar, pero luego, con su po­
derosa palabra, se muestra también eficaz, triunfador, convincente». Este
rasgo lo tenemos que incorporar al retrato del muchacho de veinticuatro
años: no convencía a primera vista, no reaccionaba de prisa. Si tenía que
hablar, antes debía abandonar su reserva, y entonces desplegaba el don de
la palabra, clara, sosegada, inteligente.
Nietzsche, el predicador y profeta, el profesor y reformador, probó
constantemente suerte como orador: como profesor en la universidad y
en el curso superior de bachillerato, como conferenciante en la «Freiwi-
llige Akademische Gesellschaft» y, por último, como propagandista am­
bulante de Wagner. Pero nunca consiguió interesar seriamente a un gran
público, de modo que tuvo que verter su elocuencia en libros, y aun éstos
necesitaron mucho tiempo, demasiado tiempo, para que la energía acu­
mulada en ellos prendiera fuego. Cabe pensar que la admiración de que
disfrutó en Leipzig (en Bonn había sido el patito feo) estuvo siempre mez­
clada con un elemento de frialdad. La «masa», el pueblo, al que despre­
ciaba, no se lo perdonaba; o, en sentido inverso, como no era bien acogí-
P R O F E S IÓ N [2 1 7 ]

do por la gente, como, a pesar de cierto empeño inicial, no era popular,


aprendió a despreciarlo.
Con las autoridades de Basilea ahora todo marchaba sobre ruedas. El
22 de diciembre de 1868 se discutió todavía si se debía buscar un profe­
sor nacional o extranjero, pero el 20 de enero ya se tenían los informes so­
bre Nietzsche llegados de Leipzig. El 29 de enero, el consejo educativo
con su presidente, señor Vischer, presentó una propuesta al consistorio
municipal, del que también formaba parte como concejal, para nombrar
al señor Nietzsche profesor en sustitución del señor Kiessling; al mismo
tiempo, en atención a su juventud, nombrarle profesor extraordinario
con un sueldo de 3.000 francos suizos y la obligación de impartir a la se­
mana 12-14 horas de clase, 6 de ellas en el centro pedagógico.
El 12 de mayo de 1869 Vischer informó a su amigo Rauchenstein:
«Con éste [Nietzsche] hemos hecho, según creo, una buena adquisi­
ción...». A decir verdad, Werder, antiguo alumno de Rauchenstein, no se
mostró muy entusiasmado desde el primer momento, pero no había que
dejarse llevar por la primera impresión. «Él tiene», sigue diciendo Vis­
cher, «una gran modestia, al principio parece casi taciturno, ni rastro de
charlatanería y ostentación. Difícilmente puede ofrecer una exposición
retóricamente brillante, en la que los oyentes disfrutan más que apren­
den, pero sí muy clara, definida y ordenada de acuerdo con una lógica ri­
gurosa. Y para mí eso tiene mucho más valor que la oratoria que hoy vuel­
ve a dominar como cuando, en la época de los emperadores romanos, los
sofistas vivieron años de esplendor.»
La tragedia de Nietzsche o, en palabras más modestas, su problema
personal está contenido en esas frases. A primera vista, carecía de perso­
nalidad, no llamaba la atención. Era reflexivo, le costaba coger el ritmo,
de estatura mediana, de cabellos castaños claros, no precisamente elegan­
te a pesar de su cuidado en el vestir, llevaba consigo las huellas del pe­
queño mundo de Naumburg. La primera impresión del concejal Vischer,
tras la adquisición, fue: no es brillante, pero sí sólido. Se equivocaba to­
talmente. Las lecciones del joven intelectual siguieron siendo más bien
aburridas, pero sus escritos y sus palabras le dieron pronto fama de per­
sona, cuando menos, poco sólida, con toda seguridad excéntrica, y muy
pocos le consideraron genial.
C apítulo 2

Elprofesory los basilenses

Los carguitos traen gorritas,


Los carguitos traen trajecitos;
A menudo se desgarran las gorras
Y el traje se desgarra en harapos.
Goethe, Epigram as benignos

El maestro [...] habla a estos estudiantes que escuchan. Pero lo que


piensa y dice está separado por un gigantesco abismo de la percep­
ción de los estudiantes.
Nietzsche, Sobre el futuro de nuestras
instituciones docentes

E
l 13 de abril de 1869 Nietzsche se despidió de su familia, subió al
coche de punto, tan conocido para él, que le llevó a la estación de
Naumburg; allí cogió el tren que, pasando por Colonia, Bonn,
Wiesbaden, Heidelberg y Karlsruhe, le dejó una semana después en Basi-
lea. Antes de asumir sus obligaciones se tomó un último descanso. En
Bonn paseó tras las huellas del pasado, fue con el vapor hasta Biebrich, en
Heidelberg visitó las ruinas del castillo, iluminadas, y en Karlsruhe asistió
a la representación de su nueva ópera predilecta, L o s m aestros cantores.
En Basilea tuvo primeramente un alojamiento provisional; en esta rica y
honrada ciudad era difícil encontrar una habitación amueblada. Nadie
quería forasteros en su casa. Luego se mudó al número 45 de la calle
Schützengraben, donde vivió durante muchos años, fue su «cueva».
[2 2 0 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

¿Cómo era Basilea en 1869? A través de Nietzsche no podemos averi­


guar nada. En sus cartas no dice ni una sola palabra sobre la ciudad.
Aquella ágil vena narrativa que había trazado en Leipzig pequeños cua­
dros de género parece ahora agostada. De la misma manera que su mio­
pía da lugar, al acentuarse, a una grave dolencia ocular, sus relatos son
progresivamente más incoloros. Cada vez ve menos, en abierta oposición
a Burckhardt, miembro de una vieja familia basilense, que decía: «Si no
parto de una visión, no soy capaz de hacer nada».
En cambio, su hermana Elisabeth dice algunas cosas en su biografía. A
sus ojos, Basilea era una ciudad acogedora y medieval, patriarcal en com­
paración con la progresista Prusia. «A nosotros, prusianos habituados a
ver que las clases ilustradas cambian ligeramente de un lugar a otro y a
aceptar las maneras de vivir de distintos sitios, toda la ciudad, con sus usos
y costumbres profundamente enraizados, nos pareció absolutamente ori­
ginal.» Además enumera las casas antiguas con sus historias de horror, la
sólida unión de las familias, que los domingos acuden a la iglesia en com­
pleta armonía, los viejos criados, que pasan de una generación a otra, las
arcaicas formas empleadas para saludar, además del dialecto local.
El historiador Paul Burckhardt, de la familia de los Burckhardt, defi­
nió a Basilea, que a mediados del siglo X IX tenía 30.000 habitantes, como
una «pequeña y tranquila ciudad». A decir verdad, la vida de esta comu­
nidad apretujada entre murallas y bastiones no era tan tranquila. Mien­
tras que los burgueses ricos vivían en las afueras (de cuya belleza y pul­
critud es hoy exponente el barrio de St. Albano) como en el ilustrado
siglo xvni o en la época del romanticismo burgués, la gente sencilla de la
ciudad vieja y la pequeña Basilea vivía aprisionada en la Edad Media no
sólo pintoresca sino también escarnecedora de toda higiene. La afluencia
a las nuevas industrias aumentaba la falta de viviendas. «L a escrupulosa
limpieza de los pasillos de las casas, de las ventanas y de los picaportes de
todas las viviendas de la clase media y de la sociedad distinguida estaba en
marcado contraste con la suciedad pública de la ciudad vieja, con la in­
mundicia de las ruinosas cloacas y letrinas que envenenaban las fuentes
situadas en el interior de la ciudad.» Así, en el verano de 1855 se declaró
el cólera, con 200 muertos; en 1865 una epidemia de tifus ocasionó 4.000
enfermos y 400 víctimas mortales. El cólera hizo que se elaboraran planes
para el saneamiento de la ciudad, pero en 1876, o sea más de veinte años
después, la primera ley de canalización urbana fue rechazada en el refe­
réndum popular recientemente introducido. Los propietarios de casas tu­
vieron miedo de los costos. Liberalismo y obcecación libraban numerosas
batallas. En 1852 se introdujo una modesta iluminación vial y en 1856 se
suprimió el cierre de las puertas que separaban a la ciudad vieja de las tie­
rras circundantes. Cuando Nietzsche asumió la cátedra universitaria, es­
taba en marcha la transformación de las viejas fortificaciones en espacios
P R O F E S IÓ N [2 2 1 ]

verdes, obra de proyección futura a la que Basilea tiene que agradecer


que hoy sea una ciudad espaciosa.
Pero, al margen de lo que ocurrió o no ocurrió, en la democracia ba-
silense se vivía un interminable tira y afloja. Los conservadores se dividie­
ron en diferentes tendencias, la más moderada de las cuales a menudo se
aliaba con los liberales de centro, mientras que el pueblo —los obreros de
las fábricas, los artesanos, los jornaleros, los oficinistas, los criados, los co­
cheros, los jardineros, los lacayos, los tintoreros, los pasamaneros y los
arrendatarios— se agrupaba en tomo a los radicales. De todos modos,
entre 1830 y 1833 Basilea ciudad había mantenido una guerra, que termi­
nó en derrota, contra Basilea campaña, y en 1845 había vivido no una re­
volución, pero sí una revuelta conocida luego como el «golpe de los que­
pis». Este se produjo cuando las autoridades de la ciudad negaron al
cuerpo de artilleros de la ciudad el uso del cómodo quepi en lugar del
chacó, que era excesivamente rígido y molesto. El jefe de los radicales, de
nombre Brenner, había escrito un artículo en el que presentaba al chacó
como símbolo del «jesuitismo», el pecado más grave para un suizo. El al­
calde en funciones, miembro de la familia de los Burckhardt, encarceló al
recalcitrante Brenner por «incitación a la desobediencia», pero los artille­
ros se dirigieron con paso firme y acompañamiento de música a la cárcel
municipal y le sacaron de ella por la fuerza. Poco después los habitantes
de la ciudad celebraron una asamblea que, de acuerdo con la costumbre
de la época empezó con una oración y terminó con un himno; en ella se
acordó que en lo sucesivo todos los hombres amantes del orden debían
pronunciarse abiertamente contra cualquier alboroto, pero el «golpe de
los quepis» terminó con una amnistía general. Los viejos tiempos habían
llegado discretamente a su fin. En 1846 Jacob Burckhardt había escrito a
Eduard Schauenburg: «Esto es lo que a la larga me va a alejar de Suiza,
ese incurable ruido, esa publicidad en el lugar impropio, ese disparatado
sistema de partidos que arrastra a su ámbito al ser humano contra su vo­
luntad para arrebatarle sus fuerzas y su buena voluntad y luego arrojarle
a un rincón como limón exprimido».
Éste era ciertamente el Burckhardt joven, rebelde, viajero, que ya no
soportaba por más tiempo la vida de la pequeña ciudad. «Basilea será
siempre insoportable para mí... un chismorreo sin parangón lo envenena
todo», escribió en 1843 a su amigo Kinkel, y tres años después nueva­
mente: «Basilea me resulta tan aburrida y tan provinciana que agradezco
a Dios incluso un invierno en Berlín. ¡No, no hay persona sana que resis­
ta estos alardes de dinero!». En 1869 él mismo se había convertido en un
basilense entero y vero, querido y admirado como K a k i por sus compa­
triotas, integrado plenamente en su comunidad, y Nietzsche observó con
amargura al respecto que el personaje venerado por él cada noche iba a la
cervecería, donde frecuentaba la compañía de los burgueses.
[2 2 2 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

La carta en la que figura este comentario hace balance de los tres me­
ses de estancia en la ciudad. Está dirigida a la señora Ritschl, persona de
confianza del Nietzsche mundano, desde Interlaken, donde éste se repo­
ne. En ella Nietzsche comenta que no ha recibido ninguna influencia po­
sitiva de la sociedad basilense y añade que «en parte alguna se utilizan
menos los guantes que aquí». Como quiere pasar por persona distinguida
en la ciudad, se ha hecho un vestuario adecuado; es el único en Basilea
que lleva a diario sombrero de copa y más tarde llama la atención al ir a
pasear por la montaña con finos botines. Inmediatamente tiene que pedir
a casa una levita negra, pues en Basilea no se hacen visitas en frac. En
Bonn le molestaba la comodidad renana, de la que ahora encuentra otra
variante en Basilea.
Nietzsche informa a Sophie Ritschl que en su vida no hay ninguna in­
fluencia bienhechora de mujeres, y añade: «Que la señorita B. o Merian
[en correcto alemán: Schulze o Müller] diga o no diga le es indiferente;
toda reunión social es degradada a la condición de chismorreo local. A los
hombres les falta sobre todo elegancia y sentido artístico; esto lo demues­
tra el mismo Burckhardt, que, siendo hombre acaudalado, vive en la más
penosa indigencia. Si a eso añadimos el absurdo patriotismo suizo, «la ex­
presión de superioridad con que contemplan la situación alemana, a ve­
ces también a nosotros, los alemanes», veremos que tiene motivos sufi­
cientes para optar por una vida solitaria.
Nietzsche se había esforzado en cultivar las relaciones sociales y los
basilenses se lo recompensaban con continuas invitaciones. Tenía que ha­
cer un total de sesenta visitas, a colegas y miembros del consistorio, y,
aunque asumía resignadamente la obligación, escribió a su madre dicién-
dole «que conocer constantemente nuevas personas me es muy molesto».
En seguida empieza a manifestarse el instinto de defensa: «Sobre los ba­
silenses se pueden decir muchas cosas, pero pocas que no den motivo a
malentendidos...». Y poco después comunicó a Ritschl: «Sobre los basi­
lenses y su aristocrática burguesía se podría escribir mucho, aún más
decir. Aquí uno se puede curar de republicanismo». De hecho, la pra­
xis de la República, vivida día a día, no tenía en absoluto nada que ver con
los elevados sueños humanísticos de un colegio de segunda enseñanza
alemán.
Nietzsche no comprendía muchas cosas de Basilea, tampoco com­
prendía muchas cosas de Suiza. Se equivocaba cuando decía que B. (pre­
sumiblemente Burckhardt) y Merian eran iguales a Schulze y Müller; si
esos nombres suizos tienen una equivalencia es con los de la nobleza ale­
mana o con los de los Fugger y Welser. Y se equivocaba por completo
cuando, en un comentario de mal gusto, se atrevió a decir que el patrio­
tismo suizo procedía, como el queso suizo, de la oveja. Al venir de la Ale­
mania de las cortes principescas, no comprendía cuánto orgullo y noble­
P R O F E S IÓ N [2 2 3 ]

za había en la espartana sencillez de las grandes familias. Si hubiera sido


un prusiano «auténtico» tal vez lo habría entendido.
En esta época, una de sus palabras predilectas era «seriedad de la
vida». Sus conciudadanos basilenses le veían como una persona alegre,
entre cómica y seria. Sus dificultades en la conversación le impedían su­
perar distancias. Más tarde, su amigo Overbeck constató en él una facili­
dad de palabra llamativamente reducida. Podía permanecer mucho tiem­
po en silencio, sobre todo cuando se sentía molesto y tenía que ocupar el
centro para coger el ritmo. Si de una parte le gustaba mostrarse malicio­
so y crítico con otros, de otra era muy sensible a la maledicencia, como la
que imperaba en Basilea (aunque sólo fuera porque, para comprender sus
lanzadas, había que estar dentro). «Las bromas y las burlas, alimentadas
por las condiciones de la pequeña ciudad y que, sobre todo en los días de
reunión familiar, crecían como la mala hierba, protegían a los basilenses
de la verborrea y, más concretamente, de que alguien destacara en exceso
de los demás, con lo que en estas cosas se conservaban todavía en toda su
pureza las maneras de la vieja aristocracia», observó un conocedor de la
ciudad. A Nietzsche nunca se le habría ocurrido pensar que eso fuera
aristocrático. «E l arte, muy propio de la ciudad del Rhin, de la maledi­
cencia con salsa, cultivado en las habladurías locales, en los pasquines de
carnaval y en los periódicos locales desde los tiempos antiguos hasta el día
de hoy», fue siempre ajeno a su seriedad alemana.
Una anécdota de época posterior, narrada por Julius Piccard, colega
de Nietzsche, define la discrepancia existente entre las bromas de los
basilenses y la susceptibilidad de Nietzsche. En el banquete anual del rec­
torado alguien hizo una broma dirigida a los presentes, en su mayoría
profesores universitarios, diciendo que, como no todos podían ser espe­
cialistas, tenía que haber también pedantes. Como la palabra «pedante»
acababa de ser aplicada por Nietzsche en sus lecciones, al oírla se levantó
y abandonó la sala. «Cuando, poco después, fui a verle a su casa, estaba
tendido en la cama, completamente fuera de sí; en la habitación oscura,
sus ojos tenían un brillo inquietante. Cuando traté de tranquilizarle, me
miró fijamente y me dijo: Pero, Piccard, ¿no vio usted cómo todos se
reían de mí?».
Una vez más, Nietzsche estaba en un sitio que no era para él. Las mu­
chas caras nuevas desfilaban como máscaras delante de él. Sólo en Tribs-
chen, concretamente en casa de Wagner, podía encontrar proximidad hu­
mana, y es bueno recordar aquí que para él Wagner, lo mismo que Ritschl,
no era sólo un gran modelo, sino también un compatriota cercano, un sa­
jón. Ya a mediados de junio escribe a su madre diciéndole que ha descu­
bierto una hábil manera de declinar invitaciones. Ciertamente no hay que
tomar al pie de la letra el p ath o s de eremita del joven intelectual. En rea­
lidad él tenía eso que se llama un «círculo». Después de que Elisabeth vi­
[2 2 4 ] FRIEDRICH N IETZSCH E

viera con él en Basilea y fuera introducida en la buena sociedad de la ciu­


dad, en cada una de las cartas dirigidas a casa informaba, al final de todo,
de los últimos «ecos de sociedad». La casa de Vischer siguió siendo el
punto de apoyo natural; el hombre que le había llevado a Basilea le siguió
siendo fiel en contra de sus conciudadanos, de modo que, a pesar de to­
dos los prejuicios contra los alemanes, él era bien recibido por la buena
sociedad. La carta del 3 de diciembre de 1871, por ejemplo, nos ofrece
una visión de esa buena sociedad:
«Recientemente hubo una gran reunión en casa de Heyne [colega de
Nietzsche especialista en filología germánica], básicamente en honor de
los nuevos profesores y sus señoras. Se interpretó la S in fo n ía de lo s n iños
y después se bailó hasta medianoche. El lunes estoy invitado a una fiesta
en casa de los Gelzer, el viejo Gelzer me escribió de propia mano dicién-
dome que lamentaba no poder invitarte también a ti, querida Elisabeth.
Juntamente con tu última carta me llegó una invitación a un gran ban­
quete, que organizaba Georg Fürstenberger en honor de una pareja de
novios. Lo celebramos ayer. Toda la primera planta del Hotel Euler y el
gran comedor de la planta baja estaban a nuestra disposición, y había una
suntuosidad que a mí al menos me era desconocida en Basilea. Eramos
unos 60 invitados, pero sólo juventud, sin madres ni padres [...] Se perci­
bían sobre todo los millones, aquí representados, de los invitados, y para
vosotras habría sido sin duda agradable ver junta a toda la más distingui­
da aristocracia basilense. Estuvimos juntos desde la 1 hasta las 8 y al final
bailamos todavía durante un par de horas [...] Por cierto, fue divertido».
Semejantes «ecos de sociedad» se deben contraponer a las declara­
ciones de soledad y defensa que podemos ver, por ejemplo, en las cartas a
Rohde: «En la masa de mis muy distinguidos colegas me siento tan extra­
ño e indiferente que rechazo al momento invitaciones y requerimientos
de toda índole que me llegan a diario. Incluso el disfrute de montaña,
bosque y lago me son ocasionalmente malogrados por la p lebecu la de mis
compañeros de profesión». Aquí al p ath o s del hombre solitario se une la
pretensión de ser único: S ó lo con tigo soy e l q u e soy. En cambio, a la fami­
lia había que mostrarle que el singular nombramiento se prolongaba en
forma de entrada triunfal en la buena sociedad. A Deussen, que debía de
sentirse herido en su orgullo, le aseguró que el nuevo cargo parecía hecho
a su medida, pues dice: «Sí, con toda evidencia estoy en el elemento que
me es natural; no hay duda de ello».
A juzgar por lo que se ha podido reconstruir en base a los documen­
tos llegados a nosotros, la verdad es que inicialmente a Nietzsche le costó
adaptarse, pero gracias sobre todo a la ayuda de Vischer, pronto se en­
contró a gusto y en modo alguno representó el papel del personaje extra­
ño o del solterón empedernido, sino que vivió como una persona entre
personas y a veces incluso se lo pasaba bien. Como siempre, de vez en
PROFESIÓN [2 2 5 ]

cuando sufría accesos depresivos y le invadía un súbito rechazo de los tra­


jines de su entorno, pero puede decirse que, en líneas generales, en Basi-
lea su vida siguió la tónica de Leipzig, bien que a un nivel más alto, con
Rohde distante y fiel, con Wagner cercano y afectuoso, con Overbeck
como amigo íntimo y Cosima como musa.
No sabemos cuántas invitaciones rechazó Nietzsche, pero por las car­
tas se puede colegir cuántas aceptó. La Navidad y la noche de San Silves­
tre las pasaba en casa de los Vischer, como uno más de la casa, con el hijo
y las hijas, que se habían casado con miembros de las distinguidas fami­
lias de los Heusler y los Sarazin. Tenía acceso a las veladas familiares que
se celebraban todos los martes y en ellas participó, por ejemplo, en un fes­
tival de magos alemanes, verbena incluida, en el que el público, formado
íntegramente por profesores y gran cantidad de damas, jugó al «Schwar-
zer Peter» y participó en concursos de redacción.
La música siempre estaba presente, junto con un galanteo delicado e
inofensivo como el que se dedicaba desde hacía muchos años a las damas
y a las esposas de los profesores. Ina von Miaskowski esbozó un bello cua­
dro del ocio basilense, esta vez entre los «inmigrantes del norte», los pro­
fesores alemanes y sus esposas. Se fundó una asociación cuyos miembros
se reunían cada catorce días. En una de aquellas veladas se presentó, por
ejemplo, «especialmente para alegría de Nietzsche», un cuadro viviente
de L o s m aestros can to res ; en él «Hannachen apareció como Eva, con el
vestido azul, Fritz como Hans Sachs con chaleco, en mangas de camisa,
peto, gorrita en la cabeza y patillas rubias...». Diversión inocente para la
que Nietzsche interpretó el canto de L o s m aestros cantores. Según la se­
ñora Von Miaskowski, lo curioso era que dos de los principales animado­
res, Nietzsche y Overbeck, fueran conocidos en toda Alemania como pe­
simistas y schopenhauereanos.
«El jueves por la noche vinieron a nuestra casa los tres señores del nú­
mero 45 e hicimos mucha música. Nietzsche improvisó admirablemente,
Overbeck había traído bonitas cosas de Schubert para tocar a cuatro ma­
nos; dicho en pocas palabras, organizamos un concierto en toda regla.
Sólo hubo patatas cocidas y tocino frito, o sea, sencillez y naturalidad li-
vonias.» Otra noche Nietzsche llevó las divertidas novelas de Mark Twain
para leerlas en voz alta. Todo fue, una vez más, muy divertido, «leimos,
jugamos y saltamos hasta las doce y media de la noche».
Nietzsche iba cada viernes a casa de la señora Miaskowski para acom­
pañarla cuando cantaba, llevaba consigo nuevas partituras y al final im­
provisaba al piano. Más tarde le sustituyó Overbeck. El señor Miaskows­
ki bromeaba con su esposa a causa de sus dos admiradores.
A través de la música Nietzsche estableció contacto también con una
muchacha suiza llamada Ida Rothpletz. Se conocieron en una excursión
al Maderanertal en el verano de 1870. Ella dice: «Hicimos música, ínter-
[2 2 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

pretamos los V alses d e l am o r de Brahms y el op us 26 de Beethoven para él,


que escuchó atentamente y ofreció a su vez la cantata de L o s m aestros can ­
tores de Wagner». Algunos años después, la muchacha suiza se casó con
Overbeck y se convirtió en la más fiel consejera de Nietzsche en sus pe­
nosos años de Basilea.
Con su aguda perspicacia femenina, Ida captó muchos detalles sobre
la vida de Nietzsche en Basilea, detalles que permiten comprender su os­
cilación entre el éxito social y su tendencia a aparecer como un hombre
solitario. Y acerca de su técnica pianística: «N o tenía la mínima habilidad,
tocaba casi duro y entrecortado, buscaba las notas en su memoria y luego
en las teclas». Sobre su manera de andar: «Aún le veo andando por los
senderos del bosque, vigoroso, pero buscando el camino, lo que daba a su
paso un aire torpe y forzado». Sobre su comportamiento: «Unía a algo
como naturalidad juvenil cierta solemnidad cuyo reverso eran un modes­
to humor y optimismo».
Como todas sus cosas, Nietzsche se tomaba también en serio las re­
laciones sociales; seguro que bailaba con asiduidad y cortejaba a las da­
mas a su manera. Elisabeth, la fabuladora de la familia, insinuó en su li­
bro F ried rich N ietzsch e y la s m u jeres de su tiem po que las muchachas de
Basilea suspiraban por Nietsche, añadiendo incluso que a sus manos ha­
bían llegado misteriosas cartas en las que se daba a entender que bellas
y ricas hijas de familias patricias vibraban por él. También el tosco
Deussen le preguntó con un guiño si no se había fijado en ninguna mi­
llonada de Basilea. Más bien parece cierto lo que dijo de él Ida Roth-
pletz, futura señora Overbeck: «Sí, él era con toda seguridad pedante».
Pero también hay que tener presente este otro comentario suyo: «En la
proximidad de Nietzsche yo tenía la sensación de estar ante un enigma,
un secreto».
Peter Gast, su último amigo, recogió de Burckhardt un comentario
sobre Nietzsche que conservaba algo de la vigorosa y elocuente rude­
za de la ciudad del Rhin. Cuando apareció la primera C on sid eración
in ac tu al sobre David Friedrich Strauss, de Nietzsche, parece ser que
Burckhardt dijo: «¡Nietzsche! Ése no es capaz ni siquiera de tirarse un
buen...». Como ya no estamos sometidos a las severas normas de la ur­
banidad decimonónica, podemos traducir los puntos suspensivos al len­
guaje usual: el pobre Nietzsche no era capaz ni siquiera de tirarse un
buen pedo.
En cambio, resulta conmovedor lo que leemos en la última carta de
Nietzsche, dirigida precisamente a Jacob Burckhardt, cuando ya era víc­
tima de la locura. Mientras que en la primera frase nos dice que, si no fue­
ra Dios, preferiría con mucho ser profesor en Basilea, en la última frase de
esa carta, última también escrita de propia mano por Nietzsche que tene­
mos (junto con las esquelas que él mismo distribuyó en su entorno ya en
PROFESIÓN [2 2 7 ]

la etapa final de su locura), declara: «Usted puede hacer de esta carta


todo uso que no rebaje el respeto que los basilenses me tienen».

A Nietzsche le resultaba duro ser profesor en Basilea. Cuatro veces a


la semana tenía que comparacer ante sus alumnos a las siete de la maña­
na; además tenía que preparar ocho horas de clase y seminario, seis horas
de clase en el Pádagogium. A esto se sumaba la vida social, la comida y los
paseos con sus colegas, y en casa un magnífico piano de cola esperaba sus
improvisaciones. Se había terminado lo que en una carta a su madre él lla­
maba «soberana disposición» del tiempo, ya no era posible abundar en el
«desprecio del día y de la semana» y, en su opinión, hasta la actividad más
agradable era también, si se practicaba como trabajo, una atadura. La di­
mensión errática, inquieta y expectante de su naturaleza, auténtica mar­
cha de caminante, sucumbía aquí ante estudiantes cuya honradez y extra­
ordinaria paciencia le repugnaban: eran aplicados, se tragaban clases y
más clases y no conocían ni de oídas eso de «hacer novillos». Eran pocos,
incluso en número, y, a pesar de todos los esfuerzos de Nietzsche profe­
sor, iban a ser cada vez menos, hasta desaparecer por completo, cuando
después de E l n acim ien to d e la traged ia se le declarara científicamente
muerto. Más tarde a veces se matriculaban once, incluso diecinueve,
como oyentes, cifra inconcebible si pensamos en los miles que hoy acudi­
rían si el profesor Nietzsche saliera de su tumba y volviera a impartir una
lección.
¿Cómo era realmente el profesor Nietzsche? ¿Qué decía en clase?
¿Cómo lo decía? Nadie se ha interesado realmente por el tema. Su obra
surgió al margen de las aulas, y en contra de las aulas. Pero, en cualquier
caso, también habría podido ocurrir que Nietzsche empezara la gran re­
forma de las instituciones docentes, que proyectaba, en su propio taller.
Siendo estudiante ya había comprobado lo poco que las clases de la uni­
versidad ofrecían a su espíritu crítico e inquisitivo, y en la quinta diserta­
ción «sobre el futuro de nuestras instituciones docentes» había esbozado
como satírico una certera caricatura de esta situación:
«Cuando un extranjero quiere conocer nuestras universidades empie­
za por preguntar con insistencia: “¿Cómo se relaciona entre vosotros el
estudiante con la universidad?” Respondemos: “A través del oído, como
oyente”. El extranjero queda sorprendido. “¿Sólo a través del oído?”,
pregunta de nuevo. “Sólo a través del oído”, respondemos de nuevo. El
estudiante escucha. Cuando habla, cuando ve, cuando se comunica,
cuando cultiva las artes, en una palabra, cuando vive, es independiente,
quiere decirse, independiente del centro docente. Con harta frecuencia el
estudiante escribe al mismo tiempo que escucha [...]
»Aun así, el profesor habla a estos estudiantes que escuchan. Pero lo
[2 2 8 ] FRIEDRICH NI ET ZSC HE

que piensa y dice está separado por un gigantesco abismo de la percep­


ción de los estudiantes. Muy a menudo, el profesor lee cuando habla. En
general él quiere tener, a ser posible, muchos de esos oyentes, pero si es
necesario se contenta con pocos, casi nunca con uno. Una boca que habla
y muchísimos oídos, con la mitad de manos que escriben, ése es el apara­
to académico externo, ésa es la máquina docente de la universidad pues­
ta en funcionamiento.»
Ciertamente es un cuadro de la situación, pero, en cuanto que denigra
la rutina, sólo es correcto referido al funcionamiento y además es desacti­
vado por los grandes profesores universitarios, los perturbadores y se­
ductores. Por eso aquí tenemos que observar con cierta decepción y muy
a pesar nuestro que el profesor Nietzsche, joven, lleno de ideas en su es­
pecialidad y sobre su especialidad, en la práctica respondía a la caricatu­
ra del profesor alemán que con tanto brío era capaz de dibujar. Si sus con­
ferencias públicas llenaban las salas, como profesor de universidad se
mostraba arbitrario ante un puñado de estudiantes que iban escribiendo
lo que él les leía con gesto cansado y que en muchos casos había copiado
a su vez de otros libros.
Más tarde se lamentará «ante tres estúpidos oyentes». ¿Cómo iban a
acudir oyentes inteligentes ante los que él pudiera desplegar sus conoci­
mientos? Para estudiar filología no se iba a Basilea, sino a Bonn, a Leipi-
zig o a Berlín. El sólo practicó una vez —en el trabajo sobre los filósofos
preplatónicos— la síntesis entre investigación y ciencia habitual en las
universidades alemanas, de acuerdo con la cual la lección que se imparte
es en cierto modo una prueba general del nuevo libro que se quiere escri­
bir. Nietzsche hacía extractos y síntesis y abordaba problemas de detalle
como había aprendido a hacer junto a Jahn y Ritschl, Dindorf y Curtius.
Toda vez que tenemos los manuscritos de sus lecciones podemos ob­
servar cómo trabajaba. Primeramente analizó los fragmentos de los líricos
griegos. Nos atreveríamos a pensar que Nietzsche mantuvo una relación
interior con esta materia, pero el hecho es que siguió escrupulosamente el
camino prescrito. ¿Se debía esto, al menos en parte, a que ya tenía una
idea muy clara de la lección que debía impartir? Cabe pensar que efecti­
vamente ésta respondía, en cada caso, a aquel proceso de la «máquina do­
cente» llamada universidad, que él gustaba de denigrar: como manuscri­
to de la lección de su profesor Curtius, escrito por el alumno. En rigor, él
no copiaba, pero en esencia se limitaba a resumir lo que encontraba en las
obras estándar y en los textos editados, y lo que añadía a modo de com­
plemento procedía de pequeños descubrimientos hechos en Leipzig.
En conjunto, la actividad de dar clases le pesaba, le resultaba molesta,
aunque, como en los ejercicios sobre los grandes trágicos griegos o en la
lección sobre los filósofos preplatónicos, rozaba sus propios intereses. No
rompió con la forma criticada, de modo que si sus ideas, palabras y escri­
PROFESIÓN [2 2 9 ]

tos apuntaban con osadía al futuro, su manera de enseñar era la de un


profesor alemán de la vieja escuela.
El balance tiene que decir: desde que tomó posesión de su cátedra de
Basilea no realizó ninguna nueva investigación en su campo. Lo que pu­
blicó eran restos de sus trabajos de Leipzig. No hizo algo que parecía
obligado por inmediato: demostrar a sus conocidos de Bonn y Leipzig de
lo que era capaz formulando una contrafilología. En lugar de ello, se se­
paró de la dama filología, con la que acababa de unirse en matrimonio.
Más exactamente: le habría gustado separarse, pero estaba atado a la cá­
tedra, al sueldo sustancioso, al prestigio del título de profesor, a su pru­
siano sentido de la responsabilidad. La enfermedad le ofreció una salida,
primero ocasional, después cada vez más frecuente; otro motivo para huir
durante algún tiempo de la universidad se lo proporcionó la guerra de
1870-1871.
Pero, aun así, la unión basilense duró diez años, hasta 1879, fecha en
la que se rompió definitivamente el vínculo, previo acuerdo mutuo sobre
la concesión de una decorosa pensión.

En el Pädagogium las cosas le fueron mucho mejor. Casi con las mis­
mas palabras comunica a la madre, a la hermana y a Wagner maestro que
dar clases le divierte, una palabra rara en el vocabulario más bien pesi­
mista de Nietzsche. Aunque considera que no ha nacido para ser maestro
de escuela, no se siente frustrado. Si en la universidad se refugiaba detrás
de la cátedra, se atenía al manuscrito elaborado y despreciaba a los estu­
diantes que iban escribiendo lo que oían, aquí se sentía totalmente segu­
ro, activo y activador, se preocupaba de cada uno de los alumnos, rara vez
los castigaba o reprochaba, era un maestro como mandan los cánones.
Aquí podía dejar a un lado el odiado aparato científico y concentrar­
se totalmente en su principal objetivo, que era demostrar el carácter pa­
radigmático y la universal validez de la antigüedad clásica a la luz de sus
textos. Aquí el modelo era Schulpforta, donde se ensayaba a diario el tra­
to vivo con los autores clásicos. Es cierto que de entrada los alumnos se
asustaron ante los difíciles trabajos de clase que tenían que hacer (y que
antes habían hecho los de Pforta), pero los suprimió al comprobar que
eran superiores a las fuerzas de los muchachos de Basilea. Estimuló la lec­
tura privada y ordenó que se tradujeran al alemán obras completas de
ciertos autores, autorizando que se utilizaran como ayuda las versiones ya
existentes.
A fin de conocer a cada alumno individualmente, una vez encargó la
traducción escrita de L a s b acan tes de Eurípides y un comentario sobre la
impresión que esta tragedia había producido en cada uno de ellos. Esto lo
cuenta Louis Kelterbom, que se convirtió en uno de los alumnos predi­
[2 3 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

lectos de Nietzsche a causa de sus aficiones musicales. ¿Fue una casuali­


dad que eligiera para esta prueba precisamente L a s b acan tes de Eurípi­
des? ¿O acaso buscaba discípulos que se sintieran atraídos por el señor de
la ebriedad, el cruel y magnífico dios Dionisos? «Aquí, en el relato plásti­
co y minucioso del desgarramiento de Penteo y en la figura de la danzan­
te Agavé, que agita la cabeza sangrienta de su hijo en la vara de tirso, Eu­
rípides ha rozado de hecho la frontera de lo que, en efectos trágicos, se
podía mostrar en el escenario ático», se puede leer en el Kindler-Lexikon.
En sus lecciones en la universidad, Nietzsche no hablaba de L a s b acan tes.
Entre los estudiantes de bachillerato, el buscador de hombres encon­
tró lo que buscaba: almas. Nietzsche invitaba a los alumnos a su casa. Kel-
terborn aceptó la invitación y al hacerlo encontró también «el vínculo de
una selecta amabilidad y distinción en la actitud y en el comportamiento,
junto con la más solícita y más natural amabilidad, de modo que uno se
sentía pronto elevado, de manera inmediata e involuntaria, a una atmós­
fera espiritual más hermosa y noble, más pura y más alta». El maestro se
esforzaba en ser un griego: «La expresión mesurada, solemne, estudiada
y, no obstante, natural, así como todo el porte y el comportamiento del
hombre, incluso su manera de hablar, su saludo, tenían algo extrañamen­
te coherente, en cierto modo lleno de estilo».
El Pádagogium le ofrecía mejores posibilidades que la universidad de
mostrar su latente platonismo, su gusto por enseñar a las personas. Aquí
podía pedir a los alumnos que pronunciaran pequeñas alocuciones ante la
clase, los asombraba y provocaba preguntándoles, por ejemplo, qué era la
filosofía o qué era un filósofo, «preguntas que nadie podía contestar co­
rrectamente y cuya respuesta, por cierto, él nos sigue debiendo». Cierta­
mente aquí también era precavido y, sabedor de lo que debía a las autori­
dades de la ciudad, se guardaba de aparecer como un Sócrates y un
seductor de la juventud, pero al menos podía representar este papel de­
lante de un público menor de edad que le miraba respetuosamente como
a un gran hombre, pues así le había presentado a la clase el concejal Vis-
cher.
Ludwig von Scheffler nos ha ofrecido un ejemplo que ilustra cómo
practicaba Nietzsche la captación de alumnos. En cierta ocasión él fue el
único oyente de una lección de Nietzsche; éste le leyó en voz alta un ma­
nuscrito sobre los filósofos preplatónicos que había sacado del bolsillo
del pecho, y, una vez terminada la clase, se ofreció a acompañar a Schef­
fler hasta su casa, en Blumenrain. Scheffler le cogió del brazo por lo acci­
dentado del pavimento. Hablaron del tiempo, de las nubes blancas, que a
Scheffler le hacían pensar en el Veronés. De pronto, Nietzsche se detuvo,
soltó el brazo de Scheffler para, acto seguido, cogerle con fuerza con las
dos manos, y le dijo: «Pronto voy a salir de viaje... las vacaciones están al
caer, ¿viene usted conmigo? ¿Vamos a ver cómo se mueven las nubes en
PROFESIÓN [2 3 1 ]

la patria del Veronés?». Scheffler contestó con una evasiva. «Las manos
de Nietzsche se soltaron inmediatamente de mi brazo. Le miré, comple­
tamente confundido, y retrocedí al ver el cambio que habían experimen­
tado sus facciones. Aquel ya no era el profesor que yo conocía; ¡el rostro
desencajado del hombre me miraba fijamente como una máscara sin
vida!»
Scheffler dramatiza la escena. Pero ésta capta la esencia; Nietzsche
buscaba una y otra vez calor, alumnos y discípulos; y, cuando fracasaba en
su empeño, sufría una brusca y salvaje decepción. Kelterbom se había he­
cho seguidor suyo a causa de la música. Scheffler, estudiante de arte, per­
maneció fiel a Burckhardt.

Ni la universidad ni el Pädagogium eran el sitio indicado para con­


quistar Basilea. La primera oportunidad de presentarse ante la ciudad y
ante su público se la ofreció la lección inaugural, que pronunció en la sala
del museo, abarrotada de gente, en mayo de 1869: H om ero y la filo lo g ía
clásica. Es su primera obra maestra. Ciertamente, los filólogos no le con­
cedieron mayor importancia, pero la perfección clásica de la prosa y su
hábil y artística construcción, junto con la sonoridad de cada una de las
oraciones, siguen sin tener parangón en la literatura alemana; en ella hay
ecos de Goethe, de Schiller y Hölderlin, junto con resonancias anuncia­
doras de Hofmannsthal. En el texto Nietzsche dijo todo lo que pensaba,
pero lo hizo de una manera tan elegante, desde una perspectiva tan ele­
vada, que nadie se pudo sentir aludido, y menos aún los filólogos para
quienes aquello era una especie de rehabilitación frente al malicioso espí­
ritu de la época. El amable, solícito y cautivador Nietzsche libró la bata­
lla y la ganó.
El tema era Homero, pero sólo aparentemente. En realidad, Homero
era el caso clásico en el que se podía ver el destino de la filología históri­
ca y la tarea de una filología futura. El problema profesional más personal
de Nietzsche cobraba dimensiones de panorama histórico: ¿cómo puede
alguien seguir siendo profesor de filología clásica y, al mismo tiempo, lle­
gar a ser un artista? La filología, empezó diciendo, tiene enemigos de di­
versa índole. En primer lugar, los denostadores, «siempre dispuestos a
asestar un puyazo a los topos filológicos, especie que levanta la tierra has­
ta diez veces y luego la vuelve a levantar y a remover». Mucho peor es la
segunda especie, con su odio furioso e incontenible. Este impera allí
«donde se teme al ideal como tal, donde el hombre moderno siente una
feliz admiración de sí mismo, donde el helenismo es contemplado como
una perspectiva superada y, por lo tanto, muy poco significativa». El pro­
fesor Nietzsche, que aquí comparecía ante sus nuevos compañeros basi-
lenses y enseñaba, clamaba, como sólo podía hacerlo un conservador ba-
[2 3 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

silense, contra el «momento actual», abogaba con p ath o s schillereano por


el helenismo, declaraba con voz atronadora que «ningún progreso de la
técnica y la industria, por brillante que sea, ningún régimen escolar, por
magnífico que parezca, ninguna instrucción política de las masas, por di­
fundida que esté, pueden protegernos contra la maldición de las ridiculas
y escíticas aberraciones del gusto y» — aquí afloró un tono extrañamente
apocalíptico— «contra la destrucción de lo clásico por la cabeza, extra­
ñamente bella, de la Gorgona».
Una nueva barbarie nos amenaza, dijo el joven profesor, conjurando
la desgracia, agitando la espada del bárbaro y la cabeza de la Gorgona
como armas. Pero él también conocía el remedio: un nuevo hermana­
miento de la filología y el arte. ¿No ha renunciado la filología a sus idea­
les en las últimas décadas, no se ha apoderado de ella «una destructiva
tendencia iconoclasta?», Pero él, Nietzsche, afirma y sostiene que la ver­
dadera filología no se verá afectada por esas luchas y tribulaciones. «Todo
el movimiento científico-artístico de este singular centauro se centra, con
inmensa furia, pero también con ciclópea lentitud, en cubrir el abismo
entre la antigüedad ideal —que tal vez es sólo el más bello fruto de la nos­
talgia germana por el sur— y la antigüedad real; por eso la filología clási­
ca no persigue otra cosa que la definitiva perfección de su esencia más ín­
tima, desarrollo completo y unión de los impulsos fundamentales, en un
principio enemigos y sólo reductibles por la violencia.»
El texto que antecede no es lo mejor de la disertación de Nietzsche:
contiene demasiadas imágenes y metáforas, demasiados centauros y cí­
clopes, demasiados calificativos. Nos muestra a Nietzsche como orador,
con «aquí estoy y no puedo evitarlo», con tremolar de banderas y ataques
a un enemigo imaginario, pero al mismo tiempo nos descubre el deseo
que él nunca pierde de vista como meta: el científico como artista, la cria­
tura simbolizada por el centauro.
La filología rigurosa, como él la había aprendido con el sudor de su
frente junto a Ritschl, era «iconoclasta», «destructiva». Pero no se podía
negar que esa filología se había acercado más a la antigüedad «real», en
tanto que la antigüedad «ideal» tal vez no era otra cosa que una proyec­
ción de la nostalgia nórdica. Una imagen, la propugnada por Goethe y
Hölderlin, cerraba el paso a la otra, la crítica. Ahora había que conciliar a
las dos, salvar la componente ideal sin sacrificar el método crítico, her­
manar poesía y criticismo.
Lo que Nietzsche anunciaba a sus oyentes de Basilea era una nueva
primavera de la filología, y no tenían que reflexionar mucho para saber
quién alumbraría esa primavera. Al final de su disertación, el orador hizo
una profesión de fe decididamente personal. «También un filólogo tiene
derecho a condensar la meta de su empeño y el camino hasta ella en la
breve fórmula de una profesión de fe; y lo voy a hacer invirtiendo una fra­
PROFESIÓN [2 3 3 ]

se de Séneca: P h ilosop h ia fa c ía e st q u ae p h ilo lo gia fu it (lo que antaño era


filología se ha convertido en filosofía). Hay que prestar atención a lo que
la fórmula de Nietzsche tiene de confesión y de defensa de aquello en lo
que cree. De hecho, aquí se proclama el fin de la filología tal como se ve­
nía practicando hasta entonces.
La otra confesión que figura al final de esta singular lección inaugural
está oculta en un símil. Lo que interesa, dentro de la filología clásica, no
es la minucia, dice Nietzsche, sino el espíritu de las obras maestras grie­
gas, equiparables a una música inmortal. La filología no es realmente la
creadora de esa música, pero, siguió diciendo el entusiasmado orador,
«¿no debería ser un mérito, y por cierto uno grande, ser al menos un vir­
tuoso y hacer sonar nuevamente como por primera vez esa música que
durante tanto tiempo ha permanecido en un rincón sin que nadie la des­
cifrara y la apreciara?».
Hacer que resuene de nuevo, como por primera vez, la antigüedad
clásica, tras largo desdén por parte de los lustradores de letras y ensam­
bladores de sílabas, es otra de las ambiciones del joven profesor, que aho­
ra se inclina solemnemente ante el público que le aplaude. Las nuevas
musas ya tenían nombre: filosofía y música. En cambio, a los nuevos ído­
los aún no se los llamaba por su nombre: Schopenhauer y Wagner. El no­
vel profesor no se atrevió a tanto en presencia del ilustrísimo público for­
mado por los Vischer, Heusler y Merian, en el que sólo el viejo Jacob
Burckhardt adivinaba que con este adepto y propagador la cosa tenía una
explicación particular.
C apítulo 3

Amistaden el desierto

El deseo de amistad no era en él suficientemente fuerte; le preocu­


paba más el patético estado.
Ida Overbeck acerca de Nietzsche

Casi todas mis relaciones humanas surgieron de accesos del senti­


miento de soledad... M e sentía ridiculamente feliz cuando descu­
bría, o creía descubrir, una manchita o un rinconcito común con al­
guien.
Nietzsche a su hermana, 20 de mayo de 1885

N
ietzsche estaba ya instalado, era un miembro útil de la comunidad
humana y de la sociedad basilense. Impartía clases, enseñaba a sus
alumnos, comía con sus colegas a mediodía, bromeaba y bailaba
en las invitaciones, era tenido por «amable» con un halo de genialidad o
de singularidad. Los basilenses le veían como una buena adquisición,
pero tal vez también como portador de aquellas características alemanas
que a veces molestan a los suizos. Lo más natural habría sido que se hu­
biera convertido en un basilense más fundando un hogar. El que tenía
una posición no sólo podía sino que debía casarse, eso decía al menos la
ley no escrita. El soltero, y aún más el solterón como entonces se decía,
era en cierto modo sospechoso, aunque tuviera el genio de un Jacob
Burckhardt o un Gottfried Keller. El que así demostraba que no le inte­
resaban las mujeres tenía que buscar la compañía sana de los hombres en
las tertulias del «Ratskeller»; en esto Basilea era exactamente igual que
Zurich y Berlín.
[2 3 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Nietzsche no optó ni por lo uno ni por lo otro. En pieno siglo X IX de­


sarrolló una amistad como uno de aquellos muchachos del siglo xvill que,
de acuerdo con el modelo heredado de la antigüedad, se abrazaban y se
acariciaban constantemente y se juraban fidelidad. Ciertamente Schulp-
forta era un centro donde la antigüedad se mantenía viva, por encima de
la época clásica, y se transmitía de profesores a alumnos, que a su vez se
convertían luego en profesores. Y, además, los internados siempre fueron
focos de intensa amistad, aunque por regla general semejantes veleidades
y entusiasmos se calmaban pronto con la edad. Los muchachos se hacían
adultos y buscaban novia.
Más tarde Nietzsche se habría podfdo casar en un caso extremo. Pero,
aunque es verdad que adoptó algunas medidas en este sentido, con peti­
ción de mano incluida, ha pasado a la historia como uno de los pocos
hombres importantes a los que no se les ha conocido ni siquiera una rela­
ción con una mujer. El era un ser especial, hecho que se puede entender
como renuncia sacerdotal en aras de una misión que iba a conmover el
mundo o como simple anomalía. No es posible dilucidarlo.
En vez del matrimonio, él eligió la amistad o, más exactamente, el
ambiente de los amigos, el trato con los de su misma edad y sus mismas
ideas, tanto la amistad del joven con el adulto, como la amistad —plató­
nica, constructiva— del maestro con el discípulo. Éste es un hecho tan
ostensible y dominante en la vida de Nietzsche que no podemos por me­
nos de sorprendernos de que nadie se haya tomado la molestia de indagar
sus dimensiones y situar las figuras de sus amigos en el centro de una ex­
posición que los presentara no sólo como testigos, como «fuentes», como
autores y receptores de cartas, sino también como verdaderos partícipes
de su destino. Elisabeth Förster-Nietzsche, muy interesada en la explota­
ción económica del destino de su hermano, no dejó escapar la oportuni­
dad de abordar el tema en F riedrich N ietzsch e y la s m ujeres de su tiem po,
pero todavía falta una obra sensible y profunda sobre los amigos de
Nietzsche, sobre Nietzsche y la amistad.
A decir verdad, Nietzsche sólo conoció una amistad cordial, entusias­
ta y arrolladora; fue con Erwin Rohde. Pero, a pesar de todas las prome­
sas, a pesar de todas las declaraciones mutuas de que uno lo es todo para
el otro en el desierto de la vida, en esta amistad también faltan gestos de
ternura o de cariño como los que podían verse, sin limitación de número,
en el siglo XVIII, llamado el siglo de la amistad. Todas las demás amistades
respondían al modelo triàdico que el joven Nietzsche puso en práctica
con Wilhelm Pinder y Gustav Krug en Schulpforta cuando fundaron la
asociación «Germania». Ésta era, como sabemos, una auténtica asocia­
ción con estatutos, cuotas de dinero, presidente y un cronista riguroso,
Friedrich Wilhelm Nietzsche, que velaba por que los envíos literarios y
musicales —poemas, artículos y composiciones— fueran remitidos pun­
PROFESIÓN [2 3 7 ]

tualmente. Si dejamos a un lado el solemne y en parte cómico ceremonial,


tenemos que reconocer que «Germania» era una asociación literaria en la
que los miembros se estimulaban mutuamente. En la intención de su fun­
dador, en sus sueños más profundos y no confesados ni a él mismo, era
algo más: un pacto de fidelidad entre él, el guía, y sus juramentados se­
guidores. A decir verdad, un público demasiado pobre para el artista, el
poeta y el reformador. Aquí tenemos que recordar aquel sínodo del año
1862 en el que, con tono enérgico el cronista Nietzsche formuló su deseo
de que, aun «en su embrutecimiento y encenagamiento», la asociación
«Germania» experimente un proceso de purificación. En Leipzig Nietzs­
che había vuelto a asumir el papel de guía, mientras que Ritschl le pro­
clamaba ídolo de los jóvenes filólogos. Entonces el único que, en cierto
modo, se le podía comparar era Rohde, con quien había convivido du­
rante algún tiempo. Ahora, en Basilea, emergía de nuevo el modelo, la
unión.

Erwin Rohde, durante algunos años amigo predilecto de Nietzsche,


fue el primero al que, en cálidos colores, le fue expuesta la nueva unión;
fue en aquella carta del 10 de enero de 1869 en la que, al final, Nietzsche
decía haber recibido una noticia que le producía escalofríos, pero, como
medida de precaución y prudencia, ocultaba su contenido. Este le fue co­
municado seis días después.
La carta era en cierto modo una necrológica del plan parisién, de la
persistencia de la asociación, pero por esa misma razón era al mismo
tiempo un canto a la amistad. En primer lugar se descalificaban las «amis­
tades» al uso, «los diminutos y delgados vínculos que unen a seres huma­
nos con seres humanos», que cualquier soplo de viento hace palidecer;
después se invocaba la soledad que se sufre a causa de los caprichos de la
naturaleza, «mediante una mezcla, raramente aplicada, de deseos, talen­
tos y esfuerzos» para contrastar con el «milagro inconcebiblemente ele­
vado» de la amistad. Frente a la amistad así entendida, la feliz vida fami­
liar es descrita como «la sensación en batín»; de esa agradable y relajante
sensación emana lo más cotidiano y más trivial.
«¡Amistades! Hay seres humanos que dudan de su existencia. Sí, es
un bocado selecto que sólo es concedido a unos pocos, a aquellos fatiga­
dos caminantes para los cuales el camino de la vida es un camino a través
del desierto: cuando yacen en la arena, un demonio amigo los consuela,
acaricia sus labios resecos con el néctar divino de la amistad. Pero esos
pocos cantan en las hendiduras y las cuevas, donde, sin ser molestados
por el ruido del mundo, ofrecen a sus dioses bellos himnos a la amistad y
el sumo sacerdote Schopenhauer hace bascular el incensario de su filo­
sofía.»
[2 3 8 ] F RI ED RI CH N I E T Z S C H E

El texto, con su forzada emoción, no es precisamente una pieza maes­


tra, pero denuncia muchas cosas existentes en los pensamientos y los sue­
ños de Nietzsche. Unívoca es su descalificación de la felicidad hogareña,
del orden familiar que ha conocido en casa de los Biedermann, en Basi-
lea. Pero entonces se acumulan las imágenes: el caminante solitario del
desierto es salvado y reconfortado por el amigo, pero de repente el de­
sierto cobra vida y el sitio de los dos amigos es ocupado por la imagen de
la comunidad de padres del desierto, que Nietzsche conocía por la esce­
na final del F au sto II. Rohde era el mejor amigo, pero el panorama futuro
mostraba la comunidad de amigos, la orden, la asociación.
El modelo es meta obligada en los próximos años. Si, por un lado,
Nietzsche y Rohde se comunican mutuamente su nostalgia y se lamentan
de la separación, por otro Nietzsche intenta incansablemente conseguir
un puesto de profesor para Rohde en Basilea o, al menos en Zurich, mien­
tras que los lazos con los otros siguen siendo igualmente fuertes: con Wil-
helm y Gustav, dos de sus primeros amigos, con Deussen y Gersdorff, de
Schulpforta, y con Romundt, de Leipzig. Ciertamente, Mushacke, el ami­
go berlinés, desaparece de la vida y la correspondencia de Nietzsche,
pero cuando, en septiembre de 1871, éste prepara una reunión de amigos
en Leipzig, dice a Gersdorff: «¿Y no podrías llevar a Mushacke a Leip­
zig? Así quedaría cerrado el círculo».

Una extraña carta a Deussen, el amigo que más tiene que aguantar y,
precisamente por eso mismo, insustituible en su papel, proporciona una
visión más profunda del trasfondo psicológico que preside la necesidad
de amistad y de amigos que siente Nietzsche. La carta, del 25 de agosto
de 1869, empieza con melancólicas reflexiones sobre recuerdos que se
desvanecen, sobre la insuficiencia de cartas y fotografías, sobre el presen­
te como condición indispensable para la amistad; «de lo contrario, su si­
tio es ocupado por el culto al recuerdo». Inmediatamente después, la car­
ta dice: «Ahora quiero enumerar los nombres de las personas que, dado
que tú ya no me conoces, han estado más cerca de mí». A continuación
aparece una lista comentada, como las que, con toda seguridad, compo­
nía a menudo para él: en primer lugar, Rohde, «de la mejor y más rara es­
pecie y fiel a mí con conmovedor amor». Después, Romundt, «más joven
que yo y, por ese motivo, más en la posición de un amigo que se esfuerza
en aprender». Evidentemente no falta Ritschl, y tampoco el primer pá­
rroco de Naumburg, Wenkel, que aparece como «muy valiente y muy
prometedor correligionario in n om in e Schopenhauerr. relación de aprecio
mutuo». Un apartado posterior agrupa a «buenos amigos y camaradas
fieles»: Windisch, Volkmann (profesor de Pforta), Zarncke, de Leipzig
(editor de la C en tralb latt ), Schonberg (compañero de mesa en Basilea),
P R O F E S IÓ N [2 3 9 ]

Roscher y Kleinpaul (amigos de la época de Leipzig como Windisch).


Como mujeres que influyeron en él, Nietzsche cita: la señora Ritschl y la
baronesa Cosima von Bülow. Y añade: «Recientemente, bienvenido acer­
camiento de la más cálida y agradable naturaleza a Richard Wagner, de
quien quiero decir: ¡es el más grande genio y el más grande hombre de
nuestro tiempo, decididamente inconmensurable!». Los «nombres más
viejos y respetados» de su época de estudiante no son citados directa­
mente.
Nietzsche continúa su monólogo con una larga lista, pero en cambio
se muestra muy parco en el empleo del título de «amigo» y no muestra in­
terés en hacer amistades. La lista es en cierto modo «una proyección de
nuestro interior hacia fuera, una especie de escala en la que todas las no­
tas de nuestro ser encuentran expresión». Aquí no sólo se muestra arro­
gante ante Deussen y se enorgullece de sus relaciones, como hará hasta las
cartas anteriores a la irrupción de la locura, sino que además desarrolla un
sistema que comprende: el amigo íntimo, el amigo más joven, respetuoso,
y los amigos más viejos, que preparan el camino, los buenos camaradas,
las damas que le inspiran, y Wagner, el genio inconmensurable que no
cabe en ninguna categoría.
Nietzsche odia a los muchos, pero necesita a los pocos; ahí está el equi­
librio. En junio de 1869 en una carta a su madre se lamenta: «Vivo como
en una isla». Evidentemente, se sentiría mucho más contento si Rohde es­
tuviera a su lado: «...pues es molesto tener que procurarse nuevamente un
amigo íntimo y un consejero, como provisión hogareña». Aquí aparece
como provisión hogareña y un año después aparecerá la provisión hogare­
ña, el compañero insustituible e imprescindible de cada día: Friedrich
Overbeck, el amigo más abnegado y fiel que Nietzsche tuvo.
Wagner aparece en lo alto de la lista de amigos, pero como prodigio,
como dios y genio que acoge a un elegido. Nietzsche aún no se atreve,
como hace más tarde Stefan George, a organizar el círculo de amigos, la
«asociación», en torno a su persona. Primeramente, la secta que forma
está integrada por schopenhauereanos, luego Wagner pasa a ser la encar­
nación de Schopenhauer en la tierra, la nueva divinidad para el círculo de
amigos. Todas las cartas que Nietzsche le escribe son homenajes, en las
cuales, a decir verdad, también se percibe que el genio, por su parte, sólo
puede contar con los pocos que le entienden. Así, cuando Wagner le en­
vía su B eethoven responde: «Por eso contemplo el verdadero conoci­
miento de su filosofía musical como una preciada orden, que de momen­
to sólo ha sido concedida a unos pocos».
El p ath o s de la soledad y el deseo de dirigir a la palabra a un alma afín
están tan próximos uno de otro como las intenciones, abiertamente anti­
téticas, de hacer que el círculo de los elegidos siga siendo pequeño y, al
mismo tiempo, ganar para él nuevos miembros, «neófitos» o «prosélitos»,
[2 4 0 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

«¿Cómo soportas tú la soledad?», pregunta a Deussen, que se había pa­


sado al bando de los schopenhauereanos con banderas desplegadas. Y la­
menta: «Tampoco queremos convertir a nadie, pues vemos la sima como
si hubiera sido fijada por la naturaleza». Pero también: «Tú me escribirás
más a menudo, pues te tiene que invadir un anhelo de exponer a alquien
tus nuevas vivencias». Luego, con gesto triunfante, añade: «También a ti
te será difícil encontrar a alguien que haya vivido tantas conversiones y
haya compartido con tanta frecuencia el entusiasmo del neófito». «Ahora
te has convertido en uno de los nuestros», asegura Nietzsche que, incapaz
de reprimirse, añade: «Me atrevería incluso a designarte, en el sentido
más personal, como uno de los míos...».
De la conocida carta del 15 de diciembre de 1870 a Rohde se des­
prende que la idea de fundar una orden y un convento no era en modo al­
guno sólo una divertida fantasía, sino que, apenas un año después de que
Nietzsche fuera llamado a ocupar la cátedra de filología en Basilea, tenía
todos los atributos de una esperanza. El 11 de diciembre, Rohde había
vuelto a proferir las usuales acusaciones contra el «tiempo actual» con
noticias sobre su penosa actividad como P rivatd ozen t y había preguntado
cómo era posible «vivir en la generalidad y ser un hombre puro» cuando
se destruyen los conventos en los que algunas personas habrían podido
levantar una barrera entre ellas y el horrible momento presente.
Así que recibe esta carta, Nietzsche da salida a todos los secretos que
bullen en su interior: todavía algunos años más de universidad, «como
instructivo sufrimiento», y después podrá deshacerse de todo lo que le
impide realizar el «ser verdadero y radical». «Y entonces construimos
una nueva Academia griega...» La referencia no es casual; enlaza con los
planes del maestro de Bayreuth y en ese sentido es una «acción paralela».
De la misma manera que Bayreuth debía romper con la música tal como
se practicaba hasta entonces y pasar a ser un Elíseo musical para elegidos,
la Academia de Nietzsche supondrá un rechazo de la enseñanza tal como
se practicaba hasta entonces, incluida la filología. Los amigos de Wagner
también han construido todo un aparato en torno al proyecto de Bay­
reuth, de modo que la idea de la Academia es algo más que una utopía; es,
de hecho, un plan que hay que tener presente.
¿Cómo es el convento? «Nosotros somos nuestros maestros, nuestros
libros son sólo los anzuelos con los que ganar nuevamente a alguien para
nuestra comunidad artístico-conventual. Vivimos, trabajamos, disfruta­
mos mutuamente; tal vez ésta es la única manera de cómo debemos tra­
bajar para el todo».
Ciertamente la comunidad tendrá pocos miembros, pero tal vez en­
tonces sea posible alcanzar la pequeña isla «en la que ya no tendremos ne­
cesidad de taponarnos los oídos con cera». La isla de los bienaventura­
dos, de los sabios que ya no llevan yugo. Como una fantasmagoría aflora
PROFESIÓN [2 4 1 ]

de nuevo el viejo proyecto que tenía como meta París, bien que «bajo una
forma simbólicamente más ambiciosa». La respuesta de Rohde es tan de­
cepcionante como inteligente lo que dice al «Frater Fridericus», el nuevo
monje que ha firmado la carta en la que expone sus anhelos. A él, Rohde,
le falta la verdadera productividad: como hombre que sólo entiende, pero
no produce, no tiene derecho a buscar refugio en la soledad. «Con gente
como Beethoven, Schopenhauer y Wagner todo es distinto: también con­
tigo, querido amigo.» Él sólo podía alimentar el fuego en silencio. Si qui­
siera enfrentarse abiertamente a la multitud, alguien le preguntaría con
rabia qué ofrecía por su parte a la época.
Su respuesta convirtió en humo el plan de Nietzsche. Pero éste con­
cibió enseguida uno nuevo: el de la cátedra en la Universidad de Basilea
para Rohde. Además escribía incansablemente a los otros, a los que de­
dicaba regalos y atenciones para cultivar la amistad, y organizaba viajes a
Suiza de sus amigos o, al menos, reuniones anuales con ellos. En octubre
de 1871 llegó el momento: los amigos —Rohde, Nietzsche y Von Gers-
dorff— se reunieron en Leipzig y en el banquete celebrado en Naum-
burg el 15 del mismo mes para celebrar el veintisiete cumpleaños de
Nietzsche estuvieron presentes también los viejos camaradas Pinder y
Krug. Entre otros actos se propuso un solemne sacrificio de acción de
gracias a los demonios: «El próximo lunes, a las 10 de la noche, que cada
uno de nosotros levante una copa con vino rojo y vierta la mitad en la no­
che oscura, con las palabras “chairete daimones”, y beba la otra mitad».
«Bendícelo, Samiel», añadió Nietzsche para que pareciera realmente de­
moníaco, seguido de una nueva observación: «En siglos pasados sería­
mos sospechosos de magia». La iniciación se realizó puntualmente: él
fue, con Jacob Burckhardt, el que se adhirió al acto iniciático: dos jarras
de cerveza llenas de generoso vino del Ródano fueron arrojadas a la calle
en plena noche oscura. El recuerdo de viejos amigos de juventud se hizo
tan vivo después de la reunión de Leipzig que Nietzsche volvió a sentar­
se al piano y compuso. A Gustav Krug le escribió y le habló de la espe­
ranza de que «de acuerdo con la vieja costumbre de la «Germania», ce­
lebremos un “sínodo” y lo podamos clausurar con un concierto de
composiciones propias».
Una y otra vez, año tras año, él se esforzaba, a menudo con escaso éxi­
to o con un fracaso en el último momento, en reunir a los amigos. Así, en
1874 cuando escribe a Rohde y le hace una sugerencia adicional: «Que
cada uno de nosotros lleve consigo algo de lo más íntimo que tenga».
También aquí se percibe un eco del modelo «Germania». Y de la misma
manera que la reunión de 1871 trajo consigo la nueva composición R e so ­
n an cias de u n a noche de San S ilv e stre , mezcla de euforia y nostalgia, la de
1874 (que luego no se llevó a cabo) fue preparada con el H im n o a la am is­
tad . La primera vez que se habla de éste es en una carta a Rohde de mayo
[2 4 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

de 1873, en la que Nietzsche dice que Rohde es ahora considerablemen­


te superior a él como filólogo, «pero, en cambio, no puedes escribir un
himno a la amistad...». Además comunica a su amigo que ya tiene el pri­
mer verso y la métrica. El verso dice: «¡ Amigos, amigos, manteneos muy
unidos!». «¡Invitación a todos mis amigos a que escriban un verso o dos
sobre el tema!»
La carta a Rohde fue escrita cuando se tenía que hacer la inscripción
para el semestre de verano de 1874; en ella no aparece ningún estudiante,
Se comprende por qué ahora los amigos han de mantenerse unidos. La
agrupación literaria se va a convertir en una comunidad defensiva y ofen­
siva. Un año después, Nietzsche informa a Rohde que en las seis últimas
semanas ha terminado el himno y lo ha transferido al papel para su inter­
pretación a cuatro manos. «Este canto es interpretado para todos noso­
tros y suena como valiente e íntimo; creo que vamos a mantener ese esta­
do de ánimo una buena temporada en el mundo». Todavía en diciembre
de 1874 el himno es reelaborado, para dos manos; tenían que ser manos
grandes, un canto a la amistad para uno solo.
Es la última composición de Nietzsche pensada como obsequio a los
amigos y como «himno a la asociación». Ocho años después, en 1882, re­
aparece en la P le garia a la v id a , poema de Lou Salomé al que se pone mú­
sica gracias al motivo de la amistad. Ahora también se trata de un himno,
pero ya no hay una asociación que lo cante o lo toque al piano. Curt Paul
Janz, el mejor conocedor de la música de Nietzsche, ha observado que la
mayoría de composiciones concebidas para su interpretación al piano, a
cuatro manos, durante los años setenta responden al lema de la amistad,
a pesar de lo cual «la música cae en lo patético como sus cartas a los ami­
gos, mientras que las fantasías se vuelven amorfas, incluso deformes.
Nietzsche fracasa en las composiciones a la amistad, a pesar de que con­
tienen partes sorprendentemente buenas, exactamente igual que en las
amistades propiamente dichas, que también tienen inusitadas cimas».
A decir verdad, en el himno de 1874 se alude no tanto a las vacilantes
amistades de Nietzsche cuanto a la asociación formada por los amigos.
Con la conversión en la P legaria a la vida se acentúa el carácter de culto.
Esto explica a su vez que ninguna de las amistades de Nietzsche sea, con
todas sus consecuencias, una unión de destinos, de corazones y de vidas.
En estas relaciones los amigos ponen mucha simpatía, ayuda y abnegación,
pero en todos ellos —incluidos Rohde, Overbeck y Gersdorff— hay una
oculta reserva, una distancia que en última instancia no es posible vencer.
La asociación con la que Nietzsche sueña ni siquiera llega a formarse.

Sobre cada uno de los amigos, al igual que sobre cada amistad, se po­
dría escribir un libro, pues si aquéllos eran muy diferentes, ésta conoció
PROFESIÓN [2 4 3 ]

muchos altibajos. Ante nosotros aparecen nítidamente los más importan­


tes y también los que más éxito tuvieron: Rohde, Deussen y Overbeck.
Mientras que sobre el fiel Gersdorff sabemos demasiado poco, las imáge­
nes del soñador Romundt y el melómano Krug son difusas.
En el período anterior al cambio de siglo, en el que se sitúan, además
de la soledad de Nietzsche, su fin y su incipiente fama, Rohde se erigió en
un gran intelectual: su G riech isch er R om án [N o vela g rie g a], de 1876, y su
Psyche, libro de 1893 sobre el culto a las almas y la fe en la inmortalidad
entre los griegos, han quedado como obras clásicas, aunque algunas ideas
contenidas en ellos han sido superadas por nuevos progresos científicos.
Ante el dilema entre una filología momificada y el impulso de conocer
plenamente tangible, que divide a su amigo Nietzsche, Rohde tomó una
tercera vía: se concentró de nuevo en lo filológico, subrayó lo marginal,
trabajó en descubrimientos y cosechó grandes éxitos. Nietzsche había ex­
presado, con derecho, la duda de si realmente él había nacido para ser fi­
lólogo. En Rohde podía ver qué distinguía a un gran investigador de la
antigüedad, de la misma manera que en Burckhardt había descubierto
qué era un gran historiador. Los dos tenían en común peculiaridades de
carácter, de temperamento, de mentalidad. Sin embargo, Rohde había na­
cido en un hogar «distinguido» perteneciente a la alta burguesía. Era
hamburgués, hanseático, su padre médico, la familia acaudalada; su her­
mano y sus cuñados eran ingenieros y comerciantes en Hungría, España
y México. Nietzsche declinó todas las invitaciones de Rohde a visitar
Hamburgo, incluso cuando su amistad con Wagner le habría brindado
excelentes oportunidades. Aquello era gran mundo, y en él Nietzsche se
habría sentido incómodo.
El joven Rohde, un niño difícil, fue ingresado en un internado severo,
pero siguió siendo rebelde, solitario, brusco. Un agraciado jovencito de
tez morena, alto y de cabeza pequeña, de aspecto simpático, no hacía nin­
gún esfuerzo para ser amable, litigaba constantemente, no cedía en sus
opiniones, enojaba a Ritschl, pues discutía desconsideradamente con él
en el seminario, «como si Ritschl fuera un estudiante más». Incluso cuan­
do ya llevaba muchos años como profesor, a veces se apoderaba de él,
además de una sarcástica prepotencia, el espíritu de contradicción. La
respetuosa biografía que O. Crusius ha dedicado a su colega Rohde dice
pocas cosas sobre el particular. En cambio, un colega de Tübingen que se
sintió perjudicado por el nombramiento de Rohde, escribió un malicioso
libelo. En él se decía que Rohde había dado una reprimenda a un joven
docente por decir que el Neckar era llamativamente verde, en vez de ama­
rillento como el agua sucia. Según él, Rohde era «muy distinguido, muy
negativo, muy inmaduro, muy mal educado».
Rohde sufría efectivamente frecuentes accesos de mal humor; su des­
confianza de las fuerzas propias y su timidez eran interpretadas como
[2 4 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

arrogancia. Aunque hoy nos parezca extraño, él veía en Nietzsche la na­


turaleza organizada más feliz, y una confesión como la siguiente no es en
modo alguno única: «...pues eres valiente y esperanzadamente activo, y
eres impulsado por el espíritu de la música, que vive en ti. Yo estoy hun­
dido en el polvo y vivo en una falta de coraje realmente degradante a lo
largo de todos los días y todas las miserables situaciones a través de las
cuales nos arrastra la vida». Dice que a menudo, de noche, le invade un
desaliento de pesadilla que le lleva a pensar que está en el desierto, «en
una existencia que, por insegura, hace que todo recurso serio a una espe­
ranza, a un proyecto de vida, parezca un desatino». El se da cuenta de que
son delirios, «y, no obstante, miles de pequeñas y pequeñísimas cosas se
pueden amalgamar, para alguien nacido bajo una estrella desventurada,
en tal ovillo mágico de adversidades que se conviertan para él, si es tan
susceptible como yo, en interminable tormento e impedimento, de la mis­
ma manera que una pequeña decepción puede convertirse en símbolo de
toda una vida fracasada» (10 de mayo de 1874). Nietzsche no sólo escri­
bió el alentador H im n o a la am istad sino que además animó al amigo aba­
tido: «¡Buena salud y nada de nervios! Créeme». Ciertamente, él no era el
más indicado para dar tales consejos.
Las tribulaciones de Rohde se debían, entre otras razones, a sus difi­
cultades para triunfar en la universidad. Pero no debemos imaginarnos en
modo alguno al melancólico jovencíto concentrado en la novela griega
como un sedentario. Las románticas ideas de felicidad contrarrestaban su
melancolía igualmente romántica. Si Nietzsche se limitaba a cumplir con
sus compromisos en los bailes, Rohde era un solicitado bailarín. A Nietzs­
che le había escrito que se pasearía por París con triunfal paso de baile, y
si no tenía dinero, daría clases: de baile, de griego ¡y de beber cerveza! En
Italia había intervenido en una taran tetta junto a unas bellas muchachas y
con sus marcados movimientos había producido la impresión de un tem­
peramental italiano. Rohde no sólo escribía sobre la novela de amor, sino
que además vivió una que terminó trágicamente. El danzante dionisíaco
de Nietzsche, figura imaginaria de sus últimos años, estaba ejemplificada
en el vivaz Rohde, que aprendió italiano con asombrosa rapidez, podía
imitar ingeniosamente a sajones y suabos y representaba el papel del nos­
tálgico Arlequín en una compañía de aficionados. En definitiva, Rohde
era también un genio de la ociosidad, del italiano dolce f a r n ien te, y antes
de que el idilio de Tribschen los separara, las semanas de verano en Leip­
zig, en las que Nietzsche paseó, dialogó y soñó con Rohde, fueron su re­
cuerdo más feliz. Artista, soñador, intelectual, diligente corrector de los
escritos de Nietzsche, inteligente asesor en cuestiones de estilo, Rohde
habría formado sin la menor duda un magnífico tándem con Nietzsche.
Pero en este Rohde se escondía a la vez un alma completamente dis­
tinta: mientras que Nietzsche había rechazado el trabajo prolijo y oscuro,
PROFESIÓN [2 4 5 ]

Rohde hizo sorprendentes hallazgos en las bibliotecas. Mientras que


Nietzsche buscaba la manera de dejar su puesto de profesor, Rohde lu­
chaba por conseguir un nombramiento. Mientras que Nietzsche intenta
convertir el culto a la amistad en una comunidad combativa, Rohde se re­
signa. Ciertamente Rohde prestó a Nietzsche el inmenso favor de defen­
der E l n acim iento d e la traged ia frente al libelo de Wilamowitz, pero eso
fue lo máximo que pudo hacer, y lo tuvo que pagar y lamentar amarga­
mente durante mucho tiempo. Pero no podía ni quería malograr definiti­
vamente su carrera. En Kiel emprendió el honroso camino de los nom­
bramientos que le llevó ajen a y Heidelberg, y en 1876, a los treinta y un
años de edad, se casó con la hija del abogado de Rostock Fromm, una
«pequeña, rubia muchachita de dieciséis años» que evidentemente res­
pondía al modelo femenino por el que los dos amigos habían suspirado
en Leipizg. A la postre, el distinguido hamburgués se convirtió en un pro­
fesor muy burgués, hombre notable que en su correspondencia con
Overbeck hablaba de Nietzsche como de un enfermo al que había que
ayudar, un «moderado» que se acercaba de nuevo a la religión, ensalzaba
la monarquía, admiraba a Bismarck y consideraba la abnegación de Liszt
frente a Wagner «infinitamente más noble» que los ataques de Nietzsche.
La amistad continuaba, penosamente, entre el distanciamiento y la re­
conciliación. Como gran vivencia ya había terminado. En 1876 Rohde,
hablando consigo mismo, anotó para él: «Piensa en los dorados jardines
de la felicidad en los que viviste mientras, en la primavera de 1870,
Nietzsche tocaba para ti el fragmento de L o s m aestros can to res : “Lumi­
nosidad matutina”. Aquellas fueron las mejores horas de toda mi vida».

A un tipo humano completamente distinto pertenecía Cari von Gers-


dorff, caballero de la Cruz de Hierro, oficial, jurista y, por último, pose­
sor del mayorazgo de Ostrichen, provincia de Silesia, aristocrático amigo
de Nietzsche. La relación se remontaba a la época escolar y se basaba en
la común afición a la música y, tal vez, en una análoga tendencia homoe-
rótica a compañeros más jóvenes, o en la comprensión que para ella mos­
traba Nietzsche.
Gersdorff, hombre apuesto que de acuerdo con el modelo del prínci­
pe heredero lucía una barba cerrada muy del agrado de los militares, era
un prusiano de corazón bondadoso y sensible. Se le encomendó: la cone­
xión decisiva, los estudios de derecho; las habladurías del casino de los
oficiales le repugnaban. Le habría gustado estudiar literatura, practicar la
filosofía y la música y cultivar las amistades, como la que tuvo con el jo­
ven artista Otto, «espigado y bellísimo», pero una y otra vez la obligación,
a la que como buen prusiano y aristócrata orgulloso de su familia siempre
se sometía, malogró sus proyectos.
[2 4 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Nietzsche, con quien coincidió de nuevo en Leipzig, encarnaba para


él su auténtico yo. Le había llevado hasta Schopenhauer, y Gersdorff, con
sincero entusiasmo, pudo escribir a su amigo que ciertamente había visto
la llamada luz del mundo el 26 de diciembre, pero que el día de su verda­
dero nacimiento había sido aquel «en el que nos encontramos en Pforta».
Por lo demás, el bautizo había tenido lugar en el instante en el que Nietzs­
che le recomendó la obra capital de Schopenhauer en la tienda del libre­
ro de viejo Rohn.
Gersdorff era una persona que, cuando le gustaba algo, lo hacía con­
cienzudamente. Convertido por Nietzsche, se hizo un schopenhauereano
ferviente que llevó la negación ascético-budista de la voluntad hasta el ve­
getarianismo. Era un espíritu más bien lento, pero estudiaba a fondo y
asimilaba aquello en lo que había decidido creer. Así, se hizo miembro de
aquella comunidad schopenhauereana más bien tosca, dada a la bebida,
que se reunía en la finca de su fundador, Wiesecke. En cualquier caso,
una carta «vegetariana» de Gersdorff consiguió que Nietzsche renuncia­
ra a comer carne. Pero Nietzsche se encontró pronto con profetas a la iz­
quierda y profetas a la derecha: Wagner le mostraba «no sin la más calu­
rosa participación de su ánimo y con la más poderosa llamada», si se
quiere con duros reproches, «las contradicciones internas de aquella teo­
ría y práctica». La cocina vegetariana pertenecía a utopías optimistas
como «socialismo» e incineración. La cruel diosa naturaleza había im­
puesto, lamentablemente, «con fortísimo instinto» a los pueblos del nor­
te algo tan espantoso como es el consumo de carne. Uno de los amigos
de Wagner había sido víctima del experimento vegetariano, y al propio
Wagner le habría ocurrido algo similar si no hubiera cambiado de idea.
En personas muy fuertes y físicamente activas era posible el vegetarianis­
mo puro, mas no en aquellas que trabajan con la mente y poseen una «in­
tensa emotividad». «La otra manera de vivir queda para los panaderos y
campesinos que no son otra cosa que máquinas de digerir». Esto es lo que
comunica a Gersdorff Nietzsche, que ya había tenido su primera disputa
con Wagner por estas cuestiones. No obstante, para mostrar su buena vo­
luntad a Gersdorff respetará el vegetarianismo hasta que éste mismo le li­
bere de él.
En esta promesa concurría asimismo la idea de la orden. Pero Wagner
no estaba para promesas, sino que en cada momento adaptaba las obliga­
ciones a sus necesidades. Gersdorff, por su parte, insistía en el vegetaria­
nismo, que le había proporcionado un mayor bienestar y le había libera­
do de los dolores hemorroidales. Posiblemente la situación era distinta en
personas con sangre ardiente, en genios y grandes talentos, entre los cua­
les ahora ya incluye a su amigo. Así, éste obtenía un rango especial para
que pudiera disfrutar de un asado.
De la misma manera que Gersdorff convirtió a Nietzsche al vegetaría-
PROFESIÓN [2 4 7 ]

nismo, al menos por una temporada, Nietzsche convirtió a Gersdorff en


seguidor de Wagner durante largo tiempo. En agosto de 1869 empezó la
acción propagandística. Nietzsche escribe que ha encontrado al hombre
que encarna plenamente la figura schopenhauereana del genio y, además,
está plenamente impregnado de su «filosofía singularmente íntima». «En
él reina un tan incondicional idealismo, una tan profunda y conmovedo­
ra humanidad, una tan elevada gravedad, que en su proximidad me sien­
to como en la proximidad de lo divino». La admiración de Nietzsche, to­
davía intacta en la primavera y primeros días de la nueva amistad, se
convirtió en el sentimiento de nobleza adecuado a un hombre tan leal
como Gersdorff.
Éste reaccionó pronto: «Todavía estoy empezando a leer el libro de
Wagner [O pera y dram a]', a duras penas he llegado al final de la primera
parte, y ya estoy impregnado de la verdad de sus pensamientos y admiro
ambas cosas, el rico contenido y la magnífica forma. Ya he empezado tres
veces desde el principio, para captar una y otra vez los conceptos funda­
mentales...». Así de concienzudo era Gersdorff. Pero, además, necesitaba
la filosofía de Schopenhauer: uno de sus dos hermanos mayores había
muerto a consecuencia de las heridas sufridas en la batalla de Kóniggrátz;
el otro fue internado en un manicomio porque el «deber y no poder» ha­
bía perturbado su mente; la máxima prusiana había sido inculcada a una
naturaleza demasiado débil. Ahora, el joven Cari tenía que asumir las
obligaciones del prohombre prusiano, estudiar agricultura, prepararse
para la carrera política que su abuelo como ministro de Estado en Wei-
mar y su padre como miembro de la Cámara Alta le habían marcado.
Sin quererlo, incluso en contra de su voluntad, Gersdorff —primo del
conde Beust y cuñado del conde Rothkirch— se convirtió en una perso­
nalidad importante, miembro de la casta señorial. Los Wagner, con su in­
falible instinto para influir e incidir, le incorporaron a su círculo. Pasó a
ser no sólo un amigo de la familia como Nietzsche, sino además una es­
pecie de administrador berlinés, para lo que le hacía especialmente idó­
neo su «destacada y seria personalidad de alemán del norte» (Cosima en
su diario íntimo). Como prusiano convencido y riguroso conservador,
Gersdorff estaba plenamente en la línea de los Wagner y podía aportar su
propio antisemitismo al de éstos, por ejemplo cuando comentaba que,
después de oír la música de Mendelssohn, comprendió toda la superficia­
lidad de la música judía. Nietzsche, por su parte, se identificaba con la
personalidad prusiana y guerrera de Gersdorff; cuando empleaba expre­
siones como, por ejemplo, «esa trivialidad franco-judaica» que se extien­
de por doquier, pensaba en su patriótico interlocutor.
Gersdorff estaba chapado a la antigua, lo que ciertamente no daba
alas a su mente, pero le hacía absolutamente leal. Según el juicio de Cosi­
ma «estaba libre de toda vanidad, era íntegro, sincero y serio», y a Nietzs-
[2 4 8 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

che no sólo le ofreció fidelidad sino también un compañerismo nunca


desmentido; así, en una ocasión cargó con su amigo, que se había dislo­
cado un pie durante una excursión hasta un glaciar, por rocas y peñascos
hasta el valle y en otra renunció a sus vacaciones para escribir lo que éste,
ya medio ciego, le pedía. A Nietzsche le impresionó profundamente que
Gersdorff copiara íntegramente las C on sid eracion es in actu ales para pro­
pio uso. Era sin duda el oficial adecuado para la comunidad combativa
que proyectaba.
Si alguien merecía el título de «viejo buen amigo» ése era Gersdorff.
En abril de 1875 Nietzsche escribió: «Resulta tan sorprendente lo bien
que nos llevamos que cada vez que pienso en ello me produce admiración
y un sentimiento de gratitud. Creo realmente que no nos podemos enfa­
dar uno con otro; nos hemos acostumbrado a la más hermosa confianza
mutua, de modo que ha sido eliminado de nuestro trato todo lo rastrero,
lo triste, lo hiriente, quiere decirse, las ratas que, en otros casos, acostum­
bran a corroer las mejores amistades». Esto no era retórica. El que lee
atentamente las cartas de Nietzsche descubre que algunas de las más pro­
fundas visiones de los rincones oscuros de su alma se encuentran precisa­
mente en las que escribió a Gersdorff. Como siempre, y concretamente
como había ocurrido con Rohde, Overbeck y Deussen, la amistad se res­
quebrajó y se rompió con el amor.
En 1871, Gersdorff, que ha participado en la campaña de Francia
como oficial, informa de una amistad masculina de la misma manera que
antes ya había hablado a Nietzsche de su interés por un agraciado com­
pañero de estudios. Era la situación ideal por excelencia: «Cuando
— durante la celebración de la victoria— se llegó al estadio de las copas
rotas, de los abrazos, de los juramentos, de las caídas bajo las mesas, de
los bailes de cancán, seguí a un alférez de los gastadores de la guardia
que, con toda seguridad bastante bebido, cuando no demasiado, se diri­
gía a casa». La cara del alférez atrajo a Gersdorff «como con fuerza mag­
nética». Tenía diecinueve años, era hijo de un artista muniqués, le entu­
siasmaban la música y la pintura, en especial Wagner, y con toda
seguridad que se podría hacer de él un seguidor de Schopenhauer. La
carta terminaba con estas palabras: «H e perdido la tranquilidad, tengo el
corazón oprimido». Si Nietzsche tuvo alguna vez veleidades análogas, no
las dejó traslucir ni siquiera con una palabra, tampoco en su trato con
Gersdorff.
Nietzsche no abordó con nadie el espinoso problema del matrimonio
de manera tan abierta y persistente como con Gersdorff, que por su con­
dición de señor del mayorazgo de Ostrichen tenía que hacer frente a
preocupaciones análogas. El 26 de diciembre de 1873 escribió a Gers­
dorff: «Hoy, a primera hora de la tarde, he dado un paseo con Wilhelm
Pinder y su novia, y he sentido toda la amable ironía que este estado do­
PROFESIÓN [2 4 9 ]

blemente beligerante tiene que provocar en cualquiera de nosotros (que


depende de la idea): sin que podamos eludir para siempre ese estado». La
carta termina diciendo: «N o es verdad, estamos unidos y vamos a seguir
siéndonos fieles, aunque entre nosotros haya cientos de kilómetros o tam­
bién mujeres». La situación era seria: Krug y Pinder se casaron, Overbeck
se había prometido, los Wagner reflexionaban sobre cómo emparejar a
Nietzsche. Nietzsche confesó a Rohde que hasta entonces la amistad ha­
bía sido para él la única manera de influir por encima del individuo, pero
«a veces también tenemos que asumir nuestra otra responsabilidad y te­
ner una prole sana, equiparable en cuerpo y alma». Esto era teoría griega:
amistad para el alma y mujeres para tener hijos.
Wagner, que seguía siendo el gran maestro, sabía, o creía saber, lo que
había que hacer con esas amistades. En la Navidad de 1874 escribió a
Nietzsche exponiéndole su preocupación: «Entre otras cosas comprobé
que en mi vida nunca tuve un trato masculino como el que usted tiene en
Basilea en las horas de la noche; pero si todos ustedes son hipocondría­
cos, entonces ciertamente no merece la pena. Sin embargo parece que a
los señores jóvenes les faltan mujeres: esto significa por cierto, como de­
cía en otro tiempo mi viejo amigo Sulzer, ¿de dónde coger sin robar? No
obstante, en caso de necesidad también se podría robar. Yo quería decir,
usted se tendría que casar o componer una ópera; lo uno le ayudaría tan­
to como lo otro. Pero personalmente considero mejor casarse». Justa­
mente en esta carta se dice no sin cruel alusión: «¡Por Dios, cásese usted
con una mujer rica! ¡No entiendo por qué sólo Gersdorff tiene que ser
precisamente un hombre!».
A Wagner, dotado de excelente olfato para tales cosas, no le escapó la
simpatía que unía a Nietzsche justamente con Gersdorff. Éste estaba en
camino de conseguir un buen partido, y Nietzsche le aconsejó de cora­
zón, aunque no totalmente sin ocultas esperanzas de sacar algún prove­
cho de ello: «Más adelante, cuando hayas fundado tu hogar, seguro y bien
estudiado, podrás contar conmigo como huésped de vacaciones más bien
largas; a menudo me alivia imaginar tu vida posterior y pienso que un día
puedo serte útil en tus hijos». La finca tranquila y el jardincito cuidado
con las propias manos, junto con la educación como tarea en un reduci­
dísimo círculo y con retoños selectísimos, era la nueva concepción de la
comunidad que vislumbraba en sus sueños.
Gersdorff siguió siendo el amigo más fiel, aunque el tiempo pasaba y
las cosas empeoraban. En cuanto al matrimonio, Nietzsche no sólo invir­
tió los términos, sino que además en la primavera de 1876 le escribió di-
ciéndole que debía olvidar lo que le había dicho con anterioridad sobre
su boda. «¡A ningún precio un matrimonio convencional! (Como son to­
dos los que hasta ahora me han sido citados por ti y te han sido propues­
tos a ti por otros.) ¡No queremos que en este punto sufra la pureza de ca­
[2 5 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

rácter. Diez mil veces mejor quedarse solo para siempre, ésta es mi solu­
ción en el tema».

Si en el círculo de amigos de Nietzsche Rohde era el patricio, Gers-


dorff el barón, el viejo compañero de escuela Paul Deussen representaba
al plebeyo, el activo luchador de baja condición social. Ciertamente
Deussen era hijo de párroco como Nietzsche, pero procedía de una aldea,
era un campesino, una persona tosca, falta de los modales que la viuda del
pastor de Naumburg había inculcado al pequeño Friedrich Wilhelm. En
Schulpforta, Deussen había luchado con Nietzsche por el primer puesto:
era mejor que éste en latín y griego, pero Nietzsche le aventajaba en re­
dacción (lengua alemana). Deussen se levantaba a las 5 de la mañana para
estudiar italiano y era tenido por un «empollón». Los dos «intelectuales»
se unían para hacer frente a la clase, pero Deussen era atacado a veces,
cuando se apoderaba de él cierto espíritu de camarilla. Ya entonces su
destino era seguir el paso que otro le marcaba.
«Una naturaleza plebeya», así se definió a sí mismo Deussen en una
carta a Nietzsche, el cual consideraba que su tarea consistía en hacer de
inspector y amonestar a su aplicado y modesto compañero, cada vez que
éste se ponía un poco insolente, para que volviera a ocupar su sitio. Deus­
sen honraba al espíritu superior con cartas en las que mostraba toda su
fiebre de aprender, sus más atrevidos ensayos estilísticos y su pasión de
escolar, le seguía a todas partes y, no obstante, en recompensa por esa fi­
delidad recibía cada vez una reprimenda.
Como Nietzsche, Deussen se había pasado de la teología a la filolo­
gía, y ahora Nietzsche se daba prisa en hacer que aborreciera la Filología.
Como Nietzsche, Deussen se había dejado atrapar por la doctrina de
Schopenhauer, y ahora Nietzsche le daba a entender que lo importante
no era la filosofía de Schopenhauer sino su modelo de vida. En recuerdo
de la época de Leipzig y las historias de bellas actrices que Nietzsche con­
taba, Deussen, profesor de segunda enseñanza en Minden, se consolaba
con la compañía de un grupo de teatro, y ahora Nietzsche le explicaba
que el más serio de los hombres de esos círculos era explotado y ridiculi­
zado. «Esa mentalidad es para mí fatal». Deussen incluso alquiló un pia­
no, como «dulce compañera de la soledad», y en él tocaba las más fáciles
sonatas de Mozart y Haydn («pero me resultan aún difíciles»), empeño
:onmovedor de no perder el paso y de permanecer estrechamente unido,
lunque no estuviera a la misma altura. En las cartas habla de sí mismo y
:e disculpa por ello, «pero no lo percibirás mal, siempre que seas lo que
:res, mi amigo. El nombre [de amigo] tiene más peso a medida que uno
■ nvejece. ¿Hasta cuándo podrás soportarlo?».
La conciencia que Nietzsche tenía de su majestad —germen de lo que
PROFESIÓN [2 5 1 ]

en la década de los ochenta se convirtió en el «delirio de grandeza»— le


llevaba a aceptar de buen grado los homenajes y sólo ocasionalmente pro­
testaba del prolijo estilo de Deussen. Así, en una enumeración de lo que
Nietzsche significaba para él se puede leer: «Como tercero y más elevado
tengo que decir que me has predicado el único evangelio que da la felici­
dad, el Mesías de los siglos venideros, Schopenhauer el «resucitado». Los
meses que he pasado con él me han dado lo más venturoso que me ha sido
concedido aquí, en este eón» (8 de enero de 1870). Nietzsche contestó
amistosamente, saludando y deseando suerte al nuevo miembro de la co­
munidad. Y Deussen se veía ya transportado a esferas superiores, no
ya como criado al que Fausto confía sus conocimientos y confesiones,
sino como espíritu equiparable que vuela a gran altura. Flabía olvidado
por completo que Nietzsche le había humillado y ofendido cuando con­
sideró que no le felicitaba con el debido respeto por su nombramiento
como profesor de la Universidad de Basilea. Y ahora le comunicaba:
«Tus cartas me dicen lo que quieres, sobre todo la última. ¿Y yo? ¡De
veras! Aunque a menudo sufro equivocaciones, a menudo me invade un
espíritu en aras del cual podría sacrificar jubilosamente y sin temblar toda
mi existencia a un fin grande y digno, y me gustaría hacer de ese senti­
miento el tono de la sonata de mi existencia. También esto es en verdad la
profunda, santa gravedad dispuesta a sacrificarse plenamente por una
causa; llega hasta la última raíz de la individualidad; no puede penetrar
más hondo; es grande, de acuerdo con la profundidad que les ha sido
concedida a esas raíces por la naturaleza. Mientras tanto, aquel que lo
consigue merece el nombre de vencedor del mundo y negador del mun­
do, sólo él es digno de llamarse discípulo del maestro, el cual también es­
taba lleno de este espíritu, y por ese espíritu de Schopenhauer, aunque no
por cada una de sus letras, juro yo reconfortado; en él quiero vivir y mo­
rir. Desearía decir todavía muchas cosas, pero antes tengo que saber si
nos entendemos plenamente. Tú estás solo, yo también. Tú eres incom­
prendido, yo también. ¡Enhorabuena a nosotros! Tú has sido mucho
para mí, espero que venga el tiempo en el que yo sea algo para ti. Has
oído mi profesión de fe. Ahora sabes que te seré fiel hasta la muerte. ¡Sí!
Hasta la muerte».
Esto era un pésimo lenguaje de teólogo y un pésimo sermón, uno y
otro transferidos de Jesucristo a Schopenhauer. A Nietzsche el tono de­
bió de contrariarle tanto más cuanto que, con referencia a la venida del
nuevo Mesías, a él le era asignado meramente el papel de Juan Bautista y
Deussen aparecía a su lado como uno de los discípulos.
Esta vez Nietzsche no contestó. Pero cuando Deussen volvió a escri­
bir, le reprendió de manera discreta utilizando para ello la pregunta:
«Cuando nos volvamos a encontrar, ¿cómo será? ¿Nos entendemos toda­
vía? Acaso empezamos a entendernos ahora. ¡Quién sabe!». Tampoco el
[2 5 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

«mágico nombre» de Schopenhauer basta para poner en marcha la co­


munidad; «se trata de ser uno solo o, al menos, de estar de acuerdo». Por
lo tanto, el neófito no era rechazado, pero era relegado a un rincón.
Nietzsche lo hizo con un aforismo equiparable a las posteriores formula­
ciones de H um ano, d em asiad o humano-. «Creemos ensanchamos con la
incorporación de un gran genio. En realidad, empequeñecemos al genio
para que pueda entrar en nosotros». Deussen lo comprendió y guardó si­
lencio. Finalmente, el 22 de febrero de 1871, siguiente cumpleaños de
Schopenhauer, mostró espíritu de penitente: «El único de todos los seres
humanos ante el que he tenido la impresión inconfundible, innegable, de
superioridad eres tú». Sí, se ha adornado con plumas ajenas. «Me toca
abandonar el palacio ajeno en el que tan lujosamente viví y construirme
¡ay! una cabaña con medios propios». Al amigo no se le puede sobornar
con oropeles ajenos. «Esto es lo que en la actualidad me hace tan duro
aparecer ante ti.» Y luego con voz enérgica: «Todo cambiará». Un vasallo
que prometía futuras gestas a su rey.
La imagen fija de Deussen mostraba: odio-amistad, modestia y orgu­
llo ante el trono de los poderosos, espíritu de emulación y celo, mimetis­
mo y espíritu de superación. Y, así, la reacción de Nietzsche fue: exacta vi­
sión de la debilidad de Deussen, pero también recuerdo de los antiguos
servicios y esperanza de fidelidad, rechazo y acercamiento, no acceso al
círculo más íntimo, pero al mismo tiempo una pregunta no meramente
retórica: «¿N o quieres visitarme alguna vez?».
Nietzsche intervino de nuevo como bienhechor en la vida de Deussen
al proporcionarle, con ayuda de Overbeck, un ventajoso puesto de profe­
sor particular en una familia rusa y ofrecerle así la posibilidad de prepa­
rarse como P rivatd ozen t para el ingreso en la universidad como profesor.
En relación con esta empresa, Deussen viajó a Suiza para presentarse a la
familia, pero entonces Deussen cometió su último pecado. Después de
comunicar que estaría en Basilea en la noche del 23 de octubre de 1871,
fue al piso de Nietzsche pero sólo encontró a Overbeck. Aquella noche
Nietzsche estaba con Jacob Burckhardt, lo que ya era un detalle signifi­
cativo y no volvió hasta las once. Cuando llegó estaba, según Deussen,
«en un estado de ánimo exaltado, encendido, elástico, arrogante como un
león joven». Los dos amigos estuvieron caminando por las callejuelas de
Basilea hasta las dos de la noche, Nietzsche le presionó para que se que­
dara y le sugirió que pusiera un telegrama diciendo que prolongaba sus
vacaciones, pero Deussen, siempre dispuesto a sacrificar su vida por algo
superior, tenía miedo de que se enojaran sus superiores del centro docen­
te donde enseñaba y partió al día siguiente muy temprano. La extensa
carta que Nietzsche le escribió inmediatamente estaba plagada de repro­
ches y afectó a Deussen hasta el punto de que durante un año no consi­
guió trabajar en calma. Deussen, que en general no tenía reparos en dar a
PROFESIÓN [2 5 3 ]

conocer los sermones de Nietzsche, ocultó esta carta a la posteridad. Pero


en abril de 1872 no pudo mantener por más tiempo el silencio y hoy sa­
bemos por esta nueva carta de justificación lo que Nietzsche le había re­
prochado sobre todo: la falta de modales. Deussen seguía siendo, pues,
un campesino, un bárbaro.
Pero ahora se atrevió a protestar: «Así no se trata a un amigo; así se
habla a un lum pen al que se desprecia. Gracias por todo». Pero, inmedia­
tamente después de desafiar a Nietzsche, el bueno de Deussen volvió: «Y
ahora, amigo mío, decídete bien a tratarme humanamente o... no lo quie­
ro pensar ni pronunciar». A un soberano no se le amenaza. En lo que se
refería a la falta de modales, Deussen tenía buenas bazas en las manos: los
contactos con la familia rusa no habían fracasado en modo alguno por su
falta de modales, como Nietzsche había supuesto, sino que se habían de­
sarrollado a pedir de boca, y si había que hablar de modales, debía saber
que él, Deussen, se movía en los mejores ambientes y estaba bien consi­
derado... No obstante, esto había que perdonárselo al poderoso amigo,
que sólo trataba con genios.
Al final, el homenaje de sumisión y el reconocimiento de la distancia:
«Y entonces es, no obstante, algo delicioso, rodeado de un mundo de su­
perstición e imbecilidad, a solas con los griegos y con Schopenhauer en la
mano, seguir los hechos de quienes, al igual que las altas montañas a las
que primero alcanzan los rayos del sol del futuro, los valles sumidos en la
sombra y la oscuridad mortal, anuncian el día que se acerca. Y algo así he
sentido con tu obra», La pasión era incontenible, la poesía fluía de la plu­
ma de Deussen así que se ponía a escribir. Como se había sometido, le lle­
gó el perdón: «Debes ser cordial y bondadosamente recibido y de aquí te
llevarás muchas cosas que nunca harán el camino de una carta».
Deussen llegó y encontró a Nietzsche con su hermana y unos amigos.
Nietzsche lió un cigarrillo para Deussen y, tras oír que éste se lamentaba
del creciente militarismo teutón, comentó que el alemán como soldado
era todavía lo más soportable. Deussen regresó satisfecho a Alemania.
Entonces, así que participó en la high Ufe de los círculos selectos, empezó
su carrera. Se especializó en dos cosas: en sánscrito y en Schopenhauer,
combinó el profesor particular con el P rivatd ozen t y disertó primero en
Ginebra, después en el Polytechnikum de Aquisgrán, ante trescientas
personas —estudiantes, profesores, damas y caballeros de la ciudad— so­
bre la filosofía de Schopenhauer. Pagó de su bolsillo la impresión del tex­
to resumido de la conferencia, que llevaba como título E lem en te d er M e-
taphysik [E lem en to s de la m etafísica] , calculando que cada línea le había
costado 15 pfennigs.
Deussen declaró patéticamente que con esta postura a favor de Scho­
penhauer había barrido toda posibilidad de volverse atrás. Ciertamente
se ganó una colérica serie de artículos en el reaccionario rotativo Echo der
[2 5 4 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

G egen w art, amén de una interpelación en la Dieta Prusiana y una reco­


mendación del ministerio de Instrucción Pública de que en lo sucesivo no
extendiera la filosofía hasta Platón (por atrás) y hasta Kant (por delante).
Pero al mismo tiempo el incendiario Deussen fue tan astuto que envió un
ejemplar de lujo de sus E lem en tos al príncipe heredero y dos ejemplares
más, normales, a sus dos hijos, el príncipe Wilhelm y el príncipe Heinrich.
El príncipe Wilhelm, que después fue emperador, se llevó efectivamente
el libro a Bonn donde estudiaba, pero el catedrático numerario Bona-Me-
yer le recomendó que tuviera cuidado con las peligrosas fantasías scho-
penhauereanas de Deussen, «Ese Bona-Meyer es responsable», se la­
menta Deussen en los recuerdos de su vida, «de que el actual emperador
tenga tan escasa comprensión de la filosofía».
Esto ocurría en 1877, época del H um ano, d em asiad o hum ano. Deus­
sen siguió mostrándose activo; en 1883 editó el Sistem a de V edanta
(Nietzsche le dio las gracias por el envío), en 1887 —dieciocho años
después de éste— fue nombrado profesor numerario y entonces, provis­
to de cargo y dignidad y una mujer de buen ver, encontró tiempo para ha­
cerle nuevamente una visita. Deussen pudo comprobar que, mientras
tanto, Nietzsche había abandonado su cátedra. La descripción de la visi­
ta a éste en Sils-Maria no consigue velar el sentimiento de triunfo de la la­
boriosa hormiguita, a la que ahora le iban las cosas mejor que a la vani­
dosa cigarra.
En 1911 Deussen fundó la «Schopenhauergesellschafi» (Sociedad
Schopenhauer) y fue su primer presidente. Editó las obras de Schopen-
hauer en catorce volúmenes y, además de una historia general de la filo­
sofía en siete tomos, una filosofía de la Biblia en recuerdo de sus inquie­
tudes teológicas de otro tiempo. Siguió pronunciando conferencias,
especialmente sobre Kant y Schopenhauer, en las que cosechó notable
éxito de público, dejando así muy atrás al pobre Nietzsche con su docena
de oyentes. En 1913, en el Urania de Viena, ante quinientas personas,
añadió a los mencionados el filósofo Friedrich Nietzsche, cuya desgracia
se debía sobre todo, según Deussen, a que se había alejado de Schopena-
hauer. Deussen se convirtió en un profesor en toda regla, con sombrero
de ala ancha, levita, barba blanca y lentes de oro, y, tras una vida plena­
mente realizada, murió en 1918, justamente en el momento en que toca­
ba a su fin el imperio que había presenciado su ascenso. En comparación
con el alto vuelo y el descenso a los infiernos de Nietzsche, Deussen fue
sólo un honrado criado, pero también el criado de Fausto sobrevivió al
repentino fin del doctor con todos sus cargos y honores.

Sólo un azar —un azar feliz si se quiere— condujo hasta Nietzsche al


último y más duradero de sus amigos: Franz Overbeck. Los que vinieron
PROFESIÓN [2 5 5 ]

después eran, a los ojos de Nietzsche, sólo discípulos, eran seguidores res­
petuosos y a menudo problemáticos. Año y medio después de Nietzsche,
Overbeck fue llamado por la Universidad de Basilea para que ocupara la
cátedra, recién instituida, de teología crítica. Era siete años mayor que
Nietzsche y soltero como él, y como a los solteros les resultaba dificilísi­
mo encontrar una vivienda decente en la vieja Basilea, se alojó en la mis­
ma casa que Nietzsche, conocida como «Baumannshóhle», en calidad de
huésped. Ya en el invierno de 1870 los dos solteros acordaron cenar jun­
tos en el piso de Overbeck, que era más espacioso. A menudo acudían
otros conocidos, y pronto la comunidad de inquilinos aumentó con la in­
corporación de un tercer amigo, el filósofo Heinrich Romundt, compa­
ñero de Nietzsche cuando estudiaba en Leipzig. También la comida de
mediodía se hacía casi siempre conjuntamente en el reputado restaurante
«Zum goldenen Kopf», en la zona portuaria, adonde acudían muchos
más colegas, sobre todo de la facultad teológica de Overbeck. Nietzsche
mantuvo esta amistad de vecinos durante cinco años y vivió allí hasta que,
con su hermana, encontró una vivienda propia a pocos metros de distan­
cia, en la Schwalentorgasse. Overbeck fue siempre el «buen» amigo, el
más desinteresado, el más comprensivo y, en los años de la locura de
Nietzsche, el más solícito y responsable. Durante algún tiempo a éste le
perjudicó la disputa que mantuvo en los últimos años con su hermana Eli-
sabeth a causa del Archivo Nietzsche fundado por ella. Hoy es uno de sus
títulos de gloria.
Para Nietzsche fue una gran suerte conocer a Overbeck, pues éste era
el paradigma de la amabilidad y la paz en la convivencia, mientras que en
el campo de la ciencia se mostraba como un luchador aguerrido y absolu­
tamente radical. Como profesor de teología era decididamente único, y le­
jos de ocultar su falta de fe, publicó —en la época en la que Nietzsche lan­
zó la primera de sus Consideraciones inactuales contra David Friedrich
Strauss— su Streit- und Triedensschrift [Escrito de paz y de ataque] «sobre
el sentido cristiano de la teología actual». Para Overbeck fue asimismo una
suerte conocer a Nietzsche, cuya superior genialidad reconoció desde un
principio. Cabe pensar que sólo la amistad con el joven filólogo, marcada
por el espíritu de lucha, permitió a Overbeck superar su innato pacifismo
y timidez. Después de escribir su obra sobre la teología actual, Overbeck
se refugió definitivamente en su concha de caracol, se dedicó a realizar
profundos estudios sobre la época temprana de la Iglesia y proyectó una
imponente obra sobre «la historia profana de la Iglesia», pero se quedó en
los estudios preliminares y habría muerto como un historiador de la Igle­
sia inmensamente erudito pero poco fructífero si, cuando ya tenía sesenta
años, no se hubiera apoderado de él nuevamente la vieja ira contra los teó­
logos y el viejo espíritu de lucha. De la misma manera que en 1873 los dos
amigos habían combatido conjuntamente la «teología moderna» de David
[2 5 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Friedrich Strauss, ahora él luchaba en solitario contra una nueva y aún más
moderna mezcla de teología y espíritu de la época, defendida en las Vorle-
sun gen ü ber d as W esen d es C h risten tum s [Leccion es sobre la esencia d e l cris­
tian ism o ], obra de Adolf von Hamack publicada en 1900. Si no había du­
das acerca del valor del cristianismo, la teología era en cambio un lastre.
Esta era la dura acusación del viejo miembro de la facultad teológica de
Basilea, pues, se quisiera o no, la teología era siempre un producto de su
tiempo y del espíritu de ese tiempo y, por lo tanto, totalmente ajena al cris­
tianismo de las primeras comunidades apostólicas, que era ateológico.
La obra de Overbeck sobre la cristiandad tuvo tan mala acogida pú­
blica como el ataque de Nietzsche a David Friedrich Strauss. Las dos
obras eran «inactuales». Entonces, los teólogos castigaban con un silencio
total a aquel que desde la cátedra ponía en tela de juicio su razón de ser.
Tenía que venir la Primera Guerra Mundial para arrojar a los escombros
la ingenua conexión de bizarro cristianismo y activa cultura que había
imaginado el asesor privado Von Harnack. En 1919 el basilense Cari Al-
brecht Bemoulli, que había continuado la querella de Overbeck en tomo
al Archivo Nietzsche a su muerte, publicó con el título de C hristen tum
u n d K u ltu r [C ristian ism o y cultura] «Pensamiento y observaciones sobre
la teología moderna», material perteneciente al legado Overbeck. El li­
bro, en el que se mostraban públicamente, como un nuevo descubri­
miento, los pensamientos más ocultos y más críticos de Overbeck, inclui­
da su significativa personalidad, tuvo una consecuencia imprevista. Karl
Barth, el gran renovador de la teología protestante en nuestro siglo, y ade­
más basilense, tomó el libro de Overbeck como referencia de sus «pre­
guntas no resueltas a la teología actual», de 1920 (en el opúsculo Z u r
in neren L a g e d es C h risten tu m s [E n torn o a la situ ación in te m a d e l cristia­
n ism o ]). A Barth el papel de Overbeck como profeta le parecía «jeremía-
co», su lucha «cristiana» y él, personalmente, un «hombre extraordina­
riamente piadoso».
Esto es todo, o casi todo, lo que aquí podemos decir sobre las perso­
nales ideas de Overbeck y su importancia histórica. Justamente porque
fue sólo el amigo paciente de Nietzsche, no provocó ninguna crisis sino
que sacrificó su personalidad, corre el peligro de que se le tenga por me­
nos importante que el brillante Rohde. En realidad era equiparable a
Rohde en el plano científico y superior a él en la profundidad con la que
formulaba sus tesis. Desactivar y eliminar la teología como ciencia era en
1873 una osadía mayor que atacar a Strauss como había hecho Nietzsche.
El espíritu combativo de su amistad infundía ánimo a los dos. A fina­
les de 1873 Nietzsche escribió: «Vamos a seguir siendo buenos y fieles,
¿no es así? Vecinos de deseos, armas y paredes, extraños búhos en el ba­
silense nido de búhos, pero búhos bastante pacíficos y educados. A saber,
para nosotros: hacia fuera horribles animales de presa y muerte, tigres
PROFESIÓN [2 5 7 ]

que rugen y otros animales parecidos a los reyes del desierto». Overbeck
intentó ganar a su viejo amigo Treitschke para la publicación de E l n aci­
m ien to de la traged ia, de Nietzsche, en los A n u ario s Prusianos-, Nietzsche
se cuidó de que la C ristian d ad de Overbeck encontrara un sitio en la edi­
torial suya y de Wagner. En Basilea, la gente, mitad en broma mitad por
miedo, llamaba a la casa de los dos herejes la «cabaña del veneno»; el pro­
pio Nietzsche la veía como un nido de incendiarios y abrigaba la espe­
ranza de ganarse a Overbeck para publicar más escritos inactuales.
Pero, mientras tanto, Overbeck se había puesto unas lentes de profe­
sor y, tras su fracaso y el de Nietzsche, había caído de nuevo en sus viejos
temores. El 4 de julio de 1874 Nietzsche escribió a Rohde: «Nosotros,
Overbeck y yo, estamos ahora en un aislamiento casi trágico y aquí y allá
hay signos de una temible conjura contra nosotros». Overbeck proyectó
una carta abierta contra Paul Lagarde que no llegó a cristalizar. El Over­
beck iracundo y pendenciero se refugió en sí mismo, de modo que ahora
Nietzsche sólo podía acceder el Overbeck pacífico, servicial y cariñoso.
No estaba hecho para luchar.
El cambio se puede apreciar a simple vista si se comparan los retratos
que presiden los dos volúmenes de F ran z O verbeck u n d F riedrich N ietzs­
che, ein e F reu n dsch aft [F ran z O verbeck y F riedrich N ietzsche, u n a am is­
tad ], obra de Bernoulli publicada en 1908: el caballero ya entrado en años
con lentes y cabello escaso ya casi no se parece en nada al agraciado jo-
vencito de ancha frente y mirada franca; el sueño se había esfumado.
Cuando, más tarde, visitó a Wagner, describió la triste suerte de Nietzs­
che, «que tiene que explicar toda la historia de la literatura griega ante
tres, cuatro estudiantes absolutamente ineptos» (Cosima, agosto de
1874), pero su destino no era en modo alguno más favorable. Overbeck
exploraba y leía en voz alta a los estudiantes, que asistían accidentalmen­
te a sus lecciones, lo que había investigado con anterioridad, y lo hacía
«sin levantar la mirada y sin descansar, frase tras frase, con voz tenue y
gangosa, mientras sus manos no podían por menos que golpear en el bor­
de de la mesa». Le gustaba abordar la vida monacal de los primeros tiem­
pos, pues él mismo era un tardío seguidor de los monjes, un hombre de
naturaleza frágil.
A pesar de todo ello, su carácter bondadoso y altruista le permitió por
fin, cuando ya tenía casi cuarenta años, encontrar una mujer que, aun
siendo más decidida que él, se adaptaba a su manera de ser y además se
mostraba comprensiva con Nietzsche y la amistad de éste con Overbeck.
Precisamente, en la carta de cumpleaños de noviembre de 1880, Nietzs­
che hace balance de esa amistad: «Te agradezco tanto, querido amigo, po­
der mirar desde tan cerca el teatro de tu vida: de hecho, Basilea me ha
dado tu imagen y la imagen de Jacob Burckhardt; quiero decir que he ob­
tenido un gran beneficio de esas imágenes, y no exclusivamente del co-
[2 5 8 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

nocimiento. La dignidad y la elegancia de una dirección propia y en lo


esencial solitaria en la vida y el conocimiento: este teatro me fue regalado
en casa mediante el favor, nunca suficientemente elogiado, del destino, y
en consecuencia, cuando dejé esa casa, era completamente distinta de la
que encontré al entrar en ella». Existencia retirada, vivida con elegancia y
dignidad, eran cosas que se podían aprender junto a Overbeck. Dos años
más tarde, en una carta a Overbeck leemos la conmovedora confesión:
«Querido amigo, tú con tu respetable e inteligente mujer; vosotros sois
para mí casi el último palmo de suelo firme». Y añade: «¡Extraño!».

La amistad, dice el balance, era el elemento y el elixir de la vida de


Nietzsche. En los próximos capítulos, dedicados básicamente a Wagner,
Burckhardt y la campaña de Francia, nos ocuparemos también de temas
como: amistad con personas de más edad que él —Wagner, Burckhardt,
Overbeck, Mosengel— , amistad con personas de su misma edad —Roh­
de, Romundt, Deussen, Krug y Pinder— y amistad con personas más jó­
venes que él, desde Baumgartner hasta Koselitz-Gast, Seydlitz y Von
Stein, que más tarde se unieron a Nietzsche.
Amistades masculinas sin excepción. Pero con toda seguridad entende­
ríamos mal a Nietzsche si viéramos en esas relaciones de amistad una ocul­
ta componente homoerótica. Con suficiente evidencia, Nietzsche buscó
una y otra vez la compañía de «mujeres inteligentes», y el número de estas
relaciones, desde la señora Ritschl, a través de Cosima, Malwida, la señora
Baumgartner, Louise Ott y la gran vivencia con Lou, hasta Ida Overbeck,
Resa von Schimhofer y Meta von Salis, es plenamente equiparable al de sus
amistades masculinas. En el exhibicionismo de la locura, que dejaba al des­
cubierto ocultas impulsos, Nietzsche pedía sólo «muchachas».
La unidad de combate o comunidad conventual siguió siendo su
ideal, aunque, como en el caso de Lou, uno de los miembros fuera una
mujer. El hecho de que en su propio desarrollo intelectual ya no partici­
paran sus viejos amigos constituye el elemento realmente trágico de su
existencia. La culpa de ello era en gran parte suya, pues cada vez enten­
día más la amistad como sumisión a su obra, a sus ideas y también a su
persona. La palabra delirio de grandezas sonó ya antes entre los que no
estaban tan cerca de él.
En W ir P h ilologen [N o so tro s, lo s filó lo g o s] escribe: «Sueño con una
comunidad de seres humanos que sean incondicionales, que no conozcan
la complacencia y quieran llamarse aniquiladores: aplican a todo la medi­
da de su crítica y se sacrifican por la verdad». Él podría haber fundado
una orden, pero lamentablemente exigía también que los miembros de la
orden se sacrificaran por su doctrina. Así, al final ya no le quedó casi nin­
gún otro seguidor que él mismo.
C apítulo 4

La campaña de Francia

Atrapado entre enfermos contagiosos no conocí ninguna aprensión.


El ser humano, cuando permanece fiel a sí mismo, encuentra en
cada situación una máxima benéfica; yo, así que el peligro se hizo
grande, tuve a mano el más ciego fatalismo...
Goethe, La campaña de Francia, 7 y 8 de octubre de 1792

A la larga, la disentería daña los intestinos.


Nietzsche a Ritschl, 29 de octubre de 1870

P
ronto hablaremos de las grandes tentativas de amistad; de la simpa­
tía a la vez generosa, entusiasta y exactamente calculada de Wagner
por el joven profesor y del acercamiento de éste a Jacob Burck-
hardt, tan pronto amable y condescendiente como reservado y escéptico.
Pero antes hay que examinar una amistad cortada bruscamente, que hizo
vivir a Nietzsche la más peligrosa y transcendente aventura de su existen­
cia: su actividad como enfermero en el campo de batalla lorenés, a raíz de
la cual enfermó de disentería.
En medio de una de las habituales cartas entre divertidas e ilustradas
que Nietzsche intercambió con Rohde aparece de pronto la noticia de la
guerra. «Aquí, un horrible trueno», se dice en la carta, en la que antes se
ha hablado de una alegre comida, «ha estallado la guerra franco-alemana,
y toda nuestra raída cultura se arroja en brazos del más repugnante de los
demonios. ¡Lo que vamos a tener que vivir! Amigo, queridísimo amigo,
nos vimos por última vez en el crepúsculo de la paz. ¡Qué agradecido te
[2 6 0 ] FRIEDRICH NIETZSCH E

estoy! Si la vida te resulta ahora insoportable, vuelve a mí. ¡Qué son todas
nuestras metas! ¡Es posible que estemos ya al principio del fin! ¡Qué de­
solación! Pronto volveremos a necesitar conventos. Y nosotros seremos
los primeros fra tre s».
Si queremos entender lo que sigue tenemos que tener presente esta
primera reacción, esta espontánea erupción sentimental. Coincide exac­
tamente con el tono de la carta a Vischer, presidente del consejo directivo
de la Universidad de Basilea, en la que Nietzsche comunica que renuncia
a sus derechos como ciudadano prusiano, o sea, a su nacionalidad. Cier­
tamente, como prusiano en el extranjero, podía reclamar contra la llama­
da a filas en tiempo de paz, pero «contra la fatal posibilidad de una gue­
rra» no hay remedio que valga. «Sería movilizado inapelablemente como
artillero montado». Y en tono festivo sigue diciendo: «En estas circuns­
tancias considero obligación mía frente a la Universidad de Basilea no ha­
cer mi actividad en ella dependiente de la guerra y la paz».
Así, pues, entonces no había sitio para las discusiones patrióticas. Con
la mayor ligereza el cosmopolita se despojó de su ciudadanía prusiana. La
posibilidad de una guerra era «fatal», por así decir un residuo bárbaro, y
los intelectuales debían estar muy por encima. Además firmó la carta con
la horrible noticia a Rohde expresamente como «Tu fiel suizo». En ella
sólo hay una preocupación, expresada de manera apasionada: ¿qué será
de la cultura? La inminente guerra aparece como una catástrofe mundial,
y en la sombría y apocalíptica luz de esta catástrofe surge inmediatamen­
te el sueño predilecto de Nietzsche: la unión de amigos en el idilio con­
ventual, que salva de la ruina lo que hay que salvar. No se menciona en
absoluto que en esa guerra él podría prestar sus servicios de artillero, par­
ticipar; sólo se evoca el trágico panorama de las obras de arte destruidas,
de las bibliotecas quemadas, de los museos saqueados.
Una lectura distinta de la del «fiel suizo» ofrece ciertamente la carta a
su madre del mismo día, carta que, como es habitual en Nietzsche, se li­
mita a copiar expresiones de la escrita a Rohde, como, por ejemplo, la del
crepúsculo de la paz. Aquí leemos más bien asombrados: «A la postre yo
también me siento desanimado de ser suizo. ¡Está en juego nuestra cultu­
ra! ¡Y aquí ningún sacrificio es demasiado grande! ¡Ese maldito tigre
francés!». ¿Hay aquí dos almas en un mismo pecho? ¿Se halaga simple­
mente al destinatario de turno? La interpretación de la gran noticia habla
ahora, no ya del fin apocalíptico de la cultura universal a manos de la bar­
barie, sino de un golpe a la cultura alem an a, asestado por la barbarie
fran cesa.
Por suerte, una tercera carta nos ayuda a salir del apuro; está dirigida
a la vieja amiga Sophie Ritschl, ahora descuidada a causa de la nueva ami­
ga, Cosima. Entonces Sophie Ritschl seguía un tratamiento en Rigi-Schei-
deck, no lejos de Axenstein bei Brunnen, donde Nietzsche pasaba las va­
P R O F E S IÓ N [2 6 1 ]

caciones con su hermana Elisabeth. El motivo es esencialmente de natu­


raleza práctica: Elisabeth tiene que volver a casa, pero la señorita no pue­
de viajar sola. Tal vez la «distinguidísima señora consejera privada» ha de­
cidido adelantar la fecha de su viaje de regreso, «bajo la presión de la
horrible atmósfera», en cuyo caso podría coger bajo su protección a Eli­
sabeth. Si no fuera así, él, Nietzsche, desearía proponer a la consejera pri­
vada «una visita a este incomparable paraje del lago de los Cuatro Canto­
nes».
En esta situación más bien galante y mundana, Nietzsche no puede
por menos de decir unas palabras sobre la situación, y ahora nos entera­
mos de que, entre el «fiel suizo» y la patriótica perorata a la madre, hay
todavía una tercera variante. Que es vergonzoso tener que permanecer de
brazos cruzados cuando ha llegado el momento adecuado para sus «estu­
dios de artillero de campo». A él le parece un consuelo que, «para el nue­
vo período cultural», tengan que quedar en pie todavía algunos de los vie­
jos elementos culturales, aunque las analogías históricas muestran cuántas
tradiciones pueden quedar destruidas en semejante «guerra de fanatismo
nacional».
Y entonces la declaración: «Para casos graves, naturalmente tengo
prevista una firme decisión». Y como ejemplo esclarecedor: «Piense us­
ted que los estudiantes de Kiel empuñan las armas al unísono».
¿Vacila acaso entre el amor humanístico a la paz y la llamada patrióti­
ca? Ciertamente era un tanto incómodo permanecer al margen, pero la
verdad es que no fueron los profesores de Kiel quienes decidieron empu­
ñar las armas sino los estudiantes. Y sus amigos de Alemania, empezando
por Rohde, siguieron trabajando en su profesión y dejaron que las tropas
triunfaran. Sólo Gersdorff cumplió con su deber como oficial, pero esta
medida era tan lógica como la abstención de los intelectuales, que a su
manera —la fórmula se difundió rápidamente— servían a la patria. Nadie
se fijaba en el joven profesor de la pequeña universidad suiza, que aún no
se había hecho un nombre, y muy pronto se puso de manifiesto que los
basilenses estaban más bien, con su corazón, de lado francés y por lo tan­
to no esperaban en modo alguno una participación patriótica.
La firme decisión que se anunciaba en la carta a la señora Ritschl es­
taba prevista expresamente «para casos graves», o sea, para una situación
que pudiera poner en peligro a la patria, pero ya el 6 de agosto de 1870 se
conseguía la primera gran victoria, al derrotar al vencedor de la guerra de
Crimea, Mac-Mahon, y obligar a las tropas francesas a retirarse a Cha­
lons.
Justamente el 8 de agosto, o sea, después de la noticia de la victoria,
está fechado el escrito en el que Nietzsche solicita del concejal Vischer un
permiso para la segunda mitad del semestre de verano, pues se ha recu­
perado de su lesión en el pie lo bastante como para prestar servicio «de
[2 6 2 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

soldado o enfermero». Apela al patriotismo suizo, el cual sin duda com­


prenderá que quiera aportar el óbolo de su rendimiento personal a la de­
fensa de la patria. Una sonora frase redondea la petición: «Aunque soy
plenamente consciente del abanico de obligaciones que he de cumplir en
Basilea, ante el clamoroso grito de Alemania de que cada uno cumpla con
su obligación de alemán, sólo por la fuerza, y sin verdadero provecho, me
sometería a la jurisdicción de usted». El concejal Vischer fue suficiente­
mente sensato como para no sacar del archivo aquella primera carta de
Nietzsche en la que, ante la fatal posibilidad de una guerra, había renun­
ciado a su nacionalidad, y dejó que el futuro enfermero marchara, presu­
miblemente más bien con cierto escepticismo.
El cambio de opinión que Nietzsche experimenta entre el 19 de julio
y el 8 de agosto merece un análisis más detallado. ¿No vio que su aporta­
ción como enfermero era ridicula y que podría haber sido más útil que­
dándose en Basilea, entre los hostiles suizos? Sí no lo vio, se lo hizo com­
prender su mejor amiga, la persona con la que estaba en contacto casi a
diario o le escribía: Cosima. ¿Quería convencer a esta francesa que odia­
ba a los franceses? ¿Quería convencer a Wagner, enemigo de los france­
ses? En cualquier caso, Nietzsche comunicó su intención a Cosima; ésta
contestó a vuelta de correo a su «muy distinguido amigo» diciéndole que
no aprobaba en absoluto tal decisión, y no por su peligrosidad, sino por­
que en aquellos momentos no tenía sentido. La mujer resuelta y suma­
mente realista que era Cosima se lo hizo comprender. El ejército alemán
estaba perfectamente organizado y vencía. «Igualmente bien organizado
está el servicio de atención a los heridos, de modo que todo diletante es
visto como alguien que molesta más que ayuda». Su consejo práctico: los
donativos son mucho mejor recibidos que las personas, «con cien ciga­
rros puros realizará usted un servicio más grande que con su persona, y
con todo su patriotismo y sacrificio». Le enviarán de un sitio a otro, en
busca de pienso para las caballerías, de carbón, «pues el ejército aparece
en todo su esplendor como manifestación del supremo esfuerzo de toda
una nación». Para terminar, una pequeña maniobra envolvente: él,
Nietzsche, debe seguir el dictado de sus sentimientos, pues a veces es pre­
ferible actuar por cuenta propia y equivocarse a acertar siguiendo el pa­
recer de otros.
No sabemos si Nietzsche contestó a Cosima y, en caso afirmativo, qué
le dijo. La suerte estaba echada con la solicitud del 8 de agosto. Lo único
que se apropió del consejo de la señora Cosima fue la alusión a la utilidad
de los cigarros puros: en las notas que Nietzsche tomó durante su viaje a
la aventura se puede leer un apunte que dice: «Destino de la caja de ciga­
rros puros».
P R O F E S IÓ N [2 6 3 ]

En nuestra pesquisa de los motivos de Nietzsche sólo podemos avan­


zar si introducimos en el relato a una persona que hasta ahora ha sido
despachada en sus biografías con una breve mención. Se trata de Adolf
Mosengel, pintor paisajista nacido en Hamburgo el año 1837 al que
Nietzsche y su hermana Elisabeth conocieron en julio de 1870 en el Ho­
tel am Axenstein.
Una rápida mirada a los meses anteriores a este encuentro es impres­
cindible para comprender el estado anímico de Nietzsche. Al principio,
una vez superado el primer año de docencia en Basilea, pasaba las vaca­
ciones de Pascua con su madre y su hermana en Clarens, a orillas del lago
Leman, como generosa invitación para que la familia pudiera tomar el sol.
Esta vez, a principios de mayo se volvió a apoderar de él la fiebre del tra­
bajo; como tenía que suplir a un colega enfermo, daba 20 horas de clase a
la semana, lo que, con todo derecho, le llevó a lamentarse: «¡Pobre de mí,
borrico maestro de escuela!». A Ritschl le habló de «un agotamiento to­
tal de todas las fuerzas disponibles». Las conferencias públicas que había
pronunciado en Basilea habían tenido una crítica adversa, de modo que
de ese lado tampoco recibía ninguna satisfacción más. Los trabajos cien­
tíficos que Ritschl le propuso difícilmente los podía realizar a causa de los
muchos temas nuevos de sus clases.
Las vacaciones de Pascua fueron un bálsamo: se fue al Oberland ber-
nés con su madre, su hermana y su amigo Rohde. «Fue», ha dicho Elisa­
beth, «un verdadero viaje de placer con buen tiempo y alegría juvenil».
En la estación de Scherzlingen al profesor le vino a la mente el verso do­
ble con reminiscencias wagnerianas «Broma cordial / alivia al corazón do­
liente». Era el estado anímico de las marchas y los viajes de tiempos pasa­
dos, la naturaleza como antídoto. Para Nietzsche, el paisaje fue un
descubrimiento suizo. En las montañas que rodeaban Tribschen se en­
contraba como en casa. En septiembre de 1869 había escrito a Rohde
que, si bien era muy negado para la plástica —los cuadros históricos, el
ser humano en movimiento le eran totalmente ajenos— , recientemente
había descubierto en él la posibilidad de «absorber interiormente paisa­
jes pintados».
Si Basilea era para él una pesada carga y ya entonces pensaba seria­
mente en abandonar su actividad de profesor al cabo de algunos años y
dirigirse al Fichtelgebirge, al Bayreuth de Wagner, tan pronto como deja­
ba el traje de ceremonia y cogía con su mano el bastón de caminante se
sentía alegre, distendido. Así, aunque se había torcido un pie, a mediados
del semestre realizó una excursión a Axenstein, donde el grupo se alojó
en un hotel grandioso y muy elegante. Sólo la madre había partido con
anterioridad.
En la excursión al Maderanertal se unió el nuevo amigo, que como
pintor de paisajes aplicaba en su trabajo exactamente la misma manera de
[2 6 4 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

ver que Nietzsche había descubierto para él en Suiza. Mosengel tenía to­
davía algunos otros méritos: era divertido, expansivo, y no entendía ab­
solutamente nada de filología clásica. En cambio, su destino le había lle­
vado a Ginebra y París, y hablaba francés con fluidez. En las notas figura
la frase: «Maravillosos golpes de suerte de Mosengel en París, historia de
amor y tela impenetrable de un conde húngaro (¿la que llevaba el empe­
rador en el atentado de Orsiní?)». Así, pues, Mosengel había conocido el
mundo de las aventuras y los amores, estaba al corriente y podía servir
como intérprete y consejero. ¿De qué? ¿Para qué? En dos cartas, a la her­
mana y a la madre, podemos leer: «Ahora no es improbable que sigamos
al ejército victorioso hasta París», así como: «Probablemente entonces se­
guiremos al ejército alemán hasta París, al menos ése es nuestro deseo».
El plan secreto, malogrado al nombrarle profesor de la Universidad de
Basilea, estaba nuevamente aquí.
El informe de Elisabeth, contenido en la biografía, subraya sin pre­
tenderlo esa interpretación de la campaña de Francia. «En aquel remoto
valle montañoso [el Maderanertal], Fritz escribió un tratado sobre la cos-
movisión dionisíaca y aún recuerdo que, cuando él me lo leía, unos cuan­
tos cañonazos le interrumpieron de repente. ¿Qué pasa aquí? gritaron los
veraneantes que acudían corriendo de todas partes. El dueño de la pen­
sión, un médico que había estudiado en Alemania, provocó ese ruido por
simpatía hacia sus huéspedes alemanes, izó una bandera y gritó: “ ¡Gran­
des, magníficas victorias de los alemanes!”. Finalmente, hasta nuestra so­
ledad llegó un telegrama y anunció Weissenburg y Wórth». De acuerdo
con el relato de Elisabeth también se habló de «ingentes pérdidas», tras
lo cual su hermano se puso pálido, paseó un largo rato arriba y abajo con
Mosengel y luego se acercó jubilosamente a ella, que ya tenía los ojos lle­
nos de lágrimas. Según Elisabeth, Nietzsche le preguntó qué haría si es­
tuviera en su lugar. La señorita prusiana contestó sin ambages que iría a la
guerra, que ella no podía hacer nada, «pero tú, Fritz, y me puse a llorar
desconsoladamente». Nietzsche piensa: el deber me dice que vaya a la
guerra; si no como soldado, al menos como enfermero con Mosengel.
Aparte de todo el sentido del deber y todo el patriotismo prusiano
que se quiera poner en la balanza, hay que tener en cuenta que la deci­
sión, facilitada por la amistad de Mosengel y su disposición a acompañar­
le, fue activada por la noticia de una imponente victoria alemana y la po­
sibilidad de visitar París, que seguía atrayéndole. Además, Nietzsche se
liberaba así de sus obligaciones como profesor en Basilea, que le pesaban
excesivamente, y en cierto modo también de las continuas exigencias de
los Wagner. Independientemente de cómo le fueran las cosas, él esperaba
encontrar virilidad y aventura y —ya fuera accidental o fundamentalmen­
te— una prueba de su componente dionisíaca, que se había revelado en
Maderanertal.
P R O F E S IÓ N [2 6 5 ]

Sinceramente nos gustaría conocer más cosas sobre Mosengel, el ami­


go pintor siete años mayor que Nietzsche y con quien éste trató súbita­
mente la campaña de Francia, pero las enciclopedias de arte sólo citan
obras suyas: C ab añ as de p escad ores a o rilla s d e l E lb a y B arcas d e p escad o­
res en Iso la B e lla, D ía de veran o en la a lta m on taña y N oche de lun a en una
ciu d ad ren an a , G ru po d e p erso n as en la A x en strasse y E l salto de la B erni-
n a en E n g ad in a. Mosengel pintaba junto al Rhin y el Elba, en el Harz y en
Valais, dibujaba imágenes de Blancanieves y Caperucita en paisajes con
muchos árboles, evidentemente vendía sus cuadros de bosques, lagos y
noches de luna con bastante éxito y murió en 1885, cuando aún no había
cumplido los cincuenta años, en su ciudad natal.
Nietzsche le elogia reiteradamente ante Rohde, hamburgués como
Mosengel, y Gersdorff, les dice que deben conocerle y destaca su «since­
ro» apoyo y su probada amistad. Sólo tenemos una carta suya; es la res­
puesta a un escrito de agradecimiento por parte de Nietzsche por haber
cuidado de él al enfermar en Erlangen. En ella le descubrimos tal como
es: jovial, cordial, ingenioso, servicial; además se disculpa de no haberse
quedado más tiempo junto al enfermo. Por lo demás, Nietzsche debe de
estar nuevamente muy sano, pues vuelve a filosofar: «Se dice que toda la
filosofía se esfuma tan pronto como el ser humano tiene un pequeño do­
lor de muelas». Cabe pensar que Mosengel era para Nietzsche un ele­
mento compensatorio de la filosofía y la solemnidad basilenses, de Wag-
ner y la W eltanschauung-, además no tenía la menor idea de que el
intelectual miope con el que viajaba sería algún día una celebridad.
Acerca del transcurso del viaje, que terminó bruscamente en Metz, te­
nemos: para el trayecto hasta Erlangen, el relato de Elisabeth; para el tra­
yecto hasta Ars-sur-Moselle, las notas y las cartas de Nietzsche. Cuando
las autoridades de Basilea le dieron permiso para que prestara servicios
como enfermero, el 12 de agosto viajó con su hermana hasta Lindau, don­
de encontraron a Mosengel y al día siguiente continuaron viaje a Erlan­
gen. En contra de lo que alguien habría esperado, Nietzsche no se pre­
sentó en una oficina de reclutamiento militar, sino en una entidad que
buscaba voluntarios mediante anuncios en la prensa; se llamaba «Erlan-
ger Verein für Felddiakonie». La «Felddiakonie» o Diaconía de campaña
había sido fundada en 1864, durante la guerra con Dinamarca, por el
gran reformador social del siglo X IX Johann Heinrich Wichern; como or­
ganización auxiliar voluntaria de signo cristiano estaba próxima a la Mi­
sión Interior. Con esta medida, Nietzsche volvía a sus orígenes y respeta­
ba las preferencias de la tía Rosalie por los diáconos y las diaconisas.
El viaje a lo desconocido tuvo un inicio sumamente divertido: «Fritz
estaba radiante», cuenta Elisabeth, «rebosante de salud, de ánimo y ganas
de actuar..., en el estado de ánimo que, iluminado por la elegancia espiri­
tual, se manifestaba de la manera más gentil». Esta alegría de vivir dio ori­
[2 6 6 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

gen, como siempre, a una composición, un poema de contenido patrióti­


co, que había aparecido en el K lad d erad atsch : «Adiós, ahora tengo que ir
a luchar al Rhin...». Nietzsche fue tan imprudente que se lo envió a Wag-
ner o, cuando menos, a Cosima. Los tres viajeros rieron y bromearon
ininterrumpidamente hasta que en Nordlingen fueron enganchados al
tren vagones con heridos y moribundos. Empezaba la tragedia.
El «Erlanger Verein» ya había enviado 81 auxiliares de campaña;
otros 15, en su mayoría estudiantes de medicina, esperaban turno. La for­
mación acelerada de enfermero duraba apenas algo más de una semana:
dos veces al día, asistencia a las visitas de los médicos y una hora y media
de práctica de vendajes; decididamente muy poco. Se vivía en el «Wal-
fisch», «ancho y cómodo», se comía con los profesores y se despotricaba
contra las repugnantes conversaciones de mesa y la «desagradable tos­
quedad bávara y la burguesía». El 23 de agosto partió el nuevo grupo bajo
la dirección del profesor Von Zíemsen, clínico de Erlangen, pero ya en
Nuremberg los dos amigos se independizaron y siguieron adelante por su
cuenta cuenta y riesgo. En Pont-á-Mousson debían de unirse de nuevo
con Ziemsen.
En Erlangen les habían confiado una considerable suma de dinero
para su entrega a los auxiliares que estaban ya en el campo de batalla, ade­
más de una serie de misiones especiales como localización de tumbas, en­
trega de correspondencia y similares. En cualquier caso, se lo tomaron
con calma, pues el primer día llegaron hasta Nordlingen y el segundo has­
ta Karlsruhe. «Cenamos muy bien en el Hotel d’Angleterre y nos aloja­
mos en el Hotel Prinz Max: bien». En Karlsruhe compran salchichas y
vino de Borgoña para la cantimplora. Al día siguiente se dirigen a Weis-
senburg, pasando por Winden, «bellísima iluminación nocturna, ciudad
antigua, nos alojamos en el Engel: bien». La siguiente pernoctación en
Sulz, «en el Hirsch, bonita fonda, luego reunión con el médico militar y
el capitán bávaro. Buena comida».
Entonces llegó la hora de cumplir las misiones; según informa Nietzs­
che, los dos amigos tuvieron que buscar «personalmente, en marchas ago­
tadoras, siguiendo indicaciones muy imprecisas por falta de direcciones,
los hospitales militares de Weissenburg, del campo de batalla de Wórth,
de Hagenau, Lunéville y Nancy, hasta Metz». También había que buscar
la tumba de un oficial bávaro de alta graduación. Si seguimos las notas de
Nietzsche sólo hubo una marcha a pie: doce horas desde Sulz, a través del
campo de batalla de Wórth, hasta Langensulzbach y «desde allí regreso a
Sulz a través de hermosos bosques y pasando por Gersdorf». El campo de
batalla está cubierto de incontables restos humanos, con fuerte hedor de
los cadáveres; la guerra está cada vez más cerca de los dos caminantes,
que coleccionan afanosamente balas francesas «Chassepot» como souve-
n irs para amigos y conocidos. La situación se hace incómoda por mo-
P R O F E S IÓ N [2 6 7 ]

mentes; escribe su primera carta «heroica» a Ritschl en un vagón de ga­


nado, a las dos de la noche, «con el trípode muy frío a pesar de la colum­
na de fuego de Estrasburgo. Campo libre entre la estación de Hagenau y
Bischweiler. Parada de nueve horas entre caballos y soldados de caballe­
ría, entre una población enemiga. La consabida manera de viajar. Maña­
na en Nancy, luego el cuartel general y adelante. Envío una bala “Chasse-
pot”, recuerdo del horrible campo de batalla de Wórth. La mísera luz de
la mariposa me impide escribir».
Las notas son mucho más optimistas; «Miércoles, primer hotel, her­
moso parque. Café... a mediodía Dom Café Park... Café de París... Des­
pués de Nancy, Hotel Dombasle...». Las penalidades reales consistieron
en una marcha por los campos de batalla y una noche en vela. Entonces
llegaron a su destino frente a Metz, pero el profesor Von Ziemsen, con el
que tenían que encontrarse en Pont-á-Mousson, no aparecía por ninguna
parte. En cambio, la guerra estaba cada vez más cerca: «Espía. Suciedad-
Tren de heridos. Enfermeras... Herido... Destruido el camino hasta la ciu­
dad. Noche con fuego de campamento... Sábado Café, enfermeros». E s­
tas son las últimas anotaciones.
Mientras Nietzsche y Mosengel viajaban a través de Alsacia, los ejér­
citos alemanes triunfaban. El mismo día de la capitulación de Sedan, don­
de fue hecho prisionero Napoleón III, los dos regresaron a Alemania.
¿No estaba ahora, tras la victoria alemana, París al alcance de la mano?
Entonces, ¿a qué se debía el súbito regreso, el abandono de la misión? El
motivo no aparece en parte alguna, pero lo podemos adivinar: En ningún
sitio querían personas que merodearan por los campos de batalla. Moles­
taban. Como había sospechado Cosima, estaban mal vistos. En las notas
de Nietzsche aparecen una y otra vez los «Johanniter», auxiliares forma­
dos y experimentados de la «Johannesstift», organización fundada igual­
mente por el hamburgués Wichern. En tierra enemiga era impensable el
sosegado peregrinaje de hotel en hotel. Al sensible profesor le había bas­
tado con el hedor de los cadáveres de Wórth, la sangre, la suciedad y el
odio; en sus cartas dice, y hay que creerle plenamente, que durante mu­
cho tiempo tuvo un lamento en el oído.
Nuevamente se vino abajo, en la realidad y por la realidad, una em­
presa ampliamente planificada, muy prometedora, de naturaleza heroica.
Fue una suerte que Nietzsche encontrara en Nancy o Ars-sur-Moselle a
un colega basilense, el profesor Hoffmann, que debía llevar un transpor­
te de heridos hasta Karlsruhe. Como motivo del regreso a la patria se les
encargó el cuidado de un vagón con heridos graves: Nietzsche seis, Mo­
sengel cinco. Viajaron durante dos días y dos noches, y, como llovía, los
vagones tenían que permanecer cerrados. Había que vendar tres horas
antes de mediodía y tres horas por la tarde, «además, por la noche, nun­
ca había paz a causa de las necesidades humanas de aquellos enfermos».
[2 6 8 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

Todos tenían disentería, dos difteria. Nietzsche, instruido poco antes en


la técnica de vendar, evidentemente no había seguido ningún cursillo de
higiene. Pronto se contagió de las dos enfermedades y, tras la entrega de
los enfermos, llegó a Erlangen, donde Mosengel le cuidó.
En heroicidades, Nietzsche era un auténtico Quijote. Él, primer jine­
te de su escuadrón, sufrió una caída al lanzarse con excesivo ímpetu so­
bre su montura y tuvo guardar cama durante una larga temporada. El va­
liente enfermero se ponía enfermo tan pronto como tocaba a un paciente,
y esta vez para largo. No tuvo la suerte de Goethe que, en medio de los
enfermos, se encomendaba a sus dioses, sino que fue castigado con una
dolencia que se prolongó durante muchos años y debilitó su naturaleza
de suyo enfermiza.
Decidido a curarse por sí mismo, Nietzsche se sometió a un trata­
miento drástico. Según él mismo escribe, castigó su cuerpo con lavativas
de opio y tanino, así como con mixturas de nitrato de plata. Al cabo de
una semana, creyéndose curado, viajó a Naumburg. Aun así, seguía de­
primido y escribió a Wagner: «Después de un corto período de cuatro se­
manas, en el que he intentado intervenir en cosas más generales, he vuel­
to a sentirme abatido, ¡decididamente desdichado!». A Vischer le habla
de excitación nerviosa y debilidad súbita; cuando, en octubre de 1870, re­
gresó a Basilea escribió a casa que, durante todo el segundo día de viaje,
había tenido que combatir las náuseas. Así que llegó a su destino, ya por
la noche, pidió inmediatamente una infusión de tila, ejemplo elocuente
de su fe en los remedios caseros y en la automedicación.
Elisabeth, que gustaba de presentar a su hermano como un prodigio
de salud, vio en la disentería una de las causas fundamentales de su pos­
terior dolencia. Además le molestaba que Fritz ingiriera tantos medica­
mentos —también en esto todo un soldado— , y hoy no podemos por me­
nos de leer con ironía su angustiada declaración: «Quien, como yo, ha
visto cómo él iba arruinando lentamente su magnífica, normal, naturale­
za comprenderá mi apasionado deseo de que alguna vez cambiara toda la
ciencia médica». En el otoño empezó un interminable viacrucis: búsque­
da desesperada de médicos y tratamientos adecuados, así como de aguas
y dietas válidas. En sus cartas, Nietzsche se quejaba de dolores de cabeza,
insomnio, pérdida de vista, debilidad nerviosa, dolores de estómago y de
intestinos. Todo ello quedó resumido en una frase contenida en la carta a
Ritschl del 29 de octubre de 1870: « A la larga, la disentería daña los in­
testinos».
El 6 de febrero de 1871 escribe a casa que su estado general ha
empeorado mucho, «horrible insomnio, dolencia hemorroidal, gran ago­
tamiento, etc». Los colegas basilenses Liebermeister y Hoffmann le tra­
taron (este Hoffmann era el que dirigió la evacuación de los heridos de
guerra hasta Karlsruhe). Diagnóstico: inflamación del estómago y los in-
P R O F E S IÓ N [2 6 9 ]

testinos, provocada por una extenuación. Ya no se dice nada de la disen­


tería. Entre las informaciones médicas de Niétzsche aparece condensada
esta frase: «Estoy harto de la cátedra de profesor en Basilea». Los médi­
cos exigen que abandone Basilea y se reponga bajo el sol meridional; se
cita incluso el nombre de Lugano. Ya no sirven de nada las aguas
de Karlsbad. Entre líneas se puede leer: las nuevas metas son la libertad
y el sur.
En las notas sólo se habla una vez del desarrollo de la guerra; acerca
del 27 de agosto, Nietzsche dice: «Rumores disparatados, Metz y París y
Chálons inconquistables, una batalla de Mac-Mahon en Verdón, etc.». Se
habla de horror, pero no se menciona la victoria. La ofensiva alemana se­
guía adelante, el chovinismo alemán se extendía por doquier.
Su amigo Romundt le escribió el 29 de septiembre de 1870: «¡A lo
mejor pronto serás profesor alemán en una universidad alemana en una
nueva Alemania! Pues, ¿dónde habitará en el futuro la fortuna que no sea
Alemania? En otros sitios a lo sumo se aloja». Parece ser que el artillero
prusiano que llevaba en su interior celebró la victoria alemana con gritos
de júbilo. Cosima, aunque pesimista respecto de Bismarck y los príncipes
alemanes, que habían abandonado a su Richard, confiaba en las madres
alemanas, «que, con espíritu de sacrificio y entusiasmo patriótico, han
traído hijos al mundo este año». Ella ya tenía al pequeño Siegfried. En su
opinión, un movimiento tan grandioso no podía extinguirse como la luz
de una vela, sino que debía persistir. El más conmovedor era el patriotis­
mo de la viuda del párroco Nietzsche. Aunque aún no había adquirido
ninguna bandera, una ondeará en la casa, como más tarde, el día de la
rendición de París. Y: «¡Q ué grandes victorias hemos conseguido ya!
Cuando Metz capituló, por la noche yo tenía unos queridos amigos aquí,
donde habíamos colocado luces en torno al despacho telegráfico, o sea, lo
habíamos iluminado». Fue, por así decir, un árbol de Navidad nacional.
Nietzsche era de muy distinta opinión y alentaba otros sentimientos.
Cuanto más victorias cosechaban los alemanes, más negra veía la situa­
ción. Ni rastro del sentimiento de triunfo ahora cuando Francia, el «ti­
gre», yacía en el suelo. Que él nadara contra la corriente tenía su explica­
ción en un cúmulo de factores. A ellos había que sumar a buen seguro
que un destino traidor le hubiera impedido presenciar la victoria y la en­
trada en París. Asimismo, el hecho de que la población de Basilea fuera
claramente francófila debió de ejercer una fuerte influencia en él. De otro
signo fue el impacto que le produjeron las preocupaciones y las profecías
de Cosima, mucho más atenta al Concilio Vaticano que a la guerra fran­
co-prusiana. Aunque se tenía por una devota cristiana, era una enemiga
encarnizada de los católicos. Estaba convencida de que los jesuitas habían
organizado, junto con los judíos, una conjura para impedir que en Ri­
chard Wagner, el maestro, se realizara la nueva encarnación del noble es­
[2 7 0 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

píritu alemán. Así, Nietzsche, lejos de pensar en volver a la feliz Alema­


nia, aconsejó a Rohde: «¡Procura alejarte de la Prusia fatal y enemiga de
la cultura! Allí los criados y los clérigos crecen como hongos y pronto nos
van a oscurecer toda Alemania con su exhalación» (23 de noviembre de
1870). Nietzsche veía emerger una Edad Media disfrazada y en el levan­
tamiento de la Comuna de París descubría el fantasma de una «cabeza de
hidra internacional».
Sin duda alguna también incidieron las desagradables experiencias de
la la expedición a Francia. De todos modos, había visto el horror de los
hospitales de campaña, la desolación de los campos de batalla, los gemi­
dos y el desamparo de los heridos y la propagación de las enfermedades
infecciosas, de las que él mismo había sido víctima. Como amigo apasio­
nado, se había preocupado por la suerte de Gersdorff y se había enterado
de que habían caído dieciséis compañeros de estudios, entre ellos, sus
amigos Stóckert y Stedefeld, y también aquel Riedesel por el que Gers­
dorff suspiraba.
Pero lo que más profundamente hería su alma eran las pérdidas cul­
turales, la destrucción de todo aquello que hacía la vida digna de vivirse.
La idea del convento, comunicada a Rohde en el primer sobresalto de la
guerra como consuelo y esperanza, se condensaba ahora en el plan de una
Academia griega, avalado con su firma como «Frater Fridericus».
En diciembre — el gobierno francés se trasladaba entonces de Tours a
Burdeos— incluso se atrevió a escribir a su familia que cada vez eran me­
nores sus simpatías para la guerra de conquista alemana (la palabra con­
quista, subrayada). «El futuro de nuestra cultura alemana me parece que
está más amenazado que nunca». En otra carta a casa decía que no podía
sentir mucho cariño por los bustos de los reyes de Prusia, que le habían re­
galado: «Los bustos reales decoran la habitación, aunque al mismo tiempo
esos soberanos cubiertos de sangre me resultan insoportables». No obs­
tante, la señorita de Naumburg seguía cacareando sin parar: habían com­
prado una gigantesca bandera negra, blanca y roja, y «aquí, en Naumburg,
todo marcha estupendamente, hace poco llegaron otros 200 heridos y en­
fermos de París, los pobres estaban en un estado lamentable».
El conflicto entre él, que sentía los horrores como en propia carne, y
los otros, que declamaban sus fórmulas de pésame, se agudizó y dio lugar
a un nuevo estallido, a una catástrofe psíquica que a otros pudo parecer
extraña pero que es muy significativa para la comprensión profunda de la
complicada personalidad de Nietzsche. Mientras que en sus cartas no se
encuentra ni una pequeña frase sobre Versalles, la fundación del Imperio
y la coronación del emperador (durante estos días de esplendor nacional,
Nietzsche sufre un horrible insomnio), un acontecimiento posterior le
deja profundamente abatido: la quema de París durante el levantamiento
de la Comuna en mayo de 1871.
P R O F E S IÓ N [2 7 1 ]

Cuando todavía se encuentra bajo la impresión de la noticia escribe a


Vischer, su paternal amigo, y le dice: «Es el peor día de mi vida». ¿Qué
puede hacer uno, como intelectual, ante tales conmociones de la cultura?
«Uno emplea toda su vida y todas sus mejores fuerzas en comprender me­
jor y explicar mejor un período de la cultura; ¡pobre profesión si en un
solo y funesto día quedan reducidos a cenizas los más preciados docu­
mentos de dichos períodos!» Un mes más tarde Nietzsche dice en una
carta a Gersdorff: «Cuando me enteré de la quema de París estuve du­
rante varios días totalmente aniquilado y anegado en lágrimas y desespe­
ración: toda la existencia científica y filosófico-artística me pareció una
absurdidad, cuando un solo día podía acabar con las obras más hermosas,
incluso períodos enteros del arte...».
Gracias a la publicación del diario íntimo de Cosima ahora podemos
hacer la prueba contraria. Ciertamente, Wagner no temió por la cultura a
la vista de la derrota francesa. Si hubo un artista que se apresuró a enca­
ramarse a la cresta de la espumosa ola nacional ése fue él: esbozó una pie­
za cómica en la que se burlaba de los franceses dando rienda suelta a su
más bien burdo sentido del humor, así como la marcha del emperador, y
compuso o esbozó una música fúnebre en honor de los caídos y una mú­
sica triunfal. Bismarck le había recibido, y ahora esperaba cambiar el rey
de Baviera, que había dejado de ser generoso con él, por el nuevo empe­
rador.
En sus fantasías de fuego había concebido con total deleite la des­
trucción de París, antítesis del ideal neoalemán soñado por él. Entonces,
el 25 de mayo, llega la gran noticia: «R. me grita que París arde, el Louvre
está en llamas, lo que me arranca un grito de horror, del que R. dice que
en Francia no más de veinte hombres lo apoyarían gritando». Esta vez,
Nietzsche no va a pasar el fin de semana, «los acontecimientos de París le
han producido una conmoción demasiado grande». El domingo Wagner
le lleva a él y a su hermana a Tribschen. «R. habla ahora vehementemen­
te de la quema y su significado; si no sois capaces de volver a pintar cua­
dros, no tenéis derecho a tenerlos de nuevo. Pr. N. dice que para los inte­
lectuales toda la existencia se acaba ante tales acontecimientos».
Entonces, el 30 de mayo se pone de manifiesto que la disputa había
sido ociosa: el Louvre no había ardido. El castigo de la Comuna de París
fue aún más horrible y cruel que el levantamiento mismo: 17.000 suble­
vados, en su mayoría trabajadores, fueron abatidos o fusilados tras ser so­
metidos a juicio sumarísimo. Ni Wagner ni Nietzsche pronunciaron una
palabra sobre ellos.
Hay que tener presente que el germen de la idea que Nietzsche tenía
sobre la formación político-cultural, tal como ésta es expuesta en las C on ­
sid eracion es in actu ales , fue implantado en los meses en los que todos los
alemanes y muchos observadores extranjeros estaban impregnados del
[2 7 2 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

entusiasmo producido por la victoria. Conrad Ferdinand Meyer, hijo de


un patricio de Zurich, se había apropiado hasta entonces de todo lo que
le gustaba de la cultura germánica y romana, como dice la historia de la li­
teratura de Richard M. Meyer. «Ahora — 1871— en la gran tensión de es­
tos días decisivos él se situó para siempre y de todo corazón en la línea de
los luchadores alemanes».
Sólo Nietzsche se adapta al papel de Casandra. La primera de las C on ­
sid eracion es in actu ales empieza así: «La opinión pública alemana parece
casi prohibir que se hable de las graves y peligrosas consecuencias de la
guerra, máxime de una guerra terminada victoriosamente: pero tanto más
gustosamente son escuchados aquellos escritores que no conocen ningu­
na opinión más importante que la pública y por ese motivo son dados ce­
losamente a elogiar la guerra y a seguir jubilosamente los poderosos fenó­
menos de su incidencia en la moral, la cultura y el arte. A pesar de ello sea
dicho: una gran victoria es un gran peligro».
C apítulo 5

Maestro, discípulo, maestra

Ciertamente, todo jovencito y todo gran hombre que tiene a otro


por grande le tiene, justamente por eso, por demasiado grande.
Jean Paul, Levana

La vida de Wagner, vista desde muy cerca y sin amor, tiene en sí


mucho de comedia, y, por cierto, de una comedia curiosamente gro­
tesca.
Nietzsche, Richard Wagner en Bayreuth

lisabeth, hermana de Nietzsche, siempre deseosa de encontrar nue­

E vas aplicaciones a los documentos que tenía en su poder, publicó el


15 de octubre de 1914, con motivo del setenta aniversario del naci­
miento de Friedrich Nietzsche, un libro titulado W agner u n d N ietzsche
zu r Z e it ih rer F reu n d sch aft [W agner y N ietzsch e en e l tiem po de su am is­
tad ]. La amistad fue efectivamente la que unió durante algún tiempo a los
dos genios, una amistad tan magnífica como singular, una amistad que se
basaba en la admiración y estaba teñida de desconfianza, que exigía tirá­
nicamente y se evadía con pretextos, que empezó con total sumisión y ter­
minó con rechazo, rebelión y enfrentamiento.
El enfrentamiento se prolongó —tras la muerte de Wagner y la recaí­
da de Nietzsche en la locura— como batalla campal entre los seguidores
de uno y otro, «wagnerianos» y «nietzscheanos», con encono y denigra­
ción del ídolo contrario. «Aquí hay una pequeña personalidad... ante una
inconmensurablemente grande en polvo», así pudo definir en 1898 la re­
[2 7 4 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

lación entre Nietzsche y Wagner Houston Stewart Chamberlain, yerno de


este último. Las habladurías airearon con voluptuosidad las desavenen­
cias, toda una riada de escritos tomó partido a favor de uno u otro, el ban­
do de los wagnerianos, agrupado en torno a Bayreuth, tomó tintes tan
sectarios como el de los nietzscheanos, que profesaban el evangelio de
Zaratustra. El descubrimiento de que también Cosima, presentada por
Nietzsche como Ariadna, desempeñó un papel en esta «tragedia de la
amistad», «la distinguida señora», como los wagnerianos gustaban de lla­
marla, añadió a la disputa el aliciente de lo picante.
La historia de la amistad y la ruptura de la amistad —un «gran
tema»— ha sido narrada incontables veces; la última de ellas a cargo de
Eischer-Dieskau, cantante aficionado a escribir, Como quiera que, espe­
cialmente en sus primeros años, esta amistad se desarrolló en círculos
muy reducidos, sobre todo en la casa de campo de Wagner en Tribschen,
cerca de Lucerna, las fuentes de información son siempre las mismas: la
correspondencia epistolar entre Wagner y Nietzsche, las cartas de Cosima
a Nietzsche, las noticias de Nietzsche a sus amigos y los relatos de Elisa-
beth. Se han perdido las cartas de Nietzsche a Cosima, y precisamente
con este hecho nos encontramos ya en medio de la historia. Elisabeth, a la
que tras la muerte del hermano en 1900 correspondió el papel de «depo­
sitaría del legado», que normalmente corresponde a las viudas de los
grandes hombres, se vio a sí misma en un plano idéntico al de Cosima, la
otra gran viuda, en cierto modo tendiéndose mutuamente las manos por
encima de las tumbas. Pero en Bayreuth habían cambiado las relaciones
de fuerza, Cosima estaba casi ciega y en 1906, cuando estaba a punto de
cumplir setenta años, sufrió un grave colapso. Entonces asumió la direc­
ción su hija Eva y, después, Houston Stewart Chamberlain, que se había
casado con ella en 1908.
Este llevaba ya mucho tiempo tratando de construir con el chovinis­
mo y el antisemitismo de Wagner una nueva religión popular, en la que,
lamentablemente, ya no había sitio para el viejo amigo y enemigo Nietzs­
che, el cual a la postre se había pronunciado a favor de los judíos y de los
franceses. Aunque en el prólogo de su libro W agner y N ietzsch e en la épo­
ca de su am istad Elisabeth dice que en 1909 fueron destruidas muchas
cartas de su hermano a los Wagner (en realidad, todas iban dirigidas a Co­
sima) «por motivos totalmente inexplicables para mí», tales motivos no
eran tan inexplicables para ella. Fueron víctima de la limpieza general lle­
vada a cabo por Chamberlain. Pero mientras tanto había estallado la gran
guerra patriótica de 1914, y no era precisamente el momento para inves­
tigar a fondo los motivos.
A decir verdad, estas cartas no contenían ningún secreto. Cosima, a la
que, a través de su diario íntimo publicado íntegramente en 1976, hemos
conocido como una mujer ciega y totalmente dependiente de Wagner,
P R O F E S IÓ N [2 7 5 ]

más mojigata que coqueta, a buen seguro que no habría conservado las
cartas de Nietzsche hasta 1909 si hubiera descubierto en ellas, aunque
sólo fuera a través de insinuaciones, una actitud que fuera más allá de la
admiración respetuosa.
Tampoco había que esperar secretos del diario íntimo de Cosima, que
ésta llevó con extraordinario rigor, día a día, hasta la muerte de Wagner,
el 13 de febrero de 1883. Además Glasenapp y Du Moulin Eckart, bió­
grafos de Wagner y Cosima, habían tenido ocasión de estudiar a fondo
ese diario, y cabe pensar que si hubieran encontrado en él cosas sensacio­
nales o escandalosas, alguna se habría filtrado. A pesar de ello, el diario,
tal como ha llegado a nosotros, es una fuente inapreciable. En el índice
del primer volumen, que abarca los años 1869-1877, Nietzsche es citado
unas doscientas veces. Con él sólo compiten Friedrich Feustel y Hans
Richter entre los amigos, Luis II, Liszt y Bismarck entre los coetáneos fa­
mosos y Beethoven, Shakespeare y Goethe entre los grandes del pasado.
A Wagner ciertamente le habría gustado que Nietzsche figurara en la ca­
tegoría de sus seguidores. Y si es cierto que alguna vez había llegado a in­
tuir que podría figurar en el grupo de los iguales a él, la idea le resultaba
incómoda.
La historia de las relaciones entre Nietzsche y Wagner, tal como aquí
se va a exponer, se basa esencialmente en el diario íntimo de Cosima
como nueva fuente documental. Por lo tanto, también extrae información
de la vida cotidiana de los Wagner, en la que Nietzsche aparece como un
amigo cercano, colaborador y compañero. Aquí no hay sitio para un ro­
mance, pero sí para una novela.

El primer encuentro de Wagner y Nietzsche después de conocerse en


Leipzig se realizó de acuerdo con todas las reglas de cortesía, medio año
después de aquella experiencia memorable. Nietzsche aprovecha los días'
libres de la pascua de Pentecostés de 1869 para viajar a Tellplatte. Allí, en
una pequeña pensión, quiere preparar su disertación inaugural sobre Ho­
mero y la filología clásica, pero ya el sábado por la mañana se acerca a la
villa de los Wagner en Tribschen. El criado le dice que el maestro no quie­
re que le molesten hasta las 2, pero él le entrega su tarjeta de visita. Wag­
ner se acuerda del joven profesor y le invita a almorzar, sin cumplidos.
Nietzsche, por su parte, temiendo ese «sin cumplidos» o viendo que sus
ropas de excursionista no eran adecuadas, pretexta un compromiso, tras
lo cual la invitación es trasladada al lunes siguiente. Nietzsche llega, gusta
y recibe inmediatamente una invitación para el próximo fin de semana,
primera nota de la mano de Cosima. Es la secretaria de Wagner y atiende
con total autonomía la correspondencia del maestro, el cual sólo empuña
la pluma cuando se trata de algo realmente importante. «Es el cumpleaños
[2 7 6 ] FRIEDRICH NIETZSCH E

de Wagner», escribe Cosima, «y sé que le proporciono una verdadera ale­


gría si le invito a usted a participar en la sencilla mesa de la una y a pasar el
resto del día en Tribschen, donde puede usted también pecnoctar si se
conforma con una sencilla habitacioncita». La invitación responde al esti­
lo de Tribschen: se está en el campo y sólo se invita a buenos amigos.
Nietzsche rechaza nuevamente la invitación por motivos de trabajo.
«Desgraciadamente tuve que decir que no», escribió a Rohde, «como do­
cente, por respeto a la virtud». Una curiosa explicación ante una ocasión
tan señalada. ¿Se debía en parte a que «la buena sociedad» eludía la casa
donde mandaba la adúltera? ¿O era cosa de aquella reserva que se decla­
raba en estado de alerta tan pronto como Nietzsche se veía solicitado con
determinados fines? En cualquier caso, la leyenda ha colocado un trágico
leitm otiv en la fase inicial de la amistad de Nietzsche con los Wagner: en
el curso de su primera excursión, el filósofo permaneció mucho tiempo
delante de la casa de campo y escuchó un acorde doloroso que se repetía
una y otra vez. «Como mi hermano supo después, era aquel pasaje del ter­
cer acto de S igfrid o que dice: “El que me despierta me ha herido”». En
realidad, la visita tuvo un desarrollo convencional. A Elisabeth Nietzsche
le habló en una carta de un mediodía y una tarde muy agradables; Cosi­
ma anotó: «una visita tranquila y agradable». Subraya que el invitado co­
noce a fondo las obras de Richard e incluso cita en su disertación pasajes
de O pera y dram a. Este era el punto capital.
En lugar de asistir a la fiesta de cumpleaños, Nietzsche le escribió una
carta de homenaje y felicitación. Él sabía cuál era su punto fuerte. Si se
examina atentamente esta primera carta de Nietzsche a Wagner, llaman la
atención dos detalles: en ella se habla tanto del que escribe como del que
cumple años. No sólo hay que alabar al genio, sino que también merecen
reconocimiento los pocos que descubren su grandeza, «cuando la masa
sigue envuelta en la niebla oscura y tiembla de frío». Sin embargo, esos
pocos que descubren la genialidad tienen que luchar «contra los prejui­
cios todopoderosos y las tendencias propias de signo opuesto» si quieren
disfrutar de ella. Él pertenece al grupo de los que realmente han entendi­
do a Wagner, que están en condiciones de «sentir el caudal unitario, pro­
fundamente ético, que atraviesa la vida, la escritura y la música...».
En segundo lugar hay que considerar que, mientras que de la música
de Wagner sólo se dice una palabra, de su W eltanschauung se habla con
cierto detalle. Se evoca a Schopenhauer y se evoca el «grave sentido de la
vida germano, la profunda contemplación de esta enigmática y crítica
existencia». A él, Nietzsche, la explicación de muchos problemas científi­
cos le ha llegado lentamente observando la «solitaria y rara personalidad»
de Wagner. También se mencionan las fuerzas enemigas: miserias políti­
cas, extravagancias filosóficas y el «judaismo amenazador». Era la carta
de un discípulo voluntarioso en fase de formación, pero que se sentía im­
P R O F E S IÓ N [2 7 7 ]

paciente pensando que un día ocuparía el primer sitió en el pecho del


maestro y en su mesa.
A Cosima la carta le pareció muy hermosa, pero Wagner no quedó tan
satisfecho de ella. El no tenía en absoluto motivos para considerarse un
genio solitario. De todos modos, gozaba de fama universal, había entu­
siasmado a las masas y no veía la incomprensión de la mayoría como obs­
táculo para su sueño de grandeza, sino la conjura de unos pocos, judíos y
jesuítas. Cosima, ya en avanzado estado de embarazo, presionó a Wagner
a que le diera las gracias y le invitara de nuevo. Aunque contra su volun­
tad, éste accedió y cursó la invitación. Era una invitación urgente, para el
próximo fin de semana, pero también un tanto maliciosa: «Venga usted...
El sábado por la tarde, se quede el domingo y regrese el lunes temprano:
esto es algo que puede hacer, por ejemplo, cualquier trabajador, tanto
más un profesor». Y en seguida una recomendación nacida del escepti­
cismo: «Ahora muéstrese usted como realmente es. Aún no he hecho de­
masiadas experiencias agradables con compatriotas alemanes. Salve usted
mi fe, no totalmente firme, en lo que —con Goethe y algunos otros— yo
llamo libertad alemana». Esto es una orden y una petición. Nietzsche lle­
ga y se ve atrapado al momento en la confusión de un gran acontecimien­
to que en el diario íntimo está registrado con la caligrafía de Richard.
«Hemos pasado aceptablemente la velada con Nietzsche. Hacia las 11 he­
mos dicho buenas noches. Empiezan los dolores del parto». Nietzsche,
que se había perdido el cumpleaños, llega a tiempo al nacimiento.
O, tal vez, de acuerdo con la severa moral de la época, le fue ocultado
cuidadosamente el hecho. «Hacia la 1 bajé a donde estaba Richard para
informarle y en primer lugar acordar no hacer nada que llamara la aten­
ción, no dejar que se produjera ningún cambio del orden del día ya acor­
dado, y retener a Nietzsche hasta la comida de mediodía con los niños».
Richard se comporta como un marido y un padre solícito y, a primeras
horas de la mañana, es premiado con el nacimiento de un h ijo. En sus
propias palabras: «Él [Richard] miraba fijamente en actitud extática; al
momento le sorprendió un esplendor dorado, increíblemente bello, que
se encendía en el tapete naranja primeramente de la puerta del dormito­
rio con un fuego nunca visto en los colores y se reflejaba en el confrecillo
azul con mi retrato [de Cosima], de modo que éste, cubierto con cristal y
contenido en un pequeño marco dorado, alcanzaba una prestancia sobre­
natural. El sol ya había asomado por encima del Rigi y había lanzado sus
primeros rayos: el día de sol más glorioso. A R. se le llenaron los ojos de
lágrimas; de pronto también a mí me llegan los sones tempranos de las
campanas dominicales de Lucerna por encima del lago».
Naturalmente, al día siguiente Richard permaneció junto a su esposa,
Se distribuyeron regalos entre el personal. A mediodía, Wagner comió
con Nietzsche y los niños. «A las 4.30 R. se había liberado de su penoso
[2 7 8 ] FRIEDRICH N IETZSCH E

compromiso». Al día siguiente, Cosima envió una nota y se disculpó por


la confusión.
Nadie tomó a mal que Nietzsche se hubiera quedado a pesar de la
confusión imperante. Por el contrario, ahora ya pertenecía a la casa.
Como Cosima era supersticiosa, y otro tanto Richard, debía de tener un
significado que la visita de Nietzsche hubiera coincidido con la llegada
del pequeño Siegfried, príncipe heredero y ejecutor de la misión de Wag-
ner (así lo vio éste desde el primer día). En la siguiente visita, el 31 de ju­
lio, Cosima comentó que era «una persona muy culta y agradable». Em­
pezaba a actuar aquel oculto mecanismo que hacía que Nietzsche se
sintiera atraído por damas más bien maduras y cultas, y éstas por él. Ya al
día siguiente: «A la mesa el profesor Nietzsche, que es muy agradable y se
siente muy a gusto en Tribschen». Entre los músicos, los aristócratas y los
moradores de la casa, Nietzsche era para Cosima «el sabio», un cambio
agradable y, a la vez, una fuente inagotable para sus deseos de saber. Al
principio, Nietzsche quedó sorprendido de su suerte, del papel de amigo
de la casa que se le concedía. Su entusiasmo quedó plasmado en las car­
tas a su casa y a los amigos. Pero mientras que del primer encuentro en
Leipzig había hecho un esbozo ameno y positivo, con Wagner tal como se
le conoce, ahora dejó de lado los detalles y subrayó el genio de éste y su
misión, así como su conducta irreprochable, en oposición a lo que el en­
torno propagaba de él. Agotaba los superlativos y venía a responder a la
fórmula: cuán atractivo es el monstruo de cerca, cuando uno es tan im­
portante que puede experimentar esa proximidad. Wagner era, pues,
«uno de los seres humanos más ideales, rebosante de los pensamientos
más nobles y más grandes, y totalmente libre de todas aquellas miserias y
manchas externas con las que la pecadora señora Fama le había cubier­
to». A su amigo Gersdorff le escribió que no debía creer nada de lo que
viera en la prensa y en los escritos de los críticos de música sobre Wagner.
Él mismo se apresuraba a quitar las manchas con angustiosa terquedad, a
fin de que brillara el cuadro ideal: «En él impera una idealidad tan in­
condicional, una humanidad tan profunda y conmovedora, una gravedad
vital tan elevada, que junto a él me siento como junto a la divinidad». El
mismo balance hizo más tarde, tras una visita en compañía de Rohde, en
uno de los dos borradores que se conservan de una carta a Cosima: «Él
[Rohde] ha sacado de ello un respeto y una admiración de toda la vida allí
que tiene absolutamente algo de religioso».
Si es cierto que Nietzsche participaba devotamente en el culto a Wag­
ner también lo es que se dedicaba a recoger, con pareja dedicación, los ru­
mores de la «pecadora señora Fama» y que le pasaba a Cosima las críticas
negativas sobre la música del maestro. Husmeaba y preguntaba a la vez,
de la misma manera que, con anterioridad, en sus años de estudiante ha­
bía pedido, junto a las obras de Schopenhauer, el libro del crítico Haym.
P R O F E S IÓ N [2 7 9 ]

El diario íntimo de Cosima está plagado de esas secretas alusiones: una y


otra vez se colocaban cargas explosivas en el pedestal del monumento,
delante del cual se elevaban las nubes de incienso. Críticas adversas,
periódicos y libros hostiles: Nietzsche no se demoraba en comunicar, en­
viar y preguntarle qué opinaba ella de todo aquello. Eran «desvergüen­
zas», «depravación», sobre el lujo de Wagner, su harén, su intimidad con
el rey de Baviera, al que impone sus desviaciones, o sobre su manía de co­
locarse delante del espejo para estudiar cómo puede llegar a ser igual a
Goethe y a Schiller. Cosima rehusaba contestar y enrojecía ante la idea de
que su curiosidad hubiera provocado tales noticias y pedía a Nietzsche
que callara en presencia de Wagner. A pesar de todo había una especie de
complicidad.
Perfecta armonía. Así lo resumió Nietzsche por última vez, al final de
su vida consciente, en el E cce h om o : «Dejo de buen grado el resto de mis
relaciones humanas; no quiero que salgan de mi vida a ningún precio los
días de Tribschen, días de confianza, de alegría, de sublimes coinciden­
cias, de profundos momentos. No sé qué han vivido otros con Wagner:
sobre nuestro cielo nunca pasó una nube». Nietzsche era recibido en la
corte; Cosima lo formuló expresamente así: «Usted es para nosotros un
vecino de Tribschen, y esto significa mucho en el aislamiento material y
moral de nuestra corte». El estaba presente en los paseos de primavera y
en las fiestas de Navidad, y si no podía llegar a tiempo, se repetía en su ho­
nor la obra escénica de cumpleaños. Presentó a amigos suyos —Rohde y
Gersdorff—, llevó con él a su hermana, que fue catalogada por Cosima
como «juiciosa y modesta».
Las vacaciones de pascua de Pentecostés de 1871 constituyeron el
punto culminante tantas veces citado. Elisabeth, que estuvo presente, tra­
zó un cuadro en el estilo de la época de Makart. Fue un paseo vespertino:
«Mientras el lago y las montañas, de formas tan pintorescas y perfiles tan
nítidos, se hacían cada vez más delicados, más transparentes y aromáti­
cos, por así decir se iban espiritualizando, nuestra animada conversación
se detuvo de pronto, y todos nos sumimos en un silencio ensoñador».
Al cuadro en el estilo de Makart pertenecía por encima de todo la in­
dumentaria: «Nosotros cuatro [en realidad, cinco] íbamos por el llamado
Rauberweg, bordeando el lago, delante la señora Cosima y mi hermano;
Cosima en un vestido de cachemira rosa con anchas franjas de encajes au­
ténticos que llegaban casi hasta el dobladillo, del brazo le colgaba una gran
pamela con una corona de rosas, detrás de ella caminaba, digno y pesado,
el gigantesco y negrísimo perro de Terranova Russ, después veníamos Wag­
ner y yo, Wagner en traje de pintor holandés: levita de terciopelo negro, cal­
zón corto de raso negro, medias negras de seda, una corbata de raso azul
claro con abundantes pliegues, con fina lencería y encajes en medio, gorra
de artista sobre los cabellos todavía abundantes». Lamentablemente, en la
[2 8 0 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

descripción falta el atuendo de Nietzsche, pero podemos imaginárnoslo


plenamente burgués con pantalón gris claro, levita oscura y botines finos.
El cuadrito de género, amorosamente elaborado por Elisabeth, cul­
mina en una apoteosis. En el punto más alto de la propiedad estaba la ca­
sita de cortezas, la ermita. Allí uno se sentaba a la luz de la luna y miraba
por encima del lago. «Lentamente se fue rompiendo el hechizo del silen­
cio; Wagner, Cosima y mi hermano empezaron a hablar de la tragedia de
la vida humna, de los griegos, de los alemanes, de planes y deseos. Nun­
ca, ni antes ni después, he vuelto a encontrar en la conversación de tres
personas tan diferentes una armonía tan maravillosa; cada uno tenía su
propia partitura, su propio tema, y lo subrayaba con toda su fuerza, y, no
obstante, ¡qué magnífica armonía!» Elisabeth y Russ asistían a la escena
con expresión pensativa. Ciertamente, Cosima y Wagner, ambos de natu­
raleza patética, habrían aprobado el acharolado cuadro de Elisabeth. El
único que meditaba día y noche sobre una verdad más verdadera, sobre
el abismo que se abría detrás y por debajo de toda esa armonía, era su her­
mano Friedrich.

Las primeras pruebas de aguante se debieron a que los Wagner, maes­


tro y maestra, cargaban despreocupadamente, o sólo con disculpas ficti­
cias, al nuevo discípulo con gestiones, mensajes, obligaciones y favores a
los que éste se sometía ciertamente con diligencia pero siempre lamen­
tando el tiempo que tenía que sacrificar a todo ello. Él era profesor y
pronto iba a ser nombrado catedrático numerario, pero en Tribschen sólo
veían en él al hombre joven, al ayudante de Wagner y al solícito caballero
de Cosima. Como Figaro aquí, Fígaro allí, tenía que cuidarse de todo, un
apoyo artístico y literario, como el otro hombre joven, Hans Richter, que
debía prestar servicios auxiliares musicales. Por ejemplo, había que bus­
car y encontrar en Leipzig un cuadro de un tío de Wagner llamado
Adolph o poner en el periódico un anuncio que dijera que la correspon­
dencia del maestro con un amigo, publicada recientemente, lo había sido
sin conocimiento ni voluntad suya. En las semanas anteriores a Navidad,
Cosima empezó también a hacer encargos, con la mayor naturalidad, al
«muy venerado y querido profesor». Había que adquirir la M elan colía de
Durero para el maestro; luego había que encuadernar los autores clásicos
de la biblioteca de Wagner, «los griegos en marrón rojizo y los romanos
en marrón amarillo (papel jaspeado con lomo de piel, el papel también en
tonos marrones, por ejemplo, blanco, amarillo, y una pequeña mancha
marrón encima) y el título de los autores en pequeños trozos de papel de
diferentes colores».
Aparte de ello («¡ay, lo más comprometido de todo!), Nietzsche debía
comprar en la Eisengasse de Basilea juguetes para la pobre Cosima en su
P R O F E S IÓ N [2 8 1 ]

«desamparo de Lucerna». El profesor aprobó, pues, las figuras de títeres,


el rey no le pareció auténtico, el demonio no era suficientemente negro, y
por propia iniciativa adquirió hombres con camellos para los niños, que
veían en el profesor N ützsche un bienvenido compañero de juegos. ¿Y
qué ocurría con la grande y hermosa tienda del señor Kieper frente a Co­
rreos? Allí se tenía que encargar un «verre d’eau», una jarra de agua, ro­
deada de seis o cuatro vasos, sobre una bandeja de vidrio, bonita y sólida;
la factura se debía enviar inmediatamente al señor Wagner. El 15 de di­
ciembre, otro grito de socorro de Cosima: tul con estrellas doradas o to-
pitos, si es necesario también podría ser tarlatana; no hay modo de en­
contrarlo en toda Lucerna. Perdón, ella se olvida una y otra vez del
profesor, sólo piensa en sus 25 años y en que él es «bueno para nosotros,
habitantes de Tribschen». El siguiente encargo tiene lugar en enero: una
lámpara de plata, cuyo diseño ha de ser aportado por el gran Gottfried
Semper. Nietzsche escribe a Semper, Semper escribe a Nietzsche y envía
el diseño. Lamentablemente, la lámpara es un vaso de sinagoga. Así, pues,
Cosima, enemiga declarada de los judíos, no la puede encargar directa­
mente. La carta de pedido la escribe la institutriz y, ¿quién la entrega?
Nietzsche.
El propio maestro cursó el pedido el 3 de diciembre, majestuosamen­
te, más como merced que como ruego: «Realizo un acto de la más ilimi­
tada confianza en usted al enviarle con estas líneas una considerable masa
de manuscritos de la más valiosa naturaleza, a saber, el principio de mis
dictados del relato de mi vida». Nietzsche debe cuidarse de la impresión
del primer pliego; a continuación recibirá instrucciones precisas. El im­
presor es italiano, lo que dificulta las cosas. Nietzsche tiene que leer las
pruebas (como Wagner observa mordazmente, se le escapan algunas fal­
tas), Nietzsche tiene que cuidarse, después, de las modificaciones, Nietzs­
che tiene que buscar a alguien que diseñe una viñeta para el frontispicio
del libro; debe ser un ave parecida a un águila con un escudo estrellado y
el ave tiene que tener cuello de buitre, pues el maestro pretende dar a en­
tender con ello que, en realidad, él no es hijo del escribiente de la policía
Wagner sino del actor y escritor Geyer. Nietzsche está siempre dispuesto
y predispuesto. Desde que pertenece al clan de los Wagner, el cargo de
profesor le resulta cada día más odioso.
Las contraprestaciones de sus amigos de Tribschen son: dos habitacio­
nes, que están siempre a su disposición, y el salón, llamado «sala de pen­
sar», como estudio. Basta con que comunique su llegada. Y lo que es aún
más importante: todo lo que él dice, todo lo que él escribe, es leído en voz
alta, comentado, elogiado en extensas cartas, aderezadas con buenos con­
sejos. Cosima lleva también este intercambio epistolar, transmite las opi­
niones del maestro y añade ideas propias. Aquí Wagner actúa plenamente
como el escritor viejo y experimentado; mientras tanto aparece una edi­
[2 8 2 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

ción de sus escritos en varios volúmenes, cuando de Nietzsche aún no se


ha publicado otra cosa que algunos estudios de filología y recensiones en
el R heinisches M useu m de RitschL Los dos se atacan mutuamente en las
conversaciones que mantienen junto al fuego de la chimenea; el mundo de
Nietzsche, los altos dioses y héroes y poetas de la antigüedad, y el mundo
de Wagner, en el que también comparecen Esquilo y Sófocles y Platón, se
confunden. Hablan como de igual a igualólo que, más allá de tules y tarla-
tanas, es todo un consuelo. Más adelante se hablará de los resultados: des­
de la disertación inaugural de Nietzsche sobre Homero hasta E l n acim ien­
to de la traged ia, las C on sid eracion es in actu ales y los P roem ios para Cosima.
Mientras tanto, Wagner ha descubierto el valor que Nietzsche tiene
para él. Pero exige incansablemente la presencia del joven que sólo acci­
dentalmente — así lo ve él— ha ocupado un puesto de profesor y no tie­
ne reparo en expresar su «extrañeza» cuando éste no acude a su casa y no
escribe, pero se le pasa rápidamente el enojo cuando Nietzsche se discul­
pa. Se muestra preocupado pensando que tal vez sobrecarga a Nietzsche
con trabajos de corrección, y puede resultar encantador como en la carta
del 4 de febrero de 1870, presidida por el tratamiento, a medio camino
entre el usted y el tú, «Carísimo señor Friedrich» y al final de la cual hay
un cuadro que presenta a los dos juntos con los dioses griegos y, al mismo
tiempo, en la cima del progreso: «¡O h, amigo! ¡Dónde buscar las pala­
bras hímnicas cuando desde nuestro mundo miramos a esas criaturas in­
concebiblemente armónicas! ¡Y qué alto pensamos nuevamente de noso­
tros mismos y esperamos cuando sentimos profunda y claramente que
debemos y tenemos que conocer algo que a aquellos les estuvo vedado!»
Una jocosa ficción cuyo significado apenas si ha sido tenido en cuenta
hasta ahora permite saber cómo veía realmente Wagner su relación con
Nietzsche. En enero de 1871 a la muy leída Cosima se le ocurre comparar
a Wagner con el archivero Lindhorst, el alquimista y prestidigitador de E l
vaso de oro, de E.T.A. Hoffmann. A Wagner le gusta el símil, ya que en de­
finitiva él es un mago, y pronto reparte los papeles: Cosima es la Azucena
de fuego, Nietzsche el estudiante Anselmo. Una vez, cuando Nietzsche
(impresionado por la quema de París) no quiere ir a Tribschen, Wagner le
ordena mediante un telegrama firmado por el «Archivero Lindhorst que
se persone en su casa».
Para entender las alusiones hay que tener delante E l vaso de oro. El es­
tudiante Anselmo es el pobre diablo que va por la vida dando tumbos,
pero tiene la inesperada suerte, gracias a una naturaleza en el fondo poé­
tica, de entrar en el mundo mágico del archivero Lindhorst. El archivero
necesita para sus preciados manuscritos un escribano «que sepa dibujar
con la pluma para poder transferir al pergamino, con máxima exactitud y
fidelidad, todos los signos, y precisamente con tinta». Le deja trabajar a
solas en una habitación especial de su casa, le paga cada día un tálero
P R O F E S IÓ N [2 8 3 ]

fuerte, además de ofrecerle mesa libre, y le promete un bonito regalo


cuando termine el trabajo.
No es necesario tomar este relato al pie de la letra, pero define apro­
ximadamente el papel representado por cada uno de los moradores de la
casa de Tribschen. La azucena de fuego era el elevado principio de la poe­
sía, encarnado en Cosima como musa, Wagner era el príncipe de los espí­
ritus, mientras que el estudiante Anselmo dejó de ser el muchacho so­
litario y melancólico para convertirse en una criatura afortunada. Su
transformación tuvo lugar en el círculo mágico del archivero: «Con una
decisión que en otro caso no le era propia hablaba de muy otras tenden­
cias de su vida, que se le hicieron claras, de las magníficas perspectivas
que se le abrían, pero que algunos no conseguían ver». De acuerdo con
semejante punto de vista, los trabajos que Nietzsche tenía que realizar
para los Wagner no eran otra cosa que pruebas y experimentos, compa­
rables a aquellos servicios que en el relato llevan a la boda con la hija de
la reina. El fin de E l vaso de oro también era muy prometedor: Anselmo,
absuelto por el príncipe de los espíritus, se arrojó en brazos de la peque­
ña serpiente, la encantadora y cariñosa Serpentina, y además recibió un
magnífico señorío en la isla de Atlantis. En cualquier caso, Nietzsche
tomó también el cuento al pie de la letra y llevó a las niñas de Wagner una
pequeña serpiente verde como juguete.
La vieja bruja de E l vaso de oro dice: «[Anselmo] ha caído en las ma­
nos del archivero Lindhorst, y éste quiere casarle con su hija». Cierta­
mente para eso faltaba aún mucho tiempo; Isolde, la mayor de las hijas
reales de Wagner, cumplió seis años en abril de 1871, pero ¿quién podía
adivinar el futuro? En cualquier caso existía un punto en el que Wagner
ya había elaborado planes firmes; tenía previsto algo para Nietzsche e
iba a resultar muy difícil sacárselo de la cabeza: el destino de Nietzsche
estaba estrechamente unido con el del pequeño Siegfried. Así, pues, si
Wagner moría prematuramente, él debía ser tutor y, en cualquier caso,
educador de Siegfried durante toda su vida. También esto Wagner lo
veía más como gracia que como alejamiento de cosas más importantes. A
él le resultaba fácil tenerse por un semidiós y ver en Siegfried a un hijo
de los dioses.
Decretó que Siegfried, la criatura de seis meses que tenía en brazos,
debería ser dado en adopción a fin de que creciera entre personas, tu­
viera que hacer frente a contrariedades y se peleara con unos y otros,
pues de lo contrario sería un iluso, acaso un cretino como el rey de Ba-
viera. Recta educación principesca, pues, viril y germánica, no falsa y afe­
minada. «Pero, ¿dónde?» pregunta Cosima. «Junto a Nietzsche», res­
ponde Wagner; donde él sea profesor, «nosotros observaremos desde
lejos cómo Wotan asiste a la educación de Siegfried. Dos veces a la se­
mana tendrá mesa franca en casa de Nietzsche, y todos los sábados espe­
[2 8 4 ] FRIEDRICH N IETZSCH E

raremos noticias». ¿Una broma? Quien así piense conoce mal los auda­
ces sueños de Wagner.
Esto tampoco era un capricho. Una de las cartas más extensas e in­
dulgentes de Wagner a Nietzsche, del 24 de octubre de 1872, tras prolijas
discusiones sobre germanidad, judaismo y helenismo, vuelve sobre el
punto: «Ahora miro, pues, a mi hijo, mi Siegfried: el niño se hace cada día
más robusto y fuerte, y, al mismo tiempo, no menos diestro con el ingenio
que con el puño». Este pequeño Sigfrido tiene ahora tres años y medio.
En medio de toda la desesperación él es la esperanza de Wagner, «un
puro prodigio». Y: «El niño me lleva a usted, amigo, y me inspira, ya
por puro egoísmo familiar, el afán de ver impulsadas literalmente hasta su
realización todas mis esperanzas depositadas en usted: pues el niño
— ¡ay!— le necesita». Signos de admiración, guiones, ¡ay, Nietzsche
como educador de Siegfried es el deseo ferviente de Wagner!
En la fantasía de Wagner todo está ya decidido. Nada más nacer Sieg­
fried, supo que su hijo no sería músico como él, perdido en el mundo de
su fantasía y castigado por el mundo terrenal, sino cirujano como el «Wil-
helm Meister» de Goethe, un médico práctico que se afirmaría en el mun­
do. Pero una formación general debería prepararle para ello; de ahí
Nietzsche, maestro destacado.
¿Y no daba ya muestras el niño de que estaba preparado para tan ele­
vado designio? Wagner hace saber a Nietzsche, aparentemente como de
paso pero con preciso cálculo que, mientras ordenaba la biblioteca, le ha­
bía dicho al pequeño Fidi: «Ahora, C reuzers Sy m bolik [Sim bolism o de
C reu zer], y Fidi le había alargado rápidamente el libro correcto. No era
un título más, era la más importante fuente para aquella nueva interpre­
tación de los dioses y aquella contraposición de lo dionisíaco y lo apolíneo
de la que debía emerger E l n acim ien to de la traged ia. El pequeño Sieg­
fried estaba ya, por así decir, ungido.
Meses antes, Wagner había abordado el tema de Fidi. Escribió: «Bien
mirado, usted es, después de mi esposa, la única ganancia que me ha
aportado la vida: a decir verdad, ahora afortunadamente se suma a ella
Fidi; pero entre él y yo hace falta un eslabón que sólo usted puede cons­
tituir, algo así como el hijo para el nieto». Esto elevó aún más la posición
de Nietzsche en la dinastía: él era el hijo esp iritu al de Wagner y debía con­
vertirse en padre esp iritu al de Siegfried.

Ciertamente todo esto eran construcciones del futuro y, si se quería,


fantasmagorías: hijo espiritual y padre, tutor y educador, albacea, deposi­
tario de la obra, todo esto halagaba pero no bastaba. Las enfermedades y
ausencias de Nietzsche, sus susceptibilidades y crisis de humor nacían de
la duda de si él era realmente, como deseaba e interiormente pedía, el pri­
P R O F E S IÓ N [2 8 5 ]

mer confidente del maestro, el genio en el fondo igual a él, sólo más joven
y por eso necesitado de consejo, o simplemente un allegado como tantos
otros, de los que la corte de Tribschen se servía a voluntad.
En este sentido, Nietzsche era motivo de preocupación para los Wag-
ner, había que controlar sus humores. En cualquier caso, él íes había con­
fiado su existencia, se había jugado su reputación como profesor. Esto es­
taba en la base de aquella carta en torno a Fidi del año 1872 en la que
Nietzsche es propuesto como nexo de unión entre el padre, que ya tiene
casi sesenta años, y el hijo, que acaba de cumplir seis.
Wagner, maestro en ganar dinero pero no un mago como el archivero
Lindhorst, vio el peligro de que el discípulo se convirtiera un día en una
carga para él, de que le pudiera obligar a acometer otras campañas finan­
cieras con sus planes. La preocupación afloró con suficiente claridad en
la carta sobre el futuro de Fidi: «Le deseo prosperidad totalmente ordi­
naria, pues la otra [la existencia espiritual] me parece plenamente asegu­
rada en usted». Tras la nueva lectura de E l n acim ien to d é la traged ia, Wag­
ner ha pensado: «¡O jalá que esté y se mantenga sano, y le vaya bien todo!
En modo alguno le debe ir muy mal». Era una carta atormentada, escrita
además en un estilo enojoso. A Nietzsche Wagner le había colocado un
considerable peso en el cuello, le había arrancado del viejo camino, y aho­
ra no tenía otra cosa que ofrecerle que consejos y promesas: «Aguante
con fuerza sólo algún tiempo más; lo justo se encuentra con toda seguri­
dad al final».

Nietzsche se lo había jugado todo a una carta. La carta se llamaba «Ri­


chard Wagner». A sus veintiocho años, Nietzsche estaba encadenado a
una actividad profesional que ya sólo experimentaba como un suplicio
diario, y Wagner le daba palmadas en el hombro diciéndole: «Valor, mu­
chacho». Ahora vamos a exponer cómo se llegó a esta situación. Afecta al
punto más vulnerable de la relación entre maestro y discípulo y, al mismo
tiempo, explica mejor que todo lo aducido después la ruptura de la
unión, la renuncia, la decepción, la transformación del amor en odio.
El punto de partida de todos los males fue el hecho de que Nietzsche
estuviera descontento de su actividad como profesor de la Universidad de
Basilea. El no tenía la modestia de Burckhardt para sacar lo mejor de una
situación dada. Se sentía impaciente como Fausto, siempre queriendo su­
bir más alto, y para él era más adecuado diseñar y desarrollar planes edu­
cativos de largo alcance que practicar la enseñanza con los bachilleres y
los universitarios de Basilea. A esto se sumaba que no soportaba la fatiga
de las horas de clase y la preparación de las lecciones, de modo que en
medio del semestre sufrió estados de agotamiento.
Nietzsche dudaba de si realmente estaba hecho para la enseñanza uni­
[2 8 6 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

versitaria. En enero de 1871 surgió en el seno de la universidad una solu­


ción que debía aliviar el peso de su carga; Nietzsche se aferró a ella como
si fuera una tabla de salvación. El filósofo Gustav Teichmüller fue llama­
do de Basilea a Dorpat, y Nietzsche se ofreció para sucederle. Adujo dos
razones que a nosotros, situados en una época posterior, nos parecen más
que obvias. En primer lugar, de ese modo se deshacía de la carga que su­
ponía para él la enseñanza en el Pädagogium. En segundo lugar, la filoso­
fía era su auténtica pasión, aquello para lo que servía. «Impulsado por na­
turaleza de manera fortísima a pensar filosóficamente algo unitario y a
insistir de manera permanente y libre de agobios, mediante largos perío­
dos de pensamientos, en un problema, me siento todavía zarandeado de
un lado a otro y apartado de la órbita por el múltiple trabajo diario y su
naturaleza. A la larga apenas podré soportar esta actividad simultánea en
el Pädagogium y la universidad, pues siento que mi verdadera tarea, a la
que en caso de necesidad debería sacrificar cualquier profesión, mi [acti­
vidad] filosófica sufre con ello, hasta el punto de que es rebajada ala con­
dición de una actividad secundaria».
Todo esto eran buenas intenciones, y desde nuestro punto de vista ha­
bría sido absolutamente natural que los honrados basilenses hubieran
concedido la cátedra de filosofía a Nietzsche, filósofo famoso para toda la
eternidad. Pero los basilenses tenían ya bastante con un genio, pues ha­
bían colocado precipitadamente en la cátedra de filología a un intelectual
sin titulación universitaria de profesor ni doctorado. Ahora preferían que
hablara la reflexión. Las objeciones eran muchas: sobre todo, que Nietzs­
che estaba más tiempo en Tribschen que en Basilea y que no se había acli­
matado realmente. Después, que, junto con su petición, había propuesto
una combinación o maniobra, concretamente el nombramiento de su
amigo Rohde para ocupar la cátedra de filología que él dejaba vacante, y
por último y más importante, que sus conocimientos en filosofía no eran
suficientes. Entre la filosofía griega y Kant, junto con Schopenhauer, de
todo lo cual supuestamente él entendía algo, había en cualquier caso más
de dos mil años de historia de la filosofía, y los enemigos de Nietzsche po­
dían afirmar con derecho que en su vida aún no había leído ni una línea
de Spinoza, Hobbes, Locke, Leibniz, Schelling o Fichte. Los maliciosos
dudaban también de que entendiera algo de Kant, y Schopenhauer
— esto lo sabemos— significaba para él más un estado de ánimo que un
sistema.
El proyecto fracasó, pues, y fue nombrado el filósofo Rudolf Eucken,
hombre apuesto y orador brillante que instruyó con provecho a las damas
basilenses sobre la «lucha por conseguir un contenido espiritual para la
vida», la «verdad contenida en la religión», «el sentido y el valor de
la vida» o, en última instancia, sobre «el ser humano y el mundo». Euc­
ken, que en 1874 pasó a la Universidad de Jena y en 1908 recibió el pre­
P R O F E S IÓ N [2 8 7 ]

mió Nobel por su notable labor como filósofo escritor, está hoy práctica­
mente olvidado. Su lección inaugural en la Universidad de Basilea, sobre
«Aristóteles y el presente», puede decirse que no molestó a nadie.
Nietzsche no quedó muy decepcionado. El futuro filósofo conocía los
enojosos compromisos que existían en torno a las cátedras de filosofía; a
través de Schopenhauer se había enterado de ello hacía ya mucho tiempo.
Al menos ante Rohde dejó entrever que su meta principal había sido la
combinación que hubiera permitido a éste ir a Basilea como profesor de fi­
lología. Nietzsche dijo literalmente: «En realidad, incluso ese profesorado
me atrae sobre todo por ti, pues lo considero sólo como algo provisional».
¿Qué era lo que verdaderamente perseguía en secreto? Desde febre­
ro de 1870 Nietzsche tenía una carta de Wagner, sobre la que podía le­
vantar sus esperanzas para un futuro inmediato. En ella aparecían las pa­
labras «división del trabajo», que también se podían entender como
«división del dominio», como delimitación de fronteras entre dos poten­
cias amigas, pero soberanas. En esta carta sumamente personal Wagner
decía que, a veces, al reflexionar sobre su trabajo le venía, como si fuera
un rayo, una idea filosófica. Pero si quería profundizar en esa idea, para
hacerla científicamente aprovechable, necesitaba mucho tiempo y con
ello tenía que renunciar a su propio trabajo. «Aquí es bueno ahora una di­
visión del trabajo. Usted podría quitarme mucho, la mitad de mis ocupa­
ciones. Y, al hacerlo, tal vez atendería plenamente a sus asuntos».
El era un diletante en filología, seguía diciendo Wagner, y Nietzsche
en música. Pero estaba profundamente convencido de que la filología era
una importante estructura, «sí, me dirige como músico». Con esto Wag­
ner se refería a sus intentos poéticos y narrativos, pero también filosófi­
cos, con los cuales, mientras tanto, había realizado una extensa obra de la
que ahora aparecía un volumen tras otro. En sentido inverso, Nietzsche
debe seguir siendo filólogo, para dejarse dirigir por la música. Esto podía
referirse al futuro sueño nietzscheano de una «filología musical», pero
también podría significar lisa y llanamente: dejarse dirigir por la música
de Wagner.
«Lo que digo aquí lo digo en serio», seguía declarando Wagner en
esta carta decisiva para el futuro de Nietzsche. Cosas indignas son la filo­
logía especializada pura, el girar en círculo sobre uno mismo y la música
pura y absoluta con su insidia de números. Y: «Ahora muestre usted,
pues, de qué sirve la filología y ayúdeme a realizar el gran “renacimiento”,
en el que Platón abrace a Plomero, y Homero, henchido de las ideas de
Platón, se convierta verdaderamente en el Homero supremo».
Para un hombre joven sin obra propia esto eran verdaderos cantos de
sirena. Aquí se le ofrecía una amistad como, anteriormente, Nietzsche
sólo pudo soñar con Rohde, y el gran Wagner se mostraba condescen­
diente con él, un principiante, y le invitaba a sentarse a su lado, como un
[2 8 8 ] FRIEDRICH N IETZSCH E

rey junto a otro. Si Nietzsche hubiera leído la carta con más atención, más
filosóficamente, a buen seguro habría descubierto también la picardía del
tentador, el engaño en la brillante propuesta. Platón-Nietzsche era invita­
do a abrazar a Homero-Wagner; Homero-Wagner, enriquecido con las
ideas de Platón-Nietzsche, se convertiría así en el más grande de todos.
Enriquecerse sin escrúpulos ni complejos, material e idealmente, era una
característica del genio de Wagner. Nietzsche tenía mucho tiempo para
conocerle de cerca en ese punto.
Aquel plan de una vocación secreta, que Nietzsche había acariciado
ya como estudiante, se concretaba ahora en los frecuentes encuentros con
Wagner. Su nombre era Bayreuth. Como le explicaba Wagner en sus con­
versaciones, Bayreuth era mucho más que el plan de un teatro de música.
A este nombre iba unido el concepto de un «nuevo período cultural», o
sea, de aquella reforma, de aquel reinicio en tomo al cual giraba ya men­
talmente Nietzsche a sus diecisiete años, que buscaba con su «Germa-
nia». El 19 de junio de 1870 escribió a Cosima: «En el asunto de Bayreuth
he pensado que lo mejor para mí podría ser que dejara durante algunos
años mi actividad como profesor y peregrinara también hasta el Fichtel-
gebirge». Y añade: «Son esperanzas que me gusta acariciar». ¿Es una ca­
sualidad que la frase siguiente hable ya del príncipe heredero, de Fidi?
«Me he alegrado mucho pensando en Fidi: era la primera vez que le veía
en el adecuado entorno e iluminación de la naturaleza libre, y ¡cuán sano
y lleno de esperanza se me ofreció aquí!» El futuro educador emitió su
primer juicio, descubrió en el rollizo niño de dos años un gran destino.
Wagner el visionario no sólo había puesto al niño el mítico nombre de
Siegfried, sino también el nombre mesiánico de Helferich.
Cosima contestó a vuelta de correo. En Bayreuth las cosas van bien, y
así surge el feliz proyecto: «Usted escribe el libro en Bayreuth, y nosotros
le honramos». Tampoco aquí se debe pasar por alto la trampa: U sted ela­
bora la idea, y n oso tro s la m aterializam os. Cosima, soñando de buen grado,
continúa: «Y si son quimeras lo que describo aquí, cuando su clara imagen
como techo protector favorezca el crecimiento de la magnífica vegetación,
constantemente amenazada por la temperatura exterior, yo la voy a cuidar
y a fertilizar como jamás se hizo en una propiedad». También aquí el sen­
tido se ha de extraer del pensamiento expuesto a continuación: «Si enton­
ces queda concluido el A n illo d e l N ib elu n go y la realidad [sigue siendo] lo
que siempre es, los bellos cuadros habrán prestado su servicio». Esto sig­
nifica lisa y llanamente: sólo importa una cosa, la obra de Wagner. El sue­
ño del nuevo «período cultural» también puede servir a ese fin.
Sin embargo, el esperanzado Nietzsche lo tomaba todo al pie de la le­
tra, y los Wagner dejaban caer alusiones que él podía aplicar a su perso­
na, como el futuro filósofo de la casa y como el iniciador de lo que Ri­
chard llamaba «renacimiento» y él «reforma». Una vez entendido esto, se
P R O F E S IÓ N [2 8 9 ]

explican las muchas alusiones que aparecen en las cartas a Rohde y que
hasta ahora nadie ha sacado de su contexto.
El 29 de marzo de 1871 Nietzsche informa a Rohde que casi ha ter­
minado un pequeño trabajo titulado O rigen y ob jetivo d e la tra g e d ia , y si­
multáneamente ejecuta de un plumazo la condena de la filosofía: «Vivo
en un arrogante distanciamiento de la filología, no es posible imaginar
otro peor... Así me acostumbro a mi universo filosófico y ya creo en mí; y
si me convirtiera en poeta, también estaría dispuesto a ello». Un buen de­
monio lo hace todo para bien, su mundo crece hasta formar un todo ante
sus ojos. «Nunca he creído que alguien pueda sentirse tan claro y tran­
quilo en esta ausencia de objetivos claros, sin ese supremo empeño en un
puesto de funcionario estatal, como yo me siento en líneas generales».
Aquí hay poesía y filosofía, sin seguridad a través de un puesto de profe­
sor oficial.
El 10 de abril de 1871 escribe a Rohde y le dice que ha estado nueva­
mente en Tribschen. «Allí tienen de nuevo los más grandes proyectos. Allí
hay el aire que necesitamos para vivir». En la carta del 7 de junio aflora
por primera vez el proyecto de una publicación periódica: «H e comenta­
do con Wagner la idea provisional de una revista de la reforma, y al ha­
cerlo hemos pensado ante todo en ti». «Hay muchas cosas en marcha»,
subraya al final. La carta de Navidad a Rohde concluye con el consejo de
no «dar a la maldita revista filológica» todo lo que él escribe en términos
más generales. «Espera un poco a las hojas de Bayreuth». Aquí se men­
ciona exactamente el futuro plan profesional: Nietzsche editará la revista
del nuevo período cultural, el período del renacimiento o la reforma ale­
mana, como mano derecha de Wagner. Así puede comunicar jubilosa­
mente a casa que en los conciertos de Mannheim, celebrados en diciem­
bre de 1871, ha estado con Wagner en la primera planta de la «corte
europea» y que, «de los muchos honores que le fueron tributados a Wag­
ner, una parte recayó también en mí como su persona de confianza».
Llega el gran momento en el que — a principios de enero de 1872—
aparece el libro largamente proyectado, tan a menudo comentado y ree­
laborado, que combina la nueva interpretación del arte y la filosofía grie­
gas con el homenaje a Wagner como renovador del helenismo. Nietzsche
está convencido de que el libro hará época, Wagner y Cosima están entu­
siasmados. Es su entrada triunfal en la historia del espíritu. Un joven y
genial profesor de universidad ha conferido a Wagner la dignidad de
Goethe, le ha puesto sobre la cabeza la corona de laurel. Es una nueva
victoria en la guerra por la conquista de Bayreuth.
Pero, desgraciadamente, si los amigos se muestran entusiasmados, los
intelectuales están horrorizados. El profesor Nietzsche ha arruinado su
prestigio. Cosima anota: «R. piensa en la gente que ahora tiene la palabra
en Alemania y se pregunta qué suerte va a correr este libro». Richard tie-
[2 9 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

ne razón al preguntarse. El libro no abre una nueva carrera, sino que des­
truye para siempre la vieja, felizmente empezada. En la anotación de Co­
sima se dice asimismo: «[Richard] espera fundar en Bayreuth una revista,
cuyo redactor será el profesor Nietzsche».
Esperanzas sobre esperanzas, planes sobre planes. Semanas después
aparece Nietzche: «Se ha hablado mucho; planes para tiempos futuros,
reforma de la escuela, etc.; él interpreta bellamente sus composiciones
para nosotros». Lo último es el consuelo por lo ficticio de los planes fu­
turos. El proyecto de Bayreuth cuesta una inmensa suma de dinero, un
particular se atreve a construir un teatro de la Ópera con todos los com­
plementos, también con una villa privada. Ningún artista actual se atre­
vería ni siquiera a pensar en un proyecto semejante. Wagner es el planifi­
cador, el político, que lo hace posible, ¡pero con muchas dificultades!
Dos días después de la visita de Nietzsche, el 22 de enero de 1872, se pue­
de leer en su diario: «Llega la carta que comunica que Cohn aún no ha en­
viado nada y que habría que tener el crédito para toda la construcción,
antes de poder empezar. Al mismo tiempo, R. recibe una carta del barón
Cohn, éste anuncia una firma para la concesión de 20.000 táleros. Y el ba­
rón Loen había hablado de 50.000 y había anunciado que en su portafo­
lio lleva suscripciones para 28.000 táleros, y al barón Cohn sólo le ha ha­
blado de 12.000». Cosima se consuela a su manera: «Una araña, que vive
sola, vaga incansablemente sobre la carta de Cohn a la luz de la lámpara».
Nietzsche vive como implicado la lucha por Bayreuth, Elisabeth reco­
ge 900 táleros para un patronazgo. El está presente, pero no como repre­
sentante de Richard, no como segundo genio, al lado de éste y después de
éste, como Schiller junto a Goethe, sino sólo como persona de confianza
de la comunidad, como un buen amigo entre otros buenos amigos. Es
más que comprensible que en la rabiosa lucha por conseguir dinero para
Bayreuth ya nadie piense en el proyecto de una Academia, en su doble
misión. Se pone de manifiesto que el gran Wagner es ante todo composi­
tor de óperas y, después, su propio empresario; todo lo demás está supe­
ditado a esa idea monomaniática, de modo que incluso el redactor de la
revista que se quiere fundar no tendrá que ser otra cosa que vocero del
maestro, difusor de su fama.
Capítulo 6

Retrato del artista ensujuventud

...un guía que tiene miedo de su propia autoridad, orgulloso, sensi­


ble y desconfiado, en la lucha con el caos de su vida y en la agitación
de su interior.
Jam es Joyce, Retrato del artista adolescente

Por fin parece llegado el momento de tensar el arco, después de ha­


ber permanecido colgado largo tiempo...
Nietzsche a Wagner, 24 de enero de 1872

hora nos vamos a detener un momento en el relato para compro­

A bar cómo era en realidad este muchacho que al empezar el seg­


mento de su biografía aquí recogido aún no tenía veinticinco años
y al terminarlo apenas treinta. Si otros tienen que esperar demasiado
tiempo a que lleguen el éxito y los cargos, en el caso de Nietzsche todo se
había producido con excesiva rapidez; y, como sus hombros no eran sufi­
cientemente robustos para soportar la toga de profesor, sus ilusiones se
abrieron paso y siguieron su camino esquivando ese escollo. La universi­
dad era, en el mejor de los casos, una estación; la filosofía, un puesto in­
termedio. Ahora el futuro estaba cada vez más cerca, un futuro en el que
él sería dos cosas distintas —poeta y guía—, si es que no se fundían en
una sola: apóstol arrebatador, poeta-profeta.
El habría sido el último en poder describir claramente el mensaje de
esa misión profètica. En su cabeza había demasiadas cosas: la renovación
de la filología clásica, la reforma de la educación, el arte del futuro pre­
[2 9 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

visto por Wagner y el nuevo período cultural que debía empezar en Bay­
reuth, pero también la filosofía platónica y preplatónica, y de repente se
le podía ocurrir la idea de que había encontrado una fórmula, absoluta­
mente original, para interpretar la métrica griega. El conjunto estaba fer­
mentando con excesiva pujanza, pero su maduración era lenta. Causa y
consecuencia de ello eran los persistentes dolores de cabeza y el insom­
nio: cuando estaba en cama sin poder conciliar el sueño, no paraba de dar
vueltas y más vueltas: ¿dónde estaba el punto arquimediano a partir del
cual pudiera poner orden en el caos de sus ideas?
Nietzsche era al mismo tiempo optimista y asustadizo, como muchos
genios. Y si salía adelante era porque confiaba plenamente en el único
que, iniciado como él pero más viejo, le debería llevar a la fama que le es­
taba reservada. De su entrega y servilismo a Wagner podríamos decir que
eran masoquistas e interpretarlos como sumisión a una imponente figura
paternal; sin embargo, es más lógico ver también ahí el cálculo, la opor­
tunidad para el torpe, miope e inexperto muchacho de verse rodeado sú­
bitamente de grandes personajes, gracias a un bienhechor que, efectiva­
mente, hablaba de tú a tú a reyes, emperadores y potentados. La fe de
Hölderlin en Schiller y de Kleist en Goethe se repetía con la misma pe­
rentoriedad y el mismo ardor.
Nietzsche podía esparcir incienso en las cartas, redactar verdaderos
homenajes de sumisión, atribuir incondicionalmente sus propios méritos
al maestro, pero la alianza estaba basada en el principio de «yo te doy
para que tú me des», do u t des. «¡Para que al final todo revierta en usted!»
escribió Nietzsche tras la aparición de E l nacim iento de la traged ia en ene­
ro de 1872. Y: «Percibo mi existencia actual como un reproche y le pre­
gunto a usted sinceramente si puedo serle útil.» Pero hay que leer correc­
tamente esos homenajes, pues también equivalen a ponerle una pistola en
el pecho y decirle: ¡Ay de usted si no se sirve de mí!
Desde un principio, la relación de Nietzsche y Wagner fue de silen­
ciosa, sólo a veces furtivamente atizada, rivalidad. Acaparaba de tal ma­
nera la mente y la sensibilidad de Nietzsche que la realidad y la actividad
basilenses le resultaban casi quiméricas, un mundo de sombras. Peregri­
naba a Tribschen para asistir al piadoso servicio religioso, pero al mismo
tiempo acudía al torneo de las mentes, a medir fuerzas, a provocar al maes­
tro, en presencia de una dama que ciertamente no le arrojaba la rosa de su
pecho pero tal vez le sonreía alguna vez, cuando él rompía una lanza.
Nietzsche defendía su independencia, rechazaba las invitaciones, apa­
recía sin previo aviso, y ya desde un principio provocó el enojo de Wag­
ner porque se dejaba ver poco y había escalado por su cuenta y riesgo el
Pilatus, en vez de pasar el fin de semana en Tribschen. Las conversacio­
nes daban lugar con facilidad a diferencias de opinión. El diario íntimo de
Cosima se hace eco de ello ocasionalmente, en los casos en que Richard
PROFESIÓN [2 9 3 ]

salía vencedor. Nietzsche considera, por ejemplo, que la música de las B o ­


d as de F ígaro de Mozart era música de intriga; Wagner replica diciendo
que Mozart ha disuelto la intriga en melodía. Un caso representativo es la
conversación sobre vegetarianismo del 19 de septiembre de 1869, que ya
hemos comentado al hablar de la amistad de Nietzsche con Gersdorff. En
el informe de Cosima: el profesor Nietzsche, a la hora del café, consigue
enojar a Wagner con su elogio del vegetarianismo. «Richard lo considera
un disparate, amén de un gesto de arrogancia, y como el profesor le dice
que no comer animales tiene valor ético, etc., Richard responde que toda
nuestra existencia es un compromiso que sólo podemos superar si pro­
ducimos alguna cosa buena. Y, toda vez que no basta con el simple hecho
de beber leche, seamos ascetas... Como el profesor le da la razón a Ri­
chard y, no obstante, persiste en su abstinencia, Richard se enfada».
Este es el desarrollo ejemplificado de lo que Wagner pensaba cuando,
en un gesto de autocrítica, dijo: «Yo estoy por encima de la gente». Él es
un soberano que no soporta ninguna oposición. Hace callar a Nietzsche,
pero Nietzsche se refugia en la resistencia pasiva. Así, con frecuencia de­
bió de producirse esta situación: el profesor no discute, sino que cede,
pero al mismo tiempo se aferra a su idea, se cierra, se mete en su concha
de caracol.
Ciertamente, podemos imaginamos a los dos —el maestro de cabellos
blancos y el joven profesor con mostacho— de una ínanera completa­
mente distinta; alados, prepotentes, incitándose mutuamente, provocán­
dose con ironía. Si dejamos de lado lo que los separaba, los dos eran in­
terlocutores ideales, naturalezas artísticas que se entregaban a la fantasía,
a la especulación, tal vez a lo que Wagner llamaba su «filología primige­
nia», fantasías sobre el origen de la lengua, de acuerdo con las cuales
«m a» significaba lo blando y «pa» lo duro. Las dos plantas de la casa de
Tribschen — donde estaban las habitaciones de Wagner y Cosima— fue­
ron bautizadas de acuerdo con este principio.
El primer acuerdo se produjo en lo que los dos percibían como nue­
va ciencia del futuro: un hermanamiento de la filología clásica, la filosofía
y la música. Los dos desarrollaron proyectos en conversaciones, elabora­
ron planes. Wagner soñaba con una filosofía de la música, de donde salió
su texto sobre Beethoven. Nietzsche envió a Tribschen el texto de sus cla­
ses; Wagner los leyó en voz alta de noche y fueron comentados a fondo.
El profesor tenía por fin un público adecuado a su rango. Wagner, con
formación humanística como alumno del Kreuzgymnasium de Dresde,
había reflexionado largamente sobre el tema, que ocupaba el punto cen­
tral del libro que Nietzsche proyectaba sobre el origen de la tragedia grie­
ga. Ahora, un entendido venía a ampliar sus concepciones. Ni las diserta­
ciones ante los ingenuos muchachos basilenses ni las conferencias ante el
público culto al uso de la tierra, pero también atrapado al uso de la tierra,
[2 9 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

podían darle a Nietzsche lo que le daba el reducido círculo de Tribschen;


comprensión, objeciones, ampliaciones, estimulación a seguir con sus
pensamientos. ¿Hay algún otro sitio donde, al llegar la noche, hombre y
mujer se sienten a leer juntos los D iálo go s de Platón? ¿Y sería imaginable
la siguiente escena matutina en Tribschen sin el espíritu del profesor ba-
silense en la lejanía? «A las siete de la mañana Richard me da los buenos
días y me dice que ha reflexionado mucho sobre Sócrates». A continua­
ción vienen pensamientos de Wagner, que ocupan toda una página y que
con toda seguridad sólo en parte son de su propia cosecha. Así, las con­
versaciones eran de mucha entidad. Si añadimos que las elucubraciones
de Wagner abordaban también la política y que él se veía en el futuro
como un hombre poderoso, podemos imaginar el entusiasmo del joven
profesor con el papel de filósofo de la casa, del futuro Estado y de la fu­
tura Iglesia. En contrapartida, Nietzsche tenía que soportar algunas co­
sas, incluida la visión de las debilidades del gran Júpiter y de las triviali­
dades de la vida familiar de los Wagner.
Y además, allí estaba Cosima. No puede haber ninguna duda de que
ella ocupaba un lugar importantísimo en la mente y el corazón de Nietzs­
che: aparecía junto al maestro y en los más ocultos sentimientos por de­
lante de él. Aunque probablemente en esta silenciosa alianza no se cruzó
ni un solo beso, Cosima atrajo sobre su persona toda la apetencia amoro­
sa de Nietzsche en los primeros años de Basilea, le impulsó a rendirle plei­
tesía como nunca una dama a su trovador. En las muchas cartas de Cosi­
ma a Nietzsche no figura ciertamente ninguna insinuación de una oculta
inclinación al estilo de la época, ni siquiera para el ojo más perspicaz, y la
premisa de toda la correspondencia es el incontrovertido rango de Ri­
chard como figura de culto de los dos, pero ya la extensión de las cartas,
su frecuencia y su intimidad coloquial muestran lo que para Cosima sig­
nificaba el joven, profundamente rendido y contradictorio invitado: si
Wagner era el genio al que ella tenía que servir, que aceptaba indulgente­
mente sus aportaciones a la conversación como Goethe las sugerencias de
su Eckermann, en Nietzsche ella encontraba la persona a la que podía
confiar tanto sus pensamientos sobre Homero como sus problemas con
los hijos. Si además se aprovechaba de Nietzsche insolente y desconside­
radamente, esto era, desde siempre, desde sus orígenes en Francia, prác­
tica generalizada: el privilegio de las damas.
En todo ello había una doble fascinación: Cosima era francesa, y aun­
que se declaraba entusiasmada con todo lo alemán, encarnaba hasta el
más pequeño detalle aquel aristocrático estilo de vida con el que Nietzs­
che soñaba. Ella era, y esto no lo podían cambiar ni siquiera las preten­
siones jupiterinas de Wagner y su sólido dominio, la verdadera señora de
Tribschen, y en reconocimiento de su incondicional sumisión cosechaba
a su vez interminables testimonios de agradecimiento y cumplidos de
PROFESIÓN [2 9 5 ]

Wagner. Ella ejercía literalmente el dominio sobre los niños y el personal,


era una madre solícita pero severa y, a diferencia de su Richard, persona
más bien despreocupada, concedía una gran importancia a las buenas
maneras.
El otro hecho era aquel acerca del cual la gente e incluso los vecinos
suizos no dejaban de hablar: Cosima había tenido el valor de abandonar
a su marido e irse a vivir con el hombre al que amaba; esto era «imposi­
ble» y traía como consecuencia la marginación social. Pero precisamente
tal decisión debió de gustar al joven profesor, al que movía la gran liber­
tad dionisíaca de los griegos: una mujer tan libre como las grandes hete­
ras, las inteligentes y bellas amigas de los estadistas griegos, «una hembra
con estilo» como dirá más tarde. En sus cartas la llama la «inteligente ba­
ronesa von Bülow». Y ella era lo bastante inteligente como para seguir los
procesos mentales de Nietzsche y oponer a los atrevimientos de éste su
sano sentido común. Así le habría gustado a Nietzsche que fuera su audi­
torio.
Que ella estuviera libre en los primeros tiempos significaba algo más:
él podía, sin herir los sagrados derechos del marido, aspirar al favor de
Cosima; ciertamente un amante tímido pero precisamente por eso tanto
más fácil de someter al juego de fuerzas imperante en el hogar de Tribs-
chen. Lo que él decía y escribía no era sólo un pugilato con Wagner sino
también una postulación a Cosima, a la que enviaba y dedicaba sus diser­
taciones. Sobre todo, las dos disertaciones sobre el drama musical griego
y sobre Sócrates y la tragedia se dirían compuestas para ella: de lo más ele­
gante y grácil que Nietzsche escribió en estos primeros tiempos. Alta, es­
belta, con una nariz larga, que ni siquiera el pintor Lenbach consiguió ha­
cer que se acercara suficientemente al ideal, Cosima no respondía en
verdad al ideal erótico de Nietzsche, pero era su musa, su consejera, su
comprensiva amiga, y como él era joven, distinguido en sus maneras, una
persona culta, «muy agradable», como observó Cosima, podía imaginar
perfectamente que un día conseguiría desbancar al tosco alborotador y
rudo bromista. Por Elisabeth sabemos que Wagner podía describir con
duras palabras, según su estado de ánimo, su relación con Cosima; in ero-
ticis no tenía pelos en la lengua. En este sentido, el tacto y la galantería de
Nietzsche podían ser un consuelo para ella.
Fue mucho después cuando Nietzsche convirtió la alianza con Cosi­
ma, la amistad en Tribschen, en un gran amor y una gran pasión; a ella la
protegió, como si fuera un secreto, con el nombre de «Ariadna»; él, como
Dionisos, raptaría a la hija del rey, sujeta al heroico Teseo, ahora ya viejo
y devoto, como sólo un dios podía raptar a una mortal. Así lo dio a en­
tender en versos, conversaciones y aforismos, como enigma, como alu­
sión; él también tenía sus artes, pues era un conquistador joven al lado de
un marido ya más bien viejo, «apolillado».
[2 9 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Por cierto, Cosima podía ser encantadora; actuaba no sólo como se­
cretaria de Richard sino también como su ministro de Asuntos Exterio­
res. Redactaba las invitaciones urgentes a Nietzsche, se mostraba conci­
liadora, rogaba: «Vuelva pronto a comer carne, aunque sólo sea por amor
a Eva». Pero también era muy susceptible con su admirador; además de
reprocharle que hubiera viajado a Lugano sin despedirse de ella, se mos­
tró sumamente contrariada cuando se enteró de que Nietzsche había en­
viado su disertación sobre Homero, incluido el poema introductorio, no
sólo a ella sino también a su hermana. La anotación del diario íntimo a
este respecto es muy elocuente: «Primeramente tengo que reírme de ello,
pero, tras hablar con Richard, aquí tengo que ver un giro mental, como
una fiebre de traición, por así decir para resarcirse de una gran impre­
sión». Cosima no conocía el perdón, el vasallo había engañado a la dama
de su vida, aunque fuera sólo con la hermana. No nos sorprende que el 15
de julio de 1871, en las mejores relaciones, haga la siguiente anotación
con referencia a una carta de Nietzsche, hoy desaparecida: «También en
esta relación de toda una vida Richard ha entregado más amor del que ha
recibido». Pocos indicios se oponen a la hipótesis de que en la lucha de
fuerzas, en la política de alianzas, ella era la más perspicaz, la más renco­
rosa, Richard el más apasionado pero también el más sentimental.

El hombre que aspiraba al favor de Cosima ya no era precisamente un


adolescente. Esto produjo tensiones de dignidad personal, inseguridades
entre la necesidad de protección y el deseo de independizarse, entre acer­
camiento y obstinación. Por regla general, a los muchachos les resulta
más fácil la emancipación respecto de la familia, respecto de la casa pa­
terna que ha dejado de ser protectora para hacerse opresora, en una for­
ma violenta, dolorosa para las dos partes, a la que más tarde siguen una
tranquilización, una reconducción y un nuevo acercamiento con otras re­
glas de juego.
Así era también en el siglo X IX . El caso de Nietzsche constituye una
excepción de la regla. A pesar de su rebeldía, a pesar de su conciencia me-
siánica, a pesar de sus planes de altos vuelos, el joven Nietzsche perma­
neció asombrosamente fiel a la casa paterna: a la madre, a la hermana,
pero también al círculo vital de Naumburg. La distancia que separaba el
pensamiento de Nietzsche del de Cosima era astronómica, pero él siguió
obsesionado con el detalle de las cartas maternas, en las que se informaba
con absoluta fidelidad de lo hogareño y lo local, desde las comidas de casa
hasta el baile del casino; él, por su parte, contestaba con minuciosidad ba-
silense. La correspondencia cobró en alguna ocasión un ritmo más lento,
pero siguió siendo durante todos los años muy regular; las Navidades y
los cumpleaños eran siempre las fiestas más grandes del año y además las
PROFESIÓN [2 9 7 ]

cantaban y celebraban con regalos. En las cartas de agradecimiento cada


uno de los regalos era elogiado profusamente por las dos partes como
algo especial. Además, la madre, la hermana y el hermano se escribían
poemas. En las cartas se comentaba interminablemente cuál era la mejor
manera de reunirse. ¿Debía ir Friedrich a Naumburg en vacaciones?
¿Irían a verle a Suiza la madre y la hermana? En el fondo era el mismo im­
pulso que le llevaba a planificar y combinar incansablemente cómo po­
dría conseguir que sus amigos acudieran a Suiza. Lo más normal habría
sido que Nietzsche, ahora con plena autonomía económica, pensara en
viajes de estudios, ante todo a París como vieja meta, aunque a un apa­
sionado admirador de Grecia también le habría gustado realizar un viaje
a Ática. Nada de todo ello; los pensamientos giraban entre Naumburg,
Leipzig, el lago de los Cuatro Cantones y el lago Lemán, como puntos fi­
jos. A ellos se sumaban las montañas suizas. Pero el primer viaje a Italia
por cuenta propia fracasó ya en Bérgamo, de la misma manera que la
campaña de Francia había fracasado en Metz.
Mientras que, a veces, la convivencia con la madre se veía oscurecida
por el enojo y éste raramente se prolongaba, la hermana se fue afianzan­
do más y más en el papel de acompañante y ama de casa imprescindible,
hecho que más tarde ella exhibió como timbre de gloria y en el que basó
su papel como primera depositaría del legado y dueña de la obra de
Nietzsche, a la muerte de éste. «He tenido la ventaja de estar con él más
tiempo que cualquier otra persona viva o muerta», escribió Elisabeth or-
gullosamente.
De acuerdo con un cómputo preciso, Elisabeth estuvo con su herma­
no cuatro meses en 1870, más de seis meses en 1871 y de tres a cuatro me­
ses, por partida doble, en 1872 y 1873; a ello hay que sumar las vacacio­
nes de verano de 1874 y 1875, de tres a cuatro meses. En agosto de 1875
empezaron a vivir juntos en Basilea, situación que se mantuvo sin inte­
rrupción hasta marzo de 1876. Entonces Elisabeth repartía su tiempo y su
ayuda entre Basilea y Naumburg. El 25 de julio de 1878, un año antes de
la renuncia al puesto de profesor, terminó la vida común con la disolución
del hogar de los hermanos Nietzsche. Si los biógrafos del filósofo se
muestran, con todo derecho, duros con Elisabeth y, con idéntico derecho,
conceden escaso crédito a sus datos, no se puede negar que de los ocho
años comprendidos entre 1870 y 1878 pasó tres y medio con su hermana.
Ella llevó la casa y él, al soportarla, se vio ciertamente honrado, estimula­
do, glorificado pero también coartado, en permanente relación familiar
con una persona que en ningún punto estaba a la altura de sus pensa­
mientos, una persona para la que los Wagner encontraron los calificativos
de «juiciosa», «modesta» y «graciosa». En Basilea Elisabeth también re­
cibió muchas invitaciones, pronto estuvo al corriente de todo y fue dis­
tinguiendo paulatinamente a las muchas familias con el mismo nombre,
[2 9 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

pero nunca se dijo que se hubiera fijado en un pretendiente. En el fondo


ella no era un buen partido, y así se puso al servicio de su hermano, que
amablemente le dejaba caminar a su lado y bromeaba con ella como en
los viejos tiempos. Elisabeth siguió siendo «Lam a» [en castellano llama],
el animal de carga que a veces cocea y escupe.
Si se investiga ese extraño apego de un hijo obediente que en los mis­
mos años se veía, cuando no como revolucionario, sí, al menos, como re­
formador, hemos de descartar como explicación una fuerte vinculación
con la madre, como la que a menudo acompaña a una persistente soltería.
De acuerdo con los espartanos principios de su educación, no hay ni aso­
mo de ternura; el cariño aparece exclusivamente como tutela y a menudo
es incluso de naturaleza represiva. La educación es impartida en raciones
horarias y diarias, las buenas maneras son el resultado de un trabajo de
domesticación o doma. En las cartas predominan expresiones convencio­
nales como «querida madre», «mi querido hijo», «mi buen hijo», «te sa­
luda y te besa en espíritu»; en ninguna de ellas se encontrará ni siquiera
una gota de simpatía expresada abiertamente. Elisabeth es más efusiva,
pues cuando escribe a su hermano le llama «muy querido» y «Friedrich
del corazón», a lo que él contesta con «querida Elisabeth», si es que no
bromea con las dos: «Cara Mamma, cara Lamma».
Así, pues, hay que hablar, más que de vinculación maternal, de nece­
sidad de tener una madre. La madre que Nietzsche tuvo llenaba el sitio a
la vez correcta e incorrectamente. Más exactamente: encarnaba algo más
y algo distinto de su papel de madre; junto con Elisabeth ofrecía calor de
nido, olor de establo, refugio. A él le bastaba con que ellas mantuvieran a
distancia a los vecinos de Naumburg, que tuvieran perfectamente acon­
dicionado su «pequeño estudio», que la comida y la bebida estuvieran a
punto en su momento y que le dejaran a solas con sus pensamientos. No
necesitaba nada más que esa soledad bien guarnecida. Así, Nietzsche
pasó sin pronunciar el mínimo reproche, más bien con cierto alivio, de las
manos de la madre a las de la hermana, y — a pesar del posterior enojo de
los biógrafos— la habría soportado aún más tiempo si la madre no se hu­
biera sentido celosa y, al envejecer, no hubiera reclamado la ayuda de Eli­
sabeth en el hogar. Las dos aceptaron como cosa del destino, pero a la vez
no como algo inmutable, que Friedrich se convirtiera en un «librepensa­
dor» (léase incrédulo). En las cartas no se mencionaba esta preocupación,
pero se invocaba constantemente.
Aún había otra cosa que unía a la pequeña familia: el impulso hacia
algo superior. Por eso al pequeño Friedrich se le inculcó el ritual de las
buenas costumbres. Por eso la madre maquinaba incansablemente en el
plan de acercar su hijo a su muy influyente protectora, la gran duquesa
Olga de Rusia, y su hijo Friedrich accedió a que en Basilea se produjera el
encuentro de acuerdo con todas las reglas del protocolo, a buen seguro en
PROFESIÓN [2 9 9 ]

contra de su voluntad, pues quería ascender por sí mismo, pero también


con un precioso ramillete de flores, en el que, de acuerdo con el deseo de
la madre, también había ciclamen. Es cierto que se indignó: «Estoy harto
de cartas principescas», pero, junto con la observación «esto lo entiende
nuestra madre», en seguida añadió que él tenía ahora la difícil tarea de
ocuparse del rey de Baviera (al que le había enviado, como gesto de su­
misión, un ejemplar de E l n acim iento de la traged ia). Su rey de Baviera se
imponía a la gran duquesa Constantina de la madre, como las invitaciones
de los círculos distinguidos de Basilea, que él enumeraba en cada una de
sus cartas a casa, se imponían a las veladas y las reuniones de las que la
madre y la hermana parecían no saber deshacerse. Aún más distinguido
era no acudir. Ya en una de las primeras cartas desde Basilea a la madre,
contestando a la pregunta «¿Qué tenéis ahí en ese miserable-noble
Naumburg?», ésta decía con orgullo: «Aquí hay conciertos y teatro y con­
ferencias públicas para dar y vender: pero me he vuelto demasiado aris­
tocrática para poder instruirme con semejantes cosas. ¡Cómo cambian las
personas!». La carta termina con la irónica exclamación «¡Ay, menuda
educación!». Y firma: «El hijo viejo que cada vez se hace más viejo». La
madre le llamaba el «viejo niño»; las raras veces que la invadía un senti­
miento más tierno pensaba en la infancia y en cantos infantiles, en los
tiempos en que le llevaba en brazos a la cama. Al final, cuando el demen­
te fue de nuevo depositado en sus brazos, lo tuvo como quería: para aten­
derle y cuidarle eternamente.
Las veleidades aristocráticas del «viejo niño» condujeron también al
primer conflicto. La distinción de la viuda Nietzsche en Naumburg esta­
ba unida a un riguroso sentido del ahorro. Al principio de los años de Ba­
silea, Nietzsche escribió a su hermana (que mientras tanto se había hecho
cargo de la administración de su pequeña fortuna) las ominosas palabras:
«Cambia de una vez un billete y envíame el dinero...». Elisabeth no esta­
ba en casa, la madre leyó la terrible frase, realizó el «triste cambio» y no
pudo por menos que reprender a su Friedrich como había hecho en otro
tiempo: «Te han tenido que robar el dinero, mi querido Friedrich, pues a
dónde iríamos a parar. Todo el mundo cree que ahorras de tu sueldo, has­
ta los Wenkel, y dejas aquí tranquilamente los intereses; todo se esfuma y
además el capital, cosa que no está bien. Así, pues, por amor de Dios coge
tus cosas y alójate en otro sitio. Déjame que te diga aún una cosa como tu
madre que soy: que ese punto no se convierta en un eterno motivo de dis­
cordia. Tú eres, en cualquier caso, mi buen hijo. Yo estoy acostumbrada
a ser demasiado ahorradora, sin ser amiga de la tacañería, pero pienso que
ese dispendio no es correcto y tengo que decírtelo insistentemente, aun­
que me resulte infinitamente duro».
Nietzsche habría tenido todos los motivos para indignarse. De todos
modos, en una nueva carta a la madre le expuso que el dinero estaba des­
[3 0 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

tinado, entre otras cosas, a alojar a la madre y a la hermana en una buena


pensión a orillas del lago de Lemán. Aparte de ello, tenía problemas en el
cobro de su sueldo: los tacaños suizos pagaban estrictamente cada medio
año y a plazo vencido. Nietzsche se limitó a devolver la carta y añadirle
una nota: «Ruego se considere de nuevo si las expresiones y opiniones
contenidas en esta carta son las correctas. F.N.». Y al final: «Lee de nue­
vo mi carta. Muestra también a Lisbeth este acta». Ésa era su manera de
arreglar las cosas; reprender desde una posición más alta, sin enojo, como
cuando devolvió a Deussen su carta de felicitación: a mí no se me trata así.
«Leer de nuevo» como tarea escolar para analizar la conciencia. Elisabeth
como instancia superior, la carta como acta en el proceso de Nietzsche
contra Nietzsche.
En aquella humillante carta, la madre también había dado una lección
de cómo había que hablar a la dama de honor de la gran duquesa Cons-
tantina: «Ilustrísima señorita, muy distinguida señorita,^ también ilustrí-
sima, y ella no lo toma a mal si introduces un usted». Él devolvió la lec­
ción más de dos años después —tan sólida era su memoria— , cuando
cursó instrucciones a la madre y la hermana sobre cómo se tenía que re­
dactar la carta que debía acompañar el libro suyo dedicado a la gran du­
quesa: «Pero os pido una cosa, hablad en vuestra carta de mi libro al me­
nos con el mismo respeto con el que vosotras habláis de la augusta
persona, En caso contrario me pondré furioso. Para esto no se requiere
devoción. Así, pues, ¡hurra!». Nietzsche reclamaba un tratamiento equi­
parable y se encontró con que su familia no tenía ganas de hacer alardes
de sumisión ante tales altezas.
Ya no hubo más enfado por el cambio de un billete de banco: Elisa­
beth hizo lo que había que hacer, contestó a la pregunta, formulada insis­
tentemente, sobre el estado de las finanzas. Friedrich se «vengó» de la
manera más elegante: en Navidad envió a la familia un vale por valor de
dieciséis táleros. Esto fue suficiente para comprar una maleta a la madre
y un abrigo a Elisabeth. Y añadió una campana de mesa, «para que los
mensajeros tengan piernas más ligeras». Era una generosidad que debía
avergonzar. Así, a Elisabeth le había destinado unos gemelos, «a ser posi­
ble de buena calidad y no baratos», pero aquí también había chocado con
la persistente oposición de la madre, que opinaba que, de acuerdo con
una apreciación humana, la hija no volvería a ir tanto al teatro como du­
rante su estancia en Leipzig. De la misma manera que antes Nietzsche ha­
bía insistido en la formación y los estudios de Elisabeth, que se podían
apreciar poco a poco, ahora tenía interés en que sus «damas» se adapta­
ran a los altos niveles de la época: «En lo que se refiere a hoteles, las mu­
jeres eligen siempre los mejores, o sea, los mencionados en primer lugar
en Bádeker». Esto era un imperativo, como otros muchos en situaciones
análogas, que justifican la queja: «En cualquier caso, caros».
PROFESIÓN [3 0 1 ]

El sueldo pregonado ruidosamente a los cuatro vientos cuando fue


nombrado profesor resultó ser, a la vista de las «nobles» fantasías —Nietzs­
che invitó a sus alumnos al término del semestre y se sirvieron cinco pla­
tos— , demasiado pequeño, y justamente cuando quiso hacer el generoso
ante su familia, hubo que echar mano del capital, considerado como algo
sagrado. El hacía donativos a su madre, subrayaba el «sans façon», nada
de gracias, por favor, pedía silencio pero calculaba la pequeña suma rega­
lada de acuerdo con los principios del ahorro que le habían sido inculca­
dos. Le habría gustado ser «generoso», pero las vacaciones de tres perso­
nas resultaban demasiado caras: 24 francos por día era una cantidad que
sobrepasaba sus posibilidades, ya que el sueldo era de 4.000 francos al
año. «N o hay que darle más vueltas, sólo somos profesores, sin perspecti­
vas de llegar a ser millonarios», se lamentaba, y añadía: «aunque no lo
queramos». A él le siguió gustando que le hicieran regalos, abrir los pa­
quetes le proporcionaba siempre una alegría infantil y para el viaje a Sui­
za recomendó a la hermana: «Pero coged mejor un poco de más [dinero]
que de menos. Y luego no olvidéis mis necesidades. También me acuerdo
de que mi cumpleaños tiene lugar durante el tiempo de nuestra convi­
vencia».
El dinero regía también la ayuda familiar en caso de apuro. Desde ha­
cía tiempo el funcionamiento de su estómago dejaba mucho que desear;
ya en Pforta había constituido una preocupación seria y en este sentido la
dieta vegetariana que adoptó a instancias de Gersdorff —pan, leche, uva
de mesa y sopa— tenía sus buenos motivos. Ahora, en enero de 1871, el
estado empeoró rápidamente, y Nietzsche escribió a casa lamentándose:
«¡M al estómago, mal sueño, excesivamente poco movimiento, gran ago­
tamiento y tiempo insoportable!». Sus colegas en la universidad Lieber-
meister y Hoffmann le diagnosticaron inflamación del estómago y de los
intestinos, provocado por sobreesfuerzo, y le prescribieron aires meridio­
nales. Entonces, Nietzsche escribió a casa: «¿Quién de vosotras quiere
acompañarme?». Era un grito de socorro, pero condicionado, pues:
«Como queda dicho, no es en modo alguno imprescindible que vengáis».
Y luego nuevamente: «N o obstante, quería preguntar si ahora alguien me
va a acompañar».
De la continuación se desprende que Nietzsche hablaba muy en serio:
«Ruego me informéis lo más rápidamente posible sobre vuestras inten­
ciones, pues cada día que permanezco ahora en Basilea se opone a mi cu­
ración». Para colmo, envió simultáneamente un telegrama a Elisabeth:
«Te espero jueves aquí, juntos a Lugano, estoy mal. Caso negativo, enviar
telegrama».
El telegrama y la carta ocasionaron una pequeña confusión en Naum-
burg. Respondiendo al telegrama, la madre puso en marcha todos sus re­
cursos; se mobilizaron dos modistas, durante todo el día se hicieron ges­
[3 0 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

tiones y la factótum Miene tuvo que empaquetar ropa blanca, que fue en­
viada a la estación, pero entonces llegó la carta con el cambio en el estado
de Nietzsche de «serio» a «no tan serio» y todo quedó anulado. Elisabeth
no fue junto a su hermano, pero éste recibió una carta de la madre con ex­
clamaciones como: «Qué triste, mi querido hijo, que sufras tanto, ojalá
que ahora los buenos médicos sean guiados por Dios misericordioso y te
aconsejen lo correcto». Ella recomendaba, además de la manta y el co­
bertor rojo, chanclos, calientes medias de lana y ponerse encima de las
botas un par de las llamadas B arlatsch en , en Naumburg el par cuesta sólo
7 1/2 monedas de plata. En su carta Elisabeth utiliza todos los recursos de
su muy desarrollado sentimentalismo, con voz del corazón y declaracio­
nes sobre lo poco que ella le podría ayudar y luego lanza la gran andana­
da: «...y, para contemplar el más material de todos los puntos, yo habría
aligerado considerablemente tu bolsa, pues aunque lo quería llevar todo
personalmente y había tomado medidas para ello, conozco a mi generoso
y magnánimo hermano demasiado bien para abrigar la esperanza de que
me iba a conceder plena libertad en ese punto. Así, summa summarum,
lo mejor debe ser quedarse en casa». Mas, a pesar de las aseveraciones y
las excusas de la hermana, a pesar de su conjetura de que tal vez sería me­
jor que estuviera solo, él únicamente oía negativas: «me puse a temblar y
tuve que vomitar». Este era su verdadero sufrimiento: los suyos tampoco
le entendían, tomaban en serio las corteses frases de acompañamiento y
las señales de infortunio por menos graves, pero el refugio le cerraba las
puertas. Al final, Elisabeth pudo viajar y acompañarle a Lugano; fue una
ayuda mejor que las medias calientes, las botas, los chanclos y las B a rla ts­
chen que había pedido.
Ciertamente él prefería no tener que aparecer como suplicante, sino
poder hablar de su gran suerte y su éxito. En las primeras semanas del
año 1872 Nietzsche se sintió inicialmente muy agotado, parecía repetirse
la crisis de 1871, pero entonces, el 24 de enero, pudo informar a casa que
todo había sido superado. Una lista de experiencias agradables: el libro,
«todo está patas arriba, afortunadamente la mayor parte llenos de admi­
ración, otros llenos de ira», agradables días de Navidad, la primera diser­
tación sobre el futuro de las instituciones docentes alemanas tiene un éxito
extraordinario. La semana próxima pronunciará la segunda disertación;
es de prever que el local esté totalmente lleno, acudirán Wagner y su se­
ñora. «Os asombraríais si supierais con qué amabilidad soy tratado allí
[en Tribschen] y el respeto que me tienen». En esta carta rebosante de eu­
foria figura la frase: «Sí, hay que tener un hijo y un hermano que escriban
tales cosas; entonces merece la pena, pensaba yo, tener un hermano y un
hijo».
Esto es la familia como núcleo humano imprescindible, arracimado
en tomo a él, aplaudiéndole, como procuraba hacer Elisabeth de manera
PROFESIÓN [3 0 3 ]

tan modélica, incansable y por eso tan deseada. Por este motivo a Nietzs-
che le gustaba tanto que ella estuviera a su lado; su admiración le daba ca­
lor en medio del frío invierno basilense con su «estiércol blanco». La fra­
se citada tiene ciertamente una continuación curiosa. «Bueno, bromeo»
sigue diciendo, «¡pero cómo puedo hablar en serio de semejante hecho,
que sólo puede ser comprendido con temblor!».
Oímos por primera vez frases futuras relacionadas con el Z aratu stra.
Ahora se manifiesta una inquietante autoestima o el sentimiento de refle­
xión ante la propia obra de creación. «Habladme en vuestra carta de mi
libro al menos con el mismo respeto con el que habláis, por ejemplo, de
la augusta persona», este curioso tratamiento aparece al final de la misma
carta.
Si tomamos como contraste extremo con ello el temblor y las náuseas
que experimenta al recibir el telegrama de anulación, los síntomas cada
vez más frecuentes, de su dolencia, en el joven Nietzsche se manifiesta esa
alternancia entre los estados anímicos depresivos y maníacos, entre me­
lancolía y sentimiento creador, que es característica tanto de determina­
das enfermedades neuróticas como de los peligros del genio.

¿Podemos penetrar más profundamente, acercarnos más a la perso­


nalidad del joven filósofo, averiguar de él más cosas de las que figuran en
las notas de Cosima y en las encubridoras y delatoras cartas enviadas a
Naumburg? Hay testimonios sueltos del propio Nietzsche, circunstan­
cias, actuaciones, anotaciones que, si se unen entre sí, tal vez permiten
descubrir una relación. Resultado final de todo ello es el libro E l naci­
m iento d e la traged ia.
Aquí se trata en primer lugar de la vida, de nuevos rasgos en el retra­
to confuso del joven que era profesor en Basilea y discípulo en Tribschen.
Se trata de la pregunta, constantemente formulada, de por quién se tenía
él realmente y, con ella, de su secreta profesión en la nueva constelación
de Tribschen, pero no en sentido práctico, como servicio a la empresa de
Bayreuth, sino en el sentido de una vocación interior. Es impensable que
esta aguja imantada siguiera apuntando, imperturbablemente, al polo
Wagner. Y si es cierto que se mostraba (y se sentía) entusiasmado, mo­
desto, abnegado, también lo es que seguía tan firme que incluso Wagner
era sólo un peldaño, una estación intermedia.
En la famosa carta a Rohde de febrero de 1870, habla de sus proble­
mas futuros: él ha pronunciado las dos disertaciones públicas sobre el an­
tiguo drama musical y sobre Sócrates, comprueba que la existencia de fi­
lólogo se le hace cada vez más dura, presumiblemente él no será nunca un
buen filólogo. «L a desgracia es exactamente que no tengo modelo y corro
el peligro del loco». «Aquí estoy yo, pobre loco», no lo escribe exacta­
[3 0 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

mente así, pero así lo siente. Proyectos de aventuras: «Cuatro años de tra­
bajo cultural, luego un viaje largo, tal vez contigo». Pero, una vez más, el
autorretrato es sólo una condena, un desplazamiento de lo esencial. De
acuerdo con este plan ideal, llegaría a los treinta y cinco años y aún no ha­
bría hecho nada. Pero luego, hacia el final de la carta, aparece una pers­
pectiva completamente distinta, que hasta ahora había permanecido
oculta: «Richard Wagner me ha dado a conocer de la manera más con­
movedora qué destino ve reservado para mí». Otro ritard an d o, miedo del
propio coraje: «Todo esto es muy inquietante». Pero entonces aparece la
gran sentencia del programa: «Ciencia, arte y filosofía crecen ahora tan
juntas en mí que en cualquier caso un día yo alumbraré centauros».
La oscilante visión, que se inclina ora a un lado ora a otro, se sinteti­
za: una ciencia filosófica del arte, una filosofía artística, un arte razonado
científicamente, uno lo puede girar o agrupar como quiera, es la nueva
piedra filosofal. La intuición cobra forma en los preciosos días de junio
de 1870, cuando Rohde también está en Tribschen. El sentimiento místi­
co de hermanamiento necesita un nombre, un signo de identidad, una
fórmula cifrada para iniciados, y he aquí a los tres frente a la acuarela del
salón de los Wagner, que presenta al dios Dionisos en el corro de las Mu­
sas, pintada por Bonaventura Genelli. Es la hora del alumbramiento de
una nueva concepción del arte, de una nueva cosmovisión: cuando, poco
después, Nietzsche viaja al Maderanertal, ya ha concebido el plan de es­
cribirlo: lo que inicialmente Nietzsche retiene allí sólo como esbozo lleva
expresamente el título de «cosmovisión dionisíaca».
C apítulo 7

El nacimiento de la tragedia-
la tragedia de unnacimiento

Dicho de nuevo, hoy es para mí un libro imposible; quiero decir,


mal escrito, pesado, penoso, rabioso de imágenes y confuso de imá­
genes, sentimental, aquí y allá acaramelado hasta lo afeminado, de­
sigual en tempo, sin voluntad de pulcritud lógica... Debería haber
cantado, esta nueva alma, no hablado.
Nietzsche, Ensayo de una autocrítica

quí no vamos a hablar de la filosofía de Nietzsche, tal como es ex­

A puesta en E l n acim ien to de la traged ia, pero sí de la historia, po­


dríamos decir de la novela de este libro, estrechísimamente unida
a la novela de la vida del filósofo, del difícil, doloroso nacimiento, y de los
fuertes dolores subsiguientes, de la tragedia que supuso para su autor
cuando sus colegas le declararon científicamente muerto, cuando los es­
tudiantes de Basilea dejaron de asistir a sus clases e incluso los amigos,
sólo parcialmente confundidos, ayudaban y un colega joven, después fa­
moso, llamado Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, se atrevía a mofar­
se de él diciendo: «Que el señor Nietzsche cumpla su palabra, que coja el
tirso, que vaya de la India a Grecia, pero que se baje de la cátedra en la
que debe enseñar ciencia; que agrupe panteras y tigres junto a sus rodi­
llas, pero no a la juventud de Alemania, que debe aprender en la ascesis
del trabajo abnegado a buscar la verdad en solitario». Si en Basilea el éxi­
to fue rápido e inesperado, la caída fue súbita. Nietzsche no había escrito
un libro malo, flojo, deficiente, sino un libro «imposible», que vulneraba
[3 0 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

todas las normas y leyes del gremio. Tal vez ni siquiera el robo de cucha­
ras de plata habría sido peor.
En un principio, lo único decidido sobre este libro era que había que
escribirlo. Un libro científico como legitimación del título era algo que ca­
bía esperar, pues pertenecía al cargo de profesor. Pero se podría haber
tomado más tiempo. En su cabeza bullían suficientes planes científicos,
pero entre la edición crítico-filológica de los textos y las ideas generales
sobre el helenismo que llenaban su cabeza hasta el caos faltaba algo así
como un punto de cristalización. En un principio el plan se llamó sencilla
y comprensivamente libro de los griegos, y a través de los proyectos y es­
bozos se puede comprobar que en realidad en él debía estar todo: el E s­
tado griego y la esclavitud griega, la mujer griega y la filosofía griega, H o­
mero y Platón, lírica y tragedia. Pero este todo, o de todo, tampoco
abarcaba el conjunto; desde un principio concurría también el pensa­
miento pedagógico, el autor como educador, el renacimiento alemán
como meta y la música de Richard Wagner como camino para acceder a
ese renacimiento.
Las disertaciones públicas pronunciadas en Basilqa sobre Homero,
sobre el drama musical griego y sobre «Sócrates y la tragedia» eran globos
sonda, señales, y aunque nadie podía leer de nuevo el texto, ya empeza­
ban a manifestarse, además de admiración, también odio y encono; había
«sobresalto y malentendidos». A los honrados basilenses les sorprendió
sobre todo la última disertación. Aquí era destronado un santón que ha­
bía ocupado su pedestal, sin que nadie le atacara, como Platón y Home­
ro o Rafael y Beethoven: Sócrates.
La nueva tesis de Nietzsche dice: la tragedia griega había sido gran­
diosa, sobre todo en sus orígenes, pues procedía de la música y de la dan­
za coral. Entonces no imperaba el drama: no la acción sino el p atb o s, la
pasión. El carácter de la tragedia era lírico-musical, las figuras se incor­
poraban como nobles esculturas. Después, en este drama musical había
penetrado el diálogo, con él la razón calculadora y especuladora y Sócra­
tes como su precursor más peligroso con su optimismo de la virtud y su
dialéctica. Entonces la tragedia, profundamente pesimista, murió a causa
de su optimismo.
La visión nietzscheana de la grandeza del helenismo arcaico, hoy ge­
neralizada, apareció entonces como ataque al patrimonio más sagrado.
Incluso Cosima quedó impresionada. Wagner escribió al «carísimo se­
ñor Friedrich» que había necesitado mucho tiempo para calmar a Cosi­
ma. «Usted había tratado de manera sorprendentemente moderna los
nombres de los grandes atenienses». Moderno significaba tanto como
iconoclasta. La propia Cosima escribió a Nietzsche: «E l maestro le habrá
dicho en qué excitación he estado sumida, y también que durante toda la
noche tuvo que hablar conmigo sobre el tema, con todos sus pormeno­
PROFESIÓN [3 0 7 ]

res». Wagner aplaudía el atrevimiento de Nietzsche, pero añadía que


estaba preocupado por él y le deseaba de todo corazón que no se estre­
llara.
Además, en su disertación sobre Sócrates Nietzsche había dado la
campanada en lo que respectaba a Wagner. ¿Estaba realmente muerta la
tragedia?, preguntaba él al final. Y: «¿Realmente no debe colocar el ger­
mano junto a aquella obra de arte, desaparecida, del pasado nada más
que la gran ópera, en cierto modo como el mono acostumbra a aparecer
junto a Hércules?». La gran ópera era la francesa, desde Gounod hasta
Meyerbeer, y el que la apreciaba entre los basilenses podía sentirse abofe­
teado. Ya en la primera disertación se había aludido al reformador del
arte, cuya obra futura iba a renovar la tragedia griega.
Ahora, al final de la segunda disertación Nietzsche atacó directamen­
te a los enemigos de un renacimiento griego a través del drama musical de
Wagner: «El que como germano no comprende la seriedad de esta pre­
gunta ha caído en el socratismo de nuestros días... Ese socratismo es la
prensa actual. No digo ni una palabra más».
Es posible que aquí también se sintieran heridos los comentaristas pe­
riodísticos presentes. El maestro de la retórica se enojaba sin motivo con
los más importantes transmisores de celebridad de entonces. Además, en
medio de la guerra exhibía su germanismo ante los francófilos basilenses
y apelaba a la seriedad alemana precisamente de sus oyentes suizos.
Nietzsche era nebulosamente consciente de la afrenta. A Rohde le escri­
bió: «Ahora empieza para mí un período de rechazo, después de haber
despertado durante algún tiempo considerable aceptación por calzar las
viejas y conocidas zapatillas». Deussen comprobó que Nietzsche había ol­
vidado tomar medidas de precaución y que ahora, cuando exponía su
cosmovisión, era «rígido como la vieja virtud de los romanos». El libro se
le reducía ahora a la tesis que más rechazo despertaba. Se debía llamar
«Sócrates y el instinto»; con el instinto Nietzsche aludía al mundo opues­
to a Sócrates, que culminaba ahora en Wagner y Nietzsche.
Pero el centro en torno al cual se podían ordenar orgánicamente to­
das las ideas apareció con la «cosmovisión dionisíaca», su descubrimien­
to durante los días de verano en el Maderanertal. Los cuadernos rebosa­
ban de anotaciones, nuevos títulos se elevaban como burbujas de aire, «la
tragedia y los librepensadores», «serenidad griega», «origen y objetivo de
la tragedia». A ello se sumó el reto que significaba el texto de Wagner so­
bre Beethoven; éste debía y tenía que ser superado. Los datos permiten
delimitar el enfrentamiento: a principios de noviembre de 1870 Nietzsche
recibió un ejemplar manuscrito del texto sobre Beethoven y en Navidad
un ejemplar de lujo del libro, impreso en el ínterin. La respuesta de
Nietzsche fue una copia de su «Cosmovisión dionisíaca». El objetivo fija­
do era la entrega del libro terminado en las próximas Navidades, las de
[3 0 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

1871. Como Nietzsche introdujo cambios, eliminó algunas cosas y amplió


otras hasta el final, ese objetivo no se alcanzó plenamente.
Mientras tanto, el propio Nietzsche comprendió que había dejado
atrás al gremio. Ahora la idea básica de su nuevo libro aparecía con total
claridad ante él: nacimiento de la tragedia del espíritu de la música dioni-
síaca; muerte de la tragedia por el espíritu del socratismo; renacimiento
de la tragedia del espíritu del germanismo y de la música de Richard Wag-
ner. Esto ya no no era otro tratado científico sino un ensayo político, cul­
tural y artístico, y filosófico, cultural y artístico, como los que Wagner
producía con gran fecundidad en las pausas que se tomaba entre sus pro­
ducciones musicales.
Ahora en el pensamiento de Nietzsche dominaba Wagner —prosce­
nio y foro— , ante él retrocedían incluso los griegos. Mientras que en las
disertaciones de Basilea el nombre de Wagner sólo apareció accidental­
mente y a su arte del futuro se aludió únicamente, y en voz muy baja, en
los apartados finales, en los nuevos planes le estaban reservados extensos
capítulos. Como quiera que del libro de los griegos fue eliminado todo lo
que no tenía que ver con el drama y la música, la decisión favoreció al
tema de Wagner, y ahora la pregunta era sólo qué proporciones iban a co­
rresponder a la parte histórica y a Wagner.
De la misma manera que el impulso hacia la «cosmovisión dionisíaca»
había partido de la acuarela de Genelli existente en el salón de los Wag­
ner en Tribschen, cabe preguntarse ahora si todo el conjunto de ideas de
E l n acim ien to de la traged ia emergió de las conversaciones con Wagner.
Hemos recordado que ya en su escrito E l arte y la revolución, del año
1849, Wagner había citado el poeta trágico entusiasmado con Dionisos y
en los apuntes para los textos sobre arte del año 1849 anotó la observa­
ción «Nacimiento a partir de la música: Esquilo. Decadencia: Eurípides»,
que recoge por anticipado una de las ideas capitales de Nietzsche. Ape­
nas apareció el libro, Wagner se atribuyó a sí mismo, en una carta a su so­
brino Clemens Brockhaus, el principal mérito de aquellas «ideas en ver­
dad divinas», añadiendo que el arte griego y el renacimiento del arte bajo
la influencia del espíritu alemán (léase el espíritu de Wagner) se ilumina­
ban mutuamente. Así, su pensamiento se ha hecho «profundamente in­
terno», propiedad de este «hombre científicamente tan serio y tan eficaz­
mente equipado». Traducido a un lenguaje sencillo, esto significa: el
genio artístico de Wagner alimenta al buen artesano de la ciencia que es
Nietzsche con aquel pensamiento genial que él personalmente no es ca­
paz de llevar a la práctica.
El propio Nietzsche lo expresó en términos muy parecidos en un bo­
ceto, llegado a nosotros, del escrito que acompañaba a E l n acim iento de
la traged ia: «Ante usted, mi distinguido amigo y maestro, no quiero en
modo alguno dejar de declarar que todo lo que aquí tengo que decir so­
PROFESIÓN [3 0 9 ]

bre el nacimiento de la tragedia habría sido dicho por usted de manera


más bella, más clara y más convincente...} en el caso de que hubiera des­
cendido usted a este trabajo histórico». Este era el humilde atuendo del
carretero en presencia del genio, o del cortesano en presencia del mo­
narca.
Pero él era también el entendido, Wagner el aficionado. El escrito,
que fue enviado a Wagner el 2 de enero, no terminó en un homenaje
sino que se limitó a contener palabras de agradecimiento, junto con la
promesa de hacerlo mejor en breve. Sí, aparecía la palabra «orgulloso» en
el siguiente contexto: «Por lo demás, me siento orgulloso de estar ahora
marcado y de que ahora se me cite siempre en relación con usted». Aquí
no se dice qué relación es ésa. El que conocía a Nietzsche sabía que era al
menos una relación de correligionarios, cuando no de rivales. La autoes­
tima llegó a ser una amenaza para el gremio: «Dios perdone a mis filólo­
gos si ahora no quieren aprender nada».
De este sentimiento de autoestima y de igualdad nació el deseo de que
el libro fuera editado por el editor de Wagner, Ernst Wilhelm Fritzsch, de
Leipzig, y de que tuviera el mismo formato que el libro de Wagner sobre
el destino de la ópera, aparecido mientras tanto. En un principio, una edi­
torial musical como la Fritzsch no era la más indicada para publicar un li­
bro sobre filología clásica; con anterioridad, Nietzsche había probado
suerte en algún otro sitio, pero no había tenido éxito, y ahora estaba en el
fondo contento de haber encontrado alojamiento en la proximidad de
Wagner.
Pero también se tendría que poner de manifiesto el equilibrio de fuer­
zas: con el mismo papel, en la misma letra, pero sobre todo, como en el li­
bro del maestro, con una viñeta en el frontispicio. Su pasión por frontis­
picios en los que apareciera el nombre de Nietzsche la sació más tarde
con incontables bocetos. En una carta a Gersdorff, en noviembre de
1871, se ocupó por primera vez del espacio previsto para la viñeta. Entre
los muchos servicios auxiliares a los que se tuvo que someter Nietzsche en
su papel de Anselmus para los señores de Tribschen también había figu­
rado la viñeta con el escudo de armas de Wagner: en alusión al nombre de
Wagner, mostraba la Osa Menor, las Pléyades, y —aún más ingenioso—
un buitre, pues Wagner no quería proceder del burgués funcionario de
policía Wagner, sino que prefería verse como fruto de la relación senti­
mental de su madre con el actor Geyer. Ahora en la viñeta del frontispi­
cio del libro de Nietzsche también aparecía un buitre, junto con la figura
de Prometeo desencadenado, el héroe de la emancipación del ser huma­
no respecto de los antiguos y falsos dioses, pero este buitre, que devora­
ba diariamente el hígado, órgano de la virilidad en opinión de los griegos,
de Prometeo, cuando aún estaba encadenado, estaba muerto. Nietzsche
comentó que su viñeta expresaba «muchas cosas y muy serias» de una
[3 1 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

manera sencilla. ¿Era acaso el buitre muerto de Prometeo el buitre Wag-


ner que le había atemorizado hasta entonces?
En los días de noviembre de 1871, cuando la primera parte ya estaba
en prensa, Nietzsche reelaboró una vez más los párrafos de su libro que
afectaban a Wagner. A Rohde le comentó las dificultades: «Nadie tiene
idea de cómo nace un libro así, del esfuerzo y la tortura por mantenerse
limpio a este grado frente otros conceptos que penetran desde todos los
lados, del coraje de la concepción y de la honradez de la ejecución: tal vez
menos que de cualquier otra cosa de la enorme tarea que yo tenía respec­
to de Wagner y que a decir verdad ha provocado en mi interior muchas y
pesadas cargas, la tarea de ser incluso aquí independiente, ocupar una po­
sición en cierto modo alejada...». Así, pues, el libro no debía terminar con
un homenaje, una apoteosis, sino con un análisis crítico del presente, de
modo que condujera de manera totalmente espontánea a Wagner como
salvador.
A decir verdad, no estaba totalmente exento de p ath o s, de tono de
predicador. Nietzsche tuvo buenas razones para rechazar después su pri­
mera obra como «mal escrita, pesada, penosa, rabiosa de imágenes y con­
fusa de imágenes, sentimental, aquí y allá acaramelada hasta lo afemina­
do». Aquí, por ejemplo, la acción de la magia dionisíaca en la fatigada
cultura de la época fue descrita así: «Un vendaval arrebata todo lo extin­
to, podrido, roto, consumido, lo envuelve en una nube de polvo roja y lo
transporta como un buitre [¡de nuevo el animal de la viñeta de Wagner!]
por los aires. Confundidas, nuestras miradas buscan lo desaparecido,
pues lo que ven parece surgido de un hundimiento en una luz dorada, tan
pleno y verde, tan rebosante de vida, tan nostálgicamente inconmensura­
ble». Nietzsche se deja arrastrar por el entusiasmo que le impulsa a escri­
bir: «H a pasado el tiempo del hombre socrático: coronaos con hiedra, co­
ged la vara de tirso en la mano y no os sorprendáis si tigres y panteras se
tienden, mansos, a vuestras rodillas. Ahora atreveos sólo a ser seres hu­
manos trágicos, pues seréis liberados».
Esto era muy fuerte para los coetáneos, y sobre todo para los miem­
bros de su gremio, y la descarada mofa del joven Wilamowitz se centró
exactamente en el pasaje que hablaba de tigres y panteras. El profesor
como primer bailarín de Dionisos, en vez de presentarse acompañado de
un enorme bernardino, era ciertamente un tanto grotesco.
Por cierto, el predicador también podía mencionar las enfermedades
de la época como un médico, en contra de la elevadísima prepotencia de
esa misma época, y en esa crítica de la época se veía mejor que en ningu­
na otra parte al nuevo Nietzsche. Se había perdido, así lo proclamaba él,
el mito. «Ahora se coloca al lado al hombre abstracto, guiado sin mitos, la
educación abstracta, la moral abstracta, el derecho abstracto, el Estado
abstracto: uno recuerda el vagabundeo errático, no dominado por ningún
PROFESIÓN [3 1 1 ]

mito doméstico: uno se imagina una cultura que no tiene una residencia
primitiva, fija y sagrada, sino que está condenada a agotar todas las posi­
bilidades y a alimentarse penosamente de todas las culturas; esto es el pre­
sente... ¿A dónde apunta la enorme necesidad histórica de la insatisfecha
cultura moderna, la acumulación en torno a ella de otras incontables cul­
turas, el voraz deseo de saber, si no es a la pérdida del mito, a la pérdida
de la patria mítica, del mítico regazo materno?»
El medicamento que él prescribía procedía aún de la farmacia wagne-
riana: el espíritu alemán se tiene que desprender de los elementos extra­
ños, románicos, reencontrarse, reencontrar su propio mito, o sea, la obra
de Wagner sobre los Nibelungos; ciertamente eso no era lo que se decía,
pero sí lo que se quería decir. Tampoco faltaba el aviso: «Y si el alemán
busca temerosamente un caudillo que le lleve de nuevo a la patria perdi­
da hacía mucho tiempo, cuyos caminos y senderos apenas si conoce ya,
entonces que sólo escuche el grito deliciosamente cautivador del ave dio-
nisíaca, que planea sobre su cabeza y quiere mostrarle el camino hasta
allí». Esto era, incluido el adverbio «deliciosamente», dicción wagneria-
na: el señuelo dionisíaco era perfectamente conocido de todos los amigos
de Wagner por su Siegfried .

Como en tantas otras situaciones de su vida, el joven e inexperto au­


tor basculaba entre esperanzas cuyos gritos de júbilo llegaban al cielo, y
una oscura depresión. ¿Cómo terminaría la aventura? «E l libro se vende­
rá muy bien», escribió el 18 de noviembre a Gersdorff, pero el 23 del mis­
mo mes le expresó sus temores: «Siempre tengo miedo de que los filólo­
gos no lo quieran leer por culpa de la música, los músicos por culpa de la
filología, los filósofos por culpa de la música y la filología...». Ojalá que
Rohde se decida a ayudarle mediante una «publicidad superior». Él jura­
ba que nunca se había sacado de la pila bautismal una obra primeriza tan
profusamente protegida, como un pequeño príncipe, y trataba al editor
más bien desde arriba, pero al mismo tiempo temblaba ante la posibilidad
de que todo saliera mal.
Entonces llegó el momento. Los ejemplares de lujo fueron reservados
para los Wagner, los ejemplares gratuitos fueron enviados a los viejos ami­
gos y a las familias distinguidas del clan de los Wagner, señora Von Mu-
chanoff, señora Von Schleinitz, al chambelán del rey de Baviera, señor
Von Baligand, al cuñado de Wagner, profesor Brockhaus, y al padre polí­
tico de Wagner, Liszt, a Von Bülow, ex marido de Cosima; los filólogos
fueron pasados por alto, menos el viejo e ineludible profesor Ritschl. De
los basilenses sólo se tuvo en cuenta a Jacob Burckhardt y Overbeck.
El entusiasmo se apoderó inmediatamente de los Wagner; hasta en­
tonces, nunca un seguidor serio había colocado la obra del maestro en un
[3 1 2] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

contexto tan grandioso, con un conocimiento tan profundo y en un esti­


lo tan deslumbrante. «¡O h, qué bello es su libro!», le escribió Cosima,
«¡Q ué bello y qué profundo, qué profundo y qué atrevido!... En este li­
bro usted ha exorcizado espíritus de los que yo pensaba que sólo eran su­
misos a nuestro maestro». Nietzsche era promovido en cierto modo de
aprendiz de mago a mago. También Wagner le ascendió de rango: «Le he
dicho a Cosima que después de ella viene inmediatamente usted: des­
pués, en un largo trecho, nadie más, hasta Lenbach, que ha pintado un
cuadro impresionante por logrado de mí». Y en superlativo: «¡Aún no he
leído nada más bello que su libro! ¡Todo es soberbio!». Wagner invitó a
Nietzsche «a que le hiciera una visita», así todo sería dionisíaco.
El diario íntimo de Cosima confirma que la admiración era sincera.
Wagner lloró de felicidad. Animado, se puso a componer, el tercer acto
de E l crepúsculo de lo s d ioses. Por la noche leyeron juntos el escrito de
Nietzsche, no sin preocupación: «Richard piensa en la gente que ahora
lleva la voz cantante en Alemania y se pregunta qué destino tendrá este li­
bro, espera fundar en Bayreuth una revista cuyo redactor sería el profesor
Nietzsche».
Nietzsche no hizo la visita. No estaba para celebraciones dionisíacas.
Se encontraba enfermo, tenía que ayunar e ingerir medicamentos que le
prescribía su colega Immermann. Sufría la «enfermedad navideña», que
le invadía en los días más oscuros del año, solitario, escuchando al mun­
do exterior, atormentado hasta límites insoportables por la tensión de lo
que iba a ocurrir ahora cuando había nacido el «príncipe heredero»: daba
lo mismo que fueran salvas de honor o salvas de ataque siempre que de­
jaran oír su estruendo. Pero sólo llegaron las dos cartas de Wagner y con­
firmaron lo que él venía exigiendo: que era el primero entre los amigos y
seguidores. ¡Cómo le habría fascinado un grito de indignación! Pero na­
die gritó.
El primer libro de un autor desconocido en una editorial especializa­
da en música: ¿quién se iba a mover? Sin duda, los amigos, y los wagne-
rianos aplaudían. Pero sus reacciones eran también extrañas. Deussen,
zaherido con anterioridad, quedó totalmente abatido cuando le llegó E l
n acim ien to ; a pesar de lo mucho que medita en la relación de los dos, al
final queda como poso su dolor por «haber entristecido a un hombre
como tú». Y, compungido, declara: «N o volverá a ocurrir». Gersdorff
dijo con voz estentórea: «Sí, seamos hombres trágicos». Además informa­
ba de su ebriedad dionisíaca tras oír el paso de las valquirias, «que debe­
ría haberme llevado de joven a destruir las farolas, a abrazar a los seres
humanos». Afortunadamente él era una persona seria, y no fue destruido
ningún farol. Los wagnerianos sólo leyeron del libro el elogio de su héroe;
la señora Von Muchanoff, que, en vez de E l n acim iento de la traged ia, pi­
dió inadvertidamente «La aparición del pensamiento trágico», echó de
PROFESIÓN [3 1 3 ]

menos al buen Dios y no llegó a entender lo que se quería decir con el uno
primordial; el señor Von Baligand aseguraba que no sólo había leído el li­
bro, sino que también lo había estudiado, y aprovechó la oportunidad
para rogar inmediatamente a Nietzsche que hablara en casa de Wagner de
un grupo de cantores de Munich. El señor Von Bülow eludió la confron­
tación; dado su encarnizado odio a la superficialidad, no quería hojear
ahora el libro, sino esperar a las vacaciones para leerlo. Por último, el gran
Liszt, que se había convertido mientras tanto en una persona piadosa,
elogió la asombrosa iluminación y el magnífico lenguaje, pero dijo que el
helenismo y el tema de los ídolos de que hablaban los eruditos le eran bas­
tante ajenos. Sus montañas no eran el Parnaso y el Helicón, montañas de
las musas, sino el Tabor y el Gólgota, moradas de Jesús. El rey de Bavie-
ra, gran amigo de Wagner, y también esperanza de Nietzsche, hizo saber
a través del señor Von Düfflipp que había recibido el libro con agrado; ni
una palabra diciendo que lo había leído.
Allí donde miraba Nietzsche sólo encontraba incomprensión e irra­
cionalidad. ¿Qué encontró la fiel Elisabeth para alabar? El tratamiento
«mis amigos» da al libro algo que llega al corazón. También estaba exce­
lentemente presentado. A Wenkel, predicador de la catedral de Naum-
burg, viejo amigo y protector de Nietzsche, le faltaba sentido musical
para entender el libro, mientras que, entre los parientes, el pastor Schen-
kel y el tutor Dáchsel eran demasiado mezquinos para comprar el libro.
Nietzsche se lo envió; los familiares tenían que saber lo que él quería.
Los que más le afligían eran los Wagner. Nietzsche no sólo había en­
viado a Wagner, como tardío regalo de Navidad, E l n acim iento de la tra­
ged ia, sino también a Cosima, con el mismo motivo, su última composi­
ción, R eso n an cias d e una noche d e San Silv estre. También esto era una
competición, pues un año antes, en Navidad, el propio Wagner había sor­
prendido a Cosima con el Id ilio d e S igfrid o . Así, pues, en la larga carta de
consolación que el maestro, en toda su prepotencia, escribió el 10 de ene­
ro al autor enfermo, éste leyó, en vez del esperado competente juicio so­
bre su música (que confiaba ver definida como «amorfa pero genial»),
sólo las tres frases siguientes: «Le entiendo a usted también con el senti­
do de las composiciones musicales con las que tan ingeniosamente nos
sorprendió. Sólo me resulta difícil comunicarle mi comprensión. Y, como
percibo esas dificultades, me siento angustiado». Esto era peor que nada,
pues equivalía a decir que el amigo de Nietzsche no le podía exigir un jui­
cio técnico. Lo de Cosima fue aún peor: Si Wagner había aceptado la
composición como regalo para ambos, ella olvidó limpiamente mencio­
narla. Enumeró lo que había recibido: de Richard el retrato suyo pintado
por Lenbach, de Lenbach el cuadro del padre de ella y del atnigo Nietzs­
che su «magnífico libro». Motivo más que suficiente para que éste se en­
fadara.
[3 1 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Aunque Wagner veía claramente que algo no funcionaba en el alma


del joven filósofo, no estaba en condiciones de comprender sus súplicas.
Leyó: «Percibo mi actual existencia como una inculpación y le pregunto
a usted sinceramente si le puedo servir en algo. Aparte de esta pregunta,
por el momento no tendría nada de que informar, pero sí muchas cosas,
muchísimas cosas que desear, que esperar, mi venerado maestro». Sin em­
bargo, éste no comprendió que tales palabras eran el grito de auxilio de
un vasallo desde las profundidades. La existencia actual como inculpa­
ción; eso era lo que significaba la vida de profesor, puesta en peligro por
E l nacim iento de la tragedia, mientras que palabras como «servir», «desear»
y «esperar» se referían a la nueva existencia, vagamente anunciada, como
heraldo lierario de Wagner y reformador cultural. Este fue lo bastante
desconsiderado como para contestar a la gran propuesta de Nietzsche
con un pequeño encargo de secretario.
¿Y por qué no dio muestras de vida Ritschl, el viejo profesor y pro­
tector de Nietzsche? El 30 de enero, éste, incapaz de contenerse por más
tiempo, preguntó en una carta en la que el enfado a duras penas era re­
primido por la cortesía. En ella empezaba diciendo: «Usted no tomará a
mal mi sorpresa al no haber oído de usted ni una sola palabra sobre mi li­
bro, recientemente aparecido». Toda vez que su libro era una especie de
manifiesto, invitaba cuando menos a la réplica. Precisamente Nietzsche
había previsto que Ritschl encontraría el libro prometedor, prometedor
para la ciencia y para Alemania, «aunque un número de individuos debía
perecer por ella».
En cualquier caso, él sacará la consecuencia práctica de su libro en las
disertaciones de Basilea «Sobre el futuro de nuestras instituciones docen­
tes». Aquí no le guía ninguna ambición personal, sólo quiere actuar para
otros. Para Nietzsche los «otros» eran la juventud, Para expresarlo eligió
la desafortunada pero delatora expresión: «L o que me importa es ante
todo apoderarme de las generaciones más jóvenes de filólogos, y conside­
raría un signo vergonzoso que no lo consiguiera».
«Sea usted benévolo conmigo, distinguido señor consejero privado,
junto con su señora esposa»; así terminaba esta carta, nacida de la impa­
ciencia, que, a causa de la humana prevención, debía de acabar irremisi­
blemente con la benevolencia de Ritschl. Para éste E l nacim iento de la
traged ia era como una «ingeniosa borrachera», el traspié de alguien sedu­
cido por Wagner. Pero en definitiva ésta era una carta impertinente: pe­
día cuenta como de un subordinado, criticaba que, a la vista de tales he­
chos, alguien pudiera guardar silencio y, lo que era aún peor, anunciaba
que este joven filólogo quería conquistar a los filólogos jóvenes, apode­
rarse de ellos, para convencerles, por las buenas o por las malas, que
adoptaran su método diametralmente opuesto al método de Ritschl. Ab­
solutamente horrible debió de sonar en los oídos del humanista Ritschl la
PROFESIÓN [3 1 5 ]

declaración de que un número de individuos debía perecer para la salva­


ción de Alemania.
En aquel cuaderno de apuntes en el que ya aparecía la «ingeniosa bo­
rrachera», ahora Ritschl introducía la palabra «delirio de grandezas».
Desde su punto de vista, que era el de un coetáneo equilibrado y ahora ya
sabio, tenía plenamente razón. Del arrebato dionisíaco del Maderanertal,
de los sueños de poder de Empédocles, del nacimiento germinal de una
locura que ocultaba en su seno una nueva genialidad extendida sobre el
tiempo, él no podía saber nada.
La respuesta era diplomática en la forma, aniquiladora en el conteni­
do. De acuerdo con el cuaderno de apuntes de Ritschl, Sophie Ritschl, «la
mamá», había vertido palabras de apoyo a su protegido, había ideado la
carta. Pero ésta es una obra maestra de amonestación irónica, por lo que
en ella se puede ver la mano del «gran» Ritschl, del monarca sin corona
de la filología clásica. El propio Nietzsche no comprendió la contesta­
ción. Como un niño mal educado que ha roto un cristal, se maravillaba de
que no le reprendieran, y estaba contento de ello: la carta de Ritschl le ha­
bía sorprendido agradablemente, escribió a Rohde; Ritschl no ha perdido
nada de su amistosa benevolencia y escribe sin el mínimo enojo. Lo últi­
mo era correcto; Nietzsche no comprendió que justamente ahí estaba lo
destructivo para él.
La carta de Ritschl estaba magistralmente construida y elaborada. Al
reproche de silencio contestó con el reproche de la descortesía. Nietzsche
le había enviado el libro a través de la editorial, sin una sola línea perso­
nal. Para una conversación él era demasiado viejo; demasiado viejo «para
buscarme todavía nuevos caminos de la vida y del espíritu». Su visión de
las cosas era la histórica; cree tan poco en una salvación por la filosofía
como por una religión. También tiene a los griegos por un pueblo privile­
giado, pero no absolutamente modélico. Esto se le había ocurrido «tras
un examen rápido». No ha llegado a algo más que este examen, pues para
ello habría tenido que estudiar la filosofía schopenhauereana, para lo
cual, con sesenta y cinco años, ya no tiene ni fuerzas ni tiempo. Si es­
tuviera dotado para la filosofía, ciertamente se habría podido alegrar
«de los múltiples, bellos y profundos pensamientos», pero ya de joven
no pudo comprender a Schelling, sin hablar de Hamann, el «mago del
norte».
Nietzsche, por lo demás tan sensible, no captó la mortífera ironía de
tales pasajes, no los quiso ver. No acusó la bofetada contenida en la ex­
presión «examen rápido», como tampoco la prepotente seguridad del in­
telectual oculta bajo la retórica de la modestia, ni vergüenza de la compa­
ración con Schelling y Hamann, notorios visionarios entre los filósofos.
Pero aún había ideas más poderosas, y a la vista de la actual confusión
educativa, merece la pena citar literalmente las frases: «Que se pueden va­
[3 1 6 ] F R I ED R I CH N I E T Z S C H E

lorar sus visiones como nuevos fundamentos de la educación, que la gran


masa de nuestra juventud no caería por tales caminos en un inmaduro
desprecio de la ciencia, sin aportar a cambio una mayor sensibilidad para
el arte, que con ello, en vez de difundir la poesía, correríamos el peligro
de abrir puertas y portones a un diletantismo total: éstas son reflexiones
que hay que conceder al viejo pedagogo...».
Eran y siguen siendo las reflexiones del diligente y sólido investigador
frente a los geniales, los que vuelan a gran altura, los renovadores. La
ciencia dio plenamente la razón al bueno y viejo Ritschl; por el contrario,
el tiempo se prendó después, cuando Nietzsche ya no percibía nada de su
fama, de la división, proclamada por él, de las artes y las culturas en apo­
líneas y dionisíacas.

Lo peor que Ritschl hizo a Nietzsche fue una omisión. N o pronunció


ni una palabra sobre el lado científico del libro, sobre las tesis acerca de
los griegos. Ciertamente, ¿quién habría podido considerarse responsable
de un libro que explicaba en términos tan apodícticos lo que pensaban
los griegos y la dolorosa división que desgarraba sus almas? Ritschl había
definido el producto como «visión de los pensamientos», y en verdad lo
era. En esta situación de espera, de esperanza y de decepción sólo hubo
uno que acudió en su ayuda: no Wagner, que, aparte del rotundo elogio,
inicialmente no movió ni un dedo, sino Rohde, el amigo desplazado en el
ínterin al lejano Kiel.
Rohde, una naturaleza emparentada con la suya en bastantes aspec­
tos, había resuelto de otra manera el problema tan acuciante para Nietzs­
che: había separado limpiamente al soñador, al entusiasta del arte, al
entusiasta seguidor de Wagner y Schopenhauer del filólogo, del Privatdo-
zent, del intelectual. Rohde era suficientemente amigo para juntar ambas
cosas de nuevo en lo que puede salvar o destruir el futuro de un libro
científico: en una recensión. ¿Dónde había que publicarla? Los dos mira­
ron en derredor: las revistas especializadas de filología segregaban, las pu­
blicaciones literarias no aportaban nada, sólo quedaba la L itte rarisch es
C en tralb latt, editada por aquel profesor Zamcke al que el propio Nietzs­
che había servido ocasionalmente y que, a su vez, le había invitado a os­
tras y vino de Chablis. La L itterarisch es C en tralb latt era algo así como un
noticiero literario para científicos e intelectuales, el sitio indóneo para un
libro como E l n acim ien to de la trag ed ia , que basculaba entre el arte, la
ciencia, la filosofía, la música, el pasado y el presente.
Desgraciadamente, Rohde se dejó convencer para componer su
«anuncio» en el mismo tono altamente poético, visionario y entusiasta
que Nietzsche había elegido para E l n acim iento d e la tragedia-, la única di­
ferencia consistía en que su prosa era más pesada, prolija e intrincada que
PROFESIÓN [3 1 7 ]

la de Nietzsche, absolutamente diáfana y ordenada incluso en sus procla­


mas místicas. Si hubiera sido inteligente, habría repartido elogios y re­
proches, pros y contras. En lugar de ello, ya con las primeras frases entró
en materia, elogió la «auténtica historia del arte que, en vez de practicar
un juego infantil con las precarias notas de la crónica y la poética, sabe
arrancar la última solución del enigma a las obras de arte incluso con re­
flexiva profundización». Sólo esta visión de la historia, emparentada con
el arte, proporciona «una enseñanza con validez general» sobre la «esen­
cia de la voluntad y la capacidad humanas». Sí, era difícil encontrar el ca­
mino correcto entre la jerga científica y la retórica de lo que entonces se
llamaba «poético», con todo su «profundo», «inherente», «en definiti­
va», «a lo sumo» y «eterno». El propio Nietzsche necesitó aún años para
sacudirse el adorno de este estilo. Rohde envió el anuncio y se lamentó en
su carta dirigida simultáneamente a Nietzsche: «Querido amigo, espero
que llegue la edad de oro en la que se abra el abismo entre nosotros y este
desvergonzado mundo, pues a nosostros, en el interior, nos separa de él
un abismo profundísimo, y en él una comunidad de aliados esperamos la
luz que por fin nos acoja también a nosotros». No llegó ni la luz ni la edad
de oro, sino la negativa de Zamcke. Cabe pensar que se debió a lo si­
guiente: el anuncio de Rohde era un «servicio a un amigo». El entusiasmo
de Rohde le había facilitado al señor Zarncke rechazar una recensión que
ya con el solo hecho de su aparición habría molestado al mundillo inte­
lectual de Leipzig.
Las cosas estaban mal para E l n acim iento de la traged ia. Estaba en ca­
mino de convertirse en una consigna secreta para los wagnerianos, reco­
mendada por doquier de un sectario a otro. Es cierto que Nietzsche de­
claró que la negativa de Zarncke le había entusiasmado («y solté un grito
de triunfo cuando recibí tu carta... ¡Lucha por el cañón!»), pero si pensa­
ba más en el éxito de su libro y menos en cañones tenía que idear otros
caminos. Desgraciadamente todos iban en dirección al maestro y sus po­
sibilidades. Wagner tenía excelentes relaciones con el N orddeutsch e A ll-
gem ein e, pero, así preguntaba Nietzsche a Rohde, «¿no te parece ridícu­
lo? A mí, al menos, sí». A la postre tuvieron que aceptar la realidad;
Rohde había hecho un humillante recorrido por varias redacciones. El
frente estaba delimitado: la nueva ciencia estaría bajo el patronazgo de Ri­
chard Wagner.

Mientras tanto el tiempo no se detenía. En el horizonte se dibujaban


grandes acontecimientos: el 22 de mayo, cumpleaños de Wagner, estaba
proyectado poner la primera piedra en Bayreuth, o sea, la señal para el
«nuevo período cultural». Nietzsche pronunció en Basilea con considera­
ble éxito de público sus disertaciones «Sobre el futuro de nuestras insti­
[3 1 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

tuciones docentes» y estaba preparando algo aún más importante. Ya a fi­


nales de enero —su salud se había recuperado por completo— escribió
en tono de gran euforia a Rohde: «Desde hace algún tiempo vivo en un
gran caudal: casi cada día me trae algo sorprendente; y también mis obje­
tivos y perspectivas se elevan. Te anuncio en secreto, y te pido que lo man­
tengas, que preparo entre otras cosas una memoria sobre la Universidad
de Estrasburgo, como interpelación a la Dieta del Imperio, a las manos de
Bismarck: en ella quiero mostrar que, lamentablemente, se ha desperdi­
ciado un gran momento para fundar una institución docente verdadera­
mente alemana con vistas a la regeneración del espíritu alemán y la des­
trucción de la llamada vieja cultura». Era la misma época en la que
Nietzsche había pedido a Ritschl que hiciera una reseña sobre su libro. Si
todo esto era delirio de grandezas, hay que reconocer que la locura tenía
método: de E l n acim iento de la traged ia salió el proyecto educativo de
Nietzsche, del proyecto educativo surgió el aviso al supremo actor de la
historia alemana, Bismarck, de que por fin se cuidara de las cosas y enco­
mendara al profesor Nietzsche la reorganización de la cultura alemana. A
decir verdad, en el legado de Nietzsche no se ha encontrado ni una sola
línea de esa memoria. Era una de aquellas fantasías que, diecisiete años
más tarde, cuando irrumpió abiertamente la locura, encontraba libre cur­
so en visiones sobre el fortalecimiento del Imperio mediante alianzas, so­
bre el apresamiento y el fusilamiento de Guillermo II, sobre la destitución
de los príncipes alemanes, sobre la ejecución de todos los antisemitas.
«¡Lucha a navajazos! ¡O a cañonazos!», se dice al final de la carta en
la que Nietzsche habla de la memoria y firma como «El artillero con la
carga más pesada». Como la decisión había sido tomada contra la filolo­
gía, la cosa resultaba ahora aparentemente más fácil y explicaba el entu­
siasmo que afloraba intermitentemente. Pero como la filología, por su
parte, se resistía a que se le declarara muerta y mantenía a punto toda su
artillería, surgieron nuevos conflictos. ¿Qué hacer? A mediados de mar­
zo Nietzsche hizo un balance provisional sirviéndose nuevamente de una
carta a Rohde: el libro se difunde, desde Moscú a Florencia, en todas par­
tes es tomado en serio y entendido, sólo los filólogos no se movían. En­
tonces, ¿qué hacer? ¿Una carta al N orddeutsch e A llgem ein e o a la Liga
Wagneriana de Berlín? ¿O una conferencia para la asamblea de filólogos
de este año? ¿O una carta abierta a Richard Wagner, bellamente impresa
por Fritzsch y presentada en la fiesta de la fundación en Bayreuth?
Moscú y Florencia, hasta aquí llegaba el círculo de amigos de Wagner.
El libro de Nietzsche fue comentado por primera vez, en la R iv ista E u ro ­
p e a , de Florencia, dirigida por amigos de Wagner. Ya se hablaba de su tra­
ducción al francés: la condesa Diodati, de rancio abolengo, que tenía su
residencia en la villa de Byron a orillas del lago Lemán, se puso a trabajar
en ello. Byron era un buen síntoma para el joven autor muy dado a los
PROFESIÓN [3 1 9 ]

presagios. Ahora se sentía seguro de la tarea, protegido como estaba por


condesas y nobles. También le daba ánimos el hecho de que Jacob
Burckhardt, único basilense a quien admiraba, no sólo le dedicaba amis­
tosas palabras de aliento sino que además se dejaba estimular por él. Ya
tras el fracaso del intento de Rohde cerca de Zarncke, Nietzsche escribió
a Gersdorff sobre su libro: «Pero yo cuento con una tranquila, larga mar­
cha a través de los siglos, como te manifiesto a ti con el mayor convenci­
miento». El profeta tenía razón: mientras tanto, el «nacimiento» ha re­
sistido felizmente el primer siglo. Y se atrevió a repetir su afirmación
incluso ante el propio Ritschl. Nietzsche escribió con toda tranquilidad
que, a todas luces, los filólogos no estaban aún maduros para su escrito,
«que tienen que pasar unos cuantos decenios para que los filólogos pue­
dan entender un libro tan esotérico y científico en el sentido más ele­
vado». Esto era el golpe de réplica, e inmediatamente se añadía: muy
pronto aparecerá una segunda edición. También al editor Fritzsch le
profetizó: «Mis colegas filólogos se mantienen ciertamente muy reserva­
dos, pero espere usted un poco. Tendrán que leerlo y tendrán que leerlo
constantemente». Esta vez la profecía fue falsa. El gremio dejó a un lado
el libro de Nietzsche.
A pesar de todos los planes al final sólo quedó el N orddeutsch e A llge-
m eine, el periódico no sólo de Wagner sino también de Bismarck, no un
rotativo cultural de primer orden como el A u gsb u rger A llgem ein e. El
anuncio de Rohde apareció oportunamente teniendo en cuenta el festival
de Bayreuth; despojado de toda oscura retórica y formulado de nuevo,
comprendía doce páginas impresas y era un folletín del suplemento do­
minical. Esta vez Rohde, respondiendo no sólo al espíritu de la época sino
también del periódico, se dejó arrastrar hasta el terreno político y tomó
posición en la guerra de frentes. En cuanto que polemizaba contra la era
de la ciencia, contra el dominio tiránico de la lógica, podía escribir la cau­
telosa frase: «D e hecho ya vemos madurar los frutos de una ética pura­
mente lógica, que nos trae el vandalismo de los bárbaros socialistas».
Nietzsche fijó su atención en la ideología progresista de los liberales: «Ve­
mos cómo el confiado optimismo, que anida en la esencia de la lógica ab­
soluta, ha movido al mundo a esa caza febril en pos de la suerte que des­
truye la mayor parte de su gigantesca energía en aras de sus demoníacos
fines».
A decir verdad, según Rohde, «la imponente rueda motriz de este in­
contenible movimiento giratorio» no se puede hacer retroceder ya con
fórmulas de fe de siglos pasados: ésta era la acusación a los conservadores
de viejo cuño, a cristianos y monárquicos. El viejo mundo mítico ha
muerto, «pero en el arte noble aún hoy vive la facultad de presentar en
mítico reflejo los rasgos secretos de la gran diosa universal ante el ojo
asombrado». En otra forma, era la esperanza de Goethe y Schiller de que
[3 2 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

llegaría una era en la que el arte debía ocupar el sitio de la religión. Así
Rohde se metió en la piel de su amigo y declaró valientemente:
«En las dramáticas obras de arte de Richard Wagner él [Nietzsche]
percibe la prodigiosa violencia de aquel armónico dúo dionisiaco-apolí-
neo del arte supremo, en él ve el principio de una nueva cultura alemana
que surge de lo profundo de la comprensión universal del arte, él quiere
gritar a todos aquellos que aprecian los supremos esfuerzos culturales de
la época que le apoyen y apoyen sus obras».
Además de Wagner se evocaba el nombre de Schopenhauer; ya no es­
taba en juego el tema de la filología clásica, sino el de la revolución cultu­
ral de Wagner, la reforma bayreutheana, y Rohde cayó sin darse cuenta en
el enfático estilo de la nueva cuando pidió a todos los seguidores conven­
cidos «que, sumergiéndose en este libro, se preparen para el profundo
disfrute de una completa colección de sus pensamientos aireados con tan­
ta facilidad a todos los vientos por la incesante caza de la vida actual».
Rohde concluyó su llamamiento, prudentemente firmado sólo con E.R.,
llamando a Bayreuth «panteón de la nación alemana». Nietzsche estaba
entusiasmado, inflamado, arrebatado. «Amigo, amigo, amigo, ¡menuda la
has hecho!» El, sin ver las letras E.R., se ha sumergido más profunda­
mente en el «abismo de percepciones bayreutheano»; entonces descubre
la voz del amigo, «¡ay, carísimo amigo, eso me has hecho!». Si podía ha­
cer una copia impresa, «bella y lujosa», para enviársela a los amigos. Y al
final: «¡M e derrito, lucha, lucha, lucha! Necesito la guerra». Tres veces
«amigo», tres veces «lucha», así era, así lo quería él: la gran pose heroica.
Se olvidaba de que el elogio de Rohde estaba impreso en delgado papel
de periódico y que al día siguiente sería barrido por otras noticias.

¡Lucha, lucha, lucha! Yo necesito la guerra. Ésta era la nueva con­


ciencia. Después de una paz podrida, después de compromisos misera­
bles, ahora llegaba el fragor de la batalla. Ciertamente «nuestros distin­
guidos colegas de especialidad están muy callados respecto de mi escrito:
ni siquiera resuellan». Así escribió todavía el 12 de mayo a Rohde. Pero
apenas apareció el elogio de Rohde, llegó también la respuesta, contra
toda previsión: «¡Filología del futuro! / una réplica / al / “nacimiento de
la tragedia” / de Friedrich Nietzsche / profesor numerario de filología
clásica en Basilea / a cargo de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff /
doctor en filología».
Llegó la lucha: en lugar de las usuales recensiones, de los opúsculos
eruditos con sus delicadas dudas, livianas objeciones, correcciones for­
muladas cautelosamente, un escrito polémico que atacaba implacable­
mente a E l n acim iento de la traged ia y al final pedía al profesor que bajara
de la cátedra, o sea, que abandonara su cargo por probada incompeten­
PROFESIÓN [3 2 1 ]

cia. Y el que se atrevía a formular la petición no era en modo alguno un


colega acreditado, sino un principiante, un «muchachito», un doctor en
filología.
Lo peor de todo era que éste procedía de las mismas filas. Ulrich von
Wilamowitz-Moellendorff había estudiado en Pforta como Nietzsche, y
aunque era cuatro años más joven que él era conocido de los alumnos ma­
yores. Todavía en octubre de 1871 había estado en Naumburg y había vi­
sitado a Nietzsche, el cual le había informado expresamente del libro que
iba a aparecer y se había interesado por él. «Entonces yo pensaba que él
debía estar en el entorno adecuado y recibir una buena influencia; enton­
ces, dadas sus dotes, dado su puro ardor, estaría maduro para el grado de
formación que ahora por cierto mi libro presupone...» Así escribió
Nietzsche a Gersdorff, el cual se debió de sentir afectado a su manera, en
sus delicadas inclinaciones a compañeros de estudios más jóvenes: «Tam­
bién a ti, mi querido amigo, te compadezco en este inesperado episodio:
¿por qué tuvo que ser precisamente Wilamowitz?».
¿Qué le había ocurrido al joven alumno de Pforta para que se lanzara
tan audazmente a la lucha, a una disputa filológica en la que, como míni­
mo, lesionaba las sagradas normas referentes al orden de rango y profe­
sión? ¿Qué pasiones se escondían en el jovencísimo filólogo, que acababa
de terminar sus estudios? Lo primero que hay que tener en cuenta es que
Wilamowitz era un noble, un señor de rango, un Ju n k e r del Este, como
Gersdorff, sólo que ahora el Este era la zona polaca anexionada, territo­
rio colonial con una impronta prusiana mucho más acusada que Silesia.
Se había criado en el predio de Markowitz, cerca de Bromberg, entre los
muchachos polacos de la aldea, o más exactamente sin contacto con ellos,
que le estaba prohibido por «los más elementales motivos de limpieza».
No mencionaba a su bisabuelo polaco y a su padre, un rudo Ju n k e r y ca­
ballero, no le tenía mucho afecto. No sólo llevaba el nombre de la madre,
Ulrike, sino que era su hijo predilecto; ella le crió a su manera, sin oracio­
nes ni cantos religiosos, pero con mucha literatura. A los diez años leía en
casa la traducción de Homero hecha por Vossen; después fue introduci­
do en la obra de Shakespeare y a los trece ingresó en Schulpforta como
«externo»; no dormía en el colegio sino en casa del director, el severo se­
ñor Peter.
Pforta era su hogar, su verdadera patria; la poesía su religión; Edda y
Homero le cautivaban. Totalmente en contra de su condición social, se
decidió por la filología, algo que el refinado Gersdorff no tuvo el coraje
de hacer. Lo dejó escrito en sus años de Pforta: «Quiero ser un discípulo
de la ciencia, voluntario, mal visto por los familiares, por los allegados,
expulsado de los pretendidos círculos superiores, en los que el nacimien­
to me ha situado». El padre rugía en vano. El curso de su vida se cerró
con los versos de Eurípides: «Quiero invitar en todo momento a la ama-
[3 2 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

ble reunión a Cariátides y musas: / Sin las musas no hay vida / Que la hie­
dra corone siempre mi cabeza».
Wilamowitz, el muchacho prusiano del Este, siguió siendo un autén­
tico hombre de Pforta durante toda su vida, no dividido como Nietzsche.
Como mandaban los tiempos, creía en germanos y griegos, tan claro y sa­
grado, tan heroico y esforzado, como era la Germania renacida después
de 1871 en su opinión. Así, favorecido también por su título nobiliario,
podía hacer carrera en la Alemania imperial y en la metrópoli berlinesa,
como hijo político de Mommsen, podía ser llamado a ocupar un cargo
alto, incluso muy alto. Era un muchacho inteligente: en la última redac­
ción alemana, con el profesor Koberstein, tuvo un “Excelente”, «el ante­
rior lo tuvo Nietzsche». Éste era el estudiante modelo de los estudiantes
modelo, al que había que emular. «A Nietzsche se le tenía por algo espe­
cial, también por algo extraño, algo a lo que nosotros, un poco más jóve­
nes, mirábamos con admiración». Así lo narró Wilamowitz más tarde en
sus «Recuerdos» y añadía inmediatamente que, a decir verdad, Nietzsche
no era muy bueno en griego y sobre todo en matemática, que, como se
puede leer en Platón, es el camino de toda ciencia. En conjunto, Wilamo­
witz era el más griego de los dos alumnos modelo.
En el panfleto del joven Wilamowitz se dice: ¡«Qué vergüenza inflige
usted, señor Nietzsche, a la madre Pforta!». Más tarde escribió que había
visto degradado todo lo que se había llevado de Pforta como intocable y
sagrado. Nietzsche ha leído mal a Homero, no le conoce, pues si le cono­
ciera, «¿cómo iba a atribuir mentalidad pesimista, nostalgia senil del no
ser, autoengaño deliberado a aquel joven mundo homérico henchido de
delicioso disfrute de la vida, que alegra todos los corazones puros con su
juventud y naturalidad, a la primavera del pueblo que ha soñado real­
mente el sueño más bello de la vida?». El sereno helenismo, la juventud,
los gritos de júbilo, la primavera —pues de esto se trataba— eran como
un pedazo de religión de burgueses e intelectuales que no se dejaba ex­
tirpar.
A esto se añadió una segunda ofensa. Evidentemente para no perder
totalmente el favor de Ritschl, Nietzsche había mencionado, en E l naci­
m iento d e la tragedia, a Otto Jahn, rival de Ritschl en Bonn, como ejem­
plo modélico de incomprensión del arte. Nietzsche leyó entonces en el
panfleto de su rival: «N o necesito ensuciarme con el libelo contra Otto
Jahn: la inmundicia lanzada contra el sol cae por sí misma sobre la cabe­
za de quien la ha lanzado». Aquello era, después de todo, una escaramu­
za tardía de la guerra de los filólogos que había tenido lugar en Bonn.
Jahn tenía de su parte a los «berlineses», el joven Wilamowitz era apoya­
do por los jerifaltes de la enseñanza, el viejo Moritz Haupt, el arqueólogo
Curtius y el gran historiador Mommsen; su ataque no era, pues, tan he­
roico. Ritschl tenía también sus envidiosos rivales en Leipzig: el filólogo
PROFESIÓN [3 2 3 ]

Georg Curtius, hermano del berlinés, y el arqueólogo Overbeck. En sus


círculos, escribió Nietzsche, imperaba «cólera india» contra él. En Wila-
mowitz, ya viejo, aún se mantiene vivo el enojo que provocó el golpe de
mano de Ritschl cuando envió a Nietzsche a la Universidad de Basilea.
«N o comprendo cómo alguien puede disculpar este nepotismo, un favo­
ritismo inaudito de un principiante», clamaba Wilamowitz en sus «Re­
cuerdos».
Posteriormente —mientras tanto Nietzsche se había hecho, de otra
manera, tan famoso como él— , Wilamowitz descubrió que en su escrito
había metido muchas cosas juveniles y que no debería haberlo publicado.
Era un muchacho ingenuo que no había cobrado conciencia de su auda­
cia. En cualquier caso no se puede negar que sobre los arrebatadores poe­
mas de Nietzsche sopla un viento dionisíaco. Pero con su escrito ha con­
seguido algo: «H a hecho lo que le pedí, se ha desprendido del puesto
docente y de la ciencia y se ha hecho profeta, para una religión irreligiosa
y una filosofía afilosófica».
La «filología del futuro» de Wilamowitz, de la que vamos a hablar
brevemente ahora, enlazaba con la definición usual de la música wagne-
riana como música del futuro. Captaba la intención de Nietzsche de crear
una nueva filología en estrecha relación con el arte de Wagner y la ridicu­
lizaba. El objetivo era presentar las aspiraciones de Nietzsche como un
delirio. El profesor era en realidad un charlatán, un místico, un jerofante,
«¡E s fácil la prueba de que también aquí genialidad soñada y descaro en
la exposición de las afirmaciones están en exacta relación con la ignoran­
cia y la falta de amor a la verdad!».
Todo era un artificio, una falsedad, todo eran teorías construidas so­
bre arena, el señor Nietzsche no ha leído nunca a Winckelmann, eviden­
cia una ignorancia pueril en temas de arqueología, no conoce a Homero,
no entiende a Eurípides, cita mal a Dante, se confunde al hablar de la iro­
nía de Goethe, no conoce a Hamlet. El alumno joven somete a juicio al
viejo; «Estoy harto de corregir el ejercicio del profesor Nietzsche» excla­
ma como un anciano maestro que se desespera ante la redacción de un in­
corregible alumno de tercer curso. En un pasaje anota a modo de obser­
vación: «Menuda sarta de sandeces».
Un estudioso americano que se ha ocupado de la vida y la obra de Wi­
lamowitz sospecha que los ataques de éste tienen su verdadero motivo en
una experiencia escolar anterior, tal vez en un castigo humillante que
Nietzsche había presenciado o incluso provo'cado. Posible, pero también
plausible y suficiente como explicación es también la rivalidad de los dos
mejores, el duelo de los dos alumnos de Pforta; a su manera, una conti­
nuación de los años de internado, como la eterna dependencia y sumisión
de Deussen o como la fiel amistad de Gersdorff.
Exactamente eso es lo que demuestra la reacción de Nietzsche. El no
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puede dejar de presentar a su rival como un muchachito, como un joven­


zuelo, al que hay que darle su merecido. «N o sirve de nada, hay que de­
sollarle, aunque a buen seguro el jovencito sólo ha sido seducido», escri­
be Nietzsche a Rohde y en tono más suave, pero con la misma apreciación
a Gersdorff: «Siento lástima por el muchacho aturdido, y como tú siento
una verdadera compasión cuando pienso en su buen nombre. Pero no
hay más remedio, se le tiene que castigar en público». Por último, a
Ritschl le dice: «Aquí [en el escrito de réplica] el muchacho es descalifi­
cado como ejemplo premonitorio». En otra carta a Rohde manifiesta sus
sospechas: «Tiene que estar todavía muy inmaduro; está claro que le han
utilizado, estimulado y azuzado; todo huele a Berlín».
Lo sorprendente es que su autoestima no se ha visto reforzada. No
hay ningún indicio de que la contraargumentación del joven Wilamowitz
haya atraído al menos su atención: «Ciertamente hay que dejar pasar al­
gún tiempo para poder hablar de temas como la pobre erudición que
muestra ostentosamente» declara con orgullo. Aun así, Nietzsche ha es­
crito su texto sin una sola cita griega, sin notas, incluso sin preparar el
tema, y muchas de las acusaciones de Wilamowitz tenían que ser acerta­
das. Pero ahora sigue hablando de «lucha, lucha, lucha», no le aqueja nin­
guna enfermedad, los proyectos de trabajo y los escritos se le acumulan,
incluso reanuda el trabajo filológico, surge una nueva composición, y por
primera vez Nietzsche hace un seminario sobre filosofía preplatónica,
que le satisface interiormente.
Nietzsche está seguro de su triunfo porque Rohde está de su lado: él
es el mejor filólogo, él rebatirá con pleno conocimiento sus vagas afirma­
ciones, hasta conseguir que el enemigo se avergüence. «Si te pones a mi
lado, precisamente ahora, como correligionario y primer lanzador de ja­
balina...», así apela Nietzsche a su fiel amigo para pedirle ayuda. A él en
solitario se le puede descalificar como visionario y estúpido, como «filó­
logo de risa» y «literato musical»; pero si «estamos juntos, tiene que le­
vantarse una gran expectación entre nuestros burgueses y traidores filó­
logos».
En el fondo, él dictamina lo que tiene que escribir Rohde: de una
parte, el cariño, la relación con Wagner, «precisamente porque la relación
directa con Wagner es lo que más asusta a los filólogos y les obliga a re­
flexionar»; de otra parte, la «ejecución» puramente filológica de Wilamo­
witz. Introducción general: falta un foro supremo para los esfuerzos ide­
ales de la ciencia de la antigüedad, de ahí la forma de carta a Richard
Wagner; entonces hay que hablar de las esperanzas bayreutheanas, del
llamamiento de los M aestros cantores : «¡Despertad, el día se acerca!»,
la llamada de la reforma de 1872. Después, paso al libro de Nietzsche, eje­
cución de Wilamowitz, pero al final de nuevo algo serio y general, para ol­
vidar a Wilamowitz y conservar únicamente en la memoria el hecho -de
PROFESIÓN [3 2 5 ]

que «con nosotros no hay que jugar». Se trata de guerra, de estrategia, de


poder. Se presupone que los filólogos son cobardes.
El propio Richard Wagner intervino entonces en la disputa. El 23 de
junio apareció en el N orddeutsche A llgem ein e su carta abierta con el en­
cabezamiento «Querido amigo». En él formula la pregunta: ¿por qué
contribuye tan poco la ciencia filológica, que tanta importancia se da con
su aparato, a la formación general? Nietzsche ha mostrado cómo se hace
y ha recibido al momento el castigo de los especialistas por ello. Por cier­
to, qué entendido en la materia era ese crítico de Nietzsche que tan fer­
vientemente imploraba el favor de las musas. «Un especialista en lenguas
clásicas que en una misma frase mete un “si es por mí” después de un “si
es por mí” nos parece casi un parásito berlinés que se tambalea entre la
cerveza y el aguardiente como en los viejos tiempos». Lo mejor para pa­
sar al orden del día: uno «piensa, con Sócrates, que es absurdo querer
responder a la coz del asno con una patada humana».
En el orden del día hay cosas mucho más serias que el panfleto del
doctor en filología. «Se dan en aquellos a los que yo llamo nosotros», leyó
Nietzsche, «concretamente en aquellos que están llenos de la más honda
preocupación por la formación cultural alemana». Cada pueblo guarda
en sí mismo el germen de su cretinización; así, los franceses se habían
arruinado, primero, con su Academia y, después, con la absenta. La cer­
veza no es ciertamente tan mala como la absenta, y gracias a Dios en Ale­
mania no había Academia. Pero en lugar de ello actuaban otros defectos
—«envidia», «difamación maliciosa», «insinceridad»— , que eran tanto
más graves cuanto que tenían aspecto de probidad.
Así, pues, ya es hora de que alguien esté dispuesto a informar sobre la
situación de las instituciones docentes alemanas. Después se le pedirá
precisamente a él, Nietzsche, que se ha atrevido a abandonar la ruinosa
empresa, que señale sus daños «con mano creativa». A continuación ve­
nía la llamada final, sumamente patética: «Lo que esperamos de usted
sólo puede ser tarea de toda una vida, y por cierto de la vida de un hom­
bre como el que necesitamos urgentemente, y como el que usted es pre­
sentado ante todos aquellos que, desde la más noble fuente del espíritu
alemán, de la seriedad profundísima en todo aquello que hace, piden ex­
plicación y orientación sobre cómo ha de ser la formación cultural alema­
na si quiere contribuir a que la nación renacida alcance sus metas más no­
bles». A Wagner le gustaban esas frases larguísimas en las que abundaban
palabras como «noble», «profundo» e «interior», pero Nietzsche extrajo
de ellas sobre todo que él era el hombre que se necesitaba urgentemente
para que se produjera el renacimiento de la nación alemana.
De nuevo se sentía feliz. El 24 de junio era san Juan, «día de san Juan,
flores y cintas, tanto como uno quiera», como se decía en L o s m aestros
cantores, que Nietzsche citó, a la vez que ya se imaginaba que ellos, Wag-
[3 2 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

ner, Rohde y él, abandonarían el campo de batalla no sólo sanos y salvos


sino también adornados con flores y cintas. Su fantasía se había apodera­
do del nombre de Wilamowitz y lo «ejecutó» en sustitución de su porta­
dor; entre otras, se le ocurrieron las siguientes expresiones: Fritz Nietzs-
chens Fritzsch-Ingenio triunfará con toda seguridad sobre el estropajo
wilamowitziano\ Wilam sin ingenio, Wilamopsen, Wilamowitzelei, WHa­
mo-estropajo.
Eran bromas de mal gusto, y aún seguirían otras peores. A la tertulia
de Nietzsche y Overbeck se le ocurrió como réplica al término «filología
del futuro» del doctor en filología la despectiva expresión «filología bas­
tarda», en la que también intervino Rohde. Lo único que no estaba dispues­
to a aceptar era que su escrito apareciera junto con la carta abierta de Wag-
ner. Nietzsche había previsto, como parte de su estrategia, que el escrito
de defensa redactado por Rohde apareciera en la editorial Teubner, espe­
cializada en temas antiguos. Escribió a Ritschl y le pidió su mediación,
pero la editorial Teubner no tenía ganas de tirar piedras a su propio teja­
do. De hecho, la carta de Wagner había sobresaltado a los filólogos, pero
en modo alguno los había intimidado. Editoriales, publicaciones periódi­
cas y universidades se prepararon para un boicot silencioso.
En el otoño de 1872 pudo aparecer en Munich un escrito en el que
su autor, un tal Dr. Puchmann, declaraba a Wagner demente desde el
punto de vista psiquiátrico. Precisamente en aquel otoño apareció el tex­
to Afterphilologie [Filología bastarda] de Rohde, también editado por la
editorial musical Fritzsch, en elegante formato y con el llamativo título de
«Filología bastarda. / Para iluminación / del / panfleto, editado / por el
Dr. en filología Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, “Filología del futu­
ro” / carta de un filólogo a Richard Wagner».
Si el joven doctor había saltado sobre el profesor basilense como si
fuera un alumno al que se le descubre una falta tras otra, Rohde, que
mientras tanto había sido nombrado profesor supernumerario, dio a en­
tender, por debajo de la cátedra, en prolijas frases que el doctor en filolo­
gía era todo un ignorante. «Evidentemente nos encontramos aquí», escri­
bió Rohde, «con un ejemplar de ese raro género de críticos en cuyas
manos ha ido a caer un libro en modo alguno pensado para su inteligen­
cia, y que ahora, toda vez que no ha comprendido lo más mínimo de su
contenido, tampoco —dada la penuria de sus recursos— estará en condi­
ciones de entender lo más mínimo, esto es, de extraer de esa total incom­
prensión el único motivo existente, para erigirse en crítico de aquella
obra».
Después venía un segundo reproche. En las campañas contra Wagner
fue esgrimido una y otra vez por sus enemigos, los liberales y progresistas,
el reproche de la morbosidad. Así, en el círculo de Wagner se los conocía
con el sobrenombre.de «los sanos» o «los lozanos».
PROFESIÓN [3 2 7 ]

Rohde escribió que la desvergüenza del ataque no sorprendía en una


época «en la que se tiene por verdadera legitimación de la profesión de
consejero de sanidad de la literatura la propia incapacidad, cuidadosa­
mente cultivada, para comprender algo que pudiera rebasar el estado de
la más inocua satisfacción».
En este escrito se atacaba al doctor en filología que aquí tapaba un
orificio con los trapos y andrajos de sus penosas citas y allí evacuaba toda
una riada de informaciones sin digerir, un auténtico monstruo de igno­
rancia y fraude. También la escuela aparecía de nuevo: no es muy elegan­
te por parte del señor Nietzsche, escribe Rohde con pesada ironía, que en
su libro no se tenga para nada en cuenta la situación de un alumno de se­
gundo curso mal preparado y en cambio se dé por sentada la buen pre­
paración de un alumno de primer curso.
La disputa se centró cada vez más en los detalles, y si el doctor en fi­
lología había asignado al hombre una gran sabiduría escolar, Rohde tra­
taba de superarle mediante una interpretación más precisa de los pasajes
aducidos y mediante nuevas citas. Esta polémica era tan árida y erudita
como nunca se había dado en la filología. Después venía el grito final,
«¡despertad, se acerca el día!». Rohde aportó un nuevo matiz en el anun­
cio del período cultural bayreutheano, un matiz tristemente inserto en el
debate alemán desde entonces: opuso a la perniciosa «civilización» la li­
beradora «cultura». «La civilización se mantiene y continúa su existencia
inconcebiblemente artificial sólo a través de un aislamiento cada vez más
completo de todas las fuerzas del espíritu y el ánimo; de su refinada bar­
barie sólo nos puede rescatar una cultura que recoja en su vida la armó­
nica actuación de todas las más elevadas facultades humanas, no como un
lujo frívolo de una indolente saturación sino como suprema bendición de
una existencia decididamente noble».
Rohde grita denodadamente que no se debe aplaudir a esta civiliza­
ción del lujo «en tanto no resuenen con fuerza en tierra alemana, por en­
cima del bullicio del mercado y de los cantos de sirena de artes lujosas y
exuberantes, los tonos cordiales de un íntimo deseo de liberación de
nuestro pueblo de esta peligrosa civilización y su paso a una cultura más
noble». En un amistoso saludo a Wagner, venerado maestro de esta cul­
tura superior, resonaba la «filología bastarda», que Rohde, prudentemen­
te, no había definido con este nombre.

El escrito tuvo muchas consecuencias, pero ninguna que moviera a


los filólogos a pasarse al bando de Wagner y Nietzsche. Este recurre de
nuevo, pacíficamente, a las imágenes marciales: «Pero ahora tu escrito
fluye hasta la lejanía y arrastra tras sí al muchacho ahogado...». Más tarde
Elisabeth encontró un símil aún más orgulloso: «A quien haya leído este
[3 2 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

librito seguro que le habrá venido a la mente el nombre del colérico Aqui-
les, que pasa magnífico y victorioso, y arrastra por el suelo a Héctor, ene­
migo de su amigo, sin atender a los lamentos de Ilion».
Pero el joven Wilamowitz no se dejó arrastrar como cadáver ni sobre
el agua ni sobre la tierra, sino que en 1873 envió una «segunda parte» de
su «filología del futuro», de manera plenamente consciente, bajo la pro­
tección de Rohde, que, contra sus convicciones, se había pronunciado a
favor de su amigo, y como acusación rotunda contra el culto a Wagner y
la nueva teoría sobre los griegos: «Aquí se disuelven las experiencias de la
filosofía y la religión para que un desvaído pesimismo muestre sus enga­
ñosos espejismos como en el desierto; aquí se rompen en pedazos las imá­
genes de los dioses, con los que poesía y artes plásticas pueblan nuestro
cielo, para adorar en el polvo al ídolo Richard Wagner; aquí se derrumba
el edificio construido afanosamente por un genio activo y brillante para
que un soñador ebrio eche una mirada extrañamente profunda al abismo
dionisíaco: esto no lo soporto». Orgulloso estaba él también aquí, rebo­
sante de p ath o s y movido por un ideal noble, uno y otro héroes de escena,
que de acuerdo con el espíritu del tiempo giran los ojos en redondo y re­
chinan los dientes, Después los héroes quedaron cansados. Nadie tiene ya
ganas de contestar a esta refutación de la refutación de Rohde, que lo es a
su vez de la refutación de Wilamowitz al texto de Nietzsche. El siguiente
juicio crítico sobre E l n acim iento , y al mismo tiempo uno de los más cáus­
ticos, procede del propio Nietzsche.
Una de las consecuencias de todo el asunto fue que Rohde no obtuvo
la cátedra de Friburgo, sino que tuvo que esperar todavía un año para que
en Bonn Usener declarara a Nietzsche científicamente muerto y a que en
el semestre de invierno en Basilea los estudiantes de filología clásica no
asistieran a clase; en total, Nietzsche dio una sola clase con dos alumnos,
precisamente sobre retórica. De los dos ninguno era filólogo, y uno de
ellos, escribió Nietzsche, estaba tan apegado a él que en vez de aprender
retórica, le limpiaba las botas.

En resumen, todo el asunto quedó en agua de borrajas. La lucha no


pasó del papel, nadie oyó los cañones. Nietzsche tenía motivo para sor­
prenderse de que tan poca gente hubiera leído la carta abierta del maes­
tro a él que se publicó en el periódico N orddeutsche A U gem eine. Wilamo­
witz constató certeramente: los filólogos no leyeron ese papel. Nadie se
peleó tampoco por los textos de la polémica; Wilamowitz, que los hizo
imprimir por su cuenta, asegura que recuperó justamente el dinero inver­
tido.
Para Wagner fue sólo uno de sus muchos asuntos. El diario íntimo de
Cosima nos permite echar ahora una mirada a la situación. Cuando
PROFESIÓN [3 2 9 ]

Nietzsche envía el panfleto, Cosima anota: «Richard reconoce la situación


actual del mundo como decepcionante». Esto es el 9 de junio. El 10 de ju­
nio Wagner lee el «Wilamowitz-andrajo» y con ello se decide a escribir su
carta abierta, cuyo borrador lee a Cosima por la noche. El día 11 termina
la carta. «H e dado un largo paseo por el precioso parque con Richard; ro­
sas, acacias, jazmines, todo florece y perfuma, a ello se suma el bosque de
abetos, con cuánta facilidad se olvida que vivimos en un mundo perver­
so». Mientras Richard redacta de nuevo su carta, el mirlo, el tordo y la
oropéndola, los niños están bien, «tengo la esperanza de que Richard se
ponga a trabajar, así estoy contenta como tal vez ningún ser humano y doy
gracias a Dios, con humildad, contrición y alegría». Después, cuando Co­
sima lee en voz alta la réplica de Rohde, Richard dice: «¡Sí, aquí estamos
en buena compañía!».
Cosima podría haber contestado ciertamente, pero no desde la fama.
La era de la prensa, de la inundación con noticias, hacía ya tiempo que ha­
bía empezado y era lamentada de distintas maneras. Nietzsche barajaba
nuevos planes, «gigantescos» como él escribía, quería reorganizar las
agrupaciones wagnerianas y escribir una proclama en favor de Bayreuth
que debían firmar importantes personalidades. Por eso intentó pasar por
alto el fracaso, el silencio, el boicot, el hecho, de que sólo un jovencísimo
doctor en filología le había provocado descaradamente, que en la «col­
mena filológica» no se había producido ningún escándalo, sino que todo
seguía discurriendo sencilla y honradamente por los viejos cauces. Se re­
fugió en su propio mundo como medida de seguridad. «En ese “quere­
mos”, en la concepción y la construcción de nuestro mundo, me parece
como si no hubiera nadie aparte de nosotros», escribió él a Rohde. Y aña­
dió: «La torpe cuadrilla filológica de alborotadores pasa por delante de
mí como una tropa de soldados de plomo».
Así le había ocurrido a menudo: la realidad palidecía frente al mundo
de la vivencia y la representación. El creador estaba a solas con su jugue­
te. «La historia del mundo no es para nosotros nada más que un ensimis­
mamiento soñador», había escrito a los diciesiete años en su texto sobre
el destino, «se levanta el telón y el hombre se encuentra de nuevo jugan­
do con mundos». Pérdida de sentido de la realidad: ya no hay público so­
bre el que poder incidir, sino soldaditos de plomo, una masa a la que se
puede dirigir. Sólo el niño y el dios construyen la realidad a su antojo.
[3 30] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

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Carta de Nietzsche a Richard Wagner del 21 de mayo de 1870. Primera pagina

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Cuarta parte

Grandeza
Los grandiosos tiempos de Basilea
1872-1873
Capítulo 1

El rival
La extraña amistadconJacob Burckhardt

De las relaciones humanas entre Nietzsche y Burckhardt ningún crí­


tico imparcial de su correspondencia y de los demás documentos
pertinentes puede ganar la impresión de una verdadera amistad.
Alfred von Martin, Nietzsche und Burckhardt

Es —en palabras de Nietzsche— una amistad de astros, que se debe


interpretar con profundo respeto.
Edgar Salin, ]acob Burckhardt und Nietzsche

L
os años 1872 y 1873 marcan un primer hito en la actividad creativa
de Nietzsche: a principios del año 1872 publicó E l nacim iento de la
tragedia, en primavera escribió las cuatro disertaciones Sobre e l f u ­
turo de n uestras instituciones docentes, en el semestre de verano impartió
las clases sobre los filósofos preplatónicos, de las que al año siguiente sa­
lió el texto de L a filo so fía en la época trágica de los griegos. A finales de
mayo de 1872 empezó a recoger material para el tratado Sobre la verdad y
la m entira en sentido extram o ral , en el que su filosofía se muestra por pri­
mera vez abiertamente (o de manera encubierta, pues sólo Cosima tuvo
conocimiento de estos atrevidos proyectos gracias a un regalo de Navidad
con el título de Sobre e lp a th o s de la verdad). El proyecto de las conside­
raciones inactuales seguía madurando: la primera de éstas, D av id Strauss,
e l confesor y el escritor apareció en 1873, el 1 de enero de 1874 concluyó
[3 3 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

el último capítulo de la segunda consideración, titulada D e la u tilid ad y


las d esven tajas d e la historia p a ra la vida.
La situación intelectual de la época, de la que nacen y contra la que
nacen estos escritos, se puede describir más o menos así: en el nuevo im­
perio alemán, los nacionalliberales constituyen la corriente y la voz domi­
nante. Con ellas se corresponde el optimismo de la época fundacional, al
que tampoco consigue dañar seriamente el crack bursátil de 1873. Es «pro­
gresista», amiga del capital y de los judíos, contraria al socialismo, enemi­
ga de los católicos. Ya en julio de 1871, la paz sólo tenía dos meses de
vida, se suprimió el Departamento católico del ministerio de Educación
Pública prusiano; la Dieta del Imperio aprobó en noviembre de 1871 el
artículo de cátedra y en junio de 1872 la ley de los jesuítas. En una con­
signa electoral de carácter anticlerical del partido progresista, Rudolf Vir-
chow, el gran médico e investigador y figura emblemática del nuevo Im­
perio, acuñó el término «lucha por la cultura», que luego, abreviado
como «lucha cultural» o K ulturkam pf, definió la guerra fría entre el Esta­
do y la Iglesia católica. En mayo de 1873 en la Dieta prusiana se aproba­
ron las «leyes de mayo» que prescribían entre otras cosas un «examen
cultural», a escala estatal, para los clérigos católicos.
De entrada quedan postergados los conservadores, o sea, en Prusia la
camarilla palaciega de vieja orientación clerical, apoyada en la nobleza y
lectora adicta del Kreuzzeitung. El «centro», ocupado por el partido ca­
tólico, sufre los ataques de la K u lturk am p f, pero bajo la opresión se ro­
bustece como ocurrirá en las décadas siguientes con la socialdemocracia
tras las leyes de los socialistas. El que podemos llamar «partido de Wag-
ner» ocupa una extraña posición dentro de este esquema general y com­
prensible: aunque comparte con los nacionalliberales la aversión a los
católicos, detesta la fe en el progreso, la fiebre científica, el espíritu mer­
cantil del «presente», es marcadamente antisemita y opone al optimismo
de las ciencias el pesimismo de la filosofía schopenhauereana. Además re­
chaza el socialismo, en el que ve otra y más grave consecuencia del pro­
greso. Por lo demás, ya no cree en la antigua alianza entre el trono y el al­
tar. Confía en una salvación a través de la renovación cultural y por lo
tanto a su manera practica una K ulturkam pf, sólo que la cultura soñada
por él no se basa en el progreso sino en un regreso. Wagner, el patético
nacional, se vuelve a los viejos mitos germanos; Nietzsche, maestro como
él, a los mitos del helenismo temprano. El clima básico es aristocrático,
pero nobles y monarcas, emperador, rey, príncipes y condes son solicita­
dos únicamente como medios e incorporados al proyecto en beneficio de
una nobleza del espíritu, de nueva instauración, y una monarquía del es­
píritu con sede en Bayreuth.
Si todo esto eran ilusiones, Wagner y Nietzche las tomaron con la se­
riedad con la que se tienen que tomar las ilusiones cuando se han de con­
GRANDEZA [3 3 5 ]

vertir en realidad. De la misma manera que en otro tiempo Nietzsche


pensó en una orden monacal, un convento cultural, pronto estará de nue­
vo dispuesto, con Wagner y sus amigos, a luchar contra el tiempo, contra
los «sanos», contra los «mensajeros» de Gustav Freytag y consortes, y jus­
tamente en los años 1872-1873 estaba tercamente decidido a afrontar esta
lucha de los pocos contra los muchos en la esperanza de alcanzar una vic­
toria definitiva. Que pronto fuera tenido por «fundador de una religión»,
por «apóstol», por sectario, era algo que correspondía plenamente a las
condiciones reales, El nuevo «período cultural» era un objetivo tan con­
creto como lo era la «cultura» de los progresistas en su lucha contra la
Iglesia católica.
Lo que Nietzsche escribía parecía servir exclusivamente a este fin: en
primer lugar había que reformar la educación, después venían las diserta­
ciones «Sobre el futuro de nuestras instituciones docentes». Entonces ha­
bía que incidir polémicamente en la época, con posturas «inactuales», o
sea, provocativas contra y a favor: contra David Friedrich Strauss, que en
1872 había publicado el nuevo catecismo del credo progresista, contra la
falsa cientificidad, que actuaba pesadamente en la historia dentro de cada
época, a favor de Schopenhauer, presentado como educador, y a favor de
Wagner y Bayreuth. En la memoria para Bismarck, grito de aviso y alerta
al pueblo alemán, aparecían los planes más atrevidos de esta estrategia
cultural. Pero en una carta el editor de la revista Im neuen Reich, Nietzs­
che pudo atacar al escritor Alfred Dove, que se había atrevido a defender
al médico muniqués Puschmann «por haber intentado demostrar y anali­
zar teóricamente la megalomanía de Richard Wagner». Éste era un aspec­
to, expuesto a la luz del día, del profesor Dr. Friedrich Nietzsche. Del
otro no sabían nada ni siquiera los amigos. Se desarrollaba en la más se­
creta reflexión como lenta separación de Wagner y el «wagnerismo»,
como lento, vacilante movimiento reflexivo hacia la independencia, hacia
una nueva filosofía, que se presentaría en público en 1878 con el libro
H um ano, dem asiado hum ano.

Un hecho determinante: Wagner se fue de Tribschen a Bayreuth, re­


gresó al «Imperio». Nietzsche siguió en Basilea. Si es cierto que no se ha­
bía enraizado en Suiza también lo es que este país le gustaba como lugar
neutral, como punto de observación, como balcón situado por encima de
las llanuras alemanas. Aquí él estaba a salvo de la resaca del nuevo Impe­
rio, de la propaganda del cada vez más grande y cada vez más poderoso
Imperio con su martilleo diario. Aquí se sentía con idéntica fuerza la ve­
cina Francia. Con la victoria de los ejércitos alemanes en Francia creció la
simpatía de los suizos por los vencidos, la preocupación ante un vecino
prepotente en el norte. Los Wesendonk, viejos amigos de Wagner, regre­
[3 3 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

saron al Imperio a causa de la animosidad de los suizos hacia los alema­


nes. Por el contrario, Nietzsche aprendió que, frente a este Imperio es­
plendoroso, también estaban justificadas la prevención, la desconfianza y
la preocupación.
Su más poderoso correligionario en este escepticismo era también el
más relevante de sus colegas: Jacob Burckhardt. En este contexto, Elisa-
beth ha referido una anécdota que hay que leer como, en las viejas le­
yendas, los relatos de curaciones milagrosas; tanto ésta como otras de sus
muchas y conmovedoras anécdotas, aunque su fidedignidad es muy du­
dosa, poseen algo que, por expresivo, permite caracterizar situaciones y
personas implicadas. Así, pues, Elisabeth narra que, al enterarse de que
había ardido el Louvre, tanto Nietzsche como Burckhardt buscaron re­
fugio: Burckhardt en casa de Nietzsche, Nietzsche en casa de Burck­
hardt. «Al final se encontraron frente a la casa donde vivía mi hermano,
subieron la escalera juntos y en silencio, y, una vez estuvieron en la habi­
tación sumida en la penumbra, rompieron a llorar, incapaces de decirse
uno a otro una palabra de consuelo.» Elisabeth, testigo de la conmove­
dora escena, se retiró con su habitual discreción a la habitación contigua,
«pero durante un largo rato imperó todavía un profundo silencio, sólo
interrumpido aquí y allá por una palabra en voz baja o un sollozo repri­
mido».
Esta escena de Marlitt nos resulta tanto más cómica cuanto que
Burckhardt, veintiséis años mayor que Nietzsche, era un solterón adusto,
un viejo y sarcástico basilense, que, en contra de la costumbre de la épo­
ca, llevaba su pelo encanecido cortado al cepillo y no tenía barba; en una
primera caracterización Nietzsche le definió como «un excéntrico con in­
genio». Pero, si esta escena entre amigos tal vez procede del gusto de Eli­
sabeth por los libros ilustrados, da en el clavo cuando, al aludir a la rela­
ción de los dos, anota: «Burckhardt ejerció con toda seguridad una gran
influencia moderadora en mi hermano, pues entonces, cuando germanos
y romanos estaban frente a frente y esta lucha se extendió también al cam­
po intelectual de las dos culturas, él fue considerado siempre como el más
ingenioso representante de la cultura romana».
Burckhardt, dice Elisabeth, era un excelente contrapeso para con­
templar con una especie de imparcialidad, «al margen de la sensibili­
dad alemana», los acontecimientos que conmovían el mundo. La situa­
ción era: de una parte, Wagner hacía todo lo que podía para convertir a
Nietzsche en un wagneriano, en un seguidor ciego. Tiraba violentamente
de él para hacerse con él, como en la Edad Media los demonios tiraban de
las almas que acababan de abandonar el cuerpo. Jacob Burckhardt fue el
ángel salvador que se opuso a ello. El tenía reservas no sólo contra el nue­
vo Imperio alemán, sino también contra Wagner y el culto a Wagner, y era
suficientemente genial para arrastrar a Nietzsche, para llevarle por otros
G R AN DE Z A [3 3 7 ]

derroteros, ganarle para una ciencia con amplias perspectivas que no se­
ría ya mezquina y pedante sino realmente grande.
Hasta dónde llegó la amistad entre el viejo historiador y el joven filó­
logo y los nuevos filósofos es, aún hoy, tema de discusión. Los dos libros
dedicados a la relación entre Burckhardt y Nietzsche, adoptan posturas
contrapuestas: uno de ellos, el de Edgar Salín, celebra el encuentro de los
genios con una mezcla de respeto y entusiasmo; el otro, de Alfred von
Martin, intenta demostrar que «no hubo nada». Un examen sobrio de los
testimonios demuestra que Nietzsche admiró a Burckhardt desde el pri­
mer encuentro, que durante los primeros años de Basilea entre ellos hubo
un contacto regular, que podemos calificar sin reparos como «amistoso»,
pero precisamente el entusiasmo del más joven llevó al más viejo a una ac­
titud de cautelosa reserva, hasta que finalmente la relación fue sólo unila­
teral, pues Burckhardt se limitaba a reaccionar cortésmente, hasta que
por último optó por un frío silencio. En cambio, no puede haber ningu­
na duda de que Burckhardt percibió la genialidad de Nietzsche, junto
con sus peligros, y que apreció su trato y el valor de sus escritos en la pri­
mera época como algo enriquecedor en sí mismo. Tal vez Burckhardt se
refugió al final en su concha de caracol porque no quería verse arrastrado
por el espíritu absorbente de Nietzsche fuera de su existencia deliberada­
mente resignada en Basilea.
La disputa sobre si entre Nietzsche y Burckhardt hubo algo parecido
a una amistad encubre que entre dos hombres de alto nivel intelectual
puede haber también relaciones intensas distintas de la amistad, de la
simpatía y la profunda confianza mutua: por ejemplo, una relación basa­
da en el diálogo, el intercambio y el estímulo, y también en la fascinación
que dos seres completamente distintos pueden ejercer y sentir recíproca­
mente.
Así ocurrió en Basilea, y a decir verdad pronto.
Ya el 29 de mayo de 1869, un día después de la clase inaugural y en la
misma carta que describe la gran vivencia de Tribschen, Nietzsche comu­
nica a su amigo Rohde: «Desde un principio he establecido relaciones
más estrechas con el excéntrico, lleno de ingenio, Jacob Burckhardt; de lo
cual me alegro sinceramente, pues descrubrimos una asombrosa con­
gruencia de nuestas paradojas estéticas». Dicho en lenguaje usual: cada
uno de ellos descubrió en el otro una cabeza original. Al cabo de un año
largo, en una carta a su amigo Preen, Burckhardt hizo un balance con
ciertas reservas: «Aquí vive uno de sus creyentes [de Schopenhauer], con
el que a veces converso, en la medida en que me puedo expresar en su
lengua». Esto parece poca cosa, pero Burckhardt estaba acostumbrado a
ocultar sus sentimientos tras una corteza dura, de la misma manera que
Nietzsche se exaltaba y prorrumpía en encendidos elogios con facilidad.
El comentario de Overbeck en el sentido de que «el pobre Nietzsche que­
[3 3 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

ría a todo el mundo sin excepción, mientras que a él le querían mucho


menos e incluso absolutamente nada» es con toda seguridad incorrecto y
rebuscado.
En lugar de todo ello, el lenguaje de los hechos. Nietzsche a Gersdorff
en carta del 7 de noviembre de 1870: «Anoche tuve un placer que habría
deseado sobre todo para ti: Jacob Burckhardt pronunció una disertación
libre sobre “grandeza histórica”, y a decir verdad totalmente al margen de
nuestro círculo de ideas y sentimientos. Este hombre de cierta edad, su­
mamente peculiar, no es proclive a las falsificaciones pero sí a los silencios
de la verdad y en paseos íntimos llama a Schopenhauer “nuestro filósofo”.
En su casa asisto a un seminario de una hora semanal sobre el estudio de
la historia y creo ser el único de sus sesenta oyentes que comprende los
profundos pensamientos con sus extraños cortes y desvíos, donde el re­
curso roza lo peligroso. Por primera vez he disfrutado con una lección;
además es el tipo de clase que me gustaría impartir si fuera más viejo».
Frente al joven Nietzsche, el anciano sabio y callado no cerraba en
modo alguno su corazón, sino que daba rienda suelta a su escepticismo y
su pesimismo. La guerra franco-prusiana estaba en su apogeo, las victo­
rias alemanas tronaban en la escena del mundo, pero Burckhardt escribió
a Preen: «¡O h, cómo se equivocará la pobre nación alemana si pretende
dejar el fusil en un rincón de casa y dedicarse a las artes desde la felicidad
de la paz! Esto era tanto como decir: ¡ante todo, seguir adelante! Y des­
pués de algún tiempo nadie podrá decir ya para qué sirve realmente la
vida...». Exactamente esta misma preocupación resuena en la carta de
Nietzsche a Gersdorff: «Tengo las más grandes preocupaciones ante la
actual situación de la cultura... tengo a la Prusia actual por una potencia
sumamente peligrosa para la cultura...». La preocupación de Burckhardt
se había convertido en la preocupación de Nietzsche. En Tribschen no se
tenían semejantes temores.
Nietzsche y Burckhardt no son, pues, dos amigos sino dos colegas que
se enriquecen mutuamente. Los dos se habían entregado al estudio de la
antigüedad griega con la mayor pasión científica, los dos se habían pro­
nunciado contra una concepción idealizante y armonizadora de los grie­
gos. ¿Fue sólo una extraña casualidad que los dos llevaran ahora un «li­
bro sobre los griegos» en la cabeza? El plan de Burckhardt, ya viejo, había
sido aplazado una y otra vez. Todavía en octubre de 1868 escribió a su so­
brino, y posterior editor, Oeri, que vislumbraba en la oscuridad del futu­
ro un seminario sobre el espíritu de la antigüedad, «pero está todavía le­
jos...». No obstante, en febrero de 1869 ya había tomado la decisión y el
1 de enero de 1870 desarrolló el primer plan; el definitivo llegó a finales
de diciembre del mismo año. Precisamente por entonces Nietzsche infor­
ma que él y Burckhardt hablan mucho de helenismo y que ha pasada
unos días preciosos con él. El plan de Nietzsche estaba dedicado exacta­
GRANDEZA [3 3 9 ]

mente el mismo tema, un cuadro general de la cultura griega, sólo que el


suyo, bajo la tiránica exigencia de Richard Wagner, derivó hacia el naci­
miento de la tragedia.
Nietzsche abrigaba la audaz esperanza de atraer a Burckhardt, mucho
más viejo, reservado y cauteloso que él, al círculo de amigos. Así llegó la
extraña noche de la que informa a Rohde, Gersdorff y los Wagner. Tras el
encuentro de los amigos en octubre de 1871, Nietzsche propuso para re­
forzar «la idealidad del tiempo y el espacio» que el lunes, 23 de octubre,
a las 10 de la noche vertieran la mitad de un vaso de vino tinto en la no­
che oscura y la otra mitad la bebieran con un saludo a los demonios. Esto
lo hizo Nietzsche precisamente con Jacob Burckhardt. «L a ofrenda a los
demonios la celebré con Jacob Burckhardt en su habitación» comunicó a
Gersdorff, «él se adhirió a mi acto y los dos vertimos sendas jarras de
buen vino del Ródano en la calle.» Deussen corroboró que todo se desa­
rrolló así, y tuvo que sufrir por ello. Hacia las once y media de la noche,
Nietzsche, ligero y achispado, se dirigió a su casa, y Deussen apareció
ante él, el león victorioso, como una figura fantasmal y dudosa. A los
Wagner Nietzsche no les dijo nada de su compañero en la ofrenda a los
demonios. Pero ellos sabían quién era su enemigo y rival en Basilea.
La ofrenda a los demonios merece aún un pequeño comentario.
Como es sabido, el concepto griego no está tan estrechamente unido al
mal como el actual. Pero Nietzsche había prescindido no sólo de los dai-
m ones más amistosos sino también de sus hermanos más locos. El vino os­
curo se tenía que verter en la oscuridad, y en la carta a Rohde se citaba ex­
presamente el demonio-lobo Samiel, del Freischütz de Weber. En carta a
Gersdorff le comunicó que, en otro tiempo, Burckhardt y él habrían sido
sospechosos de brujería por tales manejos. ¿Una broma o algo más? ¿Y
por qué participó en ella el viejo «Köbi», a quien por otra parte tanto le
gustaba la cerveza? Esto tenía un motivo sencillo y esclarecedor. El pro­
fesor basilense, que llevó a Berlín su dignísima fama, que, aun siendo
acaudalado, vivía en la penuria, no escribía ya ningún libro y se confor­
maba con la actividad en la pequeña universidad y en Pädagogium, había
sido en otro tiempo artista, poeta, romántico, y todavía le seguían atra­
yendo en secreto el poder, la grandeza, lo demoníaco en la historia. Lo
que no decía en las lecciones y conferencias, afloraba en las conversacio­
nes con el genial y demoníaco joven sabio, un Fausto con diabólicas ten­
taciones: el convencimiento de que la maldad rige el mundo.
Sarcasmo y fría decepción son cosas que se podían aprender con
Burckhardt, y no debemos sorprendemos de que, a la postre, su escarnio
no se detuviera tampoco ante Nietzsche. Con Burckhardt, de Burckhardt
conoció Nietzsche a los tiranos del Renacimiento, con Burckhardt y de
Burckhardt conoció también a aquellas grandes familias de espíritus que
en Francia serán conocidas bajo el nombre de «moralistas», y esto no sig­
[3 4 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

nifica en modo alguno «propagandistas de la moral» sino perspicaces ilu­


minadores de lo m oral, descubridores y encubridores de lo demasia­
do humano: Montaigne, La Bruyère, La Rochefoucauld, Vauvenargues,
Chamfort. También podemos ver la lucha por el alma de Nietzsche como
la hemos descrito anteriormente: con Wagner como noble ángel germano
y salvador de almas, con Burckhardt como escéptico Mefisto.
Sólo que, a decir verdad, Burckhardt, el humanista basilense, no era
diabólico. Tenía una visión sobria de las cosas, y su manera de pensar era
infinitamente superior al oscilante galimatías de ideas de Wagner, que po­
día degenerar fácilmente en verborrea. El colaboró en la marcha de
Nietzsche hacia la decepción, pero en sí mismo había convertido su es­
cepticismo en un nuevo humanitarismo, en un humilde amor a la verdad,
sentido del deber, entrega a la labor educativa. Acerca de la reflexión de
La Rochefoucauld sobre las parcelas desconocidas del egoísmo, que aún
hay que describir, comenta: «Sí, pero también parcelas del amor y de la
abnegación, hasta donde no llega el egoísmo». Nietzsche tenía razón des­
de su punto de vista cuando sospechaba que Burckhardt era demasiado
miedoso para dar el paso hacia la libertad, su moral aúlica era distinta de
la que escondía en su interior, pero subestimaba la inteligencia, la fuerza
vital, el ethos, que, más allá de este autoenclaustramiento, anidaba en la
componente burguesa del basilense.
Ciertamente, Burckhardt participó en el rito demoníaco, mitad di­
vertido y mitad distante, pero la estrecha relación no se rompió, y de la
misma manera que Nietzsche como profesor se había mezclado con los
oyentes de aquella serie de conferencias que más tarde darían lugar a uno
de los libros más grandiosos del siglo X IX con el nombre de C on sid era­
ciones sobre la historia u n iv ersal , Burckhardt asistió a las cuatro diserta­
ciones de Nietzsche «Sobre el futuro de nuestras instituciones docentes»,
sin faltar a ninguna. Esto era más que un gesto de cortesía, y sorpren­
dentemente de acuerdo escribió poco después al joven teólogo Arnold
von Salis: «¡Tendría que haber oído usted lo que dijo! En algunos pasa­
jes era decididamente cautivador, pero luego se volvía a percibir una pro­
funda tristeza, y no vemos cómo los auditores h u m an issim i deben buscar
una explicación reconfortante al tema. Una cosa era cierta: el hombre de
alto porte que lo recibe todo de primera mano y lo da todo»; En estas fra­
ses de elogio casi exuberantes a la vista de su reserva se esconde todo
Burckhardt. «Cautivador» es una palabra apenas imaginable en Nietzs­
che; con ella se refería sin duda a su espíritu, su ingenio, sus abundantes
ocurrencias, su estilo florido, y como no aparece lo reconfortante, la re­
ceta de la vida, caracteriza certeramente la diferencia entre la actitud con­
ciliadora y la disposición para el compromiso de Burckhardt y el radica­
lismo de Nietzsche. Pero el juicio general no admitía ninguna duda: «él
hombre de alto porte».
GRANDEZA [3 4 1 ]

Así, pues, tenemos que creer a Nietzsche cuando nos dice que Burck-
hardt recibió con sumo interés E l nacim iento de la tragedia. «El, que se
mantiene enérgicamente a distancia de todo lo filosófico y sobre todo de
la filosofía del arte, y por lo tanto también de la mía, queda tan fascinado
por los descubrimientos del libro para el conocimiento de la idiosincrasia
griega, que medita en él día y noche y me da el ejemplo del más prove­
choso aprovechamiento histórico con miles de detalles» escribió a Rohde.
El diálogo no se malogra, y menos ahora cuando, en el semestre del vera­
no de 1872, Burckhardt empieza a trabajar en su H isto ria de la cultura
griega. «El curso de verano de Burckhardt fue algo único», comunicó
Nietzsche a Gersdorff. Nietzsche, el orgulloso, se sentaba, aunque no re­
gularmente, a los pies del maestro, le acompañaba cuando iba a casa; por
eso la relación intelectual entre los dos se ve poco dañada cuando la fama
proclama que Burckhardt siempre ha caminado al lado de Nietzsche
como si secretamente hubiera estado deseando escapar corriendo. Ante
los basilenses se debió de avergonzar, y cuando lanzaba una de sus sar­
cásticas alusiones contra Nietzsche, ello no alteraba en nada su admira­
ción por el joven trepador, al que contemplaba desde su seguro refugio
basilense.

Nietzsche seguía su camino. Burckhardt no podía seguirle. La filosofía


le era ajena. De la misma manera que las disertaciones de Nietzsche le ha­
bían parecido «cautivadoras», más tarde pudo escribir que «husmeaba»
en sus cosas. Pero Nietzsche, cada vez más solitario y cada vez más alejado
del mundo, se aferró patéticamente a este maestro. Para él Burckhardt era
Ritschl en genial, la inolvidable y perdurable figura del padre. Lo que le te­
nía que agradecer era muchísimo: la visión de la naturaleza de las cosas,
del desarrollo del proceso del mundo, la eliminación escéptica de los mi-
tologemas probablemente procedía de Schopenhauer o de Wagner. Él era
el igual, el sabio y el más sabio, el «muy venerado amigo», incluso cuando
se mantenía apartado. Nietzsche podía preguntar «¿Verdad que usted
sabe cuánto le quiero y le respeto? y luego firmar con «leal e inmutable».
Podemos preguntarnos a posteriori qué habría pasado si Nietzsche
hubiera permanecido bajo la docencia de Burckhardt en Basilea, como
éste mismo explicó, en tonos amables, en una de sus contadas cartas a
Nietzsche: «Si usted quisiera, totalmente ex pro/esso, iluminar la historia
universal con su tipo de luces y de acuerdo con los ángulos de ilumina­
ción adecuados a usted, entonces, a diferencia del actual consensus popu-
lorum , muchas cosas aparecerían al revés». Ciertamente esto no iba total­
mente en serio como propuesta, pero tampoco se debía entender como
simple broma o como ridículo cumplido. ¿Qué habría pasado si Nietzs­
che hubiera pensado más profundamente en Burckhardt?
[3 4 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

En lugar de ello tenemos que traer a colación una frase de la «epísto­


la» del demente a Burckhardt, del 4 y el 5 de enero de 1889, que, con un
conmovedor paso al tú, dice: «Ahora usted es —tú eres— nuestro gran,
más grande maestro: pues yo, junto con Ariadna, sólo tengo que ser el do­
rado equilibrio de todas las cosas, nosotros tenemos en cada trozo a aque­
llos que están sobre nosotros... Dionisos».
Capítulo 2

Triplefracaso

Él quiere ayudar y no piensa que exista una necesidad personal de


la desdicha, que a mí y a ti sobresalto, privaciones, empobrecimien­
tos, aquelarres, aventuras, riesgos, desaciertos, nos sean tan necesa­
rios como su opuesto, sí, que, para expresarme místicamente, el sen­
dero hasta el cielo propio pasa siempre por el placer del propio
infierno.
Nietzsche, La gaya ciencia

F
ue un amor desdichado el que profesó a Burckhardt, pero desde en­
tonces la desdicha le vino dada junto con un asombroso golpe de
suerte, la llamada para ocupar la cátedra de filología de la Universi­
dad de Basilea; no había remedio, todo lo que tocaba se volvía de alguna
manera contra él, pero al mismo tiempo le ayudaba en el proceso de auto-
conocimiento, de descubrimiento de su misión. De ahí la impresión que
caracteriza este año: la desgracia no se cebó en él. Si tras el debacle de E l
nacim iento de la tragedia había conseguido mantenerse perfectamente a
flote, otro tanto hizo en la desdichada experiencia de que vamos a infor­
mar ahora. Fracasar por tres veces: una composición malograda, un viaje
interrumpido, un programa que termina en nada. Todo sacudido por tres
veces. Las graves consecuencias fueron apareciendo paulatinamente.
Aunque en el fondo Nietzsche era muy temeroso, se caracterizaba si­
multáneamente por una gran tenacidad, una extraña persistencia en lo
una vez ganado como convencimiento. Ahora ya pertenecía al pasado le­
jano que, estando en Bonn, había ido a ver como estudioso al director
[3 4 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

musical Brambach. Éste le había explicado sin ambages que antes del
componer venía el estudiar, antes del canto coral y las cantatas el contra­
punto. Entonces había apuntado más alto, desvergonzadamente alto: ha­
bía regalado su composición a Cosima, en el cumpleaños de ésta, como
Wagner el Idilio de Sigfrido. No era ciertamente un acto de rivalidad, pero
sí una prueba de talento, un gesto de fuerza para demostrar que en el fon­
do él también era una naturaleza dionisíaca, esto es, arrebatada por la
música.
El silencio y la perplejidad de Wagner le irritaron, pero en vez de de­
ducir de ello, como explicación elemental, que sus composiciones no va­
lían para nada, se aprestó a acometer una tercera prueba y, como si dijera
ahora sí que va en serio, eligió como juez, salvador y auxiliar nada más y
nada menos que al antiguo alumno de Wagner, entendido en música y,
por último, amigo cruelmente estafado.
Aquella Cosima que en un principio le había recibido en Tribschen
llevaba todavía el título de baronesa von Bülow; el barón von Bülow era
el padre de dos de sus hijos, y el tercero llevaba al menos su nombre. A
nadie, ni siquiera al profesor basilense, se le ocultaba algo de lo que ha­
blaban todos los periódicos: las humillaciones de Bülow y su extraña y ab­
soluta dependencia respecto del maestro. Cosima rebosaba remordi­
mientos y angustias, y es harto improbable que no dijera nada de estos
conflictos y complicaciones a Nietzsche, que fue durante mucho tiempo
el invitado con el que le gustaba dialogar. En resumidas cuentas era una
historia más que enojosa, y cualquiera, por poco prudente que fuera, se
habría apartado de ella.
A Nietzsche, por el contrario, le atraía: ¿cómo era este predecesor en
el favor de Cosima? ¿Cómo se habría comportado con él Bülow, que era
también discípulo, seguidor y amigo de Wagner, pero al mismo tiempo se
veía a sí mismo, en lo que respectaba a Cosima, como su rival, como el
más instruido, el más refinado, el más joven? ¿Cuál era el secreto de la fi­
delidad de Bülow? ¿Cuánto rechazo se escondía detrás de la sumisión?
¿No había ahí un destino afín, unas grandes dotes que habían cumplido
otro servicio y que tal vez, como las suyas, habían perdido en ese servicio
lo que tenían de más genuino? ¿Y no era justamente Bülow, el engañado,
el hombre idóneo para emitir un juicio sobre sus composiciones, las de
Nietzsche, un juicio más justo, más independiente que el de Wagner, cuya
mirada podía verse enturbiada por los celos? ¿No era abiertamente un
golpe genial enfrentar al burlado con el burlador como tercer jugador,
como superburlador? Ciertamente todo esto no tomó cuerpo en su men­
te como un plan claramente calculado, como maniobra que había que or­
ganizar, pero a buen seguro que tales reflexiones y tentaciones estuvieron
presentes en el confuso vaivén de sus estados de ánimo.
Una carta petitoria marcó el inicio. Nietzsche envió a Bülow E l nací-
G R A N DE Z A [3 4 5 ]

m iento d e la tragedia como «desconocido», pero con una alusión a los


«amigos de Tribschen» y la petición «le ruego que lo lea». Bülow, como
hemos visto, aplazó la lectura hasta las vacaciones tras la agotadora gira
de conciertos que estaba realizando entonces, pero expresaba la posibili­
dad de acudir a Basilea, en el marco de su visita a Suiza en marzo, para
ofrecer personalmente a Nietzsche la expresión de su respetuoso agrade­
cimiento. Y, efectivamente, se vieron —el primer marido de Cosima y el
más joven admirador de Cosima— , pero nadie sabe de qué hablaron. Po­
demos suponer que poco de Cosima y mucho de música. También inter­
pretaron piezas musicales. Bülow tocó para Nietzsche la B arcarola de
Chopin. En Florencia, adonde huyó tras la catástrofe de su matrimonio
con Cosima, había traducido a Leopardi. Entonces preguntó a Nietzsche
si le permitía que le dedicara la traducción, evidentemente con la espe­
ranza de que el filólogo y literato podría hacer algo en favor de esta pe­
queña obra. Nietzsche oyó el cumplido pero desoyó la petición.
Bülow se mostró entusiasmado con el libro de Nietzsche, un nuevo
amigo, protector y seguidor, y le utilizó como mensajero en sus relaciones
con Cosima: le entregó cien francos de oro para su hija Lulu. Al día si­
guiente, Nietzsche viajó a Tribschen; por la tarde, era jueves santo, le leyó
su quinta disertación sobre la formación cultural, el viernes dio un paseo
con Wagner, el sábado santo y el domingo de Pascua interpretó piezas
musicales con Cosima.
Ahora volvía a ser un invitado bienvenido como antes, amigo de la
casa y persona de confianza. Pero la visita estuvo presidida por un clima
de despedida: los Wagner estaban a punto de partir para Bayreuth. En
Pascua, en su viaje de regreso de Montreux se presentó inesperadamente
en Tribschen. Wagner ya había marchado. Nietzsche ayudó a Cosima a
enpaquetar las cosas e interpretó alguna pieza musical para ella. ¿Qué
otra cosa que la fantasía que había escrito inmediatamente después de
Pascua, una pieza «del p ath os más sombrío, poblada de fórmulas mági­
cas»? Si era la música de despedida para Cosima, esta vez no se atrevió a
regalársela. Días después envió la composición para cuatro manos (¿para
él y Cosima?), escrita en limpio, a Fritzsch, editor musical de Wagner,
como una composición del amigo inglés, inventado a este fin, George
Chatham, «para que sirva de prueba de cuán fuerte se siente en Inglate­
rra la acción del genio wagneriano». Fritzsch le podrá decir lo que piensa
de ella en Bayreuth. La carta estaba presidida por un lamento a modo de
lema de la música: «¡D esde ahora, desde hoy, se ha acabado Tribschen!».
La primera parte de la nueva música había sido extraída de las viejas «re­
sonancias de San Silvestre», en la segunda intentó un estilo wagneriano,
de nuevos tonos, con furiosos acordes. Nietzsche seguía creyendo en sus
dotes compositivas. Su amigo Krug, a quien había enviado las «resonan­
cias de San Silvestre», le escribió para comunicarle su más alto reconocí-
[3 4 6 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

miento. Él, Nietzsche, escribe enteramente para piano, pero sus cosas
tendrían mucho más efecto con una orquesta. Krug pregunta si Wagner
no le podría hacer el favor de instrumentar su obra con vistoso colorido y
buscar quien la interpretara. El buen Krug no tenía idea de quién era
Wagner.
No obstante, Nietzsche tenía que intentarlo de nuevo. Bülow era el
hombre idóneo, su estrella seguía un curso ascendente. Mientras que los
Wagner estaban tristes en Bayreuth porque el rey había dejado que se es­
trenara en Munich el T ristán , en contra de la voluntad de su autor, Bülow
era, como director de dicha ópera, el héroe del día.
Nietzsche estuvo presente, Bülow le protegió, le llevó con él a todas
partes, volvió a ver a la famosa Malwida von Meysenbug que había cono­
cido por mediación de Cosima en Bayreuth. Se decía que el rey iba a
nombrar a Bülow intendente general. Nietzsche se sentía cómodo, pues
ahora no estaba bajo la tutela de ningún maestro.
De este entusiasmo surgió días más tarde la carta a Bülow: un home­
naje a aquel a quien debe la más sublime impresión artística de su vida. Si
no le dio las gracias en su momento fue porque se encontraba en un esta­
do de total conmoción. Aparte de ello, en la filología hay mucho revuelo,
con panfleto y contrapanfleto. Él mismo proyecta redactar un nuevo es­
crito sobre la filología del futuro. «Ahí desearía experimentar de nuevo la
eficacia curativa de Tristán: luego, renovado y purificado, volveré a los
griegos». Todo esto está muy bien; dar las gracias y rendir homenaje a Bü­
low como si hubiera compuesto el Tristán , con independencia de los fines
perseguidos. Pero, ¿por qué añadió a esta carta, escrita en limpio, la últi­
ma composición, la M editación de M anfredo, y además con una dedicato­
ria personal? ¿Fue presa de la pedantería, o se le ocurrió de repente?
Al invocar a Manfredo, Nietzsche enlazaba con su más fuerte expe­
riencia musical de la época estudiantil: con la obertura del M an fred o de
Schumann. Esta obra le entusiasmó porque en ella vio representada su
alma. Acerca de la obertura había escrito que, aparte de la C oriolan o de
Beethoven y de la del F au sto de Wagner, no podía citar ninguna obra de
este género «que contuviera semejante fuerza de profunda emoción y
conmovedora plenitud de sensaciones». Por otra parte Schumann, en lo
musical el polo opuesto de la «música del futuro» wagneriafta, era elimi­
nado de una u otra manera de los «nuevos músicos». «¿N o se considera
hoy entre nosotros una suerte, un respiro, una liberación, que se haya
conseguido superar precisamente ese romanticismo de Schumann?» pre­
guntaba Nietzsche después en M á s a llá d el bien y d e l mal, y añadía mali­
ciosamente que Schumann había huido a la «Suiza sajona de su alma».
La composición de Nietzsche estaba pensada exactamente de acuer­
do con este doble aspecto. La primera parte estaba inspirada a su mane­
ra en las composiciones programáticas de Schumann. A ello se sumaron
GRANDEZA [3 4 7 ]

luego nuevos elementos que, según palabras de Curt Paul Janz, «en su
sombría pasión eran absolutamente ajenos a lo tomado de fuente ajena,
sin producir una auténtica tensión musical».
Con este nuevo intento Nietzsche quería hacer justicia a los dos: Bü-
low y Cosima. Bülow era la nueva esperanza. Era sabido que Wagner no
sólo le había quitado la mujer a Bülow, sino que además había paralizado
el notable talento musical de éste con la omnipotencia de su genio com-
posidvo. Por eso, Nietzsche le escribió en un tono realmente humilde,
como quien mira desde abajo, y definió su propia música como «dudosa»
y también «horrible», pero al mismo tiempo recurría a Büllow como mé­
dico, o sea, como asesor en esta música. Le decía: «Si considera usted que
su paciente hace una música horrible, usted conoce el pitagórico secreto
artístico para curarle con buena música». De este modo Bülow le resca­
ta para la filología, pues sin buena música, abandonado a su suerte, a ve­
ces se pone a gemir musicalmente como los gatos en los tejados.
La carta estaba escrita en tono jovial, con unas gotas de autoironía, y
a Bülow le habría resultado muy fácil apartarse del tema en su respuesta.
Nada más recibir la petición de Nietzsche, Bülow redactó efectivamente
una respuesta de implacable crueldad, también de hiriente descortesía. A
pesar de ello, esta afrentosa carta defensiva no fue en modo alguno el ini­
cio de una ira creciente, pues, por el contrario, su construcción estaba
perfectamente calculada y ya en las frases iniciales daba a entender con
toda claridad que también había sopesado las alternativas: guardar silen­
cio u «ofrecer como réplica una civilizada trivialidad». Una respuesta sin­
cera, empezaba diciendo Bülow, requiere un coraje llevado hasta la teme­
ridad. En su descargo podía aducir únicamente que seguía respetando a
Nietzsche como «representante genialmente creador de la ciencia», que
él, Bülow, era bastante más viejo y que para él como músico profesional la
tranquilidad terminaba en m ateria m usices.
Y ahora venían los ataques a Nietzsche: «E l sum m u m de la extrava­
gancia», lo «más insoportable y antimusical» que había oído desde hacía
mucho tiempo. ¿Era todo aquello una parodia musical de la «música del
futuro»? ¿Había escarnecido deliberadamente todas las reglas de la com­
posición, de la sintaxis superior, como de la ortografía usual? Su deliran­
te producto musical era en el mundo de la música como un delito en el
mundo moral, una violación de Euterpe, musa de la música. Echando
mano del distingo establecido por Nietzsche, se burlaba diciendo que no
había conseguido descubrir el mínimo indicio del elemento apolíneo, y
por lo que se refería al dionisíaco había tenido que pensar más «en el len-
dem ain de una bacanal que en ésta misma»; en pocas palabras: en una
modorra más que en un acceso de entusiasmo.
Entonces vino la lección de música: las osadías wagnerianas son lin­
güísticamente correctas; además están enraizadas en el tejido dramático;
[3 4 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

en los tiempos puramente instrumentales de Wagner no hay ninguna


«monstruosidad». Para captar correctamente la música de Wagner hasta
el más pequeño detalle hay que ser m usicien et dem i. Si ha de darle un
buen consejo, en el supuesto de que haya tomado en serio esta «aberra­
ción en el campo de la composición», debe componer música vocal, aquí
la palabra «en el salvaje mar de los sonidos» puede dirigir el volante. Así,
su música es aún más horrible de lo que él mismo cree: sumamente noci­
va para él.
En esta carta de ejecución Bülow se permitió dos concesiones: de to­
dos modos, en el «delirante producto musical» se percibe, a pesar de toda
la confusión, un espíritu más distinguido (un cumplido que con toda se­
guridad escuchó con agrado a pesar de su disgusto), y en cierto modo él,
Bülow, era culpable, con su Tristón, «de haber precipitado a un espíritu
tan elevado e ilustrado como el suyo, distinguido profesor, en tan lamen­
tables convulsiones pianísticas».
Al final Bülow pedía a Nietzsche que no se enojara con él, luego aña­
día que, en verdad, con su magnífico libro se había formado e instruido y
firmaba «respetuosamente» y «muy agradecido».

Esta carta, la más cruel que Nietzsche recibió en su vida (más cruel, a
su manera, que la burla de que había sido objeto por parte del joven Wi-
lamowitz) requiere una explicación. Peter Gast, que publicó la corres­
pondencia, sospechó que fue escrita un «día de grillos», o sea de mal hu­
mor, pero la carta de Bülow está demasiado hábilmente elaborada para
descalificarla como producto de un momento desdichado. Sólo una mi­
rada a su personalidad nos permite descubrir por qué Bülow quería dar
un único y definitivo escarmiento al joven profesor.
Hans von Bülow era una personalidad complicada y extraña. Las contra­
dicciones de su persona encuentran su más cabal explicación en las con­
tradicciones y los saltos de su vida. Esta ofrece al mismo tiempo un ejem­
plo modélico de aquellas vidas complicadas y confusas del siglo X IX que
en su misma confusión ilustran el llamado «espíritu de la época».
Al oír el nombre de Bülow, se pensaba inmediatamente en una fami­
lia prusiana de rancia nobleza. Cuando Hans von Bülow se hizo famoso,
el rey de Württemberg comentó que un aristócrata no podía ser pianista,
y no asistió a su concierto. Pero la nobleza de Hans von Bülow ya no era
gran cosa. Esta rama de los Bülow, tras ponerse al servicio de Sajonia, se
había empobrecido y el padre se había hecho literato, periodista como
aquel Heinrich de la familia, igualmente famosa, de los Kleist, sólo que
con más éxito entre sus coetáneos y con menos fama postuma. Abandonó
el título nobiliario, se hizo llamar Eduard Bülow y escribió para periódi­
cos radicales antes y durante la revolución del cuarenta y ocho. En cam­
GRANDEZA [3 4 9 ]

bio, la madre perteneció a los «círculos burgueses ilustrados» y, evidente­


mente, era conservadora; en el hogar de su hermano político, el chambe­
lán Frege en Dresde, la música pertenecía al orden del día, de modo que
era frecuentado por cuantos genios visitaban esta ciudad sajona: Weber y
Wagner, Mendelssohn y Schumann. El pequeño Hans aprendió piano
precisamente con el padre de Clara Schumann. Aunque era un niño deli­
cado, fue sometido a una educación implacable; a los ocho años tuvo que
aprender de memoria el F au sto y a los trece proyectó una ópera sobre
Alejandro VI, el papa Borgia. En el ámbito musical, lo que le cautivó fue
más la fuerte personalidad de Wagner que su «música del futuro». Cuan­
do, en contra de la madre, llevó adelante su carrera musical, aprendió jun­
to a Wagner, en Zurich, el nuevo arte de dirigir, así como la compenetra­
ción y la fidelidad a las obras que éste interpretaba como gran director de
orquesta. De Wagner pasó a Liszt, combinando virtuosismo y dirección.
Después la señora von Bülow cogió en hospedaje a las hijas de Liszt y el
señor Bülow empezó a dar clases de piano a una de ellas. Así se realizó el
matrimonio de Bülow, como parte integrante de su carrera.
Desgraciadamente también Cosima aprendió pronto a ver las cosas
así: Hans von Bülow se convirtió en el trampolín de sus propios planes,
aún los más atrevidos. No cabe duda de que ella había esperado más de
él: sobre todo, que él se convirtiera en un gran compositor y, en el mejor
de los casos, en compositor de óperas. Hasta entonces no había sido otra
cosa que el perfecto ayudante del maestro; ahora al menos debía compe­
tir con él. La misma Cosima colaboró en el libreto de una ópera, pero el
proyecto fue abandonado, se perdió y aún no se ha encontrado. Bülow
«fracasó». Son conocidas las escrutadoras miradas de las mujeres ambi­
ciosas, sus preguntas, sus indirectas y sus gestos maternales. De manera
más natural, Cosima se deslizó del alumno al maestro y llevó adelante su
plan con férrea energía, hasta que finalmente se convirtió en la señora de
Bayreuth, majestad por propia fuerza.
Entonces y después se criticó a Bülow que soportara en silencio lo que
ocurrió delante de sus ojos; retó a un duelo al periodista que se había atre­
vido a publicar ciertas indiscreciones, no al adúltero. ¿Era cobarde, mie­
doso, débil, o sólo le interesaba su carrera? Más tarde escribió a un ami­
go que había sufrido un duro golpe del destino: «Sólo conozco una cosa
que proporciona autoelevación frente al sufrimiento ineludible, frente a
una pérdida irreparable: som etim iento de la s perso n as a las ideas. Si uno
vive para estas últimas está inmunizado contra todos los reveses de la for­
tuna». La idea para la que él vivía era la música. Si frente a Wagner cedía,
aguantaba y guardaba silencio no era porque respetara el derecho del más
fuerte sino el del más grande. Cuando accedió al divorcio, concedió a Co­
sima las condiciones más generosas. Era un caballero.
A decir verdad, un caballero difícil. Del padre había heredado el talen­
[3 5 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

to literario y la vena de polemista. Podía ser arrogante, sarcástico, llamati­


vamente ingenioso, pero con los pacíficos muniqueses se había equivocado
al exhibir un humor malicioso. De la misma manera que era capaz de mos­
trarse amable podía cortar bruscamente, poner firme al rival con una pala­
bra dura, destapar debilidades con lengua afilada. Sin duda alguna Nietzs-
che admiraba su porte aristocrático. Bülow apreciaba que él, como un
Lord Byron, hubiera construido su visión del mundo de acuerdo con Scho-
penhauer, con un pesimismo heroico; cuando Bülow, tras el desdichado
caso Cosima-Wagner, encontró en Florencia el camino hasta Leopardi,
aristócrata y poeta pesimista, no hizo otra cosa que seguir la misma línea.
Ante todo no se vengó de manera indigna de Wagner, sino que se mostró
generoso de múltiples maneras: en primer lugar, en sus giras como concer­
tista consiguió donaciones estatales para su hija, que había sido confiada a
Cosima; después entregó el importe de otra gira, cuarenta mil marcos de
oro, a los fondos de becas de Bayreuth. Cumplía la elevada tarea de prepa­
rar el camino al genio. No abandonó a Wagner, pero se pronunció a favor
del más joven y más necesitado: Brahms. Y se volvió al más viejo, a aquel
con quien Wagner se había medido durante toda su vida: Beethoven. Esto
era al mismo tiempo una decisión contra la gran ópera y el concepto vehi-
culante de Wagner sobre el drama musical y la obra de arte total, una vuel­
ta a la tradición, frente a los «nuevos modos», la «música del futuro».
En el texto encomiástico H a n s von B ü lo w im L ich te d er W ahrheit
[H a n s von B ü lo w a la luz de la verdad], de Ludwig Schemann, se dice:
«Sólo era implacable con la nulidad, la pura voluntariedad». «L a pura vo­
luntariedad» estaba delante de él en forma de aquella composición expe­
rimental que el joven profesor basilense de obediencia wagneriana le ha­
bía enviado con mala conciencia. En cuanto que definía su propia música
como «horrible», solicitaba un juicio de signo opuesto, un gesto amisto­
so. Pero él tenía que conocer toda la verdad, una verdad que sólo podía
ser: zapatero, a tus zapatos. ¿Qué tenía en la cabeza este diletante? ¿Se
medía con Schumann? ¿Ponía en su composición acordes wagnerianos?
Aquí sólo había un remedio: la ducha fría. Nada de disculpas, nada de
medias palabras de ánimo, nada de adjetivos amables, sólo una cura radi­
cal; si te molesta un miembro, arráncalo...

Desearíamos imaginamos a Nietzsche cuando abrió la carta, se puso


a leer, dejó caer las hojas y se puso pálido. Aquello era una sentencia de
muerte, no cabía duda alguna. Primero, las reservas de Wagner, y ahora
esto: la verdad. Allí se decía con toda claridad que él era un ignorante,
avalado por un entendido al que había halagado de acuerdo con todas las
reglas del arte. ¿Qué persona medianamente sensata se habría atrevido a
plasmar sobre el papel una sola nota después de esto?
GR AN DE Z A [3 5 1 ]

Pero Nietzsche se rehizo con sorprendente rapidez. En una carta a


Krug, aficionado a la música, que debió de escribir inmediatamente des­
pués de recibir el mazazo de Bülow, lo explica todo. Ciertamente Krug
entiende más de composición, sus voces son «graciosas serpientes de be­
llas escamas», mientras que él no es capaz ni siquiera de escribir correc­
tamente las notas musicales. El juicio de Bülow deja entrever, cuando ha­
bla de sus propias composiciones, que éstas degeneran en términos
realmente escandalosos en lo fantástico y lo horrible. Y avisa vanidosa­
mente al amigo de su «mala» música, pues es «barbarizante».
Esto significa llanamente: no m e entendéis, soy dem asiado salvaje p ara
todos vosotros. Vosotros hacéis cosas bonitas, yo grandes, que sólo el fu­
turo entenderá. Aunque se le habían bajado los humos, no había desapa­
recido su convencimiento profundo de que, en su interior, una música
nueva, dionisíaca, esperaba su hora. La sentencia de muerte pronunciada
por Bülow se transformó paulatinamente en una apología, hasta que al fi­
nal, dieciséis años después, en el Ecce hom o, declaró: «Tengo que estar
profundamente emparentado con el Manfredo de Byron: encontré todos
esos abismos en mí; a los trece años estaba maduro para esta obra. No
tengo una palabra, sólo una mirada para aquellos que en presencia de
Manfredo se atreven a pronunciar la palabra Fausto. Los alemanes están
negados para todo concepto de grandeza: la prueba es Schumann. Yo he
compuesto deliberadamente, por rabia contra ese sajón acaramelado, una
contraobertura para Manfred de la que Hans von Bülow dijo que nunca
había visto algo igual en papel pautado: era una violación de Euterpe».
El episodio de Manfredo se debe explicar desde este texto tardío. En
Basilea Nietzsche habla de Bülow como de un alma emparentada con la
suya, le define como un tipo byroniano y en sus conversaciones dice que
Schumann está musicalmente «superado». Luego, en la melancólica des­
pedida de Tribschen, tras el último encuentro e interpretación a cuatro
manos con Cosima, viene el intento de alumbrar una dimensión musical
más profunda, «todo fórmulas mágicas», Y, si se reflexiona suficiente­
mente, de la sentencia condenatoria de Bülow se puede extraer un reco­
nocimiento, nolens volens, del genio: ¡una musa violada es también una
musa dominada!
A principios de agosto, Nietzsche, entusiasmado con la réplica a Vila-
mowitz escrita por Rohde, pudo enviar a éste la carta de Bülow. «La car­
ta de Bülow», le decía, «es para mí inestimable en su sinceridad, léela, ríe­
te de mí y créeme si te digo que tengo tanto miedo de mí mismo, que
desde entonces no puedo tocar un piano.» De mí mismo significa aquí de
lo que hay de salvaje en mí.
En cambio, la carta que envió el 16 de octubre, un día después de
cumplir 29 años, a Krug, amigo de juventud y aficionado a la música, es­
taba presidida por un tono de tristeza. En ella Nietzsche decía que el
[3 5 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

componer pertenecía definitivamente al pasado; en otoño, por última vez,


había realizado una pieza musical con «forja, martillo, destellos y chispa­
zos» (una delatora alusión a Wagner y el joven Sigfrido), pero sólo había
llegado hasta la presentación de la «noche de San Silvestre de un desdi­
chado». Era el momento de arrancar un vástago asilvestrado.
Y, sin embargo, medio año después, para la boda de Olga Monod, hija
adoptiva de Malwida, escribió una nueva composición, para cuatro ma­
nos, titulada M on od ie a deux. Nietzsche era un caso perdido.

La segunda aventura de Nietzsche, tras su «violación de la música»,


tuvo por objeto elfarte clasicójy, en su servicio, el inevitable viaje a Italia.
El defensor apasionado de los griegos, que había descubierto una nueva
y propia Helias, percibía la carencia. Del viaje a Grecia con el hijo de
Mendelssohn no salió nada, cosa que en parte lamentaba. Ahora escribía
a Gersdorff, el amigo aficionado a la plástica, a las esculturas y los escul­
tores: «Tenemos que vivir nuevamente juntos la semana de festejos — Lo-
hengrin, E l holandés, Tristón — y esta vez vamos a entregarnos, con sabi­
duría, también a las artes plásticas». Nietzsche había recorrido el mundo
con los ojos cerradas.y.ahara„quería aprenderá yeETSTOcacioiies 3e oc­
tubre quena pasarlas, al menos así lo había planeado, en Naumburg, con
escapadas a Berlín, para ver a Gersdorff y sus amigos. El 27 de septiem­
bre escribió a su madre diciéndole que al día siguiente emprendería viaje
y un día después llegaría a casa. Pero el 28 de septiembre no tomó el tren
para Karlsruhe, sino que viajó a Zurich (precio del billete: 6,95 francos
suizos) y se tomó una jarra de cerveza por 30 céntimos, puso un telegra-
,m a a Elisabeth, por 50 céntimos, con el texto: «Hoy, la más pura belleza
otoñal. Ahora hacia lo sublime». Y emprendió viaje hacia Chur con in­
tención de llegar a Brescia y Bérgamo.
Era el primer viaje que hacía en solitario al extranjero. ¿Se había apo­
derado de él el horror al frío invernal del norte? «Para los miembros que
tiritan / ¡simplemente enciende la estufa!» había escrito a su madre, que
a buen seguro calentó su habitación y esperó en vano.
Lo que se había apoderado de él, lo que le había subyugado, era el
tiempo, que invitaba a viajar, el oro otoñal y el azul. Por eso había cam­
biado sus planes súbitamente. No obstante, este viaje era más que una ex­
cursión a las montañas, al azul. ¿Quién le había recomendado Bérgamo y
Brescia, que eran de hecho las metas del viaje? Desde Splügen escribió a
Gersdorff diciéndole que tenía los ojos fijos en Brescia. «Allí estudiaré los
cuadros de un gran veneciano, el Moretto, y sólo éstos: así no me dañaré
el estómago, los ojos, ni malograré las vacaciones.» El mismo día se diri­
ge a Krug y le comunica: «Mañana temprano estoy en Bérgamo para una
estancia de varios días. Unos días después, en Brescia». «Dos nobles ciu­
GRANDEZA [3 5 3 ]

dades italianas», comenta entusiasmado, «con magníficas pinturas y por


eso han sido elegidas por mí, ¡Bérgamo y Brescia, Brescia y Bérgamo!» Es
evidente que ya antes se sintió embriagado con los nombres. El enigma es
descifrado en una carta posterior a Gersdorff: «Entonces me parece
como si uno tuviera que levantarse y acostarse con la lectura del Cicerone
de Burckhardt: hay pocos libros que estimulen así la fantasía y preparen
para la concepción artística».
Burckhardt —no el libro sino el amigo— le había dicho que un día te­
nía que empezar con el arte y con Italia, y no tenía por qué ser un gran via­
je. Allí está el arte veneciano, no es necesario en modo alguno viajar has­
ta Venecia, el suntuoso Bérgamo, la señorial Brescia eran suficientes,
situadas justamente detrás de Splügen. Así había empezado también él. Y
allí estaba el gran Moretto. Nadie conoce a Moretto, pero Burckhardt es­
cribe sobre él en el C icerone : «Por lo que se refiere en concreto a Moret­
to, no se puede negar que sobrepasa a todos los venecianos, excluidas
ciertas obras capitales de Tiziano, por un superior contenido conceptual
y una superior nobleza de la concepción. Sus glorias son más dignas y ma­
jestuosas, sus madonas son superiores en su figura y su actitud, también
sus santos, en ciertos momentos, tienen el carácter más grandioso imagi­
nable». A decir verdad, Nietzsche no estaba especialmente interesado en
glorias, madonas y santos, pero el imperativo de Burckhardt y sus super­
lativos le movieron —esto lo podemos suponer con mucha seguridad— a
marchar hacia el sur en marzo. En Brescia, los cuadros de Moretto que
hay en las iglesias podrían llenar toda una galería; las iglesias de Brescia
con obras de Moretto que él añade no son menos de doce.
Durante el viaje, Nietzsche empezó de nuevo a llevar un diario íntimo.
Los gastos soto los anotó, lamentablemente, el primer día. Le vemos yen­
do de un lado para otro, caminando infatigablemente, en modestos hote­
les, bebe leche y vino, una botella de Asti, come queso de cabra, habla
con ocasionales compañeros de camino, sube hasta Bad Passugg por el
paso de Rabiusa. En su camino hasta el Splügen tiene compañía, «lamen­
tablemente un judío».
A medida que Nietzsche se acerca al Splügen por la Vía Mala aumen­
ta su admiración. Pernocta en una «habitacioncita conmovedoramente
sencilla», pero fuera hay un balcón con una bella panorámica. Si el Ma-
deranertal le había encantado y había estimulado su componente dionisí-
aco, aquí encontraba la máxima satisfacción: «Este valle alpino es absolu­
tamente mi placer: aquí hay aires fuertes y puros, montañas y bloques
rocosos de todas formas, en derredor se alzan imponentes montañas ne­
vadas; pero lo que más me gusta son las estupendas carreteras, por las que
camino durante horas..., sin tener que preocuparme del camino». En la
carta a su madre, equivalente a cuatro páginas de letra impresa, que re­
dacta sirviéndose de su diario íntimo, despliega su euforia: «No necesito
[3 5 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

en absoluto hablar, nadie me conoce, estoy totalmente solo y aquí podría


quedarme varias semanas y dedicarme a pasear». Y como colofón de su
optimismo-. «En mi pequeña habitación trabajo con nueva fuerza, quiero
decir, anoto y recojo ideas para mi actual gran tema, “Futuro de las insti­
tuciones docentes”».
El que aquí vemos hablando con total desenvoltura no es otro que el
nuevo Nietzsche o el que por fin se manifiesta, que descansa totalmente a
su manera: poca o ninguna compañía, posibilidad de realizar largos pa­
seos para un miope que sólo puede captar con los ojos grandes formas,
imponentes crestas de montaña como compañeras, vida sencillísima, pen­
sar sobre la marcha, luego en casa anotar en el papel las ideas que se le
han ocurrido.
Es un conjunto idílico: ahora conoce, y así lo escribe, un rincón don­
de puede vivir reponiendo fuerzas y desarrollando una nueva actividad.
Pero entonces aparece una frase inquietante que nos hace temblar:
«Aquí, a uno los seres humanos se le presentan como sombras chinescas».
Entonces se esconde detrás de sí mismo, se refugia en la segunda realidad
de su pensamiento, personaje extraño y anacoreta, pero en la soledad re­
coge los mensajes con los que vuelve junto a aquellos a los que había es­
quivado. A la madre le cita como sus mejores acompañantes la pluma, la
tinta, el papel: «...todos juntos te saludamos de corazón».
Nietzsche había emprendido viaje el 28 de septiembre; el 5 de octu­
bre estaba todavía en el Splügen, desde donde el mismo día partió para
Chiavenna. El 6 de del mismo mes llegaba por fin a Bérgamo. Desde en­
tonces ni una palabra, ni una carta más, sólo huida. «Imagínate», escribió
al regreso a su hermana, «de tres días dos con sus noches respectivas, de
viaje; uno para la ida, el tercero para la vuelta después del Splügen, esto
es, sin embargo, duro, dicho en pocas palabra, ¡y caro!» ¿Qué había ocu­
rrido? «Un intento de viajar a Italia fracasó» aparece en la misma carta, en
la que se añade: «Llegué hasta Bérgamo... y desde allí regresé a toda pri­
sa, precipitadamente, hacia el Splügen». Explicación: «Aire repugnante­
mente blando, ¡sin iluminación!». En una carta a Gersdorff: «H e estado
un fo c o en Italia..., pero te confieso que sin dominio cómodo de la lengua
allí es absolutamente insoportable. Así, pues, ante todo poder hablar y
hablar con soltura».
Ningún sagaz detective podrá resolver el enigma del viaje bergamas-
co. ¿Vio realmente Nietzsche algún cuadro de Moretto? Sabemos que re­
chazaba de plano todo lo católico, ¿pero acaso le irritó la oscuridad de las
iglesias? ¿Qué quiere decir con «sin iluminación»? ¿O se puso de malhu­
mor a causa de la noche que pasó en el tren sin dormir? Lo cierto es, en
cualquier caso, que no se alojó en ningún hotel, sino que cogió el primer
tren que pudo para emprender el regreso.
Posteriormente, Nietzsche volvió a menudo a Italia y vivió en Sorreñ-
G R AN DE Z A [3 5 5 ]

to y Venecia, en Genova y Turín; sus visitas fueron siempre superficiales.


Aprendió justamente el italiano que necesitaba para hacer frente a las más
perentorias necesidades de la vida diaria, no más. También los italianos
pasaban a su lado como sombras chinescas.
Como tantas otras veces, Nietzsche convirtió esta derrota en victoria,
esta vez de manera expresa. A Elisabeth: «Mi viaje fue, en sentido mun­
dano, muy desafortunado; en mi sentido viril, incomparablemente afor­
tunado». Mundano y viril definen una antítesis: el viaje cultural a Italia
era mundano; el cortante aire de las altas montañas, viril. En la carta apa­
rece esta gradación: «N o hay nada que contar; ¡aire de las montañas!
¡aire de los altos Alpes! ¡aire délos altos Alpes centrales!». Frente a estos
aires, el femenino — ¿por qué no afeminado?— aire de Bérgamo. Aquí
hay que invertir inmediatamente el adjetivo viril, que significa «duro», sin
reparar en el coste. Nos imaginamos al colega Burckhardt, que pregunta:
¿Cómo fue todo? ¿Qué le parecieron las pinturas de Moretto? ¿Se apar­
tó Burckhardt de él después de esto?
Hay un hecho que no debemos pasar por alto. Ya en el diario íntimo
se acumulan los apuntes: «Momentáneamente, un poco de dolor de ca­
beza... noche dudosa, con violentos sueños...». En la carta a Krug se la­
menta del tiempo inclemente que acompañó su viaje. En la carta a Elisa­
beth: «E l último día de todo el viaje pasé un celestial día de otoño (el
único bueno de todo el tiempo) en Ragusa». Al «nuevo» y solitario
Nietzsche pertenecían como acompañantes no sólo la tinta, la pluma y el
papel sino también los dolores de cabeza y de estómago, que aparecieron
al mismo tiempo, unidos a una enorme sensibilidad para el tiempo.

De la tercera derrota tenemos que informar con más detalle. Se refie­


re a las más íntimas esperanzas de Nietzsche: su contribución a la empre­
sa cultural de Bayreuth, su propósito de afianzarse en el servicio a Wag-
ner como el más fiel entre los fieles, su deseo de luchar como paladín no
sólo en el campo literario, con la pluma en la mano, sino también de apo­
yar a su maestro en la organización de la empresa.
Si alguien miraba desde Basilea al Imperio alemán, a Munich, Bay­
reuth o Berlín, veía que reinaba una inusitada actividad. El 22 de mayo de
1872, día en el que Wagner cumplía 59 años, estaba prevista la colocación
de la primera piedra en el teatro del festival, y tan atrevidos eran entonces
los planificadores que ya previeron la inauguración de este teatro, con E l
an illo d e lo s N ib elu n gos en escena, para el año siguiente, 1873, cuando
Wagner cumplía sesenta años.
Todo el mundo sabía, y mejor que nadie Nietzsche, el íntimo entre los
íntimos, el amigo de la casa, el interlocutor de él y de ella, uno de los dos
«profesores wagnerianos» (el otro era Rohde, que seguía esperando una
[3 5 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

cáted ra), q u e to d o era cu estió n d e din ero, o sea, q u e h ab ía q u e m ovilizar


a la op in ió n p ú b lica, organ izar cam p añ as p u b licitarias, co n se g u ir m ás p a ­
tro cin ad o res, d on an tes, p ro m o to res. C iertam en te las aso ciacio n es w agne-
rian as se m ovían b astan te, p e ro en ellas p ro life ra b a, a m o d o d e p la g a , la
vieja en ferm ed ad alem an a d el aso ciacio n ism o.
¿No valía la pena desengañarlas, impulsar su buena disposición y, ob­
viando rivalidades, dirigir su actividad a fines superiores? La idea de «re­
correr la patria alemana durante el invierno próximo, quiere decirse, de
que le inviten las asociaciones wagnerianas de las grandes ciudades para
pronunciar conferencias sobre los festivales teatrales en torno a L o s N ib e­
lu n g o s», era plenamente una idea seria, y en cierto modo tenía como ob­
jeto continuar las disertaciones culturales de Basilea. Así se hacía sitio
también a Rohde, que debía asumir la plaza de profesor. Una vez realiza­
do el trabajo en favor de Wagner, él, Nietzsche, se dirigiría al sur, donde
viviría de su capital. Después ya vería.
A Gersdorff le animó a que estudiara L o s N ib elu n go s : «Ahora tene­
mos que empezar con toda seriedad nuestro estudio de L o s N ib elu n go s
para hacemos dignos de cosas tan inauditas», escribió Nietzsche como si
se preparara piadosamente a recibir la primera comunión. A él y a Rohde,
como «único profesor wagneriano», les pidió que le hicieran llegar las pu­
blicaciones de la Asociación Académica Wagneriana de Berlín, que había
adoptado el método de la «agitación intelectual», la ilustración sobre el
significado de los festivales que estaban a punto de celebrarse. Además a
Gersdorff le pide que visite al presidente de la asociación, un arquitecto
llamado Coerper. El banquete de los festivales de Bayreuth, celebrado el
22 de mayo de 1872, nos dice cuál era la naturaleza de esa agitación inte­
lectual. Los críticos musicales Gumprecht y Engel, ambos judíos, se ha­
bían infiltrado por así decir legalmente en la comunidad con ayuda de cé­
lulas de patrocinadores; el señor Coerper los expulsó, tras lo cual «toda la
judería de Berlín se levantó como un solo hombre en favor de los hom­
bres de la prensa y obligó a Coerper a disculparse» (esto es lo que dice
Cosima en su diario íntimo). Ella misma califica una carta del señor Coer­
per como «incorrecta en lo ortográfico y de mal estilo, pero bienintencio­
nada». Coerper era evidentemente un self-m ad e m an , un león de la cons­
trucción, y tenía dinero.
A medida que se acerca la ceremonia de colocación de la primera pie­
dra Nietzsche cae en un estado de creciente nerviosismo. Se le declara
una herpexen la nuca y se pasa las noches sin dormir, por lo que teme no
poder coger el tren. En una carta a su hermana, que no tiene billete de en­
trada, Nietzsche se lamenta de ser la única persona del proyecto bayreut-
hereano que, hasta la fecha, no tiene ningún derecho, pues no es ni pa­
trono ni miembro de una asociación wagneriana. Su preocupación fue
inútil: tras la colocación de la primera piedra, bajo una lluvia torrencial,
G R AN DE Z A [3 5 7 ]

Nietzsche pudo emprender el viaje de regreso en el coche de Wagner, jun­


to con Gersdorff, que se había convertido en representante de éste en
Berlín, y con Emil Heckel, propietario de una editorial musical de Mann-
heim y fundador de la primera asociación wagneriana. Era la hora de la
inauguración, de la consagración, del apostolado. Más tarde, aunque para
entonces ya se habían alertado en él todos los malos espíritus del escepti­
cismo y de la ironía, Nietzsche le dedicó un recuerdo muy apasionado.
Wagner guardó silencio y fijó su mirada, durante un buen rato, en su in­
terior. Evidentemente, en el momento de esta peligrosa decisión «perci­
bió con singularísima perspicacia lo más distante y lo más próximo». Y
con un símil a modo de salto mortal, el compañero de viaje preguntaba:
«¿Q ué pudo ver Alejandro Magno en el instante en el que dejó que Asia
y Europa bebieran de una misma jarra?». «Nosotros, congéneres suyos»,
así se veía Nietzsche todavía en la cuarta C on sid eración in actu al, de 1874.
Por lo demás, Nietzsche ha hablado poco de la inauguración. Con
toda seguridad que la abundante presencia de amigos, sobre todo de con­
des, no era de su agrado. Hubo discursos, conciertos, banquetes oficiales;
él emprendió viaje de regreso tan pronto como pudo, consolado por la
nueva amistad con una dama aristocrática, Malwida von Meysenbug. El
siguiente gran acontecimiento wagneriano fue la representación de T ris­
tón en Munich preparada por el maestro. Tuvo lugar a finales de junio de
1872, y esta vez no contó con el apoyo de los wagnerianos. Para Nietzs­
che fue un sosegado placer artístico bajo el patrocinio de Malwida y en
compañía de Gersdorff. Y aquí, en arrebato eufórico de música y amis­
tad, ocurrió lo que vamos a contar.
El 16 de julio Nietzsche confió a Rohde: «En una tranquila pausa in­
termedia debes oír de mí toda suerte de noticias sobre el Tristán, así como
sobre algo gigantesco, referente a la empresa de Bayreuth, que he engen­
drado en Munich y que conlleva una gran responsabilidad». Era, después
de tantos planos, escritos y bocetos, la acción. Ya el 24 de julio comunicó
a Malwida, su nueva protectora: «El plan —usted, distinguida señorita,
sabe cuál— ha encontrado la aprobación de la señora Wagner y ha sido
reconocido como “práctico”, raro motivo de orgullo para alguien tan
poco práctico como yo». En pleno verano ha hecho mal tiempo, pero
Gersdorff ya se ha dirigido a la señora Schleinitz, y la señora Wagner
quiere incorporar a la dirección de la empresa al siempre fiel banquero
Feustel.
En su diario íntimo, Cosima, mucho más sobria, anota con fecha del
5 de julio: «El señor von Gersdorff me comunica el plan de un llama­
miento que el profesor Nietzsche quiere hacer con el fin de convocar una
reunión en la que podrían participar todos aquellos que no pudieron re­
coger células de patrocinio y no desean incorporarse a las asociaciones
wagnerianas con aportaciones sueltas». Nietzsche había pensado que
[3 5 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

trescientos táleros eran demasiado (sólo Elisabeth estaba decidida a sa­


crificarse y aportarlos); como un párroco, Níetzsche quería hacer colec­
tas. Evidentemente, esto sólo encontró en los Wagner escepticismo. Cosi­
ma informa, refiriéndose al mismo día, que se ha presentado un pintor
loco, llamado Krebs, diciendo que quería hacer un cuadro de proporcio­
nes gigantescas en el que apareciera Richard Wagner reavivando la trage­
dia griega. Wagner le entregó el libro de Nietzsche. Para proyectos como
éste el profesor era una persona válida.
«El próximo invierno tiene que estar acabado el asunto», había escri­
to a Malwida; en su próxima estancia en Munich intentará mostrarse real­
mente activo. Intenciones conmovedoras, pero esa próxima estancia en
Munich no tuvo lugar, pues Gersdorff se puso enfermo. El 2 de agosto
Nietzsche confesó a éste: «N o he hecho aún la proclamación. Hasta aho­
ra me faltan todas las ideas para ello». En su cabeza anidaba algo mejor y
más profundo. «En mí se hacinan los proyectos un tanto confusamente»,
informa el mismo mes a Rohde. En octubre, en una carta a Gersdorff ya
no dice ni una palabra sobre el «gigantesco» plan; en lugar de ello, la pro­
mesa general de que el próximo verano, el de los festivales, será rico y
fructífero, por encima de todas las expectativas, para los dos, y de nuevo
la intención de prepararse dignamente mediante el estudio de L o s N ibe-
lu n gos.
Se había generado una situación curiosa: Wagner no tenía dinero,
Nietzsche no tenía alumnos, Rohde no había conseguido una cátedra de
profesor. Los Wagner comentaron cómo podrían ayudar a Nietzsche (Co­
sima, el 9 de noviembre: «forzar una llamada de Bismarck a Berlín, todo
imposible») y Nietzsche comunicó a Rohde que en la próxima reunión
con Wagner en Estrasburgo hablaría de una cátedra de lenguas clásicas
en Bolonia para Rohde. ¿O qué le parecería un puesto de rector en Bay-
reuth? ¿O un puesto de redactor, con un sueldo de dos mil táleros, en la
revista wagneriana que se iba a crear? Los proyectistas tenían grandes
planes.
El plan de hacer un llamamiento al pueblo alemán se había visto afec­
tado desde hacía mucho tiempo por otros proyectos. «Por cierto, estoy
pensando», dice Nietzsche en la misma carta a Rohde, «en presentar mi
próximo texto como programa para el año 1874 y para Bayreuth» (mien­
tras tanto el año 1873 se había convertido en 1874). En definitiva ten­
drían que difundir en una u otra forma cómo había que celebrar este año
y este festival. Título posible: «El último filósofo», y también ésta sería
una gran obra, p iram id u m a ltiu s (más alto que las pirámides).
En enero de 1873 se puso en marcha otra empresa: Cari Riedel, ami­
go de Wagner, fundador y director del Riedelscher Verein (Asociación de
Riedel), en la que Nietzsche había cantado en sus tiempos de estudiante
en Leipzig, hizo que la Allgemeine Deutsche Musikverein (Asociación
G R AN D E Z A [3 5 9 ]

General de Música Alemana) convocara un premio para un trabajo sobre


la poesía de L o s N ib elu n go s de Wagner. Nietzsche fue elegido juez del
concurso, por lo cual tenía que pronunciar una pequeña alocución; mo­
vido por un sentimiento de nobleza, propuso a Bülow como segundo
miembro del jurado (pero fue elegido el viejo germanista y poeta Simrock
como especialista en sagas) y luchó por que el importe del premio fuera
elevado a trescientos táleros o una célula de patrocinio. El quería aportar
cincuenta táleros de su peculio. El nuevo cargo fue comunicado a todos
los amigos; en las cartas a la madre y a Elisabeth, al honor de tales encar­
gos oficiales, añade: «¡M e mareo!». «Tenemos que apelar a las mejores
fuerzas entre los escritores alemanes», escribió a Riedel. Pero los escrito­
res alemanes, eterna preocupación de Wagner, no eran wagnerianos. En
octubre de 1873 Nietzsche comunicó a Gersdorff, paladín wagneriano:
«Han llegado seis trabajos para el concurso y, como me pensaba, han sido
rechazados».
¡Cuántas cosas bullían en su cabeza empeñado como estaba en hacer
algo por la causa de Wagner! En 1873 había escrito a Rohde que pensaba
fundar una asociación de Wagner en Suiza y en noviembre se animó a es­
cribir a Emil Heckel, organizador de asociaciones en Mannheim, con el
ruego de que le enviara unos cuantos ejemplares de los estatutos de la aso­
ciación con objeto de «fundar una asociación wagneriana suiza». En eso
quedó todo.
Nietzsche estaba destrozado, sufría fuertes vaivenes de esperanza y
decepción. El encuentro con Wagner en Estrasburgo, en noviembre de
1872, le había infundido optimismo; los Wagner le encontraron sano y
decidido. Pero entonces cometió el fallo imperdonable de rechazar su in­
vitación para Navidad y año nuevo, pues prefirió viajar a casa de su ma­
dre, en Naumburg, para practicar la música con Gustav Krug. Esto le
acarreó la ira más arrebatada y, después, una fría actitud de reserva.
Nietzsche no se enteró de nada, o al menos hizo como si no se enterara.
En febrero apareció de nuevo el sol de la misericordia, y Nietzsche escri­
bió emocionado a Gersdorff: «N o puedo imaginar cómo se puede ofrecer
más fidelidad a Wagner en todas las cosas importantes y cómo se puede
estar entregado a él más profundamente de lo que yo estoy... Pero en pe­
queños puntos secundarios y en una abstención que casi llamaría sanita­
ria, y necesaria para mí, de una convivencia personal más asidua, tengo
que reservarme una libertad a decir verdad sólo para poder mantener esa
fidelidad en un nivel superior». Eso era justamente lo que Wagner quería
percibir: para poder ser fiel a la causa de Wagner, al nuevo «período cul­
tural» lo mejor era dejarle el camino expedito. Wagner, el monarca, que­
ría una corte; por entonces él y Cosima habían convencido a Malwida
para que se instalara en Bayreuth y fundara allí un K in d ergarten o una es­
cuela, a ser posible un instituto nobiliario para los hijos de los Wagners.
[3 6 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Niezsche escribió a Malwida: «Sigo pensando que algún día todos es­
taremos juntos en Bayreuth y ya no comprenderemos cómo pudimos
aguantar en otro sitio». «Así, pues, en verano concilio bayreutereano», es­
cribió a Rohde. «¡Nosotros como obispos y dignatarios de la nueva Igle­
sia!» Y de nuevo con buenas intenciones: «Me gustaría mucho todavía
hacer algo literario para promover nuestra causa y no sé cómo». Y pro­
fundamente compungido continúa diciendo: «Todo lo que proyecto es
tan hiriente, tan perturbador y va de inmediato tan en contra de la exi­
gencia...». También los Wagner habían observado mientras tanto que
ciertamente habían encontrado un predicador para su proyecto, pero no
un abogado o un diplomático.
Pero entonces todo pareció cambiar de repente a mejor. La fallida y
malograda visita de Navidad en Bayreuth dio lugar a una reunión antes de
Pascua, esta vez con el amigo Rohde, que se dirigía a Heidelberg y al que
Nietzsche propuso Bayreuth como lugar de encuentro.
Nietzsche estaba de nuevo rebosante de euforia. Escribió a Gersdorff
que su alegría era inmensa, que la visita repararía su pecado de Navidad.
A Malwida le dijo: «En Bayreuth espero tener de nuevo valor y serenidad
y recuperar todos mis derechos». Nietzsche era un vasallo que había caí­
do en desgracia. Como gesto expiatorio se llevó con él la nueva gran obra,
de la que él más esperaba y que había elegido como regalo de cumpleaños
para Wagner: L a filo so fía en la era trágica de lo s grie g o s , contrapartida de
E l n acim ien to d e la traged ia.
Pero el momento no era favorable, Wagner estaba molesto, sobrecar­
gado, y los planes de Bayreuth no avanzaban. Le pesaba la desagradable
obligación de explicar a los patrocinadores que no se podría contar con la
inauguración de los festivales antes de 1875. Faltaba lo más importante:
el dinero para la instalación del escenario y para el acabado interior del
edificio que avanzaba lentamente. Las primeras crisis bancadas encubrie­
ron la situación; en Munich, la especuladora Adele Spitzeder se había de­
clarado en quiebra. Pero el rey, mecenas y protector, organizaba costosas
representaciones especiales de piezas teatrales, en las que aparecía su ído­
lo Luis XIV, se mandó construir un castillo junto al Tegemsee que costa­
ba cada año un millón de florines e incluso regaló al cantante Nachbaur
una armadura de plata maciza.
El encuentro tuvo un inicio amistoso. El decano de Bayreuth, amigo
de la familia, elogió en la mesa a los tres «hombres del futuro», pero no
pudo impedir que Wagner abordara su tema predilecto, la depravación
de los judíos. Por la noche, Nietzsche pudo empezar su disertación sobre
los filósofos preplatónicos. Al día siguiente, Nietzsche continuó con su
cursillo, pero la conversación de sobremesa giró exclusivamente en tomo
al enojoso tema del dinero; Wagner, cansado de preocupaciones econó­
micas, puso sobre el tapete la propuesta de ceder todo el negocio de Bay-

\
GRANDEZA [3 6 1 ]

reuth a un banquero, que se resarciría con los intereses que le proporcio­


naran las plazas. La tercera noche volvieron a figurar en el programa los
filósofos, «ya la conversación nos sumergió tan profundamente en las ex­
periencias que hicimos con ocasión de nuestra empresa bayreutheana que
no conseguimos superar el sombrío ambiente». El penúltimo día, viernes
santo, fue más bien triste. Wagner está agotado, entre rayos y truenos
marchan todos al castillo de Ermitage; por la noche, Nietzsche termina de
leer su tratado a los presentes. «Poca conversación. Se leen las baladas de
Lówe. Nos molesta un poco la insistencia de nuestro amigo en hacer mú­
sica, y Richard habla del giro que ha tomado la música», escribe Cosima
en su diario íntimo.
Aparece la vieja tensión: Wagner tiene que escuchar durante tres no­
ches el tratado de Nietzsche, en el que él no aparece ni una sola vez, y
para colmo el profesor se pone a hablar de temas musicales. Nietzsche ve
cómo el genio honrado de lejos fanfarronea y discute de cerca: sobre los
judíos y los franceses, sobre Lutero y Goethe, sobre la degeneración ge­
neral y una y otra vez sobre dinero. Y contempla la magnífica nueva casa
de Wagner a medio construir; precisamente ahora está allí el muniqués
Gedon, que debe pintarla. Cuán lejos está todo esto de lo que a él le inte­
resa como filósofo.
El domingo de Pascua, cuando de acuerdo con la costumbre tradicio­
nal hay que buscar los huevos, los amigos ya no están allí. Hacen un pa­
seo hasta Vierzehnheiligen, luego se separan. Nietzsche, sumido en una
profunda melancolía, va a pasar los dos días de Pascua a la wagneriana
ciudad de Nuremberg. Antes del viaje se había atrevido a escribir a Mal-
wida: «D e vez en cuando me invade un infantil rechazo del papel impre­
so, que entonces se convierte para mí en papel sucio. Y puedo imaginar­
me perfectamente un tiempo en el que uno prefiere leer poco, escribir
aún menos, pero pensar mucho y hacer aún mucho más, pues ahora todo
espera al hombre activo que aparte de sí mismo y de los otros costumbres
milenarias y lo haga mejor, para que le imiten». Realizar, así lo había so­
ñado, proezas instantáneas y rotundas al servicio de Bayreuth. Y ahora, a
su regreso, no le quedaba otra cosa que lamentarse amargamente de su
propia impotencia: «Si no parece usted satisfecho con mi presencia», es­
cribió el 18 de abril a Wagner, «entonces comprendo muy bien, sin que
pueda hacer nada para cambiarlo, pues aprendo y percibo muy lenta­
mente y en usted experimento a cada momento algo en lo que nunca pen­
sé y que deseo asimilar». Nietzsche va más lejos que nunca en la autohu-
millación: «Basta, le ruego a usted que me tome como alumno, a ser
posible con pluma en la mano y el cuaderno delante de él, un alumno con
un ingenio muy lento y en modo alguno versátil». Cada día está más me­
lancólico, pues le gustaría ayudar de alguna manera a Wagner, serle útil, y
se da cuenta de que no consigue ni alegrar ni serenar al gran hombre. La
[3 6 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

situación era: un esclavo que pedía el látigo tan afanosa y caprichosamen­


te como el tirano que lo blandía. Ahora tenía que cumplir una nueva
pena: Nietzsche llevará a cabo los ataques promovidos por la instancia su­
prema contra el escritor David Friedrich Strauss. Era la nueva prueba que
se le exigía.
Para Nietzsche, el verano de 1873 transcurrió entre preocupaciones,
pues su visión disminuía en la misma medida en la que crecía su fuerza
para el trabajo. Nunca escribió tanto y con tanta facilidad, e igualmente
nunca realizó tantos estudios y lecturas para sus escritos. Por primera vez
tuvo que ayudarle un amigo: Gersdorff escribía lo que él le dictaba. Mien­
tras tanto, la situación económica de Wagner empeoraba a ojos vista. En
la primera mitad del año habían llegado justamente 130.000 táleros de los
300.000 que se necesitaban. Pensó pedir un crédito de 100.000 táleros a
Wesendonk, un marido al que había engañado. «Meditan sin descanso»,
anotó Cosima en su diario. En agosto se publicó la circular a los miem­
bros del patronato. Corrieron rumores de que se quería convertir la em­
presa en una sociedad anónima. En esta difícil situación a Heckel, funda­
dor de las asociaciones wagnerianas, se le ocurrió desenterrar la vieja
idea, aportada por Nietzsche, de hacer un llamamiento público. Como
Heckel era un hombre práctico, inmediatamente se puso a pensar en su
realización: se colocarían listas de suscripción en todas las librerías y tien­
das de música. Heckel quería apelar al orgullo de los alemanes: Londres
y Chicago ya habían declarado que estaban dispuestas a construir un tea­
tro para Wagner, de acuerdo con sus deseos. Pero Wagner actuó con cau­
tela afirmando que también Berlín y Viena se habrían mostrado dispues­
tas a hacer otro tanto si él no hubiera insistido tan tercamente en el
proyecto de Bayreuth.
Por lo demás, la iniciativa no debía partir de Mannheim, sino de dife­
rentes ciudades alemanas, y el hombre indicado para redactar el llama­
miento no era otro que el profesor Nietzsche, de quien inicialmente había
partido la idea.
¿Triunfó el profesor ávido de gloria cuando le llegó la petición, a decir
verdad no firmada por Wagner sino por Heckel, de redactar el «llama­
miento»? En modo alguno, simplemente suspiró. A Gersdorff le escribió:
«Me piden un “llamamiento a la nación alemana” en favor de Bayreuth;
así se hará, como decía Tausig». A Rohde le escribió en tono aún más que­
jumbroso: el encargo era horrible, pues una vez ya intentó inútilmente
escribir algo análogo utilizando trozos sueltos. Ya no le hacía ninguna ilu­
sión, intentó echarle la carga a Rohde y le envió la disposición de Wagner-
Heckel. «N o te desalientes, querido amigo, y ponte a trabajar», le suplicó
Nietzsche. Y añadía que él no podía hacer nada a causa del espantoso es­
tado de su corazón y su estómago. «¿Puedo contar pronto con una hoja
en estilo napoleónico?» Rohde rechazó apresuradamente el encargo. Lo
GRANDEZA [3 6 3 ]

que se le pueda ocurrir carece de fuerza cuando piensa en la multitud a la


que hay que dirigirse, una multitud «que no tiene absolutamente ninguna
idea de la importancia del hombre y de la causa y a la que se le tiene que
explicar de una manera repugnantemente popular y, aun así, no sencilla».
Éste era el problema: ahora no había que pronunciar un sermón sobre
formación intelectual para ilustrados, sino que había que dirigirse al
hombre común, en el supuesto de que comprara libros y partituras. Roh-
de, decidido desde hacía mucho tiempo a ser un profesor numerario a to­
dos los efectos, ya no contaba.
Así, pues, Nietzsche realizó el trabajo y a decir verdad en una sola ma­
ñana. Cambió el nombre de llamamiento por el de A v iso , propuso a Wag-
ner («Aquí está, querido maestro, mi borrador») traducir el texto al fran­
cés, al italiano y al inglés, pero desaconsejó que el texto fuera firmado por
los miembros del patronato y en lugar de ello sugirió que lo fuera por «un
número más reducido de hombres pertenecientes a las más diversas cla­
ses y condiciones sociales (nobles, funcionarios, políticos, clérigos, inte­
lectuales, comerciantes, artistas)». Aquí estaban nuevamente el viejo fue­
go, el ancho horizonte de la esperanza, el punto de partida universal.
Ahora había que pasar a la acción; él, que estaba medio ciego, se presen­
taba como portaestandarte.
Simultáneamente tenía que realizar otra ímproba tarea, destruir un
nido de serpientes, despojar de todo su veneno a una intriga. El episodio
que ahora debemos narrar es tan extraño que preferiríamos dejarlo para
años posteriores, cuando Nietzsche empezó a ser víctima del delirio de
grandeza y de la manía persecutoria. Pero se produjo súbitamente en oc­
tubre de 1873, como caído del cielo o, mejor dicho, surgido de las pro­
fundidades del infierno.
Justamente en la carta a Gersdorff, que despacha el ruego de redactar
un llamamiento a los alemanes con un corto «así se hará», se dice que él,
Nietzsche, ha descubierto una maquinación decididamente horrible, que
requiere su rápida intervención personal en Leipzig. Por carta no quería
dar más detalles, pues tenía miedo de escribir sobre ello. Un peligro in­
sospechado y espantoso amenaza a la empresa bayreutheana y a él le co­
rresponde ahora colocar contraminas. Naturalmente en el caso está im­
plicado el fantasma R.N. Hasta aquí, este detectivesco mensaje del año
1873.
El fantasma R.N. era, como corresponde a una novela policíaca, Ro-
salie Nielsen, dama nacida en Dinamarca o en Holstein, que se había se­
parado de su marido, oficial de marina, y era, por este motivo, una mujer
tempranamente emancipada. Había empezado como revolucionaria y en
Italia había sido encarcelada como seguidora de Mazzini. Como en el
caso, mucho más edificante, de Malwida, la republicana fracasada se ha­
bía convertido en una adepta de la religión del arte y la humanidad, y el
[3 6 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

evangelio nietzscheano del hombre dionisíaco la hizo vibrar realmente


por primera vez. Ella se tenía por un ser dionisíaco y, en cualquier caso,
era una bohemia. Un conocido definió su aspecto exterior como «enor­
memente repulsivo y desaseado». Vivía en una buhardilla, en Leipzig, y
escribía para la revista Saló n sobre música gitana. Más tarde tuvo amistad
con el poeta extático Hermann Conradi, que murió de tuberculosis a los
veintisiete años, en 1889, momento en el que Nietzsche cayó víctima de la
locura.
Hasta donde han podido indagar los biógrafos de Nietzsche, Rosalie
Nielsen fue la única mujer a la que éste solicitó en toda su vida, también
la única de la que tenemos, escrita de propia mano, una desenfrenada car­
ta de amor a Nietzsche, ciertamente una carta dolorosa y desgarrada que
anuncia la despedida de la vida. Está fechada el 17 de junio de 1873 en
Bad Ragaz y dice textualmente:
Nunca un ser humano en la tierra me ha conocido y desconocido
como usted. Rara vez o nunca alguien me ha alegrado y me herido tanto.
Usted ha roto el primer y el último lazo que me unían a Alemania; me iré,
pensé que así debía ser. Interiormente nunca se romperá lo que yo pensa­
ba, lo que yo quería, pero la realización es sencillamente imposible. El be­
llo Dionisos petrificado, desgarrado, que usted me dio me seguirá a todas
partes. Contemple usted de vez en cuando al joven, valiente y victorioso
Dionisos, que le llevé a usted. ¡Yo no le volveré a ver nunca más! Que le
vaya a usted bien, y que se curen pronto sus ojos.
A tentam ente,
R o sa lie N ielsen .

Este único documento de una relación deja espacio para todo tipo de
conjeturas. ¿Cuándo y dónde se conocieron Nietzsche y la Nielsen?
¿Cómo se le ocurrió a Nietzsche la idea de regalar a la apasionada adepta
un cuadro de Dionisos, del que no se habla en ningún otro sitio y que, sin
embargo, después la Nielsen muestra a sus amigos como un trofeo? Que
la relación no llegó a nada concreto lo ponen de manifiesto el tratamien­
to de usted y la despedida — «atentamente»— de la carta. En cualquier
caso, la encendida declaración de la adepta de Dionisos debió de halagar
a Nietzsche.
Como ocurre en tantas relaciones en las que aparecen cartas que
anuncian la despedida definitiva, Nietzsche ya no consiguió liberarse de
esta mujer más bien madura. Overbeck ha informado que en noviembre
o diciembre de 1873 Nietzsche recibió a la Nielsen en su habitación (de
Overbeck) y en su presencia. «¡Q ué ridicula escena representó aquí
Nietzsche con su desproporcionada brutalidad!». Esta escena se desarro­
lló casi sin palabras, con gestos más o menos grandiosos y Nietzsche ter­
minó por ponerla literalmente de patitas en la calle. Según el relato de
G R AN DE Z A [3 6 5 ]

Overbeck, como Rosalie se mantenía en sus trece, fue necesario un nuevo


encuentro en la habitación del bedel de la universidad, donde Overbeck
realizó personalmente la «penosa ejecución». En cambio, de acuerdo con
la versión de Rosalie, Nietzsche y ella se encontraron, tras un intercambio
epistolar, en un hotel de Friburgo. Nietzsche, disgustado por el aspecto
exterior de Rosalie, se apartó inmediatamente de ella, pero antes le echó
en cara: «¡Espantajo, me has engañado!», palabras que Rosalie, por su
parte, no acertó a descifrar. Con toda seguridad no se le ocurrió pensar
que la estafa consistía en su propia fealdad.
Rosalie, con toda evidencia mentalmente desequilibrada, quiso sacar
partido de estos teatrales encuentros y dio a entender que ella también te­
nía sus relaciones, habló de ingentes sumas de dinero, de un testamento,
con el cual se podría comprar la editorial Fritzsch, en la que Wagner y
Nietzsche publicaban sus obras; posiblemente también estaban en juego
células de patrocinio, se pensaba pues en una infiltración, la Internacio­
nal estaba detrás de todo ello. Pero quedaba por ver quién del círculo de
amigos de Wagner estaba en condiciones de agrupar en un complot a so­
cialistas, judíos y jesuitas.
La viva fantasía de Nietzsche reaccionó inmediatamente. Por fin vol­
vía a haber una acción en perspectiva, una posibilidad de blandir la espa­
da para matar al dragón. Así, pues, debe viajar a Leipzig para avisar a
Fritzsch y salvarle. De todos modos, éste hacía ya bastante tiempo que no
daba señales de vida. ¿Estaba enfermo? ¿Había sido tratado con veneno
por la Internacional? No en balde en aquellos días todo el mundo leía la
novela de Gregor Samarow M inen u n d G egen m in en [M in as y con tram i­
n as J; ahora la realidad superaba a la fantasía del novelista.

Nietzsche no viajó. A Rohde, que desde un principio se mantuvo es­


céptico, le hizo saber que le retenía una obligación profesional. De todos
modos, él, Nietzsche, sabía más, gracias a las cartas y declaraciones del
fantasma femenino R.N., de lo que Rohde podría imaginar. En cualquier
caso, añadía en tono semijocoso: «Vivimos Samarow, sólo pensamos en
minas y contraminas, sólo firmamos con seudónimo y llevábamos barbas
postizas». Esto se lo dictó a Romundt Nietzsche, que con caligrafía inde­
cisa añadió: «¡Uy! ¡Uy! ¡Cómo silba el viento! / En nombre de los conju­
rados / Hugo con la queda voz de los espíritus».
Así, Nietzsche se tranquilizó, pero no cabe duda de que se había exal­
tado con la idea de una conjura contra el «espíritu» y que esa idea le per­
seguía ahora. Como amigo y como enemigo, así se tenía que ver el mun­
do; el hombre seguía su camino como caballero solitario, escoltado por la
muerte y el demonio.
Pronto se puso de manifiesto que la realidad era mucho más gris y
[3 6 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

austera. Volvió a llover a raudales cuando, a finales de octubre de 1873,


patronos y delegados de las asociaciones wagnerianas, un pequeño gru-
pito, se reunieron en Bayreuth para estudiar acciones de salvación. La
chistera de Nietzsche resultó seriamente dañada. Después de visitar las
obras de construcción «entre la suciedad, la niebla y la oscuridad», la se­
sión principal se celebró en la sala consistorial, donde el texto de Nietzs­
che, llamamiento al pueblo alemán, fue rechazado «cortés pero decidi­
damente».
Nietzsche se opuso a que se reelaborara su texto y recomendó al pro­
fesor Stern, de Dresde, para que redactara uno nuevo. Este segundo tex­
to llegó al día siguiente y fue aprobado. Según cuenta Elisabeth, Wagner
se puso furioso al ver rechazado el texto de Nietzsche y pataleó, pero no
pudo imponer su voluntad. En realidad, se alegró de poder deshacerse de
una manera tan sencilla del desproporcionado escrito de Nietzsche, ex­
ponente de una persona falta de sentido práctico. Como en otras ocasio­
nes, Nietzsche se consoló a su manera: todo fracaso le ayudaría después a
incrementar su fama. «Mi E x h o rtació n », escribió a Gersdorff, «firmada
por nombres estatales, volverá a cobrar importancia algún día, en el su­
puesto de que no se alcance la meta del actual llamamiento, teñido de op­
timismo.»
¿Se alegraba Nietzsche en secreto? En cualquier caso, se le habían
rendido todos los honores y en el banquete se había sentado entre Cosi­
ma y Malwida, las dos «madres», a modo de «hijo del amor», como se
decía en tono jocoso. La reunión le pareció «cordial y cálida», «muy re­
confortante» (a Rohde), «absolutamente magnífica y constructiva» (a Eli­
sabeth). Los Wagners consolaron al decepcionado Nietzsche con su ha­
bitual habilidad. Así, él quedaba libre de toda responsabilidad, incluso en
el supuesto de que se produjera un fracaso, como ya le había anunciado
Rohde, conocedor del mundo.
«Ojalá que los puestos de recaudación de todos los libreros alemanes
se conviertan en tesoros; éste es el deseo que formulo día y noche», ma­
nifestó a Rohde; los puestos eran en total 3.946, y habría bastado que
cada uno de ellos recaudara cincuenta táleros para cubrir sobradamente
el déficit. Pero sólo se recaudaron unos cuantos táleros, de los estudian­
tes de Giessen. Por lo demás, el llamamiento de Nietzsche resonaba con
enorme fuerza. Heckel escribió también a 81 teatros alemanes, con la
propuesta de que realizaran representaciones en beneficio de Bayreuth.
Tres teatros contestaron negativamente; los otros guardaron silencio.
Wagner tenía todos los motivos para pensar que el germanismo era sólo
un concepto metafísico. Si el pueblo era obtuso, los grandes dignatarios
eran duros de oído. Wagner intenta ganar el favor del emperador a través
del gran duque de Badén; todo en vano. Así, sólo le quedó emprender ca­
mino de Canossa: el 26 de febrero de 1874 el comité de los festivales fir­
GR AN DE Z A [3 6 7 ]

mó con la cancillería de la corte de Luis II un contrato que preveía la en­


trega de un anticipo de 100.000 táleros para el escenario, la iluminación y
el acondicionamiento del interior.
Nietzsche tenía que dar gracias al cielo de que el fracaso no cayera
también sobre él. La exhortación que había escrito era realmente una pe­
rorata ramplona, una alocución a la conciencia en aquel arcaizante estilo
alemán que él veía en Wagner. En ella se habla tanto y tan insistentemen­
te del fracaso y de la vergüenza que iba a caer sobre el pueblo alemán que
no podemos imaginar que alguien aportara un solo pfennig a una empre­
sa ruinosa como aquella. Al final Nietzsche apelaba a las universidades y
las academias, a los representantes políticos de la Dieta del Imperio y de
los distintos parlamentos y les pedía que consideraran que el pueblo
«ahora más que nunca, necesitaba la purificación y santificación median­
te el excelso prodigio y el arrebato del auténtico arte alemán, si no quere­
mos que los instintos, enormemente excitados, de la pasión política y na­
cional y las características impresas en la fisonomía de nuestra vida
obliguen a nuestros descendientes, en su búsqueda de la felicidad y el dis­
frute, a confesar que nosotros, alemanes, empezamos a perder lo que fi­
nalmente habíamos reencontrado».
Unos meses después hizo un amargo e irónico balance en sus apuntes:
«Desarrollo de las crisis de dinero... Ha pasado el tiempo de las agitacio­
nes artísticas (Liszt y otros). Una nación seria no debe caer en la ligereza,
los alemanes no deben darse a las artes teatrales». Y acerca de Wagner:
Hay algo cómico en todo ello: Wagner no puede convencer a los alema­
nes de que tomen en serio el teatro. Siguen siendo fríos y cómodos; él se
afana como si de ello dependiera la salvación de los alemanes».
¿No había puesto él exactamente el mismo afán en todas sus inter­
venciones? Ahora en lo más profundo de su ser se apartaba de aquel
hombre cuyo fracaso había sido mucho más aparatoso que el suyo con el
llamamiento leído ante una docena de delegados. Nietzsche aún no sabía
nada del nuevo contrato de cien mil táleros que había salvado a Wagner.
C apítulo 3

Nietzsche como educador

Un pensador se puede esforzar durante años en pensar contra la


norma establecida; quiero decir, en no seguir los pensamientos que
se le ofrecen desde dentro, sino aquellos a los que parecen obligarle
una instancia, una ordenación del tiempo prescrita, un tipo arbitra­
rio de diligencia. Pero a la postre caerá enfermo, pues esa supera­
ción aparentemente moral malogra una fuerza nerviosa tan radical­
mente como sólo un libertinaje erigido en norma podría hacerlo.
Nietzsche, Aurora

Incluso para mí no conozco meta más alta que llegar a ser un día, de
alguna manera, educador en un sentido excelso...
Nietzsche a Em ma Guerrieri-Gonzaga, 10 de mayo de 1874

'ada había salido bien: la puñalada de los colegas filólogos, el si­

N lencio del gran público como respuesta a E l n acim iento de la tra­


ged ia, la condena de la última composición musical, el embarazo­
so rechazo de la E xh ortación por parte de los delegados de Wagner, la
reserva de Burckhardt, los titubeos y cambios de humor de Wagner; ade­
más apenas si había algún nuevo amigo ni valedor. No obstante, las cosas
le iban relativamente bien, lo que no le destruía le reforzaba, soportaba
todas las conmociones en una nueva actitud estoica y se lanzaba al com­
bate con siempre renovadas fuerzas.
Le había ocurrido algo asombroso; ahora sab ía escribir, y se acercaba,
cada vez de manera más visible, a lo que qu ería escribir. Basilea iría que­
[3 7 0 ] F R I ED R I CH N I E T Z S C H E

dando atrás poco a poco; una camisa de serpiente, como Tribschen.


Nietzsche lo sabía.
Ahora veía claramente su trayectoria futura: sería escritor, con lo que
se cumpliría el sueño de una secreta vocación que había tenido en sus
años de escolar y de estudiante, y sería filó so fo , pero no un especialista en
filosofía, sino un moralista y observador de la vida. Simultáneamente lu­
charía contra su época, como «ser extemporáneo», en intensa polémica, y
ganaría a los mejores, los escépticos de su época, sobre todo a los jóvenes,
para su reforma. A decir verdad, de momento seguía vinculado a la em­
presa bayreutheana, al intento wagneriano de llevar a cabo una reforma
alemana, como miembro único de un partido, demasiado timorato para
actuar plenamente por su cuenta. La felicidad a través de la soledad se­
guía aún supeditada al miedo a esa misma soledad, pero percibía que en
él iba surgiendo una nueva libertad de pensamiento que a la postre tam­
bién arrastraría consigo la liberación respecto de su prepotente protector.
Al «Programa bayreutheano» están todavía plenamente vinculadas
las cinco disertaciones Sob re e l fu tu ro d e n u estras in stitu cio n es docentes,
que entre enero y marzo de 1872 Nietzsche pronuncia ante el público
ilustrado de Basilea —profesores, estudiantes, damas— en el Akademis-
ches Kunstmuseum. Las disertaciones proceden de esa mezcla o alianza
entre el genio musical y el mensajero del espíritu que atribuía las artes a
uno, la formación y la educación al otro, como si fueran dos provincias.
La primera de las consideraciones inactuales es también una especie de
trabajo de encargo; de hecho se trata de un ataque al enemigo de Wagner
David Friedrich Strauss que Nietzsche empezó a escribir el 18 de abril de
1873, tras la fallida visita a Bayreuth en Pascua. También los planes de un
panegírico de la obra de Bayreuth, que aunque empezado en 1874 no co­
bró forma hasta 1876, se inscriben en el ciclo de los textos en homenaje a
Wagner.
La nueva independencia, la voluntad de seguir un camino propio, se
desarrolló en relación con la disertación que Nietzsche pronunció en el
semestre estival de 1872. En ella encontró por primera vez un material
que por abundante le liberó tanto de las viejas camarillas, de dependen­
cia de Ritschl y compañía, como de la sensación de la inferioridad frente
a Wagner. Nietzsche había conocido a los filósofos preplatónicos, desde
Tales hasta Heráclito y Pitágoras, y en ellos había descubierto algo que ni
siquiera el gran maestro de Bayreuth podían pretender: una creación
mental de mundos de naturaleza más soberana. En palabras de un texto
(Sobre e l p ath o s de la verd ad ), del que hablaremos más adelante: «Estos
son los momentos de la iluminaciones súbitas en los que el ser humano,
mediante una orden, extiende su brazo como para una creación del mun­
do, emitiendo e irradiando luz».
La conciencia creadora de Nietzsche no se desarrolló en las modestas
G R AN DE Z A [3 7 1 ]

condiciones de vida de un Kant ni en las burguesamente confortables de


un Schopenhauer, sino en las soberanamente solitarias de Heráclito. En
julio de 1872 concibió el plan de escribir un libro de filósofos, no una his­
toria o un sistema filosófico, sino una serie de retratos; de hombres, no de
ideas. Barajó varios títulos para el libro proyectado. «E l filósofo como
médico de la cultura» tenía un tono patético, por lo que luego se decidió
por el más sencillo de L a filo so fía en la era trágica de lo s griego s. El 5 de
abril de 1873 concluyó el manuscrito y viajó con él a Bayreuth, donde lo
leyó en las tres veladas de que hemos hablado en el capítulo anterior.
Ahora la productividad ya no decayó. En 1873 dictó a Gersdorff el
tratado So b re la verd ad y la m en tira en sen tid o extram o ral, anticipo de su
filosofía, que aún tardaría cuatro años en empezar a ver la luz pública. En
otoño proyectó una nueva consideración inactual con el título de L a filo ­
so fía en ap u ro s y en el último trimestre del año terminó el trabajo en el
magistral ensayo D e la u tilid ad y la s d esv en tajas de la h istoria en la vida,
que aparece como segunda de las consideraciones inactuales publicadas.
Esto no es todo. A los trabajos sobre Wagner y a las exploraciones fi­
losóficas por propia cuenta se suma un tercer grupo de obras cuyo ocul­
to tema es la rivalidad y la liberación, la autopresentación y el distancia-
miento frente a Wagner. A dicho grupo pertenecen: el trabajo filológico
sobre la rivalidad entre Homero y Hesiodo, que Ritschl publicó el año
1873 en el R h ein isch es M useu m , con la idea esperanzada, pero a la postre
fallida, de que Nietzsche volvería a la filología, y los C inco p ró lo g o s p ara
cinco lib ro s in éd ito s, que Nietzsche dedicó a Cosima como regalo de N a­
vidad. Dos de los cinco prólogos merecen especial atención del biógrafo:
el quinto, titulado R iv alid ad de H om ero, contiene la siguiente frase, que
viene como anillo al dedo a la relación de Nietzsche con Wagner: «Este es
el núcleo de la idea de rivalidad entre los griegos: detesta la autocracia y
teme sus peligros; busca, como m edida de protección contra el genio, otro
genio». En cambio, el primero de los cinco prólogos, So b re e lp a th o s de la
verdad, no es otra cosa que una reflexión acerca del trágico destino del fi­
lósofo en el escenario de la humanidad, o sea, acerca del destino del pro­
pio Nietzsche.
De la importancia filosófica de estos escritos, su posición en el con­
junto de su obra, su impacto en la posteridad, no vamos a hablar aquí. En
cambio sí vamos a hablar, aunque sea brevemente, de su sitio en la vida de
Nietzsche.

Las disertaciones Sob re e lfu tu ro de n u estras in stitu cio n es docentes fue­


ron en el fondo un trabajo ocasional, casi un trabajo de compromiso. El
se había ofrecido, o alguien se lo había propuesto, y ahora los plazos es­
taban ya fijados hasta finales del semestre de invierno; no podía eludirlos.
[3 7 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

No escapó hasta que sólo quedó una disertación, la sexta y última, y ello
por buenos motivos. Burckhardt estaba siempre entre los espectadores,
Nietzsche esperaba que también Wagner y Cosima irían a Basilea, a ellos
estaban dirigidas las disertaciones.
El tema era el usual: acusación a la actualidad, necesidad de una re­
forma, que sería realizada por el gran genio. Pero la primera singularidad
consistía en que para su exposición ante el público universitario de Basi­
lea no eligió la forma del examen científico, sino la del relato. Las cinco
secuencias no son, stricto sen su , disertaciones sino una pequeña novela
inacabada, que Nietzsche ha partido como con un cuchillo en cinco tro­
zos aproximadamente iguales, de acuerdo con el concepto clásico: «La
duquesa se lleva las manos a la garganta y dice con voz queda: seguimos».
«¿Nadie? preguntó el discípulo al filósofo con voz levemente emociona­
da: y los dos guardaron silencio», así termina la segunda disertación,
mientras que la cuarta acababa con la frase: «En este momento se mostró
algo nuevo».
La primera disertación estaba ocupada casi íntegramente por un rela­
to introductorio. El joven profesor Nietzsche recondujo a los sorprendi­
dos oyentes a sus tiempos de estudiante en Bonn. Aquí se presentaba
como atractivo estudiante que había organizado un encuentro conmemo­
rativo con un amigo en las alturas próximas a Rolandseck (los recuerdos
de la agrupación «Germania» en Naumburg aparecen unidos a la pers­
pectiva de Bonn). El y su amigo, así alardeaba Nietzsche ante los honra­
dos basilenses, se habían hecho famosos, tristemente famosos tiradores, y
habían hecho prácticas de tiro en las montañas apuntando a un pentagra­
ma que habían grabado tiempo atrás en un roble. De pronto, un hombre
viejo, al que acompañaba uno más joven, les increpó preguntando si no
tenían nada mejor que hacer que batirse en duelo. Resultó que el anciano
era un filósofo que también se había citado en lo alto de Rolandseck con
un viejo amigo, el cual no se había presentado.
Al final se pusieron de acuerdo en que el lugar era suficientemente
amplio para dos pares de amigos. Ocuparon dos bancos, uno suficiente­
mente cerca del otro para que los dos estudiantes pudieran seguir la con­
versación o, más exactamente, el sermón del anciano, al que su acompa­
ñante sólo aportaba las preguntas y las palabras clave. Este sermón, en la
penumbra sobre el Rhin, frente al panorama de Drachenfels y Nonnen-
werth, avanzó rápidamente hacia el tema en el que Nietzsche y Wagner
sabían que estaban de acuerdo: la enseñanza del alemán. Por boca del an­
ciano Nietzsche elogió la severa disciplina de los clásicos y abordó la «len­
gua dañada y envilecida» de la actualidad, que se había dejado seducir y
había aceptado neologismos espantosos.
El viejo filósofo despotricó y tronó casi ininterrumpidamente a lo lar-'
go de dos disertaciones, y el relato habría quedado poco menos que se­
GRANDEZA [3 7 3 ]

pultado bajo su verborrea si los dos amigos no hubieran saltado súbita­


mente de su banco para abrazar, agradecidos, al simpático anciano. Des­
pués de esta aportación, podía reponer fuerzas para otro sermón con la
idea nuclear: la cultura debe servir al genio, la formación es ante todo
«obediencia y adaptación a la disciplina del genio».
La quinta y última disertación aportó un nuevo elemento de tensión:
varios estudiantes, compañeros del joven Nietzsche, marchaban por la
otra orilla del río, bajo el resplandor de las antorchas; se les envió una se­
ñal —un pistoletazo— , motivo suficiente para que el anciano extendiera
su sermón a estudiantes y universidades, sobre todo para dar una lección
a la libertad académica, que se observa en una época «en la que la entre­
ga a grandes guías y el entusiasta seguimiento tras las huellas del maestro
acostumbran a ser, por así decir, las necesidades naturales y perentorias».
Luego el maestro cambió de tono; en otro tiempo, sí había un verda­
dero afán de formación en los estudiantes: en las viejas asociaciones estu­
diantiles. En ellas estaba todo; caudillismo, alemanidad, incluso — en el
asesinato de Kotzebue— acción heroica. El anciano empezó a divagar:
«Aquellos enojados jovencitos eran los más valientes, los más dotados y
los más honrados de sus compañeros: una rotunda indiferencia, una no­
ble inocencia de las costumbres se manifestaba en su esplendor, los pre­
ceptos más soberanos se funden en una eficacia severa y devota».
Desgraciadamente entonces a la gente joven le faltaba «el genio que
todo lo eclipsa», de modo que, privada de un guía, se perdió. No obstan­
te, el anciano inculcó a sus jóvenes oyentes lo que, sesenta años más tarde
(concretamente en 1933), se iba a llamar «cosmovisión alemana»: «Y
como los grandes guías necesitan de los guiados, así los que han de ser
guiados necesitan del guía: aquí, en el orden de los espíritus, impera una
predisposición recíproca, incluso una especie de armonía preestablecida».
Para que, al final, todo el mundo viera con sus ojos quién es, pues, el
genio, el guía, en este presente caótico y envilecido, Nietzsche eligió un sí­
mil fácilmente comprensible puesto en boca del anciano. ¡Una orquesta
alemana, por ejemplo, es una triste asociación! «Una especie humana
cohibida y mansa» la de esos músicos. Y añade: «¡Q ué narices y orejas,
qué torpes o esqueléticos movimientos!». Ahí tampoco el dirigente nor­
mal puede introducir cambios. Pero entonces un genio penetra «en ful­
minante metempsícosis» en los cuerpos semianimalescos, y la orquesta,
ese tesoro de la mediocridad, es transformada totalmente — «noble entu­
siasmo o lamento interior»— en preestablecida armonía entre guía y guia­
dos. La quinta disertación concluía con esta imagen y la recomendación
de hacer otro tanto con la universidad. El conferenciante se inclinó, em­
prendió rápidamente viaje a la Suiza francesa por motivos de salud y,
como queda dicho, ya no se presentó a pronunciar la sexta disertación.
Como E l n acim iento de la traged ia, también esta novela por entregas se
[3 7 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

había deslizado de la filología al culto del genio, de los clásicos griegos y


alemanes a Wagner, de la educación a la música. Incluso la protesta contra
neologismos alemanes más o menos inaceptables procedía del taller del
maestro, y si el maestro quería podía contemplar su propio retrato en el
ruidoso predicador de Rolandseck. En cualquier caso, él, como Nietzsche,
había sido miembro de una asociación estudiantil y todavía sentía un gran
aprecio por ellas. A decir verdad, sus hazañas quedaban demasiado lejos
para marcar al anciano con el odio del pirómano y revolucionario, Quien
quisiera y supiera podía ver un episodio de perros inserto en el relato
como una pequeña alusión: el filósofo tenía con él, además de su discípu­
lo, un perro, evidentemente un animal grande que mordía y derribaba al
amigo de Nietzsche y en el que había que reconocer ciertamente no el pe­
quinés de Schopenhauer sino el enorme perro de Terranova Russ. Que
Wagner apareciera como filósofo podía confundir a los oyentes, pero a él
le parecía bien, pues se veía a sí mismo como pensador con una convicción
equiparable a la fe que Nietzsche tenía en sus dotes de compositor.
La sexta disertación, de la que tenemos un breve esbozo, habría sido
la primera en adoptar una forma realmente novelesca; en una carta a Mal-
wida Nietzsche la definió como «una loca y abigarrada escena con luz
nocturna». Su contenido: el amigo de la juventud, al que el anciano espe­
raba, apareció por fin, llevado en triunfo por estudiantes portando antor­
chas. Éstos, siguiendo una vieja costumbre de la asociación juvenil de
Wartburg, encienden una hoguera, pero el amigo, que es un traidor, ha­
bla junto al fuego en favor del fatal momento presente, ensalza la prensa
y la popularización, y es atacado por el viejo filósofo como embustero. El
viejo vuelve al ataque, arremete de nuevo contra el alemán bastardo, se la­
menta de la premura e inmadurez de la época, se pronuncia contra el pe­
riodismo y las disertaciones formativas (curiosamente en una disertación
formativa) y busca refugio en el lamento y la oración. Llama solemne­
mente a la salvación de acuerdo con sus deseos, pero el bando opuesto
contesta con una blasfemia. La hoguera se deshace, los estudiantes mar­
chan malhumorados. El viejo renuncia dolorosamente al amigo, los jóve­
nes quedan profundamente impresionados y avergonzados.
Esta última escena, decía Nietzsche en una carta a Malwida, no había
sido del agrado del público basilense. Ya él no se sentía totalmente segu­
ro, dudaba si debía o no debía imprimir las disertaciones, se preguntaba
si debía seguir adelante con ellas en el semestre de invierno, pidió a Roh-
de que le comunicara su opinión, ante Malwida se limitó a a declarar que
todo era una farsa y la parte original puesta a contribución reducida.
Pero, ¿qué le impulsó a ofrecer a sus basilenses una novela en lugar de las
esperadas disertaciones? ¿Aprobaba también Burckhardt el relato como
conocedor que era? ¿Qué iban a hacer lo otros con el tirador Nietzsche,,
con el viejo filósofo, con la marcha de las antorchas, con el fuego mágico?
G R AN DE Z A [3 7 5 ]

Sólo hay una explicación definitiva: Nietzsche ha vuelto a probar suerte


como poeta, cosa que ya había hecho anteriormente en un fragmento so­
bre Empédocles, El texto sobre la rivalidad de Homero, rico en alusiones,
escrito para Cosima, contiene la siguiente observación sobre Platón (y en
la sagrada y secreta alianza de los dos, Platón era para Nietzsche lo que
Homero para Wagner): «L o que, por ejemplo en Platón, reviste especial
valor artístico dentro de sus D iálo go s es mayormente el resultado de una
rivalidad con el arte de los oradores, de los sofistas, de los dramaturgos de
su tiempo, inventado con el fin de que a la postre pudiera decir: «¿Ves?
yo también sé hacer lo que hacen mis grandes rivales; sí, lo sé hacer mejor
que ellos». Rotundamente, Nietzsche quería ser poeta.
El era en verdad un narrador terriblemente torpe; lo que llamaríamos
el argumento de su historia está hecho de elementos penosamente amon­
tonados. A él lo que le fascinaba eran las imágenes de la fantasía: escenas
de la noche y del bosque, pero sobre todo, como siempre, antes y después
en su vida, el resplandor del fuego y de las antorchas.
En la carta a Malwida Nietzsche alude a otra debilidad suya: en las di­
sertaciones Sobre e l fu n to d e n u estras in stitu cion es docentes falta sencilla­
mente el futuro. «Con su lectura uno siente sed y luego no le dan nada de
beber.» Así era en realidad. La queja de la época estaba tratada extensa­
mente, el futuro faltaba. Nietzsche no estaba en absoluto, tenemos que de­
cirlo, al corriente del debate pedagógico del momento, y las disertaciones
son, si se examinan con juicio crítico, más bien pobres en ideas. Ni se ha­
blaba de las ciencias que avanzaban, ni se volvía la mirada a lo que los grie­
gos habrían podido ofrecer a la época de Nietzsche con su educación mú­
sico-deportiva. Las disertaciones tienen algo seco y doctrinario, a pesar de
su estilo clásicamente alambicado (a veces justamente por ese estilo).
En la última disertación o en el tema en su conjunto Nietzsche se había
preocupado también del futuro y lo había anotado, pero se había guardado
de decirlo en voz alta. De hecho, esa preocupación suya escondía ideas re­
volucionarias. Si no se quería recurrir como panacea a las viejas fórmulas,
sino fundirlo todo en una nueva Reforma, se necesitaba una instancia con
poderes absolutos. Esto era evidente. Por eso, en sus esbozos Nietzsche in­
ventó, a modo de ensayo, una «au to rid ad im perativa de la cultura» o un
«tribunal de formación», en lenguaje usual: una dictadura de la educación.
Nietzsche combinó este concepto ideal del filósofo como gobernante
y dictador de la educación, tomado del «Estado» de Platón, con su viejo
sueño conventual: «Propuesta de crear una hermandad pedagógica de va­
rios años, ya sea con medios propios, ya sea con los de un Estado dotado
de la debida perspicacia». Inicialmente, los miembros de esta hermandad
se debían «enseñar y reforzar mutuamente»; como tantas otras veces,
ahora los pensamientos de Nietzsche basculaban entre el sueño de domi­
nio del mundo y el idñio basado en la amistad y alejado del mundo.
[3 7 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Hasta qué punto se adentraban las ideas educativas de Nietzsche en el


futuro nos lo muestran algunas frases de los trabajos preparatorios, que
podríamos percibir como asombrosamente «modernos», si no conduje­
ran a resultados completamente distintos a través de un inesperado salto
de las ideas: «Igualdad de enseñanza para todos hasta el año decimo­
quinto, pues la predestinación a la segunda enseñanza por los padres,
etc., es una injusticia. Maestro de escuela y de segunda enseñanza es una
división disparatada».
Lo que aquí se ofrece a primera vista como «social» se convierte in­
mediatamente en su opuesto. El dictador educativo decretaba de nuevo
con gesto napoleónico: «Hay que romperla verdadera profesión de maes­
tro, el rango de maestro. Enseñar es obligación de los hombres de cierta
edad». Sólo así se formará una verdadera aristocracia intelectual.
Aquí fermentaban y hervían ideas extrañas: había que eliminar el
G ym n asiu m , pues no existía una cultura gen eral. Era mejor la R ealsch u le,
pues tenía «un núcleo muy sólido». Con esta escuela general debían enla­
zar escuelas especializadas y con éstas, en lugar de universidades, «escue­
las de formación», desde los veinte a los treinta años de edad, para la for­
mación de maestros del nuevo tipo. Servicio militar completo para todos:
había que suprimir el privilegio de un solo año de servicio para los alum­
nos de escuelas superiores.
Había que eliminar el «magisterio abstracto»; la enseñanza de los ni­
ños es obligación de los padres y la comunidad. En las esferas inferiores
la principal tarea era «el mantenimiento de la tradición». En las altas, por
el contrario, estaba permitida «la mirada libre y amplia». Durante algún
tiempo no se podrá prescindir del hombre gen eral, encarnado en los pe­
riodistas. Pero un día aparecería de nuevo el «hombre completo», no
como mediador sino «como guía del movimiento» (¡curiosa anticipación
de un título posterior!). Cabría pensar, así lo veía al menos Nietzsche, en
«una escuela de los hombres más nobles, absolutamente desinteresados,
sin exigencias, un Areópago para la justicia del espíritu». Estos «hombres
de la formación» deberían vivir como modelos, serían las verdaderas au­
toridades de la educación. Tendrían que conducir la lucha contra la civi­
lización y en favor del restablecimiento del helenismo, y también decidir
en qué punto se habrían de fijar las exigencias de las ciencias. Por último,
esta aristocracia intelectual tendría que conseguir también la libertad res­
pecto del Estado, que hoy reglamenta la ciencia.
Los distintos fragmentos de esta utopía se pueden encontrar en Pla­
tón. Con toda seguridad que fueron comentadas a menudo en las con­
versaciones entre Platón-Nietzsche y Wagner-Homero. Pero también
aparecen, en términos inconfundibles, los gérmenes de futuras ideas de
Nietzsche: el «hombre completo» es el eslabón previo del superhombre.
Y la impotencia del soñador en su celda se convirtió entonces en la fanta­
GRANDEZA [3 7 7 ]

sía de un tribunal educativo que tendría autoridad incluso sobre el E s­


tado.
La visión de la nueva sociedad estaba unida a una nueva liturgia. Lo
que había en Nietzsche de apóstol religioso encontró aquí su campo de
confirmación. Simbólicamente se aludía al gran fuego del acto final.
Nietzsche anotó: «La llama se libera del humo». Creyentes y blasfemos se
enfrentaron como dos coros, y la última meta del proyecto es: «Juramen­
to de medianoche. Tribunal de Vehm». Wagner tenía razón con su ironía;
veía en lo profundo del alma de Nietzsche y, como observaba con iro­
nía, a su pobre amigo sólo le podría ayudar el matrimonio, o ponerse a es­
cribir una ópera. En el fondo y de acuerdo con su intención más íntima,
lo que Nietzsche quiso hacer en las cinco disertaciones y la sexta inédita
era una ópera: una ópera hecha de palabras en vez de arias, pero con un
gran cuadro final lleno de fuego como E l crepúsculo de lo s d ioses.

Pero en su ópera en quien menos piensa Nietzsche es en el público.


Una curiosa falta de atención y falta de conocimiento caracterizan, en es­
tas primeras disertaciones públicas (que habían de ser también las últi­
mas), su contacto con los oyentes. Basta imaginar que entre ellos se hu­
biera sentado éste o aquel músico de orquesta. ¿Y no pudo adivinar en el
público basilense que tampoco él como un todo habría quedado mejor
ante este aristócrata del espíritu?
Si Nietzsche se equivocó profundamente en tales puntos, también va­
ciló en la elección de la víctima de su primer ataque, David Friedrich
Strauss. Gottfried Keller, famoso coetáneo suizo nos informa sobre cómo
se vieron desde fuera estos ataques. Gottfried Keller escribió a Emil Kuh,
amigo y biógrafo de Hebbel: «También yo he empezado a leer el juvenil
panfleto del señor Nietzsche contra Strauss, pero apenas si lo consigo a
causa de la excesiva monotonía del injurioso estilo, sin aciertos y oasis po­
sitivos. Nietzsche debe de ser un profesor de apenas veintiséis años,
alumno de Ritschl en Leipzig y filólogo al que cierta megalomanía lleva a
llamar la atención en otros campos. Por lo demás no falto de talento, ha
sido seducido por la sicosis wagner-schopenhauereana y en Basilea prac­
tica con algunos seducidos como él un culto propio. Con el folleto sobre
Strauss sin duda quiere convertirse de golpe en blanco de todas las ha­
bladurías, pues la pacífica profesión de maestro de escuela le resulta de­
masiado aburrida y demasiado lenta».
Palabras duras que, sin embargo, reflejan un juicio generalizado. Con
cruda tosquedad, no inusual en él, Keller llama «muchacho especulador»
al joven profesor de Basilea, al que sólo conocía de oídas. ¿Qué había de
cierto en ello? En primer lugar: Nietzsche no tenía el mínimo motivo para
fijarse precisamente en David Friedrich Strauss, pues éste había elabora­
[3 7 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

do ya como casi nadie lo que él, Nietzsche, percibía desde mucho tiempo
interiormente como su misión: la disolución del cristianismo y su sustitu­
ción por una nueva fe. Nietzsche se había llevado, entusiasmado, en sus
vacaciones la V ida d e Je sú s de Strauss y se la había recomendado a Elisa-
beth. Esta obra le había permitido lanzar por la borda sin ningún escrú­
pulo los restos cristianos que aún había en él. Si hubiera estudiado, inclu­
so sólo un poco, la persona de Strauss no le habrían escapado los muchos
puntos de contacto que existían entre el pasado y los planes futuros de
uno y otro.
El pecado de Strauss consistía en que, en una época de restauración y
de cautelosa espera, se había atrevido, como teólogo, a presentar al pú­
blico un Jesús total y absolutamente humano. Esto suponía el fin de su ca­
rrera de teólogo, y también de sus esperanzas de obtener una cátedra;
sólo le quedaban un puesto de maestro y la actividad de escritor. Strauss
tenía no sólo el falso devocionario —el liberal-humanitario— para pres­
tar servicio al Estado de Württemberg, sino también una mujer inapro­
piada para la vida: esto le obligó a llevar una vida nómada, a separarse de
la familia, a refugiarse en la soledad de los libros. Tenía tendencia a la me­
lancolía y a menudo era víctima de su temperamento combativo, en ello
también afín a Nietzsche. Pero, a diferencia de éste, hacía mucho tiempo
que era famoso, y como intelectual de renombre intervino en los asuntos
de la época.
El escrito que Strauss, mientras tanto encanecido adalid de la Ilustra­
ción, redactó tras su V ida de Je sú s p a ra e l p u eb lo alem án en el año 1872 lle­
vó a sus últimas consecuencias su radical posición respecto de la fe cris­
tiana. Mientras tanto había leído toda la obra de Voltaire y había escrito
un libro sobre él, lo que significa que su actitud estaba marcada por la
Ilustración y la ironía; a ello se sumaba la nueva doctrina del darwinismo,
ya difundida en Alemania por Haeckel. El nuevo libro de Strauss se titu­
laba D e r a lte u n d d er neue G lau b e [L a v ieja y la n ueva fe ] y llevaba el sub­
título de «Una confesión». Era nada menos que el intento de presentar,
en primer lugar, el cristianismo como definitivamente caduco y, en segun­
do, poner a disposición de los que ya no querían ser cristianos algo así
como una cosmovisión práctica que evidentemente incluía lo moral y que
aportaba para formación y ayuda en la vida las artes, sobre todo la poesía
y la música. Así, pues, en este folleto, que en la edición popular de la edi­
torial Króner, aparecida poco después, sólo tenía 116 páginas, había ab­
solutamente de todo: historia de la religión e historia del universo, Kant y
Darwin, dualismo y monismo, matrimonio y divorcio matrimonial, guerra
y liga por la paz, monarquía y república, nobleza, burguesía y cuestión
laboral, socialdemocracia y sufragio universal, Estado e Iglesia, y, para
tertninar, un hilo conductor de la literatura alemana desde Lessing hasta
Goethe y de la música de Bach hasta Beethoven.
GR AN DE Z A [3 7 9 ]

En la introducción, el viejo Strauss decía que no quería fundar ningu­


na nueva asociación, y menos aún una nueva Iglesia, el «nosotros» que
adoptaba en lugar de «yo» requería una correcta comprensión a través de
la disertación pública, a través de la prensa. La nueva comunidad soñada
por Strauss debía aparecer como «opinión pública». Ahora, en esta cos-
movisión, declaraba con orgullo, podía incluir muchos miles de personas,
en modo alguno exclusivamente intelectuales y artistas, «sino también
funcionarios y militares, comerciantes y propietarios de tierras; el sexo fe­
menino está igualmente representado entre nosotros». Pero se olvidó de
mencionar a obreros y artesanos.
El escrito tuvo un efecto sorprendente: fue comprado en todas partes
y en todas partes criticado con dureza. Al cabo de tres meses se tuvo que
lanzar la cuarta edición, en cuyo epílogo Strauss pudo constatar con
amargura que todos se habían lanzado a la una contra él: los conservado­
res y los liberales, los religiosos y los socialistas, todos se habían ensañado
con él (el texto de Nietzsche aún no se había publicado). Para los señores
de la crítica literaria, escribió Strauss, obligados como están a tener en
cuenta a las camarillas y los clanes dominantes, tiene que ser un verdade­
ro desahogo caer a placer sobre un escritor que no tenía en absoluto las
espaldas cubiertas.
Strausss tenía razón. A cualquiera le resultaba fácil meterse con la
obra de un anciano, con sus ingenuas esperanzas; y, a decir verdad, pre­
sentaba suficientes puntos débiles. Cuando Nietzsche inició sus ataques
tras la visita a Bayreuth en abril de 1873, el caso ya había estallado, y el he­
cho de que él asestara un último y fuerte golpe al infractor fue considera­
do por muchos como especialmente ultrajante, Su ira y sus vulgares im­
properios iban dirigidos a una persona ya abatida, herida de muerte.
En descargo de Nietzsche hay que decir que él no sabía prácticamen­
te nada de todo ello, que todo el plan de ataque no tenía otra base, ni otro
origen, que la conversación que mantuvo con Wagner en Bayreuth. El
enojo del maestro despertó en el alumno el deseo de realizar un gesto de
valor y de fuerza. Nietzsche no pensó en Strauss como ser humano, sino
sólo como blanco sobre el que disparar sus dardos. Y acertó. El 19 de di­
ciembre de 1873 Strauss escribió a su viejo amigo Rapp: «E l Nietzsche ha
embrujado literalmente a la gente. Aquí me ocurrió como se dice en el
“Rapto”: “Primero decapitado y luego colgado”.,. Lo único que me sor­
prende en el patrono es el problema psicológico, cómo se puede llegar a
semejante ira contra una persona que nunca se ha metido en terreno aje­
no; en una palabra, no entiendo el motivo real de su apasionado odio».
Strauss no sabía que Nietzsche era wagneriano y vivía en la misma
casa que un enemigo aún más decidido, incluso más radical, de su blanda
filosofía de la Ilustración: Overbeck. El polémico texto de éste Ü ber d ie
C h ristlich k eit d er T h eologie [So b re e l sen tid o cristian o de la teología] se en­
[3 8 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

frentaba abiertamente a David Friedrich Strauss. Realmente primero ha­


bía sido decapitado por todo un coro de críticos, y ahora era también col­
gado, castigo ejemplar no a causa de una mentalidad demasiado libre sino
a causa de su filiteísmo y su deficiente prosa. Strauss murió de cáncer in­
testinal el 4 de febrero de 1874. Junto a su tumba habló el presidente de
Instrucción Pública de Baden, Gustav Binder, que se atrevió a decir que
el pueblo alemán recordaría a Strauss. En marzo del mismo año, 214 clé­
rigos declararon en el Sch w äbischer M erk u r que se sentían impulsados en
conciencia a protestar contra esas elogiosas palabras, «y hacemos saber
también que las doctrinas de Strauss conducen a la postre a la destruc­
ción de las únicas bases verdaderas del Estado, la familia y las buenas cos­
tumbres y, en consecuencia, trabajan en favor del socialismo». Entonces
esto era lo peor.
La aversión de Wagner a Strauss tenía, en cambio, viejos y sólidos mo­
tivos. A pesar de toda la animosidad a la iglesia de la visión burguesa pro­
fesada por Strauss, ésta contenía también ideas sumamente conservado­
ras en el ámbito de la cultura. Al igual que muchos espíritus del siglo X IX ,
Strauss sustentaba la opinión de que con la edad clásica había terminado
el período cultural realmente creativo y que la actual era la época de los
epígonos y, naturalmente, de los charlatanes.
Strauss tenía dotes musicales y escribía poemas siempre que se le ofre­
cía una oportunidad, pero opinaba que ya Beethoven había ido acaso de­
masiado lejos en sus últimas obras. En 1851 escribió desde Weimar a Vis-
cher: «Los músicos, a uno de los cuales conocí, están todos locos con un
tal Wagner, que ha compuesto el L oh en grin , etcétera, y por todo lo que sé
de él me resulta tan odioso como una especie de Rohmer musical Emesias
político-filosófico de los años anteriores a la revolución del 48]...». A
Strauss incluso Schumann le parecía demasiado progresista.
Los caminos de Strauss y Wagner se cruzaron en Munich el año 1868.
Strauss era amigo del director general de Instituciones Musicales de Mu­
nich, Franz Lachner, al que los músicos del futuro derribaron de su pedes­
tal en una «revolución musical». Strauss, polemista, como hemos dicho, y
además poeta, escribió un soneto en honor de Lachner, al que la negra in­
gratitud, «hábil en la intriga, atrevida en el escarnio», había arrebatado la
batuta de la mano. El soneto terminaba con estos patéticos versos:

Rechazaste con coraje las turbias aguas


del arte de moda, la turba de espíritus perdidos,
que desearían devolvernos al caos.
Esto te proporcionó más de una envidia, más de un odio;
pero, a cambio de ello, la musa se apresura, oh maestro,
a trenzar sobre tus cabellos corona de tupido laurel.
G R AN D E Z A [3 8 1 ]

A decir verdad, la musa no tenía tanta prisa. En lugar de ello prefirió


inspirar a Wagner tres sonetos satíricos, el primero de los cuales empeza­
ba con el verso «¡O h David! ¡Héroe! ¡Tú, la más aguerrida de las aves­
truces!» y terminaba con la punzada:

Si Jesús, el Salvador, no se te manifestó,


déjanos al menos que triunfe Franz Lachner.

A partir de aquí se declaró la enemistad. «Si Richard Wagner despo­


trica contra mí», escribe Strauss a su amigo, «está en su derecho en la me­
dida en la que yo he aprovechado cualquier oportunidad para expresar
insistentemente mi repugnancia hacia él como persona y como músico.»
Los Wagner leyeron a Strauss para constatar su «gran desagrado», comen­
tando que su estilo era tan descuidado como el de un estudiante y suma­
mente amanerado. Durante la comida en casa de los Wesendonk, la con­
versación giró en torno a «la vieja y la nueva fe». La señora Wesendonk,
vieja amiga de Richard, admiraba el libro, «que yo y Richard encontramos
enojosamente superficial». Más tarde, Richard criticó la «nueva fe», por­
que le faltaba lo esencial, el respeto a lo incomprensible del genio. Por su
parte, Strauss, enfermo de muerte, hablaba apasionadamente en una de
sus últimas cartas sobre la falsa comprensión del arte de sus coetáneos,
«linaje de fantoches». «Esos a los que admiran como artistas, esos Ri­
chard Wagners, esos Makarts», escribió, «son como personas desechos si­
baríticos o blasfemos vanidosos de los que tenemos que apartarnos con
repugnancia.»
El diario íntimo de Cosima no contiene ninguna alusión a una con­
versación sobre Strauss en la visita de Nietzsche a Bayreuth, pero en la
carta de Nietzsche tras su marcha se dice: «Ahora he leído su “vieja y nue­
va fe” y me he maravillado de la torpeza y vulgaridad del autor y del pen­
sador. Una bonita colección de pruebas estilísticas de una especie repug­
nante debe mostrar públicamente qué hay en este presunto “clásico”».
El 28 de abril Cosima dice en su diario íntimo que Nietzsche ha ofre­
cido al editor Fritzsch su primera consideración inactual y el 8 de agosto
declara que éste ha recibido el texto: «ávida lectura», alguna palabra suel­
ta a modo de comentario, pero no juicios. Hasta el 21 de septiembre,
Wagner posterga la carta que debe a su seguidor; después, cuando se de­
cide a escribirle, emplea más de la mitad de las dos páginas impresas de la
carta en disculparse: él, el «genio» (siempre con signo de admiración),
está allí sentado, y suda con E l crepúsculo de lo s d io se s , distraído constan­
temente por asuntos privados y profesionales. «Ahora viene usted con su
“Strauss” y, además, Overbeck con su “Cristiandad” . Esto es para volver­
se loco...» Alboroto jocoso, pero alboroto al fin y al cabo, Strauss como
perturbación a la hora de componer, molesto ruido procedente del exte­
[3 8 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

rior. Al final, sólo una observación enigmática: alguna vez llegará el día en
el que él, Wagner, tendrá que defender el libro de Nietzsche contra éste.
Luego una frase de consuelo: «L o he leído y puedo jurarle delante de
Dios que le tengo a usted por el único que sabe lo que quiero». Nietzsche
transmitió sólo esta frase a Gersdorff con la observación: «Con esto nos
damos por satisfechos, ¿no es cierto, querido amigo?». A decir verdad, él
conocía las forzadas amabilidades de Wagner y sus juramentos. Aquello
era una palmadita en el hombro.
Si dejamos a un lado los entresijos de la historia de su gestación, esta
prueba de valor del paje que espera que, una vez superada la prueba, el
héroe le ciña la espada, dejamos también a un lado la singularidad de los
ataques a un pensador cuyas posiciones podrían haber hecho de él un
aliado, tenemos que decir que con el ataque al texto confesional de David
Friedrich Strauss, Nietzsche se equivocó. Ciertamente no consiguió dar
en el blanco y castigar al enemigo de Wagner, y ya esto debió de enojarle.
Pero, sin pretenderlo, en Strauss pudo ver el espíritu de la época, el su­
perficial optimismo de los años de fundación del Imperio, la ridicula sen­
sación de victoria, un lenguaje trivial que se tenía por clásico, la vanidad,
falsamente modesta, del «burgués con formación». Nietzsche desgarró a
latigazo limpio lo trivial y lo vulgar que se hacía pasar por progresista.
Así, el encargo formulado por Wagner se convirtió en una confron­
tación vivísima con la época, y, mientras lo escribía, Nietzsche se olvidó
de Wagner e incluso del sueño bayreutheano y su período cultural.
Nietzsche podía enumerar como quisiera las ridiculeces de Strauss; por
ejemplo, la confesión actual hecha por Strauss del Estado victorioso, al
que oponía su advertencia sobre los peligros de la victoria, o su rechazo,
igualmente actual, de los socialdemócratas, con mucho incienso a Bis-
marck y Moltke. «Aquí hasta los más petulantes y ariscos», había escrito
Strauss, «de esos individuos tienen que esforzarse un poco en mirar ha­
cia arriba para ver las figuras superiores, al menos hasta las rodillas.»
Nietzsche, enemigo de los socialistas, observó: «¿Quiere usted, señor
maestro, tal vez dar a los socialdemócratas instrucciones sobre cómo re­
cibir puntapiés?».
Strauss, a quien gustaba utilizar símiles relacionados con el ferroca­
rril, escribió que el progreso se parecía a un ferrocarril sólo proyectado:
«Qué abismos habrá que llenar o salvar aquí, qué montañas habrá que
perforar, cuántos años habrán de transcurrir todavía antes de que el tren
transporte rápida y cómodamente personas deseosas de viajar. Pero ya se
ve la dirección: irá y tendrá que ir hacia allí donde la banderita ondea ale­
gremente al viento. Sí, alegremente, y por cierto en el sentido de la más
pura, más noble alegría del espíritu».
Nietzsche contestó con el martillo: «D e hecho, esta mezcla de osadía
y debilidad, palabras temerarias y cobarde autocomplacencia, ese preciso
GRANDEZA [3 8 3 ]

sopesar cómo y en qué frases uno se puede imponer al burgués, con qué
frases se le puede halagar, esa falta de carácter, esa carencia de sabiduría
a pesar de toda su afectada superioridad y madura experiencia, todo esto
es lo que odio en el libro».
Lo que vino después fue la contraconfesión de Nietzsche, su contra­
esperanza: «Si pienso que personas jóvenes podrían soportar, incluso va­
lorar positivamente semejante libro, abandonaría con tristeza mis espe­
ranzas en su futuro. Esta confesión de una clase social miserable,
desesperanzada y en verdad despreciable debería ser la expresión de esos
muchos miles de “nosotros” de que habla Strauss, y esos “nosotros” se­
rían a su vez los padres de la siguiente generación. Son horribles premisas
para todo aquel que desearía ayudar a la sociedad futura a conseguir lo
que la actualidad no tiene, una cultura auténticamente alemana». Y sir­
viéndose de una imagen apocalíptica: «A una persona así le parece que el
suelo está cubierto de ceniza, que todos los astros se han oscurecido; todo
árbol muerto, todo campo desertizado le grita: ¡estéril! ¡perdido! ¡Aquí
ya no volverá a haber primavera!». Aquí podríamos hablar para tranqui­
lizamos de la mirada del profeta contra la mirada del ser mezquino de
1873. Pero esta polémica arcaica en sus motivos nos afecta también a no­
sotros, la autosuficiencia de una época de bienestar, que se alegra de ese
bienestar y lo pregona, y los profetas críticos de la putrefacción, del apo­
calipsis, desde Beckett hasta Thomas Bemhard, los predicadores munda­
nos de la penitencia y sus visiones. Con la diferencia de que la voz de
Nietzsche no podría remitirse a un «nosotros», a lo sumo a «los pocos»,
al puñado de amigos y, en segundo término, al mestro, que justamente, en
marcado contraste con el espíritu de la época, escribía su C repúsculo de
lo s d io ses y a juicio del cual no se podía reprimir la pregunta de si tal vez
no era también, como persona, un lacayo de la formación. «De qué sirve
ahora», decía Nietzsche, «que una persona aislada se declare contra
Strauss, si muchos se han decidido a favor de él...» Había una esperanza:
en los jóvenes, en la siguiente generación. La esperanza no le engañó: en
la siguiente generación, veinte años después, abundaron los que creían
en Nietzsche, los que repudiaban el bienestar de los padres. A decir ver­
dad, los progresistas llevaban la voz cantante frente a ellos.
El viejo Strauss, que un día había combatido como teólogo radical a
los «seudo», se había lanzado a predicar una nueva salvación. Ciertamen­
te describía el nuevo universo ateo y alejado de Jesucristo con despiada­
da pasión, dejaba que la inmensa máquina del mundo girara con sus den­
tadas ruedas de hierro, que resonaran su pesado martilleo y traqueteo,
pero el viejo predicador tenía a punto un consuelo: «En él no sólo se mue­
ven ruedas implacables, también se vierte bálsamo reparador». Nietzsche
tenía buenos motivos para ridiculizar el «bálsamo universal» de Strauss.
El dudaba profundamente de Dios y sabía lo que significaba la muerte de
[3 8 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Dios. «¿D e qué serviría al operario saber que se le aplica este bálsamo
mientras la máquina destroza sus miembros?»
Como medio para llenar las parcelas del alma abandonadas por la re­
ligión Strauss había recomendado la participación en la vida pública, los
estudios históricos, la ampliación de los conocimientos de la naturaleza, y
añadía: «Por fin encontramos en los escritos de nuestros grandes poetas,
en las representaciones de las obras de nuestros grandes músicos un estí­
mulo para el espíritu y el ánimo, para la fantasía y el humor, que no deja
nada que desear». Nietzsche abordó despiadadamente el idilio del hom­
bre honrado: «¿Qué puede entender, por ejemplo, dentro de los estudios
históricos... que vaya más allá de la lectura del periódico? ¿Qué puede en­
tender como participación activa en la institución del Estado si no son sus
visitas diarias a la cervecería?». Ira contra la comodidad pequeñoburgue-
sa, contra la comparación de Haydn con una buena sopa, de Beethoven
con un confite («su Beethoven confite no es nuestro Beethoven, y su
Haydn de sopa no es nuestro Haydn»), y al final la ineludible adverten­
cia: «¡Ay de todos los vanidosos maestros y de todo el reino de los cielos
estético cuando el joven tigre, cuya inquieta fuerza se dejará ver por do­
quier en los músculos tensos y en la mirada del ojo, salga de caza!». El ti­
gre era el símbolo del autor, y la advertencia venía a decir que David Frie-
drich Strauss era sólo la primera víctima.
La abatida sensatez de Strauss se reflejaba en su estilo. A ello se había
referido Wagner cuando dijo que su estilo le parecía a la vez «estudian­
til», o sea, desaliñado y amanerado, quiere decirse, rebuscado, y Nietzs­
che había prometido al maestro extraer «pruebas de estilo». En el título
se mencionaba expresamente a «Strauss escritor». En los últimos capítu­
los Nietzsche se recreaba hablando del estilo de Strauss, lo analizaba con
una dureza en parte maliciosa pero certera, en parte con prolija pedante­
ría, como un maestro que escribe con tinta roja en el margen del cuader­
no de un alumno: «hay que mejorar la redacción». Afloraba de nuevo su
naturaleza de filólogo, atraída desde el fondo por Wagner. Este había
llevado a cabo en cierta ocasión una labor análoga, dirigida a Eduard
Devrient, amigo suyo residente en Dresde que se había atrevido a elogiar
a Mendelssohn. Entonces, exactamente en 1869, Wagner había dado
rienda suelta a su mal humor en el escrito H err E d u ard D evrien t u n d sein
S ty l [E l señ or E d u ard D evrien t y su estilo J. Ahora había transferido a
Nietzsche la tarea de despachar tales casos.
Pero incluso en este punto ya no se podía establecer una coincidencia
con el maestro. Wagner escribía S ty l y Nietzsche S til y, aunque los dos se
referían al estilo, en la ortografía de esta palabra se escondía un conflicto
generacional. Wagner pulía sus oraciones, generalmente muy largas,
construía períodos y gustaba emplear un vocabulario distinguido, pero
odiaba las palabras extranjeras. Nietzsche, el fiel ayudante, se había apro­
GRANDEZA [3 8 5 ]

piado algunas cosas de esta manera de escribir; en E l n acim ien to de la tra­


ged ia, en las disertaciones basilenses y en la E xh ortación resuenan no sólo
ideas de Wagner sino también de su prolija redacción. Pero en el ataque
a Strauss se despliega una prosa totalmente distinta, una prosa enjundio-
sa y flexible, que frente al estilo de Wagner debió de aparecer como ar­
caizante y verbosa. Esto no se podía negar, y los nuevos volúmenes de las
obras completas de Wagner no ayudaban precisamente a ignorarlo: aquí
llamaba a la puerta un usurpador que no arrojaba únicamente a Strauss
de su trono.

Con su primera consideración inactual Nietzsche saltó al podio. Si no


se hizo famoso, al menos a partir de ahora fue tenido en cuenta. Si no se
le tenía por un genio, se le empezó a conocer como en fan t terrible. No
sólo los periódicos comentaron su escrito, sino también el influyente
A u gsb u rger A llgem ein e, a través del famoso Karl Hillebrand, que había
sido secretario de Heine. El bando de los enemigos, de los «mensajeros»,
le hizo degollar con toda minuciosidad bajo el título de H err Friedrich
N ietzsch e u n d d ie deutsche C u ltu r [ E l señ o r Friedrich N ietzsch e y la cultu ­
ra alem an a].
Un tal B.E intentó rematarlo de acuerdo con todas las reglas del pe­
riodismo de mala ley. Curiosamente, el primer reproche fue: sabiduría
monomaníaca, anquilosada. Esta especie está en verdad condenada a
muerte, pero sigue con vida «en la sólida sombra de ciertas universidades
marginales que rara vez reciben el soplo de los tiempos modernos». Con
ello se aludía también, negativamente, a Basilea. Pero, en segundo lugar,
era inaudito el tono del escrito; «el señor Nietzsche», seguía diciendo ma­
liciosamente B.F., «ha sido favorecido, a decir verdad, por la naturaleza
para fantasías no académicas en la medida en que — como sabemos por
una maniobra de Ritschl y por la bondad de los viejos basilenses acorde
con esa maniobra— ha sido promovido directamente de estudioso de la
filología a profesor numerario». El enojo del señor B.F. alcanza su cota
más alta con la afirmación, hecha por Nietzsche, de que la victoria alema­
na puede convertirse en una derrota del espíritu alemán. Aquí sólo cabía
una explicación: quien esto decía debía estar en el manicomio o, al me­
nos, tenía sus facultades mentales mermadas. ¿O había acaso ahí alguna
perversa intención política? ¿Se escondía ahí una «esfera cultural inter­
nacional», a la que no le agradaba el fenómeno? ¿Por qué, por ejemplo,
Nietzsche ponía siempre entre comillas el «Imperio alemán»? Evidente­
mente, porque no lo quería reconocer. Aquí se encuentra cómodo acom­
pañado por los señores Liebknecht, Bebel y Jacoby, socialistas y progre­
sistas de izquierda.
Sí, el autor del texto se enorgullecía y con su pasión venía a confirmar
[3 8 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

de la manera más clara el diagnóstico de Nietzsche. «¿Cuándo ha sido


Alemania más grande, más sana, más digna del nombre de pueblo con
cultura que hoy en día?», preguntaba. Y añadía: «¿Q ué acontecimiento
adorna la historia nacional en más alto grado, el nombramiento del señor
Nietzsche como profesor numerario de filología clásica de la Universidad
de Basilea o la construcción del Imperio alemán?». Al pobre B.F. no se le
habría ocurrido ni en sueños que un día se iba a discutir seriamente sobre
este tema.
Como era de esperar, el comentarista aludió a la crítica estilística de
Nietzsche para decir que el pobre profesor basilense tampoco era pre­
sentable en el plano lingüístico. En la esperanza de provocar una conde­
na general, citó estas frases de Nietzsche: «Un cadáver es para un gusano
un hermoso pensamiento, y el gusano un pensamiento horrible para todo
ser vivo. Los gusanos se imaginan el reino de los cielos en un cuerpo gra­
so, profesores de filosofía que remueven intestinos schopenhauereanos, y
en tanto haya roedores, habrá también un cielo de roedores... El filisteo
strausseano se aloja en las obras de nuestros grandes poetas y músicos
como una gusano que vive en cuanto que destruye, admira en cuanto que
devora, que venera en cuanto que digiere». Esto era de hecho impresen­
table. A B.E no se le ocurrió, ni le llamó la atención, que esto recordaba
la escena shakespeareana del enterrador. También a Cosima le pareció el
joven amigo demasiado rudo. A él, por su parte, le gustaba lo drástico y
le repugnaba la «rastrera admiración» de Strauss y la «pegajosa elocuen­
cia de su boca». De hecho se estaba produciendo un cambio de estilo, y
no cabe duda de que los Wagner, como Makart y sus seguidores, perte­
necían todavía al salón.

¿Qué ocurrió en el interior de Nietzsche durante el tiempo compren­


dido entre la gran pasión de las disertaciones sobre formación cultural y
la acerba sátira de la «Straussiada», o sea, entre la primavera de 1872 y el
verano de 1873? En palabras de Nietzsche y de la época, tuvo lugar el
abandono del «entusiasmo», el hundimiento en la «melancolía» y en la
«ira»; traducido a nuestro lenguaje: la caída desde la «implicación» hasta
la «frustración» y la «protesta»; visto desde la conciencia vocacional de
Nietzsche: la sustitución del educador por el preceptor. Si el sermón no
conseguía despertar y mover a la masa sorda y roma, había que recurrir al
castigo. «Schopenhauer como educador y preceptor» fue uno de los títu­
los que se le ocurrieron para la tercera consideración ínactual.
Posteriormente, y al trabajar en nuevos planes para las consideracio­
nes inactuales, Nietzsche describió esa evolución de la persona y el consi­
guiente cambio de los métodos. Cuando una desconocida, la marquesa
Guerrieri-Gonzaga, le escribió entusiasmada con su texto Sob re la u tili­
G R A N DE Z A [3 8 7 ]

d ad y la s d esv en tajas de la h isto ria, le contestó que él no conocía ninguna


meta más alta que llegar a ser «educador» en un sentido grandioso. Pero:
«mientras tanto tengo que arrancar primeramente de mí todo lo polémi­
co, negativo, odioso, hiriente». Hay que hacer la suma total de «lo que
imploramos, tememos y odiamos» antes de poder pensar en plantar, la­
brar y producir.
Nietzsche informó de ello en términos aún más claros y drásticos a
Rohde: «...tengo interés en arrojar antes toda la materia polémico-negati-
va que hay en mí; primeramente quiero cantar infatigablemente toda la
escala de mis animosidades, arriba y abajo, tan espantosa que resuena en
las bóvedas». Cinco años después dejará atrás toda la polémica y pensará
en una «buena obra». Pero de momento tiene el pecho totalmente lleno
de aversión y angustia: «Tengo que expectorar moderada e inmoderada­
mente, en cualquier caso definitivamente».
Ya un año antes, el 5 de mayo de 1873, Nietzsche había escrito a Roh­
de: «Regresé de Bayreuth con una melancolía tan persistente que a la pos­
tre no me pude refugiar en ningún otro sitio sino en la sagrada cólera». Era
decepción del mundo que dejó a Wagner en la estacada, pero en esa de­
cepción alentaba otra: la decepción del propio Wagner. En el plan de una
introducción para una edición conjunta de todas las consideraciones inac­
tuales de la primavera de 1875 se dice: «Para describir la génesis: mi de­
sesperación a causa de Bayreuth, no veo nada que no esté lleno de culpa...
A veces me faltan totalmente las ganas de seguir viviendo. Pero entonces
me digo de nuevo: si tengo que vivir alguna vez, entonces que sea ahora».
La lucha era el antídoto que se había prescrito a sí mismo contra la
melancolía de la existencia. A Emma Guerrieri-Gonzaga le escribió que
había que tener el valor, junto con la necesidad vital, de ser feliz, «al me­
nos como el guerrero lo es en la lucha». Y a Rohde: «A veces caigo en un
horrible estado quejumbroso y siempre soy consciente de una profunda
melancolía de mi existencia, a pesar de toda la serenidad; pero como no
se puede cambiar nada, me esfuerzo en alcanzar la alegría, indago la cau­
sa de mi miseria y rehuyo todo devenir personal».
A Nietzsche ie hacía feliz el golpear y el pinchar, le dejaba satisfecho
la sensación de que aún tenía que seguir limpiando durante mucho tiem­
po antes de poder pasar a lo positivo, a la construcción creativa de un
nuevo mundo. Del otoño de 1873 datan dos largas listas de elementos
«inactuales» que Nietzsche colocó delante de él como figuras de un pues­
to de tiro al blanco. En la citada carta a Rohde le decía que aún tenía que
cantar once melodías, pero a veces llegaba también a veinte objetivos de
ataque: en una lista anterior incluyó la asamblea de filólogos y la Univer­
sidad de Estrasburgo, el claustro de profesores de Berlín y el despilfarro
del teatro, incluso Leipzig como la ingrata patria chica de Wagner. El 2 de
septiembre de 1873 anotó trece planes:
[3 8 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

1) Los filisteos de la formación


2) La enfermedad histórica
3) Leer y escribir mucho
4) Músicos literarios (cómo los seguidores del genio matan los efec­
tos de éste)
5) Alemán y alemán bastardo.
6) Cultura de soldados
7) Formación general — socialismo, etc.
8) Teología de la formación
9) Centros de segunda enseñanza y universidades
10) Filosofía y cultura
11) Ciencias naturales
12) Poetas, etc.
13) Filología clásica.

Era, pues, un ataque general, un gran movimiento de tenaza que abar­


caba estratégicamente todo el tiempo, y si la ira se había ido apagando
paulatinamente, aún quedaba el placer del ataque. Otras listas contienen
temas como «Estado, guerra, nación» o «la ciudad». Uno de los planes
distribuye el trabajo en los cinco años próximos, hasta 1879: cada año dos
consideraciones «inactuales». Posteriormente, el organigrama se hizo aún
más audaz: sus años treinta, o sea, hasta 1884, deberían estar dedicados a
las consideraciones «inactuales», los cuarenta a los griegos, los cincuenta
a las «alocuciones a la humanidad». En lugar de ello, el grueso de los pen­
samientos fue reservado para las consideraciones «inactuales» y luego
presentado en los libros de aforismos, y de las «alocuciones a la humani­
dad» surgió a la postre el Z aratu stra. No obstante, resulta sorprendente
comprobar cómo, más allá de todos los cambios y giros de los planes, la
melodía se mantiene constante: el preceptor se liberó de su enojo para
que su voz estuviera en condiciones de lanzar el gran mensaje, para hacer
sitio al educador «en un sentido grandioso» que debía pronunciar el nue­
vo sermón de la montaña, al profeta Zaratustra.
Play otro plan que también confirma la sorprendente continuidad de la
evolución de Nietzsche, a pesar de la desenfrenada carrera de sus ocurren­
cias: durante algún tiempo estuvo pensando en fundar una «sociedad de los
inactuales». En la primavera de 1875 anotó el principio de un reglamento
en el que se dice: «Cada uno tiene que presentar trimestralmente un infor­
me escrito de su actividad». Era una nueva edición de la hermandad «Ger-
mania», que, a la postre, Nietzsche había hecho fracasar con sus exigencias.

Exigente era también la segunda consideración inactual, pero no


aportó ningún blanco más. Ya su título era claro y clásico, como si lo hü-
GRANDEZA [3 8 9 ]

biera escrito Schiller: D e la u tilid ad y la s d esv en tajas de la h isto ria p a ra la


v id a , en vez del inicialmente proyectado, más polémico, de «La enfeme-
dad histórica». Esta nueva consideración inactual está libre de todo re­
sentimiento, de la mezquindad de los filólogos y del tedio de la época.
Denuncia sus diferencias (así, la conocida diferencia entre una visión de
la historia más monumental, más arcaizante y otra más crítica) con una
gran claridad en las ideas y soltura, y somete a proceso a la época sin gol­
pearla en la cara. Resume en tesis los resultados, que parecen cincelados:
«Hay un grado de insomnio, de reflexión, de sentido histórico, en el que
lo vivo resulta perjudicado y a la postre destruido, ya sea un ser humano
o un pueblo o una cultura». «Lo ahistórico y lo histórico son por igual ne­
cesarios para la salud de un pueblo y de una cultura.» Y al final: «Lo ahis­
tórico y lo suprahistórico son el antídoto natural contra la proliferación
de la vida a través de lo histórico, contra la enfermedad histórica».
Lo que Nietzsche predicaba entonces contra su siglo y las tendencias
de éste hacía tiempo que se había convertido en una convicción generali­
zada; la enfermedad ha recibido un nombre, se llama «historicismo», y
puede considerarse superada en una época en la que en la escuela la asig­
natura «historia» tiene todavía una existencia ficticia. Nietzsche ha provo­
cado la desconfianza hacia la historia, la animosidad hacia la historia por
parte de una época futura de la misma manera que, un siglo antes, Rous­
seau había provocado la desconfianza hacia la cultura y la animosidad ha­
cia la cultura. A decir verdad, como suele ocurrir muy a menudo, los coe­
táneos no apreciaron nada. Eran prisioneros de esa misma época cuyo
panorama y cuyas perspectivas Nietzsche podía ver y veía desde fuera, «en
cuanto que soy pupilo de otros tiempos, sobre todo de los griegos».
Ahora había encontrado también la forma lingüística, el ritmo, la
fuerza plástica, el refinamiento epigramático sin la sospecha de lo inten­
cionado, de lo pretendidamente ingenioso. Ahora Nietzsche era lo que
siempre quiso ser: escritor , artista, señor de la forma. Así podía denunciar
a la ciencia como mortífera y elogiar el arte como vivificante. Así también
dejó tras él y por debajo de él todo el odio, toda la animosidad, todo el
caos. Al mismo tiempo, si el angustiado y juvenil Nietzsche sospechó la
existencia de una conjura, se dejó intimidar por la mujerzuela Rosalie
Nielsen, el audaz y liberado escritor Nietzsche escribió de un tirón los
primeros y magníficos capítulos de esta consideración inactual.
A la postre, también las esperanzas quedaron claramente escritas en
este nuevo catecismo. Del genio ya sólo se hablaba con mesura, de Wag-
ner ya no se hablaba en absoluto. En cambio, sí de un nuevo «poder».
También su propio texto, escribió este nuevo Nietzsche, denuncia en
todo la debilidad de la época, «y, aun así, confío en el poder inspirador
que dirige mi vehículo en lugar de un genio, confío en la juventud, pues­
to que me ha conducido correctamente». El período cultural bayreuthea-
[3 9 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

no de Wagner estaba cancelado, eso era, al menos, lo que quería decir


Nietzsche con su expresión «en lugar de un genio». La mirada se dirigía
a la generación venidera, no tanto a la que ya se estaba formando o a la
«encanecida», como a la humanidad futura.
«Nosotros», se decía, y este «nosotros» incluía al melancólico profe­
sor de la Universidad de Basilea, «estamos sin formación, más aún, esta­
mos condenados a la vida, al ver y oír correctos y sencillos, a la captación
dichosa de lo inmediato y lo natural y hasta ahora no tenemos el funda­
mento de una cultura, porque nosotros mismos no estamos convencidos
de tener en nosotros una verdadera vida. Desintegrado y despedazado,
dividido globalmente, de manera casi mecánica, en un interior y un exte­
rior, rebosante de conceptos como dientes de dragón, alumbrador de
conceptos-dragones, atacado por la enfermedad de las palabras y sin con­
fianza en ninguna sensación propia que no esté etiquetada con palabras:
como una fábrica falta de vida pero aun así extraordinariamente activa de
conceptos y palabras, tal vez tengo aún el derecho de decir de mí cogito,
ergo su m , pero no vivo, ergo cogito. Me ha sido garantizado el “ser” vacío,
no la “vida” plena y verde; mi sensación original sólo me garantiza que
soy un ser pensante, no que soy un ser vivo, que no soy un animal sino a
lo sumo un co g itai.»
El mismo, corto de vista, amenazado de ceguera debido, entre otras
causas, a la excesiva lectura, atiborrado de conocimientos, con falsa for­
mación, veía la salvación en un cambio radical de rumbo. Su mirada pro­
fètica estaba fija en el futuro: «¡Dadm e primero vida, luego os proporcio­
naré con ella una cultura!, así grita cada uno de esta nueva generación, y
todos ellos se reconocerán en ese grito». «¿Y quién», pregunta el profe­
sor en su clausura basilense, «quién les va a dar esa vida?» La respuesta
fue corta y rotunda: «Ningún dios y ningún ser humano», sino «sólo su
propia juventud: liberadla y habréis liberado la vida con ella». Así ha ocu­
rrido en un proceso que se extiende a lo largo de muchos siglos. Como
«vida», «juventud» se convierte en una palabra mágica, un valor en sí
mismo, desde el movimiento juvenil de 1900 hasta la protesta juvenil de
1968. El peso de la historia ha sido evacuado de manera más eficaz de lo
que Nietzsche había imaginado. Lentamente llegará el momento de vol­
ver sobre la tesis de la segunda consideración inactual, de acuerdo con la
cual para la salud de lo individual, de un pueblo o una cultúra, se requie­
re no sólo lo ahistórico sino también lo histórico.
El efecto inmediato del ensayo de Nietzsche fue escaso. Nadie, ni un
hombre progresista ni el propio Imperio alemán, se tenía que sentir alu­
dido. El ataque contra el filósofo de moda Eduard von Hartmann, al que
Nietzsche había aludido en atención a Cosima, no dejó huella alguna.
Acerca de la admirativa carta que le escribió la marquesa Guerrieri-Gon-
zaga desde Florencia hablaremos más adelante. Aquí tenemos que infor­
GRANDEZA [3 9 1 ]

mar de momento sobre cómo acogieron los de Bayreuth, Wagner y los su­
yos, la nueva obra de su seguidor.
La carta de Cosima del 20 de marzo, en respuesta al regalo de año
nuevo de Nietzsche, llegó con retraso. En cambio era bastante larga, pues
impresa ocupa cinco páginas. El tono coloquial a duras penas conseguía
ocultar que en Bayreuth todos estaban muy descontentos con la nueva
acción de Nietzsche como escritor. Los Wagner se enteraron con asom­
bro de que había formulado «profundos pensamientos generales», y pre­
guntaban para quién decía Nietzsche todo esto, pues «nosotros lo sabe­
mos, y aquellos que no lo saben tampoco deben saberlo». A la esposa del
maestro no se le ocurrió pensar que en el Imperio alemán y en otros sitios
podía haber personas inteligentes aparte de los Wagner. Así, siguió ha­
blando, pontificando, y en su perplejidad se le resistió incluso el alemán:
«Una dificultad de su escrito es ésta y la misma, creo yo, lo hará in accessi­
b le (no encuentro la palabra alemana) (sic) a la mayoría».
Cabe preguntarse si realmente Cosima estaba en condiciones de se­
guir los procesos mentales de Nietzsche. En cualquier caso, se conforma­
ba con las generalidades. Incluso el cumplido de que él se presentaba ar­
mado, dispuesto a entrar en acción, seguro y cauteloso, lo convirtió en
negativo: temía que así él, Nietzsche, no encontrara ningún rival. Esto
quería decir: los golpes de Nietzsche se perdían en el vacío, pues iban di­
rigidos contra la época, y no contra la hidra de los enemigos de Wagner.
En cambio lo que había de bueno en el escrito de Nietzsche se lo asig­
naba a Wagner. Nietzsche debió leer asombrado lo que Cosima había
captado de su texto: «...que a través del dolor del genio en nuestro tiem­
po le ha llegado a usted la iluminación de toda la situación...». El dolor
del genio era el dolor de Wagner, y en la frase siguiente Cosima se atrevió
a comparar ese dolor nada más y nada menos que con la vivencia del cris­
tiano que se santifica al contemplar al Salvador en la cruz. Wagner era su
religión, y para ella era evidente que también lo era para Nietzsche. La
compasión por el genio de Wagner da a las obras de Nietzsche ese mara­
villoso calor que seguirá actuando mucho después «de que se hayan apa­
gado nuestros astros de petróleo y gas».
Después de tales profecías, Cosima volvía rápidamente a la tierra, cu­
yas debilidades y malicias conocía como pocos. «¿Quién leerá la histo­
ria?», preguntaba hipócritamente; el propio Nietzsche había perjudicado
su difusión al recurrir a una presentación demasiado bella. El que se gas­
te quince monedas de plata en el B eethoven del maestro, tendrá que re­
flexionar si está dispuesto a gastarse todo un talero, o sea, el doble, en ad­
quirir D e la u tilid ad y lo s d añ os de la h isto ria. ¡Querida rivalidad! Como
Nietzsche era más caro, se imaginaba que valía más que el maestro. La crí­
tica de la esposa del maestro incluía punzadas estilísticas; le falta libertad
en el trato con los modelos clásicos, y hay que censurar también algunas
[3 9 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

negligencias. La señora pregunta: ¿acaso se dice «de dónde lo ha sacado


él?» ¿Y por qué emplea el autor el artículo «el» en lugar del relativo «el
cual»?
Cosima tuvo que rectificar inmediatamente. Pero, ¡cómo iba a hacer­
lo! Tales formalismos no tenían sentido cuando aún no había elogiado
suficientemente la plétora de ideas y «la extraodinaria peculiaridad de la
visión» de Nietzsche. Esto pertenece a la conversación íntima, y los Wag­
ner, «satisfechos de la coincidencia en lo importante», gustan de hablar
de los pequeños detalles.
Cosima era inteligente; sin ninguna duda una alumna aplicada que ha­
bía aprendido mucho, pero pensaba totalmente de acuerdo con las con­
venciones instituidas. Tenemos derecho a pensar que ni Wagner ni ella
comprendieron la «historia» de Nietzsche. Les resultaba tan inquietante
como su autor.
Parecía necesaria una dura reprensión final, por vía indirecta. Nietzs­
che acababa de enviar a Cosima el libro, recién aparecido, Z w ö lf B rie fe e i­
nes ästh etisch en K etzers [D oce cartas de un hereje estético] de Karl Hille­
brand, residente en Florencia, que había comentado muy favorablemente
sus dos consideraciones inactualer. La lectura le había proporcionado un
«incontenible placer». A Rohde le había escrito: «Lee y sorpréndete, es
uno de los nuestros, uno de la “sociedad de los esperanzados”». Pero Co­
sima no encontró nada de todo eso y en cambio «mucho digno de repro­
che»: amaneramiento y negligencia de la forma, arrogancia en el tono,
falta de calor, profundidad e ingenio, junto con un esquema básico equi­
vocado. Con todo, para ella lo peor era: las ideas de Nietzsche han sido
impulsadas por los escritos de Wagner, «pero no tiene la fuerza espiritual
necesaria para unirse a este hombre esperanzado, y se reserva una peque­
ña plaza para él...». Todo se podía perdonar, menos el pensar por cuenta
propia.
Esto significaba un nuevo error. Cosima —tan «ilustrada» y tan limi­
tada como la época que había declarado la guerra a Nietzsche— reco­
mendó el libro de un vicedirector de Danzig sobre galicismos en la lengua
alemana, que llevaba el subtítulo de «una advertencia patriótica». «Los
clásicos asustan», escribió Cosima aludiendo a su abudante uso de pala­
bras y giros franceses. Siendo francesa se había pasado para siempre a los
alemanes, siendo católica se había pasado a los protestantes, siendo espo­
sa de Bülow se había ido con Wagner; no la atormentaba ninguna duda.
Podemos comprender que Nietzsche, aferrado todavía a su viejo sueño,
cayera en una persistente melancolía.
C apítulo 4

Filosofíaprofunda

T a le s p e rs o n a s viven en su p r o p io siste m a so la r ; en él hay q u e b u s ­


carlas.
N ie tz sc h e , Sobre el pathos de la verdad

E n m e d io d e e sa n o c h e m ístic a... se p re se n tó H e rá c lito d e E fe s o y la


ilu m in ó m e d ia n te un ray o d ivin o.

N ie tz sc h e , La filosofía en la época trágica de los griegos

H
ace ya tiempo que se ha implantado el término «psicología pro­
funda». En ella se considera que la clave para acceder al conoci­
miento de la vida consciente del alma está en la región del in­
consciente o del subconsciente. De forma análoga, el nuevo pensamiento
de Nietzsche, que toma cuerpo en los grandiosos años de 1872 y 1873, se
puede definir como «filosofía profunda», esto es, como una filosofía que
construye sus vías por debajo de todos los sistemas existentes y desde
ellas pretende saltar a los aires. No se considera continuadora de las vie­
jas arquitecturas del pensamiento sino testamentaria. Uno de los títulos
que Nietzsche contempló para su libro sobre los filósofos fue «El último
filósofo».
La filosofía de Nietzsche ahonda más que las filosofías precedentes,
que parten de un hecho básico, y en cierto modo intenta descubrir inclu­
so los secretos del pensamiento. Su conclusión es que no puede haber co­
nocimiento. Es —así dice el tópico fácil— «nihilista». Pero es también fi­
losofía profunda en cuanto que en la vida diaria de Nietzsche, en su trato,
[3 9 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

en sus escritos, en sus confesiones no emerge de la profundidad sino que


permanece miedosamente oculta, es un tabú. Se encuentra como el mag­
ma incandescente bajo la delgada corteza terrestre, pero el volcán a través
del cual va a romper y a derramarse no está en actividad. Sólo las libretas
de apuntes saben de este filósofo profundo, y posiblemente Cosima fue la
única persona que, en los cinco prólogos dedicados a ella, pudo vislum­
brar algo de su doctrina: fondo abismal y trasfondo. Pero, presa como es­
taba en la W eltanschauung de Wagner, era poco lo que vislumbraba.
Después, también los editores ocultaron durante todo el tiempo posi­
ble este inquietante Nietzsche, repartieron la materia explosiva en peque­
ñas dosis, reprodujeron sólo parcialmente el contenido de las libretas, y
hubo que esperar al texto de Karl Schlechta, publicado en 1962, sobre los
ocultos inicios de su filosofar para demostrar que el Nietzsche wagneria-
no había derivado, a partir de 1872, de un peligroso anarquista y que por
lo tanto en las ideas de la primera obra capital, H um ano, d em asiad o h u ­
m ano,, publicada mucho después (concretamente en 1878), no había nada
nuevo sino que en ella salían a la luz del día conjuntos de ideas mucho
más viejos.

Lo que se produjo en forma de corriente subterránea de su pensa­


miento fue una deserción como cuando, siendo estudiante de segunda
enseñanza, se apartó del cristianismo. Esta vez era la deserción de la últi­
ma forma tardía, barroca, del idealismo alemán, de la idea de la reden­
ción, con su fuerte carga de electricidad, que Wagner anunciaba como fi­
lósofo de la cultura y Nietzsche, como fiel discípulo suyo, había jurado
difundir.
Mientras que como activo wagneriano Nietzsche ideaba planes para
salvar Bayreuth e instaurar un nuevo período cultural, tendentes a la re­
novación de la vieja grandeza alemana, con sitios de honor para Goethe,
Schiller y Beethoven, el Nietzsche «abismal» ideó la siguiente pequeña
fábula:
«En un apartado rincón del universo, poblado de incontables lumi­
nosos sistemas solares, había una vez una estrella en la que animales inte­
ligentes descubrieron el conocimiento. Fue el más soberbio y engañoso
minuto de la “historia del mundo”, pero sólo un minuto. Tras un corto
aliento de la naturaleza, la estrella se congeló y los animales inteligentes
tuvieron que morir». Esta fábula de seis líneas aparece en dos textos: al fi­
nal del primero de los cinco prólogos para Cosima, que Nietzsche termi­
nó el 29 de diciembre de 1872 y que lleva el título de So b re e l p ath o s d e la
verd ad y al principio del escrito de quince páginas So b re verd ad y m en tira
en sen tid o extram o ral, que Nietzsche, medio ciego, dictó a su amigo Gers-
dorff en el verano de 1873.
GRANDEZA [3 9 5 ]

Posiblemente, en el prólogo que se le envió, Cosima sólo vio una de


las puntas del texto, pues en el título sólo se hablaba de verdad, no de
mentira, y aún no se veía claramente la moraleja de la pequeña fábula:
cuán absurdo es el pathos con el que el ser humano presenta sus fantasías
como verdad, frente al horizonte infinito de mundos y tiempos, ante el
cual el ser humano no representa otra cosa que una especie animal extra­
ñamente aparecida y pronto condenada a la extinción.
No en balde Nietzsche se había entregado al estudio de las ciencias
naturales, en un intento de conseguir una visión general de los resultados
que habían arrojado las investigaciones antiguas y recientes; Darwin hizo
que se redujeran los límites del universo propuesto por la cultura wagne-
riana. A esto se vino a sumar la visión de los inicios de la historia de la fi­
losofía, de la curiosa tesis del pensador griego temprano. La filosofía ha­
bía empezado una vez con la condensación de las ideas, y condensación
de ideas, y nada más, eran también los sistemas de Spinoza, Kant y Scho-
penhauer.
Este escepticismo no era ciertamente tan nuevo como para que su pu­
blicación pudiera causar más ruido que, por ejemplo, la de E l nacim iento
de la traged ia. Atrevidas y por eso mismo difíciles de ocultar eran más
bien ciertas consecuencias que Nietzsche extrajo de ello y que no tenían
que ver tanto con el concepto de verdad, tan conocido del filósofo, como
con el de la desacreditada mentira. En el secreto ensayo sobre verdad y
mentira figuraba la lapidaria frase: «El intelecto como medio para el man­
tenimiento del individuo despliega sus principales fuerzas en la simula­
ción, pues éste es el medio mediante el cual los individuos más débiles,
menos robustos, se mantienen con vida, toda vez que como tales les está
vedado emprender una lucha por la existencia con los cuernos y con la
afilada dentadura de los animales predadores». En el ser humano, sigue
diciendo Nietzsche, alcanza su cima el arte de la simulación: «Aquí el en­
gaño, el halago, la mentira y el embuste, el hablar a espaldas, el represen­
tar, el vivir con brillo prestado, el enmascaramiento, la convención encu­
bridora, la representación teatral en presencia de otros y de uno mismo,
en una palabra, el persistente mariposeo en torno a la llama de la vanidad
ha alcanzado tal rango de norma y ley que apenas si hay algo más incom­
prensible que hacer valer entre los hombres un impulso puro y limpio ha­
cia la verdad».
Ésta era una afirmación audaz del novel filósofo Nietzsche. Se ve cla­
ramente que esa afirmación procede de las recientes experiencias y de­
cepciones del hom bre Nietzsche. En las frases citadas se han mezclado
dos cosas: la representación teatral en el escenario de la vida, que, a pesar
de todas las máscaras, remite también a la autorrepresentación, la auto-
manifestación —el nombre de Wagner acude sin duda a la mente de todo
aquel que conozca el tema— , y la verdadera simulación como arma en la
[3 9 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

lucha por la vida de los más débiles, y esto aludía claramente al hombre
joven que tenía en su interior dinamita y lava y que, no obstante, tenía que
representar el papel del honrado ayudante, de diligente proveedor, de in­
genioso admirador del genio del siglo. Ciertamente, la experiencia fami­
liar e intelectual favorecía el amargo balance: la madre y la hermana vivían
al servicio de la convención encubridora, y Ritschl había sido un maestro
incomparable en el juego de la intriga. A la postre, Schopenhauer, maes­
tro de la vida, estaba lleno de advertencias sobre las ficciones de la vida.
Ahora había que buscar un denominador para todo ello.
A pesar de todos los preparativos —personas y circunstancias favora­
bles— , Wagner fue en verdad el eje del giro de ciento ochenta grados que
Nietzsche realizó entonces, sorprendido de su propio coraje. Wagner exhi­
bía el idealismo como una bandera, trabajaba en la construcción no sólo de
Bayreuth sino también de un mundo mejor, podía hablar interminable­
mente sobre este tema y —si se miraba con atención— se veía que era un
egoísta monomaniaco, un engreído sajón de provincia que exhibía su ri­
queza como un cursi, un pequeño tirano que tenía miedo de que sus ami­
gos le abandonaran y que justamente por eso trataba de tenerlos sujetos a él
de manera tanto más despótica. La «necesidad sanitaria» que sentía Nietzs­
che de permanecer en la medida de lo posible lejos de él tenía plena razón
de ser. Le protegía contra la amarga constatación de que Wagner, fundador
de su propia religión, anunciaba un evangelio que él mismo no cumplía.
Sólo en la cuestión de qué se escondía detrás de la cortina, detrás de
la fachada, Nietzsche se apartó decididamente de Schopenhauer y estu­
dió la doctrina de Darwin. Su pregunta era: ¿qué sabe el ser humano de
sí mismo como objeto de conocimiento que tiene inmediatamente a su
disposición? «¿N o le oculta la naturaleza la mayor parte, incluso acerca
de su cuerpo, para así, al margen de las espiras de los intestinos, del rápi­
do curso de los torrentes sanguíneos, de los intrincados temblores de los
filamentos, meterle y encerrarle en una consciencia soberbia y engaño­
sa?» El joven filósofo escribió aquí la palabra consciencia, que dos déca­
das después Sigmund Freud entronizaría como instancia, y ya entonces la
veía como el médico y el investigador de la naturaleza: no como sujeto del
conocimiento sino como prisión. La naturaleza, afirmaba Nietzsche con
osadía, ha arrojado lejos de sí la llave de la «habitación de la consciencia»,
«y, ay de la fatal curiosidad que consiguió ver a través de una fisura desde
la habitación de la consciencia, y hacia abajo, y que ahora, en la indife­
rencia de su ignorancia, intuía que el ser humano se asienta en lo despia­
dado, en lo codicioso, en lo insaciable, en lo asesino y, por así decir, esta­
ba sentado en sueños en el lomo de un tigre».
Resulta sorprendente ver cómo aquí son anunciadas tesis y teorías
posteriores, cómo el hundimiento de la idealidad hace que aparezca lá
«bestialidad», el tigre. Para explicarlo no basta con Darwin. En cualquier
GRANDEZA [3 9 7 ]

caso, de acuerdo con su teoría del origen de las especies, los monos, her­
bívoros pacíficos, eran nuestros parientes más próximos. Por el contrario,
Nietzsche veía, tan pronto como cerraba los ojos, animales de presa, y la
contemplación, desde la habitación de la consciencia, del mundo de esos
depredadores que son los instintos no sólo le sobrecogía, sino que tam­
bién le fascinaba. Aunque era débil, aunque se mostraba complaciente y
amable, en su imaginación —más tarde se diría en su subconsciente— era
sumamente cruel. En sus sueños se presentaba como Dionisos, acompa­
ñado por tigres y panteras, y el malicioso Wilamowitz le había dado en el
punto más vulnerable cuando, al final de su panfleto, recomendaba al se­
ñor Nietzsche que bajara de su cátedra y dejara que tigres y panteras se
congregaran junto a sus rodillas. Ahora Nietzsche le superaba con una
metáfora aún más atrevida: ¡el hombre a lomos de un tigre!
Esta visión fue mantenida en secreto, de la misma manera que el bes­
tiario existente debajo de la habitación de la consciencia era un calabozo
y sólo se podía vislumbrar por una fisura, una escisión de la consciencia.
Pero el pensamiento siguió adelante y formuló la pregunta del filósofo:
« ¿ A qué viene, en todo el mundo, con esta constelación, el impulso hacia
la verdad?». Respuesta de Nietzsche: también la verdad es una conven­
ción. En el estado natural de las cosas el ser humano necesita mayormen­
te la sim u lació n , pero como «por necesidad y aburrimiento» quiere exis­
tir terrenalmente, necesita una especie de fin pacífico en la guerra de
todos contra todos. «Ahora se concreta lo que en lo sucesivo debe ser la
verdad, quiere decirse, se buscará una denominación vinculante y unifor­
memente válida de las cosas, y la legislación de la lengua formula también
las primeras leyes de la verdad.» La filosofía de la lengua, con la que
Nietzsche enlaza en estas frases, anticipa el escepticismo lingüístico de
Wittgenstein, de la misma manera que su definición de la consciencia an­
ticipaba la teoría de los instintos freudiana, En síntesis, su contenido es:
«Las verdades son ilusiones acerca de las cuales hemos olvidado que son
eso, metáforas que han quedado desgastadas y sin fuerza sensorial, mo­
nedas cuya imagen se ha borrado y ya sólo se las puede contemplar como
metal, no como monedas». Y en términos más sutiles: de acuerdo con una
convención establecida, entre los hombres ser auténtico significa mentir
«descaradamente en un estilo vinculante para todos». Al final del camino
del pensamiento aparece la paradoja, la vuelta de la vieja verdad.

Esto plantea a su vez un problema: si esto es así, ¿que función cumple


entonces el filósofo? La vieja función de búsqueda del conocimiento le
está vedada definitivamente, fuera del alcance de su mano. ¿Qué función
ocupa su sitio? Nietzsche encontró en sus viejos maestros, los griegos, la
respuesta a esta pregunta.
[3 9 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

En la confusión de todo aquello que le interesaba y agitaba — griegos,


Wagner, Schopenhauer, belleza, tragedia, poesía, ciencia— , Nietzsche es­
taba decidido a buscar no la verdad, pero sí un camino. Ahora había des­
cubierto que todo estaba interrelacionado, y ya no necesitaba proceder
por acumulación como había hecho en E l n acim ien to de la traged ia y en
las disertaciones sobre formación intelectual, donde había tenido que po­
ner bajo un mismo techo metas y objetivos dispares. Los primeros filóso­
fos griegos, en los que Nietzsche había profundizado apasionadamente
desde 1872, le confirmaron lo que quería saber: la filosofía no era un acto
de conocimiento, sino sintetización de ideas. Cada uno de los viejos filó­
sofos había elaborado una nueva imagen del mundo a partir de la sinteti­
zación de sus precursores, como el artista elabora un cuadro. En sentido
estricto no había filosofía, sino únicamente «cabezas», una galería de re­
tratos, y si él llamaba al torso de su libro L a filo so fía en la época trágica de
lo s grie g o s , esto era, una vez más, sólo una «mentira», una adaptación
convencional al uso de la lengua. Adecuado a sus fines era «el lib ro d e lo s
filó so fo s. Ahora, los viejos filósofos griegos, con sus esquemas de ideas, se
integraban de la manera más natural en un mundo de cultura y arte que
representaba y ensalzaba abiertamente en sus obras el engaño, la bella
apariencia.
¿Había algo más lógico que proclamar ahora, en última consecuencia
de toda la prehistoria griega, al filósofo artista, al poeta del concepto?
Esto no se podía hacer de acuerdo con los viejos métodos abstractos, sino
que requería a modo de premisa una nueva fuerza en la formulación lin­
güística, una actividad en imágenes lingüísticas como la siguiente: «Esa
imponente viguería y tablaje de conceptos, a los que el menesteroso ser
humano se aferra para abrirse paso en la vida es para el intelecto liberado
sólo un andamiaje y un juguete para sus más atrevidos números de pres-
tidigitación: y si él lo destroza, lo desordena, lo recompone de manera iró­
nica, emparejando lo más dispar y separando lo más próximo, pone de
manifiesto que no necesita aquel recurso de la necesidad, y que ahora es
conducido no por conceptos sino por instituciones». Según Nietzsche,
ningún camino conduce de regreso desde esa actividad hasta la tierra de
los esquemas fantasmales, de las abstracciones, o sea, hasta la vieja tierra
de la filosofía, de Kant y Schopenhauer. El nuevo filósofo «habla en me­
táforas prohibidas e inauditos complejos de conceptos para al menos res­
ponder creativamente, mediante la destrucción y la burla de las viejas ba­
rreras conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición actual».
No podemos decir que hayan sido muy afortunadas la elección y plas-
mación por parte de Nietzsche de la imagen del tablaje de conceptos.
Pero de ella se pueden extraer dos cosas como reveladoras de su nueva
concepción de sí mismo: su ideal artístico es el del artista, el audaz vir­
tuoso de los conceptos, el ejecutor de arriegados actos de equilibrio; y el
GRANDEZA [3 9 9 ]

acto creador de este arte se realiza en negativo: por la destrucción de las


viejas barreras conceptuales. El nuevo filósofo realiza sus acrobacias so­
bre el andamiaje de conceptos y lo destruye.
Desde esta filosofía profunda nihilista, Nietzsche volvió en las páginas
finales de su tratado al nivel superior, al universo conceptual de E l naci­
miento de la tragedia. Con el distingo del hombre racional y el hombre in­
tuitivo recupera el par antitético apolíneo-dionisíaco y, a través de él, la
vieja tesis de la liberación del ser humano por el arte, de acuerdo con el
modelo de los griegos. El hombre racional se sirve de su sagacidad para
hacer frente a las necesidades de la vida; el hombre intuitivo, por el con­
trario, pasa por alto esa necesidad y toma por real la bella apariencia, el
arte. Ambos —aquí se manifiesta ya la posterior filosofía del poder nietzs-
cheana— quieren dominar la vida. Si vence el hombre intuitivo, artístico,
como ocurrió en otro tiempo en Grecia, surge la cultura, como una forma
de vida marcada artísticamente: «N i la casa ni el paso, ni la indumentaria
ni el jarro de barro denuncian que los inventó la necesidad». Todo lo grie­
go expresa felicidad superior, olímpica ausencia de nubes, también la gra­
cia del juego con la gravedad. Mientras que el hombre racional a lo sumo
rechaza la desgracia con sus normas, el hombre intuitivo, en medio de la
cultura creada por él, recoge de sus intuiciones creativas «una siempre
afluyente iluminación, alegría, liberación».
Estas son palabras soprendentemente pacíficas y amables si pensamos
en los peligrosos y apenas domados animales de presa del inconsciente
descritos en las páginas precedentes. En el vacío escenario de la metafísi­
ca aparece el arte como consolador. El filósofo del conocimiento trágico,
se dice en las notas de la primavera de 1873, no formula ninguna nueva
fe, pero «trabaja en la construcción de una nueva vida: devuelve al arte
sus derechos». Trágica es la contemplación del mundo como mentira, si­
mulación, ilusión, pero «incluso la ilusión se tiene que querer», se dice en
otro pasaje.
La nueva filosofía de Nietzsche ya no es elaborada desde el punto de vis­
ta de la búsqueda del conocimiento sino desde el de su fecundidad, su utili­
dad para la vida. Esto lo tiene en común con el arte, es abiertamente arte,
«una forma del arte poético». «El filósofo, en cuanto que poetiza, conoce, y
en cuanto que conoce, poetiza.» En este sentido, la filosofía es «continua­
ción del impulso místico, también esencialmente en imágenes». La religión
está emparentada con ella, pero la religión exige fe «en el edificio místico le­
vantado en el vacío», y de acuerdo con la Crítica de la razón pura kantiana la
fe en ese sentido literal apenas si es concebible. «Por el contrario», escribe
Nietzsche, «yo puedo imaginarme un tipo absolutamente nuevo de artista-
filósofo, que mete en la cavidad una obra de arte, con valor estético». Nietzs­
che pensaba ahora en esta obra de arte, la abordaba una y otra vez, hasta que
tomó definitivamente cuerpo en el Zaratustra.
[4 0 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Las hábiles acrobacias en el andamiaje de las ideas tuvieron también


como consecuencia que se apartara de su verdadero tema. Nietzsche se
dejó cautivar por las imágenes, se dejó arrastrar por asociaciones, real­
mente él no era un filósofo de escuela en sentido kantiano, y tampoco el
severo maestro del pensamiento schopenhauereano. Su filosofía del arte y
su amplio horizonte de la esperanza estaban unidos con el tema de Verdad
y m en tira sólo por un hilito. «Iluminación, alegría y liberación» eran con­
ceptos de una nueva doctrina de la felicidad que apenas si cuadraba con
el panorama del animal de presa de la primera parte. Tarde o temprano,
la situación tenía que ser reconducida y reordenada. Esto se produjo de
un modo sumamente curioso, de acuerdo con la siguiente secuencia de
ideas: el hombre intuitivo paga su mayor felicidad con un mayor y más
frecuente sufrimiento. Se deja engañar una y otra vez por la bella apa­
riencia. «En el dolor es tan irracional como en la felicidad, grita con fuer­
za y no tiene consuelo.» Así eran los griegos, niños quejosos, cuando el
dolor se abatía sobre ellos. Pero ahora: «¡Cuán distinto se comporta en el
mismo infortunio el hombre estoico, instruido por la experiencia, que se
domina mediante conceptos!».
El faro se había convertido en su figura opuesta. Sí el hombre racio­
nal era un pobre diablo falto de creatividad, ahora se ve envuelto en una
luminosa aureola. En el infortuno ejecuta «la obra maestra de la simula­
ción»: «N o luce un rostro humano capaz de efectuar contracciones y mo­
vimientos, sino, por así decir, una máscara con digna armonía en sus fac­
ciones, no grita y ni siquiera cambia de voz. Cuando una nube realmente
tormentosa descarga sobre él, se cubre con su gabán y se aleja con paso
lento».
Ni siquiera hace falta la anécdota narrada por Elisabeth para ver en la
última imagen del texto sobre la verdad y la mentira un autorretrato. Así
se había comportado él siendo niño; bajo una lluvia torrencial se había di­
rigido a casa «con paso lento» por obediencia u obstinación. Y así iba él
todavía por la vida, soñando que era un bailarín, aunque al mismo tiem­
po era un profesor grave, uno de esos a los que él combatía con odio, es­
carnio y rabia. Y como quiera que no quería ser eso, se puso la máscara
del filósofo estoico y, en lugar de la levita, la vestidura griega, suelta y
adornada de pliegues.
«Justamente cuando dudaba de sí mismo», escribió más tarde Nietzs­
che sobre Herder, nuevamente en un secreto autorretrato, «gustaba de
entregarse a la dignidad y la admiración: con demasiada frecuencia en su
caso eran vestiduras que tenían que ocultar muchas cosas y a él mismo le
tenían que ilusionar y consolar.» Tener que mentir, tener que llevar una
máscara para seguir en el mundo, para alcanzar la fama, era uno de los
problemas. Para deshacerse de esta simulación había que estar muy arri­
ba. De ahí el hondo suspiro de la época posterior: «Los nobles [...], los
GRANDEZA [4 0 1 ]

verdaderos que no necesitan simular. ¡Como poderosos y como indivi­


duos!». Por eso había que alcanzar la cima, para poder arrojar por fin la
máscara de la complacencia, de la amabilidad, de la falsa admiración.
Querer mentir, apostar por la máscara, era la otra cara de la moneda. Esto
podía terminar convirtiéndose en la última paradoja contenida en la pre­
gunta: «¿N o es la mentira algo divino? No radica el valor de todas las co­
sas en que son falsas? ¿No hay que creer en Dios, no porque él es verda­
dero, sino porque es falso?». Luego, en Más allá del bien y del mal, se dice
definitivamente: «Todo lo que es profundo gusta de la máscara».

Mientras seguía así su camino y se abría de propia mano una galería,


Nietzsche buscaba también modelos y ejemplos de su mismo rango para
cerciorarse de que no estaba equivocado. En cuanto que elaboró la inno­
vación del filósofo artista o poeta, necesitaba una legitimación largamen­
te asentada en el tiempo o, si se le compara con un equilibrista o un tra­
pecista, una red.
El estudio de los filósofos griegos primitivos no sólo le sugirió la idea
de los mundiesquemas poéticos sino que también le proporcionó la figu­
ra del arquetipo: Heráclito. En la doctrina de Heráclito descubrió la ley
del devenir, que él mismo tomó como base de todo ser y parecer, de la
eterna transformación, de la eterna lucha, pero lo que más le fascinó fue
la forma. «En medio de esa noche mística... apareció Heráclito de Efeso
y la iluminó mediante un rayo divino.» En ningún otro pasaje de su Filo­
sofía en la época trágica de los griegos ha alcanzado Nietzsche un tono tan
patético. Así se vió él más tarde, en el momento y en los ataques de auto-
endiosamiento: como rayo.
Heráclito responde exactamente a la imagen del hombre intuitivo que
describió en Verdad y mentira-. «Heráclito tiene como su propiedad regia
la fuerza suprema de la representación intuitiva, mientras que se muestra
frío, insensible, incluso contrario al otro modo de representación, que se
realiza en conceptos y combinaciones lógicas, o sea contrario a la ra­
zón...». En lugar de conceptos, Heráclito tiene imágenes: «Las cosas en sí
mismas, en cuya estabilidad y persistencia cree la estrecha cabeza del ani­
mal y del hombre, no tienen existencia real, son el brillo y el destello ins­
tantáneo de espadas desenvainadas, son el resplandor de la victoria, en la
lucha de cualidades contrapuestas.»
Heráclito es el filósofo artista; posteriormente Nietzsche habla del
«optimismo de artista» en Heráclito. Describe el mundo existente y su
contemplación le proporciona el placer que el artista experimenta al con­
templar su obra en curso de ejecución. Si, de una parte, utiliza el símil de
la lucha para definir este mundo («El combate [la guerra] es el padre de
todas las cosas» es la cita más famosa de su doctrina llegada hasta noso­
[4 0 2 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

tros), de otra elige la imagen del juego: «Y así como el niño juega y el ar­
tista juega, el fuego eternamente vivo juega, construye y destruye, en la
inocencia — y el eón practica ese juego consigo mismo. Transformándose
en agua y tierra, el eón construye, como un niño, montones de arena junto
al mar, construye y destruye; de tiempo en tiempo, el juego empieza de
nuevo. Un momento de saturación: entonces se apodera de él nuevamen­
te la necesidad, y la necesidad fuerza al artista a trabajar». «El tiempo es un
niño que juega, que va colocando las piezas en el tablero; un niño es rey»
dice Heráclito. Pero ya a sus diecisiete años, cuando aún no conocía a He-
ráclito, Nietzsche plasmó en su texto D estin o e h istoria la visión: «Y el
hombre se encuentra de nuevo como un niño que juega con mundos...».
Nietzsche elige a Heráclito como modelo en un sentido más amplio y
más profundo, esto es, en un sentido existencial. Le toma como medida
para su propia tarea histórica y ajusta su criterio al de él. Ciertamente no
es lícito transferir sin más a Nietzsche lo que éste dice en la última parte
de su estudio de Heráclito sobre su orgullo y su soledad, pero en sus sue­
ños se elevaba hasta la altura del filósofo griego, como modificador de
mundos y descubridor de verdades durante milenios. El texto empieza
con el término «orgullo» como referencia capital: «Heráclito era orgullo­
so; y cuando en un filósofo aparece el orgullo, es un gran orgullo». ¿Por
qué? Pues porque el filósofo no puede esperar el aplauso de las masas y la
aprobación de sus coetáneos. El muro de su autosuficiencia tiene que ser
de diamante, su viaje hasta la inmortalidad es más penoso y difícil que
cualquier otro. No puede aceptar el aplauso diario como hipoteca sobre
la inmortalidad. En una imagen prodigiosa Nietzsche define la posición
del filósofo, su posición: «Porque no sabe dónde debe residir si no es en
las extensas sombras de todos los tiempos».
El valor determinante de Heráclito para Nietzsche radica en que efec­
tivamente una vez se dio ese orgullo del filósofo. Si no se hubiera infor­
mado de ello, no se tendría ahora por posible. «Tales hombres viven en su
propio sistema solar; en él hay que buscarlos.» También Pitágoras y Em-
pédocles se trataron a sí mismos con juicio sobrehumano, con respeto
casi religioso, pero encontraron su camino de regreso a los hombres.
«Pero de la sensación de soledad que embargaba al anacoreta del templo
de Artemisa sólo se puede vislumbrar algo fijando la mirada en los más
salvajes páramos montañosos... Es una estrella sin atmósfera. Su ojo, fe­
brilmente dirigido adentro, mira extinto y frígido, sólo en apariencia, ha­
cia fuera. En torno a él, en torno a la ciudadela de su orgullo, golpean las
olas del error y la absurdidad: con asco se aparta de ello.» Intuimos el mo­
delo de una peregrinación que hará de Nietzsche el ermitaño de Sils-Ma-
ria, «en los más salvajes páramos montañosos».
Heráclito no necesitaba a los seres humanos para sus conocimientos.
Se investigaba a sí mismo, como si él mismo fuera el oráculo de Delfos, y
GRANDEZA [4 0 3 ]

lo que oía por boca de este oráculo lo tenía por saber inmortal de efecto
ilimitado en la distancia. «Lo que él contemplaba, la doctrina de la ley en
el devenir y del juego en la necesidad, a partir de ahora tiene que ser con­
templado eternamente: él ha levantado el telón de esta inmensa pieza
teatral.»
En el E cce hom o, concretamente en su última autoconfesión, Nietzs-
che dice todavía que «con nadie se ha sentido más abrigado y mejor» que
con Heráclito,: y cuando se pone a atacar al «pueblo de los filósofos» ex­
cluye con «con gran respeto» el nombre de Heráclito. El, Nietzsche, era
la voz, la reencanación de Heráclito a lo largo de milenios.
Lo que aquí hemos llamado filosofía profunda de Nietzsche ofrece
abundante material a la psicología profunda. El «abismo» nietzscheano se
puede ver, de acuerdo con la psicología profunda, como un instinto des­
tructivo y autodestructivo que, con fatídica coherencia, le empujaba a un
fin trágico. En ese caso aparecería como secundaría la cuestión de si la sí­
filis y la parálisis progresiva, las drogas, los dolores de estómago y de ca­
beza, junto con el exceso de trabajo, fueron o no los medios para llegar a
él. Las imágenes que le acosaban, que le «poseían» —la horda de animales
de presa que se podía ver por la grieta abierta en la pared de la habitación
de la consciencia, los buitres que le acosaron en las idílicas vacaciones de
Gimmelwald, el tumulto de la batalla, en la que se perpetuaba la filosofía
de Heráclito— , no eran meras ocurrencias literarias, sino fijaciones coer­
citivas, de la misma manera que las ilusiones eran proyecciones de viejos
estados de angustia. Nietzsche compensó las presiones viéndose a sí mis­
mo como héroe y domador de fieras, y les dio libre curso cuando se entre­
gó a su visión de la destrucción del mundo y del resurgimiento.
No en balde éfhabía elegido como modelo, a. Heráclito, el filósofo del
fuego y de la quema de mundos. E l crepúsculo de lo s d io ses de Wagner,
con su olor a quemado, fue compuesto, por así decir, en las proximida­
des. Ahora a su pluma afluían con facilidad imágenes como ésta, conteni­
da en una carta a Rohde, el compañero de lucha: «Cómo me alegro, ami­
go, escribió Nietzsche el 30 de abril de 1872, «de que ahora estemos los
dos en la trinchera académica, con antorchas en las manos».
En este contexto se inscribe perfectamente una experiencia que
Nietzsche comunica a Gersdorff, y sólo a él, cuando le envía su fotogra­
fía. El 12 de diciembre de 1872 le dice que la noche anterior a la realiza­
ción de la foto se había declarado un gran incendio que le había sobreco­
gido; además, durante varias horas había estado ayudando en el acarreo
de agua para combatir el fuego. A través de la fotografía se podía apreciar
que él no había dormido la noche anterior. «Tenía algo salvaje y propio de
un boyardo.»
¿Hubo realmente un incendio en Basilea los últimos días de noviem­
bre o primeros días de diciembre de 1872? Sería divertido comprobar las
[4 0 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

noticias locales. Aún hoy es posible. En cualquier caso, lo importante es


el mecanismo que Nietzsche utiliza para explicar su aspecto en la foto:
está sobrecogid o , y sobrecogida es también su expresión. El temeroso se
convierte en temible. La foto —sin la leyenda del incendio— la envía a la
familia y los amigos. «H e visto mi foto», escribe a su casa, «¡m ás salvaje
que nunca! Poco gracioso. Pero con mucha fuerza.» Ante Malwida, la
nueva amiga y protectora, se disculpa: cuando estoy en el fotógrafo siem­
pre tengo la sensación de que voy a ser «ejecutado». «Luego, mientras me
esfuerzo en impedir la desgracia, ya ha ocurrido lo inevitable, y quedo
eternizado nuevamente como pirata o primer tenor o boyardo et hoc ge-
n us om n e.»
En lo más profundo de su ser a Nietzsche le divierte aquello por lo
que se disculpa ante Malwida. De hecho, él cultiva lo salvaje, sobre todo
en su mostacho cada vez más espeso. El pirata que sojuzga al barco ene­
migo, el tenor que rompe corazones son proyecciones del miedo y la fas­
cinación. Ante la cámara fotográfica se ufana de aparecer como héroe y
perverso. Representa el papel de boyardo, y todos sabemos lo que conlle­
va este título nobiliario ruso: la imagen de piel y látigo, de lujo y arbitra­
riedad, de gloriosa tiranía. Con ella el sueño polaco del muchacho no ha
hecho otra cosa que cambiar de ropaje.
En los trabajos previos al libro de los filósofos se desglosa en términos
lógicos la tarea destructiva del filósofo. En él se dice por ejemplo:

«Tesis principal: [el filósofo] no puede crear una cultura, pero la pue­
de preparar, puede eliminar obstáculos o templar y de este modo la pue­
de mantener o destruir siempre en forma negativa únicamente

En todos los p o sitiv is de una cultura, de una religión, Nietzsche se


muestra d esin tegrad or , d estru ctor [aunque intenta fundar una cultura]. El
filósofo es más útil cuando hay mucho que destruir, en tiempos de caos o
de degeneración».
Toda cultura floreciente, sigue diciendo Nietzsche, tiene empeño en
hacer que el filósofo sea innecesario. De hecho, en el cuadro de la cultu­
ra venidera con el que enlaza el esquema ya no aparece el filósofo. Pero
tampoco el drama musical de Wagner contribuye ya a la liberación. Sólo
tres palabras significativas dejan entrever cómo es ahora la utopía de
Nietzsche: «Olímpicos. Misterios. Vida diaria — fiestas». Los griegos han
nacido de nuevo.
Por extraño que pueda parecer, también la pesadilla de la destruc­
ción que castiga a Nietzsche en sus noches de insomnio cobra colores y
formas griegos. El curioso y sobrecogedor texto del que aquí vamos a ha­
blar para terminar debía de ser en una parte de E l n acim ien to d e la tra ­
ge d ia y como tal ha llegado a nosotros en una anotación de enero de
G R A N DE Z A [4 0 5 ]

1871. Después, levemente modificado, fue incluido en uno de los cinco


prólogos para libros que Nietzsche envió a Cosima en las Navidades de
1872, con el título de «E l Estado griego». Primeramente contiene, deri­
vado de las circunstancias griegas, un elogio de la esclavitud, como pre­
misa para una cultura que pretenda trabajar en libertad y, después, como
antídoto contra la enfermedad de la época; se trata, pues, de un canto a
la guerra. Las ideas de Nietzsche sobre este tema son decididamente pe­
regrinas, incluso singulares, pero hay que conocerlas para ver en acción
ese curioso mecanismo de temor y sobresalto, de miedo infantil y gesto
heroico.
La crítica de la época hecha por Nietzsche va dirigida, dentro de la lí­
nea del anticapitalismo de Wagner, contra aquellos «anacoretas del dine­
ro verdaderamente apátridas e internacionales» que, con su natural falta
de instinto estatal, utilizan la política como medio de la bolsa y el Estado
como sociedad para su propio enriquecimiento. Si esta música nos resul­
ta conocida, el diagnóstico y la terapia nos parecen, en cambio, absurdos:
en contra de la idea actual de las multinacionales como promotoras de las
guerras, Nietzsche ve en ellas a quienes realmente tienen miedo, a aque­
llos cuyo negocio es arruinado por la guerra, y así él explica con franque­
za y libertad: «El único antídoto contra la desviación, que cabe temer des­
de este lado, de la tendencia estatal hacia la tendencia dineraria es la
guerra y de nuevo la guerra». Todos los males del presente, dice Nietzs­
che en el esbozo de 1871, tanto las anomalías sociales como la decadencia
de las artes, se deben imputar al optimismo liberal enormemente difundi­
do y a la moderna economía financiera, que ha caído en «manos extra­
ñas». No debemos tomar a mal que Nietzsche entone ahora un canto a la
guerra, que, según él, es para el Estado una necesidad como la esclavitud
para la sociedad. Al leer este texto no se debe olvidar que aún persistía la
guerra franco-prusiana, con graves masacres diarias, París padecía ham­
bre y el ejército alemán del sur libraba duras batallas. El ex enfermero
Nietzsche al menos tenía ante los ojos la imagen de los campos de batalla
por los que meses antes había peregrinado. Así era la guerra de Nietzsche,
su antídoto contra los especuladores de la Bolsa:
«Su arco de plata resuena horriblemente: y al momento llega él como
la noche, es Apolo, el justo rey de la purificación y consagración del Esta­
do. Mas primeramente, como se dice en el inicio de la litad a, dispara sus
flechas sobre muías y perros. Después da a las personas, y por doquier ar­
den hogueras con cadáveres».
Qué extraño, nuevamente, que este patético cuadro de la guerra, ex­
traído de la lita d a , termine también con hogueras. Desde los juegos de la
guerra de Sebastopol persiguen al niño, al muchacho y ahora al adulto vi­
siones de fuego. Con una hoguera terminaba también el pequeño cuento
que Nietzsche narra en las disertaciones sobre formación pronunciadas
[4 0 6 ] F RI ED R I CH N I E T Z S C H E

en Basilea. Y su Empédocles muere con su Corinna en los ríos de lava in­


candescente del Etna.

Al Nietzsche de la filosofía profunda le podríamos llamar también el


Nietzsche de la dimensión nocturna. El había marchado de Basilea como
idealista genuino, como apóstol de los augustos valores de la tradición.
Merece la pena recordar nuevamente una u otra frase eufórica de las di­
sertaciones sobre la formación: «Una verdadera renovación y purifica­
ción del G ym n asiu m sólo saldrá de una profunda y violenta renovación
del espíritu alemán... Pero en tanto la más noble necesidad del auténtico
espíritu alemán no ambicione la mano de ese genio griego como un apo­
yo sólido en el torrente de barbarie, en tanto de este genio alemán no bro­
te un anhelo abrasador de los griegos, en tanto la penosa visión alemana
de la patria griega, en la que se deleitaban Schiller y Goethe, no se con­
vierta en el lugar de peregrinación de los hombres mejores y mejor dota­
dos, la meta clásica del G ym n asiu m se agitará sin pausa en el aire...». Éste
era el tono de gran predicador que se había llevado del G ym n asiu m , y en
el que Wagner sólo le reforzaba. Para los coetáneos esto era dialismo. El
Nietzsche que así hablaba tenía que ser tomado en su tiempo por conser­
vador, por difamador de las tendencias «modernas» y «progresistas».
Karl Hillebrand había escrito en el A u gsb u rger A llgem ein e, entonces pe­
riódico alemán de difusión internacional: «Así, saludamos también el in­
genioso escrito de Nietzsche como el primer indicio de una vuelta al idea­
lismo alemán que propugnaron nuestros abuelos...».
Pero de improviso podía decidirse por el otro lado, no por el de los
progresistas, a los que despreció durante toda su vida, sino por el de los cí­
nicos sombríos, de los nihilistas melancólicos, de los románticos destruc­
tores de mundos. Nietzsche tenía que representar a veces el papel de Me-
fisto y cuando, en una noche oscura, ofreció vino tinto a los demonios lo
hizo con toda seriedad. En julio de 1872 recomendó a Rohde «unas cuan­
tas carcajadas de burla y algunos amigos diabólicos como condimento de
la existencia». En él, el oculto filosofar elimina paulatinamente la envoltu­
ra idealista, el tigre se prepara para el salto. Pero no se atreve a hacerlo en
la atmósfera impregnada de grandeza y rebosante de citas que le rodea.
No obstante, ya en esta época la libreta de apuntes encierra la anota­
ción: «Si él encontrara una palabra que, pronunciada, destruyera el mun­
do, ¿creéis que no la pronunciaría?». De momento, ese «él» es un «de­
monio perverso» que hace observaciones sobre el valor del conocimiento,
que se ha entregado a la «alta astrología». Pero Nietzsche, que aún no ha
cumplido treinta años, sabe que lleva dentro ese demonio.
Q uinta parte
Laspenas de la veracidad
Despedida de Basileay Bayreuth
C apítulo 1

Unaño ensuspenso

La verdadera soledad radica en una gran obra.


Nietzsche a Carl Fuchs, primavera de 1874.

... que se alegra, como un viejecito, de cada día en el que nada le re­
cuerda la mala digestión y los dolores.
Nietzsche refiriéndose a él mismo
en una carta a la madre, 1 de febrero de 1874

N
ietzsche se fue encontrando a sí mismo lenta y dolorosamente. Las
decisiones maduraron: separación de Wagner, separación de la
universidad. Ambas medidas fueron necesarias para alcanzar ple­
na independencia y afrontar lo que le esperaba y que él mismo definió
como «las penas de la veracidad». Pero él era un águila angustiada y, pro­
visto como estaba desde hacía tiempo de las armas de un ave de rapiña,
prefirió volver volando al nido hogareño. Lo heroico había sido aplicado
a su blando temperamento con violencia: con agua fría y habitaciones sin
calefacción, con pruebas de natación y mucho madrugar, con mucho es­
tudio y abstinencia sexual. Ahora constituía su segunda naturaleza; pero
él no se podía dar por satisfecho con la retórica heroica del Imperio re­
cientemente fundado y con blandir la espada como el Sígfrido de Wagner,
sino que se reconocía a sí mismo en la lucha contra la época y sus ídolos,
en el valor y el aislamiento, en la protección contra las estupideces y mal­
dades de la opinión pública.
[4 1 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

De momento en las Navidades de 1873 voló hacia Naumburg, y se


acostó temprano, voló también hacia la enfermedad, hacia los cuidados
de su madre. A pesar de todos los tratamientos, sus ojos seguían débiles y
el estómago sumamente enfermizo. El invierno le traía regularmente res­
friados y catarros, mientras que las Navidades provocaban y disparaban
todos los dolores del alma. Hasta la irrupción de la locura, las Navidades
son un momento crítico pues en ellas tienen lugar las más profundas de­
presiones.
Nietzsche recorrió las callejuelas de Naumburg con su amigo Pinder
y la novia de éste, viajó a Leipzig, donde el editor Fritzsch consiguió tran­
quilizarle ahuyentando al fantasma de Rosalie y discutió amistosamente
con Ritschl; en cierto modo volvía a ser el de antes. Cuando regresó a Ba-
silea, no se detuvo en Bayreuth, a pesar de que allí le esperaba Overbeck.
En una época en la que no había coches cama viajó de noche, en los pri­
meros días de enero. «Por la noche hacía un frío intenso y no había nin­
gún tipo de calefacción; yo tenía frío en los pies y echaba en falta calzado
más caliente.» Nada tiene de sorprendente, pues, que ahora, en Basilea,
se sintiera mejor.
En Naumburg, gracias a las bondadosas y persuasivas palabras de la
madre o al impacto del nuevo año, ya próximo, Nietzsche había tomado
decisiones tan buenas como: no tomar ningún medicamento más ni reali­
zar actividades nocivas para los nervios, y en lugar de todo ello seguir una
dieta y descansar: «Hasta Pascua me propongo no escribir nada nuevo y
de este modo reparar mis trastornos nerviosos». Al estómago se le pres­
cribe una ligera dieta: no volver a comer a mediodía en el restaurante y, en
lugar de ello, un almuerzo a las once y media: sopa con dos emparedados.
Esto es suficiente hasta el atardecer; a veces a primera hora de la tarde
toma un poco de carne o un trozo del buen pan de Graham que los vege­
tarianos habían ideado por entonces. A la dieta pertenece también la abs­
tención de alguna otra cosa: «Ya no me atrevo a pensar en Bayreuth, pues
si lo hago se acaba la mejora de mis nervios», escribe el 18 de enero de
1874 a Gersdorff.
La carta de cumpleaños a la madre, generalmente más bien atormen­
tada, es ahora de inusitada cordialidad. Ya piensa volver de nuevo a casa
en Pascua; a lo mejor la madre consigue devolverle la salud «con sopita,
paseos y un caballito, a lo mejor». ¿O le aconseja ella más bien, pregunta
Nietzsche, una cura con agua fría? Como sabemos, el agua fría era el re­
medio universal en la casa parroquial de la familia Oehler. También con­
templa la posibilidad de hacer una excursión a pie. Tan vivo es el deseo
de estar nuevamente en Naumburg, que Nietzsche se atreve a dirigir una
solicitud a las autoridades para que le dispensen de los exámenes de Pas­
cua, algo inusual en él, hombre correcto, e inusual también en la correcta
Suiza. El 4 de marzo cursó la petición de «que por una vez se suspenda el
LAS PE NA S DE LA V ERACI DAD [4 1 1 ]

examen oral de griego de la tercera clase en beneficio de otra asignatura».


El 9 del mismo mes abandonó su puesto por consejo de su protector Vis-
cher.
Ahora las declaraciones sobre su salud son muy contradictorias. Así,
en la carta de cumpleaños a la madre aparece la queja de que ha empeza­
do a sufrir demasiado pronto y ya se alegra, como un viejecito, de cada día
en el que nada le recuerda los problemas de digestión y los dolores. Ape­
nas ocho semanas más tarde afirma, también en una carta a su casa, que,
con mucha precaución y orden, le va muy bien cuando ya han transcurri­
do casi tres meses (desde los buenos propósitos de Navidad).
En la misma carta Nietzsche dice también: «Sufro realmente demasia­
do, puedo sentirme en verdad contento de estar enfermo corporalmente,
pues así puedo imaginar que se me puede ayudar; cosa que sinceramente
considero imposible ahora cuando no tengo siquiera la enfermedad como
pretexto». La más enferma es el alma. De ahí el vivo deseo de diversión, de
«alejamiento de mis pensamientos usuales», de ahí la urgente petición
de que acuda pronto Elisabeth para llevar la casa.
Como quiera que entre los amigos ha corrido la voz de que Nietzsche
no se encontraba muy bien que digamos, exteriormente hace ver que se
encuentra bien y en fórmulas abreviadas o en declaraciones afirma que
han interpretado mal su dolencia. «Mi salud es excelente» se puede leer
aquí, pero también, más débilmente, «no precisamente muy buena, cen­
sura n. 1» y, con punzante ingenio, «pero a lo mejor, para fastidiaros, con­
sigo el n. 1.» Cuando habla de depresión y melancolía ésta se debe a las
dudas acerca de su propia productividad. «N o se puede hablar en abso­
luto de un auténtico producir», informa a Gersdorff, «cuando uno ha sa­
lido en tan escasa medida de la sujeción, del sufrimiento y de la opresión
de sentirse preso.» Sin duda lo tiene mucho mejor el artista, el asceta, que
puede oponer acciones a las dudas; sus propias lamentaciones le resultan
lamentables y penosas. La salud es excelente, pero la naturaleza le debe­
ría haber dado más conocimiento, un corazón más sano. Ante Rohde se
expresa aún con más claridad: siempre había sido consciente de la pro­
funda melancolía de su existencia; pero como no se puede hacer nada,
apuesta por la jovialidad. Por lo demás, a él le va mejor que al amigo con
su profunda tristeza.
El robustecido Nietzsche — «estómago, deposición, color de la cara,
todo sano»— sueña con paseos hasta las montañas, con agua fresca de
montaña, se pierde con Elisabeth y el amigo Romundt en Bergün, en la
alta Engadina, y trepa durante tres horas hasta llegar a un lago de monta­
ña, «nos bañamos y nadamos en él, pero casi nos congelamos y salimos
rojos como el fuego». Solo en el hotel, contempla reflexivamente al «pue­
blo cloròtico y neurasténico», que se dirige al elegante Sankt Moritz por
una animada carretera. Si tiene que hacer una cura, entonces que sea una
[4 1 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

cura primitiva con mucha leche (que hace estragos en el estómago) o


una cura alegre con buenos vinos de Valtelina (que le produjo estreñi­
miento). Para el otoño pide a la madre que le proporcione unos cestos de
buenas manzanas. A mediodía quiere comer tan frugalmente como en los
tres primeros meses.
Si se le quiere entender en su totalidad, hay que colocar a un Nietzs-
che frente a otro, al que nada desnudo en un lago de montaña frente al se­
dentario con gafas. Este disfruta como un niño cuando en el solitario ca­
mino de montaña contempla con Romundt cómo una cabra pare un
cabritillo, y considera que el recién nacido es más inteligente que ellos,
que están allí mirando como bobos. Este Nietzsche puede prorrumpir en
lamentaciones como: «Me voy a volver loco». En cierto modo recuerda a
los enamorados de la naturaleza Wolfgang Goethe y conde Stolberg, que,
a decir verdad, en su viaje a Suiza, aproximadamente cien años antes, no
habían subido hasta un lago situado tan alto y tan frío.
Pero ahora Bayreuth estaba ante él, como en otro tiempo Weimar, y
ya no podía en modo alguno seguir eludiéndolo. Wagner le había invita­
do con aquel humor en el que era maestro:

¡Oh amigo!
¿Por qué no viene usted a vernos?
Yo encuentro para todo una solución, o como lo quiera llamar usted.
¡Por favor, no tan distante! En ese caso no puedo
ser nada para usted.
Su habitación está a punto.
De verdad — o más bien:
¡a pesar de todo!
O también:
¡Si tiene que ser!
En el momento posterior a la recepción de sus últimas líneas,
¡una vez más!
De corazón,
Su R. W.

¿Qué se podía hacer contra semejante clemencia jupiterina, contra se­


mejante alarde de subterfugios? Nietzsche buscó una evasiva, pues ya el
30 de julio escribió a Elisabeth: «Si quieres que yo no vaya a Bayreuth,
sino que me reúna contigo en algún sitio, sólo tienes que telegrafiarme y
decirme también dónde. ¿O quieres ir a Bayreuth?». Ahora, el más ele­
mental sentido común le tenía que decir que un nuevo aplazamiento sería
interpretado como negativa a Wagner y a Bayreuth. Así, pues, fue allí,
pero se llevó una bomba en el equipaje. De ello hablaremos más adelan­
te. Aquí nos ocuparemos primeramente de la peculiar forma de su enfer­
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 1 3 ]

medad tras la llegada a Bayreuth. Con sus propias palabras cuando infor­
mó a Overbeck: «Por mi parte, en el viaje cogí un fuerte dolor de vientre
y de estómago y tuve que meterme en cama nada más llegar. Sin embargo,
ahora ya el cólico ha remitido bastante, eso espero». De acuerdo con la
versión de Cosima: «A primera hora de la tarde una notita comunica que
el profesor Nietzsche está aquí, pero guarda cama, enfermo, en el “Son­
ne” . Richard va allí y le trae inmediatamente a nuestra casa. Se recupera
pronto y pasamos una tranquila velada juntos». Un mensaje del año si­
guiente pone de manifiesto la puntualidad con que funciona el «dispara­
dor»: «Un día estaba yo de nuevo en cama a la perversa manera basilen-
se; era el día en el que mis amigos se reunían en Bayreuth». Alma y
estómago sufren convulsiones. Hasta los médicos lo observan: «...ahora
también el Dr. Wiel, como Immermann, piensa más en una afección ner­
viosa...». De la misma manera que Tribschen había determinado su eufo­
ria y el florecimiento de su genio, ahora sufría la enfermedad de Bayreuth.
Con el alejamiento de Bayreuth volvió a mejorar su salud. La consta­
tación de Karl Jasper de que, a partir de 1873, Nietzsche estuvo constan-
tentemente enfermo de una manera u otra es negada por él mismo. Las
informaciones sobre su salud contenidas en las cartas son fiables; en la
carta de diciembre a su madre dice expresamente que este invierno es el
mejor que conoce desde hace años y que está en «buen» (subrayado por
Nietzsche) estado de salud. Los días de Navidad en casa transcurren sin
crisis. Sólo en año nuevo se abate sobre él una tormenta, el miedo ante su
futuro: «Ayer, como primer día del año, contemplé con auténtico temblor
el futuro. Vivir es horrible y peligroso, envidio a todo aquel que muere de
manera correcta».
Este estado de salud parcialmente satisfactorio lo había conseguido
con disciplina. La pesada carga del trabajo en la universidad y el P äd ago­
gium —en el semestre de invierno siete horas de curso, seis horas de cla­
se a la semana— fue afrontada con pleno dominio gracias a una escrupu­
losa distribución del tiempo, desde las ocho de la mañana hasta las doce
de la noche. «L a cosa avanza furiosamente», le dice a Gersdorff, «pero
hasta ahora estoy bien y tranquilo, especialmente porque el estómago y
los ojos aguantan estupendamente.» La continencia era una obligación,
también la continencia en escribir. La tercera consideración inactual fue
alumbrada en verano, durante las vacaciones, entre dolores. Todos los de­
más planes fueron postergados.

Pero como la universidad y el colegio devoraban implacablemente su


tiempo y como además su oscilante estado de salud le obligaba a un régi­
men ascético, el deseo de huir de todo llegó a ser irrefrenable. Además co­
bró forma concreta y nombre concreto como «una pequeña finca». A tra­
[4 1 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

vés de sus cartas se puede seguir el desarrollo y los cambios del plan. Ya
en enero escribe a Gersdorff que le asalta la halagadora idea de huir al
campo, con él, «de modo que juntos contemplemos los campos y veamos
cómo se pone el sol». Poco después escribe a su madre: «Ay, cómo me
gustaría tener una pequeña finca: entonces dejaría durante algún tiempo
mi puesto de profesor... En verdad, me gustaría hacer como Gersdorff y
dedicarme a correr por los campos». Nietzsche olvidaba que Gersdorff
era terrateniente y había estudiado agronomía. Y a Rohde le dice: «G ers­
dorff, el divino hidalgo rural es ahora el modelo de mi fantasía: todos no­
sotros deberíamos adquirir fincas y luego vivir tranquila y valientemente
hasta el fin».
El proyecto le siguió atrayendo o, más bien, Nietzsche se entregó a él
y se recreó en imaginarlo con la fiel Elisabeth: «...los más bellos planes de
una vida futura idílica y laboriosa», «la más descarada existencia singular,
miserablemente sencilla, pero digna». También se concretó el lugar: Rot-
henburg ob der Tauber, donde todavía se conservan los viejos valores ale­
manes, pues odia las ciudades que carecen de carácter y en las que todo
está mezclado, ciudades que ya no son nada completo. Y como lamento
final: «Si fuéramos un poco acaudalados», de Todo ello, como de tantos
otros planes escritos, por así decir, en el cielo azul, no salió nada. Nietzs­
che ni siquiera visitó Rothenburg, su «fortaleza privada y su refugio».
Pero el sueño persistió, se transformó en una torre sobre las rocas de Ber-
gün, después pasó a ser un pequeño huerto junto a las murallas de Naum-
burg y por último derivó hacia la realidad convertido en el modesto alo­
jamiento de Sils-Maria. Nada de fincas, nada de premio de lotería, pero
como sólida base de una «miserablemente sencilla pero digna existencia»
la pensión de la Universidad de Basilea.

El joven profesor ni siquiera se atrevía a soñar con esta pensión. Sus


esperanzas iban en otra dirección, una dirección que en aquella época era
contemplada por muchos jóvenes ambiciosos; aunque no se dijera abier­
tamente, nadie se oponía ello. Lo que se buscaba era un «buen partido».
Nietzsche tenía casi treinta años y en este punto las cosas ya no se po­
dían aplazar mucho tiempo más: Pinder y Krug estaban prometidos y se
casarían pronto, Gersdorff estaba enamorado; así, pues, había que afron­
tar lo inevitable. Nietzsche no era en modo alguno un misógino, pero no
tenía trato alguno con chicas jóvenes. Anna Redtel, amor de su juventud,
no pasó de der un corto sueño, lo mismo que la experiencia amorosa de
Bonn. Evidentemente, los bailes y las fiestas privadas de Basilea, que fre­
cuentó con cierta asiduidad, no habían dado ningún fruto, ni intercambio
de miradas ni relaciones. Los padres y madres de la ciudad no se fijaron
seriamente en el profesor envuelto en el escándalo. En cambio le llegaban
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 1 5 ]

muchas amigas maternales: después de la señora Ritschl vino Cosima,


después de ésta Malwida von Meysenbug, a la que pronto siguió la seño­
ra Baumgartner, madre de su alumno predilecto. Sólo el desaseado «fan­
tasma» Rosalie se arrojó en los brazos de Nietzsche, el escrupulosamente
limpio.
¿Casarse? ¿Cómo conseguirlo? Este fue el gran interrogante que flo­
tó sobre el año 1874, cuando Nietzsche frisaba en los treinta. Y de la mis­
ma manera que se había sometido al servicio militar, se sometió a esta si­
tuación como a una molesta carga. Se convenció de que tarde o temprano
tendría que afrontar la amarga realidad.
Mientras tanto, los demás hacían cábalas sobre él y su preocupante si­
tuación. Nietzsche tiene que casarse, ésta era ante todo la opinión de
Wagner, el cual en este caso no pensaba exclusivamente en motivos de
asistencia. Gersdorff, que estuvo presente en el cumpleaños de Wagner,
el 22 de mayo, informó a Nietzsche de los planes de boda que se habían
tramado en Bayreuth. Este se enfureció. Resulta realmente curioso imagi­
narse a sus amigos reunidos en una «comisión de reflexión sobre el ma­
trimonio». A qué viene esto si en definitiva lo que importa es el resultado
y encontrar la mujer idónea es asunto suyo. «¿Acaso debo emprender una
cruzada por el mundo como si fuera un caballero...? ¿O crees tú que las
mujeres vendrían a mí para mostrar si eran las idóneas? Considero este
tema un tanto imposible.»
¿Cómo se llega hasta una mujer? Cuando, en julio, Nietzsche viajó
con Romundt a Bergün, se reunió en Chut con amigos de Basilea y Grau-
bünden a los que había conocido en las vacaciones del año anterior. En
una carta desde Bergün explicó a Elisabeth que le había dolido no ir nue­
vamente juntos a Flims, con los Rohr, los Hindermann y los Traver. Y lue­
go en la posdata se aparecía este mensaje: «Como detalle curioso la noti­
cia de que que una noche, hace poco, decidí casarme con la señorita
Rohr; tanto me gustó». No hay motivo para ponerse nervioso. Las preo­
cupaciones de ella son las preocupaciones de él. «Pero tú sabes que usual­
mente la mirada en su momento puede más que toda una cadena de mi­
radas previas o posteriores.» El momento había pasado definitivamente,
para siempre. A Bertha Rohr nunca más se la volvió a ver.
El deseo siguió en el orden del día. A Malwida, a la que como todas
las damas afectuosas de cierta edad gustaba actuar de mediadora, se le te­
nía que hablar con cautela. El 25 de octubre, Nietzsche le expuso su plan
de vida: nada de ambiciones, absoluta libertad, «...por una vez voy a pro­
bar hasta qué grado nuestros congéneres orgullosos de la libertad de pen­
samiento soportan los pensamientos libres». No pide a la vida nada des­
proporcionado y, puesto que ya tiene amigos, «ahora deseo para mí,
dicho sea en confianza, muy pronto una buena mujer, y entonces pienso
considerar como satisfechos los deseos de mi vida». Semanas después es­
[4 1 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

cribió a casa: «Regaladme para Navidad una pequeña casa de campo,


donde pueda pasar el resto de mi vida y escribir bellos libros». Evidente­
mente, un deseo estaba relacionado con el otro: «una buena mujer para
poder escribir bellos libros con más tranquilidad y más protección. El
amor no entraba en sus cálculos.
Más adelante hablaremos de proyectos matrimoniales que aparecie­
ron súbitamente en la vida de Nietzsche. Aquí nos limitaremos a presen­
tar a modo de anticipo una síntesis de su plan de vida en la que descubre
sus intenciones; está contenida en una carta del 25 de abril de 1877 a su
hermana en la que dice: «El plan que la señorita Von Meysenbug consi­
dera que hay que tener presente como irreversible y en cuya realización
debes colaborar, es: estamos convencidos de que a la larga no puede ir
bien con mi existencia en la Universidad de Basilea... En la Pascua de
1878 debe llegar a su fin, en el supuesto de que la otra combinación salga
bien, quiere decirse, el matrimonio con una mujer adecuada pero necesa­
riamente acaudalada. “Buena pero rica”, como dijo la señorita Von Mey­
senbug, acerca de cuyo “pero” nos reímos mucho».
Más tarde, el candidato matrimonial lanzó a Gersdorff su «¡no habrá
matrimonio!», como resignada decisión.

En 1874, año intermedio y año de espera, quedaron también en sus­


penso sus relaciones con Wagner y Cosima. Ninguna de las partes quería
romper el puente y seguía abrigando esperanzas de una nueva unión y
confirmación de la vieja amistad, sin olvidar las consideraciones sobre po­
sibles beneficios. En definitiva, Nietzsche pertenecía al círculo, al clan, a
la mafia de Wagner. Si alguien le atacaba era por su pertenencia a la «ban­
da de Wagner» y aquel que se mostraba amable con él tenía que ver de
una u otra manera con Wagner y sus amigos: así Malwida, así Karl Hille-
brand en Florencia, que se había casado con la vieja amiga de Wagner Jes-
sie Laussot, así la marquesa Emma Guerrieri-Gonzaga, que le escribía
cartas mitad admirativas y mitad críticas. Los viejos amigos también ha­
bían sido ganados para la causa de Bayreuth; en primer lugar Gersdorff y
después, con moderación, Overbeck. Sólo Rohde se mantenía distante a
causa de su carrera. Cuando Nietzsche escribía contra su época aquí, y
sólo aquí, podía encontrar aliados.
Ésta era la situación. A Wagner no le importaban tanto los aliados. Él
mandaba sobre una legión de niños, sirvientes, músicos, cantantes y ami­
gos, era un regente patriarcal, y cuando se le iba alguien acudían varios
dispuestos a ocupar el sitio.
No obstante, Wagner sentía apego por Nietzsche, que para él y para
Cosima formaba parte de sus recuerdos más bellos, de Tribschen, y el
maestro estaba dispuesto a concederle patente de corso, incluso a tomar
LAS PENAS DE LA VERACIDAD [4 1 7 ]

en consideración caprichos tan peregrinos como el deseo de arrastrarse


por las montañas antes de acudir a Bayreuth.
Más difícil era la situación con Cosima. Siempre lamentando su falta
de valor, se tenía a sí misma por muy inteligente. Ahora creyó llegado el
momento de hacer saber al profesor que no estaba incondicionalmente
de su lado, pues a su manera de escribir se le podía poner muchos repa­
ros. En la correspondencia se infiltró un atisbo de irritabilidad, de mutuas
susceptibilidades. Cuando ella le pedía, como antes, un favor o le encar­
gaba un asunto, él le devolvía la pelota, pues le decía, por ejemplo, que
debía comprar una silla como regalo de boda para el amigo Pinder. Algo
que Cosima le perdonaba aún menos que su Richard era que ya no adop­
tara la medidas necesarias para luchar activamente por la causa de Wag-
ner y que, en lugar de ello, se arriesgara a penetrar en terrenos tan «abs­
tractos» como el estudio de la utilidad y las desventajas de la historia.
¿Tendría que eliminarle de la lista como había hecho con tantos otros de­
sagradecidos?
En los primeros meses del año, Nietzsche, que ha regresado a Basilea
sin detenerse en Bayreuth, de donde no recibía noticias, cavilaba, presa
de la ira, e intentaba poner orden en sus fluctuantes sentimientos y en sus
desbordantes ideas. Pensaba en Wagner. En sus libretas de apuntes ano­
tó el resultado de esta reflexión: un frío análisis, un primer intento deci­
dido de penetrar en aquella psicología escéptica que él mismo se prescri­
bía como antídoto contra el idealismo y el entusiasmo. «Con la mayor
frialdad en la actitud empecé a investigar por qué había fracasado la em­
presa [Bayreuth]: aprendí mucho con ello y ahora creo comprender me­
jor a Wagner que antes.» Wagnerianos celosos intentaron después esta­
blecer una relación entre el cambiante comportamiento de Nietzsche y
los altibajos de Wagner: el frío análisis de la personalidad de éste procede
de la época en la que ya nadie daba un céntimo para el proyecto de Bay­
reuth. Luego, cuando se produjo el «milagro», Nietzsche estaba de nue­
vo en la línea de los admiradores. Lo único que hay de cierto en todo ello
es que el fracaso fue el punto de partida de la reflexión sobre el caso Wag­
ner. Pero el distanciamiento que Nietzsche llevó a cabo interiormente con
este motivo ya nunca más lo anuló. Durante algunos años siguió figuran­
do como persona comprometida en el proyecto de Bayreuth y cumplía
con su obligación de la misma manera que seguía siendo miembro del
cuerpo docente de Basilea y realizaba su trabajo. Pero el sueño de la fin­
ca y los proyectos de boda, todo coincidía en convencerle de que debía
romper también estas últimas cadenas.
Lo que Nietzsche confió a su libreta de apuntes en los oscuros días de
enero de 1874 fue romper el hechizo que había hecho de él una especie
de criado Anselmus. Entonces escribió sobre Wagner: «L a música no tie­
ne un gran valor, la poesía tampoco, el drama tampoco, el arte teatral es a
[4 1 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

menudo mera retórica, pero todo está en el gran Uno y en alto». En esta
auténtica ejecución figuran frases como: «Ninguno de nuestros grandes
músicos era a sus 28 años un músico tan malo como Wagner». «La juven­
tud de Wagner es la de un diletante en muchos campos que no va a ser
nada de valor.» «A menudo he dudado absurdamente de que Wagner tu­
viera talento musical.»
Frases atrevidas escritas no sin preocupación por preparar el camino
de la tesis principal: «Si Goethe es un pintor frustrado Schiller un orador
frustrado, Wagner es un actor frustrado». Pero este Wagner no podía ser
actor de teatro, pues le faltaba la figura, la voz y la modestia. Por eso ha
extendido su actividad de actor a las otras artes y ha situado en primer
plano sus afectos y efectos; de ahí proceden su incontinencia y desme­
sura.
A estos aspectos negativos del balance se opone con fuerza un punto
de vista completamente distinto: «Wagner es una naturaleza capaz de fi­
jar normas: ve las relaciones en perspectiva y no está preso en lo pequeño,
lo ordena todo en grande y no se le debe enjuiciar por detalles sueltos
— música, drama, poesía, Estado, arte, etc.— ». En una bella imagen: «El
talento de Wagner es un bosque que crece, no un árbol suelto». Si él es
malo o débil en en todo considerado individualmente, su gran mérito es
la síntesis, ahí radica su grandeza. Nietzsche se inclina ante lo que poste­
riormente glorificará como voluntad de poder. A decir verdad, de mo­
mento — el rey Luis aún no contaba— , sólo se contabilizaban fracasos.
Aunque como «naturaleza dirigente» está seguro de su causa, la inhibi­
ción de ese instinto le hace desmesurado, excéntrico, contradictorio. De
manera especial sobrevalora la fuerza de convicción de su religión artísti­
ca. Los alemanes, una nación seria, querían seguir disfrutando al menos
de algunas parcelas y eligieron el teatro alegre.
A Nietzsche la pasó esto por la cabeza y lo anotó al vuelo. Se atrevió
también a formular un juicio que hirió a Wagner en el punto más débil:
«Lo embriagador, lo extático-sensorial, lo súbito, el entusiasmo a toda
costa, ¡tendencias horribles!». El discípulo vislumbraba que el maestro
no salía al campo de batalla a luchar contra el pecado de la época sino que
lo encarnaba. Wagner es deficiente en T ann hau ser con sus estados extáti­
cos, mejor en L o s m aestros can tores y en algunas partes de E l an illo , don­
de recupera el dominio de sí mismo. Esto es lo que podemos leer, asom­
brados de que el exaltado dionisíaco Nietzsche se presente de pronto
como un puritano.
La aversión tenía razones de peso y, a decir verdad, nuevas. Como
maestro y profesor, Nietzsche había profundizado en el arte de la retóri­
ca, había estudiado la historia de la elocuencia y proyectaba una conside­
ración inactual sobre Cicerón y en contra del llamado estilo asiánico, en
contra de la magnificencia y la ampulosidad, la pasión y el énfasis. Así
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 1 9 ]

llegó Wagner, de manera totalmente espontánea, a la línea final. Su ex­


presión para definirlo era: «La cultura como decorado encubridor». A
Nietzsche no se le ocultaba que Wagner necesitaba ingentes cantidades
de terciopelo y satén para su delirante Siegfried . Todo lo que después se
lanzó contra Wagner es articulado aquí, por primera vez, por un gran ri­
val, que llega a formular observaciones como: «Rara vez un sereno rayo
de sol, pero muchos juegos mágicos de iluminación».
En estos apuntes, que a la postre serían publicados, no se habla en ab­
soluto de experiencias personales. Sólo en dos pasajes se vislumbra una
escena vivida. Una vez se habla de la serenidad de Wagner, de la sensa­
ción de seguridad de alguien que, tras vivir grandes aventuras, vuelve al
hogar para descansar y relajarse. Entonces se imagina a todas las personas
con las que tiene trato como ejemplos de su propia vida y puede jugar con
sus necesidades y sus problemas. La interpretación era correcta, pues
Wagner acostumbraba a dar palmaditas en el hombro a jóvenes como
Nietzsche y decirles para consolarlos: «Yo también he vivido cosas tan
graves como ésas».
La segunda experiencia, momentáneamente entre comillas, es descrita
así por Nietzsche: «La “falsa omnipotencia” desarrolla algo “tiránico” en
Wagner... El tirano no permite que se enseñoree ninguna individualidad
que no sea la suya y la de sus íntimos». Y añade Nietzsche en tono amena­
zador: «El peligro para Wagner es grande si no deja que se manifieste
Brahms: o los judíos». También habría podido añadir su propio nombre.
Después vienen otras declaraciones de gran perspicacia, entre las que
llama especialmente la atención la siguiente: Wagner es un hombre mo­
derno, ya no cree en Dios, sino sólo en sí mismo. Y más adelante Nietzs­
che dice: «Nadie está más contra él mismo, con toda sinceridad, que
quien sólo cree en él mismo. Wagner elimina todas las debilidades car­
gándoselas a la época y a los rivales». ¿Se habría sobrecogido el Nietzsche
de los años posteriores si hubiera vuelto a leer esta inquietante declara­
ción también aplicable a él?
Por último, el análisis contiene la actitud de Wagner ante la situación
política y cultural y cristaliza en la crítica más acerba: Wagner ha errado
una y otra vez en la apreciación de la situación, en su confianza en la re­
volución, en el rey Luis, en Bismarck. No comprende el mundo y no lo
puede cambiar. Su música no es moral, no llama a la acción, sino quietis-
ta, adormece. Wagner sólo se muestra activo a la hora de construir una
morada para su arte en este mundo, o sea, cuando lucha por Bayreuth.
«Pero», sigue diciendo Nietzsche en su condena, «¡qué nos importa un
T annhäuser, un L oh en grin , un T ristán , un S ie g frie d !» Todo esto eran, cier­
tamente, juegos de ideas, posibilidades contrastadas de una protesta retó­
rica, pero en ellas se abría paso la rabia del hombre decepcionado que
ahora pagaba con la misma moneda.
[4 2 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Así, pues, Nietzsche inició el levantamiento y por cierto en la parcela


propia de Wagner, la música. En esta acción se concentró toda la amar­
gura del Nietzsche músico diletante y compositor diletante. ¿Había mo­
vido el maestro siquiera un dedo para seguir apoyando su talento musi­
cal? A Nietzsche le debía de seguir resonando en los oídos lo que Cosima
había escrito cuando él —esperanzado e imprudente— le envió la mali­
ciosa carta de Bülow sobre la música de M an fred. La señora no había te­
nido reparo en definir dicha carta como «una verdadera obra maestra de
forma con una deliciosa franqueza», ni en hacer a Nietzsche el dudoso
cumplido de que hablaba en favor suyo el hecho de que se le pudieran de­
cir verdades tan duras. Si Cosima hablaba de «verdades» era porque ha­
cía suyo el veredicto condenatorio de Bülow. ¿Cuál era la verdad? Liszt
había emitido un juicio mucho más favorable que Bülow, y en Zürich re­
sidía y trabajaba el director Friedrich Hegar, basilense que sentía simpa­
tías por Nietzsche, que consideró interesante el M an fred y elogió la ma­
nera como éste había dado expresión musical a un estado de ánimo
básico. Es cierto que faltaban ciertos requisitos arquitectónicos, cosa que
Nietzsche había tenido que oír en repetidas ocasiones, pero Hegar, com­
positor ampliamente reconocido, definió su música como «improvisación
llena de sentimiento».
Como Bülow, Hegar era amigo de Brahms, y Brahms era la nueva es­
trella ascendente. Ciertamente, Nietzsche no sabía demasiadas cosas so­
bre el maestro de Hamburgo, pero para un iniciado como él no podía ha­
ber duda de que era el antípoda de Wagner. En 1853 Schumann había
presentado en términos entusiastas a Brahms, que entonces tenía veinti­
dós años, en el N eu e Z eitsch rift fü r M u sik y en cierto modo le había de­
clarado su sucesor.
Si Wagner renovó, completó y superó a su manera la cultura musical
de la Ópera de París, Brahms optó ostensiblemente por la vieja capital de
la música alemana, Viena, y allí se fue. Cuando Wagner consideraba que
la sinfonía iba a ser sustituida por su drama musical, Brahms volvió deli­
beradamente a la forma de los viejos maestros. Cuando Brahms interpre­
tó piezas de Bach y variaciones de Händel propias en casa del barón Von
Rochow y en presencia de Wagner, éste aludió irónicamente al «afectado
entusiasmo [de Brahms] para las tallas medievales» y parece ser que in­
cluso le definió como un «Juan de madera». En 1860 Brahms se dejó con­
vencer para firmar el manifiesto de los conservadores contra la «música
del futuro» de Liszt y Wagner. «Aquí Wagner, aquí Brahms» — sin el apo­
yo de Brahms— fue la solución, como en otro tiempo lo fue «aquí Welf,
aquí Waiblingen.»
Brahms representaba la vieja probidad y la religiosidad de los alema­
nes del norte no sólo en su música sino también en su palabra y su perso­
na, de modo que Wagner no estaba falto de razón con su mofa gótica. El
LAS PE NA S DE LA VER AC I D A D [4 2 1 ]

primer gran éxito de Brahms tuvo lugar en 1868 con el R équ iem alem án
integrado por citas de la Biblia. Él mismo definió como los dos aconteci­
mientos más grandes de su vida la terminación de la edición completa de
las obras de Bach y la fundación del Imperio alemán, que, según él, esta­
ban interiormente relacionados entre sí. Mientras que Wagner celebró la
victoria de 1871 con la briosa M archa im p erial, Brahms encontró nueva­
mente el texto para su C anción triu n fal, compuesta con el mismo motivo,
en las Sagradas Escrituras, concretamente en el capítulo X IX del Apoca­
lipsis, donde se describe la victoria de Jesucristo sobre el Anticristo en la
gloria celestial. El Anticristo era Napoleón III.
El 9 de junio de 1874 Brahms estuvo en Basilea, dirigió su C anción
triu n fal , y Nietzsche asistió al concierto como un católico a un servicio re­
ligioso herético. Sólo Rohde, hamburgués como Brahms, lo vivió como
algo propio. «Enfrentarme a Brahms fue para mí una de las difíciles prue­
bas estéticas», escribió Nietzsche a su amigo, «y ahora tengo una peque­
ña opinión sobre el hombre. Pero todavía muy tímida.» La pequeña opi­
nión era, en cualquier caso, tan favorable que un mes después viajó por su
cuenta a Zurich para oír una vez más la C anción triu n fa l dirigida por el
amigo Hegar.
Semanas después, Nietzsche incorporó a su equipaje para Bayreuth,
como pieza más valiosa, la partitura para piano de la C an ción triu n fal de
Brahms, en cierto modo como un amante que antes de ir a ver a su novia
se mete intencionadamente en el bolsillo de la chaqueta la carta de amor
de una rival.
Pero antes de que pasemos a describir lo que entonces ocurría en Bay­
reuth tenemos que mencionar otro hecho: exactamente en Pascua Nietzs­
che empezó a componer nuevamente. Entonces creó el H im n o a la am is­
tad , del que ya hemos dicho algunas cosas. Aquí tenemos que añadir que
el momento de su creación, la Pascua, tampoco carece de importancia: las
composiciones de Nietzsche no son sólo producciones ocasionales con­
cebidas para regalarlas, sino también músicas festivas, liturgias en cierto
modo para actos importantes. En el atrevido plan juvenil del oratorio na­
videño habían concurrido ambas cosas, y todavía la alegría de las fiestas y
prodigalidad iban juntas para este hombre ya no tan joven. En ese senti­
do el himno era una música festiva y pascual. Su carácter litúrgico es evi­
dente. Como Nietzsche escribió a Malwida el 2 de enero de 1875, la pie­
za constaba de un preludio con la marcha de los amigos hacia el templo
de la amistad, un interludio, «como en triste recuerdo», un segundo inter­
ludio, «como una predicción del futuro, una mirada a la más amplia leja­
nía», y la salida procesional del templo. En medio de todo ello, a modo de
coro, las tres estrofas del himno cantadas por amigos. La «mirada a la más
amplia lejanía» indicaba que esta liturgia estaba destinada a sustituir la
cristiana, ahora ya en estado agonizante, por la elegida para la nueva
[4 2 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

alianza, en cierto modo como el Parsifal de Nietzsche. Un día sería cons­


truido realmente el templo de la amistad, como el teatro de festivales de
Bayreuth. Malwida recibió el programa exacto del templo, pues ella tam­
bién pensaba firmemente que las viejas y respetables formas del servicio
religioso cristiano podrían ser sustituidas por otras de valor humano ge­
neral. Más tarde, Peter Gast tuvo dificultad en hacer comprender a dos
italianos, para los que había interpretado el himno, que no se trataba de
música eclesial.
Si el año anterior Bülow tuvo que convertirse en el salvador frente a
un rival prepotente como Wagner, ahora Nietzsche eligió a Brahms para
presentarse de nuevo como creador por derecho propio bajo su protec­
ción. En su equipaje también llevaba el himno.

Necesitaríamos la inventiva y los recursos expresivos de un gran no­


velista para describir en todo su dramatismo los once días de Nietzsche
en Bayreuth: el enfrentamiento de los dos genios, los efectos retroactivos
y los intentos de aplacamiento, la penosa prolongación de la relación, el
perentorio restañamiento de la fisura. El biógrafo sólo puede dar cuenta
de lo poco que contienen las fuentes, magra cosecha pues. Ante todo, el
propio Nietzsche ha guardado silencio sobre el tema. De regreso trabajó
en la tercera consideración inactual. Era la excusa para las cartas no es­
critas y también para el encuentro con Rohde en Basilea que había estado
velado por el mal humor. A finales de septiembre escribió a Gersdorff y
Rohde, y puede decirse que poco a poco fue superando la crisis.
El diario de Cosima, cuyos pasajes referentes a este episodio son co­
nocidos desde hace mucho tiempo, es aquí más bien pobre. Lo más ínti­
mo ni siquiera está en sus anotaciones privadas y bien protegidas. Había
que evitar ante todo poner en ridículo al querido Richard. La primera no­
che con Nietzsche transcurrió, pues — según Cosima— , tranquilamente,
pero al día siguiente éste desacargó todas las quejas sobre su situación: él
y Overbeck estaban tan marginados que, si dejaran sus cargos actuales,
probablemente no tendrían para comer, pues no iban a encontrar ni si­
quiera un puesto de profesor particular. Lamentaciones asimismo sobre
el curso de los tiempos: en Berlín el profesor Du Bois-Reymond se había
atrevido a colocar a Lessing como defensor de la lengua por encima de
Goethe. Wagner, partidario de lo positivo, elogiaba al ejército prusiano.
Por la noche se produjo la explosión: «...tercer acto de E l crepúsculo de
lo s d io ses (las doncellas del Rhin), Nuestro amigo Nietzsche trae la C an ­
ción triu n fa l de Brahms, Richard se ríe de que se haga música de acuerdo
con la palabra “justicia”». Pausa. Viene después el informe de un comen­
sal sobre el amargo destino de un sirviente de Richard en Munich, «que
ha sido literamente empujado a la muerte por los maliciosos directores
LAS PE N A S DE LA VER AC I D A D [4 2 3 ]

actuales del Conservatorio Municipal». Ésta es evidentemente la conmo­


vedora contrapartida de la marginación del profesor de Basilea: «Otros lo
pasan aún peor».
Al día siguiente, conversaciones sobre Berlioz y Mozart, por la noche
nuevamente E l crepúsculo de lo s dioses-, luego —el sábado, 8 de agosto—
paseo por Hofgarten; en la sobremesa se habla de historia griega e histo­
ria suiza. «A primera hora de la tarde tocamos la C an ción triu n fa l de
Brahms: desconcierto ante la pobreza de esta composición que nos había
sido elogiada incluso por el amigo Nietzsche, Händel, Mendelssohn y
Schumann son atacados. Richard se enfada mucho y habla de su anhelo
de encontrar en la música algo sobre la superioridad de Jesucristo, en el
que existe un impulso creativo, una sensibilidad que habla a la sensibili­
dad. Por la noche son interpretadas muchas cosas sueltas de Auber y para
terminar la M archa im p e ria l.»
¡Un informe memorable, plenamente eficaz y fiel a la verdad! Pensa­
mos que el C repúsculo de lo s d io ses está a punto de llegar a su fin, Wagner
vive y trabaja en él, por la tarde ofrece a los invitados trozos de esta obra,
una honra para los amigos elegidos. Entonces, el desdichado amigo
Nietzsche pone sobre el tapete el tema de Brahms, ¡precisamente
Brahms! Richard echa una mirada y descubre inmediatamente una falta:
¡ cómo puede alguien poner una palabra tan molesta como «justicia» en
una pieza musical!
Él incidente parece superado, pero está claro que Nietzsche no cede.
Wagner quiere darle una lección: la C anción triu n fal es interpretada para
destruirla críticamente. Todo es pura imitación: Händel, Mendelssohn,
Schumann y, además, castigo. Esto debió de sacar a Nietzsche de su re­
serva. Él defiende a Brahms, y el maestro se desahoga ruidosamente como
sólo él puede hacerlo y descarga una tormenta sobre el admirador de
Brahms. El resto de la tarde es una demostración musical: el C risto de
Liszt como auténtica expresión religiosa contra la falsa devoción de
Brahms, el arte feliz, liviano de Auber contra la pesadez de Brahms y
como triunfo más rotundo: la M arch a im p e rial de Wagner contra la C an ­
ción triu n fal creada con el mismo motivo.
El diario de Cosima salta directamente de este día 8 al 22 de agosto, al
parecer a causa de las muchas visitas. Con esto queda liberada de la nece­
sidad de seguir informando sobre la estancia de Nietzsche en Bayreuth
tras el incidente de la C anción triu n fal. Cosima fija la marcha de Nietzs­
che el 15 de agosto y añade que éste ha ocasionado horas amargas a Ri­
chard. Que se ha discutido también sobre temas como el estilo alemán y
las palabras extranjeras, denostadas por Wagner. Nietzsche, a quien gus­
ta llevar sus tesis hasta la paradoja, afirma que no le gusta el alemán, que
preferiría hablar latín. Durante toda esta semana, las cosas no debieron
de ir muy bien. Apenas marchó Nietzsche llegó Overbeck, y Cosima ano­
[4 2 4 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

tó: «Hemos recibido las más tristes noticias acerca de la situación de


nuestro amigo Nietzsche, el cual tiene que explicar toda la historia de la
literatura griega a tres, cuatro estudiantes absolutamente ineptos». Algo
debía de fallar en el pobre diablo cuando la desgracia se cebaba en él.
Esto Cosima lo pensó, pero no lo escribió.
Frente al informe escueto de Cosima, que atenúa ciertos detalles pero
no falsea nada, el relato del incidente hecho por Elisabeth es más bien no­
velesco, como sacado de una novela rosa. Según ella, Nietzsche dejó la
C an ción triu n fal sobre el piano de cola y Wagner la estuvo mirando insis­
tentemente como si pensara que Nietzsche quería decirle: aquí tienes
también a alguien que puede hacer cosas buenas. Y efectivamente una
noche la interpretó, y cómo. Elisabeth afirma que así se lo contó meses
después el propio Wagner, mientras reía de buen grado al recordarlo. ¿Y
qué hizo entonces Nietzsche? Pues no dijo nada, pero según Wagner «me
miró sorprendido con modesta dignidad». El, el maestro, pagaría gusto­
so cien mil marcos por un comportamiento tan respetable como el de
Nietzsche, siempre distinguido, siempre digno, «algo de mucha utilidad
para la persona en el mundo». El hermano, el futuro santo, quedaba
como un señor, pero, evidentemente, también Wagner por supuesto, pues
si es cierto que era un alborotador, también lo es que la cólera se le pasa­
ba rápidamente. El maestro, el ser superior, reía de buen grado y, presu­
miblemente, Elisabeth sonreía discreta y circunspecta con él.
En el relato de Elisabeth aparece una extraña observación posterior.
De acuerdo con ella, algunos wagnerianos aprovecharon el incidente, tal
como ella lo relató, para tejer la «fantasía» de que Nietzsche había entre­
gado a Wagner una ópera compuesta por él mismo y que éste había co­
mentado con enojo que no tenía ningún valor, después de lo cual Nietzs­
che había vuelto a caer gravemente enfermo. La verdad fue muy distinta,
pero la imbecilidad y la vanidad humanas encontraron también aquí una
historia «apsícológica».
Aunque la verdad era otra, en todo ello había también algo de verdad.
La ópera, si acertamos en nuestra conjetura, era un oratorio breve, de
sólo quince minutos de duración, pero muy importante al menos para
aquel que lo había compuesto. Todo indica que Brahms era para Nietzs­
che únicamente un trampolín, que él presentó a Wagner el H im n o a la
a m istad como representante de una orientación musical más joven, «m o­
derna», que exigía su derecho a la vida a los ya asentados (entre ellos,
Wagner). El R équ iem alem án y de manera especial la C an ción triu n fa l po­
dían servir de modelo a la cantata de Nietzsche; un musicólo ha compro­
bado que el ductu s , la armonía y la melodía del H im n o de Nietzsche hacían
pensar insistentemente en Brahms. A decir verdad, cuando Nietzsche re­
alizó su visita el H im n o no estaba terminado; la versión en limpio realiza­
da en Pascua se pierde al final en intentos a modo de esbozos. Pero tal vez
LAS P E N A S DE LA V ERAC I DAD [4 2 5 ]

éste fue un motivo más para pedir consejo y ayuda a Wagner. Mucho
tiempo después, en una carta al director de orquesta y amigo íntimo Fé­
lix Motd, Cosima levantó un poco el velo: «Un himno a la amistad», es­
cribió la dama, «ha iniciado por cierto la irrupción. El vino a Bayreuth y
estuvo muy triste». De hecho paradójico, pero Nietzsche ya no pensó en
Wagner cuando compuso su himno para los amigos.
El desagradable incidente de Bayreuth tuvo otra consecuencia. Nietzs­
che reelaboró a fondo el texto de su tercera consideración inactual, esta
vez de acuerdo con un estado anímico similar al que tenía cuando redac­
tó la nueva versión de E l origen de la traged ia tras la visita a Tribschen.
«La inevitable agresividad y agitación psíquica que en lo más profundo
llevaban consigo semejante tramar e intrigar estuvieron a punto de tras­
tornarme a menudo», escribió a Gersdorff. Como no tenemos la versión
temprana no podemos saber qué innovaciones se introdujeron en ella,
pero cabe imaginar que Nietzsche, arrepentido, se acercó de nuevo al
«idealismo» wagneriano: Sch open hauer com o educador fue, por así decir,
el sacrificio propiciatorio del joven profesor. Evidentemente, cuando los
Wagner recibieron el texto se alegraron del restablecimiento de las rela­
ciones y el maestro envió inmediatamente un telegrama a Nietzsche,
mientras que Cosima le cubrió de elogios en una extensa carta y sólo se
atrevió a corregir una palabra del original.
Entonces fue cuando Nietzsche, en un escrito perdido como casi todas
sus cartas a Bayreuth, dejó oír los viejos lamentos, Wagner, muy en su pa­
pel, se apresuró a darle respuesta, una auténtica lección, que simultánea­
mente prometía al hijo matar en su honor el ternero más hermoso si vol­
vía arrepentido a su lado. Como resultado de la minuciosa conversación
con Cosima, Wagner comunica en primer lugar que la «Hypochonder-
Gesellschaft (Sociedad de Hipocondríacos), formada exclusivamente por
hombres, no funciona; evidentemente, Wagner nunca ha cultivado seme­
jante compañía. En segundo lugar y como consecuencia: «H e pensado
que usted debería casarse o componer una ópera; tanto lo uno como lo
otro le sería útil. Pero casarse me parece mejor». En tercer lugar: ¿habría
un remedio mejor que una estancia más bien larga en Bayreuth, en la casa
Wahnfried? «Instalamos nuestra casa y demás de manera que también
tengamos un alojamiento para usted, como a mí nunca se me ofreció en
los momentos más difíciles de la vida.» Desgraciadamente, Nietzsche elu­
de, ya en invierno, una invitación para el verano, anunciando su proyecto
de peregrinar a una montaña suiza a ser posible alta y solitaria. «¿N o sue­
na esto a cauteloso rechazo de una posible invitación de nuestra parte?»
Como el rey de los elfos al niño asustado, Wagner describe sugestivamen­
te a Nietzsche todo lo que le espera en verano en Bayreuth: «Paso revista
a todos mis cantores de los Nibelungos; el pintor de decorados pinta, el
maquinista levanta el escenario». Y, por último, él y Cosima también co­
[4 2 6 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

laboran en cuerpo y alma. «Pero», dice para terminar su c an to propagan­


dístico con un sollozo, «es sabido que el amigo Nietzsche tiene cosas ex­
trañas.»
Entonces Wagner irrumpe violentamente, demostrando que también
por carta podía montar un escándalo: «¡Ay Dios mío! ¡Cásese con una
mujer rica! ¿Por qué sólo Gersdorff ha de ser un hombre? Entonces via­
je usted y enriquézcase con todas las estupendas experiencias que hacen
de Hillebrand una persona con tantas aficiones y (a sus ojos) tan digna de
envidia, y componga usted su ópera, que por cierto será vergonzosamen­
te difícil de estrenar. ¿Qué demonio ha hecho de usted un pedagogo?».
Luego, en tono conciliador, añade: «Usted ve cuán radicalmente me
han vuelto a poner sus mensajes: pero —Dios lo sabe— no puedo sopor­
tar una cosa así». Y, para terminar, la recomendación: «Ahora me baño a
diario... ¡Báñese usted también! ¡Coma usted también carne!», y «los
más cordiales saludos de su fiel R.W.».
El escrito ilumina al que lo escribe y al que lo recibe: al primero en su
grandiosa ingenuidad de artista, que le lleva a referirlo todo a la propia
persona (yo nunca he estado tan triste, yo nunca lo ha pasado también, yo
como carne y me baño a diario). Por lo que respecta al receptor, el giro
más sorprendente de esta carta es el que alude a la alternativa entre ma­
trimonio y ópera. También aquí hay que recordar una vez más a Brahms,
el soltero empedernido y enemigo de la ópera, que acuñó el lema: «¡A n­
tes casarse que escribir una ópera!». Ciertamente Wagner se había inspi­
rado en él para su ingeniosa frase. Pero en la frase ingeniosa se escondía
la verdad. ¿Habían llevado a Nietzsche sus sueños de compositor tan le­
jos que pensó seriamente en competir con Wagner? ¿Había llegado su
atrevimiento únicamente a mostrarle su H im n o o a alguna cosa más? ¿O
así que Wagner leyó en su alma descubrió como más profundo motivo de
la desdicha de Nietzsche su papel de satélite al lado de él como astro ra­
diante?
En cualquier caso, Wagner era capaz de quejarse y enfadarse como
sólo una diva de ópera puede hacerlo: S i no m e quieres, p o r favor, in tén ta­
lo con riqu ezas y viajes, escribe tu obra m aestra m usical, p ero no te sorp ren ­
d as s i n ad ie la q u iere estrenar. ¡C o n o zco e l terre n o ! Esto fue escrito en las
segundas Navidades, mitad colérico, mitad benévolo y animoso: M ucha­
cho, a ver s i te decid es de una vez. Y en tono halagador: E n ningún sitio vas
a e star m ejor qu e a m i lado.
Mientras tanto, el melancólico e inútil destinatario de esta carta esta­
ba tranquilamente en Naumburg y dibujaba miles de notas musicales.
Dejó totalmente de lado la actividad literaria, reelaboró el H im n o (de
cuatro manos a dos manos) y copio y revisó todas sus composiciones ju­
veniles. A este respecto comentó en una carta a Malwida: «Me sorprende
constantemente ver cómo se manifiesta en la música la inalterabilidad del
LAS P E N A S DE LA V ERAC I DAD [4 2 7 ]

carácter; lo que un muchacho expresa en ella es de manera tan clara el


lenguaje de la esencia de toda su naturaleza que el hombre tampoco de­
sea cambiar nada de ella, naturalmente exceptuada la imperfección de la
técnica y demás».
Pero lo que Nietzsche buscaba con anhelo en las viejas notas no era
tanto la expresión musical de su personalidad como el feliz pasado, el en­
tusiasmo con que tocaba el piano, las ideas que se le ocurrían al improvi­
sar, una originalidad y una despreocupación que había perdido. El ma­
nantial estaba a punto de secarse, el H im n o a la am istad es lo último que
Nietzsche pudo arrancar a sus dotes musicales. El himno a la soledad, del
que pronto vamos a hablar, encuentra así su fin.
Para terminar tenemos que preguntar: ¿eran sus intentos de composi­
tor un capricho? Ciertamente, los resultados eran los propios de un dile­
tante: el que no ha aprendido composición como asignatura escolar, no
puede componer. De la misma manera, Nietzsche tenía sin duda talento
musical innato. Con toda seguridad, en la música Nietzsche veía una par­
te de su misión, como veía un elogio de ella en su postura a favor de Dio-
nisos y Schopenhauer y una prueba de la validez de su teoría en su afición
a tocar el piano. Y como la música afluía a él y le rebosaba, apenas conse­
guía comprender que componer pudiera ser un trabajo, y por eso pudo
alumbrar la absurda idea de considerar a uno de los más grandes, activos
y creativos maestros de la composición co m o un músico de escaso talen­
to. Su comprensión no estaba a la altura de las partituras musicales de
Wagner, su gusto se había detenido en Schumann y ahora intentaba llegar
tanteando hasta Brahms.
Es posible que a todo ello se sumara otro motivo. Wagner había inau­
gurado una nueva era con la obra de arte to tal. Nietzsche reconoció su
grandeza precisamente en la interpenetración de todos los elementos,
desde la poesía hasta la filosofía, y como mantenía un pugilato con Wag­
ner, también él tenía que mostrar la amplísima escala de talentos que se
fecundaban mutuamente: tenía que ser poeta, músico y pensador. Sólo el
efecto teatral tenía que dejárselo, quisiera o no, a Wagner, el gran come­
diante. A él, Nietzsche, le faltaba el talento que requería actuar en pú­
blico.
Si queremos, en la sonora rapsodia de Z arau stra y en los más bellos de
sus poemas líricos podemos ver en acción un talento musical «desplaza­
do». Más importante es posiblemente el hecho de que al final tampoco le
abandonara la esperanza de ser reconocido como un genio musical. Su úl­
timo, al final su único amigo fue un compositor fracasado que le admira­
ba y al que él, en agradecimiento, admiraba. A este amigo, Peter Gast,
Nietzsche le escribió en 1887, o sea, trece años más tarde: «Esta pequeña
pertenencia a la música y, en cierta medida, a los músicos, de la que da tes­
timonio este himno, es es un punto de valor inapreciable para una com­
[4 2 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

prensión completa de ese problema psicológico que soy yo». El biógrafo


que se atreva a colocar a Nietzsche músico en el centro de su exposición
tiene que agradecer esta ayuda.
El H im n o a la am istad , reelaborado y convertido en H im n o a la vida,
fue más tarde impreso pero no estrenado. Felix Mottl prometió vaga­
mente que no dejaría pasar una oportunidad de estrenarlo; que, por lo
demás, el la del soprano era muy atrevido y toda la composición adolecía
de falta de melodía. Bülow, como ya se ha dicho, eludió el compromiso y
encargó a su mujer la contestación. Recientemente se ha despertado tam­
bién el interés por Nietzsche compositor. Fischer-Dieskau ha cantado sus
lied er, el Bärenreiter-Verlag imprime sus composiciones y el M u sik lex i­
kon [L éxico de m úsica] de Riemann, que dedica seis páginas a Wagner,
asigna también toda una página a Nietzsche músico.

¿Qué pensaba el filósofo, qué escribía el escritor, qué ocurría con el


Nietzsche crítico de la cultura y de la época? Creemos que en frenar los
deseos de escribir por motivos higiénicos. Sólo en las vacaciones se atre­
vió a acometer una obra, la tercera consideración inactual, Sch open hauer
com o educador. A decir verdad, maquinaba planes y aquí y allá lanzaba fo­
gonazos. Una consideración inactual se debía ocupar de la movilización
del enfermero voluntario, otra de Cicerón y la cultura romana.
Temas extraños, pensamos a primera vista. Pero se acoplan perfecta­
mente a su proceso mental. El 18 de enero de 1874 Nietzsche escribió a
Gersdorff: «Así, los filósofos están de nuevo inactivos; pero en Pascua se
reanuda la actividad y a decir verdad es mi deseo asestar un golpe al vo­
luntario por un año. Creo que esto es lo peor que hoy uno puede hacer a
los filisteos de la formación cultural. Aparte de ello, la Dieta del Imperio
se ocupa de las leyes militares; mis propuestas tienen en cierto modo una
posibilidad política y sería muy bueno demostrar a la gente que no vamos
a vivir eternamente en lo lo alto y en la distancia, bajo nubes y estrellas».
Espera que el amigo Gersdorff le proporcione literatura para el tema.
El servicio voluntario de un año, extendido en 1871 por Prusia a todo
el Imperio alemán, redujo, para todos aquellos que habían realizado los
seis cursos de la escuela superior, el servicio militar de dos años a un año
y, simultáneamente, les brindó la posibilidad de hacer carrera como ofi­
ciales de la reserva. Nietzsche detestaba esta normativa, porque propor­
cionaba un nuevo privilegio a la ficticia formación del G ym n asiu m , enco­
nadamente atacada por él. Estaba en contra de ella, como había estado en
contra de la nueva Universidad imperial de Estrasburgo, y, como enton­
ces, ahora quería asestar un golpe o, lo que es igual, intervenir en el de­
bate político. De nuevo «adelante con la espada», como publicista, como
luchador en el bastión, así se veía en sus sueños de héroe. En verdad, «he­
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 2 9 ]

roico y duro», como un latigazo sobre la raza afeminada que no se apre­


suró como debía a lucir el reluciente uniforme (del que, recuérdese, él
tuvo que prescindir).
A los apuntes sobre el tema les puso simple y drásticamente el título
de G u erra. No es fácil establecer la relación de las conceptos expuestos.
Todo lo que se puede extraer de ellos con certeza es: la guerra no se de­
bió hacer con hombres ficticia y parcialmente formados como eran los
voluntarios de un año.
Fue un acontecimiento elemental, en cierto modo saludable: «[La
guerra] barbariza y, por lo tanto, hace más natural. Es un sueño hibernal
de la cultura». Como la naturaleza, la guerra procede, indiferente, contra
el valor del individuo, y lo hace en tanta mayor medida cuanto más cien­
tíficamente penetra en el futuro.
Pero entre las marciales frases aparece de manera totalmente inespe­
rada el contratema: «Sé que dentro de no mucho tiempo muchos alema­
nes sentirán lo mismo que yo: la necesidad de vivir su formación cultural
libres de la política, de lo nacional, de los periódicos. Ideal de una secta
de la formación». Unas cuantas líneas más adelante dice: «Anhelo la cu­
ración de la política... Tiene que haber círculos, como en su día hubo ór­
denes monacales, sólo que con un más amplio contenido. O como la cla­
se de los filósofos en Atenas». ¿Dónde ha quedado el sueño de intervenir
con su consideración inactual en el curso de los acontecimientos? La re­
signada constatación dice que a quien se ocupa mentalmente de la políti­
ca ésta le paraliza. «Tengo por imposible que salga como actuante del
estudio de la política», escribió Nietzsche dudando de sus propias inten­
ciones. Más tarde, en el momento de la locura, resolvería el problema de
la manera más sencilla, encerrando a los mandatarios en un círculo, des­
tituyéndolos, encarcelándolos y ordenando que los fusilaran.
De momento el propósito consistía en obtener gigantescos rendi­
mientos de la paz de la sala de estudio, del idilio de una orden educativa,
lanzar teas intelectuales, trastocar las relaciones del mundo; ésta era su
cuadratura del círculo. Ya antes había escrito sobre el papel del filósofo:
«Cuando hay mucho que destruir, en tiempos del caos de degeneración es
cuando más útil resulta».
Cuando el bueno de Gersdorff le envió la bibliografía sobre temas mi­
litares, hacía ya mucho tiempo que a Nietzsche había dejado de gustarle
el tema. Tampoco el tema de Cicerón duró mucho. El objetivo era expli­
car la oposición cultural entre alemanes y franceses tomando como ejemplo
la oposición grecorromana. Es posible que aquí se manifestaran resonan­
cias de las conversaciones mantenidas con Wagner. La romana era una
cultura «decorativa», Cicerón era «el hombre decorativo dé un imperio
universal»: «Sus acciones políticas son decoración. Lo utilizaba todo,
ciencias y artes, de acuerdo con su fuerza decorativa».
[4 3 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Pero cuando Nietzsche reflexionó sobre Cicerón, su pasión y su ma­


nía decorativa, no se le ocurrió establecer un paralelismo con los france­
ses modernos; el carrusel circular de ideas le llevó a Wagner, como caso
ideal aportado por el tiempo. De Cicerón y Demóstenes saltó a Wagner y
Beethoven, y las cáusticas observaciones sobre el teatralismo de Wagner,
que ocultó en lo profundo de su libreta de apuntes, guardan una relación
estrechísima con la crítica al esplendor «asiánico» de Cicerón, a su estilo
frondoso y barroco.
En cierto sentido Nietzsche se había hecho incapaz de tratar un tema
directamente, desarrollarlo objetivamente y mantenerlo dentro de su
marco. Tan pronto como empezaba, se ponía a indagar en toda la masa de
ideas y ya nada quería desarrollarse hasta alcanzar la forma acuñada, cosa
que en cambio había conseguido en el genial tratado sobre la utilidad y
las desventajas de la historia.
De acuerdo con este concepto de colector de ideas afluyentes y circula­
res debe verse Schopenhauer com o educador, tercera consideración inactual
y principal logro del año 1874. Era un tema presumiblemente desafortuna­
do: hacía ya mucho tiempo que Nietzsche había abandonado la filosofía de
Schopenhauer, y como persona el sarcástico solterón Schopenhauer, confor­
table bonvivant, era todo menos un modelo de aquella educación con la que
soñaba el entusiasta Nietzsche. Ciertamente aún seguía admirando al sabio,
al escritor, al espíritu libre, pero sólo el tema de Wagner era urgente para él;
su tratamiento era esperado también con toda urgencia en Bayreuth, como
aportación secular a la honra del genio y apoyo de su fama. Pero desgracia-
mente, sobre Wagner Nietzsche sólo tenía en la cabeza herejías, cosas no pu-
blicables. Sin embargo, dos años más tarde consiguió apartarse con cierta
discreción del caso gracias a la tercera consideración inactual, titulada R i­
chard W agner en Bayreuth, que fue un auténtico alarde de equilibrio.
Schopenhauer era, pues, una pared protectora: «Y así hoy quiero re­
cordar a un maestro y preceptor, de cuyo conocimiento que me precio,
Arthur Schopenhauer, para luego recordar a otros». Schopenhauer tuvo
preferencia, Wagner tuvo que seguir. No se puede negar: Schopenhauer
aparece en este tratado aparentemente dedicado a él ciertamente de vez
en cuando, pero su principal debilidad consiste en que el filósofo desapa­
rece una y otra vez del campo visual. Sólo aquí y allá está representado
por una cita, mientras que sólo se le ve como figura completa en el capí­
tulo que elogia la formación internacional de Schopenhauer, contrastán­
dola con la usual inactividad hogareña. Así enseñaba Schopenhauer «in-
domeñable y ruda hombría», así sobrepasó él los límites de lo nacional. Y
Nietzsche volvió a centrarse en una de sus nuevas ideas preferidas, la
aversión del filósofo al «furor politicus». El filósofo, escribió refiriéndose
a él mismo, se guardará sabiamente de leer los periódicos cada día e in­
cluso de servir a un partido.
LAS PE N A S DE LA VERACIDAD [4 3 1 ]

Así, pues, Schopenhauer fue en el mejor de los casos un motivo, en ri­


gor sólo un pretexto; el propio Nietzsche lo había constatado abierta­
mente cuando, en el E cce hom o, se quitó la última máscara. U na voluntad
de grandeza, de tareas propias de la historia del mundo reclamaba en él
su primera expresión. «En líneas generales, cogí dos tipos famosos y aún
no comprobados [las frases se refieren también a Richard W agn er en B ay ­
reu th ] por los pelos, como se coge una ocasión, para manifestar algo, para
tener en la mano unas cuantas fórmulas, signos, recursos lingüísticos.» Y
aún más crudamente: «Ahora, cuando vuelvo la mirada desde cierta dis­
tancia a aquellos estados, de los que dan testimonio estos escritos, no de­
searía negar que en el fondo hablan exclusivamente de mí».
Así era de hecho. Pero como Schopenhauer aparecía en el título,
hubo que atribuirle las confesiones, esperanzas e interpretaciones de
Nietzsche, para que aquellos que tuvieran oíods, lo oyeran. El tenía que
volver una y otra vez al lado de Schopenhauer, olvidado en el calor de la
batalla, y además tenía que citar, cada pocas páginas, el nombre de Wag­
ner en un contexto elogioso, pero cuando ahora hablaba d e genio, con
toda seguridad que ya no se refería al maestro, en honor del cual todos los
demás se debían inmolar, incluido el joven Nietzsche.
En cualquier caso, a partir del culto al genio Nietzsche elaboró en­
tonces una teoría general, que más o menos decía: es tarea d e la humani­
dad alumbrar grandes individualidades, «esto y ninguna otra cosa». De
Darwin extrajo el fundamento cientificonatural: cada especie se trascien­
de, ésa es la meta, y no la masa de ejemplares y su bienestar. Inmolarse en
aras de esas grandes individualidades es una obligación, y N ietzsche aña­
de: «Justamente en una persona joven se debería implantar y cultivar la
idea de que es, por así decir, una obra fallida de la naturaleza pero, al mis­
mo tiempo, una prueba de sus más grandes y prodigiosas intenciones...».
El autor de esta teoría pensaba seriamente (o no tan seriamente) que un
día el hombre iba a servir a la producción de genios como ahora sirve a la
patria, en cierto modo como material. Pero el que leyera todo el texto no
podía tener ya dudas de que el que esto escribía no quería pertenecer al
grupo de los sacrificados sino al de los beneficiarios de esos sacrificios.
En la parte central del tratado, concretamente en el capítulo 5, se des­
cribe cómo se produce la creación o producción de los genios. Al princi­
pio de este capítulo el autor prometía explicar «cómo a partir de este
ideal se obtiene un nuevo conjunto de obligaciones», lo que en cierto
modo era una introducción práctica a la creación de genios. Pero enton­
ces fue arrastrado nuevamente por el entusiasmo retórico y en lugar de
normas de comportamiento dejó escapar, entre suspiros y esperanzas de
tono poético, la fe en el genio venidero. Estaba claro que ahora hablaba
de él. Pero, a decir verdad, de momento era sólo un genio a medias, se la­
mentaba de no saber volar, sólo aletear, confesaba que retrocedía tamba­
[4 3 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

leándose en vez de atreverse a avanzar por el camino que proporciona la


inmensa mirada del filósofo. Pero llegaría el día: «...de subir tan alto
como nunca subió un pensador, hasta el aire puro de los Alpes y del hie­
lo, allí donde ya no hay nublados ni veladuras, y donde la constitución
básica de las cosas se expresa con rudeza y rigidez, pero con ineludible in­
teligibilidad». Ahora ya no se podía frenar su entusiasmo: «Sólo pensan­
do en ello el alma estará sola y se hará infinita; pero, si se cumple su de­
seo, un día su mirada, vertical y brillante como un rayo de luz, caerá sobre
las cosas, desaparecerán la vergüenza, el temor y la codicia — con qué pa­
labra habría que designar su estado, esa nueva y enigmática excitación sin
provocación con la que ella, como el alma de Schopenhauer, quedará ten­
dida sobre la terrible escritura gráfica de la existencia, extendida sobre la
doctrina petrificada del devenir, no como noche, sino como luz incandes­
cente, de color rojo, que inunda el mundo».
El inciso «como el alma de Schopenhauer» fue añadido por motivos
de seguridad, pero en realidad Schopenhauer no era ni práctica ni\sim-
bólicamente un escalador, y nunca había sido presa de semejante fiebre
poética antela perspectiva de conocimientos definitivos. También Nietzs-
che tuvo que volver al suelo, y unas páginas más adelante se seguía sin­
tiendo obligado a proporcionar una información más concreta, y nueva­
mente sólo encontró fórmulas vacías: «Promover la creación del filósofo,
del artista y del santo en nosotros y fuera de nosotros y trabajar así en la
plenitud de la naturaleza». Para bien o para mal, al final del capítulo el
autor no pudo más y recordó de nuevo que la cultura quería al hombre
schopenhauereano, «que nosotros preparamos su creación siempre nue­
va en cuanto que conocemos lo que le es hostil y lo apartamos de su ca­
mino; en una palabra, en cuanto que combatimos incansablemente todo
lo que nos privaría de la suprema obra de nuestra existencia, en cuanto
que nos impediría llegar a ser nosotros mismos seres schopenhauerea-
nos». Aquí sólo faltaba el amén.
De hecho, el tema Sch open hauer com o educador sólo a duras penas
conseguía ocultar lo que el texto era realmente: ya en las primeras páginas
se podía leer que la educación no era otra cosa que la liberación del genio
en proceso de ser él mismo. Schopenhauer no era un modelo sino a lo
sumo el guía, el precursor del que tenía que venir. El objetivo fue decla­
rado entonces abiertamente, aunque, de momento, se hablaba en plural
de lo que serían «los nuevos filósofos»: éstos pertenecerían al grupo de
los más poderosos promotores de la vida, de la voluntad de vivir, lucha­
ban, a partir de su fatigada época, por una cultura verdadera, «por una fi-
sis glorificada». En aras de ésta darían el golpe de gracia a la erudición, a
la universidad, incluso a la lectura y el estudio. El profesor de la Univer­
sidad de Basilea, que preparaba concienzudamente sus lecciones sirvién­
dose de muchos libros, escribió estas palabras blasfemas: «Y si los bos­
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [433]

ques van a ser cada vez más escasos, ¿no llegará alguna vez el momento de
tratar las bibliotecas como madera, paja y maleza?».
Este camino hacía la vida, flanqueada por piras de libros innecesarios,
pasaba por la verd ad que inexorablemente acababa con las ilusiones vi­
gentes hasta entonces. Dicho en términos lapidarios: «Toda existencia
que puede ser negada merece también ser negada; y ser auténtico signifi­
ca: creer en una existencia que no podría en modo alguno ser negada y
que es verdadera en sí misma y sin mentira». Y así ve el nuevo filósofo, el
descubridor de la verdad y portador de la verdad: «Para él y para su per­
sonal bienestar puro y de maravillosa serenidad, en su conocimiento lle­
no de fuego poderoso y voraz y muy alejado de la fría y despectiva neu­
tralidad del llamado hombre científico, situado muy por encima de la
contemplación hipocondríaca y amargada, ofreciéndose siempre a sí mis­
mo como primera víctima de la verdad conocida, y en lo más profundo de
la conciencia plenamente sabedor de los sufrimientos que tienen que bro­
tar de su sinceridad».
Este era el punto esencial al que Nietzsche volvía una y otra vez: el fi­
lósofo que buscaba la verdad tenía que abandonarlo todo, las personas a
las que quería, las instituciones en cuyo seno se había formado. Wagner
debería haber leído con atención esos pasajes para reconocer al amigo
Nietzsche como lo que era y percibir en esas frases un anuncio de la tra­
gedia que había de venir. Pero Wagner oía la prosa como otras personas
la música: como un rumor confuso e imponente en el que aquí y allá per­
cibía, súbitamente cautivado, la palabra «Wagner».
En el capítulo 7 se dice lo decisivo sobre esta búsqueda de la verdad:
la época en la que los coetáneos se encontraban tan cómodos en realidad
«está envuelta en patrañas». Patrañas son no sólo los dogmas religiosos
sino también conceptos tan falsos como progreso, cultura general, nacio­
nal, Estado moderno, lucha por la cultura. En otras palabras, Nietzsche
ataca no sólo a las ideologías dominantes sino también, lo que es más gra­
ve, a los tópicos en curso, a la moneda de los conceptos vigentes. Eviden­
temente, este destructor de patrañas no se podía detener ante las patrañas
wagnerianas, pero ocultó tan celosamente la verdad en este patético tex­
to de confesión que no mencionó ningún gran nombre. Sin embargo, jus­
tamente en relación con la reflexión sobre Wagner, también en los apun­
tes había aflorado la palabra «patrañas»: «El mismo coraje que se
requiere para conocerse a sí mismo enseña a ver la existencia sin patra­
ñas...».
Descubrir que todas las verdades de la época, no exclusivamente las
de un bando u otro, eran «patrañas» constituía la premisa, la ingente ta­
rea, la guerra en múltiples frentes. Y, por lo tanto, la ruptura con Wagner.
El mismo que lo planeó se sobrecogió ante su propio coraje. Pero no te­
nía otra alternativa: lo que había intuido a los diecisiete años como desti­
[4 3 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

no se le ofrecía ahora, a sus treinta años, cada vez más nítidamente. El


tiempo apremiaba: fuerzas gigantescas, salvajes, primigenias aparecían
aquí. «Uno las mira con expectante temor como quien mira el caldero de
la cocina de una bruja: a cada momento pueden producirse sacudidas y
relámpagos, anunciarse sobrecogedoras apariciones.» Desde la Ilustra­
ción y la Revolución francesa el mundo está preparado para conmociones
fundamentales, y a la larga tampoco el Estado podrá hacer nada contra
esa profundísima tendencia moderna a «caer o explosionar». «Vivimos
los períodos de los átomos, del caos atómico», se dice aquí como profecía
que se ha cumplido efectivamente.
El gran fuego es conjurado como una visión, dicho sea con palabras
de Emerson: «Guardaos cuando el gran Dios envíe un pensador a nues­
tros planetas... Es como cuando en una gran ciudad se declara un incen­
dio en el que nadie sabe qué está todavía verdaderamente seguro y dónde
va a terminar...». Una fórmula es aportada también por Wagner, según el
cual cuando el alemán se inflama es superior a todos los demás pueblos.
«Y todos los elegantes tienen motivos sobrados para guardarse de este
fuego alemán», amenaza Nietzsche, «pues, de lo contrario, un día puede
devorarlos, junto con todas sus muñecas y fetichistas imágenes de cera».
El profeta deja que el mundo pecador arda en llamas, pide que se haga
penitencia como los profetas del Antiguo Testamento, pero ya no tiene un
dios al que poder invocar.
¿Qué queda, pues, como última instancia? También a esto da res­
puesta el escrito en sus páginas finales, donde se hace balance. Se habla
del útil papel de la filosofía para el Estado y las universidades, pero en­
tonces el filósofo sube todavía un peldaño: «Mas, por último, ¿de qué nos
sirve la existencia de un Estado, la promoción de universidades, cuando
lo que cuenta es ante todo la existencia de la filosofía en la tierra? O, para
no dejar absolutamente ninguna duda sobre lo que quiero decir, cuando
importa indeciblemente más la aparición de un filósofo en la tierra que la
persistencia de un Estado o una universidad».
Aquí hay razones para sobrecogerse, pues lo que se dice, aunque no sea
con palabras tan descarnadas, es: el mundo está al servicio de la filosofía,
no la filosofía al servicio del mundo. Y esta fórmula no hace sino encubrir
la última frase que Nietzsche va a pronunciar por primera vez pública­
mente, no a pensar, en su locura: que el mundo está aquí para un dios y
un mandatario que en la vida civil se llama Friedrich Nietzsche, pero que
se puede llamar Dionisos o el Crucificado y que se manifiesta en figura­
ciones ambulantes.
Sch open hauer com o edu cador es un texto de investigación y confesión
como el trabajo D estin o e h isto ria , redactado cuando tenía diecisiete años,
y como Rece hom o , escrito a los cuarenta y dos. Y de la misma manera que
en D estin o e h isto ria , junto a tormentas y huracanes aparece la imagen de
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [435]

un niño que juega («se baja el telón, y el ser humano se encuentra de nue­
vo como un niño que juega con mundos, como un niño que se despierta
con la aurora y riendo se borra de la frente los horribles sueños»), así en
Sch open hauer com o edu cador se ha introducido también una imagen final
de paz, una esperanza de salvación, de la que «felicidad y verdad son sólo
imágenes idolátricas»: «L a tierra pierde su gravedad, los acontecimientos
y las fuerzas terrestres se vuelven imaginarios, en torno a él se extiende,
como en las noches de verano, la transfiguración. Al observador le pare­
ce como si justamente empezara a despertar y como si sólo las nubes de
un sueño evanescente jugaran en torno a él. También esas sombras desa­
parecerán alguna vez: entonces será de día».
Así escribía Nietzsche cuando frisaba en los treinta. Ningún agracia­
do con el don de un segundo rostro habría podido describir mejor lo que
realmente ocurrió al final de su vida: la noche de verano transfigurada y
transfiguradora —la exaltada dicha de Turín— precedió a la locura. Lue­
go, de acuerdo con una interpretación humana, se hizo la noche para
Nietzsche. Pero, ¿quién sabfe cómo fue el día de su locura para él?

Momentáneamente, la enorme exigencia de la que, entre lamentos y


dolores, Nietzsche se desprendió en Sch open hauer com o educador no te­
nía en realidad una base sólida. El editor Fritzsch no podía o no quería
más. Por fortuna apareció un tal Schmeitzner, natural de Schlosschem-
nitz, que había fundado una editorial. Schmeitzner elogió las considera­
ciones inactuales y dijo de ellas que eran «muy solicitadas y leídas». Pero
el 18 de octubre de 1874 Schmeitzner, que había adquirido también la
editorial que publicó las dos primeras consideraciones inactuales, tuvo
que comunicarle que en el almacén aún había 483 ejemplares de la pri­
mera consideración, la S trau ssiad a, y 778 de la segunda, D e la u tilid ad y
la s d esv en tajas de la h isto ria ; la tirada de cada obra había sido de mil ejem­
plares. Si descontamos los ejemplares destinados a fines publicitarios y
los que se quedó Nietzsche para hacer frente a sus compromisos, el ba­
lance es desolador. Los alemanes no han prestado atención a su profeta
del infortunio.
Sch open hauer com o educador tenía aún menos probabilidades de ca­
lentar los ánimos. Schopenhauer se había convertido mientras tanto poco
menos que en un filósofo de moda, y Eduard von Hartmann (pertene­
ciente a la generación de Nietzsche pero dos años mayor que éste), su más
activo divulgador, acababa de saltar al gran escenario. Elogiar a Schopen­
hauer equivalía a seguir la corriente. Los Wagner, Richard y Cosima, eran
los más entusiasmados. Wagner escribió en estilo «telegramático» sobre
sus frases de reconocimiento (esto le libró de tener que ocuparse del tex­
to) y empezó con las palabras: «Profundo y grande». Elogió la descrip­
[4 3 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

ción de Kant como «sumamente atrevida y nueva» (en el texto ocupa me­
dia página). En su opinión, el escrito «sólo era realmente comprensible
para el poseso». Extraños cumplidos, palabras escritas a toda prisa por al­
guien muy ocupado.
Cosima, por el contrario, escribió de nuevo una de sus extensas cartas
(más de cuatro páginas en letra impresa). Aunque abundan en elogios,
Nietzsche se debió de sentir más herido que halagado con ellas, pues Co­
sima no reconoció su genio sino su clarividencia para reconocer y com­
prender al genio. «Dichoso usted, amigo mío», escribió la dama a la ma­
nera de Wagner, «que pudo sondear la esencia más íntima del genio y
sacó el tesoro del pozo del conocimiento a la luz del día... así, frecuentan­
do la compañía del genio, conoce usted lo que él tiene de más íntimo; us­
ted no oye y entiende sólo lo que él dice; la clarividencia que usted tiene
escruta el pozo profundo de su valor moral y, ¡ay!, el aún más profundo
de sus sufrimientos.» Así era Cosima: cuando decía «genio», «moral» y
«sufrimientos» se refería siempre a su Richard.
Aparte de esto, la dama comunicaba, como de paso, que Hans Rich-
ter, mano derecha de los Wagner, se había prometido con una muchacha
bonita, instruida y rica (una alusión tan clara como directa) y no olvidó
mencionar que en Dresde había oído elogiar muchísimo una obra sobre
la autodestrucción del cristianismo, que no procedía de otro que de Hart-
mann, perverso antagonista de Nietzsche. En cambio, acerca del éxito de
éste profetizó: «Pero los seis o siete para los que usted escribe los tendrá
y los tendrá plenamente, y al final esa minoría tendrá también algo que
decir».
Parecía un encantamiento. Los amigos de Wagner hacían cumplidos:
el viejo profesor de Leipzig Marbach, el joven entusiasta de Wagner
Edouard Schuré; Bülow elogió algunos ingeniosos aforismos e invitó a
traducir su Leopardi, Malwida habló entusiasmada de la «belleza primi­
genia del espíritu alemán», Gersdorff escribió en tono admirativo como
siempre y dijo que por la noche leía algunas frases de él, de Emerson o de
Goethe, y Rohde se sintió transportado como por una magnífica música
heroica. Pero más allá de este estrecho círculo reinaba el silencio.
Incluso aquel Karl Hillebrand, que desde Florencia seguía el aconte­
cer de la cultura alemana y lo comentaba en el mejor periódico alemán, el
A u gsb u rger A llgem ein e , que, de todos modos, había abordado a fondo
las dos primeras consideraciones inactuales, tomó el Sch open hauer de
Nietzsche exclusivamente como pretexto para transmitir sus propias
ideas sobre el tema y consideró que el tratado de Nietzsche era «dema­
siado detallado y, a pesar de ello, no suficientemente concreto», un cortés
eufemismo de verborrea. También Emma Guerrieri-Gonzaga, la seria y
noble marquesa florentina, que mantenía contactos con el círculo de H i­
llebrand, comunicó que la lectura le había dejado una impresión depri­
LAS PENAS DE LA VER AC I D A D [4 3 7 ]

mente: demasiado abismo, luz insuficiente. En cuanto a Rohde, el más ge­


nial de los amigos, en su elogio ocultó un reproche que recordaba la crí­
tica de Hillebrand: de momento Nietzsche sólo ha insinuado la «cadena
de obligaciones interrelacionadas» que emana de la vinculación con
Schopenhauer. Este era exactamente el punto débil del escrito, que él
mismo percibía y del que había intentado salir con un largo discurso. ¿Se
debía haber dado por satisfecho con el homenaje de Ehsabeth, que de
ahora en adelante quería seguirle como a Schopenhauer su «perrito»?
¿Qué consuelo había realmente en ese sentimiento de nulidad, de ine­
ficacia? El único era que el persistente goteo terminara alguna vez perfo­
rando la roca. Nietzsche, que ya había cumplido treinta años, miraba al
futuro y consideraba que tendría que vivir setenta u ochenta para termi­
nar su gran obra. En la carta del 25 de octubre de 1874 a Malwida pre­
sentó algo así como un cuadro general de su vida: de las 13 consideracio­
nes inactuales proyectadas, tres estaban ya terminadas y una cuarta «bulle
en la cabeza»; aproximadamente en cinco años terminará estos auténticos
trabajos de Hércules, que lo son también de depuración. Y luego: «Ima­
gine usted una hilera de 50 escritos como mis cuatro anteriores, todos
ellos obligados a salir a la luz a partir de la experiencia interna; con ello
uno tendría que generar un efecto...». En una segunda carta a Malwida
Nietzsche confirmábalas buenas intenciones: «Por cierto, estoy decidido
a hacerme viejo, pues, de lo contrario, no se puede hacer nada». Y añadía
cautelosamente: «No por placer de vivir quiero llegar a viejo».
También rechazó el deseo de Bülow de que se dignara traducir a Leo-
pardi a causa de las consideraciones inactualés previstas, y que ocuparían
cinco años. Los trabajos los había realizado en pequeñas vacaciones y
períodos de enfermedad, pero ahora —lamentablemente— estaba sano.
«Ninguna enfermedad a la vista», escribió, pues los baños diarios con
agua fría no le dan ninguna probabilidad de que vaya a volver a caer en­
fermo, de modo que ni siquiera puede esperar nuevas posibilidades de es­
cribir gracias a una enfermedad, como no sea que se cumpla su sueño de
tener una finca.
La salud duradera, de la que aquí hablaba en tono medio irónico, era
la condición de su amplio proyecto de vida, de los cincuenta escritos en
los que su fantasía trabajaban sin descanso. El año 1874 había sido para
él llevadero gracias a una disciplina férrea. En Navidad viajó una vez más
a Naumburg, para ver el «Fluchtburg», a su madre y su hermana, a Pinder
y Krug, que, en comparación con Rohde y con él mismo, le parecieron
«ancianos de treinta años». Ahora, la longevidad le parecía una fórmula
sumamente apetecible. Calculaba que su madre, que había cumplido cua­
renta y nueve años, viviría hasta 1924 si doblaba su vida y hasta 1973 si la
triplicaba. Él mismo se había propuesto llegar a una edad aceptablemen­
te avanzada y con ello poco a poco se convertiría en algo así como el her­
[4 3 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

mano mayor de Elisabeth, mientras que la juventud «momificada» de ésta


la predestinaba a ser la nietecita.
Elisabeth, la eterna doncella, debía viajar ahora a Italia a donde él la
seguiría en Pascua. Estos planes se hicieron en Naumburg. En Italia es­
pera Malwida, la amiga maternal y cariñosamente casamentera y tal vez le
presente una novia adecuada. Todo marcha a pedir de boca, incluso a
Wagner y Cosima les había arrancado concesiones. La universidad era so­
portable, la familia Miaskowski se cuidaba de proporcionarle alegría y
compañía en Basilea. La nueva amiga, señora Baumgartner, tradujo el
Sch open hauer al francés y, ¡oh milagro!, al final incluso el editor Sch-
meitzner se mostró satisfecho con la venta de las consideraciones inac­
tuales.
Capítulo 2

Bayreuth- unprincipio y unfin

Un «espíritu libre»: esta fría palabra hace... bien, casi calienta.


Nietzsche, prólogo de Humano, demasiado humano

Voy a la iglesia con Fidi y Eva - «A hora dad todos gracias a D ios» a
la luz de las velas.
Cosima Wagner, diario, 24.12.1874

yer, como en el primer día del año, vi el futuro con auténtico

A estremecimiento». Esta declaración de Nietzsche en la carta a


Malwida del 2 de enero de 1875 tenía sus buenas razones. Veía
cómo había desaparecido lo que tenía, y a sus manos no llegaba nada nue­
vo. El proyecto de Bayreuth avanzaba, a pesar de todas las dificultades, y
en el verano de 1876 conocería la inauguración de los festivales. Así se
perfilaba la situación, pero él, que en otro tiempo había pensado ser el
príncipe heredero de Wagner, su representante en los dominios de la for­
mación y del espíritu, había sido prácticamente excluido. Nietzsche aún
no sospechaba que el gran día del inicio traería consigo también el fin de
su amistad con los Wagner, pero percibía que, si no había ruptura, la
amistad estaba amenzada de extenuación, de agotamiento paulatino. En
el espacio de pocos meses había estado veintitrés veces en Tribschen y ha­
bía mostrado en alto el número de esas visitas como un estandarte; para
contar las estancias en Bayreuth le bastaba, y sobraba, con los dedos de
una mano, y ahora, con sólo pensar en su próxima visita — obligada, no
ardientemente deseada— , sentía una opresión. La carta de castigo del
[4 4 0 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE

maestro era clara al menos en este punto, pues le ofrecía su propia casa
como asilo y su compañía como remedio para todos sus males. ¿Habría
podido contestar negativamente?
Aún peor fue la carta de Cosima, muestra de agradecimiento por el
escrito que Nietzsche le envió en su cumpleaños. «Estas líneas le encon­
trarán todavía en Naumburg», le escribió la esposa del maestro, añadien­
do que ya no le gustaba escribirle a Basilea, pues le recordaba «desercio­
nes y muchas cosas parecidas». En lo que seguía, casi cada una de las
frases estaba envenenada, pues enfrentaba al buen Nietzsche de antes con
el rebelde de ahora. «Nuestra Nochebuena fue alegre» como entonces en
Tribschen; por la mañana resonó el idilio de Siegfried, como entonces,
pero «¡cuán lejos están ahora aquellos tiempos!». Y ya está allí su rival,
más afortunado que él: Gersdorff, el mejor amigo de Nietzsche y ayudan­
te infatigable de Wagner, ha regalado a Cosima un cuadro que la ha «con­
movido hasta lo indecible» «por la más que sorprendente adivinación o
reconocimiento de la amistad». Es la C oronación d e la V irgen M aría de
aquel Moretío que tiempo atrás, en su desdichado viaje a Italia, debió de
conocer en Brescia. Cosima ha recibido el presente de Gersdorff como
delicada alusión (a quién sino a ella). Cosima escribe que el cuadro se po­
dría llamar «el milagro de las alegrías y las heridas», y efectivamente su
vida parece hecha de «alegrías y heridas».
No se puede negar que, a pesar de toda su mentalidad de protestante
libre, siempre se le ocurre alguna buena idea católica o una escena de la
Biblia, como la de la escala de Jacob: esta vez el abeto es tan alto que ella,
como el buen Dios, lo adorna desde la galería; los ayudantes escribanos
de la «cancillería de los Nibelungos» se balancean arriba y abajo en la es­
calera, mientras el maestro descansa como un nuevo Jacob. Cosima es
ahora una cristiana decidida y así en su original alemán escribió con refe­
rencia al libro de Hartmann sobre la «autodestrucción del cristianismo»:
«Esto queda por debajo de todos los conceptos». Lee atentamente (¡esto
es también una pequeña punzada!) a Overbeck, el teólogo, discute sobre
él con vicarios y consejeros consistoriales. Y, entonces, ¿qué queda del
gran proyecto de que un día Nietzsche iba a ser el educador del joven
Siegfried? «Ahora», escribe Cosima, «mi marido elabora un esquema de
educación para Sigi»; establece un premio de mil táleros para aquel que
sea capaz de desarrollar el plan en sus detalles. También ahora se pasará
al ámbito que le es más propio. Al final, buenos deseos de «entereza y re­
nuncia», ni una palabra de un nuevo encuentro.
La declaración de Nietzsche de que está decidido a llegar a viejo debe
verse también a la luz de estas cartas de Bayreuth. Si él no puede volar
más alto que Wagner, le sobrevivirá, pues éste tiene ya casi sesenta y dos
años. Lo que Nietzsche no sabe, pero puede sospechar es que, a medida
que va envejeciendo, Wagner es cada vez más dependiente de Cosima, de
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 4 1 ]

su increíble fuerza y aguante, de su fe en él, de su coherencia en todas las


cosas económicas y sociales. Cosima es el motor de su éxito, pero su fuer­
za se nutre de religiosidad y capacidad de sufrimiento. Sus aficiones y re­
laciones aristocráticas la condenan a la ortodoxia: los librepensadores son
burgueses.
Si Nietzsche pudiera ver lo que se lee en Bayreuth durante las tran­
quilas noches de invierno de 1875, tendría que sacudir la cabeza con
tristeza: muchas noches los dos Wagner se sumergen en la lectura de G es-
chichte des X Jrchristentum s [H isto ria d el cristian ism o p rim itiv o] , de Gfró-
rer. Todo esto conduce a lo sumo a las tesis y sugerencias de Overbeck,
pero está muy alejado de Nietzsche. La exposición de Gfrórer procede
todavía de la época romántica, apenas si está afectada por la moderna crí­
tica de la Biblia. Pero considera «muy sugerente y cautivadora» su con­
cepción del Evangelio de Juan y añade la devota jaculatoria: «¡L as pala­
bras de nuestro Redentor están por encima de todas las cosas!». Donde
aún habría un puente hasta Nietzsche que, cavilando en su gruta basilen-
se, queda desconcertado por la actitud de todos y cada uno de sus dioses.
Si seguimos las anotaciones del diario de Cosima, vemos que ella y Ri­
chard han firmado una especie de concordato en cuestiones de religión:
fe cristana y filosofía de Schopenhauer, culto al genio y religiosidad tienen
su derecho a la vida y se unen en lo más alto. El 10 de junio es firmado,
por así decir, el acuerdo: «Filosofía schopenhauereana y Parsifal como co­
ronación artística. Esto lo decidimos después de leer con cierto placer en
las K ritisch e G an ge [ V ías críticas] de Vischer un párrafo sobre la antigua
y la nueva fe...». Lo recordamos: «La antigua y la nueva fe se inscribía en
el intento del honrado David Friedrich Strauss de fundar una nueva reli­
gión, libre de cristianismo, para los ciudadanos alemanes, intento en el
que Nietzsche había hecho también sus méritos. Pero ahora ya no se ha­
blaba de él, y Strauss volvía a aparecer como un personaje secundario en
el plan. Wagner coronaría su vida con una obra cristiana, «lo hemos deci­
dido».
Como es sabido, el proyecto de Parsifal es viejo, pues se remonta a los
primeros días de abril de 1857, momento en el que fue estructurado en
tres actos. «Un cálido, soleado viernes santo me inspiró el Parsifal con su
santo sentimiento», así se lo había comunicado el 14 de abril de 1865, de
nuevo un viernes santo, a su rey, muy sensible a los caballeros devotos y
que gustaba de verse como Parsifal. En agosto del mismo año trabajó
nuevamente en la versión en prosa del texto, y el primer día de Navidad
el profesor Nietzsche, el más querido hijo de la casa de Tribschen, pudo
leerla. «Impresión renovada y horrible», recoge el diario («horrible» sig­
nifica aquí, a buen seguro, fortísima), y a continuación «conversación de
altos vuelos de Richard sobre la filosofía de la música». Nietzsche le ha­
bía espiado.
[4 4 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

Acerca de este Parsifal, Wagner dijo entonces que lo haría cuando tu­
viera ochenta años, antes vendrían las obras teatrales: Lutero, Bernhard
von Weimar, Barbarroja. Ahora todo ello era dejado de lado. El cristia­
nismo primitivo de Gfrórer conducía a Parsifal como la inminente lectu­
ra de C h ristlich e M ystik [M ística cristian a ], de Górres. Extraña inversión:
ahora Wagner leía —con cierta resistencia— al piadoso Górres (del que
después tomó la conversión del primitivo nombre Parzival en Parsifal),
mientras Cosima se instruía con ayuda del ilustrado Lichtenberg. La ar­
monía del matrimonio era total. El decano evangélico era, junto al fiel
banquero Feustel, el mejor amigo de la casa de Bayreuth, y Cosima parti­
cipaba en unas conferencias para damas sobre una alfombra de iglesia.
Naturalmente, todos eran tolerantes: al buen Gfrórer se le perdonó in­
cluso que — como se decía ahora de Overbeck— se hubiera pasado al ca­
tolicismo. Entonces, observó sabiamente Wagner, los jesuítas no eran tan
perversos, y el clero protestante era demasiado superficial para espíritus
superiores.
Si Richard había sido recuperado, al menos parcialmente para la reli­
gión, Cosima tenía aún más empeño en hacer atractiva la nobleza al viejo
revolucionario de barricada. Si la gente la llamaba a ella «marquesa de
Bayreuth» no se trataba de una simple broma. Equipararse con su prínci­
pe en honores y tratamientos y demostrarlo era para ella una necesidad
del corazón. Los grandes viajes artísticos que emprendieron en febrero y
que los llevaron a Viena, Budapest y Berlín, consolidaron el rango de
Wagner: ¡allí estaban todos, y todos se veían! La anciana protectora, la
princesa Metternich, la princesa Hohenlohe, los condes de Andrassy, el
príncipe Licchtenstein, la princesa Biron, el conde Redem, el señor Von
Radowitz. La nobleza intelectual estaba representada en Viena por Ma-
kart y el arquitecto Semper, en Berlín por Helmholtz, Mommsen y Men-
zel («cuyo hermano político nos recibió con acordes de E l crepúsculo de
lo s d io se s»), Wagner y Cosima desayunaron con Lothar Bucher, brazo de­
recho de Bismarck («arrebatado por primera vez por la música, grita so­
lemnemente en la sala...»). Comprendemos las anotaciones que Cosima
hace en su diario el 16 de enero: «Richard habla de la importancia que la
nobleza podría tener aún para el arte y la vida».

Antes de que Cosima emprendiera el gran viaje con su Richard, pen­


só todavía en Nietzsche, combinando lo práctico y lo psicológico con la
sutileza que le era propia. Se disculpó una y otra vez por atreverse a pre­
guntarle, a pedirle que, si era posible, Elisabeth la sustituyera como «ma­
dre» para los niños durante su ausencia y la de Richard. Insistió en que se
trataba de un gesto de amistad: ya hay institutriz, ama de llaves, jardinero
y sirviente; si accede, Elisabeth, hermana del profesor, será presentada a
LAS PE NA S DE LA VER AC I D A D [4 4 3 ]

sus amigos de Bayreuth. «El hecho de que solicite de usted y de su herma­


na semejante prueba de cariño le permitirá ver sin duda cómo contemplo
yo nuestras relaciones,» A decir verdad, para él sólo tuvo una frase: «Oja­
lá que se encuentre usted bien y lleve su yugo con resignación». Nietzsche
no titubeó, asintió, rogó, ordenó categóricamente, abatió la oposición de
la madre y sus reparos religiosos respecto de los Wagner. Elisabeth se ale­
gró interiormente: ahora pertenecía al grupo de los elegidos.
Como se puso de manifiesto, Elisabeth se entendía estupendamente
con Cosima: a su lado aprendía; allí nació la Elisabeth que después regi­
ría en Weimar como Cosima en Bayreuth. Fue presentada en sociedad;
cuando partió Cosima, ella fue autorizada a dirigir la casa. Y de hecho la
controló y descubrió irregularidades. Cuando Cosima, entre viaje y viaje,
estuvo de nuevo en Wahnfried, llegó el momento y, como supremo triun­
fo, Cosima ofreció amistosamente a Elisabeth el tratamiento de tú. Más
tarde, Elisabeth elogió el encanto y el señorío de Cosima y se limitó a de­
cir que era demasiado alta y delgada, su boca y su nariz demasiado gran­
des. Todo esto eran puntos a favor de ella, la gordita.
Como su hermano, Elisabeth pensaba en términos jerárquicos. Lo
que hacía no era una pequeña sustitución, sino la toma de posesión de un
cargo. Esto tenía que ser confirmado, por así decir, disipando todas las
sombras. De este modo llegamos a aquella carta de Nietzsche de enero de
1875 a ella, que presuntamente copió del original, ya desaparecido, pero
que con toda probabilidad se inventó y redactó con frases entresacadas
de la consideración inactual sobre Schopenhauer. Era algo inmenso, era
como si le hubieran puesto en la mano un testamento: «...pues eres tan
buen amigo y compañero, y con toda seguridad cuanto más viejo te hagas
y cuanto más te alejes de la atmósfera de Naumburg, en tanta mayor me­
dida entrarás en mis intenciones y empeños». La primera «falsificación»
—la filología de Nietzsche señala otras muchas— se aprovecha con toda
seguridad de la buena fe como antes, en tiempos lejanos, la falsificación
de aquellos documentos con los que los papas justificaban sus pretensio­
nes de propiedad: si no fue así, ésa fue al menos la intención del preclaro
bienhechor.
El hermano se aferró desesperadamente a la oferta de Cosima. El sólo
podría seguir viviendo en la confianza — aunque ésta se revelara como
ilusión en momentos de autocrítica— de que significaba algo para los
Wagner, de que su propia misión cultural estaba relacionada de alguna
manera con la de ellos. En este contexto, a Elisabeth le correspondía un
puesto ciertamente más modesto pero no carente de relieve. La carta que
él escribió realmente a la hermana estaba muy alejada de toda solemne
consagración e iniciación en su universo mental. La estancia, escribió
Nietzsche, era una alta escuela para ella, de modo que podía ser iniciada
a fondo en sus relaciones. Cuando él piensa en las obligaciones futuras
[4 4 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

que tiene con la familia Wagner, le parece importante que Elisabeth «sea
perfectamente conocida e introducida».
Con ello se aludía al plan de Wagner — ¿o era sólo un capricho?— , de
acuerdo con el que Nietzsche debía asumir la tutela de Siegfried. Si ésta
implicaba otras tareas, la ayuda femenina podía llegar a ser realmente im­
portante. Pero advirtió a Elisabeth que no debía derivar de ello una espe­
cie de incorporación en la comunidad espiritual de Wahnfried. Nietzsche
conocía a su hermana y su desdichada e irreprimible tendencia a irrumpir
en el campo intelectual, y le aconsejó que se mostrara «sencilla»; «cuanto
más natural te muestres», le recomendó, «tanto más fácil te resultará,
pues lo único difícil es mantenerse en un papel, cuando con los Wagner
no hay que representar ningún papel». Si Nietzsche encargó una misión a
su hermana ésta fue que reiterara a los Wagner su inamovible lealtad. Eli­
sabeth hizo algo más, en cuanto que informó a los Wagner que su herma­
no no era en líneas generales tan melancólico como él se mostraba frente
a ellos; en Naumburg había mostrado su lado alegre y en Basilea se diver­
tía de lo lindo cuando se reunía con otros profesores. Los Wagner hicie­
ron ver que se alegraban de ello.

Mientras los Wagner hacían su desfile triunfal, Nietzsche seguía de


mala gana con sus clases. A su historia de la literatura griega asistían siete
estudiantes, su «Retórica de Aristóteles» era seguida por dos estudiantes,
que ni siquiera eran filólogos, sino teólogos. Los planes de escribir esta­
ban aplazados; sus pensamientos giraban en torno al tema que había ocu­
pado a Wagner y Cosima cuando leyeron a Gfrórer: la relación entre ju­
daismo y cristianismo, pero en una dirección completamente distinta. El
mantenía penosamente en pie la conexión; pidió una foto del maestro (¡él
también tenía sus relaciones de altos vuelos!) para la hija política del ma­
riscal von Moltke y envió una carta exultante tras la aparición de la parti­
tura para piano de E l crepúsculo d e lo s d io ses, pero en cierto modo espe­
raba que llegara una llamada para él («siempre esperando algo en silencio
de Bayreuth», escribió Nietzsche el 8 de mayo a Gersdorff).
Pero su destino era duro. Mientras él seguía con impaciencia los
triunfos de Wagner (hacía ya mucho tiempo que había roto su juramento
de no mirar más los periódicos), en el círculo de los amigos íntimos se
Droducía una catástrofe: la caída de Romundt. Puede decirse que Ro-
nundt era en la jerarquía de amigos el más cercano — después de los dos
ntimos, Rohde y Gersdorff— y siempre se le citaba junto con Overbeck,
:1 «amigo de casa, mesa y pensamiento». Por los motivos que sea, Ro-
nundt es, entre los amigos de Nietzsche, aquel al que sus biógrafos han
ledicado menos atención. No era una persona importante, pero Nietzs-
:he sentía apego hacia él, y él, por su parte, le admiraba. Era compañero
LAS PE NA S DE LA V ERAC I DAD [4 4 5 ]

de casa en la cueva basilense, como Overbeck, y de los tres era el único


que había seguido una línea coherente: había estudiado filosofía y ahora
era un filósofo docente. Como schopenhauereano sintonizaba con ellos,
pero, a diferencia de Nietzsche, profundizó en la filosofía escolar, empe­
zó a especular siguiendo las huellas de Kant y consiguió la cátedra de Ba-
silea con un trabajo que llevaba el ambicioso título de «L a esencia de las
cosas y el conocimiento humano». Estaba dedicado al amigo Nietzsche,
que lo reconocía con orgullo (como la primera vez que se le dedica una
obra científica). Romundt enseñaba ahora en Basilea, tenía en clase hasta
veinte alumnos, y todo iba sobre ruedas.
Pero pronto se puso de manifiesto igualmente que en Basilea no había
esperanzas de conseguir un puesto para un schopenhauereano. Podía ser
también que se dieran cuenta de que con la filosofía de Romundt no se lle­
gaba a ninguna parte. Dicho claramente, Romundt era un hombre confuso
(cosa que no es nada rara entre los amantes de la filosofía). Así pronto sur­
gieron problemas, tanto de naturaleza práctica como ideal. También Ro­
mundt, un año más joven que Nietzsche, tenía que ser atendido de alguna
manera, y como no había ninguna esperanza de que le llamaran para ocu­
par un cargo, sólo quedaba la enseñanza. Esta perspectiva abatió amarga­
mente al arrogante filósofo, destruyó su buen humor, y el hombre del eter­
no buen humor al que Nietzsche eligió por dos veces como compañero de
viaje (una vez al Bergün y después, junto con el joven Baumgartner, al Rigi),
se volvió terco, gruñón y porfiador. «Un hombre honrado y serio», había
dicho de él Nietzsche, pero en el curso del año 1874 cambió de opinión. En
tono irónico escribió a Overbeck, el otro compañero de vivienda: «Ro­
mundt tiene proyectos literarios; privatim funda el Estado y la religión». En
otras palabras, Romundt trataba de seguir las huellas de Nietzsche.
Luego, a finales de enero, llegó lo peor. Rohde se enteró de que había
surgido un nuevo fantasma: «N o te asustes si te enteras de que Romundt
proyecta pasarse a la Iglesia católica y quiere hacerse sacerdote católico».
Poco a poco los dos amigos se habían ido dando cuenta de que Romundt
ya no participaba en sus ideas y conversaciones, sino que persistía «en un
silencio hosco» que no auguraba nada bueno. Al final llegaron las confe­
siones y las «explosiones clericales». Después de ocho años de estrecha
amistad, esto era para él una ofensa. «¡Nuestro buen clima protestante!»,
gritó Nietzsche en su carta, nunca se ha sentido tan cerca como ahora del
espíritu liberador de Lutero. Se preguntaba si Romundt estaba todavía en
su sano juicio y si no sería mejor que le trataran con baños de agua fría. A
decir verdad, Nietzsche se sentía herido, profundamente herido como
amigo, y en lo sucesivo habría de tener más cuidado con sus amistades. Es
interesante la observación, contenida en la carta a Rohde, de que teme
que la mancha de esta conversión recaiga en él, aunque le repugna pro­
fundamente la esencia católica.
[4 4 6 ] F RI ED R I CH N I E T Z S C H E

¿Y por qué habría de recaer en él? En definitiva él era un «hereje» en


toda la extensión de la palabra, y no sin pasión escribió a Rohde que él
también estaba convencido de representar «algo sagrado». Mientras ocu­
rría esto, la ofensiva contra la Iglesia católica conocida como K u ltu rk am p f
alcanzaba su punto culminante, se promulgaba la llamada «ley de la ces­
ta del pan» (E rotkorbgesetz) contra el clero católico y se preparaba la ley
que disolvería las órdenes religiosas; Pío IX por su parte había declarado
no válida la ley prusiana contra la Iglesia. En el primer sobresalto, Nietzs-
che pensó que era un complot, como en el caso de Rosalie Nielsen. ¿Se
trataba de una trampa, de una indagación de los más ocultos pensamien­
tos? ¿Se había ganado Romundt su confianza para abusar de ella? La des­
confianza contra las fuerzas oscuras cobraba fuerza. ¿Qué dirían los basi-
lenses, honrados protestantes, de esta misteriosa historia salida de una
oscura cueva de intelectuales? ¿Era ésta en realidad un nido de ladrones?
Pronto en la cueva de intelectuales se produjeron intensos debates:
¿qué iba a ser de Romundt? El nuevo fantasma del sacerdocio católico
desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido; ahora ha­
bía que convencerle de que debía abandonar la profesión de librero.
Nietzsche le explicó las posibilidades para el futuro que él tenía como
profesor de segunda enseñanza. Pero Romundt estuvo indeciso hasta el
mismo día de su marcha, y los dos amigos tuvieron que hacerle entrar en
razón por así decir a la fuerza. Fue una situación desagradable, «muy tris­
te». A esto se sumó la despedida, a la que Nietzsche asignó una «enorme
fuerza simbólica»: «Los empleados cerraron las portezuelas de los vago­
nes y Romundt quiso bajar el cristal de la ventana para decirnos algo,
pero éste se resistió y, mientras lo intentaba una y otra vez y se esforzaba
—inútilmente— en hacerse comprender por nosotros, el tren se puso en
marcha lentamente y todo lo que pudimos hacer fueron señas».
Aquello era como en la historia de los diez negritos, sólo que ahora
eran sólo dos. La triple alianza de los tres visionarios se disolvió y la amis­
tad se deshizo por completo. Overbeck estaba prometido, Rohde se en­
contraba lejos, ¿qué iba a ocurrir ahora con la orden, con el convento,
con el oasis? Y en casa de los Wagner, las celebridades se limitaban a en-
:rar y salir, como explicaba Elisabeth en sus cartas: el hijo del emperador,
/arios archiduques en el concierto vienés, las mujeres más hermosas y los
íombres más famosos.
Gersdorff, en carta de 17 de abril de 1875 informa de lo siguiente: tras
a despedida de Romundt, Nietzsche tuvo que guardar cama «al día si­
guiente con un dolor de cabeza que le duró treinta horas y repetidos vó-
nitos de bilis». Su grave enfermedad, que se repite a intervalos de tres se-
nanas o catorce días y siempre de la misma manera, hasta que en años
»osteriores se convierte en una dolencia permanente, empezó con la des-
>edida de Romundt. Lo que sufrió con anterioridad no es nada en com­
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 4 7 ]

paración con estos accesos a modo de cólicos, en los que inciden los do­
lores de cabeza y de estómago. Son, en otras palabras, la falta de confian­
za en sí mismo y las náuseas que le produce el mundo.
Si el año 1874 había quedado en suspenso, 1875 presencia la llegada
de la catástrofe con música fúnebre. En la carta a Rohde del 5 de febrero,
habla por primera vez de que trabaja diez minutos cada dos o tres sema­
nas en un himno a la soledad. «Quiero captarla en toda su patética belle­
za.» En marzo comunica a Malwida que ha terminado una nueva pieza
musical de considerables dimensiones, un himno a la soledad que ha
compuesto con corazón agradecido.
En el legado de Nietzsche no hay ni rastro de esta composición. Lla­
ma la atención el hecho de que las dos veces que él la menciona la rela­
ciona con el H im n o a la am istad . Lo que él ha planeado, esbozado o sólo
improvisado al piano es ahora el triste epílogo de los entusiastas proyec­
tos de amistad de ayer.
«Con corazón agradecido» ha trabajado Nietzsche en la nueva pieza;
esto es un encubrimiento o humor negro, o una terca glorificación de un
estado de sufrimiento. Ahora, cuando mira al futuro, se protege, utiliza
evasivas. En una carta a Elisabeth, fechada el «viernes santo de 1875»,
dice que este verano se presenta «curioso»: Overbeck se va a someter a
una cura durante todo un semestre, Elisabeth no va a verle y Romundt ha
desaparecido. Nietzsche está completamente solo en su cueva de Basilea.
Es cierto que aún se celebran fiestas nocturnas y bailes, pero sin él:
«Quiero eliminar para siempre toda la vida social nocturna». La conclu­
sión final suena como un estribillo: «El verano es, pues, muy extraño».
Un pequeño consuelo: el fiel Gersdorff estaría allí tres semanas. Ha­
bía vuelto escribir a su madre y a Elisabeth, a la que decía: «¡Cuánto me
gustaría hablar de nuevo contigo!». ¡Añoranza de Elisabeth! Nietzsche le
encarga que salude de su parte a los Wagner, «casi siempre hablamos de
ellos». Esto es una fórmula social, pero ahora ocupan su mente cosas muy
distintas. En una carta de esta época menciona al misterioso expósito
Kaspar Hauser, que entonces daba que hablar, pues se acababan de pu­
blicar los documentos oficiales sobre el caso Hauser existentes en el Ar­
chivo Estatal de Badén. Para Nietzsche el mudo forastero era algo más
que un interesante caso criminal y escandaloso. ¿No era él también un
misterioso mensajero, posiblemente de la más distinguida alcurnia, y na­
cido en el seno de una familia de Naumburg? ¿No era él también mudo,
incapaz de comunicar a sus coetáneos sus profundos pensamientos? ¿No
había ocurrido lo mismo con Romundt? Tenía deseos de comunicarse,
pero entre él y los demás había un tabique de cristal y todo lo que podía
hacer eran señas. Este era el principio de su pasión,
En el E cce hom o aparece esta trágica frase: «En un tiempo absurda­
mente temprano supe que a mí nunca me alcanzaría una palabra huma­
[4 4 8 ] FRIEDRICH NIET ZSC HE

na». A los catorce años pidió que le regalaran las G en fer N ovellen [N o ve­
la s g in e b ñ n as] de Rodolphe Toepffer, en las que se habla de un distingui­
do expósito que se cría en una casa parroquial. Y al loco le pasa por la ca­
beza el nombre de aquella Stephanie von Badén que era sobrina de la
emperatriz Josephine y creía que el hijo que había tenido en 1812, muer­
to prematuramente en circunstancias extrañas, había aparecido luego
como Kaspar Hauser.

En el invierno del incipiente año 1875 se manifiesta como leitm otiv


todo lo que vamos a ver persistentemente en las lamentaciones de los pró­
ximos años: viento helado, desierto, soledad. No se puede negar que
Nietzsche se sumergió con cierto placer en esa soledad, que se entregó á
ella como a una nueva amada. La hermana cuenta que en el otoño de 1875,
cuando vivieron juntos, casi cada noche tocaba el himno a la soledad.
A decir verdad, los lazos con los viejos amigos no se rompieron de in­
mediato. Este año desgraciado, Rohde, el amigo íntimo ya tenía bastante
con cuidarse de sí mismo, y Nietzsche fue relegado a la inusitada condi­
ción de consolador y ayudante: Rohde mantenía una relación amorosa y
seguía sin ocupar un puesto de profesor numerario, trabajaba para ello
como un poseso en su grueso libro sobre la novela griega. En septiembre
fue a Basilea, pero esta vez no se sumergió incómodamente en la angustia
laboral de Nietzsche, sino que, bien recibido, se mantuvo libre. «Justa­
mente ahora ha llegado, en limpio, mi himno a la amistad», le escribió
Nietzsche antes de la llegada; «ahora llegas tú, y todo debe seguir adelan­
te como un himno...» Inmediatamente después de la marcha le invitó de
nuevo para principios de invierno. «Tu soledad me horroriza tanto como
a tí mismo», se dice en esta compasiva carta. Suena como salida plena­
mente del alma, cuando Nietzsche añade: « Y aquí, en una soledad para
dos, encontraríamos al menos el consuelo de una relación leal y una ada-
pación a las costumbres mutuas». Y termina diciendo: «Me has vuelto a
demostrar confianza y cariño y unión cordial, y justamente ahora. ¡Cuán­
to te lo agradezco!».
Ahora más que nunca, Gersdorff se mostró como el viejo e inconmo­
vible amigo que era. Tenía proyectos de matrimonio, pero, tratándose de
muchachos de treinta años, esto flotaba por así decir en el aire, y el pro­
pio Nietzsche le aconsejó y le convenció de que estableciera pronto una
buena unión. También en él resuena lo que Nietzsche le dice en diciem­
bre, como motivo de su cumpleaños, más cálido que nunca: «Hasta aho­
ra hemos tenido en común, viejo y fiel amigo Gersdorff, un buen trozo de
juventud, experiencia, educación, afecto, odio, empeño y esperanza; sa­
bemos que nos alegramos de corazón aunque sólo sea de estar juntos, y
creo que no necesitamos prometemos ni elogiar nada, pues tenemos pie-
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 4 9 ]

na fe uno en otro». Sobre estas confesiones flota cierta atmósfera otoñal;


ésa era su intención.
Incluso con el renegado Romundt las cosas fueron nuevamente mejor.
Nietzsche, más moderado y amable que en mucho tiempo, le envió a su
exilio sajón buen té y dulces basilenses, y se alegró de la vuelta del hijo
pródigo cuando Romundt se presentó por carta como el viejo amigo.
También Deussen dio nuevamente señales de vida, y Nietzsche le escribió
en tono sorprendentemente cordial, cuando a menudo le había dirigido
duros reproches. Con Burckhardt las relaciones eran de nuevo sólidas,
hasta el punto de que parece ser que éste manifestó a un amigo que los
basilenses nunca volvería a tener un profesor tan bueno como Nietzsche.
¿Y cuál era la situación de la Universidad de Basilea? Por fin se llenaron
las pequeñas aulas, hasta el punto de que en la lección sobre literatura
griega, en el semestre de invierno, Nietzsche tuvo once alumnos. Por pri­
mera vez tenía alumnos de los que se podía sentir orgulloso: el joven
Baumgartner, al que atrajo a su lado como amigo, al pequeño Kelterborn,
que le regaló la disertación de Burckhardt sobre la cultura de los griegos,
limpiamente escrita en 448 cuartillas, el delicado y sensible Albert Bren­
ner, jurista. «También me hablaron de un muchacho que marchó a Aus­
tralia y antes se procuró mis escritos», comunicó a Gersdorff. En el se­
mestre de invierno llegaron «dos jóvenes músicos y compositores» de
lejos, concretamente de Annaberg, en Sajonia, para oír personalmente a
Nietzsche. Uno de ellos era aquel Heinrich Kóselitz que se iba a conver­
tir en el Eckermann de Nietzsche con el nombre de Peter Gast.
Ahora, aquí y allá aparecen «seguidores» y «admiradores». Un autor
de nombre Opitz envió a Nietzsche, con motivo de la tercera considera­
ción inactual, un poema que empezaba con esta estrofa:

El librito sobre Schopenhauer


se apodera potente, como la mejor poesía,
del alma, y una ráfaga de alegría
la sacude liberándola y elevándola.

Un anciano caballero de Leipzig se presentó como «fracasado filóso­


fo universitario», al que el gobierno había hecho callar hacía treinta años.
Una librería vienesa preguntaba en nombre de «un fiel seguidor» el títu­
lo de su obra sobre Homero. Él anotaba diligentemente la llegada de es­
tas golondrinas que tal vez anunciaban la primavera de su fama.
Ahora Nietzsche estaba seguro de su causa. La crítica ya no le podía
apartar de su camino; era cosa de eruditos. Él seguía su camino, y quien
quisiera podía seguirle. ¿Qué podía importarle que la marquesa Gue-
rrieri-Gonzaga encontrara «deprimente» su consideración inactual so­
bre Schopenhauer, «a pesar de algunos grandes pensamientos, que me
[4 5 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

iluminaron como rayos?». Nietzsche le escribió a su vez en tono categó­


rico: «N o, muy distinguida señora, no es lícito que una música heroica
le produzca una impresión deprimente». Y cuando la marquesa le rogó
en tono conciliador que, si iba a Italia, le dijera algo, Nietzsche guardó
silencio.
También de Francia llegaron noticias que difícilmente le podían ale­
grar. La prestigiosa R evu e critiq u e d ’h isto ire e t d e littératu re publicó una
crítica del ensayo sobre Schopenhauer que empezaba así: «Este tercer
trabajo ha sido una decepción para nosotros». El anónimo comentarista
se pregunta qué se habría podido hacer con el tema de Schopenhauer y
entiende que el autor, Nietzsche, no deja de dar vueltas en torno a la idea
de que Schopenhauer no era un pedante ilustrado sino un hombre com­
pleto. Ciertamente en algunos pasajes se vislumbra la originalidad, la
fuerza y la energía de anteriores consideraciones, pero el conjunto es dé­
bil y adolece de abundantes repeticiones. Nietzsche escribió seco y arro­
gante: «Hay que pensar que la crítica procede de un camarero francés
antes que de un intelectual francés». Se equivocaba, pues probablemen­
te procedía del propio editor de R evu e, que no era otro que aquel G a­
briel Monod que se había casado con Olga Herzen, hija adoptiva de
Malwida, y al que Nietzsche había enviado como regalo de boda su com­
posición M on od ie a deu x.

Es posible que esta crítica lejana fuera también culpable de la escasa


o nula productividad del año 1875. Nietzsche tenía miedo a escribir y aún
más miedo a publicar. A principios de año aún pensaba escribir las diez
consideraciones inactuales que le faltaban en cinco años, pero en la carta
de año nuevo a Malwida expone sus dudas: «Ya no sé cuándo voy a con­
tinuar mi ciclo de [consideraciones] inactuales». En lugar de ello, los fi­
nes de semana iba a casa de la señora Baumgartner en Lórrach, que tra­
bajaba en la traducción al francés del trabajo sobre Schopenhauer.
¿Qué tema debería abordar como número cuatro de ía serie? El tema
de Wagner, que había puesto en marcha un año antes con heréticas ano­
taciones, era a la vez estimulante y angustioso. Wagner era la pesadilla y la
gran esperanza, el rival ilimitadamente admirado y a la vez vigilado. Y,
como no se entregaba, un día habría que imponerse a él intelectualmen­
te, pero esto requería tiempo. De momento, las obligaciones con Wagner
le pesaban como algo horroroso: la carta que tenía que escribir para su
cumpleaños el 22 de mayo, la participación en las pruebas en agosto. Esto
ya bastaba para ponerle enfermo.
Así, Nietzsche abordó el otro tema, de hecho una nueva edición de E l
n acim ien to de la traged ia y las disertaciones So b re e l fu tu ro de n u e stras in s­
titu cio n es docen tes bajo el título de N osotros, lo s filó lo g o s. Cuando, en
Arriba: Karl Ludwig y Franziska Nietzsche, padres de Friedrich Nietzsche
Abajo: Iglesia de Röcken hei Lützen, con la casa parroquial
donde nació Friedrich Nietzsche
Arriba: Schulpforta a mediados del siglo XIX
Abajo: Bonn, vista desde Stockentor, hacia 1830
Friedrich Nietzsche hacia 1864
Arriba: E l joven Eriedrich Nietzsche y su profesor Friedrich-Wilhelm Ritschl
Abajo: Leipzig con la Vaulinerkirche y la Universidad , hacia 1830
A la derecha: Elisaheth, hermana de Nietzsche,
foto de 1870 y retrato pintado por Hans Olde
Friedrich Nietzsche corno «voluntario»
Arthur Schopenhauer, 1859
Arriba a la izquierda: Cari von Gersdorff
Arriba a la derecha: Peter Gast
Abajo a la izquierda: Erwin Rohde
Abajo a la derecha: Hans von Bülow
Arriba: Marte y A dolf Baumgartner
Abajo a la izquierda: Mathilde Trampedach
Abajo a la derecha: Hugo Senger
Arriba: Casa de Wagner en Tribschen, cerca de Lucerna
Abajo: Universidad de Basilea, 1859
Friedrich Nietzsche, 1867 (arriba)
y 1883 (abajo)
Co sim a Wagner, 1870
Arriba a la izquierda: David Friedrich Strauss, hacia 1870
Arriba a la derecha: Johannes Brahms, 1874
Abajo: Postal tras la inauguración de la sede
de los festivales de Bayreuth
'* s \ 4nj

L iKxH\xñ

Lou Andreas-Salomé
Friedrich Nietzsche, ya enfermo, con su madre
SÍÉÉ

Arriba: Bustos de Nietzsche realizados


porM axK ruse, 1902 (izquierda)
y M axKlinger, 1904 (derecha)
Abajo: Mascarilla
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 5 1 ]

marzo le visitó Gersdorff, Nietzsche le dictó el texto; en Pascua ocurrie­


ron algunas otras cosas. El texto, inusitadamente rico en ideas, que em­
pieza con imponente hermetismo y luego se disuelve en notas y observa­
ciones sueltas, precursoras de los aforismos, está hoy oculto en los
fragmentos postumos. Uno de los capítulos lleva como título la cita de
Voltaire «II faut dire la vérité et s’immoler».
«Decir la verdad e inmolarse» era justamente lo que había que hacer.
Pronunciarse tan arriesgadamente contra el espíritu de la época le ponía
simultáneamente enfermo. Ya había tenido lugar el segundo acceso de
dolores de estómago y de cabeza, y ya se había prescrito a sí mismo la hui­
da como remedio: esta vez hacia Berna, como único huésped del Hotel
Victoria, «y desde allí recorrí montañas y bosques, siempre solo, e imagi­
né muchas cosas». Esto es lo que hará ahora durante toda su vida men­
talmente sana: cama y montañas, dolores y excursiones, y en estas excur­
siones todo aparece con absoluta claridad ante su mente, aunque en las
anotaciones figura primero lo que escribe el 8 de mayo a Gersdorff: «Pero
aún faltan el flujo y la efusión, y el valor para todo ello».
Llega el semestre de verano, y ya no queda tiempo para los trabajos li­
terarios. En el tiempo comprendido entre las 5 de la mañana y las 12 de
mediodía tiene que preparar trece horas de clase y asistencia; la tarde está
dividida entre las clases. Es cierto que por fortuna tiene a su lado a Elisa-
beth, que se cuida de preparar la comida, pero en junio comunica a Gers­
dorff la primera catástrofe: «Ya no era posible domar al estómago, ni si­
quiera con la dieta más ridicula, dolores de cabeza de la más intensa
naturaleza durante varios días, repitiéndose cada pocos días, vómitos que
duran horas enteras, sin haber comido nada; en una palabra, la máquina
parece como si quisiera saltar en pedazos, y no quiero negar que algunas
veces he deseado que así fuera. Agotamiento, dificultad para andar por la
calle, acusada intolerancia de la luz. Immermann [amigo de Nietzsche y
profesor de la facultad de medicina] me trató de algo así como úlcera de
estómago, y yo temía siempre que iba a vomitar sangre». Immermann le
trató con disolución de nitrato de plata y grandes dosis de quinina. No
sirvió de nada. A la madre se le comunicó piadosamente que Elisabeth te­
nía que seguir cuidando de su hermano a causa de la rigurosa dieta pres­
crita por el médico. Para el próximo semestre tienen previsto instalarse en
una vivienda que, como corresponde a la condición de sus moradores,
comprende una planta y media —seis habitaciones— , y contratar a una
criada llamada Carolina.
Nietzsche, delicado de salud, sensible y abandonado a su suerte des­
de hacía mucho tiempo, estaba ahora enfermo y es posible que presintie­
ra que su estado iba a empeorar. Cuando no sufría justamente un ataque
agudo, se arrastraba hasta la Universidad para impartir sus clases y reali­
zar sus ejercicios, cumplía como un soldado prusiano con su obligación,
[4 5 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

guardaba cama dos días a la semana y preveía que Bayreuth le seguiría ve­
dado. Como siempre, trató de reaccionar «valientemente». Como nuevo
remedio se prescribió una estancia de varias semanas en Steinabad, pe­
queño balneario de la Selva Negra, donde estaba el viejo doctor Wiel, es­
pecialista en enfermedades del estómago. En lo referente a su actividad
intelectual puede decirse que Se pasó al extremo opuesto. De ahora en
adelante el tema era: nada de literatura. Si alguna cosa le llamaba la aten­
ción, le conmovía interiormente, eran los planes de publicación, que
equivalían a salir de sí mismo y comparecer ante un público inculto, des­
deñoso, malicioso. Los sueños de aquel dominio de la cultura que un día
acabaría con la antigua prepotencia de los profesores e incluso pondría en
fuga a éstos, han quedado pulverizados.
Si había que hacer planes (¡y cómo habría podido vivir Nietzsche sin
planes nítidamente proyectados en el futuro!), tenían que ser con seguri­
dad basilenses. ¿Por no qué hacer algo importante como profesor? ¿Por
qué no escribir aquel gran libro sobre los griegos, que una vez había ima­
ginado y que Jacob Burckhardt le animó a escribir? Así, imaginó un plan
de siete años con trabajos que desembocarían en una gran obra sintetiza-
dora: literatura griega, antigüedad religiosa, antigüedad privada, antigüe­
dad del Estado, mitología, historia política, retórica y estilo, rítmica y mé­
trica (con música), historia de la filosofía, ética de los helenos. «Aquí nos
vamos a ocupar a fondo de los griegos», escribió a la señora Baumgartner,
y luego añadió categórico: «Como todavía tengo que permanecer alejado
de toda escritura durante bastante tiempo, cada vez lo veo con más clari­
dad; pertenece a las condiciones, lentamente descubiertas, de mi existen­
cia como intelectual basilense». Entonces intentó la proeza de conciliar
esa existencia basilense y su actitud personal con vistas al futuro; tenía
que renunciar a muchas cosas si no quería renunciar a lo principal. Y a
continuación venía la conmovedora observación de que su actitud no te­
nía que ver en absoluto con la cobardía, sino más bien con la arrogancia:
«pues calculo en grandes períodos de vida, y en esto se equivocó, por
ejemplo mi padre, que murió a los 36».
Nietzsche quiere llegar a viejo en aras de su tarea, como le había dicho
ya a Malwida. Aquí el motivo es recogido nuevamente, reforzado, y al
mismo tiempo se pone de manifiesto por primera vez la amenaza a la que
se refiere esta arrogancia: la prematura muerte del padre, a causa de un
ataque cerebral precedido de un «reblandecimiento del cerebro». Desde
los horribles ataques de mayo y junio, éste es su nuevo gran temor: si tie­
ne que morir también a los treinta y seis años, le quedan todavía seis añi-
tos. Por lo tanto, hacer planes para siete años supone una arrogancia, una
provocación a los dioses. En cualquier caso, él lo prueba. En los últimos
planes de las consideraciones inactuales había previsto cinco años para, al
margen de toda polémica, preparar una doctrina que de momento seguía
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 5 3 ]

oculta en el regazo del tiempo. Ahora lo dice abiertamente: mi padre se


equivocó en el cálculo, yo no me voy a equivocar.
El 16 de julio abandonó Basilea, llegó al pequeño balneario, situado
entre bosques, tras viajar en tren, coche de posta y a pie, y se instaló
como si estuviera en casa. En total había cuarenta huéspedes en trata­
miento, de los cuales a Nietzsche no le gustó ninguno; ya la primera no­
che tuvo que poner fin al ruido con enojados gritos de «silencio». Al día
siguiente le dieron una habitación más tranquila y permaneció en cama a
causa de un ataque. El doctor Wiel le diagnosticó gastritis catarral cró­
nica, con un significativo agrandamiento del estómago. En sus cartas
Nietzsche no se olvidó de mencionar este último detalle, que le pareció
curioso por apuntar al lado derecho. La cura empezó — detalle singular
en la historia de la cultura— con una lavativa que él mismo se tenía que
hacer con agua fría; después, a las 7, tenía que tomar una cucharada de
las de café de sal de Carlsbad, a las 8 un bistec de 80 gramos con dos biz­
cochos, a las 12,80 gramos de carne asada, a las 4 dos huevos crudos y
una taza de café con leche y, por último, a las 8 de la noche nuevamente
80 gramos de carne asada con gelatina; además, a mediodía y por la no­
che un vaso de Burdeos. A todo ello Nietzsche añadió por su cuenta un
baño en el lago a las 6. La idea básica del doctor Wiel era: siempre que
se pueda, poca cantidad, a fin de que no se ensanche el estómago, pero
en cambio alimento consistente, sobre todo carne. Era un apasionado
cocinero y había plasmado sus experiencias en un libro de cocina de ca­
rácter científico; le gustaba hablar de las modernas máquinas de picar
carne (la Klops le parecía especialmente idónea) y recomendaba utilizar
exclusivamente vajilla esmaltada. Como, además de lo dicho, el doctor
Wiel descubrió que su paciente tenía acumulaciones de sangre en la ca­
beza, le prescribió sanguijuelas.
El médico se mostró satisfecho del estado del enfermo en cuanto que
remitió el ensanchamiento del estómago; mucho menos satisfecho estaba
el enfermo con el médico, pues seguía teniendo dolores y los ataques se
repetían. Entonces hizo acto de presencia la falta de apetito, la carne le re­
pugnaba, y hubo que reducir la dieta. El doctor dijo sabiamente que lo
más importante era la dolencia estomacal de carácter nervioso y que ésta
sólo se podía tratar con una dieta estricta y muy larga. Nietzsche solicitó
información sobre máquinas de picar carne y —para propio regocijo—
mantuvo una correspondencia epistolar sobre la manera correcta de apli­
car lavativas. Pero también sollozaba: «En conjunto es muy desagradable
estar entre enfermos».
Mientras tanto sus amigos se reunían en Bayreuth, se empezaban a
realizar las pruebas y resonaban las trompetas. Apenas si hace falta decir
que el día previsto para el encuentro Nietzsche volvió a permanecer en
cama con un fuerte ataque y que a cada carta que le llegaba de Bayreuth
[4 5 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

su estómago se contraía convulsivamente. ¿Era una desgracia para él no


estar presente, o una suerte eludir las complicaciones del encuentro con
Wagner y Cosima? ¿O tenía miedo de no estar con ellos con la debida fre­
cuencia o con el debido realce? Cuando escribió a Rohde le dijo: «¡Todo
es desesperación! ¡Yo no la tengo! ¡Y no estoy en Bayreuth! ¿Sabes cómo
se conjuga esto?». En realidad era muy fácil de conjugar y comprender:
en espíritu, Nietzsche estaba casi siempre allí, en Bayreuth, volaba de un
lado a otro como un fantasma, en los paseos dirigía la interpretación de
piezas enteras de su música, que conocía de memoria, y simultáneamente
susurraba la melodía. Sí, él seguía siendo un admirador de Wagner, pero,
a ser posible, desde lejos, en los bosques y las llanuras donde no hay pie­
dras en las que tropezar, donde no existen problemas de rango y presti­
gio. Allí susurraba melodías, alzaba los brazos y representaba lo que le ha­
bría gustado ser: Wagner.
Pero ésa era sólo una parte de sus vagabundeos por los bosques. La
otra, más gratificante, era hacer planes para el futuro. En la euforia de es­
tos paseos por los bosques reflexionaba en lo que había imaginado en sus
horas de abatimiento en Basilea: siete años de trabajo servil como profe­
sor. «Tuve algunos días muy buenos, tiempo fresco y frío, y recorrí mon­
tañas y bosques, siempre solo, pero no puedo decir cuán animado de sen­
timientos agradables y alegres. ¡No me atrevería a expresar las esperanzas
y las probabilidades y los planes en cuya exacta actualización me recreo!»
En la descripción de esta estado de felicidad hay que prestar atención a
las palabras elegidas por Nietzsche: «exacta actualización» expresa con
toda seguridad más que la simple descripción de posibilidades futuras; es
el estado de éxtasis, la anticipación visionaria, el acto de «representar» no
ya a Wagner, sino a un filósofo, futuro conquistador del mundo.
El nuevo impulso empieza ciertamente de manera muy modesta, con
el estudio de un librito sobre H an d elsb etrieb sleh re u n d d ie E n tw icklu n g
d es W elthandels [T eo ría com ercial y d esarro llo d e l com ercio m u n d ial] de
un tal Arnold Lindwurm, pero se trata de cubrir las graves lagunas que ha
dejado en él la formación de Pforta, Bonn y Leipzig, en aras de una as­
censión lenta pero sistemática que le permita tener una visión libérrima
sobre la cultura con ayuda de «varias, laboriosas, ciencias, sobre todo las
más severas». Como a Gersdorff, a la señora Baumgartner le escribe para
decirle: «Ahora emergen en mí muchas cosas y de un mes a otro veo más
nítidamente algunos detalles sobre mi tarea en la vida, sin que hasta aho­
ra haya tenido el valor de decírselo a alguien». Y de nuevo recurre al símil
del escalador: «Un paso tranquilo, pero muy decidido, peldaño tras pel­
daño... Tengo la impresión de ser un escalador nato». Y añade: «Ve usted
con cuánto orgullo puedo hablar». Desde su infancia, él tiene algo de re­
signado, pero ahora, cuando recibe tanto cariño, se puede atrever a con­
fiar en su verdadero destino. También frente al singular Cari Fuchs abre
LAS PE NA S DE LA VERACI DAD [4 5 5 ]

su corazón en una gran carta en la que a un mismo tiempo se confiesa y


da consejos: las cosas han llegado a un punto en el que ha decidido limi­
tarse a vivir día a día, pero en Steinabad, vagabundeando por montañas y
bosques, ha aprendido a ser de nuevo valiente: «la existencia más caute­
losa en muchos aspectos puede ser siempre también la más valiente res­
pecto de un hecho capital». El término «existencia cautelosa» alude aquí
tanto a los peligros de la enfermedad y, por lo tanto, a la necesidad de una
dieta rigurosa, como a una estricta reserva frente a todos los excesos, pero
también a una actitud prudente en el descubrimiento de proyectos y
—sobre todo— en la publicación de sus escritos.
A él, Fuchs, cierta «fogosa premura» le ha arrebatado a menudo el
éxito de las manos. El, por el contrario, puede trabajar durante años en
algo sin que nadie lo note y luego, cuando tiene la impresión de que está
a punto, recogerlo. «En ese trabajar durante años», sigue diciendo
Nietzsche en este pasaje que le sitúa súbitamente bajo la luz, «no se trata
realmente de un deseo... Es sólo como una imaginación percibida condi­
cionalmente... A usted le resultará difícil creer que llevo conmigo muchas
y magníficas imaginaciones de esa naturaleza, para las que súbitamente
estaré preparado.» Se trata, pues, de visión, no de un deseo. Nietzsche
tampoco se habría opuesto a la palabra alucinación; de hecho, en su di­
sertación sobre la religión de los griegos había insistido en que para éstos
los dioses no eran simplemente algo simbólico sino también tangible.
Si el vaivén entre proyectos —de un lado, la resignación con el equi­
paje de profesor a la espalda y, de otro, el súbito recurso a la cultura gene­
ral, incluido el comercio mundial— nos parece caprichoso, el estudio sú­
bito de materias muy alejadas de su especialidad nos parece propio de un
diletante, mientras que su intento de refugiarse en estados de euforia du­
rante las excursiones por los bosques lo tenemos que contabilizar como
rasgo patológico; ciertamente esto no era «sensato» en el sentido burgués
de la palabra. No obstante, más allá de todos sus titubeos y sus tropiezos,
más allá de toda su arrolladora fantasía y sus asustadizos temores, Nietzs­
che era consciente de que su camino estaba hecho de aparentes desvíos y
rodeos. Uno de esos desvíos —integrado por numerosos estudios margi­
nales, desde el comercio internacional hasta la meteorología y un tratado
sobre los Alpes— le llevó lentamente a sus libros de aforismos, hechos de
ráfagas y fogonazos; el otro desvío —plasmado en estados de euforia y vi­
siones— desembocó más tarde en el papel de profeta que adoptó su per­
sonaje Zaratustra. Al final de este camino se encontraba lo que llamamos
locura: el mucho saber y conocer pasa a ser, ya en el Ecce hom o, el delirio
de la omnisciencia; y cuando, a finales del año 1888, se quitó la máscara de
Zaratustra, quedaron al descubierto las más sorprendentes posibilidades
del alucinador visionario: el rey, el delincuente, el dios.
En su vida burguesa había muchas cosas que a Nietzsche le llamaban
[4 5 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

la atención por grotescas; por ejemplo, que junto con el bondadoso doc­
tor Wiel investigara los fallos de fabricación de una jeringa de lavativas. Y
en su vida como profesor de la Universidad de Basilea o en sus relaciones
con Elisabeth recurría a menudo a las bromas para salvar una situación.
Si aportaba relatos de Mark Twain a las tertulias basilenses de los martes,
si pedía a Elisabeth que le leyera las obras de Walter Scott, si recomendó
a Rohde el Q u ijo te como consuelo, todo ello eran —consciente o incons­
cientemente— medidas contra el Nietzsche solemne, el reformador y agi­
tador del mundo que iba creciendo en su interior como el niño en el vien­
tre de la madre.
El era a buen seguro plenamente consciente de la escisión de su pe­
cho, esas oscilaciones determinadas por el estado anímico que en el ám­
bito clínico se conocen con el nombre de «maníaco-depresivas». El 7 de
junio de 1875 escribió a Rohde: «Esta parte de la vida es dura, uno aún no
se ha resignado. Pero uno se ve a sí mismo con toda claridad. La vista es
tal que a veces tengo demasiado coraje y esperanza, y cuando pienso en lo
que nos rodea y en dónde hay que intervenir, tengo la sensación de que ya
no podría mover ni un dedo».

Resignación activa fue la palabra clave del nuevo período de su vida


tras la estancia en el balneario de Steinabad, que a decir verdad no acabó
con la dolencia de estómago, pero que purificó y dio alas a su mente. Ante
Gersdorff lo describió como una «especie de decepción, pero una decep­
ción que mueve a la propia actividad como el aire fresco del otoño». No
esperar ya nada más, retirarse a su propia concha de caracol, a una forta­
leza, desde la cual uno podría contemplar lo que ocurría fuera sin verse
«importunado» por la vida. El sueño de la finca conducía ahora, en su
versión urbana, a tener una casa propia en Spalentor, 45.
Con un hogar propio Nietzsche se sentía, como escribió a Romundt,
«indeciblemente [subrayado] mejor. Desde los trece años no había vuel­
to a vivir «en entornos tristes». Ludwig von Scheffler, futuro escritor so­
bre temas de arte, describe así la vivienda de Nietzsche, que conoció a
raíz de una invitación, cuando era estudiante, que éste le hizo: «En el sa­
lón de Nietzsche, grandes y mullidos sillones recibían acogedoramente al
que llegaba. Estaban cubiertos con fundas blancas adornadas con aque­
llos atractivos motivos florales que las famosas fábricas de cretonas de
Vlühlhausen venían suministrando desde la época francesa. ¡Ramilletes
de violetas y rosas! Y cuando uno se sentaba en un sillón tan galante, la
nirada volvía a fijarse en flores frescas. En vasos, en vasijas colocadas en-
:ima de las mesas, en los rincones, rivalizaban a través de su discreta mez-
:1a de colores con las acuarelas de las paredes». Otros visitantes queda-
jan menos admirados y consideraban que las cortinas de muselina con
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 5 7 ]

lacitos azules hacían pensar en la vivienda de una solterona o en un hogar


pequeñoburgués alemán.
Sea como fuere, lo cierto es que Elisabeth se había hecho traer de
Naumburg viejos muebles de la familia, muebles que hoy gozarían de un
gran prestigio por ser de estilo «Biedermeier», e hizo todo cuanto pudo
para que la vivienda fuera acogedora y confortable. Nietzsche estaba con­
tento con ella. A Gersdorff le escribió: «Gracias al alegre talante de mi
hermana, que congenia perfectamente con mi temperamento, posible­
mente yo lo he tenido más fácil que otros muchos; nuestra manera de ser,
que he descubierto con alegría en todos los hermanos de mi padre, nos
lleva a buscar la soledad, a ocupamos en nuestras cosas y a dar a las per­
sonas, antes que a pedir mucho de ellas». A la madre, a la que había que
consolar por la marcha de Elisabeth, le escribió diciéndole que él y su
hermana caminaban juntos como dos buenos caballitos enjaezados.
Tenemos que retener estos juicios para hacer justicia a Elisabeth y su
papel en la vida de Nietzsche. Ciertamente hizo cosas incorrectas con el
legado de Nietzsche y con su fama postuma, y algunos investigadores
como Karl Schlechta tenían sobrados motivos para enojarse con ella y
destapar sus maquinaciones. Pero si Nietzsche soportó con cierta bonan­
za el el año 1875, marcado por una grave enfermedad, fue mérito de ella.
«Deseo, no puedo decir cuánto, ir junto a ti», había escrito a Elisabeth
desde Steinabad.
También hay que tener presente los motivos. Elisabeth se parecía al
padre como Nietzsche, que creía haber heredado del padre tanto la en­
fermedad como el genio, el sentido musical y el deseo de actuar e inter­
venir. Ella no acabó con la soledad de Nietzsche, su deseo de estar a so­
las, sino que la acrecentó; pero lo hizo de una manera que, por ordenada,
lejos de causarle trastornos le liberó de muchas molestias. Algo que él no
dijo fue que ella le había devuelto el recuerdo de una infancia feliz, que se
había truncado súbitamente con la marcha a Schulpforta.
Ahora para él había algo llamado felicidad, y en la carta de cumplea­
ños a Gersdorff la describió de manera casi arcaica: «Un hogar sencillo
con una vida diaria muy ordenada, sin fiebre de honores o relaciones so­
ciales, la convivencia con mi hermana (con lo cual todo alrededor mío es
nietzscheano y extrañamente tranquilo), la certeza de tener amigos selec­
tos y cariñosos, la posesión de 40 buenos libros de todos los tiempos y to­
dos los pueblos (y de otros no precisamente malos), la felicidad inamovi­
ble de haber encontrado en Schopenhauer y Wagner como educadores,
en los griegos, los objetos diarios de mi trabajo, la fe de que de ahora en
adelante ya nunca me faltarán buenos amigos, todo esto conforma ahora
mi vida».
También la lectura de obras budistas le impulsó a seguir este camino
de sabiduría; la medida se inscribía en esa formación abierta a todos los
[4 5 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

campos que ahora buscaba con vistas a su futura profesión como maestro
y pensador. De manera especial cuando estaba enfermo en cama se apo­
deraba de él la convicción de que la vida carecía de valor, de sentido, de
que todas las metas eran engañosas. Entonces, en el espacio comprendi­
do entre el querer y la renuncia, quedaba como última región de la vo­
luntad de vivir el deseo de conocer, «un trozo de purgatorio si volvemos
la mirada a la vida con insatisfacción y desprecio, y un trozo de Nirvana
en cuanto que con ello el alma se acerca al estado de la contemplación
pura».
La carta a Gersdorff, en la que aparece todo esto, fue enviada a me­
diados de diciembre de 1875. Un mes más tarde estaba destruido el idi­
lio. Gersdorff leyó: «Queridísimo amigo, ya han pasado las Navidades
peores, más dolorosas y más horribles que he conocido en mi vida. El pri­
mer día de Navidad se produjo, tras varios anuncios cada vez más fre­
cuentes, un hundimiento en toda regla. Ya no me era lícito dudar de que
me torturaba una seria dolencia cerebral y de que el estómago y los ojos
sólo sufrían a causa de esta acción central. Mi padre murió a los 36 años
de una encefalitis, es posible que en mi caso todo ocurra más de prisa».
Recordemos en este contexto su primera mención de la enfermedad del
padre («en esto se equivocó mi padre, que murió a las 36 años»). Ahora
el fantasma está de nuevo aquí, la sombra del padre que se cierne como
un espíritu sobre el hijo, le acompaña en lo que podríamos llamar el des­
censo de Nietzsche a los infiernos, y esa sombra sólo se alejará en el mo­
mento en el que Nietzsche deje atrás la ominosa fecha de sus treinta y seis
años.

Retrocedamos en el libro de su vida. Las cosas no le habrían ido bien


si, tras los felices paseos por los bosques de Steinabad, Nietzsche no hu­
biera pensado de nuevo en la música. Realmente una de sus preocupacio­
nes era que alguien — concretamente Türmer, residente en Naumburg,
una de cuyas aficiones consistía en escribir partituras— copiara en limpio
su himno a la amistad, en cierto modo como canto para la entrada triun­
fal en la nueva vivienda. Y habría ido abiertamente en contra de su natu­
raleza si, después de los ejercicios mentales en los bosques, no hubiera
empezado de nuevo a escribir. En septiembre escribió al editor Schmeitz-
ner: «Si me desea usted salud y tranquilos días de otoño, pronto estará
terminado algo de lo que usted se alegrará un poco».
Por la misma época Nietzsche comunica a la señora Baumgartner que
quiere peregrinar hasta el Pilatus con Overbeck y pensar con él algunas
cosas «de las que nadie sabe nada y no sabrá nada».
Más sorprendente es lo que le dice a Gersdorff a finales de septiem­
bre de 1875. De una parte: «N o hago literatura, el asco a las publicacio­
LAS PE NA S DE LA V ERAC I DAD [4 5 9 ]

nes aumenta a diario». De otra parte: «Pero cuando vengas quiero leerte
algo que te alegrará, algo de la impublicable consideración n. 4 con el tí­
tulo de “Richard Wagner en Bayreuth”. Se ruega silencio».
El 7 de octubre, en una carta a Rohde Nietzsche se muestra más ex­
plícito: «Richard Wagner en Bayreuth» está casi terminado, pero ha que­
dado muy por detrás de lo que pretendía, de modo que para él sólo tiene
el sentido de una orientación «en torno al punto más difícil de nuestras
experiencias anteriores». Nietzsche ve que ni siquiera ha conseguido
orientarse plenamente, de modo que no puede pensar en ayudar a otros.
Así, pues, la consideración número 4 no será impresa.
Nos volvemos a acercar al «punto esencial de la vida de Nietzsche, al
más crítico y «más delicado», y tenemos todos los motivos para seguir de­
talladamente los procesos mientras contemos con testimonios. La manio­
bra con la que Cosima se había llevado a Elisabeth a Bayreuth era genial;
ayudó a los Wagner a salir de un apuro momentáneo y colocó a los Nietzs­
che donde, de acuerdo con Cosima, debían estar: entre el personal auxi­
liar del genio. Y si al amigo Nietzsche, por su parte, no le faltaban los
arranques geniales (sobre todo en descubrimiento y reconocimiento de la
genialidad de Wagner), por otra parte era tan extraño y extravagante (por
ejemplo, en su terca manía de rechazar las invitaciones que le hacía el ge­
nio) que ya no se podía contar en serio con él.
Por lo demás, Nietzsche tenía la sensación de ser un protegido que
había caído temporalmente en desgracia, que podría recuperar su antigua
posición de mano derecha, de asesor intelectual, con buen comporta­
miento, pero sobre todo esforzándose en prestar servicios al genio. Por
eso Nietzsche insistía en que su hermana aceptara la propuesta de Cosi­
ma. Por eso esperaba angustiado las noticias de Bayreuth, y por eso se sin­
tió feliz cuando Cosima le envió desde Viena una medalla de bronce con
el perfil de Wagner. Cautelosamente, Nietzsche preguntó a través de su
hermana si Cosima, francesa de nacimiento, tendría acaso la amabilidad
de revisar la traducción de su Sch open hauer que había hecho la señora
Baumgartner. Ella contestó con evasivas, sí, tal vez, en el viaje hacia Wei­
mar, si tiene tiempo... De todo ello no salió nada.
Además, Cosima le hizo varios encargos: que enviara E l n acim iento de
la traged ia al príncipe Liechtenstein. En una carta a casa, Nietzsche pro­
testaba: ¿por qué enviar un ejemplar a Liechtenstein? Siempre nos pre­
sentamos ante estas personas como si quisiéramos algo de ellas; para él,
su izo, aquello era repugnante. Pero el libro fue enviado. Además, Nietzs­
che escribió a Cosima, y Cosima respondió en el más dulce de los tonos:
«¿Qué diría usted si, en contestación a sus líneas, le pidiera que me traje­
ra bombones de Estrasburgo?». La dama hablaba en serio, pues no le era
lícito pedir una cosa así al comisario imperial de aquella ciudad. De todos
modos, confesó que la señora Baumgartner podía atender su pedido de
[4 6 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

«unas libras de caramelos, también p âte d ’ab ricots, una caja de fr u its con­
f it s (no en líquido sino escarchados), una bolsa de naranjas escarchadas».
Todo esto para aquel agosto en el que iban a tener lugar las pruebas, para
invitados o niños de Wahnfried.
Cosima sabía muy bien cómo tenía que tratar a su Nietzsche; una pa­
labra bastaba para amansarle: Tribschen. En Tribschen él había adquirido
marionetas que ahora estaban en torno a ella; y en esta ocasión le pedía
dulces. Alguien podría pensar alguna cosa más. Pero ella era lo bastante
infame para decir en la misma carta que, debido a las muchas ocupacio­
nes, no había tenido tiempo de informar de su carta al maestro, por lo que
tampoco podía transmitirle sus saludos. Y «muchas gracias por el envío al
príncipe Liechtenstein».
En sus cartas, Cosima hablaba de grandezas: al año siguiente se iban
a representar en Viena todas las obras de Wagner, en Berlín el Tristán.
Además se rodeaba de nombres como Mommsen, Helmholtz, Hülsen,
Andrassy, Semper, Lenbach y Makart, «todo un ciclo de impresiones y
experiencias». ¿Qué era frente todo aquello la hermana política de Molt-
ke? «Ahora llevamos una vida salvaje llena de bellas experiencias artísti­
cas.» ¿Qué significaba en estas circunstancias una carta del profesor
Nietzsche? Además todo parecía indicar nuevamente que éste no acudía
a Bayreuth utilizando como pretexto su enfermedad. Nietzsche recibió la
carta de Cosima en Steinabad y remitió diligentemente el encargo a la se­
ñora Baumgartner, esta vez sin murmurar. Su mala conciencia le ator­
mentaba. Lo que una y otra vez le asaltaba, hería y torturaba, lo que le
obligaba a guardar cama y a hacer de tripas corazón, ya entonces un psi­
quiatra competente lo habría definido como «morbus Wagneri». Si la
«apostasía» de Romundt y su marcha habían sido los primeros causantes
de los ataques convulsivos, ahora el mal se consolidaba bajo la presión de
los compromisos pendientes: el cumpleaños de Wagner y las pruebas de
Bayreuth. Nietzsche tenía que escribir y no podía. Tenía que ir a Bay­
reuth, quería ir, aunque sólo fuera porque allí se iban a reunir todos sus
amigos, pero no se acababa de decidir. La enfermedad era a un mismo
tiempo tormento y refugio.
Así, pues, Nietzsche pasó el cumpleaños de Wagner castigado por los
dolores y su carta no llegó a manos del maestro hasta el 24 de mayo de
1875. La carta estaba compuesta artísticamente, como una obra maestra
de hábil elogio, y contenía a modo de evasiva una cita decididamente en­
tusiasta. Nietzsche había encontrado una «profecía sorprendentemente
bella», la oda de Hölderlin ¡O h fe liz corazón d e lo s p u eb lo s, oh p a tria !. Era
el homenaje más exquisito que alguien podría imaginar; ningún príncipe
habría podido recibir mayores halagos. Además Nietzsche había subraya­
do estos versos de la oda:
LAS PE NA S DE LA V ERAC I DAD [4 6 1 ]

...imagina una obra gozosa


que dé testimonio de ti, imagina una nueva imagen,
la única, como tú mismo, que
nacida del amor, y buena como tú, sea.

En el verso de Hölderlin en la prosa de Nietzsche «tú» alude a Ale­


mania; pero Hölderlin había enmudecido, y Wagner llevaba a cabo lo que
éste sólo había soñado: «¿Dónde está tu Delos, dónde tu Olimpia, para
que todos nos encontremos en la suprema celebración?». Bayreuth es De­
los y Olimpia, y Wagner es anunciado, como un día lo fue el Redentor,
por sibilas y profetas. Así, en términos bíblicos, se expresa el antiguo es­
tudiante de teología Nietzsche: Hölderlin sólo intuyó «lo que nosotros
vemos y profesamos».
¿Qué efecto produjo en el maestro, un tanto molesto con Nietzsche,
el exaltado homenaje? Éste no podía imaginar a qué extremos podían lle­
gar los prejuicios de los Wagner contra el «neogriego» Hölderlin. Con fe­
cha del 24 de diciembre de 1873, o sea, el día de Nochebuena, Cosima
anotó en su diario: «Malwida ha regalado a Richard las obras de Hölder­
lin. Richard y yo observamos con cierta preocupación la gran influencia
que este escritor ejerce en el profesor Nietzsche; pompa retórica, acumu­
lación de imágenes impropias..., pero una intención bella y noble. A pesar
de ello, dice Richard, él no podría creer en semejante neogriego; a cada
momento esperaba que dijera: Yo estudié en Halberstadt, etc.». Wagner,
el pequeño y astuto sajón, era un realista; la única retórica que apreciaba
era la suya. El neohelenismo, evangelio de Nietzsche desde E l nacimiento
de la tragedia, era sólo un juego de máscaras en el que pronto aparecía el
provinciano alemán. Además, de acuerdo con los patrones de la época,
Hölderlin era un mal poeta y, por si fuera poco, había terminado loco.
Así es el Hölderlin de Nietzsche. Pero también el texto de su carta,
centrado en una idea, es sumamente interesante: el enfermo rinde home­
naje al sano, el derrotado al victorioso, y lo hace con el gesto sumiso con
el que los antiguos vasallos honraban a sus soberanos, proclamándolos en
salvadores y redentores: «En verdad, querido maestro, escribirle con mo­
tivo de su cumpleaños significa siempre y sólo desearnos suerte, desear­
nos salud... Pues yo debería decir realmente: es por estar enfermo y por el
egoísmo que acecha en la enfermedad por lo que [los enfermos] son obli­
gados a pensar siempre en sí mismos: mientras que el genio, en la pleni­
tud de su salud, sólo piensa en los otros, bendiciendo y curando instinti­
vamente allí donde pone su mano». Esto equivalía a quemar incienso:
curar imponiendo las manos era un privilegio de los taumaturgos anti­
guos (y, después, de los cristianos). Nadie lo sabía mejor que Nietzsche,
especialista en filología griega.
Nietzsche se ufanaba todavía de otra comparación; contenida ya en
[4 6 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sus apuntes de 1874, reaparece en R ich ard W agner en B ayreuth : Wagner


es el dramaturgo nato, y por eso su vida se debe comparar con un drama
de mucha acción: «...como si usted fuera tan dramaturgo que sólo así pu­
diera vivir y, en cualquier caso, morir al final del quinto acto». El azar se
aparta de él, le teme; en la vida de Wagner todo es «necesario y férreo».
«Nosotros, otros seres humanos, siempre nos agitamos en alguna medida,
y así ni siquiera la salud recibe algo sólido.»
Es posible que Wagner aceptara los exagerados elogios, pero también
que sacara sus propias conclusiones. En cualquier caso, ya había cumpli­
do sesenta y cuatro años y no estaba precisamente sano, aunque poseía
una sorprendente vitalidad que abarcaba incluso lo físico. «Morir al final
del quinto acto» significaba para Nietzsche ser duro como el hierro, ne­
cesario y distinguido. Para Wagner el final del quinto acto estaba inquie­
tantemente cerca; ya sólo el proyecto de «Parsifal» le separaba del fin.
¿No se percibía también en este pasaje de la carta la impaciencia, incluso
la fina burla, de alguien mucho más joven que él?
Gracias al conocimiento de las obras y tesis posteriores de Nietzsche
podemos deducir, retrospectivamente, el sentido de esta extraña carta de
cumpleaños. Ahora y en el futuro cada vez más, el problema central era
enfermedad y salud, como en Hamlet ser o no ser. Concibió, a modo de
visión, el ideal de la gran salud, pero ésta no tenía que ver en modo algu­
no con el vigor y la productiva vitalidad de Wagner (sustituidas ahora por
la enfermedad y la decadencia), sino con la curación de Nietzsche conse­
guida tras un largo proceso de sufrimiento y recuperación. Al final él se­
ría el triunfador.
Wagner no contestó o, si lo hizo, fue mediante un rodeo decidida­
mente perverso. El 31 de mayo de 1875, o sea, inmediatamente después
de recibir la carta de cumpleaños, fechada el 24, escribió a Cari von Gers-
dorff y le agradeció que hubiera aceptado su consejo en un asunto im­
portante (su boda), añadiendo que se alegraba de haber podido ser útil a
un amigo. ¡Cuántas veces, en cambio, un contacto más estrecho molesta
y confunde! «Esto», sigue diciendo Wagner, «no tiene nada que ver con
nuestro querido Nietzsche, acerca del cual, por cierto, no podría imagi­
nar que hubiera sido más feliz sin haberme conocido.»
A continuación viene un pasaje extraño, no precisamente fácil de en­
tender, que tenemos que citar en toda su extensión: «Sin embargo, en un
campo de la vida me vino a la mente que se convertirá fácilmente en cié­
naga si no podemos huir a tiempo... Creo que, de acuerdo con una con­
templación más próxima, siempre estoy sumergido en la ciénaga, sólo que
no veo gran cosa de lo que realmente constituye mi capacidad. Lo mejor,
si es que aparezco así ante mis buenos amigos, como si yo flotara en el
aire: eso es cosa suya.»
También el final o, mejor dicho, los dos finales de esta carta son claves
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 6 3 ]

de pensamientos más profundos. Gersdorff recibe el mensaje: «Usted es


mi amado amigo, en el que tengo mi complacencia, exactamente como el
buen Dios / Su / Richard Wagner». Para Nietzsche es la posdata: «¡D en­
tro de 6 días celebramos el sexto aniversario de la primera estancia de
Nietzsche en Tribschen!».
«Exactamente como el buen Dios», ése es d papd que Wagner gusta­
ba de representar. No tenía nada en contra d d culto al genio, creía firmí-
simamente en su misión (¿cómo, si no, habría podido terminar el teatro y
los festivales de Bayreuth, siendo como era un particular?), pero además
poseía sentido de la ironía y perspicacia para ver el mecanismo y el fun­
cionamiento d d mundo, y sobre todo el papel que él, Wagner, desempe­
ñaba en este mundo. Esta era la dénaga en la que se debatía y éste era su
destino. Los buenos amigos no veían la ciénaga, sólo al que luchaba por
salir de ella. Tenían que hacerlo, era su tributo a la amistad. Por dudar,
por hablar del «Wagner de la dénaga» en sus oscuras y misantrópicas re­
flexiones, Nietzsche había sido destronado y su sitio había sido otorgado
a Gersdorff, que ayudaba y se dejaba ayudar, como hijo muy amado. La
cita bíblica era suficientemente explícita. Para el hijo perdido, sólo una
triste referencia: Tribschen, ¡eso pertenecía a otros tiempos! Pero Elisa-
beth incluyó ingenuamente la carta de Wagner a Gersdorff en su libro so­
bre W agner y N ietzsch e en la época de su am istad , como prueba de la «cá­
lida y amistosa inclinación de los Wagner hada él, tanto antes como
después».

Era como para volverse loco: en Bayreuth estaban todos aquellos a los
que él había llevado junto a Wagner —Rohde, Overbeck y Gersdorff—,
y justamente él había sido excluido, y ahora tenía que correr por los bos­
ques y consolarse susurrando las melodías de Wagner. ¿Cristalizaba en
planes y escritos lo que iba creciendo en su interior? ¿Pensaba en aquel
escéptico proyecto que había empezado en enero de 1874? ¡En absoluto!
Lo que plasmó sobre el papel a su regreso de Steinabad a Basilea era, con
sus muchas páginas, la más encomiástica celebración del gran hombre, un
homenaje de carácter hímnico, e incluso las ideas críticas de entonces, al
menos aquellas que ahora figuraban en el texto, estaban tan fundidas y
confundidas unas con otras, que, como si su autor conociera perfecta­
mente el alma del homenajeado, duplicaban el impacto de los elogios. Si
prescindimos de algunas referencias indirectas y alusiones sólo inteligi­
bles para el entendido, era en toda la línea la victoria del fanático, del poe­
ta ditiràmbico, del retórico Nietzsche sobre escépticos y psicólogos. Era
exactamente, visto a p o ste rio ri, aquella otra consideración inactual que
debía enlazar con el elogio de Schopenhauer como educador. Así lo había
programado él mismo: «por este camino..., sobre el que brillan, como dos
[464] FRIEDRICH N IETZSCH E

soles, Wagner y Schopenhauer y se extiende un cielo absolutamente helé­


nico». Schopenhauer como educador reclama a Wagner como educador:
la promesa se tenía que cumplir.
Pero, ¿por qué aparecía todo envuelto en el misterio, por qué tanto
miedo a publicar, por qué aquella actitud de mihi scribo, aliis vivo (escri­
bo para mí, vivo para los otros)? En cualquier caso, así era. Nietzsche vio
delante de él, como escritas con caracteres de fuego, las dos frases, y las
habría podido eliminar fácilmente, pero las dejó en el texto como garfios,
tan obstinado como cuando tuvo que ir a Bayreuth llevando consigo la
Canción Triunfal de Brahms: «La vida de Wagner, vista de cerca y sin ca­
riño, tiene en sí misma, recordando una idea de Schopenhauer, muchísi­
mo de comedia y, a decir verdad, de una comedia singularmente grotesca.
Como esta sensación, la confesión de una grotesca indignidad de tramos
enteros de la vida debió de incidir en el artista, que puede respirar, solo y
libre, en lo alto y más alto en mayor medida que cualquier otro; esto hace
pensar al pensador».
Precisamente a causa del recurso final de apelar al pensador se podía
entender como una llamada a leer todo el texto, por así decir, en clave de
sol, liberándolo del gran impulso del rapsoda y devolviéndolo a una to­
nalidad «muy próxima y sin cariño». Y el que tenía ojos para leer el texto
en este sentido, lo podía hacer. Ya al principio se podía leer, por ejemplo:
«Así, todos los que asistan a los festivales de Bayreuth serán vistos como
seres inactuales: seres que tienen su patria en un momento que no es este
momento y que encuentran en otro sitio tanto su explicación como su jus­
tificación». Esto se puede interpretar así: sólo yo, el inactual, tengo una
idea verdadera de Bayreuth, y el Wagner que yo proyecto aquí es el Wag­
ner de mis sueños, un Wagner como debería ser, visto con la distancia de
la grandeza histórica y con el cariño del genio para el genio, no un Wag­
ner como él era.
La conclusión final era que tales ideas no se podían publicar. Todos
las interpretarían erróneamente: el público sólo percibiría en ellas la li­
sonja, los Wagner descubrirían la crítica oculta; o sea, que era mejor guar­
dar silencio. También se podía pensar que Wagner en Bayreuth era un hí­
brido, un grandioso intento de reconquistar la posición de príncipe
heredero y el puesto de heraldo y, al mismo tiempo, de «proclamar la ver­
dad sin autoinmolarse».
Nietzsche volvió a caer enfermo en septiembre, tras la marcha de
Rohde, y en octubre, justamente en su cumpleaños. La carta de la señora
Wagner llegó demasiado tarde. Contenía el usual tratamiento, unas cuan­
tas frases convencionalmente amables («que siga usted sereno y se ponga
sano»), las consabidas preguntas curiosas («¿de dónde viene el refrán “el
que sabe esperar se hace con Nuremberg”?»). Ya ahora le atormentaba la
idea de si debía asistir a la inauguración de Bayreuth el año próximo.
LAS PE NA S DE LA VER AC I D A D [4 6 5 ]

El impulso productivo, vinculado a largos paseos y claros días de oto­


ño, se había extinguido. En las noches de invierno él leyó a Elisabeth tra­
gedias griegas, y ella a él dieciséis novelas de Walter Scott. Era como una
parodia de las veladas en casa de los Wagner. El desasosiego se apoderó
nuevamente de él, los grandes proyectos vagaban por su cabeza («selec­
ción de un inmenso material empírico de los conocimientos humanos»).
Entonces se puso a escribir extractos de la obra de Eugen Dühring Der
Wert des Lebens im Sinne einer heroischen Lebensauffassung [El valor de
la vida de acuerdo con una concepción heroica de la vida] y tomó notas de
todo ello, utilizando el texto como trampolín de sus propias ideas. Mien­
tras tanto siguió trabajando en la consideración inactual Nosotros, los fi­
lólogos y elaboró el plan para otra que llevaría el título de «Sobre la reli­
gión». En rigor, de todo ello no salió nada coherente sino, como había
comunicado él mismo a Malwida en agosto, «bocetos de bocetos» desti­
nados a «dar coherencia a mi vida».
Ahora podía volver la mirada a sus «cuatro pequeños escritos» con
expresión casi irónica, pero eran llamadas de aviso y de alerta «a jovenci-
tos y jóvenes empeños» que no podía aplicar seriamente a los adultos.
Aquel que quiera investigar el devenir de la filosofía de Nietzsche encon­
trará abundantes ideas en estos apuntes de finales de 1875. Nosotros es­
tamos más interesados en describir sus estados de ánimo, sus impulsos,
sus depresiones, sus esperanzas y su resignación. Ahora le costaba más
que nunca entenderse a sí mismo. Lo que había escrito sobre la cuarta
consideración inactual, ahora casi terminada — «no lo comprendo y veo
que ni siquiera yo mismo he alcanzado plenamente la orientación»— , era
ahora válido para todo lo que hacía. ¿Cuál era la verdad? ¿Cuál era su ac­
titud ante la religión? ¿Tenía que dejarla definitivamente a un lado? ¿Qué
valor tenía realmente Schopenhauer? El anotó: «Imponer a Dühring
como intento de una eliminación de Schopenhauer, para ver qué tengo de
Schopenhauer y qué no tengo». Estudió los escritos budistas porque
apreciaba la renuncia y la ascesis, «pero no enredarse con giros y expre­
siones judeocristianas», por las que sentía una profundísima aversión.
Ahora declaraba la guerra al «pensamiento impuro», aludiendo con ello
al pensamiento que no sigue rigurosamente su camino sino que se deja se­
ducir por sentimientos o consideraciones de utilidad.
Entonces en su campo visual entró una obra escrita de la que ya co­
nocía detalles sueltos por haberla oído como disertación. El autor era una
«persona muy reflexiva y dotada», que había pasado algún tiempo en Ba­
stea como amigo de Romundt y se llamaba Paul Rée. Nietzsche cogió en
sus manos Psychologische Beobachtungen, aus dem Nachlass von + + +
[Consideraciones psicológicas del legado de + + +], y encontró lo que ne­
cesitaba: frío análisis, penetrante sagacidad, formulaciones llevadas a lo
paradójico, como por ejemplo: «El que percibe que se ha comportado sin
[ 466] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

tacto con nosotros, no nos lo perdona». Nietzsche le escribe: «Usted si­


gue viviendo, pues, en mí y mis amigos», al tiempo que le anima a utilizar
la editorial de Schmeitzner si quiere publicar, y recibe una entusiasta car­
ta de agradecimiento del voluntarioso Rée, que está en París y ha tenido
que publicar anónimamente su primera obrita: «A partir de hoy tengo
plena confianza en mí mismo».
Rée le anima a ser consecuente. Ahora tenía razones para odiar y des­
preciar a los tergiversadores de la severa doctrina de Schopenhauer, a los
filósofos de moda, Hartmann o Dühring, que debían su éxito justamente
a su adaptación a los deseos y ambiciones de los filisteos de la cultura. Y
dice con agudeza: «L a fe en el valor de la vida se basa en un pensamiento
impuro». Acerca de Dühring, que niega que el egoísmo impone su ley en
las relaciones humanas, comenta: «Aquí él cae en lo pueril». Al intelec­
tual le comunica que tiene que comprender que él es siervo de un ser su­
perior que viene después de él, «de lo contrario es un borrego». Y en su
comentario sobre la religión podemos leer: «Dios es absolutamente su-
perfluo». Con idéntica perentoriedad podía escribir asimismo que la cas­
tidad era una de las más poderosas fuerzas impulsoras de la vida.
Ahora volvía, categóricamente afianzada, la utopía que había plasma­
do sobre el papel en la época de sus disertaciones culturales, aunque no
la había ofrecido a la vista del público: el gran tribunal. «Sueño con una
hermandad de seres humanos incondicionales, que no conocen indulgen­
cia alguna y quieren que se les llame “aniquiladores”: a todo le aplican la
medida de su crítica y se autoinmolan en aras de la verdad... No queremos
construir a tiempo, no sabemos si alguna vez vamos a poder construir, o
si tal vez no sería mejor no construir.» Ahora necesitaba correligionarios
para su tarea. Paul Rée era el hombre indicado para ello, y Nietzsche ya le
tenía en su lista. ¿Qué hacía aquí Bayreuth? «Hemos construido una
magnífica casa», había dicho Wagner, pero la casa tenía cimientos débiles.
La idea de Wagner estaba clara. Bayreuth era un engaño o una estafa.
«¡L o perverso y falso debe salir a la luz!» También esto era un programa
para 1876.
Pero, ¿merecía la pena todo esto? «Si todo va bien en el día y no me
asalta ninguna desgracia imprevista, terminaré mi tarea diaria y entonces
me pondré a descansar.» A las 8 un huevo, cacao y bizcocho, a las 12 un
bistec, a las 4 sopa, carne y un poco de verdura, a las 8 asado frío y té. A
continuación, Elisabeth y Walter Scott. La hermana describió el fraternal
idilio con amoroso pincel: paseos, bandadas de pájaros, perros, gatos, ni­
ños alegres que llevaban ramos de flores, campesinos que preguntaban al
profesor qué tiempo iba a hacer al día siguiente... Desgraciadamente, el
hermano se entregó con demasiada pasión a sus estudios, también a los
viejos y nocivos medicamentos. Así, poco después de Navidad, su salud
se vino totalmente abajo.
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [467]

Elisabeth silenció hábilmente lo que Nietzsche confesó a Gersdorff:


que su hundimiento se había producido justamente el primer día de N a­
vidad. Si se examinan los volúmenes de su correspondencia se descubren
las conexiones: desde la carta de cumpleaños a Gersdorff, el 13 de di­
ciembre de 1875, Nietzsche no le había vuelto a escribir. Y lo que había
disparado la tragedia: ¡ninguna carta de los amigos! Rohde guardaba si­
lencio, Gersdorff no escribía, Malwida no daba señales de vida, Cosima,
corresponsal concienzuda, no se decidió hasta el 26 de diciembre a ex­
presar su agradecimiento a Nietzsche por su carta de cumpleaños, una
carta que, aunque desaparecida, elogiaba con entusiasmo los méritos de
Cosima, como podemos inferir de la respuesta. La desgracia pura y dura
se había abatido sobre él. Elisabeth no nos ha dejado ningún comentario
escrito sobre este punto. En él había muchas cosas desagradables para
ella, responsable en definitiva de la casa del hermano y de su bienestar.

La crisis de Navidad sumió en sombras la existencia de Nietzsche. El


profesor Immermann combatió la dolencia a la usanza de la época: con
bolsas de hielo durante varias horas y, por la mañana temprano, agua fría,
que era lo mejor para la cabeza. Jacob Burckhardt visitó al enfermo, que
recibió una carta de consuelo en la que Cosima le decía: «Su salud mejo­
rará como mejoró su hogar y su audiencia, y cuando todos seamos muy
viejos, sonreiremos pensando que íbamos a ser liberados de jóvenes».
Este era el remedio contra los mortales presentimientos de Nietzsche.
¿Sonrió irónicamente al leer la frase en la que Cosima decía que no tenía
ningún amigo cuyo destino no hubiera cambiado sorprendentemente a
mejor? Por primera vez la muerte le hacía señas. Junto a su cama volvía a
aparecer un fantasma.
La universidad le exoneró de las horas de clase en el Pädagogium y le
siguió abonando el sueldo. Era un alivio. Pero aunque, tras una semana
de total abatimiento y dolores, su estado mejoró, éste persistía y no con­
seguía dejar de pensar en él. Se armó de paciencia, bebió leche y volvió a
dormir mejor, pero le torturaba la idea de qué le reservaría el futuro. A
Gersdorff le pidió expresamente que no dijera nada de su estado a los de
Bayreuth.
Nietzsche se repuso lentamente. El grave ataque tenía también sus
efectos positivos, como la herida que permite al soldado regresar a su pa­
tria. De momento no volvieron a repetirse los ataques. En febrero dejó
también sus clases en la universidad. El 22 de este mismo mes pudo co­
municar a Gersdorff que por fin se encontraba mejor y que lo había em­
pezado a notar desde que dejó las clases. Mientras tanto, también la ma­
dre acudió a su lado. Él la convenció como pudo de que pronto estaría en
condiciones de viajar. El mundo empezaba a mostrar un rostro más ama­
[468] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

ble: Rohde había sido nombrado por fin profesor numerario de Jena;
Overbeck se había prometido con una muchacha del agrado de Nietzsche
(y que después sería para él una amiga maternal); Gersdorff llevaba ade­
lante con decisión su proyecto matrimonial, y Nietzsche le animaba. An­
tes, concretamente a principios de marzo, Gersdorff haría con él una ex­
cursión hasta el lago Lemán; sería sin duda una buena convalecencia:
tiempo primaveral, clima suave y un grandioso paisaje montañoso.
Una palabra amable de Cosima a Gersdorff bastó para que Nietzsche
cambiara todos sus planes. Según ella, el 1 de marzo Wagner viajará a Vie-
na para dirigir Lohengrin al día siguiente. Propuesta de Nietzsche: toda
vez que Gersdorff está empeñado en ir a Viena, a ver a su amigo, ¿por qué
no hacerlo con él y presentarse en Viena de repente, sin previo aviso?
«Me cautiva la idea de organizar una sorpresa agradable esta vez», escri­
bió Nietzsche con toda la ingenuidad de su corazón. El plan lo había idea­
do por la noche; con un billete kilométrico para treinta días, al precio de
30 florines, segunda clase, todo estaba arreglado. Elisabeth había dado su
conformidad, pues ahora el estado de Nietzsche le permitía hacer el viaje.
Así que organizó el plan y envió la carta a Gersdorff, su estado volvió
a empeorar. Pero si inicialmente Nietzsche había acariciado la idea de que
Richard y Cosima le iban a abrazar con todo cariño como a alguien que
vuelve arrepentido, ahora en él se imponía la imagen opuesta: Wagner y
Cosima, cargados y asediados, rodeados de príncipes y princesas, no te­
nían tiempo para el profesor enfermo que tan deficientemente servía a la
causa. Esta era su pena, su neurosis. «Nosotros, quiero decir usted y yo»,
había escrito en agosto de 1875 a Malwida, «nunca sufrimos estrictamen­
te en lo corporal, sino que todo está profundamente entrelazado con cri­
sis espirituales, de modo que no tengo tengo idea de cómo podría volver
a ponerme sano exclusivamente con medicamentos y tartas.» Así era en
realidad, pero él recurrió una y otra vez a la cocina y la farmacia.
Gersdorff, por su parte, persistió en el viejo plan, y así se convino: «L a
cueva está a punto para acogerte en su seno», escribió al amigo, «y luego
desde la cueva hay que seguir hasta el lago, el bosque y las rocas». Esto
— «bosque y cueva»— era casi una cita del Fausto, y, como Fausto, Gers­
dorff esperaba una redención pascual. Llegaban noticias favorables; un
nuevo libro sumamente prometedor, las memorias de Malwida, y un nue­
vo amigo asimismo muy prometedor, el director de orquesta ginebrino
Hugo von Senger. Nietzsche le había conocido en Munich, con ocasión
de la representación de Tristán el año 1872. Senger, entusiasmado con E l
nacimiento de la tragedia, había convencido a la condesa Diodati de que
tradujera el libro al francés y a él le había ofrecido como regalo el magní­
fico Atlas de Helias. Era evidente que Senger buscaba la amistad de
Nietzsche, en quien veía la síntesis entre el espíritu y la musicalidad que
sentía en su propio pecho. Él también se veía como un evadido: en lugar
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 6 9 ]

de los estudios de derecho que la familia le imponía, eligió la música, y


cuando el Concilio Vaticano proclamó la infalibilidad del papa, él aban­
donó el catolicismo.
Senger se ganaba la vida ocupando puestos de segundo director de
orquesta e impartiendo clases, y tenía grandes proyectos. ¿Qué pasaría si
se estableciera una alianza entre el poeta Nietzsche y el compositor Sen­
ger? Así, en el otoño de 1872, Senger propuso a Nietzsche que escribiera
el hbreto para una ópera de acuerdo con la novela Salam b ó de Gustave
Flaubert, así como el texto de una cantata para fines religiosos. Nietzsche,
que entonces vivía la etapa más favorable de su amistad con Wagner, le es­
cribió una carta sorprendente: él no era ni poeta ni compositor, sino filó­
logo y, un poco, filósofo. A decir verdad, como filósofo está preocupado
por el desarrollo de la música. En este sentido es erróneo pensar que con
Wagner han llegado a su fin la creación sinfónica de viejo estilo y las for­
mas menores. «Cada uno debe hablar como le corresponde, y si el titán
habla con truenos y cataclismos, evidentemente el mortal no tiene dere­
cho a imitar esa manera de hablar...» Esto significa: ¡olvídate del proyec­
to de componer una ópera! En cambio, adelante con el proyecto, más hu­
milde, centrado en una forma menor. ¿Qué ocurriría si Senger escribiera
para L a noche de W alpurgis de Goethe una música mejor que Mendels-
sohn? Sería una cosa correcta, digna de un activo luchador. De este modo
Nietzsche cumplía con su obligación de representante de Wagner y orácu­
lo de la cultura, pues, exceptuado Meyerbeer, no había nadie a quien Wag­
ner odiara tanto como Mendelssohn, el «muchacho judío», el «mosqui­
to», con su música «superficial y estúpida».
Tras esta amonestación, el señor Senger primero guardó silencio, pero
luego, casi cuatro años después de este incidente, fue a Basilea. Encontró
una buena acogida. Es todo lo que sabemos. La carta de amistad, supues­
tamente dirigida a él, tenía otro destinatario, como veremos. En cualquier
caso, Senger formuló una invitación en términos vagos y dejó entrever
con bastante claridad que en los mejores ambientes de Ginebra, donde él
se movía, se podían encontrar muchachas interesantes, bellas, ricas, ins­
truidas, compañeras ideales. El tema flotaba en el aire con amores y pro­
mesas de matrimonio justamente cuando Krug, amigo de juventud, co­
municó el nacimiento de su primer hijo.
A decir verdad, antes llegó Gersdorff. Fue el 6 marzo, e inmediata­
mente los dos amigos emprendieron viaje hacia el lago Lemán. En Vey-
taux, situada en la punta septentrional del lago, encontraron una pensión
que se llamaba «La Printanniére», La Primaveral, y, a decir verdad, fue lo
único primaveral que los dos amigos vieron en su viaje. Como siempre
que se apartaba de los seres humanos y los negocios, se sintió mejor, a pe­
sar de que el tiempo no aportó más que frío, nieve y lluvia. Gersdorff y él
eran los únicos huéspedes, y se calentaban junto a la chimenea. Jubiloso
[470] FRIEDRICH N IETZSCH E

escribió a su madre y su hermana: «Creo que [mi estado] mejorará». El


día antes había relampagueado, y él vio en ello un signo positivo, como
declaró enfáticamente. Nietzsche necesitaba estos avisos de los dioses, y
en los momentos en que recuperaba la confianza en sí mismo los pedía in­
genuamente. Le pertenecían.
Su estado físico cambió, y volvieron a hacer acto de presencia los do­
lores de cabeza y el insomnio, acompañados de disgustos; ahora éstos
procedían del rector del Pädagogium. Se fueron las lluvias y llegó el in­
vierno. El 18 de marzo informa que «nieva desde hace dos días». El mal
tiempo los obliga a refugiarse en la fría habitación y ésta los obliga a salir
a la intemperie; cada día los dos permanecían de cinco a seis horas fuera,
«chapoteábamos en el barro». Por la noche leían a Manzoni junto a la chi­
menea. En los últimos días de marzo, la madre marchó de Basilea sin ha­
berle vuelto a ver. El le dio las gracias por la «visita, la ayuda, los cuidados
y las atenciones de toda índole» y en la última frase de la postal pidió que
le enviara unos pantalones gruesos y viejos. Los dos amigos hicieron ex­
cusiones hasta Bex, en el valle del Ródano (bonito, pero demasiado caro)
y a Glion.
Cuando Gersdorff marchó, después de tres semanas de convivencia,
Nietzsche se atrevió a viajar solo a Lausana, «pero Lausana tenía un acu­
sado carácter bergamasco, me sentí mal y ver de nuevo la luna por enci­
ma del palacio Chillon, mientras las montañas nevadas de Saboya res­
plandecían en la noche clara y fresca, fue para mí como una liberación».
Ahora sabía dónde estaba su sitio. Las ciudades eran enemigas. «Fresca y
clara», así le gustaba la naturaleza, al menos con altas cumbres al fondo.
El jueves, 6 de abril, Nietzsche viajó a Ginebra, siguiendo la invita­
ción de Hugo von Senger. «Temo a una ciudad nueva como a un animal
salvaje», escribió a Overbeck. El domingo antes, como si quisiera prote­
gerse, lo había pasado leyendo las memorias de Malwida. Así, tras el bea­
tífico domingo, llegó la aventura. A Overbeck le definió así su estado de
ánimo: en la soledad, subiendo y bajando, ha conocido horas de auténti­
ca felicidad. Sus sufrimientos físicos eran tan parecidos a los síquicos que
se confundían con ellos; por eso salud significa para él zafarse de todas
aquellas cosas que le han puesto en apuros. Nietzsche se prepara para la
dicha que proporciona gozar de buena salud vagando por los montañas.
Es todo lo que puede hacer. Ya no nos sorprenden confesiones como ésta:
la suerte era el presentimiento de algo totalmente impreciso pero magní­
fico que tenía que llegar.
En Ginebra Nietzsche recibió una invitación del banquero Köckert.
Köckert, amante del arte, había destacado en otro tiempo como pianista
y tenía una esposa ilustrada y una hija agraciada. Después siguió un con­
cierto de Senger, el cual, en atención a su amigo no incluyó, en su progra­
ma a Wagner, sino a Berlioz, concretamente su Carnaval romano. El con­
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 7 1 ]

cierto enlazó con una excursión a Ferney, antigua residencia de Voltaire,


que fue debidamente honrado. Con dos cautivadoras alumnas de Senger,
las hermanas Trampedach, hicieron una excursión bordeando el lago has­
ta Villa Diodati, residencia de aquella condesa que había empezado a tra­
ducir E l nacim iento de la traged ia, pero no había conseguido terminarlo y
ahora, en vez de contribuir a la fama de Nietzsche, estaba recluida en un
sanatorio.
Eso apenas empañó el clima de euforia. Nietzsche estaba de nuevo
entre personas y en ellas había encontrado amistad, resonancia y relacio­
nes de todo tipo. La «brillante y, no obstante, maravillosa, próxima a las
montañas y libre» ciudad de Ginebra le maravilló. Aplicó las palabras
cautelosamente: «brillante» era el gran mundo, que añoraba en su inte­
rior, «montañas» y «libertad» eran los elementos que establecían el movi­
miento opuesto, la huida hacia la vida de anacoreta. Ambas cosas eran tan
necesarias como el inspirar y el expirar. Nietzsche lo sabía ahora.
En el programa que Senger había elaborado con el cariño y la consi­
deración de un verdadero amigo figuraba también el encuentro con su
alumna Mathilde Trampedach. Los Trampedach eran una acaudalada fa­
milia oriunda de las provincias bálticas que se había instalado en Vevey.
Las hijas vivían en un pensionado inglés de Ginebra, donde redondeaban
su exquisita educación con clases de piano a cargo del director de la or­
questa de Ginebra e inglés en el trato con las otras huéspedes, pues el
francés se aprendía en la vida diaria. Mathilde Trampedach tenía veintiún
años, la mejor edad para casarse, de acuerdo con los criterios de la época;
era rubia y esbelta, tenía los ojos verdes y una figura renacentista que en­
tonces se llamaba de Filippo Lippi y después se llamaría de Botticelli.
Que Senger tenía en la mente una relación seria entre ella y Nietzsche
se puede deducir del hecho de que éste estuviera tres veces con ella en la
semana que pasó en Ginebra: una visita de presentación, una excursión
en barco (con miss Barnett, propietaria del pensionado) y, por último,
una visita de despedida. Podemos imaginar que miss Barnett también es­
tuvo presente en la primera vista. En cualquier caso, la conversación giró
en tomo a la literatura inglesa y americana: la señorita Trampedach escu­
chó atentamente cómo se hablaba de Shakespeare, Byron, Shelley y
Longfellow, y quedó gratamente sorprendida al ver cómo los dos caballe­
ros «cruzaban los universos poéticos». Logfellow, el americano que había
recorrido Alemania y Suiza, era entonces muy querido, y cuando Nietzs­
che confesó que no conocía su poema E x celsio r, ella pidió la palabra y
prometió hacer una copia de la versión alemana y dársela al distinguido
húesped.
Por el relato de la señorita Trampedach no podemos ya saber cuándo
realizó la copia. Si seguimos las fechas dadas por Nietzsche, vemos que
ella esperó hasta el fin de la estancia de éste, que escribió su petición de
[472] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

mano el 11 de abril, un día antes de su marcha. En el viaje hasta Villa Dio-


dati, la ilustrada conversación de los «adultos» había girado sobre la idea
de la libertad de los pueblos. Mathilde intervino entonces y no tuvo repa­
ro en decir que, por sorprendente que pareciera, los seres humanos, en su
deseo de una superior libertad, apenas se daban cuenta de que estaban
presos e inhibidos en su propio interior, que la liberación de la torpeza y
la debilidad requería mucha energía y que poquísimas personas eran
conscientes de ello. «Cuando levanté la mirada, topé con los profundos,
escrutadores ojos de Friedrich Nietzsche», que, como sabemos también
por el informe de Mathilde Trampedach, generalmente estaban protegi­
dos con una visera verde.
En la visita de despedida, a la animada conversación siguió la actua­
ción de Nietzsche al piano y con ella la revelación de su alma. Mathilde
recordaba que ésta había empezado con sentimientos arrebatados y gran
oleaje que luego se habían convertido en solemnes armonías y, por últi­
mo, en suaves acordes. El fin fue bastante prosaico: ella tuvo que asistir a
su clase de violín, cosa que ciertamente hizo con escasa concentración.
Recordamos el repentino arrebato de Nietzsche cuando quiso pedir la
mano de Bertha Rohr. Ahora, tras una amistad de acaso cinco horas en to­
tal, se atrevió a hacerlo: «Ármese con todo el valor de su corazón para no
asustarse ante la pregunta que le formulo a usted con ésta: ¿quiere ser us­
ted mi esposa? La amo y para mí es como si usted ya me perteneciera. ¡No
quiero decir ni una palabra sobre lo súbito de mi afecto! Al menos, en
ello no hay culpa alguna y, por lo tanto, tampoco nada que haya que dis­
culpar. Lo que me gustaría saber es si usted siente como yo que en modo
alguno hemos sido extraños uno al otro, ¡en ningún momento! ¿No cree
usted que en una unión cada uno de nosotros sería más libre y mejor — o
sea, excelsior— que por separado? ¿Se atreve usted a marchar conmigo
como con alguien que persigue de corazón ser libre y ser mejor? ¿Por to­
dos los caminos de la vida y del pensamiento?».
El resto de la carta alude a cosas prácticas. El señor Von Senger está
al corriente de todo. El, Nietzsche, regresa al día siguiente, a las 11, a Ba-
silea con el expreso; si Mathilde quiere, le puede escribir allí. Si la res­
puesta es afirmativa, él hablaría inmediatamente con su madre. Y si se de­
cide pronto, sea afirmativa o negativamente, se lo puede comunicar hasta
las 10 de la noche en el Hotel Garni de la Poste.
Mientras que la posterior relación de Nietzsche con Lou Andreas-Sa-
lomé es de todos conocida, su amor ginebrino ha estado reservado a sus
conocedores más refinados. El propio Nietzsche no dijo nada sobre ella;
sólo en la carta a Gersdorff, en la que se menciona incluso el mejor zapa­
tero de Ginebra, se habla también de «dos simpáticas rusas en un pen­
sionado inglés», y esto es todo. Más tarde, también la hermana narró la
historia, en sentido contrario y con errores. Más tarde aún se acumularon
LAS PE NA S DE LA VERACI DAD [4 73]

detalles, pero nadie ha investigado a fondo la incidencia de este episodio


en el estado anímico de Nietzsche en aquellos momentos y, sobre todo, el
papel clave que en él desempeñó el poema de Longfellow, a pesar de que
su título, E x ce lsio r, se repite tanto en la carta a Mathilde como en las car­
tas de Nietzsche a los amigos.
Lo primero que salta a la vista es el carácter eminentemente moral de
la petición de mano. Ni una palabra sobre posibles cualidades de la seño­
rita Trampedach, sólo la afirmación o la premisa de una profunda com­
prensión mutua («que en modo alguno hemos sido extraños uno a
otro...»). Esta comprensión mutua tenía dos fines: ser libres y ser mejores,
y una consigna: excelsior. Longfellow había escrito el poema E x ce lsio r a
raíz de su viaje a Suiza, su escenario se encontraba, por así decir, a las
puertas de Ginebra, en el Gran San Bernardo, y su héroe era un jovenci-
to que avanzaba en medio de la nieve y el hielo llevando un estandarte
con la divisa E x ce lsio r (más arriba). Aunque el muchacho estaba abatido,
su ojo brillaba como una espada y él entonaba su E x ce lsio r como argéntea
fanfarria. La luz era clara, el fuego de los hogares de las casas contiguas le
atraía, y en lo alto aparecía, como una peligrosa amenaza, el brillo de los
glaciares, pero el muchacho sólo gritaba excelsior. Un anciano le explica
todos los horrores de la montaña, una muchacha le invita a descansar so­
bre su pecho, un campesino le avisa de los aludes, pero el muchacho sólo
tiene una respuesta: excelsior, incluso cuando, al ver a la muchacha, tiene
que reprimir una lágrima. Luego, cuando al amanecer, los devotos mon­
jes recitaban sus oraciones oyeron una voz que — ¿cómo podía ser?— gri­
taba excelsior. Los fieles perros encontraron al muchacho, muerto, se-
mioculto entre la nieve, con el estandarte en la mano rígida.

T here in the tw iligh t coid an d grey,


L ife less, bu t beau tifu l, he lay,
A n d fro m the sky, seren e a n d fa r,
A voice fe ll, lik e a fa llin g star:
E x ce lsio r!

(«En el frío y gris crepúsculo matutino, / yace él, inánime pero mag­
nífico, / y del cielo, serena y lejana, / llega una voz, como una estrella fu­
gaz: / ¡Excelsior!»)

Ahora ya no podemos imaginarnos la emoción con la que se escucha­


ban entonces estos poemas. En cualquier caso, Nietzsche quedó impre­
sionado: en el poema estaba representado simbólicamente su destino, su
alejamiento de la felicidad familiar, su añoranza de la montaña, incluido
un fin trágico que ahora tenía ante sus ojos: lifeless, b u t b eau tifu l. ¿Le
leyó la señorita Trampedach la versión alemana con delicada voz? ¿Le de­
[474] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

dicó una expresiva mirada? ¿O vio inmediatamente que era mejor que el
montañero amante de hielos y glaciares hiciera el descenso en solitario,
como comprendió Nietzsche — era su destino— tras la negativa de Mat-
hilde?
Una vez más, la crisis que sacudía a Nietzsche desde la gran depresión
de Navidad era de naturaleza moral: había olvidado su camino, su tarea,
su misión. Entonces escribió a Gersdorff: «La semana que, tras tu mar­
cha, pasé todavía en “La Printanniére”, como único huésped, la aproveché
para hacer una recogida y limpieza interior y conseguí dominar nueva­
mente muchas cosas enfermizas y fantásticas, pero sobre todo volví a si­
tuar ante los ojos mis metas con nuevo afán... Me di cuenta, para mi “bue­
na conciencia”, de que hasta ahora he hecho por mi liberación tanto como
he podido, y de que con ello también he prestado un servicio a otras per­
sonas». «Liberación» es la palabra clave de la frase: liberación de toda re­
ligión, de todo culto, de todos los ídolos, incluso aunque uno de ellos se
llame Wagner. Que Mathilde hubiera expresado lo mismo de una mane­
ra en absoluto propia de una muchacha, sino sumamente varonil, propi­
ció la connivencia con ella que le animó a pedir su mano.
Esta liberación debía ir acompañada de una mejora. Esta era una de
las convicciones generales de la época. La incredulidad proclamada
abiertamente tenía que ser especialmente cautelosa para hacer frente a la
acusación de que el ateísmo no hacía sino encubrir el libertinaje. El ejem­
plo más elocuente de ello es la actitud de Lou Salomé, con su noli me tan-
gere, que veremos poco después. De momento, las memorias de Malwida
también eran un ejemplo modélico de una vida basada a la vez en la in­
credulidad y el idealismo. En segundo lugar — así lo imaginaba Nietzs­
che— sería más fácil si dos personas se ayudaban y protegían mutuamen­
te: el matrimonio como instancia liberadora y perfeccionadora, pero a la
postre también Malwida, fiel a su ideario, se había quedado sola, limitán­
dose a buscar su felicidad en la amistad y una maternidad ideal.
Quien preste atención a los detalles comprobará que todas las cartas
de liberación a Malwida, Gersdorff y Rohde están fechadas en «viernes
santo» o «el día después del viernes santo». Ahora Nietzsche sabía lo que
había ocurrido el «viernes santo» de Wagner con el tema de Parsifal. Él se
veía a sí mismo resucitando de manera muy distinta en Pascua. «El es­
cepticismo y la desconfianza me devoraban», escribió a Rohde, pero él se
veía obligado a asegurar la oculta supervivencia de sus escritos. «Cons­
tantemente oigo que aquí y allá hay un círculo de personas que me escu­
chan y esperan que suba aún más, que me haga más libre, para hacerse
libres también ellos. ¿Conoces el poema Excehior de Longfellow? Tam­
bién Romundt tuvo que oír cosas análogas: «Sólo honro una cosa cada
hora y cada día, la libertad moral y la insubordinación, y odio todo lo opa­
co y lo escéptico. Elevarse cada más a sí mismo y a otros, siempre con la
LAS PE NA S DE LA V ERACI DAD [4 7 5 ]

idea de la purificación ante los ojos como un excelsior, así deseo que sea
la vida para mí y para mis amigos». De todos modos, Overbeck ya estaba
de acuerdo con esta idea: con su novia leía las memorias de Malwida, y
«de cada sesión salían poseídos de un nuevo entusiasmo y una nueva
emoción».
No era en modo alguno una casualidad que Nietzsche adoptara aho­
ra un tono de predicador con ribetes de exorcista. A Rohde le escribe:
«Vivamos una vida mejor, ahí queremos sentirnos eternamente cerca». Y
a Gersdorff: «L o único que las personas de toda naturaleza en verdad re­
conocen y ante lo cual se inclinan es la acción noble». El que desee fun­
dar una nueva fe tiene que ser un asceta. La castidad libera energías,
como él había podido apreciar. Ahora proclamaba: «El gran éxito sólo se
puede alcanzar si uno permanece fiel a sí mismo». Ahora se da cuenta de
la influencia que él ejerce, de modo que si se volviera más débil o más es­
céptico no se perjudicaría sólo a él sino que perjudicaría también a otros
muchos seres que crecen con él.
La experiencia con Mathilde Trampedach fue el punto culminante de
esta actitud mental. De hecho él se había vuelto a dejar atrapar, se había
querido detener porque el momento era hermoso: Ginebra, el paseo de la
Primavera junto a lago, el buen amigo, la bella muchacha. Pero, afortu­
nadamente, ella había dicho que no. Nietzsche tenía que estarle agradeci­
do, pues con el poema E x ce lsio r le había infundido valor para emprender
otras peregrinaciones.
Entonces prometió a Gersdorff olvidar lo que le había dicho, «en ho­
ras más débiles», acerca de su matrimonio: «¡A ningún precio un matri­
monio convencional!... ¡En este punto de la pureza de carácter no quere­
mos ceder! Es diez mil veces preferible permaner solo para siempre; ésta
es mi solución en el asunto». El era ahora el nuevo evangelista, y si el bue­
no y anciano Lucas había hecho que los ángeles cantaran G lo ria in excel-
sis, él, Nietzsche, ascendería cada vez más — excelsior —, hasta dejar atrás
el coro de ángeles.
El grandioso drama ginebrino terminó con una sátira. En una carta
cariñosa y cortés, Nietzsche se disculpó ante Mathilde Trampedach de su
comportamiento cruel y violento, con el que sólo había conseguido asus­
tarla; él siempre se mostró más salvaje de lo que era. En definitiva, enton­
ces las peticiones de mano no aparecían al final sino al principio de unas
relaciones amorosas, y ciertamente él se mostró premioso, pero respetó
plenamente las formas y en modo alguno la estrechó súbitamente contra
su pecho. Sólo podemos adivinar por qué Mathilde dijo que no; su carta
se ha perdido, pero tampoco nos habría dado a conocer los verdaderos
motivos. Probablemente asustó a Mathilde con el alud de sus conoci­
mientos, con su diabólica manera de tocar el piano, con su bigote enma­
rañado y sus inquietantes ojos. La fama no compensaba. Ella prefería otro
[476] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

hombre, y con él se casó tres años más tarde: su profesor de piano, Hugo
von Senger, el «verdadero amigo» de Nietzsche y su casamentero.
Así era la vida: las chicas eludían a uno y buscaban a otro. Senger es­
taba casado, ya en segundas nupcias, con una de sus alumnas de piano;
era una inglesa «llena de carácter» según Nietzsche (cabe pensar, por lo
tanto, que no muy bella), que le «hacía sufrir con su nerviosismo, tristeza
y amargura», por lo que en 1878 se divorció de ella, para casarse con la
Trampedach. Cuando, en agosto, Senger asistió a los festivales de Bay-
reuth, Elisabeth quedó tan sorprendida al ver al hombre entusiástica­
mente elogiado por su hermano que llegó a dudar de que aquél fuera el
verdadero Senger. Durante el tiempo que estuvo en Bayreuth, la principal
ocupación de Senger fue hacer la corte a todas las damas, incluida Elisa­
beth, a la manera bávara.
El señor Senger era, en cambio, muy descuidado en lo referente a sus
obligaciones con los amigos. No devolvió un manuscrito que Nietzsche le
había confiado para que lo leyera (probablemente, Richard Wagner en
Bayreuth) y su mujer, llena de carácter pero poco ducha en lengua alema­
na, contestó como pudo a las cartas admonitorias de Nietzsche («Rogué a
mi esposo alemán que me escribiera la carta, pero no quiso, y de esta ma­
nera transcurrieron muchos días»), ¿Le resultaba doloroso a Senger el
caso Trampedach? ¿Había percibido con su certero instinto de persona
ambiciosa que en Nietzsche no había mucho de lo que él se pudiera be­
neficiar? Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que en Bayreuth, durante los
festivales, intentó intimar con Wagner y Cosima, pero sin éxito.
Nietzsche, el futuro gran psicólogo, que tan a menudo se dejaba en­
gañar por las personas, se aferró tercamente a Senger, que no contestaba
a sus cartas y envíos de libros y que de la cuarta consideración inactual,
sobre Wagner, sólo leyó las primeras páginas. A decir verdad, Senger te­
nía muchas cosas que hacer: música, clases, hijos, divorcio, boda, ganar
dinero y nuevos hijos. Excelsior no era su principio, Una hija suya y de
Mathilde Trampedach, Mary von Senger, «inscribió su nombre en el libro
de oro de la música», como dijo un historiador de literatura suizo. Con la
música estuvo relacionada a buen seguro la extraña dependencia de
Nietzsche respecto de él. Como Cari Fuchs, Hugo von Senger, discípulo
de Berlioz, fue un contrapeso frente al maestro todopoderoso, aunque a
decir verdad un contrapeso modesto.

Nada más regresar a Basilea, Nietzsche empezó a sentir nuevamente


el apremio de Bayreuth. Pero se sentía más libre y más seguro, pues de
momento no sufrió ningún nuevo ataque. En la universidad se tomaba las
cosas con calma por primera vez, reanudó sus clases y, pesar de todo, con­
siguió reunir hasta veinte alumnos. Ya no tenía falsas ambiciones de pu-
LAS P E N A S DE LA V E R AC I D A D [4 7 7 ]

blicar rápidamente éste o aquel trabajo. Ahora le constaba que ejercía una
influencia subterránea, no en alianza con otros, sino solo, como Friedrich
Nietzsche, todavía profesor y pronto filósofo libre.
D e nuevo su meta volvió a ser encarnada por un hombre, un nuevo
amigo: Paul Rée. Este superó en mucho a todos los demás en importancia
para la andadura intelectual de Nietzsche, pues le liberó definitivamente
de los olores y vapores del idealismo wagneriano. Además le preparó para
el nuevo y significativo tramo de su vida que empezó en 1878 con el libro
H um ano, d em asiad o hum ano.
En la primavera de 1876 Rée visitó Basilea, tras lo cual Nietzsche le
escribió una carta encabezada con un solemne «Mi querido recuperado
amigo» (atribuida a Hugo von Senger como destinatario en las primeras
ediciones). Era en sentido literal una «petición», de la misma manera que
la carta a Mathilde Trampedach de unas semanas después. Por fin,
Nietzsche había vuelto a encontrar una persona con la que podía hablar
sobre «la persona». ¿No se podía contemplar esa necesidad común como
base de una amistad, de más frecuentes encuentros? «Sería una gran ale­
gría y un gran beneficio para mí si usted quisiera decir sí.»
Nietzsche le hace saber asimismo que pide y ofrece absoluta franque­
za personal. A ello se tiene que sumar el trato, por lo que no estaría de más
que Rée, como más libre, fuera a pasar una temporada más bien larga en
Basilea. Rée era efectivamente libre. Como hijo de un terrateniente de Po­
merania, se podía permitir el lujo de dedicarse a sus cosas. En lugar de es­
tudiar jurisprudencia, como correspondía a su condición social, optó por
la filosofía moral o, más exactamente, se dedicó a pensar incansablemente
sobre la naturaleza moral del ser humano con resultados más bien pesi­
mistas. Al mismo tiempo, era una persona de conmovedora modestia y ge­
nerosidad, hablaba con voz queda, gustaba del silencio y a veces se mos­
traba irónico incluso con él mismo. El rostro grande e imberbe, la larga
levita negra y el paso lento y solemne le daban cierto aire sacerdotal.
Este muchacho tranquilo (cinco años más joven que Nietzsche, que
entonces tenía veintiséis años) tenía un defecto: era judío. Aunque el pa­
dre cuidara sus tierras de Pomerania, el hermano residiera en Prusia
Oriental como señor de la propiedad Stibbe, la mancha persistía. El anti­
semitismo de Wagner era más aparatoso y duro que el extendido entre la
población, la cual, en el mejor de los casos, se distanciaba de una raza que
— así se decía— se infiltraba en todas partes, presionaba y desnaturaliza­
ba las esencias alemanas. Nietzsche participaba en todo ello, aunque sólo
fuera en atención a Wagner y Gersdorff. Y ahora —así lo quería el desti­
no— encontraba en un judío un interlocutor de su talla, la cabeza inteli­
gente que necesitaba, el antagonista de Wagner, el iluminador y desen-
mascarador en la lucha por la liberación. Esto era una afrenta a Wagner.
Nietzsche lo sabía y se cogió con fuerza a Rée.
[478] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

No cabe duda de que Rée fue para Nietzsche un regalo del destino, un
golpe de suerte. Ahora le era tan absolutamente necesario como el escép­
tico Mefisto a Fausto, pero pronto el ideal, el eterno femenino, le tendió
la mano para conducirle más arriba, excelsior. Malwida, cuyas memorias
él tanto admiraba, hasta el punto de que le había causado una profunda
conmoción interna, le invitó a pasar todo un año con ella y el joven Bren­
ner en el pequeño balneario de Fano, en el Adriático, y así curarse defini­
tivamente. La dama le escribió una carta bellísima: desearía mostrarle el
amor y la fidelidad de una madre, y resolver con él alguno de los eternos
problemas. «¡E l próximo invierno tiene que salir de Basilea!» Los signos
de admiración equivalían a subrayar el mensaje, que continuaba así: «U s­
ted tiene que descansar bajo un cielo más benigno, con personas simpáti­
cas, donde pueda pensar, hablar y trabajar libremente lo que llena su co­
razón y donde le rodee un amor verdadero y comprensivo». El joven
amigo Brenner le quiere con respeto, ella le quiere con amor maternal. El
le podría dictar la próxima consideración inactual a Brenner, el cual con
la ayuda de Nietzsche llegaría más lejos que con la orientación de Malwi­
da. A ésta le parecía útil que en el libro estuvieran representadas todas las
edades, juventud, edad adulta y vejez; en una palabra, el plan le parecía
ideal.
¿Por qué precisamente Fano? Pues porque Roma era tan cara que sus
recursos no serían suficientes para vivir en esta ciudad. En Fano sería po­
sible, pues es «primitivo y barato»; además allí hay una amiga suya, ale­
mana como ella, que lleva una pensión. Nietzsche contestó que sí sin ti­
tubear. Más adelante él explicaría a Malwida que su invitación había
llegado en el momento justo, pues su estado de salud era muy peligroso.
A partir de este momento desplegó una energía considerable dadas sus
condiciones físicas; habló inmediatamente con el presidente del Consejo
de Administración de la Universidad, solicitando permiso por un año, de
octubre de 1876 a octubre de 1877, sin sueldo; el 19 de mayo presentó
una instancia para realizar un viaje al sur «con el fin de obtener una for­
mación científica más libre». Tiempo atrás, con el súbito paso de discen-
te a docente a raíz de su nombramiento como profesor de universidad,
había tenido que renunciar a estos viajes de estudio. En cierto modo, los
basilenses eran culpables de ello: ¿por qué le habían retenido tan pronto?
No estaría mal que ahora le concedieran la libertad. La universidad se
mostró muy generosa con él: le concedió permiso por un año con salario,
prueba de que seguía teniendo amigos y protectores.
Entonces, eufórico, escribió la carta de cumpleaños que dos días des­
pués de la petición de permiso dirigió a Wagner. El año antes le había tor­
turado la pregunta: «¿Cómo se lo digo al maestro?». Tan grande había
sido su congoja que sólo había podido escribir la penosa carta con la es­
trofa de FIóíderlin y un endiosamiento de la figura del maestro que no im-
LAS PE N A S DE LA V ERACI DAD [4 7 9 ]

pedía vislumbrar cierta oculta envidia. Ahora, en cambio, las ideas le lle­
gaban sin esfuerzo y podía dedicar a Wagner un escrito de reconocimien­
to en el que no faltaba nada: «Han transcurrido exactamente siete años
desde que le hice mi primera visita en Tribschen y no sé decirle en su
cumpleaños sino que, desde entonces, yo también celebro mi cumpleaños
espiritual en mayo de cada año. Y ello porque desde entonces usted vive
en mí y actúa constantemente como una gota de sangre totalmente nueva
que con toda seguridad yo antes no tenía. Este elemento que tiene su ori­
gen en usted, me impulsa, me avergüenza, me aguijonea y no me deja en
paz, de modo que casi me proporcionaría placer importunarle con este
eterno desasosiego, si no sintiera con toda claridad que precisamente esa
intranquilidad me impulsa incesantemente a ser más libre y ser mejor. Así,
tengo que estar agradecido, con el más profundo sentimiento de agrade­
cimiento, a aquel que lo impulsó; y las más bellas esperanzas que deposi­
to en los acontecimientos de este verano son que muchos, de manera aná­
loga, sean llevados por usted y su obra a esa intranquilidad y así reciban
su parte en la grandeza de su personalidad y su vida».
Este texto era, en el equilibrio y en la estructura de sus frases, prosa
clásica; en el flujo de sus ideas, casi una referencia mística al gran creador,
que mediante una secreta transfusión de su sangre le había dado una nue­
va vida como a un neófito en un culto griego, y que además de este modo
había iniciado la liberación del discípulo. ¿Y no tenía todo ello como fina­
lidad concederle una existencia propia como creador? ¡Cuán felizmente
rimaba ahora todo! El 23 de mayo Wagner contestó con una extensa car­
ta, detalle que no dejó de mencionar, pues normalmente sólo escribía tele­
gramas; así, pues, aquello era un supremo acto de gracia. «¡O h, amigo!»,
empezaba diciendo, para luego continuar: «¡Por fin sano!». Era como el
grito de alerta que había empleado en sus óperas, «arriba, se acerca el
día...». Que el amigo Nietzsche se haya apartado de él y de Cosima en los
últimos siete años constituye la más dura desgracia de este tiempo. Des­
pués Wagner se extendía en explicaciones sobre los ajetreos de Bayreuth,
con una velada alusión a la nueva gloria del proyecto. «Cuando haya pasa­
do toda esta locura tengo pensado quedarme a descansar, tal vez en Italia,
donde, con mujer e hijo, he decidido disfrutar de la marcha americana.»
Evidentemente, se refería a los buenos dólares que le había proporciona­
do una composición que le había encargado desde Filadelfia. Ahora tenía
por delante lo más difícil; si Nietzsche lo observaba, aunque fuera a su
manera, el empeño no habían sido en vano. Este escribió inmediatamente
a Gersdorff: «Todas mis esperanzas y proyectos para la liberación espiri­
tual final y para seguir adelante sin descansar están floreciendo de nuevo;
la confianza en mí mismo, quiero decir con mi mejor yo, me llena de va­
lor». Esto demuestra que Nietzsche seguía acusando una fuerte depen­
dencia de Wagner, de su enojo y su aplauso.
[480] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

Concurrieron muchos hechos que le infundieron confianza: Rohde


publicó su primer trabajo, una auténtica obra maestra en el campo de la
filología, y Nietzsche reconoció honradamente que él no habría sido ca­
paz de crear una cosa así. Y, entonces, la decisión ya tomada: «N o habrá
boda». Con ello se liberaba de todos los dolores de cabeza que le habían
provocado las bellas, inteligentes y ricas muchachas casaderas. «Por últi­
mo, odio tanto la limitación y el entramado de todo el orden “civilizado”
de las cosas», escribió a Gersdorff, «que difícilmente una mujer puede ser
suficientemente liberal para seguirme». Los filósofos griegos aportaban el
modelo, junto al Adriático se puede vivir con suma sencillez. Le divertía
imaginar la vida de los tres célibes, Malwida, Brenner y Friedrich Nietzs­
che, bajo un cielo casi griego. Como filólogo, sabía que el nombre roma­
no del balneario era Fanutn Fortunae, templo de la fortuna. Ese era real­
mente el nombre de Fano.
Lo único que no aguantaba eran los ojos. «Necesito un escribiente»,
comunicó a Gersdorff, pero de pronto le cayó del cielo uno, un escribien­
te que a un mismo tiempo era lo bastante culto como para leer galeradas,
comentar cuestiones de estilo e infundir ánimo para escribir y para publi­
car. Este hombre milagroso se llamaba Heinrich Kóselitz. Era aquel joven
músico y compositor que un año antes había ido, en compañía de su ami­
go Widemann, de Sajonia a Basilea, exclusivamente para oír a Nietzsche
(y un poco a Overbeck y Burckhardt). Entonces Widemann se tuvo que
marchar, y Kóselitz se quedó solo, prestó compañía, se mostró servicial y
pronto se hizo imprescindible: como Eckermann y mucho más que Ec-
kermann, pues Goethe no estaba semiciego y disponía de cientos de ayu­
dantes y miles de fuentes auxiliares.
Kóselitz sitúa a finales de abril un episodio en el que aparece como
«alumbrador» del genio. Nietzsche le ha hablado de la cuarta considera­
ción inactual, aún sin terminar e impublicable, que trata de «Wagner en
Bayreuth», y él se ha mostrado tan intrigado que Nietzsche le ha entrega­
do el manuscrito para que lo lea. La admiración que Kóselitz demuestra
tras la lectura del texto impulsa a Nietzsche a enviar una copia a Wagner
como regalo de cumpleaños. Ahora existe la posibilidad de hacer esa co­
pia, pero, al leer el texto copiado en limpio por Kóselitz, Nietzsche deci­
de publicarlo como homenaje a la inauguración de Bayreuth.
Es posible que en este relato haya algo de verdad. Nietzsche agrade­
cía la admiración, pero lo decisivo era que se volvía a sentir «sano», había
recuperado la confianza en sí mismo y podía arriesgarse a jugar nueva­
mente una baza. Entonces Kóselitz era sólo un muchacho voluntarioso y
así se mantendría durante mucho tiempo, no aquel amigo llamado Peter
Gast, en el que Nietzsche le convirtió, pues él también idealizaba a los
que le rodeaban.
A decir verdad, el propio Kóselitz cometió después, en la publica-
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 8 1 ]

ción de las cartas de Nietzsche a él, una de aquellas pequeñas infideli­


dades que formaban parte del estilo del Archivo Nietzsche. Ya en el pri­
mer mensaje de Nietzsche a él, una tarjeta de visita con la poco signifi­
cativa frase de «¿Puede usted, queridísimo profesor, venir un ratito a mi
casa?», cambió el tratamiento y lo convirtió en el de «Al señor P. Gast»,
como si Nietzsche le hubiera tratado desde el principio con el nuevo
nombre.
En realidad, la fórmula «Amigo Gast» aparece tímidamente por pri­
mera vez en una carta del 20 de agosto de 1880, tras el «renacimiento» de
Nietzsche, y en 1882, en el período de gestación del Z aratu stra , es entro­
nizado solemnemente Peter Gast. En octubre de este año Nietzsche es­
cribe a Overbeck: «En lo que se refiere a Kóselitz (o más bien al señor
“Peter G ast”), he aquí mi segundo milagro del año». El primero fue Lou
Salomé. Lou era la adepta ideal de su filosofía, en tanto que «Kóselitz es
la rotunda justificación de toda mi nueva praxis y renacimiento». Esto
lleva a la exclamación «H e aquí un nuevo Mozart», seguida del lamento:
«¡Q ué pobre, artificial y teatral me parece ahora toda la wagnerialería!».
Era la época en la que él mismo se presentaba como polaco y se repre­
sentaba como profeta. No había nada más tentador que otorgar a su pri­
mer discípulo el nombre del apóstol Petrus junto con aquel nuevo apelli­
do para los amigos en la soledad que en el grandioso poema «¡O h
mediodía de la vida! ¡Tiempo solemne!» le es reservado al propio Zara­
tustra. Los viejos amigos se apartan de él:

¿Os apartáis vosotros? — Oh corazón, aguantaste bastante,


Sólida se mantuvo tu esperanza:
¡Mantén a nuevos amigos tus puertas abiertas!
¡Deja a los viejos! ¡Deja el recuerdo!
Si una vez fuiste joven, ahora eres mejor joven!

La estrofa final dice:

Ahora celebramos juntos, seguros de la victoria,


La fiesta de las fiestas:
Llegó el amigo Zaratustra, ¡el invitado de los invitados!

Sirva lo que antecede como explicación del nuevo nombre de Kóse­


litz. Aquí nos quedamos con su función civil de amable ayudante y, en
primer lugar, con su nombre civil.
Nietzsche, por su parte, seguía navegando sobre las nubes de su nue­
va conciencia. Ya el 30 de mayo dio las gracias a Schmeitzner por la rapi­
dez en la impresión del texto y envió las primeras galeradas al impresor
Naumann. El 11 de junio envió la continuación del manuscrito a Ñau-
[482] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E

mann. «Un buen estado de ánimo», escribió a Schmeitzner, «me infundió


valor para llevar a cabo el plan inicial.» Había añadido aquellos tres capí­
tulos sobre Wagner como artista — músico, poeta y escritor— que, con
sus dificultades, le habían obligado a detenerse en 1875. Estas páginas
son de las más bellas, claras y meditadas que Nietzsche escribió en su
vida. Su elevada entonación, el persistente elogio de la genialidad de
Wagner no malogra la idea, sino que simplemente la envuelve en una
nube dorada. Es un homenaje de igual a igual.
Mucho se podría decir acerca de la cuarta consideración inactual en
su conjunto y sobre sus últimas treinta páginas en particular. Como en la
consideración sobre Schopenhauer, en ésta a través de la alusión y el símil
se insinuaban muchas cosas que sólo se podían explicar y entender refe­
ridas a él. De nuevo se había levantado todo un edificio mental en el que
se debería ver la «filosofía» de Nietzsche en aquella época. Aquí vamos a
comentar exclusivamente un pasaje en el que Nietzsche presenta a Wag­
ner y se presenta a sí mismo en un ropaje místico: como Wotan y Sigfrido.
Todo el mundo desearía pasar por alto esta escena, menos el entendido,
en cuanto que sólo el entendido sabe que el pintor se ha representado a sí
mismo entre la multitud de figuras de un gran cuadro, en un punto con­
creto. ¿Leería, descubriría, entendería y aprobaría Wagner esta penúlti­
ma página de su consideración inactual?
El contexto era inofensivo: Nietzsche estudió las grandes figuras de
las óperas de Wagner y su razón de ser. Siguiendo el orden lógico, llegó a
E l anillo. La caracterización de Wotan como mandatario que se había afe­
rrado al poder y ahora se veía atrapado en sus convenciones, era correc­
ta. Nadie podía poner objeciones a la doctrina de que Wotan necesita del
hombre libre y sin miedo, «que sin su consejo y apoyo, incluso en lucha
contra el orden divino, lleva a cabo por sí mismo la acción vedada al
dios». Este Wotan tiene que destruir lo que más ama, de modo que a la
postre siente asco del poder. Desea ardientemente — en E l crepúsculo de
los dioses— su propia caída.
«Y entonces ocurre lo otrora más anhelado: apareció el hombre Ubre,
sin miedo, se presentó en oposición a todo lo establecido... A la vista de
su magnífico devenir y florecer, el asco huye del alma de Wotan, sigue el
destino del héroe con el ojo del amor y el temor más paternales.» ¿Era
esto lo que ocurría en E l anillo? ¿O lo adaptó Nietzsche a sus fines, como
más tarde Bemard Shaw cuando en el librito del «perfecto wagneriano»
interpretó E l anillo en términos marxistas? Así, pues, Sigfrido mata al
dragón, forja su espada, «fiel en la infidelidad, hiriendo a lo que más ama
por amor, envuelto en las sombras y nieblas de la culpa», pero a la postre
se hunde como el sol, «encendiendo todo el cielo con su brillo de fuego y
liberando al mundo de toda maldición...». Para el entendido el velo era
transparente: él, Nietzsche, era el caballero que luchaba contra la muerte
LAS P E N A S DE LA V ERAC I DAD [4 8 3 ]

y el demonio, el que forjaba la espalda, el que daba muerte al dragón, el


aniquilador que prendía fuego al cielo.
¿Y Wotan? «Todo esto lo contempla el dios, al que se le ha roto la lan­
za en lucha con el más libre, y que ha perdido su poder sobre él, henchi­
do de gozo por la propia derrota, henchido de simpatía y compasión por
su vencedor: su ojo conserva el brillo de una dolorosa dicha en los últimos
lances: se ha hecho libre en amor, libre de sí mismo.»
El estudio de Nietzsche terminaba con una mirada a la actualidad, y
ahora se veía con especial claridad su visión de lo que venía: ¿dónde están
hoy, preguntaba en solemne tono de predicador, los Wotanes que renun­
cian a su poder, que se hacen más grandes precisamente por dimitir?
¿Dónde están las Brunildas, dónde los Sigfridos, «los libres, los que no
tienen miedo, los que crecen y florecen por sí mismos en inocente identi­
dad?». Muy en la lejanía del futuro se empieza a divisar al pueblo, que en­
tenderá a Wagner, a decir verdad ya no como vidente de su futuro sino
como intérprete y mitificador de su pasado. «Pasado» era la última pala­
bra de esta radiante, arrebatadora y rotunda apología.

Se ve claramente lo que Nietzsche perseguía: si el texto de R ich ard


W agner en B ayreu th aparecía como un panegírico a los ojos de los demás,
dirigido a Wagner era una apelación. El pueblo que Wagner deseaba para
Bayreuth aún no existía, sólo el consabido populacho. Así, pues, tenía
que apoyarse en los pocos fieles que veían al pueblo futuro a la altura de
su obra y lo preparaban con su acción. No había otro camino. Dicho con
palabras del Evangelio, él debía reservar a Nietzsche el sitio situado a su
derecha, Dios Padre y Dios Hijo. Principal preocupación de Wagner: ver
definitivamente consolidada su obra de Bayreuth sólo se podía cumplir si
afloraba una humanidad digna de ella, en lucha contra todo orden esta­
blecido, incluido el orden supuestamente divino del cristianismo. «Liber­
tad» y «liberación» eran ahora palabras predilectas de Nietzsche, que aún
era profesor y seguía sujeto a planes de estudios, pero pronto se converti­
ría — como antiguo filósofo en la playa de F an u m F o rtu m e — en el gran
hombre «libre y sin miedo» que Wagner había simbolizado ya en su Sig-
frido.
Magnífica era esta confianza, este saberse transportado, esta esperan­
za en un Bayreuth en el que se le asignaría el viejo papel de Tribschen, en
el que Wagner separaría el trigo de la paja, los verdaderos de los falsos
discípulos, de los «wagnerianos». Donde volvería a reverdecer la vieja es­
peranza, pues Bayreuth sólo subsistiría si simultáneamente se proclamaba
una nueva Reforma.
En el fondo, R ich ard W agner en B ayreuth era una extensa carta de
amor: te lo doy todo, me doy a mí mismo, pero sé tú también aquel que
[4 8 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

yo he soñado, cada vez más grande, que se pierde a la manera divina en­
tre las nubes del cielo, para emplearme a mí no sólo como educador,
como albacea, sino también como portavoz de una humanidad futura,
distinguiéndome también de manera visible frente a la chusma de los
wagnerianos. Esto fue escrito de un tirón en un arrebato, y ahora había
sido impreso y le era devuelto en forma de galeradas; el canto había em­
pezado a rodar. Mientras la imprenta Naumann trabajaba ya en los pri­
meros capítulos, Nietzsche terminó los últimos, que el 11 fueron enviados
también a la imprenta.
El 25 de junio el editor Schmeitzner recibe instrucciones acerca de las
personas a las que se tienen que enviar ejemplares gratuitos; aparte de
ello, al señor Richard y la señora Cosima, en Bayreuth, se les han de en­
viar sendos ejemplares de lujo. En las semanas siguientes sigue la carta
que acompaña al paquete de Bayreuth. Y el 7 de julio Rohde recibe la no­
ticia de que Nietzsche se vuelve a encontrar muy mal desde hace tres o
cuatro semanas, hasta el punto de que, según dice, «tengo que ver cómo
me desplazo hasta Bayreuth y sobre todo en Bayreuth». Si deducimos las
tres o cuatro semanas de que habla Nietzsche, nos encontramos de nuevo
en el momento en el que envía los últimos capítulos a la imprenta, con el
ominoso pasaje sobre Wotan y Sigfrido. Una vez más había sido valiente,
audaz, y ahora lo pagaba con dolores diarios.
Tenemos testimonios elocuentes de este período de sufrimiento: bo­
rradores de cartas a Cosima, a Wagner, a Wagner y Cosima, que debían
acompañar a los ejemplares de lujo. No sabemos qué decía el escrito que
fue enviado efectivamente. Los borradores que tenemos muestran miedo
y temblor. Si la carta de cumpleaños en mayo exhibía un estilo exquisito,
estos intentos de disculpar a p rio ri los pecados de la cuarta consideración
inactual son balbucientes y chapuceros. Especialmente desafortunadas
eran estas frases dirigidas a Cosima: «Por este motivo, acepte usted bon­
dadosamente el intento que aquí me atrevo a hacer de depararles una pe­
queña alegría enviándoles ahora los dos ejemplares de lujo de mi obra
más reciente». A ello se suma su empeño de aplazar lo inevitable: a buen
seguro que usted, «siempre tan preocupada y ocupada» no tendrá tiem­
po para leer hasta el verano. En los borradores de las cartas a Wagner y a
los dos, Richard y Cosima, abundan las fórmulas de contrición: «Cuando
pienso lo que me he atrevido a hacer siento un estremecimiento...». «Si
pienso en lo que me he atrevido a hacer esta vez, cierro los ojos y me in­
vade inmediatamente el horror...» «Si reflexiono sobre lo que me he atre­
vido a hacer esta vez me mareo y me siento atrapado, y me puede ocurrir
como al caballero en el lago de Constanza.» También se repiten declara­
ciones como que esta vez se ha puesto a sí mismo en juego o que, con cada
una de sus obras, pone en entredicho relaciones personales que después
tiene que restablecer. A Wagner se le suplica: «Deje usted que ocurra lo
LAS PE NA S DE LA V ERACI DAD [485]

que ha ocurrido y conceda su compasión y su silencio a alguien que no se


ha recreado en sí mismo». En otra ocasión declara: «Aquí hay, queridísi­
mo maestro, una especie de sermón solemne para Bayreuth. No he podi­
do mantener cerrada la boca y he tenido que decir muchas cosas». Y al fi­
nal apela a la magnanimidad del maestro: «...Una vez, en su primera carta
a mí, me dijo usted algo sobre la fe en la libertad alemana: a esa fe me re­
mito hoy...». Consecuencia: convulsiones por miedo a Bayreuth, al ceño
iracundo del dios de las tormentas — «Tengo que ver cómo me traslado
hasta Bayreuth y sobre todo en Bayreuth». Este año fue una auténtica ca­
lamidad, hasta el punto de que escribe a Rohde: «Mi dicha es grande,
pues es visto algunas veces el cielo azul». Los momentos de luz se llama­
ban Malwida, Mathilde, Paul Rée.
Temores sobre temores. El 7 de julio escribió a Rohde que iría a Bay­
reuth el 10 de agosto y regresaría a finales de mes, a causa de las clases en
el Pädagogium, pero días antes tenía ya en sus manos el permiso de la uni­
versidad. ¿Era realmente Nietzsche tan responsable que interrumpió su
estancia en Bayreuth y dejó la compañía de Wagner por unas pocas horas
de clase en el Pädagogium, ya al final del año académico? El conocía el
programa de Bayreuth: los ciclos de las pruebas duraban desde el 3 de ju­
nio hasta el 4 de agosto, las pruebas generales, que, según se decía, esta­
ban reservadas al rey Luis de Baviera, iban del 6 al 9 de agosto. El día 13
empezaban los festivales propiamente dichos, en los que se debía repre­
sentar por tres veces, hasta fin de mes, E l an illo . El 10 de agosto, cuando
llegó Nietzsche, el festival se encontraba en su apogeo y eran pocas las
probabilidades de poder hablar personalmente con Wagner; y así fue
también hasta finales de mes. ¿Lo quería así Nietzsche?
Entonces volvió a producirse el milagro. Había sonado la hora de la
nueva consideración inactual. El 11 de julio llegó un telegrama de Cosi­
ma: «L e agradezco ahora, caro amigo, el alivio y el reconfortamiento, en
verdad únicos, junto con las grandiosas impresiones artísticas». Poco des­
pués Wagner le escribió: «¡Amigo! ¡Su libro es inmenso! ¿De dónde ha sa­
cado usted la experiencia sobre mí? ¡Venga usted pronto y acostúmbrese
con las pruebas a las impresiones! Su R.W.». «Venga usted pronto» era,
en su laconismo, como una orden. A Wagner se sumó Malwida, que se en­
contraba en Bayreuth desde el 3 de julio: «M e temo que si viene usted
sólo a las representaciones será demasiado para usted, demasiado impo­
nente». Aparte de esto, ahora de todas partes llovían emocionadas cartas
de agradecimiento a Richard Wagner en Bayreuth. A nadie se le ocurrió
indagar lo que las frases tenían de conjura, todo el mundo encontraba en­
tusiasmo y estaba entusiasmado. Malwida elogió abiertamente lo que
Wagner había hecho con sus obras, y lo que él, Nietzsche, creaba en sus
escritos. En tiempos venideros a él también le acogerían con amor, como
a Wagner. No dejaba de ser un consuelo.
[4 8 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Los elogios le vinieron bien; a Gersdorff le transmitió literalmente las


palabras de Wagner «es un libro inmenso». Fue una suerte que no mira­
ra hacia Bayreuth, y que no pudiera echar un vistazo al diario de Cosima.
En él las anotaciones del 1 al 12 de julio son muy escuetas: el eterno ma­
lestar con los cantores, la eterna penuria de la caja; cada día se gastan 2.000
marcos y se ingresa poco. Se hace constar la llegada de Malwida, y una
magnífica obra de Nietzsche: R ich ard W agner en B ayreu th . Lo que sigue,
«conmovedor, arrebatador», está dedicado a E l crepúsculo de lo s d io se s ,
todo el resto de la anotación se ocupa de la nueva ley que fija un impues­
to para los perros («Personas acaudaladas se desprenden de animales fie­
les para no pagar impuestos; horrible. Estamos formando una liga para
salvar a las pobres criaturas»).
Para suerte y desgracia de Nietzsche, los Wagner no eran filólogos.
No estudiaron su texto, no lo examinaron a fondo, sino que lo considera­
ron adecuado a la genialidad de Richard, un retrato magistral del maes­
tro, y así el folleto de propaganda fue enviado a toda prisa a aquel perso­
naje que desde hacía tiempo era sacudido por sentimientos que oscilaban
entre la vieja dependencia, fidelidad y admiración, y la nueva desconfian­
za: el rey Luis de Baviera. Con fecha del 21 de julio, en el diario aparece
registrado, junto al ingreso de 5.200 marcos («esto alcanza para dos
días»): «Precioso telegrama del rey, dando las gracias por el opúsculo de
Nietzsche». Este mismo hecho es interpretado así por Nietzsche en carta
a su hermana: «Esta noche viene el rey. Ha puesto un telegrama diciendo
que mi obra le ha cautivado». El 24 de junio aparece la anotación: «Tam­
bién ha llegado el profesor Nietzsche, y los Dannreuther, y otros más. Pri­
mer acto de E l crepúsculo de lo s d io se s ; la princesa Barjatinsky, Mimi y yo
en la galería de los príncipes, los niños con nosotros». Dannreuther es el
agente de Richard en Londres, un hombre importante. También Nietzs­
che es tan importante que no aparece incluido en esos «otros más». Pero,
evidentemente, sólo la princesa Barjatinsky es digna de que se la vaya a re­
coger a la estación.

Ahora nos tenemos que ocupar de la estancia de Nietzsche en Bay­


reuth con su dolorosa participación y no participación en los festivales.
Sobre este incidente discutieron después nietzscheanos y wagnerianos
con tanto ardor como desconocimiento de lo que realmente ocurrió. Los
testigos guardaron silencio. En el diario de Cosima no aparece ni una lí­
nea, ni una palabra sobre el particular. Tampoco Nietzsche informa de
ello a sus amigos. Sólo la correspondencia entre el hermano y la hermana,
cartas de queja de Nietzsche desde Bayreuth hasta Basilea, donde la her­
mana sigue ocupada en el levantamiento de la casa; unas cuantas palabras
de explicación cuando ella llega a Bayreuth y comprueba asustada que él
LAS PE NA S DE LA V ERAC I DAD [4 8 7 ]

ya se ha marchado. Después, lo práctico: ¿qué hay que hacer ahora con


los caros billetes de entrada y con la vivienda? Al final, un mensaje de Eli­
sabeth a su hermano, que ya ha vuelto a Basilea. Casi cuarenta años des­
pués, en su libro sobre Wagner y Nietzsche en la época de su amistad, Eli­
sabeth aportó una exposición de los hechos que, como siempre, se ha de
leer con suma cautela.
En realidad, parece ser que los hechos ocurrieron así. El 22 de julio,
sábado, Nietzsche partió de Basilea, llegó a Heidelberg, y el domingo con­
tinuó viaje a Bayreuth y se alojó en la vivienda alquilada al librero Giessel.
El lunes, martes y miércoles asistió a los ensayos de E l crepúsculo de lo s
d ioses. La vivienda en casa de Giessel le pareció «asquerosa, decidida­
mente imposible», pues era sucia e incómoda. Vivía en casa de Malwida:
por la mañana, temprano, ya estaba en el jardín, se bañaba en el río, co­
mía con Malwida y su clan, la hija adoptiva Natalia, el hijo político Mo-
nod y el amigo Schuré, y podía sentirse bien atendido. Luego se instalaría
con Elisabeth en casa de los Giessel y ella llevaría la casa; ya había encon­
trado una criada.
La primera carta a la hermana, escrita al segundo día de su llegada,
empieza con la frase: «¡Casi estoy arrepentido!». Su estado ha sido la­
mentable, con dolores de cabeza hasta la noche del lunes, y después una
debilidad tan grande que apenas si puede sostener el ensayo. A continua­
ción viene esta significativa noticia: «El lunes estuve en el ensayo, no me
gustó y tuve que salir». En la segunda carta, escrita el viernes por la ma­
ñana temprano, dice que se encuentra perfectamente y comenta acerca de
la música: «Ahora ya he visto y oído todo E l crepúsculo d e lo s d ioses; hay
que irse acostumbrando, ahora estoy en mi elemento». La tercera carta
fue escrita el martes de la segunda semana; la noche antes, dentro del ter­
cer ciclo de ensayos, se había representado íntegramente L a V alquiria. Esta
tercera carta empieza en un tono tan lapidario como la primera: «¡Esto
no es para mí, lo veo!». Dolor de cabeza y fatiga; L a V alquiria la había
oído en una sala oscura, y por lo tanto no la había podido ver. «¡E s im­
posible ver algo!» «Quiero marchar de aquí, es absurdo que permanezca
aquí.» Le horrorizan las «largas veladas artísticas», pero no deja de asistir
a ellas. Luego con gran decisión exclama: «Estoy harto».
Ya en la primera representación — el 13 de agosto— se sintió tan mo­
lesto que preferiría estar «en cualquier otro sitio, no aquí, donde no ten­
go otra cosa que tormento». Elisabeth haría bien en ofrecer las entradas a
los Baumgartner, a Schmeitzner o la señora Bachofen. Nietzsche quiere
marcharse a toda costa, al Fichtelgebirge o a cualquier otro sitio. El miér­
coles, 2 de agosto, parte, sin miedo al largo viaje, con idea de refugiarse en
el pequeño balneario de Klingenbrunn, en Baviera, donde abundan los
bosques frescos y umbrosos.
¿Qué había ocurrido realmente en estos días para que a finales de la
[4 8 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

primera semana se produjera un fuerte acceso de euforia y a principios de


la segunda una caída total? En la primera carta no aparecen los Wagner;
evidentemente apenas si habían recibido información de la llegada de su
heraldo. En la segunda carta, la del acceso de euforia, dice: «Los Wagner
y los niños han preguntado insistentemente por ti [Elisabeth]». Además
enumera a quiénes ha visto; a causa de su precario estado de salud tiene
que rechazar las invitaciones, incluidas las de los Wagner. «Wagner con­
sideró que me comportaba de una manera rara.» El barómetro indica
buen tiempo; a ello contribuye también el hecho de que el proyecto ita­
liano de Malwida ha elegido un bello lugar: «Mar y bosque y cerca de Ná-
poles; a lo mejor sale bien». «Mi salud toma un curso favorable», dice ex­
presamente, «me encuentro mucho más animado.»
Entre este viernes y el lunes siguiente debió de producirse el «súbito
cambio de temperatura». No hace falta mucha fantasía para imaginar que
los Wagner eran culpables de dicho cambio, por las faltas de atención,
por las humillaciones, por las burlas a la usanza de la casa. En el diario de
Cosima se nota con fecha del sábado un «banquete francés», con los
Schuré, Monod, etc.; era el clan de Malwida. En la noche del domingo se
celebró una fiesta en el jardín; reuniones de sociedad en las que, por un
cambio de humor o molesto por algún motivo, no participó.
Esto plantea la pregunta de por qué tuvo que asistir entonces noche
tras noche, como un muchacho obediente, a las audiciones de una música
que no le gustaba o que incluso le molestaba, hasta el punto de que ya la
primera noche abandonó el local antes de tiempo. Nietzsche, extraño so­
ñador, se tenía por un compositor, pero no poseía los conocimientos mu­
sicales, la comprensión y el gusto de un auténtico entendido, y le ocurrió
lo mismo que a la mayoría de los asistentes a las óperas y los conciertos de
este ciclo: la música de E l an illo era para él demasiado larga, demasiado
agitada, demasiado indefinida. Con E l crepúsculo de lo s d io ses había ido
bien: tres actos en tres noches. También E l oro d e l R hin se podía soportar
cuando se oía. Pero después de L a V alquiria Nietzsche tuvo que capitular.
Ahora no tenía otra cosa que dolor de cabeza y fatiga, y en estas condicio­
nes no le quedaba ya ninguna posibilidad de presentarse ante los potenta­
dos de Bayreuth. ¿El, que había soñado con ser el Sigfrido de Wagner-Wo-
tan, tenía que asistir ahora a las audiencias que concedía el maestro
acurrucado en un rincón como un perro que implora algo de córner o una
mano que le acaricie? La única solución era salir de allí con gesto orgullo­
so y cambiar el mundo bayreutheano de cartón piedra por bosques de ver­
dad. No obstante, Elisabeth, amiga íntima de Cosima, le podía represen­
tar. El rey estaba a punto de llegar, y en los próximos días Wagner sólo
tendría ojos y oídos para Su Majestad. ¿Había abrigado inicialmente
Nietzsche la esperanza de que Wagner le presentara al augusto protector,
que había leído «con deleite» su obra? También esto es imaginable.
LAS PE NA S DE LA V ERACI DAD [4 8 9 ]

Una mirada al diario de Cosima pone de manifiesto cómo se veía el


mundo desde Wahnfried. El martes, 25 de julio, el señor Brandt, inspec­
tor general, manifestó su deseo de marcharse, porque en el programa fi­
guraba sólo como maquinista; el 26 de julio el banquero Feustel, el más
sólido apoyo de Wagner, comunicó su deseo de abandonar el Consejo de
Administración, porque Wagner había permitido que los bomberos asis­
tieran gratuitamente a la prueba; el 27 de julio emprendió viaje de regre­
so, muy enojado, el señor von Baligand, ayudante del rey y responsable
del alojamiento de los augustos huéspedes, porque no estaba de acuerdo
con el Consejo de Administración. El 28 de julio se produjo una disputa
con el profesor Doepler, responsable del vestuario, porque Cosima había
formulado algunos deseos. Doepler se mostró «terco y vulgar».
Todos estos «desatinos» obligaban a intervenir, a reducir las diferen­
cias y a restablecer el orden. Los Wagner tenían el sombrío presentimien­
to de que al final todo saldría mal. Cosima anota: «Una visión cada vez
más profunda de la imperfección de la representación». Y también: «La
indumentaria hace pensar en jefes indios y tiene, además del absurdo et­
nográfico, el sello de la falta de gusto propia del pequeño teatro». Así era:
Bayreuth no era Munich, carecía de recursos, los gigantescos sueños ar­
tísticos de Wagner, arco iris y llamas, doncellas meciéndose en las aguas
del Rhin y valquirias a caballo, el dragón que vomita fuego, el orgulloso
caballo Grane, el tiro de carneros de la diosa Fricka, todo esto tenía que
aparecer como teatro de pacotilla, dados-ios medios de que se disponía en
Bayreuth, aunque el dragón hubiera sido pedido a Londres (el cuello no
llegó a tiempo). Wagner tenía que ocuparse de cada detalle: «Richard ha
tenido muchos problemas con el sombrero de Wotan; ¡es decididamente
un sombrero de mosquetero!».
A todo esto se sumaba la penuria económica. Wagner había irritado a
la burguesía acaudalada con su guerra a los judíos y sus alianzas con los
príncipes. Ahora tenía a la aristocracia, pero ésta consideraba que ya ha­
cía bastante con asistir. La mayor satisfacción de Cosima consistía en que,
siendo hija ilegítima de la condesa d’Agoult y habiéndose divorciado de
un barón para luego volverse a casar por lo civil, se encontraba ahora en­
tre reyes y príncipes; aquel era su elemento. Elisabeth comentó: «Los ar­
tistas odiaban a la pobre Cosima. A todos los condes, barones o visitantes
extranjeros se les ofreció una recepción, a los artistas les tiraron las entra­
das gratis como se tira un hueso a un perro; nadie las aceptó. Un motivo
de malestar: todos los artistas habían recibido fotografías de Wagner con
firma autógrafa, pero unas eran de tamaño álbum y la otras de tamaño
tarjeta. Parece ser que los que recibieron estas últimas las devolvieron
enojados. Elisabeth captó al vuelo lo que distinguidas damas decían sobre
Cosima y su «ridicula pretensión»; no entiende nada de recepciones y
tampoco sabe representar su papel de anfitriona. De boca en boca corría
[4 9 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

este chiste: ¿cuál es la diferencia entre Serbia y el salón de Wagner? Pues,


sencillamente que Serbia es el escenario de una guerra y el salón de Wag­
ner es el escenario del servilismo. En palabras de Cosima: «Me entero fu­
gazmente de los odiosos chismorreos e intrigas que aquí corren constan­
temente».
Volvemos a los hechos. Nietzsche había emprendido viaje de regreso;
llegó Elisabeth, se alojó en casa de los Giessel y se sintió sola y abandona­
da. Ciertamente todos eran atentos con ella, muchos se presentaban, pero
—ella tenía un oído muy fino para el secreteo— la señorita Natalie (her­
mana de Olga Herzen, hija adoptiva de Malwida) ha dicho al príncipe
Mitschersky que había sido una extraña idea de Nietzsche nombrarla,
por así decir, objeto de la herencia de Malwida. Dice que se siente des­
plazada en este ambiente franco-ruso. Probablemente, los rusos hablaban
francés y Elisabeth no se defendía en esta lengua mejor que su hermano.
Por lo demás, Wagner se dirigió a ella y le dijo: «Sólo tienes que venir, las
composiciones siempre te habrían gustado». Y ella, siempre decidida a
ver el lado positivo de Wagner, añadió: «Era tan ocurrente...».
«Quiero quedarme aquí tal vez diez días, pero no pasar por Bayreuth
al volver», había escrito Nietzsche el 6 de agosto desde Klingenbrunn.
Había jurado no volver a ver a Elisabeth (que regresaría a Naumburg), no
volver a ver a los amigos («ahora todo es veneno y daño para mí»), Elisa­
beth debía retener el nombre de Arlesheim, pequeña localidad situada
cerca de Basilea, donde él pensaba llevar una vida idílica después del año
de permiso. No había transcurrido aún una semana cuando, concreta­
mente el 12 de agosto, Nietzsche se encontraba de nuevo en Bayreuth, a
pesar de la «infinita decepción del verano».
Nietzsche permaneció más de catorce días, hasta que el 27, con la ex­
cusa de que a la semana siguiente empezaba el Pädagogium, pudo em­
prender viaje. Fueron exactamente los catorce días que él había anuncia­
do a Rohde, el tiempo oficial en el que se representó dos veces seguidas
E l an illo de lo s N ib elu n go s en un total de ocho veladas. Fue también el
tiempo en el que Wagner estuvo más ocupado y en el que se congregó
más gente en las calles de Bayreuth.
Si Nietzsche volvió, con toda seguridad que no fue en respuesta a la
presión de su hermana, a la que manejaba como quería, sino para asumir
su nuevo papel de observador frío hasta lo más profundo del corazón. O
—y ésta es también una explicación posible— como un niño enfadado
que comprueba que nadie lamenta su ausencia. Regresa sigilosamente,
mientras la ciudad y el campo contienen la respiración porque viene el
emperador. «El 12 de agosto llega el emperador», dice Cosima, «el gran
duque de Schwerin con esposa e hija, la gran duquesa de Baden, Anhalt-
Dessau, Schwarzburg-Sondershausen, etc., etc.; Richard recibe también al
emperador, el cual habla de la fiesta nacional en tono muy jovial». Así se
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 9 1 ]

lo había hecho saber al augusto señor la condesa Schleinitz, amiga íntima


de los Wagner: llegan como obligación nacional todos los pueblos alema­
nes y demás, y ocurre lo inaudito: el artista recibe al emperador, pero con
total sumisión. ¡Un triunfo inmenso! Después vendría otro. Al día si­
guiente apareció alguien, sin pompa oficial, que se limitó a escribir «Pe­
dro» en la casilla «nombre» y «emperador» en la casillá «profesión»:
Dom Pedro, emperador del Brasil. Y Luis, rey de Baviera, abrazó al que­
rido amigo al despedirse y prometió volver al tercer ciclo, cuando los
príncipes ya se habían marchado. «Cada tren trae nuevas gentes», escri­
bió un periodista, y uno no para de saludar y dar la mano como en una
gala de canto.
Wagner, que en su gran día tenía ya sesenta y tres años y sufría fre­
cuentes achaques, ahora se encontraba más sano que nunca. Elisabeth,
futura depositaría del tesoro de Nietzsche en Weimar y una especie de
reina madre, sumamente preocupada de no enojar a la emperatriz Cosima
en la vecina Baviera, recogió en su libro sobre Wagner y Nietzsche el
grandioso retrato que el amigo Schuré hizo de Wagner en Bayreuth:
«Wagner, volcado en la imponente empresa, dentro de la cual tenía que
dirigir a 35 personas — dioses y diosas, gigantes, enanos, mujeres, hom­
bres, héroes, valquirias, coro, orquesta, tramoya— , soboreó como el jo­
ven Wotan, a pesar de sus 63 años, el merecido triunfo por haber creado
un mundo y haberlo puesto ahora en movimiento. En las cortas horas de
descanso entre sus trabajos de Hércules daba libre curso a su jovial fanta­
sía, a su desbordante humor, que era como la espuma de su genio. Para
transferir su alma y su pensamiento a estos seres de carne y hueso, obli­
gado a mantener en equilibrio el egoísmo, la rivalidad, los amoríos de este
regimiento de actores y actrices, se transformó a sí mismo en un actor y
director, encantador y domador, alcanzó siempre sus objetivos con una
mezcla hecha de firmeza y halago, de ira salvaje y sincera ternura». Así es
Wagner, el hombre en el que Nietzsche había descubierto un «frustrado»
actor; aun ahora era capaz de hacer una demostración ante una legión de
cantores.
El viernes, 18 de agosto, «visitas, recepciones, enorme ajetreo», en la
noche del gran banquete. Richard habla, cita el eterno femenino, luego
toma la palabra el conde Apponyi, que compara a Wagner con el joven
Sigfrido, que como él no conoce el miedo. ¡Y Nietzsche, el pálido profe­
sor, había soñado que podría llegar a ser ese Sigfrido! El sábado, más de
doscientas personas en casa de los Wagner, que es la gran casa abierta, se
ha contratado a un cocinero francés para atender a los distinguidos invi­
tados,
Evidentemente, también se puede criticar, calumniar, denunciar. «Se
comenta que los periódicos informan de nimiedades, por supuesto los pe­
riódicos alemanes», anota Cosima. «Para el segundo ciclo no se han ven­
[492] FRIEDRICH N IETZSCH E

dido ni siquiera la mitad de las plazas, para el tercero apenas un tercio»,


escribe Nietzsche a su hermana desde Bayreuth. «Ves, pues, que no to­
maré esa decisión», añade. ¿Existe todavía la posibilidad de llegar a ser
redactor de las Bayreuther Blätter? El 27 de agosto, al principio de la ter­
cera serie, Cosima habla de una gran asistencia de público, con lo que
quedarían invalidadas las maliciosas habladurías.
De hecho, la información era maliciosa e incluso venenosa. Se citaba
con regocijo el nombre de todo aquel que no estaba en Bayreuth; por
ejemplo, los escritores Gutzkow y Auerbach, Freytag y Scheffel, Spielha­
gen y Geibel. El escritor Nietzsche todavía no era tan famoso como para
que su falta o su ausencia merecieran mención. Los informadores se fija­
ron sobre todo en el público de los festivales, que, a causa de los exorbi­
tantes precios, era como el público de cualquier otro festival, desde Salz-
burgo hasta Glyndebourne. El sueño del viejo revolucionario y hombre
del pueblo Wagner de dar entrada al «pueblo» a estas celebraciones de la
nación, se había evaporado como el posterior plan de Hofmannsthal en
Salzburgo o las ilusiones de los obreros en los festivales del Ruhr. En lu­
gar de ello, «las conocidas damas de Berlín, de Viena y Petersburgo, que
de hecho constituían la fuerza activa del wagnerismo, con cinturones de
valquiria, guiños y sonrisas representaban el papel que les correspondía».
Nietzsche lo dijo después en términos más cáusticos: «Además, la deplo­
rable sociedad de los señores y las señoras del patronato, todos ellos muy
enamorados, muy aburridos y amusicales hasta la náusea... Se había reu­
nido toda la chusma ociosa de Europa, y todo el que quería entraba y sa­
lía de la casa de Wagner, como si en Bayreuth se tratara de un deporte
más. Y en el fondo no era nada más. Se había descubierto un pretexto
para el ocio de los viejos ociosos, una gran ópera con obstáculos; en la
música de Wagner, con el poder de persuasión que le otorgaba su oculta
sexualidad, se encontró un elemento de unión para una sociedad en la
que cada uno buscaba sus placeres».
No deja de sorprender que el futuro liberador de la gran sensualidad
pudiera intervenir como un predicador con rigor protestante contra la
mundanidad de un público que en las largas pausas entre los actos del fes­
tival se peleaba por la cerveza y las salchichas. Pero no se podía negar que
también el círculo de los amigos íntimos de Nietzsche participó en el
«juego de los sentidos» (como bellamente lo definió Goethe), empezan­
do por Gersdorff con su Nerina, la condesa Finocchietti intensamente
cortejada por él. Digamos, por otra parte, que para la condesa Finoc­
chietti Elisabeth era atractiva y agradable, aunque quizás excesivamente
despreocupada, mientras que Rohde la encontraba sencillamente fea. Eli­
sabeth, por su parte, encontraba en Rohde «complacencia estética» y
Senger le parecía muy repugnante, ya que acosaba con sus propuestas a
Mathilde Maier, amiga de Wagner. Elisabeth también hablaba de Rée,
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 9 3 ]

pero esta vez el reproche se llamaba inaccesibilidad: durante una visita a


un pensionado no había gustado a las chicas, porque se había mantenido
todo el tiempo orgulloso como un Napoleón sin prestar la mínima aten­
ción a las jóvenes damas. Rée había hablado, en cambio, a Nietzsche de
un jovencito con ojos de fuego al que quería llevar con él a Bayreuth; se
llamaba Stein. Lo más sorprendente fue, sin embargo, qué Nietzsche, el
acusador y moralizador, se enamoró perdidamente en Bayreuth de una
criatura a la que en el E cce hom o llama retrospectivamente «encantadora
parisién».
Así, pues, se comportó plenamente como correspondía a Bayreuth y
merecían los festivales. Nada sería más erróneo que imaginarle en estos
días de agosto en Bayreuth como un personaje solitario y malhumorado.
Participaba en la fiesta y a veces se lo pasó bien.
Si Gersdorff y Rohde habían quedado parcialmente al margen por sus
aventuras amorosas, allí estaba Rée, más querido que nunca, como antí­
doto intelectual contra todas las «wagnerialerías». Nietzsche estableció
amistad con un joven pintor y poeta llamado Reinhart, barón von Seyd-
litz, presidente de la muniquesa Asociación de Wagner, y admiró el rostro
amable y radiante de madame Louise Ott, que, para gracia o desgracia
suya, estaba casada y tenía un hijo llamado Marcel. Ella emprendió viaje
de regreso antes que él, y Nietzsche le escribió: «Cuando usted abandonó
Bayreuth, la oscuridad cayó sobre mí».
La encantadora parisién era en realidad una alemana báltica de origen
noble que se había criado en Estrasburgo y allí se había casado con el
acaudalado señor Ott. Tras la anexión de Alsacia, el matrimonio se había
trasladado a París; era, pues, un alma musical que había dejado en París
dinero, marido e hijo para entregarse a Wagner. ¿La había conocido
Nietzsche en el círculo de Malwida, tal vez a través del alsaciano Schuré?
Elisabeth, que como es sabido no permitía la presencia de ninguna diosa
cerca de ella, comentó a su hermano que a Gersdorff madame Ott le ha­
bía parecido «muy coqueta»; además le enojaba recordándole que ella le
había tenido que entregar doce marcos (que entonces era mucho dinero)
para un libro que él había adquirido a petición de la dama de su corazón,
pero no pagado.
Ya el 2 de septiembre llegó de París la respuesta de Louise a la decla­
ración de amor de Nietzsche: lealtad, sana amistad, ningún cargo de con­
ciencia, lo mejor, corazón y espíritu, en intercambio. Pero ella no pensa­
ba exclusivamente en valores espirituales: «N o puedo olvidar sus ojos: su
profunda, cariñosa mirada me emociona como entonces...». Firmado:
«Su nueva hermana Louise». Y un pequeño secreto: «N o comente usted
nada de su carta y mi carta. Todo lo ocurrido hasta ahora queda entre no­
sotros, es nuestro tesoro, sólo para nosotros dos». Madame Ott creía en
la unión platónica de las almas y estaba enamorada platónicamente. «Mi
[494] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

corazón se encendió, se encendió tanto que tuve que romper a llorar, y sin
embargo era felicidad», escribió días después, cuando Nietzsche ya le ha­
bía enviado las consideraciones inactuales. Leer las obras de Nietzsche
con él, dejar que éste se las explicara, sería una dicha.
Pero la enamorada Louise no se andaba con ambages cuando escri­
bía: «¿Sabe usted que yo soy cristiana? ¡Mi Biblia es hermosa, pura y
grande!». ¿Era negativa la influencia del cristianismo? ¿No eran frías y
desesperanzadas las palabras del predicador liberal? En la respuesta,
Nietzsche representó el papel del hombre salvaje: ¡si usted supiera con
qué librepensador ha ido a dar! ¿Quería ella que él la raptara como en E l
rapto d e l serrallo, aunque sin música de Mozart? ¿Y cómo sería: «¿N o hay
un buen cuadro de cierta bella mujercita rubia?».
La tierna y delicada amistad con Louise Ott es a su modo una res­
puesta a la pregunta de cómo se sintió Nietzsche en esta segunda estancia
en Bayreuth. Elisabeth escribió a su hermano tras la marcha de éste: «Por
cierto, con vosotros [Nietzsche y Rée] se ha ido el espíritu de la jovialidad
y de la filosofía jovial». A veces el ambiente se caldea, pero en su rincón
falta «aquel feliz hermanamiento interior que se manifestaba a través de
nuestras ganas comunes de reír». Nietzsche volvía a aparecer como bro­
mista, y el ingenioso Rée formaba parte de la misma banda. Elisabeth no
deseaba nada tan ardientemente como el libro de Rée, el cual ahora per­
tenecía al grupo de Nietzsche, mientras que Senger no había superado la
prueba.
Un Nietzsche alegre y bienhumorado en Bayreuth vendría a contra­
decir la versión más generalizada. Pero fue así. Las anécdotas que Elisa­
beth cuenta encajan perfectamente: la alegría de los dos cuando se saltan
la representación teatral, mientras afuera van llegando los coches, el ges­
to arrogante del hermano cuando desprecia su cuarta consideración inac­
tual, recientemente aparecida, como una historia vieja. Mientras tanto,
Wagner recibió al gran duque de Schwerin y la gran princesa Wladimir,
comió con el duque de Meiningen y también con el presidente del go­
bierno; además participó en un almuerzo que dieron los artistas france­
ses. Y cuando el profesor Nietzsche, sin mucho revuelo y expectativa,
hizo las maletas, Wagner se dispuso a recibir al rey Luis de Baviera con
motivo del tercer ciclo.
Durante esta segunda estancia en Bayreuth Nietzsche se sentó con
toda seguridad varias veces entre los espectadores. Cabe pensar que se
mostraba muy atento y que su vista estaba ahora mejor, Más tarde escri­
bió severas frases en las que expresaba su instintivo rechazo de la músi­
ca de E l a n illo , retomando aquella crítica que en enero de 1874 ya había
confiado a su cuaderno de apuntes: «Al dirigirse a personas sin sentido
artístico se ha de áctuar con todos los medios, no para obtener un efec­
to artístico; en general se prescinde de una acción sobre los nervios».
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 9 5 ]

«Se oye el segundo acto de E l crepú sculo d e lo s d io se s sin drama: es mú­


sica confusa, salvaje como un mal sueño...»
El disfrute «es imposible, exceptuados cortos momentos, por excesi­
vamente agresiva, esa total atención del ojo, el oído, la mente, la sensibili­
dad, suprema actividad de la atención sin ningún efecto contrario pro­
ductivo». La gente se las arregla como puede prestando atención ora a un
aspecto,- ora a otro.
Las óperas eran demasiado largas, al canto le faltaba naturalidad y las
figuras eran demasiado bárbaras, «animales salvajes con accesos de una
ternura y una melancolía sublimadas», en una palabra: «Todo esto me re­
pugna profundamente».
¿Ha vuelto a ver y a hablar con Wagner? Elisabeth refiere una escena
entemecedora: fueron a casa de los Wagner y encontraron al maestro en el
jardín, ya disponiéndose a marchar; Wagner empezó a decir algo, de re­
pente brillaron los ojos del hermano y éste se fijó en la boca del maestro con
expresión expectante. ¿No parecía como si Wagner dijera que todo el fes­
tival era una farsa, algo muy distinto de lo que los dos esperaban? ¿No ha­
bría podido añadir: también yo quiero volver a la sencillez, a la melodía?
No, no fue así; en los ojos de Nietzsche se apagó el brillo de felicidad. En
opinión de Elisabeth, Wagner ya era demasiado viejo para tales cambios.
Nietzsche había soñado con una «unión de todos los seres humanos
realmente vivos; los artistas aportan sus obras de arte, los escritores sus
obras para exponer, los reformadores sus nuevas ideas. Debe ser un baño
general de las almas: ahí despierta el nuevo genio, ahí se despliega un nue­
vo imperio de la bondad». En lugar de ello, Nietzsche, el escritor y refor­
mador que no había conseguido hablar, visitó al señor von Wolzogen, al
fiel Johannes, al que Wagner encomendaría la dirección de las B ayreu th er
B lätte r , de la misma manera que un joven principiante que visita a un re­
dactor poderoso. Wolzogen, el aristócrata que no dependía de un salario,
considera que Nietzsche produce la impresión de alguien que está grave­
mente enfermo. Así le afectaba la humillación. El segundo Bayreuth sólo
le gustaba si el severo maestro no estaba cerca.
Como medida de cautela regresó a Basilea; le acompañaron Schuré y
Rée. Luego, en Basilea, le esperaba Kóselitz, y Rée se quedaría de mo­
mento en la ciudad. El miércoles, 30 de agosto, cuatro días después de su
marcha y de la llegada del rey, se clausuraron los festivales. Entonces les
tocó de nuevo el turno a los amigos que se habían quedado allí: Malwida,
Gersdorff, Mathilde Maier. Liszt interpretó el op u s 106 de Beethoven, una
sonata para piano, en un reducidísimo círculo. A Nietzsche le pudo pare­
cer que todo era como en Tribschen, pero Tribschen había desaparecido
para siempre. «Tribschen, una lejana isla de felicidad: ningún punto de
analogía.» Se había hecho a la idea de ver a Wagner en su esplendor, y ha­
bía quedado deslumbrado, más enfermo de los ojos que antes.
[496] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E

«Richard quiere marchar a toda costa a Italia», escribe Cosima el 5 de


septiembre en su cuaderno. El 10: «Preparativos de viaje, niños que llo­
ran por los perros». Se detienen en Munich y se alojan en el hotel «Vier
Jahreszeiten»; forman una familia numerosa con toda su impedimenta,
generosa a pesar de un déficit de 160.000 marcos de oro, que la familia
Wagner tendrá que pagar durante décadas. Verona, Venecia, Roma, Ná-
poles; en Sorrento se instalan en una casa de vacaciones. Mientras tanto
ha llegado octubre. Tres semanas después Malwida, con sus tres jóvenes
amigos Nietzsche, Rée y Brenner, se presenta en Sorrento. Nadie puede
escapar a su destino.

Pequeña noticia. El 23 de septiembre de 1876 Richard Wagner tele­


grafía desde Venecia a Friedrich Nietzsche, el más importante composi­
tor alemán de su tiempo al que sería el más grande filósofo de su época:
«Por favor, envío de dos pares de chalecos de seda y pantalones de fabri­
cación basilense, de la mejor calidad, miércoles en Bolonia, Hotel Italia,
hasta entonces en Venecia, Hotel Europa. Richard Wagner».
Y Friedrich Nietzsche contestó el 27 de septiembre: «¡Muy respetado
amigo! Usted me ha proporcionado una alegría con el pequeño encargo
que me hace: me recuerda los tiempos de Tribschen». Aún hablaremos de
la continuación de esta carta. Aquí baste lo dicho para demostrar que aún
no se ha roto por completo el encantamiento al que una vez estuvo some­
tido el aprendiz de brujo Anselmo. El archivero Lindhorst, mago pode­
roso, seguía teniendo la varita en la mano.
Sexta parte
Descenso
al mundo de las sombras
C a p ít u l o 1

Sorrento

Plena tranquilidad, aire suave, paseos, habitaciones oscuras, esto es


lo que espero de Italia; me horroriza pensar que allí voy a tener que
ver y oír algo.
Nietzsche a Wagner, 27 de septiembre de 1876

D e aquella tranquila estancia, allí abajo, he retenido una especie de


nostalgia y superstición, como si allí, aunque sólo durante segundos,
hubiera respirado más profundamente que en cualquier otro sitio
durante mi vida.
Nietzsche a Malwida, 12 de mayo de 1887

E
l descenso al mundo de las sombras, a la enfermedad mortal y sólo
mediante un milagro transformada en curación y resurrección (así
lo ha visto Nietzsche), empezó con un bello sueño, una atrevida es­
peranza: el año de permiso en Sorrento.
Ahora tenía lo que había buscado desesperadamente: libertad, de mo­
mento por un año. Ante sus ojos este año se debía de extender hasta el in­
finito, después del trabajo diario en la universidad. Lo pasaría en una de
las más bellas costas del mundo, con un clima suave, que incluso en in­
vierno prometía mucho sol, bajo la protección de una mujer a la que
Nietzsche podía incluir en los espíritus libres, junto con su nuevo amigo
Rée, que compartía sus pensamientos, que le honraba y estimulaba a la
vez, y con el joven Brenner, un alumno y por ello ayudante, al que podía
dictar lo que se le ocurriera.
[5 0 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

El viaje fue preparado mediante una estancia con Rée, el «incompara­


ble», en el Hotel du Crochet, en Bex, aquel lugar del valle del Ródano
que había descubierto el año antes. «Fue la luna de miel de nuestra amis­
tad», escribió Rée más tarde, «la apartada casita, el balcón de madera y
los viñedos... completaban la imagen de un estado perfecto...» Nietzsche
calificó de singularidad que no sufriera uno de sus ataques semanales.
El largo viaje nocturno a través del túnel del Mont-Cenis trajo consi­
go un grave ataque, pero así que llegó a Génova, el corazón de Nietzsche
volvió a respirar mejor. ¿Le vino entonces de nuevo a la mente que, sien­
do niño, había escrito un poema sobre la angustia de Colón («¡M e falta el
valor!») y luego la certeza («¡Adelante! El barco avanza a través del olea­
je. / ¡Valor, sólo valor!»)? En cualquier caso, decidió hacerse a la mar con
Brenner y viajar en barco hasta Nápoles, a pesar de todos los riesgos que
ello comportaba para su estómago. El último día de la singladura se de­
claró una tormenta, pero «Nietzsche aguantó mucho»; así lo dice Bren­
ner. Podemos imaginarnos a Nietzsche en la cubierta del barco, contem­
plando las oscuras aguas en la noche, pensativo y esperanzado. Más tarde
haría de Génova, la ciudad de Colón, su ciudad; Génova, y no Venecia.
Durante la noche llegaron a un lugar apartado, donde no se veía casi nin­
guna luz. A los soldados de costas se los calmó con una propina, y los re­
meros que habían llevado a Nietzsche y los suyos hasta tierra, llevaron
también el equipaje; luego, tras caminar en la oscuridad con el corazón
angustiado siguiendo a sus rústicos guías, llegaron a la «Pensión alleman-
de», donde pudieron respirar liberados, ya a salvo de posibles robos.
Malwida se presentó puntualmente, ya antes había buscado un aloja­
miento: también en Sorrento había una «Pensión allemande», Villa Rubi-
nacci. Allí habría sitio para todos. ¿Dijo inmediatamente Nietzsche que
todo el clan de los Wagner se alojaba a cinco minutos de allí, en el Hotel
Victoria? ¿Era un plan convenido? Aunque parezca extraño, hasta ahora
nadie se ha sorprendido de que, después de lo ocurrido en Bayreuth,
Malwida llevara a sus tres amigos precisamente a Sorrento, donde Wag­
ner pasaba habitualmente sus vacaciones. ¿No había notado nada ella?
¿O quería restablecer la amistad truncada? ¿Qué pensaba Nietzsche de
ello? ¿Seguía teniendo esperanzas, a pesar de todas las evidencias?
¿Aceptó lo inevitable cuando ya se había decidido que los Wagner parti­
rían a principios de noviembre? No lo sabemos; sólo vemos un cuadro de
género pintado por la mano de Malwida, en luminosos colores italianos:
crucero con los tres caballeros hasta Posillipo, grandiosa iluminación, fa­
buloso, la ciudad brilla como si fuera de oro puro, majestuosos nubarro­
nes sobre el Vesubio, el mar azul intenso, el cielo diáfano, azul y verde,
Nietzsche que ríe embriagado de admiración y alegría. Entonces, «tras
madura reflexión» acordaron volver a Sorrento; la serpiente del paraíso
también estaba allí.
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBR AS [5 0 1 ]

Merece la pena, en atención a lo que viene ahora, referirse de nuevo a


la carta de Nietzsche a Wagner con motivo del encargo que éste le ha he­
cho. Se trata de un impresionante documento de orgullo, de distancia-
miento y de una esperanza que se mueve entre líneas. En él se dice que,
después del gran acontecimiento que ha sido Bayreuth, al que escribe le
quedó «una marca de la más negra melancolía», de la que sólo se podía li­
berar viajando a Italia o poniéndose a trabajar, cuando no con las dos co­
sas a la vez. Para Wagner Italia es la tierra de los inicios; confía que allí
tengan fin los sufrimientos de Nietzsche.
A continuación viene una descripción de sus dolores que podríamos
definir como clásica: «En los últimos años, gracias a la paciencia de mi
temperamento, he soportado dolores sobre dolores, como si hubiera na­
cido para eso y para nada más. He pagado prácticamente en generosa me­
dida mi tributo a la filosofía que enseña algo así. Esta neuralgia trabaja
concienzuda, científicamente, sondea hasta qué punto puedo soportar el
dolor, y se toma cada vez treinta horas para esta investigación... Como
puede ver usted, es la enfermedad de un intelectual...».
Y, de repente, Nietzsche se hace con las riendas frente a Wagner y le
dice: «Estoy harto». Este es el grito que aparece también en las cartas de
Klingenbrunnen: harto y más que harto, «quiero vivir sano o no vivir
más». Plena tranquilidad, aire suave, paseos, habitaciones oscuras, pero
no ver ni oír nada. Y de nuevo un aviso para eludir falsas interpretacio­
nes: «N o crea que estoy enfadado; sólo las personas, no las enfermedades,
consiguen hacerme enfadar».
Nietzsche tiene siempre a su lado los amigos más serviciales, más de­
sinteresados: Rée, Kóselitz, la señora Baumgartner.
En esta carta grita y se tapa la boca a un mismo tiempo. Subraya la in­
dependencia del filósofo y expresa su confianza en la mano que le tiende
el amigo. Aunque él es una persona digna, al final se le escapa una frase
de halago: cordialísimos saludos a su distinguida esposa, mi «nobilísima
amiga», «para arrebatar al judío Bernays uno de sus más ilícitos germa­
nismos». Esto es una lamentable ofensa a su amigo Paul Rée, que es judío,
una bofetada innecesaria, pues también habría podido enviar sus saludos
a su nobilísima amiga sin necesidad de aludir al judío Bernays. En des­
cargo suyo hay que decir que Nietzsche se había vuelto muy inseguro y ya
no sabía exactamente lo que tenía que hacer. En el «caso Wagner» se
mostró tan falto de psicología que ni siquiera se dio cuenta de que a Wag­
ner, el anciano con diferentes achaques, no se le podía ir con la cantinela
de la enfermedad sino sólo con noticias de salud y alegría. Estas últimas sí
eran atendidas. Y, por lo tanto, no hubo respuesta, ni se dio las gracias. NV
una sola línea de Wagner o Cosima expresó la esperanza de que se pudie­
ran ver de nuevo en Italia.
La casa de Sorrento era tan bonita como alguien sólo podría desdar:
[5 0 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

habitaciones grandes, al parecer más bien vacías, muchas terrazas; olivos


y naranjos a modo de bosquecillo frente a la puerta de la casa. Pero ya la
primera noche, cuando fueron a ver a Wagner, provocaron sus iras. El
maestro quería que todos ellos estuvieran más cerca de él, en las depen­
dencias de su hotel. Así era él, nunca tenía bastante gente en torno, su na­
turaleza vital necesitaba de la aprobación y el aplauso. Además tenía
preocupaciones de las que prefería huir, por más que el déficit de Bay­
reuth le atenazara; parecía como si todo el proyecto hubiera sido un fra­
caso. Así, pues, visita, excursiones, bullicio; se celebró el cumpleaños de
Malwida.
El pequeño grupo de Malwida llegó el 27 de octubre, el 7 de noviem­
bre los Wagner emprendieron viaje de regreso; Cosima anotó: «H a llega­
do el invierno, sopla un viento frío». Nietzsche ha hablado de esta convi­
vencia, pero, por así decir, como quien se muerde la lengua. A la señora
Baumgartner le comunicó «los Wagner viven a cinco minutos de noso­
tros» y a Overbeck «hace unos días que los Wagner partieron para
Roma». Esto es todo. Cosima, que estos días de vacaciones informa muy
detalladamente de la vida diaria, habla por dos veces de una visita; el 27
de octubre: «Visita de Malwida, el doctor Rée y nuestro amigo Nietzsche,
este último muy abatido y muy preocupado por su salud». El 2 de no­
viembre: «Pasamos la noche con nuestros amigos Malwida y el profesor
Nietzsche».
La primera anotación lo dice todo: Nietzsche, probablemente ha sido
recibido con displicencia y se refugia en la enfermedad. Esto le ahorra te­
ner que asistir a una reunión social intranscendente, que él, heroico autor
de R ich ard W agner en Bayreuth, sólo puede percibir dolorosamente.
¿Qué ha sido entonces de esta obra, de este rotundo clarinazo? ¿Han des­
cubierto los Wagner su juego, sus reservas, sus delirantes esperanzas? ¿O
consideran que todo eso pertenece ya al pasado? Cosima se llevó el libro
a Sorrento y una vez, concretamente un domingo tranquilo, lo estuvo le­
yendo, pero de ello no salió nada. Schmeitzner comunica que las ventas
son malas, a pesar de que la inauguración de los festivales de Bayreuth de­
bió de contribuir a su difusión. ¿No hace Wagner nada por esta obra que
pregona su fama?
Probablemente, Nietzsche se disculpa para no asistir a las reuniones
previstas, y en cualquier caso Cosima anota en su diario con fecha del
28 de octubre «trato con Malwida», el 30 «visita a Malwida con los ni­
ños», el 31 celebración del cumpleaños de Malwida con una excursión
en burro hasta el «Deserto», el 5 de noviembre comida de mediodía con
Malwida y el 6: «Hemos pasado la tarde con Malwida». Ésta acompaña
a los Wagner a Nápoles, asiste con ellos al teatro, pero aquéllos se eno­
jan porque no los acompaña a Roma. Los acentos que definen la amis­
tad están aplicados con toda claridad. Una noche Rée visita a los Wag-
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBRAS [5 0 3 ]

ner; «Rée con su fría y aguda personalidad no nos atrae; tras una obser­
vación más atenta descubrimos que tiene que ser israelita». Natural­
mente, esto recae en el amigo Nietzsche. Más tarde, Cosima interpreta­
ría la apostasía de Nietzsche como la victoria de Judas. En una carta a la
madre de Nietzsche, Rée se muestra contento de que los Wagner se ha­
yan marchado: por las noches uno está relajado y se acuesta más tem­
prano.
Ya no había nada que recomponer. Cada uno tenía sus preocupacio­
nes. Wagner pensaba en su música y, como preparación de su viaje a Ita­
lia, estaba estudiando a fondo la historia de las ciudades-república italia­
nas; los pensamientos de Cosima, bajo los olivos y a la luz de la luna, eran
para Jesucristo en Getsemaní: «Aparta de mí este cáliz, pero que se cum­
pla tu voluntad».
La única persona que sabe más sobre Nietzsche y Wagner en Sorren-
to de lo que aquí se dice es la «cuentista» Elisabeth. Se le ocurrió, no en
el segundo volumen de la biografía, publicada en 1897, sino en W agner y
N ietzsche en la época de su am istad , casi cuarenta años más tarde. Aquí se
habla de un paseo vespertino, «era un bello día de otoño, suave, con una
melancolía en la iluminación que dejaba presentir el invierno». «Clima de
despedida» dijo Wagner según Elisabeth, como si hubiera ido taquigra­
fiando lo que se dijeron aquella tarde memorable los dos grandes hom­
bres; después el maestro habló de Parsifal, no de un plan artístico sino de
una vivencia religioso-cristiana. «D e pronto, él [Wagner] empezó a expo­
ner a mi hermano experiencias y sentimientos cristianos como contrición
y toda suerte de ideas favorables a los dogmas cristianos. Habló, por
ejemplo, del placer que le proporcionaba la celebración de la Santa
Cena.» No habría estado mal, añadía Elisabeth, «si se hubiera tratado al
menos de la misa solemne católica». Su hermano, fabulaba Elisabeth,
siempre había tenido una acusada preferencia por los cristianos auténti­
cos y sinceros, pero la súbita defensa del cristianismo por parte de Wag­
ner le pareció una maniobra para ganarse el favor del público.
Así, la tarde tuvo un final triste, y aquí Elisabeth despliega todo su ta­
lento narrativo: «Aquella tarde, mientras Wagner hablaba y hablaba, el
último rayo de sol se perdió en el mar, y una leve niebla y una creciente
oscuridad lo envolvieron todo. También en el corazón de mi hermano ha­
bía penetrado la oscuridad. Finalmente, Wagner preguntó: “Está usted
muy callado, querido amigo” . Mi hermano intentó explicar su silencio
con una excusa cualquiera, pero su corazón estaba a punto de estallar de
pena a causa del teatro de Wagner contra él mismo». Elisabeth añade que
su hermano le habló de este paseo mucho después, mientras que Malwi-
da se limitó a comentar que aquella tarde Nietzsche se mostró más triste
que de costumbre.
Podemos afirmar sin excesiva osadía que en este relato todo es falso,
[5 0 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

incluida la referencia al tiempo. Y, por encima de todo, la súbita conver­


sión de Wagner al cristianismo, de la que nadie, a excepción de Elisabeth,
sabe nada. ¿Cómo iba a confiar este secreto de su corazón precisamente
a Nietzsche, con el que no había vuelto a intercambiar una palabra sobre
temas serios desde el otoño del año 1875 y la disputa en tomo a Brahms?
Enigma sobre enigma, sólo explicable por el empeño de Elisabeth en dar
al distanciamiento y la ruptura de la amistad entre su hermano y Wagner
una explicación «profunda», acorde con los fundamentos espirituales de
la época. Todo indica que los dos eludieron un contacto personal. En la
versión temprana del relato Elisabeth decía: «Más tarde Friedrich co­
mentó que el trato había sido un tanto difícil: Wagner y él habían hecho
ver que se alegraban mucho de estar nuevamente juntos para contarse
mutuamente cosas importantes, cuando en el fondo ninguno tenía nada
que contar». Todo había sido más sencillo. Cada uno siguió su camino,
sabedor de que ya nunca más se volverían a ver, pero no se derramaron lá­
grimas ni se agitaron pañuelos; no fue ni siquiera como en la despedida de
Romundt, en la que los amigos aún se pudieron hacer señas a través del
cristal de la ventanilla. Tras la marcha del clan de Wagner, todos queda­
ron más tranquilos según Rée. En su carta a Naumburg, éste no pudo por
menos de hablar de un súbito dolor de estómago que Nietzsche había su­
frido «días antes» a causa de un disgusto. La carta era del 11 de noviem­
bre; los Wagner habían marchado «días antes».
Nietzsche escribió a Kóselitz: «Vivo totalmente apartado del mun­
do...». Los Wagner viajaron precisamente por este mundo, comieron con
el embajador X, conversaron con la princesa Y, visitaron al cardenal Z,
vieron palacios, iglesias y museos, y el 20 de diciembre llegaron a casa,
donde fueron recibidos por un cortejo con antorchas encendidas. El 24
de diciembre la carta de cumpleaños, enviada puntualmente por Nietzs­
che, estaba encima de la mesa de Cosima. Era detallada y confidencial
como nunca y estaba firmada con la fórmula «en leal veneración». A de­
cir verdad, en ella se hacía constar también que él, Nietzsche, había des­
cubierto súbitamente una diferencia respecto de la doctrina de Schopen-
hauer. Esto podría ilustrar la cautela con la que Nietzsche hablaba de lo
que un día iba a ser la «ruptura» con Wagner.

El año de permiso, incluido el invierno en Sorrento, tuvo algo positi­


vo: ahora estaba clarísimo que la enfermedad de Nietzsche no se debía al
exceso de trabajo en la Universidad de Basilea, sino que tenía raíces más
profundas; era una dolencia con síntomas muy tangibles, pero de origen
enigmático, que requería una terapia basada en la experimentación cau­
telosa. Descripción: frecuentes, persistentes e imprecisos dolores de ca­
beza que aproximadamente cada semana dan lugar a agudos ataques con
D E S C E N S O A L M U N D O DE L A S S O M B R A S [5 0 5 ]

una duración de veinte a treinta horas. A esto hay que sumar los dolores
de ojos y un empeoramiento de la visión, hasta el punto de que, al leer, las
letras se juntan e incluso se amontonan. Se pone de manifiesto que el do­
lor de estómago, aunque crónico, es secundario, mientras que los ataques
conllevan dolorosos vómitos.
Nietzsche tenía ahora treinta y dos años. Era, pues, un muchacho que
tenía, de una parte, la oscura sensación de una portentosa productividad y,
de otra, el presentimiento de una existencia marcada por la enfermedad, la
ceguera y la muerte temprana. No ocultaba que estaba enfermo. Lo que es­
cribe en las postales que envía a su casa y a los amigos son mayormente des­
cripciones de enfermedades. Los suplicios son plasmados en el papel: para
el mundo y la posteridad sólo la repetición monótona de los síntomas. Con
las informaciones de Rée desde Sorrento a la madre y la hermana empieza
la serie de informes semanales a la familia, arrebatados a los dolores y la te­
mida ceguera, mientras que las cartas a los amigos se hacen cada vez más es­
porádicas. Todo esfuerzo resulta a la postre excesivo; así, la enfermedad se
convierte simultáneamente en palanca para llegar a ser definitivamente li­
bre y para llevar una vida nómada, siempre a la búsqueda del mejor clima,
de las mejores condiciones para lo único que cuenta: la obra.
En la enfermedad Nietzsche es cuidado, atendido, mimado. Todos
—madre, hermana, Malwida, amigos— están en persona o en espíritu
junto a su cama, le hablan, le proporcionan consejos, remedios caseros,
ejemplos útiles, y él se esfuerza sinceramente, consulta a los médicos, va
de uno a otro, prueba baños de pies con mostaza y ceniza, hace una cura
con rapé y toma duchas de nariz. Así, tan pronto como los ataques remi­
ten, cree tener la curación al alcance de la mano, pero luego queda pro­
fundamente decepcionado. La enfermedad no cede ni remite, y nadie le
encuentra remedio. Ahora le acompaña, como la muerte y el demonio
acompañan al caballero de Durero, hasta los infiernos según su propia in­
terpretación en el invierno de 1879, en Naumburg.
Nietzsche estaba enfermo, y pensaba. Este podría ser el título de su
biografía a partir de 1876. El descenso de la correspondencia con sus ami­
gos permite ver con toda claridad que se refugió en sí mismo: Gersdorff y
Rohde estaban perdidos para él: el uno enamorado perdidamente y con­
denado con su Nerina, con la que no se podía casar por la familia de ella,
el otro oscurecido por la vinculación a una novia que interiormente le
quería y a la que él habría devuelto a sus padres sin esperar un solo día;
los amigos nuevos, como Kóselitz o Seydlitz, establecían al momento dis­
tancias basadas en el respeto, la admiración y los niveles entre ellos y él.
Rée habría podido ser la excepción; era el otro yo de Nietzsche, con
asombrosas afinidades, sólo que más sensible, más amable; se hacía que­
rer al momento. Nietzsche le apreciaba, pero conservó siempre una últi­
ma reserva, de modo que nunca empleó con él el tú de amigo.
[5 0 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

A partir de ahora cada vez será más importante para los narradores de
la vida de Nietzsche qué se decía en tomo a él y sobre él. Como testimo­
nios tenemos las cartas de Elisabeth a él y las de Malwida a su hija adop­
tiva Olga Monod, los informes que Rée envía a Naumburg, las cartas de
Brenner a su casa y, por último, las memorias de Seydlitz. Así vemos con
toda claridad la vida diaria en Sorrento, nos enteramos de algunos deta­
lles acerca del estado de Nietzsche y podemos sacar conclusiones acerca
de sus sentimientos, ideas y planes.
Un primer dato a destacar es que Nietzsche permaneció en Sorrento
más de medio año. Resistió un benigno otoño tardío, un corto pero desa­
pacible invierno (en Villa Rubinacci no había estufas; sólo una chimenea
en el salón), un tormentoso y lluvioso principio de primavera y se marchó
en la fecha en la que los amigos de Italia acostumbran a viajar hacia el sur:
el 8 de mayo. Rée y Brenner sólo se pudieron quedar hasta principios de
abril. Por este motivo, ya en diciembre Nietzsche describió a su nuevo
amigo Seydlitz la estancia en Sorrento durante la primavera como algo
apetecible y trató de conquistarle: «Me gustaría mucho, querido amigo,
pasar con usted un trozo de vida; quién sabe todo lo que se puede cons­
truir sobre semejante fundamento.» En febrero volvió a insistir: «A los
dos (a la señorita Malwida y a mí) nos vienen a la cabeza muchos planes,
y usted aparece siempre en ellos.»
El plan era el viejo y siempre renovado: el convento secular, el «pe­
queño convento», «una escuela de educadores», «también llamado con­
vento moderno, colonia ideal, u n iversité libre». Seydelitz debía ser incor­
porado al círculo de amigos.
En enero, cuando Nietzsche se sintió mejor, el plan tomó cuerpo. La
madre, siempre ávida de noblezas, hizo saber que a la pequeña comuni­
dad se iba a adherir un príncipe Liechtenstein (un admirador de Malwi­
da), amén de varias damas romanas.
¿Era el «pequeño convento» un castillo en el aire? Los planes de la
anciana dama y la gente joven iban en serio; cerca de allí había un con­
vento de capuchinos abandonado: era el sitio indicado. ¿Y qué pasaría si
en la mitad del convento se instalaba un hotel de categoría para financiar
con sus ingresos la «escuela de educadores»? Nietzsche anotó: «El que
quiera emplear bien su dinero como espíritu libre debe fundar institutos
a la manera de los conventos, para permitir una amable vida en común y
muy sencilla a personas que ya no quieren saber nada del mundo». ¡Cómo
le fascinaba la vida conventual a este muchacho salido de Schulpforta!
«Antiguamente», escribió, «se daban contradicciones entre el clérigo y el
esprit fo rt; ahora es posible una especie de nuevo nacimiento de los dos en
una persona.»
La colonia ideal de Sorrento no estaba planeada al azar, pues existían
precedentes. Cuando se extinguiera la vieja religión debía ocupar su sitio
D E S C E N S O A L M U N D O D E L AS S O M B R A S [5 07]

una nueva religiosidad que abarcara el mundo, la vida y el arte, un nuevo


idealismo. Malwida había recogido en la Escuela Superior Femenina de
Hamburgo las principales ideas y experiencias para la fundación de una
entidad libre de esta índole. El proyecto había marcado la trayectoria de
su vida. Cuando había transcurrido poco más de una década, en todas
partes surgieron escuelas libres, colonias reformistas y asociaciones como
hoy surgen las comunidades.
Elisabeth, así que ingresó en la institución, fue nombrada responsable
de los asuntos económicos de la entidad; todo lo que tenía que hacer era
aprender italiano. Y si se volcó ávidamente sobre el proyecto fue porque
difícilmente se le habría podido ofrecer algo más bello a su inflamable
fantasía y a su energía, siempre deseosa de acometer grandes tareas. Con­
sideraba que Italia era el país adecuado por motivos materiales. Pero,
¿cuarenta personas? Si se ponían a comer juntas, «pobre Friedrich, con
tanta conversación y algarabía». ¿No sería mejor que sólo conviviera con
los responsables un pequeño grupo, en ciertos casos distinto cada mes, y
los demás sólo compartieran los goces espirituales? Atendiendo a los as­
pectos prácticos, Elisabeth preguntó a su hermano si no quería acortar su
permiso y trabajar un poco en la Universidad de Basilea para luego, en el
otoño de 1878, estar totalmente libre y volver a Sorrento. Al final, de la
colonia de Nietzsche no salió nada, pero algunos años después la herma­
na partió con su flamante esposo el doctor Bernhard Förster hacia Para­
guay para fundar allí, en plena selva, una colonia, la «Nueva Germania»,
cuya responsable económica no fue nadie más que ella.
«Aquí vivimos como en un convento», escribió Brenner a casa. A las
seis y media de la mañana, Nietzsche despertaba a los demás, y al mo­
mento de su habitación salía el mido de un potente chorro de agua. A las sie­
te tomaba su leche, a las ocho desayunaba y a continuación dictaba a Bren­
ner durante una hora. Si hacía buen tiempo, Nietzsche caminaba con
Brenner por las montañas, hasta el golfo de Salemo. La comida era esen­
cialmente italiana con abundancia de sopa, macarrones, pescado y carne,
manzanas, naranjas e higos, y le sentaba bien a pesar del penoso estado de
su estómago. Después de comer, la siesta; antes y después de la cena, Rée
le leía durante una hora. Nada de música, pues en Villa Rubinacci no ha­
bía piano. Una vez Nietzsche improvisó a su manera en el piano del hotel
Victoria para deleite de Malwida, pero, como siempre, inmediatamente
tuvo que pagarlo con dolores de cabeza y postración en cama.
Los primeros meses con su severa reglamentación le sentaron bien.
En el informe de febrero, Rée comunicaba a la madre de Nietzsche en
Naumburg que éste sólo había tenido dos días realmente malos en dos
meses, y en enero había tenido varios días totalmente exentos de dolor. A
mediados de febrero todo el grupo fue a Nápoles, para asistir al carnaval.
Había que llevar máscaras de alambre, pues los con fetti no eran de papel
[5 0 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sino de pasta y azúcar. Se pasearon en coche entre la multitud. «Dios mío,


las cosas que nos llegaron a lanzar», escribió Malwida a Olga Monod,
«fue un espectáculo magnífico, bellas carrozas con máscaras, mucho más
bonito que en Roma. Con sorpresa para mí, Nietzsche se divirtió mu­
cho.»
Ya entonces Nietzsche pensaba en lo dionisíaco, pero al día siguiente
se sintió mal. En Nápoles acudió al médico: el doctor Schrón, renombra­
do especialista alemán. Le examinó concienzudamente, logró convencer­
le de que no tenía catarro de cabeza (que había estado combatiendo con
rapé y duchas de nariz) y le prescribió narceína para que se friccionara la
cabeza, bromo-sodio y dieta; y que volviera al cabo de tres meses. Aparte
de todo ello, según Malwida él dijo algo muy grave: «E l médico ha for­
mulado dos alternativas, o bien el mal se detiene de repente, o provoca un
debilitamiento casi total de la actividad cerebral, si no se cuida muchísi­
mo en los días buenos». Ahora Nietzsche tenía ante los ojos con toda cla­
ridad, con toda crudeza, lo que temía: dolencia cerebral, apoplejía, pará­
lisis, demencia, muerte. «Hoy también está totalmente destrozado y
melancólico», sigue diciendo Malwida. A su casa Nietzsche sólo comuni­
có que ahora sabía exactamente en qué consistía su mal, ni una palabra
más. A Seydlitz le explicó con humor negro, que se encontraba como
aquel pariente del papa que comentó va bene, pazien za cuando llegaron
los ujieres que iban a llevar a la muerte. En abril escribió en una carta a
Elisabeth: «Si es que aún vivo dentro de un año.»
Cuidarse muchísimo significaba: no leer, no escribir, no pensar, no to­
car el piano, no caminar por las montañas. Toda vez que vivía como de­
bía, «como mandaba la ley», trabajaba en su ruina. Si se quiere compren­
der su comportamiento en los meses siguientes no hay que olvidar su
visita al doctor Schrón. El no estaba hecho para quitarse cómodamente
los problemas de la cabeza. El pronóstico más sombrío era para él tam­
bién el más probable. Como si la advertencia del doctor Schrón hubiera
llamado de nuevo a la enfermedad, ahora se sentía mucho peor. Si Rée
contabilizó dos días muy malos de un total de sesenta, en el cómputo de
Seydlitz aparecen sólo diecisiete días soportables de 35. «D e 14 días, seis
en cama», escribió el propio Nietzsche a Elisabeth en abril, «con 6 ata­
ques graves.»
Ahora se volvía a apoderar de él la sensación de que Sorrento se aca­
baba como un día se acabó Tribschen. Malwida y él seguían allí como un
matrimonio ya entrado en años que ve cómo los hijos empiezan a aban­
donar el nido: «L o sentía profundamente por Brenner», escribió Malwi­
da, «y, como cuando se marcha un hijo querido, por Rée». Ahora ya no
podía leer por la noche, tenía que dedicarse a jugar tres en raya.
En estas lecturas nocturnas habían desarrollado un programa decidi­
damente magnífico: en primer lugar los escritores predilectos de Rée y
D E S C E N S O A L M U N D O DE L A S S O M B R A S [5 0 9 ]

Nietzsche, los librepensadores Voltaire y Diderot, obras tan divertidas


como Z adig, Jacq u es e l fa ta lista y E l sobrino de Ram eaw , después textos
griegos, los historiadores Tucídides y Herodoto, así como la H isto ria de la
cultura griega de Burckhardt, aderezada con comentarios de Nietzsche;
por último, de conformidad con el período de ayuno y en oposición a la
obra de Ranke G eschichte der P äpste [H isto ria de los p ap as], el Nuevo Tes­
tamento. Brenner escribió: «Rara vez el Nuevo Testamento proporcionó
tanto goce y consuelo a unos incrédulos». Malwida se refirió además a la
reproducción de la cabeza de Jesucristo perteneciente a la San ta C ena de
Leonardo: «Cuando ya se habían marchado los señores, seguí contem­
plándole, hasta que él cobró plena vida para mí y le comprendí plena­
mente».
¿Qué pasaba mientras tanto con Nietzsche? En el único libro filosófi­
co que se llevó a Sorrento, P hilosophie der E rlö su n g [F ilo sofía de la salv a­
ción], libro recién aparecido de Philipp Mainländer en el que se llevaba
adelante la doctrina de Schopenhauer, ya en el prólogo se podía leer que,
en un sentido muy profundo, el cristianismo puro era ateísmo auténtico,
quiere decirse «negación de un Dios personal que coexiste con el mundo,
y a la vez afirmación de un inmenso hálito que recorre el mundo, de una
divinidad premundana y ya muerta». Un día él acuñaría esta doctrina en
la fórmula «Dios ha muerto». De momento, en su cuaderno de apuntes
sólo escribió: «Decir que Jesucristo redimió al mundo es una insolencia».
Cuando el ansia de saber de Malwida se extendió a los dramaturgos
españoles, leyó las obras de Lope de Vega, pero los autos sacramentales
de Calderón, con su «cristianismo superlativo» le parecieron insoporta­
bles. Sabemos de esta protesta por la correspondencia de Malwida con
Cosima. Malwida, entemecedoramente empeñada en cultivar las amista­
des en todas direcciones y actuar como fuerza armonizadora allí donde
hacía falta, se vio expuesta de repente a las habladurías de los Wagner:
Cosima había confiado a su amiga íntima, la condesa Schleinitz, que Mal­
wida se deja explotar de sus «jovencitos» (apodo de Wagner a los tres so-
rrentinos), su bondad llega a límites inconcebibles y los tres abusan de
ella en términos muy «realistas». El rumor llegó a oídos de Malwida a tra­
vés de París y Olga Monod. Luego, cuando Malwida ya le había hablado
de las veladas de lectura y lo poco que a Nietzsche le gustaba Calderón,
Cosima insistió: «Aquellos que no se dejan llevar por tan poderosas alas
del espíritu demuestran una gran pobreza de espíritu...». En la «papelera
de un cerebro como el de Nietzsche» todo está revuelto y desordenado,
«español, Shakespeare, especulación».
Luego continuaba sibilinamente: «Creo que en Nietzsche hay un os­
curo fondo productivo del que él mismo no tiene conocimiento; de ahí
procede lo que hay de significativo en él, lo que a él mismo le asusta, mien­
tras que todo lo que él piensa y habla, lo que es diáfano, no tiene real­
[5 1 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

mente mucho valor. Lo telúrico es importante en él, lo solar carente de


valor, y a través de la lucha con lo telúrico, atemorizadores e insoporta­
bles..., sus grandes pensamientos no le llegan, a buen seguro, del cerebro,
sino ¿de dónde? Bueno, quién podría decirlo».
Estas frases son tan afiladamente perversas como premonitorias. En
definitiva, ella conocía los pensamientos de Nietzsche mejor que cual­
quier otra persona, a excepción, tal vez, de Rée, y su intuición femenina
le otorgaba el don de ver el «oscuro fondo productivo», lo subterráneo,
de donde emergían las audacias de Nietzsche. Pero con el esquema de lo
telúrico y lo solar le eliminó de la luminosa familia wagneriana, cuya en­
carnación era Sigfrido, tanto el héroe de los Nibelungos como el peque­
ño príncipe heredero con su mismo nombre, al que Nietzsche debería ha­
ber educado. Telúrico era el perverso guardián de tesoros Alberich o el
oscuro héroe Telramund. Y cuando Cosima se preguntaba de dónde pro­
cedían realmente los grandes pensamientos de Nietzsche, una elocuente
mirada venía a insinuar: de los sombríos y demoníacos abismos del alma.
Malwida era demasiado bondadosa para oponer algo a semejantes in­
sinuaciones. Realmente era infame afirmar que los «jovencitos» la explo­
taban; aquí se manifestaba abiertamente el enfado de que Malwida no hu­
biera viajado a Roma con los Wagner. Todos hacían su aportación de
dinero y contribuían espiritualmente al mantenimiento del «pequeño
convento». Sorrento siguió siendo inolvidable para los participantes, y las
lágrimas que Brenner derramó en la despedida de Malwida eran auténti­
cas. Malwida era una persona magnífica, y de todas partes cosechaba apo­
yo y admiración para su concepción de la vida. Era incapaz de percibir
maldades demasiado sutiles. La carta de Pascua de Wagner la había in­
terpretado como una broma, había reunido en torno a ella a los amigos,
había anunciado un serio mensaje de Bayreuth y — Nietzsche estaba ya
muerto de miedo— había leído de la carta del maestro que él había soña­
do que los tres amigos habían asesinado a Malwida y habían sido colga­
dos por ello. Las carcajadas fueron interminables, se dice en su informe.
Si alguien entendió el amargo sentido de este sueño y su oscuro trasfon­
do ése fue Nietzsche.
En estas últimas semanas sorrentinas también se registraron algunas
satisfacciones. A Nietzsche le resultaba simpático el joven Seydlitz, que
había nacido en octubre como él, al igual que su esposa, una húngara
temperamental. En el bosquecillo de naranjos, junto al desfiladero, se or­
ganizó una «tarde alemana» con café y tarta, que dio lugar a una animada
conversación. Nietzsche lució el regalo de Malwida, un gorro de seda so-
rrentino. El ambiente se hizo más serio cuando se empezó a hablar de
Wagner. Desgraciadamente Seydlitz no tomó ningún apunte, pero cuan­
do en 1901 informó sobre «Nietzsche y la música» se acordó de que éste
tocó para él el preludio del tercer acto del Tristón. «Después del anhelan­
D E S C E N S O AL M U N D O D E L A S S O M B R A S [5 1 1 ]

te crescendo... se detuvo por un momento y se volvió a mí: “ ¿No es verdad


que piensan que ya está bien? Pues ahora es cuando de verdad empieza la
música” . Y tocó la lamentación, que empezaba en la mayor.» Nietzsche
luchaba contra Wagner y no conseguía liberarse de él.
Seydlitz describió posteriormente a Nietzsche en Sorrento: «Camina­
ba con la cabeza echada hacia atrás, como un profeta sorrentino, con los
ojos semicerrados, a través de las alamedas de naranjos en flor. Su paso
era amplio, largo, pero blando. Y cuando sonaba su voz profunda, sono­
ra, maravillosamente melódica, nunca resonaba en lo trivial». Ciertamen­
te esto es una estilización, pero refleja algo del encanto de este hombre
singular que triunfaba sobre su torpeza. Sin embargo, él ya no tenía la me­
nor intención de llegar a ser un profeta sorrentino; de él se había apode­
rado la gran agitación. ¿Y qué? Apremiaba a Malwida para que se muda­
se de Sorrento a Castellamare. Pompeya y el Museo de Nápoles le atraían;
aquí se podía descubrir el auténtico helenismo sensual y antihumanista en
incontables detalles y documentos. Pero a.Malwida le asustaba el trasla­
do, el ajetreo y la nueva pensión. En definitiva, en Villa Rubinacci se sen­
tían ya como en su propia casa. Cosima la elogió por no ceder a los deseos
del «jovencito».
Malwida se quedó, pero, ¿qué podía hacer Nietzsche solo con ella,
con su rosado idealismo, con su pasión por Italia, con sus pretensiones de
escritora? En cualquier caso, Malwida estaba tan convencida de sí misma
que puso el título de «Nuevo Testamento» a los aforismos sobre filosofía
práctica que anotó para su Olly. E lla tuvo el éxito con el que él, desespe­
rado, soñaba. En verano quería ir a Lugano con él, pero él detestaba el
acaramelado aire meridional. La enfermedad acudió en su ayuda; se veía
con meridiana claridad que sólo soportaba el sur en invierno, pues en pri­
mavera le resultaba nocivo.
Capítulo 2

Boda o alta montaña

Deseo para mí una mujer bella


que no lo tome todo demasiado al pie de la letra,
pero que al mismo tiempo entienda perfectamente
cómo me siento mejor.
Goethe, Epigramas benignos, IV

No hay entre los hombres mayor trivialidad que la muerte; en se­


gundo lugar en rango está el nacimiento...; luego sigue el matrimo­
nio. Pero estas pequeñas tragicomedias son interpretadas una y otra
vez, en cada una de sus incontadas e incontables representaciones,
por nuevos actores y por eso no dejan de tener espectadores intere­
sados: cuando habría que pensar que toda la audiencia del teatro de
la tierra se había colgado por hastío, hace ya mucho tiempo, de to­
dos los árboles.
Nietzsche, Humano, demasiado humano,
E l caminante y su sombra

A
sí, pues, nuevamente había que huir, era ineludible. Aunque
Nietzsche no partió tan precipitadamente como Tannháuser del
imperio de Venus, sí lo hizo con el deseo de vivir por su cuenta du­
rante algún tiempo y con el propósito de no dejarse apartar de una meta
que le atraía: la alta montaña. Nietzsche buscaba su nueva patria: la sole­
dad. Así describió él más tarde, en la tercera parte de Z aratu stra, la des­
pedida de Malwida: «Ahora amenázame sólo con el dedo como las ma­
dres amenazan, ahora sonríeme como las madres sonríen, ahora di sólo:
[5 1 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

“ ¿Y quién era éste que un día se alejó de mí como un vendaval?”». Ella


no pudo detenerle, dejó que se marchara; en otoño se volverían a ver en
la gran cita.
Todos tiraban de él, todos querían apartarle de su dirección, de ma­
nera especial la madre y la hermana, que estaban en Naumburg. La ma­
dre quería tener a toda costa en casa a su querido hijo Friedrich; ya había
alquilado una habitación y un estudio adicionales. Detestaba estar sola, y
ahora le sobrecogía comprobar que Elisabeth se iría de nuevo a Basilea
para llevar la casa de su hermano. En la carta de Navidad, cuando apenas
si había conseguido adaptarse a la vida de Sorrento, empezaron las la­
mentaciones de Nietzsche: la primavera en Italia era muy nociva para sus
ojos, al igual que los «efectos de luz», y en cambio una cura en una playa
del norte le haría mucho bien. Elisabeth, siempre enamorada de los pla­
nes, hizo un programa completo: primeramente equitación en Naum­
burg, después baños de agua salada en Kósen, en julio y agosto el mar del
Norte. Ya a principios de año comentaba: ahora ya ha oído muchas histo­
rias de dolores de cabeza con curaciones milagrosas, y en todas estas his­
torias siempre aparecen los baños en el mar del Norte como remedio fi­
nal. El tío Bernhard dice también que en Italia se debilitan los nervios de
la cabeza.
Después también la madre trató de atraerle a casa con «dos ruiseño­
res», recién llegados. «Aquí también se está bien en verano», escribió,
«nuestro precioso y frondoso mirador, nuestra bonita, pequeña casa y
nuestro profundo cariño, que podrán leer en tus ojos qué deseas, buena
sopita, sabroso jamón, preciosos paseos y toda clase de dulces...». Pero a
él le repugnaban profundamente estas propuestas con segundas intencio­
nes, este Naumburg acaramelado y maligno, donde madre e hija libraban
su batalla humana, demasiado humana, por el hijo y el hermano famoso.
Elisabeth, de manera especial, sabía aplicar su veneno en pequeñas
dosis. ¿Cómo pudo la madre iniciar, a sus espaldas, una relación epistolar
con el doctor Rée, y para colmo una relación sentimental? Y también: la
convivencia con la buena madre siempre tiene algo de tormentoso, pero
él no debe preocuparse de eso. Y también: la madre no tiene buena con­
ciencia, pues cada día dice muchas tonterías sobre él y contra él. Aún más
venenoso: Aunque ahora le conmueve el cariño de la madre, aún más
conmovida se sentiría ella, Elisabeth, si no viera en ello exclusivamente el
culto al éxito. «A veces imagino con dolorosa admiración que la nuestra
es una madre excelente para hijos felices y triunfadores, pero no para hi­
jos infelices o muy modestos y sumisos. De hecho, la madre nunca se mos­
tró más animosa y maternal que cuando tuvo que cuidar de su hijo loco,
mientras que la hija nunca puso de manifiesto de manera más cruda su es­
píritu tiránico que en la explotación despiadada del legado intelectual de
Nietzsche.
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBR AS [5 1 5 ]

Hay que decir en descargo de Elisabeth que entonces ya tenía treinta


años y, de acuerdo con los criterios de la época, era una solterona, dema­
siado rígida, como escribió la madre, mientras que ella decía de sí misma
que tenía «gustos de criada y de anciana dama». Si Elisabeth era tenida
por «interesante» en Naumburg, si recibía constantes invitaciones, era
porque tenía un hermano famoso, era experta en el tema de Bayreuth y
amiga íntima de la aún más famosa Cosima. Así ella veía cada vez con más
claridad que su sitio estaba al lado de los grandes. Se casaría cuando su
hermano, por el que sentía un gran cariño, estuviera debidamente atendi­
do y a ella le quedara aún ternura y energía. Los sueños de Elisabeth se
centraban en el éxito del hermano: «¿N o es verdad que soy una auténtica
llama?», le escribió, «...tramé intrigas y embustes; no puedes imaginar
con cuánta destreza y astucia». Esto le deparaba más deleite que el corte­
jo del consejero de justicia de Estrasburgo o la conversación con el doc­
tor Fórster, hijo de un superintendente de Turingia, con el que a las dos
madres les habría gustado verla casada.
Aparte de todo esto, Elisabeth, regordeta y tontina, era sumamente
activa; estudió italiano, inglés y francés, colaboraba en la escuela domini­
cal, y también en la limpieza y la costura, corría de una reunión a otra,
pero no consiguió acabar su formación. Aun así, era la persona de con­
fianza de su hermano, y un día se convertiría en dueña del Archivo
Nietzsche y aquí se comportaría como sólo lo podía hacer una viuda am­
biciosa, «tramando intrigas y embustes».
En comparación con su hija, la madre era ingenua y devota; en modo
alguno podía decirse de ella que fuera una de las personas inteligentes del
clan de los Nietzsche. Pero ahora también ella estaba contagiada, tenía un
círculo de lectura, leía diarios, «a los que tu madre era muy aficionada en
sus viejos días». Tenía cincuenta años. Precisamente por eso quería tener
junto a ella a sus «instruidos» hijos: «...y, así, mis dos jóvenes almas son
mis pequeños comentadores, que me faltan siempre que no los tengo con­
migo, y el corazón y el espíritu se empobrecen, y una desearía encadenar­
los a ella con todo el fuego del amor materno...».
Así, la madre se inmiscuía en la vida de su hijo, y él sólo percibía las
cadenas, la tiranía de los consejos no pedidos, de los ejemplos convencio­
nales, de la falsa ternura, que malograba lo más preciado para él, el año
de permiso, y quería hacer que volviera de Italia al agobiante hogar de
Naumburg. ¿Protestar? ¿Decir lo que pensaba? A causa de su enferme­
dad, hizo que Mahvida escribiera por él a la familia y les dijera que con se­
mejantes planes sólo conseguían molestarle. Elisabeth se apresuró a hacer
el papel de inocente. «Siempre será para mí incomprensible que alguien
pueda reprocharme», escribió, «que, llevada del deseo puerilmente egoís­
ta de volverte a ver, no tuviera en cuenta tu bienestar.» Por lo demás, Eli­
sabeth era miel pura; naturalmente, él, Nietzsche, podía quedarse allí,
[5 1 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

pues en definitiva era más barato que el viaje de ida y vuelta. «¿Cuánto
cobras tú todavía de Basilea como sueldo?» Elisabeth le dice asimismo
que no tome baños de asiento, sino que se friccione con un paño bien
seco, pues «esto refresca y da fuerza». «Después de mantener los pies en­
vueltos, te los tienes que frotar, ya en la cama, con mucha fuerza, pero
también de prisa. Con todo cariño, tu hermana.»
¡Cuán fácil era dejarse convencer! Nietzsche se veía protegido, aten­
dido, cuidado: Malwida y Trina, la señora Baumgartner de Lórrach, siem­
pre dispuesta a prestar cualquier servicio, la madre y la hermana en
Naumburg, deseosas de ofrecerle sus muestras de cariño y, al mismo
tiempo, poner a su disposición todos los medios de que disponían. Sólo
había un remedio contra esto: la verdadera patria, la soledad. Así, Nietzs­
che dejó a Malwida y a los Seydlitz y emprendió el viaje de regreso, de
nuevo en barco.
Malwida le había proporcionado consejos y planes que le gustaban
más que las exhortaciones provenientes de Naumburg. Una de las cosas
en las que ella había insistido era que no debía volver a Basilea y reanudar
su actividad profesional; otra, relacionada con la anterior, que debía ca­
sarse con una mujer rica, cosa que le permitiría llevar una vida indepen­
diente. Se podría instalar con su esposa en Roma, y tal vez allí podría lle­
var a cabo sus proyectos de crear una colonia ideal. Malwida se había
hecho cargo de todo. En el verano de este año estaba previsto promover
el proyecto en Suiza, «de modo que en otoño puedo ir a Basilea ya casa­
do». Se había invitado, entre otras personas, a Elise Bülow de Berlín y a
una tal Elsbeth Brandes de Hannover. En la correspondencia el proyecto
era comentado con el nombre de «la gran cita».
A Nietzsche le faltaban las fuerzas para comportarse como un preten­
diente. Pero una presentación de novias como la que quería organizar
Malwida debía de atraerle. La aventura con Mathilde Trampedach no le
había desanimado, en tanto que el amor «fraternal» a Louise Ott, con sus
matices picantes, le confirmó que entendía de mujeres. Ahora le parecía
que interesaba al sexo femenino: una noche, en el viaje a Génova, había
estado conversando con dos jóvenes y aristocráticas damas: la señora von
Brevern y la baronesa Isabella von der Pahlen. Se citaron y se volvieron a
ver en Pisa. Ahora las damas escribían a Sorrento, desde Roma, invitán­
dole con toda amabilidad. La baronesa deseaba verle aparecer en su ho­
rizonte como estrella fija, después de haber pasado por dos veces junto a
ella como un meteoro. Claudine von Brevern quería dar valor perdurable
a la breve relación amistosa con un intercambio de pensamientos. Sin
duda alguna, éstas eran las «damas romanas» que él había previsto para
su colonia ideal.
El viaje en tren con ellas había empezado alegremente: con el intento
colectivo, pero frustrado, de hinchar un cojín de aire para el descanso
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SOMBRAS [5 1 7 ]

nocturno. Después la conversación dio paso a una «orgía del pensamien­


to». Hablaron de temas religiosos y filosóficos, Nietzsche preguntó abier­
tamente a la baronesa si era librepensadora. Isabella consideró que la pa­
labra era un poco fuerte, añadiendo que no quería ser un esprit fo r t pero
sí un espíritu libre, una librepensadora. Nietzsche anotó la diferencia en­
tre estas dos palabras en su cuaderno. Después, en Pisa, intercambiaron
consejos: Nietzsche habló de selección en el matrimonio, probablemente
siguiendo más las huellas de Platón que de Darwin, e Isabella le reco­
mendó remedios caseros para los ojos.
Tras el viaje en barco, que le ocasionó fuertes mareos, Nietzsche co­
noció en el tren que le llevaba a Milán a otra simpática viajera, esta vez de
muy distinta condición social: una bailarina italiana; C am illa era m olto
sim pática. ¡Oh, debía de haber oído usted mi italiano!», escribió a Mal-
wida. Fue sin duda una compañía divertida. Si él hubiera sido un pachá,
se la habría llevado gustosamente a Suiza, siguió escribiendo, para que,
«si fracasaban las actividades intelectuales», bailara algo para él. Y se re­
prochaba sinceramente no haberse quedado unos cuantos días en Milán
con Camilla.
Palabras ingenuas, posibilidades perdidas, a las que, no obstante, se
aferraba con fuerza como aquel soñador de placeres que se había enamo­
rado, a distancia, de las bellas actrices en papeles de colegialas, como el
enamorado de Offenbach y el anhelante y frustrado visitante de París,
cuya única fantasía erótica conocida —el poema E l desierto crece en los
D itiram b os dionisíacos — hace que el europeo disfrute como un pachá en­
tre muchachas como gatitas, besitos, senos femeninos y dientes fríos
como el hielo, blancos como la nieve, incisivos, cortantes. ¿Qué habría
sido de él, el parco profesor, ya casi ciego, si se hubiera apeado realmen­
te en Milán tras el «ángel azul» Camilla. En realidad, él estaba aún dema­
siado aferrado a la vida virtuosa de Naumburg para dejarse arrastrar sin
más ni más a una aventura que rebasara la conversación frívola y el flirteo
inocente, «D e modo que al principio de todos los pecados estamos muy
cerca de la virtud», anotó suspirando en su cuaderno. Pero también de­
claró: «Tampoco despreciemos a las mujeres más sencillas, divertidas, da­
das a las risas, pues están aquí para alegrar; en el mundo hay demasiada
seriedad. También las decepciones en este terreno tienen su miel pura».
«Mujer e hijo» era ahora un tema constante en sus pensamientos y
proyectos, y sus cartas a Elisabeth estaban plagadas de reflexiones sobre
quién podía ser una novia adecuada para él. Bertha Rohr apareció de nue­
vo, bonita, pero tal vez demasiado aburrida; la pequeña Kóckert de G i­
nebra, pero Hugo von Senger había comentado a Elisabeth que la madre,
con la que Nietzsche había mantenido una brillante conversación, era te­
rriblemente mezquina. Natalie Herzen, la hermana de Olga, hija adopti­
va de Malwida, había demostrado tener cualidades intelectuales, pero
[5 1 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Nietzsche consideraba que con treinta años era ya vieja; las prefería de
dieciocho. Por lo demás, la libertad de pensamiento en temas religiosos
era siempre condición esencial.
Aquí ocurría como en la Bolsa, las cotizaciones subían y bajaban. La
dama Bülow («a la que hemos convertido injustamente en aristócrata») se
convirtió en la señorita Bülow, que «evidentemente» acudiría a la cita.
Como medida preparatoria, la señorita Bülow leía las obras de Nietzsche.
También la madre de Nietzsche se imagina ya lo que podría ocurrir en
Naumburg: cada día montar a caballo, mucho pasear, teatro en Leipzig y
Weimar, visitas a los queridos parientes, así como a Rohde y Rée en Jena,
y además que su hijo tuviera como mujer a «una muchacha joven, cariño­
sa y muy acaudalada, cuya madre es una señora muy distinguida». La es­
posa de su Friedrich se le subió a la cabeza. Pronto aportó incluso conse­
jos prácticos: «Ven a mi lado, conozco una preciosa mujercita para ti,
sumamente cariñosa, inteligente, acaudalada y, al mismo tiempo, sencilla
y limpia». La madre es dura de oído, «pero tiene algo muy íntimo y una
amable sensibilidad». La muchacha arde en deseos de conocer Suiza, le
gustan mucho «el ambiente y la compañía de profesores», una novia ade­
cuada para nuestro Friedrich.
Cuando escribía a su hijo, la madre debía de enrojecer por su pasión
como mediadora: «...déjame que me cuide sólo de que la veas y hables con
ella, hay fiestas, conciertos, etc., donde se puede hacer esto; aunque no sir­
vo para estas cosas, las hago cuando no hay más remedio, sobre todo si
contribuye a la felicidad de mis queridos hijos». Y ahora a correr, pues un
joven oficial hace la corte a la muchacha y se la podría quitar limpiamente.
Elisabeth se informó de la dirección estival de Bertha Rohr; Malwida
escribió que había que eliminar de la lista a Natalie, pues tenía una nueva
y atractiva candidata, que, sin embargo, fue eliminada en la siguiente car­
ta por problemas en el seno de la familia. A la postre, la gran cita quedó
en nada, se vino sencillamente abajo, pues la vaga perspectiva de conocer
a un desconocido profesor de universidad no atrajo a ninguna muchacha;
en esto se había equivocado Malwida. Por eso, cuando Nietzsche le habló
de una pareja inglesa, ella no pudo por menos de preguntar: «¿N o tenían
ninguna hija? Una inteligente inglesa tal vez sería lo mejor». ¿O qué ocu­
rrió con la joven polaca cuyo padre era general en Tiflis? Tenía que pro­
curar no cometer el error opuesto al que había cometido con Mathilde
Trampedach: tardar demasiado en tomar la decisión.
Casarse, casarse, casarse, esta palabra resonaba ahora en sus oídos. Si
se casaba se curaría; como le había escrito hacía tiempo Wagner: casarse
o escribir una ópera, pero casarse era mejor. Así se lo había dicho también
el doctor Schrón en Nápoles, y así se lo decía ahora su madre: él tenía ín­
tegramente la sangre de los Oehler, el tío Edmund también había sufrido
mucho antes de casarse, la tía Sidonchen opinaba que sus grandes pupi­
D E S C E N S O A L M U N D O D E L AS S O M B R A S [5 1 9 ]

las hacían temer lo peor, «y ahora es el hombre más sano que hay en esta
tierra de Dios y no le duele absolutamente nada; era como tú, y ahora es
una naturaleza pletòrica de salud». Nietzsche dejó que todo esto ocurrie­
ra y terminara. En la medida en la que todos se movían febrilmente para
conseguir que se casara, iba creciendo en él la convicción de que «aunque
el matrimonio es en verdad muy deseable, es la cosa más improbable; lo
sé muy bien». Así escribió a su hermana el 2 de junio, a salvo en Suiza.
«L a cosa más improbable»: Nietzsche no quería, tenía miedo. Aque­
llo con lo que soñaba no lo podía obtener: elevada espiritualidad con di­
vertida y atractiva sensualidad, belleza femenina y madurez, compañía y
dominio, discutir y aquel acto que él, con una educación puritana, no se
atrevía a llamar por su nombre ni siquiera en su cuaderno de apuntes.
Nietzsche seguía siendo en buena medida un vecino de Naumburg cuan­
do decía que lo mejor del matrimonio era la amistad, que permitía mirar
tranquilamente más allá de los «afrodisíacos». Una de las cosas más con­
movedoras de un buen matrimonio, anotó asimismo Nietzsche, es el co­
nocimiento común del «desagradable secreto por el cual una criatura es
concebida y alumbrada». «Desagradable» es efectivamente la palabra es­
crita de propia mano por el predicador de la liberación dionisiaca. ¡Con
cuanta rapidez salía de los labios la palabra hiperbólica! Para Malwida ya
una tarantella napolitana era «cautivadoramente dionisiaca». Nietzsche
se mostró ciertamente muy atrevido cuando comentó a Rohde que en la
obra de éste sobre la novela griega había echado en falta el amor entre
personas del mismo sexo. Todos los filólogos lo sabían, pero ninguno lo
decía. Eran los tiempos Victorianos, con los que él quería acabar y a los
que, sin embargo, estaba fuertemente atado.
Mientras Nietzsche, rodeado más de casamenteras que de muchachas
casaderas, meditaba en el amor y los instintos, intentó aclarar sus propias
ideas y en este sentido escribió: «Si ordeno las cosas por el grado de pla­
cer que provocan, en primer lugar aparece la improvisación musical en un
buen momento, luego escuchar ciertas cosas sueltas de Wagner y Beetho­
ven, luego buenas ideas en el paseo antes de mediodía, luego la voluptuo­
sidad». Por «voluptuosidad», que aparece en el puesto número cuatro,
Nietzsche entendía evidentemente cosas como excitación, masturbación
y casas de placer. También la música provocaba en él estados de excita­
ción, mientras que las agradables horas que proporcionaba tocar el piano
o escuchar una melodía se pagaban siempre con ataques o estados de de­
bilidad. También pensar era un exceso, y deberíamos entender la palabra
exceso en el sentido más amplio. Curiosamente, en las anotaciones del
otoño de 1876 hay dos aforismos que aluden al pensamiento y al impulso
sexual: el segundo es «periódicamente incurable», a pesar de todas las de­
cepciones empieza una y otra vez a tejer su red. También el pensamiento
es fijado periódicamente: «Tomarse tiempo para pensar: el agua de la
[5 2 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

fuente tiene que afluir de nuevo». Otro aforismo muy próximo al anterior
recoge conceptos como «librepensamiento, cuentos de hadas, concupis­
cencia» en un mismo grupo: «hacen que el hombre se eleve sobre las pun­
tas de los pies». También escribir, la formulación instantánea que tiene
ahora en perspectiva, despierta placer voluptuoso, pues considera que su
estilo muestra ahora una concisión «voluptuosa».
De todo ello se puede extraer esta conclusión: su sexualidad era débil,
tan débil en cualquier caso que tenía miedo de comparecer como hom­
bre; por el contrario, su excitabilidad era muy alta, de modo que tanto los
«excesos» musicales como mentales le proporcionaban sensaciones vo­
luptuosas de placer y liberación y luego le dejaban tan fatigado como el
acto cuyo nombre no quería mencionar. Por eso temía la soledad y, sin
embargo, encontró en ella su mayor felicidad. Por extraño que pueda pa­
recer, lo dionisíaco le empezó a repugnar cuando se encontraba solo bajo
las copas de los árboles y en las cimas de las montañas; «éxtasis, volup­
tuosidad del espíritu», anotó en su cuaderno. Y elevándose una vez más:
«Para terminar: los espíritus libres son dioses que llevan una vida fácil».

Elevarse sobre las puntas de los pies en la concupiscencia y en el espí­


ritu libre era el primer ensayo del vuelo que iba a realizar después en el
canto al mistral. «Como un vendaval» escapó él de la maternal amiga. En
realidad los dos Seydlitz le llevaron como un paquete bien atado al barco
con destino a Génova, cuidaron de manera ejemplar al profesor medio
ciego, al que pronto castigaron los mareos. En una extensa carta a Mal-
wida (del 13 de mayo de 1877) se describió a sí mismo, en términos tragi­
cómicos, como «Dulder Odysseus», y manifestó su desconfianza cuando
se descargó su equipaje en Génova, el aventurado viaje hasta el hotel, las
peripecias de sus maletas y paraguas en Chiasso, en la frontera italo-suiza,
la paternal ayuda de un maletero suizo-alemán: «El hombre cuidó tan es­
tupendamente de mí, se movió tan paternalmente arriba y abajo; todos
los padres tienen algo de torpes...».
En Lugano, en el Hotel du Pare, tuvo una auténtica alegría, «todo
está bien», Era el suspiro de la liberación: ningún ser humano más, sólo
montañas. A Malwida le ruega que interprete la gran extensión de la car­
ta como signo de bienestar y agradecimiento. «Confío más que nunca en
Pfáfers y en sus montañas.» Espera seguir contando con la protección de
Malwida, pues —el escrito termina con una extraña disonancia— «a ve­
ces se apodera de mí la sensación de estar en un desierto, de modo que me
vienen ganas de gritar».
Nietzsche reemprendió rápidamente el viaje con intención de llegar
a Pfáfers, situado cerca de Ragaz. ¿Por qué precisamente Pfáfers? Nadie
ha investigado la extraña ruta de Nietzsche en el verano de 1877, en Sui-
D E S C E N S O AL M U N D O D E LAS SO MBR AS [5 2 1 ]

za. Pfäfers no está en la alta montaña, pero tiene manantiales de agua ca­
liente. ¿Quién ha dicho a Nietzsche que los baños de agua caliente le
pueden ayudar a curarse? Pfäfers era una antigua abadía benedictina, en
cuyas dependencias existía un sanatorio para enfermos de los nervios
desde que se construyó el convento. ¿Tenía que ver su decisión con esto?
Como era de esperar, Pfäfers estaba todavía cerrado, y Nietzsche tuvo
que dirigirse a Ragaz, cuyas aguas salutíferas proceden de las termas de
Pfäfers. Así que llegó a Ragaz, se alojó en el Hotel Tamina, donde per­
maneció un mes, tomó baños, bebió agua y se sumió en la melancolía.
«Mi soledad es grande», escribió a Rohde, «mis perspectivas muy confu­
sas, el presente odioso, tengo prohibida la actividad intelectual de toda
índole, escrúpulos y preocupaciones de todo tipo en el ánimo.» Lo que
le oprimía era, entre otras cosas, la fecha del 22 de mayo, cumpleaños de
Wagner. Esta vez no escribió. Era como si un vasallo se negara a pagar el
debido tributo.
El 20 de mayo era Pentecostés. Overbeck fue a Basilea para ver a
Nietzsche. Quería comentar con él cómo irían las cosas en adelante. ¿Di­
misión? ¿Renuncia al menos a las clases en el Pädagogium? ¿Podría
Nietzsche seguir enseñando? El mismo definió lo que le oprimía como
«fatiga general del cerebro». La dimisión se debía presentar con la debi­
da antelación; pero sí se quedaba en Basilea, había que buscarle una vi­
vienda, «para el caso de que se casara». ¿O preferiría deshacerse de su
obligación en la universidad y pasar el invierno en la Engadina o en D a­
vos, lo que sería bueno para sus nervios?
Así, Nietzsche escribió a Elisabeth para tantearla y ver cómo reaccio­
naría. Además eludió ciertos temas para que a nadie se le ocurriera la idea
de liberarle de su soledad: no sólo no le pasa nada sino que, por el con­
trario, se encuentra más sano cuando está solo, sin conversaciones intere­
santes ni limitaciones sociales. Está mejor que en Sorrento. Al final for­
mulaba cautelosamente la pregunta de si ella, Elisabeth, no se prometería
en fecha próxima. ¿Se podía percibir ahí una alusión y pensar, por ejem­
plo, que la pregunta no le iba a molestar, habida cuenta de que él también
tenía una nueva amada de nombre soledad? En cualquier caso, a la pre­
gunta Nietzsche añadió: «¡Y no lo tomes a mal!».
Elisabeth contestó el 5 de junio y, tras una noche de insomnio y refle­
xión, le dijo a su hermano: «Si asumes tu puesto con Kóselitz y demás
ayudas, posiblemente será menos gravoso para ti que si te abandonas a
tus meditaciones, que son casi lo mismo que producir». A Malwida le dijo
que era mejor que Nietzsche se quedara en Basilea. Cuando había que
convencer a alguien de algo, Elisabeth se mostraba elocuente. En su opi­
nión, la vida en Sorrento con personas de sus mismas ideas «lamentable­
mente» no le había sentado bien. Los basilenses le apreciaban, le hacían
la vida llevadera y le dejaban en paz. Allí estaba solo y, al mismo tiempo,
[5 2 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

tenía dos buenos amigos: Overbeck y Burckhardt. Elisabeth no abordó el


tema del dinero, pero comentó: ciertamente a él le quieren todos, pero lo
malo es depender del cariño de los demás. Pero aun así tiene que esperar
a la gran cita en Aeschi y la presentación de novias con Malwída; y si se
pone muy enfermo, siempre puede solicitar la baja de la universidad. En
cuanto a ella misma, de momento no piensa prometerse; en las conversa­
ciones con el doctor Fórster, sumamente reflexivas, intervienen las cabe­
zas, no los corazones.
Elisabeth, con ganas de viajar y hastiada de Naumburg, le propone
celebrar juntos en Lucerna o Berna su cumpleaños, el 10 de julio. Para el
verano estaba invitada en casa de los Vischer, en Basilea, y naturalmente
también tenía vivos deseos de asistir a la fiesta de Aeschi, en la que ten­
dría lugar la presentación de las novias. Mientras tanto, Nietzsche había
abandonado Ragaz y ahora se dirigía a las cumbres del Oberland bemés.
De nuevo buscó un balneario: el diminuto Rosenlauibad situado encima
de Meiringen, a 1.300 metros de altura, con los picos sobre su cabeza y el
glaciar delante de la puerta. El viaje fue ciertamente complicado: con el
tren hasta Lucerna pasando por Zurich, luego con un coche de posta has­
ta Brienz por el paso de Brünig y al día siguiente hasta Meiringen y, por
último, desde aquí tres horas de marcha a pie con un guía hasta Rosen­
lauibad. Como los dolores de cabeza persistían, Nietzsche se preguntaba:
«¿Aún no he subido bastante?».
En cualquier caso, ahora estaba suficientemente lejos de todo bullicio
humano. Nietzsche se comportaba como si hubiera subido hasta allí si­
guiendo un riguroso dictamen médico: Ragaz y Rosenlauibad como cura
ideal, con las aguas de Sankt Moritz, «baños en aguas alcalinas, muy blan­
das». Todo ello tenía por objeto combatir «una neurosis pertinaz». Ésta
era la palabra que Nietzsche utilizaba ahora, cuando aún no tenía un sen­
tido tan específico como a partir de las lecciones de Freud, pues se consi­
deraba una enfermedad de los nervios que afectaba también, y sobre
todo, al estado de ánimo. De momento no tenía instrucciones del médico,
que se encontraba en Meiringen, a dos horas y media de camino. En cam­
bio, en el salón de señoras había algo absolutamente imprescindible para
él: un piano.
Rosenlauibad era una fortaleza. No resultaba tan fácil llegar. Lo que
había allí arriba estaba reservado a unos pocos escogidos. Parece ser que
el emperador de Brasil, con un séquito de diecisiete personas, pernoctó
en el domicilio actual de Nietzsche, como lo hicieran el famoso profesor
de filosofía londinense, el fiscal general con un sueldo de 20.000 libras, y
el más famoso paisajista inglés. Ahora, los Wagner podían quedarse tran­
quilamente allí abajo, en el lago de los Cuatro Cantones, pues él no iría a
verlos. La vecindad de Wagner «no es buena para los enfermos; esto se
puso también de manifiesto en Sorrento».
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBR AS [5 2 3 ]

Por fortuna se anuló la estancia en Aeschi, la gran cita. Natalie Her-


zen tenía otros proyectos, «todo aquello de reunirse con otras personas
eran fantasías y quimeras». Nietzsche escribió diciendo que, como ya no
quedaban «fines superiores», sólo haría una visita a Aeschi y volvería rá­
pidamente a Rosenlauibad, a las alturas. Además tenía que impedir que a
Malwida se le ocurriera ir a Rosenlauibad, un lugar bonito sin duda, pero
con demasiadas pendientes. Toda vez que ahora se venían abajo los pro­
yectos de matrimonio, sólo le quedaba la posibilidad de volver a Basilea
una vez abandonara Rosenlauibad. Así se lo comunicó Nietzsche a Elisa-
beth y a Malwida en sendas cartas, con pocos días de diferencia, que per­
miten apreciar mejor su habilidad diplomática con la pluma.
A Elisabeth le escribió: «Por cierto, me horroriza Basilea, donde ten­
go que vivir como en un capullo y donde realmente me he vuelto neuras­
ténico y melancólico. Me aprecian, pero ¿qué tengo en común con ellos?
¿Qué puedo hacer de utilidad por ellos?». Contradicción suprema y des­
tino inexorable. Como remedio, una actitud más marcada contra los «ale­
manes» (el profesor de medicina Immermann con sus falsos tratamientos
y el «superficial» matrimonio Miaskowski) y, en contrapartida, la boda
con la basilense Bertha Rohr: «En definitiva es la que mejor se adapta a
mi estado de autodefensa en Basilea». La versión de Malwida dice así:
«En octubre estoy decidido a volver a Basilea y asumir mi actividad. No
aguanto más sin la sensación de ser útil; y los basilenses son las únicas
personas que me permiten ver que lo soy». Sigue una confesión digna de
reflejar: «Hasta ahora, mi manía de pensar y escribir, decididamente pro­
blemática, me ha puesto siempre enfermo; mientras fui realmente un in­
telectual estuve también sano; pero entonces vinieron la música, destruc­
tora de los nervios, y la filosofía metafísica y las preocupaciones por miles
de cosas que no son de mi incumbencia». Y la conclusión: «Así, pues,
quiero volver a ser profesor; si no lo aguanto, quiero hundirme en la pro­
fesión».
La carta a la hermana recoge una resignación plasmada rápidamente
en el papel: Basilea y después basta. En la carta a Malwida, la decisión
está formulada en términos heroicos: hundirse en la profesión, morir tra­
bajando, al final se invoca a Platón como testigo. En la carta a la hermana
Nietzsche se limita a encogerse de hombros: ¿qué puede hacer por ellos
para serles útiles? En la carta a Malwida la patética frase: no aguanto más
sin la sensación de ser útil. En ambos documentos se manifiestan rasgos
patológicos: en la carta a Elisabeth, la temerosa declaración: «Pero aún
tenemos que aislarnos más, concretamente de los alemanes», mientras
que en la carta a Malwida aparece esta hiriente fórmula matrimonial: «La
bonita tarea de proporcionarme una mujer, y si tuviera que cogerla de la
calle». Sorprende también, en la carta a la hermana, el encargo: «Por fa­
vor, entérate inmediatamente de dónde va a estar ella —Bertha Rohr—
[5 2 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

este verano», como si alguien pudiera dar con la muchacha por arte de
magia o él pudiera volar hasta ella. En la carta a Malwida se lamenta de la
mala calidad de la tinta: «Los han falseado, todos los alimentos, en todo
el mundo, están adulterados, y la tinta es para nosotros un alimento». Pa­
rece una broma, pero en lo alto aparece una sombra, la suspicacia que
descubre conjuras por doquier.
Las dos cartas están llenas de lamentaciones, prueba de la tristeza que
se apodera de él cuando piensa en el futuro. Nietzsche sabía mejor que
nadie que ya nunca más sería un intelectual, un profesional de la ense­
ñanza en Basilea. Pero en la neurosis se veía a sí mismo como un sedenta­
rio sin preocupaciones, con una señora a modo de criada que le llevaba la
casa. En las alturas se sentía feliz, aunque el mal siguiera torturándole y
vejándole: «E s sencillamente demasiado hermoso sentirse fuerte y sano a
esta altura», escribió a Overbeck.
En el capítulo sobre el «retorno» del Z aratustra Nietzsche describe
poéticamente la soledad en casa. Entre los seres humanos vive siempre
«salvaje y extraño», aunque le quieran, pues los seres humanos desean ser
respetados, perdonados por la verdad. «Aquí estás en tu hogar y tu casa;
aquí puedes decirlo todo y exponer todas las razones, aquí nadie se aver­
güenza de sentimientos ocultos y obsesivos.» El diálogo con la soledad es
productivo: «Aquí me asaltan todas las palabras del ser y todos los teso­
ros de la palabra; aquí todo ser quiere devenir palabra, aquí todo devenir
quiere aprender a hablar conmigo». En la altura se manifiesta la más alta
sensación de felicidad: «¡O h beatífica calma en torno a mí! ¡Oh olores
puros en torno a mí! ¡Cómo extrae aliento puro del pecho profundo esta
calma! ¡Oh, cómo acecha esta beatífica calma!».

Sólo un forastero penetró, como nuevo amigo, en la soledad de Ro-


senlauibad, estado de felicidad defendido con todas las artes y ensalzado
con todos los dolores: el doctor Eiser. Este médico de Frankfurt era reco­
mendable por un motivo especial: en su viaje de vacaciones a Suiza lleva­
ba consigo todas las obras de Nietzsche. Eiser era, por su parte, hijo de un
médico. Y Nietzsche apreciaba a los médicos n ato s , como él mismo escri­
bió, y transmitió todas sus esperanzas a su compañero de paseo en Ro-
senlauibad. Más bien desconfiado de los médicos (tradición familiar,
todo se arreglaba con compresas y agua fría), finalmente decidió some­
terse a un examen concienzudo por parte de un especialista y a este fin el
3 de octubre de 1877 viajó por su cuenta a Frankfurt del Main. Le acom­
pañaron dos esperanzas mutuamente excluyentes: que en Frankfurt por
fin descubrirían lo que le atormentaba, con lo cual se podría curar, y que
iba a permanecer enfermo de gravedad durante tanto tiempo que tendría
que interrumpir su actividad docente en la universidad. Traducido a su fi­
D E S C E N S O A L M U N D O D E L AS S O M B R A S [5 2 5 ]

losofía: de una parte, la gran curación; de otra, la enfermedad productiva,


el dolor creativo, la décadence como supremo estado de la cultura.
De acuerdo con el certificado de Eiser, Nietzsche permaneció una se­
mana en Frankfurt. Conocemos el resultado del examen sobre todo por
lo que el doctor Eiser comunicó a Hans von Wolzogen, nuevo ayudante
de Wagner, y por lo que el propio Nietzsche hizo saber, en forma resumi­
da, precisamente a Cosima. Los Wagner volvían a aparecer en la vida de
Nietzsche a través de un extraño rodeo. Dejando a un lado los posibles
motivos de la consulta, el hecho es que Wolzogen, siguiendo un encargo
de Wagner, preguntó al doctor Eiser, y éste le proporcionó detallada in­
formación.
En este presunto dictamen médico llaman especialmente la atención
dos cosas: primero, el doctor Eiser despacha de manera sumamente su­
maria todos los esfuerzos realizados hasta entonces por los médicos para
curar a Nietzsche; segundo, se muestra muy reservado respecto de sus
propios métodos y de los resultados de sus propios exámenes. Señala
como aspectos críticos y lamentables: la confusa relación de Nietzsche
con su médico, el profesor de la Universidad de Basilea Immermann (el
informe de Nietzsche ha permitido saber que se podía ser un gran inte­
lectual y al mismo tiempo una persona sin corazón); después, que no ha
habido ningún intercambio de información entre Immermann y el oftal­
mólogo de Nietzsche, profesor Schiess, que el último examen de los ojos
había sido realizado hacía ahora dos años, que los resultados de los exá­
menes clínicos de Basilea no habían sido comunicados a los médicos de
Nápoles y Bad Ragaz. Al emprender viaje de regreso, Nietzsche explicó
que el examen a que le sometieron el doctor Eiser y sus colegas constituía
el primer estudio profundo, lógico y coherente de su enfermedad. Ahora
ya llevaba cuatro años enfermo.
Como alguna vez hacen los médicos y nunca deberían hacer, el doctor
Eiser opinaba que la culpa del lamentable estado de Nietzsche recaía
principalmente en otros médicos; y como hacen a menudo los enfermos y
no deberían hacer, Nietzsche no dijo que al doctor Schrón de Nápoles le
había elogiado en términos parecidos por el concienzudo examen a que le
sometió.
El doctor Eiser informó con mucho detalle al señor Von Wolzogen de
lo que había descubierto el doctor Krüger, oftalmólogo consultado por él:
inflamación crónica de la retina (C hrio-R etinitis centralis), sobre todo en
el ojo derecho, pero también en el izquierdo. Como terapia, el enfermo
debe abstenerse durante años de leer y escribir. «Este hecho exigía poner
inmediatamente en conocimiento del enfermo — con todas las cautelas
necesarias— toda la verdad...»
La curiosa reserva del doctor Eiser en torno a lo que había hecho con
el enfermo se comprende mejor si se añade la información que él mismo
[5 2 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

transmitió a la hermana de Nietzsche. Como esta información lleva fecha


del 3 de octubre, la misma en que Nietzsche llegó a Frankfurt, no puede
ser el resultado de un atento examen médico. En cualquier caso, el doc­
tor Eiser hizo saber a Elisabeth que «casi con toda seguridad había en­
contrado la explicación de los penosos dolores de cabeza, pero que que­
daba descartada una búsqueda de dolencias más profundas y graves de
los sistemas nerviosos». Esta era la buena nueva que Nietzsche quería oír.
No le importaba lo que les ocurriera a sus ojos, pues había quedado eli­
minado el temor a un ataque cerebral y a la locura; a decir verdad, no gra­
cias a un examen del doctor Eiser sino a un juicio suyo formulado a pri­
mera vista. Los dolores de cabeza como consecuencia de la dolencia
ocular eran algo perfectamente soportable; era la solución que deseaba, y
que el amigo le confirmó rápidamente.
El doctor Eiser fue lo suficiente cauteloso como para no definirse to­
talmente. Él siempre podría aducir que durante la estancia de Nietzsche
en Frankfurt éste no había sufrido ningún ataque y que por eso no podía
aportar resultados; su única recomendación era que en lo sucesivo, tanto
en los ataques como en el «estadio prodrómico», vigilara las diferencias
en color y temperatura de las dos orejas y en la pulsación de los dos gran­
des vasos sanguíneos del cuello (lo que, de acuerdo con la concepción de
la época, conducía a la jaqueca).
En resumidas cuentas, el doctor Eiser era más amigo que médico.
Pero en la terapia era más bien despiadado: prohibición de leer y escribir
como conditio sin e qua n on , supresión de todo sobreesfuerzo corporal, así
como de alimentos picantes y difíciles de digerir, y bebidas «excitantes»
(cosa que en cualquier caso era recomendable para él), pero también to­
das las llamadas formas de castigo, como ropa demasiado liviana, tempe­
ratura demasiado baja en la habitación, marchas excesivamente largas,
experimentos hidroterapéuticos (Nietzsche ya no soportaba en modo al­
guno trabajar en habitaciones demasiado frías, marchas excesivamente
largas o someterse a una cura hidroterapeútica en Baden-Baden).
Como queda dicho, Nietzsche sólo comunicó los resultados de Frank­
furt a una persona: Cosima. Le escribió el 10 de octubre, o sea, inmediata­
mente después del regreso a Basilea, que en las últimas semanas se había
sometido a un examen cuidadoso y persistente por parte de tres destaca­
dos médicos (sin embargo, en Frankfurt sólo permaneció cuatro días y
probablemente sólo fue examinado dos veces, y no hay ni rastro de un ter­
cer médico). «El resultado», escribió, «es todo lo triste que puede ser: los
ojos son sin duda la causa de mi dolencia, concretamente de los horribles
dolores de cabeza» (éste era el punto importante para él), «...con el tiem­
po la ceguera es inevitable, si no me someto a las duras exigencias de todos
los médicos: no leer ni escribir absolutamente nada durante varios años.»
Si lo hace tal vez conserve un pequeño destello de vista.
D E S C E N S O AL M U N D O D E L A S S O M B R A S [5 2 7 ]

Hasta aquí la carta de Nietzsche a Cosima, después de un largo perío­


do de silencio. Para entender el alcance tanto de la amistad con Eiser
como del nuevo intercambio epistolar con Cosima (que contestó inme­
diatamente) hay que examinar de cerca la figura del doctor Eiser y tam­
bién el desarrollo de las relaciones con la casa Wahnfried y la situación de
Wagner en el año que siguió al proyecto de Bayreuth. El doctor Eiser
— como médico, y a juzgar por su informe, más bien mediano y en modo
alguno el especialista que Nietzsche habría necesitado— era un apasiona­
do wagneriano. En abril de 1877 había invitado a Nietzsche a pronunciar
una conferencia en la Asociación de Wagner que él presidía en Frankfurt,
y todo parece indicar que Nietzsche no le conoció en modo alguno por
casualidad en el Oberland bernés. En la H istoria de las A sociaciones de
W agner contenidas en las Bayreuther B lätter se puede leer que la Asocia­
ción Wagneriana de Frankfurt fue fundada en 1877. Entre los miembros
fundadores de la entidad, que contaba con 207 miembros, había un di­
rector musical, un director de orquesta, un teniente coronel, un banque­
ro y un profesor de segunda enseñanza. A ellos se sumó el doctor Eiser,
que no tardó en mostrarse útil organizando programas: veladas de canto
con pasajes de E l anillo, a los que aportó las introducciones. Era, pues, un
wagneriano ilustrado, un comentarista del conceptuoso A n illo , un entu­
siasta diletante, como los que entonces proliferaban en tierras alemanas,
y como tal más afortunado que en su faceta de organizador de conciertos,
pues —lo dice Cosima— «de acuerdo con una carta del doctor Eyser, el
concierto de Frankfurt ha generado un déficit de 3.000 marcos, y la gen­
te persiste en este estéril teatro que le proporciona una especie de impor­
tancia».
Cuando el doctor Eiser selló su amistad con Nietzsche en Rosenlaui-
bad, quien realmente le interesaba era Wagner, del que Nietzsche apare­
cía como heraldo y profeta tras su cuarta consideración inactual. Esto era
algo contra lo que él ya no podía luchar. Su homenaje a Wagner llegó a la
gente en el momento en el que se tuvo que separar inexorablemente de él.
Los Wagner, por su parte, tenían mucho interés en congregar viejos y
nuevos seguidores en torno a ellos, pues en muchos aspectos las cosas les
iban peor que nunca. De la situación de sus planes tenemos que decir
unas breves palabras, pues a su modo Nietzsche estaba implicado en
ellos, aunque ahora ya apenas si contaban con él.
Las anotaciones del diario de Cosima correspondientes a los primeros
días del año 1877 están llenas de lamentaciones. Wagner estaba tan harto
de Bayreuth como Nietzsche de Basilea. Bien pensado, Bayreuth había
sido un gran fiasco, pues no se había producido la reacción esperada, la
prensa y con ella la opinión pública habían mantenido una actitud con­
traria, Bismarck no se había dado por enterado y el rey Luis de Baviera es­
taba ocupado en sus propios proyectos arquitectónicos. Durante varios
[5 2 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

años no se podía pensar en una nueva representación y las deudas de la


empresa eran más grandes que todas las que un día atormentaron y aco­
saron al director de orquesta Richard Wagner. «Richard se encuentra la­
mentablemente muy excitado y molesto», anota Cosima el 16 de enero,
«tiene opresión en el pecho, no queremos pensar ni hablar». Y el 18: «Ri­
chard, muy angustiado, dice que preferiría entregárselo todo a una em­
presa».
Desprenderse súbitamente del proyecto es un gesto impulsivo. Pero
se equivoca quien lo tome en sentido literal. Wagner, que cuenta ahora
casi sesenta y cuatro años, posee insospechadas fuerzas. No sólo escribe
el texto de P arsifal sino que además organiza mejor que nunca. El 1 de
enero recomienda a los patronos, a través de una circular, la fundación de
una asociación de patronatos de toda Alemania «para el mantenimiento y
cuidado de los festivales de teatro de Bayreuth» y expone la idea de fun­
dar en Bayreuth una «escuela superior dramático-musical». Y el 14 de
enero llegan a Bayreuth Richard Pohl y Hans von Wolzogen para comen­
tar con el maestro la fundación de un «órgano central» —las B ayreutber
B lätte r — que debe servir en lo sucesivo como portavoz de Wagner y di­
fundir sus ideas. Es exactamente aquel proyecto que aparecía en las car­
tas de Nietzsche, durante el período de la gran amistad, como base y pro­
yección de una futura carrera: la revista cultural cuyo editor debería
llamarse Friedrich Nietzsche.
Nietzsche fue puesto sobre aviso antes de que el proyecto cuajara —a
través de Kóselitz, que tenía amistad con el editor de las B lätter, que no
era otro que Schmeitzner, al que Nietzsche había confiado sus considera­
ciones inactuales. Ya el 8 de enero, Nietzsche contestó desde Sorrento
que Wagner había aprendido a temer pero desgraciadamente no a espe­
rar. El, Nietzsche, confiaba que en pocos años se reunieran suficientes
personas para empezar la empresa a lo grande. Pero, tal como está pro­
yectada ahora, es probable que fracase. De todos modos, si Schmeitzner
está decidido a colaborar, «nosotros», Nietzsche y sus amigos, debemos
contribuir a que la cosa prospere. No hay que obstinarse ni guardar ren­
cor a nadie, sino aportar generosidad.
El 25 de enero el editor Schmeitzner comunicó que estaba a punto la
versión francesa de la cuarta consideración inactual, y preguntaba cuán­
do podría publicar la quinta, en mayo o agosto, y dio a entender que la re­
vista de Bayreuth probablemente aparecería a partir del 1 de julio; su pe­
riodicidad sería quincenal y constaría de tres pliegos. «El barón von
Wolzogen se cuidará de la dirección y a petición de Wagner se trasladará
a Bayreuth.» El, por su parte, lo deja todo en manos de Wagner, ya se
verá. La reacción de Nietzsche resulta sorprendente. Además de no decir
ni una palabra sobre la publicación, añade: «¿N o damos por concluidas
las consideraciones inactuales?». ¿Era una suave amenaza? En cualquier
D E S C E N S O AL M U N D O D E LAS SO MBR AS [5 2 9 ]

caso, Schmeitzner transmitió la pregunta como noticia a los amigos Kö-


selitz y Widemann, y éstos escribieron inmediatamente que no podía ser
cierta: «En cualquier caso sería desagradable y no fácil de explicar para
nosotros y todos los que le han seguido hasta ahora». Tan difícil era des­
marcarse.
En lugar de ello, los dos buenos muchachos se aferraron en Basilea a
la consigna de Nietzsche «contribuir a que el asunto salga bien». Así,
pues, más y mejores colaboradores para la revista. ¿Y Hillebrand? ¿Se
podría ganar también a Burckhardt para la causa? Sería estupendo que
alguien que vive totalmente al margen expusiera sus convicciones desde
lejos. Naturalmente, ellos también trabajarían al servicio de la causa con
entusiasmo. Nietzsche comentó que no había que contar con Burckhardt,
que era muy celoso de su independencia. Y, además, seguía protegiéndo­
se con el silencio. Estaba en el lejano Sorrento.
Mientras tanto, también los Wagner tenían otras cosas que hacer; por
ejemplo, el viaje artístico y comercial a Londres, que les proporcionaría
700 libras esterlinas, mucho y, a la vez, poco si pensaban en su déficit. En
julio Wagner pensó trasladarse a América, en agosto volvió a hacerse con
la organización de su empresa. El 15 de septiembre pronunció un dis­
curso en el teatro de Bayreuth dando ánimos a los patronos del proyec­
to: «Estamos en una situación horrible. No podemos pensar en una ayu­
da por parte de la Dieta del Imperio. En la Dieta del Imperio no hay un
hombre que sepa qué es lo que buscamos. Si pidiéramos apoyo, Bis­
marck diría: Wagner ya ha recibido bastante; allí estuvieron muchos
príncipes, y el propio emperador, para asistir a sus representaciones; ¿a
dónde quiere ir ese hombre?». El amigo Heckel propuso la fundación de
«fondos de hierro», y se suscribieron 6.000 marcos. El proyecto de la
academia fue impulsado por Wagner con su habitual entusiasmo, y aún
se atrevió a anunciar que la representación de sus obras tendría lugar en­
tre los años 1880 y 1883. Si él tenía público, enseguida recuperaba la es­
peranza y el empuje. Wolzogen le ayudaba en todo lo que podía y había
compuesto un opúsculo sobre las asociaciones de Wagner, que gustó
mucho. Cosima anotó sobre él: «N os anima con su personalidad profun­
da y seria». Poco después, concretamente el 9 de octubre, Wolzogen se
trasladó a Bayreuth. Una de sus primeras «misiones oficiales» debió de
ser aquella consulta sobre el estado de salud de Nietzsche que formuló al
doctor Eiser.
¿Cómo iba todo? ¿Había hecho alguna insinuación Wolzogen? ¿H a­
bía surgido en las conversaciones previas la idea de ganar para las Bay-
reuther B lätte r al más brillante de todos los panegiristas de Wagner, acaso
el único brillante? ¿Se habían hecho gestiones en este sentido? En cual­
quier caso lo cierto es que el doctor Eiser envió su informe a Wolzogen y
Nietzsche escribió a Cosima, en tanto que la introducción de Eiser a E l
[5 30] FRIEDRICH NIETZSCHE

an illo fue, además de su «ensayo exegético», el punto de partida de este


primer contacto casi un año después del distanciamiento de Sorrento.
Nietzsche eligió el camino más sencillo: hizo como si no hubiera ocu­
rrido nada. Recomienda la interpretación de E l an illo hecha por el doctor
Eiser para la lectura vespertina. A Cosima le ruega que escriba en el mar­
gen con un sí o un no su opinión sobre algunas de las teorías expuestas en
el escrito. Por lo demás, también a él, el marginado, le llegan de vez en
cuando noticias de Bayreuth. Y entiende tan perfectamente la idea de la
escuela de Bayreuth (exactamente, la academia de canto), que le parece
innecesaria toda palabra escrita. Y más concretamente: «L a magnífica re­
velación de Parsifal nos puede consolar en todo aquello en lo que necesi­
tamos consuelo». Era la más bella reverencia que los Wagner podían de­
sear y, al mismo tiempo, si la necesitaban, la más elocuente refutación de
la leyenda de Elisabeth, según la cual P arsifal había provocado el distan­
ciamiento que llevó a Nietzsche a Sorrento.
A la esperanza de Parsifal siguió la elegía de los ojos. Y, después, un
nuevo acceso de optimismo: «Hasta ahora no me ha faltado coraje; en eso
he aprendido algo de Wagner». Fórmula final: «Estamos de corazón con
él y con usted, lo mismo en los buenos que en los malos días». A los Wag­
ner el texto del doctor Eiser les pareció «magnífico». En el año 1878 fue
publicado en las Bayreuther B lätte r en dos entregas. No sabemos lo que
pensaban y decían acerca de la carta de Nietzsche. El 22 de octubre Co­
sima, siempre puntual en atender su correspondencia, redactó su contes­
tación, el 23 lo hizo Wagner, que, tras pasar una mala noche y verse aque­
jado de dolores de vientre, escribió una larga carta, no al «amigo
Nietzsche» sino al doctor Eiser, en Frankfurt, como respuesta a la que
éste dirigió a Hans von Wolzogen.
Evidentemente los dos estaban enfadados. ¿Por qué había ignorado
deliberadamente a Wagner? ¿Por qué pedía a Cosima que expusiera su
opinión con un sí o un no cuando lo más fácil habría sido preguntar al
maestro? ¿Por qué subrayaba la prohibición de leer y escribir? ¿Signifi­
caba acaso que ya no se podría contar con él en el futuro? En cualquier
caso tenía que saber que la situación de Bayreuth era muy mala y que ha­
bía que seguir luchando. Así, Cosima escribió con toda la frialdad de la
que era capaz: no tiene nada que decir en torno a la consulta del doctor
Eiser, le gusta y aprecia el texto incluso sin comentario. Siente mucho que
él, Nietzsche, se encuentre tan mal, pero el «gusano» de la existencia no
perdona a nadie. Punto. «Ahora ya tenemos al señor Von Wolzogen con
nosotros, lo cual nos resulta agradable en todos los sentidos.» Éste era el
tono con el que una mujer hermosa comunicaba a un amante que había
elegido a otro.
Cosima se reservaba una última perfidia para el final: «Nuestra amiga
Malwida está ahora en Roma, era ciertamente extraño que no pudiera es­
D E S C E N S O AL M U N D O D E LAS SO MBR AS [5 31]

tar allí en el año en el que nos encontrábamos». Así se generaba mala con­
ciencia: entonces Malwida no había ido a Roma para atender a Nietzsche.
Y: «Q ue le vaya bien a usted, nuestro mejor amigo. ¡Cuánta paciencia ne­
cesita usted ahora! ¡Me duele pensarlo!». Cosima era una maestra en la
administración de lo frío y lo caliente, en repartir puyazos y atenciones.
La carta de Wagner al doctor Eiser, que a causa de su delicado conte­
nido no fue publicada hasta 1956, es más difícil de interpretar que el alar­
de de diplomacia de Cosima. Wagner se adorna con la preocupación de
un padre y un amigo, y en la segunda carta al doctor Eiser, en la que Wag­
ner le da las gracias por la interpretación de E l an illo, aparece la siguien­
te frase escrita, por así decir, con lágrimas en los ojos: «Si él —Nietzs­
che— se ve en auténtica necesidad, yo le puedo ayudar, pues estoy
dispuesto a compartirlo todo con él». Así, pues, fiel y preocupado, y con­
vencido de que el médico amigo puede hacer más que el «amigo metido
a médico».
Ciertamente Wagner no era tan dado a los subterfugios como Cosima,
El quería promover una gran acción de ayuda como entonces, cuando re­
comendó sonoramente a su joven amigo que se casara en vez de escribir
una ópera. Pero esta vez se permitió una obra maestra de tosca acción e
intervención, cuando sólo el acercamiento amistoso, una mano tendida,
una nueva asunción del viejo papel de aliado habría podido aportar la cu­
ración. Pero esto ya no era posible, Wolzogen se había instalado en
Wahnfried y su esposa se mudaría pronto al nuevo hogar, que estaba uni­
do con la casa Wahnfried mediante la portezuela del jardín.
Así, en lugar de ayuda y amistad, ofreció un atrevido diagnóstico (que
si llegaba a oídos del paciente debía de herirle profundamente) y una gro­
sera propuesta de curación: curas de agua fría. El había hecho experien­
cias similares con otros muchachos, escribió Wagner: «Yo veía que se
hundían con síntomas similares y vi con toda claridad que todo era con­
secuencia del onanismo». Así de franco se lo escribió al médico, al que pi­
dió que se lo comunicara también a su paciente. Ejemplos: un joven poe­
ta se había quedado completamente ciego a la edad de Nietzsche, otro se
consume en Italia con los nervios destrozados, víctima de una dolencia
ocular dolorosísima. ¿Y no recomendó también el doctor Schrón en Ná-
poles a Nietzsche que se casara?
Una carta dura pero tal vez bienintencionada. Wagner era tan tosco
como Nietzsche sensible. Wagner era in sexu alibu s tan crudo como
Nietzsche vergonzoso. Wagner practicaba un culto con la salvación a tra­
vés de la mujer, aseguraba diariamente su amor a Cosima y en medio de
la campaña de Bayreuth había establecido una relación con Judith Gau-
tier que ahora le suministraba satén en los colores adecuados y con los
perfumes que necesitaba para poder componer. Nietzsche no había pasa­
do de tímidos conatos de relación con mujeres y cultivaba un trato con
[5 3 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

hombres jóvenes que a Wagner le era totalmente ajeno. Para el entendido


aquí sólo había una explicación: el amigo Nietzsche se las arreglaba por sí
mismo como podía o se consolaba con sus «jovencitos», que en Sorrento
dormían en habitaciones comunicadas entre sí, mientras la buena Malwi-
da no se enteraba de nada.
Entonces imperaba la opinión, de origen teológico, de que semejante
actividad sexual tenía graves consecuencias, de modo que la enfermedad
aparecía como precio del pecado. El pequeño Nietzsche sin duda creyó
que así era. En Pforta luchó contra este «pecado» y es de suponer que
más tarde, en la pubertad y la madurez, siguió creyendo en el ideal juve­
nil de las ascesis y luchó contra las «tentaciones». Pero aquí no nos ocu­
pamos de conjeturas sino de hechos, y un hecho era la carta de Wagner,
que pasaba del diagnóstico a la terapia y recomendaba agua fría, justa­
mente lo que el doctor Eiser había prohibido expresamente. Wagner, el
niño adulto, enumeraba casos de comprobada curación: él mismo con su
erisipela facial y el viejo y corpulento conde Schleinitz, que se encontraba
en una situación deplorable con los nervios destrozados y se curó total­
mente tras pasar seis semanas en Gráfenberg.
¿Cómo reaccionó el doctor Eiser a la carta de Wagner sobre «as­
pectos íntimos»? Trató por todos los medios de eludir el tema. Dijo ade­
más que no existía una base directa para la hipótesis del onanismo (se
deslizó rápidamente sobre esta palabra), pero añadió que en los hábitos
de Nietzsche había bastantes cosas que lo hacían «muy creíble». Por
cierto, Nietzsche había confesado que durante su época de estudiante
había tenido purgaciones y recientemente en Italia había practicado va­
rias veces el coito «por consejo médico». Y en cuanto a la terapia: el he­
cho de que él también hubiera recomendado a Nietzsche una cura con
agua fría (lo que en realidad era una burda mentira) demostraba que
coincidía plenamente con Wagner. Y entonces la triste y penosa frase de
compromiso: «A pesar del desolado estado de los ojos, y toda vez que
éste se debe contemplar como más que decidido, deben imponerse, con
total independencia del contenido sexual, como necesarias y beneficio­
sas para el estado general de Nietzsche las acciones que calmen el siste­
ma nervioso...». Ésta era la maldición en la jerga especializada, retórica
en vez de análisis. A continuación el doctor Eiser se lamentaba de lo
duro que le resultaba informar con tan fría sobriedad sobre el destino
del «distinguido enfermo»; Wagner conoce demasiado bien al «talento­
so amigo», de modo que no tiene necesidad de exponerle la dolorosa
impotencia de la medicina como tampoco el gran consuelo que le pro­
porciona la confianza que, a juzgar por su carta, Wagner ha depositado
en él. Acerca del «contenido sexual» del problema, lo mejor es pregun­
tar directamente al paciente. Pero de momento esto no es posible, pues
el paciente ha partido de viaje y sólo se le puede localizar a través de su
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBRAS [5 3 3 ]

superior y secretario. En febrero, en la próxima visita de Nietzsche, vol­


verá sobre el tema.
No sabemos cuándo se enteró Nietzsche de algo de la indiscreta sos­
pecha de Wagner. Que efectivamente ocurrió se deduce del pasaje de una
carta a Overbeck, poco después de la muerte de Wagner, en el que se
dice: «Entre nosotros hay algo que es como una ofensa mortal; y habría
podido ser horrible si él hubiera vivido más tiempo». Para Nietzsche la
sospecha fue de hecho mortalmente certera. Barrió todo lo que él pensa­
ba de sí mismo: la virilidad del filósofo por encima de todo, su coraje de
oficial, y le hizo recordar sus años de Pforta.

Por la misma época, el editor Schmeitzner preguntaba a Nietzsche


cómo iban las cosas, y si tenía algo nuevo para él. La nueva publicación
periódica, que aparecerá efectivamente en enero de 1878, proporcionará
una buena posibilidad de anunciar sus obras. Y ya el 19 de octubre Sch­
meitzner confirma que, según le ha comunicado Kóselitz, Nietzsche pien­
sa editar un libro, esta vez no un opúsculo sino un libro de trescientas pá­
ginas que se empezará a imprimir en enero. ¿Era todo casualidad? Tras
comunicar a los de Bayreuth que le está prohibido terminantemente leer
y escribir, llega el primer plan de un gran libro una semana después. El 1
de enero es la fecha de las B ayreuth er B lätte r y a principios de enero se
empieza a imprimir el nuevo libro. Para R ich ard W agner en Bayreuth
Nietzsche había fijado como fecha deseable de su publicación el 22 de
mayo, cumpleaños del maestro. El plazo del nuevo libro terminaba el 30
de mayo de 1878, también una fecha conmemorativa pero esta vez de un
antagonista de Wagner, ahora convertido en hombre devoto. Nos referi­
mos a Voltaire, prototipo de todos los librepensadores, muerto hacía en­
tonces cien años. El nuevo libro se tenía que llamar H um ano, dem asiado
hum ano, «dedicado / a la memoria de Voltaire / en el aniversario de su
muerte, / el 30 de mayo de 1778».
En la noche del día en el que el maestro hace al doctor Eiser sus reve­
laciones sobre la oculta vida pecaminosa de Nietzsche, Hans von Wolzo-
gen leyó al matrimonio Wagner L a s bacantes de Eurípides, obra en la que
se despliega en su forma más libre lo dionisíaco de los griegos. Wolzogen,
que ha traducido a Esquilo, conoce el tema y ha hablado en Frankfurt en
lugar de Nietzsche. Además lee a Cosima sus «bellísimos» trabajos sobre
E l an illo y el cristianismo. Wagner aborda el tema «retórica en oposición
al estilo alemán»; Nietzsclie había practicado la retórica en la disputa con
Wagner, siguiendo así la tradición francesa y jesuítica, que ahora se tenía
que rebatir en beneficio del estilo alemán, léase wagneriano. Wolzogen si­
gue en todas sus declaraciones las indicaciones del maestro y las ideas de
Cosima. Y se pronuncia a favor de un cristianismo libre, libre sobre todo
[5 3 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

de judaismo. A Wagner la interpretación que Wolzogen hace del F au sto


le parece demasiado cristiana. Cosima, en cambio, la elogia abiertamente:
«Ahora empezamos una nueva vida en Tribschen» Wolzogen colabora.
Leen a Shakespeare y recuerdan los reparos que Nietzsche le oponía.
Wagner dice que, en cierto modo, le falta forma, pero añade que, a pesar
de esa falta de forma, Shakespeare rebosa ideas elevadas y reveladoras.
Wagner está a favor de la exaltación y difusión de lo germánico.
Wolzogen acompaña la aparición de F a rsifa l como en otro tiempo
Nietzsche presenció la génesis de E l idilio de Sigfrido. El 26 de septiem­
bre Cosima oye el preludio en el esbozo para orquesta y habla de «per­
sistente emoción». Wagner habla a Cosima del rasgo característico del
misterio del Santo Grial: la conversión de la sangre en vino significa ro­
bustecimiento y apego a la tierra, mientras que la conversión del vino en
sangre aparta de la tierra. En definitiva, se ha hecho un cristianismo a su
medida, con un fuerte componente místico-caballeresco.
Por el libro L eb en sb ild [Sem b lan za] del maestro, aparecido en 1923,
nos enteramos de cómo veía y vivía Wolzogen estas experiencias. En el
cumpleaños de Cosima, el primer día de Navidad, la orquesta de Meining
interpretó en el salón de Wahnfried el preludio de F arsifal. En el recuer­
do de Wolzogen: «El brillante y heroico motivo religioso resonó, conmo­
vedor y potente; por primera vez y bajo sus sublimes notas pareció trans­
formar el salón en un templo de sagrado poder». Un «verdadero mensaje
de Navidad» nos ha llegado a casa, escribió Wolzogen a su amigo Hans
von Glasenapp, en Riga. Por lo demás, Wolzogen encarnaba perfecta­
mente la permanente exaltación que Cosima había erigido en principio
de su vida. Él era cuatro años más joven que Nietzsche y vivió noventa.
Hasta su muerte en 1938 (Cosima murió ocho años antes) editó las Bay-
reuth er B lätter. Wolzogen era un noble de Mecklenburg que ya en 1909
vio lo que en 1933 se esperaba de la obra de Wagner: «E l escenario como
expresión de la cultura popular».

Ahora podemos decir que Nietzsche se mantuvo totalmente al mar­


gen de la actividad que se desarrollaba en Wahnfried. El catalogó lo que
Wolzogen, Pohl y Porges describieron con todo derecho como gran em­
buste. «Pero, aunque más tarde criticaría a Schiller llamándole el «trom­
petero moral de Sáckingen», en los últimos días de diciembre de 1877
pronunció un sermón moral que nos muestra que estaba profundamente
apresado en los conceptos de dignidad y moral de la época. La víctima
inocente de estos ataques fue Gersdorff, el mejor, más fiel y respetable de
todos sus amigos. Reproche de Nietzsche: indecisión, debilidad, compor­
tamiento afeminado y por último y sobre todo: ingratitud hacia «el alma
más pura entre las mujeres alemanas», la señorita von Meysenbug.
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MB R A S [5 35]

A decir verdad, Gersdorff no conseguía liberarse de su admirada Ne-


rina, la italiana de la que estaba enamorado. Él la quería «rescatar» o, si
se quiere, sacar de su corrupta familia. Los padres de Gersdorff pedían
que — dejando a un lado cuestiones de moral— Nerina debía recibir la
dote que le correspondía. Malwida, que había promovido la relación, la
desaconsejaba ahora, con lo que se puso a mal con los amantes. Para Mal­
wida en este momento entraba en escena Nietzsche, pues debía empren­
der una expedición de rescate y castigo para sacar de la ciénaga a su ami­
go. Aquí lo más duro era también lo mejor.
Nietzsche exhibió todo el registro de su irritabilidad: los dos compor­
tamientos eran tan repulsivamente ingratos que «lo que se me dio a co­
nocer en este tipo de humana miseria fue el non p lu s u ltra de todo». Lue­
go, la ternura de Malwida en artística gradación retórica: «Ya en Sorrento
me enojé a causa de la impertinente desconsideración con la que cual­
quiera podía dirigir una larguísima epístola a este alma selecta, que debe
cumplir una misión más elevada que reordenar una y otra vez las cosas
turbias de personas turbias. Él os ha amado y apreciado a los dos más de
lo que vosotros merecéis, de esto no cabe duda; él se ha inmolado por vo­
sotros como hasta ahora nadie en este curioso asunto, como el más elo­
cuente valedor de vuestras dos naturalezas. Vosotros habéis formulado
exigencia sobre exigencia a su cabeza doliente, habéis hecho enfermar los
ojos de una criatura que ahora aparece tan pura y radiante, tan activa en
el más bello sentido de la palabra, que tiene que ser protegida contra la
grosera impertinencia de vuestra miseria florentina».
Después de este pasaje en trem olo vuelve la retórica agresiva: la desa­
gradecida Nerina ha lanzado al alma más pura de las mujeres alemanas la
inmundicia de su sospecha y de su desagradecimiento, y eso es suficien­
temente ultrajante y deshonroso para un aristócrata alemán, si actúa
como instrumento de tales ignominias, para cortar todo contacto con él,
siempre que no exista obcecación como motivo de disculpa.
Y ahora desde lo alto del sillón del juez: en nombre de la señorita von
Meysenbug, él prohíbe a ese obcecado que en adelante le dirija cartas. In­
cluso en el caso de que Gersdorff reconozca su error y pida perdón amar­
gamente, la carta debe pasar por Basilea y ser autorizada por él. Después,
la solemne fórmula: S alv av i an im am m eam , alusión a su propio estado de
salud, él también tendrá que pagar por esta carta, y la frase final pronun­
ciada con la voz solemne del predicador que pide penitencia: «Creo que
tengo más derecho que nunca a llamarme de acuerdo con esta carta / tu
verdadero / amigo / Friedrich Nietzsche».
Un documento extraño, tanto más extraño cuanto que, exceptuada la
carta a Schmeitzner acerca del nuevo libro, es la única de Nietzsche que
se conserva de la época anterior a las Navidades de 1877. A decir verdad,
él se podría parapetar tras la prohibición médica de escribir, y Elisabeth,
[5 36] FRIEDRICH NIETZSCHE

que volvía a llevar su casa de Basilea, arreglaba, junto con Kóselitz, todo
lo que había que arreglar. Navidad había sido hasta el último momento la
época del intercambio, de las declaraciones de amistad. Pero ahora se ma­
nifestaba un tono distinto, un gesto de ira, una pretensión de erigirse en
árbitro, que no correspondía al amigo sino a una instancia superior. Aho­
ra había que romper puentes, romper viejas amistades, el tribunal que él
se había imaginado en sus sueños de futuro dictaba su sentencia. En el
banquillo de los acusados se sentaba lo humano, demasiado humano.
Sobre este tiempo de Basilea sólo hay una frase en la correspondencia,
concretamente en una carta del 4 de enero a Seydlitz: «De nuevo, duran­
te las vacaciones de Navidad han pasado junto a mí días malos, malos, in­
cluso semanas malas». Y a continuación: «Ahora vamos a ver qué es lo
que puede hacer el nuevo año». «Puede», no «trae». En los «días malos,
malos» crece, con la ayuda fiel de Kóselitz, la obra.
Capítulo 3

Humano, demasiado humano

A menudo también al anatomista le repugna el cadáver, pero


su virilidad se manifiesta en la insistencia. Quiero saber.
Nietzsche, Fragmentos postumos, otoño de 1881

H
oy la obra de Nietzsche aparece ante nosotros en sólidos volúme­
nes, sus títulos nos son conocidos, exposiciones e interpretacio­
nes de su filosofía nos muestran esa obra suya como desarrollo or­
gánico de su pensamiento. Si nos situamos en el período comprendido
entre los años 1876 y 1878, ese proceso en cuanto resultado final comple­
to es decididamente inseguro. Sobre el autor pesaba una severa prohibi­
ción de leer y escribir, casi de pensar, so pena de quedar ciego, dar en loco
o sufrir un ataque cerebral. Pero incluso en el supuesto de que no hubie­
ra pesado sobre él esta amenaza, también estaba por ver qué y cómo de­
bería escribir, habida cuenta de que la «revolución cultural» de Wagner
nunca iba a ser la suya. Con la decisión de Wagner a favor de Wolzogen
habían desaparecido las últimas esperanzas de un arreglo: el maestro pre­
fería adeptos de tercera clase a aliados con voluntad propia como Nietzs­
che. Por todo esto no se podía saber si Nietzsche iba a continuar de ma­
nera orgánica —como una enciclopedia de la oposición a la época
integrada por elementos individuales pero integrados en un pensamiento
global— la serie de consideraciones inactuales. Cuando, en la primavera
de 1876, estuvo meditando sobre su futuro a orillas del lago Lemán, el
plan seguía en pie. Entonces enumera los trece títulos previstos, algunos
de los cuales ya han sido abordados, fija los años en que realizará esta o
[538] FRIEDRICH NIETZSCHE

aquella obra (¡hasta 1885!) y divide el conjunto de su producción en tres


períodos de su vida: de los 29 años a los 37, de los 38 años a los 48, de los
49 años a los 58 (en realidad, a los 44 años se volvió loco y a los 55 murió).
Su proyecto responde a una concepción sistemática y abarca todos los
campos del pensamiento y de la vida: propiedad y trabajo, mujer e hijo,
naturaleza, sociedad, Estado, los griegos y la religión, aunque entre estos
temas se infiltran proyectos de libros como «Historia de la literatura» y
«Sobre filología».
Poco a poco, lo nuevo invade las lagunas del sistema: aparece la pala­
bra clave «aforismos», pero sólo como proyecto de una segunda cosecha;
cada una de las consideraciones inactuales debía llevar sus aforismos. A
decir verdad, su nuevo m odus operandi está marcado por las limitaciones
de una enfermedad que no le permite un trabajo sistemático y una con­
centración continuada. Las obras previstas se corresponden con progra­
mas de vida, dieta y trabajo que prevén un día de abstinencia total a la se­
mana, leche y té para la cena de los restantes días, amén de «cuatro horas
diarias de marcha (con el cuaderno de apuntes). Y otra norma: «cada día
hacer una alegría». La filosofía, tal como Nietzsche enseña a verla ahora,
no puede distinguir ya entre pensar y vivir.
Caminar, pensar, anotar y desarrollar los temas en casa (por propia
mano o dictándolos) marcan el ritmo de su producción futura. Delibera­
da y voluntariamente empezó en Klingenbrunn, huyendo de Bayreuth,
dentro del movimiento de oposición y rechazo del alud de música y retó­
rica de Wagner. Los nuevos apuntes llevan como título «Reja de arado»,
de evidente simbolismo: la reja del arado abre la tierra dura para que se
pueda sembrar en ella; para poder recoger el fruto, primero hay que su­
frir y hacer sufrir. Pero la «reja de arado» está prevista como escritura ce­
rrada, con un antiguo lema tomado del instructivo relato medieval del
M eier H elm brecht, y una distribución detallada en siete piezas básicas. En
septiembre de 1876 los apuntes de Klingenbrunn le son dictados a Kóse-
litz y entre los títulos aparece por primera vez «Humano, demasiado hu­
mano». El final corresponde al estilizado principio tradicional: «L a reja
del arado separa la tierra dura y la tierra blanda, pasa por lo alto y por lo
profundo y lo acerca. Este libro es para el bueno y el malo, para el bajo y
el poderoso. El malo que lo lea se hará mejor, el bueno peor, el bajo po­
deroso, el poderoso bajo».
Como se desprende de este inicio, Nietzsche sigue desconfiando de la
forma, más abierta, basada en la secuencia de aforismos. La «reja del ara­
do» está proyectada todavía como un conjunto coherente en la forma,
como un «libro de sentencias». Por otra parte, Nietzsche aún no ha aban­
donado en absoluto su idea de continuar las consideraciones inactuales.
El 18 de octubre comunica a su hermana que la quinta consideración está
terminada, que sólo tiene que dictarla. A la hermana no le da a conocer el
D E S C E N S O AL M U N D O D E L A S S O M B R A S [5 3 9 ]

título —«El librepensador»— , pues chocaría con los criterios morales de


Naumburg. Después de los escritos sobre los griegos, sobre Schopen-
hauer y Wagner, ahora Nietzsche se revela por primera vez a sí mismo. El
camino conduce desde el primer estudio de Voltaire, durante la estancia
a orillas del lago Lemán, hasta la dedicatoria al precursor, el más grande
representante de la Ilustración del siglo XVIII. La compañía de Rée en Bex
y en Sorrento sella la nueva alianza y marca la nueva dirección de la an­
dadura. «El retrato del librepensador quedó incompleto durante el siglo
precedente: negaron demasiado poco y se protegieron a sí mismos», se
dice en las primeras anotaciones de 1876. A la bienintencionada Ilustra­
ción de 1778 seguirá la perversa, cáustica, desgarradora Ilustración de
1878, que, si el caso lo requiere, está dispuesta a saltar por los aires con
todo lo demás.
La convivencia con Rée en Sorrento crea entonces las premisas para el
nuevo estilo, infunde coraje a Nietzsche para adoptar el aforismo como
forma literaria. También Rée, que empezó con aforismos, alude al mode­
lo francés, lee en voz alta, hace sugerencias, escucha las nuevas aportacio­
nes de Nietzsche. En el jardín de Villa Rubinacci hay un árbol donde se
reúnen los amigos y del que «recogen» pensamientos.
Entonces, de un plumazo, derribó todo el edificio proyectado; es un
acto de liberación como sacudirse el yugo de intelectual basilense, un mo­
vimiento en dirección a aquella meta que ya aparece en los primeros afo­
rismos de 1876 junto a la liberación como segundo principio básico de la
vida: «la vida ligera», la evacuación de lo pesado incluso en lo conceptual
y lo estilístico. En Sorrento la actividad continúa también tras la marcha
de Rée, pues Nietzsche y Seydlitz rivalizan en escribir aforismos y se los
leen recíprocamente. «Uno debería tener cada día cinco pensamientos»,
dijo entonces a Seydlitz, contando las noches en las que anotaba en una
pizarra lo que le pasaba por la cabeza cuando no podía dormir.
La lucha para liberarse de las obligaciones docentes era al mismo
tiempo una lucha por la nueva obra, que sólo podía concebir en la liber­
tad de las excursiones y escribir en la soledad de la habitación de un ho­
tel. Así llegó la rica cosecha de trescientas páginas impresas, que ahora,
una vez tomada la decisión, pudo ofrecer a Schmeitzner en diciembre de
1877. La confianza del autor en sí mismo se reflejaba en el contrato que
ahora prescribió a Schmeitzner, desde el título hasta el tipo de letra. El au­
tor eliminó el título de profesor y figuró escuetamente como «Friedrich
Nietzsche», lo cual era un signo de mayor independencia, en cuanto re­
nuncia a títulos y honores.

Entre las condiciones formuladas a Schmeitzner sólo había una deci­


didamente extraña. «Ruego discreción», escribió Nietzsche, «y desearía
[540] FRIEDRICH NIETZSCHE

que ésta sea recabada también del impresor». Tal vez se podría ocultar al
impresor el nombre del autor hasta la impresión del frontispicio del libro.
Pero, por otra parte, esta medida también podía despertar su curiosidad
y dar al traste con la medida de ocultar el nombre del autor. ¿A qué se de­
bía esta preocupación? ¿Por qué quería ocultar lo que de todos modos se
podría ver al cabo de medio año?
Sencillamente, el águila volvió a sentir súbitamente angustia. Veía en
espíritu cómo movían negativamente la cabeza los amigos, los seguidores,
todos los que le habían acompañado, aquellos cuyo entusiasmo él había
encendido con su idealismo, empezando por los grandes protectores, los
grandes impusores, el maestro y su señora. Cosima volvió a tender la red,
después de Navidad de 1877 escribió a Elisabeth, la amiga, y volvió a en­
tonar la mágica melodía de las sirenas: «Nuevamente nos hemos vuelto a
aislar completamente, y tu amigo habría podido volver a vivir aquí la vie­
ja Navidad de Tribschen si nos hubiera podido visitar; de nuevo el mun­
do está tan lejos de nosotros como entonces y Parsifal ha conseguido que
lo bueno y lo malo de ese mundo nos importe poco». El hermano tendría
ya un ejemplar del texto en las manos si el encuadernador no hubiera sido
tan lento. El 3 de enero llegó el P arsifal con dedicatoria personal del maes­
tro: «Los más cordiales saludos y augurios / a su / fiel amigo / Friedrich
Nietzsche / Richard Wagner / (miembro del consistorio supremo: / para
amistosa comunicación al profesor Overbeck.)».
A Nietzsche le resultaba muy difícil mostrarse enfadado. Cosima ano­
tó el 29 de diciembre: «Recojo la correspondencia y vuelvo la mirada con
emoción tanto al cercano como al lejano pasado». El maestro estaba de
muy buen humor, acababa de componer la M arch a d e l G ria l y bromeaba
diciendo que el año próximo, cuando estuviera en Marienbad o Ems, sus
notas le llegarían como «Marcha del baño». Era evidente la intención. Si
Wagner se definía jocosamente a sí mismo como «miembro del consisto­
rio supremo», sólo podía significar que el receptor no debía tomar muy
en serio su cambio a favor del cristianismo, mientras que la alusión a
Overbeck venía a decir que incluso un profesor de teología podía ser un
hereje, y tanto más un compositor.
Así, el bello frontispicio de libro de Nietzsche empezó a peligrar. Si
no quería renunciar a Voltaire, el precursor, y a todo el libro, sólo había
una posibilidad: refugiarse en el anonimato. ¿No había publicado Rée sus
aforismos sin el nombre del autor? Elisabeth, que seguía siendo el nexo
de unión con los Wagner, probablemente contribuyó poderosamente a
convencer al autor de que lo mejor para él era que permaneciera en el
anonimato. En cualquier caso, ella sabe que estaba previsto poner como
autor a un tal Bemhard Cron, alemán de las provincias bálticas que en los
últimos años se había dedicado a viajar. Mistificación. Imaginar tales arti­
mañas y bromas era el elemento de Elisabeth. Poner como autor a un ruso
D E S C E N S O AL M U N D O D E L A S S O M B R A S [5 4 1 ]

alemán le venía bien a su hermano, que sentía debilidad por las damas
bálticas, desde Louise Ott hasta Mathilde Trampedach, y que pronto se
inclinaría ante una tercera rusa alemana, la inteligente Lou Salomé.
Bemhard Cron, seguía fabulando Elisabeth, había cursado en Italia
estudios filológicos y de anticuario, y allí había conocido a Paul Rée, que,
acto seguido, había establecido contacto con el editor Schmeitzner. ¿Y si
explicaba el secreto a los Wagner, convirtiéndolos así en personas de su
confianza? Es posible que Elisabeth comentara con su hermano la idea.
En cualquier caso, Nietzsche escribió a modo de prueba una dedica­
toria que lo vino a arreglar todo nuevamente. Poseemos el borrador sin
fecha, y tenemos derecho a suponer que fue escrito bajo la influencia de
sentimientos favorables tras la carta de Cosima a Elisabeth y la dedicato­
ria del P arsifal de Wagner.
Esta vez Nietzsche se dirigó directamente a Wagner: «Al enviarle a us­
ted el libro H um ano, d em asiado h um an o , pongo confiadamente mi secre­
to en manos de usted y de su distinguida esposa, y quiero suponer que de
ahora en adelante va a ser también su secreto. Este libro trata de mí: he
sacado a la luz mis más profundas percepciones sobre seres humanos y
cosas y he recorrido por primera vez la periferia de mi propio pensa­
miento. En tiempos que estuvieron llenos de paroxismos y suplicios el li­
bro fue un consuelo que no falló donde todos los demás consuelos falla­
ron. Tal vez aún vivo porque fui capaz de aceptarlo».
Una vez más, Nietzsche acertó con una elevada entonación y acuñó
un lenguaje soberbio en el que quedaba plenamente encarnado. A decir
verdad, los motivos que aducía ahora para explicar el uso del seudónimo
eran un poco inconsistentes; dice que no quiere dañar el impacto de sus
obras anteriores, que pretende impedir que alguien manche la dignidad
de su persona, pues su salud no resistiría ya una cosa así, y sobre todo que
quiere que la discusión técnica se mantenga entre amigos y que éstos, en
caso de conocer su autoría, guardarían silencio por motivos de simpatía.
Ninguno de estos amigos comparte las opiniones del libro (a Rée no le
tuvo en cuenta en este contexto), pero él tiene muchas ganas de ver los ar­
gumentos que se aducen en su contra.
Y a continuación viene una extraña confesión envuelta en una de esas
metáforas militares de las que Nietzsche tanto gustaba: «Me siento como
un oficial que ha asaltado una trinchera. Ciertamente herido, pero está
arriba y ahora despliega su bandera. Más dicha, mucho más que pena; así
es el horrible espectáculo que se extiende en torno a él».
Así era en realidad Nietzsche, el tímido y amable profesor, el silencio­
so caminante. El cuadro de la batalla en el estilo de 1870-1871, de Gra-
velotte y Vionville, cuadraba realmente a su situación, al pasado de su em­
presa. A la postre ocurrió lo que él había previsto: la trinchera fue
ocupada. «Aunque, como queda dicho, no conozco a nadie que sea aho­
[542] FRIEDRICH NIETZSCHE

ra mi correligionario», escribió más adelante, «tengo la pretensión de ha­


ber pensado no como individuo sino como colectivo, la más singular sen­
sación de soledad y pluricompañía.» Y se disfraza de nuevo, esta vez a la
usanza medieval: «Un heraldo que no sabe exactamente si detrás de él
vendrán los caballeros, ni si existen todavía».
La carta no fue enviada, con lo que nadie se pudo reír irónicamente
del oficial herido que despliega la bandera sobre la trinchera conquistada,
o del heraldo que corre por delante o del extraño temor del héroe y el
conquistador. Había un motivo práctico de peso para no hacerlo: Sch-
meitzner no quería. Nietzsche debió de exponerle a mediados de enero su
proyecto de atribuir el libro a un tal Cron, de origen báltico. El 25 de ene­
ro Schmeitzner escribió que con un autor desconocido, al que había que
empezar por introducir, el peligro era sustancialmente mayor y que, en
cualquier caso, el libro era ya caro (diez marcos). Y añadía categórica­
mente: «N o puedo entrar en eso». Así se mantuvo oculto lo que ya como
ficción apenas se mantenía en pie: un Nietzsche dividido, mitad idealista-
wagneriano, mitad detrás de la máscara, escéptico y sarcástico, negando
los valores por los que el otro Nietzsche salía al campo de batalla a com­
batir.
Otro motivo emanaba de las mismas circunstancias. Nietzsche acaba­
ba de recibir la dedicatoria de Wagner, como «miembro del consistorio
supremo», en su P arsifal y ahora tenía que contestar con palabras de agra­
decimiento y aprobación. Ahí no había evasiva posible. Lo que Nietzsche
pensaba se lo escribió a su amigo Seydlitz un día después de recibir el
ejemplar de P arsifal: Más Liszt que Wagner, espíritu de la Contrarrefor­
ma, a mí, acostumbrado como estoy a lo griego, a lo universal humano,
todo lo excesivamente cristiano me resulta temporalmente limitado; todo
es psicología fantástica; nada de carne y mucha, demasiada sangre (con­
cretamente en la Santa Cena considero que hay demasiada sangre); por lo
demás, no soporto a las mujeres histéricas.» Lo que es aceptable para el
ojo interior del lector de epopeyas difícilmente se aguantaría en el esce­
nario: ni los actores implorando, temblando y con «las gargantas extasia-
das», ni el interior de la fortaleza del Santo Grial, como tampoco el cisne
herido (Nietzsche recordaba aún el desdichado dragón de E l an illo de
Bayreuth). El lenguaje parece una traducción.
Como Seydlitz era un wagneriano convencido, Nietzsche le hizo una
pequeña concesión: las situaciones y su ordenamiento eran de una gran
poesía, una última provocación de la música; a decir verdad, esto no era
poco. Pero, ¿cómo le habría podido escribir a Wagner sin mentir? ¿Sin
dejar ver claramente su gran preocupación? ¿Cómo podía el librepensa­
dor, el nuevo Voltaire, dejar pasar al anciano que se había vuelto devoto?
Más valiente habría sido si Nietzsche, el oficial herido, hubiera escrito di­
rectamente al viejo amigo diciéndole que toda la orientación no era de su
D E S C E N S O AL M U N D O D E LAS SO MBRAS [543]

agrado pero que los buenos tiempos seguían siendo para él, a pesar de
todo, inolvidables. De hecho, la valentía de Nietzsche se limitaba a la épo­
ca, pues en ella tenía sable y florete al alcance de la mano, hacía tronar los
cañones y utilizaba la dinamita. En el trato con las personas, él era caute­
loso como un viejo diplomático.
También puede pensarse en él en el aspecto provocativo, en una for­
ma singular, furtivamente, como aquella vez en Bayreuth con el ejemplar
del C an to triunfal. Demasiado astuto y a la vez torpe. Demasiado asusta­
dizo y a la vez provocando lo que debería evitar. Esta vez se le ocurrió
algo decididamente desafortunado: el doctor Eiser, de suyo un ave de mal
agüero, se había puesto a escribir, nada más aparecer el P arsifal, una am­
biciosa exégesis con elogios como los vertidos sobre E l an illo y, a fin de
ensalzar debidamente a Wagner, había comparado su P arsifal con los au­
tos sacramentales del gran Calderón. Como sabemos, el dramaturgo es­
pañol ya había sido objeto de una controversia entre Nietzsche y Cosima.
Ahora ésta se reavivó: Elisabeth envió a Cosima el himno de Parsifal, en
cierto modo en sustitución de algo propio o, más probablemente, como
nueva maniobra contra Wolzogen. En cualquier caso, el 3 de febrero Co­
sima anota: «A través del H. v. W. me entero de toda suerte de disparates
sobre Parsifal: unos lo encuentran parecido a los autos [de Calderón],
otros lamentan las muchachas Klingsors...». El 20 de febrero devolvió el
trabajo de Eiser a Elisabeth como remitente, con la rotunda negativa a
aceptar la comparación entre el P arsifal y los autos sacramentales del au­
tor español.
Su certero instinto había visto el peligro: si era tan devota, si tenía
constantemente en la boca el nombre del Salvador, no podía por menos
de proteger a Wagner de la catolización. Ella se había convertido, mien­
tras tanto, en una buena protestante, el K u ltu rk am p f estaba todavía en ac­
tivo y el propio Wagner se veía a sí mismo como un descendiente de Lu-
tero. Así, Cosima escribió: «Calderón dramatizó con su genio dogmas
eclesiásticos para el pueblo, y P arsifal no tiene nada en común con ningu­
na Iglesia, con ningún dogma, pues en él la sangre se convierte en pan y
vino, mientras que en la eucaristía ocurre lo contrario». Wagner ha trans­
formado libremente el Evangelio, mientras que el católico Calderón rea­
firma los dogmas existentes mediante figuras alegóricas. Parsifal y su obra
eran tan antitéticos como la luz y la oscuridad.
Luz y oscuridad, éste era el simple esquema con el que Cosima había
trabajado cuando reflexionó sobre la enigmática personalidad de Nietzs­
che. Si era necesario ella misma colocaría a Calderón, por lo demás pro­
fundamente respetado, junto a los hombres de las sombras. Al margen de
lo que pudo provocar Nietzsche con el envío de la interpretación de Ei­
ser, lo cierto es que la relación avanzaba hacia la ruptura. Todavía en el ve­
rano de 1877 Nietzsche compuso, con toda la ingenuidad de su corazón,
[544] FRIEDRICH NIETZSCHE

o con oculta ironía, estos versos para el distinguido matrimonio de Bay­


reuth:

Al maestro y su esposa
les saluda con corazón alegre,
feliz, por un nuevo hijo,
desde Basilea, Friedrich, de ánimo libre.
Desea que coloquen con emoción
las manos sobre el hijo para examinarlo
y vean si se parece al padre;
quién sabe, tal vez con bigote,
y si se moverá por el globo terráqueo
con los pies o con los pies y las manos sobre el suelo.
En la montaña quería salir a la luz,
retozar al momento como cabritiilo recién nacido.
Buscar en seguida su propio camino
y su propia alegría, benevolencia y rango.
¿O quizás elija la celda del ermitaño?
Lo que le espera en esta tierra
gustará a unos pocos: en número de quince.
Para los demás será cruz y martirio.
¡Ojalá que mire, para defenderse contra la suprema falsía,
el ojo fiel y benévolo del maestro!
¡Ojalá que al menos el camino del primer viaje
le muestre la prudente benevolencia de la maestra!

Era como si Nietzsche quisiera conjurar la desgracia que se avecinaba.


Así, eligió unos versos cordiales y ramplones, se vistió con el traje de Hans
Sach, exhibió las viejas virtudes alemanas, empequeñeció la obra hasta
convertirla en algo así como los saltitos de un cabrito travieso y despabi­
lado y al final repitió el juramento que sellaba la alianza de los bieninten­
cionados, de los quince justos, todos los cuales, menos el «israelita» Rée,
eran amigos de Wagner.
Es poco probable que estos versos acompañaran los ejemplares dedi­
cados que el editor Schmeitzner envió a finales de abril al «señor Richard
Wagner y señora de Richard Wagner, nacida Liszt, en Bayreuth», no
ejemplares de lujo, sino ejemplares en rústica como todos los demás. Sólo
los colaboradores Koselitz y Widemann recibieron ejemplares perfecta­
mente encuadernados. En la lista que empieza con Rohde y Rée, Wagner
y Cosima aparecen en los puestos 20 y 21 respectivamente. Una carta a
Schmeitzner contiene la categórica declaración: «N o puedo escribir car­
tas para los ejemplares gratis, ¡que el demonio se lleve cada palabra que
tenga que escribir!». No se podía esperar otra cosa «del ojo fiel» del maes­
D E S C E N S O AL M U N D O DE L A S S O M B R A S [5 45]

tro y de la «prudente benevolencia» de su esposa. A' principios de abril


Nietzsche había comunicado su preocupación a Elisabeth. «Me da cierto
miedo el asunto Eiser-Calderón. ¡Ojalá que no se convierta en una china
en el zapato!». El envío del nuevo libro sin una palabra de acompaña­
miento era una afrenta aún mayor, y la dedicatoria a Voltaire permitía ver
incluso al más lego en la materia que aquí se había cambiado una fecha
conmemorativa —el cumpleaños de Wagner, el 22 de mayo— por otra, el
aniversario de la muerte de Voltaire, acaecida un 30 de mayo y poseedora
de un marcado simbolismo. El «miembro del consejo superior» de Wag­
ner no recibió ni una respueta jocosa.
En un famoso pasaje del Ecce hom o Nietzsche acentuó, diez años más
tarde, el simbolismo de ese «intercambio» de P arsifal y H u m ano, dem a­
siado humano-, envió dos ejemplares de su libro a Bayreuth, y «gracias a
un milagro de coherencia y azar me llegó simultáneamente un bello ejem­
plar del texto de P arsifal». «Este cruce de los dos libros me produjo el
efecto de una música de mal agüero. ¿No era como si se cruzaran dos es­
padas?» Si no se podía hablar de simultaneidad, menos aún de cruce de
melodías. Ninguno de los protagonistas del duelo se atrevía a exponer su
opinión al otro. La enemistad crecía y supuraba, pero Nietzsche no la
evacuó totalmente hasta que su oponente no estuvo muerto, concreta­
mente en el escrito polémico E l caso Wagner.

Elisabeth, que en su afición literaria tendía a lo florido, encontró esta


vez la imagen idónea para definir el impacto provocado por el nuevo libro
de su hermano: «Cuando alguien abre una puerta en la creencia de que
conduce a una casa de palmeras y se encuentra de repente en un helado pai­
saje polar; algo así sienten amigos y conocidos cuando leen el nuevo libro».
El libro había sido escrito con gran rapidez y sigilo. Nadie sabía de él,
ni Rée, ni Rohde; sólo los implicados directamente: Kóselitz, Widemann
y Schmeitzner. Asustaba, importunaba y confundía como si el autor se
hubiera quitado una máscara amable y se hubiera puesto otra de lobo. La
buena señora Baumgartner escribió que durante su lectura en su valle se
había producido una tormenta y que la que había provocado en ella el li­
bro no era menor. Mathilde Maier, amiga de Wagner y de Nietzsche, ha­
bló de noches de insomnio, de un estado dolorosamente febril, añadien­
do que todo su mundo se había visto conmocionado. Ella expresaba con
suma claridad lo que otros muchos sentían: «¿Qué va a seguir ahora en
pie, después de que usted ha llevado a cabo un cambio monstruoso y aho­
ra desecha lo que antes anunciaba como evangelio con voz de profeta?».
Un giro de ciento ochenta grados, un cambio por el que el autor deja
de ser un panegirista para convertirse en denunciante, deja de represen­
tar el papel del apasionado Fausto para asumir el del cínico Mefisto, así
[546] FRIEDRICH NIETZSCHE

fue percibido el nuevo libro. Así lo percibieron por encima de todos los
destinatarios de los ejemplares gratis 20 y 21, Richard Wagner, en Bay-
reuth, y Cosima, que tres meses antes eran todavía, para Nietzsche, el
«maestro» y la «esposa del maestro».
Los dos hicieron lo peor que se podía hacer con un libro: acusaron re­
cibo de él como por compromiso. Así, Cosima escribió a su amiga la con­
desa Schleinitz: «N o he leído el libro de Nietzsche. Me ha bastado ho­
jearlo y leer algunas frases llamativas para dejarlo a un lado». Y Wagner,
cuando poco después Overbeck le felicitó con motivo de su cumpleaños:
«H e conservado la amistad con él [Nietzsche]; después de haberlo hojea­
do, he decidido no leer su libro...». Por el diario de Cosima nos entera­
mos de que la fórmula «no leer» es dada, por así decir, como norma lin­
güística: «penosa sensación tras una corta mirada», se dice el 25 de abril
tras la llegada del libro, «Richard opina que le hace un favor al autor si no
lo lee, aunque más adelante le dará las gracias por él». Esto es lo que decía
Wagner en su carta a Overbeck y lo que comunicó asimismo a Schmeitz-
ner; no quería echar al perder la magnífica impresión que le habían cau­
sado las anteriores obras de Nietzsche.
El 27 de abril Cosima anotó: «Decisión firme de no leer el libro del
amigo Nietzsche, cuya singularidad parece decididamente perversa a pri­
mera vista». En cambio se habla con fruición de Ivan boe de Walter Scott
y de la ópera L o s tem plarios de Marschner. Pero, aunque no es leído, el li­
bro de Nietzsche da que hablar: el 29 de abril Cosima anota: «A veces re­
sulta difícil no hablar del triste libro del amigo Nietzsche, a pesar de que
nosotros dos intuimos su contenido más que lo conocemos». Por último,
el 30 de abril, el «lamentable libro de Nietzsche» da motivo a Richard
para contestar a Cosima: «Nos seguiremos siendo fieles».
«N o ignorar nada», esta expresión austríaca define la solución elegida
por Richard y Cosima, a pesar de lo cual sigue en pie la pregunta de cómo
pueden saber que el libro es tan malo si no lo han leído. En cualquier
caso, ellos lo ven como una traición, lo mismo que Nietzsche cuando em­
plea la expresión «noble traidor». La traición se ha producido, y sólo hay
que buscarle una explicación. Cosima encuentra rápidamente al culpa­
ble: Rée. «¡H a contribuido en gran medida al triste libro!», escribe la
dama a una amiga íntima. «En definitiva, aquí apareció Israel en la perso­
na de un tal doctor Rée, muy frío, muy refinado, al parecer dominado y
sojuzgado por Nietzsche, pero en realidad le engañaba; entre paréntesis,
la relación de Judea y Germania.» Wagner en una carta a Overbeck habla
de «cambios muy llamativos», que se han producido en Nietzsche duran­
te los últimos años, de «convulsiones psíquicas», de modo que no es de
descartar la posibilidad de que se produzca una catástrofe, temida duran­
te mucho tiempo. Un año después, Wagner le da las gracias a Overbeck
por sus buenos deseos y se lo vuelve a decir, pero en forma aún más dura:
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SOMBRAS [5 4 7 ]

«...así, a la postre tengo que aceptar que con una actitud psíquica tan vio­
lenta no se debe discutir en base a principios morales, y la única posibili­
dad es un rotundo silencio».
Éste es el prolijo estilo de Wagner. Traducido al lenguaje común todo
ello significa: el autor de H um ano, dem asiad o hum an o es un perturbado.
Wagner comunicó a Overbeck que Nietzsche estaba dominado por una
conmoción vital, y le debía parecer maravilloso que, no obstante, esa con­
moción pudiera generar en él un fuego tan luminoso y cálido. Lo cual sig­
nificaba: a Nietzsche sólo se le puede y debe leer cuando se somete a las
ideas de él, Wagner. Y así se lo comunicó inmediatamente a Schmeitzner.
Desgraciadamente, el asunto no estaba exento de peligros, o así lo
creían al menos los Wagner. La traición podría propagarse a los que aún
seguían fieles: Malwida encuentra pensamientos preciosos en el nuevo li­
bro e incluso Wolzogen, «sólido como una roca», opina que después de
esta obra no se pueden leer ya las anteriores, en tanto que el joven doctor
Schemann crítica y simultáneamente elogia el libro con admiración. La
derrota se imponía, Cosima a duras penas consiguió quitar de la cabeza a
su Richard la idea de enviar un sarcástico telegrama de felicitación.
La situación era también deplorable para Schmeitzner, que editaba
las obras de Nietzsche y de Rée, además de las B ayreuth er B lätte r de Wag­
ner y se veía ahora atrapado entre los dos genios. Wagner le amenazaba
con quitarle la impresión de las B ayreuth er B lätter, después de que hicie­
ra propaganda a favor del libro de Nietzsche en sus páginas. Schmeitzner,
decidido partidario de la Ilustración y enemigo de la Iglesia como sus
amigos Widemann y Kóselitz, comentó a este último lo que había visto en
el curso de una visita a Bayreuth: «Wagner es inconcebiblemente creído.
Se puso a explicar maldades sobre Nietzsche que nunca olvidaré, pero
que Nietzsche y sus amigos no deben saber por mí». Dice asimismo que
le pidieron su opinión sobre Rée, pero que eludió la respuesta, y entonces
tuvo que oír una catarata de insultos a los judíos: «Hay chinches, hay pio­
jos. Bueno, ¡aquí están! ¡Pero hay que prenderles fuego! ¡Quienes no lo
hagan son unos cerdos!». Como podemos ver, la terminología del antise­
mitismo no ha cambiado gran cosa desde entonces hasta hoy.
Schmeitzner no se mordía la lengua. Los llamó «¡malditos hipócritas!
Apestan a aire de iglesia. La señora Wagner va a la iglesia, él también,
“aunque poco”, tal como se expresa» Ahora ya no se trataba de P arsifal,
de sangre, pan y vino, sino de clericalismo y anticlericalismo. Wagner se
había vuelto efectivamente devoto, por así decir, «se había arrodillado
ante la cruz». En las anotaciones de Cosima se puede seguir el proceso de
su «conversión». En alguna ocasión aún opone alguna resistencia, aún
puede llegar a decir que la naturaleza es dios, la voluntad busca la salva­
ción y, «dicho con palabras de Darwin, los fuertes se seleccionan para lle­
var a cabo la salvación». Pero en conjunto Wagner ha cambiado: consi­
[5 4 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

dera que es muy malo arrebatar la religión al pueblo, lee a Cosima, en tra­
ducción de Lutero, la Epístola a los Corintios: «Y si no tenéis amor, se
acabó todo conflicto que ocasiona el mundo...».
¡Qué cómodo se siente uno entre cristianos! Rubinstein, el hombre
de Israel, interpretó aquí la escena de la florista, «despabilada y coqueta,
con miradas siempre interrogantes como si se tratara de un negocio».
Mucho mejor es la relación con el amigo Seidl, para el que la raza no es
motivo de preocupación. También se puede leer al místico que aconseja
pensar siempre en Jesucristo, «el rostro suave y doliente».
El viernes santo, la devoción de Cosima llegaba al éxtasis. «Durante
todo el día resonó en mí el “vino y pan de la Última Cena / convirtió un
día el Señor”, y Richard, a quien se lo digo, lo interpreta conmigo al final
del día. Que su arte encuentre la melodía para el misterio de la fe, que me
posee, y que el silencio de mi alma cante a través de él. ¡Oh bendición, oh
clemencia!» Cosima va a la iglesia con los niños, recuerda que lo que uno
desea en la muerte del Señor se cumple, y desea para ella «que perma­
nezcamos juntos hasta la despedida». «Pedí a los pajaritos que pidieran
conmigo, pedí a través de su canto, a través de las miradas de las peque­
ñas flores, a través de los retoños de los árboles, a través de la bendición
de la cruz, a través de la música del órgano, a través de la devoción de la
pobre gente, a través de mi contrición y mi dolor...» Cosima estaba hen­
chida de lo que Nietzsche llamaba «arrebato superior». Días después,
concretamente el jueves después de Pascua, llegó el libro de Nietzsche,
pero tampoco esto acabó con el devoto lirismo de Cosima: «Los pajaritos
quieren atraemos de nuevo al bosque... quédate aquí, quédate aquí, dí-
melo; pero en el campo, perdida en el azul, vuela la alondra, cautivando
el corazón; es como perfume de violetas, dice Richard, que me entrega la
florecilla... Aún viviremos muchos días así, dice Richard, con una buena
obra detrás de nosotros, una bella obra delante de nosotros».
Ya el tercer número de las Bayreuther B lätte r , correspondiente al mes
de marzo, contenía un trabajo básico del wagneriano Heinrich Porges
«sobre la fundamentación del arte en la religión», cuya continuación cul­
minaba en el cuarto número con la frase de que no era posible un renaci­
miento religioso y moral sin una aceptación de la voluntad divina. En el
número de junio, Constantin Frantz, conocido conservador y enemigo de
Bismarck, desarrollaba la idea de una renovación del Sacro Imperio Ro­
mano-Germánico. A través del contenido de la nueva Constitución del
Imperio no se ve si ésta está destinada a una población cristiana, «maho-
mentana o pagana»; pero como quiera que el simple ignorar se impone
siempre como lo fáctico, el nuevo Estado está de acuerdo en manifestar­
se como un imperio alemán de la nación judía. Para ello, ciertamente Ber­
lín es la capital indónea, «donde ya la vida municipal, como la vida eco­
nómica y cultural, se halla totalmente bajo influencia judía».
D E S C E N S O AL M U N D O D E LAS SO MBR AS [5 4 9 ]

Algo flotaba en el aire. Aquel joven judío vienés llamado Siegfried Li-
piner, que se había arrojado con total entusiasmo a los pies de Nietzsche,
envió a Wagner su trabajo sobre la renovación de las ideas religiosas y se
convirtió a partir de este momento en un personaje querido en Bayreuth.
En Hirschberg, el doctor Fuchs pronunció una conferencia sobre el con­
tenido dramático y el carácter religioso del P arsífal, en Frankfurt el doc­
tor Eiser trató el mismo tema y por este motivo vio su nombre impreso en
el número de agosto de las B ayreuth er B lätter. En el mismo número apa­
reció la nueva declaración de Wagner sobre la religión y un cristianismo
purificado de todo lo judaico, como tercera parte de su ensayo sobre P ú ­
blico y p opularidad .
Tantos y tan variados cambios tenían sus causas reales y ocultas. El 11
de mayo de 1878 —el nuevo libro de Nietzsche acababa de ser puesto a
la venta— el hojalatero Hödel llevó a cabo un atentado contra el empera­
dor Guillermo, que resultó ileso. Semanas después, el emperador fue he­
rido de cierta gravedad por los disparos de un tal doctor Nobiling. Los
disparos hicieron que la burguesía despertara de su pacífico sopor. En las
elecciones, los liberales fueron derrotados por los conservadores y Bis­
marck adaptó su orientación a la nueva situación. Frenó la K u ltu rk am p f
contra la Iglesia católica, en la que había contado con el apoyo de los li­
berales y trató de frenar a los socialdemócratas presuntamente responsa­
bles de los atentados, con leyes socialistas. Un nuevo papa, León XIII, le
facilitó la tarea. Para imponer su política proteccionista, que debía poner
fin al laissez-aller liberal, Bismarck necesitaba los votos del centro católi­
co. Los recibió, pero a cambio del tratado de paz con el Vaticano.
En el escenario político aparecieron nuevas figuras. En Berlín el pre­
dicador de la corte Stoecker fundó el partido cristianosocial. Ciertamen­
te Stoecker no consiguió apartar a los obreros de la socialdemocracia,
pero con su sermones antisemitas proporcionó a la burguesía un pararra­
yos de todo resentimiento imaginable. En el diario de Cosima, «lee una
muy buena alocución del padre Stoecker sobre el judaismo. Richard está
a favor de la total expulsión. Nos reímos de que, a lo que parece, su ensa­
yo sobre los judíos fue, efectivamente, el punto de partida de esta lucha».
Antisemitas eran también los escritos de Mahner y Warner Paul de
Lagarde, la primera parte de cuyos E scrito s alem an es apareció en 1878.
Lagarde estaba, como Nietzsche, contra el espíritu de la época, contra el
parlamentarismo y la burocracia, contra los dogmas de la Iglesia y el afán
de lucro capitalista, contra «la flema persistente y repulsiva de la barbarie
educativa», pero veía la salvación, en cierto modo como Wagner, en la
vuelta a los principios germánicos del valor. El libro D eutsch e M ythologie
[M itología alem an a], de Jacob Grimm, le parecía una obra decisiva, ya
impresa, y extrajo de ella su «religión del futuro». A los judíos les exigía
«desechar de todo corazón y con todas sus fuerzas» la ley mosaica y vol­
[550] FRIEDRICH NIETZSCHE

ver la espalda, «con todo entusiasmo y odio total», a las ideas relaciona­
das con ella. El joven judío Lipiner escribió a Nietzsche que en su opinión
a éste le había salido un rival: Lagarde. Que en Bayreuth, bajo la protec­
ción de Wagner, estaba trabajando en un estudio sobre Lagarde. A Wag-
ner el ensayo le pareció demasiado «israelita». El odio a lo judío de los ju­
díos se convirtió en signo de la época.

Nietzsche no podía haber buscado un momento más inapropiado


para su obra que aquel en el que efectivamente apareció. «Hasta ahora,
distinguido profesor, su obra no ha conseguido consolidarse», escribió
Schmeitzner. Y al mismo tiempo preguntaba cautelosamente si estaba
dispuesto a no entregar a las B ayreuth er B lätte r sus colaboraciones si él,
Schmeitzner, conseguía hacer algo completamente distinto con ellas. El le
pondría a Wagner la pistola en el pecho para imponer una nueva orienta­
ción a la publicación. Por cierto, Wolzogen no era mala persona, sino por
el contrario muy agradable en el trato personal, y podía ser muy útil en
trabajos de redacción. Era nuevamente una maniobra de distracción y reo­
rientación, una propuesta para poner fin a las hostilidades.
Nietzsche contestó a vuelta de correo que no entendía del todo las in­
sinuaciones de Schmeitzner. En cualquier caso, «en sus planes usted tie­
ne en cuenta la idea de mi soberanía y mi independencia, ¿no es así? Nun­
ca tengo nada que hacer con publicaciones periódicas vinculadas a
partidos políticos de la orientación que sea». Ahora, cuando se apropió
de la palabra «soberanía», escribió a los amigos que Burckhardt había de­
finido varias veces su libro como «soberano». Era el pretexto para decir
que él no estaba a favor de nadie. Su reino no era de este mundo, pero era
un reino. «¿Cree usted que yo soy un escritor?», podemos leer el 20 de ju­
nio en la misma carta a Schmeitzner. Nietzsche escribe en medio de su ac­
tividad académica, muy contento de realizarla. En este contexto dice:
muy feliz de no depender del juicio de nadie, de ser libre también en sen­
tido material, «en un momento..., en el que las nubes se agolpan, negras,
sobre el cielo cultural de Europa y la posibilidad de eclipse se ve casi
como moralidad».
El balance que tuvo que hacer semanas después era al mismo tiempo
amargo y favorable: «Usted puede devolverme ese sentimiento incompa­
rable de manifestar por primera vez públicamente un ideal y una meta
que nadie tiene, que nada puede entender y al que le debe bastar ahora
una pobre vida humana...», escribió Nietzsche en mayo a Seydlitz. Deci­
didamente duro: sólo Rée daba muestras de júbilo, sólo Kóselitz le elo­
giaba, sólo Burckhardt parecía haber comprendido. Rohde se mostraba
preocupado, Malwida, bondadosa y conciliadora como siempre, opinaba
que en su próximo libro Nietzsche debería dejar el análisis y volver a la
D E S C E N S O AL M U N D O D E L A S S O M B R A S [5 51]

creación, y Seydlitz, siempre proclive al lenguaje directo y más bien bur­


do, preguntaba: «¿Cuándo va a escribir nuevamente usted un libro
nietzscheano?».
¿No eran todos sus amigos, con la única excepción de Rée, amigos de
Wagner? También Overbeck está registrado en las B ayreuth er B lätte r con
el considerable donativo de 200 francos suizos. Seydlitz viajó por motivos
profesionales a Bayreuth con el plan de quedarse a vivir allí, y el doctor
Fuchs se guardó de atacar la gran obra que describía en términos críticos
la música de Wagner. Y no fue Schmeitzner quien puso la pistola en el pe­
cho a Wagner, sino Wagner a Schmeitzner. Nietzsche comunicó a Kóselitz
que su libro había sido puesto en entredicho en Bayreuth, que sobre él
pesaba incluso la gran excomunión, que ahora, cuando le han perdido a
él, intentan retener a sus amigos; «y, así, me entero por algunos de lo que
ocurre y se planea a mis espaldas».
Un único y curioso alivio: en el aniversario de Voltaire llegó puntual­
mente de París un busto, perfectamente empaquetado, del gran hombre,
sin remitente pero con la siguiente nota: L a m e de Voltaire f a it ses com pli­
m en ts ä Frédéric N ietzsche. Este pensó en Malwida y la familia Monod en
París. Pero Monod había dado las gracias, con cortesía francesa, por el
envío del libro, y hay que suponer más bien que el saludo provenía de la
petite soeu r Louise Ott, que seguía soñando desde lejos en su admirador
alemán. Nietzsche quedó tan emocionado como si el mismo Voltaire le
hubiera sonreído como señal de aprobación. Tenía razón: ahora era su
compañero de viaje. Recordando el destino de Voltaire, Nietzsche escri­
bió a Malwida: «Los seres humanos demuestran su odio más irreductible,
y también su amor más injusto, contra los liberadores del espíritu. A pe­
sar de ello, quiero seguir tranquilamente mi camino y renunciar a todo lo
que pudiera apartarme de él». La crisis de la vida está aquí, y si él no tu­
viera conciencia de la exuberancia de su filosofía, se sentiría patéticamen­
te solo. «Pero yo estoy de acuerdo conmigo mismo.»
Ahora, la vida exterior transcurría casi como un sueño. De Basilea
Nietzsche había viajado a Baden-Baden, para someterse a una cura de
agua fría se molestó con los «trompetazos» de Malwida y Seydlitz que ha­
bían proclamado la mejoría de su estado de salud y comprobó categóri­
camente que el agua fría era algo secundario: «Estar solo es la cura». De
Baden-Baden partió, igualmente en términos categóricos, la petición a su
hermana Elisabeth de abandonar la casa donde habían vivido los dos has­
ta ahora y comunicárselo al propietario. No tenemos la carta, pero sí una
tarjeta en la que se dice: «Te pido de corazón que, con tu inteligencia y ca­
riño, te deshagas de ella». Sólo ideas de naturaleza superior, nada mez­
quino, habían marcado su decisión.
Era una decisión de largo alcance. Nietzsche cambió la comodidad
del hogar, la despreocupación, el plan alimentario acorde con sus deseos,
[552] FRIEDRICH NIETZSCHE

por la tristeza de una modesta habitación, las comidas sin cariño, una pe­
nosa autoasistencia. Pero Elisabeth se tenía que marchar, desaparecer de
su vista; ella era amiga íntima de Cosima, un trozo de su pasado que aho­
ra había que borrar. Sin resentimiento, sin llanto, pues también a esto ha­
bía que renunciar.
Y sin sentirse herido. Ahora había que aceptar la «miserable y persis­
tente enfermedad» como un hecho. No servían de nada ni el agua fría que
le recomendaban, ni los baños calientes que tanto le gustaban. Había
quedado libre de sus clases en el Pädagogium, y su actividad académica
en la universidad la llevaba a cabo como podía: «Una semana de clases
detrás de mí, la segunda empezada, ¡duro! ¡duro! ¡pero hay que hacer­
lo!», escribió Nietzsche a Schmeitzner, eludiendo todo intento de pre­
sentarse como escritor. De la época de este semestre de verano en Basilea
procede una descripción que le muestra torturado, titubeante, buscando
nerviosamente textos en los que documentar su lección. La «actividad
académica» era ahora meramente un escudo protector contra los wagne-
rianos, nada más.
Nietzsche aún podía abrir su corazón, demostrar su cariño y agrade­
cimiento a Kóselitz, que le había ayudado. Para él mismo y para Rée ideó
la imagen de los dos pajaritos cansados de volar, que cantaban en la rama
de un árbol. Pero la verdad se escondía en el otro símil, en una segunda
carta a Rée: «Me siento como rejuvenecido, como un pájaro de las mon­
tañas que está allí, muy alto, en la nieve, y mira al mundo que se extiende
abajo.» Ahora él era el águila, ya no se mareaba en la alta soledad.
Nietzsche se rebelaba contra la distancia que se le había impuesto. A
Seydlitz, a quien le habría gustado llevar a Nietzsche a Salzburgo, le es­
cribió diciéndole en tono hiriente que necesitaba estar solo. «N o quiero
amigos, no quiero a nadie, es absolutamente necesario. Tómelo, por fa­
vor, sin discusión.» También Lipiner se ha hecho insoportable «con sus
repetidos intentos de disponer en la distancia sobre mi vida e incidir en
ella con consejos y acciones». Ahora tenía que distanciarse incluso de Rée
y hacer frente a la sospecha de que él era meramente su portavoz. «Bús­
came sólo a mí en mi libro, y no al amigo Rée», escribió a Rohde. Un so­
corrido chiste wagneriano consistía en decir que Nietzsche había sustitui­
do su viejo idealismo por un nuevo «réelismo». Y, no obstante, era
evidente que Rée no tuvo la más mínima influencia en la concepción de la
filosofía nietzscheana. «Estábamos en el mismo nivel.»
Soberanía era el nuevo término para definir su situación intelectual;
otro era «aire de altura». «Si sintieras sólo lo que yo siento desde que he
fijado mi ideal de vida», escribió a Rohde, «el aire fresco y puro de la al­
tura, el suave calor en torno a mí, te podrías alegrar mucho, mucho de tu
amigo.» Así que terminó el semestre, Nietzsche se fue a las montañas, al
querido Oberland bemés, esta vez aún más arriba que cuando estuvo en
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SOMBRAS [5 53]

Rosenlauibad. Trepa a las alturas donde se encuentra la pensión que ha


elegido; en las postales que envía a casa dice que ha subido de 2.000 a
2.130 metros y que es por ello el más alto pensionista de toda Suiza.
Cuando escribe a Rée utiliza un lenguaje marcadamente solemne y le pre­
gunta si no tiene ganas de subir hasta donde él «tiene su trono, en una
montaña, cerca de Grindelwald (1.830-2.130 metros), rodeado de una na­
turaleza increíblemente tranquila y grandiosa. Detrás de las expresiones
jocosas se esconde la nueva exigencia: una soledad que corre pareja con
la singularidad.
Ahora ya ha superado el miedo al padre prepotente, la preocupación
por la sonrisa y la expresión ceñuda de Wagner. Este está ahora detrás de
él, por debajo de él, y es un «viejo incorregible», un trozo de su pasado,
que él reconoce todavía como grande, pero no como guía y norma. Por eso
tampoco quiere competir por las Bayreuther B lätte r , «un trasto deplora­
ble». «¿Qué me importa ahora un puesto?», pregunta al doctor Fuschs,
que serpentea entre Wagner y Nietzsche, y coloca inmediatamente cinco
signos de interrogación al final. «¡Escribir contra Wolzogen! ¡No entien­
do cómo se le ha podido ocurrir esta idea, distinguido doctor!» «N o sé
cómo se valora usted a sí mismo», le dice animándole a aumentar su pro­
pia estima. Después, cuando en el número de las Bayreuth er B lätte r co­
rrespondiente al mes de agosto Wagner se dispone a contraatacar, Nietzs­
che escribe a Schmeitzner que lo prefiere así, que detesta toda la
arrogancia y todas las habladurías de sus rivales; y, después de la lectura,
le comunica a Overbeck: «Me dolió, pero no allí donde Wagner quería».
Wagner había pretendido herirle con argumentos y gritar touché en el
duelo con florete. No lo había conseguido. A Nietzsche ahora sólo le do­
lía que todo hubiera pasado, que no quedara nada de la amistad de Bay­
reuth.

¿Qué había realmente en este libro para que los Wagner lo rechazaran
como algo repugnante? ¿Para que la señora Baumgartner dijera que ha­
bía temblado ora con admiración ora con espanto, y que ahora le parecía
como si algo se hubiera extinguido en su interior? ¿Para que Rohde co­
mentara que su impacto era como si alguien pasara, en los baños roma­
nos, del calidarium al frig id a riu n ü ¿Para que Elisabeth hablara, en térmi­
nos análogos, de paisaje polar?
En el capíulo sobre «Humano, demasiado humano» del Ecce hom o,
en el que echa una mirada retrospectiva a su vida, Nietzsche lo formula en
términos aún más drásticos: «Un error tras otro es puesto tranquilamen­
te con hielo, el ideal no es refutado, se hiela... Aquí, por ejemplo, se hiela
el genio; un rincón más allá se hiela el santo; debajo de una gruesa capa
de carámbano se hiela el héroe; al final se hiela la fe, la llamada convic­
[554] FRIEDRICH NIETZSCHE

ción, también la compasión se enfría significativamente, casi por doquier


se hiela “la cosa en sí”..».
Dicho sin imágenes: «El idealismo me es ajeno: el título dice donde
vosotros véis cosas ideales, yo veo humano, ¡sí, sólo demasiado huma­
no!». En ese sentido debería entenderse también el subtítulo «un libro
para librepensadores», concretamente, para los que se han liberado de los
ideales imperantes o desean liberarse de ellos. No se buscaba el inter­
cambio de una visión del mundo, de un sistema por otro, sino más bien
de quemar todas las ilusiones de visiones del mundo. «Es la guerra, pero
la guerra sin pólvora y humo, sin actitudes belicosas, sin p ath o s y miem­
bros dislocados, todo esto sería idealismo.»
Evidentemente el tren que él tomó no era el tren de los filósofos y su
debate no era el debate de los fundadores del sistema desde Kant a Scho-
penhauer. Si hubiera intervenido en la discusión de Hartmann, Dühring
y Bahnsen, tomando partido a favor del pesimismo o del materialismo, el'
revuelo habría sido menor. Lo que él atacaba como idealismo no era una
orientación filosófica, sino un hábito, una manera de ver las cosas; y en
Alemania, la manera dominante, tan dominante que nadie se daba cuen­
ta de ello. Así, todos eliminaban de las conversaciones lo bajo, incluidos
el dinero y el sexo, todos decían querer lo más noble, todos flotaban en lo
«ideal» o en «lo poético» como en una realidad superior.
Un pasaje de Fontane puede ayudarnos a comprender la situación. En
1878, año de H um ano, dem asiad o hum ano, Fontane trabajaba en su pri­
mera novela social, a la que quería poner el título de A lle rle i G lü ck [ Toda
suerte de felicid ad ]. En ella aparece una dama de cincuenta años, corpu­
lenta, rebosante de salud, que acostumbra a guardar silencio en las reu­
niones, hasta que se empieza a hablar de enfermedades o de la muerte.
Entonces comenta que la muerte es no sólo ineludible sino también lo
único que consuela. «Esto lo percibo en cualquier cementerio. Y puedo
decir que nunca me pierdo el silencioso sermón de las tumbas. Y cuando
veo las cruces con la antorcha y la mariposa, me gusta pensar en tiempos
en los que el túmulo también se alce sobre mis restos mortales... Lo ten­
go decidido desde hace mucho tiempo: rosas y hiedra, me gusta mucho la
hiedra, tiene tanto sentido, es tan rica en interpretaciones. Y me gusta lo
simbólico. Desde la juventud. ¿Qué sería nuestra existencia si le quitára­
mos los símbolos? En ellos se esconde la alusión a un más allá. Rosas y
hiedra y una piedra, no excesivamente grande, y sólo una sentencia... y el
nombre. Nada ostentoso, odio la ostentación, sobre todo en un sitio así.
Nada de ostentación, pero tampoco sin ceremonia... Tiene que haber mú­
sica. Un coro catedralicio o un conjunto coral. Prefiero el coro catedrali­
cio. Es más solemne, incluso el nombre».
Esto era pequeñoburgués y suficiente. Pero el «idealismo» llegaba
hasta las categorías superiores. El diario de Cosima está lleno de idealis­
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBRAS C555]

mo: «¿Cuándo viajamos a la tumba?», pregunta Richard. «¡Cuando quie­


ras! ¡digo yo!» Malwida, una «idealista» purísima y presentada como tal
en el título de su libro más glorioso, podía escribir cosas así: «¿N o es esto
como una luz celestial que enjuga y transforma en brillantes piedras pre­
ciosas todas las lágrimas, derramadas en silencio, de la resignación y del
dolor amargamente soportado?».
En el «inframundo» de estos ideales brillaba la antorcha de Nietzs-
che. El destruía las convenciones del pensamiento, del habla, de la escri­
tura, del sentimiento. Los conceptos pomposos debían desaparecer, pero
con ellos desapareció también la época. Esto era casi insoportable inclu­
so para espíritus ilustrados como Rohde y Malwida. El efecto del shock
debía ser tan grande como el producido después por los descubrimientos
de Freud en el ámbito del inconsciente. Nosotros, que hace tiempo pasa­
mos también por esta segunda Ilustración y nos aferramos al escepticis­
mo, apenas si podemos imaginar el revuelo que entonces produjo H u m a ­
no, d em asiado hum ano. En cuanto que tomamos en pequeñas dosis
diarias lo demasiado humano, el bálsamo «idealista» y poético de nues­
tras abuelas nos nos infunde un sentimiento de nostalgia.
H u m ano, dem asiado hum ano no sólo conmovió las convenciones de la
vida diaria, la fraseología de la época, sino que también atacó a los valo­
res fundamentales e intentó derribarlos. En los capítulos «D e las prime­
ras y de las últimas cosas», «Sobre la historia de las percepciones mora­
les» y «La vida religiosa» se examinan críticamente y se derriban las
convicciones del siglo, y al mismo tiempo hace acto de presencia, en pre­
dicciones intuitivas, ese sentimiento vital que nosotros percibimos como
«moderno». Hoy, cuando en líneas generales el grueso del ejército ha al­
canzado a la vanguardia de ayer, seguimos leyendo con asombro que este
vigía y vidente ha ido muy lejos. Sus aforismos y consideraciones siguen
teniendo el brillo cegador de lo nuevo.
Ciertamente, él era, y siguió siendo, una criatura de su tiempo, ávida
de imágenes, cuando representaba su propio papel, lo llevaba a lo patéti­
co y trágico, como en el famoso prólogo que en 1886 acompañaba a la se­
gunda edición de H um ano, dem asiado hum ano. Ahora ya no era el ofical
herido, el heraldo que se adelanta, sino el peligroso depredador del de­
sierto, el león. «Vaga, cruel, con insatisfecha codicia; lo que apresa tiene
que pagar la peligrosa tensión de su orgullo; desgarra lo que le atrae. Con
risa perversa descubre lo que encuentra cubierto, protegido por un pu­
dor: intenta averiguar cómo son esas cosas si se les da la vuelta. Arbitra­
riedad y placer en la arbitrariedad cuando él acaso dedica su favor a lo
que hasta entonces tenía mala fama, cuando él, curioso y tentador, se
acerca a lo más prohibido. Más allá de su actuar y vagar —pues se mueve
inquieto y sin una meta, como en un desierto— está el signo de interroga­
ción de una curiosidad cada vez más peligrosa. ¿No se pueden invertir to­
[5 5 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

dos los valores? ¿Y es tal vez malo lo bueno? ¿Y Dios sólo una invención
y una sutileza del demonio...? La soledad le rodea y le envuelve, cada vez
más peligrosa, cada vez más agobiante, cada vez más estranguladora, esa
temible diosa y m ater saeva cupidinum , pero ¿quién sabe hoy lo que es so­
ledad...?»
Esta era la formulación melodramática, sutil y sublimada, de su papel,
el papel para el que quien se entrega, no sin voluntad, al curso tempera­
mental del sermón, a la dinámica de esta prosa, se basa en lo involunta­
riamente cómico: los depredadores que vagan por el desierto no son ni
tan curiosos que busquen presas debajo de cada roca, ni tan sensibles que
se dejen estrangular por la soledad. El p ath o s del tiempo que combatía, a
menudo se le adelanta.
A decir verdad, el texto H um ano, dem asiado hum ano está casi libre de
semejante dramatización y demonización. Pasa con liviana y hermosa evi­
dencia de un pensamiento a otro, ocultando el esfuerzo del pensamiento,
sólo denunciando el éxtasis de pensar, y mucho más que la imagen del de­
predador y la presa que consigue, el otro símil alude al que Nietzsche eli­
gió en el prefacio de la G en ealogía de la m oral en el verano de 1877. Hace
pensar en el pino de Sorrento, a la sombra del cual Nietzsche y Rée «co­
gían» pensamientos: «Tal vez con la necesidad con la que un árbol pro­
duce su fruto, nacen de nosotros nuestros pensamientos, nuestros valo­
res, nuestros sí y no y cuando así ocurre y si es así, emparentados y referi­
dos todos a todos, demostraciones de una voluntad, de una salud, de un
reino terrenal, de un sol». Estos pensamientos no surgieron sueltos, ca­
prichosa, esporádicamente, se dice allí, sino «de una voluntad básica de
conocer en la profundidad imperativa, que habla cada vez más concreta­
mente, que pide cada vez cosas más determinadas».
Tres razones hacen de H um ano, dem asiado hum an o un acontecimien­
to extraordinario en la historia del espíritu alemán. Pimero: su autor es
precisamente el profesor Nietzsche que se había lanzado al combate con
sus escritos polémicos en favor del idealismo, en favor del «nuevo perío­
do cultural» de Wagner, en aras de una renovación de la época clásica ins­
pirada en los griegos. Segundo: el libro apareció, superando en dureza a
la Ilustración francesa, en un país que entonces se formaba con ayuda de
las Z üricher N ovellen [R elatos de Zürich], D orfgän gen [P ase o s p o r la aldea]
de Anzengruber, W aldheim at [ E l bosque p atrio ] de Rosegger, K räh en fei­
der G eschichten [H isto rias de K rähenfeld] de Raabe. Tercero: en una épo­
ca de decadencia del estilo, de excesos barrocos y de desordenada fiebre
de escribir, él fijó de nuevo las normas para la expresión clara, para la for­
ma refinada, para los conceptos sintetizados a modo de epigramas.
Rée, educado de la mano de los moralistas franceses, escribió: «Si los
alemanes no se hacen ahora amigos de los psicólogos, me voy a Francia».
Los alemanes no se hicieron amigos de los psicólogos, tal vez hasta ni si­
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBRAS [557]

quiera hoy. Pero, ¿cómo le habría ido a Nietzsche en Francia, en el queri­


do París? «En Francia apreciamos mucho a los moralistas», escribió a
Nietzsche Gabriel Monod, marido de la hija adoptiva de Malwida, sobre
todo cuando en su psicología y su filosofía hay unas gotas de humor.» Él
elogiaba la actitud desprendida y la vitalidad de Nietzsche, pero sus pen­
samientos no le parecían elevados, sino hermosos. Como francés que era,
estaba mal acostumbrado.
No podemos imaginar cómo se habría desarrollado todo si ya enton­
ces hubiera conseguido conquistar un público, convertirse en un escritor
de prestigio como Voltaire o en un animal exótico rodeado de admiración
como Rousseau. No fue así. Sólo el enojado Wagner empuñó la pluma en
la hojita en que se preciaba de estar en contra de todas las grandes ciuda­
des y de representar hasta al más apartado rincón de Alemania.
Nietzsche siguió siendo el caminante solitario, cuya imagen él mismo
había esbozado en el último párrafo del primer volumen del H u m an o,
dem asiado hum ano. Una noche encuentra las puertas de la ciudad cerra­
das y tiene que pernoctar en el desierto, donde oye cómo aúllan las fieras.
A la mañana siguiente, la ciudad abre sus puertas, y él puede ver en el ros­
tro de las ciudades aún más desierto, suciedad, embuste e inseguridad
que antes. «Pero entonces llegan en recompensa las deliciosas mañanas
de otros lugares y otros días, donde ya con el alba ve danzar en la niebla
de la montaña grupos de musas, donde después, cuando se entregue,
tranquilo, al descanso en el equilibrio del alma matutina, bajo los árboles,
de sus copas y escondrijos le serán arrojadas buenas y claras cosas, pre­
sentes de todos aquellos espíritus libres que en la montaña, el bosque y la
soledad están en casa y, como él, a su manera jovial y reflexiva, son cami­
nantes y filósofos. Nacidos de los secretos del alba, meditan sobre cómo
el día, entre la campanada número diez y número doce, puede tener un
rostro tan puro, tan diáfano, alegre y glorificado: buscan la filosofía de la
mañana.»
Él no era sólo el aniquilador, destructor de ilusiones; también trabaja­
ba en un nuevo mito que, aunque se servía de los colores y las formas del
mundo griego, era más que algo imaginado: un sueño de vela y vigilia, que
le arrojó fuera de sí cuando él, cauteloso, corto de vista y, no obstante, sin­
tiéndose danzante dionisíaco, corría por los bosques.
Wagner, con toda seguridad asistido y espoleado por Cosima, dirigió
su ataque contra el viejo amigo más bien a desgana, contra su voluntad.
Se refirió a él en una continuación del ensayo sobre Público y p o p u larid ad
y no mencionó ningún nombre. Sólo los entendidos sabían, cuando ha­
blaba de la crítica de todo lo humano e inhumano, a quién se refería.
Todo quedó en un asunto entre wagnerianos.
Wagner presentó al anónimo profesor como ajeno a los hombres y se
burló de él con alardes de ingenio, pues ése era el terreno de que dispo­
[5 5 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

nía. Si Nietzsche había dicho que un día el arte debía dejar el sitio a la
ciencia, Wagner ironizaba argumentando que para este «Goliat del cono­
cimiento» el arte es «como el hueso del rabo que nos ha quedado del ver­
dadero rabo». A él, Wagner, le molestaba de manera especial que al prin­
cipio del nuevo libro hubiera anunciado una nueva química de las
sensaciones como meta del conocimiento, pues en cuanto defensor de la
naturaleza lamentaba — cien años antes que los defensores del medio am­
biente— la «cada vez más científica falsificación de los alimentos».
Así descargó Wagner su ira. Pero su ambición iba más lejos. Cosima
le recomendó que hiciera una confesión, que adoptara el punto de vista
opuesto. Contra la perversa química se debía aducir la teología como doc­
trina salvadora; ciertamente no la de ahora, crítica, escéptica, sino una teo­
logía futura, pura, libre de judaismo. La mirada de Wagner apunta a la
lejanía, hasta la mitad del siglo siguiente, a las condiciones que previsi­
blemente imperarán entonces. «Creo», escribió el compositor de P arsifal,
«que la vuelta del Salvador, esperada por los primeros cristianos durante
toda su vida y luego erigida en dogma místico, tal vez tenga un sentido en
las condiciones, no absolutamente distintas, descritas en el Apocalipsis.»
Entonces encontrarán su fin la crítica y la química del conocimiento,
«con lo que sería de esperar, por ejemplo, que por fin la teología llegara
con el Evangelio a lo puro y nos fuera mostrado el conocimiento libre de
la revelación sin sutilezas jeovatianas: para qué nos comunicó el Salvador
su retorno». Ciertamente Cosima estaba satisfecha de este pomposo apo­
calipsis, de este retorno del Salvador reglamentado burocráticamente. No
lo podía haber hecho mejor, más satisfactorio. Los dos rivales habían
mantenido un proceso de rivalidad, de posturas cada vez más radicales;
Nietzsche hasta la imagen final de una humanidad sin ópera, Wagner has­
ta la vuelta de Jesucristo a un mundo sin química.
Hay que añadir que también Cosima se manifestó después, en dos lar­
gas cartas de respuesta a Elisabeth, intentando explicar y disculpar el li­
bro de Nietzsche. Entendía que era «intelectualmente carente de signifi­
cación, moralmente lamentable», «triste tanto por su contenido como
por su forma», «pobre y falso, ofensivo y miserable». Su enfoque era dis­
tinto del de Richard; casi un año después del delito, llenó páginas y más
páginas y terminó con el infame y bien meditado reproche de que la trai­
ción había proporcionado a su autor buenos frutos, pues ahora, tras aban­
donar un círculo pequeño y mísero, tiene una numerosísima compañía.
Todo esto va dirigido precisamente al hombre solitario que se ha libe­
rado de todos los lazos. La nueva compañía a la que alude Cosima es el ju­
daismo, pues Nietzsche se había atrevido a tomar posición en tomo al
problema judío en el apartado 475, actitud que iba abiertamente en con­
tra de todos los esfuerzos realizados por sus antiguos amigos de Bayreuth.
Él criticó el «vicio literario» de convertir a los judíos en corderos propi­
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBR AS [5 5 9 ]

ciatorios de todos los desmanes, habló de su capacidad de acción, de su


inteligencia, de su «capital de voluntad y espíritu acumulado en la larga y
dura escuela de sexo con sexo», recordó que tuviera que agradecer el li­
bro más poderoso y la ley moral más eficaz al hombre más noble, Jesu­
cristo, y al sabio más puro, Espinoza, y abogaba por la asimilación, ¡un
pecado mortal para Bayreuth!
Ésta no era sólo una actitud desinteresada. Nietzsche sentía que entre
los judíos se podía encontrar más sensibilidad, más olfato para lo que ha
de venir que entre las toscas gentes del campo; así, pues, también posible
promoción de sus ideas.
Al joven Lipiner le preguntó si era judío y le dijo que recientemente
había hecho experiencias que habían despertado en él grandes expectati­
vas con «jovencitos de esta ascendencia». A decir verdad, semanas des­
pués dejó caer en su escrito al maestro la penosa lanzada al judío Bernays.
Así, en su manera de pensar y actuar se seguían cruzando intuiciones y re­
flexiones, osadías y convenciones.
¿No maquinaban todos en torno a él, empezando por el editor Sch-
meitzner? Ahora las Bayreuther B lätter tenían 1.400 abonados; eran un
negocio que no había que dejar escapar. Pero Schmeitzner dijo al autor
Nietzsche que como editor también tenía que cuidar de los autores viejos,
o sea, de Wagner y Wolzogen o, lo que aún era peor, del devoto Porges,
aunque la salvación tenía que venir de los jóvenes. Nietzsche — así lo veía
Schmeitzner— era joven y merecía la pena invertir en él.
Lo que mentalmente se podía separar tan nítidamente en dos bandos
rivales era en realidad más complicado. Nietzsche, en su existencia bur­
guesa siguió siendo propietario de un título de patrono, miembro de la
Asociación de Wagner y receptor del pequeño boletín editado por ésta.
El ataque de Wagner le llegó a casa por correo. Él habría podido escribir
diciendo que se daba de baja. No lo hizo. El 10 de septiembre de 1878 pi­
dió a Schmeitzner que no ya no le enviara el boletín cada mes sino en pe­
ríodos más largos: «¡Por qué debería yo obligarme a tomar dosis men­
suales de ira y baba wagnerianas! Yo también desearía hablar pura y
claramente sobre él y su grandeza: yo también me tengo que quitar de en­
cima todo lo que tiene de demasiado humano». Ningún argumento ilu­
minador: ¿qué se ganaba con una carga trimestral de ira y baba wagne­
rianas?
De nuevo Nietzsche se vio frenado por un último temor, tal vez tam­
bién un último gesto de nobleza, como el de aquel que no abandona la
Iglesia por temor a que digan que quiere ahorrarse el impuesto religioso.
Esto no le sirvió de nada. Cosima expuso a Elisabeth que la respuesta de
Wagner había movido a Nietzsche a darse de baja de las B ayreuth er B lät­
ter. Ella era una maestra de la guerrilla y de las fórmulas nítidamente de­
finibles. Al Nietzsche de otros tiempos le siguió queriendo. Al autor de
[5 6 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

H u m ano, dem asiado hum ano no lo quiso conocer, pues se encontraba en


«un estado general enfermizo». Para ella, este Nietzsche estaba muerto.
No obstante, Elisabeth siguió siendo p erso n a g ra ta : «A ver si vuelves a
dar pronto señales de vida, y mantengamos nuestro cariño, a pesar de to­
das las pruebas... Esto es lo que te desea, al abrazarte, tu Cosima».
C apítulo 4

Elsombrío invierno de Naumburg

Mi hermano ha relacionado siempre el invierno en Naumburg


1879-1880 con el bajón más agudo en su estado de salud. Por ello ha
guardado de esta ciudad, a pesar de su idílica situación y sus mara­
villosos paseos..., recuerdos poco gratos.
Elisabeth Nietzsche en su Biografía, volumen II, capítulo 29

Pero en Naumburg no: sabéis que no me sienta bien y el lugar no ha


dejado ninguna sensación agradable en mi corazón. No nací allí y ja­
más me sentí como en casa.
Nietzsche a su madre y su hermana, 21 de marzo de 1885

1 último año que Nietzsche pasó en Basilea, entre la publicación de


H um ano, dem asiado hum an o y la solicitud, en mayo de 1879, de li­
berarse de su compromiso laboral, está marcado por su voluntario
retiro a la soledad, por el agravamiento de su estado de salud y, al mismo
tiempo, por el osado aumento de una inacabable productividad. Es la
cara y el revés de una misma moneda, una cosa no posible sin la otra.
El primer y decisivo paso es la separación de Elisabeth. Nietzsche ya
no aguanta más el chismorreo de su hermana, sus intentos de control y su
vigilancia. Incluso las cartas de Elisabeth rebosan de consejos necios,
como, por ejemplo, cómo curarse la migraña bebiendo agua fresca. Nos
preguntamos no tanto el porqué de la separación, como de qué manera
pudo aguantar tanto tiempo a su lado.
En abril parte también, por desgracia, Kóselitz, el fiel ayudante, lector
[562] FRIEDRICH NIETZSCHE

y escribiente. Kóselitz, nuevo y perfecto Eckermann, no quiere seguir


siendo Eckermann, desea la independencia. Al menos mantiene la ambi­
ción de ser compositor, ser reconocido por su propia labor e independi­
zarse del patrocinio de su padre. Elige primero, como entorno inspirador,
Florencia, para sentirse atraído por Venecia, después.
Se disuelve, por lo tanto, el hogar de Basilea y Nietzsche se muda a
una humilde casa amueblada de la periferia; los muebles propios vuelven
a Naumburg. Ahora debe regresar a las largas caminatas, lo cual agrade­
ce. La vivienda de las afueras es barata y le trae a la memoria a los filóso­
fos griegos, contentos con lo imprescindible.
Ya nada le conmueve, ni siquiera las largas, espirituales y apasionadas
cartas de la señora Baumgartner, que le implora la visite. Ya no desea
nada, ni siquiera las reuniones con amigos, a no ser con la familia Over-
beck que le cuida y respeta sus ansias de soledad. La correspondencia con
Rohde se halla en un punto muerto, ha roto los lazos de amistad que le
unían a Gersdorff, la relación con Malwida se ha vuelto convencional.
Las personas que le escriben, aparte de Elisabeth, pueden contarse con
los dedos de una mano: el incansable doctor Fuchs, que jamás escribe
menos de ocho páginas, Mathilde Maier, la honrada amiga de los Wagner,
que lucha por su alma, en ocasiones Rée, pero Rée también está enfermo,
decrépito, buscando alivio a sus males en los balnearios. Rée le elogia,
pero es evidente que puede arreglárselas sin él.
Empieza a levantar barricadas a su alrededor, dando su dirección de
forma selectiva y con grandes precauciones. Desconfía de todo y de to­
dos, ruega a su familia que no hable a nadie de su estado de salud y, cui­
dado con las postales — «suelen ser leídas».
La elección del lugar para pasar las vacaciones se hace bajo el criterio
del aislamiento: en Grindelwald, algún centenar de pies más alto que el
Rosenlauibad del 1877. La altura se ha convertido también en atributo de
su trabajo de creación. Referente a la segunda parte de H um ano, dem a­
siad o hum an o escribe a Kóselitz en enero de 1879: «Pienso que el escrito
de este apéndice no está mal: la mayor parte del texto está pensada y es­
crita a 2.200 metros de altitud sobre el nivel del mar. Quizás sea el único
libro del mundo que tenga un «origen de tal altura». Tiene mi permiso
para burlarse, añade, como una pequeña invitación a no tomar al pie de
la letra la autoalabanza. En el refugio de montaña, en el Grindelwald, em­
pieza a generarse ya su futura postura de profeta del Z aratu stra. El cons­
tante fracaso de sus libros lo compensa con una creciente consciencia de
ser privilegiado, que trata a los dioses desde la cumbre de las montañas.
Aparentemente y, según sus propias anotaciones, su vida es la de un an­
ciano y ermitaño: «Es necesario para ello la falta total de relaciones, in­
cluso con los amigos».
Desgraciadamente, los aires de altura, que parecen dar alas a su ima­
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBRAS [5 6 3 ]

ginación, son perjudiciales para su salud. Huye de Grindelwald a Interla­


ken, del aire de altura a los baños termales, de los que hace uso cada vez
con más frecuencia y ansiedad. El 17 de septiembre viaja de Interlaken a
Basilea; parece que está huyendo, sin saber apenas dónde reposar su ca­
beza. De Basilea a Zurich, a casa de los Overbeck, de Zurich a su casa, a
Naumburg; tras pasar algunas pésimas semanas en Naumburg viaja, el 17
de octubre a Basilea, donde comienzan las clases el 21 de octubre.
Desde Basilea mandaba a casa señales de vida e informes médicos;
aparte de ello, ya sólo mantiene relaciones con Marie Baumgartner, que
pasa a limpio sus notas para el próximo libro, y con el editor Schmeitzner,
que empieza a imprimir, en enero de 1879, el O p in ion es y sen ten cias m ez­
c lad as , un libro de aforismos escritos, sobre todo, en Grindelwald.
Las noticias son monótonas; el lector actual ya no puede hacerse car­
go del terrible sufrimiento: «Dolores de cabeza desde hace 9 días ininte­
rrumpidamente. El sábado por la tarde tuve un ataque como el jueves pa­
sado. El domingo pasado tuve un ataque tan fuerte como aquél del día de
la partida: ahora ya son diez domingos seguidos. Dos ataques en una se­
mana... Cada tres días fuertes ataques... Desde el domingo, ataque tras
ataque...».
Hay pocas ocasiones en que informa más detalladamente. En una car­
ta de febrero, tras recibir amonestaciones de Naumburg, se defiende con­
tra el reproche de que trabaja demasiado: «L a universidad me obliga a
pensar muchísimo, no hago absolutamente nada más; jamás había pasado
un invierno tan dedicado a cuidarme y curarme... Para el estómago», les
consuela, «ha sido una solución perfecta. Los dolores de cabeza, sin em­
bargo, van en aumento, los espasmos (que me obligan a cerrar a medias el
ojo derecho durante muchas horas) se extienden, en los días peores, por
todo el cuerpo». Los ataques los achaca, con preferencia, a las clases de la
universidad, preparando, de esta manera, el terreno para lo único que le
importa: liberarse de esta última atadura. Por cierto, ya sólo repite leccio­
nes antiguas, dispuesto, digamos que a regañadientes, a aportar pruebas
de su incapacidad de seguir dando clases.
Sólo se deduce a medias, de la escasa correspondencia, cómo es capaz
de seguir manteniéndose. Los Overbeck le hacen llegar una gallina, su
madre le manda embutidos y jamón, la señora Baumgartner se cuida de
que tenga uvas y galletas, Elisabeth le aconseja carne fría y sopa, Ya no
acude al restaurante. Se puede ver al enfermo arrastrarse desde el escrito­
rio a la cocina, cortarse algún trozo de embutido, untarse el pan, calen­
tarse el agua para el té en un hornillo; los caseros cuidan un poco de él.
En el verano de 1878 se ha preparado, para su vida en soledad, un
plan de trabajo y de comidas que abarca, extrañamente, 200 semanas, es
decir, cuatro años: «Cada semana, un plan semanal, fijando el horario
para las comidas, la lectura, los paseos». El menú está anotado de la si-
[564] FRIEDRICH NIETZSCHE

guíente manera: «Al mediodía: 1/4 de cucharadita de caldo de Liebig an­


tes de comer. 2 bocadillos de jamón y 1 huevo. De 6 a 8 nueces con pan.
2 manzanas. 2 jengibres. 2 bizcochos. Por la noche: 1 huevo con pan. 5
nueces. Leche dulce con 1 pan tostado o 3 bizcochos». Averiguar las ra­
ciones exactas le entretenía y le distraía al parecer tanto como actualmen­
te distrae a los aficionados a las calorías. De esta forma logra sobrevivir,
hasta que un nuevo ataque le vuelve a tumbar, desde febrero de 1879 nue­
vamente «con vómito tras vómito». Y, por si faltaba algo, le persigue la
mala suerte: se le infecta un dedo, por lo que tiene que ir a curarse al hos­
pital durante un mes, resbala sobre hielo y se le rompen las gafas.
Schmeitzner, que le visita en el otoño de 1878 en Naumburg, escribe
las siguientes líneas a Gast: «Nietzsche estaba roto y tenía un aspecto ho­
rrible. Estaba totalmente encogido». Cuando Kelterborn, un ex alumno
suyo le visita en su nueva vivienda, en el extrarradio de Binsingen, le en­
cuentra tumbado en la cama, «pálido, enflaquecido, y percibí a primera
vista los terribles males que debían aquejar a este pobre hombre de tanto
en tanto».
Estos testimonios son claros y diáfanos, mucho más que las quejas se­
manales de los boletines. Pero incluso en estos últimos se acentúan, des­
de el invierno de 1878-1879 las connotaciones graves, la sensación de caer
en picado, el presentimiento de una larga enfermedad y el final. El 9 de
marzo: «Una noche, pensaba que no sobreviviría». El 14 de marzo: «Ya
no creo en la curación; no os podéis ni imaginar una conmoción cerebral
y la sensación de cuando se apaga la luz de los ojos». El 18 de marzo a
Schmeitzner: «Acabo de renacer de entre los muertos». El 26 de marzo:
«Uno de los ataques más violentos, con muchos vómitos. El estómago,
siempre destrozado». El 30 de marzo a Overbeck: «N o hay curación para
mí que soy un solitario. Los D ialo g u es des m orts de Fontenelle son para
mí como hermanos de sangre». El 12 de abril: «¡Ay Basilea infame y no­
civa, ciudad que me hizo perder la salud y que me hará perder la vida!».
El 23 de abril a Rée: «P ro b ab lem en te ha acabado mi labor universitaria,
q u izás mi actividad en general, p o sib lem en te — etc.: sin embargo,¡sólo en
este caso la amistad, mi querido y fiel amigo!». Finalmente, el 5 de junio a
Kóselitz: « E n caso de q u e viva —una fórmula que, con razón, añado a to­
dos mis planes».
El mal que le aqueja y que empeora de día en día, deja sin contesta­
ción algunas preguntas —sobre todo el porqué Nietzsche no volvió a in­
tentar someterse a un tratamiento médico. Había médicos muy capacita­
dos, existían ya por aquel entonces las clínicas universitarias; simplemente
había que tomar la decisión. Más tarde, en el Ecce hom o se queja de haber
sido filólogo, «¿por qué no me hice, como mínimo, médico o cualquier
otra cosa que te abre los ojos?». No obstante, ya en Basilea prefería ser su
propio médico. Se autorrecetó curas con agua fría o baños, buscaba de­
D E S C E N S O A L M U N D O D E L AS S O M B R A S [565]

sesperada o esperanzadamente lugares que pudieran proporcionarle ali­


vio a sus males o la curación. Entre sus aversiones se encontraba la de
consultar a alguien. En el fondo, él lo sabía mejor que nadie.
Aceptó su destino y se amoldó a él. La cuestión no era tanto cómo po­
der curarse, sino cómo poder escribir a pesar de su mal. Basilea era impo­
sible, porque el aire de la ciudad le obnubilaba. Por otra parte, era im­
posible quedarse allí a causa de la vida social que le rodeaba. A pesar de
su esfuerzo por distanciarse y aislarse, se encontraba con compañeros,
con los que se veía obligado a intercambiar alguna palabra, con viejos co­
nocidos, que se asustaban al ver su aspecto actual. Estaba claro que lo
más importante era alejarse de Basilea. La meta: calor y tranquilidad. El
fiel de Kóselitz le invitó a Venecia, por lo que empezó a imaginar una es­
tancia prolongada (prolongada, subrayado dos veces) en aquella ciudad.
«Usted podría alquilarme un pequeño p iso p artic u lar (una habitación
con una cama confortable), en el que, por encima de todo, tuviera mi
tran q u ilid ad . Un pequeño ático sería ideal, donde pudiéramos reunimos
y hablar.
»N o quisiera ver nada ni a nadie, a no ser por azar. En cambio, me
imagino sentado en la plaza de San Marcos, escuchando, bajo el sol me­
diterráneo, una música militar. Todos los días festivos acudiría a misa en
San Marcos. Buscaría la inspiración durante mis paseos en silencio por los
jardines públicos. Degustar los buenos higos, y también las ostras. Le se­
guiría a usted, el experimentado, incondicionalmente. No comería en el
hotel.
»Silencio absoluto. Me llevaré algunos libros. Baños termales en Bar-
bese (tengo la dirección).»
Estas líneas son como un poema, o como imágenes de un sueño que
desfilan ante los ojos, o como un bodegón pintado por mano maestra. El
Sur —sombras— luz. Una música militar. Paz y silencio junto a un amigo
que entiende sin necesidad de palabras, paseos por la naturaleza. Comida
escasa pero exquisita. Libros y baños, ambas cosas imprescindibles.
La imagen, sin embargo, era demasiado bonita como para ser verdad.
En la misma carta se puede leer esta frase: «Desearía con todo el corazón
p o d er viajar, pero no creo en ello». El bodegón fue pintado el 1 de marzo.
El 19 de marzo escribió: «¡N o puedo ir! Todo ha salido mal. El aire de la
montaña, la soledad — debería volver a hacer su efecto». Hace saber a Kó­
selitz que no le escriba hasta que le informe de su nuevo paradero. «Pa­
rezco un barco sin rumbo, al albur del viento, ¿de dónde vengo? ¿a dón­
de voy?»
Más correctamente se tendría que decir «a dónde me ha llevado la de­
riva». La elección del «yo» sueña extraña, porque significa que a pesar de
los vaivenes que depara el destino, a pesar de andar a la deriva, hay una
intencionalidad, una dirección elegida, como si alguien nos guiara con
[5 6 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

mano firme, un am o r fa ti. Su viaje, finalmente, no acaba ni muchos menos


en la soledad de las montañas del sur. Acaba... en Ginebra, donde, al fin
y al cabo, permanece durante todo un mes. ¿Por qué? El motivo, según
escribe en una carta a casa, es la imposibilidad de atravesar la montaña.
Pero, ¿podría él aguantar la vida en Ginebra si no fuera porque existen
motivos muy especiales?
Ginebra es la ciudad de Hugo von Senger y de Mathilde Trampedach.
Fue también en Ginebra donde había conocido a Marie Kóckert, la es­
posa del banquero, cuya hija podría haber sido un buen partido. Mientras
tanto, Mathilde Trampedach se ha convertido en la señora de Senger y, en
su lugar, se está afirmando la amistad entre Nietzsche y la señora Kóckert.
El la acompaña a un concierto, ella le busca un lector, ambos tienen en­
cuentros casuales y, sobre todo, Nietzsche se convierte, para ella, en guía
espiritual. «Usted recuperará o, mejor dicho, ha recuperado dos caracte­
rísticas fundamentales de mi persona: mi aversión contra la ordenación
m o ral del mundo... —Restan, no obstante, muchas dificultades todavía—
y yo creo que usted me puede ay u d ar .» Todo ello significa Ginebra para
él, porque uno tiende a olvidar con demasiada facilidad que el ermitaño y
el anciano, el moribundo, todavía no ha cumplido 35 años y lo que más
ansia es tener una díscípula.
A su casa, sin embargo, solamente manda mensajes de dolor. «Peor la
tortura que el alivio», y tina advertencia: «¡G ozad y sed conscientes de
vuestro bienestar! Y comparadlo con mi vida al borde del abismo, con­
sistente en tres cuartas partes de dolor y una cuarta parte de agotamien­
to.» La única a quien se atreve a dirigirse en otro tono es a la señora
Baumgartner: «N e cesito de los amigos y las fiestas, porque es difícil vivir
de esta forma».
La fiesta a la que se refiere es muy modesta, por supuesto. Le basta con
las traducciones de las L ettres á une inconnue, de Mérimée, que la señora
Baumgartner le envía de tanto en tanto. Su actividad más estimulante es la
de repartir pequeños encargos, cuyo cumplimiento, sobre todo en el caso
de su hermana, persigue con impaciencia. Le ha encargado la traducción
del francés de algunos pasajes de M élan ges et fragm en ts, de Xavier Doudan.
Necesita de estas traducciones como si de ellas dependiera su vida:
«En estos momentos ya las solicito con urgencia: ¡adelante, adelante...!
Cada vez que llegue el sobre será una fiesta para mí». En una postal, en la
que informa de una nueva recaída y da a conocer su nueva dirección, se
puede leer: «El arriba firmante espera con ilusión a Doudan». Y en otra:
«¡Algo más de Doudan, por favor!».
Literatura como medicina, necesaria como un remedio vital, porque
vive por y para ella. Esta nueva fase de su vida, su nuevo estilo vital, su re­
tiro, incluso su enfermedad, pueden llegarse a entender del todo única­
mente a través de un proceso de inagotable productividad.
D E S C E N S O A L M U N D O D E L AS S O M B R A S [5 6 7 ]

Desde la publicación de los dichos de H um ano, d em asiad o hum ano,


siente una necesidad febril de escribir. En marzo de 1879 se publica ya el
segundo volumen, O p in ion es y sen ten cias, 408 en total, y, en invierno del
mismo año, un tercer volumen, E l cam in an te y su som bra, con 350 dichos.
Esta productividad puede explicar las extrañas insinuaciones sobre la fe­
licidad, apuntadas en algunas cartas. «Hasta la vista, queridos, pensad
que, a pesar de mis sufrimientos, me siento más feliz que nunca», se pue­
de leer en una carta a su familia que comienza con la descripción de aque­
lla noche en la que no creyó sobrevivir. Algunos días más tarde envía a
Malwida un billete, firmado, «Federico el Callado (el que sufre m ucho,
pero que también sabe más sobre la tranquilidad y la felicidad que la ma­
yoría de los mortales)».
Todo carece de importancia, todo, menos el pensamiento expresado,
el manuscrito, el libro. Es un escritor sin igual. Inmerso en su obra, se ol­
vida incluso de la Navidad, fuente, normalmente, de todos los sufrimien­
tos. «Con este manuscrito le deseo un buen Año Nuevo», le escribe a
Schmeitzner, «¡avíseme, por Dios, en el momento en que lo tenga entre
manos! Hasta entonces seré incapaz de vivir tranquilo.»
Tiene mucha prisa. «A finales de enero puede estar impreso, ¿no es
cierto?» Afortunadamente, Kóselitz se ocupa de la corrección. El 12 de
enero apremia: «¿Estamos a 12 de enero y todavía no hay ningún pliego?».
Como sufrido escritor dice estar obligado a planificar todos los cuartos de
hora disponibles. «Necesito saber el d ía y la hora de la llegada de los plie­
gos.» En caso de retrasos, propone a Schmeitzner acordar con la impren­
ta un contrato de castigo. El 19 de enero escribe: «Dígales que corre pri­
sa, ¡que haya án im o para trabajar! En cuanto se haya impreso el último
pliego, por favor, haga encuadernar enseguida cuatro ejemplares y envíe­
los a los directamente implicados», es decir, la señora Baumgartner, Kó­
selitz, Rée y Overbeck, los últimos amigos y ayudantes. A la familia sólo
se la informa de pasadas.
En su papel de autor hace y deshace hasta el último momento. El 28
de febrero le comunica a Schmeitzner: «Me he dado cuenta ahora de que
el manuscrito que le mandé el lunes no recoge el hilo ni el ambiente de la
última parte del libro. ¡No lo añada, pues! ¿O qué opina usted?». Como
respuesta, Schmeitzner le manda un telegrama en el que dice creer opor­
tuno añadir el manuscrito. Y Nietzsche le contesta: «Jamás olvidaré que
me haya enviado un telegrama con motivo del V iaje a H ad es. Denota todo
un carácter... Su telegrama puso el sello a mi decisión».
Como para todo buen autor, cuidar el estilo es ahora su máxima. En
una postal a Schmeitzner filosofea sobre el arte de Wagner y su grandeza
para proseguir luego, refiriéndose a sí mismo como el contragenio: «Con­
centro todos mis esfuerzos para llegar en la expresión a la perfección: ¡po­
bre de mí, que a pesar de todos mis sufrimientos me consumo pensando —
[5 6 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

en expresiones! ¡El hombre es un ser extraño!». No tan extraño, sin em­


bargo. El hombre enfermo, dispuesto a morir encima de su libro, no persi­
gue el éxito inmediato, sino el reconocimiento eterno de los verdadera­
mente grandes, la acogida en el seno de los gloriosos de otro tiempo.
Prueba de ello la da uno de los aforismos que envía a la imprenta con
retraso y al que concede una importancia especial: «¿Qué es ser genio?
Perseguir una meta muy alta y desear los medios para llegar a ella». Los
medios, su s medios, son, por una parte, la renuncia a las pequeñas ale­
grías diarias y, por otra, el trabajo incansable, el constante perfecciona­
miento. En este sentido escribe a Kóselitz: «Cavilo sobre el estilo. Escrí­
bame, por favor, para mi propio provecho, algunas tesis sobre m i estilo
actual (usted es el único que lo conoce) —mis logros y fa llo s, sobre el pe­
ligro de las m an ías, etc.».
La gloria eterna de los genios es, asimismo, tema principal del epílogo
titulado V iaje a H ad es, aquel que mandó de forma tardía a Schmeitzner,
queriéndolo retirar después y que, finalmente, se incluyó tras el telegrama
del editor. Dice sentirse traspasar el umbral de la muerte, convencido de
que la continuación de H um ano, d em asiad o hum ano es su último libro.
V iaje a H ad e s significaría el final. Sin embargo, hubo uno que regresó del
Hades: fue Ulises. Así lo relata Homero. Pudo informar de los muertos,
con quienes estuvo hablando.
Nietzsche también visitó el reino de los muertos — según consta en
este aforismo— hizo la ofrenda del sacrificio de sangre y hubo cuatro pa­
rejas que no abjuraron de él: Epicuro y Montaigne, Goethe y Spinoza,
Platón y Rousseau, Pascal y Schopenhauer. «Tras un largo camino en so­
litario, debo debatir con ellos, los erijo en jueces de lo justo e injusto y
quiero estar entre ellos cuando se dan y se quitan la razón. Para todas las
decisiones, propias y ajenas, todos mis pensamientos, dirijo la mirada ha­
cia ellos y veo la suya fijada en mí.»
Siempre le había gustado imaginar un árbol genealógico más brillan­
te que el de la familia Nietzsche y Oehler, soñaba con ser un príncipe, el
heredero de un magnate polaco, o un hermano de Byron, Schumann, Cho-
pin o de Siegfried Wotan, de Wagner. Finalmente, en este probablemen­
te último trabajo de su pluma, ha encontrado a los ascendientes que siem­
pre buscó, estimulantes eternos del intelecto: los grandes, pensadores,
poetas y creadores de los proyectos existenciales, que supieron mostrar la
línea a seguir de su pensamiento.
¿Qué son los simples mortales en comparación con ellos? Que le per­
donen por considerarlos sombras, deslucidos y grises, llenos de ansia por
la vida, «cuando aquéllos me parecen precisamente los más vitales, como
si ellos, despu és de muertos ya nunca más pudieran cansarse de la vida. Lo
que verdaderamente importa es la etern a v ita lid a d : ¡qué puede importar
la vida eterna y la vida en sí!».
D E S C E N S O AL M U N D O D E L A S S O M B R A S [5691

Se trata de uno de los extractos más trascendentales de la obra de


Nietzsche, rebosante de confianza en sí mismo, que ha recibido los debi­
dos honores de la posterioridad. Tiene reminiscencias de la escena de la
D iv in a com ed ia, donde Dante se encuentra, en las puertas del Infierno, en
los Campos Elíseos, con los cinco poetas y sabios más grandes de la anti­
güedad. Ellos le acogen en su seno de forma humilde y cariñosa, de ma­
nera que Dante puede decir de sí mismo: S i ch’io f u i sesto tra cotan to sen-
no, [«así que me convertí en el sexto de entre los genios»].
Una carta escrita desde St. Moritz a Kóselitz, el 11 de septiembre de
1879, recoge esta nueva consciencia de parentesco voluntario con los
grandes personajes fallecidos y pone de manifiesto que también se sentía
cercano a Dante. Medio año después de la aparición del segundo volu­
men de H um ano, dem asiado hum an o, está concluido y enviado ya a Kóse­
litz el tercero de ellos. En él se hace un balance extraordinario, que reú­
ne todas los argumentos de una humanidad que sobrevive a su tiempo:
«H e llegado al final de mi trigésimo quinto año de vida; durante un
milenio y medio se consideraba esta edad como la mitad de la vida. Dan­
te tenía su propia visión y lo menciona en las primeras palabras de su poe­
ma. Yo he llegado a la mitad de la vida rodeado por la muerte de tal ma­
nera que puedo ser agarrado por ella en cualquier momento; teniendo en
cuenta la naturaleza de mi mal, tengo que pensar en una muerte sú b ita, a
causa de los ataques (aunque preferiría cien veces una muerte lenta, lúci­
da, aun siendo más dolorosa, pero que me permitiera hablar todavía con
los amigos). En este sentido me siento como el hombre más viejo del
mundo; pero, también, porque ya he realizado la obra de mi vida».
Cada palabra de estas frases tiene su propio peso específico. La visión
cristiana de Dante significa el punto de partida, la concepción cristiana del
m edia v ita es la continuación del pensamiento. Sin embargo, cuando
aparece la imagen de la muerte, se acerca a la visión del santo pagano, Só­
crates, que recibe la muerte entre bromas, conversando con los amigos,
expresando profundos pensamientos como de pasada. El que sufre de
verdad no se exhibe, se cubre. El verdadero santo es el pagano, cuyo áni­
mo no decae a pesar de todos los sufrimientos. El 22 de enero escribe a
Kóselitz: «Vivo como un santo, pero con las convicciones de un verdade­
ro epicuro —estoy en paz conmigo mismo, tranquilo, observando la vida
con alegría».
En septiembre vuelve a escribir a Kóselitz en un tono muy parecido:
«Mi ánimo no decae a pesar de los continuos y penosos sufrimientos, a
veces incluso me parece que me siento más animado y generoso que en
toda mi vida.,.».
La paz espiritual absoluta, la felicidad de saberse en el buen camino,
la seguridad de que, gracias a él, se ha podido verter una buena gota de
aceite, eso es lo que le anima, que le da alas, le da fuerza. Ya no le desve­
[5 7 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

lan los dimes y diretes, la sombra de Wagner ha desaparecido, ya no está


en la lista de los ejemplares gratuitos que envía. Ha salido victoriosa la
consciencia de una grandeza ajena a todo ruido cotidiano. Epicuro, el sa­
bio, que vive a escondidas, es su modelo de vida ahora, el jardín de Epi­
curo su felicidad. En el aforismo 192 de E l cam in an te y su som bra se pue­
de leer bajo el título de E l filó so fo de la ab u n d an cia: «Un pequeño jardín,
higos, un poco de queso y dos o tres buenos amigos —eso era la abun­
dancia de Epicuro». El 26 de marzo preguntó a Kóselitz: «¿Dónde podría­
mos renovar el jardín de Epicuro?». A Rée le propone: «¿N o sería posi­
ble que nos reuniéramos bajo un sol tibio y a la sombra de un techo
verde?». A Overbeck le expresa su deseo de que alguien reúna y actuali­
ce todos los textos filosóficos de los griegos y romanos sobre la amistad:
sería como la armonía de cien distintas campanas sonando al mismo tiem­
po. Con tres o cuatro amigos es suficiente. Si los cuenta, le salen Kóselitz,
Overbeck, Rée y, cuando Rohde vuelve a unirse a ellos en otoño, Nietzs-
che rebosa de felicidad.

Naturalmente no podríamos consideramos conocedores de Nietzs-


che si, por encima de la naturaleza idílica y los sonidos de campana, per­
diéramos de vista la vida cotidiana. En primer lugar debemos citar una
carta, un escrito, que finalmente tuvo que ser enviado tras un inacabable
estira y afloja. Se trataba del balance de una situación que se había hecho
insostenible y, al mismo tiempo, servía de certificado de libertad para un
hombre al que le esperaba la muerte y la resurrección. La carta va dirigi­
da a Cari Burckhardt, presidente de la tutela universitaria de Basilea, y
dice así:

Basilea, 2 de mayo de 1879


Apreciadísimo señor presidente,
Mi estado de salud, por el que he causado ya varias bajas, me obliga
ahora a dar el último paso solicitándole que me libere del compromiso
como profesor en la universidad. El dolor de cabeza, que todavía va en
aumento, la gran pérdida de tiempo que me suponen los dos a seis ata­
ques diarios, la nueva pérdida de visión, detectada recientemente por el
profesor Schiess, que me permite leer y escribir sin dolor no más de vein­
te minutos, me lleva a reconocer mi insuficiencia, incluso mi incapacidad
para cumplir con las obligaciones académicas, sobre todo teniendo en
cuenta que este estado de salud me ha obligado en los últimos años y con
gran pesar mío, a cometer algunas irregularidades en el cumplimiento de
mi deber. Si continúo ocupando un puesto para el que ya no estoy capa­
citado, perjudicaría a la Universidad y a la facultad de Filología; tampoco
hay perspectivas de una mejora de los dolores de cabeza que se han con­
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBRAS [5 71]

vertido en un mal crónico, combatido por mí durante años con los méto­
dos más diversos, adaptada mi vida a una abnegada disciplina. Ahora,
cuando he renunciado a creer que pueda hacer frente a la enfermedad,
tengo que admitir que todo ha sido en vano. Por lo tanto, ya sólo me que­
da la salida de expresar, con gran pesar y remitiéndome al párrafo 20 de
la ley universitaria, mi deseo de despido, sin dejar de dar las gracias por
las copiosas muestras de tolerancia dispensadas a mi persona por el alto
funcionariado desde el mismo día en que entré a formar parte del profe­
sorado.
Rogándole, apreciado señor presidente, erigirse en portavoz de mi so­
licitud, queda de usted,
suyo afectísimo,
Dr. Friedrich Nietzsche
Profesor p.o.

Los habitantes de Basilea son generosos: Nietzsche recibe 3.000 fran­


cos de fondos diversos, lo que representan tres cuartas partes de su suel­
do. Libre de cualquier preocupación material, puede dedicarse a vivir se­
gún le plazca. ¿Y cómo quiere vivir? Está pensando seriamente en
convertir en realidad el jardín de Epicuro: justamente en Naumburg. E x ­
pone sus argumentos en una carta de septiembre a Kóselitz: «Existen si­
tuaciones en que lo más adecuado parece ser el buscar la cercanía de la
madre, la patria y los recuerdos infantiles». Seguramente se trata de mo­
tivos prácticos, los de un enfermo de muerte que no quiere ser un peso
para nadie. Pero también juegan los sentimientos: los recuerdos de la in­
fancia. Pone el acento en su madre, porque necesita protección.
El jardín se lo imagina junto a la muralla de Naumburg, con torre in­
cluida, en la que se podría habilitar una estancia para él. En la habitación
de una torre fue donde Montaigne escribió sus E ssa is. ¿Pensará, quizás,
en algo parecido? El arrendamiento del habitáculo cuesta anualmente
diecisiete táleros y medio y él quisiera comprometerlo para los próximos
seis años. «Deseo dedicarme a la plantación de hortalizas, labor que no es
en ningún caso indigna para un futuro sabio». Piensa que un trabajo ma­
nual, que le cueste tiempo y esfuerzo y que le deje despejada la cabeza, le
será de gran utilidad. Hace referencia a su padre que, por lo visto, evaluó
la posibilidad de ser jardinero.
Programa doble: pasar el verano en St. Moritz, cuyos aires son los que
mejor le sientan. Después, labores de jardinería en Naumburg. Ya no tie­
ne problemas con el estómago, porque elabora su propia dieta: leche,
huevos, lengua, ciruelas secas, pan y bizcochos. Para el bajo vientre, ba­
ños en Karlsbad; para la cabeza podría añadir el parloteo casero, bagate­
las que le distraigan.
Le explica a Kóselitz su nuevo plan de vida. Le cuenta que en St. Mo-
[572] FRIEDRICH NIETZSCHE

ritz se había privado de todo, de los libros, la música, de todo menos de


una cosa: «Dejé vía libre a mis pensamientos — ¡qué otra cosa podía ha­
cer si no!», Sin embargo, según Nietzsche, eso es lo peor. Por ello ha es­
cogido, para compensar, el programa de invierno. «Será un descanso de
mí mismo, un descanso de mis ideas... Quizás logre establecer en Naum-
burg un programa diario para poder llegar a disfrutar de esta tranqui­
lidad.»
La carta a su madre tiene una postdata. Dice así: «Tengo pánico al
próximo invierno después de las experiencias del pasado». No llegó a rea­
lizarse como jardinero, pero sí que llegó puntualmente el pánico al in­
vierno. Nietzsche había entrado ya en los treinta y seis años de vida, edad
en que murió su padre. En el E cce hom o se hace referencia a ello de for­
ma retrospectiva: «A la misma edad en que su vida empezó a declinar,
también lo hizo la mía: mi vitalidad, a los 36 años, se hallaba en el punto
más bajo —aún vivía, pero sin ver tres pasos más allá. Por aquel entonces
—corría el año 1879— dejé mi profesorado en la Universidad de Basilea,
pasé por el verano de St. Moritz como una sombra y, el invierno que se­
guía, el más tenebroso de mi v ida,/«/un espectro en Naumburg».
Como la sombra de una sombra. Y Nietzsche era un filólogo lo sufi­
cientemente clásico como para devolver a la palabra sombra su sentido
más antiguo. En los infiernos, en el Hades, los hombres siguen viviendo
encogidos como fantasmas: como espectros —de ahí proviene que hoy en
día se diga de una persona, que haya pasado por una grave enfermedad,
que es la sombra de sí mismo. Las sombras no tienen sangre, vaciadas de
sangre, conjuradas por Ulises, se congregan alrededor suyo, y al héroe le
sobrecoge el «pálido horror», según cuenta Homero.
En su última biografía, que es un intento de hacer un mito de sí mis­
mo, Nietzsche describe esta mitología de la siguiente forma: bajé al mun­
do de las sombras en el invierno de 1879 y después, cual dios que se sal­
va a sí mismo, resucité. Una tal cosa sólo puede ocurrir en el más sombrío
de todos los inviernos y, como se trata de morir y de nacer, sólo puede
ocurrir en la ciudad natal, en Naumburg, en la oscura cueva de la madre.
Se trata de la tardía especulación de un hombre cuyos últimos y más osa­
dos sueños son tachados de locura, pero en el mítico año 1879 Nietzsche
empieza ya a regenerarse: en la obra V iaje a l H a d e s , cuando cita los D ia­
lo gu es des m orts, y en una carta a su amigo de confianza, Kóselitz, donde
dice que es de buena educación, como enfermo de muerte, volver a
Naumburg, al seno materno.
La frase sobre el invierno de Naumburg se encuentra en el capítulo E l
m otivo de m i sab id u ría. La primera frase dice: «L a suerte de mi existencia,
quizás su excepcionalidad, radica en su fatalidad: en forma de parábola
puedo decir que, como la parte de mi ser que corresponde a mi padre ya
ha muerto, sobrevivo entonces en la parte de mi ser que corresponde a mi
D E S C E N S O AL M U N D O D E L A S S O M B R A S [5 7 3 ]

madre, y me haré viejo». Suena místico y quiere serlo; la parábola descu­


bre a un dios que habla a través del oráculo.
Se trata de mitología biológica: siguiendo a su padre, empezó a des­
cender a los infiernos con 36 años, décadence es solamente un nuevo tér­
mino para este suceso que se remonta a los orígenes. «Sin duda alguna me
gustaban las sombras por aquel entonces», apunta. A lb a , la obra del año
siguiente, es todavía ejemplo de un alto grado de espiritualidad, carente
casi de sangre y músculos. Pero, en la frase «la parte de mi ser que co­
rresponde a mi madre», renacido de la vitalidad materna, hay escrita, so­
bre blanco y negro, una profecía: «y seré viejo».
En febrero de 1882, tras un largo silencio, escribe a Malwida: «...re­
sulta que ahora gozo de una segunda existencia y percibo con placer que
usted nunca perdió la fe en una segunda existencia mía. Le ruego», con­
tinúa, «que viva todavía muchos, muchos años: de este modo recibirá aún
compensaciones por mi parte». Y afirma: «Debo seguir siendo jo v e n du­
rante muchos, muchos años, a pesar de acercarme a los cuarenta».
[5 74] FRIEDRICH NIETZSCHE

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Séptima parte
La adepta y elprofeta
Advertenciapreliminar
alpaciente lector

L
os últimos años de lucidez de Nietzsche —los nueve años y medio
que van desde su despido como funcionario hasta la aparición de su
locura— representan un cúmulo de problemas para el biógrafo.
Primero: pocas cosas quedan por relatar después del último gran
acontecimiento que constituyó la corta amistad con Lou Salomé. Su vida
ya no es más que el sostén de su obra, condición precaria pero sustancial
para el proceso creador. De ella nacen los textos que conforman al Nietzs­
che filósofo. La enfermedad se ha convertido en su compañera insepara­
ble; los innumerables cambios de domicilio son una herramienta en la
búsqueda del clima más adecuado para su trabajo. Las relaciones huma­
nas se diluyen o se rompen: la soledad, en tantas ocasiones deplorada, es
condición sin e qu a non para hacerse con toda la concentración creadora.
La odia y, al mismo tiempo, la necesita.
El tema de este libro no pretende ser la obra de Nietzsche ni puede
serlo. Su hermana aún pudo salvarse de esta disyuntiva. En el prólogo del
último volumen de su biografía, publicada en 1904, escribió ingenua­
mente que, al llegar al final de su obra, comprendió que «era imposible
publicar la biografía sin intentar al menos explicar la visión global del
pensamiento de Friedrich Nietzsche». Precisamente fue ella quien osó en­
frentarse a un problema en el fondo insoluble: el de la interpretación de
un proyecto universal, genial y contradictorio en el origen y en la preten­
sión, que ha ocupado, desde hace ya casi un siglo, a un ejército de exége-
tas y que ha generado montañas de literatura.
Elisabeth fue a la clase de Rudolf Steiner, el fundador de la antropo-
sofía, pero no aprendió nada. Aún creía que debía defender a su herma­
no del reproche que se hacía de su obra de que no tenía base científica y
le elogiaba como una niña pequeña: «Gracias a la increíble velocidad con
[578] FRIEDRICH NIETZSCHE

que asumía y trabajaba una materia desconocida (siempre de forma crea­


dora, jamás pasiva), mi hermano fue capaz de acumular unos conoci­
mientos casi ilimitados. No podemos ni siquiera imaginarnos la dimen­
sión de su conocimiento, por lo que advierto a los que se erigen en sus
jueces que no saquen conclusiones precipitadas y tachen de poco riguro­
sas algunas opiniones expresadas por él. Por lo general, mi hermano sabe
todo lo que saben los señores críticos, y algo más». O usaba, lo mejor que
podía, algunas metáforas de su hermano: «Se encuentra a tal altura que
no emite palabras, sino relámpagos».
Los próximos capítulos no pretenden exponer la visión global de la
obra de Friedrich Nietzsche. Pero, por otra parte, se renuncia también a
relatar su vida con tanto detalle como se hizo en capítulos anteriores has­
ta llegar a 1879. Nos limitaremos a exponer el dramático devenir de las
etapas vitales: el asunto de Lou, la perfilación del mito de Zaratustra
como primer clímax de la tragedia y el fracaso final.
Esta exposición parcial de su vida se debe a una circunstancia en con­
creto: hasta el año 1879 se pueden consultar numerosas fuentes, riguro­
samente estudiadas y publicadas y, en su mayor parte, comentadas e in­
terpretadas. En cambio, a partir de esta fecha, las fuentes ya no dan una
información satisfactoria, porque la edición de Colli-Montinari, en la que
se publican las cartas, está incompleta. Es la época de las cartas inventa­
das, combinadas y corregidas por Elisabeth, la época de las leyendas y
manipulaciones, que coincide también con el intento de Nietzsche de ele­
var el propio mito borrando huellas y reinventando el propio pasado.
Curt Paul Janz, el conocedor más experto de todas las fuentes, junto
con Mazzino Montinari, ha hecho esta observación: «H e llegado a la
amarga conclusión de que cualquiera que tenga intención de investigar a
fondo la vida y la obra de Nietzsche en el próximo futuro, no puede ni
debe hacerlo sin tener un mayor y más riguroso conocimiento de los he­
chos del que hasta estos días hemos tenido». Para el interesado, según
Janz, sólo existirían dos caminos para llegar a la meta deseada: un minu­
cioso y prolijo trabajo en los archivos de Weimar y Basilea para averiguar
la posible existencia de manuscritos, o esperar a tener entre sus manos la
interpretación de la filología de Nietzsche.
En otro párrafo comenta Janz que es imprescindible ser un comenta­
rista muy sutil para poder llegar a aclarar y sacar provecho de todas las re­
ferencias y alusiones apuntadas en los escritos o, según él, incluso sería
necesario todo un ejército de comentaristas: «Se necesitaría un filólogo
bregado y clásico, un versado germanista..., un entendido en filósofos del
siglo X IX y un conocedor de los ensayistas franceses (¡y del Jo u rn a l d es D é-
b a ts!) ...» .
Nadie puede presumir de estar a la altura de tales pretensiones. In­
cluso un buen resultado no pasa de ser un intento.
C apítulo 1

La gran curación

Porque cantar es cosa de convalecientes; la persona sana, mejor es


que hable.
A sí hablaba Zaratustra III (El convaleáente)

N
ada cambió —y, sin embargo, cambió todo. Siguió tan enfermo
como siempre, enfermo de muerte, una muerte que a veces espe­
raba con ansia, que en momentos de desesperación quería ade­
lantar, que en las horas de creatividad quería alejar, pero que no llegaba.
Y siguió siendo tan productivo como siempre, cavilando perpetuamente,
descubriendo nuevos problemas, desafiando ideas cotidianas, provocan­
do, con estas ideas, la aparición del sufrimiento y convirtiendo el sufri­
miento en creación.
Sin embargo, y expresándolo con palabras del médico y filósofo Karl
Jaspers: «Todo aquel que lea las cartas y escritos en orden cronológico, no
puede sustraerse a la impresión de que, a partir de 1880, Nietzsche está
experimentando el cambio más radical y profundo de su vida. Este cam­
bio no sólo se expresa en el contenido de sus pensamientos, en nuevas
creaciones, sino en la forma en que vive sus vivencias; Nietzsche se su­
merge en un ambiente nuevo, todo lo que dice adquiere otro tono; esta at­
mósfera que todo lo impregna no tiene precedente ni indicios antes de
1880».
Jaspers no aportó ninguna explicación. La interpretación que noso­
tros damos — la de que un enfermo de muerte, amenazado del temor a
morir, supera, en un momento dado, este miedo— encuentra su justifica­
[5 8 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

ción en las cartas. En ellas se detecta claramente, hasta una fecha deter­
minada, el miedo a un final inminente. Una de las frases clave y leitm otiv
de este miedo es el m edia vita in m orte su m u s , en una versión de Lutero,
muy familiar para Nietzsche: «A mitad de nuestra vida estamos rodeados
de muerte». Con 35 años nos encontramos a la mitad de la vida; el 15 de
octubre de 1879 cumple 35 años y, enfermo de muerte, ansioso y, a la vez,
temeroso de morir, viaja a Naumburg, a casa de su madre, al invierno más
sombrío de su vida.
Una primera señal de esperanza es la supervivencia a este invierno, a
este solsticio invernal. Queda, sin embargo, una amenaza todavía: su pa­
dre murió de una enfermedad cerebral a los 36 años. Más exactamente,
en el trigésimo sexto año de su vida: nació el 10 de octubre de 1813 y mu­
rió el 30 de julio de 1849; Nietzsche no conoce las fechas exactas: «Con
36 años», dice en el E cce hom o. La fecha clave sería, por lo tanto, el 30 de
julio de 1881. Dos nuevas y grandes tesis suyas, la del mito del eterno re­
tomo y la invención del personaje de Zaratustra, están fechadas justo un
mes más tarde, en agosto de aquel año.
M ed ia vita es una advertencia teológica. Nietzsche lo entendió así. Él,
como último descendiente de una generación de teólogos, osó amotinar­
se, provocar. ¿Es posible que el viejo y gran Dios de los teólogos tome
venganza? A los diecisiete años transigió, volvió a la creencia de la infan­
cia; a los diecinueve, construyó un altar al dios desconocido. No hay que
menospreciar los temibles ejemplos que le rodeaban: Lord Byron murió a
los 36 años, Hölderlin acabó en el manicomio también a los 36 años, am­
bos eran paganos y provocadores.
Eso podría explicar el extraño tono teológico de la carta de despedi­
da a Malwida, escrita el 14 de enero de 1880, fecha en que tras varios co­
natos, cuenta ya con un ataque cerebral que le aliviará de todos los males.
Al principio escribe en un tono asceta, diciendo que ha sufrido torturas y
abstinencias cual santo cristiano (naturalmente, omite la comparación,
pero nos la podemos imaginar), pero que no ha necesitado del arte o la re­
ligión para llegar a la purificación del alma o la serenidad del espíritu. Y
continúa en un tono todavía más piadoso: «Sé que he vertido para mu­
chos una gota de buen aceite y que he señalado a muchos el camino a la
autoestímación, la paz espiritual y el sentido de la justicia». El tono bíbli­
co es inconfundible, y cuando se llega al punto de la gota de aceite, el ora­
dor está rebosante de gracia divina. En cierto sentido es una justificación,
no ya en la línea cristiano-ortodoxa, sino en la de la duda innovadora y
postcristiana, y tan llena de virtud como si, pronto, tuviera que presen­
tarse ante el trono justiciero de Dios.
«Me he escapado del portal de la muerte», informó a Rée, en julio de
1879, describiendo su estado de salud de forma bíblica, y a Overbeck le
escribe con cumplidos: «A la mitad de mi vida estaba rodeado del bueno
LA AD E P T A Y EL P R O F E T A [581]

de Overbeck —en caso contrario, puede que se hubiese presentado el


otro compañero—-Mors». No es de extrañar, pues, que a Malwida, que se
encontraba lejos, en París, en casa de su hija adoptiva, le llegara el rumor
de la muerte de Nietzsche. Aunque no fuera verdad, estaba en el ambien­
te. En febrero de 1881, en una carta a Kóselitz, vuelve a sonar la melodía
de la muerte: «Estoy elucubrando sobre mi derecho de deshacerme final­
mente de toda esta carga; mi padre murió cuando tenía mi edad».
En el aforismo 324 sobre L a gaya ciencia se nota un cambio positivo,
justo en el pasaje titulado In m edia vita. Empieza con esta frase enfática:
«¡N o, la vida no me ha defraudado!». A medida que los años pasan, dice
encontrar la vida más real, más deseada y más misteriosa, «desde aquel
día en que se me apareció el Salvador, aquella idea esclarecedora, que me
abrió los ojos y me enseñó que la vida puede ser un experimento del es­
píritu curioso — ¡no una obligación, ni una fatalidad, ni un engaño!». Ni
tampoco, un «milagro», ni una «reencarnación», como dice un poco más
arriba: «¡Queremos ser nuestros propios experimentos y animales de la­
boratorio!».

El cambio iba unido a la vida que continuaba, a la superación de


aquella misteriosa etapa vital que suponía para él la edad de los 35 y los
36 años. Sin embargo, lo que más le había atormentado en aquella etapa
de temores, no era tanto el miedo creativo a la muerte (tampoco es que
fuera un héroe, el suicidio sólo era un posibilidad con la que jugaba),
como la torturante certeza de que todavía no había alcanzado el objetivo
primordial, la verdadera gloria. Estaba convencido de que él estaba lla­
mado para grandes hazañas, la más grande. En realidad, sin embargo, era
un autor poco conocido, considerado como una figura marginal, con ta­
lento, pero demasiado excéntrico. La reacción de la gente en general era
la de encogerse de hombros y comentar: ¡es una lástima! Públicamente no
podía competir ni con Malwida, ni con Bülow, para no hablar de Wagner.
Si hacía comparaciones con los que habían muerto de jóvenes, como Mo-
zart o Schubert, tenía que reconocer que antes de H um ano, dem asiado
hum ano no había encontrado su propia forma, su propio estilo. Y ahora
ya había llegado la hora del adiós, con palabras de consuelo como las de
la gota de aceite, que se susurraba a sí mismo al oído.
Estaba desanimado cuando, el 5 de octubre de 1879, escribió a Kóse­
litz una especie de carta de nombramiento. El hombre —mirando al maes­
tro con humildad, una cabeza llena de ideas sin orden ni concierto—
pudo leer con asombro: «Quisiera que sepa lo que pienso de usted de co­
razón y con la cabeza: usted tiene una gran ventaja sobre mí, dejando de
lado los años y lo que los años enseñan. De verdad: le considero m ejor y
con más talen to que yo, por lo tanto, también más com prom etido». Los
[5 8 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

cumplidos a su último amigo, ayudante imprescindible, significaban tam­


bién serias consideraciones en torno a la persona que pudiera continuar
su obra, defender sus ideas, realzar su papel dentro de la historia univer­
sal: «Han de ser los o tro s quienes deben mejorar todo, tanto mi vida,
como mi p en sam ie n to », concluyó la carta. Y un último gesto final: «No
conteste a esta carta». De la misma manera en que sobreestimó de forma
grotesca a Kóselitz (quien lo hubiera sabido mejor que él), le era más que
urgente dejar un legado, un testamento, que sería el más nuevo después
del Nuevo Testamento de Jesús de Nazareth.
Manías de un candidato a la muerte. Pero muy pronto empezó a sur­
gir el contrapensamiento: consideró que la inseguridad de la vida y la
muerte le dejaba campo libre para experimentar, lo que le facilitaba la
osadía de lanzar una línea de pensamiento completamente atemporal.
Esta tomó forma en el aforismo In m edia v ita —la vida como experimen­
to del espíritu curioso. Vuelve a recogerse como pensamiento en una car­
ta al doctor Eiser, escrita poco después del inquietante y terrible invierno
de 1879: «Mi existencia es una terrible carga: me hubiese deshecho de
ella hace tiempo si no fuera porque justamente en este estado de sufri­
miento y abstinencia absoluta he realizado las más provechosas pruebas y
experimentos a nivel espiritual y moral». Y sigue de forma triunfante:
«Esta ilusión, repleta de ansias de ampliar el conocimiento, me eleva a
unas alturas en las que venzo cualquier tortura y desesperanza». En la
misma carta se pueden leer también frases aparentemente contradicto­
rias, como, «estaba sediento de muerte», y, «en general, me siento más fe­
liz que en toda mi vida».
En principio, naturalmente, pesan más los presentimientos de muer­
te. En la carta al doctor Eiser, Nietzsche describe la enfermedad de forma
patética y oscura y le indica que en varias ocasiones ha sufrido ya desma­
yos y que en Basilea, en la primavera de 1879, lo habían desahuciado. Rée,
al igual que Malwida, recibe una especie de carta de despedida: «N o ten­
go esperanzas de volver a verle... Por lo tanto, alabo a Dios el haber po­
dido contar con usted, mi queridísimo amigo». Sin embargo, en julio es­
cribe a Kóselitz, que, a pesar de escarbar muy profundamente en su veta
moral y sentirse muy bajo tierra, le parecía haber encontrado el «camino
y la salida». Pero, según dice, esta afirmación tenía que creerse y dese­
charse previamente un centenar de veces. En una carta de noviembre a
Overbeck, escrita desde su casa de Ginebra, situada muy por encima de
la ciudad, se interpreta que el excavador de túneles que empieza a ver la
luz se ha convertido en vigilante de almenas que observa el alba («y no
creo que el alba haya podido iluminar jamás, a los ojos de algún ocupan­
te de buhardilla, cosas más maravillosas y deseables»).
Se trata, naturalmente, de metáforas, de estilizaciones poéticas, pero
durante esta época, Nietzsche vive de estas imágenes, sueños y visiones,
LA AD E P T A Y EL P R O F E T A [5 83]

se refugia en ellas. Justamente al final de su época de miedos, relacionada


con la muerte de su padre, confecciona un retrato, que cree definitivo, y
que, tras el envío de todos sus plañideros boletines, manda a su madre
(quien normalmente no suele estar precisamente entre sus confidentes).
En él podemos leer que no ha habido hombre en el mundo para quien la
palabra desanimado hubiese sido menos acertada. Todo aquel que intuye
su carácter le describe, si no como el más feliz, sí como el más valiente.
«Por cierto que mi aspecto es excelente, mi musculatura, gracias a las lar­
gas caminatas, casi la de un soldado, ya no tengo problemas de estómago
ni bajo vientre. Mi sistema nervioso es perfecto, teniendo en cuenta la fe­
bril actividad a realizar, y el objeto de mi asombro, es decir, mi cabeza, afi­
nado y muy fuerte: ni los largos y terribles sufrimientos, ni un oficio con­
traproducente, ni el tratamiento más inadecuado, le han perjudicado
mucho. Es más, en el último año incluso se ha fortalecido y gracias a él he
podido escribir uno de los libros más valientes, más sublimes y pondera­
dos que jamás haya podido nacer de cerebro y corazón humano.»
Este es el nuevo Nietzsche, o también — así lo ve él— el viejo reen­
carnado, bastante robustecido, con unos músculos y un estómago sano,
una naturaleza atlética, bronceado por el sol del sur, con un sistema ner­
vioso fuerte y, al mismo tiempo, sensible, ¿qué más quiere? ¿Se trata úni­
camente de ilusiones surgidas por medio de la oración, o se trata de una
verdadera sensación de bienestar? Su madre habrá leído con gran asom­
bro la siguiente frase: «Incluso si en Recoaro me hubiese quitado la vida,
hubiera muerto uno de los hombres más rectos y de más alto nivel, no un
hombre desesperado».
Naturalmente que uno no puede olvidarse de la enfermedad cerebral,
como la llama ahora. Pero está bajo control. Referente al material cientí­
fico necesario para el diagnóstico, le da cien vueltas a cualquier médico.
Insiste en que no le den continuamente consejos molestos sobre baños
termales, dice que lo peor para su enfermedad fue hacer caso de consejos
ajenos. No hay que olvidar, según él, que está en autotratamiento desde
hace sólo dos años, cuando los médicos más considerados hablaban siem­
pre de v ario s años, aparte de que tenía que liberarse todavía de las secue­
las de los métodos curativos equivocados. Subraya que quiere ser, final­
mente, su propio médico, y le gustaría que se acordasen de él como de un
buen médico, en beneficio propio y el de otros.
La carta es un resumen de todo un complejo ideario. La manda a
Franziska Nietzsche como protesta contra los mimos matemos y le co­
menta que el libro ha nacido en su convalecencia y, por su parte, servirá
de salvación a la cultura. No podrá ser un buen médico para otros antes
de serlo para él mismo. La fuerza vital y la propia obra van relacionadas.
Se necesita tiempo, mucho tiempo para la curación y realización de la
propia obra. Aún no ha superado la enfermedad: «Aún me espera mucho
[5 8 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

tiempo de sufrimiento...». El ejemplo de cómo una pequeña esperanza


puede tornarse en victoriosa confianza, lo da una misiva, fechada en fe­
brero de 1882, en la que vuelve a contactar con Malwida, recordando su
carta de despedida («enmudeció ante usted por pudor»), A continuación
de la frase, «le ruego que siga viviendo durante mucho, mucho tiempo, de
esta manera aún podré darle alguna alegría», viene la siguiente: «Mi órbi­
ta es muy grande, y en cada punto de la misma he debido vivir y pensar
con la misma intensidad: aún debo mantenerme jo v e n durante muchísi­
mo tiempo, a pesar de acercarme ya a los cuarenta».
Aquí surge de nuevo la ambición vital y efectista, que le había impul­
sado, tiempo atrás, a recopilar toda una serie de títulos de escritos futuros
y ordenarlos según las etapas vitales. Esta ambición ha cobrado ahora, sin
embargo, una nueva cualidad: la seguridad en el mensaje. Aquel que ha
sido enviado para salvar a la humanidad, no muere sin más de un ataque
cerebral. Por lo tanto, la obra que sigue al viaje al Hades y a la peregrina­
ción por las sombras, se titula A lb a. Años más tarde, retrospectivamente,
Nietzsche comienza el prólogo de A lb a con esta frase: «En este libro tra­
baja una persona desde el fondo, a quien el esforzarse sin luz ni aire le
compensa la convicción de que será obsequiada con su propio mañana,
su propia salvación, su propio a lb a » . Este prólogo hubiese podido con­
vertirse con facilidad en un epílogo, en una oración fúnebre. «Porque»,
afirma en tono solemne, «he encontrado la salida y —me he librado.»
Este mensaje es indescifrable, leído, por el hombre de hoy, con la ob­
jetividad que procura la distancia; las palabras tienen un sentido mítico,
anuncian la idea del eterno retorno, un credo sobre la salvación del hom­
bre que margina el cristiano.
Finalmente, Nietzsche también es un místico cuando se erige, en el
E cce hom o, en una especie de personaje victorioso, que goza de una salud
asombrosa: «A estas alturas desconozco cualquier interferencia enfermi­
za del intelecto, incluso el semiaturdimiento que produce la fiebre, cuya
frecuencia y naturaleza tuve que estudiar en la teoría. Mi sangre fluye len­
tamente. Nadie ha podido detectar jamás unas décimas de fiebre en mi
cuerpo. Un médico, que me estuvo tratando durante algún tiempo del sis­
tema nervioso, finalmente tuvo que reconocer: “No, la culpa no la tiene
su sistema nervioso, soy yo el que está nervioso”. No se pudo diagnosti­
car ninguna dolencia local; no existía ninguna enfermedad orgánica del
estómago, a pesar de que, debido al estado general de agotamiento, el sis­
tema gástrico estaba a unos niveles mínimos. El deterioro de la visión, que
en ocasiones se acercaba peligrosamente a la pérdida total de la misma,
no era causa, sino sólo consecuencia de otro mal: de modo que el aumen­
to de la fuerza vital iba parejo al aumento de la agudeza visual».
La pregunta de cómo es posible que una persona tan sana pueda, al
mismo tiempo, estar continuamente enferma, es obvia. La respuesta la da
LA ADEPTA Y EL PROFETA [5 8 5 ]

esta frase: «Durante muchos años, demasiados años, me consideré conva­


leciente —una convalecencia que, desgraciadamente, significa también
recaída, decaimiento, una especie de décadence periódica».
Estas palabras también las utilizó cuando escribió a su madre. El bie­
nestar ocupa un victorioso puesto final. Una asombrosa previsión: con la
locura desaparecieron los males. Su cuerpo resistió durante once años la
enfermedad que finalmente atacó a su mente.
Una larga vida —esto era su sueño, convertido en un deseo cada vez
más pertinaz, a medida que se agudizaba su crisis existencial. En su tardía
soledad, en Turín, leyó el libro del humanista Antonio Comaro sobre el
arte de la longevidad (y le sabía a poco). Él lo conocía mejor y encontra­
ría la fórmula adecuada. Le pareció que la cuarta parte del Z aratu stra, que
sólo había enviado en forma de ejemplares a algunos amigos, había salido
prematuramente, por lo que quiso confiscar los ejemplares. Y escribió a
Gast el 9 de diciembre de 1888: «El tiempo adecu ad o para su publicación
llegará tras varias décadas de históricas crisis — ¡de guerras!». Tras varias
décadas, una esperanza de vida muy generosa. El 16 de diciembre, nue­
vamente en una carta a Gast, le comunicaba, en un tono jocoso, que no
veía el motivo de acelerar la trágica catástrofe de su vida, que había co­
menzado con el E cce hom o. El 21 le comunicó a su madre: «Mi salud es
realmente excelente». Y el 4 de enero de 1889, en una carta demencial a
Jacob Burckhardt, se tacha a sí mismo de bufón, condenado a entretener
con malos chistes a la eternidad próxima. En la carta ya no alberga una es­
peranza de vida de décadas, sino de un milenio. Pero esta referencia tem­
poral del demente tiene su lado bueno: la próxima eternidad abarca, den­
tro del eterno retomo, el ciclo cronológico de las cosas, y está dominada
por el profeta Nietzsche-Zaratustra, de la misma manera que estuvo do­
minada la eternidad anterior por Jesús de Nazaret.

Si pasamos de la literatura a la vida, resulta que la gran curación era


un mito, una consciente y expresa distorsión de los hechos. Nadie del en­
torno de Nietzsche dudaba ya que trataban con un enfermo de gravedad.
Koselitz, el único que le trataba con regularidad después de 1880, infor­
ma, en febrero de 1880, desde Riva: «Nietzsche tiene que cuidarse mu­
chísimo en todos los sentidos, adaptar su vida a las reglas inventadas por
él, tener moderación al hablar y pensar, ver y oír; únicamente puede ex­
tralimitarse en el ejercicio físico, porque eso le mantiene». Sin embargo,
tampoco podía practicar demasiado el ejercicio físico, al menos en la ciu­
dad. Koselitz escribe desde Venecia, que tuvo que guiarlo como a un cie­
go. Koselitz se adjudicaba a sí mismo el papel de samaritano o enfermero.
Una prueba de la gravedad de Nietzsche es una nota sacada de los frag­
mentos postumos de finales de 1880: «N o quiero relacionarme con la
[5 8 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

gente, porque no aguanto mirarles a la cara y, sin ello, su conversación me


parece sospechosa o incomprensible; entonces hablo solo, lo que poste­
riormente me hace sentir vergüenza». De esta forma se asombra de sus
propias manías, originadas por la enfermedad.
Los dolores de cabeza y los ataques siguen causando estragos. Tras el
agosto de la transfiguración, en 1881, sigue una carta a Overbeck, en sep­
tiembre, cuyo pasaje principal está escrito en latín. Se trata de un lamen­
to clásico: «Quisiera callar, pero no puedo», dice la traducción. «Estoy
lleno de desesperación. El dolor corroe la vida y la voluntad.¡Qué meses,
qué verano acabo de pasar! Mi cuerpo sufrió tantas torturas cuantos
cambios hubo en el firmamento. En cada nube se esconde una especie de
relámpago que, de repente, me agarra con sus manos, deseando acabar
conmigo, infeliz de mí. En cinco ocasiones imploré, como médico, la
muerte, esperando que el día de ayer fuera el último —esperé en vano.
¿Dónde se encuentra, en este valle terrenal, el cielo de la eterna sereni­
dad, m i cielo?».
Este lamento destaca no sólo por su estilo latino. En el texto en latín,
el clima se convierte en un asunto celestial, la nube se transforma en una
nube de tormenta, de la que baja el rayo mortal —el ataq u e cerebral,
como expresa el lenguaje con un notable paralelismo. «Aquí llueve sin ce­
sar», escribe Gast desde Venecia. «Te puedes imaginar cómo le sienta este
clima a Nietzsche, que se muestra susceptible ante cualquier nube que se
adivina en el cielo...»
Desde luego que se altera ante cualquier nube. La extrema susceptibili­
dad ante los cambios climáticos es la primera característica neuropatológi-
ca que, desde la gran curación, se va dibujando cada vez con mayor clari­
dad. Ya no hace falta estudiar una por una las etapas de su vida, porque su
existencia se reduce a aleteos nerviosos de un perseguido, que necesita de­
masiadas cosas diversas y diferentes como para encontrarse a gusto en al­
gún lugar: sobre todo mucha luz, un cielo despejado para liberarse del
eterno dolor de cabeza, pero también mucha sombra, porque la claridad
daña los ojos; tiene que cuidar la poca agudeza visual que le queda para leer
y escribir. Aprovecha todas las ocasiones para dar un paseo; en la ciudad,
sobre asfalto, en las afueras, por senderos y caminos empinados que pasan
por jardines y viñedos, como los que existen en el sur. Y, finalmente, tam­
bién era imprescindible que el paisaje le fuera familiar, como él decía.
La alta montaña era la primera que correspondía a sus exigencias,
pero, aun así, tuvo que buscar mucho antes de encontrar lo adecuado:
Sils-Maria. Ya en 1879 descubrió para sí la Engadina: St. Moritz. «St. Mo-
ritz es el único lugar que me sien ta realmente b ie n », escribe en una carta
a su madre, en julio de 1879. Dos años más tarde, vuelve a escribir a casa:
«St. Moritz me repugnó mucho, apenas aguanté tres horas antes de coger
el tren correo de vuelta a casa».
LA ADEPTA Y EL PROFETA [587]

¿Por qué? «Todo el sufrimiento por el que había pasado, recobró in­
tensidad.» Por otra parte, la carta cita otro motivo importante: «Los pre­
cios no habían bajado, por supuesto. En todos los sitios me pedían entre
90 y 180 francos por una habitación individual». Un compañero de viaje
suizo le recomienda el pequeño balneario de Sils-Maria, donde dirige un
hotel. De este modo, Nietzsche descubre este lugar de alta montaña, cuyo
nombre irá, a partir de este momento, inseparablemente unido al suyo.
Se añade una nueva preocupación climatológica: ¿qué hay de la elec­
tricidad atmosférica? Desde Sils-Maria escribe que desde ahora tendrá
que elegir los lugares a partir de este criterio. Y, con un gesto que abarca
todo, dice: «Basilea, Naumburg, Ginebra, Baden-Baden, prácticamente
todos los lugares de montaña que conozco, Marienbad, los lagos italianos,
etc., todos son lugares para sucumbir». Junto al mar los inviernos son to­
lerables, según él, pero las primaveras difícilmente soportables — «a cau­
sa de la nubosidad irregular». A pesar de su gran apego a Sils-Maria, tam­
poco es, desgraciadamente, una excepción: nieve, frío y tempestades en
pleno verano y, sobre todo — «insoportable para mí»— muchas tormen­
tas. «Por favor, infórmame de los diversos efectos que han producido las
tormentas en el estado de salud de la familia Nietzsche», le ruega a su ma­
dre (24 de agosto de 1881). Sigue produciéndole temor el rayo que baje
de una nube, superstición que pretende combatir con una base científica,
fundamentándola con estudios meteorológicos y lecturas sobre física, in­
cluso a través de un estudio genealógico sobre tormentas.
En Sils-Maria los ataques no desaparecen del todo, pero, por lo me­
nos, son más débiles y humanos. Ya no siente presión, excitación, pasa
unos maravillosos días de septiembre, libre de cuerpo y alma. Disfruta de
la altitud de 1.830 metros sobre el nivel del mar, y la transforma en el sím­
bolo de su máxima aspiración, su constante ascender hacia arriba. El
equivalente no es Venecia, ciudad donde Kóselitz estuvo a su servicio
como lector, escribiente y enfermero, sino Génova: «El martes me voy a
Génova, desgraciadamente de forma muy incómoda, viajando de noche y
la llegada de noche (¡con una duración del viaje de casi tres días!). Des­
pués, el problema de encontrar piso: ay, estas próximas semanas son de
gran fatiga y estaré muchas veces enfermo». ¿Por qué no vuelve a Venecia,
que ya conoce, y donde ama las palomas y la plaza de San Marcos? Sólo
existe una respuesta simbólica: Venecia está rodeada como por un lago,
con una vísta limitada, incluso en las F on d am en ta n uove donde vivía, cer­
ca del mar.
La estrechez es lo que teme y de la que huye y, a pesar de la terrible fa­
tiga que supone este viaje para él, semiciego e hipersensible, prefiere
emprenderlo. Génova, la ciudad de Colón, significa salida, viento y velas,
puerto y horizonte. Si uno se sitúa algo más arriba, no ve el mar. La ciu­
dad misma se eleva de forma majestuosa y él elige una casa en una de las
[588] FRIEDRICH NIETZSCHE

só litas, en una de las callejuelas ascendentes, en un cuarto piso. Más tarde


elige el barrio de Rapallo, al que siempre hay que ascender. Se enamora
de la noble línea del paisaje premontañoso de Portofino.
«Aquí, en Génova, estoy orgulloso y feliz, como el príncipe Doria
— ¿o Colón?» A primera vista se trata únicamente de comparaciones poé­
ticas. Sin embargo, significan el preámbulo de la identificación demente
de 1888; en los sueños de desvelo, se funde el yo con otros personajes. Y
ello le lleva a decisiones precipitadas, coups de tête, como las llama Over-
beck, ideas absurdas, que contrastan con su concienzuda forma de ser
con la que normalmente suele elegir sus estancias más adecuadas. En pri­
mavera, todos lo saben, ya no soporta el calor del sur —pero, ¿qué hace
él bajo la canícula y luminosidad veraniega que le llevan a la desespera­
ción? Viaja hacia el calor —al sur. Se embarca, como único pasajero, en
un carguero que le lleva a Mesina, por lo que pasa varios días y varias no­
ches en alta mar. ¿Se cree Colón? ¿Qué le ha cogido? ¿Qué sueños persi­
gue? Luego lo contaremos.
Hay que tener presentes los saltos en zigzag de su vida errante para po­
der reconocer el método dentro de la demencia, la extraña fuerza motriz
que le incita a viajar por tierra y mar, a pesar de que el viajar, el hacer el equi­
paje y el buscar vivienda representan para él un martirio. A principios de
1879, Nietzsche sueña con la torre y el jardín de Naumburg, un jardín co­
piado del de Epicuro, a quien venera como el más sabio de los sabios de la
antigüedad. Como proyecto lo persigue con ahínco, pero lo abandona nada
más firmar el contrato de arrendamiento. Después, viaja del sombrío invier­
no de Naumburg de 1880 al sur: Bozen, Riva. Sin embargo, la primavera
meridional se hace esperar; hay muchas nubes y llueve. En Venecia sólo so­
porta vivir durante tres meses, después vuelve a viajar, por su propia cuenta,
al norte, en busca de bosques. L 'om bra d i Venezia [«La sombra de Venecia»]
ha titulado los apuntes dictados a Kóselitz en Venecia, pero ahora se han
acabado las sombras. «Seguramente me iré lejos», le escribe a Overbeck,
abriga la intención de trasladarse a la zona de Krain, donde tiene garantiza­
da la sombra de los bosques; sin embargo, continúa su viaje, a Carintia, Tí-
rol. Todo lo encuentra im posible, por lo tanto continúa y, de repente, se en­
cuentra en Bohemia, en Marienbad. Para poder hacemos cargo de la dureza
del viaje, tendríamos que reconstruirlo con los billetes de tren en la mano.
¿Por qué Marienbad? Por una parte, le volvió a parecer bien un bal­
neario. Se sentía atascado y quería purgarse (para lo cual sería aconseja­
ble Karlsbad). Por otra, también influía Goethe, quien había partido de
los baños de Bohemia hacia Italia. Sea como sea, se instaló en medio del
bosque, en una pensión de adecuado nombre: «Ermita», pero encontró
tan sólo lluvia, lluvia, suciedad y precios abusivos. «Incluso los bosques
me parecen no ser lo suficientemente profundos.» Por lo tanto, busca
bosques más poblados, piensa en el bosque de Turingia, pero permanece,
LA ADEPTA Y EL PROFETA [5 8 9 ]

no obstante, en Marienbad durante dos meses, para desaparecer después,


durante los próximos cinco meses, en Naumburg.
Ni una palabra desde Naumburg, Hades, como hace un año; en octu­
bre viaja a Basilea, pasando por Frankfurt y Heidelberg, una breve para­
da en casa de los Overbeck, y luego, hacia el sur. Enferma en Locarno y
quiere quedarse en Stresa por un mes. Pero: «L a situación del lago no es
10 suficientemente meridional, ya se anuncia el invierno». ¿A dónde ir? Se
acuerda de la parada a la que se dirigió desde Sorrento: Castellamare, cer­
ca de Nápoles. Malwida no quiso, en su día, vivir allí, a pesar de tener sus
buenos motivos: pensaba estudiar el original del dionísiaco antiguo.
Nietzsche envía su equipaje a Castellamare, y lo tiene que recuperar en
Intra, porque ha cambiado de parecer. Se va a Génova, donde cambia de
casa cuatro veces en una semana hasta encontrar la vivienda adecuada.
«Ruego informar a todo el mundo de que me encuentro en San Remo»,
escribe a casa. En San Remo es posible pasar el invierno, ¿ a quién se le
ocurre ir a Génova?
En el invierno de 1881-1882, vuelve a estar en Génova —tras pasar
por Recoaro (un balneario en los Prealpes de Vicenza) y Sils-Maria. La es­
tancia tiene aires de una mayor estabilidad, pero su pensamiento se en­
cuentra ya en otro lugar. Durante la primera estancia en Génova había
planificado un viaje con su viejo amigo Gersdorff, que se muestra ahora
conciliador, olvidando la malintencionada carta de Nietzsche. A través de
Kóselitz, le pregunta a Gersdorff, que vive en Venecia como pintor, si tie­
ne ganas de establecerse junto con él en Túnez durante uno o dos años,
«el clima es estupendo, no hace demasiado calor, la travesía desde Livor-
no es corta, la vida barata». Gersdorff no acaba de decidirse, Nietzsche le
apremia y propone como fecha de partida el 15 de septiembre. Final­
mente, el proyecto no puede hacerse realidad porque en abril estalla la
guerra en Túnez. En otoño la ciudad ya está bajo protectorado francés,
pero Nietzsche ha dejado de lado el plan.
Los proyectos a largo plazo permanecen en pie. En Génova investiga
sobre la electricidad atmosférica con la esperanza de encontrar un lugar
que reúna condiciones más favorables para su naturaleza, «por ejemplo,
en el altiplano de México, junto al océano Pacífico». Cuando, en febrero
de 1882, Rée se presenta en Génova, empiezan a hacer más planes que
nunca. «El año que viene, tengo planeado viajar con su hermano a Biskra,
Argelia, con los camellos a través del desierto, los oasis», escribe Rée, el
11 de febrero, a la hermana de Nietzsche y éste informa a Kóselitz el 4 de
marzo, que le gustaría llevar un grupo de personas a los altiplanos de Mé­
xico o viajar con Rée al oasis de palmeras en Biskra.
No debemos asombrarnos demasiado de estas imaginarias escapadas.
Existe un motivo muy sencillo que las explica, citado en una ocasión por
Nietzsche: el romanticismo de Génova no quitaba que en invierno pasara
[590] FRIEDRICH N IETZSC HE

un frío espantoso, sin estufa, en habitaciones orientadas hacia el norte.


Nietzsche se ponía dos pares de calcetines, se ayudaba con guantes, ca­
minaba seis o siete horas diarias y lo pasaba muy mal, como bien sabe
cualquiera que haya pasado alguna vez un invierno sin calefacción en el
norte de Italia.
En esta situación era mucho mejor Oaxaca, en México, entre el trópi­
co y el ecuador, y seguro que haría más calor en un oasis de palmeras.
¿Pero qué hubiese hecho en Biskra en verano?
Sueños. «Llevar a un grupo de personas a los altiplanos de México»
—nuevamente surge el ideal de un monasterio (su hermana y su cuñado
lograron reunir realmente un grupo para ir a Paraguay y fracasaron de
forma ejemplar). El proyecto de Biskra era mejor y estaba estudiado con
más detalle que el de Túnez. Nietzsche escribió, dándoselas de serio y for­
mal, que en Túnez, entre los piadosos musulmanes, quería distanciarse de
Europa. Sin embargo, la posterior poesía sobre el oasis de palmeras, que
en el fondo está relacionada con el proyecto de Biskra, no habla de mu­
sulmanes piadosos, sino de muchachas felinas que admiran y miman cari­
ñosamente al europeo que ha llegado hasta ellas.
En los apuntes de 1880 ya se nombra a Biskra. En ellos se puede leer:
«En Biskra, la ciudad del Sáhara, todas las muchachas de los pueblos ve­
cinos viven durante una época de la prostitución...; las ganancias son en­
tregadas a los padres y parecería amoral e incluso imperdonable no ex­
presar de este modo su sentido religioso». Este detalle ocupa bastante
espacio en la argumentación de Nietzsche: por un lado debía documentar
la relatividad de los conceptos morales y, por otro, demuestra que Biskra
evocaba algo más que palmeras y camellos en su imaginación.
También viene a cuento recordar aquí el motivo del por qué Nietzsche
había pensado en Gersdorff para su viaje a Túnez. Este último tenía bajo
su protección, en Venecia, a un joven artista, un dalmacio, como había te­
nido en Berlín bajo su protección al joven escultor Rau. Nietzsche descri­
bió Túnez como la tierra prometida para pintores del género, refiriéndo­
se, quizás, a lo que André Gide descubriría un par de años más tarde:
bellos muchachos árabes. La novela L 'Im m o raliste, en la que Gide cuenta
en forma de parábola su curación africana, termina en el oasis de Biskra,
donde el novelista conoce al muchacho Alí y a su hermana;—una mucha­
cha de la tribu de Ouled-Nail, quienes se ofrecen todos los inviernos a los
transeúntes de Constantine. «Cada vez que me encuentro con la mucha­
cha», termina la novela, «se ríe y bromea sobre mis preferencias hacia el
muchacho. Está convencida de que el motivo principal de mi estancia es
él. Quizás tenga razón.»
Hasta aquí llegan los ensueños de Nietzsche sobre el sur. Debemos
añadir que tales ensueños se vieron entrecruzados por otros proyectos.
En efecto, volvió a surgir el viejo plan de estudios; en una carta de junio
LA ADEPTA Y EL PROFETA [5 9 1 ]

de 1880, Koselitz hace la siguiente insinuación a su novia: «Nietzsche tie­


ne intención de trasladarse el próximo invierno a Viena», preferentemen­
te en compañía de él, Koselitz. Sin embargo, Viena, a pesar de su alegría
meridional, su música y sus muchachas ligeras, sólo figuraba en segundo
lugar, y Nietzsche le adoctrinaba: «C eteru m cerneo, prefiero las montañas
y los bosques a las ciudades y París a Viena». El sueño de París aún no ha­
bía muerto y pronto resucitaría de nuevo.
Mientras tanto, los amigos Nietzsche y Rée, reunidos en Génova, lle­
vaban a cabo el único viaje real: Montecarlo. Rée jugó y, al parecer, no
perdió, Nietzsche no jugó, sino que observó —según informaron a Kóse-
litz. Cuando Rée llegó a Roma algunas semanas más tarde, provenía otra
vez de Montecarlo, de donde había partido precipitadamente para pedir
un préstamo a Malwida: tenía prisa en devolver el dinero del viaje que le
prestó un camarero en Montecarlo, ya que se había jugado todo el dinero
que llevaba encima. Así es como lo cuenta Lou Salomé en sus memorias.
Esta conoció a Rée como jugador de Vabanque. Nietzsche, mientras tan­
to, se las daba de filósofo en Montecarlo: «Los hombres allí me resultan
tan interesantes como indiferente me resulta el oro».

Una máxima en la vida del ermitaño fue que los hombres resultaran
interesantes. De Génova no sólo apreciaba la tranquilidad, sino también
el bullicio.
Estropeaba las amistades con facilidad por culpa de sus arrebatos, pero
muy en el fondo les tenía cariño. «Quien ha conocido el dolor de decir la
verdad por encima de amistades y admiradores renunciará a hacerlo de
nuevo», anotó a principios de 1880. Pero: al poco rato de encontrarse en
compañía de sus amigos íntimos, le molestaba, le exigía demasiado esfuer­
zo la exteriorización de sus sentimientos o, en otras ocasiones, no aguanta­
ba la imposición de la necesaria cordialidad y prudencia. En dos ocasiones
incluso renunció a encontrarse con su más querido amigo, Paul Rée y, se­
gún propia confesión, en el viaje de vuelta a casa desde St. Moritz hubiese
querido escabullirse de Elisabeth, la semiimprescindible, semiinsoportable
compañera, que, justo entonces, se encontraba en Suiza cuidando de una
noble señora depresiva, «para huir de cualquier arrebato sentimental».
Wagner y Cosima también quedaron arraigados en su corazón, a pe­
sar de los críticos comentarios con los que se refería a ellos en sus escritos
y notas. Intentó un tímido acercamiento — a través de su mejor amiga y la
de los Wagner, Malwida. En enero de 1880 le preguntó: «¿Tiene buenas
noticias de los Wagner?». Y se compadeció: « E llo s también me han aban­
donado. Sabía de sobra que Wagner me dejaría de lado en el momento en
que percibiera el abismo que separaba nuestras mutuas ambiciones. Me
han contado que escribe en contra mía».
[5 9 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

¿Se engañaba a sí mismo con estos lamentos? No hay que olvidar que
la rotura de sus relaciones no se basa en unas ambiciones indefinidas, sino
en el mismo desenmascaramiento de Wagner. Y, naturalmente, sabía de
propia tinta que éste reaccionaría mal. Tampoco al año siguiente dejó de
suscribirse a las B ayreu th er B lätte r , siguió enviando sus donativos, pero
subrayó ante Overbeck que hacía tiempo que no las leía.
La carta a Malwida termina con la siguiente conclusión: «Pero soy in­
capaz de volver a relacionarme o incluso de retomar los lazos de amistad.
Es demasiado tarde». A esta frase final, no obstante, le preceden dos fra­
ses muy elogiosas: eterna gratitud para Wagner, dice que a él le debe uno
de los estímulos más fuertes para llegar a la independencia espiritual, y un
cumplido para Cosima que, según él, es la mujer más simpática que haya
conocido en su vida. Malwida podría haber interpretado la carta a su ma­
nera, hacer llegar las frases elogiosas a Bayreuth, pero en esta ocasión,
también ella lo dejó en el «demasiado tarde». En Bayreuth, mientras, se
acordaban con emoción y lágrimas en los ojos del antiguo amigo de Tribs­
chen, para ellos fallecido, cuyo lugar ocupaba ahora un ser muy distinto,
inquietante, con su mismo nombre, casualmente. Se habían apoderado de
él los poderes malignos y Cosima consideró que, a raíz de su apostasía ha­
bía cometido un pecado imperdonable: el pecado contra el Espíritu
Santo.
Es discutible si Nietzsche evitaba el encuentro con Wagner en sus via­
jes de norte a sur o si buscaba, de forma disimulada, un encuentro casual:
por lo menos en su precipitado viaje a Mesina podría haber existido la
posibilidad de cruzarse con Wagner, que se encontraba en Palermo. Y
Marienbad no solamente era un lugar que conmemoraba a Goethe, sino
que estaba cerca de Bayreuth. De camino a Marienbad se encontró con
un prelado católico que le informó de la adaptación que estaba realizan­
do Wagner del S tah at M ater, de Palestrina. La carta del 18 de julio de
1880 a Kóselitz, en la que le comenta esto último, termina, de forma brus­
ca, con una reflexión, que no hace referencia directa a Wagner: «Dejamos
verdaderam en te de autoestimarnos, cuando d ejam os de ejercernos en el
amor hacia los otros: por lo que esto último (el cese) no es aconsejable».
No es hasta un mes más tarde, cuando llega, todavía desde Marienbad, el
comentario a esta máxima: «Yo, por mi parte, sufro terriblemente cuan­
do no se me dispensan sentimientos de simpatía; y, por ejemplo, no hay
nada que pueda subsanar la pérdida, en los últimos años, de la simpatía
que sentía Wagner hacia mí. ¡Cuántas veces sueño con él, y siempre en
nuestras reconfortantes reuniones! Jamás nos hemos cruzado palabras
malintencionadas, en mis sueños tampoco, en cambio sí palabras alegres
y alentadoras, y puede que con nadie me haya reído tanto».
Se trata de un párrafo clave para poder entender a Nietzsche. Nietzs­
che tenía realmente un lado alegre, entretenido, siempre dispuesto a gas­
LA AD E P T A Y EL P R O F E T A [5 93]

tar bromas. Muchos conocían esta parte de su carácter, y Elisabeth no se


cansaba de subrayarlo continuamente. Pero de repente sucumbió, su ca­
rácter se volvió sombrío, se refugió en sus ideas y repitió continuamente
sus sermones, lo que a Kóselitz se le hizo insoportable en Venecia, porque
se le contagiaba y le ponía de mal humor.
La carta escrita en Marienbad tiene una segunda parte que aclara to­
davía más la problemática de Nietzsche: «Se acabó», dice en un punto,
«¡de qué sirve tener una parte de razón en con tra suya! ¡Como si, de esta
manera, se pudiera borrar de la memoria la simpatía perdida! Ya he vivi­
do cosas parecidas anteriormente, y seguramente volveré a vivirlas. Para
mi vida y mi pensamiento, éstos son los sacrificios más duros —incluso
aún ahora se tambalea toda mi filosofía después de pasar una hora en agra­
dable conversación con gente completamente desconocida: me parece
absolutamente estúpido querer tener razón para conseguir que nos amen,
y renunciar a la p o sib ilid a d de h ab lar sobre lo que más nos importa para
no perder la simpatía que se nos dispensa.»
Nietzsche demuestra una extrema clarividencia, un gran conocimien­
to de la problemática sobre la felicidad y la grandeza, de saber ceder y sa­
ber imponerse, de la vida ahora y de la que, gracias a la celebridad alcan­
zada, permanece en el recuerdo. Continuamente vuelve a hacerse notar la
tentación de «yo también quiero llegar a disfrutar de una sensación de
bienestar». Nietzsche, como hombre blando que es, ha de oponer a esta
tentación toda su voluntad, su fuerza, su dureza arduamente adquirida.
Según escribió Overbeck, Nietzsche no era realmente un gran hombre,
«pero lo que verdaderamente perseguía era alcanzar la grandeza; le do­
minó, en el curso de su existencia, la ambición».

La nueva y extraña amistad de Nietzsche, la última alianza en la nueva


etapa de su vida tiene relación con la perdida simpatía de Wagner y el re­
cuerdo de la vieja hermandad entre filosofía y música: se trata de Heinrich
Kóselitz, al que llamaremos a partir de ahora Peter Gast, tal como lo re­
bautizó Nietzsche. Nietzsche, el psicólogo, lo captó enseguida: era un chi­
co de provincias, de la región de los Montes Metálicos, con estudios me­
dios, que había adquirido cultura por sus propios medios y gracias a una
próspera lectura. Un chico, atraído por el arte, que, en vez de adquirir un
oficio razonable, estudiaba música y a quien la pequeña ayuda mensual pa­
terna no le permitía, al mismo tiempo, ganar experiencia musical, seguir sus
estudios y hacer prácticas. Un muchacho, por fin, atraído, como tantos
otros jóvenes, por la aureola de Wagner, que imitó al maestro en su peina­
do y en la forma de llevar la barba, que intentó contactar con él a través de
su discípulo, Nietzsche, y del gobernador de Basilea, y que terminó, final­
mente, como discípulo del discípulo, reconociendo la grandeza de éste.
[594] FRIEDRICH NIETZSCHE

Éste fue su primer mérito. El segundo aún fue mayor. Resultó ser un
ayudante extremadamente hábil y leal. Tomaba apuntes al dictado, desci­
fraba la letra de Nietzsche, la leía y hacía correcciones. Proponía peque­
ños cambios de forma humilde, trabajaba rápida y constantemente, y, en
caso necesario, estaba dispuesto a sacrificarse. Nietzsche no podría haber
inventado un ayudante mejor. Encima siguió siendo modesto, se dirigía a
él como señor profesor, prestaba sus servicios en señal de amistad y re­
chazaba cualquier remuneración.
Por supuesto que también tenía sus debilidades: era patoso, no tenía
modales, y había excitado inútilmente los ánimos de los ciudadanos de
Basilea a raíz de su enemistad con el director de orquesta de la ciudad.
Pero, por encima de todo, era un hallazgo y Nietzsche lo cuidaba.
Podemos decir, retrospectivamente, que era el único amigo de Nietzs­
che sin renombre, un autodidacta, tanto en su faceta de músico como en
la de persona pensante, un iluso, que casi todo lo que sabía lo había saca­
do de los libros. Le ocurría lo mismo que al diletante de Nietzsche con sus
composiciones: a nadie le interesaban. El intento de Gast de escribir un
libro sobre Chopin fracasó tras las primeras frases. En el fondo era una
persona bondadosa, pero en ocasiones se mostraba también muy obsti­
nado, y su relación con Nietzsche se debatía entre la gratificante sensa­
ción de estar al servicio de una persona de mayor nivel, por una parte, y
una fuerte y esporádica rebeldía contra su trabajo de buen samaritano,
por otra. Esta rebeldía, sin embargo, únicamente la aireaba en las cartas a
su novia. «En muchas ocasiones sentía tanto odio a Nietzsche, que le mal­
decía y le deseaba la muerte y el infierno entre los gestos más espasmódi-
cos», se confesaba con su novia de Steiermark, pero se daba cuenta de sus
crueles sentimientos «cuando volvía a acordarme de los fructíferos estí­
mulos que le debía a Nietzsche, de la gran soledad en la que se había que­
dado este pobre hombre ciego y sublime, tras haber sido abandonado por
todos sus amigos que no toleraban la libertad de pensamiento: ¡Overbeck
y yo somos los únicos en quienes sigue encontrando apoyo!»
Gast era una persona insignificante que se ayudaba a sí mismo gracias a
la devoción por un personaje de magnitud. Se convirtió, por lo tanto, en el
lestinatario preferido de Nietzsche y, en los últimos tiempos, en la persona
(ue le bendecía, que ni siquiera se dejaba asustar por los últimos y démen­
os mensajes —era un verdadero apóstol. En las situaciones más precarias,
orno por ejemplo la desavenencia entre Nietzsche y su hermana a causa de
Jlo u Salomé, prefería quedar fuera de juego. Perdió la lucha por la publica­
ción de las obras de Nietzsche, Elisabeth le tuvo sometido a chantaje y aún
dio gracias de haber podido editar para sí mismo las cartas de su mentor.
Sólo en una ocasión tuvo suerte. Cuando estalló la guerra, compuso el
poema de Isolde Kurz titulado «Espada alemana 1914», que empieza con
los siguientes y vigorosos versos:
LA ADEPTA Y EL PROFETA [5 95]

La envidia nos priva de un lugar bajo el sol


espada en la vaina
envueltos de enemigos cual nube gris
diez contra uno, reflejo en el arma...

En vísperas de guerra, Gast escuchó el poema cantado por recios co­


ros masculinos acompañados al órgano. «¡L a guerra es fabulosa!, escri­
bió, «nos ha planteado retos que no hubiésemos podido resolver con tal
solvencia.» Gast tenía entonces sesenta años, ya no lo podían reclutar y
escribió cuatro marchas militares: una marcha imperial (como Wagner),
una marcha del príncipe heredero Rupprecht, una marcha triunfal sobre
Varsovia y una marcha con el título de ¡S ig a ad e lan te ! No era ni mejor ni
peor que sus contemporáneos. Con sesenta y siete años estaba tan ciego
como lo había estado Nietzsche en la época en que le ayudó, y seguía en­
viando incansablemente sus composiciones a los directores de orquesta
que, por otra parte, no las representaban.
Si queremos juzgar el extraño gesto de Nietzsche de equiparar a Gast
con los genios, de elogiarlo como gran compositor, considerarlo como a
un igual, incluso como una importante figura intelectual, no debemos
perder de vista la verdadera personalidad de Gast, su verdadera dimen­
sión. Todo comenzó de forma inofensiva. Nietzsche empezó a tratarlo
con una cortesía excesiva, elogiando sus trabajos de escribiente y correc­
tor como si fueran obras maestras. Para Nietzsche era importante animar
al ayudante, por lo que no ahorraba en superlativos.
Sin embargo, con la carta de nombramiento del 5 de octubre de 1879,
que ya hemos citado más arriba, comienza una nueva tendencia. Ahí se
lee en negro sobre blanco, como una llamada al artista: «¡Sófocles venía
tras Esquilo!». Traducido significaba: después de Wagner viene Kóselitz
y, como el nombre de Kóselitz es realmente inadecuado en este caso, pues
Gast. En una carta de julio de 1880 le escribe a Kóselitz, ahora Gast, con
otro acento: «D e vez en cuando resuena en mi interior un eco de la músi­
ca de Chopin; fue usted quien consiguió que me acuerde de él en estos
casos y que me pierda en especulaciones sobre las más variadas posibili­
dades».
Por lo tanto, a Gast no le queda otro remedio que componer, en el lu­
gar de Nietzsche, como si fuera su suplente, el post y super Wagner. Pro­
bablemente fue Nietzsche quien le sugirió el libreto sobre un poema de
Goethe, titulado B rom a, astu cia y ven gan za , escrito al estilo de la italiana
Commedia dell’Arte, una cosita delicada, justamente lo contrario de la
pompa y trascendencia de Wagner. Gast, que se ha saltado medio siglo de
contemporaneidad musical en su formación (a excepción de la exaltación
juvenil por Wagner), permanece fiel a los acordes mozartianos. Sin em­
bargo, se atreve con ello y recibe elogios exagerados de Nietzsche, aun
[5 9 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

cuando éste no había recibido más que la noticia: «Lo que me acaba de
notificar..., me dejó ayer atónito, me pasé algunas horas sumergido en una
feliz embriaguez». ¿Por qué todo esto? Porque finalmente ha encontrado
a su eco: si é l no sabe (poco a poco tendrá que aceptarlo) entonces será
Gast su a lte r ego, un joven compositor, influido por él, inventado por él,
cuyo nombre es, incluso, creación suya. Cuando Gast le envía algunos ac­
tos de la zarzuela, silba las melodías. Y, al estilo de sus libros de senten­
cias, añade: «La música se demuestra verdaderamente buena si se puede
tararear; los alemanes, sin embargo, nunca han sabido cantar y siempre
cargan con sus pianos: de ahí el énfasis por la armonía». Una frase poco
afortunada si consideramos que él mismo tocaba solamente música para
piano, que buscaba pianos por donde quiera que anduviese, y que, mien­
tras vivía junto con Gast en Venecia, se dedicaban a hacer música duran­
te horas, al piano, naturalmente. Gast tocaba Chopin, Nietzsche tocaba
Nietzsche.
Nada más acabar la zarzuela de Goethe, Nietzsche apremia a Gast a
comenzar con otra obra: una readaptación de E l M atrim on io secreto de
Cimarosa, una encantadora ópera b u ffa de la época de Mozart, que figu­
ra todavía hoy en día en los programas operísticos.
«Siga fiel a su proyecto de E l M atrim on io seg reto », le anima Nietzs­
che. «N o existe todavía ópera alguna que haga sentirse a un nórdico
como si estuviera en el sur — ¡esto queda reservado para u ste d !» Lo que
aquí surge es evidencia: el sur contra el norte, la gracia y la transparencia
contra la pompa y la solemnidad, Cimarosa renacido contra Wagner.
Cuando la partitura de B rom a, astu cia y venganza está acabada (para
Nietzsche, un trabajo de filigrana y orfebrería), canta victoria y lanza los
mejores elogios: sus propias obras, según dice, tienen un aire de inacaba­
das, porque él es un hombre de aforismos, « \s u deber es, en cambio,
revelar en su arte las leyes superiores de estilo... su deber es mostrar nue­
vamente un arte acabado!». Gast como artista en su lugar, lo dice expresa­
mente: «...con estas perspectivas gozo de un perfeccionamiento de mi
propia naturaleza como si ésta se reflejara en un espejo».
No hay duda alguna de que Nietzsche habla en serio, y es en este afán
de crear forzosamente un rival genial de Wagner donde se delata su pato­
logía: la sumisión de la realidad al ensueño. En los días de. ensueño de
agosto de 1881, se identifica con el paisaje de Sils-Maria («no parece Sui­
za..., es muy distinto, mucho más meridional») de la misma manera como
se identifica con la música de Gast («su m úsica y este p a isa je » ). La carta
en que escribe esta frase es una de sus mayores extravagancias. De ella ha­
blaremos más adelante.
La — falsa— noticia del interés que hay en Viena por la zarzuela de
Gast, pone a Nietzsche en éxtasis y apela a Gast a dar a conocer, «tras la
primera solemne introducción», su nueva v o lu n tad estética a través de al­
LA A D E P T A Y EL P R O F E T A [5 9 7 ]

gunos escritos elocuentes, con el fin de eliminar cualquier confusión en


torno a la única interpretación posible de su obra».
Cuanto mayor es el patetismo, más a gusto se siente Gast: «Personas
como usted han de lanzar sus palabras hacia adelante para luego saber re­
cuperarlas con los hechos». Gast sueña con ser, al mismo tiempo, Wagner
y Nietzsche, compositor y renovador cultural; el verdadero Gast, sin em­
bargo, es decir, Heinrich Kóselitz, de Annaberg, un completo desconoci­
do en el mundo de la música, escribe alegres poesías populares para las
F liegen den B lätte r. La cantante Lucca, a quien envía algunos actos de su
zarzuela, ni siquiera se molesta en contestarle. Viena permanece muda.
Nietzsche, no obstante, es incansable. Se vuelca en las composiciones
de Gast como si de su propia obra se tratara, escucha óperas de Rossini y
Bellini para aprender de ellas, y juega ya con la idea de mandar E l M atri­
m on io secreto a la reina de Italia, al mejor estilo alemán y como recom­
pensa por haber secuestrado el libreto italiano al bárbaro norte (¡con qué
ansia aspira siempre a los máximos rangos!) En noviembre de 1881 oye
cantar a la jovencísima Emma Nevada y enseguida deja volar de nuevo su
imaginación: «Ahora ya sólo pienso en N au sik aa , un idilio con danzas y
todas las maravillas del sur, junto al mar; música y texto serán de mi ami­
go Gast y me imagino N au sik aa cantada por Emma Nevada». Las divaga­
ciones de Nietzsche traen a la memoria al rey de Munich, Luis, oscuro y
depresivo, que cuenta también, entre su corte, con un amigo compositor
que transforma los sueños en dulces figuras y sonidos mágicos. Para
Nietzsche, ya sólo cuenta N au sik aa, los bailes puros, inocentes y meridio­
nales, sensuales y no pomposos — el remedio a lo que más tarde llamaría
sin rodeos la sexualidad de Wagner.
Gast el torpe es prácticamente al mismo tiempo Gast, el buen Dios.
«Todo lo que haga Gast está bien hecho», bromea Nietzsche, y «¡en sus
manos me encomiendo a Dios!»; también se inventa la expresión de G as-
tu s ab sco n d itu s. Pero como en realidad Gast es un pobre diablo, olvida­
do de Viena y del resto del mundo, Nietzsche convence a Rée y Over­
beck para que le compren la partitura de E l M atrim o n io secreto por
6.000 francos —al estilo de como Wagner hizo dinero con sus partituras.
Gast se muestra reticente a aceptar el dinero, aprecia el valor de su inde­
pendencia, pero sí calan en su ánimo los continuos elogios. Cuando
Wagner muere en Venecia, en 1883, Gast se queda pensativo, de pie,
ante el Palazzo Vendramino: «Han pasado muchas cosas por mi mente,
porque aquí, en Venecia, soy oficiosamente hijo y heredero de Wagner».
Nietzsche escribe a raíz del mismo motivo: «En lo que se refiere al Wag­
ner genuino, aún me gustaría ser, en gran parte, su heredero» —herede­
ro subrayado.
[5 9 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Aún hay otro motivo para la extraña amistad entre Nietzsche y el in­
significante compositor Kóselitz-Gast. Nietzsche necesitaba, consciente o
inconscientemente, un simpatizante, un compañero, que le librara de la
sospecha de ser simplemente un loco. Este papel lo había jugado en su día
Rohde, cuya amistad le ayudó a superar el fracaso de E l N acim ien to de la
traged ia; ahora necesitaba elevar a su nivel a Kóselitz, aunque no estuvie­
ra a la altura de Rohde. «Juntos y cogidos de la mano, miramos hacia ade­
lante y hacia atrás», escribió Nietzsche a Kóselitz, argumentando que la
persona en soledad es considerada un loco; en cambio, de la unión a dos
nace la sabiduría y la confianza, el coraje y la salud mental. En cuanto a la
condición de Kóselitz, con una carrera de estudios medios, oriundo de
Annaberg, Silesia, que era inferior a la de Rohde, hijo de patricios de
Hamburgo y renocido erudito, Nietzsche se preocupaba de procurarle
más talento, de convencerse a sí mismo de la aún no descubierta geniali­
dad de Kóselitz.
En realidad, en 1881 la autoestima de Nietzsche había llegado a un
punto muy bajo. A lb a, un nuevo libro de aforismos, le parecía «un libro
de mucho contenido, pero... muy denso». Temía ser la ruina para el edi­
tor Schmeitzner a causa de sus invendibles libros. Deseaba conocer algu­
nas reacciones sobre ellos, porque la crítica de Rohde, siendo como era
un lector partidario de su causa, no le servía para sacar conclusiones, y así
se daba a pensar que la opinión sobre su obra, expresada por otros lecto­
res no partidarios, era nefasta.
Pero, una vez publicada su nueva obra, escribió a casa en un tono
muy distinto. La certeza de que su misión en la vida era la de enseñar el
camino a otros, enterraba o marginaba la falta de confianza en sí mismo.
«Dentro de dos semanas os llegará mi nuevo libro», les anunció. «M i­
radlo con ojos benevolentes, porque es esta obra la que inmortalizará
nuestro nombre, que no es precisamente muy bonito.» Esta carta, cuyas
previsiones resultarían ciertas, fue escrita el 11 de junio de 1881 por su
autor, prácticamente desconocido por aquel entonces. Sin embargo, al­
gunos días más tarde, el tono cambia otra vez: «Mi querida y estimada
hermana, ¿tú crees que se trata de un lib ro ? ¿Incluso tú me consideras
todavía un escritor?». Y qué si no, podría haber contestado Elisabeth
con razón, habiendo sido la máxima ambición de su hermano el conver­
tirse en escritor. Las siguientes frases la iban a instruir. Escribió: «H a lle­
gado mi hora», una frase muy familiar para cualquier lector de la Biblia,
precedida de esta otra: «Todavía no ha llegado mi hora». A lb a , según
Nietzsche, no es un libro, sino un mensaje, y el autor no es un escritor,
sino un profeta.
Nietzsche advertía a todo el mundo que la nueva obra se tenía que
leer como un mensaje, escrito por un profeta, y se lamentaba de que
«mis familiares más próximos tienen muy poca fe en mí». Y otra adver­
LA A D E P T A Y EL PR O FE TA [5 99]

tencia, la de enviarle «ahí arriba, donde discurro sobre el futuro de la


humanidad» únicamente buenas noticias. Su mesianismo se ha extendi­
do ahora a toda la humanidad. «E l sufrimiento del individuo lo ha de
soportar la humanidad entera», escribe a Elisabeth, como indicación
antes de levantarle la prohibición de leer su obra («Las hermanas, al fin
y al cabo, gozan de algún privilegio»). Le recomienda leer A lb a bajo un
punto de vista muy personal, «que es, en el fondo, lo que más necesita
tu hermano, lo que le es de menester, lo que, al mismo tiempo desea y
no quiere».
A continuación, nuevas frases proféticas: «N o se puede explicar con
una palabra hasta dónde llegan mis ambiciones — y aunque existiera
esta palabra, no la revelaría. Todo depende de las circunstancias favora­
bles, pero imprevisibles». Nietzsche, tal como hicieran los profetas,
acentúa sus ideas inconcebibles (pero no incomprensibles): «Mis bue­
nos amigos (y, en general, todo el mundo) desconocen mi personalidad,
porque nadie se ha parado a pensar sobre ella; yo mismo revelaba muy
poco de las cosas que más me importaban, aunque no lo pareciera».
Ello quiere decir, que las cosas que más le importan no constan en los li­
bros publicados hasta este momento, sino que se revelarán a partir de
ahora.
Sólo hay un paso de lo sublime a lo ridículo: a continuación le pide a
Elisabeth acondicionar un taller (sí, un taller) para sus cuadernos de
apuntes, que tendrían que ser como mínimo cuatro al año, cada uno de
unas cien hojas, de papel blanco y de alta calidad. Todos los que quieran
hacerle un favor podrían dedicarse a hacer cuadernos de apuntes. «Mi si­
tuación en este sentido es denigrante». ¡Qué extravagantes manías de
profeta! ¡Jesús en busca de pergaminos de mayor calidad para sus evan­
gelios! Es muy fácil ridiculizar esta petición, que, en el fondo, demuestra
que Nietzsche sigue siendo un escritor, aunque reniegue de ello, preocu­
pado por una adecuada y buena herramienta de trabajo.
Con Gast se mostraba algo menos bíblico y patético. Pero también a
él le comunica, en una carta desde Marienbad, en agosto de 1880, su nue­
vo criterio sobre la grandeza: «Nadie habrá pensado tanto desde la última
vez que Goethe pasó por aquí, y ni siquiera Goethe se habrá planteado
cosas tan fundamentales». Un juicio de líneas muy generales, pero en vis­
ta de lo que verdaderamente pensaba Nietzsche se puede perdonar la
osadía de la frase. Sin embargo, a continuación anota unas extrañas ob­
servaciones. Dice haber notado en el bosque la mirada de un hombre cla­
vada fijamente en él, y que en aquel momento se dio cuenta de que en su
rostro se había marcado, desde hacía horas, la expresión de una gran feli­
cidad. Y sigue diciendo que hay muchos polacos en Marienbad que le
consideran como a uno de los suyos, y que no se lo creen cuando dice que
es suizo. Uno de los polacos se despidió de él con el corazón encogido,
[600] FRIEDRICH NIETZSCHE

porque consideraba que Nietzsche era totalmente polaco, pero que su co­
razón lo había dejado en otro lugar.
La primera anécdota está relacionada, en el fondo, con la segunda. En
el libro de huéspedes consta como el desconocido profesor Nietzsche
—sin embargo, irradia de él una idiosincrasia excepcional, la felicidad del
alumbramiento y, como sello a su excepcionalidad, la ascendencia polaca
en la que quiere creer sobre todo lo demás, porque anula su vulgar as­
cendencia de pequeño burgués de Naumburg. Estas anécdotas son la
prueba de su exaltación, que deja atrás la normalidad, la salud y la razón.
La felicidad solitaria de Marienbad tiene su continuación en Génova.
En noviembre de 1880 escribe a Overbeck que él, Nietzsche, corre el pe­
ligro de volverse mezquino como consecuencia de las precarias situacio­
nes en las que se ve obligado a vivir, pero que este peligro era el necesario
contrapeso a sus «deseos de altos vuelos que me dominan de tal manera
que me volvería loco si no tuviera un buen contrapeso». Reconoce que su
demencia, apenas superado el último ataque, vuelve a perseguir metas in­
creíbles.
En Marienbad, la felicidad estaba marcada en su rostro; en Génova se
abandonaba a visiones sobre dulces y deseables objetivos. Todo contri­
buye a la llegada de una próxima revelación, anunciada ya en A lb a. Y, en
relación con todo ello, la exigencia de una soledad total: «Durante algún
tiempo tengo que vivir lejos de los hombres, en una ciudad cuyo idioma
desconozca, repito, tengo qu e vivir; ¡no temo nada!». Demencia, geniali­
dad, ambas cosas a la vez, o algo muy distinto.
Quién, sino él, osaría hablar de esta forma: «Vivo como si no existie­
ran los siglos y me pierdo en mis pensamientos sin tener en cuenta la fe­
cha ni los periódicos». A ser posible, vivir sin tener relaciones, sin corres­
pondencia. Cuando Rée, entusiasmado por la obra A lb a, pregunta, a
través de Elisabeth si podría hacerse útil en Sils-Maria, Nietzsche le co­
munica a su hermana que no se siente capaz de rechazar la visita de Rée,
pero que en realidad considera un enemigo a todo aquel que interrumpe
su trabajo: «...un hombre que interrumpe la floreciente materia de mis
pensamientos es una cosa terrible». No se debe tomar esta frase a la lige­
ra, no son remilgos; y empieza de nuevo a mostrarse inquietante cuando
vuelve a citar el evangelio, definiendo su labor como «es preciso hacerlo».
Al final logra anular la visita de Rée por la vía diplomática, elogiándo­
le y diciéndole que en la imagen de Rée ha podido purgar su alma, eleva
a su amigo a la máxima categoría, mientras se define a sí mismo como
«fracción y miseria deambulante». Después, una táctica disuasoria: «Aquí
hace frío y mucho viento, hace poco incluso nevó durante todo un día».
Opina que la Engadina no es lo más adecuado para su señora madre, que
piensa acompañarle. Teniendo que renunciar, desgraciadamente, al feliz
encuentro, «permanezcamos juntos, pues, en las alturas de los pensa­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 0 1 ]

mientos valerosos, de la clarividencia», etcétera. Sólo hay una frase senti­


da de corazón: «... y necesito de la so le d ad ab so lu ta, no como un capricho,
sino como condición para soportar, q u izás , la vida durante algunos años
más...».
No cabe duda de la seriedad de estas frases. La amenaza de muerte
cercana o lejana, morir pronto o dentro de algunos años, el tiempo pro­
ductivo calculado por cuartos de hora, la gran conciencia de una misión
a cumplir —todo eso le preocupa, bulle dentro de él, casi le rompe en pe­
dazos. Debemos leer, sobre la base de estos sentimientos, la confesión que
escribió a Gast el 14 de agosto de 1881, en medio de la fantástica sensa­
ción de estar finalmente curado:
«¡A sí estamos, mi querido amigo! El sol de agosto nos alumbra, el
año se va consumiendo, en los montes y los bosques empieza a reinar la
calma. Me han aparecido unas ideas en el horizonte que jamás hubiera
imaginado —pero no quiero hablar de ello, quiero mantenerme dentro
de una imperturbable serenidad. ¡Supongo que todavía tendré que vivir
algu n o s años! Mi querido amigo, a veces sospecho que vivo una vida
muy peligrosa, porque pertenezco al tipo de máquinas que pueden e sta­
llar. La intensidad de mis sentimientos me da risa y me hace estremecer
—me ha ocurrido ya un par de veces no poder abandonar la habitación
por el irrisorio motivo de que se me habían infectado los ojos: ¿de qué?
En ambas ocasiones coincidió que el día anterior había llorado demasia­
do durante mis caminatas, y no se trataba de lágrimas originadas por el
pesar, sino de lágrimas de júbilo; mientras lloraba, cantaba y decía tonte­
rías, iluminado por una nueva visión que ningún hombre anterior a mí
había percibido».
No existe otro pasaje en toda la obra de Nietzsche que exponga con
tal claridad su grandeza y su miseria. Con «la nueva visión» insinúa lo que
le autoriza a sentirse, sino superior, al menos sí más perspicaz que Goet­
he (a quien conoce) o que Jesús de Nazaret (a quien no conoce). El 29 de
noviembre le escribe a Elisabeth desde Génova: «Puede que algún día lle­
gue el tiempo en que las águilas eleven tímidamente su mirada hacia mí,
como en aquel cuadro de san Juan que tanto admirábamos de niños», La
intensidad de los sentimientos explica lo que le pasó por primera vez en
el valle Maderaner: una conmoción absoluta, expresada en lloros y risas,
en gritos de alegría y balbuceos. Estos ataques, peores que los otros, le
torturan y le reducen, pero producen un efecto totalmente contrario — de
encanto dionisíaco, de transfiguración mística.
Pasar por un trance así ha de ser muy inquietante. La situación es
anormal en todos los sentidos, una actitud de éxtasis, de estremecimien­
to, con el peligro acechando, una actitud para la que Nietzsche utiliza la
metáfora de la máquina que va a estallar. Una situación, en fin, y sin duda
alguna, que se refiere a la demencia, al ataque cerebral como la causa que
[602] FRIEDRICH NIETZSCHE

destroza la vida y la razón. Debemos aprobar la argumentación de Nietzs-


che, admirar su clarividencia. No hace falta hacer un diagnóstico más pre­
ciso. La persona que nos ocupa, que piensa y siente, siempre piensa y
siente al borde de la locura, tendiendo hacía ella.

La locura, por lo tanto, ya no es una enfermedad orgánica, causada


por el tumor cerebral, sino un proceso moral: la autoelevación del pen­
samiento. Ampliaremos este punto algo más adelante, cuando hablemos
de las obras de este período — A lb a y su continuación, L a gaya c ie n á a .
Ahora aún estamos en agosto de 1881, en cuyo horizonte aparecen pen­
samientos «jamás imaginados», la «nueva visión», con la que Nietzsche
cree ponerse por delante del resto del mundo.
Las vivencias de aquel agosto las recogió Nietzsche nuevamente, al
borde de la locura, en el E cce hom o , como preludio al Z aratu stra. Este
texto también merece toda nuestra atención —sin embargo, no se debe
leer el E cce hom o como un documento histórico. «Seguidamente voy a
contar la historia de Zaratustra», así comienza el famoso y siempre citado
párrafo. «En agosto de 1881 se gestó el concepto fundamental de la obra,
la id ea d e l eterno retorno, la máxima fórmula posible de la afirmación: el
concepto se encuentra en una hoja cualquiera, en la que, como firma, se
puede leer: a 1.800 metros de los hombres y del tiempo.» Aquel día, se­
gún cuenta Nietzsche, paseaba por el bosque a orillas del lago Silvana, pa­
rándose, cerca de Surlei, delante de un enorme bloque de piedras amon­
tonadas en forma piramidal. «Allí es donde se me ocurrió la idea.»
Según Nietzsche, el alumbramiento del Z ara tu stra , su perfecciona­
miento final, ocurrió dieciocho meses más tarde (es decir, dos veces nue­
ve), en febrero de 1883, en la «hora santa... en la que murió Ricardo Wag-
ner en Venecia». Nietzsche, como en muchas otras ocasiones juega aquí
con la mística numérica; su reencarnación, en agosto de 1881, y la muer­
te de Wagner sirven de soporte para la obra. Pero hay todavía algo más in­
teresante: este texto milagroso, del que ya se habla en E cce hom o, se en­
cuentra recopilado, de forma ordenada, en su cuaderno de notas número
11 que empezó a utilizar en la primavera de 1881, y en el que destacó la
frase: «A principios de agosto de 1881 en Sils-Maria, a 1.800 metros so­
bre el mar y ¡muy por encima de todo lo humano!».
Este tratado es en realidad un proyecto para un libro titulado L a se ­
gu n da llegad a d e l congénere en cinco partes, de las cuales los que más nos
interesan son las partes cuatro y cinco. «Parte 4: El inocente. El individuo
como experimento... Parte 5: El nuevo peso pesado; el eterno retorno del
congénere. La importancia infinita de nuestros conocimientos, nuestros
errores, nuestras costumbres, nuestras formas de vida para todo lo que nos
espera en el futuro. ¿Qué hacemos con el resto de nuestras vidas —noso­
LA A D E PT A Y EL P R O F E T A [6 0 3 ]

tros, que hemos pasado la mayor parte de ella en la casi absoluta ignoran­
cia? E n señ am os la docencia —es el remedio más eficaz para asu m irla noso­
tros mismos. Nuestra bienaventuranza como maestra de la máxima do­
cencia.»
El proyecto de la parte 4 se extiende algo más en frases confusas, for­
muladas con pesadez, que ya no denotan el encanto de la revelación, sino
sólo la dificultad de transformar la observación en expresión —si es que
realmente se trataba de observaciones y no solamente de ideas imagina­
rias. Al principio se encuentra una frase clave sobre el término infantil:
«Adoptamos posturas infantiles hacia lo que antes significaba el sen tid o
de la ex isten cia», es decir, el trabajo y las pasiones (más adelante se deno­
mina a la vida «un juego de niños vigilado por el sabio»). Nosotros, los ni­
ños, somos recién nacidos de la inocencia, estamos por encima del bien y
del mal, del deber, de la pasión — somos libres.
Hasta aquí está claro. «Pero ahora viene la percepción más aguda que
lleva a replantear toda clase de vida: debem os procurar un exceso de lib i­
do, y al contrario, hay que buscar la propia aniquilación como el mejor re­
medio contra la aniquilación de la humanidad.» Una frase enrevesada,
con un lenguaje poco dúctil, que tiene muy poco que ver con la habitual
habilidad estilística de Nietzsche, su retórica fuerza de convicción. La fra­
se plantea la pregunta sobre el sentido de la existencia sin una aspiración
superior: ¿Para qué? El placer es el escapismo que debe hacer más lleva­
dera la existencia. El debe está doblemente subrayado en la frase. De otra
forma no queda más que el suicidio, y la propia muerte lleva consigo la
aniquilación de la humanidad.
¿Hasta qué punto? El que posee la visión de los 1.800 metros sobre
el nivel del mar está totalmente convencido de que tiene entre sus manos el
destino de la humanidad. Por esto, despectivamente, pone el sentido de
la existencia entre comillas. «Nuestra aspiración de darle sentido a la vida
nos lleva a considerar todo como en gestación, a negamos como indivi­
duos, a procurar tener un am plio campo de miras, a v iv ir buscándonos
ocupaciones y siguiendo nuestros instintos, para poder ver con los ojos
abiertos, para poder entregarnos tem poralm ente a la vida y, finalmente,
dominarla: los instintos son la base de toda percepción, pero saben cuán­
do se vuelven contrarios a ella: en suma, hay que esp erar para saber hasta
qué punto pueden incorporarse la sabiduría y la verdad a la propia per­
sonalidad —y hasta qué punto puede cambiar una persona si ya sólo vive
para p rofu n d izar en e l con ocim ien to.»
Lo más importante para el creador de este nuevo proyecto universal
es nuestra negación como individuos. El individuo lleva una existencia
solitaria, mientras que el hombre dionisíaeo llega a confraternizar con la
humanidad en general, para poder disfrutar, celebrar su existencia, como
dice aquí — acumular mucho conocimiento gracias a un amplio campo de
[604] FRIEDRICH NIETZSCHE

miras. Se trata de ion pensamiento filosófico que parte, como todo pensa­
miento filosófico de Nietzsche, de una gran experiencia personal y mu­
chos sentimientos. En otra anotación, efectuada en la época de A lb a se
puede leer: «¡E s extraño! En todo momento tengo la impresión de que
mi historia no es solamente una historia personal, sino que ayudo a mu­
chas personas con mi manera de vivir, de enseñar y de escribir: tengo la
sensación de que hablo a una mayoría en un tono confidencial, serio y
consolador». En otra anotación para el proyecto del libro, fechada el 26
de agosto, se dice: «La constante transmutación —tenemos que pasar, en
un corto espacio de tiempo, por muchos individuos».
Pueden tacharse estas elucubraciones de místicas o dementes, pero
no se las debe subestimar como rasgo esencial de la forma de ser y de pen­
sar de Nietzsche. En la así llamada carta demente, escrita a Jacob Burck-
hardt en enero de 1889, solamente se adjudica nombres propios en afir­
maciones globales: «Yo soy Prado, también soy el padre de Prado, me
atrevería a decir también que soy Lesseps... en el fondo, y lo que me pone
en una situación incómoda, porque soy una persona modesta, es el hecho
de que soy cualquier nombre histórico...». Con el paso de los años se pue­
de observar una agudización de la confusión del yo, de la disyuntiva del
yo: desde ensueños e ilusiones — el conde polaco, Colón, el príncipe D o­
ria —hasta lo que se denomina en los psiquiátricos como megalomanía.
Dos argumentaciones se desarrollan a partir de la idea básica sobre
«unidad en la diversidad»: en primer lugar, un proyecto vital y, en segun­
do lugar, una filosofía de lo gestante. El proyecto vital prevé para noso­
tros, que tomamos parte en la filosofía de Nietzsche, un cambio regular
en la forma de vida: «...sumergirse temporalmente en la vida para, des­
pués, observarla temporalmente». Entregarse al lector significa «vivir
ocupado y siguiendo los instintos, p ara abrirse los ojos». El para está sub­
rayado dos veces, la participación en la vida es concebida de forma ligera,
no seria, porque si fuera seria no se podría renunciar a ella en favor de la
única pasión válida, la pasión por el conocimiento. Los errores y las pa­
siones son fuente y poder del conocimiento, con el peligro de convertirse
en adversarios de él si se hacen demasiado fuertes.
La fabulación sobre este juego con la vida tiene su parte práctica, o
utópica, si se prefiere, pero Nietzsche en su demencia reniega de la uto­
pía en favor del poder absoluto que concede al mundo un' nuevo orden.
En un fragmento sobre la educación Nietzsche remarca expresamente:
«Hemos de crear seres dominadores, superiores, atentos al juego de la
vida, que p articip en , un poco por aquí, un poco por allá, sin dejarse arras­
trar d e m a siad o .» Según se lee en el fragmento, estos sabios tendrán el po­
der, porque solamente ellos dejarán de utilizarlo de forma unilateral. La
idea se desarrolla de forma entemecedora: «Al principio se les da dinero
en la mano, como un factor educacional (¡los primeros educadores ten­
LA AD E PT A Y EL P R O F E T A [6 05]

drán que educarse a sí mismos!...». Podemos observar que Nietzsche, en


una superior espiral de pensamientos, vuelve a su idea de la retirada a un
monasterio para lo cual hay que buscar nuevas fuentes de financiación.
Pero los educadores no deben, naturalmente, permanecer en el monaste­
rio. «D e esta forma se va formando una nueva clase regente», termina el
fragmento.
Esta doctrina vital, en un principio, poco o nada tiene que ver con la
idea del eterno retorno d e l sem ejan te , el segundo elemento de la gran re­
velación de agosto de 1881. Una primera conclusión llevaría a pensar en
un progreso constante, en un liderazgo de la humanidad cada vez más sa­
bio, en una reivindicación del poder absoluto para los filósofos, como ya
recomendó Platón. Pero esto es lo que Nietzsche justamente no quiere,
porque sería unirse a la opinión dominante sobre la pseudorreligión, el
dogma del tiempo, aceptado bajo el nombre de credo de la humanidad,
que tiene sus propios profetas, como Comte, Stuart Mili y Víctor Hugo,
confiados clarinetistas del futuro. Nietzsche no comulga con ellos, no
sólo porque se uniría tarde a la competencia, sino porque conoce mucho
más a fondo la religión. El sabe que las religiones necesitan de los mitos,
era así en la antigüedad, y lo sabe por experiencia propia, porque no ha
vivido su fe infantil dogmáticamente, sino de forma existencial, impreg­
nándose y deshaciéndose de ella con mucho temor. La transición de su
anterior fe a la actual no fue nada traumática en lo que al dogma se refie­
re, porque ya era ateo en su época de escolar. Por otra parte, sin embar­
go, era muy piadoso, supersticiosamente piadoso, lo que demuestra su te­
mor a las nubes desde las que Zeus, en cualquier momento, podía lanzar
su rayo mortal.
Por lo tanto, debía existir otro postulado, aparte del pasajero tanteo
en favor de los grandes objetivos de la humanidad, algo más peligroso,
algo que llevara a la felicidad, en resumen, algo que se correspondiera, a
su manera, con la bienaventuranza cristiana y también con el terror a la
eterna condena. De su niñez le ha quedado grabado el infinito alcance de
su responsabilidad en todas las tareas, en los pecados y en las buenas
obras. Ahora lo recogía en su escrito: «L a infinita importancia de nuestro
conocimiento, nuestros errores, nuestras costumbres, nuestras formas de
vida para todo lo que nos pueda traer el futuro.» Esto era la clave: la nue­
va moralidad que él enseñaba, tenía que comprender en sí misma una es­
pecie de recompensa o castigo, en vistas a que todos los hechos y obras no
solamente se realizaban para la humanidad (o en contra de ella), sino que
se repetían, dentro del eterno retorno, en el ciclo siguiente y en todos los
demás. De ello derivaría incluso un imperativo categórico que superaría
al de Kant en su premura: «L a pregunta clave para todo lo que quieras
emprender es la siguiente, ¿es así como lo harías una infinidad de veces?».
Obvia la pregunta sobre la posibilidad de su propia reencarnación.
[606] FRIEDRICH NIETZSCHE

Aunque más adelante tendiera, en la medida en que se arpoximaba la de­


mencia, a creer que él era la reencarnación de Jesús o de Zaratustra, de
César o Napoleón, no quería de ninguna manera que su doctrina fuera
simplemente la nueva versión de viejas ideas; en este sentido hay que re­
saltar el hecho de que silenciara en sus apuntes de agosto de 1881, el ori­
gen de su doctrina cíclica, inspirada en la filosofía griega, y el nombre de
Heráclito.
Aunque esto fuera cierto, también lo es que fue él quien redescubrió
la verdad oculta. Lo importante es ahora saber el papel que pueda de­
sempeñar él en toda esta historia. A ello se refiere, de forma casi ingenua,
en la anotación sobre los «1.800 metros sobre el nivel del mar». «¿Qué
haremos el resto de nuestras vidas?», se pregunta, para contestar seguida­
mente: « E n señ ar n u estra doctrin a —éste es el remedio más eficaz para
asumirla totalmente. Nuestra bienaventuranza reside en el hecho de ser el
maestro de la más importante asignatura.» Esta frase explica la importan­
cia de aquel día de agosto en Sils-Maria, aquella hora junto a la roca de
Surlei. No importa la parte de especulación, de inspiración o de cálculo
que pudiera haber habido en el hallazgo de su doctrina —le ayudó a él, al
escéptico, que negaba todo, que rechazaba todo, a conseguir vislumbrar
un nuevo horizonte, Tenía ya una misión que cumplir, rellenaba de un
nuevo contenido su doctrina filosófica y se sentía gratificado por su tra­
bajo. Podía liberarse, finalmente, del papel de Mefisto, que le había he­
cho perder tantas simpatías. Ya no se trataba de un variado mosaico de
esperanzas terrenales lo que podía ofrecer ahora, sino de una anuncia­
ción, de un credo que se podía aceptar o rechazar. «H a llegado mi hora»,
fue la señal de partida.
La parte más especulativa del nuevo mito de Nietzsche sale a relucir
en la idea que expresa la necesidad que tiene la vida de contar con un ex­
ceso de placer. En otras palabras: el juego de la reencarnación debía valer
la pena forzosamente, en caso contrario era preferible romper las reglas
del juego e ir hacia la autodestrucción de la humanidad. Para Nietzsche
mismo el planteamiento era válido, porque su placer o gratificación lo ob­
tenía de la bienaventuranza de la docencia. Pero, ¿qué ocurría con los de­
más? La idea del eterno retomo ¿les resultaría más bien un freno que un
estímulo? La monotonía que procuraba la continua repetición del pasa­
do, del presente y del futuro no dejaba de contar con sus ventajas «aun a
pesar de que no fuera de nuestro agrado o nos presentara la vida poco
apetitosa».
La primera ventaja: «Hagamos lo que hagamos, en infinitas ocasiones
repetidas, somos in ocen tes». Expresado negativamente significa que los
instintos y deseos que llevamos en nuestro interior son errores incorpora­
dos y, como tal, no supeditados a una instancia superior. El hombre está
libre del concepto de pecado. Segunda ventaja: el hombre está libre de
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 0 7 ]

pasiones y sentimientos, sobre todo del de la compasión, que en realidad


sólo adquiere sentido en relación al individuo. Nietzsche lo dice lapida­
riamente: «T am poco nos debe importar la miseria de la humanidad futu­
ra». Esta oración va en contra de cualquier pensamiento socialista y cris­
tiano, contra cualquier idea de complacer a los demás. «D e predominar la
indiferencia y también el placer de la observación.» Amaina el oleaje ante
los ojos del que empieza a reconocer la verdad, el devenir del universo se
convierte en una obra escenificada, observada casi desde la perspectiva
de Dios. La compasión velaría la vista, no es admisible.
Una última idea cierra el círculo. El mundo no solamente es un siste­
ma circulatorio, sino también un equilibrio de fuerzas, naturalmente un
equilibrio flotante, que nunca está en reposo, pero que siempre intenta
recomponerse. De ahí emana, si no la satisfacción, sí el consuelo, al menos
lírico: «Y después reencontrarás todos los sufrimientos y todos los goces,
todos los amigos y todos los enemigos, todas las esperanzas y todos los
errores y cada brizna y cada uno de los rayos de sol, la correlación entre
todas las cosas. Este anillo, en el que tú eres una piedra, siempre reluci­
rá». O, igualmente lírico: «Todo ha vuelto de nuevo: el Sirio y la araña, y
tus pensamientos en esta hora y éste, tu pensamiento, de que todo vuelve
otra vez». En el Z aratu stra se recoge de nuevo el tema de la araña, en una
parábola poética: «Y esta araña lenta, que se desliza bajo la luz de la luna,
y la misma luz de luna, y yo y tú en el portal, susurrándonos, hablando
con susurros sobre cosas eternas — ¿no habremos estado todos ya alguna
vez aquí?».
No hay duda de que esta idea era para Nietzsche la gran salvación.
E coeu ran t, repugnante, tachaba Cosima este nihiüsmo suyo, y él, por su
parte, sentía que su decepción universal se convertía en asco, en un eclip­
se solar total. Seguramente podría haberse llevado a cabo la idea de la
afirmación de la existencia, de la resistencia, de Sirio y la araña sin el fal­
so mito del retorno de todas las cosas. Pero, gracias a este mito, la exis­
tencia se afirmaba a sí misma y el mundo, a pesar de todos los incendios
universales, se sostenía eternamente. Y, por encima de todo: el propio yo
no desaparecía con la muerte, sino que se renovaba según el antiguo mol­
de, cada nuevo perfeccionamiento era una ayuda para la humanidad pos­
terior.
Pero el soñador de Sils-Maria que tuvo su gran visión junto a la roca
de Surleif, tenía una cabeza demasiado clarividente, era un pensador de­
masiado agudo como para que no se diera cuenta de lo que Karl Jaspers,
su intérprete más notable, sintetizara de forma ejemplar: «La idea de
Nietzsche del eterno retomo es tan esencial filosóficamente, como cues­
tionable: porque para Nietzsche, ésta era la idea más conmovedora de su
existencia, mientras que después de él, nadie la tomaba seriamente en
consideración...». La idea resultaba aniquilante, como decía Nietzsche,
[6 0 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

cuando el culpable se veía a sí mismo como una infinita reproducción de


modelos ya hechos, El hombre sólo lograría transformarse si se conside­
raba no ya como una repetición, sino como un modelo a repetir una y mil
veces. Solamente entonces era posible lo que en la anotación de agosto se
insinuaba como tema de fondo, sin llegar a expresarlo: la esperanza de un
hombre nuevo, llamado se r su p erio r del Z aratu stra. En la anotación hay
una insinuación difícil de descifrar, que dice así: « 'Tam bién tenemos que
sopesar el pasado, el nuestro y el de toda la humanidad...». Sopesar tam­
bién quiere decir: evaluar, añadir un peso, el de la propia doctrina y el de
la propia transformación en la búsqueda de una ambición superior.
Nietzsche, psicólogo, no se hacía ilusiones respecto a la posibilidad de
divulgación de su filosofía. En agosto, en las semanas de la iluminación,
advierte en su cuaderno de notas que «una doctrina de esta clase se ha de
enseñar como una religión nueva». Tiene que ir calando poco a poco, ge­
neraciones enteras han de construirla para que pueda convertirse en un
árbol grandioso que pueda dar sombra a la humanidad venidera. La nue­
va concienca profètica de su misión podía tener su continuación tras esta
modesta observación: «¡Q ué son los escasos milenios de pervivencia de la
cristiandad! Para la fortificación del pensamiento más poderoso hacen
falta muchos milenios —ha de permanecer en el subconsciente a lo largo
de muchísimo tiempo».
Esto podría explicar por qué Nietzsche, en un principio, mantiene su
idea en secreto, retrasando su formulación, despertando, con una sola insi­
nuación, la curiosidad de Gast, el amigo más íntimo y confidencial: «Toda­
vía no he madurado lo suficiente las ideas elementales que pienso incluir
en los últimos volúmenes (en un principio pensaba en la continuación de
A lb a). Entre todas las ideas se encuentra una que necesita milenios para
madurar. ¡De dónde saco el valor para pronunciarla!»(25 de enero de 1882).
La idea debía permancer en secreto, ser susurrada de una persona a
otra, como los secretos de iniciación en los misterios griegos, debía reve­
larse únicamente a los elegidos capaces de entenderla y que sacaran de
ella la fuerza necesaria para la consecución de un nuevo objetivo vital.
Nietzsche no quería que la idea fuera interpretada como una teoría, como
una declaración filosófica del universo, sino como una idea práctica,
como un postulado, como la buena nueva de una nueva religión. La abre­
viación de ello sería: no más una indefinible y futura vida eterna, sino la
eternización del aquí y del ahora. Y, dicho con las palabras que expresan
la esperanza de Nietzsche: «Imprimamos la imagen de la eternidad en
nuestra vida! Esta idea lleva más allá que cualquier otra religión que con­
sidere pasajera la vida y que enseñe a poner la esperanza en el más allá».
Y también: «¡N o dirijamos nuestra mirada hacia lejanas y desconocidas
bienaventuranzas, buscando la bendición y e l perdón, sino que vivamos de
tal forma que deseemos volver a vivir y vivir así eternamente!».
LA A D E P T A Y E L P R O F E T A [609]

Milenios —en los apuntes sin comillas, en la carta a Gast aún con co­
millas— , ésta era ahora su nueva referencia temporal, su esperanza de
supervivencia. Deseaba y estaba seguro de poder crear esta nueva reli­
gión, una religión postcristiana, posteística, que predominaría durante el
próximo ciclo, durante el próximo milenio. Al Nietzsche pensador sólo
se le puede entender del todo si se tiene en cuenta su faceta de fundador
de religiones.
El ateísmo de Nietzsche — que tenemos que mencionar brevemen­
te— tiene otro color que el ateísmo corriente, que se había extendido ya
ampliamente y que estaba tan arraigado entre las teorías científicas que
nadie tomaba en consideración el patético «Dios ha muerto» de Nietzs­
che. Este veía el ateísmo con muy otros ojos, digamos que míticamente. El
antiguo Dios de los cristianos y judíos había reinado como un soberano,
como un rey. Nietzsche estaba seguro de que, en parte, este Dios era una
invención humana, pero que, en lo principal, había sido un hito histórico,
que irradiaba gran poder y que había creado dos mil años de historia de
la humanidad a su imagen y semejanza.
Ahora estaba muerto y su fecha de fallecimiento podía fijarse en el
agosto de 1881. Había muerto para el teólogo Nietzsche, que siempre
había sido osado y que vivía permanentemente temeroso, que de niño ya
le había quitado el trono a Júpiter y que de adolescente había aupado al
poder a Fatum, el destino predeterminado. Y, a pesar de todo y desde las
filas de los sacrilegos, adoraba al Dios desconocido, temiendo el castigo
del rayo que podía bajar desde cualquier tormentosa nube. Ahora, Dios
había muerto, y mientras los científicos seguían con su labor como si no
pasara nada, el que fuera pastorcillo escribía en su cuaderno de notas:
«¿A dónde se ha ido Dios? ¿Qué hemos hecho? ¿Acaso hemos vaciado
el mar? ¿Con qué esponja hemos borrado el horizonte a nuestro alrede­
dor? ¿Cómo hemos podido hacer desaparecer esta línea eterna y segura,
referencia de todas las demás líneas y medidas, punto de mira de todos
los arquitectos, sin la cual no podríamos imaginar la perspectiva, el or­
den y el arte arquitectónico? ¿Nosotros seguimos de pie? ¿No será que
caem os sin cesar hacia abajo, hacia atrás, hacia un lado, hacia todos los
lados? ¿No será que nos hemos integrado en el espacio infinito como si
de un abrigo de aire helado se tratara? ¿Y que hemos perdido el centro
de gravedad porque no existe ya para nosotros el arriba y el abajo? Y si
seguimos viviendo, bebiendo la luz, aparentemente de la misma forma
como hemos vivido siempre, ¿no será porque brillan y nos iluminan las
estrellas que ya se han apagado? Aún no vemos nuestra muerte, nuestras
cenizas, por lo cual nos dejamos engañar e imaginamos que somos noso­
tros la vida y la luz — sólo se trata, sin embargo, de la vida antigua refle­
jada por la luz, de la humanidad y del Dios que ya no existen pero cuyas
brasas y rayos todavía nos alcanzan— ; sin embargo, ¡incluso las cenizas
[610] FRIEDRICH NIETZSCHE

tardan lo suyo! Y, finalmente, nosotros, los que vivimos, damos luz, ¿qué
hay de ésa, nuestra fuerza luminosa, en comparación con otras genera­
ciones? ¿Es más intensa que la luz grisácea que recibe la luna de la tierra
iluminada?».
Debemos reconocer que estas observaciones, que en apariencia se
persiguen desalentadas son, en realidad, artísticas composiciones musica­
les. Los lamentos por la muerte de Dios y por la muerte de la humanidad
a causa de su frialdad, son de una belleza y de una grandeza difícilmente
alcanzables en Z aratu stra , descrito todo ello en salmos. El fragmento re­
producido aquí también se inspira en los salmos, pero está libre de con­
notaciones bíblicas, siendo ya únicamente una enorme y trágica melodía.
En la próxima anotación se desarrolla, consecuentemente, la idea de
que la humanidad está todavía muy lejos de asumir la noticia sobre la
muerte de Dios: «Las grandes nuevas necesitan mucho tiempo para ser
comprendidas, mientras que las pequeñas novedades del día tienen una
voz fuerte y que entiende todo el mundo. ¡Dios ha muerto! ¡Y hem os
sid o n o so tro s q u ien es le hem os m atad o ! Los hombres tendrán la oportu­
nidad de conocer la sensación que produce el haber matado al ser más
poderoso y santo del universo, ¡se trata de una sensación increíblemente
n u e v a! ¡Cómo se consolará el asesino de todos los asesinos! ¡Cómo se
purgará!»
Unicamente Nietzsche lo preveía —quizás Kierkegaard, cuya existen­
cia Nietzsche desconocía : la descristianización llevaría a la catástrofe, al
derrumbamiento del orden mundial. Haría falta, entonces, la llegada de
un nuevo legislador, la fundamentación de una nueva moral, de un nuevo
misterio, y el sueño más atrevido, el mayor anhelo de Nietzsche era que el
creador de todo lo que iba a pasar en los próximos mil años, sería él. En
los momentos en los que se miraba con ojos más críticos, con aquella mi­
rada fría con la que observaba a los hombres y el devenir del universo, se
refugiaba en sí mismo y su papel de creador, se calificaba, para sí mismo
y para los suyos (con cuyo apoyo soñaba), como «primerizos y prematu­
ros partos del próximo siglo», y se transformaba de vidente en investiga­
dor, de fundador en explorador.
Es con estas consideraciones con las que se debe leer el impresionan­
te aforismo que recoge la idea de la muerte de Dios y que da paso al quin­
to volumen de L a gaya ciencia, que no fue publicado hasta 1887. En él
vuelve a hablar de la noticia no entendida sobre la muerte de Dios: «El
acontecimiento en sí es tan grande, tan lejano y queda tan apartado de la
capacidad receptiva de la mayoría, que es imposible haber hecho llegar si­
quiera el anuncio de éste...». Después, en un tono apocalíptico, vuelven a
conjurarse las consecuencias de esta muerte que nosotros, los hijos del si­
glo X X y de sus horrores, hemos llegado a comprender. «¿Quién sería ca­
paz de adivinar las enormes dimensiones de derrumbamiento, destruc­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 1 1 ]

ción, ocaso y revoluciones que nos esperan, para replicar al maestro y cla­
rividente de esta enorme lógica del terror, al profeta de un eclipse solar
sin precedentes en la tierra?» Efectivamente, podríamos añadir nosotros,
pensando en Auschwitz e Hiroshima.
Cassandra, que había visto la puesta del sol y el eclipse, tenía razón.
Pero también el fundador de religiones, e incluso el investigador de ideas
podía dar un giro positivo al mensaje sobre «Dios ha muerto». Nietzsche
ya no se plantea la cuestión de justificar a los asesinos de Dios. En vez de
ello, constata: «Incluso nosotros, adivinos, que esperamos en las alturas
de los montes, asentados entre el hoy y el mañana e involucrados en la
contradicción del hoy y del mañana, nosotros los primerizos y prematu­
ros partos del próximo siglo, somos quienes ya deberían h aber visto las
sombras que muy pronto envolverán a Europa; ¿cómo es posible que in­
cluso nosotros esperemos con indiferencia el ocaso, sin preocupaciones
ni miedos hacia nuestra p ro p ia integridad? Quizás pensamos aún dema­
siado en las consecuencias in m ed iatas de este acontecimiento —y estas
consecuencias inmediatas no son para n o so tro s , tal como podría esperar­
se, ni tristes ni sombrías. Al contrario, las sentimos como una nueva y di­
fícilmente descriptible forma de luz y felicidad, de alivio, alegría, ánimo y
alba... En efecto, la noticia sobre la muerte del viejo Dios nos hace sentir
a nosotros, los filósofos, espíritus Ubres, como seres iluminados por un
nuevo amanecer; nuestro corazón rebosa de gratitud, asombro, presenti­
mientos, esperanza —finalmente vuelve a parecemos el horizonte despe­
jado, pueden volver a zarpar nuestros barcos en pos de nuevos peUgros,
vuelve a estar permitido todo tipo de riesgo para los curiosos de espíritu,
el mar, n uestro mar, vuelve a ser abierto, quizás nunca haya existido un
mar tan abierto».
Este texto también es asombroso. Dios había sido el arquitecto o el
andamio de este mundo. Ahora que está muerto, sobrevendrá la catástro­
fe. Sin embargo, Dios era también el gran tabú que pesaba sobre el pen­
samiento. Ahora que ha muerto puede volver a comenzar la gran aventu­
ra, la de Colón y de Copérnico. El quinto libro de L a gaya cien cia , que
comienza con este texto, se titula N o so tro s io s in trép idos.
La interpretación de este texto podría ser también: qué me importan
las catástrofes si yo jmedo zarpar. Pero las perspectivas de Nietzsche iban
más lejos: él preveía que muy pronto estallarían las guerras en tomo a las
ideas filosóficas, como antes se habían llevado a cabo las guerras santas
(¡cuánta razón tenía!), y él se encontraría justo en el vértice entre la era
pasada, con su funesto poder y la futura, con sus catástrofes —en un mo­
mento flotante de paz. «Vivamos nosotros, los individuos, la existencia de
precursores y dejemos que nuestros descendientes libren las batallas en
torno a nuestras ideas —nosotros vivimos en la mitad de la era humana:
la mayor felicidad.» Mayor felicidad está subrayado dos veces. Se trata de
[612] FRIEDRICH NIETZSCHE

la famosa felicidad del mediodía, del gran mediodía, concepto que en la


doctrina místico-mítica del Zaratustra juega un papel casi tan importante
como el eterno retorno y el ser superior.
El mediodía es el tiempo entre el alba y la puesta de sol, el feliz mo­
mento de im p asse, del puro ser, también del conocimiento puro. El con­
cepto del mediodía aparece por primera vez en un texto sobre la época
del ocaso, en E l cam in an te y su som bra. El pasaje se titula A l m ediodía y
comienza con esta extraña frase: «Todo aquel que estaba predestinado a
vivir las mañanas de su vida de una forma laboriosa y atormentada, senti­
rá en su alma, hacia el mediodía de su vida, una extraña ansia de encon­
trar la calma, ansia que puede durar meses y años». ¿Por qué? nos pre­
guntamos al leer esta frase. Aunque hayamos oído nuevos rumores sobre
la crisis hacia la mitad de la vida (m idlife crisis), no sabíamos de un des­
canso continuado durante meses y años justo alrededor de los 35 años. De
ello tampoco habla el texto que sigue a continuación. Del relato contado
en parábolas pasa a lo directamente vivido: «Se hace el silencio en torno
a él, las voces suenan cada vez más lejanas; el sol está en ángulo recto».
Ésta es la situación mágica que ya conocemos, un claro en el bosque, en­
tre abetos y brezo. Pero de repente, la silenciosa escenificación empieza a
poblarse: «En un recóndito prado del bosque divisa al gran Pan dur­
miendo; todas las cosas de la naturaleza se han dormido con él, una ex­
presión de eternidad en su rostro — así le parece. No desea nada, no se
preocupa por nada, su corazón no late, únicamente viven sus ojos— ; se
trata de una muerte con los ojos abiertos».
Tras la breve descripción del claro en el bosque, ¿vuelve a huir de la
realidad? ¿O más bien se trata otra vez de un sueño despierto, una reve­
lación, una fantasía, como aquella ocasión en el valle de Maderaner?
«Allí, el hombre puede ver cosas que jamás había avistado y todo, hasta
donde le llega la vista, está entretejido de una red luminosa, enterrado en
ella al mismo tiempo. Se siente feliz con esta contemplación, pero se tra­
ta de una muy pesada felicidad.»
Más correctamente tendría que decir una felicidad depresiva, marcada
por la muerte. Así fue con el m edia vita, la mitad de la vida en 1879: «La
muerte con ojos despiertos». Así lo presintió en 1877, encima de la colina,
muy por encima de Rosenlauibad. Muerte, incluso la naturaleza se ha que­
dado sin dioses, sin palabras, cual fantasmal. El lamento sobre el gran Pan,
que está muerto, resonaba por todo el mundo antiguo, en tiempos del em­
perador Tiberio, cuando nació la estrella del nuevo Dios, del Mesías.
En 1881, Nietzsche osa comenzar una nueva era con el año 1 — un
místico m ediodía de agosto se oye otro lamento anunciando la muerte de
este Mesías. Ha ocurrido otra vez lo que en el evangelio se llama la pleni­
tud de los tiempos y lo que Nietzsche denomina el centro del tiempo o el
gran mediodía: la hora del nacimiento del Señor de la nueva era.
LA AD EPT A Y E L P R O F E T A [6 1 3 ]

Dos poemas dan testimonio de la visión que Nietzsche tuvo junto a la


roca de Surlei. Los versos más relacionados con ésta, titulados Sils-M aria
forman parte de las C an cion es d e l prín cip e fu e ra de ley.

Sentado estaba en larga espera, — para nada


más allá del bien y del mal, gozando
ora de la luz ora de la sombra, todo tentación
el lago, el mediodía y el tiempo sin limitación.
¡Allí, amiga, o sorpresa! de uno a dos he contado —
— y Zaratustra pasaba a mi lado...

El otro poema está relacionado con Génova, su segunda residencia sim­


bólica; el momento de la visión, de la felicidad, de la revelación, del bauti­
zo es el mismo: el mediodía. Este poema se titula H acia n uevos océanos.

Hacia allí quiero ir; confío


en mí y la intuición.
La mar abierta ante mi navio
de Génova rumbo a un lugar desconocido.
Todo brilla con nuevo esplendor
sobre el espacio y el tiempo, la calma del mediodía —:
sólo en tu mirada — estupor
¡la eternidad se veía!

Un poema interpreta al otro: el segundo poema explica quién es la


amiga del primero: la eternidad con la que Nietzsche crea en mística
unión la figura del futuro — Zaratustra. «Dios ha muerto —viva Dios»,
podría ser el título de todos los comentarios de Nietzsche sobre la visión
junto a la roca de Surlei.
Lo que en la visión, entre roca y lago, es una revelación, se transforma
en Z aratu stra en liturgia y sacramento. Al final de la primera parte de Z a­
ratu stra, capítulo titulado L a s o ra á o n e s de Z aratu stra , éste anuncia en voz
de Cristo: «Entonces estaré por tercera vez entre vosotros para que po­
damos celebrar juntos el gran mediodía,
»En el gran mediodía, el hombre se encuentra a la mitad del camino
entre animal y ser superior, celebrando su deslizar hacia la noche como su
mayor esperanza: porque es el camino hacia un mañana nuevo.»

Son evidentes las consecuencias de aquel mediodía de agosto y de los


días siguientes, en los que el cuaderno de notas n. 11 se llenaba con apun­
tes. Todo lo que ocurrió después, hasta muy entrado 1885, cuando se im­
primió la cuarta parte de Z aratu stra, incluso hasta los últimos meses antes
[614] FRIEDRICH NIETZSCHE

de la aparición de la demencia, son simples realizaciones de aquel pro­


yecto, comentarios y doctrinas. De uno se contaban dos: el Nietzsche de
H um ano, d em asiad o hum ano, escribía y desarrollaba sus líneas de pensa­
miento, mientras que Z aratu stra anunciaba a los hombres antiguos, mis­
teriosamente profètico, un hombre nuevo.
Incluso el proyecto de Z aratu stra, por extraño que parezca, estaba
completamente concluido en aquel agosto de 1881, engendrado, no crea­
do, un embrión que guardaba todo lo por venir. No hace falta especular,
porque el valiosísimo manuscrito n. 11 nos lo transmite letra por letra,
Nietzsche realizó el proyecto el 26 de agosto. En un principio lo titula sin
estar muy convencido C én it y eternidad, u n a in dicación p ara una nueva
vida. Podemos reconocer en el mediodía y la eternidad a las dos personas
del poema de Sils-Maria.
Tras el título, una breve nota: «Zaratustra, nacido junto al lago Unni,
abandonó, con treinta años, su patria para marchar a la provincia de Aria,
donde, en lo alto de la montaña y durante sus diez años de soledad, escri­
bió su Zend-Avesta».
Seguidamente hay un proyecto que prevé cuatro libros de las obras
completas:

L ib ro prim ero al estilo de la primera frase de la Novena sinfonía. C haos


siv e n atu ra: de la deshum anización de la n atu raleza. Prometeo es sujetado
al Caucaso. Escrito con la crueldad de Krátos, el poder.
L ib ro segu n do. Fugaz — escéptico—mefistofèlico. D e la incorporación
de la s experien cias. Conocimiento = error, que se vuelve orgánico y orga­
nizado.
L ib ro tercero. Lo más íntimo y angelical que nadie escribirá jamás: D e la
últim a fe licid ad d e l solitario —se refiere a aquel que se liberó de la depen­
dencia para llegar a ser independiente en un grado máximo: el ego perfecto.
Sólo este ego conoce el amor; en los niveles inferiores, en los que no se ha
llegado todavía a la máxima soledad y autocracia, el amor es muy otra cosa.
L ib ro cuarto. Englobado en forma de ditirambo. A n n u lu s aetern itatis.
El ansia de querer vivir todo una infinidad de veces.»

Para poder entender el sentido de este proyecto monstruoso hay que


añadir una frase que viene inmediatamente a continuación de la visión de
Surlei. Dice así: « A evaluar: el utilizar mis diversos estados sublimes como
base para los capítulos y sus materias —como reguladores del tono, del
contenido y de los patetismos dominantes en cada capítulo— , para conse­
guir, por adición, una imagen de mis ideales. ¡Y después, aún más arriba!».
Finalmente, también hay que volver a referirse al texto de nacimiento
en el E cce hom o, donde se adelantan en unos meses los indicios prepara­
torios que llevarían a la creación del Z aratu stra y que se produjeron du­
LA A D E PT A Y EL PR O F E T A [6 15]

rante su estancia primaveral en Recoaro, cerca de Vicenza, donde estuvo


con Peter Gast. «Si, partiendo de aquel día (el de la visión en la roca de
Surlei) cuento unos meses atrás», dice, «me encuentro, como primer in­
dicio, con un repentino y decisivo cambio de mi gusto, sobre todo musi­
cal. Quizás se podría considerar al Z aratu stra en general como música...»
En Recoaro dice haber descubierto, junto con su amigo y maestro Peter
Gast, también un reencarnado, «que el Fénix música nos había sobrevo­
lado con un plumaje más ligero y brillante que nunca». El alumbramien­
to, por su parte, el punto final de la obra, también coincidió con una fe­
cha m u sical, el día en que murió Wagner.
Hay mucho de grandeza y de quimera en todos estos proyectos e in­
terpretaciones. Podríamos empezar con lo más incontestable, aunque
Nietzsche jamás lo haya dicho ni escrito: la obra cuya idea nació junto a la
roca de Surlei y a la que ya en aquel agosto se refería a ella como Z aratu s­
tra, pretendía ser un compendio de obras de arte —queriendo superar a
Wagner en este punto como en tantos otros —y al mismo tiempo, un
compendio filosófico.
La frase, «quizás se podría considerar al Z aratu stra en general como
música», no solamente tiene un sentido figurativo, sino literal. El compo­
sitor, que todavía tiene una fe secreta en sus fantasías infantiles al piano,
no solamente ha creado en Recoaro su a lte r ego en el terreno de la com­
posición —es decir, Peter Gast— , sino que ha inventado él mismo una
forma de composición sureña y ha descubierto un nuevo gusto musical. Si
Gast imitaba la gracia mozartiana, él se proponía competir con el super-
genio Beethoven. El primer libro lo escribirá, según dice en su proyecto,
al estilo de la primera fase de la Novena sinfonía. El cuarto libro, englo­
bado en forma de ditirambo, significa —según imaginamos sin caer en
una excesiva osadía —un paralelismo del himno mítico de confraternidad
en la que culmina la Novena sinfonía.
Entre medio hay un scherzo y un adagio. Esta singular realización de
Nietzsche en paralelismo a la Novena sinfonía de Beethoven no se lleva a
cabo por pedantería. Nietzsche no era un pedante, sino un fantasioso. La
sinfonía en cuatro movimientos era, en este sentido, sólo uno de los mo­
delos imaginados por él. De la misma manera directa había pensado in­
cluir en los cuatro libros un poema universal al estilo de Fausto-, el número
cuatro podía hacer referencia también a los cuatro evangelios; finalmen­
te, todo el desarrollo desde el dominio del caos pasando por la negación
y la máxima felicidad del individuo hasta la fundición dentro de la armo­
nía universal, es una copia de la antigua doctrina sobre el origen del mun­
do y de la cosmología, una creación en sentido literal.
Finalmente, hay que interpretar la frase en la que Nietzsche habla de
sus estados sublimes, reguladores del estilo de las diferentes partes. Un
autor no debería usar la palabra sublime refiriéndose a sí mismo. Nietzs-
[616] FRIEDRICH NIETZSCHE

che no tiene ninguna clase de reparos. Se trata de las situaciones en las


que se distancia de sí mismo, se sobrepone. Estas situaciones significan,
en el primer libro, crueldad y poder, en el segundo se impone el tono es-
céptico-mefistofélíco, angelical (en superlativo); en el tercero y en el cuar­
to el estilo ditiràmbico.
Ya en la época de estudiante intentó clasificar los distintos efectos
producidos por la música, desde la «exaltación sublime», hasta la «em­
briaguez genial» y el «éxtasis cristalino»; más tarde, tras el nacimiento de
la tragedia, describe sus estados de ánimo con expresiones como heroi­
cos, idílicos, trágicos, patéticos, dionisíacos, expresiones con las que in­
tenta huir de la realidad banal. Finalmente, y en lo que se refiere a situa­
ciones o estados, hay que rememorar las alucinantes visiones que tuvo en
el valle de Maderaner y en Rosenlauibad, quizás también en el monte
Splügen, después de regresar de Bérgamo.
El problema para Nietzsche consistía en que, como escritor, no podía
volver a vivir la visión en su propia carne. A ello se refiere cuando dice,
con un sollozo, que únicamente podía obtener la imagen de su ideal, es
decir, de su soñada concepción de la obra, a través de una suma. El giro
final, j«y después aún más arriba!», la famosa máxima de Ginebra, se re­
fiere a la consecución de una obra ideal, que no nace ya de una suma, sino
de una síntesis.
En este sentido escribe a su amigo Overbeck, en noviembre de 1883,
tras concluir la segunda parte del Z aratu stra: «Se trata de una síntesis in­
creíble, que creo no puede haber estado en la cabeza o alma de hombre
alguno». Y: «Si logro darla a luz tal como se ha evidenciado ante mis ojos
durante unos momentos, querría celebrarlo con una fiesta y morir».

«Por momentos», es ahí donde radica lo trágico de su aspiración de


llegar cada vez más arriba. Pasados estos momentos, sólo quedan apuntes
penosos, esquemas rígidos, una existencia desagradable, repleta de sufri­
miento. Ni la fantasía de su gran curación, ni la embriaguez de unos días
de agosto rebosantes de estímulos mermaron ni un ápice los sufrimientos
cotidianos que, cual pertinaces torturadores, le esperaban a su vuelta de
aquellas vacaciones espirituales.
Sobrio balance de su estancia en Sils-María: «H e pasado por situacio­
nes muy graves, sufriendo una décadence general a causa del malo y, al mis­
mo tiempo, fantástico clima» (Overbeck, 5 de septiembre de 1881); «tiem­
pos de amenaza, la m uerte ha asomado por encima de mi hombro, durante
todo el verano he sufrido terriblemente, ¡quién me podría ayudar!» (Gast,
22 de septiembre). En total solamente hubo diez días medianamente so­
portables. La carta a Gast apunta los dos acordes básicos que a partir de
ahora conformarían la melodía de sus sufrimientos: «Reconozco que el
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 1 7 ]

cielo totalmente despejado durante meses se ha convertido en una absolu­


ta necesidad vital para mí: ¡ya no podré soportar por mucho tiempo los
continuos cambios, el cielo nublado!». Esta fobia contra las nubes es real­
mente una extraña enfermedad, pero debemos tomarla por lo que es, es
decir, como una hipersensibilidad hacia los cambios climáticos, un estado
patológico, semejante a la claustrofobia o a la fobia al contacto.
De vuelta a Génova, Nietzsche se hace enviar un libro especializado
sobre la meteorología: «Necesito estudiarla por las graves consecuencias
que tiene la electricidad atmosférica en mi estado de salud — acabará con­
migo, es in evitab le que haya mejores condiciones para mi salud...». Des­
graciadamente tiene que llegar a la conclusión que la meteorología sigue
siendo una incógnita en muchos sentidos (como en gran p arte lo sigue
siendo hoy en día) y le pide a Overbeck que, por favor, pregunte a Ha-
genbach, el compañero de la facultad de Ciencias, si podría servirle de es­
cudo protector el ponerse una tipo de ropa especial, anillos, o cadenas,
etc. Y bromea en tono macabro: «¡N o puedo colgarme siempre de una
hamaca de seda! ¡Mejor es colgarse del todo! ¡Y de forma radical!»
El segundo acorde es un lamento: «N i siquiera se han dignado, en tres
meses, darme las gracias la mayoría de personas a quienes he enviado mi
libro». Vale la pena señalar la siguiente paradoja: Marx y Freud, los otros
dos revolucionarios del pensamiento del siglo X IX , también sufrieron, con
seguridad, sus dificultades, sus malentendidos, las críticas de su entorno.
Sin embargo, tanto Marx en Londres, como Freud en Viena, se encontra­
ban en el epicentro, en el ojo del huracán de las polémicas y discusiones.
Vivían, quedaban atrapados y se liberaban de las tupidas redes de las re­
laciones humanas. Nietzsche, en cambio, aun por absurdo que parezca, ni
siquiera tenía enemigos. Sus libros caían en vacío. Sus amigos estaban
avergonzados, Burckhardt se disculpaba por su vieja cabeza, Rohde apla­
zaba una y otra vez la contestación y Malwida únicamente le podía dar el
consuelo de que algún día volvería a ser el de antes. Era —y tenemos que
utilizar esta expresión— un extraño, y nadie hubiese podido decir enton­
ces si se trataba de un loco o de un genio.
Nietzsche, al mismo tiempo, era un inválido —esta faceta se nos olvi­
da con facilidad cuando lo vemos como guía existencialista, profeta del
evangelio y caminante incansable en el paisaje premontañoso de Portofi-
no. «H e viajado casi con la energía de un frenético», escribió a Gast, «el
cambiante estado de mi salud y la tortura que significa viajar semiciego,
han sobrepasado todas las medidas.» Estaba solo, por la noche se ence­
rraba en su habitáculo helado de Génova, sin poder leer, atormentándo­
se con tortuosos pensamientos, dudando de todo y, por encima de todo,
de sí mismo; era lo suficientemente clarividente como para preguntarse si
no estaría loco.
El enlosado de Génova tenía, afortunadamente, una superficie rugo­
[6 1 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sa. En Niza, más tarde, en Ja época de los carruajes, temía ser atropellado.
En su desesperada búsqueda de una herramienta adecuada de trabajo, se
tropezó con un nuevo invento milagroso, descubierto por un danés: la
máquina de escribir. Nietzsche, modesto jubilado, reunió casi quinientos
francos suizos para comprarla, con la esperanza de aprender rápidamen­
te a escribir en ella de forma ciega. El aparato llegó al cabo de tres meses,
habiendo sufrido desperfectos durante el viaje, pero con posibilidad de
reparación. Los versos que envió Nietzsche a Gast como prueba, son un
documento curioso de la prehistoria de la técnica moderna. La máquina
es delicada como un cachorro, da muchas preocupaciones y algún que
otro entretenimiento, escribió a Overbeck. La utilizó durante un corto
período de tiempo (¡sólo pesaba tres kilos!), después la desterró de su
vida. También le hubiese gustado tener una máquina lectora, ¿qué tal si
sus amigos inventaran una? Se trataba de una broma; sin embargo, el fo­
nógrafo que había inventado Thomas Alva Edison ya tenía entonces cua­
tro años.
A su hermana le escribe que se siente torpe, que tira los objetos, que
tropieza, y a Overbeck: «El total de energía, paciencia, conocimiento y
experimentos que gasto en un día es considerable...». Y encima está en­
fermo. A su madre le habla de una cistitis que padece, de dolor de mue­
las, estreñimiento, insomnio. Tan pronto se inaugure la vía férrea del
Gotthard viajará al norte para someterse a una revisión. El túnel del Gott-
hard le fascina, pero cuando se inaugura la vía férrea, en mayo de 1882,
no emprende el viaje de ninguna de las maneras. Más tarde descubre en
Génova a un médico de Basilea, de nombre doctor Breiting, que le trata
de una enfermedad que lleva el nuevo nombre de in flu en za ; pero por el
momento es su propio médico que encarga a Overbeck para su farmacia
casera 10 gramos de ferru m ph osph oricum , potasa de ácido fosfórico, na-
trum su lfu ricu m y n atru m m u riaticu m . Rée también le envía algunos pre­
parados químicos envasados en botellitas, pero este envío le cuesta a
Nietzsche, para su disgusto, cinco francos por derechos de aduana y fran­
queo y medio día de ir de un sitio para otro. Más adelante simplifica este
proceso: se autorreceta hidrato de cloruro, sustancia en un principio re­
gistrada como somnífero y más tarde prohibida, o se ayuda, en Génova,
la ciudad de los vinos, con un somnífero muy alemán: la cerveza.
Un tipo curioso, sin duda, para quien Italia le venía como anillo al
dedo, porque en este país tachaban a todos los extranjeros de locos y cada
uno podía vivir como a él le pareciera mejor, mientras no molestara al
prójimo. Nietzsche deambula por las callejuelas, con paso inseguro, y na­
die se gira. Ahora ocupa una habitación con mucha luz y techos muy al­
tos, porque sobre todo necesita espacio (en Sils-Maria, en su habitación
campestre, tenía que estar casi agachado). Junto a su vivienda hay un par­
que, «de un verde intenso, de bosque, (incluso en invierno), con cascadas,
LA A D E P T A Y E L P R O F E T A [6 19]

animales salvajes y pájaros y fabulosas vistas al mar y la montaña». Géno-


va resulta ahora un acierto.
Es casi milagroso que incluso pueda pasar la Navidad sin variación en
su estado de ánimo, aunque no hayan desaparecido sus males. Se aveci­
naban tiempos favorables, Gersdorff volvió a estrechar los lazos de amis­
tad «de forma grandiosa», la familia se mostraba bondadosa y estaba le­
jos, y los italianos le ofrecían p an d o lce, el bollo de Navidad alemán a la
italiana, con muchas almendras, pasas y cítricos. Tampoco Wagner le pe­
saba ya en el ánimo. Lo que a finales de enero de 1882 escribe a Overbeck
no tiene ninguna connotación de resentimiento: dice alegrarse por la asis­
tencia de su hermana y de sus amigos al P arsifal, el nuevo y gran aconte­
cimiento de Bayreuth. «Yo, por mi parte, había intimado demasiado
con Wagner como para aparecer por allí como otro invitado más, sin otra
clase de reconciliación... No hay esperanzas, sin embargo, para una re­
conciliación que tendría que partir, por supuesto, de una iniciativa de
Wagner; y ni siquiera la deseo. Nuestros objetivos vitales son distintos;
una relación personal basada en estas diferencias, so lam en te sería posible
y agradable si Wagner fuera una persona m ucho m ás d e lic ad a.» La aliena­
ción, según Nietzsche, también tenía sus ventajas, de las que no quería
prescindir simplemente por un capricho artístico o por bon dad. En un es­
tilo parecido, sólo que algo más cortante, le escribe a su hermana que no
iría a Bayreuth, a no ser que Wagner le invitara personalmente y le hon­
rara como a uno de sus invitados más apreciados: «H e de respetar algo
más la etiqueta en lo que se refiere a mi propia persona».
¿De dónde proviene la sensación de bienestar durante las fechas navi­
deñas, de dónde la maduración de sus sentimientos hacia Wagner? Es fácil
de adivinar: un cielo sereno y bajo este cielo sereno, un feliz avance en su
obra. El proyecto del Z aratu stra parece olvidado, pero en su lugar florece lo
que en un principio considera la continuación de A lb a, y lo que más ade­
lante se llamaría L a gaya ciencia. Es fantástico: «Me encuentro —en pleno
noviembre— sentado por la noche en un jardín con parras, a mis pies el
mar, las montañas y bellas mansiones, incluso me baño en el mar, en mi gru­
ta del A lb a ». El mes de enero es tan maravilloso como el mes de noviembre:
«Puedo estar sentado al aire libre incluso por la mañana y en la sombra sin
tener frío. ¡Ni una brisa, ni una nube, nada de viento!». Un anciano le había
dicho que nunca había vivido un invierno igual en Génova. Más adelante se
le ocurrirá la brillante idea de beatificar a aquel enero de 1882, de elevarlo a
San ctu s Jan u ariu s. Cuando llega Rée en febrero, ambos se tumban al sol «en
aquel lugar de la costa donde dentro de cien años (o 500 o 1000 como pue­
de imaginarse generosamente) erigirán una pequeña columna en recuerdo
mío y en honor a A lb a». No se trata de una sobreestimación forzada, sino de
una alegre confianza en sí mismo; «contentos como dos erizos de mar», es­
taban los dos filósofos, dejándose broncear por el sol meridional.
[620] FRIEDRICH NIETZSCHE

Hay todavía un factor más que ayuda a elevar el tono los meses de in­
vierno en Genova: la música. La música es, en un principio, Gast y su
ópera mozartiana. «S u música ha de transformar mi estado de ánimo», es­
cribió de Sils-Maria. Sin embargo, en Génova se sumerge en otro tipo de
música, se convierte en un apasionado aficionado a la ópera, asiste al Se-
m iram is de Rossini, después va cuatro veces a la función de R om eo y Ju ­
lieta, de Bellini, descubre en L a son ám b u la a la jovencísima cantante
Emma Nevada, que le insufla el sueño de Nausikaa, y anuncia con un
¡hurra! el redescubrimiento de una ópera: C arm en, «una ópera de Geor-
ges Bizet (¿quién es?)». También escucha en dos ocasiones C arm en y con­
fiesa: «Por esta obra vale la pena hacer un viaje a España...».
Nietzsche encuentra el libreto admirable y dice estar a punto de con­
siderar a C arm en como la mejor ópera de todas y pronostica que será re­
presentada con éxito por toda Europa (¡cuánta razón tenía!), « m ien tras
vivamos». A Gast le manda la partitura para piano, repleta de comenta­
rios al margen. Le duele cuando se entera de que Bizet está muerto. Hace
una clara diferenciación con respecto a Wagner: la pasión de Bizet no es
rebuscada.
La carta a Naumburg, en la que habla de las águilas que un día le mi­
rarán temerosamente como en el cuadro de san Juan, la escribió en este
estado de ánimo sublime. «Créeme», se dice justo antes, «yo soy la avan­
zadilla de todo pensamiento y evolución moral de Europa y no sólo eso.»
«H e enfermado por culpa de C arm en », le comunica a Gast, es la otra cara
de la moneda, la secuela de los estados de feliz excitación. Pero el 18 de
diciembre puede informar a Gast: «Cojo la pluma en mi mano para escri­
bir el ú ltim o manuscrito... E s h ora ya, porque si no olvido mis experien­
cias (o ideas)».
Entre los felices acontecimientos del invierno de 1881-1882 está tam­
bién el compromiso de Gersdorff, el infeliz amante de Nerina, con una
señorita apellidada Nitzsche precisamente. Nietzsche, por su parte, tomó
como un cumplido esta coincidencia o, más bien, como el sello a una vie­
ja amistad. «Esta familia que lleva mi apellido (sin la e) la conozco de mi
infancia», le escribe a Gast; dice haber pasado, en una ocasión, sus vaca­
ciones de verano en la bonita finca de esta familia. « ¡B e lla s m u ch ach as!»
En todo ello no hay ni una palabra que sea cierta. ¿Miente? ¿O es que la
fantasía se superpone a los recuerdos, como ocurre tantas veces en su
vida, en la que la realidad es simplemente un juguete en manos de sus elu­
cubraciones? Nietzsche, de aire tan grave y trágico cuando se trata de de­
fender lo auténtico, es tan poco fiable como su hermana cuando trata de
verificar hechos. Algunos meses más tarde escribe el borrador del prólo­
go para L a gaya cien cia , que comienza con esta frase evidentemente despre­
ocupada: «Me han enseñado que la ascendencia de mi sangre y apellido
provienen de una noble familia polaca, apellidada Niétzky, que abandonó
LA A D E P T A Y E L P R O F E T A [6 2 1 ]

su patria y sus títulos hace unos cien años, cediendo finalmente a las in­
soportables presiones religiosas: porque ellos eran protestantes».
Exceso de fantasía: una tal marquesa Doria le ha pedido que le diera cla­
ses de alemán. No ha aceptado, por supuesto, pero enseguida se siente prín­
cipe Doria, observado por Colón, Paganini y Mazzini, los patrones de Gé-
nova. A raíz de la gran condescendencia con que le trataron en Sicilia se
inventó un acompañante secreto que sobornaba a la gente en provecho de
él, Níetzsche. Si estaba eufórico, se encontraba en todas partes con felices
casualidades de un valor simbólico. Si se encontraba mal echaba la culpa al
tiempo. Si conocía a gente, se encendían su entusiasmo y la esperanza; y, días
más tarde, con la misma vehemencia, caía en la más profunda decepción.
¿No será que la realidad se adapta a él como si fuera una novela? ¿H a­
brán descubierto realmente un taller de falsificación de monedas en aque­
lla pensión de Marienbad, donde se hallaba hospedado? Romundt, Rosa-
lie Níelsen, el romance de Gersdorff con Nerina — todo novela. ¿Y qué
pasó al poco de llegar Rée a Génova? Visita esperada, por una parte, y te­
mida, por otra, a causa de la perturbación que el encuentro podía repre­
sentar en el estado de ánimo de Nietzsche. A mitad de la representación
de L a dam a de las cam elias, que fueron a ver juntos, la heroína de la obra,
la divina Sarah Bernhardt, se desplomó en el escenario. En el segundo
acto se repuso pero una hemorragia en plena escena acabó con la función.
«En su aspecto y sus maneras me recuerda mucho a la señora Wagner»,
anota el conmovido espectador. Llama a Montecarlo, a donde viaja con
Rée, «el paraíso del infierno». En las salas de juego está en su elemento.
Aquel «extraño ser empolvado y de colorines que dice ser camarero» y
que les sirve el té, es como un personaje de novela.
En compañía de Rée vuelve a estar rodeado de vida, aunque visiten
justamente durante las fiestas de carnaval de Génova el cementerio, el fa­
moso Campo Santo, el «más bonito del mundo». Con ello vuelven natu­
ralmente todos los apuros y preocupaciones: el primer día todavía está de
buen humor, el segundo día lo soporta con ayuda de todos los medios
confortantes a su alcance, pero el tercer día sufre uno de sus ya conocidos
ataques, se siente incapaz de levantarse de la cama, tiene dolores de cabe­
za y debilidad. Suena casi irónico cuando comenta que la compañía de
Rée es «sobremanera agradable».
Durante esta semana de febrero de 1882 Nietzsche no sospecha toda­
vía que dentro de tres meses le amenazarán sufrimientos y estados de con­
fusión de muy otra índole y que su amigo Rée, el más estimulante de to­
dos sus amigos, será en esta situación un rival para él.
De momento sólo cuenta que Sanctus Januarius, el santo de los lumi­
nosos días de invierno, ha dado alas a su creatividad y a su estado aními­
co. La obra en la que trabaja no se llama todavía L a gaya cien cia , pero en
ella predominan ya la desenvoltura del pensamiento y la agilidad en el es­
[622] FRIEDRICH NIETZSCHE

tilo. Tiene razón cuando, tras una relectura d e A lb a, comenta su impresión


de la siguiente forma: «Teniendo en cuenta que estas cosas son m uy ab s­
tractas, es notable el optimismo con que son tratadas». E invita a Gast a
leer, «como punto de comparación, cu alqu ier libro teórico sobre la moral
—yo sigo teniendo mis saltos y alegrías» (Gast, 25 de enero de 1882). Efec­
tivamente: gracias a estos saltos y alegrías es un placer, aún hoy en día, leer
a Nietzsche, el autor de una época pequeñoburguesa y de largas barbas.
De repente, y como de pasadas resultó, además, que Nietzsche era un
poeta, muy hábil para tratar en verso todo tipo de temas serios o graciosos
—mágicas estrofas de dos, cuatro, seis u ocho versos, titulados a lo Goethe o
Gast de «Broma, astucia y venganza». Aprendió a bailar, volar. «Vivo de for­
ma extrañ a», así intentó describir su nueva sensación vital, «como si pasara
por la vida sobre la cresta de las olas — como una especie de pez volador.»
Sus versos también eran un intento de describirse a sí mismo de forma
lírica. Reproducimos aquí, sin comentarios, los tres versos más famosos:

Al tercer cambio de piel

Mi piel ya se levanta y se reseca,


y pide con renovada avidez,
tras digerir con pesadez la tierra,
más tierra en mí la serpiente.

Ecce homo

¡Sé muy bien de quién desciendo!


Como fuego no saciado,
me abraso y me consumo,
Luz se hace lo que toco
lo que no, carbón y humo:
fuego soy, lo aseguro.

Moral de estrella

Girando en su órbita, la estrella,


la oscuridad de aquí no es de ella.
¡Gira, lucero, por el tiempo sin preocupación!
¡De la miseria no tengas noción!
Tu luz pertenece al mundo más alejado:
¡la compasión es para ti pecado!
¡La pureza: sólo esta ley has aceptado!

El enero de creatividad pasó luego su factura: con sufrimiento y ago­


LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 2 3 ]

tamiento. «Un trab ajo in te lectu al continuado, d ía tra s día, a h oras determ i­
n ad as es el medio más seguro para acabar conmigo sin que apenas me dé
cuenta», escribió a su madre a finales de enero de 1882. Y comenta el «sin
darme cuenta»: «Llegará el día en que me daré buena cuenta de que es­
toy acabado...».
Ahora se añadía, además, la preocupación sobre el futuro más inme­
diato. A partir de febrero, Génova ya no le inspiraba: «Una desgana dolo-
rosa que hace que apenas pueda llegar hasta el final del día». Pero, ¿a
dónde iba a ir? Todavía no era época para ir a Sils y se arredraba ante las
horripilantes condiciones climáticas del pasado año. En el sur hacía de­
masiado sol, en el norte, demasiadas nubes, ¿cómo se podría solucionar
este dilema?
Ya en septiembre de 1881 había escrito a Overbeck misteriosamente
que, con vistas a la labor de su vida, estaba obligado a «desaparecer lite­
ralmente del mundo durante algunos años —para olvidarme de mi pasa­
do y de mis relaciones, del presente, de los amigos, familiares, de absolu­
tamente todo». A finales de febrero de 1882 escribe a Gast en un tono
muy parecido: «M e gustaría vivir unos años de aventura para poder dar
tiempo, silencio y abono fresco a mis ideas».
Gast contesta a esta carta con proposiciones sobre viajes al Polo Nor­
te y a China, remarcando también que se buscan enfermeros para la zona
de Hercegovina donde ha estallado la rebelión. De pasadas le contesta a
Nietzsche que los Wagner aún se encuentran en Palermo. Y Nietzsche,
por su parte, le contesta que le gustaría llevar a un grupo de personas a
México y viajar con Gast al oasis de Biskra — «y, por encima de todo, pre­
feriría una guerra»— le comenta como una forma de poder compartir una
pequeña parte de un gran sacrificio. Le pasan por la cabeza cosas extra­
ñas. En el famoso cuaderno de notas n. 11, donde se encuentra apunta­
do el proyecto del Z aratu stra , ya había apuntado en el otoño de 1881 su
deseo de que Alemania se apoderase de México para dar ejemplo allí de
su silvicultura. «Pienso simplemente en el interés de salvaguarda de la f u ­
tu ra humanidad», se justifica, pero en el fondo se imagina al profesor
Nietzsche tocando el cielo de Oaxaca con sus manos, en caso de que no
hubiese una vegetación tropical que lo impidiera.
Detrás de estos impulsos está claramente el deseo, no solamente de vi­
vir bajo un cielo despejado, sino de irse lo más lejos posible, una necesi­
dad tan vehemente como aquella otra de los 1.800 metros sobre el nivel
del mar. En marzo —cuando Rée está a punto de marcharse a Roma— se
lamenta en una carta a Overbeck: «¿A dónde? ¿a dónde? ¿a dónde?, me
causa un gran disgusto alejarme del mar. Temo a la montaña y las provin­
cias del interior —pero debo irme».
¿Será, finalmente, lo más conveniente ir a Venecia, a encontrarse con
Gast? Por lo menos allí contaría con un fiel ayudante. Después toma una
[6 2 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

decisión: «A finales de mes me voy al fin del mundo», escribe a Gast el 11


de marzo, y añade: «¡Querido amigo! Viva la libertad, la alegría y la irres­
ponsabilidad!». El torpe profesor debió darse una vuelta por el puerto de
Génova, auscultando a unos y a otros en un italiano deficiente y enterán­
dose de que iba a zarpar en breve un velero a Mesina, un carguero sin pa­
sajeros. Sin embargo, Nietzsche consiguió del capitán, a pesar de ser con­
siderado como un extranjero chiflado, el permiso para embarcarse. Así,
aproximadamente, pudieron haberse desarrollado las cosas.
Sea como sea: Sicilia era más que un repentino arrebato, más que una
casualidad. No solamente Wagner se sintió atraído por Palermo. Un per­
sonaje más célebre había viajado también a Sicilia, sintiendo la atracción
de esta isla tras visitar Venecia, Roma y Nápoles: se trata de Goethe. El
poeta se embarcó el 29 de marzo de 1787; curiosa coincidencia: también
Nietzsche emprende su viaje el 29 de marzo hacia aquella isla, de la que
Goethe escribió que le enseñaba el camino a Africa y Asia. ¿Fue este via­
je el preludio de Túnez y Biskra?
Nietzsche no menciona el viaje de Goethe. Sin embargo, en su huida
a Marienbad también tenía al poeta in m ente. Es imposible que ahora no
se acuerde de él. Cita otro nombre —el de Homero: «H e llegado a lo que
es para mí el borde del mundo, donde, según Homero, habita la fe lic i­
d a d ». Y Homero lleva nuevamente a Goethe, quien, al reencontrarse en
Palermo con los dorados jardines de Alkinoos, compra una oda de H o­
mero, la traduce en el acto e, inspirándose en ella, escribe el drama de
Alau sik aa. N a u sik a a , por su parte, es el tema que recomienda Nietzsche a
Peter Gast para una nueva ópera. Además, en los fragmentos de la pri­
mavera de 1882 se incluye una canción, titulada N au sik aa, compuesta por
Nietzsche con la intención de incluirla en su sueño operístico. En un frag­
mento del N au sik aa , escrito por Goethe, encontramos uno de los versos
más bellos sobre paisajes meridionales:

Reposa sobre tierra y mar un blanco brillo,


y la fragancia del éter pasa en ausencia de nubes.

¡La ausencia de nubes ha debido encantar a Nietzsche, repleto de fo-


bia contra ellas! Y todavía más. De nuevo tenemos que hablar de la mitad
de la vida, de los hombres como Byron y Hölderlin, que sucumbieron a
los 36 años. El tercero sobrevivió —porque cambió, porque osó marchar
y romper barreras en m edia vita. Goethe nació el 28 de agosto de 1749; el
3 de septiembre de 1786, al poco de cumplir 37 años, partió de Karlsbad
hacia Italia, en secreto, bajo la falsa identidad del pintor alemán Philipp
Möller, y desapareció durante dos años. O, dicho de otra forma: para con­
vertirse en el sur en un hombre nuevo y libre. Nietzsche también viaja con
37 años, de incógnito, hacia el sur.
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 2 5 ]

El marco de su fantasía se compone de sur y sensualidad, sueño y poe­


sía. «Las canciones para el Príncipe Fuera de Ley, son producto, en gran
parte, de mi estancia en Sicilia», puntualiza Nietzsche en un comentario
sobre L a gaya ciencia, incluido en el E cce hom o. Nietzsche no emprende
el viaje para desarrollar el proyecto del Z aratu stra, ni para seguir con
A lb a, sino para v iv ir y para hacer poesía, es decir, para probar su propia
receta. ¿Tendrá también una amante, como Goethe tuvo a su Faustina?
Una cosa sobre todo le salió redonda. Nunca ni en ningún otro lugar
que no fuera Mesina había vivido tan de incógnito. No se encontró con
nadie, no llamó la atención de nadie, no conocemos su dirección ni sus vi­
vencias. Los escritos que se refieren a su estancia en Sicilia tienen un ca­
rácter de ensueño: «El último ataque de mi enfermedad se parecía al ma­
reo que uno siente en alta mar», escribe a su familia. «Cuando me
desperté, me encontré tumbado en una bonita cama, en la tranquila pla-
'za de la catedral, con unas palmeras delante de mi ventana.» La gente era
tan increíblemente amable como si alguien, en la sombra, les hubiese so­
bornado. Vivía como un bohemio: con muy poca ropa, tan sencilla como
mala, pero ¡qué importaba! La habitación medía 7,50 metros de largo
por 4,50 metros de ancho, y por 4 pfennig podía comprar 3 naranjas.
¿Se inspiró en un jardín con parras para escribir sus alegres versos del
sur? Quisiéramos creerlo. Las siete poesías que envió a Schmeitzner para
sus recién fundados «Cuadernos mensuales internacionales» se titulan
«Idilios desde Mesina». Sin embargo, no se menciona a Mesina en ellos.
Había escrito y acabado las poesías en Génova: una estaba inspirada en el
monumento del Campo Santo, otra en un bergantín de nombre A n gelin a,
que estaba atracado en el puerto. Los versos estaban escritos en un tono
medio en broma, medio sentimental, eran graciosos, se decía entonces.
No son ni mejores ni peores que los publicados por Keller y Meyer, sus
contemporáneos de más talento.
En uno de los versos, por ejemplo, se confiesa una brujita:

La Iglesia sabe lo que es vivir,


examina cara y corazón.
Siempre a mí me quiere consentir:
¡quién no me dará razón!
Con la boquita susurramos,
nos inclinamos y salimos
y con el nuevo pecadito
el anterior suprimimos.

Su estancia en Mesina no da para más. Aparte de ello, dos cartas a su


familia, una a Gast y otra a Overbeck. Se encuentra arropado, bienveni­
do, y subraya: «Me asombran los arreglos de precio que me hacen». La
[6 2 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

condescendencia que cree se le dispendia es como un primer paso hacia


su soledad última en Turín, donde las verduleras seleccionan para él los
racimos de uva más preciosos.
No existe ningún documento sobre su estancia en Mesina, ningún
cuaderno de notas. En una carta a Gast, fechada el 15 de marzo, arreme­
te contra la aplicación inhumana al trabajo y subraya que, como castigo a
la laboriosidad inútil de sus tres años en Basilea, es incapaz ahora de
afrontar el mínimo esfuerzo intelectual sin tener remordimientos de con­
ciencia. Nietzsche intenta el dolce fa r n ien te, su gran propósito cuando
sube a bordo del barco, posiblemente el bergantín A n g e lin a , hacia Mesí-
na. Aguantó apenas tres semanas. Después, el 20 de abril, viaja a Roma
—hacia la fatalidad. Estaba decidido, él no estaba hecho para la felicidad
ni el descanso.
Capítulo 2

Lou o elfrustrado intento


de domara una rebelde

Para mí personalmente Lou es un auténtico hallazgo, ha colmado


todas mis esperanzas. No es fácil que dos personas puedan sentir
mayor afinidad de la que nosotros sentimos.
Nietzsche a Overbeck, octubre de 1882

Este flaco, sudo y maloliente monito, con sus falsos pechos...


Nietzsche en referencia a Lou, en un borrador de carta
para Georg Rée, finales de julio de 1883

ietzsche huyó una vez más: esta vez, de Mesina. Su explicadón fue
breve: no había encontrado el cielo claro que buscaba, sino de
nuevo viento y nubes, lo que en el mes de abril supone antes la re­
gla que la excepción, hasta en el más meridional de los sures. Esta vez, el
culpable se llamaba siroco. Sin duda Roma, a donde ahora derivaba, no
iba a ser una solución; Rée y Malwida se lo desaconsejaron.
De acuerdo con su talante, la advertencia más bien le atraía, sobre
todo porque en Roma se podía contemplar a ese ser maravilloso del que
habían hablado Malwida, Rée y él mucho antes, pero ahora en un nuevo
compió, urdido una vez más por la incansable intrigante Malwida. El
punto de partida de las reflexiones fue esta vez la necesidad imperiosa de
disponer de una ayuda para la escritura, la lectura y el trabajo. Al elevar
Nietzsche a Gast a la categoría de gran compositor, él mismo se había pri­
vado de su ayuda (un giro sorprendente que sin duda no había calcula­
[6 2 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

do). El compositor Gast avanzaba con lentitud con el nuevo manuscrito


que debía pasar a limpio; sin duda también se sintió herido y contrito
cuando Nietzsche le pidió repentinamente su devolución antes de dar el
salto a Mesina.
En marzo Rée ya había informado a Nietzsche, que todavía se encon­
traba en Génova, de una joven rusa que podría ser de su interés, ya fuera
como ayudante o como objeto de matrimonio. Así se explican las extrañas
palabras de una carta que Nietzsche escribió en marzo a Overbeck, en las
que comenta la necesidad de tener en su proximidad a «una persona joven»
con la que pudiera trabajar, añadiendo inmediatamente la siguiente frase:
«incluso a un matrimonio de dos años estaría dispuesto para este fin»
—una frase que, como veremos, iba a hacer época en la vida de Nietzsche.
En cualquier caso, Nietzsche contestó a Rée: «Salude a esa joven rusa de mi
parte, si es que esto tiene algún sentido: deseo este matrimonio de todo co­
razón. Sí, en primera instancia la busco como presa. En vistas a lo que pre­
tendo hacer en los próximos diez años, la necesito». Era, por lo tanto, la
compañera de trabajo, la aliada. Pero prosiguió en el mismo sentido que en
su carta a Overbeck: «Un capítulo muy diferente es el matrimonio: a lo
sumo podría estar dispuesto a un matrimonio de dos años, y ello sólo en vis­
tas a lo que tengo que hacer en los próximos diez años».
Frases harto enigmáticas. Quien ayer era candidato a la muerte, pien­
sa sin inmutarse en diez años de vida, y no los entiende de ningún modo
como años de creación (puesto que en ese caso hubiera seguido necesi­
tando a su camarada), sino para abstenerse de toda actividad de escritu­
ra. «En esta época del más profundo silencio, quería comprobarla auten­
ticidad de su nueva filosofía, orientada hacia lo místico, para surgir en
1892 como su anunciador»: así lo ha explicado Lou, quien tenía que sa­
berlo bien. Años de estudio por una parte, con el fin de fundamentar
científicamente la teoría del eterno retomo; años de meditación por otra,
tal y como habían prescrito y practicado en su día los pitagóricos, con el
fin de no enseñar ya sólo como filósofo, sino de gobernar como tal. Des­
conocido como era todavía, para ello tendría que emplear largos períodos
de su vida. Su propósito de llegar a viejo se lo escribió a Malwida en este
mismo sentido y en el mismo mes de marzo.
Por otra parte, un matrimonio de dos años, esta osada construcción
mental del visionario Nietzsche, resultaba absolutamente impensable a fi­
nales del siglo diecinueve, la más burguesa de todas las épocas. Tan sólo
existía la convivencia libre, de sombría imagen y despreciados exponen­
tes, significativamente llamada «matrimonio salvaje» — w ilde E h e — , es
decir, algo «imposible». Lo que Goethe todavía se había podido permitir,
siguiendo usos aristocráticos —traer a su amante a casa— no lo hubiera
osado un Gottfried Keller ni un Gustav Freytag. En cambio, Nietzsche lo
reflejó por escrito, pues así lo veía bien.
LA ADEPTA Y EL PROFETA [629]

Cierto que, en lugar de dirigirse directamente a Roma con el fin de con­


templar a la tan loada maravilla, tomó por mar rumbo a Mesina. Sorpren­
dente para este animal de rapiña deseoso de almas jóvenes, y comprensible
sólo en base a un nuevo temor, a la sospecha de un posible compromiso: de­
cepción o atadura, ambas cosas igualmente graves. Más tarde, en Mesina,
otro temor se hizo más intenso: que este «ser enérgico, increíblemente in­
teligente y con las cualidades más femeninas, incluso infantiles» (así le es­
cribe Rée a Mesina) pudiera escapársele, tal vez para convertirse en presa
del soltero Rée. Así es como podemos imaginarnos aproximadamente el
complicado mecanismo anímico que le hizo decidirse a reemprender un
viaje por mar largo y extremadamente incómodo, presumiblemente con
una parada en Civitavecchia y una esforzada continuación hacia Roma.
Por lo demás, en la carta que había enviado a Mesina, Rée ya había
trazado un plan. A la joven rusa le gustaría tomarse por lo menos un «año
agradable» a partir del próximo invierno. A este «año agradable» perte­
necerían Nietzsche y él, además de una dama de más edad como preser-
vadora de su virtud. Lamentablemente, a Malwida esta vez no le apetecía.
Así pues, ¿quién sería la dama de más edad? «E l lugar tendría que ser Gé-
nova, o, ¿prefiere usted algún otro?» Efectivamente, la joven rusa se ha­
bía metido este plan en la cabeza, y estaba acostumbrada a imponer lo
que se proponía.

Lou Salomé, de origen no aristocrático, pero sí burgués, era nada me­


nos que una rusa, y «rusa» sonaba muy bien a los oídos de Nietzsche, a
quien hubiera gustado percibir en su propia sangre la braveza eslava. H a­
bía nacido en febrero de 1861 en San Petersbúrgo; cuando Nietzsche la
conoció, acababa de cumplir veintiún años: una joven fresca, petulante,
coqueta, inteligente, enérgica y en busca de la VIDA.
En algún punto de su lejano pasado palidecía un ancestro francés, un
hugonote. Rilke, su posterior amigo, compañero de viaje y amante, des­
cubrió en Les Baux, en Provenza, a un posible antepasado, al notario An­
dró Salomé, cuyos hijos o nietos fueron expulsados a principios del siglo
XVII por protestantes. En cualquier caso, su abuelo Salomé había nacido
en Magdeburgo, un prusiano, quien más adelante fue a parar a las pro­
vincias bálticas.
Su padre pasó a establecerse en San Petersbúrgo, entró en el ejército
ruso y destacó en un acontecimiento militar que hubiera tenido que en­
tristecer al máximo al simpatizante de Polonia y supuesto descendiente
de polacos que era Nietzsche, en caso de que hubiera sabido algo al res­
pecto: en el asalto a Varsovia que siguió a la sublevación polaca de 1831.
Fue general, consejero de Estado, es decir, un alto funcionario imperial, y
residió en el edificio del Estado Mayor, frente al Palacio de Invierno.
[630] FRIEDRICH NIETZSCHE

Su abuelo materno fue un hijo de panadero procedente de Hambur-


go, Siegfried Wilms, que no quiso ir al ejército y que huyó por esta razón
a San Petersburgo con su novia danesa. Ahí enriqueció rápidamente con
su refinería de azúcar, pero intentó, súbitamente acometido por la locura
religiosa, dar a su hijo en sacrificio, por lo que tuvo que vivir encerrado
hasta el fin de sus días en un cuarto de atrás de la casa de los Wilms, in­
formado por su mujer con «hojas de diario» sobre todo lo que valía la
pena saber. La hija de Wilms, con el buen nombre prusiano de Louise,
casó en 1844, año del nacimiento de Nietzsche, con el oficial Salomé,
bautizado con el buen nombre protestante de Gustav. Lou fue ima tardía
hija rezagada que siguió a los tres hijos y que vivía mimada en una gran
casa con nodriza rusa e institutriz francesa.
El padre era el patriarca, dueño de bienes y servicio, que tras su muer­
te en 1879 heredó su hijo mayor, que ostentaba el nombre ruso de Ale­
xander y a quien llamaban Sascha. El abastecía con dinero a la viuda, de
viaje, y a su hija, en la medida en que necesitaran más que la pensión de la
madre y de la renta, que también recibiría su hija mientras permaneciera
soltera. El segundo hijo, Robert o Roba, quería ser oficial como su padre,
pero se hizo ingeniero, mientras que al tercero, Eugène o Jenia, le hubie­
ra gustado hacerse diplomático, pero acabó como pediatra. Obviamente
existían problemas que era preciso eludir, como por ejemplo su conver­
sión a la fe ortodoxa.
Entre Petersburgo y Peterhof se vivía en un ambiente profundamen­
te ruso, en la resplandeciente sociedad de la corte y del alto cuerpo de ofi­
ciales. Robert era el más elegante bailarín de mazurca de las reuniones de
bailes de invierno; Eugène despertaba en las mujeres «las más encendidas
pasiones», era excéntrico como un personaje de Dostoyevski. Al mismo
tiempo, existía una marcada separación con respecto a este mundo ruso:
una «colonia», unida entre franceses, alemanes, holandeses e ingleses por
la fe protestante.
El general Salomé había recibido del zar el permiso para la construc­
ción de una iglesia reformada: era preciso mantener alta la tradición hu­
gonote. En San Petersburgo se practicaba la religiosidad con la misma na­
turalidad que lo hacía el consejero de justicia Pinder en Naumburg o el
comerciante Overbeck en Dresde. Los domingos se acudía a misa, cele­
brada por el anciano buen pastor Dalton. Pero los tiempos cambian: la
pequeña Ljola creció en la «nueva era», la época de reformas del zar Ale­
jandro II, que había abolido la servidumbre en el año del nacimiento de
Ljola. La juventud rusa de la «buena sociedad» de los años sesenta y se­
tenta era tan apasionadamente inquieta, revolucionada, de tendencias ra­
dicales y decidida a las grandes acciones como iban a serlo cien años más
tarde los estudiantes de Berkeley y Berlín. En una primera instancia el
cambio fue altruista, de sacrificio social, y encontró su cima en el movi­
LA A D E P T A Y EL PR O F E T A [6 3 1 ]

miento de los «narodniki», de los «aliados del pueblo», mientras que a


partir de 1878 se tomó «nihilista», «anarquista», terrorista, con atentados
que superaban todo lo que nos ha venido asustando en los últimos años...
terminando con el éxito del atentado de 1881 sobre la propia figura del
zar reformista.
Ljola Salomé no era lo suficientemente rusa como para dejarse conta­
giar por los «narodniki», pero sí lo suficiente como para apoyar las ideas
de emancipación que incitaban a las mujeres jóvenes a cursar estudios
—en una época en la que en Europa Occidental sólo unos pocos pensa­
ban en unos derechos semejantes para la mujer— y que también incorpo­
raban a su programa de futuro la convivencia «pura» y «luchadora» entre
hombres y mujeres jóvenes. En cualquier caso, el levantamiento de Ljola
contra el antiguo régimen se dirimía en otro campo: en el de la fe. Tenía
sólo diecisiete años, era una criatura espigada, no muy desarrollada como
mujer, con una frente abombada y extraordinariamente ancha y con unos
ojos profundamente azules heredados de su madre, medio alemana del
norte y medio danesa. Reflexionar, éste era su deporte favorito, al igual
que su mayor afición siendo niña era la de imaginar cosas.
Se acercaba la fecha de su confirmación. Pero ella tenía sus problemas
con Dios. Cuando el buen párroco Dalton quiso enseñarle que Dios se
encontraba en todas partes, no siendo posible pensar en lugar alguno en
el que Él no se hallara presente, ella le respondió críticamente: «¡Sí! ¡El
infierno!». Entonces fue conducida a otra misa y a otro sermón. El predi­
cador se llamaba Hendrik Gillot, era holandés, joven, bien parecido, fa­
moso en la sociedad petersburguesa; la gente se apretujaba en la pequeña
capilla que pertenecía a la legación holandesa para escucharle. Gillot era
«liberal», al igual que el predicador David Friedrich Strauss, quien tuvo
que abandonar su cargo a causa de su carácter liberal en exceso. Gillot no
tenía parroquia, pues pertenecía a la legación, y se solicitaba su presencia
para los bautizos, las bodas y para las tomas de juramento a los marineros,
de modo que disponía de mucho tiempo para los estudios y tenía pocos
motivos para ser temeroso. Permitió que las ideas de su tiempo se intro­
dujeran en la capilla. Normalmente predicaba en alemán. El alemán era la
lengua de la familia Salomé.
La joven, que ya albergaba dudas sobre el buen Dios, creyó ensegui­
da e instantáneamente en el atractivo joven Hendrik Gillot. Fue a su vi­
vienda por propia iniciativa, le explicó sin rodeos que no venía por es­
crúpulos religiosos, encontró al bello Hendrik con los brazos abiertos y se
convirtió en secreto y en un abrir y cerrar de ojos en su atenta alumna. El
propio Hendrik Gillot había escrito un libro, en holandés, L a h isto ria de
la adoración de D io s. Como libro de trabajo le dio una H isto ria de la reli­
gión so b re una b ase h istórica. Le enseñó que la religión era un fenómeno
histórico como todos los demás, y le habló del Islam, del budismo, del
[632] FRIEDRICH NIETZSCHE

hinduísmo. Leyó junto con la joven muchacha a Kant, Kierkegaard,


Rousseau, Voltaire, Leibniz, Fichte y Schopenhauer, y ella llenó muchos
cuadernos de notas sobre ritos paganos y dogmas cristianos, sobre el tea­
tro francés y la saga alemana de los Nibelungos. Trabajaba sin descanso,
perdidamente enamorada del bello Gillot y no imaginando nada malo.
Con toda la inocencia se sentaba sobre su regazo mientras trabajaba; él
ahora era su padre y su amante al mismo tiempo. Gillot era demasiado
cuidadoso como para abusar de la confianza de esta encantadora niña-
mujer. Además de todo esto, estaba casado y tenía dos hijos de la edad de
Ljola. Pero, como es natural, también él se sentía atraído. Al fin y al cabo,
esta clase de profesorado pocas veces acaba bien: el vínculo espiritual
sólo puede fructificar si hay un cierto grado de fealdad.
Incrementó el grado de dificultad de los deberes: permitió a la joven
que redactara en su lugar el sermón del domingo. Cuando en una ocasión
tomó ella a Goethe como texto para el sermón, en lugar de la Palabra de
Dios contenida en las Sagradas Escrituras, la profesión de fe del F a u sto ,
que culmina en la frase «el nombre es eco y humo», Gillot se ganó un re­
proche del legado. Ni siquiera un sacerdote de la legación podía ir tan le­
jos. Ljola seguía abajo, en la capilla, el efecto de las palabras que oía pro­
nunciadas desde lo alto. A sus diecisiete años, era una escritora en secre­
to. Siempre había escrito, furtivamente, sólo para ella, pero ahora tenía
ocasión de escuchar sus palabras declamadas por Gillot como si fuera un
actor.
Ljola sólo toleró su secreto mientras su padre estaba enfermo de
muerte. Tras su fallecimiento, ya no tuvo reparo en reconocer su relación;
se presentó ante su madre en medio de una reunión de damas, la conver­
sación se apagó, y ella anunció: «Acabo de volver de casa de Gillot». Se
trataba del mismo culto a la sinceridad que Nietzsche consideraba como
una modalidad nueva de moral, Pero a este respecto la madre hizo la es­
céptica observación de que, para otros menesteres, Ljola no se tomaba
tan en serio la sinceridad.
Hendrik Gillot fue hecho venir y la madre pronunció la clásica frase
trágica: «Usted se hace culpable en mi niña» (Ljola estaba apostada de­
trás de la puerta y escuchaba), y Gillot respondió en un tono igualmente
teatral: «Q u ie ro ser culpable en esta niña». Las clases continuaron, todos
los sentimientos amorosos fueron sublimados en el más estricto estudio,
hasta que un día Gillot hizo justamente aquello que era posible hacer por
aquel entonces en los casos más extremos: le hizo a Ljola, que ya había
cumplido dieciocho años, una proposición de matrimonio. No lo hizo de
ningún modo de forma precipitada, por ejemplo arrodillándose a sus
pies, sino, por así decirlo, de forma ordenada, explicándole que ya había
creado en secreto las condiciones familiares necesarias para ello. Así
pues, el ataque había estado preparado desde hacía tiempo y, tal y como
LA A D E P T A Y E L PROFETA [633]

Gillot creía conocer a la joven, Ljola iba a echarse en sus brazos radian­
te de felicidad. La circunstancia de que ya se hubiera desmayado con an­
terioridad —sobre sus rodillas— la valoró sin duda como un buen pre­
sagio.
En cambio, la joven no sólo quedó completamente sorprendida, sino
que le explicó que eso no podía salir bien. Él la había tenido por dócil,
pero era dura como el acero. En sus ojos azules había frialdad; la intimi­
dad había terminado, súbitamente amortecida por su insensata confe­
sión. El superpadre había cometido incesto, y eso era imperdonable.
Sin duda se puede partir de la base de que la alta y esbelta joven no
era muy apasionada por aquel entonces. Más adelante, ni siquiera a su
marido Andreas le permitió acercarse; desde luego, mojigata no era, tal
vez frígida, pero sobre todo segura de sí misma, negada a entregarse, fir­
memente decidida a trazar su destino por propia mano. En eso tenía algo
de la incondicionalidad de sus compañeras rusas. Sin embargo, este suce­
so no le indujo de ningún modo a romper con Gillot. Dado que para con­
seguir un pasaporte tenía que haber sido confirmada —así de severas
eran todavía las costumbres rusas— , organizó una confirmación según su
propio estilo, con la distancia suficiente: en Holanda, sin la presencia de
nadie salvo la de su madre, que no comprendió nada del sermón en ho­
landés de Gillot. El todavía la veía como a su propia criatura; escogió el
versículo de Isaías «Te he llamado por mi nombre, eres mía», y la llamó
Lou, como antaño, cuando había sido su amiga y su discípula. Y ella se
quedó con este nombre de recuerdo.
El matrimonio hubiera sido lo último para ella, el «buen partido» y el
fin de toda independencia. Por lo demás, había caído en la trampa, que­
ría seguir estudiando, no una carrera concreta, sino todo lo que había
aprendido de Gillot, en ese estudio a caballo entre filosofía y teología a
partir del que posteriomente cristaliza un «concepto del mundo» (W elt-
an sch au u n g). Por contra, el amor ha quedado abolido, pues ¿quién hu­
biera podido sustituir a Gillot? En general, era posible estudiar en cual­
quier parte. Sin embargo, una mujer sólo podía hacerlo en Zurich, en este
aspecto la más progresista de todas las universidades europeas. La viuda
Salomé la acompaña, no de buen grado, pero tiene que hacerlo por las
buenas o por las malas.
Zurich era por aquel entonces un «pueblo cosmopolita», lleno de
emigrantes, también rusos, y hubiera sido de suponer que Lou se iba a en­
tregar a una vida bohemia de moderado corte suizo. En cambio, prote­
gida por su «vestidito de monja» negro y abotonado hasta el cuello con­
tra cualquier intento de aproximación, volvió a hacerse discípula de un
teólogo. Se trataba del profesor Alois Emanuel Biedermann, nacido ya en
1819 y que por tanto había entrado en la sesentena y resultaba poco com­
prometido e inofensivo. Biedermann era liberal como Gillot, pero se tra­
[6 3 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

taba de un erudito serio que se había creado un nombre gracias a su


«dogmática cristiana». En cualquier caso, no era tan anciano y erudito
como para no haberle gustado esta joven muchacha, encendida en deseos
de saber. ¡Cómo iba él a ser diferente de todas las celebridades que más
tarde Lou iba a saber ganarse!
De nuevo recibió una especie de clases particulares. Su afán de apren­
dizaje y de perfeccionamiento era ilimitado. Se informó de las posibilida­
des que Zurich le ofrecía y dio con el viejo poeta Kinkel, revolucionario y
amigo de Wagner, cuyo hijo conoció a Nietzsche en Leipzig. Por otra par­
te, Kinkel había mantenido íntimas relaciones amistosas con Malwida de
Meysenburg, en sus lejanos días de exilio londinense. Para la joven mu­
chacha, Malwida representaba el ídolo por antonomasia: una mujer va­
liente que primero había renunciado a su amigo teólogo y después a su fe
en Dios, que había luchado para avanzar y para hacerse un nombre, y que
ahora residía en Roma como escritora de éxito. Malwida fue su modelo.
En consecuencia, Roma se erigió como objetivo.
Lou le había mostrado algunos poemas al viejo señor Kinkel —pues,
como es natural, escribía poesías— y a éste le parecieron «intensos y her­
mosos, llenos de profundo y noble sentimiento»; a lo sumo, le censuró, se­
ría mejor no hacer rimar «torturas» — Q ualen — con «caer» —-fallen — .
Desgraciadamente, con la revista G arten lau b e no tenía ningún contacto,
pero no tenía inconveniente en que diera su nombre como referencia, y, si
deseaba publicar en la D eu tsch e D ich terh alle, estaba a su entera disposi­
ción.
Más tarde, después de los acontecimientos de Roma, cuando fue de
nuevo en busca del viejo profesor Biedermann, éste le envió a su preocu­
pada madre algo similar a una caracterización de su hija, de la cual pue­
den extraerse algunos datos interesantes. Lou, que para su disgusto se ha­
bía alejado de él incitada por dos hombres jóvenes, que él sólo podía
tener por unos exaltados, volvía a ser exactamente la que era. Y el profe­
sor escribió: «Su hija es un ser de características muy poco habituales: de
infantil inocencia y pureza en los sentidos, también tiene al mismo tiem­
po una orientación del espíritu y una independencia de la voluntad nada
infantiles e, incluso, nada femeninas; pero en ambas cosas es un diaman­
te». La palabra «diamante» estaba subrayada y recibía un comentario. Él
no pretendía hacer un cumplido, ni a ella ni a su madre, para quien «dia­
mante» significaría sin duda que para su hija era preciso renunciar a la
más natural de las esperanzas. La palabra «diamante» daba justo en el cla­
vo. Significa dureza, brillo e intangibilidad. La mayoría de los hombres
que la conocían lo sabían de sobra. Su propia candidez quedaba abarca­
da por este término. Como una niña, sólo pensaba en ella... de la manera
más encantadora.
Su tesón férreo o diamantino sólo tuvo una consecuencia negativa: en­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 3 5 ]

fermó. Era una criatura de espacios cerrados, estudiaba con la ambición


de una clase oprimida que pretende demostrar al mundo lo que vale, su
tez era pálida, sufría desmayos, tosía y, finalmente, llegó a escupir sangre.
Para estos casos, por entonces frecuentes, existía un remedio universal: el
sur. De esta manera, su deseo de buscar a Malwida en Roma y la necesi­
dad de pasar una temporada en un balneario del sur coincidieron feliz­
mente. Por las buenas o por las malas, la viuda del general tuvo que acom­
pañarla una vez más.

Malwida, toda amor maternal, con una gran debilidad tanto por las
muchachas jóvenes e inteligentes como por los jóvenes bien educados, se
entusiasmó enseguida con Lou. Fue invitada a visitar sin demora, en mar­
zo de 1882, el coliseo iluminado que era el piso de Malwida en la vía Pol-
veriera. Después llegó la invitación a participar en las veladas literarias.
Sus poesías emocionaron a su colega escritora más madura. «Me está de­
mostrando», escribió, «lo que veo con cada vez más pura alegría: su vida
interior, destinada a tan noble florecimiento que debería conservarla sa­
grada...». El p ath o s era el lenguaje natural de Malwida. Sus éxitos edito­
riales la habían etiquetado de «idealista».
Lou dio enseguida con Rée. Al fin y al cabo, él pertenecía al círculo de
Roma, era un miembro de la tertulia literaria... y acompañó a la joven a su
casa, en contra de lo que marcaban las costumbres. Rée no era tan bien
parecido como Gillot, sino más bien algo corpulento, y su gran nariz mos­
traba a las claras, muy a su pesar, su origen judío. Precisamente porque
toda posibilidad de enamorarse de él quedaba descartada, resultaba el
amigo perfecto: muy sesudo y más allá del liberalismo poético del amigo
pertersburgués. Además, por fin encontraba a alguien que no era teólogo,
sino un auténtico librepensador, en el que, tal y como le caracterizó acer­
tadamente, «se mezclaba cierta cómica contricción con una arrogante be­
nevolencia».
Los recorridos nocturnos, los rodeos dados bajo la luz de la luna y de
las estrellas, no quedaron sin efecto. No era el amor lo que encendía los
ánimos, sino la conservación. Rée era lo que Lou estaba buscando: su si­
guiente paso hacia el conocimiento. Además, todavía conservaba un as en
la manga, aquel célebre y malafamado profesor Nietzsche, del que toda­
vía no había leído ni una sola palabra pero cuya inteligencia había alaba­
do sobre toda medida tanto Rée como Malwida. Desgraciadamente, ese
extravagante cerebro se había dejado inducir a navegar rumbo a Mesina,
en lugar de emprender viaje hacia Roma, pero Lou estaba tan firmemen­
te decidida a capturarlo como él mismo lo estaba al proponerse tenderle
un lazo.
¿Cómo era realmente ese Nietzsche? En palabras de Rée, a pesar de
[6 3 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sus dolencias era un hombre fuerte y de aspecto juvenil, del que nadie
creía que hubiera llegado a cumplir los cuarenta. Malwida tendía a verle
como un asceta y un santo, que soportaba sus penas con valor heroico:
«Se vuelve cada vez más apacible, incluso alegre, y continúa trabajando
sin cesar, a pesar de ser ya casi ciego..., no tiene absolutamente a nadie
que le cuide, que le ayude». Es decir, con muy poco dinero. Pero no tenía
importancia: él estaba en situación de reproducir a un nivel más elevado
a su ídolo Gillot, en cuanto profesor de una nueva sabiduría. Se sintió ai­
rada cuando supo que se le había escapado.
Y entonces, de pronto, se presentó. Lo hizo el 24 de abril, enfermo
por el viaje, postrado en cama, y sin embargo pronto en situación de visi­
tar junto con Malwida la Villa Mattei, con la misma conversación «fresca
y eternamente chispeante» de siempre. Su encuentro con Rée y Lou tuvo
lugar poco después, precisamente en la basílica de San Pedro. No se hu­
biera podido imaginar un lugar más grotesco para conocer al apóstol del
«Dios ha muerto». Dado que en la basílica de San Pedro no hay bancos,
Rée se había puesto cómodo en un confesionario, en el que se dedicó
«con ardor y devoción» a sus notas, como escribió Lou irónicamente.
¿Qué clase de notas? Rée era todo lo contrario a un aficionado a las obras
de arte. ¿Y qué hacía Lou en San Pedro? Nos gustaría saber más sobre
esta extraña cita: por lo menos, Lou nos ha hecho llegar unas palabras
que aclaran un poco la situación. El señor de mediana edad que se acer­
có a ella, de mediana estatura, discreto, con su pelo castaño echado hacia
atrás con sencillez, le dijo: «¿En virtud de qué estrellas hemos ido a en­
contrarnos los dos aquí?».
No hay motivos que induzcan a dudar de esta anécdota. Al fin y al
cabo, Nietzsche era ceremonioso, si bien con mesura, y en lugar de la fra­
se de las estrellas también podría habérsele ocurrido alguna otra propia
de las reglas entonces vigentes del buen tono. Pero Nietzsche, dispuesto
a entender lo que le sucedía como una intervención providencial en el
plan trazado de su vida, enseguida se atrevió a emplear la idea de destino,
en una especie de petición de mano de carácter cósmico. Era la época en
la que a él mismo le gustaba verse como un astro («Predestinada a seguir
tu órbita, ¿qué te importa, estrella, la oscuridad?»), en la que le escribía a
Malwida de la gran órbita que todavía tenía que trazar y en la que, en el
cuarto libro de L a gaya cien cia , inmortalizaba su relación con Wagner
como «amistad entre dos astros». Ya que para él lo simbólico se había
convertido en una segunda naturaleza, el escenario en el que se produjo
este encuentro de sus destinos, la iglesia históricamente más poderosa de
la cristiandad, le resultaría perfectamente idóneo. Después, los presentes
abandonaron rápidamente toda ceremonia; estuvieron alegres y anima­
dos; Malwida se ocupó de mantener unido al grupo. La «Trinidad», así es
como pronto denominaron su alianza, en alegre parodia religiosa, sólo te­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 3 7 ]

nía un defecto: que Rée había conocido a Lou unas semanas antes que
Nietzsche. Cuando Nietzsche hizo su aparición, ya habían tenido lugar al­
gunos acontecimientos: primero Rée le hizo a Lou una proposición de
matrimonio; después, cuando la joven de veintiún años le explicó que
para ella el capítulo amoroso había terminado, acudió con gran desaso­
siego a Malwida, para explicarle que, siendo fieles a los severos principios
de ésta, a partir de ahora tendrían que «huir el uno del otro», hasta que
finalmente Lou le ganó para su proyecto vital, más allá de cualquier plan
de matrimonio.
Este plan preveía, totalmente según el ejemplo de los «narodniki» ru­
sos, unos años comunes de estudio. Por lo visto ya había estado soñando
al respecto: «Ya que entonces divisé un agradable cuarto de trabajo lleno
de libros y flores, flanqueado por dos dormitorios y, yendo y viniendo en­
tre nosotros dos, a nuestros compañeros de trabajo, todos unidos en un
círculo animado y serio». Lou aún había dado un paso más: le habló de su
plan a su antiguo guía espiritual Gillot. Gillot, como nos podemos supo­
ner, celoso y recordándola con dolor, de ningún modo la animó a prose­
guir con ello, sino todo lo contrario: la previno contra semejantes juegos
de la fantasía. Entonces ella le escribió una larga carta que más adelante
reproduciría por complejo en su R etrosp ectiva de m i vid a, una muestra
paradigmática de su estilo caprichoso y jovial y un ejemplo de su tenaci­
dad por nada inalterable.
«¿Qué, por todos los diablos, es lo que he hecho mal?», adujo a G i­
llot. Al fin y al cabo, ella sólo había seguido sus consejos de independen­
cia. ¿Que no era capaz de juzgar correctamente a hombres más maduros
y superiores que ella? En eso estaba muy equivocado. «Lo esencial (y, hu­
manamente, lo esencial para mí sólo es Rée) es algo que se sabe ensegui­
da o no se sabe nunca.» De ningún modo Rée la había convencido de
nada; al contrario, él todavía dudaba. También Malwida estaba en contra.
«Suele expresarse del siguiente modo: esto o aquello no debemos hacer­
lo, o bien tenemos que lograrlo... y yo ni siquiera sé a quién corresponde
en realidad ese “nosotros” —probablemente a algún partido ideal o filo­
sófico— pues yo sólo sé algo de mi “yo” .»
Tan despreocupada, tan franca era ella, la criatura de una nueva ge­
neración, capaz de expresar en una sola frase lo que Nietzsche predicaba,
sugería en sus libros, planteaba como meta lejana: «Ni voy a poder vivir
siguiendo un modelo, ni yo mismo podré jamás representar un modelo
para nadie, sea quien sea. Por el contrario, sí viviré sin duda mi vida si­
guiendo el ejemplo de mi propia persona, sin importar cuál sea el resul­
tado. Al fin y al cabo, con ella no tengo que encarnar ningún principio,
sino algo mucho más maravilloso, algo que se halla por completo en uno
mismo, que desprende mucho calor de tanta vida, y que grita de alegría y
que pugna por salir». Este tono y esta tesis nos resultan familiares por mu­
[638] FRIEDRICH NIETZSCHE

chos textos más tardíos, como los redactados en los años noventa. En
ellos se grita de alegría, de forma profusa y a montones, en plena con­
ciencia del calor de la vida; la enseñanza de Nietzsche había calado hon­
do en todas partes y fue absorbida incluso por personas que no habían leí­
do ni una sola línea de su obra. Pero hacia 1882 esta clase de declaraciones
todavía eran nuevas, recién acuñadas, rutilantes monedas de una divisa
vital todavía por descubrir.
Lou, según se puede deducir a partir de esta carta, no había llegado a
emanciparse tras un arduo esfuerzo, sino que, simplemente, era un ser li­
bre. En consecuencia le escribió a Gillot que no le había pedido consejo,
sino que había esperado recibir su confianza «de que, no importa lo que
yo haga o deje de hacer, permanezca en el ámbito de aquello que nos es
común... y todo aquello que debería pertenecerme sin más y con tanta se­
guridad como la cabeza, las manos o los pies... desde el día en el que me
convertí en lo que usted me ha convertido: su muchachita».
Estas palabras las escribió antes de la llegada de Nietzsche y demues­
tran que su «alianza lunar» con Rée ya había adquirido un estatus defini­
tivo: el de un buen compañerismo. El era lo que su corazón buscaba, pre­
cisamente porque como hombre no era peligroso, aunque sin duda estaba
enamorado ¿y por qué no? Pero sobre todo era un erudito, un conversa­
dor y un amigo solícito. Dos dormitorios y un cuarto de estudio, libros y
flores: en esta imagen quedaba descrita su convivencia. Otros camaradas
inteligentes y alegres también debían formar parte del cuadro, como por
ejemplo ese solitario y amistoso profesor Nietzsche.
Ahora, al fin, había llegado, y nada más llegar le hizo saber a Lou, em­
pleando precisamente a Rée como intermediario, que también él quería
casarse con ella. «Encontramos los dos» habían sido sus primeras pala­
bras, y decidido puso manos a la obra para conquistarla. Tramó el asunto
con astucia, si podemos fiarnos de la carta enviada a Elisabeth y que ésta
publicó con el número 360 de las C artas com pletas. Desgraciadamente, tal
y como le escribió a su hermana, Malwida y Rée no habían logrado en­
contrar a ningún joven serio para ejercer como su ayudante, sino a una
muchacha de veinticuatro años (para Elisabeth le sumó tres años más),
poco agraciada (así intentaba apagar sus celos) que, si bien tenía cabeza y
era culta, se limitaba a repetir lo que decía Rée (y aquí es donde se perci­
ben los propios celos de Nietzsche). Si fuera por él, mintió, regresaría in­
mediatamente a Mesina. Una carta ulterior abogada por unas circuns­
tancias más moderadas: Malwida le habría contado con lágrimas en los
ojos que dicha señorita Salomé había dedicado toda su vida al conoci­
miento; en ello se percibía una afinidad interior entre ambos, por lo que
ahora pensaba de otro modo de ella.
La pregunta semioculta que, bajo todas estas noticias y juicios de va­
lor, le dirigía a Elisabeth era si ella no podía hacer un viaje a Suiza e invi­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 39]

tar a la señorita Salomé. Ésta era—y en este aspecto Malwida era inflexi­
ble— la condición previa para su aprobación del plan de estudios. Era
preciso lograr la presencia de un acompañante.
Tras algunas primeras turbulencias, se llegó de nuevo a un acuerdo:
del plan a dúo con Rée había surgido un plan a trío con Rée y Nietzsche.
Nietzsche estaba allí y ya no era posible deshacerse de él después de ha­
berle llamado. Lou estaba totalmente de acuerdo, en su afán de saber más
y más y en su desarrollado sentido de la coquetería y del coleccionismo de
hombres. Probablemente, los dos hombres se darían cuenta enseguida de
que entre los dos iba a constituirse una competencia por el favor de la «jo ­
ven rusa». En cualquier caso, habían decidido ya qué proyectos iban a lle­
var a cabo juntos: un invierno de estudios en París, donde Olga Herzen
desempeñaría el papel de acompañante y cuya tertulia les procuraría lite­
ratura y animación. Además, en París vivía como emigrante independien­
te Iván Turguéniev, el gran novelista, a quien Rée ya había visitado en
1875 en su villa señorial. París les atraía a todos ellos, como capital mun­
dial de la literatura, del espíritu y de las nuevas ideas.
Nietzsche estaba tan sano y animado como siempre que controlaba
una situación. Podemos suponer que Lou repartía sus favores en Roma a
partes iguales. Estaba flanqueada por dos buenos amigos; su estado de sa­
lud había mejorado.

Las siguientes semanas y meses transcurrieron penosos y hasta ator­


mentadores para los afectados... salvo para Lou, que tenía todos los mo­
tivos para sentirse bien con dos filósofos dominados a sus pies.
Quien se sentía más infeliz, contrita y preocupada por el futuro era
sobre toda Malwida, la fundadora de este extraño triángulo amistoso.
Ella había pretendido lo mejor; si algún plan la había entusiasmado, ha­
bía sido el de Nietzsche, consistente en fundar la academia de amigos.
Ella siempre había estado a favor de la libertad de las relaciones entre
los sexos, así es como se lo aseguraba a Lou en una carta monitoria que
le envió tras su partida, pero junto a la palabra «libre» daba por sobre­
entendida la palabra «noble», y para ella eso quería decir «intachable».
Para ella, así le explicaba a Lou, el progreso consistía «en encontrarse
de una forma libre y pública en los ámbitos espirituales, en un esfuerzo,
un aprendizaje y un goce compartidos, pero —y añadía, en un rodeo de
estilo Victoriano— «sin ninguna clase de contacto que provoque aun­
que sólo sea un juego con los sentimientos o siquiera alguna clase de ex­
citación...». Por lo demás, ella, Lou, no debía imaginar que sus paseos a
la luz de la luna suponían una novedad emocionante; en Basilea, por
ejemplo, era perfectamente habitual que los hombres y mujeres jóvenes
den paseos por la noche, «en los que siempre entra en juego alguna cía­
[6 4 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

se de excitación de los sentimientos, sin que por ello se produzcan unio­


nes serias».
En estos términos le hablaba la anciana emancipada a la joven en vías
de emancipación, decepcionada, pues había esperado que en Lou podría
resucitar su propia juventud, prosiguiendo con su propia lucha bajo cir­
cunstancias más felices. Pero para ello era necesario obligar al mundo a
un respeto, sin proporcionarle los argumentos que éste necesita para
combatirles, repudiando el placer y evitando toda imagen de ligereza y
coquetería. Empleó palabras altisonantes, le dijo a Lou que ella se le ha­
bía aparecido «como una discípula pura y elevada de nuestra nueva fe».
Como a una nueva Ifigenia instó a la muchacha: «L a relación con hom­
bres nobles es satisfactoria y estimulante, pero ocúpese de que ésta se
mantenga siempre dentro de unos límites, en los que la voluntad aún no
haga de las suyas y sólo impere el placentero elemento del interés espiri­
tual y de unos encuentros libres y amistosos que no tengan nada que ocul­
tar». Si bien hacía tiempo que Malwida se había vuelto asexual, le predi­
caba a una joven de veintiún años que acababa de escabullirse del severo
y frío San Petersburgo para vivir su vida y que además se hallaba bajo sos­
pecha de tuberculosis y que, por tanto, tenía todos los motivos para to­
marse «un año agradable».
Por lo que respecta a los dos torpes hombres que nunca antes se ha­
bían encontrado con semejante hembra celestial e infernal a un tiempo,
pronto estuvieron perdidos. Rée se dejó dominar muy pronto: según las
órdenes de la muchacha, debía convertirse en su hermano. Por lo demás,
se hacía pasar por enemigo del matrimonio, declarándose demasiado pe­
simista como para poner descendencia en este mundo cruel. Hacía como
si le estuviera dejando libre el papel de pretendiente a su amigo. Este, por
su parte —así es como se lo contó poco después a la señora Overbeck—
sólo le hacía sus proposiciones matrimoniales en condicional: «Me senti­
ría obligado a hacerle una propuesta de matrimonio con tal de proteger­
la de las habladurías de la gente, si no fuera porque..., etc., etc.».
En una carta a la señora Overbeck resumió la relación triangular con
la siguiente frase: «Observe que Rée y yo nos sentimos inclinados hacia
nuestra valiente y generosa amiga en virtud de los mismos sentimientos, y
que él y yo mantenemos una gran confianza también en este punto». Aña­
dió: «Además, ya no somos, ni los más tontos, ni los más jóvenes». Se ol­
vidaba de que, según la tradición, tanto el sabio Salomón como el filóso­
fo Aristóteles se habían dejado llevar por las narices por una mujer joven
y atractiva.
Lou tomó la decisión más inteligente: no decidirse. Los dos hombres
le parecían de elevado nivel intelectual y muy estimulantes. No hubiera
querido renunciar a ninguno de los dos, pero tampoco estaba enamorada
de ninguno de ellos. Rée era el más tranquilo, el más fiable, el menos exi­
LA AD E PT A Y EL P R O F E T A [6 4 1 ]

gente, es decir, el mejor para una relación a largo plazo. Nietzsche era el
más extraordinario, el más arrebatador, era posible embriagarse con su
conversación: pero por estas mismas razones el más peligroso, sólo apro­
piado para una convivencia corta e intensa, por lo que era preciso encon­
trar los medios necesarios para mantenerle a raya. En cualquier caso, la
influencia y las pretensiones de uno debían ser compensadas por las del
otro, a través de atenciones dosificadas con precisión, muestras de simpa­
tía y rechazos. Ella era lo bastante hermosa para este juego, lo bastante
temperamental para la diversión y —así es como pensaba, en contra de
todos los malos presagios de Malwida— lo bastante hábil como para
saber orientar las pasiones que así despertaba en todos ellos. Más adelan­
te, esta maestra de la doma de hombres fue lo bastante inteligente como
para recuperar los testimonios de su coquetería existentes en las cartas di­
rigidas a Rée y a Nietzsche y para destruirlos. Ahora ya sólo la vemos
como la eminente y sensata autora de diarios, ensayos, narraciones, nove­
las y uno de los mejores libros escritos sobre Nietzsche. Su risa, sus bro­
mas, sus guiños han quedado apagados.
El común invierno de estudios que se le presentaba —si no en París,
en Viena o en Munich— lo contemplaba como la que iba a ser su mayor
diversión. Pero, ¿qué hacer hasta entonces? Viajar siempre en compañía
de su madre resultaba aburrido. Rée, en cambio, le proporcionaba liber­
tad, horas comunes de estudio, paseos a caballo, vida rural en la finca de
Stibbe, todo ello en perfecta armonía con las estrictas costumbres de la
época y bajo la protección de su madre. Nietzsche, el pobre, no tenía
nada parecido que ofrecer: Naumburg quedaba descartado, incluso ha­
ciendo la vista gorda con respecto a las cuestiones materiales, tanto para
él, como para ella; para ambos. Elisabeth hubiera sido una acompañante
ineludible si se hubieran encontrado en un tercer lugar, y, en vistas a la si­
tuación de las cosas, éste sólo hubiera podido ser un lugar de veraneo, un
bbsquecito idílico alemán no muy alejado de Stibbe.
Además, en el horizonte se perfilaba Bayreuth, esta vez con el anun­
cio del estreno de P arsifal, una fecha señalada. Malwida ya les había ad­
vertido que se trataba de una cita ineludible. Elisabeth fue como repre­
sentante de Nietzsche, Rée le ofreció a Lou su asiento. Era preciso
incorporar todo eso a los proyectos para el verano, al igual que los planes
de estancia en un balneario de la señora Rée, que oscilaban entre Warm-
brunn en los Montes de Silesia y Bad Cranz en el Báltico. Nietzsche, siem­
pre en busca del lugar idóneo para sus dolores de cabeza y otras tribula­
ciones, se olvidó esta vez de Sils-Maria. ¿Cómo era posible que le
apeteciera acudir a clases en Viena precisamente durante el invierno?, le
preguntó Malwida con razón. ¿Cómo había podido un día decidirse re­
pentinamente a emprender un viaje al bosque berlinés de Grunewald?
Lou lo hacía posible; Lou vencía cualquier obstáculo.
[642] FRIEDRICH NIETZSCHE

Cierto que en Roma volvió a estar temporalmente enfermo, lo cual no


era de extrañar teniendo en cuenta las nuevas emociones. A excepción de
la villa Mattei, visitada con Malwida, y San Pedro en su encuentro con
Rée, no había visto nada de Roma. Pero, ¿qué le importaba Roma? Lou
les instaba a partir, la próxima meta eran los lagos lombardos. «N o se deje
intimidar», le escribió a Rée el 25 de abril, «ocúpese de que el viaje resul­
te, ¡por favor, por favor!». Sabía cómo hacer las cosas; Rée encabezó su
respuesta con un «Muy respetable señorita Lou».
Pero finalmente las damas tuvieron que viajar solas, ya que Nietzsche se
encontraba postrado en cama. Se podría suponer que no quería mostrar­
se ante Lou como el infeliz e involuntariamente cómico usuario de ferro­
carril que realmente era. Así pues, el punto de encuentro fue el lago de
Orta. Mayo acababa de despuntar, cantaban los primeros ruiseñores. El
amigo Nietzsche se ofreció para lo que era su fuerte: un paseo por la mon­
taña hasta la capilla del Monte Sacro. El amigo Rée permaneció con la
viuda del general, que no tenía ganas de efectuar escaladas. Era la situa­
ción de «al fin solos», y Nietzsche la aprovechó como es debido.
Por razones obvias, no sabemos gran cosa de este paseo de mayo en el
Monte Sacro. Según el árido informe que proporciona Lou, extraído de
su R etrosp ectiv a de m i v id a : «De vez en cuanto efectuábamos todos una
parada, como por ejemplo en Orta, en los lagos lombardos, donde pare­
cía habernos magnetizado el cercano Monte Sacro; por lo menos tuvo lu­
gar un enfermamiento involuntario de mi madre debido a que Nietzsche
y yo permanecimos demasiado tiempo en el Monte Sacro como para pa­
sar a recogerla a la hora prevista». Ya se sabe, los enamorados acostum­
bran a perder la noción del tiempo. También Rée se sintió herido. ¿Aca­
so pudo leer el triunfo en el rostro de su competidor? Una vez más
procede de Lou la reproducción de una observación, extraída de su dia­
rio para Paul Rée, que se supone hizo Nietzsche durante un paseo por el
bosque en Tautenburg, recordando el período pasado en Italia: «Monte
Sacro: el sueño más maravilloso de mi vida se lo debo a usted». Final­
mente, cuando Emst Pfeiffer, su último amigo y editor de sus obras pos­
tumas, le preguntó a Lou si Nietzsche la había besado en el Monte Sacro,
la anciana dama le respondió con un «quizá»; como es bien sabido, entre
las damas esto significa «sí».
No vamos a insistir más en nuestra curiosidad filológica al respecto;
concluyamos tan sólo lo que demuestra el más elemental sentido común:
Nietzsche, el excursionista, era joven, daba lo mejor de sí mismo, se ma­
nifestaba, encontraba respuesta y preguntas; una vez desinhibido, podía
resultar fascinante; su mirada introspectiva se iluminaba, hablaba del pa­
pel que iba a desempeñar en el futuro y se manifestaba poderosamente
como el profeta que era, y Lou no era de la clase de jovencitas que se limi­
taba a escuchar con devoción, sino que le llevaba la contraria y se sentía re­
I. A A D E P T A Y E L P R O F E T A [6 4 3 ]

conocida como una igual; sus ánimos eran alegres, se reían, subían las esca­
leras de un salto, se cogían de la mano o del brazo, contemplaban el lago a
sus pies, reluciente como un espejo, a su alrededor jardines detrás de los
muros, el día radiante... y en algún lugar, en un escalón, sellaron su alianza,
la afinidad de sus mentes y de sus almas. Sin duda nada del otro mundo,
pero sí un indicio, eso a lo que por entonces se llamaba «dar esperanzas».
Pero, ¿muchas, pocas? En cualquier caso las suficientes como para que
Nietzsche viera redefinidos los papeles: él como camarada propiamente
dicho del alma de Lou, ella como su compañera de lucha y Rée como un
dócil amigo en la retaguardia. A partir de este momento estuvo seriamen­
te enamorado. Ningún saber era ya capaz de protegerle. Se había produ­
cido precisamente ese milagro que nunca se había atrevido a esperar: ha­
bía aparecido una mujer, de pensamiento afín, emparentada con su fe,
«sagaz como un águila, osada como una leona pero, a pesar de ello, una
jovencita extremadamente femenina» (con estas palabras le escribió a
Gast el 13 de julio de 1882). Después del acontecimiento del Monte Sa­
cro, no dudó ni un instante de que era a él a quien esta jovencita tan fe­
menina iba a tocar en suerte y de que sería con él con quien la leona ten­
dría que luchar.
Si la interpretación que hacemos de Lou es correcta, recuperó en se­
guida lo que había entregado en un momento de irreflexión. En cualquier
caso, Nietzsche se fue: a Basilea, a visitar a los Overbeck para explicarles
lo que había sucedido y para pedirles ayuda y consejo. Rée avanzaba len­
tamente hacia el norte con sus damas, haciendo una parada en Locarno.
La próxima meta era la finca rural de unos amigos suyos cerca de Zurich.
Por el camino, desde Lucerna, Nietzsche le escribió a Rée una encendida
postal: «Es imprescindible que hable de nuevo con la señorita L., ¿en el
jardín de los leones, por ejemplo?».
La postal empieza con una frase extraña y delatora: «Querido amigo,
¿dónde podré encontrar la tantas veces mencionada pepita de oro, tras
haber encontrado ya la “piedra filosofal” (que ni siquiera es una piedra,
sino un corazón)?». De la correspondencia subsiguiente se deduce lo que
Nietzsche quería decir y que no se menciona en sus biografías, ya que re­
sulta violento hablar de dinero cuando se trata de un genio. Nietzsche, no
importa de qué modo hubiera previsto su convivencia con Lou (ya que se
trataba del matrimonio temporal del que ya había soñado en Génova),
necesitaba dinero para llevarla a término. En Roma ya se habló de dinero
cuando trataron de disuadir a Nietzsche de su propósito. Lou no tenía in­
gresos propios, y si se casaba perdería incluso su pequeña pensión. Por lo
tanto, era preciso sacar dinero de alguna parte, y la aventurada idea que
se le había metido a Nietzsche en la cabeza era que ese dinero sólo podía
salir del bolsillo de su amigo Rée. Arrebatos de fanfarronería, como un
tiempo antes, cuando había contado con el dinero de Rée para comprar­
[644] FRIEDRICH NIETZSCHE

le a Peter Gast la partitura de E l m atrim on io secreto. Rée había compren­


dido la pregunta de la pepita de oro, pero tenía demasiado tacto (o de­
masiado miedo) como para tratar del tema directamente. Por lo tanto, le
rogó a Lou que, de un modo u otro, pusiera a Nietzsche al corriente de
que él de ningún modo era una persona tan acomodada como parecía
pensar. Y así era en realidad: Rée dependía de terceros, pues era su her­
mano quien poseía las propiedades; vivía más o menos según su posición
social, pero tampoco le era posible realizar grandes proezas.
Presumiblemente, la visita que Nietzsche hizo a los Overbeck debió
de servir, además de para pedir consejo, para aclarar su situación finan­
ciera; Overbeck se había ocupado de la administración de sus ingresos,
tanto de las pensiones de Basilea como de los intereses devengados.
Nietzsche retiraba de él lo que necesitaba. El encuentro que deseaba
mantener con Lou en el Jardín de los Leones de Lucerna efectivamente
tuvo lugar, el 13 de mayo. El punto de encuentro tenía un sentido tan
simbólico como el Monte Sacro, que se había convertido en la montaña
sagrada de su amor: la escultura del león representaba el valor que Lou
tenía que demostrar si se declaraba dispuesta a aceptar su propuesta.
Su entrevista se produjo junto a la escultura del león, pero la gran de­
claración no tuvo lugar. Rée también participó. Una vez más se encontra­
ban los tres juntos y alegres. La pepita de oro y la boda ya no venían al
caso. A Nietzsche se le ocurrió que tan animado trío debía quedar in­
mortalizado en una fotografía. Rée se resistió, pues se encontraba feo y
odiaba fotografiarse, pero se dejó convencer. La fotografía, que no fue
dada a conocer hasta mucho más tarde, en 1937, por Ernst Podach, se
hizo famosa rápidamente y en insólita medida: dado que muestra a Lou
en un carromato, con un látigo en la mano y con Nietzsche y Rée uncidos
a él, resultaba muy apropiada para todos tipo de interpretaciones de psi­
cología profunda, y también era propicia para ser relacionada con ese fa­
moso látigo que, según Nietzsche, no debe olvidar nadie que acuda a vi­
sitar a una mujer. Probablemente la broma fotográfica de Lucerna no
escondiera ni mucho menos tanto misterio. Los tres tenían que colocarse
de alguna manera, y no era sino un gesto galante el conceder a la dama el
lugar que realmente le correspondía en este trío: el de la «muy respeta­
ble» Lou.
A lo sumo, en el caso del filólogo clásico que era Nietzsche, también
cabría pensar en un auriga griego y en la comparación platónica según la
cual el hombre debe ser el auriga que ha de llevar a sus instintos de las
riendas, dejando vía libre a los sentimientos más nobles. ¿O acaso los dos
filósofos serían los corredores que galopaban hacia el triunfo, y Lou la
diosa Victoria que les guiaba? Nietzsche la celebró en un poema, pocos
meses después, como diosa Victoria.
A esta anécdota le siguió una excursión a dúo a Tribschen, de doloro­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 4 5 ]

so recuerdo. Pero en cierto sentido, Tribschen también era un monu­


mento a la grandeza, a una amistad que sacaba a relucir su propia impor­
tancia. En general, a pesar d^ ncHiaberse llegado a pronunciar el «sí», en
Lucerna los días transcurrían con placidez. Todos se alegraban de que na­
die hablara del día de mañana. En la visita que Nietzsche hizo a Basilea, a
Overbeck le pareció que nunca había visto al filósofo tan bien como en­
tonces.

Apenas hubieron partido los dos amigos, dio comienzo el juego de los
celos. Rée tenía una ventaja, la esperanza de que Lou fuera a visitarle a
Stibbe, e hizo todo lo posible para aprovecharla. Le escribía a Lou una
carta de amor tras otra, «reprimiendo» —en todos los sentidos de la pa­
labra— a su amigo. Ya la primera carta que escribió a Zurich desde Basi­
lea afirmaba y subrayaba que ella era la única persona en el mundo a la
que amaba; la segunda proponía una especie de adopción de Lou por
parte de la señora Rée; de este modo Nietzsche pronto comprendería que
ella se encontraba más próxima a Rée y a los suyos que a él. De paso, un
suspiro por el amigo («Por otra parte, también es triste que te aleje de él
por completo») y un suspiro por ella («Entonces no llegarías a conocerle
nunca... ¡y tiene tantas cosas que merecen conocerse!»), pero como con­
suelo: «Eres una buena capitana...».
Rée la escribe, la apremia, la telegrafía, se siente preocupado por su
salud, incluso hace que en Stibbe cante un ruiseñor («el primero que can­
ta en Stibbe desde tiempos inmemoriales»), se muestra alternativamente
chistoso y melancólico, la anima a ser sólo fiel a ella misma, y reconoce fi­
nalmente que en su relación con Nietzsche no es completamente abierto
y sincero, «especialmente desde que cierta jovencita surgió de lo desco­
nocido». Su declaración de amor experimenta una variante en la frase:
«Sólo tú eres mi verdadera amiga, y así ha de continuar». A su conciencia
no le afectaba que mostrara un comportamiento «un poco cambiado, un
poco falso, un poco mentiroso y un poco tramposo» frente a los demás.
Esta clase de confesiones tenían una intención claramente filosófica. Al
fin y al cabo, hacía años que Rée reflexionaba sobre la formación de la
conciencia y sobre los deberes morales procedentes de instancias ajenas a
la moral: ahora, extraía las consecuencias para su propia persona. A su
amistad con Lou según escribió festivamente, quería convertirla en un
culto nuevo, y por lo tanto, sólo la falsedad para con ella la contemplaba
como un pecado mortal.
Y así era. En todas partes había creado una fama de buen chico, sen­
sible, comprensivo, un joven de perfectos modales. Malwida le apreciaba
mucho, y ni siquiera Elisabeth tenía nada que reprocharle. Pero en su in­
terior se mantenía distanciado. El «usted», incluso en su relación con
[6 4 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Nietzsche, era la manifestación de esta distancia. Por contra, Lou le había


pedido a Rée que la tuteara, un tuteo fraternal, pero un tuteo al fin y al
cabo, y él respondió entusiasmado: «Cada vez me proporciona mayor
placer nombrarte con un “tú”», llegando incluso a firmar algunas cartas
con «tú», o con «tu Rée» (lo que, leído en francés puede entenderse al
mismo tiempo como un juego de palabras que signifique «duración»). Si
bien le suponía un cargo de conciencia traicionar a Nietzsche, sabía tan­
to sobre el propio origen de la conciencia que estaba en situación de ha­
cer la vista gorda. No era un buen amigo.
Trató de controlarlo todo. En julio, vacaciones en Warmbrunn, «tam­
bién hay mucha sombra para N., si quiere venir». Pero todavía se sentía
un poco temeroso de que Nietzsche lograra apartar a Lou de su lado. Le
escribió: «En cuanto hayas visitado a los Overbeck, hazme un informe, a
ser posible detallado, de las declaraciones de la señora Overbeck, caso de
que éstas afectaran a nuestra trinidad».
Para explicar esta petición debemos volver con Nietzsche después del
incidente de Lucerna. Aunque Lou no le había dado precisamente cala­
bazas, ya no podía seguir insistiendo ni solicitándola, y menos si se tiene
en cuenta que su petición no era un arreglo burgués, sino algo por aquel
entonces inaudito: un matrimonio temporal. Por lo tanto, buscó una re­
comendación, él, siempre tan amigo de lo indirecto, y fue a solicitarla a su
mejor amiga maternal, Ida Overbeck. Hacia el 20 de mayo le escribió que
Lou la iba a visitar en los próximos días. «Hable de mí con toda libertad,
distinguida Señora Catedrática, usted ya sabe y adivina qué es lo que más
me hace falta para lograr mi meta. También sabe que .yo no soy un “hom­
bre de acción” y que desgraciadamente siempre quedo rezagado con res­
pecto a mis mejores intenciones. También soy, a causa de la meta mencio­
nada, un vil egoísta... y el amigo Rée es en todo mucho mejor amigo que
yo (cosa que Lou se niega a creer)». También el señor Overbeck debía
quedar excluido de esta charla. Ida Overbeck debía hablar de mujer a
mujer en su favor y hacerle perder a Lou los reparos que ésta planteaba a
su proyecto.
Nietzsche se encontraba en Naumburg y, a pesar de ello, estaba de
buen humor. Acababan de publicarse en la nueva revista mensual de Sch-
meitzner sus «Idilios de Mesina», por lo que ahora también se había pre­
sentado ante su público en calidad de poeta y seguía haciéndole ilusión
ver sus obras publicadas. Aún mejor: el nuevo libro estaba progresando,
había encontrado un sistema satisfactorio para la creación del manuscri­
to de imprenta: su hermana dictaba partiendo de su escritura, un viejo co­
merciante avezado en caligrafía copiaba, y él mismo escuchaba y efectua­
ba correcciones.
Mientras Rée bombardeaba a Lou con cartas, llegando incluso a es­
cribirle casi a diario durante los últimos días de mayo, Nietzsche fue más
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 4 7 ]

bien parco. Cierto que también él introdujo a los ruiseñores: «Los ruise­
ñores cantan durante toda la noche ante mi ventana—». Así era el estilo
de la época, incluido el guión mayor, que invitaba a soñar. La última fra­
se de su breve carta a Lou también estaba saturada de devoción: «Cuan­
do estoy completamente solo, pronuncio a menudo, muy a menudo, su
nombre y» (de nuevo un guión mayor) « — ¡para mi mayor placer!»
La carta también contenía una breve nota que aludía a Rée: «Rée es en
todo mucho mejor amigo de lo que yo soy y podré ser nunca; ¡tenga us­
ted muy en cuenta esta diferencia!». Al mismo tiempo, a Rée le escribió:
«N o hay forma alguna de amistad tan maravillosa como la nuestra, ¿no es
cierto? ¡Mi querido viejo Rée!». En una carta a Rée posterior en unos días
a ésta, escribe: «Me río a menudo de nuestra amistad tan pitagórica, con
su curiosísimo p h ü o isp á n ta k o in á » (a los amigos todo les es común). «Me
proporciona un mejor concepto de mí mismo el saber que realmente soy
capaz de una amistad semejante.»
En una carta a Lou de la misma época pueden leerse finalmente las
palabras: «M i querida amiga Lou, sobre la cuestión “amigos” y, en con­
creto, sobre el amigo Rée, prefiero hablarle de palabra: sé muy bien lo
que digo cuando le tengo por mejor amigo de lo que yo soy y seré nunca».
Un mejor amigo, ¿a qué se refiere? Bien, presumiblemente a uno más
desprendido, o, tal vez, también a uno inapropiado como amante. Con­
trariamente a esta descripción, en una carta a Ida Overbeck se había de­
clarado como un «vil egoísta». Aquí se entrecruzan dos planes, dos con­
ceptos distintos: uno es el de la «trinidad», la alianza que incluía a Rée y
que permitía que ambos poseyeran simultáneamente a la amiga, concep­
to derivado en versión libre de Pitágoras. El otro era el egoísmo de la
meta, de la comunidad de lucha, de la misión. En él sólo tenían cabida
Nietzsche y Lou, la gran y ardiente discípula, en lugar del escéptico y dé­
bil Mefistófeles Rée. Tampoco éste, al especular sobre el espíritu de sacri­
ficio de su amigo, demostraba ser un buen amigo. Mientras tanto, Lou
mezclaba las cartas. Escribía a Rée con tesón, probablemente en el mismo
tono de guasa que a él tanto le gustaba, mientras que a Nietzsche le escri­
bió una carta larga e inteligente, incluso diplomática, que también era un
resultado de la entrevista que los dos habían mantenido en Basilea. En­
tretanto, ella había estado en Hamburgo, en una visita familiar a los
Wilms (en la que pronto se enamoró de ella un primo lejano). El núcleo
temático de su carta era: «D e momento no resulta posible una conviven­
cia prolongada entre los dos; es imprescindible que mi madre y mis her­
manos me sepan junto a los Rée, es decir, junto a la señora Rée».
Pero las palabras «de momento» habían sido consoladoramente su­
brayadas, y les seguía la aseveración de que, si por el momento no veía
posible estar sola con él, era sólo para poder imponer con mayor libertad
y seguridad sus planes futuros, «lo principal»: igual que cuando a un
[648] FRIEDRICH NIETZSCHE

niño obligado a renunciar a algo se le promete a cambio una recompen­


sa futura. El resultado de la entrevista con Overbeck se lo comunicaría
de palabra.
Pero lo que aún tenía que haberle entusiasmado más y haberle hecho
sentir más seguro era una comparación que la inteligente autora epistolar
había establecido entre la filosofía de Rée y la suya y que culminaba en la
observación de que el egoísmo de Rée tendía hacia una vida cómoda y fe­
liz, mientras que el de Nietzsche lo hacía hacia una vida heroica. Para aña­
dir aún: «A lb a (el último libro de Nietzsche) «es mi único compañero.
Me entretiene, pero en la cama, mejor que las visitas, las preocupaciones
y el polvo del viaje». ¡Ah, cómo se le hincharía el corazón de esperanza
ante estas afirmaciones! Y al final, al leer: «Todo irá muy bien. Somos
buenos caminantes y también en la maleza sabremos hallar el sendero»,
no le quedaba sino considerar a Lou ganada para él, para su filosofía he­
roica y para su vida.
Ya no era posible negarlo: el profesor Nietzsche, ya casi entrado en la
cuarentena, autor de diez libros hasta el momento, sabedor de los más in­
sondables secretos del mundo, se había enamorado como un adolescente.
Contestó medio decepcionado, medio consolado: «¿Entonces no vamos a
volver a vemos hasta después de Bayreuth? ¿E incluso entonces sólo
“quizá” ?» Pero también: «Lo que ya no me atrevía a creer, el encontrar a
un amigo para mis últimas alegrías y dolores, ahora me parece posible...
una dorada posibilidad en el horizonte de toda mi vida futura. Me siento
conmovido tantas veces como pienso en el alma valiente y sensible de mi
querida Lou».
Lou tenía muchos sobres que abrir: le escribía su primo de Hambur-
go, el hermanito Rée («mi querido caracolito»), la buena de Malwida
(«Su propósito no podrá salir bien sin que, en el mejor de los casos, haya
un corazón que sufra de la forma más horrible, o, en el peor, sin que se
destruya un vínculo amistoso»), y el genial Nietzsche. Este último todavía
se encontraba en Naumburg, meditabundo, imaginando eso que incluso
a él le parecía «muy fantasioso»: su futura convivencia con Lou, no las­
trada por matrimonio alguno. A Overbeck, conocedor del asunto, le es­
cribía: «La verdad es: de la manera en la que ahora quiero y voy a actuar,
seré por primera vez y de forma absoluta un hombre propio de mi pensa­
miento, sí, de mi pensamiento más profundo. Esta coincidencia me hace
tanto bien como el recuerdo de mi existencia genovesa, en la que tampo­
co me quedé a la zaga de mis pensamientos. En este nuevo futuro están
implicados toda una serie de secretos vitales, y aquí me quedan por resol­
ver tareas sólo resolubles a través de la acción».
El sentido de estas palabras es de claridad meridiana: Nietzsche bus­
caba la coincidencia entre sus enseñanzas y su propia persona. Como in-
moralista que era, iba a dar ejemplo mediante una acción desvinculada de
LA A D E P T A Y E L P R O F E T A [6 4 9 ]

toda moral. Tomaba a Génova como modelo, ya que Génova estaba a fa­
vor de la partida: al fin y al cabo, ahí es donde había avanzado con un ve­
lero hasta «el confín de la Tierra», por mucho que otros no consideren
tan osado un viaje a Mesina. Por lo tanto, la valentía había sido su estan­
darte: él era de una «resignación a la voluntad divina» tan fatalista, que
estaba dispuesto a meter la cabeza en la boca del lobo.
Pero a todo esto, Nietzsche seguía siendo el que era: tenía miedo, in­
sistía en la necesidad de discreción y deseaba que su plan de la trinidad
no se conociera demasiado pronto. «En el momento en que algo se dé a
conocer precipitadamente, surgirán enemigos y planes contrarios: el peli­
gro no es escaso». De algún modo se veía actuando en un escenario, en un
drama en el que intervenían hasta las más oscuras potencias. Deseaba que
se les librara a él y a Lou de toda clase de «habladurías europeas». Pero
había un punto que veía claro: «Por lo que respecta a mi hermana, estoy
firmemente decidido a mantenerla alejada de todo esto», escribió a Over-
beck, «su intervención no haría sino complicar las cosas (y a ella en pri­
mera instancia)». En eso tenía toda la razón.
Aún quedaba una cosa que le preocupaba: en cuanto hubiera termina­
do con L a gaya ciencia, quería confiscar a su amiga. Es decir, acompañarla
a Bayreuth. Por lo tanto, preparar ya la época de Viena mediante un cam­
bio de domicilio a Salzburgo o a Berchtesgaden. Era preciso crear des fa its
accom plis. Pero el otro, Rée, tenía la sartén por el mango. Parecía que Lou,
después de su estancia en Hamburgo, iría a Stibbe por segunda vez. Hacia
el 10 de junio escribió a Rée, en el forzado estilo de funcionario con el que
acostumbraba a disimular su excitación: «¿Debo, pues, dar por seguro de
que la señorita Lou permanecerá en Stibbe hasta las jornadas de Bay­
reuth...? ¿He entendido bien la situación? ¿De qué modo será posible con­
ducirla a Bayreuth...? Yo mismo tengo la intención, por decirlo así, de em­
prender viaje hacia Viena a principios de julio: eso significa que trataré de
pasar unos días de veraneo en Bochtesgaden —siempre y cuando no tenga
que efectuar antes ningún servicio... Me gustaría que se me informara lo
más pronto posible sobre qué es lo que tengo que hacer y qué no, con el fin
de que pueda disponer de mi verano libremente». La carta era poco con­
descendiente, escrita desde la enfermedad, y finalizaba con las palabras:
«Naumburg es un lugar terrible para mi salud».
Mientras vivía de esperanzas, Naumburg había sido perfectamente
aceptable para él. Pero ahora había enfermado de impaciencia. Y, ¿hasta
qué punto Rée era realmente un buen amigo? Éste le escribió a Lou:
«Dice que aquí» (a Stibbe) «desgraciadamente no puede venir — ¿acaso
este “desgraciadamente” será una mentira? ¿Tú crees? Yo realmente no
estoy muy seguro». El hecho era que en Stibbe no había suficientes ca­
minos sombreados para Nietzsche y que todas las habitaciones estaban
ocupadas.
[6 5 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Nietzsche se había obcecado: los servicios de los que hablaba y que


con toda evidencia deseaba, se referían a acompañar a Lou a Bayreuth.
¿Realmente lo deseaba? ¿Estaba dispuesto a aceptar Bayreuth... después
de todo lo sucedido? ¿Y Wagner? ¿Precisamente el P a rsifa l... la obra cau­
sante de su ruptura? Pero le había escrito a Overbeck que, dada su actual
sumisión al destino, incluso estaba dispuesto a meterse en la boca del
lobo. Y, en cualquier caso: para emprender de nuevo un viaje a Stibbe,
Lou tenía que pasar por Berlín. En Berlín se encontraría con ella.
Nada de Berlín, le escribió Lou, que podía llegar a ser harto categóri­
ca; Nietzsche cometió un gran error al no respetar este «no». Se sobreva­
loraba a sí mismo y a su propia voluntad, que trataba de imponer contra
la de la hermosa criatura, actuando estrictamente contra su principio de
dejar que las cosas pasen por sí mismas. «¡Ahora podrá comprobar al fin
qué clase de persona soy!», escribió Nietzsche inmediatamente, en res­
puesta. Al día siguiente, a las 11.40 horas iba a estar en Berlín, en la esta­
ción de Anhalt. Para ser exactos, escribió «quiero», subrayándolo. Dis­
frazó su aparición con la excusa de que deseaba hacer vacaciones en
Grünewald. Su esperanza era tener la ocasión de acompañarla a Bayreuth
al cabo de unas semanas. Además, le prometió llevarle unas poesías, el
prólogo «Broma, astucia y venganza» de L a gay a cien cia. «¡Esto, de pron­
to, significa decidirse!», se dijo a sí mismo, dándose golpecitos en la es­
palda, y si pensamos lo horrible que para él, medio ciego, era viajar, hay
que presuponer una pasión salvaje y delirante que le incitara a hacerlo
aun a pesar de la negativa de Lou. O bien, si éste no era el caso, la volun­
tad de imponerse a su rival a cualquier precio.
Fracasó, al igual que fracasó todo. Con sus ojos afectados por la mio­
pía, se mantuvo al acecho en la estación, buscando la negra silueta de la
esbelta muchacha... en vano. «Anhelo ese género de almas. Sí, es más,
pienso ir próximamente a capturarlas», le había escrito hada unos meses
a su amigo Rée; le gustaba verse a sí mismo como un león en busca de su
presa. Pero en realidad había sido burlado, se había dejado tomar el pelo
por una jovencita; debido a la compasión que sentía por ella, se dijo, en­
gañándose a sí mismo, pues la veía frágil y lánguida... debido a mi afán de
imponerme a su terquedad, hubiera tenido que reconocer en realidad.
Se convenció rápidamente de lo que, de cualquier modo, ya debería
haber sabido: que el Grünewald no era una isla desierta para anacoretas,
sino uno de los principales lugares de excursión para berlineses ruidosos
y de buen humor. Por lo tanto, regresó sin demora... victorioso por lo me­
nos en esta vuelta obligada, como antaño lo fuera en Bérgamo. Y —por
muy increíble que pueda parecer— no perdió de ningún modo el ánimo.
No perdió su meta de vista. Escribió a Rée (a quien antes había escrito
una carta apremiante que no se conserva), adjuntándole una carta para
Lou.
LA ADEPTA Y EL PR O FE TA [6 5 1 ]

Ambas cartas coinciden en un punto: en el reconocimiento de que ya


no le era posible viajar solo. «En Berlín», escribió, «me sentía como una
moneda perdida, que había perdido yo mismo y que debido a mis ojos era
incapaz de ver, aunque la hubiera tenido a mis pies, incitando a la risa a
todos los transeúntes.» Así era. En cierto sentido, Nietzsche era una figu­
ra cómica que se hallaba perdida en todos los lugares que requieren de
sentido de la orientación y de un rápido control visual. Por lo tanto, tachó
Berchtesgaden de sus propósitos, y con respecto al plan de Viena le ex­
presó a Lou en esta misma carta su deseo de «ser depositado como un pa­
quete en alguna habitacioncita de la casa en la que usted haya pensado re­
sidir». Y todavía más dócil y sumiso, añadió: «O bien en la casa de al
lado». El lobo había caído en la trampa.
Trató de atraerla de una nueva manera: «Me gustaría muchísimo tra­
bajar y estudiar pronto un poco con usted, y he preparado cosas muy
atractivas —campos en los que hay fuentes que descubrir, siempre y
cuando sus ojos deseen encontrar fuentes precisamente en ellos... Usted
ya sabrá, sin duda, que deseo ser su profesor, su guía por el camino de la
producción científica...». Le preguntó condescendientemente qué es lo
que estimaba más deseable para el período posterior a Bayreuth, y si Vie­
ne ya podría ser tenida en cuenta para septiembre.
Con esta oferta correspondió exactamente a los deseos de la joven,
que nada se había metido en la cabeza con tanto empeño como el con­
vertirse en escritora. En este sentido, Nietzsche era para ella más impor­
tante que su «hermanito» Rée, quien sin embargo le proporcionaba unas
gratas vacaciones de verano en su finca. Por lo tanto, se mantuvo en pie el
plan de Viena también por su parte, incluso Malwida dio su bendición,
con la única advertencia de que no se hiciera demasiado dependiente es­
piritualmente de Nietzsche. Nietzsche, desamparado como siempre, le
había pedido a Overbeck que le buscara una casa en Viena. Ya se le esta­
ba pasando por la cabeza la posibilidad de que antes su madre —precisa­
mente— invitara a Lou a Naumburg.
Pero surgió una opción mejor. Por fin encontró un lugar en el bosque
que le parecía apropiado para sus ojos y que satisfacía su afán por un ma­
yor simbolismo. Se trataba del pueblecito de Tautenburg, «a media hora
de camino de Dornburg, donde el viejo Goethe disfrutó de su soledad».
Efectivamente, en 1828 el gran escritor había residido y trabajado del 7
de julio al 11 de septiembre en la finca de Dornburg. Ahora Nietzsche
pretendía un seguimiento septentrional de Goethe, al igual que antes ha­
bía pretendido un seguimiento meridional en Génova al emprender su
viaje a vela por Sicilia.
A pesar del incidente de Berlín, todo continuó según habían progra­
mado. Trabajó en las últimas pruebas de imprenta de L a gaya cien cia.
Gast le ayudó de nuevo, a pesar de no haber recibido ninguna noticia del
[6 5 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

maestro durante meses, e incluso fue debidamente informado de la histo­


ria de Lou. Ciertamente, el nuevo plan que ahora tramaba Nietzsche no
era posible sin la colaboración de su hermana (por lo que también la ma­
dre tenía que ser mínimamente informada). Le pareció que sus antiguos
reparos ya no venían al caso, pues, según él, Elisabeth había «progresado
mucho, era más madura que antes, digna de toda confianza y muy amable
para conmigo». Así pues: Lou vendría con Elisabeth de Bayreuth a Tau-
tenburg y vivirían las dos en la casa parroquial, con él en las proximida­
des. Por lo demás, también Elisabeth había demostrado tener ambiciones
literarias, ya que deseaba escribir novelas cortas, por lo que estaría lo su­
ficientemente ocupada consigo misma. Ni siquiera pretendía que Lou
ejerciera el papel de su ayudante para la lectura y la escritura, sino que
quería ser su maestro.
Cierto que todo esto aún no era suficiente. Toda la verdad era que ne­
cesitaba un heredero espiritual. «Llevo conmigo algunas cosas que de
ningún modo pueden leerse en mis libros —y buscó para ellas la tierra
más hermosa y fecunda.» Cuando pensaba en su heredero se acordaba de
nuevo de la delicada salud de Lou, se sentía conmovido por ella y se ale­
graba de que bajo tales circunstancias no sólo le tuviera como amigo a él,
tan poco fiable a causa de su inseguridad, sino también a Rée, persona
digna de toda confianza.
¡ Ah, tenía tantas cosas por hacer! Pero las cosas se iban ordenando a
su alrededor como por arte de magia. Disponía de toda una serie de apo­
yos fuertes y fiables: Lou, Rée su hermana, Peter Gast, Overbeck y su es­
posa. Al fin podía convertirse en realidad el plan que había descrito es­
quemáticamente a Malwida e incluso a su viejo amigo Rohde: no seguir
escribiendo libros, sino dedicarse a un prolongado estudio, en primer lu­
gar en Viena. A Malwida le escribió que a partir de ahora su vida queda­
ba sometida a una meta más elevada de lo que nadie podría adivinar y que
ni siquiera él podía revelar a nadie; en fin, esta meta requería de un modo
de pensar heroico y de ningún modo religioso-resignado. En el caso de
que Malwida descubriera a personas que estuvieran dotadas de este
modo de pensar, debía informarle de ello, como ya había hecho con la
rusa, con la que ahora se sentía unido por una profunda amistad, «todo lo
profunda que pueda establecerse una amistad sobre esta tierra».
Este último año, proseguía en su carta a Malwida, le había sido embe­
llecido en gran medida «gracias al brillo y al encanto de esta alma joven y
francamente heroica». ¿Debería haberle explicado a Malwida sus torpe­
zas de Grunewald? No, adoptó un talante misionario: Lou como discípu-
la, heredera y continuadora de su pensamiento. Rée debía haberse casado
con ella, él había tratado sin éxito de convencerle. Cuando afirmaba esto
no mentía completamente. Efectivamente, la idea de que su amiga fuera
la esposa de otro le resultaba más bien agradable: desde Cosima hasta
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 5 3 ]

Ida Overbeck, había tenido ocasión harto suficiente de comprobar sus


ventajas. Sólo en el caso de Lou esta combinación no funcionaba. Todas
las demás eran mujeres, mientras que Lou era una muchacha, joven como
las actrices con las que había soñado. Pero también a Peter le escribió ce­
remoniosamente que tuviera la bondad de hacerle el honor de alejar toda
idea de amorío de su relación con Lou.
«Me resulta difícil vivir si no lo hago en el estilo más elevado», le es­
cribió a Rohde desde Tautenburg. Lo que quería decir con esto lo desve­
ló posteriormente Lou en su libro sobre Nietzsche: diez años, nada me­
nos, se asignaba para el estudio de las ciencias naturales, con el fin de
obtener una base científica para su teoría del eterno retorno. Ciertamen­
te, a esto se le podía llamar «calcular en un estilo elevado». «Sólo después
de años enteros de silencio absoluto pretendía... aparecer entre los hom­
bres como el maestro del eterno retorno.» ¿Se trataba de una idea absur­
da? ¿Era genial? Lo que él había leído de ciencias naturales con el viejo
jesuita polaco Boscovich y con el original pensador ruso Afrikan Spir, que
había llegado a Leipzig poco después de la partida de Nietzsche, queda­
ba muy alejado de la ruta académica. ¿Qué es lo que él, un estudiante que
con casi cuarenta años acudía a las clases de oyente, el canoso estudiante
adulto, hubiera podido aprender? ¿Cómo hubiera podido ser capaz de
introducirse en el tema él, a quien ya en Schulpforta le fallaban las mate­
máticas? Y a pesar de todo, de manera poco habitual, se hallaba en el
buen camino cuando especulaba sobre atomismo, cuando desarrolló un
ensayo de «teoría atómica temporal» partiendo de medios totalmente in­
suficientes, cuando osó proponer que la materia no era sino una manifes­
tación de la energía. Percibía lo novedoso, la posibilidad de caminos com­
pletamente distintos, más allá de las ciencias de su tiempo. Al fin y al
cabo, en París había tenido ocasión de escuchar en 1885, en el hospital
parisino para mujeres de la Salpêtrière, al gran estudioso de la historia,
Jean Martin Charcot, así como conocer al joven médico vienés Sig­
mund Freud, que acudía a las clases de Charcot. Y unos pocos años
más tarde una joven dama de varsovia, polaca y «tocaya» suya, llegó a
la ciudad de París, donde casó con el físico Pierre Curie para finalmen­
te descubrir con él el nuevo elemento de radiación, el radio. Pero cuan­
do los descubrimientos de Marie Sklodowska anunciaron el nuevo siglo
y las nuevas teorías de la energía, el pobre Nietzsche vegetaba ya, mudo
e indiferente.

Mientras tanto, no había nada en lo que la joven Lou Salomé pensara


menos que en los últimos acontecimientos. Ansiosa de experiencias nue­
vas, viajó sin Nietzsche a Bayreuth, con un talante decididamente poco
musical, como pronto reconocería en su animada extroversion, pero de­
[6 5 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

cidida a conocer a todas las celebridades de la ciudad. Se encontraba de


nuevo bajo la protección de Malwida. Esto le proporcionó el acceso a la
tertulia vespertina que Wagner celebraba en la casa Wahnfried, así como
la visita de Cosima y una larga conversación que mantuvo con ella. Las
dos frases con las que en su R etrosp ectiva de m i vida describe las tardes de
Wahnfried son auténticas muestras de su ágil capacidad de percepción y
su fresco talento para las descripciones: «Ahí donde se encontraba el foco
de atención, Richard Wagner — debido a su pequeña figura continua­
mente superada, siempre se le podía apreciar sólo durante unos instantes,
como a una fuente saltarina— estallaba siempre la más animada diver­
sión; en cambio, la aparición de Cosima la hacía destacar por su altura de
todos los presentes, a los cuales rozaba con la cola interminable de su ves­
tido —que la envolvía formalmente al tiempo que le permitía crear dis­
tancia».
Observado con sagacidad y acertadamente expresado: ya por aquel
entonces disponía Lou de esta capacidad. Era rápida en sus risas y en sus
burlas, y la desapercibida y gris Elisabeth, que también había acudido a
Bayreuth con el fin de escuchar devotamente el P arsifal, tenía la sensación
de tratar más bien con los enemigos de Nietzsche que con sus amigos.
Sólo Lou transmite la historia de un último intento de reconciliación en­
tre Wagner y Nietzsche, promovido por la buena de Malwida. Pero nada
más abrir ésta la boca, Wagner abandonó la habitación sumido en la má­
xima excitación, ordenando que nadie pronunciara de nuevo ese nombre
en su presencia. El informe resulta verosímil; el abandono de Nietzsche
seguía representando una llaga abierta. Demasiado bien sabía Wagner
que para el señor de Wolzogen las B ayreuth B ld ter seguían siendo un pe-
riodicucho, por mucho que él participara personalmente en su redacción.
Junto con Nietzsche, le había abandonado y traicionado la inteligencia.
Hasta 1915, Elisabeth no puso en circulación la «contraanécdota», en su
libro W agner y N ietzsch e en lo s tiem pos d e su am istad : según ella, cuando
en 1882 llegó a Bayreuth para ver el P arsifal, Wagner le había pedido una
entrevista especial. «Primero hablamos del P arsifal, pero cuando me dis­
ponía a despedirme me hizo quedarme la siguiente observación: “Dígale
a su hermano que, desde que él se ha alejado de mí, estoy solo”.» A ella le
gustaba componer poesías, aunque no se le daba bien. En Tautenburg,
tras la partida de Bayreuth, quiso poner a prueba su talento como narra­
dora, o, según lo expresaría su hermano: incubar sus huevecitos noveles­
cos. Por cierto, Nietzsche se dejaba engañar de buen grado con respecto
a la cuestión Wagner. El 1 de agosto le comunicó a Peter Gast que Cosi­
ma, que todavía sentía «una fiel simpatía hacia él», había invitado a Lou y
a Elisabeth a hacerle una visita, y Wagner se habría lamentado de que sus
mejores amigos, Nietzsche y Rohde, le hubieran abandonado y de que
ahora se encontrara completamente solo.
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 55]

Una vez más, a Nietzsche le agobiaba, le corroía, que Bayreuth, este


punto de encuentro de amigos y de posibles admiradores, estuviera ce­
rrado para él. Este pensamiento no le dejaba tranquilo: antes de que Eli-
sabeth partiera, emergió de la soledad del bosque de Tautenburg y viajó a
Naumburg con el fin de preparar a su hermana para el P arsifal. Y mira
por donde, justo en pleno trabajo musical se acordó de sus propias com­
posiciones infantiles, las buscó y se las interpretó a su hermana. «¡L a
identidad de sentimiento y de expresión era fabulosa!», le escribió a Pe-
ter Gast. Algunos fragmentos, como por ejemplo la «muerte de los reyes»
del oratorio de Navidad, le habían parecido más emocionantes que todo el
P a rsifa l en te ro , «¡pero aun así, muy parsifalescos!» Siguieron las extrañas
palabras: «¡L o admito: con un verdadero susto he sido consciente de nue­
vo de hasta qué punto Wagner y yo somos afines.» Gast, en calidad de en­
tendido musical, debía ser quien decidiera sobre este extraño caso, ya que
él no se atrevía a establecer un juicio concluyente. E inmediatamente des­
pués, Nietzsche se desprende de nuevo de la recién creada identidad: no
es que con esto pretenda alabar al P a rsifa l... y siguen dos signos de excla­
mación. «¡Q ué repentina décadence) ¡Y qué Cagliostrocismo!»
Este fragmento, citado con frecuencia para la explicación de su rela­
ción con Wagner, descubre ya en 1882 algunos aspectos notables, sobre
todo de hasta qué punto estaba ya afectada su conciencia de identidad.
Sin duda, las fantasías pianísticas del niño Fritz Nietzsche no tendrían
nada que ver con el imponente trabajo de composición del P arsifal. Pero
su yo oscilaba de uno a otro, se convertía en Wagner, era Wagner... para a
continuación regresar estremecidamente a su verdadera identidad. Al fin
y al cabo, Nietzsche había condenado el P arsifal, lo había tachado de de­
cadente frente a la gran salud que él predicaba, él había desvelado a Wag­
ner como Cagliostro, como mago estafador. Por contra, él había apostado
por «nuestra» música, la opereta de Peter Gast y la nueva ópera, él esta­
ba inmunizado contra el seductor que en Bayreuth hacía sollozar a los an­
cianos. Pero en el momento en que él también decía haber realizado com­
posiciones «parsifalescas», ¿no participaba también precisamente de esta
decadencia, de la gran estafa del mago de Bayreuth? Sus pensamientos gi­
raban en círculo. Gracias a Dios, apareció Lou para volver a hacer de él
un hombre.
En Bayreuth, Lou se divertía. Nunca trató de disimular que pretendía
pasar un año agradable por hallarse enferma, es más, por ser una candi-
data a la muerte. En el círculo de Wagner había un tercer filósofo, aquel
muchacho del que en una ocasión Rée había hablado con entusiasmo a
Nietzsche, el barón Heinrich von Stein, por entonces de veinticinco años
de edad, un verdadero paradigma de hombre, y, además, un metafísico.
De nuevo había intervenido Malwida, con su pasión por el coleccionismo
de jóvenes talentos prometedores, recomendándoselo a Wagner para la
[6 56] FRIEDRICH NIETZSCHE

educación de Siegfried (puesto que en su día había estado reservado a


Nietzsche). Entretanto, Stein se había independizado, había conseguido
una plaza de profesor en Halle, leía sobre Richard Wagner, escribía sobre
los «héroes del mundo», entre los que contaba a Alejandro Magno, a san­
ta Catalina de Siena, Lutero, Giordano Bruno y Shakespeare. ¿Se había
enamorado de Lou? ¿La encontraba interesante? En el siguiente invierno
ya se encontraron juntos en Berlín... con Rée.
Aún más que el alto y terco barón von Stein, a Lou le gustaba un com­
patriota ruso, Paul Joukowsky (Schukowski), a quien generosamente ele­
vó a la categoría de conde. Su padre había sido un poeta célebre y educa­
dor del zar Alejandro III. El mismo era amigo de Wagner y pintor, y había
colaborado en los decorados del P a n ifa l. Era un caballero de la cabeza a
los pies, lo bastante osado como para diseñar un vestido con las medidas
del cuerpo de Lou y lo bastante aventurero como para invitarla a una se­
sión nocturna de espiritismo. Rée, a quien le informaba de todo en las no­
tas de su diario, gemía de celos y le imploraba su eterna amistad, incluso
en el caso de que Joukowsky se casara con ella.
Seguro que Elisabeth no podía verlo todo, pero sí oír mucho. La gen­
te hablaba de «la rusa»; al fin y al cabo, también Bayreuth era profunda­
mente provinciano; no hubiera faltado mucho para que esta zíngara hu­
biera ido a dar hasta con el mismísimo Wagner, incluso tal vez le habría
hecho perder la cabeza... Sin duda, a Lou no le faltaban muestras de afec­
to para con Elisabeth. En una carta a Nietzsche incluso afirmó que «casi
podría considerarla también como mi hermana», pero ya se sabe qué
efecto tiene la amabilidad del ganador sobre el perdedor. Y, para termi­
narlo de agravar: precisamente esta persona partía de Bayreuth junto con
el futuro prometido de Elisabeth, Bemhard Fórster, disponiendo de mu­
cho üempo durante todo el viaje a Jena para hacer uso de sus malas
artes...

Por mucho que le gustaran Stein, Joukowsky, el primo de Hamburgo,


y por mucho que también Rée la necesitara, fue a ver a Nietzsche. Se lo
había prometido y deseaba hacerlo. Ya había tenido sus vacaciones, aho­
ra empezaba la vida seria. La realidad de la vida. Ya en su primera carta
del 4 de junio le escribe a Nietzsche: «...para que allí podamos estar jun­
tos y trabajar». Lou no sólo era inteligente, graciosa, sociable, sino tam­
bién muy trabajadora, y esto resultaba determinante para entender su im­
portancia. Sabía de filosofía más que Rée y Nietzsche juntos; incluso en
Bayreuth, en pleno trajín de fiestas, tomaba sus notas e incitaba a Rée a
escribir un diario. Ahora, en el camino hacia Jena y Tautenburg, volvía a
ser totalmente una estudiante.
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 5 7 ]

Nietzsche, por su parte, se preparaba para otra clase de estudio: por


fin quería aprender a vivir. Qué oportuno había sido todo: con el mismo
correo la respuesta afirmativa de Lou, cerezas de parte de la hermana, las
pruebas de imprenta de L a gaya cien cia..., es decir, el libro terminado, el
fin de su «librepensamiento». Le escribió que la salud había vuelto a su
cuerpo, que todo el mundo le decía que parecía más joven que nunca.
Que el cielo le protegiera de cometer torpezas, «pero a partir de ahora,
que usted va a aconsejarme, me daré por bien asesorado...». Añadió: «Ya
no quiero seguir estando solo y deseo volver a aprender a ser un hom­
bre». «Estoy perturbado y conmovido», reconoció. Su corazón se reblan­
decía, sus heroicos propósitos empezaban a estremecerse.
Invirtió una ingente cantidad de expectativas en esta visita. «Cuántas
veces», le escribió a Lou en su siguiente carta, «no he experimentado en
toda clase de cosas lo siguiente: “ ¡Todo ha quedado claro, pero también
ha terminado!”. Y qué feliz me siento, mi querida amiga Lou, de poder
pensar ahora en referencia a los dos: “ ¡Todo claro y, además, en su co­
mienzo!”». Pero había muchas cosas que desconocía, sobre todo desco­
nocía lo tenaz y desesperadamente que Rée se agarraba a Lou. Este había
empezado su diario en Stibbe con el lema: «Verdadero con respecto a mí
mismo, falso con respecto a los demás (exceptuando a una persona)», y a
Tautenburg le escribió a su caracolito Lou: «Me has hecho rejuvenecer de
nuevo. He reído de todo corazón, he sido feliz hasta la médula de mis
huesos... Queda, pues, convencida, único ser amado que tengo en el mun­
do, de que siempre vas a encontrarme agradecido. Seguro que no voy a
abandonarte nunca y por nada... mientras desees seguir habitando en tu
hogar». Hogar, eso es lo que él representaba para ella por mucho que al
caracol le gustara escaparse de su casa de cuando en cuando. Y él no ha­
cía ningún esfuerzo para rendirla, para hacerle alguna exigencia. Con su
sola presencia tenía suficiente.
Por eso, antes de su llegada Lou ya empezó a trazar límites. Viena no
era posible, le escribió a Nietzsche, tal vez Munich. Y: «Cuánto deseo po­
der tener pronto ocasión de estrecharle la mano y de poder comenzar una
vida laboriosa y tranquila». «Trabajo» era su palabra clave. Entretanto,
Elisabeth había regresado a Bayreuth e importunaba a Nietzsche, encen­
dida de celos y de indignación, con las tropelías de Lou en Bayreuth.
Nietzsche recogió sus reproches en una carta (perdida) y Lou reaccionó
prontamente con una postración en cama, es decir, con un aplazamiento
de su viaje.
Nietzsche cayó en la más profunda melancolía, viéndose obligado a
escribir con tal de apartar sus penas. Le escribió a Gast (que ya estaba in­
formado de todo), pero expresándose mediante comparaciones y elu­
diendo lo fáctico, al igual que había hecho cuando era alumno de segun­
da enseñanza, al escribir a casa al terminar su amistad con la señorita
[6 58] FRIEDRICH NIETZSCHE

Redtel: «Un día vi a un pájaro pasar volando; y yo, supersticioso como to­
das las personas solitarias que se encuentran en una bifurcación de su ca­
mino, creí ver un águila. Ahora, todo el mundo se esfuerza por demos­
trarme que me confundo... y ahora se han generado lindas comadrerías de
estilo europeo al respecto».
También lo podría haber visto de manera muy distinta: Lou como la
primera persona verdaderamente libre, como modelo de la humanidad
que él había intuido, avanzando sin inmutarse por encima de los rumores
de Bayreuth. Pero al igual que Malwida, él pretendía crear una especie de
Juana de Arco, una heroína a la antigua usanza, una mártir (incluso la cir­
cunstancia de que estuviera enferma y de que pronto fuera a morir le re­
sultaba grata en este sentido). Y eso que Lou no había hecho nada real­
mente escandaloso, sólo «inapropiado» —pero precisamente eso era lo
que le irritaba a él, siempre tan correcto, tan penoso conservador de las
costumbres.
El daim on de la música le había atacado de nuevo, siguió escribién­
dole a Gast, y una vez más empleaba la frase mortal m ed ia vita-, todo pe­
saba sobre él, incluso la sospecha de que el arte de Gast tampoco podía
ser tan bueno. Si por lo menos Gast hubiera ido a Bayreuth, podría haber
aprendido algo del arte wagneriano de la instrumentación. También las
descripciones de Elisabeth del resplandor de Bayreuth le atraían: veía la
distancia inabarcable entre el triunfo de Wagner y las inútiles llamadas de
Gast a las puertas de los intendentes y empresarios.
A pesar de todo, se decidió a invocar de nuevo a Lou, la llamó «mi
querido pájaro Lou»; creía que ella era un águila, y ahora pretendía que
el águila acudiera a él. «Por favor, venga», le imploraba, «sufro demasia­
do por haberla hecho sufrir. Entre los dos lo soportaremos mejor.»
Y, efectivamente, vino. Al fin y al cabo, había incorporado a Tauten-
burg en su programa. Por lo tanto, se encontró con Elisabeth en Jena, en
casa de la amiga de ésta, Clara Gelzer, hija de un profesor. Se puede su­
poner que Elizabeth se había preparado cuidadosamente: desbordante
de amabilidad por parte de la amiga de más edad con respecto a la más jo­
ven, buenos consejos, suaves reproches... Pronto también el plan de estu­
dios para el invierno fue incorporado a la conversación. Elisabeth dio a
entender que no era ése el deseo de su hermano, sino el de Lou, y pronto
Lou irrumpió en un alud de insultos contra el hermano. Así es como Eli­
sabeth se lo escribió casi dos meses después precisamente a esa Clara en
cuya casa había tenido lugar su encuentro con Lou.
Clara, que había entrado en la estancia justo en el momento en que se
producía este arrebato, había oído mucho, circunstancia que Elisabeth
tomó como ocasión para justificarse y llorar sus penas. Habían sucedido
cosas tremendas... formuladas a su manera: Fritz se habría vuelto tan te­
rrible como sus libros, y Lou sería la encarnación de la filosofía demonía­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [659]

ca de su hermano. Pero por lo que respecta a aquellos insultos contra su


hermano, podían resumirse en la frase de que él le había hecho a Lou una
«indecente» propuesta de amancebamiento.
Las palabras de Lou, en la versión de Elisabeth, sonaban así: «El era
un loco que no sabía lo que quería, un vil egoísta que sólo había querido
aprovechar los dones de su espíritu. Él no le importaba a ella lo más mí­
nimo, pero si no iban los dos juntos a una ciudad, la acusarían de no ser
“mayor” , razón por la que Fritz no quería estudiar con ella, y eso la ponía
en ridículo. Por cierto, Fritz estaría loco si es que pensaba que ella debía
sacrificarse a sus metas o que compartían siquiera una meta común, que
ella no sabía nada sobre sus metas. Si en efecto ambos trataran de seguir
juntos esta idea, no pasarían ni quince días y ya se habrían involucrado en
un amancebamiento, pues eso es lo único que les importa a los hombres;
¡bah!, ¡amistad espiritual! Ella ya lo sabía por experiencia, ya se había
visto por dos veces en una relación así».
A pesar de la tergiversación, todavía puede reconocerse lo que Lou
realmente dijo: ella tenía todos los motivos para desconfiar de su plan co­
mún para el invierno, al igual que de la invocación que Nietzsche hacía de
su «grandeza» y de su valor de león o de águila frente a las sospechas que
el mundo pudiera albergar contra ella. Al fin y al cabo, ya había tenido esa
experiencia con Gillot, y también Rée se comportaba como su amante.
Lou ya no se fiaba lo mas mínimo de las garantías espirituales. Elisabeth
contraatacó diciendo que todo eso tal vez sería posible entre los rusos «de
Lou», pero que ella conocía bien «la pureza de alma» de su hermano. A
lo que Lou respondió «literalmente»: «¡Quien primero mancilló con las
más bajas intenciones nuestro plan de convivencia, quien primero empe­
zó pretendiendo una amistad espiritual porque no podía conseguirme
para otra cosa, quien primero pensó en una relación de mancebía, fue tu
hermano!». Fue en este instante, creía recordar, cuando entró Clara en la
habitación; seguro que todavía pudo oír sus últimas palabras. Por lo de­
más, aún tuvo ocasión de responder oportunamente a las indecentes de­
claraciones de Lou, de la que al fin y al cabo procedía la primera pro­
puesta de convivencia.
Una gran escena, o por lo menos así parece a primera vista. Sin em­
bargo, las nubes se diluyeron con sorprendente rapidez. Llevaron a cabo
el viaje previsto a Tautenburg y ocuparon las habitaciones comunitarias
de la casa parroquial. Fritz fue a buscar a las damas, las alojó y regresó a
su pequeño cuarto. En ese momento, según Elisabeth, Lou estalló de
nuevo y «se volvió casi atrozmente indecente». Esta atroz indecencia con­
sistía en que Lou había dicho que era perfectamente capaz de dormir con
Fritz en una misma habitación sin que le vinieran a la cabeza malos pen­
samientos. «¡Termina ya de decir indecencias!», le gritó Elisabeth, a lo
que Lou habría respondido: «Con Rée, mis palabras son aún más inde­
[6 6 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

centes». De nuevo surgió a colación el espantoso plan del amanceba­


miento, Rée mismo habría informado a Lou del propósito de Nietzsche.
Elisabeth: «Voy a preguntar a la madre de Rée». Lou: entonces tendría
que vérselas con ella.
Elisabeth no pudo dormir; no sabemos cómo se sintió Lou. A la ma­
ñana siguiente, Elisabeth hizo la maleta. También Fritz encontró grave el
asunto, a pesar de su locura de amor; se produjo un enfrentamiento. Lou
quería o tenía que irse al día siguiente y... se quedó tres semanas. En su au­
tobiografía escribe, de un modo más encubridor que revelador, que al
principio parecía haber habido enfrentamientos entre Nietzsche y ella,
provocados por charlatanerías que hasta el día de hoy continuaban pare-
ciéndole incomprensibles, dado que no coincidían en nada con la verdad.
Según Lou, Nietzsche y ella las habrían aclarado pronto para disfrutar a
continuación de su enriquecedora compañía, procurando la mayor exclu­
sión posible de perturbadoras terceras personas.
Eso significa que Elisabeth fue dejada de lado por perturbadora. Lo
que sucedió a continuación fue claramente registrado por Lou en su dia­
rio para Rée, que cumplía la doble finalidad de tranquilizarle por una par­
te y de mantenerle debidamente celoso por otra. La frase decisiva de sus
anotaciones dice: «Yo sabía que, si lleváramos a cabo eso que ambos evi­
tábamos desde un principio, en el huracán de los sentimientos, pronto
nos hubiéramos encontrado, más allá de todas las ridiculas habladurías,
en la profunda afinidad de nuestras naturalezas.» «Si lleváramos a cabo»...
esto quería decir, en el lenguaje de Lou: hablar con franqueza. Para ello
era necesario aclarar las cosas desde un buen principio. Su registro en el
diario comienza en un tono muy lírico, describiendo la claridad del sol
matutino. Continúa diciendo que esos rayos de sol de Tautenburg «acla­
ran incluso todos los rincones oscuros de nosotros mismos...». Rée lo in­
terpretó así: «D e modo harto curioso, ¿parece que N. te considera su no­
via desde el momento en que accediste a ir a Tautenburg? Y en su calidad
de novio, ¿te hace reproches sobre las historias de Bayreuth?». De hecho,
así era. En la exaltación de L a gaya ciencia había soñado con ser un Wag-
ner con una nueva Cosima, o como Goethe con una genial Chrístiane, si
bien a poder ser de incógnito, lejos de Alemania. Ahora, Lou trazó unos
límites tan implacables como los trazados a Rée. Destruyó de inmediato
todas las ilusiones. Más adelante, después de un día en el qué se esforzó
por ser libre, natural y alegre, la antigua amistad parecía haberse resta­
blecido. El acudió a su habitación, le tomó la mano, se la besó dos veces
y empezó a decir algo que no llegó a expresar del todo. Había quedado
reducido al papel del trovador cortés.
Lou sabía hacer uso de sus postraciones en cama como arma o como
posición defensiva tan bien como él. Él le enviaba cartas, le hablaba a tra­
vés de la puerta, pero según las normas de decoro de la época, no le esta­
LA A D E PT A Y E L PR O F E T A [6 6 1 ]

ba permitido acercarse a la cama. A continuación se sucedieron los pase­


os por el bosque con rayos de luz y ardillas, con comidas en el jardín de la
posada bajo los tilos, y Lou martirizaba a su alejado amigo con la frase de
que la gente los tenía por tan unidos como antaño a ella y a Rée. Esa sería
la pregunta que todo el mundo se planteaba: ¿Qué hacían esos dos en el
jardín de la posada? ¿Eran dos hermanos? ¿Una pareja de novios? ¿Un
matrimonio? Una cuarta posibilidad no existía.
Más tarde, Nietzsche escribió que cada cinco días había habido una
tragedia. Lou: «Durante estas tres semanas nos matamos formalmente a
hablar; curiosamente, ahora sí que de pronto aguanta diez horas diarias
de animada conversación». Efectivamente, empezaron con horas de clase
para el aprendizaje de la escritura literaria. Lou le mostró su «libro pilo­
to» de Stibbe, que contenía aforismos que había redactado en la finca de
Rée durante el verano; en el margen, Nietzsche escribía «oscuro» o bien
resumía dos frases largas en una más corta y cortante o más significativa.
Él le enviaba aforismos a su habitación, y así Lou podía leer cosas como
ésta: «Los hombres que se afanan por la grandeza acostumbran a ser
hombres malos; es la única manera que tienen de soportarse», o ésta: «La
increíble esperanza que ponen las mujeres con respecto al amor entre los
sexos estropea sus ojos para vislumbrar cualquier otra perspectiva». Para
enseñarle buen estilo, le escribió diez mandamientos que estaban tan es­
tupendamente pensados, que podrían figurar en la primera página de
cualquier librito de estilo.
Lou, por su parte, anotaba en su diario: «La proximidad espiritual de
dos personas requiere de su expresión física... pero la expresión física aho­
ga su proximidad espiritual». «Para mantener pura la amistad entre dos
sexos hace falta, o bien una pequeña antipatía física, o bien una gran sim­
patía espiritual» (que Nietzsche escogiera lo que mejor se adaptara a él). O
bien: «La mayor diferencia entre amistad y amor se halla en si la conviven­
cia no-matrimonial resulta tortuosa o feliz». Tras las palabras «no-matri­
monial», Nietzsche puso un signo de exclamación y anotó «expresión im­
posible». Así lo sentía el: el amor secular que había proyectado debía
quedar limpio de toda clase de prosa «matrimonial». Antes prefería frases
del estilo de «los esposos son trivialidades el uno para el otro», o «los pro­
metidos son una rosada expectativa, mientras que los esposos son un
amargo reconocimiento» —Nietzsche corrigíó el «amargo» por «gris».
«Más perspicaz», escribía a veces al margen. Se tomaba su oficio de
maestro tan en serio como en su día el P äd agogiu m de Basilea. Pero pron­
to le hizo saber a Lou que ya no necesitaba a un profesor, pues podría
aprender a escribir en un solo día. Le había llevado un artículo sobre la
mujer. También éste fue corregido por Nietzsche, quien redactó una es­
tructura idónea. Al fin y al cabo, hacía tiempo que éste también era su
tema. Los dos pensaban y sentían igual, se quitaban las palabras y las ideas
[6 62] FRIEDRICH NIETZSCHE

de la boca. Por las noches permanecían hasta la medianoche en la habi­


tación de Lou, la lámpara cubierta con un paño rojo para proteger los
ojos de Nietzsche, y así, en la penumbra, comentaban futuros planes
conjuntos de trabajo. «Cuánto me alegra tener ante mí un trabajo reco­
nocido y determinado», anotó Lou. Este trabajo consistía en filosofar
con él.
Lou demostró poseer un talento especial: trabajaba en trazar compa­
raciones entre la filosofía de Rée y la de Nietzsche, entre el carácter del
uno y del otro, entre la fisonomía de uno y de otro. Analizaba las relacio­
nes de Nietzsche con la religión y la suya propia, y lograba brillantes de­
finiciones. Nietzsche podía leer sobre Nietzsche cosas como ésta: «En el
espíritu libre, la necesidad religiosa creada a partir de las religiones —ese
más noble retoño de las distintas formas de la fe— en cierto modo puede
ser devuelto a sí mismo, convertirse en la fuerza heroica de su ser, en el
afán del autosacrificio en aras de una meta mejor. En el carácter de N. hay
un trazo heroico, y éste es lo esencial de él, aquello que proporciona a to­
das sus cualidades e instintos su impronta y su unidad englobadora. —
Todavía vamos a tener ocasión de contemplar su surgimiento como anun­
ciador de una nueva religión, y será de las que necesitan tener a héroes
entre sus discípulos».
Una fórmula patética, pero una interpretación muy acertada de la
personalidad de Nietzsche. No era un sistema filosófico nuevo lo que ahí
se debatía, sino verdaderamente la nueva religión. También la nueva mo­
ral. En sus conversaciones descendían involuntariamente a los abismos,
anotaba Lou: «Siempre escogíamos los caminos más retorcidos, y si al­
guien nos hubiera estado escuchando, hubiera creído tener ante sí a dos
diablos que conversan». En palabras de Elisabeth (¿cómo y cuándo les
escuchó?): «¡Q ué espantosas charlas mantenían! ¿Qué era una mentira?
¡Nada! ¿Qué eran las más desvergonzadas charlas sobre los más vergon­
zosos objetos? Nada ¿Qué era el cumplimiento del deber? Una ridiculez.
¿Qué eran las palabras más despectivas sobre fieles amigos? Un juicio
exacto. ¿Qué era compasión? ¡Algo despreciable!». Y añadió que nunca
había visto a su hermano y a su filosofía tan pobres, tan dignos de lástima.
Ella lo tenía difícil, había sido apartada, desconectada. Lou sólo mencio­
na que, para consternación de Elisabeth, la habitación de Lou era visita­
da por «fantasmas ruidosos» nada más entraba Nietzsche en ella. Esto les
hacía reír a los dos como adolescentes, y Elisabeth tenía que pensar que
se reían de ella.
Con el fin de mantener despiertos los celos de Rée, Lou le incorporó
a las hojas de su diario la escena del bosque con el recuerdo de los ruise­
ñores de Italia y del Monte Sacro, y Rée reaccionó enseguida: «Por su­
puesto que, de vez en cuando, también me pongo algo celoso: eso es lógi­
co. Me pregunto qué clase de actitud, entonación, movimiento, mirada
LA A D E P T A Y E L P R O F E T A [6 6 3 ]

has vinculado a tus palabras sobre el Monte Sacro». A nosotros también


nos gustaría saberlo.
Cierto que después tranquilizaba de nuevo al celoso con hábiles fra­
ses intercaladas, que por lo demás se correspondían a la verdad. A solas
con Nietzsche sólo se podían aguantar, en el mejor de los casos, tres se­
manas. Le caracterizó muy acertadamente diciendo que era, con el más
férreo sentido de la consecuencia en términos generales, una «persona de
humores violentos» en términos individuales, y él mismo se había tacha­
do de «apasionado y repentino» en el affaire Lou. «N o debo permanecer
mucho tiempo más en su proximidad», le reconoció una noche, y una
nota apresuradamente redactada antes de su partida demuestra una vez
más lo vehemente que podía llegar a ser su relación: «¡M i querida Lou! /
¡Perdón por lo de ayer! Un violento ataque de mis estúpidos dolores de
cabeza —hoy ya han pasado. / Y hoy veo algunas cosas con ojos nuevos.
—/ A las 12 la acompañaré a Dornburg: pero antes todavía tenemos que
hablar media horita... ¿sí? —/ ¡Sí! / F. N.».
Una persona de «humores violentos»... había escrito ella. Escogió
sus palabras con toda exactitud. En él, se unían lo imponente y lo vio­
lentador. Cuando él preguntaba «¿Sí?», ya se había dado a sí mismo el
«sí» de respuesta enmarcado entre signos de exclamación. «Inspirado»,
así es como había acudido a su encuentro en Tautenburg, un novio en
busca del «sí» de la novia. Nietzsche siempre pretendía arrastrar a los
demás en su sueño, tomaba cada cordial aprobación, cada afirmación se-
micortés por verdades absolutas, y se derrumbaba cuando veía que ha­
bía vuelto a fallar. Así pues, el recuerdo de Tautenburg permaneció tem­
pestuoso, por mucho que hubieran puesto las cosas claras desde el
primer día. A pesar de todos los límites trazados por Lou, Nietzsche in­
sistía en ser un pretendiente. Constantemente necesitaba nuevas decla­
raciones, consuelos, síes.
«...en alguna oculta profundidad de nuestro ser estamos alejadísimos
el uno del otro», escribió Lou en su diario a Rée. Y sigue una frase que da
mucho en qué pensar: «N . tiene en su ser, como una vieja fortaleza, más
de una mazmorra y sótano oculto, que no llaman la atención cuando se le
conoce de forma pasajera, pero que sin embargo pueden contener su ver­
dadero ser». Más adelante, en su libro sobre Nietzsche, puso en labios de
él frases muy similares. Es perfectamente posible que él hubiera emplea­
do alguna vez esta metáfora en su presencia. Lo inconsciente o subcons­
ciente estaba esperando ser descubierto. En la misma época, en los años
1880 a 1882, el médico vienés Josef Breuer trató a una paciente histérica
esperando el recuerdo del origen de su mal. Se trataba del método «ca­
tártico» a partir del cual pronto iba a nacer el psicoanalítico, surgido de la
colaboración de Freud y Breuer.
En el sótano, en la más profunda mazmorra, Nietzsche encerraba su
[6 6 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sensualidad, sus instintos vitales sometidos y reprimidos desde su más


tierna infancia. Estos sólo podían surgir a la luz del día estilizados y neu­
tralizados, como cuando el niño Nietzsche se reconoció a sí mismo en­
tre los salvajes polacos y húngaros, o como cuando el adolescente se
dejó crecer un tupido mostacho, o cuando el exitoso joven profesor
adoptó en una fotografía la pose de un boyardo. Así es como absorbía
hacia su interior un anhelo peligroso, un anhelo incapaz de adular y de
acariciar, que no entendía del oficio de la seducción complaciente, sino
que se hallaba agazapado bajo la cobertura de sus buenos modales.
Pero Nietzsche apenas se atrevió nunca a soltarlo; ¿cómo hubiera podi­
do él, torpe y casi ciego, atraer hacia sí a una mujer en el ímpetu de la
pasión?
Así se convirtió en una figura simbólica del siglo burgués que llegaba
a su fin, al que tanto gustaba dárselas de «pagano» y que sin embargo era
incapaz de superar sus propias limitaciones. Al fin y al cabo, no sólo él era
mojigato, un mojigato burgués con decoro profesoril, sino también el
profesor Freud, doce años más joven que él, a pesar de todos los bajos
instintos que descubrió.
Es posible que en las mazmorras de la fortaleza de Nietzsche pulula­
ran toda clase de sierpes. ¿Le hablaría a Lou de sus fantasías de pachá, de
sus sueños con Sulaika, del anhelo por los pulidos dientes femeninos?
¿Hasta dónde llegaba la «desvergüenza en el tratamiento de los más ver­
gonzosos objetos», de la que hablaba Elisabeth? ¿Se serviría in sex u alib u s
de su virilidad de ave de presa contra la heroica incapacidad de Rée? Lou
podría haber contado cosas harto interesantes para los curiosos del psi­
coanálisis. Pero ni en su libro, ni en sus memorias o futuras conversacio­
nes permitió la entrada de ninguna de sus experiencias en este campo.
Cuando más adelante Amold Zweig quiso escribir una novela sobre
Nietzsche y, por la vía de Freud, quiso averiguar de ella aspectos íntimos,
Lou se negó horrorizada.
En su diario a Rée anotó: «La debilidad de Nietzsche: su extremado
refinamiento» e, inmediatamente a continuación: «Frente al acto matri­
monial no existe amistad con una persona, sino sólo amor o antipatía». Y
un poco antes: «Tengo que hacerlo... no puedo evitarlo». No podía ceder,
consentir, no importa en virtud de qué metas redentoras que le eran pre­
dicadas. Para el amor, para la unificación, éstas no resultaban suficientes.
Un par de años después apareció la novela de Lou E n la lucha p o r D ios.
Se convirtió en una escritora de éxito al gusto de la época. El personaje
principal era un fáustico hijo de párroco llamado Kuno, de un sorpren­
dente parecido con Nietzsche en cuanto a su evolución e ideas. Kuno se
enamora de una chica que no se llama precisamente Margarete, como la
amada de Fausto, sino Margherita, y que tampoco es una hija del pueblo
como la fáustica Gretchen, sino una estudiante de medicina en vías de
LA AD E PT A Y EL PR O F E T A [6 6 5 ]

emancipación. Por su parte, esta Margherita ha heredado las virtudes de


Lou, su inteligencia, sus ganas de vivir y su energía.
Como Nietzsche le hiciera a Lou, Fausto-Kuno también le propone a
su Margherita una convivencia en forma de camaradería espiritual, pero
sin haber tenido en cuenta la pasión sensual oculta en su pecho, que esta­
lla «como bestias salvajes en busca de libertad». Kuno seduce a Marghe­
rita: aquí es donde, en cierto modo, queda reflejado lo que habría pasado
si... Kuno se ve sometido al arrepentimiento y repulsión, y tiene que re­
conocer que las pasiones no proporcionan ningún placer, sino que sólo
toman venganza por su largo sometimiento. El asunto termina muy mal.
Margherita se aferra a su Kuno, pero éste se desprende de ella. «H as de
saber», exclama, haciendo girar patéticamente los ojos, «que hay dos en­
cantos en una mujer: que sea pura e infantil en su pureza o bien que sea
una seductora maestra en todas las artes de la coquetería.»
La novela expresa cómo veía Lou su propia posición. Si durante años
se resistía a todos los hombres, sabía lo que hacía. No actuaba sólo según
las escalas de la moral, sino también según las reglas de astucia de la épo­
ca. Si cedía, no pasaba a ser más que una inocente seducida, es decir, de­
jaba de ser inocente. Por otra parte, no sentía deseos de empezar una ca­
rrera de cazadora de hombres, como una gran d e cocotte, como una
hetaira de lujo. Había comprendido la lección de Malwida: la emancipa­
ción tenía su precio. Sin embargo, en comparación a Malwida, Lou era
mucho más despreocupada por lo que respecta a las formas externas de
convivencia, y mucho más despreocupada en cuando a lo que sucedía
después con los hombres que se habían enamorado seriamente de ella. De
hecho, durante muchos años permaneció fiel a su inofensivo acompañan­
te Rée, para sustituirlo más adelante por su marido pro-forma Andreas,
bajo similares condiciones de convivencia. El más feliz sucesor de Fausto-
Nietzsche-Kuno se llamó Rainer María Rilkel y cuando viajó con Rilke a
Rusia, su marido Andreas, el nuevo Rée, viajó con ellos, sin ninguno de
los derechos propios de su condición de marido, mas con todas sus obli­
gaciones. Sin embargo, el verano de Tautenburg no había pasado por su
vida sin perturbarla un poco: Lou era lo bastante lista como para darse
cuenta de a quién le había dicho que no. Y regresó con aquel que no le
ofrecía ningún riesgo: con Rée, a Stibbe.
Finalmente, los dos se separaron pacíficamente. Parecía como si no
hubiera estallado ninguna tormenta entre ellos. El plan de estudios para
el invierno no se había visto afectado. Siguiendo la propuesta de Malwi­
da, había ganado nuevamente en interés la idea de París y antes, en sep­
tiembre, deseaban reunirse en Leipzig, a ser posible aún con algunos ami­
gos más, en esa alegre camaradería que a Lou le gustaba tanto como a
Nietzsche.
Sólo una persona quedó atrás, herida de muerte en el campo de bata-
[6 6 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

lia: Elisabeth. Desde Leipzig, Nietzsche le informó a Overbeck: «Desgra­


ciadamente, mi hermana se ha convertido en una enemiga mortal de Lou;
se mostró llena de indignación moral desde el principio hasta el fin, y aho­
ra afirma saber en qué consiste mi filosofía». Elisabeth había escrito a su
madre que al fin había visto con pavor cómo se introducía la filosofía de
Nietzsche en la vida: ella amaba el bien y Nietzsche, el mal. Si hubiera
sido católica, hubiera entrado en un convento para hacer penitencia por
los pecados de su hermano. «En definitiva», escribió él, «tengo a toda la
“virtud” de Naumburg en mi contra, hay una auténtica ruptura entre no­
sotros.» Aún peor: en Naumburg su madre le había faltado al respeto con
una palabra hasta tal punto, que Nietzsche decidió hacer las maletas y
marcharse a la mañana siguiente a Leipzig sin despedirse. Esa palabra, se­
gún nos transmitió más adelante, daba a entender que él era una ofensa
para la tumba de su padre. La «virtud» de Naumburg sabía cómo dar en
la llaga.
En el fondo, Nietzsche los había perdido a todos; pues Lou en la dis­
tancia no suponía un consuelo para la ruptura de sus relaciones con su
madre y su hermana, para la pérdida del calor del hogar y de un último lu­
gar donde refugiarse. Elisabeth podía ser tan obstinada, tan hostil, ofen­
derse tanto como él cuando se decidía a romper los vínculos. Pero ella
nunca dudaba de sí misma, y así logró ser mucho más tenaz en su ofensa
y mucho menos dispuesta a ceder. Se sentía bien en su papel de luchado­
ra por el alma de su hermano que había sido poseída por un sucio demo­
nio, y pronto empezó a tomar contactos por todas partes con el fin de lle­
var a buen puerto su misión, la salvación del alma de su hermano y el
desenmascaramiento de la diablesa.
Ahora surgía a la luz el trazado histérico de su naturaleza. Mentía des­
caradamente con una conciencia completamente limpia. Hacía circular
habladurías, tramaba intrigas, extendía injurias y, mientras, jugaba el pa­
pel de mártir. Frente a su íntima amiga Clara Gelzer y, más adelante, la se­
ñora Overbeck, se mostraba silenciosa, llorosa, sufriente. Su madre no
había tenido más noticias suyas desde la partida de su hermano; temien­
do lo peor, la había ido a buscar a Tautenburg y la encontró deshecha en
aflicción y con una inflamación en los ojos producida por tanto llorar.
«Durante días enteros deambulaba sola por los más densos bosques para
poder llorar sin dañar al pobre Frítz», le escribió a Ida Overbeck. Hubie­
ra preferido cortarse la mano antes que desear que la historia llegara a oí­
dos de Basilea. Ella, Elisabeth, era un paradigma de discreción; qué podía
hacer ella, si Lou se comportaba tan mal en casa de los Gelzer, si Frítz les
explicó a los Gelzer toda la historia de Lou y la señora Gelzer tenía la in­
tención de partir a Basilea para visitar a los Overbeck precisamente al día
siguiente. Y, naturalmente, ella le había descrito el asunto a Clara como
algo más bien inofensivo y, por esta razón, ahora ellos, los Overbeck, tam­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 6 7 ]

bién estaban mal informados al respecto. A la querida Clara le había es­


crito tarde, ¡ ay!, demasiado tarde como para que todo el asunto hubiera
podido quedar en secreto.
En realidad, Elisabeth le había descrito a la buena de Clara todo lo su­
cedido con los menores detalles, si bien en su propia versión, y con la in­
dicación expresa de que les mostrara su carta a los Overbeck.
A su hermano le dedicaba una melancólica tristeza. «Tiene algo de
conmovedor y elevado», le escribió a Gast, a quien también trataba de en­
trometer en su conspiración contra Lou, «que personas nobles y vulnera­
bles ensalcen el egoísmo». De esta manera tenían que endurecer su exce­
sivamente blando corazón, Pero cuando una egoísta desenfrenada como
esta señorita Salomé, que sólo piensa en su propia diversión, también se
atreve a ensalzar el egoísmo, «su actitud sólo puede calificarse de desca­
rada». Pobre del deslumbrado que antes nunca había sido tan franco ni
tan artero y que ahora la adulaba en su cara, pero a sus espaldas conver­
tía en un atentado el hecho de que ella escribiera novelas... cuando ella
sólo lo hacía con tal de ganar un poco de dinero que luego hacía llegar
precisamente a sus manos.
«El pobre deslumbrado» no sólo tenía a todos los virtuosos de Naum-
burg en su contra, sino también las pegajosas habladurías que los virtuo­
sos de Naumburg fabricaban y enganchaban a todo el mundo. En la ima­
gen que Elisabeth daba de ella, Lou se había convertido en un auténtico
monstruo. Ya en Bayreuth había estado a favor de sus enemigos y había
hablado despectivamente de él; después, en Jena, cuando creyó no poder
sacar ya más provecho de la celebridad de Fritz,' se abalanzó sobre él
como una fiera salvaje, haciendo pedazos su buena reputación y, aún más,
en Tautenburg la lavandera y las doncellas habían dicho horrores de su
suciedad y de su desorden. Eso ya era demasiado: ¡descarada y, encima,
sucia! Más adelante añadiría. ¿Acaso Lou no había llamado en Leipzig
«cochino» a su Rée? Sí, ¿acaso no había corrido en Leipzig la voz de que
Fritz y Rée habían traído a una amante de Italia y que gozaban de ella por
turnos?
En sus afirmaciones sobre su profunda nobleza y en sus trágicos so­
llozos, se convertía en la caricatura de su propio hermano. Naturalmente,
en Tautenburg no había dicho nada malo de la señorita Salomé, al con­
trario, la había ensalzado —escribió Elizabeth— y tal vez algún día Fritz
sabría estarle agradecido por la lucha que mantenía con todas sus fuerzas
contra ese ser, «pero para entonces ya no estaré en este mundo, pues este
año el hilo de mi vida tenderá a su fin». Se había vuelto curiosamente vi­
sionaria, pero entre todas sus opresivas visiones también le había sido
dado vislumbrar la imagen aliviadora de su próximo final, y desde enton­
ces se había visto invadida por una tenue alegría. Con estas actitudes pa­
recía una colegiala que copiaba de la libreta de su compañero de banco
[668] FRIEDRICH NIETZSCHE

pero era, desgraciadamente, una copiona carente de talento e involunta­


riamente cómica.
Su hermano no era capaz de albergar un odio tan fuertemente capaz,
de semejantes campañas de enemistad. El buscaba compensación e inter­
mediación, tanteaba... y finalmente se quedaba atrás como el más infeliz
de todos. El intentaba ser noble, generoso, salvar en su alma la imagen de
Lou, pero también desconfiaba, dudaba de sí mismo, estaba demasiado
inclinado a creer lo que su hermana le decía.
Pero sobre todo: la ruptura con su madre y con su hermana le resul­
taba insoportable. ¡Cuánta razón tenía él con la «virtud de Naumburg»,
qué horrible hubieran debido parecerle en realidad los celos de solterona
de su hermana! Pero todavía en Naumburg, antes de su precipitado viaje
a Leipzig, ya empezó a interceder ante ella con un «¡sé buena de nuevo,
querida llama!». A su madre le envió su dirección en Leipzig y ésta le res­
pondió con un pastel de cumpleaños. Se estaba poniendo de manifiesto
que él era débil, inseguro, incapaz de arreglar tanto éste como otros asun­
tos, penosamente dispuesto a decir lo que los demás deseaban escuchar o
acudir prestamente a sus últimas armas —amenaza de suicidio, duelo—
para finalmente no hacer uso de ellas. En la guerra contra Lou declarada
por Elisabeth no estaba haciendo un buen papel.
En el entusiasmo del Sanctus Januarius y del Monte Sacro hubiera
sido capaz de arrancar árboles de raíz y de mover montañas. Todo eso
le habría parecido fácil. El beso de la princesa de cuento que era Lou le
había embrujado, había sellado la alianza que tras diez años de silencio,
tras diez años de servicio, iba a convertirle en el anunciador de una nue­
va fe, una religión que tenía que aniquilar a los débiles y ennoblecer y
santificar a los fuertes. Tal vez fueran ideas delirantes, pero para él era
la clara realidad de su futuro. Había designado a Lou y a Rée como sus
apoyos inquebrantables, pero sumisos, eso sí. Y finalmente resultó que
Rée, hasta entonces en cierta medida el marido engañado, había resul­
tado ser más fuerte que él, y que Lou regresaba con él de la manera más
natural.
Estaba convencido de que Rée no era un hombre de verdad. Esta se­
guridad tal vez estaba basada en las múltiples afirmaciones de que Rée
era mejor amigo que él en todos los aspectos, también en el de su inca­
pacidad de cruzar la frontera severamente trazada entre la amistad y el
amor. Cómo se hubiera sorprendido si hubiera podido leer cómo Rée le
reconocía su «flojedad» a su amiga, admitiendo que en realidad ya había
estado muerto («la vida aparente en el cuerpo de un muerto resulta re­
pugnante»), le proponía separarse de él... y cómo Lou había tachado es­
tas palabras con un «¡no, de ninguna manera!» y le daba ánimos: «¡D eja
que vivamos y nos esforcemos juntos hasta que te hayas retractado de
esto!».
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 6 9 ]

En los últimos días de Tautenburg, Nietzsche, durante un repentino


ataque, había anotado en una entrada: «Desprecio la vida». Eso había
sido como un puñetazo, pero Lou lo frenó regalándole al despedirse su
O ración de la v id a, una poesía que había escrito en Zurich mucho tiempo
atrás. Se trataba de un producto patético escrito al estilo de la época, pero
la última estrofa estaba pensada sólo para él. Leyó:

¡Ser, pensar durante miles de años!


Acógeme entre tus brazos:
Si ya no te queda felicidad para obsequiarme...
¡pues bien! todavía te resta tu pena.

Aquí soplaba el aliento de la eternidad, la perspectiva del infinito, y


leerlo le hizo bien. Y con la palabra «pena» también estaba expresada su
convicción básica, según la cual sólo era posible escoger entre la felicidad
o la grandeza adquirida a través del dolor. Pero también añadía: «Acóge­
me entre tus brazos», por mucho que el destinatario de este poema no
fuera él, sino la vida.
En este sentido respondió en Leipzig con una nueva versión del poe­
ma de Génova:

i Amiga —dijo Colón— no te fíes


nunca más de ningún genovés!
¡La vista perdida siempre en el azul,
la lejanía le seduce en exceso!
Le gusta atraer a quien ama
hacia lo lejos, en tiempo y espacio...
Sobre nosotros lucen miles de estrellas,
a nuestro alrededor ruge la eternidad.

Éste era el panorama que amaba Nietzsche. Así es como había ideali­
zado su amistad con Wagner en su L a gaya ciencia.
También en este caso la palabra «eternidad» iba en serio. Nada más
partir Lou, empezó a redactar su oración a la vida o, mejor dicho: empleó
el andguo himno a la amistad incorporándole estas palabras nuevas, le en­
vió el producto a Gast y le rogó que lo reelaborara pertinentemente. En
Leipzig le mostró su obrita a su viejo conocido Riedel, en cuyo coro había
cantado cuando era un estudiante. Y Nietzsche, que tan fácilmente se en­
tusiasmaba, enseguida pensó que también el profesor Riedel se había en­
tusiasmado. «Quiere que se lo dé, sea como sea», le escribió a Lou. Ni si­
quiera sería impensable que lo aprovechara para su maravilloso coro.
«Éste sería», añadió, «un pequeño camino a través del cual los dos juntos
pasaríamos a la posteridad... sin perjuicio de los caminos restantes.»
[6 7 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Una vez más, Gast no se mostró muy fascinado. La música le parecía


demasiado sombría, demasiado cristiana; si no hubiera tenido ese texto,
lo hubiera tomado por una marcha a las cruzadas. Nietzsche no se dejó
contrariar: ya había convertido el «no sería impensable» en una certeza:
«L a asociación de Riedel va a estrenar la “oración a la vida”», le escribió
a Lou. Riedel ya la estaba adaptando a un coro a cuatro voces. También
se había ocupado tenazmente del estreno de la ópera de Gast, a la que se
concedía «el más atento» interés.
Noticias como ésta no surgían de la nada. Sin duda Nietzsche se movía,
visitaba a éste y a aquél; le decían que, claro, claro, ya se vería, y él siem­
pre convertía el «quizá» en un «sí». «L o satisfactorias que están siendo
mis experiencias para el desarrollo de mi última decisión intelectual me
resulta con frecuencia fabulosamente extra», escribió el 23 de septiembre
a Gast desde Leipzig. Poco a poco había soportado ya todo lo malo y muy
pronto iba a ascender de nuevo a las alturas claras y alegres. A él nunca le
hubiera venido a la cabeza la idea de que no sólo trataba de forzar a las
personas a su propia voluntad, sino también a las cosas y a los aconteci­
mientos; los retorcía todo lo que fuera necesario para que se adaptaran a
sus fantasías sobre la realidad y el futuro. Su idea fija ya empezaba a de­
formar el mundo que le rodeaba. Que todo le saliera lo mejor posible se
había convertido ya en una especie de dogma vital.
No renunció á Lou: la quería, la necesitaba. Ya en aquella carta con­
ciliadora que había enviado a Elisabeth y que finalizaba con un «¡sé bue­
na de nuevo, mi querida llama!», había dado su propia y novedosa ver­
sión de los hechos: Lou había tenido mucha razón para tener peor
opinión de él y para desconfiar de su persona, entre otras cosas a causa de
algunas declaraciones poco cuidadosas por su parte sobre su amigo Rée.
«Pero no hay duda de que ahora pensará mejor de mí. Y esto, al fin y al
cabo, es lo principal, ¿no es verdad, mi querida hermana?» Y ceremonio­
samente continuaba: «Tenemos tal afinidad en nuestros dones e intencio­
nes, que algún día nuestros nombres tendrán que pronunciarse unidos...».
Así volvió a poner el dedo en la llaga de su hermana, que había albergado
la esperanza de ocupar el papel de san Juan en el corazón del nuevo me-
sías. Y Nietzsche creía que con un «¡sé buena de nuevo, mi querida lla­
m a!» todo podía quedar arreglado.
Desde Leipzig continuó promocíonándose. La O ración a la vid a, com­
puesta por Riedel, también era un señuelo para Lou, al igual que la socie­
dad de amigos que Nietzsche pretendía atraer, desde Gersdorff hasta Ro-
mundt, Y la cantante Lilli Lehmann, a la que conocía personalmente
desde que mantuvo unos paseos con ella en Bayreuth, iba a cantar en el
papel de Carmen, y él ya se ocuparía de conseguir entradas para una re­
presentación de C arm en , «pues para eso ya tengo mis “contactos”». Iba a
dar el nombre de la cantante Lilli, testimonio de su confianza y confiden­
LA AD E P T A Y EL P R O F E T A [6 7 1 ]

cialidad. Y por si a Lou ya le dolían los ojos de tanto leer: en Leipzig ha­
bía piscinas con temperaturas muy agradables, también para señoritas.
Ella le escribió que estaba trabajando en una «caracterización de su
persona» y que se había propuesto hacer derivar su filosofía de su perso­
nalidad. Esto le sumergió en esperanzas y en temor al mismo tiempo.
¿Qué era él en realidad? ¿Por quién se le tenía? Nietzsche se hallaba sen­
tado en el jardín del Café Rosenthal, bebiendo el segundo coñac del año
en recuerdo al primero tomado con Lou, y reflexionó «con toda su ino­
cencia y maldad» en si no tendría una propensión a la locura. Su examen
de conciencia concluyó con un «no», pero entonces empezó a sonar la
música de C arm en «y durante media hora me hundí en lágrimas y palpi­
taciones». ¿No sería verdad que estaba loco?
El podía llegar a ser muy sensato. «Soy de la opinión de que nosotros
dos y nosotros tres somos lo bastante inteligentes como para comportar­
nos bien el uno con el otro y seguir así», escribió a Rée desde Leipzig, y
Rée contestó: «D e hecho, es precisamente ahora y para todo el futuro que
nada podrá separarnos, ya que nos une una tercera persona a la que no­
sotros mismos nos sometemos, de una forma no muy distinta a la de los
caballeros medievales, pero con menores razones que éstos». Pero el ga­
llardo caballero Rée hacía tiempo que había decidido seguir antes los
consejos de Maquiavelo que las máximas de las normas cristianas de ca­
ballería y practicar la hipocresía contra cualquiera siempre que fuera ne­
cesario... incluso contra su amigo.
Y por lo que respecta a la caballerosidad y rectitud de Nietzsche, Lou
nos informa en su R etrospectiva de m i vida que nada había dañado tanto en
ella la imagen de Nietzsche como sus intentos de rebajar a Rée. Y además,
también le tomaba a mal que no fuera lo suficientemente inteligente como
para darse cuenta de lo inacertado de su estrategia. Cuando más tarde se
defendió contra el artículo de Elisabeth «Leyendas de Nietzsche» en la re­
vista de Maximilian Harden Z ukunft, hizo alusión a sus dificultades para
expresar cosas íntimas: su relación con Nietzsche habría abarcado cues­
tiones muy personales, como una petición de matrimonio, calabazas «y
una reacción muy poco elegante por parte de sus airados celos contra Rée,
que nos contaminaba todo lo que resulta posible imaginar».
Cuando finalmente vino Lou con Rée, a principios de octubre, y se
quedó hasta principios de noviembre, vino a plantearse un nuevo tiempo
de prueba para tan desunida trinidad. Sabemos muy poco de este mes en
Leipzig: fueron a ver el N ath an , acudieron a un concierto con música del
R arsifal, tal vez comieran entre los tres el pastel de cumpleaños de la ma­
dre de Nietzsche. Lou se hallaba inmersa en estudios sobre la historia de
las religiones, Nietzsche se preocupaba por la música de Gast, el propio
Gast se añadió al grupo, atraído por las aseveraciones de Nietzsche de
que su obra iba a ser estrenada. Lou, por su parte, invitó a hacerle una vi­
[6 7 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sita a aquel barón Von Stein a quien había tenido ocasión de conocer en
Bayreuth como hombre y como filósofo.
Y en su colección de aforismos, Lou escribió: «Al igual que la mística
cristiana (como cualquier otra) accede precisamente en el punto de máxi­
mo éxtasis a una sensualidad bastamente religiosa, el amor más idealiza­
do —precisamente en virtud de su gran exacerbación de sentimientos—
puede volver a ser sensual en su idealización. Un aspecto antipático, esta
venganza de lo humano — no me gustan los sentimientos en ese punto en
el que desembocan de nuevo en su propio círculo, pues éste es el punto
del falso p ath o s de la verdad perdida y de la rectitud del sentimiento».
Y para que la referencia quedara clara, añadió: «¿Será esto lo que me
aleja de Nietzsche?». Nietzsche era un santo muy peculiar, o tal vez igual
de peculiar que la mayoría de los santos. Se mantenía en las más elevadas
regiones de lo humano, exigía lo más elevado, tachaba su propio egoísmo
de «sagrado» porque estaba orientado hacia las consabidas metas eleva­
das, pero al mismo tiempo era también un galán que pretendía apartar de
su camino a un competidor, que encontraba repulsivos el tuteo, el «her-
manito», el «caracolito» y quién sabe qué otras intimidades por el estilo,
que era paseado por su pareja casi-amorosa por la única razón de que se
encontraba allí, y que a pesar de todo todavía se prometía alguna clase de
atención, de preferencia, de distinción.
Así y todo, se despidieron con la promesa de reencontrarse de nuevo
aquel mismo mes de noviembre en París. Malwida se había ocupado de
todo, escribió, su yerno Monod ya se alegraba de la visita de Nietzsche. El
propio Nietzsche, el indeciso, esta vez tomó una iniciativa: escribió a su
vieja amiga parisina Louise Ott y a un conocido de Basilea que había es­
tado con la legación suiza en París, en busca de una habitación «silencio­
sa como una tumba»; iba a llegar a mediados de noviembre.
Nietzsche tenía miedo. ¿No iba a ser París demasiado ruidosa, no se­
ría el cielo excesivamente gris? Pero hizo sus planes y envió las cartas
oportunas. La señora Rée, a quien le había propuesto su plan, envió una
cautelosa aprobación. Pero en la segunda semana de noviembre todavía
no se había decidido nada, y el 15 de noviembre, en dos cartas dirigidas a
Louise Ott y al basiliense Doctor Sulger, lo canceló todo. El 17 de no­
viembre se hallaba en Basilea, con los Overbeck, y el 22 ya se encontraba
en su nueva residencia de invierno de Santa Margherita Lígure, en el Me­
diterráneo.
¿Qué había sucedido entre su decisión por París y su partida a Basi­
lea y Génova? Los biógrafos dan la callada por respuesta. Él mismo había
hecho alusión al cielo gris de París. Sin embargo, podemos encontrar una
explicación si leemos atentamente una breve carta enviada a Lou después
de su partida. Es una de las cartas quejumbrosas de Nietzsche: el trato
con la gente había afectado muy negativamente a su trato consigo mis­
LA A D E PT A Y EL PR O F E TA [6 7 3 ]

mo. ¿Dónde había un mar lo bastante profundo como para ahogarse en


él?, escribió.
Entre «¡Q ué melancolía!» al principio y su «¡Ah, esta melancolía!» al
final se encuentran las frases decisivas-, «¿Dice que desea decirme algo
más? / Cuando más me gusta su voz es cuando ruega. Pero es éste un raro
placer. / Seré aplicado—». Esto significa, traducido a un lenguaje más
normal: Yo ya lo he hecho todo por París. Ahora es u sted quien debe pe­
dirme que venga. Yo mismo me esforzaré todo lo posible por responder a
sus deseos en lo que respecta a mi comportamiento. Incluso la despedida
«Su fiel...» la recalcó con guiones mayores muy significativos. Así viajó la
carta a Berlín, donde Rée y Lou fueron al encuentro de la madre de Rée.
Nietzsche era incorregible. Cometió otra vez exactamente el mismo
error por el cual había enojado a Lou en Tautenburg. Le rogaba que le
rogara, en lugar de esperar, en lugar de dejar que pasara lo que tuviera
que pasar. Se comportaba como un amante desgraciado, escribía frases
sin sentido («¡Qué superficial me parece hoy la gente!»), hacía olvidar
por completo al filósofo capaz de refrendar aforísticamente cada situa­
ción de su vida. Quería obligarla a que le rogase a través de una arbitra­
riedad, mediante la presión de su espera... y esperó tan en vano como du­
rante el verano en la estación de Anhalt.
Mientras tanto, en Berlín se tomó la decisión. Se renunció al plan de
París. De un modo u otro, informaron a Nietzsche. En su autobiografía,
Lou aduce la enfermedad y muerte de Turguéniev como motivo de la re­
nuncia a París, pero ambos acontecimientos no tuvieron lugar hasta 1883.
Berlín resultaba más fácil para todos, en Berlín se sentían prácticamente
como en su casa. Alquilaron aquellas tres habitaciones que Lou ya había
imaginado en Roma: dormitorio a la izquierda, dormitorio a la derecha,
cuarto de trabajo en el centro, y todas las noches animadas reuniones en
buena compañía.
En este círculo, a Lou la llamaban «excelencia», en función del título
heredado de su padre, (a ella le gustaba porque acentuaba su toma de dis­
tancia) y Rée era la «dama de honor» (también ésta era una expresión
apropiada hasta cierto punto). Lou pronto se sintió más próxima a algu­
nos «camaradas espirituales» que a él. Una vez más, se trataba de perso­
nas que más adelante iban a ser célebres: el psicólogo Ebbinghaus y el fi­
lósofo y sociólogo Ferdinand Tónnies. De su largo y silencioso trabajo
realizado en las alturas de la Selva Negra, descendió el filósofo Ludwig
Haller al círculo de Berlín y permitió que Lou y sus acompañantes parti­
ciparan de sus «victorias y preocupaciones metafísicas». Tras preparar
para la imprenta su obra E n resu m idas cuentas, parece que durante su tra­
vesía a Escandinavia se lanzó voluntariamente al mar, para lo que había
tenido «motivaciones extremadamente místicas», según nos informa Lou,
de sangre muy fría al analizar esta clase de muertes.
[6 7 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

¿Y quién más pertenecía a este círculo? El señor Von Stein, natural­


mente. Deussen, el viejo amigo de Nietzsche, hizo su aparición y se ena­
moró. El historiador Hans Delbrück, sucesor de Treitschke en la cátedra
de Berlín, también se hallaba presente, y más adelante se unió el crítico
danés Georg Brandes, que había dado en Copenhague unas clases magis­
trales sobre las corrientes principales de la literatura europea del siglo X IX
que habían despertado gran interés. A través de Lou, el sesudo señor
Brandes empezó a interesarse por el hasta entonces prácticamente desco­
nocido filósofo Friedrich Nietzsche. Así, fue Lou quien se convirtió en la
persona a la que Nietzsche debía su fama europea iniciada en 1888, cuan­
do Brandes, de nuevo en Copenhague, presentó al «filósofo alemán»
Nietzsche al gran público.
Ella no necesitaba a Nietzsche. Poco a poco, iba tomando distancia
con respecto a Rée. Pero Nietzsche la necesitaba a ella. Nunca estuvo tan
cerca de la desesperación, del suicidio, de la locura como en el invierno
que siguió a su despedida. Rée no sobrevivió mucho tiempo a su separa­
ción de Lou. Después de que su libro sobre la conciencia no lograra nin­
gún éxito, estudió medicina, practicó un poco en la finca de su hermano
y viajó a continuación a Celerina, en Engadina, donde pasó con Lou sus
más hermosas vacaciones de verano. «En las montañas que rodeaban a
Celerina, Paul Rée tuvo un accidente mortal provocado por una caída»,
escribió Lou. Esta vez no había mística en juego, como en el caso del pro­
fesor Haller, sino sólo añoranza y recuerdos.

Nietzsche había apostado por un cielo azul: cuando llegó a Génova,


hacía frío y llovía. Era un tiempo propio de noviembre. Su antigua vi­
vienda había sido alquilada, y en Santa Margherita no encontró sino una
habitación con chimenea. En ella permaneció y todos los días daba un pa­
seo de Portofino a Zoagli. Actualmente, esa zona es la llamada Riviera ita­
liana y está ocupada por el turismo hasta su más recóndito lugar. Pero
quien por aquel entonces viajaba a lo largo de esta costa, se encontraba
prácticamente solo.
No había vuelto a ver a su madre ni a su hermana. En Basilea, con los
Overbeck, topó con testimonios del odio de Elisabeth. Si volvió a hacer el
esfuerzo de escribirle fue para decirle que no le gustaban las almas como
la suya, y menos aún cuando éstas se hinchaban de moralina: «Conozco
vuestra susceptibilidad». Así se expresaba en un borrador de carta, y a
partir de esta época, los borradores son prácticamente el único material
del que disponemos: testimonios más bien de las dudas taladrantes y de
las desesperaciones acumuladas que de los intentos de volver a retomar
contacto con «las personas». También gritos de queja que nadie iba a es­
cuchar, pues nunca fueron puestos en sobres y dirigidos a sus destinata-
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 7 5 ]

ríos. O bien estridentes exageraciones de su propia miseria, destinadas a


Lou y a Rèe para que se compadecieran — o para que vieran lo que habían
provocado.
Una vez más intentó mostrarse sosegado, en dos cartas de Santa
Margherita Ligure que escribió hacia finales de noviembre. Un gesto de
humildad frente a Rée, retirada como competidor («Ya me he enterado
de demasiadas cosas sobre el hallazgo que ella hizo en Roma —me refie­
ro a Lou»), y: «Quedo a disposición de ustedes dos con mis más cordia­
les sentimientos...». Un ruego conmovedor solicitando un reencuentro de
vez en cuando, una disculpa; la proximidad implica dificultad de conten­
tarse, y él era una persona muy difícil de contentar; una frase admonito­
ria al final: «N o olvide que desde este año de pronto me he vuelto muy
pobre en amor y, en consecuencia, muy necesitado de amor». Firmado:
«Con todo mi amor...».
Aún no podía sacarse a Rée de la cabeza, y en las cartas tortuosas y
torturantes a Lou, que redactó poco después y que nunca llegó a enviar,
decía textualmente: «¡Cuán marchita queda su humanidad junto a la del
amigo Rée! Qué pobre resulta usted en su veneración, agradecimiento,
piedad, cortesía, admiración —vergüenza— por no hablar de cosas más
elevadas».
Pero al mismo tiempo aún hizo un último intento con Lou. «¡E n fin,
Lou, querido corazón mío, haga que se aclaren las cosas!», le imploró.
«... un ser solitario sufre terriblemente por una sospecha sobre las dos
personas a las que ama —especialmente cuando la sospecha consiste, a su
vez, en una sospecha que éstas tienen contra todo su propio ser.» Si has­
ta entonces al trato que Nietzsche mantenía con ellos le había faltado toda
animación, era porque pendía una nube sobre su horizonte, porque había
tenido que forzarse demasiado a sí mismo. Lou sabría lo insoportable que
le resultaba toda voluntad de avergonzar, toda acusación y toda necesidad
de defensa. «Se cometen muchas injusticias, inevitablemente —pero afor­
tunadamente también se dispone del maravilloso antídoto consistente en
hacer bien y en crear paz y alegría.» Esta era una llamada maravillosa y
conmovedora, un sermón sobre lo bueno que hay en el hombre, de reso­
nancias cristianas, pero ¿qué es lo que pretendía? Se trataba de esto últi­
mo: de aquellas secretas revelaciones que iban mucho más allá de todo li­
brepensamiento y en las que Nietzsche había empezado a iniciar a Lou
desde su paseo por el Monte Sacro. Ella debía ser la conocedora de su se­
creto de Zaratustra, de su mito del eterno retorno. Y ahora, después de
las inyecciones de veneno de Elisabeth, creía estar casi seguro de que Lou
se había burlado de él y de que le había expuesto en Bayreuth al escarnio
de la sociedad. Eso era peor que todas las historias de amoríos. Por eso la
increpó: «Siento todas las agitaciones de su alma elevada en usted, no
amo nada más que estas agitaciones. Prescindiré gustosamente de toda
[6 7 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

confidencialidad y proximidad siempre que pueda estar seguro de algo:


de que nos sentiremos unidos allí donde las almas comunes no pueden
llegar».
Esta era la oferta de una amistad de las almas, igual a la que se cierne
a través de la historia del pensamiento desde Platón, extendida precisa­
mente por un filósofo que estaba decidido a revocar y aniquilar esa «fal­
sa» separación entre cuerpo, mente y alma. Dicho en pocas palabras, se
trataba de una posición regresiva, de una conciliación propuesta con tal
de contrarrestar la ruptura o el adormecimiento de la relación. Nietzsche
se agarraba a su última esperanza, osaba un último intento de convencer,
de convertir. «¿Hablo de forma oscura?», preguntaba, respondiéndose a
sí mismo: «En cuanto tenga su confianza, ya se dará cuenta de que tam­
bién dispongo de las palabras. Hasta ahora siempre he tenido que guar­
dar silencio».
Una vez más la nombraba a ella y a sí mismo en un solo aliento: «¿E s­
píritu? ¡Qué es para mí el espíritu! No valoro nada más que los impulsos
y juraría que en eso los dos tenemos algo en común». Ella por lo menos
no debía dejarse engañar por sus últimos escritos; debía ver a través de
esta frase, contemplar lo que había detrás. «¡¿Usted no irá a creer que el
“librepensamiento” es mi ideal?! Yo soy—» Con el guión mayor detrás
del «yo soy» y el requerimiento a Lou de que también ella debía ser lo que
tuviera que ser, terminaba la carta.
Lou citó esta carta en su libro sobre Nietzsche y llenó el espacio que
el guión mayor dejaba libre. La carta contendría su nuevo programa filo­
sófico: el regreso del conocimiento, la nueva lección de los impulsos, «y
sobre esto se basa por fin, como sobre el punto clave de la nueva filosofía
del futuro, el misterio de una monstruosa apoteosis de sí mismo, que en
sus vacilantes palabras “yo soy” todavía no osaba expresar». Así podría
haber sido, más o menos. Eso que él iba a llegar a ser ya le subyugaba en
forma de visión, pero todavía no estaba preparado para ser expresado en
palabras. Y Lou, la discípula, la consabidora, la iniciada, tenía que estar
presente, no podía rechazar esta increíble oportunidad de inaugurar con
él la era venidera, la gran cronología nueva. Ella tenía que, tenía... «tener»
era la última palabra de la carta, y al mismo tiempo era precisamente esa
clase de expresión que Lou no soportaba oír.
Fue su carta de respuesta la que hundió a Nietzsche. No poseemos
esta carta, pero a partir de los vacilantes proyectos de respuesta de
Nietzsche podemos deducir lo que contenía. Ella se defendió y le atacó.
Lou no estaba a favor ni de un alto el fuego, ni de un vínculo entre las al­
mas, y también ella quería aclarar las cosas, pero no a través de declara­
ciones de amor o de satisfacciones, sino mediante la explicación de los re­
proches, medíante la finiquitación de las habladurías, precisamente lo
que no quería Nietzsche, ya que éstas también abarcaban sus propias de­
LA A D E P T A Y EL P R O F E T A [6 7 7 ]

bilidades. También admitía sinceramente su culpa y le pedía perdón,


mostraba compasión hacia él y hacia sus sufrimientos, pero estaba muy le­
jos de darle la reparación del honor que él deseaba.
Esta vez Nietzsche se salió por completo de sus casillas. Lo que pro­
yectaba como respuesta, lo que esbozaba en sus cuadernos de notas en el
terrible invierno de Rapallo, eran los sentimientos más contradictorios:
reproches, acusaciones, ruegos, amor desairado, rencor, deseos de justi­
cia, demostraciones de nobleza y de asco. Compuso una larga lista de sus
defectos, una especie de «caracterización de ella misma», al igual que ella
había intentado en Leipzig hacer con él:
«Carácter de gata — de animal de rapiña que se presenta a sí mismo como
doméstico... / sin aplicación ni limpieza, sin honestidad burguesa / sen­
sualidad espantosamente reprimida / retraso en la maternidad —debido
a un atrofiamiento y demora sexual... / astuta y llena de autodominio con
respecto a la sensualidad masculina / sin corazón e incapaz de amar / en
lo afectivo, siempre enfermiza y próxima a la locura / sin agradecimiento,
sin pudor frente a su benefactor / infiel y abandonada a cada persona en
su relación con cualquier otra... / sin pudor en el pensamiento, siempre
desnuda contra ella misma / violenta en lo particular / poco fiable / no es
“dócil” / basta en asuntos de honor».
A él también le hubiera gustado ser un animal de rapiña, aunque un
león, grande, fuerte, noble. Pero Lou sólo era una «pequeña colegiala
vengativa» que escribía «nimiedades». Ella había confundido el sagrado
egoísmo «que es el afán de obediencia a lo más Alto», con su contrario, el
instinto de rapiña propio del gato. Los gatos eran vulgares, tan vulgares
como Lou, ese animal que podía —su hermana lo había notado— mover
el cuero cabelludo y cada oreja por separado. El había interpretado la as­
tucia natural de semejante animal como inteligencia filosófica.
Ah, su hermana, tan baja, tan mezquina como era, ¿no sería verdad
que tenía mejor instinto? ¿Y acaso no se disponía de hechos concluyen-
tes? «El increíble resultado de este verano es que L. ha hecho crear sos­
pechas a mis parientes y a los basilienses con respecto a mí, y ahora soy
tratado como una persona de bajos instintos que, además, emplea mane­
jos clandestinos.» Siempre era el amancebamiento, el pacto bianual, el
que todavía se viese envuelto en todo esto. Lou había puesto en circula­
ción esa habladuría «a través de la señora Gelzer y de mi hermana». «Mi
querida Lou», escribió en su cuaderno de notas, «¡tenga cuidado! ¡Si
ahora la rechazo de mi lado, esto supondrá una terrible censura para todo
su ser! Usted ha tenido que ver con la persona más indulgente y bienin­
tencionada que ha podido encontrar: pero dése cuenta de que contra to­
dos esos pequeños gestos de egoísmo y de posesión no necesito ningún
otro argumento que el asco.»
Lo intentó con malicia: «¿Qué piensan esas muchachitas de veinte
[6 78] FRIEDRICH NIETZSCHE

años, que tienen agradables sentimientos amorosos y que no tienen otra


cosa que hacer que enfermar de vez en cuando y reposar en la cama?».
También lo dijo furioso: «No, m. q. L., no hemos llegado ni muchísimo
menos a “perdonar”. No puedo sacarme un perdón de la manga así como
así, después de que la ofensa haya dispuesto de cuatro meses para ir in­
troduciéndose en mi interior». Se despedía trágicamente: «Adiós, m. q.
L., no voy a volver a verla». O bromeaba: «¿E s que vamos a enfadarnos
mutuamente? ¿Es que tenemos ganas de organizar un escándalo? Yo en
absoluto, yo quería que se aclararan las cosas entre nosotros. ¡Pero es que
usted es una pequeña bellaca!».
Finalmente, tampoco Rée pudo escapar a la crítica. Rée se hundiría
por falta de una meta, por falta de aplicación, de escrupulosidad. Defec­
tos de su educación: «Un hombre debe ser educado para ser soldado, en
uno u otro sentido. Y la mujer, para ser la mujer del soldado, en uno u
otro sentido».
Todo esto puede leerse en un borrador de carta para Lou. Si había
sido con la «virtud» de Naumburg que había aprendido a odiar en Tau-
tenburg, con la que había roto por aquel entonces, ahora él mismo se ha­
bía convertido en un defensor naumburgués de la virtud. Juzgaba a Lou
y a Rée, alababa las virtudes de la aplicación, la limpieza y la honestidad
propias de Naumburg, y encontraba su ideal en el soldado y en la mujer
del soldado, «en uno u otro sentido».
Entre los defectos de Lou había incluido que no era «dócil». Eso se
refería a aquella virtud que había poseído el soldado Valentín en F au sto:
«¡Voy a morir como soldado, y dócil!». Como soldado era preciso ser
sensible en las cuestiones de honor. «N o me cabe ninguna duda de cómo
trataría yo a un hombre que hablara así de mí a mi propia hermana», es­
cribió en un borrador de carta a Rée. «En ello soy un soldado y siempre
lo seré, yo entiendo algo de armas.» El desafío a duelo flotaba en el aire y
más adelante, en el segundo estadio de la gran disputa, iba a serle aplica­
do al hermano de Rée. En Nietzsche, el filósofo educado a través de los
griegos, no hay que olvidar al guerrero prusiano, al cabo de Naumburg,
que casi hubiera llegado a ser subteniente de reserva. ¿Pero acaso los grie­
gos no se habían defendido por las armas, acaso Sófocles no fue un sol­
dado?
El mismo se estilizaba cada vez más tenazmente como un asceta. En
este sentido el asunto con Lou había supuesto una prueba de su fortaleza
que había logrado superar —mediante la represión de sí mismo. Para
Año Nuevo de 1882, le escribió a Overbeck: «La represión de mí mismo
es en el fondo mi mayor fortaleza: hace poco medité sobre mi vida y me
pareció que hasta hoy prácticamente no he hecho nada particular. Inclu­
so mis “trabajos” (especialmente los realizados a partir de 1876) deben
someterse al punto de vista del ascetismo.»
LA A D E P T A Y E L P R O F E T A [6 7 9 ]

Eso es algo que podía apreciarse al final del balance. Sin embargo,
Nietzsche no sufría tan estoicamente como un asceta, sino con las más
violentas agitaciones de sus sentimientos, un solitario esta vez en el senti­
do más literal. También es preciso entender literalmente sus palabras
cuando anota: «...los afectos me devoran». Le acosaban «una espantosa
compasión, una espantosa decepción, un espantoso sentimiento de orgu­
llo herido». ¿Autocompasión? ¿Compasión de los demás para con él,
para con el «pobre Nietzsche», el «infeliz Nietzsche» que había sido re­
pudiado por los Wagner y a quien la buena Malwida compadecía de todo
corazón? «A cada mañana desespero de cómo voy a poder sobrevivir al
día. ¡Ya no duerno! ¡De qué sirve caminar ocho horas cada día! ¡De dón­
de me vienen estos violentos afectos! ¡Ah, un poco de hielo! ¿Pero dón­
de queda aún hielo para mí? Esta noche voy a tomar opio hasta perder el
entendimiento. Porque sorprendentemente tengo demasiado entendi­
miento, pero sólo al servicio de la razón: ¡Dónde queda todavía una per­
sona a la que se pueda honrar! ¡Pero os conozco a todos demasiado
bien!»
Ya se sabe qué les sucede a las personas solitarias: pronuncian monó­
logos, hablan con interlocutores invisibles. Así lo hacía él. De este modo
se dramatizaba a sí mismo, se convertía de nuevo en la demoníaca figura
de Manfred, en el oscuro negador del mundo, cuyo papel había interpre­
tado por primera vez como adolescente bajo la máscara del Euforion. El
se veta , se sen tía en el infierno e imploraba una gota refrescante como el
libertino de la Biblia.
¿Su propósito de tomar opio era sólo una parte de la sombría masca­
rada? Hacia la misma época escribió en una carta —enviada y recibida—
a Rée y a Lou que antes de escribirla «había tomado una tremenda dosis
de opio». ¿Había podido con él su fantasía? Se sabe que él mismo se ex­
tendía sus propias recetas, y que uno u otro boticario —benevolente u
ocupado— terminaba por darle los fármacos que él estimaba convenien­
tes. Pero, ¿opio? ¿Y además, una «tremenda dosis»? Hay algunos datos
que hacen suponer que también esto es mera literatura. Los P arad is a rti­
fic ié is de Baudelaire habían aparecido en 1860; en ellos se hablaba de
vino y hachís como medios para la reproducción de la individualidad, es
decir, precisamente para esa ampliación de la conciencia, esa fantástica
extinción del alma individual que se le presentaba seductoramente a
Nietzsche desde E l n acim iento de la traged ia.
Sin duda, el solitario Nietzsche experimentaba también consigo mis­
mo. Precisamente en la citada carta del opio escribió que, si alguna vez se
quitara casualmente la vida, no habría que lamentarlo demasiado, y le
hizo saber a Overbeck que a veces la contemplación del cañón de una pis­
tola le resultaba francamente agradable. Pero para hacernos una idea ge­
neral, no tenemos que desestimar la cuidadosa dieta a la que se sometía,
[6 8 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sus escarceos como curandero con bebedizos inventados por él mismo y


sus reflexiones sobre los medios y caminos hacia la vejez. También en su
desesperación podía llegar a ser perfectamente desapasionado, sobre
todo cuando escribía a Overbeck o a Malwida, los únicos que le habían
permanecido fieles.
De este modo, tampoco la carta que finalmente envió a Lou y a Rée a
mediados de diciembre de 1882 — después de haber rechazado el envío
de cartas por separado a Lou sobre Rée y a Rée sobre Lou— no fue de
ningún modo el producto de una «tremenda cantidad de opio», sino que
había sido perfectamente calculada. «N o os inquietéis demasiado por mis
arranques de “delirios de grandeza” ni por mi “orgullo herido”», empe­
zó diciendo. Evidentemente, estas palabras hacían referencia a aquellas
difamaciones en Bayreuth o en Jena de las que le había informado Elisa-
beth. No tenían que preocuparse del pobre y enfermo Nietzsche, eso era
algo que no podía tolerar. ¿Qué les importaban a ellos sus fantasías, des­
pués de no haber demostrado interés ni siquiera hacia sus «verdades»?
«Ponderen ustedes dos que, finalmente, no soy sino un medio loco afec­
tado de dolores de cabeza a quien su larga soledad ha perturbado por
completo.» Aquí parece surgir de nuevo la sospecha que había ahuyenta­
do en el Café Rosenthal de Leipzig: ¿Mentalmente gozaba todavía de sa­
lud? ¿Sus visiones de futuro eran meros delirios?
Pero lo de «medio loco» tenía un sentido irónico. Sin duda, había to­
mado opio. Pero eso no le había hecho perder la razón, sino que le había
permitido recuperarla. Juega como un Hamlet con los conceptos, y ham-
letiana es también la fórmula: «Amigo Rée, ruéguele a Lou que me lo
perdone todo —ella también me concederá a mí una oportunidad de per­
donarla. Pues hasta ahora no la he perdonado todavía». Sentido común,
ponderación, un apretón de manos por encima del abismo recién excava­
do: eso es lo que parece.
«Ahora se me ocurre la “defensa” de Lou», continuaba en su carta.
Pero precisamente en este punto, el pliego está rasgado, nos falta la mitad
del papel; no sólo su hermana, también Lou manipuló lo que algún día
iba a poder encontrarse entre sus papeles postumos. La parte que falta
puede completarse a partir de los borradores: «¡Curioso! Alguien que se
defiende tantas veces ante mí, pretende siempre que sea yo quien no tie­
ne razón. Pero eso es algo que ya sé de antemano, por lo que ya no me in­
teresa». Ésta es la reacción del hipersensible: ya no soporta escuchar ar­
gumentos contrarios. «Quien se defiende, acusa al otro», tendría que
haber quedado si Nietzsche hubiera compuesto un aforismo a partir de
su sentimiento. Nada más que eso. In op io v e ritas, escribió debajo, «¡que
viva el vino y el amor!»
Podemos creerle su profundo insomnio, sus incesantes reflexiones al
final de las cuales siempre era él el profundamente ofendido; también el
LA A D E PT A Y EL PR O F E T A [681]

consumo de fuertes somníferos. Sin embargo, tan agitado e histérico


como giraba su tiovivo, tan «sensato» era todo lo que llevaba al papel. Te­
nía razón al escribir: «Sorprendentemente, tengo demasiado sentido co­
mún...». Nietzsche todavía se mantenía bajo control. Sólo quien sabe lo
que más adelante va a ser de él es capaz de leer ciertas frases como el pre­
sentimiento de una futura apoteosis de sí mismo. «Yo no he creado ni al
mundo, ni a Lou: me hubiera gustado haberlo hecho... pues entonces car­
garía yo solo con toda la culpa de lo que ha sucedido entre nosotros.» O
bien: «Un amor por el cual nadie tenga que sentirse celoso, a lo sumo tal
vez Dios». O: «Pensé que sería enviado un ángel a mi encuentro cuando
volví a dirigirme a la gente y a la vida...». Este era el otro escenario, el es­
cenario divino, en el que a Lou ya ni siquiera le correspondía el papel de
una comparsa. Lo escribió enérgicamente: «Lou nos estropea» — el bo­
rrador estaba pensado para Rée— «toda la dignidad de nuestro propósi­
to: es preciso que ya no tenga nada que ver con su nombre ni con el mío».
Y sin embargo, era aún lo bastante débil como para escribir en otro cua­
derno de notas la frase: «M. q. L., si todo el dolor de mi alma fuera a ser
el medio de extraer de usted este sentimiento y esta carta, habré sufrido
de buen grado». Lo hubiera dado todo por interceder a cambio de una
única frase que hubiera restituido su honor. También lo hubiera dado
todo por viajar a Bayreuth, al P a rsifa l (ya había pasado medio año), siem­
pre y cuando una única frase de Wagner hubiera servido para recompo­
ner su honor. Ninguna de las dos frases fue pronunciada o escrita jamás.
Lou y Rée se carteaban entre ellos, con particular exaltación en Navi­
dad y Año Nuevo. «Cuánto de este sol», escribió Lou sobre su estancia en
Italia, «lucía en nuestros paseos y charlas de Roma, cuánto en el idílico lu­
gar de Orta, con sus viajes en bote y su Monte Sacro con sus ruiseñores...»
En este idílico cuadro soleado Nietzsche ya no aparecía.
Cierto que un par de días después, el amante repudiado escribió, en
la embriaguez de su inspiración, la obra que iba a ser la base de su fama:
A s í h abló Z aratu stra.

El affaire de Lou todavía tuvo una desagradable secuela que, una vez
más, Elisabeth se ocupó de poner en escena. Todavía en marzo de 1883,
Nietzsche escribió a Overbeck. «Mi separación de la familia empieza a
parecerme un verdadero alivio... No me gusta mi madre, y escuchar la voz
de mi hermana me resulta desagradable; siempre he estado enfermo
mientras he estado con ellas.»
Pero ya en el mes de abril tuvo lugar en Roma la gran reconciliación,
los dos hermanos se reunieron y la madre recibió una carta. Los frentes de
alianzas se invirtieron. El 27 de abril, Gast supo por Elisabeth de «hechos
repugnantemente estremecedores en cuya consabidora me había conver­
[6 82] FRIEDRICH NIETZSCHE

tido», y de un «oculto lance de honor, del que durante mucho tiempo no


vi otra salida que la muerte». Elisabeth soñaba con la victoria, deseaba
con impaciencia que la «persona» fuera devuelta a Rusia, volvió a reacti­
varlo todo, escribió a la señora Rée para ponerla también en antecedentes
sobre su hijo e hizo llegar una copia al hermano Fritz. Ahora se había roto
definitivamente el último pilar agrietado: la confianza en la bondad de
Rée, en su decencia, en su altruismo. Nietzsche se daba tan poca cuenta
de que era su hermana quien todo lo tramaba, como el héroe de las obras
de intriga de Schiller cuando lee las cartas que han sido preparadas para
él. Tendía con excesiva facilidad a ver traiciones por todas partes. En su
carta de Navidad desde Rapallo le había escrito a Overbeck: «Ahora mi
desconfianza es muy grande: en todo lo que oigo percibo desprecio hacia
mi persona». Por ejemplo, percibía desprecio en la carta de Rohde. «Pon­
go la mano en el fuego», le escribió a Overbeck, «de que él, sin la casua­
lidad de nuestras anteriores relaciones de amistad, ahora me criticaría a
mí y a mis propósitos de la manera más desdeñosa.» La difamación surgía
de la misma familia. «Hasta qué punto se habrán extendido los juicios
hostiles de mis parientes con tal de dañar mi reputación —bien, incluso
prefiero saberlo a ciencia cierta antes que seguir sufriendo con esta incer­
tidumbre», dice en la misma carta.
Prefería saberlo. Tantas razones como tenía para desconfiar de Elisa­
beth, en el instante en el que ésta le facilitaba una carta que justificaba su
desconfianza en otro asunto, se agarraba con una especie de voluptuosi­
dad a este nuevo sufrimiento. Ninguna duda le acosaba sobre si esa carta
de Rée a la que su hermana hacía referencia realmente había existido y si
realmente había sido expresada en esos términos. Sin dudarlo ni un mo­
mento, se liberaba mediante la escritura de su ira, de su decepción y de su
odio. Construía ante sí al chivo expiatorio al que podía inundar con su
caudal de salvajes ofensas.
Le escribió a Rée:
«Demasiado tarde, casi un año demasiado tarde recibo una aclaración
sobre la participación que usted ha tenido en los acontecimientos del úl­
timo verano: y nunca antes había reunido tanta repugnancia en mi alma
como ahora, ante la idea de que haya podido tener durante años por ami­
go a semejante rastrero, falaz y pérfido compadre...
»¡Bien, mi señor! ¡Será preciso andar con mucho cuidado con usted,
y ni siquiera como ante un bribón decente, sino como ante uno indecen­
te! Así pues, ¿es de usted de quien procede la difamación de mi carácter,
y la señorita S. se había limitado a repetir los pensamientos de usted so­
bre mí? ¿Usted es quien, naturalmente en mi ausencia, ha hablado de mí
como de un vulgar y bajo egoísta cuyo único interés reside en sacar parti­
do de los demás? ¿Usted es quien osa afirmar de mi mente que estoy loco
y que no sé lo que quiero? Ahora ciertamente entiendo mejor esos teje­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 83]

manejes que a mí casi me han costado la vida y que casi habrían alejado
de mí a la persona que tenía más próxima y que más respeto me merecía.
Nadie era capaz de comprender cómo era posible que yo demostrara es­
tar de parte de mis peores enemigos, de personas semejantes que segura­
mente ya se habían hecho sospechosos de ir en mi contra a través de sus
hipocresías».
Como siempre en tales accesos de histeria persecutoria, se desplazó
inmediatamente todo el panorama: en un gran monólogo que, tal y como
ahí figuraba, habría podido ser perfectamente de Schiller, iba constru­
yendo a su malo de teatro e incrementaba su infamia hasta el punto de lo­
grar que él, en el fondo, fuera el culpable de todas sus antiguas desgracias,
incluida la ruptura con Wagner. ¿Acaso no le había advertido el mismo
Wagner: «Ese algún día actuará contra usted, no trama nada bueno»?
Así decía la airada y cruel conclusión de la carta: «Sentiría grandes de­
seos de darle con un par de balas una lección práctica de moral: y tal vez,
en el mejor de los casos, consiguiera apartarle de una vez por todas de su
dedicación a k moral— : pues para esta labor, mi señor doctor Rée, hace fal­
ta tener las manos limpias y no unos dedos cenagosos como los suyos...».
Esta carta preñada de odio, un temprano testimonio de locura, nunca
fue enviada. Pero la idea de un duelo le rondaba la cabeza, le asustaba y
le encantaba al mismo tiempo. Precisamente a Ida Overbeck le escribió:
«¡Tal vez el otoño nos traiga aún unos lindos pistoletazos!». Había sido
cazado y se sentía como un cazador, un vengador, un juez. A su hermana
le explicó otro dramático acontecimiento: «Acababa de comer este me­
diodía cuando me avisó el posadero del hotel de que “a las tres viene la fa­
milia Rée, ocho personas”. No puedo describirte lo que en la siguiente
hora llegó a pasarme por la cabeza; corrí a correos, estaba lloviendo a cán­
taros, pedí un billete para la mañana siguiente, quería ir a Basilea, y por
fin tuve que acostarme: y verdaderamente temblaba a cada ruido que oía
en la casa». Era una falsa alarma, lo había entendido mal.
Finalmente escogió a un intermediario una vez más: no escribió a Rée
sino a su hermano Georg. Pero dejó en la carta las palabras «rastrero, fa­
laz y pérfido compadre». Y todavía añadió otra frase decisiva: «Su her­
mano es una deshonra para mí, como no lo es menos para usted y para su
venerable madre...». Se trata de ese giro de los acontecimientos que la ma­
dre de Nietzsche había necesitado para su hijo, esa frase de la que él afir­
maba que no había salido ni un solo instante de su memoria. El hermano
Georg recibió la carta y amenazó con un proceso por injuria. Nietzsche
dio a entender que él, por su parte, había amenazado con algo bien dis­
tinto. Pero ahora ya no pronunció la palabra «duelo». En un borrador de
carta a su hermana se lee: «Tu hermano es en realidad muy infeliz: y es
que he enviado la carta a G. R...». Afirmaba que él no estaba hecho para
la enemistad y el odio. Desde que el asunto había evolucionado hasta el
[684] FRIEDRICH NIETZSCHE

punto de que ya no resultaba posible una reconciliación, ya no sabía


cómo debía vivir.
Overbeck trazó un balance en su carta a Gast (31 de julio de 1883):
«En estos instantes, tampoco moralmente se encuentra en una buena si­
tuación, escribe como un Filoctetes y él mismo lo hace todo para incre­
mentar la pena de su sufrimiento hasta lo insoportable. Sobre todo ha co­
metido algo absolutamente irresponsable para consigo mismo y es tolerar
aquella historia del año pasado que tan mal terminó para él, reavivándola
en las cartas de su hermana... Ahora se permite asignarse toda clase de
atrocidades de las cuales supuestamente no habría tenido ni idea hasta
ahora, participa en los planes de venganza de su hermana y se tortura con
las revelaciones de supuestos sucesos pasados, hacia las cuales empuja
todo el asunto su imaginación estimulada una y otra vez y ya de por sí tan
calenturienta». Unas frases más adelante, dice: «Ahora parece como si
asistiera a una autocombustión».
«Escribe como un Filoctetes», señala Overbeck. Filoctetes era un per­
sonaje teatral extraído de una tragedia de Sófocles. Siempre se hacía refe­
rencia a lo teatral, también en las alusiones al suicidio. Overbeck escribe
que resulta triste ver cómo Nietzsche estaba siendo impulsado paulatina­
mente hacia su caída, «y lo que hace con su actitud sin duda no hará que
su visión de sus amigos resulte más soportable». Nadie conocía al enfer­
mo tan bien como Overbeck, nadie sabía tanto como él de su sufrimien­
to ni de la dramaturgia y retórica con las que lo acompañaba.
¿O acaso esto ya era el inicio de su locura, manía persecutoria y ansias
de grandeza, complejo de incomprendido y autoapoteosis? El 26 de agos­
to de 1883, cuando no había pasado ni un mes tras estos exabruptos epis­
tolares, escribió a Gast: «El curioso peligro de este verano se llama para
mí —tratando de no evitar la maliciosa palabra— locura, y al igual que el
pasado invierno llegué, contra todo pronóstico, a una verdadera fiebre
nerviosa..., también podría suceder eso que, por mi parte, nunca creí que
pudiera afectarme a mí: que mi razón se confunda». No encontramos este
fragmento en las cartas a Gast editadas por Gast. Era preciso hacer desa­
parecer la fatalidad de la locura que ya hacía su aparición en 1883. Cier­
tamente, quien intuye ante sí la locura como una enfermedad, no ha en­
loquecido todavía.
Pero por la misma época también le escribió a Overbeck: «El peligro
es grande».
C apítulo 3

Zaratustra o elprofeta desairado

...esta obra vive en tal azul soledad, tan alejada de todo lo presente,
que uno apenas se atreve a relacionar asuntos humanos, demasiado
humanos, con ella.
Elisabeth Forster - Nietzsche
sobre el Zaratustra, en Vida II. 423

La persona de Zaratustra no es una persona, sino un muñeco enga­


lanado con ideales imposibles.
August Horneffer, antiguo colaborador
de Elisabeth Forster - Nietzsche en el archivo,
en Nietzsche como moralista y como filósofo (1902)

s preciso imaginar a Nietzsche en aquel invierno de 1882/1883, en

E el discreto hotel de Rapallo. Hace frío y llueve. En la habitación hay


una chimenea, pero ¿quién se ocupa de encenderla? Él es un hués­
ped de invierno, el único. Tal vez cruce alguna palabra con el posadero o
el camarero en su trabajoso italiano, tratando de hacerse entender míni­
mamente en lo que les pida.
Le resuenan los ecos de la injusticia que se ha cometido con él, el des­
conocimiento de su grandeza, la difamación de su puro ascetismo. Habla
ininterrumpidamente consigo mismo, escribe cartas que nunca envía, se
pelea constantemente con otros. Nadie salvo Overbeck sabe dónde se en­
cuentra. Elisabeth les pregunta alterada a los Overbeck: ¿No estará de nue­
vo con aquella p erso n a ...? Al fin y al cabo, Lou había perseguido y se había
[6 8 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

aprovechado de su hermano. ¿Por qué no iba a haberse pegado de nuevo


a él? Antes de Navidad llega la carta de su madre, y Nietzsche la devuelve
a Naumburg sin abrirla. Su soledad es tan absoluta como si viviera en el
Ártico. El día de Navidad le escribe a Overbeck. Ya no se trata de sus ha­
bituales lamentos, no le dice nada de sus dolores de cabeza y de sus ata­
ques. Sólo le habla de la tortura del sufrimiento infligido a sus afectos, del
insomnio: «...mi relación con Lou se revuelve en sus últimos y más doloro­
sos vestigios...». ¿Planes? «En algunas ocasiones he pensado en alquilarme
un cuartito en Basilea, para visitaros de cuando en cuando y para asistir de
oyente a algunas clases. Pero otras veces también pienso en todo lo contra­
rio: en llevar mi soledad y mi renuncia hasta su punto más extremo y —»
«Para mí, vosotros sois casi el último palmo de suelo seguro que me queda.
¡Curioso!», acaba esta conmovedora invocación desde la profundidad.
A mediados de enero de 1883 envía a Overbeck una larga carta que­
jumbrosa. Tenía previsto mudarse a Génova, pero ni ahí iba a disponer de
una estufa, ni tampoco aquí. «H e pasado más frío que nunca; tampoco
había comido nunca tan mal» (Overbeck se sorprende del poco dinero
que necesita Nietzsche). «Mi salud está empeorando fuertemente.» Cada
cambio del tiempo, cada cielo nublado le provoca una «fuerte angustia».
El clima del último verano en Alemania y ahora el tiempo invernal de la
Riviera suponían para él el máximo de adversidad física. Y a ello hay que
añadir la conclusión moral: cien veces se le había hecho tragar el veneno
del «desdén» en diferentes dosis, hasta llegar al más profundo desprecio.
Se le acusaba de no formar ya parte de la gente, de cometer innumerables
necedades, de ser demasiado sincero y benevolente «hasta el exceso». So­
bre todo en Alemania habría sufrido mucho: precisamente la clase de
gente a la que él respetaba se mostraba extremadamente desdeñosa con él
y le demostraba su aversión sin disimulo. Cuando era un estudiante se le
había tratado con mayor respeto que en ese último año.
Así se extienden sus quejas a lo largo de múltiples páginas, así sus
planes se pierden en extrañas especulaciones: ¿alguien querría viajar con
él a España? Ese país dispone del cielo más claro de toda Europa. O bien
una imponente región despoblada de los Alpes: «Tengo que armarme de
valor».
Probablemente convenga guardar en el recuerdo esa carta de media­
dos de enero tan lastimosa al leer su comunicado a Overbeck de catorce
días más tarde: «Entretanto, en el fondo en muy pocos días he escrito mi
mejor libro y, lo que todavía resulta más significativo, he dado ese paso
decisivo para el que el año pasado todavía no había reunido el valor sufi­
ciente». Su mejor libro es la primera parte de A s í h abló Z aratu stra. «An­
tes me encontraba en un auténtico abismo de sentimientos», continúa la
carta de Nietzsche, «pero he sabido elevarme de una forma bastante “ver­
tical” hacia mis alturas desde esas profundidades.»
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 8 7 ]

En la representación estilizada y «compuesta» en un alemán de corte


clásico del Ecce hom o describe así la historia del nacimiento de este libro:
«Pasé el invierno de 1882/1883 en la bahía gentilmente silenciosa de Ra-
pallo, cerca de Génova, que se perfila entre Chiavari y las estribaciones de
las montañas de Portofino. Mi salud no estaba en su mejor momento; el
invierno era frío y llovía mucho más de lo habitual: un pequeño albergue,
situado justo delante del mar, hasta tal punto que por la noche el oleaje
impedía conciliar el sueño, me ofrecía en casi todos sus aspectos lo con­
trario de lo que hubiera deseado. A pesar de ello, y casi en demostración
de mis palabras de que todo lo decisivo sucede “a pesar de algo”, fue en
este invierno y bajo circunstancias tan adversas cuando nació mi Zaratus-
tra. — Por la mañana ascendí a las alturas hacia el sur por la maravillosa
carretera que lleva a Zoagli, recorriendo bosques de pinos y contemplan­
do la mar desde lo lejos; por la tarde, siempre que mi salud lo permitía,
rodeaba toda la bahía desde Santa Margherita hasta Portofino... Fue en
estos dos caminos donde se me ocurrió todo el primer Zaratustra, pero
sobre todo el Zaratustra propiamente dicho, como tipo: mejor dicho, fue
él quien me atacó a mí...».
Nosotros tenemos una información más exacta. Zaratustra había sido
creado en el Surlei-Felsen, durante el solsticio de verano de Sils-Maria, y
vio la luz por primera vez ya en el verano de 1882, en el último apartado
del último libro de L a gaya ciencia. En él se decía: «Cuando Zaratustra
hubo cumplido treinta años, abandonó su patria y el lago de Urmi y se di­
rigió a las montañas». Y tras esta introducción seguía una oración de Za­
ratustra que, por su ritmo y elección de las palabras en aquel peculiar es­
tilo bíblico, nos recuerda ya la obra más celebrada de Nietzsche: «Estoy
harto de mi sabiduría como la abeja que ha acumulado demasiada miel,
necesito las manos que se extienden, deseo regalar y repartir hasta que los
sabios de entre los hombres hallen de nuevo placer en sus necedades y los
pobres, de nuevo en sus riquezas».
Este último apartado empieza con «principio» (in cip it trago ed ia), y
termina con la palabra «empezó» («Así empezó el descenso de Zaratus­
tra»). Quien tuviera ojos en la cara podía ver que estas palabras eran un
anuncio, el prólogo de una historia cuyo héroe hace una breve aparición
ante el telón bajado, da una reverencia y promete su pronto regreso.
En Ecce hom o Nietzsche explicó su origen de forma muy distinta. A la
descripción idílica de los paseos de Zoagli y Portofino sigue de forma
grandiosa, temible, la descripción de lo que le acometió durante estos
días de enero en los caminos de montaña: la inspiración. «¿Tiene alguien
— a finales del siglo diecinueve— un concepto claro de lo que los poetas
de los siglos más poderosos llamaban inspiración? Si no es así, voy a des­
cribirla yo. — Con un mínimo resto de superstición en uno mismo apenas
sería posible, de hecho, rechazar la idea de ser una mera encarnación,
[6 8 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

mero objeto parlante, mero medio de fuerzas superiores. El concepto de


revelación, en el sentido de que, de pronto, con seguridad y precisión in­
decibles, algo se vuelve visible, audible, algo que conmueve y vence hasta
lo más hondo, tan sólo describe los hechos. Simplemente se oye —pero
no se busca; se toma— , pero no se pregunta quién es el que da; como un
rayo se enciende un pensamiento, de forma necesaria, sin titubear en su
forma —nunca he tenido otra elección. Un éxtasis cuya increíble tensión
se libera entretanto en un caudal de lágrimas, en el que el paso acelera re­
pentinamente o de pronto se vuelve quedo; un estar completamente fue­
ra de sí con una conciencia claramente distinta de una innumerable can­
tidad de precisos estremecimientos y de lluvias que calan hasta los
mismos dedos de los pies; una profunda felicidad en la que lo más dolo­
roso y lo más sombrío no actúan como su antítesis, sino como si estuvie­
ran condicionados, como si hubieran sido desafiados, como un color ne­
cesario dentro de tal caudal de luz; un instinto de relaciones rítmicas, que
reviste de formas a los amplios espacios —la longitud, la necesidad de un
ritmo lentísimo es casi la medida para la violencia de la inspiración, una
especie de compensación contra su presión y tensión... Todo sucede de
forma extremadamente involuntaria, pero como en una tormenta de sen­
tirse libre, de ser imprescindible, de poder, de divinidad (...) Realmente
parece, por recordar una palabra de Zaratustra, como si las cosas mismas
vinieran a uno y se le ofrecieran para trazar una metáfora (...) Ésta es mi
experiencia de la inspiración; no dudo de que es preciso retroceder miles
de años para encontrar a alguien que pueda decirme “también yo lo he
vivido así” . —»
Este fragmento se ha hecho célebre y ha sido citado con mucha fre­
cuencia, pero raras veces ha sido analizado. Se ha llegado a dudar de su
autenticidad, se ha confrontado al Nietzsche cercano a la locura del E cce
hom o con el Nietzsche de 1883, «normal» en el sentido burgués de la pa­
labra. Pero toda nuestra biografía, en la medida en que trata de seguir una
sola línea, una «evolución» a partir del material de su vida, muestra de
forma harto sorprendente que todo esto ya había estado latente y que sólo
faltaba su realización. E l im perativo de N ietzsch e «lle g a a ser qu ien e res» se
d esarro llab a en su in terio r en fo rm a de destino, de m odo tan im placable
com o u n a p elícu la qu e y a tu viera d ecid id as to d a s su s escenas.
Su talento, su capacidad eran alucinatorios; hemos retenido con sus
nombres las estaciones de sus apariciones visionarias: Maderanertal,
Splügen, Rosenlaui, Surlei-Felsen. No hay duda de que también el perío­
do genial de sus diecisiete años ya transcurría de modo paralelo. Hay mu­
chas cosas que ya pueden serle atribuidas a su ambición, a sus ansias de
grandeza, y también a su propósito de convertirse en el fundador de una
nueva religión. Existen buenas razones para acusarle de que en diez días
la redacción de su primer libro de Z aratu stra ha sido falsificada y recon­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 8 9 ]

vertida en el resultado de una revelación, con el fin de elevar de este


modo el Z aratu stra a la categoría de «sagrada escritura». Esta clase de de­
bilidades no le eran ajenas, pero también es seguro que los momentos crea­
tivos le poseían de repente y de forma delirante, tras largos períodos de
incubación, como un ilimitado derramarse tras penosos procesos de re­
presión, tras estériles reflexiones sin sentido, y que en estos instantes de
máximo talento y gracia, el texto, ante su ojo interior, ante su oído inte­
rior, ya estaba visible, tal y como dice expresamente, pudiendo ser trans­
crito en un proceso vertiginoso.
Un estado más elevado: los síntomas figuran descritos con tanta pre­
cisión que ya sólo por eso el texto resulta convincente. Muchos aspectos
del mismo recuerdan al efecto de determinadas drogas, del tipo de la
mescalina, como por ejemplo su gran sensación de felicidad, la disolución
de los contrarios en una especie de armonía musical, la nueva concepción
del espacio, la relación entre la involuntariedad y la experiencia del poder
absoluto. Conviene recordar la «tremenda cantidad de opio» de la que
Nietzsche hablaba en los sombríos días de diciembre de 1882. Y es per­
fectamente pensable que Nietzsche incorporara a este fragmento del Ecce
hom o futuras experiencias de embriaguez.
Pero su droga más dura la indica el propio Nietzsche en su carta a
Overbeck con el anuncio de su victoria: «H ubo toda una serie de días
completamente despejados». Una vez más le había ayudado Sanctus Ja-
nuarius, el santo mes de enero con su tiempo invernal claro y luminoso.

Retrocedamos una vez más al mes de enero del año anterior. También
entonces había habido toda una serie de días de felicidad vinculados con
aquella disposición de ánimo genovesa para el viaje que le había hecho
desplazarse a Mesina como en un sueño. Por primera vez después de mu­
cho tiempo había escrito poesía, aquellas canciones que en aquel enton­
ces concluyeron h a gaya ciencia bajo el título de C an cion es d e l prín cipe
V ogelfrei. También lo que escribió en aquellos felices y prometedores me­
ses de primavera lo remitió bajo el signo, bajo la bendición de Sanctus Ja-
nuarius.
El «Sanctus Januarius», una vez impreso, sólo representaba el cuarto
libro de L a gaya cien cia, pero para Nietzsche significaba mucho más. Con
el «Sanctus Januarius», escribió, había superado una etapa, y a todos sus
amigos les preguntaba qué impresión les había causado precisamente el
«Sanctus Januarius». Sus amigos, esos lectores tan superficiales, no se
dieron cuenta de que ahí estaba empezando algo radicalmente nuevo, que
sólo en apariencia había sido dispuesto y numerado en forma de aforis­
mos, como en los libros anteriores, pero que en realidad se estaba tratan­
do de imponer una figura nueva, un interlocutor con una conciencia de
[6 90] FRIEDRICH NIETZSCHE

autoridad radicalmente distinta, un autor de muy distinto calibre. Quien


ahí hablaba era un pensador y un poeta al mismo tiempo, las imágenes y
los conceptos se fundían en él de forma completamente natural para pro­
ducir un nuevo proceso creativo.
Hasta qué punto Nietzsche dominaba el idioma, cuán «fluido» era su
pensamiento, puede demostrarlo un único fragmento del «Sanctus Ja-
nuarius». Este apartado, que ostenta el número 310, lleva el título de «La
voluntad y la ola» ( W ille u n d Welle)-.
«¡Cuán ávida se acerca esa ola, como si tuviera algo que alcanzar!
¡Cómo penetra con temible premura en los más recónditos rincones del
rocoso barranco! Parece como si fuera al encuentro de alguien; parece
como si ahí hubiera escondido algo de valor, de mucho valor, — Y ahora
regresa, un poco más despacio, todavía muy blanca de excitación — ¿está
decepcionada?— . Pero ya se acerca otra ola, aún más ávida y salvaje que
la primera, y también su alma parece llena de misterios y de la veleidad de
buscar tesoros. Así viven las olas. ¡ Así vivimos nosotros, los que tenemos
voluntad! —y aún digo más— . ¿Así? ¿No os fiáis de mí? ¿Estáis enojadas
conmigo, hermosas fieras? ¿Es que teméis que revele por completo vues­
tro secreto? ¡Pues bien! ¡Enojaos, elevad vuestros verdes vientres peli­
grosos todo lo que podáis, construid un muro entre mí y el sol —como
ahora! Ciertamente, ahora ya no queda nada más del mundo que una ver­
dosa penumbra y verdes rayos. Haced como queráis, vosotras, insolentes,
rugid de deseo y de maldad —o sumergiros de nuevo, sacudid vuestras
esmeraldas hacia las profundidades más profundas, lanzad sobre ellas
vuestro infinito amalgama blanca de espuma y de hechizo— , todo me pa­
recerá justo, pues todo os sienta tan bien y os lo agradezco todo tanto:
¡cómo iba a delataros ! Pues — ¡oídme !— ¡os conozco a vosotras y a vues­
tro secreto, conozco a vuestra raza! ¡Porque vosotras y yo somos de una
misma raza! — ¡Porque vosotras y yo compartimos un mismo secreto!».
Sin duda alguna, por su forma este texto ya ha dejado de ser un afo­
rismo, para convertirse en eso que Baudelaire había creado doce años an­
tes como un nuevo género: el p e tit p o èm e en prose, la prosa poética. Pero
todavía más significativo es el nuevo estilo de pensamiento que aprovecha
el parecido sonoro de W ille («voluntad») y Welle («ola») para trazar la
comparación de un estado de cosas. «Así viven las olas. Así vivimos no­
sotros, los que tenemos voluntad, con eso lo dice todo. Pero, a lo sumo,
esto también podía haber sido propio de Schopenhauer. Es ahora cuando
se constituye artísticamente lo nuevo: el mito, que todavía es un secreto
entre las hermosas fieras malvadas y ávidas del mar y él, que es de su mis­
ma raza y conoce su secreto. La ola es el eterno retorno de lo idéntico, en­
carna la eterna continuación del pillaje, de la conquista y de la derrotada
resaca, da cuerpo también a la belleza de las fuerzas naturales que supe­
ran toda moral. La ola es dionisíaca.
LA AD E P T A Y EL P R O F E T A [6 9 1 ]

A partir de esta escena marítima se puede prever ya su magnífico poe­


ma posterior «Queja de Ariadna» en sus D itiram b o s dionisíacos. En ellos
dice al final: «Un rayo. Dionisos se hace visible en esmeraldina belleza».
¿Por qué «esmeraldas»? Esto no lo ha explicado ningún comentarista. En
«La voluntad y la ola», este epíteto ya está anunciado. Dionisos salva a
Aridana viniendo desde el mar. Acude esmeraldino como una ola, como
un «rayo verde», él es una ola, es la ola. Sin embargo, el espectador ante
el mar, un tal profesor Nietzsche con sombrero, abrigo y bastón, hace
tiempo que ha dejado ya de ser un mero espectador, de ser Nietzsche: él
es ola y es Dionisos.
Dicho sea de paso: ¡Qué placer le hubiera embargado si hubiera po­
dido contemplar las hermosas y «griegas» figuras de los deportistas de
hoy, cabalgando osadamente sobre las olas! ¡O, si no placer... Qué desi­
lusión!
Ahora debían gobernar nuevos dioses, autodesignados como tales,
nuevos santos de una salvación pagana del universo. Así es como creó a
partir de los fríos rayos solares del enero de Génova su Sanctus Januarius,
no disponiendo con él de un título para su cuarto libro, sino de una invo­
cación:

Tú que con una lanza de fuego


desmiembras el hielo de mi alma,
de modo que ahora rugiente se precipita
hacia el mar de su mejor esperanza:
siempre más clara y siempre más sana,
libre en la más amorosa necesidad:
¡Así ensalza mi alma tus maravillas,
oh, hermosísimo Januarius!

Nietzsche conocía el doble sentido de la lanza y del simbolismo de la


herida por ella producida: al fin y al cabo, había leído el P arsifal. La lan­
za de fuego también era el instrumento procreador. La «mejor esperanza»
está indicada en el sentido del «estado de buena esperanza» de una mu­
jer. Nietzsche estaba preñado, preñado de sol, preñado de sur, y parió, se­
gún lo llamó él mismo, a «mi hijo Zaratustra».
Por lo tanto, es absolutamente intencionado que aquella escena de
Zaratustra con la que concluye el cuarto libro de L a gaya ciencia culmine
en un canto al sol, de igual manera a como el Z aratu stra propiamente di­
cho comienza con un canto al sol.
Cierto que con un «canto al sol» harto curioso, pues empieza con la
frase: «¡O h, astro grande! ¡Cuál sería tu suerte si no tuvieras a aquéllos a
los que iluminas!». Como por arte de magia, el mismo Zaratustra había
quedado elevado a la categoría del sol, había sido asimilado con él: «Para
[6 9 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

ello tengo que descender a la profundidad», dice Zaratustra, «como tú lo


haces al atardecer, cuando te pones en el mar para llevarles también tu luz
a los mundos subterráneos, oh astro riquísimo! — Al igual que tú, tengo
que “ponerme”, como lo llaman los hombres hacia los que pretendo des­
cender». Aquí se recuerda el descenso de Nietzsche al Hades, a los mun­
dos subterráneos, su maravilloso renacimiento. Nietzsche no se lanza a
divulgarlo todo, sino que sólo habla en misteriosas alusiones, pero cree en
ello, o por lo menos se convence a sí mismo de que cree en ello. Sólo
cuando ya está loco no le queda ninguna duda.
De momento proyecta al hombre-Dios que siente confuso en su inte­
rior hacia un oscuro futuro. En el «Sanctus Januarius» leemos que a una
época futura toda la religión le podría parecer un preludio: «Tal vez po­
dría haber sido el extraño medio para que algún día algunos individuos
puedan gozar de toda la autosuficiencia de un dios y de toda la fuerza de
la autosalvación».

La primera parte del Z aratustra nació de un violento sentimiento de


felicidad, de un delirio de necesidad y obligación de escribir. La tardía
descripción del E cce hom o nos permite creer eso. El sentimiento de sí
mismo se hinchó hasta lo inconmensurable. ¿Se habría atrevido Nietzs-
che ya antes a pensar en la idea de que sería preciso retroceder miles de
años antes de dar con alguien que hubiera experimentado lo mismo?
A Nietzsche le gustaba jugar con el concepto de milenio. Era su medi­
da del tiempo. Los siglos no valían la pena. Si pretendía arrancar el cristia­
nismo de raíz, hacían falta casi dos milenios; si además añadía el judaismo,
retrocedería automáticamente hasta la antigüedad en la que Buda transmi­
tía sus enseñanzas y en la que Zaratustra anunciaba su religión a los persas.
Buda ya había sido reclamado por Schopenhauer, pues testimoniaba la di­
vinidad de la compasión. Zaratustra había sido el antiprofeta que llamaba a
la lucha eterna. Además, Zaratustra mostraba toda una serie de ventajas.
Sobre todo, había constituido una especie de cronología cósmica universal
que Nietzsche estimaba útil: «Los persas fueron los primeros que enten­
dieron la historia como algo global, como algo grande. Una sucesión de
evoluciones, cada una presidida por un profeta. Cada profeta tiene su Ha-
zar, su reino de mil años». Ah, el suyo también iba a llegar, su hazar; así lo
había prometido en el cuarto libro del Zaratustra, el último y secreto:
«Pero yo y mi destino — no nos dirigimos al hoy, ni tampoco al nun­
ca: para hablar ya tenemos paciencia y tiempo, y aun más que tiempo.
Pues algún día tendrá que llegar y no podrá pasar de largo.
»¿Quién es el que tendrá que llegar y no podrá pasar de largo?
»Nuestro gran hazar, nuestro gran y lejano reino de hombres, el reino
de mil años de Zaratustra------
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 9 3 ]

»¿Cuán alejada está esta «lejanía»? ¡Qué me importa! Pero no por eso
es menos seguro —con ambos pies me yergo con seguridad sobre este
suelo,
»— sobre el suelo eterno, sobre duras rocas originales, sobre ésta más
alta y dura montaña original, a la que acuden todos los vientos como a
una divisoria meteorológica, preguntando ¿por dónde?, ¿de dónde? y
¿hacia dónde?».
Conmovedor o, como él se decía a sí mismo, estremecedor, resulta
Nietzsche, que había escrito a Overbeck y a su mujer: «Para mí, vosotros
sois casi el último palmo de suelo seguro que me queda». Tenía que ar­
marse de valor, hacer verdaderos alardes para que el palmo de suelo se­
guro que le quedaba en un principio se convirtiera, en patética exalta­
ción, en una dura roca original y, finalmente, en la más alta y dura
montaña original. Nietzsche tenía miedo.
En Ecce hom o aún había indicado otro motivo para la elección de Za-
ratustra: Zaratustra habría creado la contraposición entre el bien y el mal,
y, con ello, la moral, «ese comprometedor error». «En consecuencia, tam­
bién tiene que ser él el primero en reconocerlo.» Al fin y al cabo —sin
duda alguna— Nietzsche se considera a sí mismo como un Zaratustra re­
tomado, él tiene una experiencia más larga que otros pensadores, ha vivi­
do la historia mundial como una refutación experimental de la propo­
sición de la ordenación moral del mundo y, finalmente, ha enseñado la
sinceridad como el primer mandamiento. Por lo tanto, puede extraerse
la conclusión: «L a autosuperación de la moral a partir de la sinceridad, la
autosuperación del moralista en su antítesis — en mí— : eso partiendo de
mis labios significa el nombre de Zaratustra».
Si desde el punto de vista actual sometemos los diez días de trabajo
del primer libro de Z aratustra a un examen crítico, sin duda no tendremos
tantos motivos como el autor para sentir una emoción profunda. Tras de
un prólogo en el que se dicen algunas cosas de la vida de Zaratustra, en el
libro se suceden los discursos de Zaratustra. Éstos se componen, por su
parte, de sentencias que se suceden como versículos bíblicos. La mezcla
de informe biográfico y de sentencias ha sido copiada de los evangelios
cristianos. Los textos evangélicos constituyen en cuanto a su modo narra­
tivo y a su tono de sermón el transfondo ante el que A s í habló Z aratu stra
destaca como el nuevo contraevangelio. La primera frase ya hace más que
evidente esta relación: «Cuando Zaratustra cumplió treinta años, aban­
donó su patria y el mar de su patria y se dirigió a la montaña». También
Jesucristo se marchó a los treinta años de su hogar y fue al desierto, don­
de permaneció cuarenta días. Pero Zaratustra se queda diez años. No es
hasta cumplidos los cuarenta cuando Zaratustra desciende de la montaña
para dirigirse a los hombres. A Nietzsche, cuando lo escribió, le faltaba
poco para cumplir los cuarenta. «¡O jalá hubiera permanecido en el de­
[6 9 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

sierto, lejos de lo Bueno y de lo Justo!», predicó Zaratustra aludiendo a


Jesús de Nazaret, «tal vez entonces habría aprendido a vivir y a amar la
tierra — ¡ y a reírse también! / ¡Creedme, hermanos! Murió demasiado
pronto; ¡él mismo hubiera revocado sus enseñanzas si hubiera llegado a
mi edad!» Si tratáramos de traducir estas sentencias de su tono bíblico a
un lenguaje más cotidiano, muchas se perderían en el camino. Ya no po­
demos hablar del brillante afán reflexivo del «Sanctus Januarius», porque
ahora el «ciertamente» del comienzo de muchas sentencias a menudo no
hace sino ocultar su banalidad.
Aún así, con este libro Nietzsche había introducido un violento cam­
bio: anunciaba una enseñanza. Decía: «debes». Por ejemplo, en el capítu­
lo «Sobre los hijos y el matrimonio» se puede leer:
«¡N o sólo debes reproducirte, sino también crecer! ¡Que para ello te
ayude el jardín del matrimonio!
»Debes crear un cuerpo más elevado, un primer movimiento, una
rueda que gire más allá de sí misma — debes crear a alguien que cree.
»Matrimonio: así es como llamo, la voluntad de dos de crear lo único,
que es superior a quienes lo crearon. Veneración de uno para con el otro
es como llamo al matrimonio, como tiene una voluntad así para con el
que la quiere.
»Que éste sea el sentido y la verdad de tu matrimonio. Pero eso a lo
que demasiados, esos superfluos, llaman matrimonio —ah, ¿cómo llama­
ré a eso?
»¡Ah, esta pobreza del alma entre dos! ¡Ah, esta suciedad del alma
entre dos! ¡Ah, esta deplorable satisfacción entre dos!
»A esto, todos lo llaman matrimonio; y afirman que sus matrimonios
han sido concertados en el cielo.
»¡Pues bien, a mí no me complace este cielo de los superfluos! ¡No,
no me complacen estos animales atrapados en una red celestial!».
¡Esto no es sino un sermón de domingo, un sermón nupcial, pero con
un retumbar y tronar muy distinto al de un sacerdote! Zaratustra incide y
fustiga en tono bíblico sobre las circunstancias de su tiempo:
«Digno me había parecido este hombre, y maduro para captar el sen­
tido de la tierra: pero cuando vi a su mujer, la tierra me pareció una casa
de locos.
»Sí, me gustaría que la tierra temblara convulsivamente cada vez que
un santo y un ganso se aparean.
»Éste iba como un héroe en busca de verdades, para conquistar fi­
nalmente una pequeña mentira emperifollada. Él lo llama su matri­
monio».
¡Así es como empaquetaba, reelaboraba, encubría sus últimas expe­
riencias con Elisabeth, el ganso, y Lou, la mentira emperifollada! Así es
como la mujer caía de su tribunal hacia la nada. Para él, un matrimonio
LA ADEPTA Y EL PRO FETA [6 9 5 ]

en el que una mujer inteligente, eficiente y simpática se hubiera casado


con un hombre débil o repugnante que la hubiera hecho sufrir, resultaba
impensable. Aun así, de vez en cuanto conseguía componer un lindo afo­
rismo, como por ejemplo: «Y vuestro matrimonio es el fin de muchas bre­
ves necedades, en lugar de una gran tontería».
Pero a continuación subía al pulpito de nuevo:
«L a amargura también se encuentra en el cáliz del mejor amor: ¡así
ella convierte en superhombre al anhelo, así te da sed a ti, el creador!
»L a sed al creador, la flecha y anhelo al superhombre: ¿Dime, herma­
no, es ésta tu voluntad para el matrimonio?
»Sagrado es para mí tal voluntad y tal matrimonio».
El final es como un ritual. Uno podría imaginar a un sacerdote vesti­
do con una amplia vestidura griega, uniendo a dos personas jóvenes que
están decididas a concebir y a alumbrar al superhombre. Y de una forma
totalmente litúrgica, este capítulo, al igual que todos los demás, termina
con un nuevo amén: «Así habló Zaratustra».
El superhombre es la nueva enseñanza. El eterno retorno todavía per­
manece oculto como un mito o como un dogma. Pero, ¿qué es el super­
hombre?
La primera frase que Zaratustra pronuncia «al pueblo» ya dice así:
«Yo os voy a transmitir la enseñanza del superhombre». La explicación
que da para ello es más bien escasa, pero es precisamente la característica
de dejarlo todo abierto, de no dar nunca instrucciones de uso, lo que hizo
que más adelante su nuevo discurso resultara tan efectivo. Uno podía de­
cidirse por el superhombre de un día para otro, sin que su decisión cos­
tara ningún esfuerzo.
«Hasta ahora, todos los seres han creado algo por encima de ellos mis­
mos»: éste es su primer argumento, como si los peces hubieran creado a
los mamíferos «por encima de ellos mismos.» «Vosotros habéis recorrido
el camino del gusano al hombre», continúa su pensamiento, «y en voso­
tros muchas cosas son todavía un gusano. Primero fuisteis monos, y tam­
bién ahora el hombre es más mono que ningún otro simio.» Hubiera pa­
recido indicado instar al hombre agusanado y simiesco a que de una vez
por todas se convierta en hombre (como recomienda el humanismo des­
de tiempos de los griegos). Pero eso no hubiera supuesto una enseñanza
nueva, no hubiera necesitado acompañamiento de bombo y platillos. Por
lo tanto, el sacerdote debía proseguir:
«E l superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga:
¡que el superhombre sea el sentido de la tierra!
»Yo os suplico, hermanos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a
quienes os hablen de esperanzas sobrenaturales!».
Tampoco aquí, en este requerimiento a ser fieles a la tierra en lugar de
al cielo, el superhombre no es realmente necesario. Hacía tiempo que es­
[6 9 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

tas palabras habían sido pronunciadas, menos festivamente, por Marx,


por Heine o por Feuerbach.
Sin embargo, sin duda estos pensadores no hubieran aprobado esa
clase de frases de penitencia y contrición al estilo de «Ciertamente, el
hombre es un sucio caudal».
Ellos habrían estado más a favor de la pura y simple percepción de
las posibilidades que para la felicidad ofrece esta tierra. Y ahí es donde
radica su culpa; pues, ¿qué es la felicidad? «Pobreza y suciedad y una de­
plorable satisfacción.» ¡Ah, cómo fustiga este sacerdote a la satisfac­
ción!: «N o es vuestro pecado, sino vuestro conformismo lo que clama al
cielo...».
Sí, el solitario profesor encerrado en su cuarto de hotel sin calefac­
ción, escribiendo sus fulminantes sentencias a la luz de una lámpara, se
eleva a sí mismo a la categoría de profeta encaramado a lo más alto, y a los
profetas les suele gustar lo apocalíptico:
«¿Pues dónde está el rayo que os lame con su lengua de fuego?
¿Dónde la locura con la que debéis vacunaros?».
Y de nuevo resuena el gran mensaje: «Ved, os transmito la enseñanza
del superhombre: ¡él es ese rayo, él es esa locura!».
Pero, no sin amargura, el profeta añade las palabras siguientes: «Y
todo el pueblo se rió de Zaratustra». Como todos los profetas, también él
era vilipendiado.

Pero lo que realmente pensaba Nietzsche en los años 1882 y 1883, los
años de formación del «Zaratustra I», se encuentra escrito en otro papel...
a saber, en los apuntes que tomaba en su cuaderno de notas. Éstos mues­
tran que su mensaje profètico estaba incorporado a un sistema reflexivo
al que, si bien era muy utópico, no le faltaba coherencia, en el que el pen­
sador se incorporaba de forma casi involuntaria en el papel de un nuevo
credor de mundos, en un divino mejorador del mundo.
El punto de partida era la verdad, al fin descubierta por un ser intré­
pido, de que nada conduce a una meta superior, de que todo se repite en
un idéntico tema eterno. Nietzsche también disfraza este descubrimien­
to en una imagen bíblica, precisamente en la de la resurrección de Cris­
to: la verdad se encuentra en el sepulcro; él, Nietzsche, apartará la última
losa. «Invocación a la verdad desde la tumba: nosotros la creamos, noso­
tros la despertamos: la máxima expresión del valor y de la sensación de
poder.»
Pero es precisamente esta verdad la que le resulta insoportable al
hombre: «Crear a un ser que la soporte (...) Nosotros creamos el pensa­
miento de más peso, ¡ahora dejadnos crear al ser para quien éste sea lige­
ro y feliz!». Por lo tanto, la definición propiamente dicha del superhom­
LA AD E PT A Y E L P R O F E T A [6 9 7 ]

bre es la de alguien capaz de soportar con ánimo ligero y gobernar con


mano segura la nueva tierra carente de Dios.
En las palabras «ahora dejadnos crear al ser para quien...» resuena el
bíblico «creemos al hombre a nuestra imagen y semejanza». También la
idea de una nueva legislación tiene connotaciones bíblicas. En el Z aratu s­
tra se habla una y otra vez de tablas de la ley que deben ser rotas.
Se refiere a las tablas mosaicas. Nietzsche le pidió a su editor que en­
marcara cada página con una barra negra —le dijo que así el libro queda­
ba más festivo. En realidad, su sentido era presentar las nuevas tablas de
la ley.
«La nueva ley tiene que poder cumplirse», apunta en sus notas, «y de
su cumplimiento tiene que crecer su superación y la ley más elevada. Za-
ratustra proporciona la posición que hay que adoptar frente a la ley al re­
vocar la “ley de leyes” , la moral.» «Zaratustra es el heraldo que invoca a
muchos legisladores», dice otro apunte.
Permanece abierta la cuestión de si Nietzsche-Zaratustra forma parte
ya de estos nuevos señores o de si es sólo su precursor. En cualquier caso,
en los sueños que le acosan en su soledad y que teje ante sí con secreto
placer, ya se contempla a sí mismo en la palanca de mando del mundo
—por mucho que de momento todavía emplee provisionalmente el plural
para referirse a los nuevos gobernadores. Nietzsche constata categórica­
mente la necesidad de una nueva clase de filósofos y de comandantes, y
acopla el privilegio de uno con el del otro. El no es un hombre de acción,
pero son precisamente los filósofos los que extienden su mano creadora
hacia el futuro. «Nosotros, los que pensamos y sentimos, somos quienes
siempre y de verdad hacemos algo que todavía no se encuentra ahí», así
formula la ventaja del pensador con respecto al hombre que actúa. De
quienes piensan y sienten procede todo el mundo, en eterno crecimiento,
de valoraciones, colores, pesos, perspectivas, jerarquías, afirmaciones y
negaciones. «Esta poesía por nosotros inventada», continúa, «es conti­
nuamente aprendida, ejercitada, traducida a la carne y a la realidad, es
más, a la cotidianeidad, por parte de nuestros llamados hombres prácti­
cos (nuestros actores).» Desde esta superioridad, Zaratustra instruye a los
hombres de acción que piensan libremente: «¡Vosotros, obras originales,
habéis sido criados por nosotros, los que valoramos!». Más adelante fan­
tasea con una nueva aristocracia de la mente y del cuerpo, una cuadrilla
de santos que renuncie a toda felicidad y satisfacción. Gracias a su dura
autoimposición de las leyes, «se le proporcionará a la voluntad de déspo­
tas filosóficos y de tiranos artísticos una duración de miles de años...».
El déspota filosófico, el tirano artístico... en estas combinaciones de
palabras se encuentra lo que fascina a Nietzsche: la sumisión de todos los
indiferentes, de todos los despreciables, de todos los rebeldes a su filoso­
fía. La costosa promoción de sus ideas, junto con la impotencia, la de­
[6 98] FRIEDRICH NIETZSCHE

pendencia del humor de los editores y de los plazos de los talleres de im­
presión habrían terminado, no quedando sino la maravillosa y burlesca
decisión, la disolución de los obstáculos, la extinción de todas las dificul­
tades de su triste existencia de pensionista. Pero antes todavía retrocede
ante la bastedad que al fin y al cabo es atribuida a los tiranos, y escribe:
«Más allá de quienes gobiernan, viven, liberados de todos los vínculos,
los hombres más elevados: y en los gobernantes tienen sus herramientas».
Estos hombres más elevados seguirán la orientación que se expresa en
una cita de Platón: «Cada uno de nosotros desearía ser el señor de todos
los hombres y, a ser posible, Dios».
Visiones éstas que van al encuentro de Nietzsche en su soledad y a las
que se somete voluptuosamente, «¡maravillosos instantes!». Pero enton­
ces él mismo se coge de la mano y se ordena: «¡Y a continuación, cerrar
de nuevo las cortinas y fijar los pensamientos, orientarlos de cara a las
próximas metas!». El soñador regresa a la vida cotidiana y se propone:
«Representar continuamente la tendencia más elevada en lo pequeño:
perfección, madurez, rosada salud, suave derramar de poder. Trabajar
como un artista en la obra del día, elevarnos a la perfección en cada
obra».

Forma parte de la posterior formación de la leyenda del Ecce hom o


que la parte final del primer Zaratustra quedara terminada «exactamente
en la santa hora» en la que Richard Wagner muere en Venecia. Fue el 13
de febrero de 1883. Ese mismo día Nietzsche había viajado causalmente
a Génova, según le informa a Gast, había comprado el diario de la tarde
contra su costumbre, y en él había encontrado la noticia. En realidad, Z a­
ratustra fue una vez más un hijo del «Sanctus Januarius», por mucho que
la escritura a limpio se hubiera retrasado quizá hasta febrero. Nietzsche
envió el manuscrito el 14 de febrero. Eso tenía sentido. La muerte de
Wagner, así se lo escribió a Gast el 19 de febrero, había supuesto para él
el más fundamental alivio. Nietzsche había tenido que defenderse duran­
te seis años contra el envejecido Wagner, que le había quitado sus mejo­
res amigos con el fin de «atraerlos a la animadversión confusa y yerma de
su vejez». Ahora al fin la vía estaba libre: así es como puede interpretarse
la fecha del envío. En su carta a Gast, Nietzsche escribió que él quería
convertirse en el heredero del Wagner propiamente dicho. Sin embargo,
a Cosima le envió un escrito formal de condolencia.
Nada más hubo entregado el manuscrito a correos, empezó a sufrir la
enfermedad de la espera. Hacia el 20 de febrero se mudó a Génova, a la
Salita delle Battistine, en la que antaño había residido feliz con Rée, y se
postró en cama con una enfermedad que calificó alternativamente de gri­
pe, fiebre nerviosa y, finalmente, de tifus. Tenía fiebre —pero la verdade­
LA A D E PT A Y EL PR O F E T A [699]

ra fiebre era su nerviosismo. Ni una palabra le llegaba de Leipzig, de la


imprenta Teubner. Escribió que le parecía dudoso que su obra fuera a ser
publicada. «Mi vida ha fracasado en todos sus fundamentos», leyó Gast,
y Overbeck, el 24 de marzo: «Todo es aburrido doloroso degoutant. Ca­
rezco de demasiadas cosas y sufro demasiado, y tengo un concepto de la
imperfección, de los errores y de la mala suerte de todo mi pasado espiri­
tual que se sitúa más allá de toda medida (...) Esto me recuerda mi última
necedad, me refiero al Z aratustra (...) Cada par de días me sucede que lo
olvido; siento curiosidad por saber si tiene alguna clase de valor —este in­
vierno yo mismo me siento absolutamente incapaz de juzgarlo y podría
equivocarme de la manera más escandalosa por lo que respecta a su valor
o carencia de él». Así de vehementes eran sus dudas, tan súbitamente po­
día recaer Nietzsche de los sentimientos de afinidad con Dios a la «más
negra melancolía».
Su condición para la publicación había sido la máxima prisa; y sin em­
bargo ahora no recibía ninguna noticia. Al fin salió a la luz lo que tanto ha­
bía retrasado el asunto: la impresión de 500.000 cantorales litúrgicos que
debían estar listos para antes de Pascua. Nietzsche lo tomó como un sím­
bolo: esa Iglesia enemiga a la que él iba a hacer saltar todavía era poderosa.
Pero se sintió feliz y liberado al saber que todo estaba en marcha. Le escri­
bió a Gast, rogándole que olvidara las tonterías de sus últimas cartas y que
las quemara. Cuando llegaron las primeras pruebas de imprenta, se sintió
feliz: «Entretanto fue apareciendo Zaratustra, despacio, pliego por pliego»,
le escribió a Overbeck. Ahora es cuando de verdad le conocía. Y: «¡D e
verdad, mi querido amigo, entretanto me parece como si sólo hubiera vi­
vido, trabajado y sufrido con tal de poder crear este pequeño libro de 7
pliegos!». Ahora incluso veía con otros ojos su tortuoso invierno pasado,
pues precisamente aquellas torturas eran las que le habían llevado a la
sangría que representaba este libro: «Entiende, hay mucha sangre en este
libro». Y, aún más seguro de sí mismo, escribió a Overbeck en otra carta:
«Zaratustra es algo que ninguna persona viva puede crear salvo yo mis­
mo». De nuevo se abría la gran perspectiva: «N i siquiera como “filósofo”
he pronunciado todavía mis pensamientos (o “locuras”) más esenciales
— ¡ah, soy una persona tan callada, tan escondida! ¡Pero incluso como
“poeta” !». A Gast le preguntó bajo qué epígrafe le parecía que habría
que clasificar en realidad al Z aratu stra , y se dio a sí mismo la respuesta:
«Casi creo que bajo las “sinfonías”».
<fO es que el Z aratustra era una composición como la que había ayu­
dado a conseguir una rápida celebridad a su viejo admirador Lipiner y su
Prom eteo, ahora olvidados? También su vecino suizo Spitteler acababa de
publicar poco antes un Prometeo en prosa poética —más adelante se dijo
que Nietzsche había copiado algunas cosas de este Spitteler, que esto y
aquello lo había tomado de él. Ahora Nietzsche se dirigía al mercado lite-
[7 00] FRIEDRICH NIETZSCHE

rario y se estremecía ante la idea de que pudiera ser leído como un litera­
to. «Me repugna la idea de que Zaratustra entre en el mundo como un
mero libro de entretenimiento», escribió el 6 de abril a Gast. Si él tuviera
la autoridad del viejo Wagner, las cosas le irían mejor. «Pero ahora ya na­
die puede salvarme de ser lanzado al montón de los “literatos”. ¡Puaf, de­
monios!»
Ciertamente, para Schmeitzner ese peligro no era tan grande, ni tam­
poco sus expectativas de venta. Entretanto, este intrigante joven sajón ha­
bía apostado a una «gran carta»: el antisemitismo. Estaba tan comprome­
tido con el negocio que con ella esperaba lograr, que dejó sin más en el
almacén la edición ya impresa del Z aratu stra. Como con todo lo demás,
Nietzsche también tenía mala suerte con sus editores. Schmeitzner se ha­
bía apoyado en la coyuntura Wagner y había conseguido hacer un wag­
neriano del prometedor joven profesor. Más adelante, se había encargado
de las Bayreuther B lätter y había fundado la R evista m en su al internacional ,
de forma enérgica y poco seria. En la portada del Z aratu stra ponía, junto
al lugar de edición propiamente dicho de Chemnitz (¡Chemnitz!) París,
San Petersburgo, Turin, Nueva York, Londres... Supuestamente, tan lejos
se extendían las relaciones de Ernst Schmeitzner: no sólo su revista era in­
ternacional. Pero, al fin y al cabo, ¿quién iba a conocerle en Alemania?
Viajaba sin cesar, y su correspondencia permanecía sin abrir. Nietzsche
tenía muchos motivos para estar insatisfecho con él. Pero, por otro lado:
¿qué otra editorial hubiera estado dispuesta a imprimir una composición
de tan extraña tonalidad exótica, de semejante mensaje profètico? Si
Nietzsche era un loco o un genio era algo que sólo podría decidir la pos­
teridad. Nietzsche creía en la posteridad, pero todo en él se consumía en
la expectativa, en el anhelo, en la esperanza de que también sus contem­
poráneos le hicieran llegar unos primeros signos del reconocimiento de
su grandeza.
Lo que le negaba el editor Schmeitzer, consumido en su nomádica la­
boriosidad, se lo dio Gast. Ante la duda de si Nietzsche era el profeta de
un milenio venidero o bien un simple visionario, un loco, Gast se convir­
tió en su «precursor», en un san Pedro arrodillado. Nada más leer el pri­
mer pliego del Z aratustra en la prueba de imprenta, se dejó enardecer en
un himno laudatorio. «El magnífico giro adoptado por su espíritu, la
fuerza de su lenguaje, la abundancia de invención hasta en el más peque­
ño detalle, el fuego y la majestuosidad de su sentimiento —me dejan bo­
quiabierto, me agitan, tiemblan en mi interior en la medida en que mi ca­
pacidad lo permite.»
El destinatario de la carta leyó estas palabras con el corazón palpitan­
te y con la más íntima satisfacción. De momento, estas declaraciones se
referían sólo al escritor, al autor. Pero Gast, este verdadero san Pedro y
«huésped de huéspedes» prosiguió diciendo: «A este libro hay que desear­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [7 0 1 ]

le la difusión de la Biblia, así como la consideración canónica que ésta re­


cibe y todo su séquito de interpretaciones, en las que se basa en gran me­
dida esta consideración». Gast difícilmente hubiera sido capaz de decir
con mayor brevedad o exactitud lo que Nietzsche ansiaba escuchar. «Al
leer su carta me sobrevino un escalofrío», respondió, y «tal vez en toda mi
vida no haya experimentado nunca una alegría semejante a la que ésta me
ha proporcionado». La Biblia, el canon, sus interpretaciones... en esa car­
ta lo ponía todo, y Nietzsche no estaba dispuesto a rechazarlo modesta­
mente, sino que absorbía su contenido con fe, con ansia, como la tierra
seca regada por las primeras lluvias.
Gast era un entusiasta, y además conocía a su señor. Escribía de cora­
zón, pero también en función de lo que Nietzsche quería oír. Empleaba
palabras fuertes, pero también sabía cómo limitarlas medio en broma otra
vez: «Pero, ¡ay —esos períodos tan largos!», se lamentaba en esa misma
carta; el siguiente pasaje de Venus no estaba previsto hasta el año 2004.
«¡Cóm o me entristecería conocer la fecha en la que su libro alcance el
grado de difusión y reconocimiento de la Biblia!» A Nietzsche no le mo­
lestaba que Gast hubiera previsto «un ínterin muy largo» antes de que se
produjera ese éxito equiparable al de la Biblia. Estimaba como una con­
firmación que respondiera a su pregunta sobre si el Zaratustra era clasifi-
cable bajo el epígrafe de «sinfonías» diciendo: «Yo casi creo que bajo el
de las “Sagradas Escrituras”». Se dejó adular por Gast cuando éste le dijo
que encontraba al Z aratustra más maravilloso que las enseñanzas de
Buda. Interpretó libremente la sumisa santificación con la que Gast le
honraba a partir de las palabras de los discípulos de Buda — «¡Loado sea
aquel que es Bienaventurado, Santo, plenamente Iluminado! —» y no
hizo ningún ademán por refutar sus alabanzas.
Su confianza en sí mismo y su conciencia misionaria aumentaban, se
obstinaban, no toleraban ya ninguna duda. Tenía que constituir un escu­
do protector a su alrededor si quería soportarlo. Ya no quedaba espacio
para preguntas. En otro punto, Nietzsche retomó aún la comparación de
Gast con la Biblia: a la Biblia le habían seguido las interpretaciones, mien­
tras que él había escrito las interpretaciones antes que el propio texto. En
su Schopenhauer com o educador ya lo había dicho todo. De D em asiad o,
dem asiado hum ano surge el camino que conduce hasta el «superhombre».
En L a gaya ciencia , el «futuro nacimiento» ya ha sido anunciado con ab­
soluta seguridad; es más, incluso con «impudicia».
Es preciso tomar en serio estas palabras. Cuando Nietzsche habla de
su hijo Zaratustra, no se refiere sólo a la habitual paternidad de todo au­
tor (por eso le desagrada tanto la idea de que su Z aratu stra pudiera ser
mera literatura). En las pretensiones de paternidad de Nietzsche debe­
mos escuchar los ecos del bíblico «éste es mi hijo, hoy lo he engen­
drado».
[7 0 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Siguiendo con este tema, el propio Nietzsche ya incluye la frase anun­


ciadora de su gran obra en la última página de L a gaya ciencia-. Incipit tra-
goedia. La tragedia que comienza es la historia de la pasión de Zaratustra,
una historia semejante a la de la pasión y muerte de Cristo. Sólo que esta
tragedia es al mismo tiempo la historia de la pasión de otra divinidad, de
Dionisos.
Lo que Nietzsche sugiere en sus cartas sobre el Z aratu stra y en sus
etapas siguientes debe contemplarse siempre bajo este aspecto místico
de nacimiento, muerte, pasión y entusiasmo dionisiaco. Cuando escuchó
C arm en en Génova, se conmovió en él un «profundidad honda, muy
honda», y se sorprendió a sí mismo de ver cómo componía versos a Dio­
nisos en los cuales expresaba «lo más terrible de forma terrible y para
reír». A Malwida le envía el reconocimiento que Gast le presta como
fundador de una nueva religión, y añade la observación: «¡Y o he desa­
fiado a todas las religiones y he escrito unas nuevas “Sagradas Escritu­
ras” ! Y, dicho completamente en serio, se trata de unas sagradas escritu­
ras tan serias como cualesquiera otras, por mucho que incorporen la risa
a la religión».
La religión dionisiaca del placer, de la risa, de la humanidad libre es­
pera ser tomada en serio. En tono profètico le escribe a Malwida a finales
de marzo de 1883: «Voy a abandonar Génova en cuanto pueda para ir a
las montañas: este año no deseo hablar con nadie. ¿Quiere usted un nom­
bre nuevo para mí? El lenguaje litúrgico dispone de uno: yo soy el Anti­
cristo». Inmediatamente después viene la frase: «¡N o nos olvidemos de
reír!». Podemos interpretarla como queramos. O bien como ironía en vis­
tas a la blasfémica autorrevelación o bien como dogma de fe de la nueva
religión, en la que la risa es sagrada. Convenía no asustar demasiado a
Malwida, siempre tan amorosamente razonable. Nietzsche hacía broma,
y sin embargo creía mucho en la seriedad de sus bromas.
Así, lo terrible y la risa, el deseo de crear y la muerte se dan la mano.
Cuando a finales de mayo se encontró en Roma, junto a Malwida, y re­
conciliado con su hermana por lo menos en el aspecto formal, describió
su estado con la envergadura propia de los siguientes extremos: «Estoy
muy agitado y paso mucho tiempo en animada compañía; pero en cuan­
to estoy solo, me siento tan transtornado como nunca antes en mi
vida».
La escritura propiamente dicha, o, para ser más exactos, la escritura
del Z aratustra se convierte en un acto explosivo en grado sumo, con peli­
gro de muerte. Al igual que su primera parte, la segunda también la es­
cribió en unos pocos días, en Sils-Maria durante el mes de julio: concep­
ción y alumbramiento a un mismo tiempo. A este respecto, Nietzsche
observa: «Entonces me vino a la cabeza la idea de que posiblemente algún
día vaya a morir en una explosión y expansión de sentimientos semejan­
LA ADEPTA Y EL PROFETA [7 03]

te: ¡que el diablo me lleve!». Este pensamiento también podría expresar­


se de otro modo, más positivo. A finales de agosto le escribió a Gast que,
si le salía bien la tercera parte, «voy a celebrar una fiesta y morir en ella de
pura diversión».
Al igual que en su día le habían ocupado íntimamente las cifras «mís­
ticas» 35 y 36 (la mitad de la vida y la muerte del padre), ahora trataba de
adivinar una relación «mística» entre la duración de su vida y la finaliza­
ción del Z aratustra. A veces calcula que sólo necesita un año más de vida
para concluirlo, pero entonces surge de nuevo repentinamente la cifra
mística del diez — diez años de intervalo en vida o bien de aplazamiento
de la muerte.
Desde esta perspectiva, el Z aratustra se convierte en la gran obra de su
vida y de su muerte al mismo tiempo: la muerte y la fiesta coinciden en su
final, al igual que la tragedia representa al mismo tiempo la muerte del
dios y la celebración de ésta. Se hace patente toda una serie de simbolis­
mos: al concluir el manuscrito de imprenta del Z aratustra 1, muere Wag-
ner. Para la parte II le escribe a Gast: «Apenas he terminado con mi com­
posición, y ya se parte la isla en dos». Se refiere a la isla de Ischia, afectada
por un terremoto, e Ischia es también la «Isla de los bienaventurados» en
el Z aratu stra II. Él mismo cree haber escapado a su muerte, pues durante
un tiempo había planeado Casamicciola en Ischia como residencia de ve­
rano. No contento con ello: «Esta vez recibí, en la hora respectiva, noti­
cias que me indignaron tanto que probablemente este otoño vaya a cele­
brarse un duelo a pistola».
Bien, ni Ischia quedó partida en dos tras el terremoto de verano, ni en
otoño se desenfundaron las pistolas. Pero Nietzsche se acostumbró a
pensar con estos referentes; para él, un terremoto ocasionado por su cau­
sa hubiera sido perfectamente plausible. Para esta clase de simbolismo,
sin duda Roma era la ciudad menos apropiada del mundo. ¿Cómo era po­
sible que él, el futuro Anticristo, el nuevo Mesías, Zaratustra-Dionisos,
proponga como su lugar de residencia la ciudad del Papa? Entonces se le
ocurrió una idea precisamente en virtud de todo este simbolismo; es más,
Nietzsche, tan reticente a los viajes, llevó esta idea a la práctica: buscarse
una contrarresidencia en los Abruzos. Se fue a Aquila.
Para Malwida, L’Aquila degli Abruzzi era una ciudad de montaña
como cualquier otra. Pero lo que significaba para Nietzsche lo desvelaría
más adelante en Ecce horno-. «Quería ir a Aquila, la antítesis de Roma, fun­
dada por enemistad contra Roma igual que yo fundaré algún día un lugar
semejante, recuerdo de un ateo y enemigo de la Iglesia com m e i l fa u t, de
uno de mis parientes más próximos, el gran emperador de los Hohens-
taufen Federico Segundo». Hasta este extremo había llegado ya en 1883
a introducirse en la personalidad patológica del gran rival de Cristo, el
Anticristo, que en otoño de 1888 iba a desplazar definitivamente todas las
[7 0 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

barreras que su autodominio había constituido hasta entonces. Efectiva­


mente, Aquila, «el águila de los Abrazos» había sido proyectada por Fe­
derico II como fortaleza contra la Roma papal. ¿Acaso el águila no era tam­
bién el animal emblemático de Nietzsche? Ciertamente, la historia también
nos dice que Aquila, apenas fundada, se pasó al bando del Papa y fue des­
truida por Manfredo de Hohenstaufen. Por lo demás, el simbolismo del
águila no pudo hacer nada contra una fuerza más poderosa que tampoco
exoneraba a esta ciudad de montaña: el siroco. Desde Terni le escribió a
su hermana: «Este lugar no está hecho para mí».
Había toda una serie de cosas que formaban parte del simbolismo, de
la simetría interior de su nueva obra: los primeros diez días de enero y de
julio, respectivamente, como épocas de inspiración; el mar y la montaña
como escenario respectivo; todas sus partes eran obras de diez días y que
abarcan diez por diez páginas; Sanctus Januarius y el alto mediodía eran
los patrones de su creación. Independientemente de otros datos que
Nietzsche hubiera podido añadir a los aquí mencionados, lo esencial para
nosotros es que a partir de ahora iba a adaptar su trabajo a estas épocas:
finalmente, también terminó el cuarto Z aratu stra en una fecha simbólica
semejante, el 12 de febrero de 1885, un día antes de la fecha de la muerte
de Wagner. Así quedó concluida su obra.
Lo que Nietzsche escribe, compone e inventa a partir de ahora no es
fruto de su pensamiento, sino obras artísticas proyectadas como tales,
anotadas rápidamente en momentos de embriagadora exaltación y culmi­
nadas en algunos impecables «himnos». El gran período poético que ha­
bía empezado en el año genovés de 1882 con las C anciones d e l príncipe
V ogelfrei y los poemas en prosa del San ctus Ja n u ariu s, continuaba ahora
de forma entusiasta, siempre con nuevos ímpetus y pequeñas obras maes­
tras, como su maravillosa «Himno al mistral» y el texto de la «Serenata de
Zaratustra». Con estas pequeñas muestras de su arte y gracias a ellas se
convirtió en el mayor poeta de su tiempo, de más brío que Gottfried Ke-
11er, más arrebatador que Conrad Ferdinand Meyer, más profundo y ori­
ginal que Theodor Storm, pero su época —atrapada en clichés y que
prestaba una atención meramente superficial— no se dio cuenta.
En este sentido y con esta meta, el Z aratustra realmente era una gran
composición. Se relacionaba con los poemas y los himnos como la sinfonía
con el lied. En sus cartas a Gast, el amigo de la música, el camarada artísti­
co, destaca explícitamente el componente artesanal de su arte. Le habla de
un recubrimiento «arquitectónico» del todo y le parece que la relación de
la segunda parte con respecto a la primera está «bien hecha (por expresar­
me como lo haría un carpintero)». Lo artístico, por otra parte, es la expre­
sión formal de sus sentimientos en mucha mayor medida que de sus pensa­
mientos; en la misma carta a Gast (de finales de agosto de 1883) dice de
ambas partes que cada una de ellas abarca «un anillo de sentimientos».
LA ADEPTA Y EL PROFETA [7 0 5 ]

Lo que lo vincula todo entre sí es la tortuosa vivencia del último año.


El lema de la segunda parte ya permite traslucir, a pesar de su tono bíbli­
co, la catástrofe vivida en torno a Lou y a Rée: «...y sólo cuando todos
hayáis renegado de mí retomaré a vosotros./ Ciertamente, hermanos, con
otros ojos buscaré entonces a mis extraviados; con otro amor os amaré
entonces». También se podría expresar al revés: Al renegar de él sus dis­
cípulos, el destino de Zaratustra se convierte en el destino de un nuevo J e ­
sús. Lo que había entristecido a Nietzsche ha quedado disfrazado con pa­
labras de fácil interpretación: «Mis enemigos se han vuelto poderosos y
han deformado la figura de mis enseñanzas, de modo que mis seres más
amados deben avergonzarse de los dones que yo les di».
Esta clase de actitudes mesiánicas son más bien dudosas; en el fondo,
el asunto con Lou sólo había sido una historia amorosa fracasada cuya
culpa podía repartirse entre todos los que formaron parte de ella. Pero
cuando este Zaratustra olvida sus infortunios personales y se abandona a
su inspiración lírica (y no anunciadora), logra crear el gran path o s, la ima­
gen veloz, la transformación de su destino privado casi tragicómico en los
altos vuelos del lirismo:

«Mi amor impaciente rebosa en caudales, hacia abajo, hacia levante y


poniente. Desde las silenciosas montañas y tempestades del dolor, mi
alma corre hacia los valles.
»Demasiado tiempo anhelé y contemplé la lejanía. Demasiado tiempo
pertenecí a la soledad: así he olvidado cómo guardar silencio.
»En boca me he convertido todo yo, y en el bramido de un arroyo
desde las elevadas peñas: quiero precipitar mi discurso hacia abajo, hacia
los valles.
» ¡Y que mi caudal de amor se precipite a lo impracticable! ¡Cómo no
va a encontrar un río finalmente su camino hacia el mar!
»Cierto que en mí hay un lago, un lago eremítico, autosuficiente;
¡pero mi caudal de amor lo arrastra consigo —hasta el mar!
»Nuevos caminos transito, un nuevo discurso me invade; cansado me
volvieron, como a todos los creadores, las viejas lenguas. Ya no desea mi
espíritu caminar sobre suelas gastadas.
»Con demasiada lentitud me fluye el habla — ¡A tu carro salto, tor­
menta! ¡Y también a ti quiero fustigarte aún con mi maldad!
»Como un grito y un aullido de júbilo quiero recorrer el ancho mar
hasta que encuentre la isla bienaventurada en la que se hallan mis ami­
gos...».
[7 0 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

«A tu carro salto, tormenta.» Éste había sido también el sentimiento


fundamental de su »Himno al mistral», la invocación multiestrófica de la
gran tormenta depuradora:

Apenas despierto, escuché tu llamada,


me abalancé hacia los rocosos riscos,
hacia la pared amarilla del mar.
¡Salud! Ya llegabas como los claros
diamantinos rápidos de un caudal,
victoriosa desde las montañas.

Sobre las lisas eras del cielo


vi correr tus corceles,
vi el carro que te conduce,
vi cómo alzabas tú misma la mano
cuando, sobre los lomos de los corceles
restallaba el látigo como un rayo.

Te vi saltar del carro,


descender aún más rápido,
te vi lanzarte en vertical hacia lo hondo
como acortada cual saeta, —
como un rayo dorado se precipita por entre
las rosas del primer arrebol de la mañana.

Danza ahora sobre mil lomos,


lomos de las olas, perfidias de las olas — .
¡Salud a quien crea danzas nuevas!
¡Dancemos de mil maneras,
libre —sea llamado nuestro arte— ,
alegre — nuestra ciencia!

¡Arrebatemos una flor de cada flor


para gloria nuestra,
y dos hojas aún, para la guirnalda!
¡Dancemos como trobadores
entre santos y prostitutas,
entre Dios y el mundo de la danza!

De una forma igualmente precipitada había intentado escribir poesía


en su último año de Schulpforta: «Primero lo intenté con acentos, pero
no salió bien, aunque el corazón seguía impetuoso; y la tonalidad perma­
neció muerta. Lo intenté entonces en versos; no, no crear rimas, nada de
LA ADEPTA Y EL PROFETA [7 07]

ritmos calmos y ponderados. ¡Fuera, papel, uno nuevo, y ahora garabatea


rápido, la pluma, venga, deprisa, la tinta!». «¡Tormenta y lluvia! ¡Rayos y
truenos! ¡Por en medio de todo!», así es como terminaba por aquel en­
tonces el producto del bachiller Nietzsche, un intento fallido. Pero ahora
ya sab ía cóm o hacerlo.
Sabía hacerlo y quería más. Tenía que querer más. Si la gran obra ya
había aparecido en fragmentos, como tiempos individuales de la proyec­
tada sinfonía, evangelios sueltos del Nuevo Testamento, entonces cada
una de las partes debía incrementar a la anterior, «superarla». De hecho,
el que en un año ya hubiera logrado terminar dos partes le resultaba
«inexplicable». Para la tercera parte quería tomarse su tiempo, tal vez
años, escribió a Gast tras terminar la segunda, a mediados de julio de
1883. La tercera parte debía contener la revelación propiamente dicha, la
enseñanza del eterno retorno de lo idéntico, bajo el título «Mediodía y
eternidad».
Así como el alegre, el «dulce» Zaratustra había quedado liberado de
los sufrimientos, rayanos en el delirio, del asunto Lou, la tercera parte en
la que «el pobre Zaratustra realmente se dirige hacia lo más lóbrego», de­
bía tener su origen en una profunda serenidad celestial, pues, así le escri­
bió a Gast el 3 de septiembre de 1883, «el patetismo en su género más ele­
vado sólo lo conseguiré como un juego». Si hay algo que estos evangelios
deseaban más que ninguna otra cosa, era la superación del pesar, de la
obligación, del abatimiento. La sombría enseñanza del eterno retorno, la
sujeción del hombre a la monotonía de lo eternamente idéntico, requerían
de una capacidad de huida que las compensara, de un contrapeso dan­
zante. «Al final todo se volverá luminoso», finaliza el avance que Nietzs­
che le proporciona a su amigo. Este «todo» ha sido subrayado dos veces.
Esta era la visión del cielo tras la oscuridad demoníaca, la salvación que
prometía Zaratustra.

Nietzsche sabía que todo eso se situaba muy por encima de las adver­
sidades y nimiedades de su vida cotidiana, y también por encima de las
cualidades de su propia persona. Esta persona no se sentía como Zara­
tustra, sino como su portavoz. El hablaba por su boca. Pero esta distin­
ción no pudo sostenerse durante mucho tiempo. El control que separaba
a un yo del otro se iba relajando paulatinamente, la «sombra» se iba fun­
diendo con el «paseante», las ideas delirantes dominaban a la razón y ha­
cían que el entendimiento, esa herramienta fulgurante que ni siquera con
la irrupción de la enfermedad mental había perdido su fuerza, se convir­
tiera en su mero servidor.
Tratemos de obtener un cuadro de sus estados y de sus sentimientos
a partir de las cartas que envió a Gast y a Overbeck, y de la correspon-
[7 08] FRIEDRICH NIETZSCHE

ciencia con su hermana reanudada en abril de 1883. En primer lugar:


Nietzsche se ha convertido en un ermitaño, ya no tolera, ya no soporta a
la gente. «Debido a mi relación casi exclusiva con imágenes y procesos
ideales, me he vuelto tan irritable que sufro de forma increíble con el con­
tacto con las personas de hoy en día, y lo evito», le escribe a Overbeck
(22.2.1883). En otra carta a Overbeck, de principios de abril del mismo
año, declara su «hurañía». «Soy lo bastante orgulloso como para mante­
ner un incógnito incondicional, incluso bajo circunstancias miserables:
pero medio honrado, medio tolerado, medio confundido me siento como
en el mismísimo infierno —para esto no soy lo “bastante orgulloso”.»
De forma aún más tortuosa que con todas sus otras penas sufre por el
desconocimiento. Tampoco el pesar que siente por Lou y Rée no afecta
tanto a su rechazo como amante o pretendiente, sino a la «difamación» de
sus objetivos y al desprecio de su modo de pensar. Es precisamente el ser
tratado amistosamente, de un modo simultáneamente comprometido e
incomprometido, como autor de algunos libros interesantes, «medio
honrado, medio tolerado, medio confundido», lo que ya le resulta ofensi­
vo. A Gast le expresa su deseo de que algún otro describa su pensamien­
to enmarcado en su época y de que le compare con otros pensadores,
pues «siento la auténtica necesidad, desde un verdadero abismo del des­
precio más inmerecido y extremadamente extenso en el que todo mi que­
hacer permanece hundido desde 1876, de que alguien pronuncie una
“palabra de sabiduría” sobre mi persona» (16.8.1883). Con una broma de
Wagner, con un desprecio wagneriano, empezó su desgracia, que conti­
nuó con el supuesto compió tramado por Lou. La herida mortal, el com­
plejo creciente bajo el que iba a padecer hasta la última hora de su exis­
tencia consciente, es ésta: Wagner no le tomó en serio, no le consideró
maduro. Después, en relación con el asunto de Lou (¿por culpa de Lou?
¿de Elisabeth?) aún surgieron cosas nuevas de las cuales Nietzsche puso
en conocimiento a Gast el 21 de abril, después de la muerte de Wagner:
«Cosima ha hablado de mí como de un espía que se introduce en la con­
fianza de otros para salir de ella en cuanto ha alcanzado lo que quiere.
Wagner es rico en ocurrencias malignas; pero, ¿qué tiene usted que de­
cirme respecto al hecho de que Wagner haya mantenido correspondencia
en este punto (incluso con sus médicos) con el fin de expresar su convic­
ción de que el cambio producido en mi manera de pensar sería la conse­
cuencia de vicios antinaturales, con alusiones a la pederastía?».
Esto era algo que le corroía y torturaba. «¡M i sentimiento de debili­
dad me dominó en un momento en el que todo, todo, todo debería de ha­
berme dado ánimos!», informó a Overbeck y le rogó que averiguara algo
«absolutamente repugnante» para él; ahora necesitaba del remedio más
extremo — «No te puedes imaginar de qué manera se revuelve en mí esta
locura día y noche» (verano de 1883). Su manía persecutoria y sus delirios
LA A D E P T A Y EL P R O F E T A [7 0 9 ]

de grandeza empezaban a condicionarse recíprocamente. Ahora tendía a


quejarse con todo el mundo de todo el mundo, a Elisabeth de Overbeck
y a Overbeck de su familia. «L a separación de mi familia», leyó Over­
beck en marzo de 1883, «empieza a parecerme una verdadera bendición;
¡ah, si supieras cuánto he tenido que aguantar en este capítulo (desde mi
nacimiento)!» Pero ya en abril reanuda su relación con Elisabeth, en
mayo y junio está con ella en Roma, y en julio le expresa su queja de que
Overbeck se hubiera permitido criticar su forma aforística de expresión.
Antes no se hubiera permitido esta clase de comentarios, añade, «pero a
partir de esta historia, está permitido».
Un tono nuevo empieza a introducirse en sus quejas, el tono chillón
de la «incomprensión». Interpreta la simpatía de otras personas como
«sensación de poder» con respecto a él, el sufriente. A los sanos no les re­
sulta difícil proporcionar buenas palabras, compasión, buenos consejos,
mientras que por otra parte nadie es capaz de intuir siquiera «cuándo ne­
cesito de un consuelo, de unas palabras de ánimo, de un apretón de ma­
nos». La enfermedad se desarrolla como una «degradación» de su propia
sensación de vigor, debilita la confianza en su mensaje. Así se lo escribe a
su hermana en una carta larga y fundamental que define su posición. Se
trata de una especie de balance cuadrado en la época del segundo escán­
dalo con Lou y Rée, tras nuevos sustos y desconciertos. El, en el fondo
una persona modesta, debido a sus penas se había visto arrastrado vio­
lentamente lejos de un concepto excesivamente pobre de su cometido en
la vida. Incluso sus maestros — «estos Schopenhauer y Wagner»— serían
sólo fuerzas débiles y transitorias en comparación a lo que le queda a él
por hacer. Cada palabra de Zaratustra sería una burla, una burla victorio­
sa de los ideales de su época. Precisamente por eso advierte a su hermana
que no vuelva a dejar caer piedrecitas en su engranaje, «porque ahora el
mecanismo de relojería es complicado en su grado máximo, y la respon­
sabilidad hacia las cuestiones más elevadas del conocimiento recae sobre
mí». A la máxima responsabilidad le corresponde la máxima sensibilidad.
Le ruega a Elisabeth con insistencia que no vuelva a remover, ni verbal­
mente, ni por escrito, los sucesos del pasado. Le escribe a Overbeck que
sus sentimientos sufrían explosiones tan violentas que un único instante
«a través de una modificación total de la circulación sanguínea» bastaba
para hacerle enfermar por completo.
Pero precisamente este ser tan huraño necesitaba a la gente como el
pan de cada día —o por lo menos en ciertos momentos. Esta era la para­
doja de su vida. Nietzsche se aleja de quienes le rodean y se escandalizan
con él, y proyecta su amor al prójimo hacia los seres más alejados, hacia
los que vendrán, hacia la gente del futuro, que ya no sufre de los defectos
cristianos. En lugar del amor al prójimo, invoca el amor al más lejano, y se
engaña a sí mismo diciéndose que se siente responsable de su futuro y
[7 1 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

se prepara para llevar a cabo las misiones más difíciles, cuando en reali­
dad la única misión del hombre se halla, si no en amar a su prójimo, por
lo menos en respetarlo y tolerarlo,
Nietzsche necesita a los demás para lo más inmediato, para las necesi­
dades de la vida y para las dificultades de su trabajo: Overbeck, que se
ocupa prudentemente de lo económico, Gast, que lee las pruebas de im­
prenta, su madre y su hermana, que le ofrecen en Naumburg un sólido re­
fugio, el médico, que se ocupa de vez en cuando de su salud (por mucho
que Nietzsche prefiera tratarse él solo). Pero de forma aún más acucian­
te que estas fuerzas de apoyo, que al mismo tiempo son las receptoras de
su mensaje, siente la necesidad de tener discípulos. Envidia a Epicuro en
su jardín haciéndose rodear por sus discípulos, le escribe a Gast. Su rabia
se debe a que los últimos acontecimientos, así como la degradación de su
buen nombre, su carácter y sus intenciones hayan sido suficientes para
sustraerle toda posibilidad de alumnado. Sólo «por la fama», y aquí se au-
toengaña una vez más, no habría escrito ni una sola línea, pero su afán de
enseñanza es muy grande, y por esta razón necesita fama con el fin de
atraer a alumnos.
Así pues, traza un nuevo plan: clases magistrales en la Universidad de
Leipzig (pero pronto se le hará saber que su ateísmo iba a cerrarle por
completo esa puerta), o bien conferencias sobre el Z aratu stra (¿dónde iba
a darlas?). También la idea del monasterio hace nuevamente su aparición,
así como la de reunir a sus amigos en una academia (¿pero a estas alturas,
quién iba a acudir?). Entre las distintas partes del Z aratu stra se intercalan
otros planes, como recursos a sus obras filosóficas, una «moral para mo­
ralistas», un tratado «de la inocencia del ser». De igual manera a como sus
planes de trabajo le impulsan, le entusiasman durante un tiempo y, a con­
tinuación, se disuelven en el aire, así le sucede también con sus planes de
viaje y de residencia. Estos oscilan entre la pendiente sur del Montblanc
y Barcelona, entre Vallombrosa en la Toscana y de nuevo México, el país
de sus sueños, jamás nublado, para culminar —tras un interludio en
Naumburg— con el descubrimiento de Niza.
Por mucho que cambien sus planes, su mitología climática cada vez
gana más en fuerza: sufre bajo las tormentas «eléctricas», pero disfruta
del efecto «electrizante» de la luz. Analiza tablas, averigua que Niza tiene
tantos días despejados en invierno como Génova días de sol durante todo
el año. Una vez llegado allí, escribe entusiasmado: «Del efecto revivifi­
cante, es más, casi electrizante de esta plenitud de luz sobre todo mi sis­
tema no soy capaz de dar siquiera una idea; la insistente y dolorosa pre­
sión sobre mi cerebro (...) ha desaparecido...». Gracias a la liberación de
su cabeza se olvida de que no hay nada que sus ojos soporten menos que
esa plenitud de luz de la que habla. De hecho, había mandado pintar de
un tono verdoso las paredes radiantemente blancas de su cuartito en Ma-
LA AD EPT A Y EL P R O F E T A [7 11]

ria-Sils. «Luz, luz, luz... eso es, después de todo, lo que necesito», le es­
cribe a Elisabeth desde Niza.
En su nuevo modo de vida, una existencia deambulante en cuartos de
alquiler y pensiones, empieza a sentirse medio cómodo. Sólo su aloja­
miento en Sils-Maria le había resultado opresivo a causa de su bajo techo.
Le escribió a Elisabeth que algún amigo rico debía construirle en Sils dos
habitaciones, y supera todo recato y orgullo hasta tal punto, que dirige
una vez más una carta a su viejo amigo Gersdorff, con la frase: «Quiero
recibir el dinero suficiente como para construirme aquí una especie de ca­
seta de perros ideal: me refiero a una casa de madera con dos habitacio­
nes...». Pero el amigo Gersdorff no se da por aludido ante un deseo ex­
presado tan «discretamente».
Nietzsche iba por el camino de convertirse en un viejo solterón, de de­
jarse llevar encerrado en su habitación. Sufría de prolongados cansancios
y se postraba en cama. Después hada un esfuerzo y tomaba parte en las
reuniones de la pensión, conociendo a algún general prusiano o a un ma-
haraní hindú, a un «persa lujosamente vestido» y a una párroca de Sua-
bia, «todos gente muy decente», que se comportaban «correctamente»
con él. El era, tal y como se lo había dicho a Elisabeth, el «príncipe dis­
creto», la alteza que viaja de incógnito, dando a entender afablemente
que en el fondo de su ser había algo sobrenatural que gobernaba y per­
manecía al acecho. Nietzsche era bien educado, mantenía conversaciones
galantes, se retiraba discretamente; un «extraño» que sólo hablaba ale­
mán y chapurreaba italiano. «Una sensación de lejanía del mundo, de
precipitado nomadismo, de eterno deambulador se halla profundamente
asentada en mi interior», le escribió a Overbeck (en julio desde Sils-Ma­
ria), y: «Raramente llega a mí una palabra cálida; y muchas de las mejores
cosas que a los demás calientan el corazón, a mí se me han vuelto indife­
rentes».
Formaba parte de este nuevo estado que ya no enfermara con tanta
frecuencia. Una forma de endurecimiento anímico empezaba a tomar po­
sesión de él. Se concentraba en su trabajo y en sus propósitos. Eso, le ex­
plicaba a Elisabeth, creaba una auténtica piel de asno en torno a su ser, de
manera que prácticamente sería posible matarle a golpes — «él lo soporta
y se va, como el viejo asno que, con su viejo I-A, sigue su viejo camino»
(principios de julio de 1883). Se había propuesto totalmente en serio re­
correr desde Niza toda la Riviera hasta Saint-Raphael, y si no llevó a cabo
este propósito, fue sólo porque no encontró a nadie dispuesto a acompa­
ñarle en esta marcha casi militar.
Cierto que había hecho su aparición un admirador, un estrafalario
pseudofilósofo llamado Paul Lanzky, que resultaba muy útil a Nietzsche
como lector y ayudante en su pensión suiza de Niza, pero se trataba de un
tipo enfermizo, demasiado débil como para seguir su ritmo en los paseos.
[712] FRIEDRICH NIETZSCHE

Lanzky no era un «soldado», sino una rata de biblioteca. Se dirigía por


carta a él con un «admiradísimo maestro» (lo que despertaba en Nietzs­
che la sensación de que por fin había logrado recoger de verdad la heren­
cia de Wagner). Además, le había ofrecido un hotel rodeado de bosque y
situado junto al monasterio de Vallombrosa a modo de ermita. Todo esto
le resultaba muy grato al «admiradísimo maestro», pero para lo más ur­
gente, lo más básico, Lanzky no podía serle útil.
Nietzsche era una persona constantemente impedida para todo lo
práctico. ¡Si por lo menos hubiera tenido un esclavo, como tuvieron in­
cluso los filósofos griegos más pobres! O mejor aún, y ésta es la palabra
que escribió en una carta a Overbeck (febrero de 1884), un m aestro de
cerem on ias que supervisara sus relaciones con sus queridos semejantes:
«que por lo menos ya no me vea expuesto a las más crueles brutalidades
y torpezas de la bêtise hum aine ». La palabra «maestro de ceremonias»
resulta extraña: sin duda, se refiere sólo a una función protectora y de se­
guridad, pero procede del ámbito de la corte, de modo que sugiere que
quien así ha de ser servido pertenece a la esfera de las altezas y exce­
lencias.
Esta es la época en la que Nietzsche escribe su tercera parte del Zara-
tustra, de nuevo en enero y con sol, de nuevo inmerso en el máximo sen­
timiento de inspiración, de tensión peligrosa y de jubilosa liberación.
«Por lo demás, todo el Zaratustra es una explosión de fuerzas que se han
ido acumulando a lo largo de décadas: en esta clase de explosiones, es fá­
cil que también su instigador salte por los aires», escribe en febrero de
1884 a Overbeck, mientras se empieza a imprimir ya la tercera parte. El
es un amigo peligroso, así se lo dice a Overbeck, un amigo extremada­
mente peligroso. Tampoco Overbeck podrá superar un temor y estreme­
cimiento incurable cuando reciba su nuevo mensaje. Así se lo anuncia,
para retirar a continuación sus palabras con una frase medio jocosa:
«Cómo me gustaría poder reír contigo y con tu querida y resperable es­
posa». Con una ambigüedad extremadamente macabra, concluye: «...mo­
rir yo de risa de mí mismo», seguido de tres signos de exclamación.
De la manera en que pasea y toma notas en solitario, rebosante de
ideas, de trastornos y de nuevas legislaciones, Nietzsche es total y absolu­
tamente un profeta. «Aquella parte determinante, que lleva el título “De
las tablas antiguas y nuevas”, fue compuesta durante la dificultosa ascen­
sión desde la estación hasta el maravilloso pueblo moro de Eza, pegado a
la roca», escribió en Ecce hom o, y no sería demasiado osado ver la sombra
de Moisés detrás de este alpinista, cuando asciende al monte Sinaí para
recibir las tablas de la ley del Antiguo Testamento.
En él, su fe crece cada vez más, y ya sólo le falta una mínima confir­
mación para hacerle creer ciegamente. Una vez más, es Gast quien se la
proporciona tras recibir el primer pliego de Z aratustra III. Es preciso ima­
LA AD E P T A Y EL P R O F E T A [7 1 3 ]

ginar a Gast en la lejana Venecia, llamado urgentemente por Nietzsche


para que acuda a Niza, atraído por la enumeración de las múltiples ven­
tajas que esta ciudad ofrece, pero firmemente decidido a no ir y, a cambio,
prefiriendo satisfacer al maestro mediante alabanzas desmedidas. Y así es
como escribe, sin albergar ninguna mala intención, esa frase que lleva a su
receptor a subir aún un escalón más: «¡Ah, ese Zaratustra! Le transmite a
uno la sensación de que a partir de él habría que establecer una nueva
cronología del tiempo». De la misma manera que la más leve crítica se
hincha en los oídos de Nietzsche hasta constituir una ofensa, el más ino­
fensivo o irreflexivo cumplido se dilata hasta convertirse en una festiva
institución. Sin duda, el enemigo de la Iglesia que es Gast simpatiza por
completo con la nueva religión del maestro y se toma sus esfuerzos de
partida tan en serio como Nietzsche se toma sus propios esfuerzos musi­
cales, pero no cabe duda de que exagera cuando continúa profetizando
en su carta que algún día Nietzsche iba a ser más venerado que el propio
fundador de religiones asiático. Con frases tan rimbombantes sustituye su
falta de auténtica comprensión. Siguen todavía algunas observaciones so­
bre la «elevada belleza» y la «tremenda impresión» que despierta el tex­
to, y Gast pasa ya a su tema favorito, es decir, a la supuesta escenificación
de su ópera.
Nietzsche le pasa esta carta a Overbeck, quitándole algo de peso a la
parte del Z aratu stra, pero atreviéndose a reproducir una frase que más
adelante iba a volver a él como fórmula estereotipada antes de que la lo­
cura irrumpiera en él definitivamente: «N o sé por qué caigo ahora en ello
—pero es posible que por primera vez me haya venido a la cabeza la idea
de que la historia de la humanidad se divide en dos mitades». La preten­
sión que se esconde tras esta formulación extrema no es ni mucho menos
una «locura»: ¿acaso no se da comienzo a una época completamente nue­
va cada vez que se extingue una religión? «Este Zaratustra no es sino un
proemio, una antesala», añade sorprendentemente; él mismo habría teni­
do que darse valor para soportar siquiera ese pensamiento, que todavía es­
taba muy lejos de ser capaz de expresar o reproducir. Y a continuación, la
perspectiva de que «Ya sea verdadero, ya sea creído como verdadero,
todo va a cambiar y a girar, y todos los valores precedentes habrán perdi­
do su valor». De momento, frente a Overbeck no se atreve sino a expre­
sar esta duda, esta posibilidad. Pero la idea de un nuevo cómputo del
tiempo a partir de su existencia ha quedado firmemente arraigada en él.
Nueve años después, esta idea se atreverá a salir completamente a la luz
junto con su locura definitiva.
Tal como se lo había propuesto, en este mes de enero de 1884 queda
concluido el Z aratustra con la incorporación de su tercera parte. Así se lo
escribe a Overbeck a principios de febrero: a partir del final, éste podría
concluir qué es lo que en realidad pretende expresarse con toda la sinfo­
[7 1 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

nía; y a esta comparación musical le añade una de índole arquitectónica:


había trabajado «muy artísticamente y paso a paso, como cuando se cons­
truye una torre». Pero a principios de marzo su «torre» ha quedado trans­
formada en una «antesala». Esto tiene sus buenas razones. Cierto que la
aniquilante y liberadora idea principal, ese hallazgo histórico y transcen­
dente delfilósofo Nietzsche, el eterno retomo, ha quedado expresada en
la tercera parte del Z aratu stra, pero al mismo tiempo también ha sido en­
cubierta en el apartado «Del rostro y el enigma».
Nietzsche desplaza lo que realmente quiere decir. Éste va a ser un leit­
m otiv de su vida y de su producción. Siente miedo —no ante la expresión
de su gran pensamiento, sino de su eco. En lugar de conmocionar a la hu­
manidad de igual manera a como él mismo se ha visto conmocionado y
agitado, podría ser que cayera en el vacío. Entonces no tendría lugar la sú­
bita fractura de la historia, el comienzo de una nueva era. Nietzsche ve y
experimenta a su alrededor la penosa realidad: precisamente con el volu­
ble Schmeitzner ha invertido una parte de su dinero; ¿qué será de sus li­
bros si Schmeitzner va a la quiebra? A Overbeck, ante quien no le con­
viene mostrarse en su actitud zaratustriana, le escribe de sus extraños
temores: «Por ejemplo, si voy a tener todavía dinero suficiente para pasa­
do mañana, o cerillas, etc., etc.». Rayos, dinamita y cerillas — en esta ten­
sión se desarrolla su existencia.
En este «eterno retorno de lo idéntico», también regresan sus pensa­
mientos del pasado. En abril escribe a Overbeck que en verano, en Sils-
Maria, iba a proceder a una revisión de sus puntos de vista metafísicos y
de su teoría del conocimiento. «Ahora tengo que recorrer paso a paso
toda una serie de disciplinas, pues me he decidido a emplear los próximos
cinco años en el desarrollo de mi “filosofía”, para la cual, con mi Zara­
tustra, he logrado construir una antesala.» No es difícil reconocer que en
este presupuesto resucita el viejo plan de estudios con Lou y Rée. La in­
satisfacción que experimenta el poeta-profeta con su Z aratu stra se debe a
que él escribe para una época científica que espera que su anunciación
también sea sometida a una demostración. Además, para el eterno retor­
no de lo idéntico también es necesario que emerja de nuevo la vieja y es­
timadísima idea del monasterio, y con él dos nombres bien conocidos y, a
ratos, aborrecidos: Lou y Rée. Para el próximo invierno proyecta consti­
tuir en Niza una «sociedad» en la que él no sea el más «escondido», pre­
cisamente. Lansky («un poeta, dicho sea de paso») estaría decidido a acu­
dir, y también espera convencer a Gast. «Tal vez incluso al doctor Rée y a
la señorita Salomé, con quienes me gustaría reparar algunas cosas que mi
hermana se ocupó de estropear.»
Pero al igual que tiende a mirar más allá del Z aratu stra , ya se trate de
una torre o de una antesala, tras finalizar el Z aratu stra I I I le queda una
sensación de gran culminación. Se siente muy adelantado a su tiempo, en
LA AD E P T A Y EL PR O FE TA [715]

la feliz embriaguez propia del descubridor. «Nunca había surcado con es­
tas velas sobre un mar semejante», escribe a Overbeck, «y la tremenda
alegría desbordante de toda esta historia de marineros (...) ha llegado a su
cima.» Si hasta entonces había sido hipersensible a la difamación y el des­
conocimiento, ahora ya está en situación de interpretar el papel de ser su­
perior: «En el fondo, es parte de la distinción que me concede mi posi­
ción el hecho de que haya tantas cosas de las que no sé nada ni necesite
saberlo».
De esta disposición anímica de superior magnanimidad, victoriosa
benevolencia y triunfante mirada hacia el pasado nació la carta que escri­
be el 22 de febrero de 1884 a Rohde, su mejor amigo de antaño y que aho­
ra es catedrático según todas las reglas de la ciencia alemana, y además un
amante esposo y feliz padre de familia. Este había enviado a Nietzsche
una foto de su pequeño que le emocionó profundamente y le hizo recor­
dar el pasado y a todos sus antiguos amigos: «A veces aún nos vemos, y
hablamos por no callar». Pero la verdad es que, «¡amigo Nietzsche, aho­
ra estás completamente solo!». Esta es una de las caras del asunto. La otra
es: el Z aratustra ya está terminado. «Es una especie de abismo del futuro,
algo espantoso, pero en la dicha. Todo lo que contiene es mío, sin mode­
lo, sin comparación, sin precursores; quien alguna vez haya vivido en él,
regresará otra vez al mundo con un rostro distinto.»
Lo que sigue resulta opresivo por su desmesura en el autohalago, El,
Nietzsche, ha llevado la lengua alemana a su perfección. Desde Lutero y
Goethe había sido necesario dar un tercer paso: «Observa y dime, viejo y
querido camarada, si la fuerza, la suavidad y la sonoridad se habían en­
contrado ya alguna vez tan próximas en la lengua alemana». En general,
Goethe todavía habría sido demasiado «ondulante», demasiado blando, y
Lutero, a pesar de toda la fuerza de su lenguaje, un palurdo. El superaba
a Goethe por la severidad y virilidad de su línea. «Mi estilo es una danza;
un juego de simetrías», hasta la misma elección de las vocales. En el fon­
do, él había seguido siendo un poeta hasta cualquier límite de este con­
cepto, por mucho que se hubiera tiranizado a sí mismo con la filosofía.
Leemos esta clase de declaraciones con angustia. La altisonante de­
terminación de la propia posición, la prepotente asignación de la condi­
ción de genio, a las que sólo la historia tiene derecho, contienen algo de
embarazoso, por mucho que pueda haber algo de verdad en semejantes
declaraciones. Tal vez estas cosas se piensen, pero no se dicen. En vistas a
estas muestras de desmesura totalmente fuera de lugar (la motivación que
da Nietzsche para justificar semejante divulgación de pensamientos es dé­
bil: «Tú, en una ocasión, creo que fuiste el único, expresaste un cumpli­
do sobre mi lenguaje»), no resulta descabellada la pregunta de si no sería
posible hablar, ya ahora, en 1884, de estadios preliminares de su futura
locura.
[7 1 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Pero la pregunta me parece mal planteada. A los trece años, Nietzsche


ya había escrito solemnemente: «En el tercer período de mis poesías in­
tenté combinar el primero y el segundo, es decir, compaginar la suavidad
con la fuerza». En el niño, estas palabras equivalen a lo que ahora, en la
época de Z aratustra, Nietzsche denomina la combinación de la gracia de
Goethe con la fuerza de Lutero. Desde un buen principio, ya todo se en­
contraba en él. Sin embargo, es cierto que entonces aún había tenido la
discreción suficiente como para añadir: «N i yo mismo sé decir todavía
exactamente hasta qué punto he logrado mi propósito». Pero ahora ya lo
sabe, y lo expresa sin rodeos. Ya no busca la reserva propia de la modes­
tia. L a conciencia de s í m ism o se exacerba hasta la locura. Pero aún habría
que dar algunos pasos más, hasta ese texto del Ecce hom o en el que, cua­
tro años más tarde, en prosa clásica, en un estilo inmaculado, señalaría la
verdadera medida de su locura. Es preciso considerar este texto como a
un todo y escucharlo como tal para constatar hasta qué punto la fuerza, la
suavidad y la sonoridad —aquellas cualidades de las que el autor se ala­
baba a sí mismo— conservan su fascinación, incluso en tiempos de evi­
dente «locura» (consistente en la pérdida de todas las escalas):
«Esta obra es completamente independiente. Dejemos a un lado a los
poetas: tal vez nunca se haya creado nada a partir de semejante derroche
de fuerza. Mi concepto de lo “díonisíaco” se convirtió aquí en la acción
más elevada; medido con él, todo el resto de las actividades humanas pa­
rece pobre y limitado. Que un Goethe, un Shakespeare, no sabrían respi­
rar ni un instante en esta tremenda pasión y altura, que Dante, compara­
do con Zaratustra, no es más que un creyente, y no un creador preliminar
de la verdad, un espíritu regidor del mundo, un destino, que los poetas
sean sacerdotes del Veda y no sean siquiera dignos de lamer las suelas de
los zapatos de un Zaratustra, todo eso es lo mínimo que puede decirse, y
no proporciona ningún concepto de la distancia, de la azul soledad en la
que vive esta obra. Zaratustra tiene el derecho a decir durante toda la
eternidad: “A mi alrededor trazo círculos y límites sagrados; cada vez me­
nos hombres suben conmigo a montañas cada vez más altas —yo cons­
truyo una cordillera a partir de montañas cada día más sagradas”. Sú­
mense el espíritu y las cualidades de todas las almas grandes: todas juntas
no serían capaces de producir ni un solo discurso de Zaratustra. La esca­
lera por la que asciende y desciende es inmensa; ha visto más allá, ha que­
rido ir más allá, ha sabido ir más allá que cualquier hombre. Cada palabra
suya contradice, ¡el afirmador más grande de todos los espíritus!; en él to­
dos los contrarios están ligados en una nueva unidad. Las fuerzas supe­
riores e inferiores de la naturaleza humana, lo más dulce, liviano y terrible
es expulsado con seguridad infalible por un solo manantial. Hasta enton­
ces no se sabe qué es altura, qué es profundidad; menos se sabe aún qué
es la verdad. No hay ni un solo instante de esta revelación de la verdad
LA ADEPTA Y EL PROFETA [7 1 7 ]

que ya hubiera sido anticipado o adivinado siquiera por alguno de los más
grandes. No hay ningún saber, ninguna prospección de las almas, ningún
arte del discurso anterior a Zaratustra: lo más próximo, lo más cotidiano
habla en él de cosas inauditas. La sentencia estremecida de pasión; la ora­
toria convertida en música; rayos lanzados desde el hoy hacia futuros
nunca adivinados hasta ahora. La más poderosa fuerza metafórica que
hasta hoy haya existido resulta un pobre y puro juego frente a este regre­
so de la lengua a la naturaleza de la imagen. — ¡Y cuando Zaratustra des­
ciende y dice a cada uno lo mejor! ¡Cuando toca con mano suave incluso
a sus rivales, los sacerdotes, y sufre con ellos por ellos mismos! — Aquí el
hombre queda superado a cada instante, el concepto “superhombre” se
ha vuelto la mayor realidad, —en una lejanía infinita reposa por debajo de
él todo aquello que hasta ahora se había considerado grande en el hom­
bre. Lo alciónico, los pies ligeros, la omnipresencía de maldad y de alegría
desbordante y todas las restantes cualidades típicas del tipo Zaratustra no
han sido soñadas nunca salvo para la grandeza. Es precisamente en esta
envergadura donde Zaratustra tiene cabida, en esta accesibilidad a lo an­
titético como forma más elevada de todo el ser; y en cuanto se escucha
cómo la define, se renuncia por completo a buscarle cualquier ente equi­
parable».
Ciertamente, un análisis de este texto muestra enseguida que la armo­
nía se ha vuelto hueca en muchos casos; la fuerza, fanfarronería; la suavi­
dad, un juego de palabras vacías. Una tonadilla de feria cuyos superlati­
vos suenan en falsete gobierna este discurso panegírico. Aquí, la filosofía
de Nietzsche se prostituye y se engatusa.
Este texto que empieza con el concepto «dionisíaco» acaba con la
conjuración de Dionisos. Un par de semanas más tarde, Nietzsche se ha
vuelto «enfermo mental», «loco». Y curiosamente, en ese momento el
nombre de Zaratustra se extingue. Nos damos cuenta de que sólo se tra­
taba de una máscara erudita del verdadero héroe que se revela en su lo­
cura: Dionisos, dios y bufón.

Si Nietzsche hubiera conservado su estado de plena consciencia du­


rante una década más, hubiera podido sentirse feliz por el éxito mundial
de su Z aratustra y hubiera tenido que batir palmas ante la algarada que
éste provocaba. La era del nuevo emperador, Guillermo II, lo había cam­
biado todo. En la conmoción que implicó la reforma generalizada del
modo de vida que entonces empezaba a producirse y que mezclaba ex­
plosivamente las ideas, al igual que ensalzaba y adoraba la juventud, la be­
lleza, la desnudez y, en definitiva, la misma VIDA, el Z aratu stra se adap­
taba de la forma más idónea, logrando precisamente esa importancia
propia de un quinto evangelio que el autor había atribuido a su obra. La
[7 1 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

única diferencia es que no retumbó ningún trueno y ninguna época se di­


vidió violentamente en dos pedazos. Todo continuaba su habitual marcha
pequeño-burguesa y los cambios se limitaban a las peleas de palabra, a las
tomas de partido, a la polémica y al fanatismo.
Ya en 1887 el joven Hermann Conradi anunció en sus C an tos de un
pecador el «triunfo del superhombre»:

Al contemplar las estrellas olvidas a los seres— ,


que pululan innumerables a tus pies:
¡sanarás, bajo cielos eternos y broncíneos,
del reino de las sombras!

En 1899, Michael Georg Conrad siguió componiendo el Z aratu stra :

Y sangrante como en las garras del águila, roto,


y aún así lleno de belleza sobrehumana,
y de la gloria del Mesías,
vuela tu prometeico cuerpo de héroe
mayestático
en corros de estrellas
a través de la noche azul
hacia lo alto.

En 1891, Richard Dehmel, que pronto fue considerado el mejor poe­


ta de su tiempo, publicó sus R ed en cion es , en las que se presentaba a sí
mismo como discípulo de Zaratustra:

Pero el discípulo que le amaba


estaba lejos,
y el maestro no le conoció.

En sus borradores para L a m uerte de Tiziano, el joven Hoffmansthal


citó al Z aratu stra ; Franz Evers complementó con la supermujer la inven­
ción nietzscheana del superhombre; Amo Holz hizo proclamar la super-
humanidad en sus A ristócratas sociales-, el joven Christian Morgenstern
depositó sus primeras composiciones poéticas en manos de la madre de
Nietzsche; Stefan George invocó al «sabio Zaratustra» como testigo de su
nueva concepción del arte y, un año antes de morir Nietzsche, escribió el
más excepcional de los poemas nietzscheanos:

Pero entonces te erguirás radiante ante los tiempos


como otros hicieran antes con una corona sangrienta.
¡ Redentor eres! aun el más infeliz.
LA ADEPTA Y EL PROFETA [7 19]

¿Cargado con el peso de qué destinos


nunca has visto sonreír el país de la añoranza?
¿Creaste dioses sólo para derrocarlos,
sin gozar jamás de un descanso y de una construcción?

Cuando Nietzsche fue enterrado, sus amigos rodearon su tumba y re­


citaron poemas del Z aratustra.
FRIEDRICH NIETZSCHE

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Comienzo de una carta a Jacob Burckhardt. Turin, 6 de enero de 1889


O ctava parte
El ocaso de Zaratustra
Capítulo 1

Desarrollo de undelirio

¡Q ué extraño destino, cumplir 40 años y seguir arrastrando consigo


como si fueran un secreto todas las cosas esenciales, ya sean teóricas
o prácticas! (...) esto caracteriza la indecible enajenación de todos
mis problemas y luces.
Carta a Overbeck del 14 de septiembre de 1884

Una atmósfera indescriptible de extrañeza, algo totalmente siniestro


por entonces para mí, le envolvió. H abía algo en él que antes no le
había conocido, y faltaban muchas otras cosas que de común le ca­
racterizaban. Com o si viniera de un país en el que no habita nadie
salvo él.
Rohde a Overbeck tras el encuentro en Leipzig de 1886

C
uando Nietzsche concluyó la cuarta parte del Z aratu stra, el 12 de
febrero de 1885, no hacía mucho que había cumplido los cuarenta
—por lo tanto, se encontraba en esa edad en la que el resto de la
gente suele vivir sus primeros éxitos profesionales— . A esos años, Rohde
fue llamado a ocupar la cátedra de Leipzig y, cuando descubrió que Leip­
zig no le gustaba, se marchó a Heidelberg. Por su parte, Deussen publicó
los Veda. Todos ellos profesores correctos y ejemplares, tal y como suelen
aparecer en los libros. Nietzsche, que se veía ante el abismo de la más
completa falta de recursos, pudo averiguar con alivio que, de sus tres mil
francos de pensión de catedrático para los próximos tres años, tenía ase­
gurados como mínimo dos mil. Esta era toda la seguridad que le respal­
daba: no lo bastante para vivir, pero demasiado para morir.
[7 2 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Ya no cabe apenas ninguna duda de que a sus cuarenta años era un


hombre viejo, un desamparado, o en cualquier caso un inválido. Las do­
lencias de sus ojos empeoraron con manchas, velos, lagrimeos. El mismo
decía que tenía tres cuartas partes de ceguera y temía una pérdida total de
su vista. En las ciudades grandes —Niza, Florencia— tenía miedo de ser
atropellado. Hoy hubiera tenido que llevar un brazalete amarillo con un
topo negro. Los ataques volvían a repetirse con la regularidad de antaño,
sobre todo después de excitaciones y viajes. A todas estas dificultades hay
que añadir ahora una especialmente terrible: durante mucho tiempo ya
no fue capaz de pasear como lo hiciera antes. En sus cartas a casa infor­
maba de dolores casi constantes en los riñones, con irradiaciones hacia la
cadera derecha. No le faltaba mucho para encorvarse, deformarse. L e­
vantaba un hombro al caminar
Podríamos continuar durante mucho rato con la enumeración de sus
grandes y pequeñas penalidades. Pero lo peor: de los tres cuadernos que
habían sido publicados del Z aratu stra , hasta el momento Schmeitzner
sólo ha vendido setenta ejemplares, a «wagnerianos y a antisemitas». Al
fin, después de diez años, el autor Nietzsche descubre que su editor no se
ha preocupado lo más mínimo por su «literatura». No había enviado
ejemplares para la crítica, ni había visitado ninguna librería general. Sch­
meitzner era un soñador con modales propios de un estafador, e hicieron
falta complicados procesos judiciales y la amenaza de una ejecución for­
zosa con tal de recuperar por lo menos el crédito que Nietzsche le había
concedido y los honorarios que le correspondían.
Schmeitzner formaba parte de la «wagnermanía», del séquito de fa­
náticos y parásitos que habían hecho suyas la revolución cultural de Wag-
ner y su antisemitismo. En tiempos del Z aratu stra , Schmeitzner se encon­
traba justo en medio de la agitación antisemita, un perrillo de todas
bodas, que rompía por todas partes los escaparates de negocios ajenos y
era incapaz de llevar a buen fin los propios. Tan poco como había conse­
guido generar beneficios a Nietzsche durante la época de su relación, tan
impertinente fue en sus pretensiones de traspaso cuando Nietzsche quiso
comprar las existencias que todavía reposaban en su almacén; pasó algún
tiempo antes de que Nietzsche descubriera que los derechos originarios
de sus obras eran su yos y no necesitaba adquirírselos a nadie. .
La wagnermanía provocó una segunda desgracia: Elisabeth, la inso­
portable e indispensable hermana, se decidió, a sus casi cuarenta años,
proscrita ya desde hacía tiempo de entre las mujeres casaderas, a contraer
matrimonio con el doctor Bernhard Fórster, un encendido wagneriano y
antisemita que en aquella época era más célebre (tristem en te célebre) que
su cuñado Nietzsche. Formaba parte de los «Siete Alemanes» que en
1879 (el año de H um ano, d em asiad o hum ano) salieron a renovar Alema­
nia. Fórster había sido el promotor de la petición que en 1881 fue entre-
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 25]

gada a Bismarck provista de 267.000 firmas: en ella se exigía que se pu­


siera un límite a la inmigración de judíos, así como la exclusión de éstos
de las clases superiores y de la profesión docente, registro censal de todos
ellos y otras medidas coercitivas por el estilo. Era un orador infatigable,
viajaba por las comarcas alemanas, encendía a las multitudes que le ava­
sallaban con aplausos, lanzaba al mercado un panfleto tras otro... En de­
finitiva, un propagador de Wagner como a Nietzsche en otro tiempo le
hubiera gustado ser. Förster escribió R epercu sion es de P a rsifa l y Sobre
cuestion es de educación n acion al. Sus temas no estaban demasiado aleja­
dos de los de su cuñado, pero su persona encarnaba todo aquello que
Nietzsche odiaba y repudiaba. En una visita a Naumburg, Nietzsche tuvo
que admirar a regañadientes la gran cantidad de cosas que Bernhard
Förster era capaz de solucionar en muy poco tiempo.
En cierto modo fue una suerte y una desgracia que este Förster que,
al igual que Nietzsche, procedía de un devoto hogar de teólogos, en una
redada antisemita se comportara de manera tan brusca y grosera que tu­
viera que ser despedido de la administración de escuelas. A partir de en­
tonces, el doctor Förster se decidió a fundar la Alemania depurada que
tenía en mente sobre un selvático suelo virgen, lejos de su patria tan re­
bosante de judíos: en 1886 viajó con Eli, como había rebautizado a Elisa­
beth para sus fines, a Paraguay, donde fundó la colonia «Nueva Germa­
nia».
La última desgracia que Nietzsche aún tuvo que arrastrar también pro­
cedía de su época wagneriana y apoyaba a su complejo de Wagner: se tra­
taba del desgraciado Köselitz, a quien, bajo el nombre de Peter Gast, aho­
ra consideraba como su músico, y a quien mediante innumerables alabanzas
y cartas de estímulo había hecho nacer la opinión de que estaba llamado a
ser grande, heredero de Wagner, renovador de lo mejor de la cultura grie­
ga, inventor de una contramúsica meridional, y cientos de tonterías más.
Los esfuerzos de Nietzsche no cesaron; no cabe duda de que muchas cosas
hubieran sido distintas si hubiera dedicado sólo una décima parte de los es­
fuerzos que dedicaba a Gast en la promoción de su propia obra. Pero por
muy pobre que fuera el propio Nietzsche, para él Gast siempre era un po­
bre diablo aún más miserable, el más humillado, el que tenía que sobrevivir
a duras penas mediante la contratación de partituras, adaptaciones para
piano, redacción de columnas para periódicos y clases particulares. Gast
era la única persona a la que podía ayudar generosamente, para la cual po­
día hacer valer sus «relaciones»: suplicar por él no era vergonzoso, sino ho­
norable. Una y otra vez sus esperanzas se disparaban hasta lo más alto, pero
Gast tenía una suerte tan mala como la del propio Nietzsche. Finalmente,
también en esto se sintieron compenetrados. Nietzsche pudo consolar a
Gast con el argumento que también a él consolaba de todos los sufrimien­
tos de su vida presente: la posteridad sabría reconocer su valor.
[726] FRIEDRICH NIETZSCHE

Los hados externos que habían surgido a partir de las circunstancias


dictadas por la enfermedad y penuria económica de Nietzsche y que fue­
ron determinantes para los años que siguieron a 1884 pueden resumirse
en pocas palabras: se imponen las necesidades climatológicas de Nietzs­
che. Por esta razón, Niza sigue siendo su residencia de invierno, y Sils-
Maria la de verano. De Niza odia el ruido de la gran ciudad, no le gustan
absolutamente nada los franceses de carne y hueso a los que por primera
vez tiene ocasión de conocer y prefiere el barrio italiano, pero Niza tiene
la mayor cantidad de días de luz por año. Nietzsche necesita un cielo azul,
la plenitud de la luz y el aire seco para poder trabajar, para librarse de los
eternos dolores de cabeza, de la apatía, de los estados de agotamiento.
Tampoco Sils-Maria le gusta nada: a menudo durante el verano impera un
tiempo más propio del invierno, no hay música, ni biblioteca, ni cafete­
rías, el techo bajo de su habitación campestre le agobia, la única ventana
da a una pared negra de roca... Nietzsche intenta encontrar algo mejor en
Airolo, también se propone Góschenen, pero finalmente decide seguir
siéndole fiel a Sils, ya que esta población, supuestamente, «le viene al en­
cuentro» construyendo avenidas sombreadas para pasear. Ahora le gusta
llamarse a sí mismo «ermitaño de Sils-Maria», lo es como un emblema de
marca.
Cuando viaja a Alemania, lo hace sólo para volver a ver a la familia,
para promocionar los planes operísticos de Gast y para tratar con posi­
bles editores. La primavera y el otoño le parecen estaciones soporíferas,
temporadas a las que podría renunciarse tranquilamente, por así decirlo.
En estas temporadas también le gusta ver gente, siempre y cuando sea gen­
te alegre y que no le vincule con sus problemas. En los casos extremos, la
gente alegre incluso puede sustituir en sus preferencias al cielo despejado,
pero es más difícil de encontrar. El clima de Basilea le parece absoluta­
mente insoportable, con los Overbeck sólo aguanta un máximo de un par
de días. La ciudad de sus sueños es Venecia, la ciudad sin ruido de carro­
zas ni coches de alquiler y repleta de callejuelas sombreadas, pero o bien
el cólera le mantiene alejado, o bien el calor y la luminosidad o el aire de­
masiado templado le obligan a dejarla.
Nietzsche odia viajar, y sin embargo lleva una existencia de nómada.
En él hay una inquietud que le obliga a marcharse continuamente para ir
en busca de algo mejor. De Niza se muda a Mentone, que es «más digno»
de él, y hace que su fiel Lansky haga un viaje de prospección a Saint Rap-
hael y a Ajaccio. Incluso lleva la estadística de sus eternas insatisfacciones
geográficas: a lo largo de siete inviernos ha vivido en 21 alojamientos dis­
tintos de Génova y de Niza. En Niza visitó 40 habitaciones antes de deci­
dirse por una.
Necesitaba lo mejor, pero, a ser posible, por poco dinero. Sólo en el
peliagudo año de 1887 se permitió el lujo de una habitación orientada ha­
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 2 7 ]

cia el sol, con el comentario: «Situación anterior insostenible ya para


cuerpo y espíritu». Pero durante muchos inviernos anteriores (y durante
algunos veranos en Sils) pasó un frío polar, con los dedos notoriamente
azules. El heroísmo, militar o espartano, que persigue como ideal incita a
este adorador del sol a renunciar a la orientación hacia el sur. Pero las es­
tufas aún las tolera menos: al fin y al cabo, sólo echan humo y enrarecen
el ambiente. En la tercera parte del Z aratu stra, este texto tan revelador, ta­
cha al invierno de «huésped duro» pero al que honra, y afirma no adorar
«como los afeminados, a ese ídolo de fuego de grandes tripas», es decir, a
la estufa. Él se eleva por encima de las «almas humeantes, calentitas, con­
sumidas, reverdecidas, amargadas». Cuando finalmente, en Turín, en su
último invierno, llegó desde Alemania una estufa garantizada contra la
emisión de humos, se la regaló a sus posaderos. A él, que lleva a cabo es­
tudios sobre el clima a partir de sesudos tratados y tablas detalladas, que
también convierte su dieta alimenticia en un arte y un saber, no se le ocu­
rre pensar que tal vez sea precisamente el frío el culpable de sus dolores
reumáticos. El frío se convierte para él en un valor inmerso dentro de la
transvaloración de todos los valores que postula. Finalmente constata que
sólo el invierno le parece una época idónea y que, desde este punto de vis­
ta, Sils le proporciona un «invierno en verano».

Mientras Nietzsche vive así, solo con frecuencia y durante períodos


muy largos, reunido a veces con otros huéspedes de la pensión o visitado
y cuidado ocasionalmente por algún admirador, va creciendo en él el de­
lirio. A veces le estremece, a veces se deja caer voluptuosamente en él,
pero ahora ya casi nunca le acosan dudas de este tipo. Si bien en sus car­
tas todavía habla de «depresiones» y de ataques de melancolía, éstos ya
no afectan a su grandeza, a su unicidad, a su influencia milenaria, sino
sólo a la amplitud del camino para alcanzar esta meta, a la provisional fal­
ta de perspectivas, al fracaso de sus contemporáneos en reconocerle
como el anunciador y encarnador de lo venidero.
Cuanto más se resiste su entorno a darse por enterado de su existen­
cia, tanto más necesita obcecarse en lo que denomina su «misión». Sólo la
circunstancia de que Nietzsche realmente haya demostrado ser tan gran­
de, y que sus fantasías sobre la posteridad, sus jugueteos con los milenios,
hasta el día de hoy (y dentro de ciertos límites) efectivamente se hayan
cumplido, nos impide empezar ya ahora a tratar sus delirios de grandeza
desde un punto de vista psiquiátrico. Gast, con su entusiasta alabanza del
Z aratu stra, le ha proporcionado las palabras clave, pero su convicción
mesiánica, profètica, apenas necesita ya esta clase de confirmaciones pro­
cedentes del exterior. Ahora ya se alimenta a sí misma.
El no nombrar propiamente la misión, sino sólo anunciarla, forma
[7 2 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

parte de los ritos de la nueva religión, que se presenta a sí misma como la


manifestación más elevada de la virtud. «Tengo cosas en mi alma», escri­
be en febrero de 1884 a Malwida, tras finalizar el tercer Z aratu stra, «que
son cien veces más duras de sobrellevar que la b êtise h um aine. ¡ ¡ ¡Es posi­
ble que para los hombres venideros yo sea su perdición, la perdición, y en
consecuencia es muy posible que algún día enmudezca, por puro altruis­
mo! ! !» Con Gast se expresa más claramente: le pregunta si le apetece vi­
sitar la «sagrada» Sils, lugar de origen del «zaratustrismo».
También Overbeck, paradigma de sensatez, ante quien convendría
mostrarse reservado, es incorporado por completo a la confianza de
Nietzsche en cuanto persona con la que se puede hablar, no importa lo
capaz o dispuesto que éste se muestre a seguirle. A los entusiastas comu­
nicados de Nietzsche posteriores a la conclusión del Z aratu stra sigue, el
21 de mayo de 1884, víspera del aniversario de Wagner, una carta de de­
claración de fe que desvela toda la envergadura de sus propósitos en
cuanto fundador de una religión. Después de eludir la explicación de su
misión diciendo que «los pesos de todas las cosas deben ser establecidos
de nuevo», dice, en un implorante crescendo: «Exijo tanto de mí, que me
muestro desagradecido con lo mejor que ya he hecho; y si no voy tan le­
jos que consiga que milenios enteros hagan sus mejores votos en mi nom­
bre, no habré alcanzado nada ante mis ojos».
Por mucho que la carta a Overbeck prosiga con el pusilánime cambio
de tono: «D e momento — aún no tengo ni un solo discípulo», lo poco que
abatía a Nietzsche esta circunstancia en vistas a su misión en el mundo lo
demuestra una segunda carta dirigida a Malwida hacia la misma época.
En ella, Nietzsche se descubre por completo: «Quiero forzar a los hom­
bres a tomar decisiones determinantes para el futuro entero de la huma­
nidad; y puede darse el caso que algún día milenios enteros hagan sus me­
jores votos en mi nombre». En ella explica también qué es lo que hay que
esperar de un discípulo: «Por “discípulo” entendería a una persona que
me hiciera un juramento de fidelidad incondicional —y para ello tendría
que pasar un largo período de prueba y superar difíciles empresas».
En frases semejantes, el delirio, la sobrevaloración de sí mismo, desta­
can con toda claridad. Pero malinterpretaríamos por completo a Nietzs­
che si sólo viéramos en ellas unas divagaciones o casio n ales producto de
una fuerte autocomplacencia. Su convicción de que llegaría a constituir
un «destino» estaba inquebrantablemente arraigada en él. Lo único que
quedaba por ver era si se convertiría en el fundador de una religión, en el
conquistador del mundo o — en Dios. Ciertamente, esta última era la ca­
silla más recóndita de su pensamiento, que dejaba cerrada. Él hacía co­
media, o por lo menos así le parecía, interpretaba papeles como el del
profesor de Basilea, el de animado hombre de sociedad, era interesante y
carismàtico mientras le apetecía y siempre y cuando los demás le vinieran
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 2 9 ]

al encuentro con las cualidades que él estimaba imprescindibles: venera­


ción y profundo respeto. El sabía y quería ser gracioso, al fin y al cabo ésta
era la cara dionisíaca, nunca suficientemente alabada, de su nueva fe,
Pero este genial bromista también se veía invadido por fantasías autodes-
tructivas.
Poseemos de la primavera de 1884 un retrato literario de la persona
Nietzsche que le muestra en toda su envergadura y que al mismo tiempo
abre la mirada a algunos acontecimientos futuros. Malwida envió a una
de sus chicas a Niza para que visitara a Nietzsche, la recién doctorada
Resa von Schirnhofer, y Nietzsche se ocupó de ella a su manera. Le ofre­
ció un programa de diez días que incluía una corrida de toros —inofensi­
va, a la manera propia del sur de Francia— , la propuesta de una excur­
sión al casino de Montecarlo, que Resa rechazó, y que fue sustituida por
una subida al Mont Boron que tuvo lugar con un soplo del mistral que en­
cendía a Nietzsche y con un «vermouth di Torino» escanciado por él, se­
guida de lecturas comunes, referencias a libros importantes, paseos por la
avenida con vistas a Córcega, si bien ese día (como en la mayoría) la isla
no resultaba visible, y finalmente la entrega de los tres tomos de Z aratu s­
tra con dedicatoria y recitación de la «Otra serenata» de la tercera parte.
A continuación se produjo una escena de iniciación similar a la que ya ha­
bía descrito Lou Salomé:
«Entonces se levantó para despedirse y cuando ya estábamos en el
umbral se transformaron de pronto sus facciones. Con una expresión fija
en el rostro, lanzando miradas temerosas a su alrededor como si un terri­
ble peligro nos amenazara si algún curioso espiara sus palabras, amorti­
guando el sonido de su voz con una mano en la boca, me anunció en un
susurro el “secreto” que Zaratustra le había dicho al oído a la vida, a lo
que ésta le habría respondido lo siguiente: “¿Tú lo sabes, Zaratustra? N a­
die lo sabe”. Había algo extravagante, es más, siniestro, en el modo en
que Nietzsche me comunicó “el eterno retorno de lo idéntico” y la increí­
ble trascendencia de esta idea».
A continuación Nietzsche retomó su manera natural de hablar; Resa
tuvo la impresión de que había «tocado el instrumento de su sensibilidad
en fo rtissim o expresamente», con el fin de hacerle inolvidable lo terrible
de su descubrimiento. Efectivamente, esos diez días habían sido una
muestra de las «pruebas» de las que Nietzsche había hablado para sus fu­
turos discípulos: un programa aparentemente turístico, Iiterario-erudito,
pero en realidad un programa «iniciático». Durante la corrida de toros se
interpretó C arm en : su música; durante el ascenso al Mont Boron soplaba
su viento, el mistral. El modesto vermouth estaba dedicado a su dios, Dio-
nisos, y las vistas a Córcega a su paradigma de poder y antecesor en la
conquista: Napoleón. Le explicó a la estudiosa muchacha lo que más ade­
lante tanto gustaría de poner en sus cartas: que Napoleón tenía la misma
[7 3 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

lentitud de pulso que él. También le propuso que viajara con él a Córce­
ga, atravesando la isla hasta Ajaccio, el lugar de nacimiento de su héroe.
El verso de Ovidio que anotó en el ejemplar de Z aratu stra que había re­
galado a Resa significaba, en la interpretación de Nietzsche, la transfor­
mación del hombre en un nuevo ser, y la lectura del Z aratu stra había sido
pensada, más que ninguna otra cosa, como iniciación preparatoria para la
recepción del mensaje mistérico.
Los textos que le dio a leer, toda una serie de autores franceses del si­
glo XVII y XVIII, historias y memorias, debían introducirla en una forma de
vida y sentimientos aristocráticos que había dejado de existir y que era
preciso recuperar. De entre los textos alemanes sólo había permitido el
V eranillo de San M artín de Stifter, un libro lleno de perfume de rosas, se­
gún dijo, pensando en las guirnaldas de rosas que lleva Zaratustra en lu­
gar de la corona de espinas. Más adelante varió el «programa mistérico»:
la meta ya no era Ajaccio, el lugar del nacimiento de Napoleón, sino Cor­
te, el lugar de su engendramiento. «¿N o te parece que una peregrinación
a ese lugar resulta una preparación conveniente para la “voluntad de po­
der, intento de transvaloración de todos los valores”», le pregunta a Gast
el 16 de agosto de 1886. Todo esto convergía en un sistema, sin duda nada
fundamentado en la lógica, pero sí en intuiciones y analogías.
Con cada una de sus publicaciones, Nietzsche veía más claro que lo
realmente verdadero no podía ser dicho. ¿De qué había servido que a pe­
sar de todas sus precauciones hubiera desvelado una parte del mito del
eterno retorno? En el mismo momento en que publicaba ya se rebajaba,
pues depositaba sus sagradas escrituras junto a otros libros, productos de
las futilidades de su época, ofreciendo motivos para las más terribles con­
fusiones. Nietzsche descartó el plan de explicarse frente a sus amigos, y
exclamó con un gesto de rechazo: «¡Cóm o podría yo impartir aún clases
magistrales!» (a Overbeck, 10 de julio de 1884), pero a continuación tam­
bién asegura que había horas en las que veía claramente la misión que te­
nía ante sí, «en la que un inmenso todo filosófico (¡que va mucho más allá
de lo que hasta ahora se ha llamado filosofía!) se despliega ante mis ojos
en sus distintas partes» (a Overbeck, mediados de agosto de 1884).
«Mucho más allá de lo que hasta ahora se ha llamado filosofía», en es­
tas anunciaciones ya se encuentra latente la idea de insustituibílidad. Pero
le haría falta el más atronador de los superlativos para denominar esta «fi­
losofía del futuro», cuando ya le había escrito al inteligente y claro Over­
beck, refiriéndose al Z aratu stra • «Quisiera que tú también te convencieras
de que con este libro he superado todo lo que nunca ha sido expresado
en palabras, y que éste no es ni siquiera su mérito principal» (10 de julio
de 1884) Provisionalmente, y más ahora que el eterno retorno ya había
sido incorporado secretamente al tercer Z aratu stra, ese «inmenso todo»
quedaba reservado a visiones fantásticas o al cálculo especulativo. Con un
EL OCASO DE ZARATUSTRA [731]

humor desinhibido, el visionario planificador del «inmenso todo» le es­


cribió a su amigo Gast: «¡E l diablo lo sabe!; pues bien, ahora que ya he
roto mi silencio hasta este punto, estoy obligado a “más”, a algún tipo de
“filosofía del futuro” —incluidas “ danzas dionisíacas” y “libros de locos”
y otras cosas del demonio— . ¡ ¡ ¡Todavía hay que seguir viviendo!!! ¿Us­
ted qué piensa?—». Estas confesiones confirman lo que de cualquier
modo resulta evidente en vistas a la evolución de la historia de su obra: el
tiovivo de ideas del genial poeta-pensador giraba sin cesar y producía
ideas, pero sólo giraba en círculo. Nietzsche ya no iba a generar ninguna
gran obra.
Lo que iba escribiendo, precisamente a causa del acto de la escritura, se
quedaba muy por debajo de su ardiente visión de lo inmenso e indecible.
En este sentido, en agosto de 1883 ya podía hablar de la terrible rivalidad
que arrastraba consigo en su corazón contra la forma entera del Z aratu stra.
Eso quería decir: rivalidad contra la forma establecida, contra su prosecu­
ción dentro del marco que ésta imponía, de sus vías, rivalidad contra la
«vinculación» de lo literario. No resulta sorprendente que en la recalci­
trante rebelión contra la imposición de desarrollar «algún tipo de filosofía
del futuro» aparecieran en escena las «danzas dionisíacas», los «libros de
locos» y otras «cosas del demonio». La locura suponía recuperarse de la
obligación de pensar, así lo dice y lo escribe con frecuencia: «Tengo la ca­
beza llena de las canciones más turbulentas que han pasado jamás por la
cabeza de un poeta», le informa a Gast en septiembre de 1884, y cuando
estuvo en el Mont Boron con Resa von Schimhofer, compuso en un humor
exultante cascadas enteras de graciosos versos burlescos.
Pero la gran paradoja de su vida y su pensamiento le lleva a tomar en
serio precisamente a la risa, a santificarla, a no entender su propia alegría
desbordante como lo que también podría ser, es decir, como el consuelo
de un poblé diablo torturado por el dolor, sino como un presagio de su
dionisíaco parecido con un dios.
En julio de 1884, de nuevo en el estío de Engadina, ha nacido ya la
nueva verdad —tras las amargas experiencias de todo un siglo, nosotros
podemos decir: la idea delirante— que iba a dar el relevo al mito del eter­
no retorno en cuanto mensaje aflictivo y al mismo tiempo libertador. So­
bre ella escribe Nietzsche a Overbeck: «Mi enseñanza de que el mundo
del bien y del mal no es sino un mundo aparente y perspectivo resulta una
innovación de tal calibre, que a ratos se me nubla la vista y el oído sólo de
pensarlo». Podemos entender estas palabras literalmente: también la vis­
ta y el oído están vinculados a una perspectiva fija, a costumbres visuales
y auditivas heredadas. Todas las apariencias se vuelven ambiguas o de
múltiples significados en cuanto se lleva a la práctica el presupuesto de
que los valores fundamentales —lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo fal­
so— dependen cada uno de su perspectiva,
[7 3 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Pero si con toda la filosofía antigua escrita hasta el momento también


habían caído los viejos conceptos de verdadero y falso, y con el cristianis­
mo los del bien y el mal, entonces era preciso establecer una moral nueva.
Eso ya se había llevado a cabo en el libro de sermones del Z aratu stra, pero
ahora era necesario añadir todavía un fundamento teórico para esta
«transvaloración de todos los valores». Toda la energía mental de Nietzs-
che se centró durante los años siguientes en este propósito. Con impulsos
en continua renovación, estudió la historia mundial, su entorno, el futu­
ro, con el fin de hallar materiales para esta obra. Pero en el fondo, esta
empresa revolucionaria y titánica también servía para la justificación de
su propia persona, para la generalización de sus experiencias.
Era preciso efectuar, por ejemplo, un ataque general a la compasión
—y al cristianismo en cuanto religión compasiva— . Su motivo más ínti­
mamente personal para ello se lo reveló a Overbeck en una carta: «Creo
que sabes lo que quiere decir con respecto a mí la advertencia de Zarara-
tustra “ ¡Sé duro! ”. Mi tendencia a hacerle justicia a cada individuo y, en
el fondo, tratar con la mayor suavidad precisamente lo que me es hostil,
ha sido desarrollada en exceso y conlleva un peligro detrás de otro, no
sólo para mí, sino para mi misión: en este aspecto se hace necesario un en­
durecimiento y, por el bien de la educación, de una ocasional crueldad».
¿No podía explicarse toda la tragedia de Lou a partir del hecho de que
había tenido demasiada compasión con este ser femenino aparentemente
débil y enfermo? ¿Y qué, sino esto mismo, sucedía con su amigo Gast?
También él necesitaba sólo ser templado en la forja, depurarse de la «hi­
pertrofia chino-sajona de benevolencia y similares», y ya estaría en situa­
ción de crear una música capaz de invocar a los espíritus de los héroes
griegos. Y Wagner, el inolvidable amigo que ningún Gast iba a ser nunca
capaz de sustituir, ¿no se había convertido precisamente en víctima de la
religión de la compasión al componer el P arsifafc ¿Acaso no decía su fór­
mula redentora: «Conocer, a través de la compasión, al muy necio»?.
Todo falso, pernicioso, enervante, soporífero.
Níetzsche, el blando, el hipersensible, que también se veía a sí mismo
como la flor sublime de la decadencia, se acomoda en su butaca de eru­
dito, mira hacia siglos pasados y venideros y descubre la v o lu n tad d e p o ­
der como principio de todos los acontecimientos humanos. En ella se en­
contraría la fuerza motriz, la fuente de energía. De las formulaciones
extremas y recalentadas de este principio procede el Nietzsche vulgar, el
que todo el mundo conoce: el descubridor de la «bestia rubia» y del láti­
go que nadie que vaya con mujeres debe olvidar, aquel Nietzsche que más
adelante iba a irles tan bien a los Mussolini y Rosenberg para sus elucu­
braciones.
Pero Nietzsche era bien distinto. En muchos aspectos, incluso la antí­
tesis de este vulgar simplificador, pero en un punto sí que coincidía con
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 3 3 ]

él: en sus fantasías de conquistador del mundo. Ésta era la extrema com­
pensación de su soledad: que él y sus enseñanzas fueran a regir a lo largo
de milenios. Así se lo reveló indiscretamente a Overbeck en su soledad y
desesperación: «Puede que secretamente haya creído siempre que en el
punto de mi vida al que he llegado ya no me iba a encontrar solo: que en­
tonces iba a recibir votos y juramentos de muchos, que tendría algo que
fundar y organizar, y otros pensamientos por el estilo, con los que me iba
consolando en mis tiempos de más espantosa soledad». Éste era el sueño:
votos y juramentos de muchos, ser señor, ser maestro, sumisión absoluta,
tan severa como la que en su día se había practicado en las órdenes cris­
tianas, tal vez particularmente en las órdenes de caballeros. Gast es el pri­
mero en ser armado caballero de esta nueva orden «de la gaya ciencia»;
así se lo anuncia Nietzsche en septiembre de 1884.
Ciertamente, todo esto sólo es política a pequeña escala. ¡Cuán estre­
chos son sus límites! Cuando Nietzsche consiguió que la obertura de la
ópera de Gast fuera estrenada en Zurich p riv atissim e para él, le escribe al
compositor: «Entonces, está escrito en las estrellas que yo soy su primer
oyente, ¡y usted ni siquiera...!». Podemos completar sin problemas esta
frase: Y usted ni siquiera mi primer acólito. Sólo una única vez tiene mo­
tivos serios para albergar la esperanza de encontrar un acólito como los
que desea: aquel rubio, bien plantado, nobilísimo barón von Stein, hacia
quien Lou se había sentido inclinada en aquel año decisivo de 1882.
Heinrich von Stein viajó de motu propio hasta Sils-Maria para visitarle,
«un espléndido ejemplar de persona y de hombre», y Nietzsche anunció
feliz y precipitadamente que Stein iba a fijar su residencia en Niza tras la
muerte de su padre. El entusiasmo que siguió a este encuentro fue más
breve, impetuoso y encendido que nunca, Pero no había pasado ni un año
desde entonces, y Nietzsche ya tenía que lamentar: «¡E l pobre Stein! ¡In­
cluso tiene a Wagner por un filósofo!». Cómo se hubiera escandalizado
Nietzsche de haber podido leer lo que este supuesto discípulo, a quien
había considerado candidato a oficial de Zaratustra, le había escrito a Da-
niela, la hija de Cosima (¡precisamente!) inmediatamente después de su
encuentro en Sils: «En el estrecho cuartito campestre de Sils encontré a
un hombre cuya primera contemplación despertaba compasión». Duran­
te unos instantes, von Stein había admirado plena y sinceramente a
Nietzsche, pero «siempre y cuando no hablara de sí mismo».
Este hidalgo filósofo y wagneriano, el hermoso y altivo dominador,
destacó «lo pálido y fatigado de su apariencia»: había que tener compa­
sión con el detractor de la compasión. Pero un par de años más tarde von
Stein ya había muerto, y fue Nietzsche quien, en retrospectiva, le recordó
como «el más hermoso ejemplar de hombre entre los wagnerianos». El
propio Nietzsche resistía, aguantaba. Al contemplar sus cuarenta años de
vida podía cuadrar el balance, según el cual, a pesar de todos los arreba­
[7 3 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

tos de sus últimos años, él seguiría siendo el «victorioso». Así, Nietzsche


relacionó consigo el antiguo nombre de Niza, Nikaia, la victoriosa, al
igual que antaño había cantado a Lou como Niké, la diosa de la victoria.
También veía a Gast entrando en Karlsruhe, Munich o Berlín, «agitando
la batuta al frente de sus tropas». Por eso incorporaba a Napoleón a sus
cálculos, planificando la peregrinación a Corte, en Córcega, donde Na­
poleón había sido «concebido», con el fin de concebir también él mismo
su obra principal en ese lugar.
Las características que iba a tener su victoria estaban incluidas en el
concepto que él mismo denominada «política a gran escala» y que se si­
tuaba junto a la «transvaloración de todos los valores» y a la «voluntad de
poder». Contiene pensamientos sensatos, como la unión europea, e intui­
ciones geniales, como la de que el siglo venidero iba a ser el siglo de las
grandes guerras. En general se trataba de un proyecto de futuro más bien
sombrío, totalmente contrario a nuestros ideales de hoy, pero que no de­
jaba de ser impresionante.
Pero la «política a gran escala» también contenía aspectos muy dis­
tintos, especulaciones de futuro de tinte muy personal. Sus anotaciones
para la cuarta parte del Z aratu stra revelan de la manera más clara y si­
niestra sus delirantes sueños de poder supremo, de «gobierno del mun­
do», a los que se entregaba el solitario, el impotente Nietzsche. «Zaratus­
tra tiene que incitar a sus discípulos a la conquista de la Tierra —el mayor
grado de peligro, la mayor forma de victoria: toda su moral una moral de
la guerra; — desear la victoria a toda costa.» En estas guerras imaginarias,
él, que había vencido a la compasión, podía exterminar todo cuanto de­
seaba; podía pronunciar la palabra «destrucción» con un rechinar de
dientes o con una risa maliciosa: «¡N ada de asociaciones secretas! Las
consecuencias de vuestra enseñanza deberán causar terribles estragos:
pero innumerables deberán perecer ante ella». O de forma aún más ex­
trema: «¡ Vamos a intentarlo con la verdad! ¡Tal vez entonces la humani­
dad se vaya a pique! ¡Que así sea!».
En un borrador para el Z aratu stra del invierno de 1883/1884, Nietzs­
che empieza su composición con la marcha triunfal de Zaratustra. En ella,
la vieja cultura es quemada en una pira. El propio Zaratustra muere en el
instante de máxima felicidad, cuando durante la «fiesta» la «masa» se ad­
hiere a su enseñanza del eterno retorno. «E l final lo componen los que ju­
ran sus votos ante su cadáver.» Los votos que expresan quedan ocultos
tras las palabras «juramentos terribles». Un futuro borrador para una
obra en cuatro partes titulada M ed io d ía y etern id ad empieza con una
«gran algarabía de las trompetas de los heraldos» y con la anunciación:
«Yo soy ese hombre predestinado que establece los valores de los mile­
nios». Concluye con la fórmula: «La Tierra se muestra ahora como un ta­
ller de marmolista: hace falta una raza gobernante, de imprescindible vio­
EL O C A S O DE ZARAT US TRA [735]

lencia». Sobre el momento de su propia entrada en escena, se dice: «El


punto central más peligroso, desde el que se puede acceder hasta el “últi­
mo hombre”, pero también —». El propio Nietzsche decía emplear guio­
nes mayores en los lugares en los que no es posible pronunciar sus pensa­
mientos más secretos. Nosotros sabemos qué es lo que seguía en su
cabeza: En el instante del solsticio se decidía si la humanidad iba a irse a
pique definitivamente o si iba a seguir al anunciador de la nueva era, del
«gobierno del mundo» nietzscheano.
«¡Desvarios!», gritaban ya por entonces a coro los wagnerianos y su­
surraban los amigos. Quien le visitaba, le conocía, trataba con él, se sor­
prendía de lo poco delirante que Nietzsche parecía y se comportaba.
Nada le era más ajeno que el amaneramiento profètico de alguien que hu­
biera hablado en un estilo pseudobíblico como el de Zaratustra. También
cuando mencionaba su imponente misión, lo hacía en un tono propio de
una conversación normal. Ni siquiera era una persona excéntrica, como
tantos otros artistas y poetas: así lo afirmó una de sus visitantes, miss He-
len Zimmern. ¿Cómo iba a ser ex-cèntrico, «fuera del círculo», Nietzsche,
que pensaba y vivía de una forma completamente con céntrica, incidente
en un mismo punto central de una circunferencia? Él era el «oculto», vi­
vía «de incógnito», tenía, tal y como le escribió a Resa von Schimhofer,
«otra caverna detrás de su caverna, y detrás otra», y suponía una excep­
ción que alguien le sorprendiera tal y como se desveló en aquella otra vi­
sita de Resa von Schimhofer a Sils en agosto de 1884.
Nietzsche había sufrido dolores durante dos días, y la recibió en su
comedor. Se apoyó con cansancio en el poste de la puerta semiabierta. Su
pálido rostro mostraba una expresión trastornada y empezó a lamentarse
enseguida del carácter intolerable de su sufrimiento. En cuanto cerraba
los ojos, afirmaba ver una multitud de flores fantásticas que, entrelazán­
dose y emparrándose, germinaban hacia todos los lados. A continuación
preguntó, con más miedo latente en su postura y en su mirada que en sus
palabras: «¿N o cree usted que este estado mío es un síntoma del inicio de
una locura? Mi padre murió de una dolencia cerebral». La señorita Schir-
nhof encontró una respuesta tranquilizadora y se despidió a toda prisa
deseándole una pronta recuperación. La locura pendía sobre él: en forma
de martirizante rueda de pensamientos, de amenazante caleidoscopio de
imágenes, en forma de retorno de lo pasado.
Si pretendemos acercarnos a todo el complejo de sus sueños, ideas de­
lirantes, planes, sonámbulos puntos de vista, tenemos que hablar de una
excesiva vida imaginativa que reprime o sofoca paulatinamente la reali­
dad. Sólo así pueden entenderse sus extraños deseos, como el que le ex­
presó a Overbeck cuando afirmó desear que otro viviera por él (es decir,
que otro le exonerara de todo lo cotidiano), u observaciones como la que
le hizo a Gast sobre aquel «celestial abismo de la soledad del creador»,
[7 36] FRIEDRICH NIETZSCHE

«en el que tenemos que vivir, en el que, finalmente, sólo nosotros pode­
mos vivir». El maestro de ceremonias que Nietzsche deseaba, su «guar­
daespaldas», como también le llamaba, sería aquel que hubiera sido ca­
paz de alejar todos los aspectos molestos de esta existencia soñadora y
que creaba como en un sueño.
«Crear» era la palabra favorita que empleaba Nietzsche en sus juegos
de pensamientos. Es la palabra que caracteriza al artista —y a Dios. En
sus oscilantes imágenes mentales se veía como las dos cosas, la una se di­
solvía en la otra, pero cuando el sueño se desvanecía ya sólo quedaba el
chiflado, el bufón, al arlequín de la próxima eternidad. «¡Sólo bufón!
¡sólo poeta!», era el estribillo de una de sus poesías más hermosas y des-
corazonadoras. Por otra parte: el hecho de ser artista, poeta de su vida, le
permitía la posibilidad de contemplar toda su vida, y sobre todo su últi­
mo período, abarcada por un gran arco único. Su «delirio» transformaba
poéticamente su miserable vida en un imponente modelo trágico o en un
cósmico fin del mundo. Al iniciar la historia de Zaratustra al final de L a
gaya ciencia con la palabra clave in cip it trag o ed ia , se refería a esto: a una
curva trágica, aurora y crepúsculo, muerte y apogeo, fiesta y sacrificio. En
sus propias palabras: «mediodía y eternidad». Había que cerrar los extre­
mos de un arco, una órbita de estrellas o del propio sol, en la que lo más
miserable de su existencia, la «vida de perro» como él la llamaba, visto
desde la culminación de esta órbita, quedara reducida a nada, a una sim­
ple recompensa por haber sido «uno de los mortales más dignos de envi­
dia» en sus mejores momentos. Ya en 1882 le había escrito a Heinrich von
Stein que encerraba demasiado de la complexión «trágica» en su interior
como para no renegar de ella con frecuencia. «Entonces anhelo muchísi­
mo una altura desde la cual el problema trágico se encuentre por debajo
de mí.»
Podemos concluir a qué se refería Nietzsche exactamente a partir de
un fragmento de una carta a Gast que ha sido citado pocas veces a causa
de su conexión aparentemente «supersticiosa». El 20 de septiembre de
1884 escribe a Gast desde Sils: «Ayer calculé que los momentos culmi­
nantes de mi “pensamiento y poesía” (E l n acim iento de la traged ia y Z ara­
tu stra) coinciden con los máximos de influencia solar magnética — y por
lo contrario, mi decisión por la filología (y Schopenhauer) (una especie de
autoenloquecimiento) y de igual manera mi H um ano, d em asiad o hum an o
(al mismo tiempo la peor crisis de mi salud) coinciden con los mínimos».
Trazó una órbita solar: eso formaba parte de sus cálculos secretos. «¿Ve
usted cómo el ermitaño de Maria-Sils se convierte en un astrólogo?», aña­
dió en su carta a Gast. También Zaratustra es un sol; aurora y crepúsculo
son, aplicados a él, concepciones cósmicas.
Pero aún más significativo es que la órbita descrita en este fragmento
sobre el sol se extienda desde su obra juvenil, E l n acim ien to de la traged ia,
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 37]

hasta el Z aratu stra, excluyendo sus obras críticas. Según nos muestra la
primera obra de Nietzsche, en la tragedia se sublima, por una parte, el do­
lor existencial de los griegos en una gran obra de arte: éste es el lado apo­
líneo. Por otra parte, en la tragedia se desata el máximo deseo, dionisía-
co, de vivir, la exaltación delirante. En la afirmación máxima de la
existencia, la muerte es una fiesta, el eterno retorno es la mayor felicidad.
Vistas desde esta atalaya, la tragedia y la comedia se funden en un tercero
sin nombre, encarnado en la divinidad de Dionisos. El verdadero no es el
Nietzsche crítico, nos dice esta cita, sino el místico. Todos los que real­
mente han sido grandes, apunta en otra carta a Gast, han sido «ermitaños
místicos».
In cip it trago ed ia: esto significa la restitución de la tragedia griega en su
derecho, es decir, también la resurrección del dios Dionisos, que vuelve
glorioso desde el mar para redimir a una Ariadna mítica. Desde este pun­
to de vista, la locura de Nietzsche (y en ello se parece a la violenta locura
de Hölderlin) es efectivamente algo similar a la consumación, a la cele­
bración, en cuanto gran acto festivo final. Encontramos un efecto muy
parecido al de una dirección de escena, entendida como control de esta
obra de arte de su vida, cuando el 16 de diciembre de 1888, justo antes de
desencadenarse la locura, le escribe a Gast: «D e momento no acabo de
ver para qué tendría que acelerar demasiado la catástrofe trágica de mi
vida, que comienza con “Ecce”». En su calidad de músico, introduce, por
así decirlo, un ritardan d o.
También forma parte de la ambigüedad de esta existencia que, vista
desde lo alto, la tragedia puede ser re-contemplada como comedia. Así lo
dice ya el tercer libro de L a gaya ciencia bajo el título «Homo poeta» (tra­
ducible como «el hombre como poeta de su propia vida»): «Yo mismo,
que he creado por cuenta totalmente propia esta tragedia de las tragedias,
en la medida en que ha quedado acabada (...), yo mismo he matado a to­
dos los dioses en el cuarto acto — ¡por moralidad! ¡Qué va a ser ahora del
quinto! ¡De dónde cabe extraer ya la solución trágica! — ¿Tendré que
empezar a pensar en una solución cómica?».
Hay muchas cosas que hacen pensar que fuera él mismo quien activa­
ra la solución cómica mediante su «religión de la risa». Al igual que detrás
de cada una de sus caverna hay una caverna nueva, así, detrás de cada
aspecto trágico, quien siempre continuara preguntando podía llegar a
descubrir su iluminación y derogación cómica. En uno de los brillantes
prólogos que escribió en 1886 para sus obras más antiguas, en el corres­
pondiente a L a gaya cien cia , transforma explícitamente el in cip it tragoedia
con el que concluye el libro del Sanctus Januarius, en este sentido: « In ci­
p it trago ed ia se dice al final de este libro crítico-acrítico: ¡ ándese con cui­
dado! Se anuncia algo portentosamente grave y malvado: in cipit p aro d ia,
no cabe duda...».
[7 3 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

No importa qué papel interpretara Nietzsche, siempre le perseguía


este papel de bufón travieso. No importa qué frase dijera, cualesquiera de
ellas era parodiable. Una vez hubo reconocido la verdad como una cues­
tión de perspectivas, ya era incapaz de parar. La verdad rectilínea era abu­
rrida; había que mirar tras una esquina para apreciar la nueva perspecti­
va, la cómica. Por eso tampoco podía seguir aguantando el parloteo
rectilíneo de la gente. Necesitaba espíritus «malvados» para relacionarse,
cabezas paradójicas capaces de desvelar las normas y escalas. Pero no
existían. La multiplicidad de sentidos, los dobles fondos, la «caverna tras
la caverna» tenían que destruir finalmente al propio pensamiento. Esta
era la catástrofe que él preveía. Sin embargo, los posibles descubrimien­
tos de estas cavernas desprendían al mismo tiempo una resaca, una oscu­
ra fascinación, a la que Nietzsche se resistía pero a la que finalmente iba a
ceder.
¡Cuánto tiempo había transcurrido desde que, en E l n acim iento de la
traged ia, escribió: «L a época del hombre socrático ya ha pasado: engala­
naos con guirnaldas de hiedra, tomad el tirso en las manos y no os sor­
prendáis si los tigres y las panteras se tienden zalameros a vuestros pies.
Ahora, atreveros tan sólo a ser hombres trágicos: pues vais a ser redimi­
dos. ¡Debéis acompañar al cortejo dionisíaco de la India a Grecia! Arma­
ros para una dura lucha, pero creed en los milagros de vuestro dios!».
Aquí habla un joven filólogo, un catedrático recién contratado, y en vano
le había desafiado otro recién llegado, llamado Wilamowitz-Moellendorf,
a que se retirara de su cátedra y les hiciera compañía a los tigres y a las
panteras. Ahora había llegado el momento. Nietzsche distribuía los pape­
les. En su locura, el dios Dionisos escribió: «El amigo Seydlitz, junto con
Catulle Mendés, tendrá que ser uno de mis mayores sátiros y animales de
celebración». También esta última distribución de papeles había sido
bien meditada.
Sobre la irrupción de la locura vamos a informar un poco más ade­
lante. L a locu ra ven ía d ad a con su person a, con aq u e lla extrañ a cap acid ad
p ara so ñ ar despierto de fo rm a d eliran te q u e ya p o se ía de niño, com o otros
m uchos n iñ os, y q u e nunca le aban don ó, com o tam poco lo hicieron lo que
é l llam ab a «su s ataq u e s», ta le s com o su n egra m elan colía y su s p ro fu n d as
dep resion es. Nietzsche era demasiado propio de un tiempo que creía en
la ciencia como para poder revelar demasiado de estos éxtasis, pero al
menos en uno de los aforismos del «Sanctus Januarius» dio algo a enten­
der. Lleva el título de «Sentimientos elevados» y traza para el futuro la
imagen de un hombre que vive a partir de un sentimiento elevado, que
encarna una única disposición de ánimo. «Tal vez», sigue diciendo, «para
estas almas futuras el estado habitual sería precisamente éste que hasta
ahora sólo ha entrado aquí y allá alguna vez en nuestras almas como una
excepción recibida con un escalofrío: un movimiento continuo entre lo
EL OC A S O DE ZARATUSTRA [7 3 9 ]

alto y lo bajo y la propia sensación de alto y bajo, un constante como-su-


bir-escaleras y al mismo tiempo, un como-descansar-sobre-nubes.» Así se
sintió a sí mismo en sus estados más felices, ligero como si flotara, danza­
rín, divino, avanzando de cima en cima —retirado lo humano, demasia­
do humano, apartado a un lado el catedrático de Basilea: N ietzsch e su ­
perh om bre.

«Me veo sobrecargado con deberes y obligaciones difíciles, las más di­
fíciles», le escribe Nietzsche a su madre el 10 de agosto de 1884, y sigue
sin punto y aparte: «El pasado verano hice empapelar la habitación, aho­
ra estoy pensando en adquirir una estufa». Cuanto más trataba de salir
flotando como en una danza, tanto más tenazmente se adhería a él la ma­
teria terrenal de lo demasiado humano. Cuanto más claramente y más li­
bre de dudas se sentía en el papel de redentor y de gran destructor, en el
de Zaratustra-Dionisos, tanto más violentamente se manifestaba que «el
buen profesor ciego» de la pensión suiza de Niza o el solicitante cortés e
inoportuno en cuestiones de ópera era un completo desconocido; que vi­
vía en habitaciones orientadas al norte; que él, la espalda dolorida apoya­
da en la madera, viajaba en tercera clase, la más barata y rebosante de
gente; que debía someterse a embarazosos procedimientos aduaneros;
que apenas podía permitirse el lujo de comprarse un libro; que la renta
que le mantenía en vida volvía a ser renovada sólo por un par de años
más, a cuyo final se cernía la nada. Además, ya no tenía editor, por lo que
posiblemente se vería obligado a costear de su bolsillo la publicación de
¡o que todavía escribiera. La desproporción clamaba al cielo, no sólo con
respecto a la propia valoración de su papel, sino también en comparación
al rango que la posteridad le ha concedido.
No resulta sorprendente que Nietzsche se volviera cada vez más deli­
cado, que su relación con el entorno estuviera profundamente pertur­
bada, oscurecida no sólo por su delirio, sino también por las infelices
reacciones de todos los que tenían que ver con él. Apenas se había recon­
ciliado con Elisabeth, volvió a tener disgustos con ella, esta vez por ma­
quinaciones antisemíticas, relacionadas con el doctor Förster y una tal
Mathilde; Elisabeth le parecía «malvada», según le escribe a Overbeck;
«tiene que marcharse a Paraguap>, añadió como si se tratara de una orden
de destierro. Sin embargo, ello no impidió que al cabo de menos de seis
meses se reencontrara con ella en Zürich, pasara con ella días muy ani­
mados y le anunciara a Overbeck que Elisabeth era «un animalito esplén­
dido». No le gustaba la gente, y sin embargo la necesitaba.
Nietzsche anotaba una y otra vez, sobre todo en sus cartas a casa, las
ocasiones en las que alguien se había dirigido a él con respeto, «atenta­
mente», «con cortesía», con «veneración, es más, con reverencia», tam­
[7 4 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

bién cuando los huéspedes del hotel le hacían visitas de despedida. Con
todo ello, se permitía el lujo de hacerle saber a Lanzky «quién» era él.
Ahora, en la correspondencia que mantenía con su casa, en la que más
podía dejarse llevar a este respecto, firmaba con «Vuestro príncipe» o
«Vuestro discreto humilde príncipe». Una vez incluso firmó como «prín­
cipe Ardilla», en recuerdo a viejos juegos infantiles.
Ahora la pensión le resultaba tolerable a Nietzsche, según escribe en
Navidades de 1884 a casa, gracias a su propia tolerancia y comedimiento:
« “Benevolencia” sería lo más correcto», afirma. «Benévolos» son los
príncipes, y esta carta está firmada con «príncipe Friedrich». Lanzky, que
había adoptado sin problemas el papel del ayudante sumiso, se empezaba
a dar cuenta. Según Nietzsche, él no era lo bastante gracioso. «Pero se es­
fuerza mucho por mí y soporta que yo a veces no le aguante sin ser im­
pertinente.» Gast sabía bien las razones que tenía para preferir no ir a
Niza. Cuando estaba de humor negro, Nietzsche era casi tan insoportable
como el mundo se lo parecía a él.
Que Nietzsche fuera alguien mejor y que estuviera llamado a algo más
elevado ¡y cuán elevado! hacía que la relación de igual a igual de la socie­
dad burguesa le pareciera una constante humillación. Lo resumió en su
queja constante sobre la gran cantidad de cosas que la gente se permitía
con respecto a él. La pregunta era ¿cómo escapar a la «indignidad de la
pensión» en la que se había introducido «mudo y humillado»? «Para mi
futura vida en este mismo lugar», escribe el 4 de diciembre de 1884 a su
casa, «necesito 1), un piso independiente, 2) una cocinera, 3) a mi músi­
co Gast.» También se daría por satisfecho con un criado trabajador. Pero
también existen unos puntos 4) y 5) que Nietzsche no indica. Hace cien
años, éstos no resultaban deseos demasiado provocadores, pero sí indi­
cios de un pensamiento ideal que desplazaban a un lado la realidad. Tam­
bién actúa así en Turín, donde se informa sobre un sastre de primera y es­
coge al futuro cocinero de la corte, antes de convertirse definitivamente
en Dionisos.
Los poemas que añade a L a gaya cien cia se titulan «Canciones del
príncipe Vogelfrei» —otro papel principesco en el que salen al encuentro
una ascendencia noble y una independencia bohemia. Nietzsche acentúa
el sueño de su noble procedencia polaca, incluso encuentra para
«Nietzky» una etimología que le señala como «destructor»; si podemos
fiamos de la copia efectuada por Elisabeth de una carta perdida, ya en
marzo de 1885 Nietzsche reflexionaba sobre cómo era posible que tuvie­
ra vínculos de sangre con su madre. Recopila para Gast las señales de su
nobleza; después iba a incorporarlas como pieza principal en su próximo
libro, M ás a llá d e l bien y d e l m al.
A la humillante realidad no puede oponerle nada salvo su sueño de
ser un señor, salvo sus salvajes escenas de reordenarlo todo, su tiranía des­
EL OCASO DE ZARATUSTEA [7 4 1 ]

bordante, su destrucción de todas las cosas realizada con unos pocos tra­
zos de su pluma. Nietzsche no se limitó a encerrar este sueño en sus libros
de notas, sino que lo llevó a la luz pública en su «escrito polémico» L a ge­
n ealogía de la m oral. En él habla de los distinguidos, de los poderosos, de
los gobernantes que, si bien en su relación mutua se demuestran conside­
ración, autodominio, delicadeza, fidelidad, orgullo y amistad (¡cuánto le
hubiera gustado poder disfrutar de lo mismo en su propio entorno!), de
cara al exterior no son mucho mejores que animales de presa a los que se
ha dejado en libertad. «Regresan a la inocencia de la conciencia del ani­
mal de presa», dice en el párrafo 11, «como monstruos alborozados que
tal vez huyen de una atroz sucesión de asesinatos, incendios provocados,
profanaciones, torturas, con una insolencia y un equilibrio anímico pro­
pios de una simple gamberrada estudiantil, convencidos de que después
de esto los poetas iban a tener algo que cantar y ensalzar durante mucho
tiempo. Sobre la base de todas estas distinguidas razas resulta inconfun­
dible el animal de presa, la espléndida bestia rubia que vagabundea en su
afán de botín y de victoria; para este motivo oculto necesita descargarse
de vez en cuando, el animal tiene que salir de nuevo, tiene que regresar al
mundo salvaje. Ya sean aristócratas romanos, árabes, germanos, japone­
ses, héroes homéricos, vikingos escandinavos —ante esta necesidad todos
son iguales.»
Aquí aparece al fin esa expresión tan celebrada y denostada de «la
bestia rubia», que también ha sido muchas veces víctima del mal uso, de
la simplificación más basta y de la apropiación de las ideas de Nietzsche,
pero que fue dicha al fin y al cabo, soñada como un retomo, al igual que
en su día Rousseau soñara y anunciara más pacíficamente el retorno a la
naturaleza. Y sigue, realmente como una profecía siniestra, la frase que
los panegiristas de la «bestia rubia» olvidaron citar y que los enemigos de
Alemania tuvieron muy presente:
«L a profunda, gélida desconfianza que despierta el alemán en cuanto
se hace con el poder, como también ahora — sigue siendo todavía un eco
de aquel imborrable horror con el que Europa contempló durante siglos
el desenfreno de la rubia bestia germánica».
¿Estaba a favor, en contra?
Ya se sintió horrorizado cuando se encontró con los últimos vestigios
de la guerra, en los campos de batalla vacíos de 1870, o cuando veía cómo
las llamas consumían obras culturales, como en el supuesto incendio del
Louvre. Y entonces, con tanta mayor vehemencia, soñaba:

que tú corrieras en selvas


bajo los hirsutos colores de los animales de presa,
pecadoramente sano, y hermoso, y colorido,
que corrieras con ávidos labios,
[7 4 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

feliz-escarnecedor, feliz-infemal, feliz-sanguinario,


saqueando, acechando, mintiendo...

O como el águila, que durante mucho,


mucho rato contempla fijamente al abismo,
a sus abismos...

Entonces,
de repente,
con recto vuelo,
lanzado el tiro
chocaras con corderos,
recto hacia abajo, hambriento,
ávido de la carne de los corderos,
con rencor contra todas las almas de cordero,
fiero rencor contra todo lo que tiene apariencia
virtuosa, corderil, rizadamente lanuda,
boba, con benevolencia de leche de cordero...

«Así de “aguileños, panteriles” son los anhelos del poeta», continúa


diciendo la poesía de Nietzsche, «¡Sólo bufón! ¡sólo poeta!». Nietzsche
sabía demasiado bien que no era un animal de rapiña. Pero ante la pre­
gunta de qué sería mejor, la raza distinguida que tiene a la bestia rubia en
su base o el espectáculo generalizado de sus contemporáneos, no dudó en
responder: «¿Quién no preferiría cien veces sentir miedo, si al mismo
tiempo puede sentir admiración, que no sentir miedo, pero a cambio ya
no poder librarse de la nauseabunda visión de lo malogrado, disminuido,
atrofiado, envenenado?». Dio una de las dos respuestas posibles a la cri­
sis cultural, el «atrás» en lugar del «adelante» de los socialistas: «Pues así
están las cosas: la disminución y compensación del hombre europeo ocul­
ta nuestro mayor peligro, pues esta visión cansa... Actualmente no vemos
nada que quiera crecer, intuimos que tenemos que seguir bajando, bajan­
do, hacia lo más delgado, lo más benévolo, lo más listo, lo más cómodo,
lo más regular, lo más indiferente, lo más chino, lo más cristiano — el
hombre, no cabe duda, cada vez se está volviendo “mejor”...». «Junto con
el miedo al hombre», afirma, y continúa tejiendo así su sueño de gran se­
ñor, también se pierde el amor a él, el respeto ante él, la esperanza puesta
en él, la voluntad de él.
Durante toda una vida, así lo sentía Nietzsche, también él se había vis­
to obligado a ceder, a adaptarse, a practicar la «virtud de Naumburg», y
así, eso que actualmente denominamos «frustración» se abre camino a
través de planes audaces en exceso, proyectos, desafíos, si bien es cierto
que llevados sólo al papel. Ningún estallido de cólera de Nietzsche nos ha
el o c a s o d e z a r a t u s t r a [7 43]

sido transmitido, ningún alboroto, ningún rayo y trueno, exceptuando las


afirmaciones atronadoras y martilleantes de sus escritos y algunas cartas
ocasionales en las que el habitualmente moderado se desahogaba de for­
ma cortante o cínica, asumiendo el peligro de romper así un nuevo puen­
te tras de sí.
Nietzsche odiaba la comedia social, pero la interpretaba. Encontraba
odiosas a las personas que no manejaban correctamente el cuchillo y te­
nedor; lo que le rodeaba le parecía plebeyo, pero se ordenaba a sí mismo:
«¡M i señor, no salga de sus casillas!», y le reconoció a Gast que necesita­
ba el completo dominio de la comedia «con el fin de no escupirle aquí y
allá a alguien en la cara, de puro hastío» (30 de marzo de 1885). Por eso
eludía las pensiones, las tab les d ’h óte, pero volvía siempre a ellas cuando
alguna dama distinguida o algún caballero que le admirara le consolaban.
A su particular manera profesoril y alemana era un esnob; incluso el anti­
semitismo ya no le pareció tan grave cuando se enteró de que la nobleza
prusiana también lo defendía ya en su mayor parte.
Ciertamente, su delirio de nobleza pronto encontró sus limitaciones.
No sólo la escasez de sus medios, sino también su arraigada educación y
sentimientos burgueses le impedían dar grandes saltos. Ahorraba tan fé­
rreamente como había aprendido a hacerlo en Naumburg. Si se prescinde
por un momento de la antigua oferta de comprarle a Peter Gast su parti­
tura, su existencia carece por completo de grandes gestos, de generosi­
dad, de entusiasmo, in clu so considerando sus posibilidades limitadas.
Una lápida de mármol en la tumba de su padre: ésta era la participación
que se atrevió a hacer cuando Schmeitzner le pagó las deudas que había
adquirido con él —una dádiva tan pequeño-burguesa y de buena familia
como aquellas plaquitas de hojalata que quería donar a la comunidad de
Tautenburg para sus bancos. Dos vasitos de coñac con Lou, dos vasitos
de vermouth di Torino con Resa von Schirnhofer, éstas eran sus galante­
rías, y a los camareros de Turín les dejaba diez cen tesim i de propina —en
contra de la costumbre, según observa Nietzsche explícitamente, y pro­
bablemente a cambio de una reverencia más, como podemos suponer.
El águila que se abalanza sobre los corderos es temerosa, Sus sueños
juegan con la idea de Córcega, la isla de Napoleón, en la que todavía exis­
ten héroes paradigmas de virilidad; escribe para Gast un libretto corso,
del que dice en tono de alabanza que «se disparan muchos tiros», para re­
nunciar más adelante: «El cólera de Italia también excluye mi presencia
en Córcega; las islas están como frenéticas de miedo». También en Vene-
cia impera el cólera, es mejor no ir. Si bien sólo hay cuarentena para los
llegados por mar, quién sabe si pronto no se bloqueará también el acceso
por tierra. Cuando finalmente sucede algo de verdad, y es que la tierra
tiembla a su alrederor en el terremoto de Niza del 23 de febrero de 1887,
se describe a sí mismo en una actitud extremadamente tranquila: «Esta
[7 4 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

noche, entre las dos y las tres y inedia, he dado una vuelta para ir en bus­
ca de todas las personas que me resultan conocidas y que pasaban la no­
che a la intemperie, sumidas en un humor sombrío Hubo pequeños
temblores, los perros aullaban, media Niza estaba en pie. Yo mismo dor­
mí bien antes y después de mi recorrido de inspección» (el 24 de febrero
de 1887 a Overbeck). No hay que ver jactancia en estas palabras. Ya de
niño había porfiado con las tormentas. Sus temores se referían a lo veni­
dero. Veía acercarse la catástrofe y no sabía si era la suya propia o el fin
del mundo.

Ahora Nietzsche sólo residía en Francia o en ciudades italianas cerca­


nas a la frontera, en Génova o en Turín, leía a diario —como único perió­
dico— el Jo u rn a l d es D eb áis, conocía mejor la literatura contemporánea
francesa que la alemana, y uno de los sabios franceses mejor considerados
de entonces, el gran Hyppolyte Taine, a quien había enviado sus escritos,
le hizo el cumplido de que su obra era in fin im en t su g g e stif (llena de infi­
nita sugestión).
Así se encontraba próximo al esteticismo de las mentes de primer or­
den, pudo conocer los P araíso s artificiale s de Baudelaire, reconvirtió el di­
cho l ’a rt p o u r l’art en su M etafísica de lo s a rtista s , aprendió el arte del ma­
tiz, el refinamiento de estilo y de ideas de la modernidad francesa a las
que aludía la etiqueta de «Décadence». Una parte integrante fundamen­
tal de esta tendencia artística era el erotismo, y Nietzsche no dudó en
aproximarse a él.
El aspecto fáctico del amor había quedado descartado tras el intento
fallido con Lou. Desde esta espantosa decepción, no se había atrevido a
emprender ningún otro acercamiento. Ahora ya sólo se relacionaba con
damas mayores que le mimaban, o con las jóvenes hijas de sus posaderos,
a las que hacía regalos. Para su disgusto, su madre seguía hablándole de
matrimonio, pero la única mujer que todavía le agradaba, la pequeña
húngara con la que se había casado su amigo Seydlitz, ya estaba ocupada
—para su más profunda satisfacción. Nietzsche no tenía que esforzarse.
Empezó a descuidarse, también en lo que respecta a su ropa, y no volvió
a hacer un esfuerzo hasta en el último año de Turín.
Y con tanta mayor viveza poblaban sus sueños las mujeres. Se convir­
tieron en personal irrenunciable de sus fantasías zaratustrianas y dionisí-
acas. Eran la parte seductora de sus ansias de poder y de conquista, y
cuanto menor se volvía la esperanza de poseerlas, tanto más vivamente se
las imaginaba. Un poco torpe, pero con deseos nunca saciados se dejaba
llevar por lo picante, lo refrescante, lo frívolo, lo «pecaminoso», convir­
tiéndose finalmente en un asiduo a la opereta francesa. Ya no era preciso
viajar a París para escucharla; la opereta llegó hasta donde él se encontra­
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 4 5 ]

ba, a Niza y a Turín. Los escenarios que ahora diseñaba llevaban perfume
francés o estilizaciones sureñas, desde el Z aratu stra hasta los D itiram b o s
d io n isíaco s... cancán o tarantella.
Tampoco en este campo tardó en componer su propia teoría. En M ás
a llá d e l bien y d e l m al (aforismo 239) define a la mujer como la cara
opuesta de la raza de caballeros que postulaba, como el gato junto a la
pantera: «L o que en la mujer despierta respeto y, con frecuencia, temor,
es su naturaleza, que es “más natural” que la del hombre, su astuta sua­
vidad propia de un animal de rapiña, sus garras de tigre ocultas bajo los
guantes, su ingenuidad en el egoísmo, lo imposible de su educación y su
salvajismo interior, lo incomprensible, extenso, fantástico de sus deseos
y virtudes». Esto es lo que había copiado de Lou o lo que había vislum­
brado en su interior, pero también podía encontrar algo parecido a la
mujer como fem m e fa ta le , como esfinge, como atractivo acertijo, en las
novelas francesas. Estos seres mágicos y hechiceros eran tan poco «de es­
tar por casa» como la «bestia rubia», pero para su delirio resultaban ma­
ravillosos.
Cierto que necesitaba un pequeño truco para poder incluirlas en su
obra filosófica: tomó a la mujer como alegoría; ella encamaba la vida mis­
ma, al igual que hacía en la «otra canción de danza» de la tercera parte del
Z aratu stra. Esta canción es un curioso monólogo amoroso escrito en el es­
tilo ligero de la coqueta poesía pastoril francesa que estaba de moda,
compuesta en prosa rítmica a la que se le añaden rimas casi de improviso.
Sólo habla una persona: el enamorado, que baila al ritmo de la música de
castañuelas de la muchacha, a la que persigue cuando ésta huye de él, a la
que ya se dispone a capturar cuando, de repente, él tropieza, cae a sus
pies, le implora piedad... para ponerse repentinamente en pie de nuevo y
tomarla en sus brazos para conducirla a un escondite, pero recibiendo
dos bofetadas en su empeño. Entonces se vuelve airado: «¡Estoy verda­
deramente cansado de ser siempre tu más pastoril pastor! ¡Bruja, hasta
ahora he sido yo quien te ha cantado, ahora debes tú gritar mi nombre!».
Este «él», como pronto se verá, es Zaratustra, y no la fustiga con el lá­
tigo, sino que sólo la maldice. Pronto ambos amantes se encontrarán en
íntima conversación. Pero la muchacha llamada «Vida» se lamenta, pues
sabe que Zaratustra va a abandonarla. Entonces Zaratustra se inclina ha­
cia su oído y le susurra algo. La muchacha levanta la mirada: «¿Tú lo sa­
bes, Zaratustra? Nadie lo sabe». Hasta cierto punto a modo de solución
del susurrado acertijo sigue la canción de las campanadas:
[7 46] FRIEDRICH NIETZSCHE

¡U n o !
¡Oh, hombre! ¡Anda con cuidado!
¡D o s !
¿Qué dice la profunda medianoche?
¡T re s!
“Yo dormía, dormía — ,
¡C u a tro !
De un profundo sueño he despertado: —
¡C in c o !
El mundo es profundo,
¡S e is !
Y pensado para ser más profundo que el día.
¡S ie te !
Profundo es su dolor — ,
¡O c h o !
Deseo — más profundo aún que el dolor del corazón:
¡N u e v e !
El dolor dice: ¡desaparece!
¡D ie z !
Pero todo deseo ansia eternidad — ,
¡O n c e !
— ¡ansia profunda, profunda eternidad! ”
¡D o c e !

Esta efectista canción, con sus doce oscuras campanadas y sus versos
cargados de profundo sentido, ha sido citada con frecuencia. El mismo
Nietzsche se la recitó a la joven Resa antes de susurrarle al oído su secre­
to. ¿Pero qué tiene que ver lo uno con lo otro, con la canción de baile, de
chanza, de captura? Hasta cierto punto es preciso haber entrado en el de­
lirio de Nietzsche, en sus cavernas, para encontrar la clave (o, como él
mismo iba a decir pronto: el hilo de Ariadna). El camino que conduce a
este mundo mental mítico-místico es laberíntico.
Ya no hay matrimonio para el soltero de Basilea, el profesor pensio­
nista, ya no hay cortejos superfluos ni humillantes calabazas. En su lugar,
otro matrimonio se consuma: el de Zaratustra con la vida, una boda mís­
tica, situada más allá de todas las obligaciones terrenales y de su mezqui­
na obtención de placer. El dolor es la esencia del mundo, Zaratustra lo ha
podido comprobar; también es necesario el dolor, el encuentro no es po­
sible sin violencia: golpes para ella y para él. Pero más profundo que el
dolor — a pesar de Schopenhauer y de Wagner— es el deseo, y el deseo
anhela esa eternidad de las enseñanzas de Zaratustra que está garantizada
en sus profecías: el eterno retorno. Por este motivo, la última campanada
no es la de la medianoche, sino la del mediodía:
EL OCASO DE ZARATUSTRA [747]

Todo mar, todo mediodía, todo tiempo sin meta.


¡ Ahí, de pronto, amiga! el uno se volvió dos —
— y Zaratustra pasó por mi lado.

«Mediodía y eternidad» era la fórmula, la señal una y o tra vez repeti­


da de la nueva fe: el mediodía era el vértice de su anunciación, el infinito
el espacio en el que éste se realizaba y se cumplía o, —hablando en tér­
minos místicos— el vientre femenino en el que crecía. Así, con una lógi­
ca interna —mística— , a la escena de baile, de amor y de campanadas le
sigue el extático canto nupcial con el estribillo:

Aún no encontré nunca a la mujer de la que querría tener hijos, a no


ser que ésta sea la mujer a la que amo: ¡porque te amo, oh eterni­
dad! ¡P o rq u e te am o , oh etern id ad !

¿Quién recita este tumultuoso canto nupcial? ¿Zaratustra? Pero Za­


ratustra era una máscara; obviamente, el amante del látigo es otro distin­
to al recitador nupcial de este canto. Podemos hacer cábalas, y probable­
mente no nos equivoquemos si intuimos a un hablante divino y le damos
a ese dios nupcial y ardiente el nombre de Dionisos:

Si reí jamás con la risa del rayo creador, al que el largo trueno de la
acción sigue enojado, pero obediente:
Si jugué jamás con los dioses a los dados en la mesa divina de la
tierra, hasta que la tierra temblara y se partiera y expulsara ríos de
fuego: —
— pues una mesa divina es la tierra, y temblorosa ante las nue­
vas palabras de creación y las jugadas de los dioses: —
¿Cómo no iba yo a estar apasionado por la eternidad y por el
nupcial anillo de los anillos —el anillo del eterno retorno?

Hasta qué punto trasgueaba el motivo del amor por su mente y por su
sangre, en su cabeza y en sus miembros, lo muestra, en la cuarta parte del
Z aratu stra , un nuevo compendio erótico, la canción de las hijas del de­
sierto, un poema largo pero nada monótono de casi ciento cincuenta ver­
sos. Esta vez ya no coquetea con una bruja alegórica, con la vida que hay
que capturar, sino con un accesible grupito de «muchachas-gatas», damas
del oasis llamadas Dudu y Suleika, delicias orientales. Nietzsche, el serio
europeo, el cargado de moral, se encuentra de repente en un paraíso del
deseo. El mismo se siente:
[7 48] FRIEDRICH NIETZSCHE

Como un dátil,
marrón, endulzado, de doradas promesas, deseoso
de una redonda boca de mujer,
pero más aún de femeninos
gélidos blanquísimos cortantes
dientes incisivos: pues por ellos
languidece el corazón de todos los dátiles calientes.

Desgraciadamente, el moralista europeo no incide más de cerca en las


dulces hijas del desierto, sino que en su lugar compara una palmera del
oasis con una bailarina que sólo se sostiene sobre un pie («Inútilmente
por lo menos / busqué la pequeña joya gemela / que encontraba a faltar /
— es decir, la otra p iern a — / en la sagrada proximidad / de su estimadísi­
ma, delicadísima / faldita de abanico, de revoloteo, de oropel»), y a con­
tinuación cavila sobre la pérdida de la pierna, consuela a las muchachas
(«¡Corazón de dátil! ¡Pechos de leche! / ¡Vosotros, saquitos / de cora­
zón, de madera dulce!»), que por su parte han arrancado a llorar, para er­
guirse de nuevo en toda su grandeza moral y terminar con las palabras de
Lutero: «¡N o puedo evitarlo, Dios me ayude! ¡Amén!».
Uno puede preguntarse si encontramos aquí de nuevo la famosa esce­
na del burdel de Colonia que nos ha transmitido Deussen, disfrazada de
un revestimiento oriental, con la viril-luterana renuncia a los engañosos
placeres de la carne, o si está en juego el oasis Biskra, al que Nietzsche
quiso viajar en su día junto con su amigo Rée. También aquí resulta más
significativo lo que viene a continuación, al igual que sucedía en «la otra
canción de danza»: esta vez el «hombre feo» anuncia el mito del eterno
retorno, y el propio Zaratustra recita y comenta una vez más su canción
de medianoche y de mediodía: «¡E l nombre es “Otra vez”, el sentido es
“durante toda la eternidad” !».
Aquel deseo que buscaba la profunda eternidad es circunscrito con
tan entusiasta riqueza expresiva en estas palabras de Zaratustra, como san
Pablo lo hizo en su día con el amor en su carta a los Corintios:

¡Quien no busca el deseo! es más sediento, cordial,


hambriento, terrible, siniestro que todo dolor, se quiere a él,
se muerde en él, en él lucha el anillo de la voluntad, —

— quiere amor, quiere odio, es rico en demasía,


regala, despilfarra, ruega que alguien lo tome,
da las gracias a quien lo hace, le gusta ser odiado, —

— tan rico es el deseo, que está sediento de dolor,


de infierno, de odio, de oprobio, del tullido,
de mundo...
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 4 9 ]

El deseo «muerde en él», ésta es la expresión filosófica de los «feme­


ninos gélidos blanquísimos cortantes dientes incisivos» de antes.
El deseo, en su comunión mística, también incluye el dolor; éste es el
nuevo Evangelio. Así lo había dicho Lou en su O ración a la vida-. «Si ya no
te queda felicidad para obsequiarme... ¡pues bien! todavía te resta tu
pena». Nietzsche no estuvo tranquilo hasta que la música que había com­
puesto para la oración a la vida de Lou fue adaptada por Gast para coro
y orquesta y grabada y publicada por Fritzsch, el editor de Wagner —la
única de las composiciones de Nietzsche que fue publicada durante su
vida. De ella esperaba que más adelante, en un futuro próximo o lejano,
cuando su religión hubiera encontrado adeptos, fuera cantada en su me­
moria.
Hasta aquí las últimas historias de amor de Nietzsche —exceptuando
una, la última, que está estrechamente vinculada a la irrupción de su lo­
cura: su boda divina con Cosima. Por lo demás, tal vez todavía tuviera
ocasión de contemplar absorto la magia de algún escenario, como el de
Bonn o Leipzig, en el que hermosas damiselas extendían los brazos y le­
vantaban las piernas. Uno de los últimos informes de su época de Turín
está dedicado al propósito de llevar a cabo un concurso de belleza entre
las damas de la sociedad turinesa. Según le escribe a Gast el 13 de no­
viembre de 1888, antes se celebró un concurso de belleza «pintada», es
decir, un premio de pintura. «Donde —las damas turinesas— se sienten
con toda evidencia superiores al resto del mundo es en el B u sen to, con­
fiado con toda inocencia al pintor.» Incluso en la propia elección de las
palabras, la frase refleja la mojigatería de la época victoriana y de la vida
familiar de Naumburg. El río «Busento» (antes popular gracias a la céle­
bre balada de Platen; «Por la noche en el Busento murmuran...») era un
eufemismo que encubría jocosamente el pecho femenino. El audaz trans-
valorador de todos los valores no se atrevía a pronunciar esta palabra, cir­
cunscribiéndola con su pluma, y se quedó pasmado de que las damas pre­
sentaran in n atu ra lo que él mismo cubría decorosamente con palabras.
Sensualidad encerrada durante toda su vida. Su tesis: el matrimonio
hundía a los hombres, ejemplo paradigmático en Kichard Wagner; la mu­
jer recogía el laurel ganado por su marido (Nietzsche decía, como era
propio en la época, «la hembra»). Incluso en sus juegos imaginativos de
la escena-de-persecución-y-captura-del-pastor y de los amoríos del oasis
queda excluido todo aquello que él mismo hubiera considerado «inde­
cente». En todo lo que se atrevió a confiar al papel no osó descubrir nada.
Nietzsche formuló una vez más, en 1885, lo que había deseado tener en
su vida, a modo de esposa o compañera inalcanzable o inencontrable. Se
trata de una manifestación conmovedora de sus necesidades, si la medi­
mos en función de sus planes subversivos con respecto a la humanidad:
«Tal vez sería aún más sensato pensar en una buena esposa con capacidad
[7 50] FRIEDRICH NIETZSCHE

para administrarse y que viera su obligación en mantenerme en el estado


en el que pueda llevar a cabo lo mejor posible mi dificilísima misión (...)
Tendría que ser joven, muy alegre, muy vigorosa y poco o nada “culta”, y
además una buena economista por propia propensión natural. ¡V o ilà !» .
Una hermosa esclava, eso era lo que quería Nietzsche. O, a lo sumo, po­
dría hablarse de un ennoblecimiento de la prostitución, pero también
esto era muy propio del estilo de la época, cuyo ideal eran las operetas de
Offenbach y su sueño, las bailarinas.

Puede que a los lectores de la erótica nietzscheana les haya llamado al­
guna vez la atención un detalle que merece la consideración del biógrafo.
En la obra de Nietzsche se habla frecuentemente y con insistencia de las
mordeduras de «dientes blanquísimos y cortantes», y también del resta­
llar del látigo. En la escena-de-persecución-y-captura que hemos visto an­
tes, el amante o bien implora piedad a los pies de la muchacha o bien in­
tenta intimidarla haciendo sonar el látigo. En el episodio del harén,
Nietzsche, este europeo moralizante, se siente como un dátil en el que se
clavan conscientemente los dientes femeninos. Toda su metafórica de ga­
tos, panteras y tigres señala hacia la misma dirección. ¿Acaso salen aquí a
la luz rasgos sadomasoquistas?
¿Qué sabía Nietzsche de aquellas denostadas perversiones eufemísti-
camente denominadas «el vicio inglés» que se practicaban básicamente
en Londres, de igual manera a como, para los deseos más moderados de
la carne, la capital era París? En 1885 el P a ll M a lí G azette descubrió los
escándalos londinenses de sadismo, y en el mismo año apareció la traduc­
ción francesa de esta serie de artículos en forma de libro. Al igual que la
homosexualidad iba a relacionarse más adelante, como segundo «vicio in­
glés», con el nombre del poeta Oscar Wilde, así las voluptuosas descrip­
ciones de casas secretas en las que, en habitaciones insonorizadas, algunas
muchachas eran atadas con correas y expuestas a sus torturadores, se vin­
culaban al nombre del poeta inglés Swinburne.
A Swinburne le había dominado desde su juventud el deseo de ser
azotado por mujeres hermosas. Llevó un «Registro de azotes» en versos,
para el cual, como hombre acomodado que era, se hizo dibujar las ilus­
traciones correspondientes. En una de sus novelas se podía leer: «¿N o sa­
bes que un nervio puede vibrar y retorcerse de dolor mientras la sangre
baila de alegría y canta como una ninfa ebria? ¿Que resulta un placer ser
mordido y desgarrado por labios, dientes y dedos sedientos de amor...?
¿Que el sufrimiento y el dolor de la carne son manifestaciones apropiadas
en igual medida para el deseo que para el dolor?».
El 22 de octubre de 1884 Nietzsche informó a su hermana que había
estado dando un largo paseo con su amiga Helene Druscowicz. Esta se
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 5 1 ]

había dedicado con gran intensidad a estudiar sus escritos, además de ha­
ber publicado un libro sobre Shelley y otro más sobre tres poetisas ingle­
sas. «Ahora está traduciendo al poeta inglés Swinburne.» A Elisabeth le
podía explicar con toda tranquilidad lo que realmente le fascinaba hasta
lo más hondo: en Naumburg, Swinburne era un nombre desconocido por
completo. Por si acaso, añadió que la señorita Druscowicz era una perso­
na noble e íntegra, incapaz de hacer ningún daño a su filosofía.
Sin duda Swinburne no fue el primero en descubrirle a Nietzsche la
existencia del dolor como fuente del placer; pero le suministró una con­
firmación. La poesía de las hijas del desierto surgió, según testimonio de
Elisabeth, durante los días de paseos por Zurich en compañía de Helene
Druscowicz, para convertirse poco después en la letanía del deseo de la
cuarta parte de su Z aratu stra. En cualquier caso, se percibe una cierta
«propensión». Podemos vislumbrar antiguas experiencias infantiles, la
bienintencionada severidad de la madre, los castigos de Schulpforta, con­
templados y vividos con temblorosa compenetración. El látigo era el
utensilio que acompañaba al jinete. Con el látigo acudían a clase en Leip­
zig los «jóvenes dioses» Nietzsche y Rohde. Nietzsche se empeñó en pa­
sarle el látigo a su Lou para aquella célebre foto.
Por no olvidar el deseo infantil propio de la sensación de recogimien­
to cuando el niño es arropado en la cama por la noche. Eso es lo que los
psicoanalistas denominan «regresión infantil», caverna o retorno al vien­
tre materno. El poeta recuerda la ballena de Jonás, que se sintió tan atra­
gantada como antaño lo estuviera el propio poeta en la balada de las hijas
del desierto, «Salve sea su vientre...». Pero, para ser exactos, el vientre es
una boca, «el más fragante de todos los morritos», en ella el poeta-soña­
dor se siente «como un dátil», deseando dientes incisivos. Tal vez a partir
de esta conducta o de esta tendencia pueda entenderse de forma especial
su felicidad de Tribschen: en este lugar pudo revivir su infancia, en él
pudo someterse como san Anselmo mientras, severa y cariñosa, Cosimá
gobernaba en calidad de domina.
Nietzsche conocía los aspectos históricos: «Casi en todas partes se en­
cuentran —o se encontraban— formas de cultura en las que el dominio
correspondía a la mujer». La mujer se convirtió en hembra sólo después
de set sometida, nos explica Nietzsche; sólo desde entonces la mujer es
algo encantador, interesante, variado, astuto. Así, la mujer también se ha­
bía convertido en un genio de la maldad y: «¡Un poco ménade por ella
misma!». Ah, sí, las ménades. Hay que conocer la mitología para poder
seguir cómodamente a Nietzsche y sus abismos. Las ménades, en caste­
llano «frenéticas», eran las bacantes, mujeres que en el celo primaveral, y
muy para el disgusto de sus esposos, se unían a los cortejos festivos de
Dionisos, vestidas con largas túnicas cubiertas de pieles de corzo y con el
cabello suelto; cazaban las crías de corzo, las desgarraban todavía vivas y
[7 5 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

roían con los dientes la carne cruda de los huesos. Eurípides había pues­
to este nombre a una de sus tragedias: en sus 'B acantes, Penteo, el enemi­
go de Dionisos, es desgarrado por las frenéticas mujeres igual que si hu­
biera sido una cría de corzo. En el instituto de Basilea, Nietzsche había
leído precisamente las B acan tes en clase, con sus aplicados alumnos. Tam­
bién Orfeo, el gran poeta-cantor, fue desgarrado por las ménades; lo úni­
co que no queda claro es el motivo: o bien por serle fiel a su Eurídice, o
bien porque le gustaban los muchachos, o porque cada mujer deseaba te­
nerlo para sí. Y mira por donde, Nietzsche incitó a Gast a componer un
O rfeo operístico, que también debería llevar el título de O rfeo y D io n iso s.
Finalmente: el propio Dionisos había sido desgarrado y descuartizado
bajo el nombre de Zagreo, y su muerte se celebraba ritualmente en pri­
mavera, con la representación de su descuartizamiento.
Todos ellos secretos, «procesos» internos de los cuales a veces Nietzs­
che desvela una parte. Elisabeth veía las cosas de manera algo distinta: en
el capítulo «Mujer, amor y matrimonio» de su biografía escribió que, si
bien es cierto que su hermano no había alabado nunca a la mujer alema­
na, «¡con la mano en el corazón, queridas hermanas lectoras, la mujer ale­
mana que ha sido ensalzada por los poetas es un bien muy escaso! Mi her­
mano sólo ha reconocido a un tipo femenino digno de ser alabado: el de
la hidalga alemana de provincia...». Sin duda alguna, Elisabeth es una bo-
balicona, una auténtica pavitonta. Pero no le falta razón en un punto. El
soñador que se deleitaba en el triunfo y en la espantosa muerte de Dioni­
sos, a quien hubiera gustado ser voluptuosamente desgarrado y mordido
en su propia carne por inmaculados dientes, era al mismo tiempo una
persona atemperada, un ermitaño, un asceta totalmente entregado a su
misión.
En cuanto asceta, Nietzsche juzga despiadadamente a los demás: acu­
sa a los sifilíticos, escribiendo todavía en 1888: «¿Qué es la castidad en el
hombre? Que su gusto sexual haya mantenido su distinción; ¡que in ero-
tic is no le guste ni lo brutal, ni lo enfermizo, ni lo sofisticado!». De nin­
gún modo debemos malinterpretar su enseñanza como una exhortación
al libertinaje. Él amonestaba a los cerdos en los jardines sagrados de Za-
ratustra, e incluso la opereta vienesa de Johann Strauss le parecía «cochi­
na» en comparación a la perfumada opereta francesa, que visitaba sin fal­
ta. Es perfectamente posible vincular la castidad y la sensualidad, según
escribió en el apartado «Qué significan los ideales ascéticos» de la G en e­
alo g ía de la m oral. Ojalá Wagner hubiera llevado a cabo su antiguo pro­
yecto de componer una «Boda de Lutero», en cuanto ensalzamiento de la
castidad y de la sensualidad, «puesto que entre castidad y sensualidad no
hay necesariamente una contradicción; cualquier buen matrimonio, cual­
quier historia amorosa de corazón supera con creces esta antítesis». Con
su matrimonio, Lutero termina con el celibato, con el falso ascetismo, y
,.^L OC A S O DB ZARATUSTRA [753]

¡cuán herniada sería «una dulce y valiente comedia luterana», si Wagner


la hubiera compuesto en lugar de su casto y sofocante P a rsifa l! Este es el
marco en el que también podría haber tenido cabida, en última instancia,
la «hidalga alemana de provincia» a la que se refería Elisabeth.
Pero Wagner se dejó seducir. Se convirtió en lo que Nietzsche deno­
minaba, con una expresión más bien infeliz, «un cerdo malogrado», un
ex vividor que cohabitaba con la devoción y la castidad, convirtiéndose
más adelante en gran seductor a través de la propia sensualidad de su mú­
sica: el episodio de las Muchachas-Flor del P a rsifa l lo demostraba en gra­
do más que suficiente. «¡Este viejo mago!», exclamó Nietzsche en la
apostilla a E l caso W agner, «¡ese Klingsor de todos los Klingsor! (...)
¡Cómo aprueba con notas de joven hechicera cada cobardía del alma mo­
derna!» Ah, sí, después de un frío análisis de sus talentos, Wagner tenía
que reconocer que esta clase de hechizos no eran lo suyo. Así, Wagner se
convirtió para Nietzsche en un monstruo sexual mitológico, en un mino-
tauro en el laberinto. «Todos los años se llevan en cortejo a los muchachos
y muchachas más hermosos hasta su laberinto para que los devore —y to­
dos los años Europa entera entona “ ¡Subamos a Creta! ¡Subamos a Cre­
ta!...”»
Esto también lo podría haber dicho un predicador calvinista desde el
pùlpito. Tan sólo la cita «¡A Creta!» del final probablemente no se le hu­
biera ocurrido: procede de una opereta francesa, de la vieja pieza favori­
ta de Nietzsche L a b ella E len a.
Cabe añadir todavía que la señorita Druscowicz, con la que Nietzsche
había paseado por Zurich, esa vienesa conocedora de los más refinados
horrores ingleses, ya en 1886 había intentado desenmascarar a Nietzsche
como falso fundador de una religión en su libro In ten to m oderno d e una
su stitu ción de la religión , actitud que Nietzsche liquidó tachando a su au­
tora de «ganso literario». Ella era una fiera mujer emancipada y que odia­
ba a los hombres. Había estudiado en Zurich absolutamente todos los as­
pectos de la filosofía, incluida la orientalistica. Finalmente, Helene se
dejó engatusar por aquel filósofo llamado Dühring, al que Nietzsche me­
dio aborrecía y —debido a su éxito con la opinión pública— medio ad­
miraba, para morir finalmente, si bien no fue hasta 1918, en estado de de­
mencia.
En 1886, el mismo año en el que se publicaron M ás a llá d e l bien y d e l
m al de Nietzsche y su «desenmascaramiento» por parte de la señorita
Druscowicz, el psiquiatra Richard, barón de Krafft-Ebing publicó su
obra principal, su Psych opath ia se x u alis, en la que quedaron acuñados los
nuevos conceptos de «sadismo» y «masoquismo». Nietzsche ya no llegó a
conocer el libro, ni tampoco sus nombres nuevos para cosas viejas, que en
él estaban secretamente vinculadas a las orgías y los misterios de Dio-
nisos.
[7 5 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

En el mismo año 1886, Sigmund Freud establece su consulta en Vie-


na como médico general. En 1905 aparecieron sus Tres tratad o s sobre teo­
ría se x u a l , el primero de los cuales trataba las «desviaciones sexuales»,
entre ellas también del sadismo y el masoquismo. En este tratado se ob­
serva que ambas formas de perversión, tanto la activa como la pasiva, sur­
gen en la misma persona de forma regular. «Quien experimenta placer al
generar dolor en los demás durante su relación sexual, también es capaz
de gozar del dolor como deseo capaz de generarse a partir de sus relacio­
nes sexuales.»
Nietzsche habría leído con satisfacción lo que Freud indicó como po­
sible causa de la inclinación sadomasoquista: posiblemente se tratara de
un resto de apetencias antropofágicas, es decir, una «coparticipación en el
aparato de apropiación que se somete a la satisfacción de las necesidades
del otro, ontogénicamente más antiguas». Apropiación, sí, eso lo habría
subrayado e incorporado a su sistema: L a v o lu n tad de p o d er. Nosotros, en
cambio, preferimos la frase con la que Freud concluye este tema: «Q ue­
remos conformamos con la impresión de que la explicación que hacemos
de esta perversión no es de ningún modo satisfactoria, y que probable­
mente en tales casos haya varias aspiraciones anímicas que se unan en un
mismo efecto».

Para terminar vamos a regresar a Nietzsche, el escritor. Ya conocemos


su desesperación por el fracaso de sus escritos: éste todavía le sigue fiel­
mente. También sus textos nuevos, publicados a su cargo por la impren­
ta Naumann, pasan sin causar efecto, a pesar de los ejemplares para la crí­
tica, que esta vez han sido enviados aplicadamente. O mejor dicho: ahora
ya no faltan comentarios críticos, pero son ocasionales, escritos a toda pri­
sa; en ningún lugar se aprecia una ruptura. Y los compradores casi se pue­
den contar con los dedos de una mano: de M ás a llá d e l bien y d e l m al se
han vendido sesenta ejemplares... ciertamente, una cantidad ridicula no
ya sólo para tiempos de Nietzsche, sino también para hoy en día.
Después siguen, también de manera ocasional, las resoluciones de
silencio, las solicitudes de devolución, la publicación del cuarto Z aratu s-
tra como edición privada de cuarenta ejemplares. Más adelante llega el
deseo de recuperar incluso estos pocos ejemplares que han sido envia­
dos. De nuevo el miedo a la censura o a la confiscación. Y a pesar de
todo, de nuevo el deseo de publicar, aunque sólo fuera para ganar adep­
tos, añadido al deseo impetuoso de escribir, que induce a Nietzsche a lle­
nar sin pausa los cuadernos de notas. Los libros entendidos como se­
ñuelos: ésta es una idea recurrente en sus cartas, manifestada en forma
de declaraciones, propósitos, lamentos. Varios planes fundamentales se
dan mutuamente el relevo: en primer lugar, el proyecto del Z aratu stra,
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 5 5 ]

que constantemente alumbra criaturas nuevas, pues en él Nietzsche se


manifiesta como poeta, como artista, como hombre dionisíaco. Y ense­
guida el plan de poner orden: lo anterior debía ser publicado de nuevo,
ser elevado al siguiente nivel de sus transformaciones y «mudas de piel».
A este fin están destinados los prólogos de 1886 para E l n acim ien to d e la
traged ia y H u m ano, d em asiad o hum ano I y II. Finalmente,, de forma tor­
tuosa y oprimente, la obra teórica principal, para la que el Z aratu stra sólo
es la «antesala».
Si hay algo que ha conducido al ya desesperado Nietzsche a su deses­
peración última, es lo siguiente: que esta obra principal no se redondeara,
no terminara de cerrarse. Resultaba absurdo pensar en una base teórica
para su enseñanza del eterno retorno. Eso era «mística» y él mismo sabía
demasiado bien que ni siquiera diez años de estudio teórico de las ciencias
naturales le hubieran aproximado a una explicación racional de su viven­
cia. Pero no sólo la imposibilidad de someter su fluctuante pensamiento a
una sistemática ordenada le impedía enfrentarse mediante el trabajo diario
a su obra principal. También su estado de salud y el ritmo de trabajo que
éste le dictaba se oponían a cualquier empresa general. Se alternaban lar­
gos estados de agotamiento, en los que apenas lograba tener un pensa­
miento claro, con otros estados más productivos, en los que se sentía me­
jor, podía volver a pasear, llenaba de apuntes el pequeño cuaderno de
notas de su bolsillo para reelaborarlos en casa; pero eran muy pocos los
días en los que podía escribir como deseaba, en los que disfrutaba del ma­
ravilloso sentimiento creador en el que todo se ordena y asigna casi auto­
máticamente, en los que las palabras apropiadas le vienen al encuentro, las
imágenes acuden por sí solas, la armonía le hace feliz como a los composi­
tores la ocurrencia melódica... En cualquier caso, la tremenda concentra­
ción de estos estados creativos sólo podía resistirse durante un máximo de
catorce días, y era castigada con un total agotamiento. Naturalmente, todo
lo que escribía implicaba una interminable cantidad de etapas previas:
pensamientos, notas, ocurrencias, frutos de su lectura, esquemas, pero
sólo raramente le sobreviene el genio. Esto distingue radicalmente a
Nietzsche de los grandes y aplicados dogmáticos: de Descartes y de Spi­
noza, de Kant y de Schopenhauer, los geniales obreros de la filosofía.
Karl Schlechta, el mejor conocedor del modo de trabajo de Nietzsche,
caracteriza su proceder del siguiente modo: «Los títulos surgen y desapa­
recen de nuevo, se proyectan diversos y diferentes planes y disposiciones,
se anotan aforismos para rechazarlos a continuación —lo que natural­
mente no descarta de ningún modo que estas notas fueran a convertirse
algún día en elementos de una concepción nueva, totalmente distinta, de
una organización más extensa o más estrecha; pero que tampoco excluye
la posibilidad de que un mismo “plan” emerja continuamente una y otra
vez durante años...».
[7 56] FRIEDRICH NIETZSCHE

Nietzsche no pensaba partiendo de un título, no se sentaba con el fin


de construir y elaborar su filosofía a partir de un esquema básico. Por lo
contrario, según Schlechta, «tenía una cantidad casi infinita de ocurren­
cias precisas y, por lo tanto, escritas con precisión desde un buen princi­
pio, cada una de las cuales es una unidad independiente y cerrada en sí
misma, como un pequeño organismo con vida propia». No se mantenían
unidas por una sistemática, por un orden de cajones, sino por tendencias
básicas que a menudo eran contradictorias en sí mismas y que sólo por
eso ya se oponían a todo resumen unificador.
Pero los aforismos se vendían mal. Esto es algo que todos los «bie­
nintencionados» le repetían una y otra vez. La opinión de la época prefe­
ría más bien lo que el buen doctor Móbius había puesto apodícticamene
sobre el papel dos años después de la muerte de Nietzsche, como un juez
de delitos penales, en su tratado Sob re lo p ato lógico en N ietzsch e: «Para
un autor de folletines, tal vez el aforismo sea idóneo, pero para un pensa­
dor serio, a quien no debería importarle nada salvo la coherencia de sus
pensamientos..., no sirve para nada». Para complacer esta opinión de la
época, Nietzsche planificaba, juntaba, numeraba siguiendo criterios cam­
biantes y —a falta de la sistemática buscada— dibujaba amorosamente
portadillas en caligrafía. Uno de estos proyectos de título, de marzo de
1887, fue «La voluntad de poder». Ya en su edición de M ás a llá d e l bien
y d e l m al había anunciado L a v o lu n tad de p o d e r como su próxima obra.
Pero no pasó de allí. En una ocasión había reunido ya cerca de 400 afo­
rismos para este proyecto, estructurado en cuatro libros. Pero después re­
nunció a su plan, pues surgían planes nuevos que emergían como aque­
llos exóticos zarcillos de flores de los que había hablado a Resa von
Schirnhofer después de haber sufrido un fuerte ataque. Los materiales se
acumulaban, un nuevo plan iba adquiriendo forma poco a poco, primero
a modo de subtítulo de L a v o lu n tad de poder: «Transvaloración de todos
los valores». Efectivamente, su capacidad de resumen decaía cada vez
más, y en igual medida crecía su afán de convertir al mundo a la nueva fe
con violentas invectivas retóricas, de convencerlo de la existencia de
Nietzsche-Dionisos, de descargarse de la saña y del rencor acumulado, de
maldecir a sus contrincantes, de desvelar mentiras, de atacar a su tiempo
y a sus bajezas. Si para M ás a llá d e l bien y d e l m al había escogido, en vis­
tas a la próxima obra, el subtítulo «Preludio a una filosofía del futuro»,
bajo la G en ealo g ía d e la m o ral dispuso la denominación «escrito polémi­
co», y «escritos polémicos» eran ya lo único que salía de su pluma: E l caso
W agner, E l crepúsculo de lo s íd o lo s o G om o se filo so fa con e l m artillo , E l
A n ticristo (m aldición d e l C ristian ism o ), N ietzsch e con tra W agner. A conti­
nuación, en su cuarenta y cuatro cumpleaños, el 15 de octubre de 1888,
empezó el E cce hom o, el libro de su autoendiosamiento y el inicio de su
catástrofe.
E L O C A S O DE ZAR ATUSTRA [7 57]

«L a voluntad de poder» fue definitivamente abandonada, liberada en


la propia toma imaginaria del poder por parte de Nietzsche, pero Elisa­
beth había aprendido la lección de su hermano: a su manera, se las apaña­
ba bien en el negocio del poder. Lo que Nietzsche no había podido lograr
en los años de su pensamiento fundamental, de su máxima productivi­
dad, la obra básica de una filosofía del futuro, lo consiguió en un golpe de
mano la señora doctor Förster-Nietzsche, regresando rápidamente del
Paraguay, viuda y dispuesta a transformar la obra postuma de su herma­
no no sólo en dinero contante y sonante, sino también en una onda ex­
pansiva que resonara por doquier. Al fin y al cabo, Nietzsche se hizo fa­
moso contra todo pronóstico, y ella misma se dio prisa en idealizarse,
junto con Gast, como los últimos que le habían permanecido fíeles, como
sus más íntimos, y se autonombró su sucesora mediante cartas falsificadas
como en su día hicieron los papas en sus Estados Pontificios con la ayuda
de documentos falsos. Y como aquéllos, también ella estaba convencida
de lo complacido que estaría Dios con sus acciones.
Su palabra clave era: «Han de publicarse muchos volúmenes». Los
dos colaboradores a los que había enrolado Elisabeth para la obra postu­
ma de su hermano, Ernst y August Homeffer, que se empeñaban en ha­
cer inventario de todo el material, le parecían demasiado lentos. Ella mis­
ma, explicaba, solucionaba siempre de un plumazo todos los asuntos
pendientes. Así es como se produjo la mayor falsificación de Elisabeth: en
marzo de 1887 publicó bajo el título L a v o lu n tad de p o d er los aforismos
que Nietzsche había reunido de forma accidental como si se tratara de su
obra fundamental que desgraciadamente no había podido llevar a im­
prenta en persona debido a su hundimiento. El mismo lo habría deposi­
tado en sus manos y, una vez más, Elisabeth dejó que fluyera su fantasía
propia de una Eugenie Marlitt: Nietzsche tenía la mirada fija «en el ar­
diente cielo crepuscular» y decía palabras conmovedoras. A la primera
falsificación, que por lo menos, gracias a la numeración que hizo Nietzs­
che de los aforismos, no nos ha privado por completo de toda base de es­
tudio, le siguió otra más, todavía mucho mayor que la anterior, en 1906,
con motivo de la edición de Nietzsche en libro de bolsillo. Milagrosa­
mente o como por arte de magia, L a v o lu n tad de p o d e r creció en más de
1.000 aforismos que Elisabeth había recogido de aquí y de allá de entre
los múltiples libros de notas de Nietzsche, como una muchacha que re­
coge amapolas y centauras en un campo de trigo. L a v o lu n tad de p o d er
hizo su entrada en el mundo como obra principal de Nietzsche, mundo
que únicamente estaba a la espera de escuchar a un filósofo que justifica­
ra el chauvinismo de los pueblos, el imperialismo de los poderosos, las an­
sias de ascenso de los usurpadores.
No es que Nietzsche no hubiera preparado de otra manera la ideolo­
gía que iba a surgir y las calamidades venideras. Les proporcionó a las
[7 5 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

mentes superiores e inferiores de la obstinación ideológica, a Moeller van


den Bruck y a Spengler y a Rosenberg y a Günther, las palabras clave que
ellos, a su vez, transmitieron a los Hitler y a los Himmler. Por ejemplo, se­
ñalado con el número 202 de su lista de lecturas, el catedrático de institu­
to Heinrich Himmler introdujo en 1924 el libro de Hans F.K. Günther
C ab allero, m u erte y dem onio, e l p en sam ien to h eroico , en el que se habla
del «héroe odiante», ser creativo incluso cuando extermina e incendia. El
futuro genocida, por entonces bienpensante, anotó: «Un libro que me ex­
presa, en palabras y frases sabiamente meditadas, lo que yo siento y pien­
so desde que pienso».
Un concepto como el de «voluntad de poder» hacía que la filosofía de
Nietzsche fluyera aerodinámicamente, le daba una señal de marca que era
aplicable aun sin haber leído ni una sola línea de su obra. Elisabeth, mu­
cho más próxima que él al clan de Wagner y a los exaltados que compo­
nían su séquito, preparaba a Nietzsche como profeta popular. En su edi­
ción en tres volúmenes de Nietzsche de 1954, Karl Schlechta destruyó
este otro «mito del siglo veinte». Giorgio Colli y Mazzino Montinari pro­
siguieron su trabajo con la gran edición que han hecho de Nietzsche. Des­
de entonces, ya no existe L a v o lu n tad de p o d er que Elisabeth había docu­
mentado a su manera, y de forma tan convincente, en su trabajo de
archivo. Sin embargo, la voluntad de poder, esta vez sin comillas, sigue es­
tando a la orden del día.
Capítulo 2

Ascensión turinesa

Nadie será capaz de escribir un historial médico exacto de Friedrich


Nietzsche, ya que los comienzos de la enfermedad no han quedado
completamente esclarecidos.
Consejero privado Otto Binswanger,
director de la Clínica Psiquiátrica de Jena,
el 29 de septiembre de 1904, a Gast

Uno puede venirse abajo por haber creado algo «inmortal».


Nietzsche a Overbeck

L
os observadores en general y los biógrafos en particular gustan de
las «evoluciones»: Algo comienza en forma de brotes y capullos,
pequeño y misterioso, se desarrolla, se extiende y, finalmente, se
hace accesible y visible para todo el mundo. Así es como crece un árbol,
y también así evoluciona un cáncer. Finalmente, así se desarrolló la genia­
lidad de Nietzsche, y así creció en él su locura, sobre todo si se tiene en
cuenta que la «semilla» la sembró su famosa infección de 1866. Por lo
tanto, la parálisis progresiva dispuso de mucho tiempo para avanzar, ha­
cerse fuerte y socavar a su víctima, hasta surgir triunfalmente a la luz en
invierno de 1888. Desde el doctor Möbius, que en 1902 fue el primer mé­
dico que exploró por escrito este asunto y su origen, no han faltado bus­
cadores de pistas al acecho de indicios previos de esta catástrofe, de sín­
tomas tempranos o anteriores a ella.
Sin embargo, esta clase de síntomas no existe, por lo menos hasta el
[7 6 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

44 cumpleaños de Nietzsche celebrado el 15 de octubre de 1888. Es inú­


til recorrer los extensos volúmenes de su obra postuma, casi dos mil pá­
ginas de imprenta a partir de otoño de 1884, en las que se han editado sin
omisión alguna las anotaciones que realizó en sus cuadernos de notas: se
aprecian muchas repeticiones y algunos descuidos, se encuentran apre­
ciaciones siempre nuevas inmersas en un mismo complejo de pensamien­
tos, se constata la imposibilidad de clasificar o enhebrar esta totalidad de
pensamientos partiendo de algún punto dado, pero el entendimiento que
ha anotado todo esto no flaquea, no se debilita, no se ve afectado o en­
turbiado por una enajenación de sus capacidades.
La perseverancia en perseguir unos fines precisos y la referencia a un
punto central dentro de una concepción general aumentan de igual ma­
nera que la agudeza, frialdad y brillo de su expresión. El escrito polémico
G en ealo g ía de la m oral, nacido en julio de 1887 en Sils-Maria supera el
anterior estilo aforístico, se subdivide de forma lógica e impecable en tres
tratados y formula en el prólogo de manera tan transparente su objetivo,
que merece la pena reproducir aquí este fragmento como muestra ejem­
plar del estilo tardío de Nietzsche:
«Este problema del valor de la compasión y de la moral de la compa­
sión (—yo soy un enemigo del ignominioso reblandecimiento moderno de
los sentimientos— ) en un principio parece tratarse sólo de algo individua­
lizado, de un interrogante en sí mismo; pero a quien alguna vez quede atra­
pado por esta cuestión, a quien aprenda a plantear preguntas sobre ella, le
sucederá como a mí —un colosal punto de vista nuevo se abrirá ante sus
ojos, una posibilidad le poseerá como un desmayo, surgirá en él toda clase
de desconfianza, recelo y miedo, temblará su fe en la moral, en cualquier
moral— para que finalmente se haga oír una nueva exigencia. Llamemos a
esta nueva exigencia por su nombre: necesitamos una crítica de los valores
morales; por una vez, también el mismo valor de estos valores tiene que ser
puesto en duda —Y para ello es preciso tener un conocimiento de las con­
diciones y circunstancias a partir de las cuales han crecido, bajo las que se
han desarrollado y desviado (moral como consecuencia, como síntoma,
como máscara, como mojigatería, como enfermedad, como malentendido;
pero también moral como causa, como remedio, como estimulante, como
inhibición, como veneno), ¿a qué se debe que semejante conocimiento no
hubiera existido hasta ahora ni fuera deseado siquiera? Se aceptaba el va­
lor de estos “valores” como algo dado, como algo real, como algo situado
más allá de toda duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más mí­
nimo en considerar el “bueno” como superior al “malo”, superior en el
sentido de su favorecimiento, utilidad y prosperidad en vistas a la huma­
nidad en general (incluido el futuro de la misma). ¿Qué sucedería si lo ver­
dadero fuera todo lo contrario? ¿Qué, si en la figura del “bueno” también
estuviera latente un síntoma de regresión, por lo tanto, un peligro, una se­
el o c a s o d e z a r a t u s t r a [7 6 1 ]

ducción, un veneno, un narcótico, a través de los cuales el presente tal vez


viva a costa del futuro? ¿A lo mejor más cómodamente, con menos peli­
gro, pero también en un estilo más limitado, más bajo? ... ¿De tal manera
que fuera precisamente la moral la culpable de que no se logre nunca la
máxima expresión y esplendor del tipo hombre, perfectamente posibles
por sí mismos? ¿De modo que fuera precisamente la moral el mayor peli­
gro de todos los peligros? ... ».
En estas palabras constatamos que Nietzsche conservaba todas sus fa­
cultades. Si bien su teoría es audaz («le poseerá como un desmayo»), su
explicación es consecuente en sí misma. Emplea la palabra «crítica» de
igual manera a como hizo Kant cuando escribió la C rítica de la razón pu ra
y la C rítica de la razón p ráctica: entendida como un presupuesto nuevo y
copemicano en la historia del pensamiento. Hay que aprender a cambiar
nuestro modo de pensar, partiendo de un presupuesto distinto, con el fin
de reconocer el riesgo de los supuestos valores de la época — decadence y
democratismo, cristianismo y socialismo— y oponerles los valores nuevos
de la afirmación de la vida y del poder. Si hoy Nietzsche siguiera vivo, se
sentiría reafirmado en todo lo que dice: aún podría observar más progre­
sos revolucionarios del reblandecimiento, de la sensibilidad decadente y
de la nivelación socialista, y tampoco se hubiera equivocado en su previ­
sión de que la barbarie humana llegaría al poder. Tal vez sólo quedaría de­
cepcionado ante la pregunta de si en los nuevos poderosos realmente se
había dado «la máxima expresión y esplendor del tipo hombre». Pero él
esperaba con desesperación que, contra todo pronóstico, su filosofía del
arte y del poder algún día iba a quedar victoriosa, haciendo posible y acu­
ñando a ese prototipo de hombre poderoso y espléndido.
Sin duda también en los cuadernos se encontrarán indicios ocultos de
lo que en el anterior capítulo hemos denominado el «delirio» de Nietzs­
che, diferenciándolo expresamente del término «locura». Aproximada­
mente en febrero de 1887, Nietzsche cita a Taine sobre Napoleón: Taine
ha reconocido en Napoleón al artista que realiza en lo ideal y en lo impo­
sible sus sueños artísticos. «En vistas a los sólidos contornos de su visión,
a la intensidad, coherencia y lógica interna de su sueño, la profundidad de
su meditación, la dimensión sobrehumana de su concepción» es compa­
rable a Dante y a Miguel Angel; Napoleón es lo que Nietzsche quiere lle ­
g a r a ser. Cita a Napoleón, que dijo amar el poder como un artista («lo
amo como un artista ama a su violín; lo amo para obtener de él notas,
acordes, armonías».) Arte y poder: Nietzsche reflexiona sobre estos dos
términos; ¿cómo se pueden combinar las cosas de manera que los sueños
artísticos se conviertan en realidad — y los sueños de poder se vuelvan ar­
tísticos? Así es como relaciona con la comparación de Napoleón la «alo­
cada» idea de viajar a Corte para concebir la voluntad del poder en el mis­
mo lugar donde el propio Napoleón fue concebido.
[7 62] FRIEDRICH NIETZSCHE

Otra cita más de Napoleón, otoño de 1887: «Tengo los nervios extre­
madamente sobreexcitados; si mi corazón no latiera con una lentitud re­
gular, correría peligro de volverme loco». Recordémoslo: Nietzsche tiene
el mismo pulso que Napoleón y —ciertamente— los nervios sobreexcita­
dos. Gracias a este pulso lento, a pesar de toda su sensibilidad, Napoleón
no se debilitaría, no se volvería loco, sino que al final iba todavía a con­
quistar el mundo y el tiempo. Sobre la obra cumbre que Nietzsche tiene
proyectada dice explícitamente: «Cada libro como una conquista, ataque
— tem po lento — defendido dramáticamente hasta el final; finalmente ca­
tástrofe y repentina redención». Esto lo escribe el artista-conquistado, y
nadie puede discernir si sólo emplea los términos militares metafórica­
mente o como una realidad fantástica del futuro. En el apartado «Sobre el
libro perfecto», que también procede de otoño de 1887, Nietzsche formu­
la como receta para escribir la «preferencia por la terminología militar».
Lo que en las declaraciones de sus cartas parece espontáneo, como
mera expresión de su estado de ánimo, ha sido calculado en este sentido
en función de los roles y finalidades necesarios para servir a su futura mi­
sión. Incluso el endiosamiento, ese paso extremo del delirio de grandeza,
en sus nptas parece incorporado a una receta vital futura y «razonable».
Para los hombres nuevos, «D ios» es un «momento de culminación: «La
existencia es un eterno endiosamiento y desendiosamiénto».
En aquellos casos en los que traza un balance en sus cartas, la sobrie­
dad del juicio de Nietzsche resulta a menudo sorprendente, como en su
carta a Overbeck desde Canobbio, junto al lago Maggiore, del 14 de abril
de 1887. Una vez hubo constatado que no había nada que le deprimiera
más que la «comprensión» para con él de los «bienintencionados», prosi­
gue: «En ocasiones no hay nadie que me comprenda; y si el cálculo de
probabilidades no me engaña, esto va a seguir siendo así hasta 1901. Creo
que me tomarían por loco si hiciera saber lo que pienso de mí mismo.
Forma parte de mi “humanidad” el dejar que persista la confusión gene­
ralizada sobre mi persona: de lo contrario amargaría a mis amigos más
respetables contra mí y no beneficiaría a nadie con ello».
Profecías como ésta se sitúan por completo dentro del alcance de una
conciencia fuerte y desmedida de uno mismo, pero no «enajenada». Tam­
bién lo que sigue, expresado en una carta a Overbeck, describe más un
papel a interpretar que una reivindicación injustificada: «Este invierno he
consultado lo bastante la literatura europea como para ahora poder decir
que mi posición filosófica es con mucho la más independiente de todas
las restantes, hasta el punto de que me considero el heredero de varios
milenios: nuestra Europa de hoy aún no tiene ni idea de en torno a qué te­
rribles decisiones gira todo mi ser, ni a qué rueda de problemas me en­
cuentro atado —ni de que conmigo se prepara una catástrofe cuyo nom­
bre conozco pero no voy a pronunciar».
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 6 3 ]

Grandes palabras, sin duda, sobre todo si en la última frase subrayá­


ramos el «conmigo», como lo hacía él en sus días de locura. Si echamos
un vistazo a sus notas, los testimonios menos capciosos, la intuición de la
catástrofe recupera su propio peso específico totalmente independiente a
la persona de Nietzsche. En un apunte sobre su proyectada obra sobre el
ascenso del nihilismo, dice: «Toda nuestra cultura europea se mueve des­
de hace tiempo en una tensa tortura que crece de década en década, como
si se dirigiera hacia una catástrofe: inquieta, violenta, precipitada:
como un río que quiere llegar al final de su recorrido, que ya no recuerda
nada, que siente miedo de acordarse de algo».
Según el modo de pensar, estado de humor y temperamento de cada
uno, se estimará, o bien que la predicción de Nietzsche ya se ha visto
cumplida, o bien que aún nos queda bastante catástrofe por vivir. Las
profecías son una cuestión de suerte. Pero Nietzsche también nos ha in­
dicado una fecha: «Lo que yo cuento es la historia de dos siglos». Para su
comprobación definitiva aún nos quedan cien años de tiempo.

La triste realidad de la vida de Nietzsche en Niza y Sils-Maria queda


puesta de manifiesto en un par de instantáneas. Ni una palabra de Gast
sobre este Nietzsche tardío, ni una palabra de Overbeck. Con el primero
pasa todavía una breve temporada en Zurich, con el segundo un par de
semanas en Venecia. A Deussen, que le visitó en Sils con su joven esposa,
le debemos la descripción de su persona («más que caminar, parecía
arrastrarse con dificultad y con cierta tendencia a ladearse, y frecuente­
mente su discurso de volvía torpe y titubeante») y de su cuarto («una
mesa de estilo campestre con una taza de café, cáscaras de huevo, manus­
critos, objetos de aseo personal en variopinto desorden, que seguía ex­
tendiéndose desde un sacabotas, con una bota olvidada en él, hasta su
cama, que estaba sin hacer»). ¿Era realmente así? ¿Sería capaz una per­
sona siempre tan pendiente de las formas como es Nietzsche de mostrar
su habitación en este estado? Deussen también se sorprendió de la afabi­
lidad con que este «ermitaño» acogía a sus huéspedes y de las lágrimas
que vertía al despedirse.
Todavía desde Venecia, la señora Alma von Bartels nos habla de un
caballero ataviado «en pantalones cortos de lino blanco combinados
con una chaqueta negra», que acudía a diario a la o ste ria en la que ella
comía con sus acompañantes. Saludaba en dialecto veneciano, lengua en
la que también pedía su menú, para permanecer en silencio a continua­
ción. Su mostacho era demasiado tupido, mientras que el extremo de su
tupé estaba recortado. La gente se reía de él, y un día él también rió con
ellos, descubriéndoles su identidad como la del filósofo alemán Frie-
drich Nietzsche.
[7 6 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

La señorita Meta von Salis-Marschlins, procedente de la antigua no­


bleza grisona e hija de oficiales, llegó a disfrutar del especial beneplácito
de Nietzsche, a pesar de formar parte de la minoría de mujeres emanci­
padas; había cursado su doctorado en Zurich. Más adelante escribió el li­
bro F iló so fo y hom bre n oble, en el que tradujo a su propio estilo aristo­
crático alemán las declaraciones de Nietzsche, como por ejemplo, ésta
sobre Goethe: «Uno siempre se siente bien en la proximidad de este gran
hombre». Teniendo en cuenta que esta mujer tuvo la preciosísima ocasión
de pasar, en el verano de 1887, siete semanas a su lado, su libro es de una
vanalidad pasmosa por lo que respecta a todo lo personal. Sólo hay una
anécdota que nos muestra a Nietzsche más de cerca: la noble señorita le
enseñó a remar, «y él disfrutó del leve destello de peligro que amenazaba
al viaje cuando arreciaba el viento». «¡E s usted una verdadera aventure­
ra!», le había dicho una mañana bajo un cielo que amenazaba tormenta.
Así era él, un Cristóbal Colón temeroso, un navegante sobre los abismos
de la nada.
En Sils también le visita el profesor Julius Kaftan, teólogo evangelista
y colega de Basilea, desde 1883 profesor titular en Berlín; un hombre res­
petado que acude a visitar a un fracasado. Dos escenas constructivas nos
cuenta este profesor, que había estado trabajando nada menos que la
esencia de la religión cristiana y que próximamente iba a informar sobre
el contenido de verdad de la misma. En una ocasión, Nietzsche le habló
en voz baja de su transformación: «Fue como cuando un devoto nos ex­
plica de qué modo ha reconocido la insignificancia de este mundo y ha
aprendido a cobijar su alma en Dios». En la siguiente escena, Nietzsche
analiza con gran afán una receta de cocina; a Kaftan le parece cómica esta
conversación culinaria entre dos eruditos, pero Nietzsche se lo discute,
subrayando la necesidad del cuidado del cuerpo. ¡Ah, sí!, decía el bueno
de Kaftan, Nietzsche estaba enfermo y por esa razón tenía que pensar en
las necesidades del cuerpo; según Kaftan, no habría una manera más gra­
ve de malinterpretarle que disculpando la propia sensualidad con la au­
toridad de Nietzsche.
Algo mejor informado estaba el casero de Nietzsche, el buen señor
Durisch, que había logrado llegar a ser alcalde de Sils. Explicaba que a ve­
ces Nietzsche vivía de manera algo irrazonable. «Cuando su madre le en­
viaba algún alimento que le gustara mucho, comía hasta empacharse. Le
gustaba especialmente la miel en panal, y a veces llegaba a comerse una
rodaja enorme en sólo tres días.»
Obviamente, le había sucedido lo que a tantos otros ascetas y célibes:
la abstinencia de vino y mujeres era compensada con las alegrías de la
mesa... en la medida en que se lo permitía su estómago, todavía muy deli­
cado. Su corespondencia con su casa, con la buena de su madre, excluía
todos los problemas de mayor envergadura y se dedicaba preferentemen­
EL OC A SO DE ZARATUSTRA [7 6 5 ]

te a la petición, alabanza y agradecimiento relacionados con envíos de ali­


mentos, especialmente de jamón, embutido y miel. La filología nietzschea-
na se ha lamentado con razón de que su hermana no incluyera esta co­
rrespondencia sobre jamones en la edición de sus cartas.
Cierto que la variedad en la comida no era su fuerte; tenía sus recetas
para hacer dieta. Evitaba la tab le d ’h óte por el ruido de los niños y comía
en el restaurante para turistas: siempre «un buen bistec sangrante con es­
pinacas y una gran tortilla rellena de mermelada de manzana». Por la no­
che, algunas lonchas de jamón, dos yemas de huevo y dos panecillos. A las
cinco de la mañana empezaba el día con una taza de cacao amargo marca
«van Houten». Se levantaba de la cama a las seis de la mañana, momento
en el que bebía una taza grande de té (nuevamente, la marca era muy im­
portante) para a continuación poner manos a la obra. Ni vino, ni aguar­
dientes, escribió a su casa; con relativa frecuencia, una jarra de cerveza,
nos informa el señor Durisch. Se alegraba siempre que su madre le envia­
ba sidral efervescente: también aquí, como en el chocolate de las mañanas
y en el helado que tanto le gustaba, estaba en juego su infancia. Sus dos
amigas angloirlandesas, mrs. Fynn y su hija pintora Emily, le regalaron en
una ocasión un tarro de confitura, del que salieron a su encuentro un par
de langostas —en respuesta a un sapo que les había traído a las damas
oculto en el bolsillo de su pantalón. También sus bromas eran infantiles.
Como un niño, cuando hacía buen tiempo, Nietzsche corría hasta su
lugar favorito, el «Salón de las Rosas», situado en una cumbre con vistas
al mar, se tendía al sol y se sentía feliz. Sin embargo, la sombrilla blanca
que llevaba era bien poco infantil. Volvía a caminar bien, daba sus paseos
con paso rápido y, embebido en sus pensamientos, llegaba incluso a dar
plantón a la aristocrática señorita von Marschlins.
Una última instantánea, extraída de su propia carta a Elisabeth y
Bernhard Fórster enviada al lejano Paraguay en Navidad de 1885. Las
Navidades, normalmente punto álgido de sus catástrofes y el punto más
bajo de sus depresiones, las había vivido esta vez como un «día de fies­
ta»... gracias al cielo azul y al tiempo cálido de Niza. Hizo una excursión
hasta la península de Saint-Jean, paseó a lo largo de su costa y finalmente
se sentó «entre jóvenes soldados que desplazaban bolos» (es decir, que ju­
gaban al boule o las boccia —la petanca o las bochas, en España— ). «Ro­
sas frescas y geranios en los setos, y todo verde y cálido: ¡nada nórdico!»
Se sentía dionisíaco, de modo que tomó tres (subrayado) copas enormes
de un vino dulce del lugar, terminando «un poquillo» borracho, de modo
que, cuando las olas se acercaban con excesiva virulencia, les decía, como
seles dice alas gallinas: «¡Titas! ¡titas, titas!». Para acabar el día, cenó «re­
giamente» en su pensión, junto al árbol de Navidad. Nietzsche seguía
siendo un niño con tres jarras de cerveza... sólo que ahora nadie le daba un
cachete. En la misma carta cuenta que había descubierto a un b ou lan ger
[7 66] FRIEDRICH NIETZSCHE

d e lu x e (panadero de lujo) que sabía hacer pastel de queso, del cual había
enviado uno hace poco al rey de Württemberg. El «príncipe modesto»
que se había mezclado de incógnito entre el grupo de jóvenes soldados,
ya estaba buscando a un proveedor de la Corte.

Si profundizamos un poco más, durante la época que va hasta el 2 de


abril de 1888, día en que parte hacia Turín, apreciamos una desespera­
ción cada vez más variada y con ataques más virulentos. Al mismo tiem­
po, ciertas particularidades se hacen más patentes, «complejos» o rasgos
patológicos que modifican su imagen una vez más hasta llevarle a aquel
estado final «glorificado» que encuentra su culminación en la euforia de
Turín como en una ascensión a los cielos.
El muro de las lamentaciones en el que se descarga de su aflicción es
el paciente Overbeck, que por su parte ya ha sabido encontrar la paz.
Frente a Gast, Nietzsche tiene que interpretar el papel de persona de con­
fianza —pues el pobre Gast aún lo tiene peor que él, su situación es to­
davía más desesperada, cargado con su ópera que nadie le acepta y con
sus pobres ingresos provenientes de clases particulares, de copiar partitu­
ras y de escribir artículos de prensa; Gast es en todo su compañero de fa­
tigas. Su queja es ahora de una nueva intensidad, de un timbre trágico o
lírico que se eleva por encima de todos sus lamentos anteriores:
«Tiempo nublado y húmedo, ocasionalmente incluso días de invier­
no; en mí, una melancolía equivalente, desánimo, interrogantes sin res­
puesta, ningún “deseo” propio, en ningún lugar del horizonte algo grato
para mí, ni ser humano, ni libro, ni música, todas las funciones animales
reprimidas, los ojos constantemente doloridos, el pasear es una carga, en
la medida en que estoy demasiado cansado para ello, pero por otra parte
no tengo nada mejor “que hacer”» (de Chur, 13 de mayo de 1887).
«Tras una llamada de tal calibre, la de mi Zaratustra, surgida de lo más
íntimo de mi alma, no escuchar ni un sólo sonido de respuesta, nada,
nada, recibir siempre tan sólo la callada soledad, ahora multiplicada por
mil — todo esto tiene algo terrible superior a todo concepto, capaz de
hundir incluso al más fuerte — ¡ ay, y yo no soy “el más fuerte” ! Desde en­
tonces me siento como si estuviera herido de muerte...» (de Sils, 17 de ju­
nio de 1887);
«Esta terrible década que acabo de dejar atrás me ha hecho catar en
grado más que suficiente lo que significa estar solo, sentirse abandonado
hasta este punto: la soledad y desprotección de un sufriente que no tiene
medios para rebelarse, para “defenderse” siquiera» (de Niza, 12 de no­
viembre de 1887).
Todo ofensas, malinterpretaciones, «ofensivos recelos», «desdeñosa
inmodestia». Ni una recensión crítica decente desde hace quince años.
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 6 7 ]

De M ás a llá d e l bien y d e l m al se distribuyeron 60 ejemplares a revistas y


redacciones de periódicos, pero finalmente sólo se llegaron a vender 106
ejemplares. Apenas una quinta parte de las redacciones tomaron nota de
su existencia. «N o escasean las señales decididas de antipatía y de recha­
zo desde un buen principio contra todo lo que procede de mí» (a Over-
beck, 30 de agosto de 1887).
A Gast le escribe sobre un estado de vulnerabilidad crónica del que
iba a tomar revancha en cuanto se sintiera mejor: mediante excesos de du­
reza (1 de febrero de 1888). Como resultado de su aislamiento alaba la in­
dependencia: puede ser grosero y brusco con alguien siempre que le ape­
tezca. De esta manera, descalifica a Rohde (11 de noviembre de 1887)
porque ha osado restar importancia a ese Taine que, como primer fran­
cés, había sabido reconocer su superioridad, la de Nietzsche. Pero des­
pués lo lamenta. Más adelante va a proceder con Malwida según el si­
guiente principio: su afán es el de decir, por fin, la verdad, su propia
opinión, después de tantas cartas aquí y allá encubriéndolas; colocar las
escalas de valores en su debido sitio. En realidad, los respectivos destina­
tarios de las cartas de Nietzsche representan al resto de la humanidad, a
la que Nietzsche sólo puede expresar su opinión mediante sus escritos.
Sólo exhonera a Overbeck y a Gast: las personas de las que depende di­
rectamente.
Su fracaso le vuelve escéptico con respecto a su siguiente obra, que
iba a contener lo que Nietzsche realmente quería decir. «Ojalá tuviera el
valor de pensar tan sólo todo lo que ya sé», le escribe a Overbeck, y que
con un peso de cien quintales reposa sobre él la necesidad de construir en
los próximos años «una estructura coherente de pensamientos». Cierta­
mente, para ello serían necesarias seis condiciones, que le parecen casi
inalcanzables. La condición más importante: retiro absoluto, «una pro­
funda tranquilidad, aislamiento, enajenación», pues él es una persona de
profundidades. Después de la G en ealo g ía, había terminado con sus es­
fuerzos por hacer comprensibles sus obras anteriores: «...y a partir de
ahora no voy a publicar nada más durante una serie de años» (así en agos­
to de 1887 a Overbeck). Tenía que retirarse por completo a su interior, no
recibir más experiencias, nada del exterior, nada nuevo — a una nueva es­
cala, reencontramos aquí su viejo deseo de «desapareceos. «Siento que
ahora va a haber una escisión en mi vida —y que ahora tengo ante mí mi
gran misión», escribe a Gast en abril de 1887, «¡ante mí y, aun más, sobre
mí!», y en el mismo sentido escribe hacia finales de año que toda su exis­
tencia anterior había sido tan sólo una promesa. No les podía reprochar a
los críticos de su último libro que descubrieran en él aspectos «psiquiá­
tricos» y «patológicos», pues su empresa tenía algo de tan terrible y colo­
sal, que no estaba en situación de resolver a nadie las dudas sobre si to­
davía conservaba la razón.
[7 6 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Ahora le gusta recubrir la finalización de ésta su última obra magna en


la imagen del árbol que deja madurar sus frutos; se ve a sí mismo crecer
hacia lo alto, hacia el azul, hundir sus raíces cada vez con mayor profun­
didad, y quiere esperar «hasta que se me permita sacudir el último fruto
de mi árbol».
A partir del invierno de 1887/1888 ya no se siente insatisfecho. El 3 de
febrero de 1888 escribe a Overbeck que la terrible misión que tenía ante
sí surgía cada vez con más claridad de entre la niebla. El 3 de marzo, que
el invierno le había traído toda una serie de problemas y decisiones radi­
cales. En términos similares le escribe a Gast en enero que su última épo­
ca había sido rica en «entendimientos y revelaciones sintéticas» y que ha­
bía aumentado su valor para realizar lo «increíble».
El 13 de febrero de 1888 le escribe a Gast: «H e terminado la primera
copia de mi In ten to de una tran sv alo ración : en general, ha sido una verda­
dera tortura. Tampoco tengo todavía el valor suficiente. Dentro de diez
años quiero hacerlo mejor». Es el día de la muerte de Wagner y de la con­
clusión de su Z aratu stra. Pero la noticia no tiene nada de radiante. La pa­
labra «tortura» llama la atención: luego, nada de inspiración, nada de de­
jarse llevar, nada de danza. También Overbeck tenía que recibir la noticia;
en el borrador de una carta destinada a él se habla de una gran calma y ali­
vio tras una crisis extremadamente dolorosa. Pero la carta a Overbeck no
llega a enviarse. La notificación que sobre la ejecución de esta obra le
hace a Gast no se ve confirmada. Efectivamente, los cuadernos de notas
sólo contienen fragmentos, notas de prólogos, la lista de una masa de afo­
rismos a repartir en varios libros (a partir de los cuales Elisabeth com­
pondría más adelante L a V oluntad de p o d er). Por lo demás, nada. Si algún
día llegó a existir algo parecido a una primera copia de algo, Nietzsche la
destruyó. Una vez más, Nietzsche menciona de nuevo los famosos diez
años, ese aplazamiento continuo de su gran proyecto. El 26 de febrero de
1888 se corrige explícitamente con respecto a Gast: la copia sólo era para
él, Nietzsche. Ahora se proponía escribir una así cada invierno — «en rea­
lidad, descarto la idea de “publicidad”». En su carta a Overbeck del 3 de
marzo ya no habla de esta copia. No lo pone en ningún sitio, Nietzsche se
ha guardado de decirlo de forma expresa... pero esta vez parece que el
Sanctus Januarius ha fallado. Nietzsche ha fracasado en lo que había sido
su mayor esperanza.

En la medida en la que su misión principal se aleja de él hasta hori­


zontes lejanos que Nietzsche circunscribe con sus habituales «diez años»,
crece la resaca de las ideas fijas, de la voluptuosidad de su entrega a los
sueños, el placer de la caída. Crece en él aquel elemento que no es tanto
un «talento» como una parte esencial de su persona, una especie de alien-
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 69]

to vital y de plenitud en su vida que sustituye a todos los demás: su nece­


sidad de música.
Cierto: Nietzsche ya no toca ningún instrumento. Ha oído tocar al jo­
ven Eugène d ’Albert y desde entonces se ha dado cuenta de que, en com­
paración a él, hasta el mismo Gast es un ignorante al piano. Pero Gast es
compositor, y Nietzsche cree en las composiciones de Gast. Gast es mu­
cho más que un mero receptor casual de sus mensajes, es su segunda mi­
tad, su otro yo. «N o hay duda», escribe en junio de 1887 desde Sils, «de
que en el fondo, a mí me gustaría ser capaz de hacer la música que usted
hace — y de que yo siempre he hecho sólo mi propia música (incluidos
mis libros) fa u te de m ieu x ...» La música de Gast representa el sur, la ale­
gría, otro mundo distinto, el sueño, Orfeo y Nausikaa, la Venecia del si­
glo XVIII, el clasicismo, «gotas doradas».
A principios de enero de 1888 llega el reconocimiento: «Ahora la mú­
sica me transmite sensaciones que en realidad nunca me había propor­
cionado antes. Me libera de mí mismo, me desencanta de mí mismo,
como si me contemplara o me sobresintiera desde una lejanía muy gran­
de; al hacerlo, me da nuevas fuerzas, y a cada noche de música (he escu­
chado C arm en cuatro veces) le sigue una mañana llena de resolutos cono­
cimientos y ocurrencias». Vivir sin música sería un error, una fatiga, un
exilio. Un par de semanas más tarde, escribe: «Ya no conozco nada más,
ya no oigo nada más, no leo nada más: y a pesar de todo ello ya no hay
nada que en realidad me importe más que el destino de la música». Con
la más profunda satisfacción descubre que Baudelaire había tenido un
vínculo muy estrecho con la música de Wagner, ese extravagante «bufón
de tres al cuarto», que había sido al mismo tiempo «libertino, místico,
“satánico”, pero sobre todo wagneriano» (podría haber añadido: «como
yo»). Baudelaire, «en la última época de su vida, en la que estaba medio
loco e iba hundiéndose lentamente, se aplicó música de Wagner como si
se tratara de una medicina (...) y bastaba con mencionar el nombre de
Wagner e il a so u ri d ’allég resse (ha son reíd o de a le g ría )». Wagner respon­
de de Gast, Gast responde de Wagner, y en ambos se encarna él mismo:
Dionisos, el dios de la música.
Para Nietzsche, la música era ahora su vida, su existencia, su destino.
Por lo tanto, hizo un nuevo intento con su propia música, con su H im n o
a la vid a adaptado por Gast para coro y orquesta, que para su regocijo ha­
bía aparecido en la editorial Fritzsch en una partitura especialmente ele­
gante, impresa sobre papel de primera calidad. Esta vez se esforzó tanto
por su propia obra como otras veces había hecho por la ópera de Gast: la
envió a Bülow (¡precisamente! ), a Motil, a Levi en Munich, a Volkland en
Basilea, se dejó esperanzar por su amigo Krug con respecto a una posible
representación en Colonia, gestionó una representación en Naumburg, y
finalmente también le envió la partitura a Brandes a Copenhague, frené­
[7 70] FRIEDRICH NIETZSCHE

tico de esperanza de que esta obra fuera a ser un puente para su filosofía,
«en vistas a una futura comprensión de ese problema psicológico que soy
yo...». Toda autocrítica quedaba ahogada ante la limpia impresión de las
notas, a partir de las que escuchaba una música celestial, su propia músi­
ca celestial, un «afecto básico» de su filosofía: «seriedad y pasión».
Esto sí se lo tomó en serio. Para ello ningún tiempo le parecía dema­
siado valioso. El impresor debía poner atención en que después de la pa­
labra final «pena» aparecieran puntos suspensivos, sin signo de exclama­
ción; se sintió desconsolado al comprobar que un signo incorrecto en el
grabado de las notas había convertido un acorde en tono mayor en otro
en tono menor. El tono falso del clarinete en este punto le quitaba el sue­
ño. Obviamente, este himno era para él mucho más que una mera prueba
u obra maestra musical. El giro final «¡pues bien! ¡Todavía te resta tu
pena!...» era el máximo de h ybris, de desafío a los dioses, un exceso de va­
lor y de insolencia, según le confió a Gast; «cada vez que veo (y oigo) esta
parte, un pequeño escalofrío recorre mi cuerpo». Las erinias, añadió, las
diosas de la venganza, tendrían buen oído para esta clase de «música».
¿Qué era tan escalofriante? Sin duda, no su música. ¿Qué era tan de­
safiante? ¿Que él, el torturado, pidiera más torturas, se atreviera a solici­
tar pena? O no sería más bien que con su música Nietzsche se olvidaba de
sí mismo, «como si me contemplara y me sobresintiera desde una lejanía
muy grande», que se volvía una persona completamente distinta: el héroe
trágico de aquella tragedia griega que había nacido del espíritu de la mú­
sica en 1874. Erguido, enfrentándose cara a cara a su destino, que, según
es habitual en las tragedias, iba finalmente a destruirle. Todo esto mere­
cería un pequeño escalofrío. Después de estas declaraciones, ya podía
charlar con Gast sobre los detalles: «Toleraría un la, siempre que fuera el
inicio de una cadencia larga, apasionada, trágica, en altibajo (en fa soste­
nido menor), como por ejemplo con un unísono de violines; en cambio,
así, solo, el la queda yermo, doloroso, sin esperanza». Pero incluso en los
detalles, Nietzsche seguía siendo un literato, entendía la música como si
fuera lírica. Seguía sintiéndose tan inseguro en este campo como cuando
de niño compuso la sinfonía de Hermanarico, totalmente arrebatado, so­
metido a los sentimientos más violentos, en los que la música actuaba
como un detonante. A Gast, por su parte, le informaba de sus apuros:
«En estos momentos me falta una estética in p u n cto m usicae, quiero decir:
tengo un “gusto”, pero me faltan las razones, la lógica, el imperativo de
este gusto» (19 de noviembre de 1886). Un mes más tarde fue al teatro
«por melancolía», y se sorprendió de la elegancia y finura de la música, in­
cluso —lo cual era más que absurdo— había llegado a tener tres o cuatro
veces los ojos llenos de lágrimas. ¡La pieza de la que habla Nietzsche es la
opereta Boccaccio, de Franz von Suppé!
Nietzsche se rompía la cabeza. «¿Q ué sucedió en su interior», le pre­
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 7 1 ]

guntó a Gast, «en el momento en que tuvo el valor dé decidirse por su


gusto actual? ¿Y qué me sucedió a mí cuando me alejé de Wagner (y, an­
tes que de Wagner, de la música de Schumann)?» ¿Por qué la M ú sica de
leon es de Gast le parecía tan enérgica y alegre como... «L a novela de los
leones» de Goethe? Si hubiera acabado de plantear su pregunta como el
gran psicólogo que era, hubiera dado de nuevo con la literatura y su pa-
th o s , con su complejo de león, con el hecho de que había sido él quien ha­
bía rebautizado para Gast la ópera de Cimarosa E l m atrim on io secreto
como en E l león de Venecia.
¿Por qué ya no le gustaba Schumann? Cuando en Chur escuchó E l
p araíso y la P e ri se lamentó de su «ofensiva feminización de los senti­
mientos». En esta obra, un filisteo y un pequeño-burgués nadarían como
en un lago de limonada con burbujas. Después de esto, a Nietzsche le ha­
bía sobrevenido un auténtico anhelo de escuchar las melodías «breves y
alegres» de su Gast (a Overbeck, 17 de junio de 1887). Schumann era sajón
y blando; dos pecados mortales. También Wagner era sajón, pero blando
a la manera peligrosa, no un pequeño-burgués, sino un viejo mago. Ni si­
quiera Nietzsche estaba plenamente inmunizado contra su magia. Desde
Niza, en Montecarlo, escuchó por primera vez la obertura de P arsifal... y
se sintió arrebatado. «¿H a compuesto Wagner algo mejor alguna vez?», le
preguntó a Gast (21 de enero de 1887). Por muy entusiasmado que estu­
viera: nuevamente su alabanza era literaria: «La más elevada conciencia y
determinación psicológica en referencia a lo que aquí se pretende decir,
expresar, comunicar, la forma más breve y directa para hacerlo, cada ma­
tiz del sentimiento llevado hasta lo epigramático; claridad de la música en
cuanto arte descriptivo, en la que uno piensa en un escudo adornado con
reheves...». En una carta a su hermana manifiesta otro tipo de relación
con la música: «D e niño me había asignado la misión de llevar el misterio
a un escenario». También esta vez fue otro, Wagner, quien había com­
puesto la música que a él le hubiera gustado componer. Cuando las damas
que simpatizaban con él en el hotel Maloja dieron un concierto en su ho­
nor, «un distinguido holandés de mucho talento» tocó para el amigo
Nietzsche a Grieg, Jensen... y P arsifal.
No es preciso hacer cabalas durante mucho tiempo sobre el gusto mu­
sical de Nietzsche: le gustaba lo simple, lo complaciente —de la música
militar a la opereta. Le gustaba lo resonante y melodioso, las fanfarrias y
los v ib rati de violín. Escuchaba a Wagner igual que lo hacía la comunidad
wagneriana: música de las esferas y seducción de los sentidos, monte de
Venus y coro de peregrinos, preludio de T ristán y de P arsifal. Cuando se
produjo su ruptura, estilizó a Wagner convirtiéndole en un flautista de
Hamelín, le encontró sofocante, feminizante, decadente —pero dado que
por otra parte él mismo se contaba entre los décad en ts gracias al aumento
de su sensibilidad, su relación permanecía escindida entre la atracción y
[7 72] FRIEDRICH NIETZSCHE

la repulsa. Lo que Nietzsche le reprochó y criticó en sus grandes escritos


polémicos de 1888 fue menos su música que su éxito.
Al igual que al pesimista nórdico Schopenhauer, entendido como maes­
tro del que Nietzsche se había desprendido y a quien opuso la filosofía su­
reña de la risa y de la danza, del sí a la vida como triunfo y sobrepuja­
miento, Wagner debía ser reemplazado por una música sureña, alegre,
que celebrara la vida. II fa u t m éd iterran iser la m u siqu e (hay que medite-
rraneizar la música), anotó en su cuaderno. Ya que él mismo, para bien o
para mal, no era capaz de realizar esta tarea, empleó —en su proximi­
dad— a Heinrich Kóselitz para este fin, idealizándolo en un tal maestro
Pietro Gasti, y —desde más lejos— designó a Georges Bizet con su ópe­
ra C arm en como su músico de Corte.
La cuestión es por qué excluía, «reprimía» al gran compositor que
todo el mundo —y Jacob Burckhardt el primero— entendía y celebraba
como la antípoda meridional de Wagner: Giuseppe Verdi. También Gast
era verdiano; «¡Primero tenemos que ser capaces de hacer lo que hace
Verdi, para, a partir de ahí, subir más alto!», aleccionaba Gast a su maes­
tro. Nietzsche ni siquiera intentó aproximarse a él. Prefería escuchar ope­
retas. Cierto que, si podemos darle crédito, fue a ver C arm en por lo me­
nos veinte veces, hasta el punto de que incluso durante las corridas de
toros le electrizaba la música de C arm en en las pausas. Del «¡Torero, en
guardia!» no habló, pero podemos suponer que el corazón le latiría más
deprisa al escucharlo. Según Resa von Schimhofer, le gustaba el ritmo
palpitante, lo elemental, lo pintoresco, lo excitante de la música de Bizet.
Verdi pertenecía a todo el mundo, mientras que Bizet era su propio
descubrimiento. O, para ser más exactos: é l le había designado como an­
tiemperador. En diciembre de 1887 asiste a C arm en en Niza: «Un verda­
dero acontecimiento para mí: en estas cuatro horas he experimentado y
comprendido más de lo que experimento normalmente en cuatro sema­
nas». «Una impresión incomparablemente trágica, todo cien veces más
español de lo que en Alemania podría llegarse a comprender y degustar
nunca.» Cuando volviera a ver a Gast, le iba a explicar lo que había com­
prendido. De hecho, en realidad no se trata siquiera de Bizet, sino sólo de
C arm en , la antiópera del T ristán y de los sentimientos «rebuscados» de
Wagner. En el T ristán , la muerte por amor es «falsa», mientras que el ena­
morado Don José que apuñala a su amada es «auténtico»; tampoco esta
contraposición es de naturaleza musical, sino literaria.
Afortunadamente, en sus cuadernos de notas Nietzsche registró lo
que a Gast no le quería escribir. En ellos leemos del genial truco de Bizet,
consistente en dar sonido a una sensibilidad nueva y al mismo tiempo an­
tiquísima: «A una sensibilidad más sureña, morena, requemada...». Las
palabras que siguen abren una mirada confusa sobre el Nietzsche de los
últimos años, sobre un sueño profundamente enquistado: «La felicidad
E L O C A S O DF, Z A R A T U S T R A [7 7 3 ]

africana, la alegría fatalista, con un ojo que mira seductor, profundo y te­
rrible; la melancolía del baile moruno; la pasión centelleante, afilada y re­
pentina como un puñal; y olores que llegan flotando desde la tarde ama­
rilla del mar, con los que el corazón se sobresalta como si recordara islas
olvidadas en las que permaneció alguna vez, en las que debería haber per­
manecido eternamente...». A continuación aparece la palabra «antiale­
mán», subrayada dos veces, y las palabras clave «bufo» y «el baile moru­
no», con un único subrayado.
Lo que Nietzsche denomina «español» en su carta se refiere en reali­
dad al Africa. C arm en era más que sólo española: era gitana, mora, árabe.
Aún conservaba en el recuerdo a las muchachas morenas Dudu y Suleika,
con sus blanquísimos dientes, y el oasis Biskra en medio del desierto.
«Bufo», la primera palabra clave, se refería a la alegría sureña de la ópera,
Nápoles más que Venecia. La otra, «baile moruno», apunta hacia un ero­
tismo en el que el amor se paga con la muerte y la flor con la sangre.
Ahora, esta Africa empezaba a dominarle, y ya que él no podía viajar
a África, era este continente quien acudía a él. Su mirada forzaba a la rea­
lidad a adoptar la forma más apropiada. En realidad Niza, esa ruidosa
gran ciudad, no le había gustado nunca. Pero ahora empezaba a formar
una aureola ante sus ojos: ahora tenía algo embriagador, le escribió a Gast
tras su llegada el 23 de octubre de 1887, «una animada elegancia munda­
na, una gran entrada libre de una profusa naturaleza en la liberalidad de
la gran ciudad con espacio y forma, un cierto exotismo y africanismo de
la vegetación...». Aún más extraña resulta la siguiente observación: «Mi
propia caverna, elevada, colorista, me parece judeoextravagante».
Esta nueva caverna se la había hecho decorar él mismo. «Siguiendo
mi mal gusto», empapelándola con un papel a rayas rojas y marrones y a
topos, la cama cubierta con una manta azul y negra, la puerta con pesados
cortinajes marrones, el lavabo y los percheros cubiertos con un paño de
color rojo vivo, «en resumen, un aplicado desorden de colores, global­
mente cálido y oscuro». Esto era lo que Nietzsche denominaba «moro» o
«africano» o incluso, con la misma asociación de ideas: judeoextravagan­
te. De impregnación «judeoarábiga», opinaba, era la cultura corsa, y Cór­
cega seguía siendo —y lo fue hasta el final— su secreto viaje anhelado. La
palabra «judío» también despierta la idea de lo abundante. En Niza, el ju­
dío Bischoffsheim organizó un congreso de astrónomos, pagándolo todo
de su bolsillo: « ¡E c c o ! ¡Lujo judío a lo grande!». Por muchos motivos,
Nietzsche es un duro rival de los antisemitas; uno de estos motivos es que
necesita tener la riqueza judía a su lado para el gran ataque cultural que
va a dirigir algún día. Provisionalmente, su caverna le sirve para su sueño
oriental, O tal vez ponga sus esperanzas en un premio gordo que le obse­
quie con medio millón.
De hecho, también para su otro sueño hubiera necesitado dinero. Se
[7 7 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

trata del sueño francés: Nietzsche sueña con una sociedad compuesta por
espíritus iguales al suyo. Bizet reúne las dos cosas: pasión moruna y espí­
ritu francés. Para este segundo sueño, Nietzsche parte de sus lecturas, al
igual que para el primero había partido de su oído. Su preferida es la in­
geniosa sociedad del rococó, del an d en régim e: «Voltaire sólo es posible
y soportable sobre la base de una cultura distinguida que pueda permitir­
se el lujo de la a m a ille rie mental». Dado que esta sociedad del pasado ya
no era es posible, entonces se conformaría con las célebres tertulias del
restaurador parisino Magny, que —durante la época en la que Nietzsche
consultaba polvorientos mamotretos en Leipzig— reunían dos veces al
mes a «por aquel entonces, la banda más ingeniosa y escéptica de las men­
tes parisinas»: «Pesimismo exasperado, cinismo, nihilismo, alternados
con mucho alborozo y buen humor». «Yo mismo no me adaptaría mal»,
seguía soñando, mientras recordaba sus antiguos planes parisienses y se
consolaba pensando: «Hay que ser más radical: en el fondo a todos les fal­
ta lo principal— la fo rcé » (a Gast, 10-11-1887). Escribió, en francés, pre­
cisamente lo que él tenía de ventaja con respecto a todos esos ingeniosos
franceses: la voluntad de poder, la radicalidad con la que iba a imponerse
al mundo.
Ciertamente, esto acontecería con cómplices procedentes de Francia
y de Italia... en contra del estúpido R eich alemán. Ahora, en la francesa
Niza, Nietzsche ya sólo leía en francés, incluso obras alemanas en traduc­
ción francesa. Cada vez mezclaba más francés en su alemán. Pensó en
monsieur Taine, el primero que le había calificado con la fórmula infini-
m en t su g g e stif y finalmente se atrevió incluso a afirmar que su escrito
polémico contra Wagner en realidad había estado escrito primero en
francés, debiendo ser traducido al alemán. A su manera, Nietzsche expe­
rimentaba un cambio de identidad similar al de aquel extraño rey loco
que había muerto trágicamente hacía pocos años en el lago de Stamberg:
Luis II, que soñó haber regresado al gran siglo francés, el diecisiete, jun­
to con su primo real Luis XIV, porque ya no soportaba su entorno.
Cuando Gast le comunicó a su amigo en enero de 1888 la muerte de
su hermana, haciendo su irrupción la brutal realidad, Nietzsche escribió:
«En estos casos me siento siempre como si despertara, como si en el fon­
do no viviera, sino soñara. Ya no sé apañarme con ninguna realidad. Si no
consigo olvidarla, acabará conmigo». Nietzsche escribió estas palabras el
15 de enero de 1888. Un año más tarde, la realidad acabó con él.
En las cartas de los últimos dos años se percibe mucha existencia vi­
vida en sueños. La realidad es el elemento perturbador. Su esteticismo y
su hipersensibilidad se agudizan, su necesidad de pureza se acentúa:
«Con respecto a las personas y a las cosas (especialmente a las camas) soy
de una desagradable, es más, de una casi nerviosa tendencia a la náusea»,
le escribe a Gast; Venecia, a la que amaba, tenía un defecto: apestaba. En
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 7 5 ]

Zurich le molestaban las personas feas, en Sils los campesinos de monta­


ña, cuyos movimientos y sonidos le ofendían. Su contramundo soñado
era: «Mi necesidad de un arte dorado saciado depurado luminoso se ha
vuelto intensa como una sed» (27 de marzo de 1887 a Gast).
Insoportable, humillante se vuelve ahora cualquier forma de depen­
dencia de esta realidad. En Córcega, a la que propone el 1 de febrero de
1888 a Gast como residencia permanente, se está lejos de todos las ata­
duras y condiciones de la modernidad: «Tal vez allí se depure y refuerce
el alma, volviéndose más orgullosa... (— porque me doy cuenta de que
ahora se sufriría menos si se fuera más orgulloso: usted y yo, nosotros no
somos lo bastante orgullosos...»). También la pobreza es humillante. En
Córcega se podía pasar con poco y, aun así, se seguía siendo un señor.
Además: «Acaba de inaugurarse el ferrocarril de Bastía a Corte». Corte,
el lugar del engendramiento de Napoleón, ya se ha hecho accesible. Así se
entremezcla en Nietzsche el cálculo económico con el sueño más osado.
Sin embargo, este sueño sólo puede hacerse realidad en compañía de
Gast. Nietzsche trata de atraerle con halagos. Sus padres tendrían que po­
der comprenderlo, ya que Gast estaba preparando una ópera corsa: por
lo tanto, lo mejor sería viajar hasta allí y anunciar el asunto como fa it ac-
com pli. Corte como lugar de permanencia durante verano e invierno, cin­
co años de Córcega tras cinco años de Venecia, una «cultura». Pero Gast
le escribe categóricamente: «Ya nada me sale bien»; en el terreno musical,
de tanto pensar esto y aquello, ya no sale ningún fruto. Y a Córcega, «sin
duda y lamentablemente, la tengo que dejar de lado». Así pues, era preci­
so enterrar la esperanza napoleónica.

El 21 de marzo de 1888, Nietzsche le escribe a Gast sus preocupacio­


nes habituales: ¿a dónde ir en primavera, en la época de los aires suaves y
de los luminosos reflejos del sol? «¿Zurich? ¡Nunca jamás! ¿Los lagos ita­
lianos? — ¡sofocantes, abatidores! ¿Suiza? Todavía demasiado invernal,
nublada, brumosa.» En su respuesta, Gast le propone como estación in­
termedia Turín, que tiene noches frescas incluso durante el verano. El 31
de marzo Nietzsche le escribe a Gast: «Ya lo tengo todo preparado para
emprender mi viaje a Turín mañana por la mañana. Creo recordar que us­
ted mismo me había aconsejado en una ocasión que lo intentara allí».
¿Había pasado por alto u olvidado el último consejo de Gast? A favor de
Turín, escribía, hablan la sequedad del aire, las calles tranquilas y la ex­
tensión de la ciudad, que permite largos paseos a la sombra.
Como suele sucederle, su viaje es un fracaso. En Savona tiene que ha­
cer transbordo y, el famoso profesor despistado de las caricaturas, vuelve
a entrar en el mismo tren que acababa de abandonar, mientras su equipa­
je sigue su camino hacia Turín. Durante dos días, Nietzsche permanece
[7 7 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

enfermo y en cama en la localidad de Sampierdarena, en la periferia de


Génova; a continuación, peregrina hasta Génova y, tras un largo rodeo,
llega al fin a Turin, con un miserable tiempo lluvioso y gélidas temperatu­
ras intercaladas con ratos sofocantes.
Nietzsche llega, ve y se entusiasma. Lo resume así: «¡E l primer lugar
en el que yo soy posible!». Lo que Nietzsche va a iniciar en Turin es la
época más feliz de su vida... si olvidamos por un momento sus días de
Tribschen: la ú nica época feliz. Por mucho que no dudemos de las cuali­
dades de Turin: no es mérito exclusivo de esta ciudad que el tantas veces
atormentado Nietzsche, llevado de aquí para allá por el destino, se sienta
por fin aquí como en casa... en su ciudad. Lina búsqueda, un afán, una pe­
regrinación de toda una vida encuentra aquí su destino. Todo lo que el
pequeño muchacho había soñado, aquí es donde tiene lugar. Ya el 20 de
abril lo pone por escrito, mucho antes de que la locura convierta su bro­
ma en una siniestra realidad: «Cuando uno se siente aquí como en casa, se
convierte en rey de Italia...». Nietzsche siempre había querido ser rey; de
hecho, lo era cuando soñaba despierto en las excursiones que su escuela
hacía a Schónburg. En E cce h om o , en el apartado dedicado al nacimiento
del Z aratu stra, explica cómo en su última estancia en Roma en 1883 había
estado buscando, en la propia Roma y en sus alrededores, un lugar de re­
sidencia «anticristiano», dándose finalmente por satisfecho con la piazza
Barberini, y añade: «Me temo que en una ocasión, con tal de eludir en la
medida de lo posible los malos olores, pregunté personalmente en el pa-
lazzo del Quirinale si no disponían de una habitación tranquila para un fi­
lósofo». Así se explica la frase de la última carta a Gast. «Ya no recuerdo
mi dirección: supongamos que en primera instancia fuera el palazzo del
Quirinale.» Esta carta está rubricada con un «N .» (en lugar de su habitual
«su amigo N.»), el signo de Napoleón.
Su entusiasmo por Turin tiene algunos motivos, desde su pavimento
idóneo para caminar por él hasta los «omnibuses y tranvías, cuya instala­
ción ha sido acrecentada aquí hasta lo maravilloso», hasta los cafés y la
vida musical («en el directorio figuran 21 compositores, 12 teatros, una
Accademia filarmónica, un conservatorio de música y una cantidad in­
gente de profesores para toda clase de instrumentos»). Pero lo que resul­
ta determinante es que Turin es una capital de imperio, una an tigu a capi­
tal de imperio «que sólo tenía un único gusto que imperaba para todo: la
corte y la nobleza». El rey, gracias a Dios, gobierna en Roma, y así Turin
se puede permitir el lujo de mantener una distinción pasada de moda sin
el ajetreo de las grandes ciudades modernas; además, así el profesor
Nietzsche puede dejarse llevar por su sueño de ser el gobernante de esta
ciudad, tal y como iba a expresarlo en su locura: «tirano de Turin». Ya
ahora le embarga el vértigo: «Por la noche en el puente sobre el Po: ¡ma­
ravilloso! ¡ ¡ Más allá del bien y del mal!!».
EL O C A S O DE ZARAT US TRA [7 7 7 ]

Ah, y además Turín es una ciudad barata: en pierio centro histórico,


justo delante del grandioso palazzo Carignano de 1680, por 25 francos
una habitación con servicio, incluida la limpieza de las botas, en la proxi­
midad inmediata de lo más vital: correos y el teatro. Naturalmente, en el
teatro hacen C arm en , toda Turín está carm enizzata. En el teatro hay una
com edie parisina, dos nuevas sociedades de opereta; por la noche, en los
esplendorosos salones del Caffé Nazionale que recuerdan a Montecarlo,
se puede escuchar un concierto de doce piezas, sin pagar por ello ni un
céntimo más. «Los mejores y más lujosos cafés manifiestan su deferencia
ofreciendo al cliente cosas que rozan lo increíble.» Sin duda, Nietzsche
también escribió esto para atraer por fin a Gast, a éste su mejor corres­
ponsal, que aún sería mejor como mariscal de viajes y «maestro de cere­
monias», por no citar al Gast compositor (Nietzsche no menciona que en
su piso de Turín vuelve a disponer de un piano). Pero incluso dejando a
un lado la alabanza que Nietzsche hace de los bajos precios de Turín, que
le llenan de gozo al tiempo que pretenden hacerle deseable a Gast su tras­
lado a esta ciudad, no cabe ninguna duda de que no es sólo Turín la que
ha sabido ganarle, sino que también Nietzsche ve esta ciudad con ojos
distintos.
El elemento eufórico de su naturaleza, su rápido entusiasmo, su fe in­
mediata en las buenas soluciones, ha vencido sobre todas sus depresio­
nes. También podemos formularlo de otro modo: su manía persecutoria y
de desconocimiento ha rendido provisionalmente las armas, los terribles
obstáculos que se interponían en todas partes en su camino desaparecen
como por arte de magia, la realid ad , h asta en tonces m ero escen ario de su s
sueñ os, em pieza a serle p rop icia.
No importa a dónde vaya, en todas partes experimenta Nietzsche lo
que le gusta: grandeza, amplitud. Incluso las arcadas son anchas y no re­
sultan oprimentes. «L a grandeza y majestuosidad espacial tienen algo
contagioso; uno camina con más franqueza.» La ciudad se muestra en el
maravilloso ornato primaveral de sus avenidas: «Esto siempre había sido
del gusto de los príncipes» («príncipes» subrayado). «Desde pleno centro
de esta ciudad se pueden contemplar a lo lejos las cimas nevadas: parece
como si no hubiera ningún obstáculo, como si las calles continuaran di­
rectamente hasta los Alpes.» Los palacios son distinguidos sin ser preten­
ciosos, las calles limpias y serias, la gente simpática y de buen ánimo, na­
die le engaña a uno.
Ni siquiera las nubes pueden afectarle en semejante entorno. Maravi­
llado, Nietzsche constata que a pesar del cielo cubierto no empeora su
humor. «Estoy de buen humor», escribe poco después de su llegada, «tra­
bajo de la mañana a la noche (...), digiero como un semidiós; duermo a
pesar del ruido nocturno de los carruajes: todo ello signos de una adapta­
ción inminente de Nietzsche a Torino».
[7 7 8] FRIEDRICH NIETZSCHE

Todo viene que ni pintado. Incluso a Gast parece que le cambia su


suerte: un banquero de Berlín con amplias relaciones en el mundo artísti­
co y musical le hace de mecenas; su hija de diecinueve años, «que canta,
toca el violín, es atrevida y de una sorprendente agilidad mental» se sien­
te inclinada por él. Le han invitado a pasar el verano en el palacio familiar
de Neu-Stettin.
Pero todo este favorecimiento del destino, incluida su sede real de Tu-
rín, es superado por una gran noticia que le transforma, le eleva, inicia la
euforia turinesa y le ilumina como una estrella emergente: ha llegado a sus
manos un periódico danés y de él se deduce que en la universidad de Co­
penhague se está impartiendo un ciclo de conferencias sobre el filósofo
alemán Friedrich Nietzsche. Se trata de la noticia de su vida: ya no es el
cumplido de uno de sus corresponsales epistolares, ya no un juicio crítico
lleno de «peros», sino el comienzo de su fama, iniciado allí donde se les
concede la celebridad a los filósofos: en la universidad. Naturalmente, es
una universidad extranjera. ¡A cuántas millas de distancia están sus ami­
gos alemanes de la mera idea de impartir una conferencia sobre él! «Ale­
mania como llanura del espíritu»: ahora ya no le cabe ninguna duda.
A través de un arco gigantesco, el destino le ha devuelto a la universi­
dad: ya no como conferenciante, sino como alguien sobre el cual se im­
parten conferencias. Más adelante, en el Ecce hom o, se imagina que algún
día se instituirán cátedras sólo para estudiar el Z aratu stra. No andaba to­
talmente errado con esta previsión de futuro.
Es preciso oponer ahora la historia preliminar de su falta de celebri­
dad, su fugaz popularidad en los círculos wagnerianos, que pronto se le
iba a hacer insoportable, el altivo rechazo por parte de la universidad, el
grotesco desinterés de las editoriales, la indiferencia de los amigos, la sa­
ciada satisfacción de su entorno que ni siquera se daba por enterado de
los problemas que tenía, por no hablar de su imposibilidad para enten­
derlos como problemas de toda una época. De entre aquellos a los que
Nietzsche admiraba, Burckhardt había guardado silencio con respecto a
él, de una vez por todas. Karl Hillebrand aún le dio las gracias por haber­
le enviado el Z aratu stra , pero simultáneamente le había escrito a Bülow
que odiaba los apostolados y los lenguajes apostólicos; a Hillebrand le pa­
recía que el reflexionar sobre sí mismo y ser incapaz de salir del propio yo
era una grave enfermedad infantil: «A los treinta años ya tendría que ha­
berse superado».
Se le tenía por chiflado o por peligroso, o por ambas cosas. Nietzsche
podía consolarse pensando que los teólogos del seminario de Tubinga le
leían a escondidas. También los antisemitas que creían — recordando su
promoción de Wagner— que era uno de los suyos, citaban aplicadamen­
te al Z aratu stra. Gracias a Dios, pronto se deshizo de nuevo de estos ami­
gos que no había buscado. Pero por lo demás: un gran silencio. Su posi­
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 7 9 ]

ción con respecto a la prensa alemana se basaba en el miedo que se le te­


nía. En julio de 1888 escribió a Spitteler: «Soy uno de los pocos que no
tiene reparos en comprometerse: ¡un tipo de persona muy sospechoso!».
Pero incluso en esta suposición Nietzsche se sobrevaloraba. En Ale­
mania no fue ni siquiera lo que le hubiera gustado ser: un hombre del
saco, un monstruo temible. Entre su inmoralismo y la eficacia burguesa
alemana no existía ni siquiera el vínculo del miedo, el contacto de la opo­
sición.
Sólo una vez tuvo ocasión de alegrarse cuando en la revista B u n d de
Berna, en septiembre de 1886, se publicó una recensión de M ás a llá d el
bien y d e l m alh o jo el título de «El peligroso libro de Nietzsche», con la fra­
se introductoria: «Aquellas cargas de dinamita que se emplearon para la
construcción del ferrocarril de San Gotardo iban señaladas con la bande­
ra de aviso negra que indicaba su peligro de muerte». Esto era muy del
gusto de Nietzsche, que comunicó esta frase a todos sus corresponsales.
Pasó por alto la observación del honrado redactor suizo J.V. Widmann,
que daba a entender al autor que, en cuanto filósofo enfermizo, frente a
esos gigantes «fuertes, malvados, hermosos y profundos» que se imagina­
ba sólo iba a jugar el papel de un enano menospreciado, «al que por la tar­
de se puede hacer subir de la perrera durante una horita para divertirse un
rato». ¿O es que más adelante, cuando se recomendó a sí mismo como bu­
fón de la siguiente eternidad, recordaba estas palabras del B u n d de Berna?
De hecho, ¿quién leía realmente el B u n d ? Pero ahora Georg Brandes,
el organizador de aquella serie de conferencias sobre el filósofo alemán, le
comunicaba que al principio sólo habían acudido 150 oyentes, pero que
después de un artículo sobre Nietzsche que había escrito y tras el repor­
taje de un gran diario sobre su primera conferencia, la sala había estado
llena hasta reventar: trescientas personas. Ahí estaba lo que Nietzsche
siempre había deseado, lo que le incitó a ponerle al Z aratu stra el subtítu­
lo de «Un libro para todos y ninguno», lo que soñaba mientras redactaba
sus C on sid eracion es in tem p estiv as con tal de despertar admiración en una
masa de personas en exceso contemporáneas de su época, o cuando es­
candalizó a los filólogos con E l n acim iento de la traged ia , cuando se veía a
sí mismo como predicador ambulante de Wagner en salas repletas de gen­
te. «Llena hasta reventar» —la misma palabra, con su connotación ex­
plosiva, le hacía bien.
Cierto que Georg Brandes no era un profesor en el sentido habitual
del término, pero sí fue uno de los más geniales comunicadores y divul­
gadores de su tiempo, un conocedor de todo lo importante y significativo
que acontecía en Europa. Se sentía cómodo en los círculos distinguidos y
entre la elite intelectual. Estaba relacionado con Berlín y París, con Var-
sovia y San Petersburgo. Naturalmente, era judío. «L o que vamos a tener
que agradecer aún a estos señores judíos...», observó Nietzsche.
[7 8 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Desde 1882 se publicó en varios volúmenes la obra principal de Bran­


des L a literatu ra d e l sig lo x ix represen tada en su s corrien tes p rin cip ales en
traducción alemana. En Berlín había formado parte del círculo de filóso­
fos en el que habían sido acogidos Rée y Lou, y ya por aquel entonces Lou
le había llamado la atención sobre Nietzsche. En diciembre de 1887 le pi­
dió a Nietzsche que le enviara sus escritos, encontrando esta expresión
muy satisfactoria para definir la filosofía de Nietzsche: «radicalismo aris­
tocrático». Pero lo más bonito de todo era que Brandes, el danés y judío,
era en realidad francés, alumno de aquel Hippolyte Taine que había sido
el primero en comprender a Nietzsche. Además, estaba relacionado con
Flaubert, los Goncourt, Zola. «Sus cartas son eminentemente francesas y
delicadas», escribió Nietzsche, queriendo decir con «francesas» su natu­
raleza y su estilo. Brandes era como de la familia, pues a Nietzsche ya no
le gustaban los alemanes y apreciaba lo parisiense. Además, Brandes era
un cosmopolita, amigo de un genio loco de Suecia, que por entonces to­
davía no era célebre, August Strindberg, y además estaba dispuesto a po­
ner en contacto a Nietzsche con la más elevada aristocracia rusa, con el
príncipe Urussow y la princesa Anna Dmitrijewna Tenischeíf. A la prin­
cesa Brandes la llamaba «su amiga», al príncipe «un sibarita intelectual».
¿Y a quién no conocía Brandes? Le recomienda a Nietzsche que exprese
su admiración por Bizet en una carta a su viuda, una nacida Halévy, sobre
la que, por supuesto, también está informado: «E s la más bondadosa y la
más encantadora dama, con un tic nervioso que resulta peculiar pero muy
auténtico, muy sincero y fogoso».
A Nietzsche todo esto le venía de perilla. Estilo de vida francés, con
condimento judío; espírituo judío, refinado a la francesa... Como si Hein-
rich Heine saludara desde lejos. Y ahí está también el maestro cuyas me­
lodías ya había estado tarareando en Leipzig junto con Rohde, mucho an­
tes de que Wagner entrara en su mundo: Jacques Offenbach, el rey de la
opereta de París. Tres piezas había escuchado de Offenbach, le escribe en
marzo a Gast; Nietzsche quedó «encantado». «Cuatro o cinco veces en
cada obra alcanza un estado de la más atrevida bufonería, pero en la for­
ma propia del gusto clásico, absolutamente lógica ¡Y además maravillo­
samente parisiense!» A ello cabía añadir a los franceses más ingeniosos
como libretistas, con el judío Halévy en primera posición, lo único que
hasta ahora había aportado la ópera en beneficio de la poesía (esto impli­
caba preferir a L a b ella E le n a frente a todos los T ristán, L oh en grin y C re­
p ú scu lo de lo s d io ses).
Al igual que antaño, en el año de Z aratu stra, fue la ocurrencia de Pe-
ter Gast de la nueva cronología y su afirmación del Z aratu stra como «es­
critura sagrada», así la conferencia de Copenhague es la confirmación
desde el exterior de la supuesta realidad de que sus sueños universales no
eran meras chifladuras. Al igual que las limaduras de hierro se colocan or­
E L O C A S O DE Z AR AT US TRA [7 81]

denadamente siguiendo la orden del imán, la realidad errtpezaba a cam­


biar su orientación en función de él. Y lo que es aún mucho más impor­
tante: esta vez ya no se trata de un mero primer discípulo que se arrodilla
a sus pies con devoción, sino de uno de aquellos que llevan la batuta. Un
creador de opiniones, diríamos hoy. Los trescientos que asistieron en Co­
penhague pronto se iban a convertir en tres mil, treinta mil, trescientos
mil; sic in cip it g lo ria m undi, escribe, dándole la vuelta a la famosa expre­
sión referida al rápido marchitar de la gloria de este mundo, sic tra n sit g lo ­
ria m undi.
Pero, sobre todo: ahora, con Brandes, Nietzsche se había ganado por
completo a los astutos judíos. ¿No empezó ya a ser así con la señora
Ritschl, la primera dama que le fue favorable? Desde entonces esta suce­
sión no se ha visto interrumpida, pues los judíos tienen un buen instinto,
un olfato para lo venidero. En realidad, a Nietzsche no le gustan los judíos.
A lo largo de su vida y de su obra se encuentran bastantes invectivas y
desprecios. Los judíos no cumplen con el ideal nietzscheano de distin­
ción. En los virulentos ataques contra el cristianismo que imperan en su
último año de escritura, Nietzsche incluye a los judíos como principales
culpables —considerándolos una «raza de Tschandalas», un pueblo de
esclavos cargado de resentimiento. En el fondo tampoco le gustaba Rée,
tan tranquilo y paciente, absolutamente en nada un superhombre. Y por
si acaso le servía para dañar un poco a Wagner, también hizo uso de la su­
puesta descendencia de éste del actor judío Geyer. En una observación de
su alegato contra Wagner, plantea la pregunta: «¿Era Wagner siquiera un
alemán?» y añade maliciosamente: «Un Geyer ya casi es un águila».'
A Nietzsche no le gustaban los judíos, pero los admiraba: a ellos y a su
instinto para el poder. Ya en M ás a llá d e l bien y d e l m al veía que podrían
llegar a dominar toda Europa si se lo propusieran. Como posible manera
de criar una nueva raza humana, se imaginaba cruces entre la nobleza
brandenburguesa y los judíos. Le parecía que los judíos eran los verdade­
ros controladores de la prensa europea. Nó, los judíos no le gustaban. In­
cluso en su último escrito, E l A n ticristo , opinaba que un árabe era mil ve­
ces preferible a un judío. Pero a pesar de todo, incorporaba a los judíos
en sus cálculos con toda despreocupación. Tal vez todo lo que ahora pen­
saba ya fuera fruto de su delirio... pero de un delirio consecuente. En una
de sus últimas notas se puede leer: «Para mí es muy importante tener de
mi parte, en primer lugar, a los oficiales y a los banqueros judíos: los dos
juntos representan la voluntad de poder».
Brandes es un mero comienzo: él mismo todavía no es un capitalista,
pero sí alguien que puede conducirle hasta un gran capital. Pronto iba a
tener apoyos por todas partes: París ya estaba asegurado; en Estocolmo

1. Juego de palabras intraducibie entre Geyer y Geier (buitre). (N. del T.)
[7 8 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

imaginó como una especie de apoderado general a Strindberg, quien por


cierto vivía en Copenhague por aquel entonces; en Londres ya tenía a miss
Zimmern, y desde América le había escrito un tal profesor Knortz comu­
nicándole que deseaba escribir un ensayo sobre él. A todo ello cabe aña­
dir a aquel príncipe sibarita de San Petersburgo. Todo esto ya es le granel
m onde. Por lo tanto, Nietzsche decide dar un primer paso: va a ver a un
sastre y le encarga, por primera vez en toda su vida, un traje completo a
medida (hasta entonces había trabajado para él el sastre familiar de
Naumburg). El sastre italiano opinó que los trajes de Nietzsche estaban
muy mal trabajados, que era prácticamente inimaginable que pudieran
existir sastres así. Nietzsche se somete a los juicios estéticos del sur y com­
pra además un abrigo con forro de seda.
También le comunica a Gast su decisión de contratar a un sastre. Le
dice que ahora es importante para él que se le considere un «extranjero
distinguido». Mientras en las listas de extranjeros de Niza Nietzsche ha­
bía quedado registrado como polaco (¿lo indicaría así él mismo?), ahora
le parecía bien que se le tuviera por u fficiale tedesco, por un oficial ale­
mán. No debemos olvidar que Turín es la sede del Estado Mayor, y tam­
bién eso es importante de cara a los acontecimientos futuros. Además de
todo esto, Nietzsche se decide por fin a no seguir comiendo en tratto rias,
sino en un buen restaurante.
El 10 de abril le envía a Brandes, por expreso deseo de éste, la des­
cripción de su vida, que convierte en un verdadero mito biográfico. Para
empezar, no había nacido en Rócken, sino en el campo de batalla de Lüt-
zen. El primer nombre que escuchó fue el de Gustavo Adolfo (¿acaso
pretendía impresionar al danés con el gran sueco?), y sus antepasados
fueron nobles polacos; la larga serie de párrocos que figuraban en su as­
cendencia fue completamente omitida. Su abuela había formado parte
del círculo de Goethe y Schiller. Su nombramiento en Basilea fue una ma­
nifestación de su temprano genio. En Basilea renunció a su derecho pa­
triótico, «ya que como oficial (artillero montado) fui llamado a filas con
excesiva frecuencia y ello afectaba negativamente a mis funciones acadé­
micas. Sé manejar con habilidad dos armas: el sable y el cañón —y, tal vez,
todavía una tercera—». Brandes podrá interpretar los significativos guio­
nes mayores de Nietzsche como prefiera. Pero en realidad, Nietzsche se
refiere a la dinamita. Sobre Wagner, sólo habla de «confianza ilimitada».
Ni una palabra de sus desavenencias. En el círculo que rodea a Wagner ha
conocido todo lo interesante «que crece entre París y San Petersburgo».
Sobre su enfermedad: tiene que haber tenido unas causas plenamen­
te locales. No aparece ni un síntoma de enajenación mental, de fiebre, de
desmayos; ni una palabra de su pulso tan lento como el de Napoleón.
«Alguien ha hecho correr el rumor de que he estado en un manicomio (e
incluso que he llegado a morir en él). Nada más falso.» Pero no falta una
el o c a s o d e z a r a t u s t r a [7 8 3 ]

alusión a la enfermedad de su padre, su gran convalecencia. Las observa­


ciones finales aparecen nuevamente sembradas de guiones mayores,
muestra de lo intangible de todo aquello que no puede ser expresado con
palabras, a lo sumo sugerido: «También yo soy, según mis instintos, un
animal valiente, incluso militar. La larga resistencia ha exasperado un tan­
to mi orgullo. — ¿Si soy un filósofo? — ¡Y qué importa! —».
El «oficial» al principio, el «animal militar» al final, Gustavo Adolfo
al principio, Napoleón en el centro, la «tercera arma», su curiosa actitud
de dejar finalmente a un lado al «filósofo»... todo ello induce a pensar, al
igual que sus evidentes mentiras, en sus futuras declaraciones de guerra y
en su propia glorificación.

■ Nietzsche correteaba bajo los pórticos y por las avenidas, no se deja­


ba intimidar por la lluvia y el frío, en el restaurante llegaba a comer cua­
tro veces lo que comía en Venecia... ¿Cómo se reflejaba este buen humor
en su trabajo? En la misma carta en la que Nietzsche comunica a Gast las
conferencias que imparte Brandes sobre él, dice: «Me mantiene ocupado
un pequeño planfleto sobre música». Ni una palabra más. Sólo el 17 de
julio Nietzsche desvela en qué consiste su nuevo trabajo, ya que Gast, una
vez más, debe corregirlo. Su escrito se titula: E l caso W agner. Un p ro b le­
m a d e m úsicos. Nietzsche añade: «Algo divertido, con un fondo de serie­
dad casi excesiva».
¿Por qué, en plena euforia turinesa, cinco años después de la muerte
de Wagner, Nietzsche retoma de nuevo este caso? Sin duda, ciertas expli­
caciones generales con un aditivo de interpretación psicoanalítica nos po­
drían ayudar a responder a esta cuestión: la poderosa figura del padre, su
trauma nunca definitivamente superado, le siguen hasta el final. Nunca
conseguirá asimilarlo y plasmarlo por escrito definitivamente. El momen­
to que Nietzsche ha escogido se explica en una carta que envía a finales
de julio de 1888, tras un año de silencio, a su vieja amiga Malwida. La car­
ta empieza con una queja, su letanía de siempre: pena, tensión, suscepti­
bilidad, animal herido, etc. «En mi querida patria se me está tratando
como a alguien que debiera estar en un manicomio: ¡Esta es la manera de
comprenderme que me reservan! Además, también el cretinismo de Bay­
reuth se interpone en mi camino. El viejo seductor Wagner se lleva, in­
cluso después de muerto, el último resto de personas sobre las que yo po­
dría tener alguna influencia.»
En resumen: si ahora que el extranjero ya*le aclama jubiloso, también
pretende conquistar Alemania, primero es preciso que saque de en medio
a Wagner. Se trata de una tarea divertida, una campaña fresca y alegre,
algo entretenido sobre un fondo serio, totalmente serio. Esta es la prime­
ra de las tres campañas que realiza en su último año; la segunda, salvaje y
[7 8 4] FRIEDRICH NIETZSCHE

airada, va dirigida contra el cristianismo, esa religión que debe ser aplas­
tada con una filosofía de martillo si se pretende que el mundo siga a Za-
ratustra y rece a Dionisos. La tercera se enfrenta al R eich alemán: también
en este caso es una contraimagen del mundo la que, ya casi con la irrup­
ción definitiva de su locura, destruye a este imperio con un gélido abrazo.
Pero tampoco en esta última fase Nietzsche olvida a Wagner. En ella,
Nietzsche saca de nuevo a colación sus viejos escritos con el fin de que E l
caso W agner vaya seguido de D ocu m entos d e un p sicó lo go , N ietzsch e con­
tra W agner. Pretende que Gast, Fuchs y Spitteler participen en la campa­
ña, y en su E cce hom o saca a la luz una vez más todos los problemas, amo­
res y enemistades que hubo con Wagner. Se trata de un proceso eterno;
no resulta, pues, sorprendente que el título N ietzsch e contra W agner finja
un proceso judicial. Sin embargo, sólo con la aparición de la locura,
Nietzsche llega a vencer en última instancia. Ya que Wagner le ha robado
su mejor público, cual malvado Minotauro, así el Nietzsche enajenado, en
calidad de Dios, le rapta ofensivamente a su amada, Ariadna-Cosima.
De nuevo habría mucho que decir sobre la problemática cultural vin­
culada para Nietzsche con el caso Wagner... sobre todo sobre su teoría de
la décadence , recién tomada en préstamo desde Francia, sobre Wagner
entendido como un falso y perdido décadent, y sobre sí mismo en calidad
de decadente redimido y superador. Pero esto nos conduciría al laberin­
to de la filosofía de Nietzsche. Sin embargo, nuestro propósito es conti­
nuar siguiendo los derroteros de su vida.
Es preciso destacar un aspecto, ya que demuestra de qué manera el
delirio va descomponiendo poco a poco su naturaleza: Nietzsche se vuel­
ve mucho más malicioso, agudo y estridente de lo que nunca antes había
sido. También en su ataque general contra el cristianismo. Ya no evita los
insultos groseros del tipo «cerdo» e «idiota». En las publicaciones de su
correspondencia empiezan a aumentar las precavidas omisiones de los
editores. Al mismo tiempo, Nietzsche fuerza lo cómico, eso que él inter­
preta como esp rit incluso en la compañía de sus viejos y nuevos franceses.
Cultiva al bufón que hay en él. Intenta practicar el género del folletín pa­
risiense. A veces lo consigue, pero otras fracasa en su intento. En cual­
quier caso, resulta macabro a menudo. A continuación, una muestra «p a­
risiense» extraída de E l caso W agner.
«En él siempre hay alguien que quiere ser salvado: a veces un hom­
brecito, a veces una señorita —éste es su problema— (...) ¿Quién sino
Wagner nos enseñó que la inocencia salva preferentemente a los pecado­
res interesantes? (tenemos un caso en Tannháuser). ¿O que incluso el
eterno judío se salva, se vuelve sedentario, en cuanto se casa? (tenemos un
caso en el holandés errante). ¿O que las mujeres viejas y degradadas pre­
fieren ser salvadas por castos jovenzuelos? (el caso Kundry). ¿O que la
hermosa muchacha prefiere mil veces ser salvada por un caballero que sea
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 8 5 ]

wagneriano? (el caso de los maestros cantores). ¿O que también a las mu­
jeres casadas les gusta ser salvadas por un caballero? (el caso de Isolda)».
También se pueden extraer otras enseñanzas de las obras que cita,
como por ejemplo:
«Que a través de un ballet wagneriano uno puede ser llevado a la de­
sesperación — ¡y a la virtud! (de nuevo el caso de Tannháuser). Que el no
ir a la cama a la hora debida puede tener las más funestas consecuencias
(de nuévo el caso de Lohengrin). Que uno no debe saber nunca demasia­
do exactamente con quién se está casando (por tercera vez el caso Lohen­
grin). — Tristán e Isolda glorifican al esposo perfecto que, en determina­
do momento, tiene una única pregunta que formular: “Pero, ¿por qué no
me lo habéis dicho antes? ¡ Nada más fácil que eso! ”. Respuesta: “No te lo
puedo decir; / y lo que tú preguntas, / nunca podrás averiguarlo”».
Estas bromas son más bien moderadas, y Nietzsche regresa pronto a
la aplomada seriedad del catedrático: «E l Lohengrin contiene una festiva
advertencia contra toda investigación y afán de preguntar». Aquel redac­
tor, Widmann, que había entusiasmado a Nietzsche con su artículo-dina-
mita de la revista B u n d de Berna, encontró en las bromas de Nietzsche la
«desesperada comicidad de un payaso circense», y Ferdinand Avenarius,
el editor de la revista K u n stw art, en general relativamente propicia a
Nietzsche, no llevaba intenciones nada cordiales cuando afirmó que este
escrito tenía un efecto equiparable al de «un folletinista extremadamente
rico en espíritu que juega con grandes ideas».
Nietzsche había mostrado tantos puntos flacos que casi desafiaba a
que le atacaran. Por ejemplo, había afirmado que les había proporciona­
do a los alemanes los libros más profundos que éstos había poseído nun­
ca, y —pensando en Gast— afirmó que sólo conocía a un músico que hoy
todavía fuera capaz de tallar una obertura «de una pieza», «y sin embar­
go, nadie le conoce». Los críticos creyeron que se refería a sí mismo. No
dejaron de diagnosticarle delirios de grandeza.

Entretanto, Nietzsche había ido a Sils una vez más. Bajo la lluvia, el
frío, el hielo y la nieve continuó trabajando en E l caso W agner, añadiendo
al manuscrito dos «apostillas» y un «epílogo», para finalmente hundirse
de nuevo en sus antiguas melancolías y depresiones.
Sus cuadernos de notas eran un mero campo de ruinas. De momento,
no cabía pensar siquiera en L a vo lu n tad de poder, de modo que prefirió
concederse un largo plazo para su obra venidera. «Ya que me encuentro
inmerso en el trabajo más decisivo de mi vida», le escribe a su hermana,
«para mí la primera condición sería llevar una vida completamente regu­
lada durante unos cuantos años. Invierno en Niza, primavera en Turín,
verano en Sils, dos meses de otoño en Turín — éste es mi plan».
[7 8 6] FRIEDRICH NIETZSCHE

Su plan no pasó de ahí. Turín fue su última estación. Llegó a Turín el


21 de septiembre de 1888, tras un aventurado paseo a la luz de una an­
torcha sobre tablas de madera, atravesando una región inundada. Ésta
fue la última de sus múltiples aventuras viajeras. Esta vez se enamoró de­
finitivamente de Turín y siguió en ella a finales de otoño, época en la que,
según su plan, le tocaría el turno a Niza. Y se dispuso a trabajar en su úl­
tima obra, que declaró como el primero de los cuatro libros que tenía
proyectados para su T ran svaloración de tod o s lo s valores.
Trajo completamente terminado un manuscrito, a partir del cual po­
día crearse un nuevo libro, un escrito. Otra vez una distracción de su obra
principal, un anticipo o, como él mismo lo definía, «una recuperación, un
claro de sol, una incursión en la ociosidad de un psicólogo». En el prólo­
go habla de la futura «transvaloración de todos los valores», de un inte­
rrogante «tan negro, tan terrible, que vierte una sombra sobre aquel que
lo coloca». O cio sid ad de un p sicó lo go se titulaba este libro tan recupera­
dor. En un primer vistazo, este libro de cien páginas, cuyo manuscrito en­
vía el 7 de septiembre al impresor Naumann, todavía desde Sils, hace
pensar en un h ors-d’oeuvre de sus escritos y pensamientos: un poco de
todo. Sentencias al principio; a continuación, el problema de Sócrates,
como en E l n acim iento de la traged ia ; le sigue «Moral como algo contra­
rio a la naturaleza»: nada nuevo desde M ás a lia s d e l bien y d e l mal-, «Por
lo que respecta a los alemanes» —de nuevo la vieja campaña contra el em­
botamiento mental alemán; «Correrías de un intempestivo» —hasta en la
misma selección de la palabra «intempestivo», retoma antiguas enemista­
des, con la adición de algunas nuevas: «Séneca: o el torero de la virtud
(...), Schiller: o el trompetista de la moral de Sáckíngen (...), Zola: o “el
placer de apestar”».
Sólo Gast, el incansable glorificador, le dio al asunto un giro nuevo; co­
nocía el vocabulario que gustaba de escuchar su maestro. «H a conducido
usted su artillería hasta las montañas más altas», escribió, «dispone de unos
cañones como nadie los ha tenido antes y sólo necesita disparar a ciegas
para asustar a valles enteros,» Sin embargo, los gigantes a cuyo pase tiem­
blan los cimientos de las montañas no practican el ocio. Nietzsche cambió
inmediatamente de onda y dibujó, con clara caligrafía, un título nuevo:

E l crepúsculo de lo s íd o lo s
o:
Cómo se filosofa con el martillo.
Por
F.N .

Le respondió a Gast: «Realmente, provoca horribles detonaciones»,


y: «Yo no creo que en toda la literatura se encuentre parangón equipara­
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 8 7 ]

ble a este primer libro por lo que respecta al timbre de su orquesta (in­
cluido el tronar de los cañones)».
El título era imponente, más imponente que el contenido, y el tono re­
sultaba moderado en comparación a los ataques de E l caso W agner. Los
ídolos cuyo crepúsculo se anuncia, eran de índole filosófica; ¿quién se iba
a escandalizar de alguien que pronostica el hundimiento de la «verdad»?
Cierto que la Iglesia también recibía su parte y que el cristianismo no que­
daba exonerado, pero ya hacía tiempo que Nietzsche era un rebelde. N a­
die tenía por qué sorprenderse.
Sólo una pequeña historia con el título «De cómo el “verdadero mun­
do” se convirtió al fin en una fábula» puede chocarnos un poco. Al final
de la misma señala: «Mediodía; momento de la mínima sombra: final del
largo error; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA».
Quien tuviera oídos para escuchar, podía deducir de este jeroglífico que
se estaba acercando algo grande: la epifanía de un dios.
Nietzsche todavía oculta la verdad secreta que algún día va a revelar­
se. Sin embargo, sigue dejando vislumbrar siempre un poquito, preferen­
temente en los últimos capítulos. De igual manera, al final de L a gaya cien ­
cia había aparecido Zaratustra de improviso. Y así, también al final de E l
crepúsculo de lo s íd o lo s queda entronizado el nuevo, antiquísimo y eterno
dios que Nietzsche-Zaratustra había vuelto a invocar: Dionisos.
Esta vez Nietzsche llama por su nombre y con mucha mayor transpa­
rencia lo que el joven Nietzsche todavía se había visto obligado a escon­
der en E l n acim iento de la traged ia. Con aplastante claridad, los misterios
del dios se llaman ahora «misterios de la sexualidad». Para nosotros, todo
esto resulta habitual y no merece siquiera que frunzamos el ceño al oírlo.
Sin embargo, en 1888 hacía falta valor para pronunciarlo públicamente.
Así, Nietzsche escribe: «Por esta razón, para los griegos el símbolo sexual
era el símbolo más venerable, el sentido profundo propiamente dicho de
toda la devoción antigua». El ataque principal que ahora dirige va orien­
tado hacia la moral burguesa y cristiana. Muy al final se nombra explíci­
tamente el nombre del dios, en una autopresentación: «Yo, el último dis­
cípulo del filósofo Dionisos — yo, el transmisor de la enseñanza del eterno
retorno...».
Valor, por lo tanto, blandir el martillo, dureza. Al final, una cita de Za­
ratustra: «¡Sed duros!». Aún se podía oír su tronar. Pero una vez más, el
valor abandona a Nietzsche. Naumann recibe orden suya de retener los
ejemplares ya impresos. Nadie llegó a enterarse de la dureza con la que
Nietzsche había pretendido golpear. El 30 de septiembre de 1888 rubrica
el prólogo, con la inscripción «el día en el que terminé el primer Hbro de
la T ransvaloración de tod o s lo s v alo res». Pero nadie tuvo nunca ocasión de
leer la orgullosa fecha.
La T ran svaloración de tod o s lo s valores, que en parte retomaba de su
[7 8 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

viejo manuscrito de Sils-Maria y en parte escribía de nuevo, no era ya una


obra filosófica fundamental, tal y como había pretendido, sino la conti­
nuación de su guerra ofensiva con el cristianismo como objetivo. El co­
mienzo de su trabajo de refutación del cristianismo como religión de es­
clavos se remonta a mucho tiempo atrás. Fue el impulso intelectual básico
más poderoso de Nietzsche desde los días en que intentó derruir la reli­
gión en F atu m e h istoria. Ahora por fin se veía debidamente armado: ha­
bía realizado estudios de historia de las religiones que también abarcaban
el Antiguo Testamento, había descubierto con infantil entusiasmo aquel
antiguo libro de leyes brahmánico de Manu en el que se lleva a la prácti­
ca la dureza que Nietzsche siempre había soñado contra la gentuza de los
esclavos, los Tschandala; un verdadero ejemplo para su moral «aria».
Por fin podía pasar factura a Naumburg, a Schulpforta, a las priva­
ciones de una juventud cuyo balance sólo contaba con una única borra­
chera y con un único beso en la columna del haber, mientras que el la del
debe figuraban una constante privación, un continuo empollar, obedien­
cia, fijarse en la ropa, estudiar, ahorrar, ser humillado y, una y otra vez, pa­
sar frío.
Sobre el temprano cristianismo, Nietzsche anota en otoño de 1887:
«Éste es el delirio de grandeza más comprometido que ha existido hasta
hoy: cuando estos falaces pequeños abortos de santurrones empiezan a re­
clamar las palabras “Dios”, “el juicio final”, “verdad”, “amor”, “sabiduría”,
“Espíritu Santo”, para trazar así un límite contra el “mundo”, cuando esta
clase de personas empieza a disponer los valores a su conveniencia, como
si ellos fueran el sentido, la sal, la medida y el peso de todo el resto: de­
berían construirse manicomios para ellos y no hacer nada más». No es
suyo el delirio de grandeza, sino de sus rivales, y para ellos el manicomio
es el lugar idóneo.
Nietzsche aún podía apostar más fuerte. En la misma época se atreve
a escribir: «Por muy discreto que sea uno en su exigencia de limpieza in­
telectual, no se puede evitar experimentar una repugnancia indecible al
tocar el Nuevo Testamento: pues la sucia y desenfrenada impertinencia
de los más incompetentes participando en el intento de solución de los
grandes problemas, es más, su pretensión y su afán de censura en tales
asuntos supera toda medida». Durante dos mil años, se ha estado si­
guiendo un camino equivocado y se ha estado mintiendo. El, por su par­
te, restituía la verdad a su verdadera posición.
Es preciso continuar citando con tal de averiguar hasta qué punto este
odio tan antiguo es la fuerza impulsora del odiador. En primavera de
1888 Nietzsche se atreve a efectuar una caracterización del «tipo “Jesús”»:
«Jesús es la cara opuesta de un genio: es un idiota. Nótese su incapacidad
para comprender una realidad: se mueve en círculo en tomo a cinco o seis
conceptos que oyó alguna vez y que fue comprendiendo paulatinamente
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 8 9 ]

o, mejor dicho, que fue comprendiendo mal. En ellos tiene su experien­


cia, su mundo, su verdad —el resto le es ajeno. Emplea palabras iguales a
las que emplea cualquiera —pero él no las entiende como cualquiera,
pues sólo entiende sus cinco o seis conceptos flotantes. El hecho de que
sus instintos masculinos propiamente dichos —y no sólo los sexuales,
sino también el de la lucha, del orgullo, del heroísmo— nunca hayan des­
pertado en él, la circunstancia de que se haya quedado atrás y se haya
mantenido como un niño en la edad de la pubertad: todo esto forma par­
te de determinadas neurosis epilepsoídes».
Todo eso que hace rebosar sus cuadernos de notas finalmente pugna
por salir. Pero la «transvaloración de todos los valores» queda bloqueada
en el primer libro. En noviembre Nietzsche rebautiza el texto, dándole el
título de E l A n ticristo , con el subtítulo «Transvaloración», para finalmen­
te tachar también este último recuerdo a su gran obra y sustituirlo duran­
te los días de su naciente locura por «Maldición sobre el cristianismo».
Una vez más tendríamos mucho que decir sobre esta apasionada acu­
sación. Si de algo es testimonio E l A n ticristo , este último escrito nacido en
Sils-Maria, sigue siendo de la claridad mental de su pensador, de la po­
tencia creadora del escritor y de su superioridad al trazar la estructura de
un tema complejo. También esta vez lo más embarazoso de sus notas ha
quedado parcialmente anulado, si bien sigue apareciendo la palabra
«idiota», pero ya no con la connotación del estúpido, sino sólo para ex­
presar la lejanía de la realidad de Jesús en cuanto hombre. Por otra parte,
se encuentran algunas frases sobre Jesús como «gran simbolista» dignas
de hacer reflexionar a más de un cristiano.
Pero al final le ataca de nuevo su conciencia de predicador, de juez, de
sabelotodo y de ser superior que, no ya sólo sus enemigos, sino también
sus amigos designan como «delirios de grandeza», y se descarga en el ges­
to patético, en la petulante maldición, en la grotesca autoalabanza: «Con
respecto a lo pasado soy, al igual que todos los reconocedores, de una
gran tolerancia, lo cual quiere decir de un bondadoso autocontrol: paseo
a través del manicomio mundial de milenios enteros, ya se llame “cristia­
nismo”, “fe cristiana”, “Iglesia cristiana”, con una sombría precaución —
me guardo mucho de hacer responsable a la humanidad de su enferme­
dad mental». Extrañas frases preñadas de desdichas: el cristianismo
entendido como manicomio. Sólo unos pocos meses después, él mismo
iba a ser ingresado en una de esas instituciones. Su «sombría precaución»
no fue suficiente.

Provisionalmente nos reencontramos otra vez con Nietzsche en Tu-


rín. «¡Curioso!», escribe a Gast poco después de su llegada, «cómo en un
abrir y cerrar de ojos todo ha quedado en orden.» «Maravillosa claridad,
[7 90] FRIEDRICH NIETZSCHE

colores otoñales, una exquisita sensación de bienestar en todas las cosas.»


El orden, la limpieza y la deferencia propias de su vivienda han aumenta­
do en un cincuenta por ciento, y la calidad y cantidad de la comida del
restaurante al que es asiduo, en un cien por cien. En la p iazza hay un pe­
queño teatro en el que se representa una opereta francesa, M ascotte. Se
puede estar al aire libre, ver, escuchar y comer un helado, todo por sólo
treinta céntimos.
Con tonalidades líricas refleja la misma imagen un mes más tarde, el
30 de octubre: «Aquí cada día nace con la misma irrefrenable perfección
y plenitud de sol: los maravillosos árboles en un amarillo ardiente, el cie­
lo y el gran río de color azul pálido, el aire de la mayor pureza —un Clau-
de Lorrain como nunca soñé que llegaría a contemplar». Ahora describe
con placer su comida como lo haría un pintor holandés de naturalezas
muertas: «Una porción muy grande de menestra, ya sea seca o en caldo:
la máxima variedad, y las pastas de harina italianas todas de primera cali­
dad (— sólo aquí estoy aprendiendo las grandes diferencias), después una
pieza magnífica de carne tierna, especialmente el asado de ternera, que en
ninguna parte he probado tan bueno como aquí, con una guarnición de
verduras, espinacas, etc.; tres panecillos, aquí muy sabrosos (para el en­
tendido, los g rissin i, estos tubitos finísimos de pan, muy del gusto de Tu-
rín)».
Enternecedor observar cómo el placer lírico y el culinario van unidos.
El lazo de unión, lírico y sabroso a un mismo tiempo, son las uvas —«en
su más parda dulzura—». «En este día perfecto, en el que todo madura y
no sólo la uva se vuelve parda» — así es como data el lema de su último es­
crito, el Ecce hom o.
Es la época de finales de verano. V eranillo d e San M artín se titula su li­
bro favorito, y le propone a Gast que titule un adagio que le gusta espe­
cialmente como M ú sica d e l veran illo d e San M artín . Ese hombre climato­
lógicamente sensible como ningún otro en la historia de las grandes
figuras, que se siente torturado casi a diario, respira de nuevo en cuanto
llegan los días claros y frescos de septiembre y octubre, que vierten luz
sobre el mundo sin que esta luz llegue a dañar los ojos. «Bebed, oh ojos,
lo que sostienen las pestañas»: éste es uno de los pocos versos que él cita
de otros poetas. Sólo durante estos días el mundo, que él siempre ve con
un tinte sombrío, se descubre paradisíaco: en un dorado color otoñal y en
un azul celeste.
En la mejor época de su amistad, le había escrito a Rohde: «Lo saben
Zeus y el cielo de pureza otoñal, con semejante intensidad precisamente
esta época me transporta hacia lo positivo...», o bien: «También debería
pensar que alguien que ame realmente el otoño, los pocos amigos y la so­
ledad, puede profetizarse un gran otoño de su vida, fructífero y feliz». A
sus veinticinco años, Nietzsche ya pensaba en el otoño de su vida, y no
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 9 1 ]

tiene siquiera diecinueve años cuando le escribe a su madre: «Amo mu­


cho el otoño, por mucho que casi lo conozca más por mi recuerdo y por
mis poesías...». En realidad, se trata de una sensación de vivir superior a
ningún otro momento del año y, al mismo tiempo, invadida por la cons­
ciencia del crepúsculo de la vida. En otra carta a Rohde cita un poema
otoñal de Julius Rodenberg, por entonces el poeta de moda:

Por eso tolera que una de las parcas


teja para mí el otoño, venturoso y largo
de rayos de sol ya casi frescos
y de ociosidad.

Y aunque no la cite, también conoce esa otra oda de Hölderlin, aún


hoy célebre:

Sólo un verano me concedéis, ¡oh, violentas!


y un otoño para entonar maduros cantos,
para que más voluntarioso mi corazón,
saciado del dulce juego, muera en mí.

La oda se titula A la s p arcas. Las parcas determinan el espacio de cada


vida, cortando el hilo vital en cuanto llega su hora. A Resa von Schimho-
fer, que le había visitado en Sils, la llama su parca.
No ha de sorprendemos que ahora ya no se dedique al pensamiento,
sino a la poesía, e incluso que las recopile inmerso en su humor otoñal y
de cosecha. «Soy ahora la persona más agradecida de este mundo», le es­
cribe a Overbeck el 18 de octubre, «.em bargado p o r e l h um or o to ñ al en to­
dos los sentidos positivos de la palabra: es mi gran época de cosech a.» Pri­
mero titula sus poesías O d as de Z aratu stra , pero después —en su última
transformación, cercana ya a su apoteosis divina— D itiram b o s dion isía-
cos. En una de estas odas, «El sol se pone», Nietzsche expresa de manera
directa la felicidad otoñal:

¡Ven, serenidad dorada, ven!


¡Tú, de la muerte
más secreto y dulce preludio!
— ¿Avancé demasiado aprisa por mi camino?
Sólo ahora, cuando los pies se han cansado,
aún me da alcance tu mirada,
aún me da alcance tu felicidad.

A tu alrededor sólo ondas y juegos.


Lo que alguna vez fue costoso,
[7 9 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

se hundió en un azul olvido —


ociosa reposa ahora mi barca.
La tormenta y el viaje — ¡cómo los ha olvidado!
El deseo y la esperanza se ahogaron,
lisas reposan el alma y la mar.

«El sol se pone» es el poema antitético a «E l barco de Génova». Ya no


se emprenden osados viajes, ya no se pretenden descubrir nuevos mun­
dos. «Plateada, ligera, como un pez / parte ahora mi navecilla», dice el úl­
timo verso.
Pero ¿adonde? Nada sería más equivocado que deducir de estos ver­
sos algo parecido a una retirada de los avatares de la vida. Lo que sigue no
es una dimisión, sino un ascenso. Sólo que ahora no resulta nada difícil
que le domine aquella sensación de subir escaleras y al mismo tiempo ca­
minar como por encima de las nubes que había descrito en una ocasión.
«Todo me parece ligero, todo me sale bien», le escribe a Overbeck. Se
deja caer o elevar. E m pieza la ascen sión tu rin esa.
La locura se cierne sobre él poco a poco, no con un «derrumbamien­
to». Llega como Nietzsche la había invocado en «El sol se pone», en for­
ma de noche, de suave demencia. «E l aire se marcha extraño y puro»,
dice en la primera estrofa de esta oda,

¿Acaso la noche, con torcida


mirada seductora
no me contempla?...
¡Sé fuerte, mi valiente corazón!
No preguntes: ¿por qué? —

Ahora vamos a describir los síntomas, las escalas del delirio de Nietzs­
che —dejando aparte lo que hubiera podido influir en él durante los
acontecimientos de los meses de octubre, noviembre, diciembre y enero.
Por supuesto, es obvio que Nietzsche ni se había vuelto, ni iba a volverse
«loco» según el uso corriente del término. La familia Fino, con la que re­
sidía en el cuarto piso de una señorial casa que hace esquina, no le tuvo
nunca por un loco, sino por un ser extraño. Para ellos se trataba del dis­
tinguido extranjero que pagaba puntualmente, mandaba hacerse trajes a
medida, comía en un buen restaurante y acababa de adquirir un abrigo
forrado en seda y unas gafas de oro. El que tocara el piano demasiado alto
era algo que se le podía perdonar, como se les perdonaba a otros inquili­
nos. Era sociable, amable con las hijas de la familia, una de las cuales, Ire­
ne, también tocaba el piano, bromeaba con el p ad ro n e, el obeso Davide
Fino, que regentaba una tienda de periódicos y de postales junto a correos,
y se dejaba servir y mimar por la regordeta sig n o ra. Por las noches per-
EL OC A S O DE ZAR ATUSTRA [7 9 3 ]

maneda sentado en la cafetería o iba al teatro. Por lo demás, Nietzsche


también rompió con la última relación personal que le quedaba en Turín,
la del librero Clausen de la editorial Lóscher. En una lista de autoprohi-
biciones anotada en sus cuadernos en los meses de otoño de 1888, tam­
bién figura ésta:

¡No ir a Lóscher!
¡No comprar libros!
¡No mezclarme con la multitud!

Si bien en la lista de sus imperativos también añade «no escribir car­


tas», sin duda esta regla fue la última que observaría: Nietzsche escribe a
sus pocos corresponsales con mucha frecuencia, y a Gast con más fre­
cuencia que nunca. Además, ahora desarrolla una actividad febril para
ocuparse de la reproducción, traducción y difusión de su «literatura».
Envía cartas a los cuatro puntos cardinales, y las que se han dado en lla­
mar «notas de la locura» en cierto sentido no son sino un último coletazo
de este ya flaqueante afán por escribir.
Ahora, sometido a sus ideas delirantes, desarrolla más ingenio y cálcu­
lo que nunca antes durante su vida «razonable». Al recomprar a Fritzsch
sus derechos, escindiendo el contrato a cambio del pago de una indemni­
zación, actúa realmente como un hombre de negocios que pondera há­
bilmente sus posibilidades; Elisabeth iba a sacar buen provecho de ello.
También es todavía consciente de las personas a las que escribe y de
cómo ha de dosificar las declaraciones fruto de su delirio. Con Gast pue­
de relajarse mucho más en este sentido, con él ya no le queda inhibición
alguna. Sólo con Overbeck va demasiado lejos. Este reacciona con el si­
lencio, mandando ya sólo cartas poco afables como ésta: el cajero de la
Universidad, pedante como suele ser esta clase de gente, necesitaba un
poder de Nietzsche certificado por el cónsul alemán según el cual él,
Overbeck, estaba autorizado a recibir su pensión. (Parece como si Over­
beck quisiera asegurarse, mediante un sello oficial alemán y fiable, de que
su amigo todavía no había huido a los celestiales paisajes de su delirio.)
Sus últimas cartas a su madre y a su hermana, ya de diciembre de 1888,
son incluso notablemente serenas —por mucho que ensalce en ellas su
papel en la historia de la humanidad. Sin embargo, en el octubre de Tu­
rín se produce algo nuevo. El mundo le ofrece todavía menos resistencia,
le arropa suavemente en la sensación de ser el elegido, se muestra en su
mejor cara como nunca lo había hecho antes, ni siquiera durante la pri­
mavera turinesa. Pero sobre todo, Nietzsche ya no sufre de problemas de
salud. Su última indigestión la anuncia el 14 de octubre. Desde entonces,
ni una queja. «Acabo de verme en el espejo», le escribe a Gast el 30 de oc­
tubre, «ejemplarmente bienhumorado, bien alimentado y diez años más
[794] FRIEDRICH NIETZSCHE

joven de lo que me estaría permitido». Casi con pena le comunica a Over-


beck que no tiene nada malo que contarle, y más adelante, que ya no sabe
«lo que es un disgusto»,
Todo es una serie de buenas noticias. Naumann, sin duda sabedor de
lo valioso que es el tiempo de Nietzsche, ha impreso sus escritos con ex­
trema precisión, ¡y muy rápido! — quién sabe, tal vez incluso durante las
fiestas navideñas. ¡Es increíble ver hasta qué punto la gente trata de com­
placerle! «Tienen una manera de abrirme la puerta que no he vivido an­
tes en ningún otro lugar.» «Mis camareros resplandecen de finura y de
amabilidad...» (a Overbeck); los propios camareros son «muy atentos,
alegres, un poquito obesos» (a Gast). «Obesos»... se entiende, por así de­
cirlo, de tanta bien engrasada obsequiosidad. Las cartas ya no se limitan a
llegar y ya está, sino que pasean festivamente hasta entrar por la ranura de
la puerta; la jorobada de la esquina escoge para él las mejores uvas y, ade­
más, a él se las vende todavía más baratas. Y la comida, ¡qué comida!
Ahora Nietzsche supera incluso la sabrosa descripción que había dado de
ella la última vez: «Hoy, por ejemplo, los osobucos más delicados (...),
para acompañar broccoli cocinado de una manera increíble, pero antes
los más tiernos macarrones». ¡Y qué bueno es el café, y qué exquisita es
incluso el agua! Siempre lleva un vasito consigo para poder bebería de la
fuente. «Nunca espirituosos», se prescribe a sí mismo en sus autoprohi-
biciones (de las cuales no sabemos si las cumplía). Estimulantes es obvio
que no necesita, pues ahora siempre está animado y achispado.
Partes de victoria desde toda la línea del frente... algunas cartas no
contienen otra cosa. Sus propios escritos se redactan a un ritmo de Veni
v id i vici\ se puede decir que el E cce hom o prácticamente se le impuso, con
«antigua soberanía», diría él. ¡ Diez días, veinte días, y otra vez una obra
nueva! Strindberg se ocupa de su difusión por el norte, en París Taine le
ha recomendado al señor Bourdeau, el redactor-jefe de la R ev u e d es D eu x
M on d es y del Jo u rn a l des D éh ats, desde Petersburgo le ha escrito la prin­
cesa Tenischeff. Nietzsche las llama «cartas de adhesión», y emplea para
sí mismo la expresión «lo tengo a bien», si bien de momento todavía la
pone entre comillas. Toda una serie de «inteligencias escogidas» le honra.
Un redactor se dirige a él con la expresión «Altamente respetable». ¡No
puede ser que sólo sean locuras suyas!
Si aún queda algún modo de incrementar su euforia, éste es el de la
música. Definitivamente se ha decidido por la opereta. En concreto, por
la francesa (¡cuál si no!). El propio Bizet ya ha quedado olvidado, ¡e in­
cluso Offenbach le parece demasiado serio! Gast le escribe que no le que­
da otro remedio que condescender en componer una opereta, sólo para
ganar algún dinero. En este punto, Nietzsche le da argumentos: mientras
despreciara la opereta, y que perdone tan fuerte expresión, no dejaría de
ser sino un alemán. Recientemente, Nietzsche había estado escuchando la
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 9 5 ]

francesa M ascotte y... ni un solo compás de «Vienerías - porquerías». Se­


gún el señor Audran, el compositor, la opereta es el paraíso de todas las
cosas delicadas y refinadas, llena de «sublimes golosinas». Oh, tan sólo
una única so u b rette parisina, mademoiselle Judie o Milly Meier, y a Gast
se le caería la venda de los ojos. Ya existe una verdadera ciencia de las « f i­
n es s es del gusto y del efecto». Viena, en comparación, es «una pocilga».
Desgraciadamente, los italianos carecían de todo para estas obras maes­
tras, sus «guapas mujercitas, a menudo demasiado guapas» no tenían es­
píritu en las piernas, por no hablar ya de en su cabeza. ¿Qué tal con Bru-
x e lle s ? —Nietzsche lo escribe en francés. ¿O incluso con París? «El aire
es fundamental.» «Eso Wagner lo sabía bien», añade. En París, Wagner
aprendió a hacer las puestas de escena.
Las ganas de vivir de París, los aires de París y el éxito internacional:
sin duda todo esto va íntimamente unido. Nietzsche sigue recordando su
antiguo sueño de París. «En París, mi “Caso Wagnére” ha despertado
mucho interés», escribe a Overbeck; todo el mundo le tenía por parisien­
se, nunca ningún extranjero había pensado de este modo en francés. Y
Gast tiene que oír que E l caso W agner de Nietzsche no es sino música
francesa para operetas; «para nuestros cuerpos y almas, amigo mío, una
pequeña intoxicación con p arisin es simplemente una “salvación”.» Sólo
ha aprendido a escribir en alemán desde que imagina a los parisinos como
sus lectores, decía.
¡Qué otra cosa es ahora Nietzsche, a la luz de la iluminación de gas,
en el jardín de delante del teatro, degustando helado y «sublimes golosi­
nas», que el pequeño muchacho que bebía agua azucarada, o el estu­
diante de Leipzig que adoraba a las adolescentes que veía en el escenario!
Había llevado una vida llena de forzada virilidad y heroísmo y, a escon­
didas, se había dañado el estómago con los panales de miel que le envia­
ba su madre, mientras encendía su fantasía con dulces mujercitas. Anta­
ño las mujeres estaban muy alejadas de él — ahora están cerca, así se lo
parece en su nueva conciencia feliz. Ya en Sils había escrito que las jóve­
nes muchachas le hacían la corte. En Turín, le escribe a Overbeck, ejerce
una perfecta fascinación: «Las mujeres me miran por la calle». Al mirar­
se en el espejo confirma su opinión, ordenándose explícitamente: por la
calle «nada de gafas». Así las mujeres parecen más hermosas y él, más vi­
ril. La pecaminosidad, la frivolidad todavía están en su cabeza y en sus
miembros, y, cuando trata de imaginarse el éxito francés de su Ecce
hom o , lo mide con el éxito de la novela parisina de cortesanas, con N an a
de Zola.
La magia de la música, o el efecto siniestro y dionisíaco que ejerce so­
bre él, sin duda también llega a producirse sin la ayuda de mujercitas que
levanten las piernas. El 2 de diciembre regresa de un concierto de la or­
questa municipal. «La impresión musical más intensa de mi vida», le es­
[7 9 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

cribe a Gast. Ahora todo es hermoso, arrebatador, insuperable, «inspira­


ción celestial y profunda, lo más extremo en cuanto a la delicadeza de la
invención y al efecto del resultado sonoro»; en una pieza del compositor
turinés Rossaro, sus ojos se llenan de lágrimas después del cuarto compás.
«Música de primera categoría», afirma, «con una calidad de la forma y
del corazón que cambia el concepto que hasta ahora había tenido de lo
italiano.»
¿No será demasiado entusiasmo? Todavía es lo suficientemente críti­
co como para darse cuenta de su arrebato. Nada de impulsos sentimenta­
les, dice expresamente, y añade: «Ya no sé lo que son los “grandes” nom­
bres... Tal vez lo mejor permanezca sin conocerse». Lo que todavía se
puede rastrear en él de autocrítica remite de nuevo al yo sensible y abati­
do, al todavía desconocido compositor Nietzsche. La música por sí mis­
ma siempre es hermosa, siempre embriagadora, siempre como un baño,
como un elemento agradable, y no le resulta difícil encontrar la obertura
S ak u n tala de Goldmark «cien veces mejor que cualquier otra cosa de
Wagner».
Si Gast pretendía componer una opereta, ¿por qué no venía por Tu-
rín para encontrar inspiración?: «Hago tantas bufonadas conmigo mismo
y tengo tales ocurrencias privadas propias de un payaso que a veces me
paso media hora riendo estúpidamente en plena calle, no se me ocurre
mejor expresión». Una de estas ocurrencias privadas propias de un paya­
so: se le había venido a la cabeza la idea de presentar en un punto decisi­
vo del E cce hom o a Malwida como una Kundry sonriente. Un dato sinies­
tro, complementado por la pasmosa indicación de que durante cuatro
días había perdido toda capacidad de prestar una «expresión seria» a su
cara.
La historia, sin embargo, es de una seriedad sangrante: el 20 de octu­
bre le expresa a Malwida, su última amiga: «H e ido terminando paulati­
namente con todas mis relaciones sociales, ahora le toca a usted». Ella
era «idealista», y él trataba el idealismo como una falsedad convertida en
instinto. Como antiguamente en estos casos de bruscas rupturas, él mis­
mo era la encarnación de la moral, atacando la «peste» y la «repugnante
sexualidad» de la música de Wagner, que Malwida no estaba en situación
de apreciar gracias a su «idealismo». ¿Acaso no sería una broma estupen­
da presentar a la virtuosísima Malwida precisamente como la primera bai­
larina de las seductoras muchachas-flor? ¿No había sido él mismo quien
había postulado en el Z aratu stra la religión de la risa? No cabe duda de
que, en sí, la sonrisa de la Kundry era un poco macabra: según el P arsifal,
Kundry fue condenada a un eterno peregrinar por haberse reído al con­
templar a Cristo crucificado. Esta misma carta a Gast concluye con la pre­
gunta: «¿N o le parece que en semejante estado ya se está maduro para ser
el “redentor del mundo”?». Y con el grito de auxilio: «Venga usted...». El
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 9 7 ]

único instante en el que tras la felicidad de la ascensión a los cielos se hace


visible el pánico de quien se está ahogando.
Nietzsche ya sólo «se domina» con un esfuerzo. Cuando el 2 de di­
ciembre sale de ese concierto que le había gustado tanto, su rostro hace
muecas continuas «con el fin de superar un placer inmenso, incluida la
mueca de las lágrimas durante diez minutos». Así pasea por el borde del
abismo, invadido por una agitación que ya sólo le separa un paso de la
perturbación. El es el destino y su propia fatalidad, pero ya no piensa en
ello, ya no se martiriza con ello; ha descartado de una vez por todas la tor­
tura de su gran obra, su deber principal. Por eso le va todo tan bien, por
eso camina tan ligero. Ya puede emprender con toda tranquilidad la gue­
rra contra la humanidad. A pesar de ello, informa que duerme durante
diez horas. Absoluta calma chicha. ¡Qué le importan las desgraciadas no­
ticias que le envía su hermana desde Paraguay, hace años que eso ha que­
dado a mil millas por debajo de él!
Ahí lo tenemos, sentado en su pequeña habitación, contemplando sus
manos «con cierta desconfianza», pues ahora tiene en ellas el destino de la
humanidad (a Gast, 30 de octubre). A Overbeck le escribe: «Esta vez,
como artillero, voy a exhibir mis piezas de artillería: me temo que voy a par­
tir la historia de la humanidad en dos mitades» (18 de octubre). En esta car­
ta aparece una vez más el viejo plan de los cuatro libros’de la «transvalora-
ción de todos los valores», el primero de los cuales ha de ser E l A nticristo.
En su carta a Gast del 30 de octubre ya no habla de ello. Dice explí­
citamente: «E l tiempo es tan maravilloso que hacer algo bien no supone
ninguna obra de arte». La obra que Nietzsche comienza el 15 de octubre,
día de su cumpleaños, es ya lo único que le importa: la representación de
sí mismo, su autodefensa, su autoglorificación, guerra y victoria. En el es­
cenario EL, todavía brillante y deslumbrante, todavía un escritor que do­
mina su oficio —y junto a él, contra él, debajo de él, aniquilados y des­
truidos, sus rivales: Wagner, los «amigos», los alemanes.
A Gast le da un motivo aparentemente bien fundado para esta obra
no planeada ni previsible: quería hacer una prueba del «siniestramente
solitario acto de la transvaloración», para ver hasta qué punto se podía
arriesgar en vistas a los conceptos alemanes de libertad de prensa. Temía
que el primer libro de su «Transvaloración» fuera confiscado enseguida
— «de manera completamente legal y con las leyes de su parte». Por lo
tanto, con E cce hom o quería llevar la cuestión de quién era él hasta una se­
riedad tal, despertar tamaña curiosidad, que las normativas de censura,
por lo demás perfectamente justificadas, toleraran una excepción en este
caso. Sin embargo, un mes más tarde retira otra vez este argumento: has­
ta tal punto se había colocado más allá de todas las cosas, «y no sólo más
allá de lo que es válido e impera hoy en día, sino de la humanidad», que
la aplicación de la ley de prensa a su obra ya sólo le parecía cómica.
[798] FRIEDRICH NIETZSCHE

En realidad, ningún fiscal podría haber tenido nada en contra del


E cce hom o. Ya por los meros títulos de sus capítulos, «Por qué soy tan sa­
bio», «Por qué soy tan inteligente», «Por qué escribo tan buenos libros»
se definía como un producto, o bien de un gracioso buen humor, o bien
de una autoexaltación indigna de discusión alguna. La primera frase del
libro contiene una declaración que ningún lector de la época podía tomar
en serio: «En la previsión de que en breve voy a tener que asumir mi de­
ber de plantear a la humanidad la exigencia más grande que nunca le ha
sido planteada, me parece imprescindible decir antes quién soy yo». A su
manera, no le faltaba razón: para su nueva enseñanza necesitaba disfrutar
de un increíble buen nombre. Al fin y al cabo, se trataba nada menos que
de eliminar el anterior sistema de normas que había regido la humanidad.
Hasta ese momento, el malentendido existente entre la grandeza de su
misión y la pequeñez de sus semejantes había tenido como consecuencia
que Nietzsche no fuera ni visto, ni oído. Ahora era preciso que su gran­
deza se hiciera visible con el fin de hacer derivar de ella la justificación de
sus pretensiones doctrinarias, en contra de su costumbre y de su orgullo.
«¡O ídm e!», tenía que decir, «pues yo soy éste y aquél.» Que precisamen­
te esta caracterización de su persona podía ser interpretada como una
manifestación de su locura... ¿llegaría a pensarlo alguna vez? A media im­
presión, el E cce hom o quedó parado por orden suya.
Por lo demás, sobre lo que iba a acontecer con este escrito sólo habla
de forma oscura. En un punto, Nietzsche nos indica una fecha futura: su
último escrito, E l caso W agner, lo había sacado a la luz «más o menos dos
años antes del rayo aniquilador de la tran svaloración que va a convulsio­
nar la tierra». Por lo tanto, todavía le quedaban dos años de tiempo. En
el apartado de «Por qué soy un destino» figuran estas palabras decisivas:
«Conozco mi suerte. Algún día se vinculará a mi nombre el recuerdo de
algo colosal — de una crisis como no hubo otra en la tierra, a la más pro­
funda colisión de las conciencias, a una decisión invocada contra todo lo
que se había creído, promovido, santificado hasta entonces. Yo no soy un
hombre, soy dinamita». «Transvaloración de todos los valores: ésta es mi
fórmula para un acto de máxima autoconciencia de la humanidad, que en
mí se ha vuelto carne y genio.» «Sólo a partir de mí habrá una política a
gran escala en la tierra». «Soy con mucho la persona más terrible que ha
existido hasta ahora; pero esto no descarta que yo sea también la más be-
nefactora. Conozco las ansias de destrucción a un nivel adecuado para mi
propio poder de destrucción —en ambas cosas obedezco a mi naturaleza
dionisíaca, la cual no sabe diferenciar entre el actuar negativamente y el
decir sí. Yo soy el primer inmoralista: por ello soy el destructor p a r exce-
llen ce.»
¿Qué hubieran dicho los lectores de 1889, gente proba, corpulenta,
burguesa, ante semejantes expresiones enérgicas? En aquel tiempo Rodé-
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 9 9 ]

sia se convirtió en posesión británica, el Japón en monarquía constitucio­


nal, se fundó la segunda internacional socialdemócrata, y la valiente Bert-
ha von Suttner, una nueva Malwida, escribió la novela pacifista A b ajo las
arm as. Aquí y allá sonaba un trueno de vez en cuando: el sucesor austría­
co al trono se suicidó de un disparo junto a su amante; un poeta noruego
llamado Ibsen puso en escena el problema de la transmisión hereditaria
de la sífilis en una pieza titulada F an tasm as ; y un pintor holandés llamado
Van Gogh fue ingresado en el manicomio. Y absolutamente nadie — sal­
vo un dios— podría haberse enterado de que por aquel entonces, en una
pequeña localidad de la frontera austrobávara nacía el «destructor p a r ex-
cellence » Adolf Hitler. Era el 20 de abril de 1889.
El escrito Ecce hom o ya no contiene ninguna idea nueva. Se trata de la
representación lógica del delirio de Nietzsche, el anuncio estilísticamente
brillante de su megalomanía. Lo más insignificante que tuviera que ver
con él se convierte en algo importante. Con seriedad de predicador anun­
cia la forma correcta de tomar el té: «Tomar té sólo por la mañana. Poco,
pero fuerte: el té es muy perjudicial y deja a uno enfermizo durante todo
el día si le falta un solo grado de intensidad». El café, así nos lo dice
Nietzsche, «ofusca». La euforia turinesa se convierte en la revelación de
su fuerza creativa genialmente hábil: «Quien me haya visto durante los se­
tenta días de este otoño, en los que yo he estado haciendo sin interrup­
ción toda una serie de obras de primera categoría que ningún otro ser hu­
mano sería capaz de igualar o de enseñarme, con una responsabilidad que
abarca todos los milenios que vengan después de mí, no habrá percibido
en mi persona ni un solo gesto de tensión, antes bien una efusiva frescura
y alegría». Pero también aparece el novelista francés que él con tanta fa­
cilidad hubiera podido llegar a ser, y las mujercitas que conoce y que le
aman sin excepción —dejando aparte a las emancipadas. También la vie­
ja jorobada con sus uvas hace su entrada.
De lo que podríamos denominar su enseñanza ya sólo queda el inmo-
ralismo, la transmutación consciente de las escalas morales, que es fuerte­
mente acentuada. Dice de sus libros que alcanzan aquí y allá lo más ele­
vado que puede llegar a lograrse en esta tierra: «el cinismo». También el
Z aratu stra había sido malinterpretado, como si con el superhombre se
anunciara a un nuevo «santo», a una nueva clase de «genio»; sin embar­
go, él les había susurrado al oído a sus lectores que sería mejor que bus­
caran a un César Borgia en lugar de a un Parsifal. Hace tiempo que sueña
con el criminal como aquel cuya naturaleza es verdaderamente fuerte, im­
posible de afeminar; en la obra de Dostoyevski, en los presidios siberia­
nos, había encontrado esa clase de naturalezas fuertes; pronto, en su lo­
cura, Nietzsche iba a creerse en la piel de un asesino de prostitutas.
Como último tema hay que destacar la muy inocente alabanza de su
obra, de su grandeza, de su papel histórico, efectuada como si procedie­
[8 0 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

ra de una tercera persona. Así, en su inocencia, escribe: «Entre todas mis


obras, el Z aratu stra merece una posición aparte. Con él he hecho a la hu­
manidad el mayor regalo que nadie le ha hecho nunca. Este libro, con una
voz que resonará más allá de los milenios, no sólo es el libro más elevado
que existe, en realidad el libro de las alturas propiamente dicho —pues
todo el fenómeno hombre queda en una formidable lejanía por debajo de
él— , también es el más profundo, el nacido desde la riqueza más íntima
de la verdad, un pozo inagotable al que no se puede bajar ningún cubo
que no suba de nuevo repleto de oro y de bondad».
También en sus cartas a Gast se encuentran una y otra vez tales frases
de, por así decirlo, incansable autoadmiración —hasta dar una última
vuelta de tuerca: Nietzsche por fin habría conseguido estar a la altura de
su propia obra, por fin la entendía plenamente. El 26 de noviembre, es­
cribe: «Reconozco que E l crepúsculo de lo s íd o lo s me parece perfecto; no
es posible expresar con mayor claridad y delicadeza cosas tan decisivas...
Es imposible emplear diez días de forma más provechosa: pues no he ne­
cesitado más para escribirlo».
El 9 de diciembre sobre E cce homo-, «Se sale hasta tal punto del mero
concepto de “literatura”, que en realidad carece de parangón hasta en la
misma naturaleza: literalmente, hace estallar la historia de la humanidad
en dos mitades —el máximo superlativo de dinamita...».
En la misma carta, dice de Z aratu stra IV: «Lo he estado leyendo estos
días y casi muero de emoción». Un poco más adelante dice que precisa­
mente está consultando sus libros, que han llegado procedentes de Niza.
«Siempre lo he hecho todo muy bien, pero nunca había tenido un con­
cepto claro a este respecto ¡todo lo contrario!... Por ejemplo, los diversos
prólogos, el quinto libro, L a gaya ciencia. ¡Demonios, cuántas cosas en­
cierran!» Ahora, por fin, entendía su tercera y cuarta intempestiva: veía
que no trataban de Wagner y de Schopenhauer, sino de él. «¡Signos y mi­
lagros!», exclama literalmente en su carta, y firma: «Le saluda el ave Fé­
nix». El ave Fénix es el pájaro maravilloso que renace de sus cenizas. Una
nueva incineración y una nueva resurrección se anuncian.

No cabe duda de que quien así piensa, habla y escribe, según todas las
escalas humanas, ha perdido la razón. Pero todavía no es, en el sentido
burgués del término, «irresponsable de sus actos», ni siquiera constituye
un peligro público. Tan sólo va enajenándose paulatinamente. ¿Puede es­
tablecerse durante este «paulatinamente», que abarca los meses otoñales
de Turín, algún momento preciso para su catástrofe, para su repentina
caída? Personalmente sospecho que podemos hallar semejante fecha cla­
ve el 15 de octubre, día de su cumpleaños. Este día, Nietzsche sólo reci­
be una única carta: Gast le ha felicitado puntualmente. Pero cuando es­
EL OCA SO DE ZARATUSTRA [8 0 1 ]

cribe Gast es casi como si se escribiera a sí mismo. Su soledad es absolu­


ta. Entonces le viene a la cabeza la idea desesperada de gritarle al mundo
su existencia, pero no de forma lastimera, sino triunfal: «Yo soy éste y
aquél». A la total indiferencia va a oponerle ahora, a voz en grito, su pro­
pia grandeza, su divinidad. Sonoramente, con estridencia, incluso con
ruido desmesurado. «Tiene que crearse una verdadera tensión», escribe
el 6 de noviembre a Naumann, el editor. «Creo que esto lo van a oír, tal
vez demasiado... Y en ese caso todo estará en orden.»
En la carta que envía a Gast aproximadamente un mes más tarde con
la noticia de que el E cce hom o estaba terminado, llaman la atención por
vez primera ciertas faltas de concordancia en su estilo y sintaxis. Leemos:
«Mi “ E cce hom o. C óm o se llega a se r lo qu e se e s ” saltó dentro el 15 de oc­
tubre, mi clementísimo cumpleaños y señor, y el 4 de noviembre con una
soberanía y buen humor que me pareció demasiado bien hecho, para po­
der hacer además una broma»,
El «dentro» tendría que ser «entre»; el «clementísimo» tendría que
calificar a «señor»; no tiene sentido acoplar «cumpleaños» y «señor» con
una conjunción «y». Es necesario desmembrar primero la frase para lle­
gar a encontrarle sentido: «...el 15 de octubre, mi cumpleaños y el de mi
clementísimo señor». El clementísimo señor que cumple años el mismo
día que Nietzsche es, recordemos, el enloquecido rey prusiano Federico
Guillermo IV. Pero ciertamente, este dato ya no tiene sentido en ese con­
texto. Nietzsche, y así lo ha proclamado festivamente en su prólogo al
E cce hom o, es ahora un discípulo de Dionisos, dios de los filósofos. E cce
hom o es un hijo de Dionisos, por lo tanto de antigua soberanía y «tan bien
hecho» que incluso queda excluido de las bromas favoritas de Nietzsche,
que normalmente no respetaban nada.
Por lo demás, en los últimos manuscritos impera una gran confusión.
E cce hom o no «salta» de ningún modo a la luz, sino que hay etapas preli­
minares y muchas adiciones, tachaduras, nuevas disposiciones. El escrito
N ietzsch e contra W agner se intercala a modo de complemento biográfico.
El 1 de diciembre Nietzsche reclama que le devuelvan el manuscrito del
E cce hom o, supuestamente para añadir algunas adiciones. El 6 de diciem­
bre lo envía de nuevo a Leipzig. El 15 de diciembre le sigue N ietzsch e con­
tra W agner. De pronto, es preciso interrumpir la impresión del Ecce
hom o, ya que debe ser publicado simultáneamente en inglés y en francés.
A mediados de diciembre, Gast recibe las primeras pruebas de imprenta
y Nietzsche da instrucciones para no imprimir N ietzsch e contra W agner
porque algunos de sus fragmentos deben ser incluidos en el E cce hom o. El
29 de diciembre le anuncia repentinamente al editor un «resto del ma­
nuscrito» «repleto de cuestiones extremadamente esenciales». Finalmen­
te, el 2 de enero solicita que se le devuelvan los poemas finales de Ecce
hom o y de N ietzsch e con tra W agner para incorporarlos a sus «Ditirambos
[8 02] FRIEDRICH NIETZSCHE

dionisíacos». Ésta es la época en la que acontece lo que denominamos su


«caída».
En estas instrucciones de aquí para allá se ha querido ver la escrupu­
losidad del escritor que vigila la producción de sus obras. Personalmente,
sospecho un motivo bien distinto. El loco de Turín se ha encerrado por
completo en su mundo de fantasía. Ya nada puede ofuscar este estado de
sueño y de trance. Sólo una cosa puede obligarle a regresar de nuevo a su
odiada realidad: la publicación de sus escritos. Así, Nietzsche los entrega
y recoge de nuevo, se disculpa por no enviar un permiso definitivo para la
impresión, con objeciones con respecto a la colocación, a las adiciones
necesarias, sometido a ideas delirantes consistentes en ediciones gigantes­
cas y traducciones a todos los idiomas, y él, que antaño enfermaba de im­
paciencia por ver terminadas sus obras, se siente ahora satisfecho de que
ningún libro termine de salir, y no le importa nada que ahora sea sólo
Naumann quien se muestre impaciente.
Llamemos a las cosas por su nombre: una vez más, Nietzsche sintió mie­
do. Por última vez en su vida tenía que enfrentarse a la terrible necesidad de
ser un águila en lugar de una liebre asustadiza, si no quería desaparecer anó­
nimamente en las olas de las corrientes de cada época. Sus obras eran decla­
raciones de guerra. ¿Y qué iba a suceder si sus rivales le tomaban la palabra?
La Iglesia, el Estado, el R e id ) alemán, los wagnerianos, todos ellos en estado
de guerra, todos dispuestos a hacerle salir de su incógnito en Turín, a darle
caza, a confiscar sus libros. Así le escribe a Gast el 9 de diciembre: «Ahora
un asunto serio: querido amigo, quiero recuperar todos los ejemplares de mi
cuarto Zaratustra con tal de ponerlos ineditum a buen recaudo ante cual­
quier lance de la vida o de la muerte...». Iba a publicarlo pasadas unas déca­
das. Entonces habría llegado el momento adecuado. De modo similar, le exi­
ge a Fritzsch, el editor de Wagner y actual propietario de los libros que había
editado con Schmeítzner, que le devuelva la totalidad de las existencias de su
obra que tiene en el almacén, así como sus derechos, mostrándose total­
mente dispuesto a aportar la suma de 11.000 marcos que el editor le pide
por ello. Nietzsche, que siempre había ahorrado hasta la exageración, que
nunca había tenido deudas, escribe el 30 de diciembre al profesor Andreas
Heusler de Basilea: «Necesito aproximadamente 14.000 francos. — En vis­
tas a que mis próximas obras no se van a vender por miles, sino por decenas
de miles, y de que lo harán simultáneamente en francés, inglés y alemán,
puedo tomar prestada la mencionada suma sin reparo alguno». Un mes an­
tes, el 26 de noviembre, ya le ha escrito a Deussen: «En los próximos dos
años tendré que dar los pasos necesarios para hacer traducir la obra a siete
idiomas: la primera edición de aproximadamente un millón de ejemplares
por cada idioma». En términos similares le escribe a Brandes: éste deberá
ocuparse de la edición danesa, y Stríndberg de la sueca. Pero gracias a Dios,
todo esto necesitará un tiempo de preparación que le evita prender de in­
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 0 3 ]

mediato la mecha de su dinamita. Con ademanes de conjurador, le escribe a


Brandes en la misma carta: «Dentro de tres semanas voy a encargar la reali­
zación de la edición del manuscrito de E l A nticristo, transvaloración de todos
lo s valores, que será absolutamente confidencial...».
«Absolutamente confidencial» era lo mejor. Sin consecuencias. Sin
embargo, el momento en el que la tierra se parta en dos resultará terrible.
Será espantoso cuando vaya a suceder lo que Nietzsche ha pronosticado.
Supondrá el final de todas sus alegrías musicales y gastronómicas de Tu-
rín. Pero todavía más terrible sería que no sucediera nada, que E cce
hom o , E l crepúsculo de lo s íd o lo s y E l A n ticristo dejaran el mundo como
estaba. Sin duda, esta clase de ponderaciones habrá pasado por la confu­
sa cabeza de Nietzsche, en la que desde siempre ha habido una pugna
permanente entre el idilio y la tragedia, entre los pacíficos discípulos de
Epicuro y los guerreros.
En un principio venció la guerra. Había peligro en la demora. El ene­
migo era el joven emperador Guillermo II, que en junio había subido al
trono. En octubre el emperador llegó a Italia, donde el rey Umberto y
Guillermo II se dieron un abrazo. La G azzetta d i T orino publicó un co­
mentario al respecto lleno de entusiasmo. ¡Y este emperador, sin tener en
cuenta la gran lucha defensiva que había llevado su abuelo contra la Igle­
sia católica, le hizo una visita al Papa! Así, nada tenía de sorprendente
que estuviera de parte de Wagner. Nietzsche lo había expresado clara­
mente, en el mismo mes de octubre en el que le envió a Jacob Burckhardt
E l caso W agner. «El movimiento» —se refiere al de los entusiastas wag-
nerianos— «está ahora en su máximo esplendor. Tres cuartas partes de
todos los músicos están plena o parcialmente convencidos de que, desde
San Petersburgo hasta París, desde Bolonia a Montevideo, todos los tea­
tros viven sólo de este arte. Recientemente, el joven emperador alemán ha
considerado toda la situación como asunto nacional de primera categoría,
poniéndose al frente de él: motivos más que suficientes para que me sea
permitido entrar en el campo de batalla.»
De esta manera, las figuras del Anticristo y del AntiWagner se enlazan
de la manera más sorprendente. ¿Dónde están sus aliados? «Ya que se
trata de una batalla de aniquilamiento del cristianismo», le escribe a Bran­
des, «resulta evidente que el único poder internacional que tiene un inte­
rés instintivo en la destrucción del cristianismo son los judíos (...) En con­
secuencia tenemos que asegurarnos del apoyo de todas las potencias
decisivas de esta raza en Europa y América —además de todo esto, un
movimiento de esta índole necesita un gran capital (...) Pero en general,
vamos a tener a todos los oficiales instintivamente de nuestra parte: el he­
cho de que ser cristiano resulta en gran medida deshonroso, cobarde e
impuro es un juicio que uno establece y graba en la mente de forma infa­
lible al leer mí Anticristo.»
[804] FRIEDRICH NIETZSCHE

¿Desvarios? Sin duda. Pero ninguno que no se hubiera presentado ya


a lo largo de diecisiete años: un completo trastorno del mundo produci­
do por el destino. Ahora, el destino, el fa tu m , es el propio Nietzsche.
Siempre había soñado con ser juez, con fundar un gobierno justo del
mundo en el que fuera a regir su filosofía, su nobleza y su helenismo.
Ahora ya sólo tiene que alargar la mano... ¿Lo ha soñado, o es cierto que
Gast, su amigo, el que siempre le responde con sus propias osadías como
si se tratara de un juego de pelota, así se lo expresa? El 25 de octubre,
Gast le escribe: «¡Q ué “revelaciones”, qué éxtasis de aprendizaje le debo
a su mente dominadora del mundo!». «Dominadora del mundo»: ahí lo
tiene por escrito, para cualquiera que desee leeerlo. Y Nietzsche respon­
de: «Las últimas partes» —de E cce hom o — «ya han sido compuestas en
un estilo musical que los maestros cantores ya deben de que haber perdi­
do, “el estilo del dominador del mundo”...».
Una vez más aparece Wagner: con lo que éste no ha sabido hacer, con
lo que había olvidado al componer su afeminado P arsifal. «El estilo del
dominador del mundo», esta música completamente nueva, es de Frie-
drich Nietzsche, superhombre y compositor. En su carta a Brandes de
principios de diciembre, que no llega a enviar, planifica la «toma de po­
der» en todos sus detalles, como lo haría un Estado Mayor. Aun en su lo­
cura, su lógica y su razonamiento funcionan hasta el último momento.
«Este nuevo poder que se va a formar aquí», dice en este borrador de car­
ta, «podría llegar a convertirse en un sólo instante en la primera potencia
mundial.» ¿Cómo va a producirse algo semejante? Pues bien, si las clases
dominantes toman partido por el cristianismo, todos los «hombres fuer­
tes y vivos» renegarán de este partido en cuanto hayan leído a Nietzsche
con atención. La dinamita de Nietzsche —literalmente— , hará saltar por
los aires cualquier organización militar y cualquier Constitución. Precisa­
mente los oficiales estarán a favor del nuevo profeta, es decir, el resto que­
dará «inexperto para la guerra». ¿Cómo acabar con el emperador alemán?
Bien, él ya conoce la manera de tratar a «semejantes idiotas pardos»: «Así
les mostrará lo que hay que hacer a los oficiales que hayan salido bien».
¿Va a fusilarlo o sólo ponerlo bajo arresto? Todavía no lo sabe. En cual­
quier caso, ya en el E cce hom o , según dice Nietzsche en esta carta, hay una
manera de pronunciar una condena a muerte que es absolutamente so­
brehumana. «Realmente se trata de un juicio final...» Nietzsche también
proclama una ley contra el cristianismo, y quien retroceda lo suficiente
en el tiempo podrá recordar a aquel muchacho que ya dictaba esta clase
de sentencias de presidio y pena de muerte. Cuando Brandes lea esta
ley, «quién sabe, tal vez incluso a usted, me temo, vayan a temblarle los
huesos...».
En la ley contra el cristianismo, el sacerdote es declarado inmoral.
«Contra los sacerdotes no hacen falta motivos, se les meterá en el presidio
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 0 5 ]

directamente.» La «historia sagrada» será rebautizada como «maldita»,


las palabras «Dios», «Mesías», «Santo» deberán convertirse en insultos y
designaciones para criminales. Finalmente: «Si ganamos nosotros, ten­
dremos el gobierno del mundo en nuestras manos —incluida la paz mun­
dial... Habremos superado los límites absurdos de raza, nación y clases: ya
sólo existirá un orden jerárquico entre hombres y hombres, y será una es­
cala terriblemente larga de jerarquías».
Nietzsche considera su carta como «el primer documento de la histo­
ria mundial», «política a gran escala p a r excellen ce».
Lo que su imaginación delirante le dicta es esto: en millones de ejem­
plares, es decir, accesibles para cualquiera, y traducidas a siete idiomas,
para las naciones europeas más importantes, aparecerán sus obras de
transvaloración, E l A n ticristo y E cce hom o. Esto provocará una erupción
volcánica a múltiples dimensiones. Los banqueros judíos habrán finan­
ciado la empresa con su gran capital, los oficiales pasarán enseguida a su
bando. El resto de la humanidad recapitulará. Nietzsche todavía llega a
poner en marcha el primer paso de esta toma de poder, la traducción de
estas dos obras. Pero a continuación le abandonarán las fuerzas, la locura
tomará la batuta: comprobará que es mucho más sencillo regular de nue­
vo la política mundial con un par de Disposiciones Supremas.
Antes de la emisión de estos «Decretos» podemos trazar todavía un
estadio intermedio, que encuentra su plasmación en su carta del 7 de di­
ciembre a Strindberg. Su idea básica es la guerra contra el R eich alemán,
es decir, esta vez ya no la «rebelión de los oficiales» tras una lectura exi­
tosa de E l A n ticristo , sino la destrucción de los Hohenzoller mediante
una alianza de las potencias, con Francia a la cabeza. Italia debe ser sepa­
rada de su triple alianza con Alemania y Austria. El perturbado Nietzsche
le escribe en un estilo casi sagaz, presentándole su empresa a su nuevo
aliado Strindberg como «antialemana hasta la destrucción»: «Con el fin
de ponerme a seguro de las brutalidades alemanas (“confiscación”), les
enviaré los primeros ejemplares, antes de su publicación, al príncipe Bis-
marck y al joven emperador, con una declaración de guerra por carta: a
eso los militares no podrán responder con procedimientos policiales». Y
se frota las manos: «Soy un psicólogo».
Su declaración de guerra a la casa de los Hohenzoller se ha conserva­
do, al igual que los borradores de carta dirigidos al emperador y a Bis-
marck. Nietzsche se tomaba lo del dominio del mundo completamente en
serio. Sin embargo, tampoco estas cartas llegaron a ser enviadas. Así, Bis-
marck no tuvo ocasión de leer que él era el «idiota p a r excellen ce» entre
todos los hombres de estado, y el emperador tampoco llegó a averiguar
que era «un joven criminal» que pretendía destruir E l A n ticristo de
Nietzsche encendiendo personalmente la tea incendiaria guiado por su
execrable espíritu criminal.
[8 0 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

En una carta del 18 de diciembre, el viejo amante de la música Fuchs


pudo leer, de paso, entre otras noticias variopintas, que: «En los próxi­
mos años el mundo estará cabeza abajo: una vez haya dimitido el viejo
Dios, seré yo quien pase a gobernar el mundo». El 28 de diciembre, Over-
beck recibe una carta en la que Nietzsche tranquiliza a este viejo cajero de
forma totalmente razonable. Pero a continuación, dice: «Yo mismo tra­
bajo ahora en un memorándum para las cortes europeas con el objetivo
de una liga antialemana. Quiero sofocar al R eich alemán en su camisa de
hierro y desafiarlo a una guerra desesperada, No voy a tener libres las ma­
nos hasta que no tenga en ellas al joven emperador, pertenencias inclui­
das». Strindberg, por su parte, llegó a leer: «H e enviado a Roma una
asamblea de príncipes, quiero hacer fusilar al joven emperador».
La última nota enviada a Overbeck concluye: «Ahora voy a hacer fu­
silar a todos los antisemitas...»
El último objeto del odio de Nietzsche y de sus ansias de destrucción
es el joven R eich y el joven emperador. Con este fin, se impone a sí mismo
una misión por la que una persona responsable de sus actos hubiera sido
acusada de alta traición, es decir, tramar complots con los enemigos del
Imperio. Tampoco Bismarck queda excluido. El hecho de que Guillermo
II apoye a los wagnerianos y que haya visitado al Papa no basta para ex­
plicar este afán por encerrar y fusilar del desequilibrado Nietzsche. Su
motivo principal: Bismarck es devoto. El 6 de febrero de 1888 pronunció
su famoso discurso contra el militarismo ruso, que culmina con la frase:
«Nosotros, los alemanes, somos temerosos de Dios, pero de nadie más en
este mundo, y es el propio temor a Dios lo que hace que amemos y pro­
tejamos la paz». También Guillermo II es devoto, incluso cuando sólo era
un príncipe, y muy devota es también su esposa, la princesa Augusta Vic­
toria. Devotos son todos ellos, rivalizando así con los padres liberales y
con los noventa y nueve días del emperador Federico —a quien Nietzs­
che excluye explícitamente de su aversión hacia los Hohenzoller. Con la
complicidad del predicador de la corte Stoecker, el príncipe Guillermo y
la princesa llevan a cabo «misiones internas». El wagnerianismo y el anti­
semitismo también forman parte de ellas. Cuando Guillermo II sube al
trono, su proclamación está sembrada de expresiones devotas: «Llamado
a ocupar el trono de mis padres, tomo el gobierno dirigiendo mi mirada
hacia el Rey de todos los Reyes, y he prometido a Dios ser un soberano
justo y clemente para mi pueblo, siguiendo el ejemplo de mis padres,
practicar la devoción y el temor a Dios, defender la paz...» y todo el resto
de promesas que los regentes acostumbran a hacer en tales celebraciones.
Si Nietzsche es el Anticristo, ese santurrón, ese «húsar cristiano», como lo
llama él, tiene que caer, y con él sus compinches, los predicadores de la
corte y los antisemitas.
Podemos suponer la existencia de un motivo más profundo. El empe­
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 0 7 ]

rador se presentaba como un bienhechor público, era «moderno», pron­


to se hizo muy popular. Pero al mismo tiempo volvía a imponer la antigua
magnificencia; la guardia real llevaba los antiguos uniformes de Federico
el Grande, los caballeros de la orden del Aguila Negra tenían que poner­
se sus abrigos rojos con el fin de que también el emperador pudiera apa­
recer vestido de púrpura. Púrpura era el color del César, y también el co­
lor sagrado de la consagración a un dios — ¿cómo se le había ocurrido a
este «purpúreo idiota» (así lo escribió Nietzsche) ponerse este color?
¿Quién hubiera tenido derecho a ponérselo antes que el príncipe de Tu-
rín, «p rin cep s Taurinorum , C aesar C aesaru m », el nuevo Napoleón?

Ahora vamos a seguir una segunda orientación tomada por la locura


de Nietzsche, fácilmente relacionable con otras orientaciones distintas
— al fin y al cabo, su locura es una locura con método. Procede del suelo
turinés, y es la que en última instancia hace caer en la cuenta de su locura
a su casero, el bueno de Fino. Desde que Nietzsche ha regresado a Turín,
ya no ve a nadie sino a él, pero se siente inmerso en una parentela fantás­
tica: ha entrado en la familia real de los Savoya.
Todo empieza inofensivamente, con su participación en celebraciones
nupciales y fúnebres del más alto rango: cuando Nietzsche todavía se en­
contraba en Sils, retenido por las inundaciones, celebró las nupcias del
príncipe Amadeo, duque de Aosta, con Laetitia Bonaparte, la hija del prín­
cipe Napoleón. «Nuestra nueva ciudadana», dice orgulloso. En noviem­
bre se celebra el entierro del Conte Robilant, «el tipo más honorable de la
nobleza piamontesa» y, según se dice, hijo natural del rey Cario Alberto.
En diciembre muere el príncipe de Carignano; «vamos a tener un gran
entierro», le comunica a su amigo Gast. Nietzsche también forma parte:
¿Acaso no vive en la via Cario Alberto y justo enfrente del palazzo Carig­
nano, en el que vino al mundo el rey Víctor Manuel? «M i» Turín, dice
ahora, y no ha de pasar mucho tiempo más para que la capital de imperio
de Turín sea su capital.
«No mezclarme con la multitud», había anotado Nietzsche como im­
perativo, como precepto —¿tal vez en contra de su tendencia a participar
con su presencia en tales actos festivos? El ataúd del conde Robilant re­
posa sobre un armón de artillería, tirado por seis caballos —artillería
montada, «su» cuerpo militar— doscientos oficiales de todos los cuerpos
le acompañan. La misa de réquiem se celebra en la iglesia de Santa María
degli Angelí, a pocos pasos de la vivienda de Nietzsche. ¿Y si también él
fuera un hijo del rey Cario Alberto?
El 30 de diciembre de 1888 es un domingo, «Un domingo p a r exce-
llen ce », pone en la cabecera de un borrador de carta destinado a Gast,
«(aunque esté nublado)». En Turín, ni siquiera el tiempo nublado llega a
[8 0 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

afectarle. Bajo su ventana, sigue explicando, está tocando la orquesta mu­


nicipal, esplendorosa, poderosamente, como si él ya fuera príncipe de Tu-
rín, C aesar C aesaru m y similares. Acaba de pasar junto a la Mole Antone-
lliana, la más genial de todas las construcciones, edificada «partiendo de
un afán absoluto por las alturas». El, por su parte, había bautizado Ecce
hom o a su construcción y había creado un inmenso espacio libre en su
mente para él. «Después me dirigí a mi palazzo, ahora palazzo Madama
—a la Madama ya la conseguiremos...» (Las mujeres ya no son anheladas,
sino que se les ordena que acudan.) El palazzo Madama podría quedarse
tal y como está, «con mucho la manera más pintoresca de palacio pensa­
do a lo grande —sobre todo la escalera». A continuación, sigue la procla­
mación de la destrucción de la casa de los Hohenzoller, «en una alegría
desbordante heroico-aristofanesca»; Víctor Bonaparte, el hermano de
Laetitia, recibiría Francia, junto con Alsacia-Lorena. Monsieur Bourde-
au, el corresponsal de Nietzsche en cuestiones de traducción al francés y
jefe del Jo u rn a l des D éb ats será designado embajador francés «en mi Cor­
te». A Gast se le promete el teatro, la orquesta «y toda clase de cámara»
(¿se refiere a su nombramiento como camarero o chambelán?).
Este borrador de carta, salvajemente esbozado, con innumerables ta­
chaduras y adiciones, ha sido descifrado por Mazzino Montinari y publi­
cado en 1975, el primer testimonio documental de la perturbación men­
tal de Nietzsche. Por la misma época tuvo que suceder lo que más
adelante iba a explicar la familia Fino: Nietzsche hizo retirar las oleogra­
fías baratas de las paredes de su habitación, ya que la quería convertir en
un templo. Unos días después anunció con todos los signos propios del
entusiasmo, que aquél era un gran día de fiesta; las calles estaban ilumi­
nadas y el rey venía con la reina para hacerle una visita. Y así lo pone en
su última y famosa carta a Jacob Burckhardt, sellada por correos el 5 de
enero de 1889:
«Pero me he reservado una pequeña habitación de estudiante situada
enfrente del palazzo Carignano (en el que yo he nacido, como Vittorio
Emanuele)...».
Y:
«Mañana llega mi hijo Umberto con la encantadora Margherita, a los
que sin embargo voy a recibir aquí sólo en mangas de camisa».
Finalmente:
«Este otoño, lo menos vestido posible, he estado presente dos veces
en mi entierro, primero como Conte Robilant (—no, éste es mi hijo, en la
medida en la que soy Cario Alberto, mi naturaleza abajo), pero Antonelli
era yo mismo».
A este respecto queremos hacer dos observaciones. La Mole Antonie-
lliana (la construcción monumental del arquitecto Antonielli) sigue sien­
do hoy en día un centro de interés para quienes visitan Turín. La cons­
E L OC A S O DE ZARATUSTRA [8 0 9 ]

trucción fue fundada por la comunidad judía de Turín en agradecimiento


al rey Cario Alberto por su concesión de las libertades ciudadanas, y, ade­
más de una sinagoga, debía contener una escuela y otras instalaciones ofi­
ciales. Posiblemente Nietzsche lo viera como un monumento al liberalis­
mo burgués, en competición ilustrada con las cúpulas y torres de las
iglesias turinesas: el ingenioso Antonielli había disminuido progresiva­
mente la cúpula de su construcción hacia lo alto, en forma de pagoda, al­
zándola hasta una altura récord de 167 metros (con esa ambición por las
alturas que caracteriza a veces a los arquitectos). Pues bien, el 18 de oc­
tubre Antonielli murió, a los noventa años de edad, dejándole sitio a
Nietzsche justo en el instante en el que éste había terminado el Ecce
hom o. Siguiendo los posibles pensamientos de Nietzsche, probablemente
ahora ya se le podía asignar a la Mole su verdadera importancia: símbolo,
lugar de culto, templo de la religión de Zaratustra, en cuanto m ayor cons­
trucción de Europa (cosa que, efectivamente, era por aquel entonces, si
olvidamos por un momento la construcción de acero de la Torre Eiffel).
Nuestra segunda observación se refiere a las frases «lo menos vestido
posible» y «en mangas de camisa» para recibir a la pareja real. Con sor­
prendente tenacidad, el Nietzsche enajenado se agarra a su modo de vida
de filósofo. En los últimos días de diciembre escribe la carta a Overbeck
en la que dice: «Sabes, en mi situación exterior no va a cambiar casi nada,
o tal vez absolutamente nada, en los próximos años. No importa qué gra­
do de reconocimeinto vaya a alcanzar, yo no pienso renunciar ni a mis
costumbres, ni a mi habitación de 25 francos». En la carta a Burckhardt
en la que, desde el mismo Dios hasta un asesino de prostitutas, adopta to­
das las personalidades imaginables, dice: «Pago 25 francos con servicio,
me ocupo personalmente de comprar mí té y todo lo demás, sufro de bo­
tas desgarradas y le doy las gradas al cielo a cada instante por el viejo
mundo, para el cual los hombres no han sido lo suficientemente sencillos
y quedos». El mismísimo dominador del mundo desea gobernarlo de in­
cógnito.

El sencillo filósofo que se busca un cuartito en el palacio del rey: esta


es una de las fantasmagorías del Nietzsche delirante, nacida del deseo de
mantener a cualquier precio su existencia turinesa, ese idilio repleto de
innumerables exquisiteces. Una nueva fantasmagoría surge de aquellos
sueños nobiliarios y de aquellas especulaciones sobre su procedencia, que
nos remiten al mito de su origen polaco nacido en los años de Schulp-
forta.
En la primera versión del E cce hom o encontramos su mezcla habitual
de verdad y poesía. Aparecen en ella los nobles polacos, pero no silencia
el oficio de párroco de su padre. Tan sólo lo cubre un poco, pudorosa­
[810] FRIEDRICH NIETZSCHE

mente, bajo su supuesta fundón de preceptor de princesas. Pero enton­


ces sucede algo inaudito para él: llega — con retraso— la carta que había
enviado Elisabeth desde Paraguay con motivo de su cumpleaños. Se tra­
ta de una carta completamente naumburguesa, mezclada de dulzura y de
veneno. «L a fama es un dulce bebedizo», «yo personalmente te hubiera
recomendado a otro apóstol distinto al señor Brandes: ha llamado a de­
masiadas puertas y ha comido de demasiados platos.» Un consejo bienin­
tencionado: mejor que Nietzsche no se vea con él, «dos de nuestros ami­
gos... le conocen personalmente y no están precisamente entusiasmados».
«Querido Fritz de mi corazón... para personas de sentimientos tan deli­
cados como los nuestros, la vida tiene más penas que alegrías... Una cáli­
da, a veces indescriptible, añoranza por volver a verte...»
Esta es la brutal irrupción de la realidad en el reino de los sueños, la
peor de todas, llamada la «virtud de Naumburg». Nietzsche a Overbeck:
ahora, en Paraguay todo es un caos. «Pero esto no le impide a mi herma­
na el escribirme para el 15 de octubre, con el mayor de los cinismos, que
a ver si empiezo de una vez a hacerme “famoso”... Y que hay que ver con
menuda gentuza me relaciono...»
Así es como nace la segunda versión del capítulo de su ascendencia,
que una vez más fue encontrado y publicado por Mazzino Montinari, en
1972: en esta versión se esconde aún un poquito más al párroco («des­
pués de haber vivido durante algunos años en la corte de Altenburg, du­
rante sus últimos años fue predicador»), y se destaca con fuerza aún ma­
yor la nobleza polaca. Pero sobre todo era preciso tachar, borrar de una
vez por todas todo recuerdo de su descendencia de semejante madre y de
su parentela con semejante hermana. «Cuando trato de buscar la antítesis
más profunda a mi persona», dice, desahogando así su ira y fabricando al
mismo tiempo su teoría, «la incalculable vulgaridad de los instintos, en­
cuentro siempre a mi madre y a mi hermana — que alguien me creyera
efectivamente emparentado con semejantes canallas sería una blasfemia
para mi divinidad,» Una aversión indecible le produciría el trato con su
madre y su hermana, «en ellas trabaja una perfecta máquina infernal de
una infalibilidad absoluta por lo que respecta al instante en el que se me
puede herir sanguinariamente...». Por cierto, este parentesco sería el ar­
gumento más fuerte contra su idea del eterno retorno. Nosotros podría­
mos completar esta idea, diciendo: decir sí a la vida, sin duda, decir sí al
retorno de todos los instantes vividos, también, pero, ¡por el amor de
Dios, no otra vez con la misma madre y la misma hermana!
Una vez Nietzsche ha liquidado por esta vía el tema del carácter acci­
dental y anómalo de su familia, la fantasía continúa trabajando. Tampoco
la nobleza polaca de su sangre es ya suficiente. Con quien menos está
«emparentado» un gran hombre es con sus padres. «Las naturalezas su­
periores tienen un origen infinitamente más lejano en el tiempo, pues
EL O C A S O DE ZARAT US TRA [8 1 1 ]

para su nacimiento es para lo que más se ha tenido que recoger, ahorrar,


almacenar. Los grandes individuos son los más antiguos: yo no lo entien­
do, pero Julio César podría haber sido mi padre — o Alejandro, esta en­
carnación de Dionisos...» Una vez más encontramos trabajando esta extra­
ña lógica, esta alambicada locura a la que nunca faltan argumentos. Y
¡mira por dónde! «Justo en el momento en que escribo esto, el cartero me
trae una cabeza de Dionisos...».
Escaleras por las que se sube cada vez más alto, nubes que lo trans­
portan a uno... César, Alejandro, Dionisos. Abajo, en la «Galleria Subal­
pina», a unos pasos de su vivienda, está tocando la orquesta municipal. El
permanece sentado arriba, designando y fusilando, César y Alejandro, fi­
lósofo y Dionisos a un mismo tiempo. «César Dionisos» firma la última
nota enviada a Strindberg, para después tachar «César» de nuevo.

Aún nos queda una última escalera que conduce hacia las elevadas
nubes doradas de la locura. ¿Qué ha sido de Wagner y de la guerra con­
tra Wagner? Con un telegrama enviado a Naumann, Nietzsche hace inte­
rrumpir la impresión de N ietzsch e contra W agner durante los primeros
días de enero. Si bien en el E cce hom o surgen de nuevo sus viejos argu­
mentos, se trata de un disparo de cañón que se pierde a lo lejos. El retó­
rico Nietzsche, que está interpretando su última gran salida a escena, opi­
na que, de cara a la eternidad, sería mejor figurar mano a mano con
Wagner. ¿O es que es un romántico que mira hacia el pasado, vencido por
el recuerdo de Tribschen, la isla de los bienaventurados? «Doy por bue­
no el resto de mis relaciones humanas», escribe a principios de diciembre
a modo de complemento del capítulo «Por qué soy tan inteligente», pero
«por ningún precio querría extirpar de mi vida los días pasados en Tribs­
chen; fueron días de confianza, de alegría, de sublimes casualidades — de
momentos profundos... Yo no sé qué habrán vivido los demás con Wag­
ner: pero sobre nuestro cielo no ha pasado nunca ninguna nube.»
La ascensión turinesa de Nietzsche —no importa lo que antes hubie­
ra habido de hostilidad, amor-odio, traición, desprecio— también glorifi­
ca a Wagner. Pero al mismo tiempo le idealiza, le presenta firmemente
asentado en su mejor momento, en su mejor obra, el T ristán. Nietzsche
descarta todo lo anterior por «demasiado alemán» y todo lo posterior por
demasiado «sano». Sin embargo, el 18 de diciembre las cosas todavía eran
muy distintas: Nietzsche escribe a Fuchs que sería muy de su agrado que
un músico tan ingenioso tomara partido públicamente por él y que, en un
prospecto sobre él, desafiara a los de Bayreuth. Sin embargo, el 22 le es­
cribe a Gast que N ietzsch e con tra W agner no debía ser publicado; lo más
esencial ya lo ponía en E cce hom o. El 27 de pide a Fuchs y a Gast que en­
tre los dos publiquen unas «Apostillas de dos músicos» al «Caso Nietzs-
[8 1 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

che». El 29, Gast se niega. Las travesuras que a Nietzsche le están permi­
tidas no les competen a Fuchs y a él. Por lo demás, Gast reconoce : «El
texto para el segundo acto del T ristán es y será siempre, a pesar de todos
los reproches, una labor increíble; es partiendo precisamente de aquí de
donde vislumbro una térra p ro m essa », El 31 de diciembre, Nietzsche res­
ponde: «¡Tiene usted razón mil veces! (...) En el E cce hom o encontrará
una página colosal sobre el T ristán , en general sobre mi relación con Wag-
ner. Wagner es, de manera absoluta, el primer nombre que aparece en el
Ecce h om o».
¿Qué significa este cambio, esta última «muda de piel» de Nietzsche?
Sorprendentemente, el apartado 6 de «Por qué soy tan inteligente» nos
proporciona una información exhaustiva a este respecto. Así, ahora su
nueva leyenda dice: Nietzsche no hubiera soportado su juventud sin la
música de Wagner (supo pasar sin ella perfectamente). Quien deseara li­
berarse de una presión insoportable, necesitaba hachís; de igual manera,
Wagner habría sido el antídoto contra todo lo alemán (sin embargo,
Nietzsche soñaba junto con Wagner en un heroismo alemán). Desde que
existía una adaptación para piano del T ristán , se habría vuelto wagneria-
no (sin embargo, el amigo Krug había intentado inútilmente convertirle a
Wagner precisamente mediante el T ristán).
¿Por qué el T ristán ? Según Nietzsche, habría estado buscado inútil­
mente alguna otra obra de una fascinación igualmente peligrosa, de una
infinitud igualmente estremecedora y dulce. El mundo sería pobre para
aquel que nunca hubiera estado lo bastante enfermo como para gozar de
esta «voluptuosidad del Infierno». Sólo él conocía, como Wagner, los
«cincuenta mundos de extrañas delicias para los que nadie, salvo él, tenía
alas». Los dos habrían sufrido, también en sus enfrentamientos, con ma­
yor profundidad que cualquier otra persona de este siglo. El punto deci­
sivo: «Tan cierto como que Wagner entre alemanes sólo es un malenten­
dido, con igual seguridad lo soy yo y voy a serlo siempre». Como en el
aforismo «Amistad de estrellas», vuelven a estar juntos. Lo que les une es
el Infierno y el hachís, décadence y raffin em en t... No serían sino dos fran­
ceses por su cultura, a los que los avatares de la vida han empujado a Sa­
jorna y Prusia. Baudelaire, el señor de los paraísos artificiales y de las de­
licias prohibidas, les sonríe. Y con instructivo cinismo, el autor invoca a
sus alemanes con este himno: «¡Primero, dos siglos de disciplina psicoló­
gica y artística, mis señores germanos!».
Pero su «amistad de estrellas» no estaría completa sin la tercera, la
dama distinguida, que gracias a Dios ya era francesa de nacimiento. «Los
únicos casos de cultura elevada que he encontrado en Alemania», escribe
en el Ecce hom o , «han sido todos de procedencia francesa, sobre todo la se­
ñora Cosima Wagner, con mucho la primera voz en cuestiones de gusto que
he tenido ocasión de escuchar.» Así podemos leerlo en el texto actual.
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 1 3 ]

En el fragmento sobre su ascendencia que Mazzino Montinari ha lo­


grado desenterrar aún figuran más detalles, y todavía más significativos.
En él, Nietzsche afirma que posee un sentimiento soberano de distinción
y que al joven emperador alemán no le concedería siquiera el honor de ser
su cochero. Sólo conocía dos casos parangonabas a él: «La señora Cosi­
ma Wagner es con mucho la naturaleza más distinguida, y, por no callar­
me ni una palabra, voy a decir también que Richard Wagner es, con dife­
rencia, el hombre que mayor afinidad tiene conmigo. El resto es callar...».
E incluso para este nuevo apartado del E cce hom o existe una etapa preli­
minar que explica lo que en esta página del manuscrito se circunscribe
con la palabra «callar»: «L a señora Cosima Wagner es con mucho la na­
turaleza más distinguida que existe, y en su relación conmigo siempre he
interpretado su matrimonio con Wagner como un adulterio... El caso
Tristán».
Ahora se nos hace la luz sobre la oscuridad de la escena. El T ristán no
es sólo la más refinada de todas las óperas, sino también el más verdade­
ro de todos los dramas. Wagner, primero adúltero, después esposo, se ha
transfigurado de joven y seductor caballero en el viejo rey Marke, y en su
casa entra el nuevo y orgulloso conquistador, navegante no sólo como Co­
lón, sino también como el señor Tristán. Las dos grandes almas se en­
cuentran: la más distinguida de todas las mujeres y el más distinguido de
todos los jóvenes eruditos. Pero el nuevo Tristán no rompe el matrimo­
nio, por ejemplo, sino que todavía es más osado: hace caer las mismas ta­
blas de la ley. En la transvaloración de todos los valores, el viejo cornudo
que mantiene ligada a la joven mujer es en realidad el verdadero adúltero.
El inteligente y delirante Nietzsche ha hecho todo lo posible para fa­
vorecer esta leyenda. Sólo que ahora, en el máximo estadio de su euforia
divina ha preferido otros nombres distintos a los de Tristán, Isolda y Mar­
ke: Wagner es Teseo, Cosima, Ariadna, el propio Nietzsche, Dionisos. El
mismo día 3 de enero de 1889 envía a toda prisa tres notas a Bayreuth, to­
das dirigidas a Cosima Wagner, con la dirección correcta (¡escrita en fran­
cés!) y con una caligrafía impoluta. Las tres hacen referencia a su última
recopilación de poemas, los D itiram b o s d io n isíacos. La primera nota co­
munica su conclusión a través de «un cierto bufón divino», la segunda
anuncia su aparición divina bajo múltiples apariencias, y con la tercera
ruega a Cosima que edite desde Bayreuth la nota II, ese «Breve a la hu­
manidad», bajo el título de «El feliz mensaje». De entre las múltiples le­
yendas que después se tejieron en torno a este mensaje, forma parte este
otro texto que nunca existió verdaderamente: «Ariadna, te amo. Dioni­
sos».
Sin duda alguna, el divinizado Nietzsche no tenía ninguna intención
de hacer una declaración de amor. Se dirigió: «A la princesa Ariadna, mi
amada». Esto debe entenderse más bien como la manifestación de una re­
[8 1 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

lación posesiva y de un orgullo por su posesión y, de hecho, en las notas


Nietzsche no habla de ella, sino de ÉL:
«E s un prejuicio pensar que yo soy humano. Pero he vivido con fre­
cuencia entre los hombres y conozco todo lo que éstos pueden llegar a vi­
vir, desde lo más bajo hasta lo más alto. Entre los hindús he sido Buda, en
Grecia, Dionisos, — Alejandro y César fueron encamaciones mías, al
igual que el poeta de Shakespeare, Lord Bacon. Finalmente, también fui
Voltaire y Napoleón, quizá también Richard Wagner... Pero esta vez ven­
go como Dionisos victorioso que va a convertir la tierra en un día de fies­
ta... No es que tenga mucho tiempo... Los cielos se alegran de que esté
aquí... También yo he colgado de una cruz...»
Partiendo de este mensaje no es posible extraer material suficiente
como para deducir una supuesta historia de amor recordada o imagina­
ria. Se trata de un texto afín al que envió un día después a Jacob Burck-
hardt. Lo que acontece entre el dios Dionisos y la mortal Ariadna, la prin­
cesa, son, a lo sumo, unas nupcias cósmicas, tal y como se celebran
míticamente al final del poema «Lamento de Ariadna» de sus D itiram b o s
d io n isíacos: «Un rayo. Dionisos se hace visible en su esmeraldina belleza».
Lo que dice el que así se aparece sobre la centelleante cresta de las verdes
ondas tiene muy poco que ver con el amor y mucho con la enredada filo­
sofía de Nietsche:

¡Sé inteligente, Ariadna!...


Tienes oídos pequeños, tienes mis oídos:
¡introduce en ellos una palabra inteligente! —
¿No hay que odiarse antes cuando se pretende amar?...
Yo soy tu lab erin to ...

La constelación Teseo-Ariadna-Dionisos tiene una larga prehistoria


en el pensamiento de Nietzsche, la canción del lamento de Ariadna ya fi­
gura en el Z aratu stra. No hace falta que continuemos ocupándonos de
este asunto. Los filólogos han aplicado a él su ingenio, pero el texto ha
sido codificado voluntariamente y en muchos aspectos. Sólo se puede de­
cir que este lamento pertenece al ámbito de los textos del martirio de la
sensualidad: «¡Apuñala, rompe este corazón! / ¿A qué viene este martirio
/ con flechas de romos dientes? / (...) ¿No es matar lo que quieres, / sino
sólo martirizar, martirizar? / (...) ¡Qué quieres sacar de mí, / torturador!
/ ¡Tú — Dios-verdugo! / ¿O acaso debo, cual hace el perro, / revolearme
ante ti?». Ya en la primera estrofa se dirige al dios-martirizador por su
nombre: «Pensamiento». Ese pensamiento «velado», «terrible», «caza­
dor tras las nubes» es, si recordamos al Nietzsche de aquella época, el ani­
quilador y al mismo tiempo redentor pensamiento del Eterno Retomo.
Resulta completamente impensable que el cínico «conocedor de las
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 1 5 ]

hembras» y despreciador de las mujeres, a quien en su fantasía estaban


abiertos todos los paraísos de la sensualidad, en su locura se acordara de
un viejo amor. Tenía intenciones muy distintas, inmersas en el torbellino
de aquellas transformaciones de su propio ser que se suceden en sus últi­
mos textos, de vertiginoso nacimiento y desmoronamiento, como las imá­
genes de un caleidoscopio. ¿Acaso él no había sido también Wagner? De
nuevo encontramos en el E cce hom o el extraño fragmento en el que se le
ocurre plantear si Lord Bacon, el gran y cínico hombre de Estado, en re­
alidad no habría escrito también los dramas de Shakespeare. Probable­
mente, los pensamientos de Nietzsche serían parecidos a éstos: «¡Por to­
dos los diablos, señores críticos! Supongamos por un momento que yo
hubiera publicado a mi Zaratustra con otro nombre, por ejemplo, el de
Richard Wagner: el ingenio de dos milenios no hubiera bastado para adi­
vinar que el autor de H um ano, d em asiad o hum ano era también el visiona­
rio de Zaratustra...». Cuando Nietzsche escribió Z aratu stra , él era Wag­
ner. Cuando llega al manicomio, el loco balbucea: «Mi mujer Cosima
Wagner me ha traído hasta aquí».
A lo que Gast y Nietzsche se refieren en su última correspondencia al
hablar del T ristán es algo bien distinto a la historia del triángulo. Cuando
Gast califica al segundo acto de térra p rom essa, una tierra prometida, se
refiere a lo que en prosaico lenguaje filosófico sería: «L a negación de la
voluntad y suspensión del yo, por lo que se supera la escisión entre el su­
jeto y el mundo y se pretende provocar su salvación». Tristán es la más scho-
penhaueriana de todas las óperas de Wagner, la más mística y la más nar­
cótica. El símbolo del amor sin final de Tristán e Isolda es la noche. Antes
de la escena del segundo acto que une a los amantes, Isolda apaga la an­
torcha: «¡L a antorcha, / ya fuera la misma luz de mi vida, / entre risas /
apago / sin dudar!». Como una oración cantan ambos el «Oh, desciende
sobre nosotros, noche de amor, hazme olvidar que estoy vivo; acógeme en
tu regazo, libérame del mundo». El receptor de la tarjeta de Gast que
anuncia la tierra prometida no sólo ya lo sabe, sino que lo ha sentido en
carne propia miles de veces. ¿Qué vale para él la música compuesta por
Wagner, su arte? Nada, se duerme al escucharla. Pero la música del T ris­
tán es un fenómeno originario, al igual que la música de C arm en. Suena
en los nervios del predispuesto, del receptor... sexual, y mucho más que
sólo sexual: d ion isíaco. Así, Nietzsche ha vivido tempranos y tardíos esta­
dos de trance. Eso es a lo que se refiere cuando ya en E l n acim ien to de la
traged ia podemos leer: «Verdaderamente, durante unos instantes nos
convertimos en los seres originarios propiamente dichos, y percibimos su
desenfrenada avidez y afán de existir; la lucha, la tortura, la destrucción
de las apariencias ahora nos parece necesaria ante la demasía de innume­
rables formas de existencia que se apremian y empujan hacia la vida, ante
la rebosante fertilidad de la voluntad del mundo; somos atravesados por
[8 1 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

las airadas saetas de estas torturas en el mismo instante en el que, por así
decirlo, nos hemos unificado con el desmedido afán originario de existir
y en el que intuimos el carácter indestructible y la eternidad de este afán
en el éxtasis dionisíaco».
La noche de amor de Tristán e Isolda es una de estas fiestas místicas.
De ella pasa a formar parte el solitario Nietzsche, que ya en el Z aratu stra
ha creado a la pareja mística de Dios y del hijo unigénito. Anuncia esta en­
trada triunfal, su consumación divina, con el cesariano: «Cuando llegó su
tarjeta, ¿qué hice entonces?... Se trataba del famoso Rubicón...».

Nietzsche conocía su locura de antemano. Hacia el final la planificó


como si se tratara de una obra de arte. Sus últimos comunicados son al
mismo tiempo grandes manifestaciones de su filosofía mística. Como
Dionisos, sube los más altos escalones de la procreadora, hormigueante,
pasajera y nuevamente avivada existencia. Como bufón escudriña lo có­
mico del proceso cósmico, la parodia de la tragedia. En sus innumerables
metamorfosis atraviesa todas las esferas del ser (es sólo en la elección de
estas existencias donde el viejo Nietzsche se nos aparece de forma cómi­
ca y caricaturesca).
Así, en su última carta le escribe a Jacob Burckhardt: «L o que me re­
sulta desagradable y obstaculiza mi modestia es que, en el fondo, cada
nombre de la historia soy yo». Se siente en la piel de los dos criminales,
Prado y Chambige, cuyos casos estaban siendo juzgados en el tribunal de
París y Constantine. Se introduce en la figura del creador del canal de
Suez, Lesseps, se transforma en un cronista de sociedad del F ígaro , cuen­
ta sus «chistes malos» como un bromista de la próxima eternidad.
La locura de Nietzsche es, si se quiere, una parte más de su filosofía,
su consecuencia llevada a los extremos más radicales y contrarios a toda
razón. La vida misma es de una variedad rebosante, y sólo en la experien­
cia de esta variedad, atravesando miles de existencias distintas, puede
abarcarse de forma adecuada. Cuando cruza el río fronterizo de la razón,
el Rubicón, el 31 de diciembre de 1888, aún le quedan unos días en los
que, como ser pensante, escribiente y creador, puede experimentar esta
múltiple unidad mística. Después se precipita en la monotonía de la de­
mencia.
Si leemos las últimas dos cartas de Nietzsche en este sentido, la breve
nota y la larga carta a Burckhardt del 4 y 5 de enero de 1889, respectiva­
mente, vemos cómo sus identificaciones resplandecen como si fueran sus
últimas obras de arte y sus últimos poemas reflexivos, delirantes y pro­
fundos, siniestros y magníficos. Nietzsche sabía bien a quién escribía. Ja ­
cob Burckhardt, el último, el gran anciano, la figura del padre, el sabio,
que tal vez fuera capaz de comprender qué es lo que le estaba pasando:
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 1 7 ]

pero al mismo tiempo, también el modesto, el poco teatral, que ni se sen­


tía afín a Wagner ni a su actor-antagonista Nietzsche. Finalmente, el ad­
ministrador de la historia mundial y, por lo tanto, también su regente de
pleno derecho. «Mi honorable Jacob Burckhardt», empieza la nota del 4
de enero, «ésta ha sido la pequeña broma por cuya causa tolero el aburri­
miento de haber creado un mundo». Y su carta del 6 de enero: «Querido
señor profesor, finalmente prefería con mucho ser profesor de Basilea
que Dios; pero no he osado llevar mi egoísmo privado tan lejos como para
por su causa renunciar a la creación del mundo. Ya lo ve, hay que hacer
sacrificios, sin importar cómo ni cuándo se vive». Ambas cosas se dicen
más sarcástica que enfáticamente, más con pesar que con engreimiento,
un delirio muy alejado de los delirios de grandeza vulgares de los mani­
comios.
La nota permite apreciar una virtud que el airado o entusiasta altane­
ro de los últimos años había perdido: la modestia. «Ahora es usted —eres
tú— nuestro gran, el más gran maestro: pues yo, junto con Ariadna, sólo
tengo que ser el equilibrio dorado de todas las cosas; en cada obra tene­
mos a alguien superior a nosotros...» «El dorado equilibrio de las cosas»:
ésta es la isla de los bienaventurados con la que siempre había soñado, la
igualdad entre el tiempo y la eternidad, el amor perfecto que no tiene fi­
nal. Eso quiere decir: ya no gobernar, sino entregarse, ya no la inquietud
de convertirse, sino ser. ¡Y qué importa la jerarquía, qué insensata la vo­
luntad de poder! Sólo una cosa importa: fe liá d a d , fe licid ad , fe licid ad .
Pero aún más modesta es su carta más larga. Con «Querido señor pro­
fesor» retoma el encabezamiento propio del estudiante, de quien confía y
admira. Así es como Gast se dirigía a él. Su habitación es ahora «una pe­
queña habitación de estudiante». Al igual que un estudiante, ahora es jo­
vial, se pasea por doquier con su abrigo estudiantil, aquí y allá le da pal-
maditas en la espalda a alguien y dice: Siam o co n ten ti? son dio, ho fa tto
q u esta caricatu ra... (¿S atisfe ch o ? Soy D ios, he creado esta caricatu ra). Y jo­
vial es también la invitación del final: «Pondere usted, haremos una boni­
ta bonita charla, Turín no está lejos, muy serias obligaciones profesiona­
les faltan de la mano, habría que conseguir una copa de Valtelina. Negligé
del traje condición para guardar las formas». Continuando con semejan­
te dejadez anunciada de las formas, también Umberto y la encantadora
Margherita son recibidos en mangas de camisa.
Queda un último misterio por aclarar que nos conduce hacia lo más
profundo de la existencia de Nietzsche. El último mensaje enviado a Pe-
ter Gast el mismo 4 de enero de 1889 en el que envió la nota a Burck­
hardt, dice: «A mi maestro Pietro. Cántame una nueva canción: el mundo
está glorificado y todos los cielos se alegran». Firmado: «El crucificado».
También su mensaje a Brandes, que ahora se convierte en «el amigo Ge-
org», ha sido firmado con «el crucificado» y contiene una expresión mis-
[8 18] FRIEDRICH NIETZSCHE

tica que recuerda al «buscad y encontraréis» del Nuevo Testamento. La


última frase de la larga carta a Burckhardt dice: «H e hecho encadenar a
Caifás; también yo fui crucificado el año pasado por los médicos alema­
nes de forma muy lenta. He eliminado a Wilhelm Bismarck y a todos los
antisemitas».
Malinterpretaríamos por completo esta locura de Nietzsche, que en
muchos aspectos es la escala máxima de su existencia, si creyéramos que
las firmas de sus mensajes son puramente arbitrarias. Las notas a Cosima
terminan en los tres puntos suspensivos habituales, no tienen «remitente».
La nota a Burckhardt ha sido consecuentemente firmada con un «Dioni-
sos», mientras que la carta que le dirige termina con un «con cordial afec­
to su Nietzsche». Sin embargo, en esta carta a Burckhardt también figura
la frase mística de que estaba ponderando con cierta desconfianza de «si
no todos los que entran en el “Reino de Dios” no procederán también de
Dios».
De ningún modo debemos pensar que al final Nietzsche se retracta ni
un ápice en su lucha contra el cristianismo. Con el «E crase z l ’in fâm e »
(D estru id a l in fam e), la maldición eclesiástica de Voltaire, finaliza el Ecce
h om o , y Nietzsche añade: «¿Se me ha entendido? Dionisos contra el cru­
cificado..,». E l A n ticristo acaba con la pregunta de si no sería mejor ini­
ciar la cronología de la historia a partir del último día del cristianismo en
lugar del primero.
Pero precisamente en E l A n ticristo hay palabras maravillosas sobre
Jesús, a quien anteriormente había tachado de «idiota» con demasiada ra­
pidez y brusquedad. «El ya no necesitaba ninguna fórmula, ningún rito
para su trato con Dios... ni siquiera la oración. El había ajustado las cuen­
tas con toda la doctrina judía de penitencia y expiación; él sabe que es
sólo con la práctica de la vida como uno se puede sentir “divino” , “bie­
naventurado” , “evangélico” , en todo momento un “hijo de Dios”. (...) Un
profundo instinto de cómo se tenía que vivir con tal de sentirse “en el cie­
lo” y “eterno”, mientras que con cualquier otro comportamiento uno no
se sentía ni mucho menos “en el cielo”: ésta es la única realidad psicoló­
gica de la “redención”.» Y con extremada clarividencia, añade: «Una
nueva transformación, no una nueva fe...».
En la última sabiduría de su delirio se reúnen de nuevo el dios de la
vida, Dionisos, y el Dios de todos los cielos, el Crucificado. Por eso el Papa
iba a recibir un mensaje de respeto y al rey de Italia se le transmite el deseo
de «verle junto a Su Santidad el Papa». Cuando el último anatema de
Nietzsche afecta al emperador, bajo la forma de un anatema latino, es decir,
papal («condam no te a d vitam d iab o li vitae» ), cuando « elimina» a Guiller­
mo, a Stoecker y a los antisemitas, cuando hace encadenar a Caifás, se re­
fiere siempre a la religión establecida, a su alianza con el poder y su contra­
dicción con respecto a la persona y la práctica de Jesús de Nazaret.
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 1 9 ]

Más allá de esta religión, existe la experiencia mística de la redención,


mediante la práctica, dice él: así lo intuye en sus últimos instantes des­
piertos y conscientes. Así se contempla a sí mismo. De esta manera, al fi­
nal ya no se siente sólo décadent, libertino, «satánico», un aliado con el
diablo como Fausto, sino también redimido —como Fausto. A ello se re­
fiere su exhortación a su primer y último discípulo, Gast, que ostenta el
nombre del primer apóstol: «Cántame una nueva canción: el mundo está
glorificado y todos los cielos se alegran».
C iertam en te... lo que acon teció en Turín fu e u n a ascen sión a lo s cielo s...
C apítulo 3

Despedida

L a grieta que había en mi ser se ha elevado; ahora me cierro de nue­


vo sobre mí.
Kierkegaard, Temblor y temor

Así caí yo mismo una vez


desde mi locura por la verdad,
desde mis anhelos por el día,
cansado del día, enfermo de luz,
— caí hacia abajo, hacia la noche, hacia la sombra,
por una verdad
quem ado y sediento.
Nietzsche, «¡S ó lo bufón! ¡Sólo poeta!»
(De los Ditirambos dionistacos)

E
n uno de estos últimos días sucedió que el señor Davide Fino, due­
ño del quiosco de prensa que había junto a correos, vio una aglo­
meración de curiosos, una multitud que se acercaba a su casa. A
continuación, vislumbró a dos gendarmes y entre ellos, pálido, tembloro­
so, a un pobre diablo, a su inquilino, el P rofessore. El P rofesso re se lanzó
sollozante a sus brazos, hacia la única persona que le era familiar en la
multitud de curiosos. Le explicaron al señor Fino que el P rofesso re, en
medio de Turín y a pleno día, había abrazado al caballo de un coche de
plaza, sin querer soltarse. El señor Fino se lo llevó a casa, le metió en cama
y llamó a un médico, un psiquiatra, que le recetó un tranquilizante al pa­
ciente.
[8 2 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Esta historia no ha sido inventada por Elisabeth. Su melodramatismo


trágico es insuperable: Nietzsche, abandonado por todos, en su «séptima
soledad» sólo encuentra consuelo en esta criatura irracional. También
esta «bufonada» tiene, como todo en Nietzsche, una larga historia preli­
minar: él mismo es «la vieja criatura», en vías de convertirse en un «ani­
mal colosalmente famoso», Elisabeth es una llama, y, en primavera u oc­
tubre de 1888, escribe en su cuaderno de notas: «Me estoy buscando un
animal que baile cuando le diga y que ... me quiera un poquito...».
Por la misma época se le ocurrió la paradoja del caballo del coche de
plaza sobre el que orina el cochero. Como hace mucho frío, el animal
mira con agradecimiento a quien así le humilla. El animal es fraternal, un
último acompañante; en los fragmentos del drama que había proyectado
en Basilea, Empédocles muere con una mujer... o con un animal.

No se puede determinar la fecha del «incidente» del caballo. Proba­


blemente se produjera durante los últimos días de diciembre. Las Navi­
dades pasadas en solitario pudieron representar un buen motivo y esce­
nario.
Las llamadas notas de la locura —mensajes escritos con clara caligra­
fía— van llegando poco a poco hasta sus respectivos destinatarios duran­
te las primeras semanas de enero, gracias a la correcta escritura de la di­
rección y a su justo franqueo. Sólo uno de ellos reacciona enseguida. No
fue Overbeck. Overbeck ya estaba acostumbrado. Gast responde en su
habitual manera entusiasta: «Realmente tiene que ser algo grande lo que
le acontece»; continúa diciendo tonterías sobre la contagiosa buena salud
de Nietzsche y que el mensaje del «Crucificado» le incita a componer.
En cambio, el septuagenario Burckhardt se puso en camino hasta el
único amigo que le quedaba a Nietzsche, Overbeck. Éste hace un primer
intento con una carta. Cuando al día siguiente recibe de nuevo una nota
delirante, se decide, previa consulta con el psiquiatra doctor Wille, a em­
prender viaje hasta Turín. Viaja durante toda la noche y llega a Turín el 8
de enero hacia las dos de la tarde, tras un viaje de dieciocho horas. Vamos
a cederle la palabra:
«Veo a Nietzsche acuclillado en una esquina del sofá y leyendo (...)
tiene un aspecto terriblemente descuidado, él (...) se abalanza hacia mí,
me abraza violentamente, reconociéndome y prorrumpe en un caudal de
lágrimas, después cae de nuevo en el sofá haciendo involuntarios movi­
mientos, y yo tampoco estoy ya en situación de permanecer de pie de lo
mucho que me he afectado. (...) Toda la familia Fino se encontraba pre­
sente. Nada más Nietzsche volvió a estar tumbado, gimiente y tembloro­
so, se le dio a beber el agua bromada que había sobre la mesa. Inmedia­
tamente se tranquilizó, y entre risas empezó a hablar de la gran recepción
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 2 3 ]

que estaba prevista para esa noche. Con ello entró en el círculo de su ima­
ginería delirante, de la que no ha vuelto a salir hasta que le perdí de vista,
siempre muy consciente de mi persona y, en general, de la identidad de
quienes le rodeaban, pero absolutamente confundido por lo que respecta
a la propia. Es decir, podía suceder que entonara estridentes cantos y de­
lirios al piano, acrecentándose sin medida, que balbuceara extractos del
mundo de ideas en el que había estado viviendo durante el último tiempo
y que, al hacerlo, también pronunciara en frases cortas y con una voz in­
descriptiblemente baja cosas sublimes, maravillosamente lúcidas e inde­
ciblemente siniestras sobre sí mismo como sucesor del Dios que ha muer­
to, acompañándolo todo simultáneamente al piano, a lo que nuevamente
seguían convulsiones y arrebatos de un sufrimiento indecible, pero que,
como decía, sólo aparecían en unos pocos momentos fugaces, por lo me­
nos mientras yo estuve presente. En general, imperaban las declaraciones
relativas al oficio que él mismo se atribuía como bufón de las nuevas eter­
nidades, y él, el incomparable maestro de la expresión, era incapaz de
manifestar siquiera los arrebatos de su alegría de otro modo que con las
palabras más triviales o mediante unas grotescas danzas y saltos».
Más adelante, Overbeck aún añade algún que otro escalofriante deta­
lle más. Podemos suponer que Nietzsche jugaba a ser un sátiro desnudo
o Dionisos; en cualquier caso, parece obvio que había desaparecido de su
persona todo lo que muchos años de «virtud» de Naumburg le habían en­
señado.
Overbeck, un erudito de escaso sentido práctico, se retiró a dormir al
G ran d H o te l d e Turin y al día siguiente logró encontrar a un compañero de
viaje para el transporte del enfermo a Basilea, un dentista que se hada lla­
mar doctor Leopold Bettmann: un judío alemán, como se comprobó más
tarde. Overbeck llegó a vacilar, porque en Basilea Bettmann se alojó en el
hotel más caro y se hizo pagar el viaje espléndidamente. Pero el doctor Bett­
mann, no importa cuáles fueran sus hábitos comerciales, se apañaba mejor
que Overbeck en el trato que había que darle a un loco, o por lo menos a
este loco: le hizo creer que él mismo era un príncipe al que una festiva mul­
titud estaba esperando en Basilea. Nietzsche debía pasar sin saludar a tra­
vés de la multitud hasta llegar al coche. Así se despidió Nietzsche de Turín.
Overbeck habla de las «entemecedoras circunstancias» en las que ha­
bía encontrado a Nietzsche como pupilo de sus caseros, que «sin duda se­
rán representativas para toda Italia». Nos lo podemos imaginar: el padro-
ne, la sign o ra, los hijos Irene, Giulia, Ernesto, asustados, compadecidos,
apegados, la sign o ra y las muchachas con el rostro cubierto de lágrimas
por «el bueno del P ro fesso re». Nietzsche, en un último detalle que nos ha
sido transmitido, le pide al señor Davide su gorra —pues para su viaje
triunfal al exilio necesitaba una corona.
Así lo había escrito Nietzsche estupendamente a los diez u once años
[8 2 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

en su obra de teatro In stan cia real. En el acto IV, el príncipe Ardilla le dice
al pueblo: «Habéis querido que sea destituido, y por eso designo a éste
como mi sucesor en el trono». En el acto V «parte de viaje», en el acto VI
viene un mendigo a visitar al nuevo rey: «¿D e qué país venís?», pregunta
el rey. Y el mendigo le responde: «D e países lejanos para ver a Su Majes­
tad». El rey queda perplejo. «¿Cómo os llamáis?» Y Ardilla responde:
«Ardilla». «Eres tú, mi querido Ardilla. Alegraos, Ardilla ha vuelto.»
Así es como volvió el príncipe Ardilla: permaneció durante una sema­
na en el manicomio de Basilea y viajó después con su madre y dos acom­
pañantes ajena, donde fue ingresado en la Clínica Psiquiátrica de la Uni­
versidad, dirigida por el famoso catedrático Binswangen Un año después,
el 24 de mar2o de 1890 —es la fecha que Nietzsche había previsto para su
revolución mundial— , su madre acoge en su casa al pequeño príncipe.
¿No es increíblemente triste este final? Sin duda. Durante el viaje de
Basilea ajena, a Nietzsche le acomete un ataque de ira contra su madre,
hasta el punto que ésta huye de él a otro compartimento. Pero momentos
antes había estado comiendo panecillos de jamón con ella (hacía tiempo
que no los había probado tan buenos), le había preguntado sí las cerezas
venían de la Fiesta de las Cerezas de Naumburg, le explicó que había es­
tado en el manicomio, que era terrible, pero que todo se arreglaría, que él
todavía era muy joven.
Y Overbeck, que durante el viaje de Turin a Basilea había adormecido
al paciente con polvo de bromo, explica cómo despertó por la noche y le
oyó cantar algo, una barcarola veneciana. Nosotros conocemos esta can­
ción. Aparece en el E cce hom o, en relación a Wagner y Gast, los dos «vene­
cianos», y es una de las poesías más hermosas del gran poeta que era Nietzs­
che, el único que se atrevió a retomar en la segunda mitad del siglo el
grandioso tono de Hölderlin y que al mismo tiempo fue capaz de compo­
nerlo con tal suavidad y con tanta elocuencia como su antepasado Goethe.

En el puente me encontraba
hace poco en la noche parda.
De muy lejos venía una canción;
como una gota dorada brotaba
sobre el tembloroso espejo del agua.
Góndolas, luces, música —
ebria fue nadando hacia el alba...

Mi alma, el mero sonido de un arpa,


cantó, invisiblemente rozada,
una barcarola para sí en secreto:
tanta pintada dicha la agitaba.
— ¿Hubo alguien que la escuchara?
EL OC A SO DE ZARATUSTRA [8 2 5 ]

«En realidad, Nietzsche no fue un gran hombre en el sentido propia­


mente dicho del término», sentenció Overbeck como haría un presidente
de la Audiencia Territorial. Según él, lo que había dominado a Nietzsche
era el afán de grandeza.
Ahora, pasadas tres generaciones, podemos revisar este juicio. Nietzs­
che fue uno de los hombres más geniales de la segunda mitad del siglo
diecinueve. Aún hoy, no es posible prever el verdadero alcance de su vida
y de su obra. Sin embargo, entró en una época que ya por sí misma fue
contradictoria en gran medida o, más que eso, confusa, «pluralista», his-
toricista, carente de enjundia. Fue a dar entre dos aguas, entre la espada
y la pared, entre las modas y las ideas. Sus verdades se volvieron «con­
temporáneas», fueron reconocidas como relámpagos y fuentes de luz, en
el mismo instante en que su creador descendía del escenario y... se malin-
terpretaron enseguida. El fue el sismógrafo de su tiempo, increíblemente
sensible a los más leves temblores de tierra, quebrantado hasta la raíz por
agitaciones que otros no percibían siquiera como brisa. Encarnaba la
multiplicidad, el desmoronamiento, la «caída llena de colores» —tal y
como Goethe había resumido a Occidente, el antiguo mundo, al que éste
representaba con su persona.
Pero Nietzsche no fue en absoluto una figura de su tiempo. Sus con­
temporáneos —también Overbeck y Rohde, también Wagner y Cosima,
también Rée y Lou— no llegaron a comprenderle siquiera aproximada­
mente. Finalmente, sacudieron la cabeza cuando Nietzsche les opuso con
concentrada ira y violencia su h ybris a su incomprensión, un incendio del
mundo entero a su grotesca reinterpretación de la propia catástrofe. Pero
él sabía la fama que le esperaba. Así nos lo ha expresado en una de sus
poesías más magníficas, una de las últimas que figuran en sus D itiram b o s
d io n isíacos. Lleva el título de «Fama y eternidad».

Miro hacia lo alto —


donde giran mares de luz:
¡Oh, noche, oh, silencio, oh, quedísimo ruido!...
Veo una señal — ,
desde la más lejana distancia
desciende despacio y centelleante una estrella hacia mí...
E p íl o g o

La locura de Nietzsche

La biografía de Nietzsche termina en los primeros días del año 1889. Su vida
se prolongó hasta el 25 de agosto de 1900. Murió, paralítico y demente, de una
pulmonía.
El 10 de enero de 1889 es ingresado en la clínica psiquiátrica de la Universi­
dad de Basilea, una semana después es llevado a Jen a en cuya clínica universita­
ria permanece unos quince meses, y el 24 de marzo de 1890 es dado de alta por
escrito y enviado a casa. Permanece bajo el cuidado de su madre hasta la muerte
de ésta en 1897. En julio de 1897 la hermana compra en Weimar la villa «Silber-
blick» para el Archivo Nietzsche e instala en ella al enfermo.
Acerca de Nietzsche demente informan:

— el dentista turinés doctor Bettmann, que con Overbeck llevó a Nietzsche a


Basilea;
— los diarios de enfermos de Basilea y Jena; el segundo, llevado por el médico
asistente y posteriormente profesor doctor Ziehen;
— la madre en sus cartas al profesor Overbeck;
—■ amigos y visitantes, desde G ast hasta Deussen y desde Overbeck hasta Resa
von Schirnhofer.

Los extractos que siguen, desde 1889 hasta 1892, ponen de manifiesto, de
una parte, el estado de la enfermedad, pero, de otra, deben arrojar luz sobre el
Nietzsche «sano»; concretamente, sobre los aspectos oprimidos y reprimidos que
la locura liberó.

Dictamen del dentista Bettmann, Turin:


[8 28] FRIEDRICH NIETZSCHE

... E l paciente está usualmente excitado, como mucho pide constantemente co­
mida, pero no está en condiciones de hacer algo y cuidar de s i mismo, afirma que es
un hombre famoso, pide constantemente una mujer.

Diario de enfermos de Basilea, enero de 1889:

E l paciente llega a l centro en compañía de los profesores Overbeck y Miescher.


Se deja conducir sin resistencia hasta el departamento, en el camino hasta a llí la­
menta que tengamos aquí tan mal tiempo, dice: mañana haré el tiempo más hermo­
so para vosotros, buenas gentes...
E l paciente se deja examinar de buen grado, habla sin parar durante el examen.
No tiene una conciencia correcta de la enfermedad, se siente asombrosamente bien
y atendido. Declara que lleva ocho días enfermo y que ha sufrido a menudo fuertes
dolores de cabeza. E l paciente ha tenido también algunos ataques, durante ellos el
paciente se ha sentido asombrosamente bien y atendido, le habría gustado abrazar y
besar a toda la gente en la calle, le habría gustado trepar a lo alto por las paredes. Re­
sulta difícil hacer que el paciente se concentre, contesta sólo parcialmente y de ma­
nera incompleta o no contesta en absoluto a las preguntas dirigidas a él, insistiendo
sin parar en su confusa verborrea.
...A primera hora de la tarde el paciente habla sin parar de manera confusa, a ve­
ces canta en voz alta y jalea. E l contenido de su conversación es una abigarrada mez­
colanza de experiencias, una idea sigue a la otra sin relación lógica alguna. — De­
clara que ha tenido dos infecciones específicas.
...Preguntado acerca de su estado, declara como respuesta que se encuentra tan
infinitamente bien que sólo lo podría expresar a través de la música.
...E l paciente muestra un enorme apetito, pide una y otra vez de comer. A pri­
mera hora de la tarde, el paciente va a pasear por eljardín, canta, jalea, grita a llí mis­
mo. A veces se quita la levita y el chaleco y los deja en el suelo. La visita de la ma­
dre alegra visiblemente a l paciente, cuando entró su madre se dirigió a ella,
abrazándola cordialmente y exclamando: «Ay, mi querida, buena mamá, me alegro
mucho de verte». — Conversó durante un buen rato sobre asuntos de la familia, ab­
solutamente correcto, hasta que de pronto gritó: «Ve en m í a l tirano de Turín». Des­
pués de este grito empezó a hablar nuevamente de manera confusa, de modo que
hubo que poner fin a la visita.

Primer día en Jena (19 de enero de 1889):

E l paciente sigue hasta el departamento con muchas reverencias de cortesía.


Con paso majestuoso, mirando a l techo, entra en la habitación y da las gracias por el
«grandioso recibimiento». No sabe dónde está. Tan pronto cree estar en Naumburg
como en Turín. Da correcta información sobre su persona. Expresión facial arro­
gante, a menudo autocomplacida y afectada. Gesticula y habla sin parar en tono
afectado y palabras altisonantes y por cierto ora en italiano, ora en francés. Intenta
incontables veces dar la mano a los médicos. Llama la atención que el paciente, que
estuvo mucho tiempo en Italia, a menudo emplea incorrectamente las palabras más
EPÍLOGO [8 2 9 ]

sencillas en sus frases pronunciadas en italiano, o no sabe emplearlas. En su conte­


nido, llama la atención la fuga de ideas de su verborrea, ocasionalmente habla de sus
grandes composiciones y entona pruebas de ellas, habla de sus «consejeros de lega­
ción y sus sirvientes». Mientras habla hace muecas casi ininterrumpidamente.

Extractos del diario de enfermos, Jena, de enero a octubre de 1889:

Quiere que se estrenen sus composiciones, tiene poca comprensión o memoria


para las ideas o los pasajes de sus obras, siempre identifica correctamente a los mé­
dicos, se proclama a s í mismo ora duque de Cumberland, ora emperador, etc.: «En
último lugar he sido Federico Guillermo IV». «M i mujer Cosima Wagner me ha traí­
do aquí.» «D e noche han proferido imprecaciones contra mí, han utilizado los me­
canismos más horribles.» «Quiero un revólver si es verdadera la sospecha de que la
misma gran duquesa comete esas marranadas y atentados contra m í.» De noche
siempre se le tiene que aislar. A menudo se unta con excrementos. Come excremen­
tos. Orina en su bota o en su vaso y bebe la orina o se unta con ella. Una vez se unta
una pierna con excrementos. Envuelve excrementos en papel y lo mete todo en el ca­
jón de una mesa. Colecciona trozos de papel y trapos. A menudo, ataques de cólera.
Propina una patada a un paciente. De noche ha visto «hembras absolutamente lo­
cas». «D e noche han estado conmigo 24 prostitutas.»
Súbitamente rompe algunos cristales de ventana. Afirma haber visto el cañón de
una escopeta. Rompe un vaso «para proteger su entrada con trozos de cristal». Pide
más a menudo ayuda contra torturas nocturnas. Casi siempre se acuesta en el suelo,
junto a la cama. «M e envenenan una y otra vez »

La madre de Nietzsche a Overbeck, 9 de abril de 1889:

...Hace una hora mi hijo ha sido llevado a l departamento de enfermos pacíficos,


es un ensayo. Ha dormido bastante bien y sin medicamentos, su apetito es excelen­
te. No tiene deseo alguno de ocuparse en algo y hablaba todavía de manera confusa.
L a mayor alegría que se le puede dar es hablarle en italiano o francés...
E l 30 de marzo se informó: ha podido quedarse en el departamento de enfermos
más pacíficos, aunque a veces hace mucho ruido y hay horas en las que tiene que es­
tar solo... Ultimamente se queja a menudo de fuerte dolor de cabeza y parece que le
duele en tomo a l ojo enfermo... Ahora más que antes tiene consciencia de estar en­
ferm o y durante la mayor parte del tiempo sabe que está en un hospital y tanto a
Binswanger como a Ziehen les habla aplicando los nombres correctamente. Han de­
saparecido las ideas de grandeza que a l principio tan feliz le hacían...

L a madre a Overbeck, 1 de noviembre de 1889:

Ayer estuve de nuevo con él... E l médico dijo que por la mañana [Nietzsche]
había estado muy excitado y a primera hora de la tarde no había estado tan accesi­
ble como hace 14 días. Preguntó por Krug y elogió, como una escena magnífica, que
[8 30] FRIEDRICH NIETZSCHE

pueda aparecer en la corte y sus buenos modales, elogió también a su mujer y a los
preciosos hijos y lo buena que se había hecho la pequeña mujer y lo bien que sabía
representar. Uno tiene que dirigir su conversación, entonces yo tenía un trozo de pa­
pel a modo de tarjeta y le dije que debía escribir en ella unas palabras para Elisabeth,
y en seguida se mostró dispuesto a hacerlo. Su escritura es imprecisa y empieza: ¡«M i
querida fierecilla de primavera, llamada Llama Padelchen! Repican las campanas
reformistas de m i iglesia castrense ante mí, la madrecita me ha refrescado con “Trü-
bli”. — ¡U n tiempo, a la postre, casi imposible de caracterizar! S i hay algo diez veces
inverosímil, te van a poner un ojo morado». Lo que viene después ya no se puede
descifrar.

En octubre de 1889 tiene lugar el interludio con Julius Langbehn, el «Rem-


brandt alemán», que quiere curar a Niet2 sche mediante la conversación, pero
marcha precipidamente tras un ataque de cólera. A él se debe la declaración poé­
tica, y en cierto m odo acertada: «E l es un niño y un rey, como niño rey que es hay
que tratarle, es el único m étodo correcto». Langbehn instiga a la madre contra la
institución, los profesores, los «judíos», los enfermos, que supuestamente escar­
necen al paciente. Pide para éste un destacado psiquiatra, la madre como enfer­
mera, él mismo como persona de compañía y dos o tres guardianes.
El 10 de febrero de 1890 la madre describe a Overbeck el programa diario de
Niet2 sche, como un guardián se lo explicó a ella:

E l profesor duerme todavía con otros dos enfermos pacíficos y él en una habita­
ción; se los despertó a las seis de la mañana y luego todos fueron a l salón, en núme­
ro de 18, y toman el desayuno, que está formado por café y dos panecillos, luego el
profesor Nietzsche lee y se echa en el sofá del salón. Pero, los otros están verdadera­
mente mucho más enfermos, pregunté. Entonces me dijo él: el que está en el salón
es pacífico, los inquietos y más enfermos permanecen en sus habitaciones, el profe­
sor tampoco se preocupa en absoluto de su entorno. Lee mucho, o habla consigo mis­
mo. A las 9 horas se sirve un segundo desayuno, que consta de un vaso de leche di­
rectamente de la vaca, junto con pan y mantequilla y jamón. A mediodía hay
diariamente caldo y cereales, sólo los miércoles carne de vaca y cereales... A las 8 en
punto los enfermos se van a la cama, y el profesor pasa las noches totalmente tran­
quilo... E l guardián jefe hace algo muy íntimo con él, le toma por la barbilla, le atu­
sa el bigote, cuando se dispone a salir, le da una palmada en el hombro. Pero hay que
considerar que él a menudo abraza a los guardianes y que éstos son durante la ma­
yor parte del día su compañía y su entorno...

El 24 de marzo de 1890 la madre le saca del centro y vive con él en Jena. En


cierta ocasión se desnuda en público con intención de bañarse y se contrata a un
guardián, que sigue de lejos a la m adre y al hijo cuando van de paseo. El 7 de ju­
nio de 1890 ella escribe a Overbeck:

É l toca un poco todos los días, en parte sus pequeñas composiciones o cánticos
de un viejo libro de cánticos. ..E n él se afirma más y más el sentimiento religioso, en
los días de Pentecostés, cuando estábamos sentados tranquilamente en el balcón,
donde yo tengo una vieja Biblia: que en Turín había estudiado toda la Biblia y que
EPÍLOGO [8 3 1 ]

había tomado miles de apuntes, cuando me animó a leerle éste o aquel salmo, éste o
aquel capítulo, y le expresé mi sorpresa de que conociera tan a fondo la Biblia.»

Koselitz a Overbeck, 21 de enero de 1890:

Hoy, después de dos años y medio, he vuelto a ver a nuestro gran amigo, como
puede imaginar usted, con el corazón desgarrado. M e reconoció inmediatamente,
me abrazó y me besó, y por la manera nerviosa e insistente de darme la mano pare­
cía quererme decir que apenas creía en m i presencia. Admiré su memoria, pero ob­
servé también... que aquí y allá añadía algo falso, que enlazaba con ello perspectivas
absolutamente sobrecogedoras. A veces no se le distingue del Nietzsche anterior;
pero con más frecuencia salta a la vista que ha perdido el equilibrio. Su risa es nor­
malmente alegre, pero también puede volverse inquietante; también se producen
arrebatos de ira y terquedad por nimiedades. Con biscuits es como mejor se le dis­
trae.

L a madre a Overbeck, 3 de julio de 1892:

Su aspecto es muy bueno, a l igual que su estado físico, casi me gustaría decir nor­
mal, pero su querido magnífico espíritu sigue en la miseria, aunque toda su persona
tiene algo conmovedor. Hoy, por ejemplo y a sí es siempre un día tras otro, está más
bien tranquilo y más inclinado a dormir, pero esto también cambia, pues a partir de
las cuatro de la mañana está más vivo y por la noche hacia las siete y media se le cie­
rran los ojos de cansancio, y entonces en sus declaraciones a m í es especialmente ca­
riñoso. Sobre todo cuando pongo mi mano en su frente, me mira agradecido y dice:
«Tienes una buena m ano»; asimismo, a menudo se tiende junto a m í en el sofá,
cuando leo para él desde la mesa, y él sujeta mi mano derecha durante horas, casi
compulsivamente, sobre el pecho, y uno siente la alegría y el sosiego que esto es para
él. También al mirar a la pobre criatura con un amor tan intenso, él dice muy a me­
nudo durante el día «madre mía, tú tienes una buena cosa en tus ojos»...

A partir de 1892 Nietzsche ya no puede comer por sí mismo. Le tienen que


lavar y vestir. Se tienen que abandonar los paseos, porque Nietzsche grita y gol­
pea todo cuanto queda a su alcance. En 1894 reconoce a Deussen, pero en 1895
ya no reconoce a Overbeck. En la primavera de 1897 las parálisis se agravan, en
mayo de 1899 sufre un ataque de apoplejía. En abril de 1900 Kóselitz se traslada
a Weimar e informa a Overbeck que Elisabeth se pasea por la ciudad con coche­
ro y sirviente. Ella ha conseguido — con los derechos de autor de las obras de su
hermano— lo que éste había imaginado. El 25 de agosto de 1900 Friedrich
Nietzsche murió. El 28 de agosto fue enterrado en Rócken.

Las causas de la locura de Nietzsche han sido aireadas y comentadas hasta la


saciedad, a partir de su crisis definitiva, por profanos y especialistas, médicos y
psiquiatras. El diagnóstico de Binswanger aludía a parálisis progresiva; las «dos
[8 3 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

infecciones específicas» de que habla el diario de enfermos de Basilea fue hasta


época muy reciente el único documento técnico sobre la historia previa de la en­
fermedad (junto a incontables habladurías). Un pasaje de la correspondencia en­
tre Wagner y el doctor Eiser hasta ahora ignorado y publicado por primera vez
en la biografía de W agner escrita por M. Gregor-Dellin, pone de manifiesto que,
de acuerdo con una declaración del propio Nietzsche, éste había tenido bleno­
rrea en su época de estudiante y que cuando estuvo en Sorrento había mantenido
relaciones sexuales.
El psiquiatra Wilhelm Lange-Eichbaum en su obra Nietzsche, Krankheit und
Wirkung [Nietzsche, enfermedad y efecto] (Hamburgo, 1947) es quien m ás a fon­
do ha abordado las causas y la evolución de la locura de Nietzsche, en la que dis­
tingue nítidamente una «meningitis con sífilis tem prana» en 1865, una «sífilis ce­
rebral terciaria» en 1873 y una «sífilis cerebral y parálisis» a partir de 1880.
El psiquiatra Karl Jaspers fue esencialmente más cauteloso y escéptico. En la
edición de su libro sobre Nietzsche, revisada por él y editada después de la gue­
rra (1949) se abstiene de emitir un juicio concluyente, limitándose a declarar que
la enfermedad mental de Nietzsche en su última fase fue «casi con certeza» una
parálisis.
Un nuevo intento de interpretación crítica muy digno de mención fue aco­
metido por Kurt Kolle, aunque personalmente me parece que ha encontrado
poco eco (Nietzsche, Krankheit und Werk [Nietzsche, enfermedad y obra] en: Ak-
tuelle Fragen der Psychiatrie und Neurologíe II, Bibliotheca Psychiatrica et Neu-
rologica, 127, Basilea/Nueva York, 1965).
D os hechos provocan el escepticismo de Kolle frente al diagnóstico de una
parálisis: 1. la precipitada declaración de la enfermedad, que obligaría a diagnos­
ticar la parálisis como «galopante»; 2. el curso a lo largo de muchos años. En la
parálisis galopante la duración de la enfermedad es en la mayoría de casos infe­
rior a los dos años, en casos aislados de cuatro a cinco años. El curso medio de to­
das las formas de parálisis es de dos a seis años. Aparte de ello, el diagnóstico neu­
rología) de Nietzsche se basa esencialmente en el trastorno de una de las pupilas;
no hay trastornos del habla y la escritura.
En consecuencia, «la enfermedad de Nietzsche, contemplada de acuerdo con
puntos de vista multidimensionales o analíticoestructurales, sólo puede declarar­
se como una forma atípica de parálisis progresiva». Es posible que una sífilis apa­
rezca como causa parcial, «pero ya es admisible presentar la fase previa a la crisis
definitiva, caracterizada por una sensación vital muy exaltada con sobreestima
dionisíaca, como expresión de una forma galopante, expansiva y agitada de pará­
lisis».
El diagnóstico alternativo de Kolle dice: en su último decenio de vida «sana»
Nietzsche padeció oscilaciones maniaeodepresivas (ciclotímicas). «E n el curso de
una fase maniaca probablemente se activó un proceso mental que, posiblemente
— ¡en m odo alguno con seguridad!— , fue causado por una dolencia cerebral si­
filítica, (Observación marginal: ante la falta absoluta de datos, entonces descono­
cidos, como presión de la sangre y electrocardiogramas, se debería contemplar
también una enfermedad vascular no sifilítica.)»
Al profano no le es lícito emitir comentario alguno sobre este diagnóstico. Un
intento de salvar el honor de Nietzsche no tendría sentido alguno cuando, pro­
EPÍLOGO [8 3 3 ]

bablemente, sus fantasías eróticas sobrepasaron todos los placeres de un burdel.


Su vida, hasta donde es accesible a la observación, no concede mucho espacio a
las casas de lenocinio como lugares visitados con asiduidad, aunque sólo sea por­
que, si de una parte Nietzsche era sumamente ahorrador, de otra sólo habría po­
dido satisfacer sus fantasías en casas de placer sumamente caras.
Si echamos una mirada a la historia de su enfermedad sorprende que el psi­
coanálisis apenas se haya ocupado del caso. En la locura aparece con toda clari­
dad la regresión a las fases infantil y juvenil: en la época de la megalomanía que­
dan totalmente excluidos Dionisos y Zaratustra. En cambio aparece de nuevo
Federico Guillermo IV, y a su madre le dice que ahora tiene veintidós años. La
última carta a Jaco b Burckhardt la escribe como «estudiante». Sus miedos (la luz
debe permanecer encendida de noche, la puerta debe estar cerrada) pertenecen a
una etapa infantil temprana, al igual que la «m agia de los trozos de vidrio». En
una postal del año 1891 (reproducida en Karl Schlechta: Nietzsche-Chronik [Cró­
nica de Nietzsche]) llama la atención no sólo la escritura infantil sino también el
falso dativo que aplicó por primera vez como alumno de Schulpforta en la des­
pedida: «d e tu amigo Nietzsche». Llaman igualmente la atención la vuelta a la
vieja religiosidad y la evitación miedosa, incluso la eliminación radical de todo
aquello que constituye su filosofía. Com o enfermo es un niño ora obediente ora
desinhibido.
Com o en el caso de Hólderlin, la exagerada cortesía es un elemento protec­
tor y, al mismo tiempo, recapitulación del viejo amaestramiento («¡D a correcta­
mente la m ano!»). A preguntas de conocimientos Nietzsche contesta como un es­
colar, enumerando lo que extrae de la memoria, todavía estimable. A veces
abandona súbitamente estos buenos modales, hasta que al final se hunde total­
mente en la apatía.
En este último episodio de su vida nadie sale bien parado, a excepción de la
madre. El establecimiento de Jena, entonces conocido como progresista, no sabía
qué hacer con este paciente: el profesor Binswanger manifestó que no tenía tiem­
po para «amigos de las bellas artes» como Nietzsche, pero sí encontró tiempo
para presentar al paciente ante sus alumnos como una rara especie animal y obli­
garle a desfilar como «viejo soldado». Elisabeth, a su regreso del Paraguay, estu­
vo ocupada en cosas más importantes que hacerse cargo de su querido hermano
Friedrich. L a madre, miedosa, «lim itada» (así se la consideraba en la clínica de
Basilea), se mostró al principio mezquina, a pesar de que seguía recibiendo la
pensión de Nietzsche. Pequeñoburguesa como era, ingresó a su hijo en la segun­
da clase — por 2,50 marcos, en vez de 5 marcos en primera clase— , pues allí la co­
mida también era buena. Posteriormente está claro que le habría gustado evitar
la pérdida de los inquilinos de su casa de Naumburg y el revuelo que levantó la
enfermedad de su hijo. Pero cuando éste estaba con ella, le cuidaba, protegía y
atendía con amor de madre. Entonces Friedrich volvía a ser lo que en su opinión
debería haber sido siempre: su hijito.
Apéndice

I. E diciones de las obras y las cartas de N ietzsche

L a historia de las ediciones de Nietzsche es tan novelesca como la historia de


su vida. Es digno de mención el hecho de que en torno a 1890 ninguna de las
grandes editoriales alemanas se interesó por la publicación de sus escritos. Sus li­
bros no habían sido adquiridos por las bibliotecas estatales y universitarias, y su
nombre no fue incluido en la edición de 1889 del Brockhaus Lexicón. El impresor
Naumann, que había editado las últimas obras de Nietzsche a expensas de éste,
se convirtió en editor cuando inesperadamente se puso de manifiesto que se po­
día hacer negocio con él. Mientras Elisabeth liquidaba su empresa colonial en Pa­
raguay, Peter G ast intentó poner en marcha una primera edición de las obras
completas que fue postergada por orden de Elisabeth, al regreso de ésta a Ale­
mania.
En 1894 Elisabeth fundó el Archivo Nietzsche, que estuvo alojado inicial­
mente en una habitación de la casa de la viuda Nietzsche en Naum burg y, des­
pués, en la villa «Silberblick» de Weimar, donde Nietzsche, ya demente, encon­
tró su último asilo sin percibir nada de la actividad que se llevaba a cabo en torno
a él. Eran constantes las disputas con los colaboradores contratados para la edi­
ción de las obras de Nietzsche, así como con Overbeck, a quien Elisabeth acusa­
ba de haber ensuciado manuscritos de Nietzsche. Ediciones parciales tuvieron
que ser retiradas y destruidas.
A pesar del resultado en cierto m odo notable de la labor realizada por los co­
laboradores, cada vez más numerosos, del Archivo Nietzsche, la primera edición
de las obras completas es la Grossoktav-Ausgabe, 19 volúmenes y un volumen de
índices, Leipzig, 1894 sigs., Naumann/Króner.
Todas las ediciones posteriores de las editoriales Króner y Musarion siguen la
Grossoktav-Ausgabe; así:
[8 36] FRIEDRICH NIETZSCHE

Kleinoktav-Ausgäbe, 16 volúmenes, que corresponden a los volúmenes I-XVI


de Grossoktav, Leipzig, 1898 sigs., Naumann/Kröner.
Kröners Taschenausgabe, 11 volúmenes, Leipzig 1905 sigs., Kröner; nueva
edición en papel biblia con volumen de índices, Stuttgart, 1965, Kröner. Tam ­
bién como «O bras completas en volúmenes sueltos».
Klassikerausgabe, 8 volúmenes, Leipzig, 1919, Kröner.
Musarion-Ausgabe, 23 volúmenes, Munich 1920-1929. Musarion.

En los años treinta de nuestro siglo se pensó por primera vez realizar una
«edición histórico-crítica de las obras com pletas», nuevamente a cargo del Ar­
chivo Nietzsche y bajo el ojo vigilante de Elisabeth Förster-Nietzsche, doctor ho­
noris causa y a la sazón de más de ochenta años de edad. A la comisión organiza­
dora pertenecieron inicialmente, entre otros, Oswald Spengler, Martin
H eidegger y Walter F. Otto, especialista en filología clásica.
El presidente era el profesor C .G . Emge, de Jena-Berlín, que ya en 1931 ha­
bía editado el texto propagandístico Geistiger Mensch und nationalsozialismus
[E l hombre espiritual y el naáonalsoáalism o], Por suerte, los miembros de la co­
misión, miembros del mismo partido, se preocuparon poco de la publicación de
las obras, de modo que la nueva edición, aunque presenta bastantes deficiencias,
en su conjunto está exenta de influencias nacionalsocialistas. La nueva edición
contenía también las cartas de Nietzsche.

Friedrich Nietzsche, Werke und Briefe, Historisch-kritische Gesamtausgabe,


Munich, 1933 sigs., Beck.
El proyecto fue interrumpido en 1942. H asta entonces habían aparecido 5
volúmenes de obras y 4 volúmenes de cartas.

Uno de los jóvenes colaboradores de la edición histórico-crítica de las obras


completas fue Karl Schlechta. Como editor de las cartas com probó que en el A r­
chivo faltaba la mayoría de los originales de las cartas de Nietzsche a su madre y
su hermana. Schlechta solicitó la edición de los originales, lo que dio lugar a fuer­
tes disensiones, pues la hermana de Nietzsche defendía su monopolio. El camino
quedó finalmente expedito tras la muerte de ésta y el fin de la segunda guerra
mundial. El Archivo Nietzsche fue incorporado a los Nationale Forschungs-und
Gedenkstätten de la República Democrática Alemana, y se permitió el acceso ge­
neral a él con fines de investigación. D e este m odo surgió la posibilidad de con­
sultar también los manuscritos del legado y corregir la más grave componenda
del Archivo Nietzsche, la edición de un gran número de fragmentos pertenecien­
tes al legado bajo el título de L a voluntad de poder. En esta tarea colaboró la edi­
ción (incompleta) en papel biblia de Karl Schlechta:

Friedrich Nietzsche, Werke in drei Bänden, Munich, 1954 sigs., Hanser.


Además: Karl Schlechta: Nietzsche-Index, Munich, 1965, Hanser. (Edición de
bolsillo en cinco volúmenes, Berlín, Ullstein.)

L a derrota del nacionalsocialismo hizo que en Alemania Nietzsche fuera p os­


tergado durante algún tiempo, porque los mandatarios le habían considerado en
APÉNDICE [8 3 7 ]

su momento precursor del movimiento. Esta limitación no tuvo vigencia en Fran­


cia, vieja tierra de admiradores de Nietzsche. En 1945 Armand Quinot fundó la
«Société française se d ’études nietzschéennes». En 1964, el VI Coloquio filosófico
internacional de Royaumont, en el que los estructuralistas franceses desempeña­
ron un papel decisivo, elevó a Nietzsche al rango de tercer gran precursor del si­
glo XX, junto a M arx y Freud. D e estas concepciones nació el plan de una nueva
edición crítica, esta vez en varias lenguas y con apoyo internacional, de las obras
completas, que sería asumida por las editoriales Gruyter (Berlín), Gallimard (Pa­
rís) y Adelphi (Milán):

Nietzsche, Werke. Kritische Gesamtausgabe, editada por Giorgio Colli y Maz-


zino Montinari, Berlin, 1967 sigs., de Gruyter. Están previstas 8 secciones con
unos 30 volúmenes, de los que a m ediados de 1980 ya se habían editado 19 volú­
menes. Para las cartas contenidas en la misma edición, véase más adelante.

L a edición aquí llamada Colli-Montinari (Giorgio Colli, muerto en 1979, fue


historiador de filosofía en Florencia; Mazzino Montinari es alumno suyo) apare­
ció también como edición de bolsillo, sin los escritos filosóficos y de juventud, a
finales de 1980:

Friedrich Nietzsche: Sämtliche Werke, Kritische Studienausgabe in 14 Bänden,


Munich-Berlin, dtv - de Gruyter.

L as últimas obras de Nietzsche han sido publicadas por separado en:

Erich F. Podach: Friedrich Nietzsches Werke des Zusammenbruchs, H eidel­


berg, 1961, Rothe.
Podach procede de la escuela crítica de Bernoulli. En el prólogo se pronun­
cia a favor de Elisabeth en detrimento de otros colaboradores del Archivo, in­
cluido Schlechta. Su edición de Nietzsche contra Wagner, Antichrist [Anticristo],
Ecce homo y Dionysos-Dithyramben [Ditirambos dionisíacos1 intenta poner orden
en la complicada situación de los manuscritos, complicada aún más por la inci-
piente locura de Nietzsche.

Mucho más desoladora era la situación en las cartas, que según Elisabeth ha­
bían permitido más de una visión inadecuada de la realidad de la que había sur­
gido la obra. L a manipulación de las cartas que el hermano le escribió es, y no por
casualidad, el más grave delito de Elisabeth. A decir verdad, no le fue posible
ocultarlo todo, pero — primero en su biografía, luego en las cartas seleccionadas
citadas a continuación— sólo publicó lo que de alguna manera respondía a la le­
yenda creada por ella.

Friedrich Nietzsches Gesammelte Briefe, 6 volúmenes, Berlin-Leipzig, 1900


sigs., primero Schuster & Löffler, después Inselverlag. El volumen I contiene car­
tas a G ersdorff, Marie Baumgartner, Eiser, Louise Ott, Krug, Deussen, Fuchs,
Seydlitz, Knortz (comp, por Peter G ast y A. Seidl); el volumen II la correspon­
dencia con Rohde, comp. por E. Förster-Nietzsche y F. Schöll; el volumen III la
[8 3 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

correspondencia con Ritschl, Burckhardt, Taine, Keller, Stein, Brandes, Bülow,


Senger, Malwida von Meysenbug, comp, por E. Förster-Nietzsche, C. Wachs-
muth y Peter G ast; el volumen IV las cartas a Peter G ast, comp, por Peter Gast;
los volúmenes V I y V2 las cartas a la madre y a la hermana, comp, por E. Förster-
Nietzsche. Por sorprendente que pueda parecer, faltan las cartas a Richard y C o ­
sima Wagnér, así como las dirigidas a Overbeck. A estas ediciones se suman:

Friedrich Nietzsches Briefwechsel mit Franz Overbek, comp, por R. Oehler y


C. A. Bem oulli, Leipzig, 1916, Insel.
(Primera frase del Prólogo: «Sin renunciar a su postura, dos bandos contra­
rios entre sí se han puesto de acuerdo para publicar la correspondencia de Frie­
drich Nietzsche con F.O . [Franz Overbeck]»).

En la edición histórico-crítica de las obras completas de Beck aparecieron


tres volúmenes de correspondencia, que abarcan el período de tiempo que se cie­
rra con la estancia de Nietzsche en Sorrento. Fueron publicadas bajo la dirección
general de K. Schlechta por W. H oppe. En los apéndices de cada uno de los vo­
lúmenes se reproducen también escritos dirigidos a Nietzsche cuando resultan
necesarios para la comprensión del texto.
A partir de 1934, el Archivo Nietzsche publicó también cartas a Nietzsche,
como «entregas anuales»; primero las cartas de Gersdorff, luego las cartas de C o­
sima Wagner. Las cartas de G ast a Nietzsche fueron editadas en 1924 en Verlag
der Nietzsche-Gesellschaft, Munich, por A. Mendt, en dos volúmenes.
L a inclusión sistemática de todas las cartas de Nietzsche y de todas las cartas
a él, así como de las cartas sobre él escritas en su tiempo, se realiza por primera
vez en la edición de Colli-Montinari:

Nietzsches Briefwechsel. Kritische Gesamtausgabe, Berlin-Nueva York, 1975,


sigs., de Gruyter.

Están previstos 19 volúmenes en 3 secciones; a m ediados de 1980 se habían


publicado 8 volúmenes, que llegaban hasta el año 1879.

II. B iografía, exposiciones generales

Cuando Nietzsche se convirtió en una celebridad europea, su persona desa­


pareció, en un primer momento, detrás de su obra. Su papel de profeta en orden
a la reforma de la vida, movimientos juveniles y expresionismo incluyó la génesis
de mitos y leyendas, pero excluyó las investigaciones excesivamente exactas. La
primera biografía en sentido usual es la de un francés:

D aniel Halévy: Vie de Nietzsche, 1909 (edición definitiva, 1944; reeditada


en 1977).

Dentro del ámbito alemán, Elisabeth asentó su posición de monopolio en el


Archivo Nietzsche. Sus numerosos trabajos biográficos son esencialmente publi­
APÉNDICE [8 39]

caciones de consulta (en su mayor parte en forma de citas arbitrarias y sin fecha)
con textos intermedios de carácter narrativo. El principal interés de Elisabeth
consistía en combatir leyendas contrarias, como la lanzada por Lou Salomé, y ha­
cer que Nietzsche dejara de ser el «filósofo de m oda» para convertirse en el pen­
sador intemporal. El mismo año en que apareció el libro sobre Nietzsche de Lou
Salomé lo hizo también la primera parte de su biografía:

Elisabeth Förster-Nietzsche: Das Leben Friedrich Nietzsches, Leipzig, 1894, C.


G . Naumann.

Le siguieron, en 1897, II 1: «Im Banne der Freundschaft», que termina en el


momento de la crisis en la relación con Wagner, y, en 1904, II 2: «D er einsame
W anderer». D e 1900 a 1905 aparecieron bajo su dirección general «Gesam m elte
Briefe», y finalmente, en 1908, R. Richter publicó Ecce homo, el más importante
texto autobiográfico. Además de numerosos textos cortos, Elisabeth escribió, ha­
ciendo variar los materiales y ampliándolos ligeramente, las siguientes obras: Der
junge Nietzsche (1912); Der einsame Nietzsche (1914); Wagner und Nietzsche zur
Zeit ihrer Freundschaft (1915); Nietzsche und die Frauen seinerzeit (1935).
A la época temprana pertenecen recuerdos como los de Meta von Salis-
Marschlins («Philosoph und Edelmensch», 1897) y de Paul Deussen («Erinne­
rungen an F .N .», 1901).
Una especie de contraofensiva biográfica fue iniciada con la obra en dos vo­
lúmenes, calificada de «ingente» por su autor:

Carl Albrecht Bernoulli: Franz Overbeck und Friedrich Nietzsche, eine Freun­
dschaft, Jena, 1908, Diederichs. L as leyendas de Elisabeth debían quedar refuta­
das por los documentos publicados hasta la fecha. Elisabeth pleiteó; el texto del
segundo volumen presenta una serie de reducciones debidas a una sentencia ju­
dicial. El enfoque crítico de Bernoulli fue continuado de manera especial por
Ernst F. Podach. Sus trabajos comprenden «Nietzsches Zusam menbruch» (Hei­
delberg, 1930), «G estalten um Nietzsche» (Weimar, 1932), «F . N. u. Lou Salo­
m é» (Zurich/Leipzig, 1938) y la edición de las cartas de Franziska Nietzsche a
Overbeck («D er kranke Nietzsche», Viena, 1937).
En el ámbito de los autores de la edición histórico-crítica de las obras com ­
pletas surgió el primer plan de una biografía completa, promovida de manera es­
pecial por K. Schlechta. L a biografía fue iniciada por Richard Blunck y continua­
da en 1945, tras la pérdida de un texto ya im preso en la guerra. Su primer
resultado fue:

Richard Blunck: Der junge Nietzsche, Munich-Basilea, 1953.


Blunck murió en 1962 cuando seguía trabajando en la biografía. Schlechta
confió la reelaboración del primer volumen y la continuación de la biografía, en
base a los materiales legados por Blunck, al músico y filólogo basilense Curt Paul
Janz, que ya estaba trabajando en la edición del legado musical de Nietzsche. Así
surgió la primera gran biografía de Nietzsche, que aprovecha de manera modéli­
ca todos los materiales existentes:
[8 4 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Curt Paul Janz: Friedrich Nietzsche. Biographie, 3 volúmenes, Munich,


1978/1979, Hanser.

Ya en época temprana se realizaron exposiciones generales que abarcan la


vida y la obra del filósofo. Así, de Raoul Richter el libro, basado en 15 disertacio­
nes en la Universidad de Leipzig, «F .N . Sein Leben und sein W erk», Leipzig,
1903. Un primer intento, en muchos aspectos genial pero dudoso como «m itolo­
gía» es;

Ernst Bertram: Nietzsche. Versuch leiner Mythologie, Berlin, 1918.


Igualmente apasionado pero menos acertado:
Kurt Hildebrandt: Wagner und Nietzsche. Ihr K am pf gegen das X IX . Jahrhun­
dert, Breslau, 1924.
Importante como exégesis biográfica y como elemento de la historia del espí­
ritu es:
Charles Andler: Nietzsche, sa vie et sapensée, 6 volúmenes, París, 1920-1931.

También son importantes los estudios: Stefan Zweig, ensayo de una biografía
en «D er K am pf mit dem D äm on» (1925); Ludwig Klages, «D ie psychologischen
Errungenschaften N .s.» (1926); Karl Joel, «N ietzsche und die Rom antik» (1929);
Jo se f Hofmiller, « N .» (1933 ). Con «N . der Philosoph und Politiker» (1931), de
A lfred Bäumler, empezó la instrumentalización de Nietzsche presentándolo
como precursor del nacionalsocialismo.
El más importante intento de hacer una síntesis acometido por un filósofo
con experiencia psiquiátrica sigue siendo:

K arl Jaspers: Nietzsche. Einführung in das Verständnis seines Philosophierens,


Munich, 1936.

En Alemania, los años posteriores a la segunda guerra mundial están llenos,


en un primer momento, de textos muy críticos con Nietzsche y de confesiones
acerca de él: Otto Flake, « N .» (1946); F.G. Jünger: « N .» (1949); Gottfried Benn,
«N . nach fünfzig Jahren» (1950); Georg Lukács, «D ie Zerstörung der Vernunft»
(1955). El más importante de estos textos es sin duda el ensayo de Thomas Mann
«Nietzsches Philosophie im Lichte unserer Erfahrung» (1948).
A partir de los años sesenta Nietzsche vuelve a ser reconocido plenamente
com o pensador, como filósofo entre los filósofos. En las interpretaciones, basa­
das mayormente en enfoques existencialistas o estructuralistas, la dimensión bio­
gráfica es postergada aún en mayor medida que antes. Así ocurre en:

Eugen Fink: Nietzsches Philosophie, Stuttgart, 1960 (edición de bolsillo, ase­


quible a profanos).
Martin Heidegger: Nietzsche, 2 Bände, Pfullingen, 1961.
Gilles Deleuze: Nietzsche et la pbilosophie, Paris, 1962 (edición alemana, M u­
nich, 1976).

L a introducción más asequible a la vida y la obra de Nietzsche la ofrece:


APÉNDICE [8 4 1 ]

Iva Frenzel: F.N. in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten, H am burgo, 1966


(Rowohlts Monographien).

Un interesante intento de aproximación a Nietzsche mediante un viaje tras


sus huellas en Italia es el de:

Vollmann, Rolf: Winter-Landschaft, Tübingen, 1977.

III. O tros recursos

G uías de estudio

Peter Pütz: F.N ., Stuttgart, 1974.

Documentos

Alfred Bäumler: N. in seinen Briefen und Berichten der Zeitgenossen, Leipzig,


1932.
Friedrich Würzbach: N., sein Leben in Selbstzeugnissen, Briefen und Berichten,
Berlin, 1942, Munich, 1966.
Bruno Hillebrand: N. und die deutsche Literatur, Tübingen/M unich, 1978, li­
bro de bolsillo, volumen 1: Textos para la comprensión de Nietzsche, 1873-1963.
Volumen 2: resultados de investigaciones.

Crónicas

K arl Schlechta: N.-Chronik, Munich, 1975; Mazzino Montinari: N.-Cbronik.


Publicado aparte en la edición de bolsillo de Colli-Montinari, 1980.

Bibliografías

Herbert W. Reichert/Karl Schlechta: International Nietzsche Bibliography,


Chapel Hill, N C , Estados Unidos, University o f North Carolina, 1960, revisada y
ampliada en 1968, continuada hasta 1971 en: Nietzsche-Studien 2 1973 (5.000 tí­
tulos en 28 lenguas; sólo el suplemento de 1968-1971 contiene 400 títulos de cua­
tro años; cada año aparecen alrededor de 100 libros y trabajos sobre Nietzsche.
L a parte biográfica es, en sentido estricto, muy reducida.
Richard F. Krummei: Nietzsche un der deutsche Geist. Ausbreitung und Wir­
kung des N.-Werkes im deutschen Sprachraum bis zu seinem Todesjahr. Indice de
obras, años 1867-1900, Lexington (Ky) 1971.
[8 4 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

índices

Karl Schlechta: Nietzsche-Index zu den Werken in drei Bänden, Munich, 1965.


También hay índices en la edición Kröner de 1965 (volumen 12 de las «O bras
com pletas») y en los volúmenes 22 y 23 de la edición Musarion.

IV. F uentes , notas y suplementos

Abreviaturas:

HKG W Historisch-kritische Ausgabe Werke


[Edición histórica-crítica Obras]
HKG B Historisch-kritische A usgabe Briefe
[Edición histórica-crítica Cartas]
CM W Colli-Montinari-Ausgabe Werke
[Edición Colli-Montinari Obras]
CM B Colli-Montinari-Ausgabe Briefe
[Colli-Montinari-Ausgabe Cartas]
GB E. Förster-Nietzsche: G rosse Biographie
[E. Förster-Nietzsche: Gran biografía]
JN C ,P. J anz-Nietzsche

Fuentes de las ilustraciones

Archiv für Kunst und Geschichte, Berlin.


En la sección de ilustraciones-. 1, 2, 3, 4 derecha arriba; 4 abajo; 5 arriba; 7, 8
izquierda arriba; 8 abajo; 10,11 abajo; 1 2 ,1 3 ,1 4 ,1 5 ,1 6 . En el texto-, páginas 23,
61, 98.

Bildarchiv Preussischer Kulturbesitz, Berlín.


En la sección de ilustraciones-, página 4 izquierda arriba; 5 abajo; 6. En el tex­
to: página 330.

Historia-Photo, Bad Sachsa.


En la sección de ilustraciones: página 11 arriba.

Nationale Forschungs- und Gedenkstätten der klassischen deutschen Litera­


tur, Weimar.
En la sección de ilustraciones: páginas 8 derecha arriba, 9. En el texto: página
574.

Reproducciones en la tapa:
Izquierda, Historia-Photo; centro y derecha, Archiv für Kunst und G e s­
chichte
APÉNDICE [8 4 3 ]

Parte I. O rígenes

Notas a las páginas 19-98

Cumpleaños del rey La interpretación simbólica de las fechas y el estableci­


miento de relaciones entre fechas y números, de una parte, y el destino, de otra,
constituyen, junto con el ordenamiento de la propia vida en grupos de siete años,
rasgos característicos de la biografía de Nietzsche cuyas interrelaciones no han
sido estudiadas hasta ahora.
Naumburg E. Borkowsky: Naumburg an der Saale. Eine Geschichte deutschen
Bürgertums 1028-1928 (1928); Naumburg an der Saale im Revolutionsjahr 1848,
editado por el Ayuntamiento de la ciudad de Naum burg (1948).
Federico Guillermo I V E. Lewalter: F.W.1V. (1938); E. Schaper: Die geistigen
Voraussetzungen fü r die Kirchenpolitik F . W.s. IV. (1938).
Protestantismo F. W. Kantzenbach: Geschichte des Protestantismus 1789-
1848 (1969).
Registro del bautismo Foto de I. Frenzei: Nietzsche, 9.
E l niño imperial C M B 1 1, 3; Funciones del rey H K G W 310 sig., 34 sig.
Nuevo capítulo «Ecce homo» Nietzsche-Studien I (1972), 380-413.
Enfermedad del padre JN 44 sigs. Aquí figura asimismo el resultado d é la au­
topsia. Agradezco a Mazzino Montinari la transcripción de cartas de la m adre en
las que se describen los síntomas de la enfermedad del padre, la cual coincide
hasta en los detalles con la de Friedrich Nietzsche.
Registro de castigos H K G W 309, 320.
Antepasados M. Oehler: Zur Ahnentafel N.s (1939). E l árbol genealógico fi­
gura también en F. Würzbach: N. (1942), en el capítulo «L o s antepasados» en J.N .
Casa parroquial Acerca de su papel, R. Minder: Kultur u. Literatur in Deutsch­
land u. Frankreich (1962); G . Benn: Lebensweg eines Intellektualisten, G es. W.
IV (1961).
Madre A. Oehler: N.s Mutter (1941); también sobre Pobles, 26 sigs.
Padre «al que todos los que le conocieron situaban más entre los “ ángeles”
que entre las “personas”», Nietzsche en carta a Overbeck (14.9.1884).
Getsemaníy Gólgota H K G W II, 400 sigs.
Autobiografía «D e mi vida», 32 páginas impresas; primer trabajo con preten­
siones literarias, escrito entre el 18 de agosto y el 1 de septiembre. Subtítulo: «I.
Los años de juventud 1844-1858».
Polemología H K G WI, 312-321.
Actos heroicos, Fantasmagorías Ibíd. 340 sigs., 372 sigs.
M aren llamas Ibíd. 343, 405, 442 sig.
Tormenta Carta a Elisabeth CM B 1 ,1,215; Him no a la Tormenta H K G W II,
415 sig.; E l crepúsculo de los dioses H K G WI, 297.
Carrera musical de Nietzsche Este tema ha sido estudiado a fondo y con pleno
conocimiento por C. P. Janz: Die Kompositionen F. N.s, en: Nietzsche-Studien I,
173-185.
Ermanarico, temática de L a muerte de Ermanarico H K G W II, 32, también
tratado de Ermanarico, ibíd. 281, drama de Ermanarico, ibíd. 147 y sinfonía de
Ermanarico, ibíd. 100.
[8 4 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Fábulas y poesía sin sentido H K G W I, 307.


«Q ué opinión tienen de m í mis compañeros de clase», «Sin verso...» H K G W
II, 20,165.
Schulpforta H ans Gehrig: Schulpforta u. das dt. Geistesleben (1943) con retra­
tos de Ranke, Klopstock, Nietzsche, Wilamowitz, Lepsius, etc.; sobre Pforta en
el siglo XIX, C. Kirchner: Die Landesschule P. in ihrer gesckichtl. Entwicklung seit
dem Anfang des 19. Jh., 1843. Mucho más interesantes que las anotaciones de
Nietzsche son los «R ecuerdos» de U. von Wilamowitz-Möllendorff (1928), y
concretamente el capítulo «A ños escolares», pág. 62 sigs. Véase también: Pfört­
ner-Stammbuch 1543-1893, comp, por M. Hoffmann (1893). D esde 1923 se vie­
ne editando Der alte Pförtner, en Alemania la tradición de la antigua Pforta es
continuada por la «Landesschule zur Pforte» en Bad Meinerzhagen, Sauerland.
«Los sobresaltos de la angustiosa noche...» C M B 1 ,50.
Travesía a nado Anotaciones de agosto-octubre 1859 H K G W I, 123 sigs.;
también descripción de la vida en Pforta, págs. 119,123.
Broma de inspección, cuatro jarras de cerveza Cartas del 10.11.1862 y
16.4.1863. C M B I, págs. 225,236.
Germania «Chronik der G erm ania» H K G W II, 88, 90 sigs., crítica de las
composiciones de G ustav Krug, ibid. 214, a Pinder 215 sigs.
«También él está lejos...» del poema «Dim e, querido amigo, por qué no has
escrito en tanto tiempo...», H K G W I, 193.
«N itius» y «Deussenus» Extenso poema jocoso en latín en H K G W II, 6 sigs.
E l tercero de la clase Meta v. Salís: Philosoph u. Edelmensch, Leipzig 1897,57.
«Como ateo» C M W IV 3,466.
Inglés Sobre la incidencia de diferentes autores: D.S. Thatcher: N. and Byron,
Nietzsche-Studien 3 (1974), 131 sigs. E. Baumgartner: Das Vorbild Emersons in
Werk und Leben N.s. (1957).
Volkmann, Granier, Meyer Lamentablemente no poseemos comentarios so­
bre Nietzsche de estos importantes testigos. Carta a Granier CM B I 1, 116. P o­
mada, ibíd. 206. Carta a la madre, ibíd. 387.
Euphorion Texto H K G W II, 70. «N ingún gran dolor», 142.
Destino e historia H K G W II, 67 sigs.
Hölderlin, Trabajo sobre H K G W II, 1 sigs.
«Preñado de planes para la destrucción del mundo» CM B 1 1, 405.
«Prometeo» «D ram a en un acto», H K G W I, 62 sigs., carta a Pinder de fina­
les de abril/principios de mayo 1859 CM B 1 1, 60.
«Pesaroso de lo pasado...» H K G W II, 143
L a primera historia de amor Cartas de Nietzsche CM B I, 1, 251 sigs. Tarjeta
de visita de Anna Redtel, ibíd. 403. El informe de Elisabeth contenido en el capí­
tulo «H istorias de amor y matrimonio» de Friedrich Nietzsche und die Frauen sei­
ner Zeit (1935). Poemas de Nietzsche H K G W II, 326-332, «Sobre estados de
ánim o» 406.
Enfermedad El mejor y más cauteloso juicio figura en Jaspers: Nietzsche
(41974) 91 sigs. L as exposiciones sistemáticas desde M öbius (1902) hasta W.
Lange-Eichbaum (Nietzsche, Krankheit und Wirkung, 1947) parten del punto
final de la vida del filósofo, concretamente de 1889, fecha en la que se le d iag­
nostica una parálisis progresiva. N o se presta la debida atención al trauma que
APÉNDICE [8 4 5 ]

sufre con la m uerte de su padre y las enferm edades de Nietzsche niño y adoles­
cente.
Libro de enfermos de Pforta J N 127 sigs.
Grito del manicomio H K G W 1 ,143.

Parte II. Los años de B onn y L eipzig

Notas a las páginas 101-206

Nietzsche en Bonn O.F. Scheuer: Nietzsche als Student, Bonn 1923; el con­
cienzudo trabajo inédito del doctor Wilhelm Metterhausen: F. N.s Bonner Stu­
dienzeit, fue escrito antes de 1942 y se encuentra en el Archiv der Universität
Bonn, y fue puesto amablemente a mi disposición por el autor.
Bonn en el siglo x ix E. Ennen y D. Höroldt: Kleine Geschichte der Stadt Bonn
(1967).
Estudiantes F. Schultze y E. Ssymank: Das deutsche Studententum (41932); W.
Klose: Freiheit schreibt au f eure Fahnen (1967).
Franconia Franconia Dir gehör’ich. Ein Buch der Bonner Franken, 1845-1970,
Bonn sin fecha; Konrad Küster: Eines Burschen Frohnatur (Erinnerungen), Mar-
burgo 1911.
Universidad y guerra de filólogos E. Bickel: Friedrich Ritschl u. der Humanis­
mus in Bonn (Bonner Univ. Sehr. H . 1), 1946. Chr. Jensen: Das Philologische Se­
minar 1819-1869, en: Fr. v. Bezold: Geschichte der Rheinischen Friedrich-Wil­
helms-Universität 11, Bonn 1933. A. Springer\ A us meinem Leben, Berlin 1892.0 .
Ribeck: Fr. W. Ritschl. 2 vols. Nueva edición Osnabrück 1969. P. E. Hübinger:
Heinrich v. Sybel u. der Bonner Philologenkrieg, en: Hist. Jahrb. 83, 1964. Th.
Mommsen - O . Jahn: Correspondencia, comp, por L. Wickert. Frankfurt 1962
Vida musical de Bonn Th. A. Henseler: D as musikalische Bonn im 19 Jh., en:
Bonner Geschichtsblätter, 13, Bonn 1959. Th. A. Henseler: Der Bonner Städtische
Gesangsverein, en: Bonner Geschichtsblätter 7, Bonn 1953.
Vida política de Bonn Renate Kaiser: Die pol. Strömungen in der Kreisen Bonn
u. Rheinbach 1848-1870, en: Veröffentl. d. Stadtarchivs Bonn 1, Bonn 1963.
Admiración por el Rhin Paul Hübner: Der Rhein (1974), 380.
«L os franconianos en el cielo» H K G W III, 76-78.
Noticias de Bonn H K G W III, 118.
Carnaval en Bonn Köster: Eines Burschen Frohnatur (véase arriba), 61 sigs.
Noticias de Eyffert H K G W III, 412 sig.
Retrospectiva de Leipzig H K G W III, 292.
Canción de los alemanes Köster: Eines Burschen Frohnatur, 9.
Nietzsche en Leipzig F. Schulze: Der junge N. in den Jahren 1865-1869. L eip ­
zig 1941. Intento autobiográfico de Nietzsche: Rückblick a u f meine zwei Leipzi­
gerjahre, en H K G W III, 291-315.
Sajonia R. Koetzschke: Sächsische Geschichte II (1935). H. Kretzschmar: Die
Zeit König Johanns von Sachsen (1960).
Nietzsche como científico y su relación con la antigüedad E. Howald: F. N. u. die
klassische Philologie (1920). K, Schlechta: Der junge N. u. das klassische Altertum
[8 46] FRIEDRICH NIETZSCHE

(1948). J.A . Coulter: N. and Greek Studies, en: Greek, Roman and Byzantine Stu-
dies 3, 1960, 46-51. A. H . Knight: Some aspects o f the Ufe and work ofN . andpar-
ticularly o f bis connection with Greek literature and thought, Nueva York 1967.
Cartas sobre filología a Dcussen del 4.4.1867, del 1.8.1867, octubre-noviem­
bre 1867, abril/mayo 1868,2.6.1868,22.6.1868 en C M B 1 ,2.
Comparación de los trabajadores L a clasificación en tres niveles — operario de
fábrica, patrono, semidiós— define con precisión el «sistem a de clases» preconi­
zado por Nietzsche: en el plano inferior están los «trabajadores», en los que hay
que incluir no sólo operarios de fábrica sino también todos los que realizan tra­
bajos rutinarios y, entre éstos, la mayoría de los filólogos; acto seguido vienen los
patronos, en los que se han de incluir los filólogos más famosos. En el plano su­
perior se sitúan los semidioses, figuras que aparecen cada quinientos o más años;
son esos filósofos que hacen época y que proporcionan trabajo a los patronos. El
proyecto vital de Nietzsche consiste en llegar a alcanzar el nivel de semidiós a par­
tir de una condición circunstancial de discípulo de semidioses como Schopen­
hauer y Wagner.
Estilo de Schopenhauer Ensayo proyectado «Schopenhauer como escritor»
H K G W IV , 120, información al respecto, ibíd. 213.
Filósofo paseante El término es importante. Define la aparición de ideas
mientras se pasea (más tarde en sentido literal). Véase el proyectado título: «P a ­
seos de un psicólogo».
Ensayo sobre Offenbach H K G W 4, 120, junto a «W agner com o poeta, etc.»
y «Schopenhauer como escritor».
Plan parisién de 1882 En el año de estudios que Nietzsche proyecta con Rée
y Lou se mencionan Viena y París. Nietzsche aboga por París. «Ultim a noticia: el
2 de octubre llega Lou; semanas después partimos para París. Mi propuesta.»
Leipzig G . Wustmann: Geschichte der Stadt Leipzig, 1905; J. Hoffmann: Das
Herz der deutschen sozialistischen Bewegung im 19. Jh., 1923; R. Kittel: Die Uni­
versität Leipzig und ihre Stellung im Kulturleben, 1924. Recuerdos: Karl Bieder­
mann: Mein Leben und ein Stück Zeitgeschichte, 2 vols., Breslau 1886; Gustav
Freytag: Erinnerungen aus meinem Leben, Leipzig 1887; Heinrich Laube: Schrif­
ten über Theater, Berlin 1959.
Campaña electoral Carta a G ersdorff del 20.2.1867, en CM B 1 2, 199.
Lassalle: Carta a G ersdorff del 16.2.1868, CM B 1 2,257.
Offenbach Texto de acuerdo con «A rias y cantos de: Die schöne Helena von
Meilhac und Halévy, Musik von Jacques Offenbach», Berlin 1910. S, Kracauer es
quien mejor ha abordado la figura de Offenbach y su importancia para la época
en: /. O. u. das Paris seiner Zeit, nueva edición bajo el título de Pariser Leben, M u­
nich 1962. Excelente visión conjunta en la monografía Rowohlt, 1969, comp, por
P .W . Jacob.
Veladas en casa de Ritschl D e acuerdo con el diario de Wilhelm Wisser, com­
pañero de estudios de Nietzsche; este diario es reproducido parcialmente en
H K G B I I , 381 sigs.
Primer encuentro con la obra de Schopenhauer En mi opinión hasta ahora no
se ha apreciado debidamente ni la estilización literaria de que es objeto el descu­
brimiento de la figura de Schopenhauer por parte de Nietzsche tal como se narra
en Retrospectiva, ni el paralelismo entre su conversión y la de Agustín de Hipona.
APÉNDICE [8 47]

El relato de Nietzsche es, por su parte, el modelo para la «conversión» del cónsul
Thomas Buddenbrook en la novela de Thomas Mann.
Importancia de Schopenhauer para su tiempo H. Wolff: A. Schopenhauer hun­
dert Jahre später, Berna 1960.
Aforismos sobre filosofía práctica En realidad, los aforismos de Schopenhauer
no responden a una concepción convencional, pues están integrados en un texto
perfectamente estructurado. Nietzsche dudó durante mucho tiempo antes de de­
cidirse finalmente, a partir de Humano, demasiado humano, por la simple enu­
meración.
Lange y Schopenhauer Carta a G ersdorff de finales de agosto de 1866, CM B I
2, 159 sig.
Crítica a Schopenhauer H K G W III, 118 sigs.
Secta de Schopenhauer El paso de Wenkel de los hegelianos a Schopenhauer:
carta a G ersdorff del 22 de junio de 1868, CM B 1 2,294. En la misma fuente tam­
bién la «conciencia colectiva»: «A cceso a aquella pacífica comunidad de herejes
que Haym acostumbra a llamar los “santos prodigiosos”». Retrato literario de
Wisecke en la carta de G ersdorff del 20.7.1868, CM B 1 3 ,2 7 5 sig.
Formación religiosa Fue un elemento constitutivo de la segunda mitad del si­
glo XIX, empezando por el intento de fundar una religión con catecismo, santoral
y culto precisamente por parte de Auguste Comte, padre del positivismo y cul­
minando en los cuatro nuevos evangelios de Émile Zola, a finales de siglo. En
Alemania, la tendencia a la formación de sectas se manifiesta con más fuerza en
suelo protestante: desde Wagner hasta el círculo de G eorge, pasando por Lagar-
de y Langbehn. Ritschl descubrió pronto en Nietzsche al fundador de una reli­
gión. Con el Zaratustra Nietzsche ocupó el puesto de fundador de una religión,
que sólo sería superado por su endiosamiento.
Wagner Más adelante se detallan las obras utilizadas, habida cuenta de la in­
gente literatura existente sobre Wagner y Nietzsche. Baste aquí con constatar la
leyenda formulada por el propio Nietzsche en Ecce homo respecto de la realidad:
Nietzsche en el Ecce homo-, «A partir del momento en que existió una partitura
para piano del Tristán..., yo fui wagneriano». C.P. Janz: «E l jovencito Nietzsche
era todo menos wagneriano» (Apuntes complementarios sobre la relación con
R.W., en: Die Briefe F.N.s., 1972, 103).
Noticias sobre la «Valquiria» H G K W III, 207 sig.
Crítica de los «Maestros cantores» Al destructivo texto aparecido en 1868 se
han de sumar las polémicas contra el antisemitismo de Wagner, así el trabajo, fir­
mado por A.F., Fanatismus eines Musikers en Deutsche Blätter, aportación a Gar­
tenlaube, 1869, y en el mismo año, también en Gartenlaube, Literarische Briefe an
eine deutsche Frau in Paris, IV, de Gutzkow.
Servicio militar El servicio militar es abordado insuficientemente en la litera­
tura biográfica; rara vez se menciona el aspecto de oficial existente en la concien­
cia y en la visión que Nietzsche tenía de sí mismo.
Viaje por los bosques de Bohemia Información al respecto en H K G W III,
280-290; el informe de Rohde, 423-437.
Kant, veterinario Notas sobre la proyectada tesis doctoral en H K G W 3, 130
sigs. Pasajes extraídos del escrito de Vegetius sobre «mulomedicina», 5, 98-102.
«Aforismos» Las notas recogidas por mí en «aforism os» se encuentran en
[848] FRIEDRICH NIETZSCHE

H K G W III, 3 1 9,326,331, 339, 343, 344; «el caos histórico, divagación inconte­
nible» 337.
«Lo que temo...» H K G W 5, 205. Aquí igualmente la cita de Demócrito.
Thrasyll, 3, 365 sigs.

Parte III. Los PRIMEROS AÑOS EN BASILEA


N otas a las páginas 209-330

La vocación Correspondencia y documentos en cuadro sinóptico elaborado


por Johannes Stroux: Nietzsche Professur in Basel. Jen a 1925.
Eco en Naumburg en CM B I 3, 336 (madre), 337 (Elisabeth), 343 (tía Sido-
nie), 346 (Oscar Oehler). L a carta de Deussen no figura. Exposición del hecho
por Deussen en Recuerdos, 61.
Wilhelm Vischer-Bilfinger Wilhelm Vischer y R udolf Rauchstein: Korrespon­
denz. Basilea 1958.
Basilea, historia de la ciudad Paul Burckhardt: Geschichte der Stadt Basel,
1942. Andreas Heusler: Geschichte der Stadt B asel,31918. O tto Zumstein: Beiträ­
ge zur Basler Parteigeschichte 1848-1910, Basilea 1936.
Historia suiza E. Fueter: Die Schweiz seit 1848, 1928. Edgar Bonjour: Ges­
chichte der Schweiz im 18. u. 19. ]h., Zürich 1938.
Historia de la universidad Die Universität Basel, Basilea 1960.
Nietzsche en Basilea Carl Albrecht Bem oulli: Franz Overbeck und Friedrich
Nietzsche. Eine Freundschaft. Jen a 1908. En esta fuente sobre maledicencia basi-
lense I, 52, Miaskowski 74 sigs., Piccard 169, recuerdos de Ida Overbeck 234
sigs., Scheffler252 sigs.
Kelterborn-. Recuerdos en H K G B III, 379-399.
Disertaciones Recopiladas magistralmente por C.P. Janz: F.N .s akademische
Lehrtätigkeit in Basel 1869-1879, Nietzsche-Studien 3 (1974).
«Homero y la filología clásica» H K G W 5,283-305. El discurso de ingreso, en
impresión privada, no llegó al público. Algunos ejemplares fueron a manos de la
hermana y de los amigos. El texto impreso iba destinado sobre todo a Richard y
Cosima Wagner. En un boceto, la edición es definida como «única legal y desti­
nada al hogar de las musas de Tribschen». En la dedicatoria a Romundt se habla
de un «distinguidísimo público»; en los versos colocados delante, del «público
más hermoso». «P or cierto..., no se debe imprimir», se dice en la dedicatoria a
Romundt. (Todas las citas, H K G W 5, 475).
Amistades de Nietzsche En la ingente literatura sobre Nietzsche falta un libro
sobre su concepto teórico y práctico de la amistad, así como una exposición co­
herente de sus amistades. L a biografía de Janz sitúa a las distintas figuras en el si­
tio donde aparecen por primera vez y narra su vida. En el libro de Podach Ges­
talten um Nietzsche sólo Rohde y G ast tienen capítulos dedicados a ellos. La obra
de Bem oulli cita la palabra «am istad» en el título, pero su único objeto es defen­
der la amistad de Overbeck con Nietzsche, el cual según el autor estaba negado
para una amistad auténtica. Tanto el origen de la ideología de la amistad en
Schulpforta como la liga de amigos, en cuanto leitmotiv de su vida, merecerían un
tratamiento aparte.
APÉNDICE [8 4 9 ]

Composiciones de amistad Janz, composiciones de Nietzsche, Nietzsche-Stu­


dien, 1, 1972, 183.
Rohde La biografía escrita por su alumno O. Crusius (E. Rohde, Tübingen
1902) apareció dos años después de la muerte de Nietzsche, y por lo tanto no
pudo tener en cuenta la mayor parte de las cartas más importantes. Extractos de
la correspondencia entre Overbeck y Rohde se encuentran en el excelente ensa­
yo de Ernst F. Podach sobre Rohde en: Gestalten um N., Weimar 1932. Im por­
tantes aportaciones complementarias, con cartas inéditas, en H. Däuble: «F .N .
und E. Rohde», Nietzsche-Studien 5, 1976, 321-354.
Gersdorff Lamentamos que hasta ahora no se haya acometido la tarea de es­
cribir una biografía de Gersdorff; ciertamente su escisión entre espíritu prusiano
y sentido artístico no es tan significativa ni tan trágica como la de Kleist, a princi­
pios de siglo, pero ilustra modélicamente las plurales tendencias de la época que
se reflejan en su persona. En el Nietzsche-Archiv, 1934 sigs., las cartas a Nietzs­
che están ordenadas por años. Ahora, hasta 1879 en C M B 1 3, I I 2, I I 4.
Deussen Deussen describió su vida en la autobiografía, postuma, Mein Lehen
(1922).
Overbeck Las ideas de Overbeck sobre teología moderna han sido publicadas
por su discípulo Bernoulli bajo el título de Christentum und Kultur (Basilea 119).
Véase además W. Nigg: F.O. Versuch einer Würdigung (Munich 1931); A. Pfeif­
fer: F.O .s Kritik des Christentums (Göttingen 1975); J . Taubes: Entzauberung der
Theologie-zu einem Porträt O.s (contiene la «autoconfesión» de Overbeck).
Sobre la motivación de la participación en la guerra Las decisiones y los viajes
súbitos, sólo o con un amigo, son un leitmotiv característico de Nietzsche: su re­
pentino viaje a Bérgamo y Brescia, su proyectado viaje en barco de Génova a
Messina, sus posteriores planes de viajar con Rée al oasis de Biskra y con G ers­
dorff a Túnez. En la vida viajera encuentra a la postre su curación.
Viaje de enfermero Las notas en H K G B 3, 420 sigs. Aquí hay también un ex­
tracto del informe del Verein für Felddiakonie, de Erlange, 419. EI informe del
viaje de Elisabeth en G B 2 ,1,28-35, así como el texto de la composición «¡A diós!
Tengo que partir».
Solicitudes a las autoridades de la Universidad en Johannes Stroux: N.s. Pro­
fessur in Basel, Jena 1925, págs. 60 y 68. Las cartas de Cosima y Romundt en
CM B I I 2.
Mosengel Breve reseña en Thieme-Becker, Künstlerlexikon 25, y en Ernst
Rump: Lexikon der bildenden Künstler Hamburgs, H am burgo 1912.
E l incendio de París Diario de Cosima I, 391 sig.
Nietzscheanos y wagnerianos Hans Bélart: F.N .s Freundschaftstragödie. Dres-
de 1912; Luitpold Griesser: Nietzsche und Wagner. Viena 1923; Kurt H ilde­
brandt: Wagner und Nietzsche im K am pf gegen das XIX. Jh., Breslau 1924. Curt
von Westernhagen: Richard Wagner. Zürich 1956; concretamente el capítulo «L a
leyenda de Nietzsche».
Destrucción de las cartas a Cosima Elisabeth Förster-Nietzsche: Wagner und
Nietzsche zurZeit ihrer Freundschaft. Munich 1915, Prólogo, página VI. L a obra
de Elisabeth intenta ser conciliadora; sólo desearía «dejar oír las notas más ínti­
mas, que, incluso cuando suenan con melancolía en tono menor, están exentas de
hirientes disonancias».
[8 5 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Diario de Cosima Cosima Wagner: Die Tagebücher. Editados y comentados


por Martín Gregor-DeUin y Dietrich Mack I 1869-1877, II 1878-1883. Munich
1976 y 1977.
Wagner O bra fundamental es la biografía en 4 volúmenes de Ernest New-
man: The Life o f Richard Wagner, Nueva York 1933-1946, nueva edición en
1976. Robert Gutm an critica el antisemitismo de W agner en: Richard Wagner,
The Man, bis Mind and his Music. Nueva Y ork 1968, Munich 1970, edición de
bolsillo sin fecha.
Cartas de Cosima Las cartas de Cosim a Wagner a Friedrich Nietzsche, comp,
por E. Thierbach. Primera parte, 1869-1871, Weimar 1939. Ahora también en
C M B II2 .
Cartas de Wagner Ibíd.
Nietzsche como educador de Siegfried Diario I, pág. 167.
«Filología primitiva» Diario I, pág. 170.
Sócrates Diario I, pág. 171 sig.
Dionisos, cuadro de Genelli Casi excesivamente concienzudo, agudo detrac­
tor de Nietzsche y la mitología de Dionisos a él vinculada, Martin Vogel: Apolli­
nisch und Dionysisch, Regensburg 1966. L a obra, escrita en el marco de las inves­
tigaciones de la Fundación Fritz Thyssen, arranca de la historia temprana de
Grecia y describe asimismo los efectos y las derivaciones, los errores de interpre­
tación y presentación contenidos en el mito relanzado por Nietzsche. Meritoria
es también la historia del cuadro de Genelli, presentado por primera vez en su
contexto y analizado en su importancia y significado.
Maderanertal Richard y Cosim a W agner planean una estancia en el Madera-
nertal en julio de 1870, pero abandonan la idea por su elevado costo, Diario I,
245,247.
Disputa en torno a « E l nacimiento de la tragedia» Textos de difícil compren­
sión están ahora agrupados con claridad en Karlfried Gründer: Der Streit um
Nietzsches «Gehurt der Tragödie», Hildesheim 1969. L a obra contiene en facsímil
el anuncio de Rohde en la revista literaria Centralblatt, su anuncio en el periódi­
co Norddeutsche Allgemeine, la carta abierta de Wagner, la «filología del futuro»
de Wilamowitz, la «filología bastarda» de Rohde y la «segunda pieza» de Wila-
mowitz.
« E l nacimiento de la tragedia» Texto en C M W III, 1.
Rivalidad entre Nietzsche y Wagner El motivo de la rivalidad en el retrato de
Nietzsche a cargo de Jo se f Hofmiller, Süddeutsche Monatshefte 1931/1932, pág.
125: «Ciertamente él veía en W agner a su rival, pero no como amante sino como
hombre am bicioso». Véase también: Apollinisch und Dionysisch, el capítulo
«Pugna con W agner», 328 sigs., y el trabajo de Vogel «Pugna de Nietzsche con
Wagner», en: Beiträge zur Musikanschauung im 19 Jh., Regensburg 1965.
Dependencia de Nietzsche respecto de Wagner Vogel: Apollinisch und Diony­
sisch, 109 sigs.
Wilamowitz Autobiografía Erinnerungen 1848-1914, 1928. Esbozo biográfi­
co en: Karl Reinhardt, Vermächtnis der Antike, 360-368. Su expediente académi­
co ha sido publicado por William M. Calder III en Greek, Roman and Byzantine
Studies 4 , 1971.
APÉNDICE [8 5 1 ]

Parte IV. L o s grandiosos tiempos de B asilea

Notas a las páginas 333-406

Exposiciones generales Edgar Salín: Jacob Burckhardt und Nietzsche, Heidel-


berg 1938; Alfred von Martin: Nietzsche und Burckhardt, Munich 1942, 21948.
Edgar Salín es el caso más interesante de un economista impregnado del huma­
nismo de G eorge que intenta conjugar la apasionada veneración a Nietzsche con
el respeto a Burckhardt, como correspondía a su condición de catedrático basi-
lense (desde 1927). El libro del sociólogo Alfred von Martin, que se sentía unido
a Burckhardt por su condición de investigador del Renacimiento, está en contra­
dicción con las tesis de Salín («promueve inmediatamente la contradicción a tra­
vés de toda su manera de ser, pues asume un punto de vista a partir del cual
Burckhardt parece condenado de antemano a ocupar un lugar de segundo or­
den..,»). En Salín hay también una reimpresión de la correspondencia. En los as­
pectos biográficos Salín es más explícito, mientras que Martin aporta, sobre todo
en las ampliaciones y la documentación, abundante material sobre las ideas con­
trapuestas de Nietzsche y Burckhardt. L a gran biografía de Burckhardt escrita
por Werner Kaegi consta de 4 volúmenes, pero a pesar de su pedante minuciosi­
dad, apenas si contempla la relación personal de Burckhardt con Nietzsche.
Acerca de la influencia de Burckhardt en Nietzsche véase Charles Andler, Nietzs­
che II, págs. 431-440; sobre la incidencia de Nietzsche en Burckhardt, véase F é­
lix Staehelin en la introducción a la obra de Burckhardt Griechische Kulturges-
chichte (volumen V III de las obras completas).
Bülow L a duradera vinculación de Nietzsche a Bülow, a pesar de todas
las decepciones, contiene muchos enigmas que la presente correspondencia
sólo resuelve parcialmente. Las biografías de Bülow (Richard D u Moulin-Ec-
kart, Munich 1921, Marie von Bülow, Stuttgart 1925) dedican poco espacio a
las relaciones entre los dos. Marie von Bülow, segunda esposa de Bülow, con­
sidera la aniquiladora carta a Nietzsche «una de las más divertidas» de su m a­
rido.
Relato de viaje de Nietzsche Informe posterior en H K G B III, pág. 483 sigs.
«Advertencia a los alemanes» G B I I 1, págs. 217-224, también contiene el tex­
to de la advertencia.
Sobre los problemas de Wagner en Bayreuth Especialmente Ernest Newman:
The Life o f Richard Wagner IV (1866-1883), Nueva Y ork 1960.
Rosalie Nielsen Andler II, pág. 396 sigs., Bernoulli I, 115 sigs., 269 sigs., II,
260.
Todos los textos de Nietzsche ahora en C M W I I I 1 Consideraciones inactuales
I-III; 2 Escritos postumos 1870-1873 (Sobre el futuro de nuestras instituciones do­
centes, Cinco prólogos, La filosofía en la época trágica de los griegos, Sobre verdad y
mentira en sentido extramorat)', 3 Fragmentos postumos, otoño 1869-otoño 1872; 4
Fragmentos postumos, verano 1872-finales de 1874. Aquí los fragmentos aparecen
por primera vez reproducidos en orden cronológico de acuerdo con los cuader­
nos de apuntes de Nietzsche.
GottfriedKeller sobre la primera consideración inactual Bernoulli II, pág. 100 sig.
Sobre el culto de Wagner a las asociaciones de estudiantes Véase la entrada en
[8 5 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

el Braune Buch (Richard Wagner: D as Braune Buch, Zurich-Freiburg 1975), pág.


85 sig.
David Friedrich Strauss Existen dos biografías, de dos volúmenes cada una, de
la época de su fama postuma: una de ellas, más bien crítica, se debe a su rival teo­
lógico, el viejo liberal A dolf Hausrath: D. F. Strauss und die Theologie seiner Zeit,
Heidelberg 1876-1878; la otra, escrita por su paisano Theobald Ziegler: David
Friedrich Strauss, Estrasburgo 1908. L os párrafos de las cartas que se citan pro­
ceden de: Ausgewählte Briefe, com puesto y comentado por Eduard Zeller, Bonn
1895. Ibíd. el soneto a Lachner. Los tres sonetos de réplica escritos por W agner
en Das Braune Buch, pág. 149 sigs.
«D er alte und der neue Glaube» [La vieja y la nueva fe ] Apareció en octubre
de 1872 en S. Hirzel, Leipzig. El debate con los rivales en el epílogo de la cuarta
edición, que apareció el mismo año. Cuando Nietzsche publicó su obra, ya había
salido a la calle la sexta edición. Más tarde el Kröner Verlag lanzó una edición p o ­
pular al precio de un marco el ejemplar.
Karl Hillebrand «Algunos pormenores sobre la decadencia de la lengua ale­
mana y los buenos modales alemanes», en la selección de sus escritos Zeiten, Wal­
ker und Menschen II, pág. 291 sigs. En los Grenzboten la crítica apareció en oc­
tubre de 1873.
Textos sobre filosofía profunda Über das Pathos der Wahrheit, Der griechische
Saat, el capítulo sobre Heráclito, Über Wahrheit und Lüge en: Escritos postumos
C M W III2 . Etapa previa Der griechische Staaten'. Escritos postum os C M W III3,
347 sigs. y 413 sigs.
Fundamental para conocer la actividad filosófica de Nietzsche en este momento
Karl Schlechta y Anni Anders: F.N. Von den verborgenen Anfängen seines Philo-
sophierens. Stuttgart 1962. También es importante el capítulo «M áscara» en el li­
bro de Bertram sobre Nietzsche.

P a rte V . L a s PENAS DE LA VERACIDAD

N otas a las páginas 409-496

Noticias sobre Wagner Publicadas primeramente, en forma de citas, en las


Obras, 1896, y en G B , 1897. Ahora, completas y en el orden de los manuscritos
en CM W I I I 4,370-391. Además G B I I 1,225; en Wagner und Nietzsche zur Zeit
ihrer Freundschaft, capítulo «Tiem pos críticos».
Plan de una consideración inactual sobre Cicerón CM W III 4, 367 sig., sobre
el servicio militar de Nietzsche como voluntario por un año, ibíd. 389.
Episodio de Brahms y discusión en torno a la Canción Triunfal Relato en Elisa­
beth, Wagner und Nietzsche, 202 sigs.; en Cosima, Diario I, pág. 841 sigs. Roger
Hollinrake: Wagner und Nietzsche, The Triumphlied Episode, en Nietzsche-Stu­
dien 2 ,1 9 7 3 ; Curt Paul Janz: «D ie tödliche Beleidigung», aportación a Wagner-
Entfremdung Nietzsches, Nietzsche-Studien 4, 1975. Además: el capítulo «M úsi­
ca del sur» en Vogel, Apollinisch und Dionysisch (especialmente, 242, sigs.); C.P.
Janz: Die Kompositionen F.N.s, Nietzsche-Studien 1,1972; el capítulo «A rion» en
Nietzsche de Bertram.
Wagner y Nietzsche en Bayreuth En CM W IV 1 la cuarta consideración inac-
APÉNDICE [8 5 3 ]

tual Richard Wagner en Bayreuth y, nuevamente por primera vez de acuerdo con
las libretas de apuntes en orden cronológico, los fragmentos postumos de los
años 1875 y 1876. En CM B las cartas de Nietzsche ( I I 5) y las cartas a Nietzsche
(II 6). En esta edición se asigna a Paul Rée, en vez de a H ugo von Senger, la car­
ta escrita por Nietzsche el 3 de marzo de 1876. En el NietzscheArchiv se aprecia
una tendencia a «prescindir» de Rée. Gracias a la técnica narrativa de Elisabeth,
ocultadora y falsificadora, dada a la edulcoración, su biografía y su libro comple­
mentario sobre Wagner y Nietzsche en la época de su amistad carecen de valor
(«¡Ay, Elisabeth, aquello era Bayreuth!», dijo él, preocupado, en la despedida;
sus ojos estaban llenos de lágrimas). Entre los biógrafos de Wagner, Ernest New-
man ha estudiado a fondo los hechos de Bayreuth en su biografía de Wagner,
cuatro volúmenes; además, en el extenso capítulo «Elisabeth’s False W itness»
pone de manifiesto las falsedades de datación en que incurre la hermana del filó­
sofo. Una excelente visión de conjunto la ofrece en su libro sobre Wagner (Zü­
rich 1956) Curt von Westernhagen (Die Kritik einer Legende). L a mayor parte de
las obras sobre recuerdos y memorias que se ocupan de la estancia de Nietzsche
en Bayreuth proceden de seguidores de Wagner; así H ans von Wolzogen Erin­
nerungen an Richard Wagner (1883), Gabriel M onod Portraits et Souvenirs
(1894), Ludwig Schemann Meine Erinnerungen an Richard Wagner (1924).
Mathilde Trampedach Gottfried Bohnenblust: Nietzsches Genferliebe, en: An­
nalen, Eine schweizerische Monatsschrift II, 1928.
Bayreuth Hans Mayer: Richard Wagner in Bayreuth, Stuttgart/Zurich 1976;
Hartmut Zelinsky: Richard Wagner - ein deutsches Thema, Frankfurt 1978.

Parte VI. D e s c e n s o AL MUNDO DE LAS SOMBRAS

Notas a las páginas 499-574

Las cartas de Nietzsche como fuente importante están contenidas en H K G


(B 4) hasta mayo de 1877, hasta el fin de su estancia en Sorrento. Para todo lo de­
más había que remitirse a la selección contenida en la obra de Schlechta y a la
nada fiable edición de las Gesammelte Briefe. La situación ha mejorado básica­
mente con la publicación de las cartas de y a Nietzsche en el período que va de
enero de 1875 a diciembre de 1879 en CMB. Gracias a las facilidades que me
ofrecieron el responsable de la edición y la casa editora he podido utilizar en mi
trabajo estas partes de la edición completa.
Sorrento Todos los implicados han informado sobre este espisodio; Rée in­
formó sobre Nietzsche a la familia (6 cartas, H K G B 4, 455-461), informes de
Malwida en las dos colecciones de cartas; las cartas de Brenner en Bernoulli, I,
198 sigs.; Seydlitz: Friedrich Nietzsche, Briefe und Gespräche, Neue Rundschau I,
1989, pág. 617 sigs.
Relato de la Ultima Cena por Elisabeth Nietzsche habló en diversas ocasiones
de los «deleites» que W agner «sabía extraer de la Última Cena cristiana» (CMW
VIII 1, fragmentos postumos 1885/1886). Pero no se dice cuándo y a quién le
hizo Wagner esta declaración.
Mujeres como acompañantes de viaje Isabella von der Pahlen, después baro­
[8 5 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

nesa von Ungem-Sternberg, ha expuesto sus resultados bajo este nombre y como
grafóloga ha dado una interpretación de la escritura de Nietzsche: Nietzsche im
Spiegelbild seiner Schrift, Leipzig 1902.
Apuntes de Nietzsche «Principio de todos los vicios» CM W IV 2, 407, «m u ­
jeres alegres» ibíd. 541; matrimonio, ibíd. 421; voluptuosidad, ibíd. 519; instinto
sexual, ibíd. 389 ,3 8 7 ,4 0 6 .
Mujer de la callejuela Elisabeth ha eliminado la penosa expresión en su edi­
ción de las cartas de Malwida. En realidad, la expresión «de la callejuela» susti­
tuye eufemísticamente a «del arroyo». Si el lector quiere, en la «m ujer de la calle­
juela» puede ver una oculta apetencia sexual.
Doctor Eiser L a correspondencia entre el doctor Eiser y W agner ha sido
publicada por primera vez en el apéndice del libro sobre Wagner de Curt von
Westemhagen, Zürich 1968. Análisis de la correspondencia, ibíd. 490 sigs. En el
capítulo «Afrenta mortal» de la biografía de Wagner escrita por Martin Gregor-
Dellin, Munich 1980, figura un importante pasaje que Westernhagen no había re­
cogido.
Lucha contra la «culpa» Así se explica la extraña noticia de que Nietzsche lle­
ve de noche «ligas en los pies», en el relato de un sueño en el que aparecen ser­
pientes, H K G W 1,121.
Planes de trabajo, primavera de 1876, «reja de arado» En los fragmentos p os­
tumos, CM W IV 2.
Consecuencias de «Humano, demasiado humano» Abundantes datos en la
Crónica de Montinari en: Nachbericht zur IV. Abteilung, CM W IV 4.
Nietzsche en la disertación La descripción de Ludwig von Scheffler en Ber-
noulli 1 ,274 sig.
Puente de todas las felicidades En: Sämtliche Werke V, Munich 1966.

P arte V II. L a adepta y e l profeta

N o tas a las p ág in as 577-720

Elisabeth sobre su hermano G B I I 2 ,5 2 4 y 892.


Investigación de fuentes C.P. Janz: Die Briefe F. N.s, 152 y 22.
Jaspers Nietzsche 94.
Biskra Apunte CM W V 1,381.
Amistad Apunte CMW V 1, 342,
«Ningún hombre realmente grande» Bernoulli 1 ,268.
Peter Gast E. Podach, Gestalten um Nietzsche, 122 sigs,, ibíd. Nietzsche y
G ast en Venecia, 85, G ast como heredero de Wagner 89.
«Bloque piramidal» También la forma del bloque tiene carácter simbólico,
alude a Egipto como el país de la eternidad, a los egipcios, entre los cuales la cul­
tura se convirtió íntegramente en «m onum ento» (Humano, demasiado humano
II, 323).
E l retorno de lo igual CMW V 2,392; más información 3 94,3 96,422; además,
Jaspers 350.
Imagen de la eternidad CM W V 2, 501.
APÉNDICE [8 5 5 ]

¿Dónde está Dios? La gaya ciencia 3, 125, CM W V 2, 158.


« Incluso nosotros, nacidos expectantes» La gaya ciencia 5, 343, CM W V 2,
256.
Gran mediodía CM W V 2, 439; véase K. Schlechta: Nietzsche Grosser Mittag.
Frankfurt 1954.
Segundo boceto V 2 ,4 1 7 sig.
Efectos de la música H K G W 4,121.
Coincidencias simbólicas También los episodios y pasajes relacionados con
este tema se deberían analizar y ordenar sistemáticamente. La interpretación de
la realidad en sentido de temores y deseos preludia su desaparición en la locura.
México CMW V 2 ,444.
Canto de Nausikaa CMW V 2,575.
Episodio de Lou Es fundamental la versión de Ernst Pfeiffer, último amigo de
Lou: Friedrich Nietzsche, Paul Rée, Lou von Salomé. Die Dokumente ihrer Begeg­
nung, Frankfurt 1970. (Con comentario muy concienzudo, que aporta nuevo m a­
terial bibliográfico.) El informe de Lou, muy cauteloso, en el capítulo «Vivencia
de am igo» de Lebensrückblick, que E. Pfeiffer extrajo del legado y publicó en
1951. También es importante el libro de Lou sobre Nietzsche (Friedrich Nietzs­
che in seinen Werken, Viena 1894), su novela Im K am pf um Gott (bajo el pseu­
dónimo de Henri Lou, Leipzig-Berlin 1885) y su relato Fenitschka, Stuttgart
1898. Biografías: H .F. Peters, My Sister, my Spouse, Nueva York 1962, Munich
1964, edición de bolsillo 1974; Rudolf Bin ion, Frau Lou, Princeton 1968. Sobre
el episodio de Lou: Elisabeth en Nietzsche und die Frauen, 1935; E. Podach, Frie­
drich Nietzsche und Lou Salomé. Ihre Begegnung 1882. Leipzig 1938.
Lou acerca de Nietzsche En: Friedrich Nietzsche in seinen Werken, 10.
Zaratustra Zaratustra ocupa un lugar central en la literatura filosófica sobre
Nietzsche como su obra capital. (Personalmente donde más he aprendido ha sido
en el libro de Karl Löwith Nietzsches Philosophie der Ewigen Widerkehr des Glei­
chen, Stuttgart 1956, que contiene una Historia de la interpretación de Nietzsche,
1894-1954 en el apéndice). Por el contrario todavía no hay un trabajo que haya
investigado sistemáticamente la incidencia de los aspectos biográficos en Zara­
tustra.
«Primero lo intenté en notas» H K G W 2, 415.
«Wagner es rico en ocurrencias malignas» Este pasaje falta en la carta repro­
ducida en la edición elaborada por Gast. Fue publicada por C.P. Janz (JN II,
173).
Lanzky Sobre él J N II, 250 sigs.
Supervivencia de «Zaratustra» B. Hillebrand (comp.); Texte zur Nietzsche-Re­
zeption I, Tübingen 1978.

Parte VIII. E l ocaso de Zaratustra

Notas a las páginas 723-833

Schmeitzner L a torpeza de Nietzsche a la hora de buscar editores y tratar con


ellos, sus pretensiones de señor y su desprecio de los aspectos comerciales es un
[8 5 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

motivo fundamental del retraso con el que alcanzó la fama. Schmeitzner es uno
de los líderes más activos del antisemitismo: el Congreso Internacional Antijudío,
convocado en Dresde el año 1882, nombra a Schmeitzner delegado con plenos
poderes; dos años después, Schmeitzner provoca la escisión del Congreso y fun­
da en Chemnitz la liberal «Unión General para combatir el Judaism o», pero su­
fre un rotundo fracaso. El Reform-Verein, de Leipzig, com pra entonces la edito­
rial de Schmeitzner, junto con sus folletos antisemitas (véase Jean Pierre Faye:
Totalitäre Sprachen, Frankfurt 1977, pág. 241 sig.). Com o Nietzsche publica en la
editorial de Schmeitzner, cuando sale Zaratustra los antisemitas le consideran ini­
cialmente como uno de los suyos.
Bernhard Förster Más información sobre él, el antisemitismo de la época, su
matrimonio, la expedición al Paraguay, en E. Podach: Gestalten um Nietzsche,
125-176.
Resa von Schirnhofer Resa von Schirnhofer: Vom Menschen Nietzsche, Zs. f.
philos. Forschg. 22,1968,248-260 y 441-458. R esavon Schirnhofer pertenecía al
círculo: «entre ella y la señorita Salomé parece hacer una admiración mutua; es
también muy íntima con la condesa Dönhoff y su madre, naturalmente también
con M alwida» (Nietzsche a Overbeck, 7.4.1884). L a condesa D önhoff se casó
con el conde Bülow, que después fue canciller del Imperio.
Barón von Stein Estudio a fondo sobre él en J B II, 287 sigs. y 325-336. Nietzs­
che se sintió muy ofendido cuando Stein le propuso colaborar en una enciclope­
dia sobre Wagner. En Jan z se alude a la disertación de Günther Wahnes Heinrich
von Stein und sein Verhältnis zu R. Wagner und Friedrich Nietzsche, Je n a 1926.
Además, R. Stackeiberg: The Role o f Heinrich von Stein, Nietzsche-Studien 5,
1976, págs. 178-193.
Gran política Véase el capítulo correspondiente en Jaspers: Nietzsche, 254-
289. Allí figuran las citas que siguen. También los capítulos 27 y 28 de Elisabeth
G B ( I I 2) se ocupan de la gran política.
Solución trágica y cómica Véase S.L. Gilman: Incipit parodia: The Function o f
Parody in the LyricalPoetry o fF . N. Nietzsche-Studien 4, 1975, págs. 52-74.
«Marchar a l Paraguay» «M archar a Rusia» era la versión adecuada para Lou.
El deseo de desaparecer totalmente del escenario respondía a este proyecto.
Bestia rubia D . Brennecke: Die blonde Bestie, Vom Missverständnis eines Sch­
lagworts, Nietzsche-Studien 5, 1976, págs. 113-145. El autor intenta demostrar
que el adjetivo «rub io» no alude a los alemanes, sino al león, animal de presa pre­
dilecto de Nietzsche (junto al tigre), y a los bárbaros de la antigüedad.
Hippolyte Taine Nietzsche se refiere a él en la carta a Overbeck, recibida el
29.10.1986. L a obra fundamental sobre la incidencia de Nietzsche en Francia es
la de Geneviève Bianqui, Nietzsche en France, París 1929. Véase también Beatrix
Blundau: Frankreich im Werk Nietzsches, Geschichte und Kritik der Einflussthese,
Bonn 1979. En todas las exposiciones se trata insuficientemente el hecho biográ­
fico de su larga estancia en Niza y, en sentido general, en Francia.
Canción de las hijas del desierto Véase C. A. Miller: Nietzsches «Daughters o f
the Desert»: A Reconsideraron. Nietzsche-Studien 2 ,1973, págs. 157-195. En in­
terés de la leyenda sagrada de Elisabeth (G B I I 2 ,5 3 8 ) el poem a debía responder
en lo posible a un motivo inocente: era una de las poesías de Freiligrath («E l des­
pertador en el desierto»), que según parece compraron en Zurich para animarse
APÉNDICE [8 5 7 ]

y divertirse. Una interpretación filosófica de altos vuelos se puede encontrar en


K. H . Volkmann-Schluck: Leben und Denken, Interpretationen zur Philosophie
Nietzsches, Frankfurt 1968.
Sadomasoquismo Sobre el sadom asoquismo en la literatura, M ario Praz: Lie­
be, Tod und Teufel, die Schwarze Romantik, Munich 1963; ibíd. sobre Swinbur-
ne, págs. 153 sigs., 268 sigs.
«Dominio en la mujer» Citado según G B II 2, 562, en el capítulo «M ujer,
amor y matrimonio». Ibíd., 506 sig., también el relato de Elisabeth sobre cómo
surgió la cita del látigo (evidentemente, de manera inocente y graciosa como todo
lo que ella aporta al tema).
Opereta vienesa «D e E l barón gitano de Strauss: M e alejé con asco y de prisa
de las dos formas del carácter alemán, la animal y la sentimental...», en carta a
Gast, 27.9.1988.
Helene Druscowicz En relación con J N II, 352 sigs., Jan z se pregunta si, a la
vista de su escasa importancia, merece la pena realizar una investigación especial.
En cualquier caso sería interesante saber cómo se produjo la ruptura de una rela­
ción tan rápidamente establecida y qué la llevó a polemizar abiertamente con
Nietzsche en 1886. Véase también su juicio sobre Nietzsche ¿n JN III, 290 sig.
Freud sobre el sadismo En: Sexualleben, Studienausgabe V, Frankfurt 1972,
pág. 67 sig.
Censura «Q ue de ahí pueden surgir para mí, en un abrir y cerrar de ojos, todo
tipo de peligros corporales, la cárcel y similares...» Carta a Óverbeck, 21.5.1984.
Modo operativo de Nietzsche Karl Schlechta en: Philologischer Nachbericht,
W erkelll, 1400.
Voluntad de poder Redacción fechada (verano 1886) en CMW VIII 1, 107,
otro título contemplado con fecha de 17.3.1887, ibíd. 326. Sobre el plan y sus re­
sultados, Schlechta en el apéndice de su edición de la obra, 1393 sigs.
H im m ler}. Ackermann: Himmler als Ideologe, Göttingen 1970,111.
Ascensión turinesa E l estudio más concienzudo sobre el último período de la
vida de Nietzsche, en especial en relación con los acontecimientos locales de T u ­
rin, es el de A. Verrecchia: La catástrofe di Nietzsche a Torino, Turin 1978.
Napoleón CM W VIII 1, 227, V m 2 ,3 6 .
E l conquistador-artista, endiosamiento G B I I 2, 695 sig.; CMW V I I I 2, 7.
Catástrofe europea CMW III 2, 431.
Alma von Bartels Suplemento del Augsburger Allgemeine del 5 de enero de
1901; citado en Bernoulli II, 5.
Julius Kaftan Deutsche Rundschau, noviembre 1905; citado en Bernoulli II, 9 sig.
Usos alimentarios Durisch en Bernoulli II, 9; una larga carta sobre el tema en
Janz: Die Briefe Friedrich Nietzsches, 97.
Verdi En: Die Briefe Peter Gasts an Friedrich Nietzsche, Munich 1923, II, 295.
« Carmen» H. Daffner: Friedrich Nietzsches Randglossen zu Bizets Carmen.
Deutsche Musikbücher, Regensburg 1912. «Carm en», africana: CM W VIII 2,
265 sig.
Hillebrand en Bernoulli II, 487.
Dinamita El artículo de Widmann reproducido en J N III, 257-264.
Nietzsche y los judíos Abundantísimo material recogido en la obra de C. von
Westernhagen: Nietzsche, Juden, Antijuden, Weimar 1936; Westernhagen elogia
[8 5 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

a Nietzsche por su posición respecto de la limpieza de la raza, pero le reprocha su


silencio en la cuestión de la raza, Nietzsche sobre los judíos: M ás allá del bien y
del mal, 251, La gaya ciencia, 361, E l Anticristo, 60, CM W V I I I 4 ,4 5 6 .
Widmann y A venariusJN III, 282 y 305.
Cristianismo primitivo - Nuevo Testamento - Jesucristo CM W V I I I 3,245-247,
V I I I 3 ,2 9 .
Dostoievski L eo Schestow: Dostojewski und Nietzsche. Philosophie der Tragö­
die, Berlin 1928; Walter Schubart: Dostojewski und Nietzsche, Lucerna 1939.
Nietzsche conoció la obra de Dostoievski en versión francesa. Probablemente de
él tom ó el término «idiota» para el tonto puro, que luego aplicó al mismo Je su ­
cristo. También procede de Dostoievski la autoidentificación con el delincuente
en la carta que escribe a Burckhardt cuando ya está loco.
Autoelogio en el «Ecce homo» Un atenuante de la «ridicula» presunción: en
realidad Nietzsche había previsto que Ecce homo fuera una sátira y, más concre­
tamente, una sátira en la antigua forma menipea; sobre el tema E. Podach, Wer­
ke des Zusammenbruchs, 204 sigs.
Confusión en torno a los manuscritos Tratada con detalle en Podach, en la in­
troducción a Ecce home, E l Anticristo y los Ditirambos de Dionisos. Para Ecce
homo, 182 sigs.
Guillermo II en Italia Verrecchia, Catástrofe, 112.
Cartas de loco Las cartas y los esbozos citados a continuación han sido publi­
cados por M. Montinari como pruebas de la futura edición en Nietzsche-Studien
4 ,1 975, 379 sigs. Borrador a Brandes 401.
Declaración de guerra, Dedicatoria CMW V III3 ,4 5 7 ; Podach, Werke des Zus-
sammenbruchs 167 sigs.
Dinastía de Saboya Verrecchia es quien ha tratado el tema más profunda y ri­
gurosamente, en Catástrofe 119 sigs.
Carta a G ast Nietzsche-Studien 4, 403; segunda versión de Ecce homo,
Nietzsche-Studien 1,380.
Dionisos-Ariadna Karl Reinhardt, Nietzsches «Klage der Ariadne» en: Von
Werken und Formen, 1948.
E l caballo abrazado Verrecchia, Catástrofe, 206 sigs., ha investigado la anécdota.
Mensajes de loco H asta ahora no han sido dados a conocer en su contexto.
Textos o facsímiles en Podach, Werke des Zusammenbruchs, en el apéndice, en
Schlechta, III, 1349, en Bäumler, Nietzsche in seinen Briefen, 517 sigs.
L a locura de Nietzsche Exposiciones integrales en C.P. Janz: Biographie, HI,
49-226; además en E. Podach: Nietzsches Zusammenbruch, H eidelberg 1930, y en
A. Verrecchia, Catástrofe 146-284.
Dictamen del médico Bettmann Ahora en Janz, III. 308.
Diarios de enfermos E. Podach: Nietzsches Abschied von Basel 1889; Nietzs­
ches Krankengeschichte. Medizinische Welt 4,1930.
Cartas de la madre E. Podach (comp.): Der kranke Nietzsche. Briefe seiner
Mutter an Franz Overbeck, Viena 1937. En las notas, otros muchos testimonios,
en especial las cartas de G ast y las declaraciones de visitantes.
Literatura sobre la enfermedad y la locura Rudolf Steiner: Die Philosophie F.
Nietzsches als psychopathologische Problem. Wiener Klinische Rundschau, 14,
1900; P.C. Bjerre.
APÉNDICE [8 5 9 ]

Insanity and Genius. G öteborg 1903 ; P J . Möbius: Über das Pathologische bei
Nietzsche. W iesbaden 1902; B. Saaler: Über die Krankheit Nietzsches, Z. f. Se-
xualw. 4,1918; C. Moxon: The Development o f Libido in Friedrich Nietzsche. Psy-
choanal. Review 10, 1923; K. Hildebrandt: Der Beginn von Nietzsches Geistes­
krankheit. Z. f. Neurol. 89, 1924; C.E. Benda: Nietzsches Krankheit. Mschr. f.
Psychiatr. und Neurol. 60, 1926; W. Lange-Eichbaum: Nietzsche als psychiatris­
ches Problem. Dt. med. Wschr. 56, 1930; ibid.: Nietzsche, Krankheit und Wir­
kung. H am burgo 1947; E. Podach: Die Krankheit Nietzsches. Dt. Ärzteblatt 61,
1964; C. E. Benda: Über die Krankheit Friedrich Nietzsches. Med. Welt 17,1965;
K. Kolle: Nietzsche. Krankheit und Werk. Bibliotheca Psychiatrica et Neurologi-
ca, 127,1965.
I ndice de nombres

Arnim, Bettina von, 28,33 sig., 464, 853, Sección de ilustraciones


Brambach, Kaspar Joseph, 113,128,344
Bach, Johann Sebastian, 49,378, 421 Brandes, Georg, 200, 769, 779 sigs.
Bahnsen, Julius, 183 Breiting, Karl, 618
Bartels, Alma von, 673 Brenner, Albert, 221, 449, 478, 480, 496,
Barth, Karl, 256 499 sig., 506 sigs.,
Baudelaire, Charles, 679, 690, 769, 812 Brevem, Claudine von, 516
Baumgartner, Adolf, 258, 445, 449, Sec­ Brockhaus (-Wagner), Doris, 191
ción de ilustraciones Bülow, Cosima von (véase Wagner, Cosima)
Baumgartner, Marie, 258, 415, 438, 450 Bülow, Hans von, 187, 311, 313, 344 sigs.,
sigs., 501 sig., 516, 545, 553, 562 sigs., 420, 422, 428, 436 sig., 581, 769, 778,
Sección de ilustraciones 851, Sección de ilustraciones
Bebel, August, 162 sigs., 385 Burckhardt, Jacob, 24, 155, 209, 221 sigs,,
Beethoven, Ludwig van, 48 sig., 64, 112, 235 sigs., 259, 285, 311, 319, 333 sigs.,
114, 179, 188, 226, 241, 275, 293, 306 343 sigs., 369 sigs., 449 sigs., 480, 509,
sigs., 346, 350, 378, 380, 384, 394, 495, 522, 529, 550, 585, 604, 617, 772, 778,
519,615 803 , 808 sig., 814 sigs., 851
Benn, Gottfried, 37 Burckhardt, Paul, 220
Bernoulli, Carl Albrecht, 13 sig., 256 sig., Byron, Lord George Gordon Noel, 51,71
839 sigs., 77, 122, 131, 186, 318, 350 sig.,
Bettmann, Leopold, 823, 827 471,568,580,624
Biedermann, Alois Emanuel, 633 sig.
Calderón de la Barca, Pedro, 509,543
Biedermann, Karl, 162,167 sigs.
Carlo Alberto, rey de Italia, 807
Bismarck, Otto von, 117, 122, 158 sigs.,
Cicerón, 418, 853
183 , 245, 269, 271, 275, 318 sig., 335,
Colli, Giorgio, 15,758, 873
358,382,419,442,549,725, 805 sig.
Conrad, Michael Georg, 718
Bizet, Georges, 154, 620,772,774,780,794
Conradi, Hermann, 364,718
Blunck, Richard, 14, 839
Borgia, César, 799
Chamberlain, Houston Stewart, 274
Boscovich, R.J., 653
Chamfort, 340
Brahms, Johannes, 226, 350, 420 sig., 425
[8 62] FRIEDRICH NIETZSCHE

d’Albert, Eugène, 769 George, Stefan, 239


Daechsel, Bernhard, 60, 166 Gersdorff, Carl von, 44,114, 119, 123,127,
Dante Alighieri, 569, 716, 761 140, 146 sigs., 159 sigs., 176 sigs., 179
Darwin, Charles, 165 , 378, 395 sig., 431, sigs., 187, 201, 210, 212, 238, 241 sigs.,
517,547 261, 265, 270 sig., 278 sigs., 293, 301,
Dehmel, Richard, 718 309 sigs., 312, 321 sigs., 338 sigs., 352
Deiters, Hermann, 114,128 sigs., 371, 382, 394, 403, 410 sigs., 440
Deussen, Paul, 41, 47, 58, 63, 70, 82, 104 sigs., 505, 534 sig., 562, 589 sig., 619-
sigs., 120, 123 sigs., 138, 142 sigs., 145, 621, 670, 849, Sección de ilustraciones
158, 173, 182, 203, 212, 224, 226, 238 Gfrörer, August Friedrich, 441 sig., 444
sigs,, 300, 312, 323, 339, 449, 674, 723, Gillot, Hendrik, 631 sigs., 659
748, 763,802,849 Goethe, Johann Wolfgang, 28, 35, 38, 45,
Dindorf, Wilhelm, 134,141,228 55,74, 79, 86 sig., 91, 101, 130 sig., 150,
Diodati, Gräfin, 318 183, 205, 231 sig., 259, 268, 277 sigs.,
Diogenes Laercio, 15, 133, 138, 141,202 292, 294, 319, 323, 361, 378, 394, 406,
Dostoievski, Fedor M., 799, 858 412, 418, 436, 469, 480, 492, 513, 568,
Druscowicz, Helene, 750 sigs., 857 588, 592, 595 sigs., 624 sig., 628, 651,
Dühring, Eugen, 183,465 sig,, 753 660,782,824 sig.
Durisch (burgomaestre de Sils), 764 sig. Granier, Raimund, 50, 73 sig.
Gudden, Bernhard von, 116
Ehlert, Louis, 188 Guerrieri-Gonzaga, Emma, 369, 386 sigs.,
Eichhorn, Johann Albrecht Friedrich, 33 416, 436,449
sig. Guillermo II, Kaiser, 318, 717, 803, 806,
Eiser, Otto (Dr. med,), 524 sigs., 543, 549, 859
582,854 Gutjahr, Oscar, 91 sig.
Engels, Friedrich, 28, 30,42,104, 164 Gutzkow, Karl, 181,190
Epicuro, 568, 570,588,710
Ermanarico, 49 sig. Hahn, Christoph Friedrich, 15,36
Eucken, Rudolf, 286 Halévy, Daniel, 14,154
ÈversvFranz, 718 Halévy, Ludovic, 14
Eyffert, Max, 115,118 Hanslick, Eduard, 190
Harnack, Adolf von, 256
Federico II (Hohenstaufen), 704 Haym, Rudolf, 175,179,278
Federico Guillermo IV, rey de Prusia, 19 Heckel, Emil, 357 sigs., 529
sigs., 92, 801, 829 Hegar, Friedrich, 420
Feuerbach, Ludwig, 696 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 126,137,
Fino, Davide, 792, 807 sig., 821 sigs. 177,180
Fischer-Dieskau, Dietrich, 274,428 Heidegger, Martin, 11
Fontane, Theodor, 554 Heine, Heinrich, 52, 73 sig., 83, 131, 142,
Förster, Bernhard, 35 sig., 93, 507 , 522, 154,185,385,780
656,724 sig., 739,765, 856 Heràclito, 401 sig.
Frantz, Constantin, 548 Herder, Johann Gottfried, 400
Frauenstädt, Julius, 181, 183 Heusler, Andreas, 213, 802
Freud, Sigmund, 91, 396, 522, 555, 617, Heusler, familia, 213, 225,233
653, 663 sig., 755 Hillebrand, Karl, 385, 392, 406, 416, 426,
Freytag, Gustav, 161,189 sig., 335,492,628 436 sig., 529
Fritzsch, 410, 749, 769, 802 Hoffmann, E.T.A., 52, 267 sig., 282,301
Fuchs, Carl, 409, 454 sig,, 476, 549, 784, Hofmannsthal, Hugo von, 718
806, 811 sif Hölderlin, Friedrich, 52, 77, 96, 231 sig.,
292,460 sig., 478, 580, 624, 737, 824
Gast, Peter (véase Köselitz) Homero, 134,139,275,282,287,294,296,
Genelli, Bonaventura, 304,308, 850 306,321 sigs., 370,375,568,572,624
ÍNDICE DE NOMBRES [8 6 3 ]

Homeffer, August y Ernst, 13, 685,757 Longfellow, Henry, 471 sigs.


Howald, Ernst, 139 Lope de Vega, 509
Hüffer, Franz, 151 sig. Luis II, rey de Baviera, 491,774
Lutero, Martin, 548,580,656,715 sig., 752
Immermann, Hermann (Prof. Dr. med.),
52,312 Maquiavelo, 80
Mann, Thomas, 89, 110 sigs.
Jahn, Otto, 31, 102, 112 sigs., 118, 125
Martin, Alfred von, 333, 337, 851
sigs., 136 sig., 189 sig., 195,228, 322
Marx, Karl, 28,114, 117, 163 sigs., 617
Janz, Curt Paul, 14, 242, 347, 578, 840,
Mendelssohn, 49, 166, 186 sigs., 247, 423,
848, 849
469
Jaspers, Karl, 14,413,579, 832, 840
Metterhausen, Wilhelm, 125, 127
Jesús, 313, 378, 582, 585, 599, 606, 694,
Meyer, Conrad Ferdinand, 272, 704
705, 789, 818 N
Meyer, Guido, 41, 73
Joukowsky, Paul von, 656
Meysenburg, Malwida von, 258, 346 sigs.,
Kaftan, Julius, 764 374 sig., 404, 415 sigs., 439 sigs., 499
Kant, Immanuel, 126, 144, 150 sig., 176 sigs., 513 sigs., 535, 547 sigs., 562 sigs,,
sigs., 202, 254, 286, 371, 378, 395, 398, 580 sigs., 627 sigs., 702 sig., 728 sig., 767,
436, 445,554, 605, 632, 755, 761 783,796, 799
Kaufmann, Walter, 14 Miaskowski, Ina von, 225
Kelterborn, Louis, 229 sig., 449,564 Möbius, Paul Julius, 91 sigs., 756, 759
Keller, Gottfried, 235, 377,625, 628,704 Monod, Gabriel, 450, 487,488,557,672
Kinkel, Gottfried, 102, 163, 221, 634 Monod, Olga, 352,506, 508,509
Kirchner (rector de Schulpforta), 57, 59 Montaigne, Michel, 340,568,571
Klemm, Susanne, 167 Montinari, Mazzino, 15,25,578, 758, 808,
Kohl, Otto, 152,202,205 810,813,837
Kolle, Kurt, 832 Moretto da Brescia, 352 sigs.
Köselitz, Heinrich (=PeterGast), 13,23 sigs., Morgenstern, Christian, 718
38 sig., 193, 199,226, 258,348, 422, 427, Mosengel, Adolf, 258, 263 sigs.
449, 480 sig., 501, 504 sig., 521 sigs., 538 Mozart, Johann Wolfgang Amadeus, 49,
sigs., 561 sigs., 581 sigs., 627 sig., 643,651 72, 114, 118, 186, 189, 250, 293, 423,
sigs., 725 sigs., 759 sigs., 772, 822, 824, 481,494,581,596
831, 835, 855, Sección de ilustraciones Mushacke, Hermann, 123, 130 sig., 136,
Krug, Gustav, 60, 63 sigs., 185, 236, 241, 146 sigs., 161,176,179, 199,238
249, 258, 345 sigs., 351 sig., 359, 414,
437,469, 769,812 Napoleón III, 117,152,267,421
Krüger, Gustav, 80, 205,525 Napoleón Bonaparte, 34,39,729 sig., 761 sig.
Nielsen, Rosalie, 363 sigs., 621, 852
La Bruyère, Je an de, 340 Nietzsche, Elisabeth, 13 sig., 24 sig., 30
La Rochefoucauld, François, 340 sigs., 44 sigs., 73, 81 sigs., 90 sigs., 107
Lagarde, Paul de, 257, 549 sig. sig., 167, 174, 193, 198, 210 sig., 220
Langbehn, Julius, 24, 830 sigs., 236, 261 sigs., 273 sigs., 295 sigs.,
Lange, Friedrich Albert, 144, 151,179,202 313, 327, 336, 352 sigs., 378, 400, 411
Lange-Eichbaum, Wilhelm, 832 sigs., 424, 442 sigs., 503 sigs., 514 sigs.,
Lanzky, Paul, 711 sig., 714, 726, 740, 856 518, 540 sigs., 561-563, 577 sig., 591
Lasalle, Ferdinand, 117,162 sigs. sigs., 638, 641, 645 , 652 sigs., 694, 708
Laube, Heinrich, 170, 191 sigs., 724 sigs., 739 sig., 750 sigs., 765,
Lessing, Gotthold Ephraim, 147, 187, 378 768,793,810,822,831,835 sig., 838 sig.,
Lichtenberg, Georg Christoph, 147,442 Sección de ilustraciones
Lipiner, Siegfried, 549, 550,552,559, 699 Nietzsche, Franziska, 30, 36 sigs., 45, 60,
Liszt, Franz, 49 sig., 154,186 sig., 194,245, 94, 299, 515, 583, 681, 810, 829 sigs.,
275, 311, 313,349, 367, 420,423,495 833, Sección de ilustraciones
[8 6 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE

Nietzsche, Karl Ludwig, 19 sigs., 28 sigs., Rohde, Erwin, 137, 141, 148,151 sigs., 164
37 sigs., 93, 452-453, 580, 843, Sección sigs., 183, 187, 191 sigs., 199 sigs., 209
de ilustraciones sigs., 224 sig., 236 sigs., 259 sigs.. 276
Nietzsche, Rosalie, 30, 36, 39, 56, 60,102, sigs., 303 sig., 307 sigs., 337 sigs., 351
104,111,265 sigs., 374, 387, 392, 403, 406, 411 sigs.,
444 sigs., 454 sigs., 505, 518-521, 544
Oehler, Adalbert, 36 sig., 44,90,92 sigs., 410 sigs., 562, 570, 598, 617, 653 sig., 682,
Oehler, Max, 94 715, 723, 751, 767, 780, 790 sig., 825,
Oehler, Ricard, 94 849, Sección de ilustraciones
Oehler, familia, 518,568 Rohr, Bertha, 518
Offenbach, Jacques, 14,153 sigs., 168 sigs., Romundt, Heinrích, 170, 205, 238, 243,
205,517,780,794 255, 258, 269, 411 sig., 444 sigs., 474,
Ortlepp, Ernst, 86 621, 670
Ott, Louise, 155 , 258, 493 sig., 516, 541, Rothpletz (-Overbeck), Ida, 225 sig., 235,
551,672 258, 646 sig., 653, 666
Overbeck, Franz, 13, 24,197, 225 sig., 242
sigs., 311, 323, 326, 337, 364 sig., 379, Salín, Edgar, 333,337
381, 410 sigs., 440 sigs., 502, 521 sig., Salís-Marschlins, Meta von, 69,764
524, 533, 540, 546 sigs., 562 sigs., 580 Salomé, Gustav, 630
sigs., 627 sigs., 685 sigs., 723 sigs., 759 Salomé, Lou, 13, 155, 242, 258, 472, 474,
sigs., 806, 822 sigs., 835, 849 481, 541, 577 sig., 591, 594 , 627 sigs.,
Overbeck, Ida (véase Rothpletz) 685 , 686, 694 sigs., 729 sigs., 744, 749,
751, 780, 825, 839, 855. Seccióp de ilus­
iPahlen, Isabella von der, 516 sig. traciones
/Paul, Jean, 52 Schaarschmidt, Cari, 114,120,126
i Pfeiffer, Ernst, 642 Scheffler, Ludwig von, 230 sig., 456, 492,
' Piccard, Julius, 223 855
Pinder, Wilhelm, 31, 41, 60, 64 sigs., 75, Schelling, Friedrich Wilhelm, 28,177,205,
77 , 83,118, 152, 236, 241, 248 sig., 258, 286,315
410,414,417,437,630 Schiller, Friedrich, 74, 183, 231, 279, 290,
Platon, 66, 126, 143, 176, 254, 282, 287 292, 319, 389, 394, 406, 418, 534, 683,
sig., 294, 306, 375 sig., 517, 523, 568, 782,786
605,676 Schirnhofer, Resa von, 729 sigs., 772, 791,
Podach, Erich F., 93 856
Porges, Heinrich, 534, 548, 559 Schlechta, Karl, 394, 457, 755 sig., 758,
836, 842
Quinot, Armand, 837 Schmeitzner, Ernst, 435, 458, 466, 481
sigs., 487, 502, 528 sig., 533, 535, 539,
Raabe, Hedwig, 166,556 541 sig., 544 sigs., 563 sigs., 598, 625,
Redtel, Anna, 73, 81 sig., 107,414, 658 646, 700, 714, 724, 743, 802, 856
Rée, Paul, 465 sig., 477 sig., 485, 492 sigs., Schopenhauer, Arthur, 13, 47-48, 91, 94,
499 sigs., 514, 518, 539 sigs., 562 sigs., 126, 141, 147 sigs, 169, 173 sigs, 185
580 sigs., 627 sigs., 705 sigs.., 748, 780 sigs, 199, 202 sigs, 233, 237 sigs, 276,
sig., 781, 825 278, 286, 316, 320, 335, 341, 350, 371,
Riedel, Carl, 358, 669 sig. 374, 386, 395, 398, 427 sigs, 437, 441,
Ritschl, Friedrich, 102, 112, 125 sigs., 130 443, 450, 457, 463 sigs, 504, 509, 539,
sigs., 145 sigs., 170,189,193,209 sigs.,213 554, 568, 632, 690, 692, 709, 746, 755,
sigs., 222 sigs., 228,232,237 sigs., 259,311 771 sig , 800, Sección de ilustraciones
sigs., 370 sig., 385, Sección de ilustraciones Schron, Otto von (Dr. med.), 508, 518,
Ritschl, Sophie, 136,166,171,187,191 sigs., 525,531
222,258,260,315,341,396,415, 781 Schubert, Franz, 49, 188,225,581
Rodenberg, Julius, 791 Schumann, 7 2 ,113,166,380,423,568
Í N D I C E DE NO M BR E S [8 6 5 ]

Schumann, Robert, 48 sigs., 72, 81, 110 sigs., 225, 233, 260 sigs., 380, 411, 441,
sigs., 166, 185 sigs., 346, 349 sigs., 380, 848
420,423,427,568,771 Vogel, Martin, 850
Schuré, Edouard, 436,487 sig., 493,495 Volkmann, Dietrich, 70-71, 81,211,238
Senger, Hugo von, 468 sigs., 492,517,566 Voltaire, 378,451,471, 509,533,540,542,
Seydlitz, Reinhart von, 258, 493, 505 sigs., 545, 551,557,632,774, 814, 818
516, 520 (los), 539, 542, 550-552, 738. Vollmann, Rolf, 841
744
Shakespeare, William, 71, 86, 275 , 321, Wagner, Cosima, 15 , 62, 194, 225, 239,
471,509,534,656,716, 814 sig. 247, 257 sig., 260 sigs., sigs., 274, 292
Shelley, Percy Bysshe, 71,471, 751 sigs., 306 sigs., 333 sigs., 344 sigs., 371
Socrates, 230, 294 sig., 303 , 306 sig., 325, sigs., 394 sigs., 414 sigs., 439 sigs., 500
569, 786 sigs,, 515, 525 sigs., 540 sigs., 591 sigs.,
Spielhagen, Friedrich, 182 sig., 492 652-654, 660, 698 sigs., 733, 749, 751,
Spir, Afrikan, 653 812 sigs., 825, 850, Sección de ilustracio­
Springer, Anton, 103 sig., 114, 125 sigs. nes
Stein, Heinrich von, 258,655 sig., 672,733, Wagner, Richard, 3 3,39,48 sig., 62, 74,85,
736, 856-857 88, 134, 144, 154, 157, 162, 168 sigs.,
Stóckert, Georg, 73,106,270 173 sigs., 185 sigs., 205 sig., 223 sigs.,
Storm, Theodor, 704 233, 239 sigs:, 259 sigs., 273 sigs., 291
Strauss, David Friedrich, 65,226,255,335, sigs., 306 sigs., 334 sigs., 369 sigs., 294
362, 370, 377 sigs., 441, 631, 852, Sec­ sigs., 409 sigs., 439 sigs., 499 sigs., 518
ción de ilustraciones sigs., 537 sigs., 567 sigs., 581, 591 sigs.,
Strauss, Johann, 752 634, 650, 654 sigs., 698 sigs., 724 sigs.,
Strindberg, August, 93, 780, 782, 802, 805 768 sigs., 824 sig., 847, 853
sig., 811 Wagner, Siegfried, 269 sigs.
Suppé, Franz von, 770 Weber (Escuela Privada de Naumburg), 55
Swinburne, Algernon Charles, 750 sig. Widmann, J.V., 779,785
Wiel, Josef, 413,452 sig., 456
Taine, Hippolyte, 744, 761, 767, 774, 780, Wiesike, Cari Ferdinand, 180 sig.
857 Wilamowitz-Moellendorff, Ulrich von,
Teognis, 131,138,141,147 139, 245, 305, 310, 320 sigs., 348, 397,
Trampedach, Mathilde, 471 sigs., 516,518, 738, 851
541, 566, 853, Sección de ilustraciones Wolzogen, Hans von, 495, 525, 528 sigs.,
Trampedach, hermanas, 471 5 3 7 ,5 4 3 ,547,550,553,559,654
Turguéniev, Iván, 639
Vauvenargues, Luc de, 340 Zamcke, Friedrich, 134, 138, 199,238,316
Verdi, Giuseppe, 772 sig.
Virchow, Rudolf, 334 Ziehen, TheodoT, 827
Vischer-Bilfinger, Wilhelm, 213 sigs., 224 Zimmermann, August, 92, 96

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