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N ietzsche
E l águila angustiada
TESTIMONIOS
Títulos publicados:
1. P. Gay,
Freud. U na vida de nuestro tiempo
2. W. Reich,
Pasión de juventud. U na autobiografía, 1 8 9 7 -1 9 2 2
3. P. Grosskurth,
M elanie Klein. Su m undo y su obra
4. J. Torres-García,
H istoria de m i vida
5. L. Schifano,
Luchino Visconti. E l ju ego de la pasión
6. A. Marx,
M i vida con Groucho. Un m ito visto p o r su hijo
7. R. M. Utley,
Billy el N iño. U na vida breve y violenta
8. G.Wehr,
C ari G ustav Jun g. Su vida, su obra, su influencia
9. D. McNally,
Jack Kerouac. Am érica y la generación beat.
10. A. Revkin,
Chico Mendes.
Su lucha y su m uerte p o r la defensa de la selva am azónica
11. R. Schickel,
M arion Brando. L a biografía
12. S. Keegan,
A lm a M ahler. L a novia d el viento
13. D. Dewey,
M arcello M astroianni. U na biografía in tim a
14. A. Gold y R. Fizdale,
L a d ivin a Sarah. U na biografía de Sarah B em hardt
15. R- Baldock
P au C asais
16. W. Ross
Friedrich Nietzsche. E l ág u ila angustiada.
WERNERROSS
F riedrich
N ietzsche
^ Ediciones Paidós
Barcelona-Buenos Aires-México
Título original: Der ängstliche Adler. Friedrich Nietzsches Leben
Publicado en alemán por Kastell Verlag Gm bH, Munich
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o
procedimiento, comprendidos la reprografia y el tratamiento informático, y la distribución de
ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
ISBN: 84-493-0042-8
Depósito legal: B-29.874/1994
P r ó lo g o ............................................................................................. 11
PRIMERA PARTE
O R ÍG EN ES: NAUMBURG, PFORTA
SEGUNDA PARTE
DEVENIR: LO S AÑOS DE BONN Y LEIPZIG
TERCERA PARTE
PRO FESIÓ N: LO S PRIM ERO S AÑOS EN BASILEA
1. La vocación.................................................................................... 209
2. El profesor y los basilen ses..........................................................219
3. Amistad en el d e s i e r t o ..................................................................... 235
4. La campaña de F r a n c ia ..................................................................... 259
5. Maestro, discípulo, m a e s t r a ........................................................... 273
6. Retrato del artista en su juventud......................................................291
7. El nacimiento de la tragedia - la tragedia de un nacimiento . 305
CUARTA PARTE
GRANDEZA: LOS GRAND IOSOS TIEM PO S D E BASILEA:
1872-1873
QUINTA PARTE
LAS PENAS D E LA VERACIDAD: D ESPEDID A
D E BASILEA Y BAYREUTH
SEXTA PARTE
D ESCEN SO AL MUNDO D E LAS SOM BRAS
1. Sorren to................................................................................................499
2. Boda o alta m o n tañ a...........................................................................513
3. Humano, demasiado h u m a n o ...........................................................537
4. El sombrío invierno de N a u m b u r g ..................................... . 561
SÉPTIM A PARTE
LA ADEPTA Y E L PROFETA
OCTAVA PARTE
E L OCASO D E ZARATUSTRA
Apéndice 835
tades. En lugar de ello, se le ha clasificado con los demás y hoy en los tex
tos universitarios su nombre aparece junto al de Leibniz y Kant.
II
III
IV
Deseo dar las gracias a cuantos me han ayudado. Entre otros muchos
cito a los siguientes: el profesor Mazzino Montinari (Florencia), tras la
muerte de Giorgio Colli, editor exclusivo de las obras completas de
Nietzsche al que tenemos que agradecer un nuevo y completo conoci
miento del filósofo; el profesor Hahn y la doctora Anneliese Clauss de las
Nationalen Forschungs- und Gedenkstätten, de Weimar, bajo cuya pro
tección se encuentra el Archivo Nietzsche; el equipo de redacción res
ponsable de la temática nietzscheana de Gruyter Verlag; los profesores
Johannes Cremerius (Friburgo), Cornelio Fazio (Roma) y Paul Hübinger
(Bonn), que me han ayudado respondiendo a consultas puntuales. En los
[16] FR IED R IC H N IE T Z SC H E
E
l párroco de Rócken, cerca de Leipzig, Karl Ludwig Nietzsche no
tardó mucho en decidir cómo se debía llamar el hijo, fruto de su
matrimonio, nacido el 15 de octubre de 1844. Era el cumpleaños
del rey y las campanas tañían llamando al oficio religioso en el mismo mo
mento en que venía al mundo la criatura. El piadoso varón no podía por
menos que ver en ello una bendición. Y, en cualquier caso, octubre siem
pre le había dado suerte. Además de haber nacido un 10 de octubre, se
había casado un 10 de octubre, ahora hacía un año. Esta vez no era el día
10, pero tanto mejor, pues era el día en que Su Majestad Federico Gui
llermo IV, rey de Prusia, había venido al mundo. Al párroco se le llenaron
los ojos de lágrimas cuando anunció solemnemente: «Hijo mío, en esta
tierra te llamarás Friedrich Wilhelm [Federico Guillermo] en memoria
de mi bienhechor real, pues naciste el día de su cumpleaños». Y añadió
«Así será llamado», pues es lo que dice la Biblia de Lutero en un mo
mento felicísimo. «Crecerá y será llamado hijo del Altísimo» dijo el ar
cángel Gabriel cuando visitó a María.
[2 0 ] FR IED R IC H N IET Z SC H E
Los versos son deficientes, pero sinceros. Los patriotas sajones se ha
bían convertido en patriotas prusianos. También Nietzsche, escolar y es
tudiante universitario, será más tarde de ellos.
A decir verdad, para el pastor, que bautizó a su propio hijo, además
de la general lealtad al soberano y del amor a la patria por parte del «pue
blo honrado» había otras muchas cosas importantes. Ya su padre, todavía
sajón y llamado Friedrich August, nombre de los reyes sajones, había re
dactado, como superintendente de Eilenburg, unas A p o rtacio n es a la p ro
m oción de u n a m en talid ad razon able en torno a la religión, la educación, la s
o b ligacio n es de lo s sú b d ito s y la vid a hum an a. Las obligaciones de los súb
ditos eran algo evidente, pero había que reforzarlas con la exhortación
piadosa. Era práctica generalizada que los hijos de un pastor, tras los es
tudios teológicos (¿qué otra cosa podía estudiar el hijo de un pastor?) y
antes de que se les asignara una parroquia, se ganaran el sustento durante
algunos años como profesor particular. El hijo del superintendente tuvo
muchísima suerte: obtuvo una plaza como educador de príncipes. Por
fortuna en Turingia había un buen número de pequeñas cortes, y Karl
O R ÍG EN ES [21]
tfm •
vú s
Ó c h ilf. [Cut.-UU-J
La revolución negra-roja-dorada
mún. Sólo una frase como si quisiera terminar pronto: «Entonces, en pri
mavera y verano había mucho que hacer en el huerto, y un año y cinco
días después de la boda —el 15 de octubre de 1844— apareció nuestro
querido hijito». Punto. Como las enfermedades cerebrales no estaban
bien vistas, Elisabeth inventó la historia de la conmoción cerebral que el
padre habría sufrido al caer por una escalera. Pero ni su hermano ni su
madre asumieron la componenda. Para Friedrich Nietzsche la enferme
dad mental de su padre, junto con su prematura muerte, fue un trauma
que le persiguió como una pesadilla. Para la madre, la tremenda desgra
cia fue en todo momento un tema tabú.
Hoy sólo sabemos de la revolución de 1848 que fracasó. Para los coe
táneos fue un largo proceso que, acompañado de temores y esperanzas, se
extendió desde marzo de 1848 hasta el otoño de 1849. Con sus concesio
nes a causa de los caídos de marzo, su sincero pésame y su recorrido a ca
ballo luciendo los colores negro, rojo y dorado, el rey la desactivó, con
gran enojo de Friedrich Engels, que habría preferido con mucho un dés
pota intransigente. En junio de 1848 la multitud saqueó la Armería, pero
cuando, el 10 de noviembre, el general Wrangel ocupó Berlín, ni un solo
brazo se levantó contra él. ¿Percibió el enfermo párroco Nietzsche esta
victoria de sus buenos principios?
Si queremos comprender lo que tales hechos significaron para la gene
ración joven de entonces tenemos que situamos en su escenario. Aquella
era su historia, como la Segunda Guerra Mundial fue la nuestra. Cierta
mente, en el campo no se registró prácticamente ningún movimiento, nin
gún levantamiento de los campesinos; la revolución tuvo lugar en la ciu
dad y fue protagonizada por obreros e intelectuales. El joven Nietzsche ya
sólo se acuerda de los carruajes llenos de gente que prorrumpía en gritos
de júbilo. Pero en Naumburg la situación era tan agitada como en Berlín.
El 24 de marzo de 1848 se celebró un funeral por los caídos de Berlín. To
dos tomaron parte en el acto: el alcalde, los clérigos, los concejales, el sub-
gobemador y los representantes de la autoridad real, de Correos, de Ha
cienda y de Justicia. Desfilaron las sociedades corales y las agrupaciones
musicales, los tenderos, la agrupación de oficios y los gremios de artesanos
con sus banderas, así como cincuenta alumnos de Schulpforta. La Edad
Media desfiló en honor de la revolución, pues en la plaza del Mercado se
cantó «Nuestro Dios es una fortaleza sólida», algo que no podía molestar
a nadie. Junto a la tribuna de oradores estaba el viejo adeta Jahn, padre de
la educación física en Alemania, con lágrimas en los ojos. La oración fúne
bre fue pronunciada por Pinder, magistrado del Tribunal Supremo y pre
sidente de la «Asociación por la libertad», a la que, a pesar de su nombre,
se habían adherido los conservadores más notables.
O R ÍG E N E S [3 1 ]
Cuando los Nietzsche —la viuda, la suegra, las dos hermanas del ma
rido, la doncella y los dos niños— se mudaron a Naumburg, ésta era, se
gún Elisabeth, «una ciudad muy cristiana, conservadora y fiel al rey», que
la visitó el año 1854. Entonces renació la Edad Media en todo su viejo co
lorido, los gremios de artesanos en traje de gala se apostaron, enarbolan
do banderas, desde Jakobstor hasta Herrengasse, los niños lucieron lazos
blancos y negros. «Jubilosos agitábamos nuestras gorras y gritábamos
hasta donde nos permitían nuestras gargantas», escribe el muchacho
Nietzsche en su primera «biografía». El pueblo estaba de nuevo en movi
miento, pero esta vez con voces de hosanna, la multitud gritaba, alboro
taba y empujaba los carruajes directamente hacia la catedral. Por la no
che, iluminación y fuegos artificiales; al día siguiente por la mañana,
maniobras. Al niño de diez años le gustaron mucho las rápidas acciones,
los ataques y las retiradas.
¿Fue la revolución sólo una sombra? Alguien que participó en las lu
chas de 1849, con barricadas callejeras, la describió de una manera com
pletamente distinta; exactamente, como un gigantesco acontecimiento de
la naturleza: «Europa nos parecía un gigantesco volcán, de cuyo interior
salía un estruendo horrible, cada vez más más fuerte, y de cuyo cráter
emergían columnas de humo oscuras, tormentosas, que se elevaban hasta
el cielo y, tras sumergirlo todo en la noche, se depositaban sobre la tierra,
mientras ya algunos ríos de lava rompían la costra dura e invadían el valle
como emisarios del fuego que todo lo destruye». Así lo describió el com
bativo director de la orquesta de la corte de Dresde Richard Wagner en
un artículo anónimo publicado en el periódico V olksblatter.
Wagner pertenecía a la generación del padre de Nietzsche, pues había
nacido en 1813 como el párroco de Rócken, y más tarde asumió una fun
ción paternal con Nietzsche. Ambos, párroco y director de orquesta, veían
lo apocalíptico del acontecimiento, que, sin embargo, para los implicados
se desarrollaba de una manera relativamente moderada (Wagner también
fue condenado a muerte). Ambos veían la destrucción de un orden mun
dial («Quiero destruir el actual orden de cosas...» dice Wagner en un es
crito sobre la revolución), pero mientras a uno le producía horror, el otro
percibía el triunfo en él.
Mientras tanto, el niño Nietzsche jugaba con soldaditos de plomo.
Elisabeth ha escrito sobre ello. El personaje principal era el rey Ardilla,
pequeña figura animal de porcelana a la que Elisabeth colocó una corona
de perlas doradas. Fritz construyó un palacio y una galería de pintura con
cubos de madera para él. El rey Ardilla presenciaba el desfile de sus tro
pas desde su castillo. Por suerte, el relato de Elisabeth se puede contras
tar con un texto escrito por el muchacho cuando tenía diez u once años y
titulado U na n ueva pieza. L a in stan cia real.
Pero después la acción no es, ni mucho menos, tan pacífica. En el se-
ORÍGENES [3 3 ]
gundo acto (cada acto consta únicamente de unas cuantas frases) se oye
un estruendo. Los soldados recorren las calles, arden las casas y suenan
los tambores. Se produce una sublevación. El rey Ardilla es derribado, y
el pueblo, afortunadamente tan bueno como el de Berlín, elige como su
cesor al príncipe heredero. El rey Ardilla vuelve como mendigo y es reci
bido benévolamente por su sucesor. Este pasaje es un eco confuso de los
hechos revolucionarios, tal vez de la forzada marcha del hermano del rey,
el príncipe Guillermo, a Inglaterra. Los nombres de la pieza son produc
to de la fantasía: el príncipe heredero se llama Blücher, el hermano del rey
Dick, la hermana es la duquesa de Cambrai. ¿Y Ardilla? ¿Es realmente
sólo una figurita de porcelana? Johann Albrecht Friedrich Eichhorn fue
para el párroco Nietzsche y su devota familia un hombre muy importan
te y actual: como ministro de Instrucción Pública, fue designado por Fe
derico Guillermo IV para llevar a la práctica sus ideales políticos de un
cristianismo primitivo y a este fin dio a la Iglesia una nueva constitución
sinodal. Tan odiado era Eichhorn por los progresistas,.que, según parece,
al preguntar a la anciana Bettina cómo se encontraba, ésta, tan aguerrida
como siempre, le contestó: «Cuando le veo a usted, siempre mal». El año
1848 puso fin asimismo a la carrera de Eichhorn como ministro.
El pequeño Nietzsche estaba en el bando de los dominadores. Redac
tó un registro de penas: el que mata debe morir, pero se le puede conmu
tar la pena por la de prisión; el que ambiciona el trono y el que destruye
una casa serán decapitados. El robo se castigará con cuatro años de cár
cel. En el registro se dice asimismo con toda claridad: «Revolución, 10
años de cárcel». No debía haber revoluciones. Y como quería ser rey, te
nía que ser riguroso con los rebeldes. Pero el niño que garabateaba estas
frases en sus fantásticos relatos no sólo había nacido en el cumpleaños del
rey, sino que además había crecido con una revolución sólo momentánea
mente fracasada. En definitiva, ya no se podrá reprimir por más tiempo lo
que a partir de ahora se va a llamar siempre la «cuestión social», como
tampoco se podrán reprimir la aspiración a la unidad alemana, las exi
gencias de libertad y la necesidad de un Estado democrático.
A decir verdad, él sí reprimía: la revolución del 48 apenas si hace
acto de presencia en él. La despreció, como despreció sus consecuen
cias. A la Revolución francesa la definió como «bufonada espantosa y,
vista de cerca, innecesaria», y también como «patética y sangrienta
charlatanería», justamente lo que hacía falta para posibilitar la ascen
sión de Napoleón.
Nietzsche veía con mirada apocalíptica que era inevitable una nueva
revolución, pero como contrarrevolucionario. En Richard, W agner en B ay
reuth, con la esperanza puesta en un nuevo período cultural, escribió:
«¿Cómo detenemos la marea de la revolución, que por doquier parece
inevitable, de modo que, con lo mucho que está condenada al hundí-
[3 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Elpequeñopastor
Aún recuerdo muy bien que una vez fui con mi querido padre de
Lützen a Rocken y, en medio del camino, las campanas anunciaron
con conmovedores sones la fiesta de Pascua. Ese sonido suena nue
vamente en mí muy a menudo y la melancolía me lleva inmediata
mente hasta la lejana, querida casa paterna.
Nietzsche a los trece años en De m i vida.
Röcken era mucho más tranquilo. Nietzsche, que entonces tenía trece
años, recuerda en su autobiografía el sitio de su habitación donde acos
tumbraba a sentarse para estudiar, el huerto de árboles frutales y el prado
que había detrás de la casa, así como un jardín con arcadas y asientos,
donde pasaba sus mejores ratos. «Detrás de la valla verde había cuatro es
tanques rodeados de sauces. Mi mayor placer consistía en caminar entre
sus aguas, ver cómo los rayos del sol se reflejaban en la superficie y los ale
gres pececillos jugaban.» El poeta Gottfried Benn, hijo de un párroco, ha
descrito así su juventud en la Marca: «Allí crecí con los muchachos de la
aldea, hablaba bajo alemán, andaba descalzo hasta noviembre, estudié en
la escuela del pueblo, recibí la confirmación con los hijos de los obreros,
fui a los campos, a los prados a buscar heno, en la carreta de la cosecha,
cogí cerezas y nueces de los árboles». Nada de eso va a conocer el peque
ño y tranquilo Friedrich Wilhelm, que, a decir verdad, vive en Röcken sus
primeros cuatro años y después únicamente pasa las vacaciones en el
campo. En su caso no hay ninguna escapada al mundo, sólo huida y refu
gio junto al padre, que está sentado a su mesa escritorio o toca el piano,
medita y fantasea; a veces el niño se oculta en las arcadas del jardín, si es
que no sueña mientras camina entre los estanques. La casa está dominada
por las mujeres, defensoras de ese orden que prohíbe a los niños ensuciar
sus ropas. Allí no aparece ningún aldeano, pues al niño nacido en el cum
pleaños del rey le está reservado un destino más alto.
Cuando el joven pastor Nietzsche fue a Pobles a pedir la mano de
Fränzchen, «sus ropas negras, finísimas y brillantes, de una delicadeza
sólo conocida en la corte», despertaron la más alta admiración. Y si su
técnica improvisando al piano era superior a la piadosa y amable música
de la familia Oehler, su persona tenía algo que emanaba de lo profundo
del alma. Karl Ludwig Nietzsche, que había impartido clases a tres prin
cesas y había aprendido buenas maneras en la corte, conquistó el corazón
de Fränzchen cuando la comparó con una de ellas. En Pobles, donde fluían
la leche y la miel, la gente era pobre en ropas; el vestido de muselina rosa,
el único «bueno», se tenía que lavar y planchar después de haberlo lleva
do dos días seguidos. Karl Ludwig Nietzsche regaló a Fränzchen un ves
tido de color Orleans con dibujos grises, y por la noche Fränzchen lo co
locó entre cojines, junto a la cama, «para poderlo admirar de nuevo al
amanecer, pues me parecía una preciosidad sin igual».
Fränzchen ha descrito en un lenguaje ameno y vivo su feliz noviazgo;
después, sus cartas al hijo, ya crecido, dan una visión precisa del hogar de
la familia en Naumburg. Pero la descripción se corta súbitamente cuando
el padre pasa a ocupar la parroquia de Röcken. Aquí, la jovial muchacha
de provincia fue sometida a tutela y no tuvo más remedio que adaptarse.
La fierecilla se convirtió en la severa esposa del pastor. A los veintidós
años era la viuda de Karl Ludwig Nietzsche, pero la otra viuda Nietzsche,
[38] FRIEDRICH NIETZSCHE
C apítulo 3
Casi unafantasía
Encuentro aún aquella llave con la que puedo bajar a la tierra. Sólo
todos los niños me evitan...
Del poema Fantasía II, escrito por Nietzsche
cuando tenía nueve o diez años.
C
onocemos bastantes cosas sobre el joven Nietzsche gracias a las
anotaciones de su diario íntimo y sus cartas, cuidadosamente guar
dadas, a los recuerdos de su madre y su hermana, de compañeros
de estudios y maestros, gracias asimismo a documentos escolares y a fo
tografías. Pero conocemos pocas cosas de lo que le ocurría interiormente:
qué sentía, cómo se iba desarrollando, a quién apreciaba o a quién odia
ba. Dado que todos los testimonios que poseemos han sido arreglados o
adaptados, de una u otra manera, a cánones y convenciones, lo primero
que hay que hacer es extraer de ellos precisamente lo marginal, lo que ha
sido silenciado. Uno no sabe qué hacer, por ejemplo, con una declaración
sobre el padre como ésta: «En Rócken, con su cálida colaboración y sus
emocionados sermones se ganó el carazón de la comunidad, que tenía en
su vida personal y en la vida de su familia un modelo iluminador». Otro
[4 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Las cosas que más estimulan su fantasía son el fuego, las llamas y las
tormentas. Acerca de sus primeros poemas él mismo dice a los trece años:
«Tremendas aventuras marinas y tormentas con fuego fueron su materia
prima». Elisabeth, a quien en este punto tenemos que elogiar abierta
mente, ha conservado también esos versos. Son conmovedoramente tor
pes, los primeros pasos de un niño:
Los sueños de fuego del muchacho que crece son calmados e impul
sados por las lecturas escolares. En la clase de lengua del célebre Kobers-
tein, que había escrito una historia de la literatura alemana, conoció
Nietzsche los cantos de Edda. Aquí se encontró frente a la hoguera del
mundo y exclamó: «E l crepúsculo de los dioses, donde el sol se vuelve ne
gro, se hunde en el mar y torbellinos de fuego sacuden el árbol de mundo
que todo lo nutre y las llamas lamen el cielo, es la más grandiosa inven
ción que ha imaginado el genio del hombre, no superada en la literatura
de todos los tiempos, infinitamente audaz y temible y, sin embargo, capaz
de disolverse en armonías embrujadoras».
El muchacho aún no sabía que un compositor rebelde llamado Wagner,
cuya fama acababa de llegar hasta Schulpforta, en la misma época trataba
de convertir un crepúsculo de los dioses similar en embriagadora música.
Cuando el muchacho hablaba de algo «capaz de disolverse en armo
nías embrujadoras» lo entendía de manera absolutamente literal. No sólo
soñaba y escribía versos, sino que también componía. La música era, en
tre sus aficiones y pasiones, la más fuerte, y tenemos que echar una mira
da a los inicios de lo que con más fuerza le atenazó hasta la época de su
locura: improvisar al piano dejándose llevar de la fantasía, con el intento
de plasmar por escrito lo así descubierto y oído.
En la época romántica improvisar al piano figuraba, como juego ge
nial, junto al severo ejercicio escolar de componer en el escritorio. Des
de la sonata C laro de lu n a de Beethoven hasta las fa n ta s ía s de Schumann
se desplegaba la idea de componer, que en cierto modo encontraba su
inspiración a partir del momento mismo en que el pianista pulsaba las
teclas. La música era vista y descrita con el pianista al piano, la cabeza
vencida hada atrás escuchando en su interior, y los oyentes, por su par
te, sumidos en el ensueño, el recuerdo y la tristeza. Así había embelesa
do el párroco Nietzsche a la vivaz Fránzchen en Pobles y así improvisa
ba su hijo ante la familia, que escuchaba orgullosa, y los asombrados
amigos.
Un viejo sochantre de Naumburg le daba clases de piano, pero no
aprendió lo que constituye el ABC de la composición: el contrapunto.
Más tarde realizó diversos intentos en ese sentido y copió algunas cosas
de su amigo Gustav, que practicaba concienzudamente la técnica musical,
pero sus originales y poderosas dotes quedaron presas durante toda su
vida, muy a pesar suyo, en el diletantismo.
ORÍGENES [49]
De la copa de oro
Bebieron a tambor batiente
León araña y chacal
Mirad allí la cabra en la cama
Mirad la graciosa y pequeña
Zorra con vista de lince
Intento estrecharte contra mi cuerpo
Quién es el más hermoso
Aquel que lleva un chaleco de colores
O la cochinilla de humedad
Ven, mi querido y buen cuervo,
Cántame tu graznido
En seguida van a cantar todos en coro
[...] y salamandras y también pino
Junto con muchos otros bichos
Empiezan ahora a cantar balando
[5 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Frente al poeta de once años con sus sueños y sus excesos, el poeta de
1861, que ya tiene diecisiete, ha ganado decisivamente en profundidad y
altura. Pero desde las curiosas expresiones («ante mí», «aquí, ante la
puerta de la iglesia», «por gusto», «impulso del corazón») hasta las situa
ciones grotescas y las formulaciones barrocas, aquí se pone de manifiesto
el mismo ingenio lingüístico, a decir verdad junto con la tendencia a de
fenderse y atacar, a burlarse y a satirizar. Probablemente el niño, que ya se
ha burlado de su hermana (la gansa en la cama, a la que pide que hable
mejor alemán), se ríe ahora sin malicia de la curiosidad y las preocupa
ciones de la madre y se despide con un comentario festivo en «palabra e
imagen».
Al año siguiente le toca nuevamente el tumo a la hermana, a la que ya
ha introducido en su fantástico bestiario con el apodo de «Lama». En la
Navidad de 1862 escribe un soneto en cuya primera estrofa hace decir a
su hermana:
bir versos, sino que también podía insinuar que poseía armas más pode
rosas. Las cosas le salieron peor cuando, en Schulpforta, se atrevió a dar
libre curso a su agudo humor. Tuvo el atrevimiento de redactar en forma
jocosa el informe sobre una deficiencia del centro docente: «En el audi
torio las lámparas difunden una luz tan mortecina que los alumnos se
sienten tentados a utilizar su propia luz...». Esto le costó tres horas de re
clusión y quedarse sin paseo.
La experiencia le hizo más serio. Todo se pagaba con duras penas: im
provisar al piano con dolores de cabeza y estados de agotamiento, fanta
sear sobre el papel con castigos escolares y pérdida de cariño.
C apítulo 4
El convento
E
l 5 de octubre de 1858, con casi catorce años, el alumno Friedrich
Wilhelm Nietzsche fue admitido en la Escuela Regional de Pforta,
llamada comúnmente Schulpforta o simplemente Pforta. El examen
de ingreso fue duro, y así el muchacho fue inscrito en el curso más bajo, el
cuarto o «Untertertia», que acababa de terminar en el instituto catedrali
cio de Naumburg. Esto explica que terminara el bachillerato cuando ya te
nía casi veinte años; él no era una persona intrínsecamente superficial, sino
que se tuvo que ganar los primeros puestos estudiando desde la mañana
temprano hasta la noche, respaldado en su ambición por su madre y su
hermana, además de tíos y tías, que esperaban de él algo especial.
En 1854, cuando pasó del Instituto de Weber, devoto estudiante de
teología, al colegio catedralicio, Nietzsche tuvo que ponerse al día en mu
chas asignaturas, sobre todo en griego. Se levantaba a las cinco de la ma
ñana y estudiaba hasta entrada la noche, de modo que se quejaba de su
mala vista. Las tías le aconsejaban que se echara en el ojo aguardiente de
trigo. Entonces surgió la posibilidad de obtener una beca en Schulpforta,
[5 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
pero esto se tenía que preparar con mucho estudio y con clases de nata
ción. En una carta a la tía Rosalie de cuando se estaba preparando figura
esta frase conmovedora: «Ir de paseo es ahora algo completamente des
conocido para mí, pues después del baño estoy falto tanto de tiempo
como de fuerzas para ello». Aquí Nietzsche ha cometido dos faltas gra
maticales al emplear el acusativo en vez del dativo de acuerdo con una
costumbre heredada de su madre. De hecho sigue teniendo problemas
con la ortografía y la puntuación, y escribe insistentemente «paken»,
«schiken», «Charackter» y «Direcktor», mientras que términos como «zu
Hausse» y «grüsen» denuncian la inseguridad de alguien acostumbrado a
hablar y oír dialecto sajón. Frente a esos errores de principiante, el geni
tivo que sigue a «estoy falto» es casi un primor.
Así, pues, Nietzsche no se dirigió a Schulpforta en modo alguno como
triunfador, sino como un niño asustado. Un año después explicó a su ami
go Wilhelm, a modo de continuación de su biografía, cómo se había sen
tido entonces: «Los miedos de la angustiosa noche me envolvieron y ante
mí apareció, lleno de presentimientos, el futuro envuelto en velos grises.
Por primera vez me tenía que alejar de la casa de mis padres por una lar
ga, larga temporada. Me enfrentaba a peligros desconocidos; la despedi
da me había producido miedo y temblaba al pensar en mi futuro. Además
me preocupaba el inminente examen, del que me había hecho mental
mente un cuadro horrible...».
Miedo, sentido de manera dramática y descrito en términos literarios,
no sólo al examen sino también a lo nuevo y desconocido, que en este
caso se llamaba Schulpforta. Pero, curiosamente, lo que le oprimía no era
el miedo a la nueva soledad, sino lo contrario. En esto el muchacho de ca
torce años se anticipó al hombre de cuarenta años. «La idea de que a par
tir de ahora nunca podré entregarme a mis propios pensamientos, sino
que seré apartado de mis ocupaciones predilectas por mis compañeros de
clase» le torturaba. Estar solo es desde el principio el imperativo categó
rico de esa vida, y si no puede ser, al menos con pocos amigos afines.
«También, en lugar destacado, que tenga que dejar a mis queridos ami
gos», escribió el joven Nietzsche, «que tenga que pasar de un entorno
agradable a un mundo desconocido, rígido, me oprimía el pecho y a cada
minuto me sentía más asustado, de modo que cuando apareció ante mí
Pforta, creí reconocer en la escuela más una cárcel que un alm a m ater.»
La descripción de los miedos y sobresaltos desemboca de manera es
pontánea en piadosos suspiros: «Envía a tu ángel para que me conduzca
victorioso a través de todas las tribulaciones a las que me voy a enfrentar...
¡Que me ayude, Señor!». Su amigo Wilhelm, destinatario de estas líneas,
era tan religioso como el pequeño pastor. Luego, la realidad pasó a ocu
par el lugar de los miedos y se puso de manifiesto que en Pforta, «Porta
Coeli», antiguo convento de cistercienses, la vida era tan rigurosa y aseé-
ORIGENES [57]
tica como en una severa orden monacal. Los alumnos estaban au torizad os
a levantarse a partir de las 4 de la mañana, pero a las 5 era ya obligación.
«A las cinco y veinticinco se llama por primera vez a la oración y a la se
gunda vez hay que estar ya en la capilla. Aquí, antes de que llegue el
maestro, los inspectores cuidan de que haya silencio... Entonces aparece
el maestro acompañado del fámulo, y los inspectores dicen si los bancos
están completos. Entonces suena el órgano, y, después del corto preludio,
se entona un canto matutino. El maestro lee en voz alta un trozo del Nue
vo Testamento, a veces también un canto religioso, reza el padrenuestro,
y el estribillo pone punto final a la reunión.» Como es natural, antes de la
comida se bendice la mesa y se entona un canto en latín; por la noche se
reza en común, y a las nueve todos tienen que estar en la cama.
Al elemento luterano se unía el prusiano: virilidad, laboriosidad, dis
ciplina. En la memoria de 1843, el rector de Schulpforta, Kirchner, fija
como meta de la educación «inculcar una concienzuda laboriosidad»,
que «emana como de manera espontánea del espíritu viril, robusto y se
vero de la disciplina, de la limpia vida en común del Coetus a un digno fin
concreto, de la seriedad de los estudios clásicos y afines, libres de todo
contacto con las diversiones de la ciudad, y del método de esos estudios
en sí mismos». De acuerdo con el deseo del rector Kirchner los pupilos
debían llegar a ser personas completas, y en qué consistía en su opinión
ese «ser personas completas» lo expuso con toda claridad: «...que sean
instruidos en la obediencia a la ley y a la voluntad del superior, en el cum
plimiento estricto y puntual de la obligación, en el dominio de sí mismo,
en el trabajo serio, en la práctica activa de una actividad por propia elec
ción y amor a su contenido, en la profundidad y el método en los estu
dios, en la norma para distribuir el tiempo, en el tacto seguro y la cons
ciente firmeza en las relaciones con los semejantes; éstos son los frutos de
nuestra disciplina y nuestra educación».
La severa disciplina de Schulpforta fue impuesta a un muchacho
blando, soñador, pero a buen seguro no mimado. Y la aceptó de manera
sorprendente. Él sufría en silencio y exteriormente se sometía. En
Schulpforta tanto el sentido militar como el sentimiento patriótico de
sempeñaban un papel muy importante. Lo que el rector Kirchner quería
decir con «concienzuda laboriosidad» era virilidad, coraje, disciplina mi
litar. Esto se practicaba y aprendía con desfiles y cantos, formando orde
nadamente de dos o de cuatro en fondo y también levantándose tempra
no y llevando la cabeza cubierta con una gorra.
La natación formaba parte del rito de la virilidad. Nietzsche había
aprendido a nadar en Naumburg, pero ahora tenía que someterse a la
«prueba de natación» y participar en la «travesía a nado». Los apuntes
del diario correspondientes a agosto de 1859 reflejan miedo y decisión a
un mismo tiempo. El 6 de agosto escribe: «Aún no he hecho la prueba de
[58] FRIEDRICH NIETZSCHE
las horas libres para ver a su madre y su hermana, y visitar a su tío y sus
tías, así como a los notables de la ciudad, pues era un miembro bien edu
cado de la comunidad escolar y de la parentela de los Nietzsche. Cierta
mente, entonces, dadas las severas normas escolares, un alumno tenía que
portarse necesariamente bien. La amonestación y la expulsión no se ha
cían esperar mucho. Pero el alumno Nietzsche, que después será uno de
los mayores perturbadores del siglo X IX , se mantuvo siempre muy lejos de
tales medidas disciplinarias.
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mación; era una manera de pensar. Fijaba el orden jerárquico. Más tarde
Nietzsche suspiraba recordando que en Schulpforta había percibido el
tufillo de cierto desprecio de las ciencias naturales, las verdaderas, las ri
gurosas, en beneficio de la historia, de la instrucción formal, del mundo
clásico, y añadía: «¡Y nos dejábamos engañar con tanta facilidad!». Tam
bién habría podido decir: «¡Y nos gustaba que nos engañaran!». Por muy
rebeldes a la disciplina y al espíritu de la escuela que fueran los alumnos
de los cursos superiores, en Schulpforta nadie se atrevía a dudar de grie
gos y romanos. De todos modos, después del delirio griego de su época
temprana como escritor, el rebelde Nietzsche necesitó treinta años de
duda y desconfianza para llegar a escribir frases tan duras como ésta, con
tenida en E l ocaso de lo s ídolos-, «D e los griegos no se aprende». Cuando
abandonó Schulpforta estaba impregnado de griego; que fuera nombra
do profesor de filología clásica era sólo la continuación lógica de su ex
pediente académico.
C apítulo 5
L
a época escolar de Nietzsche aún no permite obtener una visión
completa de su genio. El tiempo transcurre de manera más bien
monótona; se ve que es un buen estudiante, un chico aplicado, pero
no sensacional, no un titán. No hay exceso alguno. De los primeros de
clase se dice que en general no llegan a ser nada especial «en la vida». Más
tarde, durante muchos años él mismo trató de borrar de su mente la ima
gen del primero de clase. A Meta von Salís le dijo en 1887 que en líneas
generales había sido el tercero de su clase, de acuerdo con el orden natu
ral que asigna el primer puesto al más aplicado, el segundo al que mejor
se porta y el tecero al más original. A decir verdad, cuando se le relegó al
tercer puesto a causa de las cuatro jarras de cerveza, se sintió inconsola
blemente desdichado.
En esa trayectoria escolar que discurre sosegadamente con sobresa
lientes y notables tiene lugar una ruptura súbita, una irrupción explosiva
de individualidad, voluntad, placer en la creación y fuerza creadora. Es el
tiempo en el que tiene entre diecisiete y dieciocho años. En este contexto
[70] FRIEDRICH NIETZSCHE
«Unluchary agitarse»
h- vw-
N
ietzsche vio en sueños el derrumbe del mundo. «Cuando has su
perado el examen y vas a la universidad cargado de proyectos so
bre el derrumbe del mundo», le escribió su amigo Wilhelm en
1863 con motivo de su cumpleaños. Entonces Nietzsche, que acababa de
cumplir diecinueve años, creía en el destino, en el curso férreo de la his
toria, en la ley del cambio y la caducidad, del florecer y perecer, en la caí
da de los dioses. En 1859 había proyectado junto con Wilhelm un trata
do sobre la leyenda de Prometeo y había escrito con toda la inocencia de
su corazón que se alegraba al pensar sobre todo en la parte VI, «pues en
ella el fin de Júpiter, conocido de antemano por Prometeo, es provocado
por él solo». Además cita con deleite estas palabras del drama de Esqui
lo: «Tampoco Júpiter escapará a su destino».
No se puede hacer nada contra el destino, pero podemos ser sus eje
cutores, combinar la voluntad propia con el curso del destino. Ésa es la
tarea que en un momento de suprema osadía, de salvaje sugestión, Nietzs
che ve ante sí. Y define su función como la de un reformador, un gran
[8 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Aquí, allá
Surcan el espacio relámpagos, pero la boca calla.
Acumulador de nubes, ¡oh desahuciador de corazones,
Haznos más adultos!
¿Y quién puede declarar: creo en él...?». Aún con más seguridad, el pro
pio genio, lo divino en el hombre, lo divino en él, muchacho piadoso y
obediente, sometido a la madre y a la disciplina de la escuela, que tiene
que escribir «sobre lo atractivo, formativo, educativo que hay en el estu
dio de la historia patria». Ciertamente se puede objetar que entonces,
cuando Nietzsche abandonó Pforta, esa fe no era en modo alguno una re
ligión exclusivamente suya, sino que en realidad la compartía con cientos
de miles de personas que habían recibido una enseñanza humanística,
pues era el fruto de una formación y una educación clásicas. En este sen
tido, esa religión era efectivamente su estrella guía cuando se acercó al ge
nio de Schopenhauer y también cuando se sometió al genio de Wagner.
Pero luego, una vez eliminado Wagner, quedó libre el camino hacia el
Dios desconocido y su profeta. En el Z aratu stra Nietzsche vuelve a hablar
de la «banda criminal», pero aquí se dice ya definitivamente: «En otro
tiempo el criminal de Dios era el mayor criminal, pero Dios murió y con
él murieron también esos criminales. Ser criminal en la tierra es ahora lo
más espantoso y hay que prestar más atención a las entrañas de lo inson
dable que al sentido de la tierra». Esa pasó a ser su nueva teología.
C apítulo 7
E
l relato de los años juveniles de Nietzsche debe terminar con una
primera descripción de su enfermedad, uno de los grandes temas
de su biografía. De hecho, su locura, su derrumbe definitivo, han
producido siempre tanta fascinación como sus escritos. Su altivez, y su
trágico destino, la sífilis como aderezo picante, el genio y la demencia
como inagotable tema de discusión, como prueba de la lógica más escru
pulosa o del más ciego azar: todo ello se puede manipular como se quie
ra. Y siempre aparece algo nuevo. Ejemplo de lo que decimos es el dra
mático y deprimente episodio de Esmeralda en el D octo r F au sto de
Thomas Mann.
Aquí no vamos a formular una nueva tesis ni a reforzar alguna de las
existentes, sino a exponer con la mayor precisión posible los hechos, em
pezando por los veinte años que van de 1844 a 1864. La estructura de
nuestra exposición se asienta en tres referencias básicas: primera, el padre
de Nietzsche murió de una enfermedad que entonces se diagnosticaba, al
menos en el lenguaje popular, como «reblandecimiento de los sesos»; en
[9 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
\\ An f\
' Cu~l( Vi* \HìT<
El estudiante despreocupado
A Nietzsche: por fin libre, sin tutela, sin normas sobre su manera de
vestir, sin obligación de asistir a los oficios religiosos; ya no era el
dulce «Fritz del corazón», ni tenía que soportar amargas críticas por cada
pfennig gastado; en lugar de ello, la libertad académica, que entonces aún
se mantenía, lo que ésta prometía. Así, pues, lejos de su casa, no se deci
dió por Halle y tampoco por Leipzig, sino por Bonn, sin que el consejo de
familia se opusiera a ello.
Bonn estaba lejos, tan lejos que no pudo viajar a casa, para pasar allí
las Navidades, pues habría resultado demasiado caro y molesto. Los pro
fesores de Schulpforta le habían recomendado insistentemente la mejor
universidad para el estudio de filología clásica, continuación ideal de las
tareas semiautónomas emprendidas por Nietzsche como alumno de últi
mo curso. Además, Bonn era protestante y prusiano, aunque estaba si
tuado en medio de tierra de herejes católicos. La universidad había sido
fundada en 1818 con la idea de reforzar la unión de las recién conquista
das provincias renanas a Prusia y se llamaba Universidad Renana de Fríe-
[1 0 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
drich Wilhelm en honor de este rey (y así se llama todavía hoy). En su ma
yoría, los profesores no eran naturales de la región, sino que habían llega
do del norte, del este y del sur. De entre los de mayor edad, Arndt y Dahl-
mann llegaron de Pomerania, Jahn y Niebuhr eran de Holstein, Welcker
de Hesse, Ritschl y su primo, destacado teólogo, procedían de Turingia.
La familia de los Sybel era oriunda del condado prusiano de Mark. La po
blación era mayoritariamente protestante y trataba de mantener alejados
a los «ultramontanos», los católicos, que no miraban hacia Potsdam, sino
hacia Roma. Por lo demás, no era gente de fiar como se desprendía de las
aventuras revolucionarias de Cari Schurz y el profesor Kinkel, que ahora
vivían en América como fugitivos.
Friedrich Wilhelm Nietzsche se trasladó, pues, de la nueva Prusia sa
jona a la nueva Prusia renana. Su severa tía Rosalie, responsable de todas
las cuestiones religiosas, pensaba en la salud de su alma, a la que había
que proteger. Y, así, no sólo se preocupaba de los estudios de teología del
muchacho, sino que además presionó para que éste colaborara con la
Asociación Gustav Adolf como propagador de la fe. El muchacho, que
tuvo que actuar como secretario en círculos piadosos, comunicó decep
cionado que la presencia de diez participantes en una reunión era consi
derada ya un éxito, y como remate de su estancia en Bonn redactó para la
asociación un estudio (sobre los alemanes en Norteamérica) que en nin
guna de sus frases, en ninguna de sus palabras, permite adivinar al gran
escritor futuro.
Nietzsche sólo seguía siendo un buen protestante en cuanto que le de
sagradaba el catolicismo renano. La universidad se regía por el calendario
católico, celebraba la Inmaculada Concepción e ignoraba la festividad de
la Reforma. Los jesuitas acababan de emprender una ofensiva: además de
su convento de Kreuzberg, edificaron una nueva iglesia del Sagrado Co
razón, implantaron entre los estudiantes «sodalidades marianas» que
«alentaban la difusión del catolicismo y la destrucción del protestantis
mo». Así escribió él a la tía Rosalie, siempre ávida de semejantes informes
del frente. La aversión hacia la «mojigata población católica», de la que
informó a su madre en una carta del verano de 1865, era sin duda since
ra. La procesión de Corpus Christi le molestó profundamente: todo muy
alambicado y, por lo tanto, ostentoso, a la vez que rígidamente piadoso,
viejas que gimotean y graznan, grandísimo derroche de incienso, velas de
cera y guirnaldas de flores». Corto de vista y obligado a llevar gafas,
Nietzsche no era, ni sería nunca, una persona que viviera por los ojos,
pero tanto entonces como después quería seguir viviendo en el sur. La
esencia católica siguió siendo para él «básicamente odiosa» (a Rohde, 28
de febrero de 1875).
La carta en la que se extiende en detalles sobre el despilfarro de in
cienso durante la procesión de Corpus Christi, databa, a decir verdad, del
DEVENIR [1 0 3 ]
La idea más sólida con la que Nietzsche marchó de Pforta a Bonn era
pasárselo bien. Primeramente realizó un divertido viaje por el Rhin. Con
su amigo Deussen se dirigió a Elberfeld, donde éste tenía un primo lla
mado Schnabel, y, después, a casa de los padres de Deussen en la parro
quia de Oberdreis, cerca de Neuwied.
Inmediatamente fue presa del gran mundo, tal como él lo había soña
do; el mundo de los negocios, en el que no se admiten las mezquindades.
«Después de visitar varios restaurantes el domingo por la tarde, por la no
che estuvimos hasta las 11 en casa de Ernst Schnabel, en un ambiente
muy agradable con un vino del Mosela sumamente fino, “del pastor Mo-
selken” , como le llamaba Ernst.» Nietzsche conoció a un acaudalado
hombre de negocios parisién, pariente de Deussen. «Estuvimos con él en
un hotel hasta altas horas de la noche, comimos cosas exquisitas y bebi
mos vinos de Burdeos, hablamos de sus temas predilectos, cosas religio
sas, y nos lo pasamos muy bien.» La vida transcurría plácidamente en este
Wuppertal elegante y piadoso, del que el joven Friedrich Engels había
huido para refugiarse en Inglaterra. Nietzsche descubre en las señoras de
cierta edad una preferencia por la afectación piadosa, «las jóvenes lucen
unos abriguitos muy elegantes ceñidos en el talle, á la p o lo n aise, los caba
lleros llevan color tabaco en el sombrero, los pantalones y lo demás».
Para nada tiene el muchacho una vista tan aguda como para la ciudad,
que le parece «sumamente comercial».
Nietzsche discute con una piadosa y anciana dama sobre si el teatro es
o no es obra del demonio; el padre Schnabel es un «buen comerciante,
devoto y conservador». Nietzsche tiene que asegurar a su familia que sus
compañías son siempre correctas y del agrado de Dios, por más que en
Wuppertal era obligada la amalgama hecha de sentido comercial, devo
ción prescrita y buena mesa con queso y pan negro de Westfalia. En cam
DEVENIR [1 0 5 ]
bio, del viaje por el Rhin sólo informa a casa que fue «precioso» en toda
la extensión de la palabra, y por lo tanto también caro. Deussen refiere
que él, Schnabel y Nietzsche montaron a caballo en Drachenfels y que
Nietzsche se cogía constantemente a las orejas del animal para averiguar
si su cabalgadura era un caballo o un asno. Probablemente Deussen se
equivocaba, ya que aún hoy al Drachenfels se sube en burro. El detalle ca
recería de peso si no viniera a demostrar el interés del joven Nietzsche por
las orejas grandes y pequeñas; él estaba muy ufano de las suyas, que eran
extraordinariamente pequeñas. «Tú tienes orejas pequeñas, tú tienes mis
orejas», dice Dionisos a Ariadna en el último gran canto del ditirambo de
Dionisos.
Filosofía jovial de orejas de asno. Por la noche los tres recorrieron las
calles de Kónigswinter, organizaron serenatas junto a las ventanas, Nietzs
che cantó E ein sliebch en , Schnabel pidió alojamiento para un pobre mu
chacho renano, hasta que un individuo malhumorado los ahuyentó con
amenazas e insultos. Esto era un anticipo de lo que les esperaba a los es
tudiantes en Bonn: incontables excursiones al campo, a los alrededores
de Bonn, a Kónigswinter, Heisterbach y Rolandseck, siempre de franca
chela y siempre haciendo ruido, ¡E a, ea, han llegado lo s e stu d ian tes!
Al divertido viaje por el Rhin le siguió, en Westerwald, el idilio en la
espaciosa casa parroquial de Oberdreis. Esta localidad era una extensa
parroquia, con grandes campos de cultivo y, como corona de todo ello, un
pensionado de señoritas. Al jovencito de Naumburg, en modo alguno mi
mado, las casas le parecieron «grandiosas» y vio en la vida de Oberdreis
«una extraña combinación de sencillez y lujo». Lo que más le gustó fue la
esposa del pastor, «una mujer de tal formación, delicadeza en los senti
mientos y en las palabras, de tal capacidad de trabajo que difícilmente
puede haber otra igual». Sin duda le llamó la atención la diferencia en
comparación con la mezquina y huraña vida familiar de Naumburg, la ta
cañería, la afectación de las mujeres. Hijos que en verdad impresionan,
entre ellos un constructor de máquinas, que es el que más agrada a
Nietzsche, y una hija «muy espiritual», a la que no puede negar su afecto.
Excursiones a los alrededores, con su aire fresco, de cuatro a siete horas
de camino, a veces con el pensionado, «una asociación de muchachas jó
venes, no bonitas, amables, todas las cuales parecen ser muy aplicadas».
Algunas tardes se bailaba en el prado con las muchachas; se practicaban
juegos de prendas. Según Deussen, los besos estaban prohibidos. Nietzs
che ignoraba tales detalles; si las muchachas eran feas, no había ningún
peligro.
En sus cartas a la familia, Nietzsche habla del trabajo del lino, del
mercado de ganado, del bautizo de los hijos de los campesinos; por pri
mera y última vez se implica como adulto en la vida del campo. Toma la
decisión de fijarse en todo, en las peculiaridades de la comida, de las la
[1 0 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
ríos, tontos y tercos. Todas las asociaciones lucían sus propios colores y
eran, de acuerdo con la terminología actual, «activas» (incluso la de los
«Wingolfiten», de clara obediencia evangélica, que Nietzsche cuida de no
mencionar por motivos de seguridad).
En sus recuerdos, Deussen ha hecho una descripción básicamente crí
tica de estos primeros tiempos: «En la Franconia imperaba entonces una
activa vida estudiantil, que a la menor oportunidad degeneraba en excen
tricidades... Las simplezas patrióticas tenían poco atractivo para nosotros,
como cosmopolitas; el beber sin freno, impuesto como obligación, en las
veladas de la cervecería nos repugnaba. La pedante perorata que nos lan
zaba el responsable sobre los temas más triviales nos resultaba ridicula, y
cuando, casi todos los sábados, teníamos que faltar a clase, por interesan
te que fuera la lección, para ver cómo, en un escondido granero, lejos de
la ciudad, miembros de «Franconia» y de «Alemania» se molían a golpes,
tampoco nos divertíamos».
En realidad, los sentimientos de Nietzsche eran muy otros, aunque
cabe suponer que en las cartas a su casa exageraba para así justificar su
gran alegría por haber ingresado en la asociación y participar en sus acti
vidades. En tanto que Deussen, estudiante de teología responsable y con
cienzudo, no veía en la innecesaria bebida y el duelo, lo mismo que en las
arengas patrióticas, sino una desviación del objetivo y una pérdida de
tiempo, Nietzsche se fijaba sobre todo en el aspecto social. Para él era ló
gico que, de acuerdo con el orden social, el hijo de un párroco no perte
neciera al distinguido Corps, pero sí a una asociación estudiantil de espíri
tu plenamente burgués, y por mucho que le advirtiera su madre («cumple
con tus cosas, gasta poco dinero...»), debió de parecerle bien tanto a ella
como, y sobre todo, a su hermana Elisabeth con afición a los bailes y los al
féreces, que Friedrich tratara de introducirse en tan selecta compañía. El,
por su parte, no olvidó comunicar que había conocido al simpático barón
de Frankenstein y que le había visitado en el elegante Hotel Kley, adonde
acudía con frecuencia. Pidió asimismo a la hermana que saludara de su
parte a Anna Redtel, de quien había estado enamorado: cada vez que toma
café en el Hotel Kley, a la vista del Siebengebirge, piensa en ella. Si enton
ces, como colegial no había sido suficientemente distinguido para la mu
chacha o para la madre, ahora podía enviarle un saludo entre amable y
condescendiente desde un hotel noble y un entorno noble.
Sí, Nietzsche se deshacía en palabras de elogio y admiración. Le cau
tivaba la pujante vida de las asociaciones con sus «uniformes oficiales y su
fabuloso prestigio». Las fiestas le exigían grandes esfuerzos pero él cola
boraba de buen grado: por la noche, banquete de la entidad hasta las 2 de
la noche; al día siguiente, hacia las 11 de la mañana, desayunó ligero, pa
seo por el mercado y comida seguida de café en el Hotel Kley. Después,
nuevamente banquete, desfile de gran gala por las calles principales, con
[108] FRIEDRICH NIETZSCHE
el barco hasta Rolandseck, gran cena en el Hotel Croyen. «En el barco lle
vábamos vino. Cuando llegamos a Rolandseck nos recibieron con salvas
de mortero. Después estuvimos sentados a la mesa hasta las 6; cada vez
estábamos más alegres y entonábamos muchas canciones compuestas por
nosotros y plagadas de disparates. Mientras tanto, fuera se había puesto
oscuro, la luna se reflejaba en el Rhin e iluminaba las cumbres del Sie-
bengebirge que emergían entre la niebla azulada.» Evidentemente las
fiestas le sentaban estupendamente, pues no dice ni una sola palabra so
bre cosas como enfermedad o malestar. Una observación concreta: des
pués de beber mucho, no ha tenido resaca.
Si hemos de dar crédito a sus cartas, el futuro ermitaño de Sils-Maria
era un socio sumamente activo. Nada más llegar a Bonn ingresó en la «So
ciedad Coral Municipal», y uno de los puntos culminantes de su viva téc
nica descriptiva corresponde al festival del Bajo Rhin, en Colonia, a prin
cipios de junio de 1865:
«Por la tarde, los señores de Bonn fuimos juntos a la cervecería, pero
los de la Sociedad Coral de Colonia nos invitaron en el restaurante Gür-
zenich y allí nos quedamos todos juntos entre brindis y canciones..., entre
canciones a cuatro voces y creciente animación. Hacía las 3 de la mañana
me marché con dos conocidos; recorrimos la ciudad, llamamos a las puer
tas de las casas, pero no encontramos donde alojarnos, y tampoco el co
rreo nos recogió —queríamos dormir en los coches de correos— , hasta
que finalmente, al cabo de hora y media, nos abrió el vigilante del Hotel
du Dome. Nos dejamos caer sobre los bancos del comedor y en dos se
gundos estábamos dormidos. Fuera amanecía. Al cabo de una hora y me
dia vino el sirviente y nos despertó, pues tenían que limpiar la sala. Mar
chamos entre alegres y contrariados, nos dirigimos hacia Deutz pasando
por la estación, desayunamos y empezamos la prueba con voz sumamen
te amortiguada. Me dormí, pues, con gran entusiasmo (con obligado
acompañamiento de bombo y platillo)».
En las cartas —por razones evidentes— se habla poco de bebida y en
absoluto de duelo. En una carta Nietzsche dice con nostalgia a Elisabeth:
«Sabes, en esos banquetes de estudiantes impera una excitación general,
ni rastro del agradable ambiente de la cerveza». «Ambiente de la cerveza»
o «materialismo de la cerveza» era el nombre que los estudiantes daban al
beber. Con el recuerdo nebuloso de las cuatro jarras de cerveza de Alm-
rich, su pecado de juventud, seguro que él pertenecía al bando de los mo
derados, aunque también es cierto que la costumbre exigía libaciones ri
tuales. En los «duelos de cerveza», los estudiantes tenían que beber como
mínimo tres jarras. Algunos, especialmente hábiles, podían ajustar la úvu-
la en el esófago de manera que la cerveza llegara al estómago sin necesi
dad de tragar. Beber era, junto con las trampas de dinero, las tertulias y
los viajes en grupo hasta Rolandseck o Heisterbach, una seña de identi
DEVENIR [109]
na, del problema: las mujeres de Bonn tenían que ser castas; el que quería
pecar tenía que irse a Colonia.
Con las mujeres había que ser valiente. También en este punto,
Nietzsche procuraba atenerse estrictamente a la norma establecida. En su
«himno nacional» se dice: «Cuando llega a casa por la tarde, le besa una
boca roja». Con la agraciada Mariechen, sobrina de su patrona, visita el
cementerio de Bonn, la tumba de Schumann y asiste a la consagración de
la iglesia de la aldea. Sus patronos son «gente muy educada y agradable»,
con la que le gusta pasar una horita por la noche. Esto escribió a finales
de octubre. En cambio, apenas un mes más tarde comenta: «Sabes, lo que
en Bonn hay que evitar por encima de todo: la excesiva confianza con los
patronos; ellos se tienen por gente honorable, pero son trabajadores ma
nuales. Dirigirse a ellos por escrito me parecería, dicho abiertamente, im
procedente en grado sumo e incluso inadmisible. Me marcharía de allí al
momento». De hecho, la filia h o sp italis era mucho más comprensiva en
los cantos estudiantiles que en la vida diaria, donde lo podía perder todo
y apenas conseguir algo. La enojada reacción a la bondadosa propuesta
de la madre de que escribiera unas palabras amables a los patronos, es su
ficientemente explícita: el muchacho da a entender a sus compañeros que
efectivamente allí puede sacar algo, pero no quiere rebajarse. Las salidas
con la familia Oldag fueron cortadas pronto y la comida de casa, inicial
mente elogiada como «muy buena», dejó de ser del agrado de su paladar.
La señorita Mariechen declaró más tarde que no había tenido nada con
Nietzsche, y se casó con un médico. Tenemos que creerla.
¿Intentó algo con ella el joven Nietzsche? En caso afirmativo, su fra
caso fue sin duda una de las causas de que se apartara de ella.
El entusiasmo por las artistas de teatro siguió un curso tan programa
do como la relación con la filia h o sp italis. Para un estudiante era sólo un
sueño platónico; si después llegaba a ser alguien, podía aspirar a una re
lación sentimental en un mundo en el que el hombre no podía recurrir
para su satisfacción ni a muchachas vírgenes ni a mujeres casadas y úni
camente le estaba permitido guiñar un ojo a las chicas de teatro. La actriz
Friederike Gossmann se llevó la palma en varios papeles de colegiala.
«Naturalmente, todos sin excepción estábamos enamorados de ella, por
la noche en la cervecería cantábamos a voz en grito sus canciones y brin
dábamos a su salud».
De las escapadas a Colonia se hablaba poco, si acaso entre amigos; en
la familia ya la mínima insinuación habría disparado la alarma. Deussen
ha dejado efectivamente un documento que confirma la virtuosidad de
Nietzsche más que ponerla en entredicho. Se trata de un relato que des
pués se haría famoso, pues sirvió a Thomas Mann como modelo del epi
sodio de Esmeralda en su D octo r F au sto . Deussen, que dice haberlo oído
personalmente de Nietzsche, lo reproduce así: En Colonia, Nietzsche fue
DEVENIR [1 1 1 ]
el ejemplo de su amigo Gustav: éste da ahora gracias a Dios de que sus pa
dres presionaran para que estudiara derecho, y no música. Pero Nietzs-
che prefería fijarse en el profesor Jahn: un par de años antes había apare
cido su biografía de Mozart en cuatro volúmenes, que todavía hoy
constituye una obra esencial.
A pesar de toda su penuria económica, Nietzsche asistía a conciertos
y a la ópera, e incluso cantaba con entusiasmo en el coro como bajo. Ya al
principio de su estancia en Bonn había visitado al director de orquesta
Brambach, que tenía también pretensiones de compositor. Ahora, pasa
das las Navidades, entusiasmado con el M an fred de Schumann y reforza
do en sus proyectos musicales, se atrevía a exponerse a su juicio crítico. A
finales de enero de 1865 informó a su casa:
«M e alegra mucho que en general os gusten las canciones. Yo he ha
blado extensamente sobre ellas con el director de orquesta Brambach.
Aunque, a decir verdad, me he propuesto firmenente no componer nada
durante este año. El mé aconsejó encarecidamente que tomara clases de
contrapunto, Pero no tengo dinero para ello. Mis razones para no com
poner os las quiero comunicar de viva voz. ¿Sabéis de algún bonito rega
lo que yo pudiera hacer a ese hombre? No me gusta aceptar atenciones
cuando no puedo devolverlas».
Lo que este pasaje a medias insinúa y a medias silencia es una doloro-
sa herida. Brambach había examinado las canciones, tal vez le parecieron
muy hermosas, pero llamaba la atención sobre el hecho estricto de que
componer es una técnica que hay que aprender, empezando por el con
trapunto. El diletante se había sobrevalorado, se había tomado en serio
los muchos bravos y dacapos, la admiración de amigos y aficionados, ha
bía percibido en su murmullo y susurro junto al piano una inspiración su
perior, y acariciaba la secreta esperanza de superar a Schumann en osadía,
imaginación y originalidad. Y entonces el director de orquesta le aconse
ja que, como principiante, empiece por el principio como si fuera un
niño. ¿Qué podía hacer? Aquel burgués no merecía otra cosa que una
respuesta fría, calculadamente cortés, como venganza. ¿Y en cuanto a él?
«N o tengo dinero» es tanto como decir: no tengo ni ganas ni fuerzas. Así,
pues, fuera con la música. Fue, como cuando alguien deja de fumar, una
decisión que él mismo recoge sucintamente en los apuntes para una des
cripción de sus años de Bonn: «N o querer seguir componiendo. Horri
ble». La palabra señala una crisis vital. Después dice en tono igualmente
lapidario: «Cultivar la poesía: fin». Pero, curiosamente, en el mismo pá
rrafo se describe ya otro proyecto: «Mis intenciones como recensor e his
toriador de la música». En él aparece nuevamente un nombre como refe
rente: «Jahn», aquel profesor de filología clásica que era también crítico
de música y biógrafo de Mozart, no como simple aficionado sino como
doblemente entendido.
[1 1 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Estamos ante un constante ir y venir. Todo habría sido mucho más fá
cil si Nietzsche se hubiera podido decidir por la soledad, por el tranquilo
estudio del filósofo, por el núcleo de amigos y por la familia. Su problema
consistía en querer — alternativa o simultáneamente— las dos cosas: reti
ro y prestigio, soledad y éxito público, idilio y presencia social, valores es
pirituales y brillo mundano. Nietzsche procedía aún de la época románti
ca y ahora crecía en la era de Bismarck, en la que un día encarnaría el
«contragobierno» del escritor. Dividido y tenso, en él convivían en estre
cha vecindad el dolor y el placer. En una carta a su casa de julio de 1865
figuran sucesivamente estas dos frases: «Sufro un fuerte reumatismo» y
«Tengo enormes ganas de viajar». La meta soñada de su viaje es París. Un
buen conocido le ha sugerido el viaje. «Todo se puede resolver estupen
damente con 100 táleros.» ¡Cien táleros! La madre se debió de llevar las
manos a la cabeza.
Por eso, a pesar de la abierta crítica y las evidentes complicaciones,
DEVENIR [1 2 3 ]
riamente tenía que ocultar a otros, como, por ejemplo, que cortejaba a
compañeros atractivos. Nietzsche le revela: «Tan pronto como escribiste
que querías ir a Leipzig, yo también lo decidí». Gersdorff no era el único
motivo, pero sí un motivo importante. A un compañero más joven llama
do Oskar Wunderlich le comunicó que la presencia de Gersdorff le pro
ducía «una enorme alegría».
El viejo grupo de Pforta, junto con un par de nuevos simpatizantes,
constituye en el verano de 1865 lo que él llama «un comité más unido».
Este se mantiene un poco apartado. En los apuntes de Eyfferth está refle
jada la vida cotidiana del grupo: «Con Nietzsche. Poppelsdorf. Cena en el
Jágerhof». «Nietzsche es recogido en la cervecería de los franconianos.
Vino en el Krahn. Viaje a Coblenza con el vapor en una noche de luna lle
na. Para reponer fuerzas, Grog.» «...al vapor, donde se encontraba
Nietzsche con sus amigos, y todos bebimos refresco de frambuesa en el
café allí existente.» «Viaje con Nietzsche hasta Beuel, cena allí mismo.»
En palabras de NietzscheyíA decir verdad, el contacto más estrecho
con uno o dos amigos es para mí una necesidad; si uno los tiene, toma los
demás como una especie de condimento, unos como pimienta y sal, otros
como azúcar, otros como nada»^A estos otros los había atraído con un
poema tabernario y una perorará política; «uno se ejercita en el arte de se
ducir» había escrito a su madre. Pero no ganó ninguna batalla, «...mi na
turaleza no encontró en ellas ninguna satisfacción», confesará cuando
desde Leipzig vuelva la vista al pasado. «Yo mismo estaba escondido en
mí con demasiado recelo y no tenía fuerza para desempeñar un papel bajo
las condiciones allí imperantes. Todo me había sido impuesto, y no sabía
cómo situarme por encima de cuanto me rodeaba.» Una ley que ha defi
nido su vida: no llamaba la atención públicamente, no «brillaba». Excep
tuado Deussen, ningún miembro de la asociación «Franconia» supo decir
algo sobre él cuando ya era famoso.
Eljoven sabio
intensidad por otras fuerzas: «Por cierto, no se puede negar que en oca
siones apenas si consigo entender esa preocupación [el trabajo de Teog-
nis y Suidas] que me he impuesto a mí mismo, que me aparta de mí mis
mo [y también de Schopenhauer, que a menudo es lo mismo] y, en sus
consecuencias, me expone al juicio de la gente y, en la medida de lo po
sible, me obliga a convertirme en la máscara de una sabiduría que no
tengo».
Esto era ya muy duro, pero reflejaba exactamente el impreciso estado
anímico de Nietzsche. En los momentos de descarnado autoanálisis veía
con claridad que el «joven sabio» era sólo una máscara en la amarga co
media de la vida, dispuesta para satisfacer momentáneamente la vanidad.
De la misma manera que el éxito y el aplauso le habían llevado a la filolo
gía, ahora le atemorizaba la posibilidad de la crítica. En definitiva perte
necía al clima que los críticos de textos, que tan implacables y desconfia
dos se mostraban con el pasado, no tuvieron muchos miramientos con sus
colegas. Las escuelas combatían unas contra otras, Ritschl tenía sus ene
migos, los seguidores de Jahn dominaban en Berlín y un discípulo de
Ritschl debía estar seguro de que de allí le vendrían fuertes ataques. La
dura reflexión tiene un epílogo: «En cualquier caso, uno pierde algo
cuando se le edita». Por extraño que suene, en el fondo Nietzsche se ale
graba de que no resultara nada de la edición de Teognis que para él su
puso una gran prueba como filólogo. Le constaba que con ello habría
perdido la inocencia de la producción. Si la obra era publicada, él estaba
en cierta medida atado para siempre, obligado a seguir un curso que, en
realidad, sólo había iniciado a título experimental. Su amigo Mushacke
también tenía conocimiento de sus dudas, pues comentó que, desde que
estaba en Leipzig, Nietzsche no había hecho nada, ni había mostrado ver
dadero interés por el trabajo. En un par de semanas pensaba poner por
escrito el estudio sobre Diógenes Laercio, «si es que acaso no me separo
de Ritschl, lo que puede ocurrir muy fácilmente alguna vez». Las pocas
ganas de trabajar se unían al mal humor: la comida era en todas partes
mala y muy cara, en el teatro sólo se representaba L a A frican a y «en todas
partes, judíos y prosélitos judíos». El gusto por el alboroto pertenece al
pasado y el ambiente está tan caldeado que puede explosionar.
Nietzsche es cortés, simpático, servicial, complaciente, tan obediente
con Ritschl como respetuoso con los autores antiguos. Pero entonces
aparece de nuevo la autoestima y el optimismo, Ritschl le parece «dema
siado arrogante» y el entorno en su conjunto le desagrada. Sobre todo no
sabe a ciencia cierta dónde debe colocar la filología, ese estudio que él se
ha impuesto a sí mismo, cuyas mezquindades y ridiculeces, sin embargo,
no se le pueden escapar. Ya nadie escapa a sus críticas: los retratos que es
boza retrospectivamente de los corifeos Dindorf y Tischendorf son ani
quiladores. La amistad con Rohde la caracteriza diciendo que, a pesar de
[1 4 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
gía ante Deussen como víctima inocente. Lástima que Deussen haga tan
raramente un descubrimiento valioso. «¿Un poco ingenuo? ¿Torpe? ¡Se
atreve con Platón!» Para cambiar, Nietzsche en su carta se ha puesto la
máscara del gangoso oficial de la reserva. Pero entonces empiezan a llo
ver realmente los improperios, y Nietzsche enseña a Deussen con mefis-
tofélica perfidia que la filología, que a éste tanto le cuesta, es una cosa de
niños:
«Créeme que las cualidades que se requieren para practicar la filolo
gía con dignidad son increíblemente reducidas y que cualquiera, coloca
do en el sitio justo, aprende a hacer un tornillo. En primer lugar aplica
ción, en segundo conocimiento, método en tercero, esto es el ABC de
todo filólogo en activo, siempre que alguien le dirija y le indique su sitio».
Más tarde comentaremos qué quiere decir Nietzsche cuando habla de
dirigir e indicar el sitio. Importante es, en primer lugar, el aspecto de la
degradación: la filología es una técnica que se aprende rápidamente, una
especie de trabajo de hojalatero. En otra carta a Deussen la descalifica
ción de la filología va aún más lejos, acompañada del consabido cachete
para el destinatario. Informa de la terminación de su trabajo, circunstan
cia que Nietzsche recoge irónicamente con la observación de que Deus
sen se pasó la mano por la frente enfebrecida con teatral p ath o s y se sor
prende de que el nacimiento haya sido un éxito y de que haya podido
soportar los dolores del parto. Pero, ¿qué hay a la postre en semejante tra
bajo de filólogo? El, Nietzsche, que también alumbró ridículos ratones al
principio, espera poder ofrecer pronto algo más grande, pero no por ello
llegará sentir admiración de sí mismo. Las obras filológicas son precisa
mente las que menos admiración merecen: en definitiva son sólo produc
tos de la fiebre de coleccionar y del trabajo previo de incontables perso
nas, y el contenido de tales obras tiene a lo sumo valor de curiosidad. A
continuación vienen los párrafos decisivos, que desmienten la autojustifi-
cación de Nietzsche, el p ath o s de la investigación y la ascesis del investi
gador:
«Pero en la mayoría sólo descubrimos una actividad inhumana y una
energía despreciable vinculada a cosas carentes de importancia: con ello
nos invade la sensación de que estamos viendo ante nosotros algo ascéti
co, una dura renuncia, cuando, en el fondo, esas minuciosas obras tienen
su origen en un intelecto absolutamente vulgar, un intelecto que no co
noce ámbitos de ideas superiores y valiosas o al menos no es capaz de tra
tarlas de manera provechosa y por eso se convierte en un buhonero».
También la última carta, que, escrita en octubre de 1868, cierra el ci
clo, empieza con un sermón a Deussen: él, Nietzsche, no le ha pedido una
defensa de la filología, sino la exposición de sus ideas sobre la situación
actual de esta especialidad, sobre los métodos imperantes, sobre las ten
dencias de los filólogos de hoy y su relación con la escuela, entre otras co
[144] FRIEDRICH NIETZSCHE
S
í el estudio de la filología como Nietzsche lo practicaba era decep
cionante y descorazonados un hecho concreto establecía una dife
rencia básica entre los inicios en Bonn y los años de Leipzig: ahora
estaba seguro de sus dotes, aunque seguía sin saber en absoluto a dónde
le llevarían éstas un día. El semidiós Ritschl le había elegido entre los de
más y sus compañeros ya no veían en él un bicho raro sino un genio. Aho
ra Nietzsche podía permitirse elegir entre distintas posibilidades; cuando
pensaba en su futuro le dominaba y le embargaba un imponente senti
miento de autoestima,
Lo primero que hizo tras el inicio de Leipzig y la interrupción a causa
del servicio militar fue quitarse los «pantalones de estudiante», hacerse
llamar en lo sucesivo «intelectual privado» y mandar grabar una placa
para la puerta en la que su nombre aparecía precedido de un «doctOD>
que en realidad aún no le pertenecía, Si el trabajo de topo del filólogo le
repugnaba, los honores académicos le atraían porque le permitían desta
car entre la masa de los literatos, de los plumíferos. Es cierto que, después
del doctorado y las oposiciones, había que cubrir la dura etapa de Privat-
dozent, sin remuneración, pero luego aparecía como premio el profesora
do y con él la seguridad, la independencia y también la posibilidad de en
señar, o sea, de influir en el mundo. Para ello había que realizar antes ese
trabajo rutinario, esa labor de hojalatero en la elaboración de conjeturas
[1 4 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
1867 para ganar dinero de manera a un mismo tiempo digna y que no re
quiera mucho tiempo? Pensemos, en relación con ello, que en Bonn
Nietzsche necesitaba mensualmente para vivir de 25 a 30 táleros, en Leip
zig 50; más tarde, en Basilea ganará como profesor 800 táleros al año. Es
cierto que ya ha echado mano de los 600 táleros por el léxico de Esquilo,
pero, como todos los trabajos de filología, éste requeriría mucho tiempo.
Por otra parte, el mundillo literario propiamente dicho, el periodismo de
grandes titulares, era ignominioso. En medio quedaba, como nueva tierra
prometida, la literatura científica, el gran tema con buena aceptación.
¿Cómo se llegaba a él?
En la misma carta a Deussen está contenida la receta, sin que por ello
se aprecie su relación con los secretos proyectos: el que quiera tener éxi
to tiene que saber escribir, tiene que tener estilo y eliminar la erudición in
necesaria:
«Encontrarás ridículo el empeño con el que aplico colores, con el que,
en definitiva, me esfuerzo por escribir en un estilo aceptable. Pero ello es
necesario, después de que me he abandonado durante tanto tiempo. Aho
ra evito con todo el rigor posible la erudición que no es necesaria. Esto re
q u iere también una considerable superación de uno mismo, pues hay que
eliminar más de un superfluum , que precisamente nos gusta mucho. Una
severa exposición de las pruebas, de acuerdo con una manera fácil y ame
na, en la medida de lo posible sin morosa gravedad y sin esa erudición
rica en citas que tan barata resulta: ésos son mis deseos».
Dos días después es informado también Gersdorff. Es posible que
también a Gersdorff le haga reír: lo que más le preocupa a Nietzsche es su
estilo en alemán. Es como si le hubieran quitado la venda de los ojos. El
imperativo categórico «Debes y tienes que escribir» le ha arrancado del
estado de inocencia estilística. A decir verdad, todos los grandes autores
(cita a Lessing, Lichtenberg y Schopenhauer) aseguran que no es nada
fácil conseguir un buen estilo: «Hay que trabajar y perforar una dura ma
dera». Pero en modo alguno quiere seguir escribiendo en un estilo tan ás
pero y seco como el del trabajo sobre Teognis. Y, elevando sus aspiracio
nes, continúa diciendo:
«Sobre todo, en mi estilo tengo que dar libertad a algunos espíritus jo
viales, tengo que aprender a utilizarlos como quien pulsa un teclado, pero
no sólo para tocar piezas que conoce, sino también improvisaciones li
bres, tan libres como sea posible, pero siempre lógicas y bellas».
Esto transciende a todas luces lo meramente formal, el tratado cientí
fico de agradable ropaje. El recurso al símil musical no es fortuito; piezas
conocidas serían los ejercicios filológicos, mientras que las improvisacio
nes libres constituían la práctica predilecta de Nietzsche al piano, con las
que entusiasmaba a los oyentes. En la escritura esto equivalía a la gran
composición, al tema ambicioso, que evidentemente no salía de la nada
[1 4 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
sino que por el contrario había que construir con rigor y claridad para
que fuera lógico y bello.
¿Cuál sería el contenido de tales improvisaciones? Al parecer, en la
carta a Gersdorff Nietzsche ha abandonado el tema, pero, como tantas
veces, aparece de nuevo en otro contexto y bajo otro ropaje. Opina que
su amigo Pinder tiene una gran suerte, pues ahora, antes del examen,
puede ver cómo todas las disciplinas de la ciencia desfilan por delante de
él. «Pues no queremos negar», sigue diciendo, «que a la mayor parte de
los filólogos les falta aquella superior visión general de la antigüedad, por
que se colocan demasiado cerca del cuadro y examinan una mancha de
pintura, en vez de admirar y —lo que es más— percibir las grandes y osa
das líneas de la obra pictórica en su conjunto. Cuándo, pregunto yo, ten
dremos por fin ese puro goce de nuestros estudios antiguos del que, des
graciadamente, tan a menudo hablamos.» La obra de la improvisación
libre sería —lo podemos conjeturar conociendo como conocemos los ca
minos furtivos, hechos de insinuaciones, de Nietzsche— un gran cuadro
general del mundo antiguo. En febrero de 1868, un año después de las
primeras alusiones, revela finalmente el secreto en una carta a Rohde, el
amigo de los amigos. Nietzsche habla, aparentemente de manera inciden
tal, de sus próximas intenciones, del trabajo sobre la obra escrita de
Demócrito que proyecta para la revista de Ritschl y en el que quiere co
municar unas cuantas amargas verdades a los filólogos. Luego sigue di-,
ciendo:
«Además, sin que sea intención mía pero precisamente por ello con
regocijo para mí, todos mis trabajos siguen una dirección muy definida;
como si fueran postes de telégrafos, todos apuntan a una meta de mis es
tudios en la que próximamente fijaré también mis ojos. Es una historia de
los estudios literarios en la antigüedad y en la edad moderna».
Nos atreveríamos a preguntar al intrépido estudioso: ¿por qué tanto
de una vez? Si toda la antigüedad era ya una empresa atrevida, ahora in
cluía también, como si se tratara de una sola colada, la edad moderna.
Pero también toma medidas preventivas al momento: los detalles no son
tan importantes como lo universalmente humano, concretamente cómo
se forma la necesidad de una investigación histórico-literaria «y cómo co
bra forma en las manos modeladoras de los filósofos».
Una asombrosa teoría va a tomar cuerpo. Es tal su importancia para
todo lo que sigue que tenemos que exponerla aquí de acuerdo con el tex
to original:
«Que hemos recibido todos los pensamientos esclarecedores existen
tes en la historia de la literatura de los contados grandes genios que viven
en la boca de los instruidos y que todas las realizaciones válidas y forma-
tivas en el mencionado campo no eran otra cosa que aplicaciones prácti
cas de esas ideas típicas, que, por lo tanto, lo creativo contenido en la in
DEVENIR [1 4 9 ]
co». «Sin la mínima intención de nuestra parte, pero, guiados por un cer
tero instinto, pasábamos la mayor parte del día juntos. No trabajamos
mucho en sentido burgués, y, no obstante, consideramos un beneficio
para cada uno los días desperdiciados.»
Era la situación del marqués de Posa, del «contigo del brazo, así de
safío yo a mi siglo». Montones de proyectos, fantasías de un futuro feliz,
esbozos de una generosa filología que arrinconaría para siempre toda la
mezquina actividad de Ritschl y sus seguidores. En la misma carta en la
que aparece por primera vez el proyecto de una historia crítica de la lite
ratura se dice: «Cada día voy a casa de Kintschy con Kohl y Rohde, que
ahora forman mi entorno inmediato». Ya no quedaba nada del obrero cu
bierto de sudor. Sólo se preguntaba si sería un patrono bajo o alto. Los
dos tenían talento para más altas empresas. En 1872 apareció la primera
obra genial de Nietzsche, E l n a á m ie n to de la traged ia d e l espíritu de la
m ú sica , y en 1876, tras un largo trabajo de filólogo, el importante estudio
de Rohde titulado h a novela griega.
Miscelánea de Leipzig
C
uando Nietzsche marchó a Leipzig, volvió a su patria perdida, a la
región de aquella aldea llamada Rócken donde había nacido. Pero,
al mismo tiempo, como prusiano de Naumburg que era viajó al ex
tranjero, al reino de Sajonia, en cuyos habitantes pronto iba a descubrir
un tipo humano completamente distinto.
La Sajonia independiente era un Estado alemán como Baviera, Han
nover, Württemberg y Baden, y el conde Beust,.su primer estadista, se
comportaba como un pequeño Mettemich que buscaba la manera de em
plear el peso conjunto de estos países contra Prusia y Austria, que eran las
dos grandes potencias. Su ambición —acentuar la independencia de Sa
jonia— quedaba reflejada en el gran número de representaciones consu
lares que el país tenía en el extranjero: en tomo a los setenta. El conde
Beust perseguía la idea de la «tríada», esto es, de una tercera fuerza que
se situara junto a las dos grandes potencias. Para ello prefería apoyarse en
Austria, antes que en Prusia, sin duda recordando que en la guerra de los
Siete Años los sajones habían luchado al lado de los austríacos.
A decir verdad, en esta Alemania de muchos Estados pequeños se po
día viajar de un lado a otro sin impedimento alguno, siempre que uno fue
ra tan honrado como el estudiante Nietzsche y no fuera perseguido por
vía requisitoria como el K ap ellm eister de Dresde, Richard Wagner. La
Unión Aduanera eliminó las fronteras comerciales; ya entonces, toda Ale-
[1 5 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
las casas de los fabricantes y la miseria de los suburbios habitados por los
obreros. En su primera vivienda, a Nietzsche, sensible al ruido, no le mo
lestaba sólo el griterío de los niños sino también el continuo ruido de una
fábrica de cajas de caudales. Luego se mudó a la casa de un fabricante de
maquinaria. También le molestaba mucho el ajetreo de la feria de mues
tras, y no sólo porque hacía que subieran los precios y bajara la calidad de
los alimentos. «Además, por doquier pululan monos abominables, vulga
res, y otros mercaderes», escribió en abril de 1866 a su casa, con más afec
tación que ingenio. Por fin ha encontrado una cervecería «donde no hay
que tragar manteca derretida y fachas judías». Este antisemitismo es pro
pio de la época; Nietzsche alude al judío del mundo de las finanzas y del
comercio. En su novela D e b e y h aber [S o líu n d H a b e n ], Gustav Freytag le
había presentado a sus compatriotas sajones y alemanes en dos variantes:
como el pobre judío Veitel Itzig y como el rico especulador Hirsch Eh-
renthal. Que, en este punto, Nietzsche no sufrió ningún disgusto ocasio
nal, sino que arrastraba un viejo prejuicio, nos lo demuestra el hecho de
que el mismo motivo aparezca dos años más tarde, en el mismo contexto
y de nuevo en una carta a su casa: «En el día de hoy termina la feria de
muestras; y, afortunadamente, con ello somos liberados del olor a grasa y
de los muchos judíos». En una carta a Mushacke vuelve a lamentarse de
que dondequiera que fija la mirada no ve más que judíos y amigos de los
judíos.
Pero, en su caso, el prejuicio no se limitaba en modo alguno a los ju
díos, como le ocurría a Gustav Freytag y aquellos círculos burgueses para
quienes ganar dinero era una actividad muy digna de elogio siempre que
fuera practicada exclusivamente por cristianos. «La novela debe buscar al
pueblo alemán allí donde se le puede encontrar en su elemento, o sea, en
el trabajo», así decía el lema de Freytag. Por el contrario, Nietzsche, con
su tendencia aristocrática, consideraba indigno todo comercio y toda ac
tividad mercantil, todo lo que olía a comisión y mediación, de modo que
cuando, ocasionalmente, habla de la necesidad de ganar dinero lo hace
siempre en términos vagos y sin especial sensibilidad para ello. De hecho,
durante toda su vida fue una persona demasiado distinguida para discu
tir, por ejemplo, con los editores. En el párrafo 31 de L a gaya ciencia lee7
mos conmovidos cómo Nietzsche se imagina que el comprar y el vender
también pueden llegar a ser actividades dignas. «Cabe pensar en situacio
nes sociales», escribe, «en las que ni se venda ni se compre, y donde la ne
cesidad de esa práctica vaya desapareciendo lentamente hasta el fin: tal
vez, personas aisladas, menos sometidas a la ley de la situación general, se
permitan el comprar y el vender como un lujo de la sensibilidad. Enton
ces el comercio adquiriría distinción, y los nobles tal vez se entregarían al
comercio tan gustosamente como hasta ahora a la guerra y la política.»
Si él, con unos ingresos mensuales suficientes, se situaba por encima
[1 6 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
una filología del futuro, era copiada de la música del futuro, que precisa
mente entonces trataba de imponerse en Leipzig venciendo la resistencia
de los seguidores de Mendelssohn y Schumann. Cuando, en octubre de
1867, participó en la asamblea de filólogos celebrada en Halle comprobó
que los profesores se presentaban mejor de lo que había supuesto. «El
atuendo es muy correcto y actual, y los bigotes gustan mucho.»
Si la filología era su especialidad, tenía que ser una filología distingui
da. En abril de 1866, ya en el segundo semestre, se mudó de un barrio de
las afueras a otro «mejor», donde encontró una habitación con una boni
ta alfombra, un gran espejo y una gran pintura al óleo con marco dorado.
También en esto, en lo pequeño, se manifestaba el esplendor de la época,
muy dada a los terciopelos y oropeles. La asistencia al teatro y a los con
ciertos era algo evidente; específico del rango social eran los clubes ex
clusivos donde los señores se reunían y los restaurantes donde comían.
En el caso de Nietzsche está claro que éste seguía sufriendo cierta penu
ria económica, pero ahora recibía dinero de Bernhard Daechsel, jurista
seco pero comprensivo, y no muy tacaño, que había sustituido a la madre
en funciones de tutor. Las relaciones sociales florecían, en la señora Sop-
hie Ritschl el joven Nietzsche encontró un estímulo delicadamente feme
nino. Si como estudiante sólo había podido soñar con las chicas de teatro,
ahora intentó un primer acercamiento. Estaba dispuesto a enviar a Hed-
wig Raabe, llamada el «ángel rubio», que había actuado diecinueve no
ches en Leipzig en medio de la guerra, canciones compuestas por él,
junto con una carta, cuyo borrador se ha conservado y que aparece extra
ñamente solo en medio de las muchas cartas a la familia y a los amigos. En
el teatro Hedwig Raabe representaba papeles de ingenua. Precisamente
su ingenuidad fue lo que atrajo a Nietzsche. Se veía que no era peligrosa,
era una mujer-niña, no una hembra.
Tanto si Nietzsche iba con intenciones serias como si sólo buscaba
una aventura, la carta había sido escrita con evidente falta de habilidad.
En ella, el ilustrado pretendiente declaraba que su homenaje no iba diri
gido a la persona sino al arte de la muchacha. Y de manera no menos di
recta atribuía el impacto de ésta en él y en «muchos de la multitud» no a
su bonita cara, sino a su condición de símbolo de las personas de buen co
razón, «de modo que muchos que veían la vida y los seres humanos con
mirada sombría ahora siguen adelante con un rostro más claro y con una
mayor esperanza». El ángel era un ser de elevada moral. Presumiblemen
te la carta y las canciones no fueron enviadas. Hedwig Raabe se mantuvo
siempre alejada; a buen seguro era lo que Nietzsche prefería. De hecho, le
habría sido sumamente fácil llegar hasta ella, pues vivía en casa de unos
parientes suyos, en Gohlis. Pero Nietzsche sólo husmeaba desde fuera en
el jardín de su rico primo.
D EV E NI R [1 6 7 ]
Los dos amigos convirtieron el verso «un marido debe ser alegre, te
ner buen humor» en «un Biedermann debe ser alegre, tener buen hu
mor». Lo cantaban juntos y lo cantaba Nietzsche para sus adentros cuan
do, en Naumburg, en medio de la noche oscura, fría y húmeda, iba a
realizar su servicio temprano como artillero, cubierto con un impermea
ble, mientras el viento soplaba en torno a la masa oscura de los edificios.
En febrero de 1868, en una carta a Rohde decía lamentándose que un ar
tillero aficionado a la literatura era un animal desdichado: «A nuestro vie
jo dios de la guerra le gustaban las hembras jóvenes, no las musas viejas,
arrugadas». En la misma carta se dice como colofón: «Y el año que viene
voy a París... Es sabido que un Biedermann tiene que estar alegre, tener
buen humor, si es que san Offenbach tiene razón». San Schopenhauer ha
bía mostrado a los dos muchachos su pesimista visión del mundo; san
Offenbach ofrecía el remedio, la fuerza arrolladora de sus melodías, el
fuego de sus bailes, la esperanza de poseer «hembras» que no se con
formaban con los preparativos de Navidad en la habitación de un estu
diante.
En L a bella E len a también estaba ya presente el clima de destrucción
y cambio al que Nietzsche se refería cuando hablaba de la muerte del em
perador y la revolución inminente. Así, Agamenón cantaba:
Tu com prends
Q u ’ça n'peut durer longtem ps.
(Tú comprendes que esto no puede durar mucho.)
deado de espíritus críticos, los críticos del S ígn ale , del T ageblatt y del
Brendelscbe M m ikzeitung, «y cuando nosotros cuatro movemos la cabeza
al unísono quiere decir que está mal». A decir verdad por mucho que lle
gara a mover la cabeza el joven intelectual, ninguna crítica musical suya
llegó a ver la luz del día.
Entre los amigos de Biedermann figuraba también Heinrich Laube,
director teatral. Si Laube se había hecho famoso en los años treinta como
miembro del movimiento revolucionario llamado de los Jóvenes Alema
nes, ahora como autor teatral conocía la gloria del Burgtheater. De la mis
ma manera que en el pasado había vivido en casa de compañeros perse
guidos y ahora instalados, Laube vivía en casa de Ernst Keil, editor de
G arten lau be. En el curso de su victoriosa estancia en Leipzig, Nietzsche
comunica a su familia que una vez a la semana va a casa de Laube, donde
se reúne con colegas, literatos y actrices. Pero de todo ello tampoco sale
gran cosa. Mientras tanto, Laube se había convertido también en un bur
gués que pregonaba trivialidades con el peso de un oráculo. Él mismo
describió así su nuevo programa en Leipzig: «Yo no quería empezar con
algo extraordinario, sino elaborar cuidadosamente lo ordinario. Lo ordi
nario es para mí representar bien buenas obras. Experimentar con obras
que no son buenas, con obras de excepcional poesía, sólo puede darse, en
mi opinión, cuando están plenamente establecidos hogar y régimen. Sólo
entonces puede pensarse en lujos».
En cualquier caso, Sus’chen Klemm recibió inmediatamente 100 tále
ros más de sueldo. Poco después tuvo lugar el estreno de E l conde E ssex,
con toda seguridad una obra «ordinaria» para su autor, Heinrich Laube.
Nietzsche escribió a Rohde que él y su amigo Romundt habían juzgado la
chapuza de Laube «como dioses del Olimpo».
Así, pues, el joven Nietzsche intentaba entrar en el gran mundo. Pero,
por extraño que pueda parecer, las puertas no se abrieron. Las bellas ac
trices miraban a otros y las hijas de los profesores buscaban otros mari
dos. Más tarde, Elisabeth aseguraría en su libro sobre «Nietzsche y las
mujeres de su tiempo», que todos los que le conocieron habían insistido
en que era un brillante cortejador. Pero el hecho es que no tenía éxito.
¿Era demasiado serio, demasiado irónico o ambas cosas a la vez? ¿O aca
so esperaba demasiado de un mundo burgués que no daba más de lo que
tenía?
muestra frío con él, cosa que le sorprende sobremanera. Ahora le gusta
transmitir a su casa listas de actos sociales que tienen lugar en este am
biente, como, por ejemplo, banquetes con ostras y vino de Chablis; ade
más, en su casa ha organizado una recepción. Y el acceso al gran mundo
le es otorgado de repente allí donde primero le recibieron como alumno
predilecto: en casa de Ritschl.
Ya en la primera visita, antes de que los caballeros se retiraran a fu
mar, para iniciar la tertulia filológica Nietzsche había estado hablando
con la esposa del profesor de un tema completamente distinto. Alguien
que también estuvo presente dice: «Después de comer, Nietzsche dialogó
muy animadamente con la señora Ritschl y también con Ritschl sobre mú
sica y especialmente sobre Wagner». El tema Wagner estaba en el orden
del día, era la comidilla de Leipzig. Había bandos a favor y en contra, de
los que a su vez salían otros nuevos. Cuando la wagneríana señora Sophie
Ritschl puso en contacto al joven Nietzsche con el maestro en casa de los
Brockhaus, matrimonio de profesores amigos de los Ritschl, tenía en la
cabeza algo más que el mero cultivo de las relaciones sociales; quería ga
nar a un aliado de talla, a un joven genio, para la causa de Wagner.
C a p ít u l o 5
Discípulo I-Schopenhauer
...un gran semidiós filosófico, el mayor de los cuales en todos los úl
timos siglos es Schopenhauer.
Nietzsche a Deussen, septiembre de 1868
triunfante todas y cada una de las distintas pruebas y, por último, pre
guntarle, frunciendo el ceño, ademán prepotente, cómo es posible que
pueda tener tantas pretensiones un hombre que ha elaborado un sistema
con tantos fallos.
Muchos años después, en el aforismo 33 del segundo volumen de H u
m ano, dem asiado hum an o, volvió a establecer la línea divisoria entre el
Schopenhauer que fue su maestro y el pensador de un sistema: «Scho-
penhauer, cuyo gran conocimiento de lo humano y lo demasiado huma
no, cuyo primordial sentido de los hechos se vio mermado en no escasa
medida por la abigarrada piel de leopardo de su metafísica, piel de la que
hay que despojarle para descubrir debajo un verdadero genio mora
lista...».
idea exclusiva del Nietzsche hijo de un teólogo y unos cuantos locos scho-
penhauereanos. Era propia de la época, que se desprendía penosamente
del cristianismo heredado, y Schopenhauer, con todo su escepticismo, ha
bía impulsado, como mínimo, el nuevo culto. De todos modos, su auto
estima era tan fuerte que a su filosofía la llamaba revelación: «H a sido ins
pirada por el espíritu de la verdad; en el cuarto libro hay incluso párrafos
que se podrían considerar como transmitidos por el Espíritu Santo». A
sus discípulos los dividió en apóstoles y evangelistas según que se hubie
ran pronunciado a favor de él por vía oral o escrita, y el joven pasante de
abogado muniqués Adam von Doss pasó a ser su Juan. Pero el fundador
de la religión estaba ya muerto y lo que procedía era que los creyentes
honraran su memoria con una cena orgiástica. A pesar de todas las reser
vas irónicas o de las derivaciones paródicas que pudieron infiltrarse en la
conmemoración, ésta fue concebida esencialmente como algo serio y el
culto revistió una gran solemnidad. Más tarde, cuando tradujo en música
el himno a la vida de Lou Andreas-Salomé, el propio Nietzsche definió
esta música, en el mismo sentido, como «creada en memoria suya», como
un nuevo cántico de la Santa Cena.
La lógica no contaba, y tampoco el sistema. Cuando el activo y pe
dante Deussen pidió a Nietzsche una apología de Schopenhauer, o sea,
una justificación con buenas razones, éste rechazó la propuesta. Si al-
quien quería refutar a Schopenhauer con razones, él le susurraría al oído:
«Pero, muchacho, las cosmovisiones ni se construyen ni se destruyen con
lógica. Yo me encuentro a gusto en esta atmósfera, tú en aquella. Déjame,
pues, con mis cosas como yo te dejo a ti con las tuyas». Atmósfera era la
palabra. Nietzsche, adaptando una cita romántica, hablaba de «aire ético,
fragancia fáustica, cruz, muerte y tumba» como de lo que le atraía a Scho
penhauer (y luego a Wagner). Lo romántico se debía esgrimir contra la
mera salud de los progresistas, el conocimiento oculto de las últimas co
sas contra una ilustración superficial, la muerte por amor de Tristán e
Isolda contra el final feliz burgués.
Ciertamente, la manera como Nietzsche se imagina el futuro inspira
do en la filosofía de Schopenhauer no tiene nada de romántica. Podía
concebir sin duda el idilio romántico de una comunidad de anacoretas
formada por correligionarios que hacen ofrendas a sus dioses en grutas y
cuevas, sin ser molestados por el ruido del mundo, «y el sumo sacerdote
Schopenhauer agita el incensario», pero, como en otro tiempo con moti
vo de la fundación de la asociación «Germania» y de la «Sociedad filoló
gica» de Leipzig, también pensaba con sentido práctico. En febrero de
1868 anima a Von Gersdorff a buscar juntos sus amigos filosóficos. En
Berlín tenían que conquistar a Spielhagen, que acababa de publicar la no
vela In R eih u n d G lie d [E n fo rm ación ], «libro cuyos héroes han de pasar
a través de las llamas rojas del Samsara y experimentar aquel profundo
DEVENIR [1 8 3 ]
Lessing que marque las fronteras con la poesía. Justamente esa separación
es necesaria en el caso del «singular compositor-poeta» cuya obra tiene
ahora delante de sus ojos. Otro motivo concreto de por qué comenta L a s
Valkiriay. los fallos y aciertos del compositor, su «consecuente, implaca
ble, apremiante carácter», encuentran su mejor expresión en esta obra re
ciente. Después analiza el preludio que, con la indicación «impetuoso»,
traza un cuadro poético ante el alma del espectador. Pero, «si no supiéra
mos que había que dibujar la tempestad, pensaríamos primero en una
rueda que gira, después en un tren de vapor que pasa rugiendo. Oímos el
traqueteo de las ruedas, el monótono ritmo, el estruendo constante que se
aleja. Si lo escuchamos durante cierto tiempo se nos va la cabeza: pero la
tempestad pasa enseguida, se remansa, nos tranquilizamos y al mismo
tiempo nos sentimos tan abatidos como el exhausto Sigmund, que entra
ahora...».
La crítica, intento fallido, se interrumpe después de algunas frases
más. Su tono general es el de todos los enemigos de Wagner de la época:
cierta admiración forzada, pero como juicio global ruido en vez de músi
ca. El 1 de diciembre de 1867 Nietzsche informa a su amigo Gersdorff del
festival de música de Meiningen, donde los futuristas celebraban «sus ex
trañas orgías musicales». Nietzsche no siente ninguna admiración ni si
quiera ahora, cuando la nueva música sigue los caminos de Schopen
hauer; la sinfonía N irvan a de Bülow le parece sencillamente «horrible».
Sólo Liszt ha captado el carácter del nirvana indio en sus B eatitu des. Pero
justamente Liszt, que se hizo piadoso y a partir de 1865 clérigo, se había
vuelto a la música antigua, al nuevo canto gregoriano y al estilo coral de la
iglesia. Si él apreciaba a Wagner, Nietzsche no había pasado de Tannhäu
ser y Lohengrin.
estuvo cantando melodías de T ann hau ser durante toda una tarde mien
tras paseaba. Al final de la carta una nota: saludos de Wagner. «Ahora,
Lucerna ya no es tan inaccesible para mí.»
¿Era todo esto —desde la visita a casa de los Brockhaus hasta la ofer
ta de la cátedra de Basilea— una maniobra hábilmente urdida para atraer
al futuro propagandista a la proximidad de su maestro, que entonces
residía en Tribschen, cerca de Lucerna? No necesitamos imaginar que las
jugadas de ajedrez de Ritschl y Brockhaus fueron realmente tan hábiles.
En cualquier caso, aquí también intervino el destino. Lo que se inició en
noviembre fue continuado en febrero. Nietzsche fue invitado en el Hotel
de Pologne a una cena privada para que conociera a Liszt. En los últimos
tiempos, informa Nietzsche a Rohde, Liszt ha llamado un poco la aten
ción con sus opiniones sobre la música del futuro y ahora es empujado
con fuerza por sus seguidores a que se manifieste en términos literarios.
La argucia quedó al descubierto. Pero Nietzsche, profesor neófito, se
contuvo alegando que no tenía ganas de cacarear en público como una
gallina. Aparte de ello, los «hermanos en Wagner» eran realmente dema
siado tontos. No estaban emparentados con el genio, a lo sumo veían la
superficie, las burbujas, que la peculiar naturaleza de Wagner lanzaba de
vez en cuando.
La otra cara de esta arrogante descalificación de los seguidores de
Wagner era el convencimiento, la seguridad, de que él sí estaba emparen
tado con ese genio. En Dresde acababa de asistir al estreno de L o s m aes
tro s can tores, «y, Dios lo sabe, debo de tener en el cuerpo una buena par
te del músico, pues durante todo aquel tiempo tuve la fortísima sensación
de encontrarme de repente en casa y conmigo, y mi restante actividad me
pareció como una niebla lejana de la que me había liberado».
Lo que no hizo el galanteo del futuro seguidor lo consiguió unos
cuantos años más tarde la convivencia en Tribschen. E l n acim iento de la
traged ia d e l esp íritu de la m úsica fue, de acuerdo con toda su tendencia,
un alegato en favor de Wagner, una proclama de que a través de su músi
ca volverían los grandes días de Grecia. Nietzsche pensaba muy seria
mente abandonar su cátedra para llevar el mensaje de Wagner a los ale
manes como predicador ambulante. Hasta este punto había quedado
hechizado por el maestro y, una vez más, por una mujer hábil. Nietzsche
olvidó pronto a la señora Ritschl; hasta el fin de su vida conservó en su in
terior la imagen y el nombre de Cosima.
En el texto sobre el nacimiento de la tragedia Nietzsche tampoco ol
vidó dar las gracias a Ritschl. La polémica de este primer texto, con el que
su autor se atreve a presentarse ante un gran público, en líneas generales
sólo se refiere al espíritu de la época, del que se puede hablar con toda
tranquilidad sin que nadie en concreto se sienta aludido. Sólo en una oca
sión cita un nombre. El, como paje de Wagner, ataca a la vieja estética
D E V E N IR [1 9 5 ]
Las prácticas del servicio militar duraron medio año. «Al final monté
el más fogoso y más inquieto animal de la batería. Una vez, en la clase de
equitación me salió mal un salto rápido sobre el caballo; me golpeé el pe
cho con la horca delantera y sentí en el costado izquierdo un desgarro ins
tantáneo. Seguí cabalgando tranquilamente y todavía aguanté el crecien
te dolor un día y medio más. Al segundo día por la noche sufrí dos
desvanecimientos y al tercero estaba yo en cama inmóvil y como clavetea
do con los más fuertes dolores y con mucha fiebre. Del examen médico se
dedujo que me había roto dos músculos pectorales. Consecuencia de
todo ello fue la inflamación de los músculos y ligamentos del. tronco y una
fuerte supuración provocada por la hemorragia que siguió al desgarro.
Cuando, al cabo de unos ocho días, se me practicó una incisión en el pe
cho, se llenaron varias tazas de pus. Desde entonces, o sea, desde hace
tres meses, la supuración no ha parado; naturalmente, cuando me levan
té de la cama, estaba tan agotado que tuve que aprender de nuevo a an
dar. Mi estado era lamentable; para incorporarme, andar y tenderme ne
cesitaba ayuda ajena, y no podía escribir. Paulatinamente mi estado fue
mejorando; disfruté de una dieta robustecedora, paseé mucho y recuperé
D E V E N IR [2 0 1 ]
Toda auténtica obra de arte tiene que ser asequible sin premisas his
tóricas. En cambio hay escritos cuyo valor radica totalmente en su posi
ción histórica. La historia de la literatura contempla tanto las obras de
arte logradas como las no logradas, siempre que sean representativas de
la época. Por lo tanto, la historia de la literatura está unida a la chapuce
ría o, al menos, reconoce también lo que tiene poco valor. La valoración
estética sólo prolonga la vida de algunos escritos, la valoración historico-
literaria prolonga la vida de todos los escritos. En ese punto es como la
historia natural: sólo en segundo lugar le interesa si una cosa es bella o no;
en primer lugar le interesa saber si pertenece a una especie y, en caso afir
mativo, a cuál.
Toda ciencia surge cuando alguien contempla como fin algo que es
medio; por ejemplo, la lingüística. En cambio, es indicio de una ciencia
degenerada anteponer los medios al fin, como, por ejemplo, en la historia
de la literatura o la hermenéutica.
Los inicios de las ciencias entre los griegos son también interesantes
(esclarecedores) para las ciencias (desarrollos) de nuestro tiempo. Obsér
vense los tipos de ciencias que entonces aparecieron, cómo se forma, por
ejemplo, el concepto de «filósofo» o de «filólogo». Qué papel desempe
ñaba el «matemático». La posición social de los filósofos.
Aquí tenemos que decir a modo de balance que con todas estas peri
pecias, y dadas sus especiales circunstancias, Nietzsche se sentía asom
brosamente feliz y en líneas generales estaba muy sano a pesar del grave
accidente; habían desaparecido las depresiones, al igual que, casi por
completo, los dolores de cabeza y el miedo al futuro, y sólo alguna vez
afloraba la prepotencia de quien mira a los demás por encima del hom
bro. La familia, definitivamente apartada, ya sólo cumplía servicios de
ayuda. Triunfaba la amistad; tenía a mano a Deussen, Romundt, Kohl y
Gersdorff, y a Rohde como hermano gemelo. Como guía espiritual tenía
a Schopenhauer, y a Wagner como introductor en el gran mundo. Perci
bía que su mundo mental iba cobrando forma. Tenía proyectos que pre
veían cuando menos una renovación de la filología desde sus cimientos,
pero probablemente más, honores milenarios. Tenía París ante sus ojos,
con Rohde.
En este contexto tiene lugar la oferta de Basilea: ¿un hecho afortuna
do o una maniobra perturbadora del destino?
¿Había desaparecido por completo de esta vida la angustiosa y byro-
niana desesperación, barrida por el éxito y por la amistad? Casi nos incli
naríamos a responder afirmativamente si no fuera por un extraño apunte
hecho, a juzgar por la escritura, en un estado de gran excitación:
«Tengo miedo no a la horrible figura que está detrás de mi silla, sino
a su voz: no a sus palabras, sino al tono escalofriante, inarticulado e inhu
mano de esa figura. ¡Sí, ay si hablara como hablan los seres humanos!»
[2 0 6 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E
La vocación
N
ietzsche se sentía feliz: le había tocado la lotería. Y, en verdad, lo
suyo era algo inaudito. Sin necesidad de doctorarse, pasar a for
mar parte del claustro de profesores de una universidad, ganarse
modestamente, durante años, el sustento como P rivatd ozen t y luego
someterse a unas duras oposiciones, sin el mínimo subsidio estatal, para
obtener una cátedra, lo tenía todo: profesorado, sueldo y, además, la li
bertad de Suiza. Era, según sus propias palabras, una «feliz consterna
ción»: como entonces, cuando dudaba y los miedos le consumían y los
grandes elogios de Ritschl le llevaban a echarse en brazos de la dama filo
logía.
El primero al que escribió para contarle esta «fabulosa» historia fue
Rohde. Pero al hacerlo tuvo que mostrar también cierta desazón, pues
con ella quedaba definitivamente eliminado el viaje a París proyectado
por los dos amigos: con el plan parisién «vuelan mis esperanzas más her
mosas». Una confesión conmovedora en momentos en los que, hablando
en términos humanos, la suerte le sonreía: «Yo quería disfrutar por últi
ma vez, antes de pasar a formar parte de la cadena profesional...». En re
alidad, a él le atraían la «profunda seriedad y el mágico encanto de la vida
ambulante», la «indescriptible dicha de ser espectador y no partícipe»,
[2 1 0 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E
E
l 13 de abril de 1869 Nietzsche se despidió de su familia, subió al
coche de punto, tan conocido para él, que le llevó a la estación de
Naumburg; allí cogió el tren que, pasando por Colonia, Bonn,
Wiesbaden, Heidelberg y Karlsruhe, le dejó una semana después en Basi-
lea. Antes de asumir sus obligaciones se tomó un último descanso. En
Bonn paseó tras las huellas del pasado, fue con el vapor hasta Biebrich, en
Heidelberg visitó las ruinas del castillo, iluminadas, y en Karlsruhe asistió
a la representación de su nueva ópera predilecta, L o s m aestros cantores.
En Basilea tuvo primeramente un alojamiento provisional; en esta rica y
honrada ciudad era difícil encontrar una habitación amueblada. Nadie
quería forasteros en su casa. Luego se mudó al número 45 de la calle
Schützengraben, donde vivió durante muchos años, fue su «cueva».
[2 2 0 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E
La carta en la que figura este comentario hace balance de los tres me
ses de estancia en la ciudad. Está dirigida a la señora Ritschl, persona de
confianza del Nietzsche mundano, desde Interlaken, donde éste se repo
ne. En ella Nietzsche comenta que no ha recibido ninguna influencia po
sitiva de la sociedad basilense y añade que «en parte alguna se utilizan
menos los guantes que aquí». Como quiere pasar por persona distinguida
en la ciudad, se ha hecho un vestuario adecuado; es el único en Basilea
que lleva a diario sombrero de copa y más tarde llama la atención al ir a
pasear por la montaña con finos botines. Inmediatamente tiene que pedir
a casa una levita negra, pues en Basilea no se hacen visitas en frac. En
Bonn le molestaba la comodidad renana, de la que ahora encuentra otra
variante en Basilea.
Nietzsche informa a Sophie Ritschl que en su vida no hay ninguna in
fluencia bienhechora de mujeres, y añade: «Que la señorita B. o Merian
[en correcto alemán: Schulze o Müller] diga o no diga le es indiferente;
toda reunión social es degradada a la condición de chismorreo local. A los
hombres les falta sobre todo elegancia y sentido artístico; esto lo demues
tra el mismo Burckhardt, que, siendo hombre acaudalado, vive en la más
penosa indigencia. Si a eso añadimos el absurdo patriotismo suizo, «la ex
presión de superioridad con que contemplan la situación alemana, a ve
ces también a nosotros, los alemanes», veremos que tiene motivos sufi
cientes para optar por una vida solitaria.
Nietzsche se había esforzado en cultivar las relaciones sociales y los
basilenses se lo recompensaban con continuas invitaciones. Tenía que ha
cer un total de sesenta visitas, a colegas y miembros del consistorio, y,
aunque asumía resignadamente la obligación, escribió a su madre dicién-
dole «que conocer constantemente nuevas personas me es muy molesto».
En seguida empieza a manifestarse el instinto de defensa: «Sobre los ba
silenses se pueden decir muchas cosas, pero pocas que no den motivo a
malentendidos...». Y poco después comunicó a Ritschl: «Sobre los basi
lenses y su aristocrática burguesía se podría escribir mucho, aún más
decir. Aquí uno se puede curar de republicanismo». De hecho, la pra
xis de la República, vivida día a día, no tenía en absoluto nada que ver con
los elevados sueños humanísticos de un colegio de segunda enseñanza
alemán.
Nietzsche no comprendía muchas cosas de Basilea, tampoco com
prendía muchas cosas de Suiza. Se equivocaba cuando decía que B. (pre
sumiblemente Burckhardt) y Merian eran iguales a Schulze y Müller; si
esos nombres suizos tienen una equivalencia es con los de la nobleza ale
mana o con los de los Fugger y Welser. Y se equivocaba por completo
cuando, en un comentario de mal gusto, se atrevió a decir que el patrio
tismo suizo procedía, como el queso suizo, de la oveja. Al venir de la Ale
mania de las cortes principescas, no comprendía cuánto orgullo y noble
P R O F E S IÓ N [2 2 3 ]
En el Pädagogium las cosas le fueron mucho mejor. Casi con las mis
mas palabras comunica a la madre, a la hermana y a Wagner maestro que
dar clases le divierte, una palabra rara en el vocabulario más bien pesi
mista de Nietzsche. Aunque considera que no ha nacido para ser maestro
de escuela, no se siente frustrado. Si en la universidad se refugiaba detrás
de la cátedra, se atenía al manuscrito elaborado y despreciaba a los estu
diantes que iban escribiendo lo que oían, aquí se sentía totalmente segu
ro, activo y activador, se preocupaba de cada uno de los alumnos, rara vez
los castigaba o reprochaba, era un maestro como mandan los cánones.
Aquí podía dejar a un lado el odiado aparato científico y concentrar
se totalmente en su principal objetivo, que era demostrar el carácter pa
radigmático y la universal validez de la antigüedad clásica a la luz de sus
textos. Aquí el modelo era Schulpforta, donde se ensayaba a diario el tra
to vivo con los autores clásicos. Es cierto que de entrada los alumnos se
asustaron ante los difíciles trabajos de clase que tenían que hacer (y que
antes habían hecho los de Pforta), pero los suprimió al comprobar que
eran superiores a las fuerzas de los muchachos de Basilea. Estimuló la lec
tura privada y ordenó que se tradujeran al alemán obras completas de
ciertos autores, autorizando que se utilizaran como ayuda las versiones ya
existentes.
A fin de conocer a cada alumno individualmente, una vez encargó la
traducción escrita de L a s b acan tes de Eurípides y un comentario sobre la
impresión que esta tragedia había producido en cada uno de ellos. Esto lo
cuenta Louis Kelterbom, que se convirtió en uno de los alumnos predi
[2 3 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
la patria del Veronés?». Scheffler contestó con una evasiva. «Las manos
de Nietzsche se soltaron inmediatamente de mi brazo. Le miré, comple
tamente confundido, y retrocedí al ver el cambio que habían experimen
tado sus facciones. Aquel ya no era el profesor que yo conocía; ¡el rostro
desencajado del hombre me miraba fijamente como una máscara sin
vida!»
Scheffler dramatiza la escena. Pero ésta capta la esencia; Nietzsche
buscaba una y otra vez calor, alumnos y discípulos; y, cuando fracasaba en
su empeño, sufría una brusca y salvaje decepción. Kelterbom se había he
cho seguidor suyo a causa de la música. Scheffler, estudiante de arte, per
maneció fiel a Burckhardt.
Amistaden el desierto
N
ietzsche estaba ya instalado, era un miembro útil de la comunidad
humana y de la sociedad basilense. Impartía clases, enseñaba a sus
alumnos, comía con sus colegas a mediodía, bromeaba y bailaba
en las invitaciones, era tenido por «amable» con un halo de genialidad o
de singularidad. Los basilenses le veían como una buena adquisición,
pero tal vez también como portador de aquellas características alemanas
que a veces molestan a los suizos. Lo más natural habría sido que se hu
biera convertido en un basilense más fundando un hogar. El que tenía
una posición no sólo podía sino que debía casarse, eso decía al menos la
ley no escrita. El soltero, y aún más el solterón como entonces se decía,
era en cierto modo sospechoso, aunque tuviera el genio de un Jacob
Burckhardt o un Gottfried Keller. El que así demostraba que no le inte
resaban las mujeres tenía que buscar la compañía sana de los hombres en
las tertulias del «Ratskeller»; en esto Basilea era exactamente igual que
Zurich y Berlín.
[2 3 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
Una extraña carta a Deussen, el amigo que más tiene que aguantar y,
precisamente por eso mismo, insustituible en su papel, proporciona una
visión más profunda del trasfondo psicológico que preside la necesidad
de amistad y de amigos que siente Nietzsche. La carta, del 25 de agosto
de 1869, empieza con melancólicas reflexiones sobre recuerdos que se
desvanecen, sobre la insuficiencia de cartas y fotografías, sobre el presen
te como condición indispensable para la amistad; «de lo contrario, su si
tio es ocupado por el culto al recuerdo». Inmediatamente después, la car
ta dice: «Ahora quiero enumerar los nombres de las personas que, dado
que tú ya no me conoces, han estado más cerca de mí». A continuación
aparece una lista comentada, como las que, con toda seguridad, compo
nía a menudo para él: en primer lugar, Rohde, «de la mejor y más rara es
pecie y fiel a mí con conmovedor amor». Después, Romundt, «más joven
que yo y, por ese motivo, más en la posición de un amigo que se esfuerza
en aprender». Evidentemente no falta Ritschl, y tampoco el primer pá
rroco de Naumburg, Wenkel, que aparece como «muy valiente y muy
prometedor correligionario in n om in e Schopenhauerr. relación de aprecio
mutuo». Un apartado posterior agrupa a «buenos amigos y camaradas
fieles»: Windisch, Volkmann (profesor de Pforta), Zarncke, de Leipzig
(editor de la C en tralb latt ), Schonberg (compañero de mesa en Basilea),
P R O F E S IÓ N [2 3 9 ]
de nuevo el viejo proyecto que tenía como meta París, bien que «bajo una
forma simbólicamente más ambiciosa». La respuesta de Rohde es tan de
cepcionante como inteligente lo que dice al «Frater Fridericus», el nuevo
monje que ha firmado la carta en la que expone sus anhelos. A él, Rohde,
le falta la verdadera productividad: como hombre que sólo entiende, pero
no produce, no tiene derecho a buscar refugio en la soledad. «Con gente
como Beethoven, Schopenhauer y Wagner todo es distinto: también con
tigo, querido amigo.» Él sólo podía alimentar el fuego en silencio. Si qui
siera enfrentarse abiertamente a la multitud, alguien le preguntaría con
rabia qué ofrecía por su parte a la época.
Su respuesta convirtió en humo el plan de Nietzsche. Pero éste con
cibió enseguida uno nuevo: el de la cátedra en la Universidad de Basilea
para Rohde. Además escribía incansablemente a los otros, a los que de
dicaba regalos y atenciones para cultivar la amistad, y organizaba viajes a
Suiza de sus amigos o, al menos, reuniones anuales con ellos. En octubre
de 1871 llegó el momento: los amigos —Rohde, Nietzsche y Von Gers-
dorff— se reunieron en Leipzig y en el banquete celebrado en Naum-
burg el 15 del mismo mes para celebrar el veintisiete cumpleaños de
Nietzsche estuvieron presentes también los viejos camaradas Pinder y
Krug. Entre otros actos se propuso un solemne sacrificio de acción de
gracias a los demonios: «El próximo lunes, a las 10 de la noche, que cada
uno de nosotros levante una copa con vino rojo y vierta la mitad en la no
che oscura, con las palabras “chairete daimones”, y beba la otra mitad».
«Bendícelo, Samiel», añadió Nietzsche para que pareciera realmente de
moníaco, seguido de una nueva observación: «En siglos pasados sería
mos sospechosos de magia». La iniciación se realizó puntualmente: él
fue, con Jacob Burckhardt, el que se adhirió al acto iniciático: dos jarras
de cerveza llenas de generoso vino del Ródano fueron arrojadas a la calle
en plena noche oscura. El recuerdo de viejos amigos de juventud se hizo
tan vivo después de la reunión de Leipzig que Nietzsche volvió a sentar
se al piano y compuso. A Gustav Krug le escribió y le habló de la espe
ranza de que «de acuerdo con la vieja costumbre de la «Germania», ce
lebremos un “sínodo” y lo podamos clausurar con un concierto de
composiciones propias».
Una y otra vez, año tras año, él se esforzaba, a menudo con escaso éxi
to o con un fracaso en el último momento, en reunir a los amigos. Así, en
1874 cuando escribe a Rohde y le hace una sugerencia adicional: «Que
cada uno de nosotros lleve consigo algo de lo más íntimo que tenga».
También aquí se percibe un eco del modelo «Germania». Y de la misma
manera que la reunión de 1871 trajo consigo la nueva composición R e so
n an cias de u n a noche de San S ilv e stre , mezcla de euforia y nostalgia, la de
1874 (que luego no se llevó a cabo) fue preparada con el H im n o a la am is
tad . La primera vez que se habla de éste es en una carta a Rohde de mayo
[2 4 2 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
Sobre cada uno de los amigos, al igual que sobre cada amistad, se po
dría escribir un libro, pues si aquéllos eran muy diferentes, ésta conoció
PROFESIÓN [2 4 3 ]
rácter. Diez mil veces mejor quedarse solo para siempre, ésta es mi solu
ción en el tema».
después eran, a los ojos de Nietzsche, sólo discípulos, eran seguidores res
petuosos y a menudo problemáticos. Año y medio después de Nietzsche,
Overbeck fue llamado por la Universidad de Basilea para que ocupara la
cátedra, recién instituida, de teología crítica. Era siete años mayor que
Nietzsche y soltero como él, y como a los solteros les resultaba dificilísi
mo encontrar una vivienda decente en la vieja Basilea, se alojó en la mis
ma casa que Nietzsche, conocida como «Baumannshóhle», en calidad de
huésped. Ya en el invierno de 1870 los dos solteros acordaron cenar jun
tos en el piso de Overbeck, que era más espacioso. A menudo acudían
otros conocidos, y pronto la comunidad de inquilinos aumentó con la in
corporación de un tercer amigo, el filósofo Heinrich Romundt, compa
ñero de Nietzsche cuando estudiaba en Leipzig. También la comida de
mediodía se hacía casi siempre conjuntamente en el reputado restaurante
«Zum goldenen Kopf», en la zona portuaria, adonde acudían muchos
más colegas, sobre todo de la facultad teológica de Overbeck. Nietzsche
mantuvo esta amistad de vecinos durante cinco años y vivió allí hasta que,
con su hermana, encontró una vivienda propia a pocos metros de distan
cia, en la Schwalentorgasse. Overbeck fue siempre el «buen» amigo, el
más desinteresado, el más comprensivo y, en los años de la locura de
Nietzsche, el más solícito y responsable. Durante algún tiempo a éste le
perjudicó la disputa que mantuvo en los últimos años con su hermana Eli-
sabeth a causa del Archivo Nietzsche fundado por ella. Hoy es uno de sus
títulos de gloria.
Para Nietzsche fue una gran suerte conocer a Overbeck, pues éste era
el paradigma de la amabilidad y la paz en la convivencia, mientras que en
el campo de la ciencia se mostraba como un luchador aguerrido y absolu
tamente radical. Como profesor de teología era decididamente único, y le
jos de ocultar su falta de fe, publicó —en la época en la que Nietzsche lan
zó la primera de sus Consideraciones inactuales contra David Friedrich
Strauss— su Streit- und Triedensschrift [Escrito de paz y de ataque] «sobre
el sentido cristiano de la teología actual». Para Overbeck fue asimismo una
suerte conocer a Nietzsche, cuya superior genialidad reconoció desde un
principio. Cabe pensar que sólo la amistad con el joven filólogo, marcada
por el espíritu de lucha, permitió a Overbeck superar su innato pacifismo
y timidez. Después de escribir su obra sobre la teología actual, Overbeck
se refugió definitivamente en su concha de caracol, se dedicó a realizar
profundos estudios sobre la época temprana de la Iglesia y proyectó una
imponente obra sobre «la historia profana de la Iglesia», pero se quedó en
los estudios preliminares y habría muerto como un historiador de la Igle
sia inmensamente erudito pero poco fructífero si, cuando ya tenía sesenta
años, no se hubiera apoderado de él nuevamente la vieja ira contra los teó
logos y el viejo espíritu de lucha. De la misma manera que en 1873 los dos
amigos habían combatido conjuntamente la «teología moderna» de David
[2 5 6 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
Friedrich Strauss, ahora él luchaba en solitario contra una nueva y aún más
moderna mezcla de teología y espíritu de la época, defendida en las Vorle-
sun gen ü ber d as W esen d es C h risten tum s [Leccion es sobre la esencia d e l cris
tian ism o ], obra de Adolf von Hamack publicada en 1900. Si no había du
das acerca del valor del cristianismo, la teología era en cambio un lastre.
Esta era la dura acusación del viejo miembro de la facultad teológica de
Basilea, pues, se quisiera o no, la teología era siempre un producto de su
tiempo y del espíritu de ese tiempo y, por lo tanto, totalmente ajena al cris
tianismo de las primeras comunidades apostólicas, que era ateológico.
La obra de Overbeck sobre la cristiandad tuvo tan mala acogida pú
blica como el ataque de Nietzsche a David Friedrich Strauss. Las dos
obras eran «inactuales». Entonces, los teólogos castigaban con un silencio
total a aquel que desde la cátedra ponía en tela de juicio su razón de ser.
Tenía que venir la Primera Guerra Mundial para arrojar a los escombros
la ingenua conexión de bizarro cristianismo y activa cultura que había
imaginado el asesor privado Von Harnack. En 1919 el basilense Cari Al-
brecht Bemoulli, que había continuado la querella de Overbeck en tomo
al Archivo Nietzsche a su muerte, publicó con el título de C hristen tum
u n d K u ltu r [C ristian ism o y cultura] «Pensamiento y observaciones sobre
la teología moderna», material perteneciente al legado Overbeck. El li
bro, en el que se mostraban públicamente, como un nuevo descubri
miento, los pensamientos más ocultos y más críticos de Overbeck, inclui
da su significativa personalidad, tuvo una consecuencia imprevista. Karl
Barth, el gran renovador de la teología protestante en nuestro siglo, y ade
más basilense, tomó el libro de Overbeck como referencia de sus «pre
guntas no resueltas a la teología actual», de 1920 (en el opúsculo Z u r
in neren L a g e d es C h risten tu m s [E n torn o a la situ ación in te m a d e l cristia
n ism o ]). A Barth el papel de Overbeck como profeta le parecía «jeremía-
co», su lucha «cristiana» y él, personalmente, un «hombre extraordina
riamente piadoso».
Esto es todo, o casi todo, lo que aquí podemos decir sobre las perso
nales ideas de Overbeck y su importancia histórica. Justamente porque
fue sólo el amigo paciente de Nietzsche, no provocó ninguna crisis sino
que sacrificó su personalidad, corre el peligro de que se le tenga por me
nos importante que el brillante Rohde. En realidad era equiparable a
Rohde en el plano científico y superior a él en la profundidad con la que
formulaba sus tesis. Desactivar y eliminar la teología como ciencia era en
1873 una osadía mayor que atacar a Strauss como había hecho Nietzsche.
El espíritu combativo de su amistad infundía ánimo a los dos. A fina
les de 1873 Nietzsche escribió: «Vamos a seguir siendo buenos y fieles,
¿no es así? Vecinos de deseos, armas y paredes, extraños búhos en el ba
silense nido de búhos, pero búhos bastante pacíficos y educados. A saber,
para nosotros: hacia fuera horribles animales de presa y muerte, tigres
PROFESIÓN [2 5 7 ]
que rugen y otros animales parecidos a los reyes del desierto». Overbeck
intentó ganar a su viejo amigo Treitschke para la publicación de E l n aci
m ien to de la traged ia, de Nietzsche, en los A n u ario s Prusianos-, Nietzsche
se cuidó de que la C ristian d ad de Overbeck encontrara un sitio en la edi
torial suya y de Wagner. En Basilea, la gente, mitad en broma mitad por
miedo, llamaba a la casa de los dos herejes la «cabaña del veneno»; el pro
pio Nietzsche la veía como un nido de incendiarios y abrigaba la espe
ranza de ganarse a Overbeck para publicar más escritos inactuales.
Pero, mientras tanto, Overbeck se había puesto unas lentes de profe
sor y, tras su fracaso y el de Nietzsche, había caído de nuevo en sus viejos
temores. El 4 de julio de 1874 Nietzsche escribió a Rohde: «Nosotros,
Overbeck y yo, estamos ahora en un aislamiento casi trágico y aquí y allá
hay signos de una temible conjura contra nosotros». Overbeck proyectó
una carta abierta contra Paul Lagarde que no llegó a cristalizar. El Over
beck iracundo y pendenciero se refugió en sí mismo, de modo que ahora
Nietzsche sólo podía acceder el Overbeck pacífico, servicial y cariñoso.
No estaba hecho para luchar.
El cambio se puede apreciar a simple vista si se comparan los retratos
que presiden los dos volúmenes de F ran z O verbeck u n d F riedrich N ietzs
che, ein e F reu n dsch aft [F ran z O verbeck y F riedrich N ietzsche, u n a am is
tad ], obra de Bernoulli publicada en 1908: el caballero ya entrado en años
con lentes y cabello escaso ya casi no se parece en nada al agraciado jo-
vencito de ancha frente y mirada franca; el sueño se había esfumado.
Cuando, más tarde, visitó a Wagner, describió la triste suerte de Nietzs
che, «que tiene que explicar toda la historia de la literatura griega ante
tres, cuatro estudiantes absolutamente ineptos» (Cosima, agosto de
1874), pero su destino no era en modo alguno más favorable. Overbeck
exploraba y leía en voz alta a los estudiantes, que asistían accidentalmen
te a sus lecciones, lo que había investigado con anterioridad, y lo hacía
«sin levantar la mirada y sin descansar, frase tras frase, con voz tenue y
gangosa, mientras sus manos no podían por menos que golpear en el bor
de de la mesa». Le gustaba abordar la vida monacal de los primeros tiem
pos, pues él mismo era un tardío seguidor de los monjes, un hombre de
naturaleza frágil.
A pesar de todo ello, su carácter bondadoso y altruista le permitió por
fin, cuando ya tenía casi cuarenta años, encontrar una mujer que, aun
siendo más decidida que él, se adaptaba a su manera de ser y además se
mostraba comprensiva con Nietzsche y la amistad de éste con Overbeck.
Precisamente, en la carta de cumpleaños de noviembre de 1880, Nietzs
che hace balance de esa amistad: «Te agradezco tanto, querido amigo, po
der mirar desde tan cerca el teatro de tu vida: de hecho, Basilea me ha
dado tu imagen y la imagen de Jacob Burckhardt; quiero decir que he ob
tenido un gran beneficio de esas imágenes, y no exclusivamente del co-
[2 5 8 ] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E
La campaña de Francia
P
ronto hablaremos de las grandes tentativas de amistad; de la simpa
tía a la vez generosa, entusiasta y exactamente calculada de Wagner
por el joven profesor y del acercamiento de éste a Jacob Burck-
hardt, tan pronto amable y condescendiente como reservado y escéptico.
Pero antes hay que examinar una amistad cortada bruscamente, que hizo
vivir a Nietzsche la más peligrosa y transcendente aventura de su existen
cia: su actividad como enfermero en el campo de batalla lorenés, a raíz de
la cual enfermó de disentería.
En medio de una de las habituales cartas entre divertidas e ilustradas
que Nietzsche intercambió con Rohde aparece de pronto la noticia de la
guerra. «Aquí, un horrible trueno», se dice en la carta, en la que antes se
ha hablado de una alegre comida, «ha estallado la guerra franco-alemana,
y toda nuestra raída cultura se arroja en brazos del más repugnante de los
demonios. ¡Lo que vamos a tener que vivir! Amigo, queridísimo amigo,
nos vimos por última vez en el crepúsculo de la paz. ¡Qué agradecido te
[2 6 0 ] FRIEDRICH NIETZSCH E
estoy! Si la vida te resulta ahora insoportable, vuelve a mí. ¡Qué son todas
nuestras metas! ¡Es posible que estemos ya al principio del fin! ¡Qué de
solación! Pronto volveremos a necesitar conventos. Y nosotros seremos
los primeros fra tre s».
Si queremos entender lo que sigue tenemos que tener presente esta
primera reacción, esta espontánea erupción sentimental. Coincide exac
tamente con el tono de la carta a Vischer, presidente del consejo directivo
de la Universidad de Basilea, en la que Nietzsche comunica que renuncia
a sus derechos como ciudadano prusiano, o sea, a su nacionalidad. Cier
tamente, como prusiano en el extranjero, podía reclamar contra la llama
da a filas en tiempo de paz, pero «contra la fatal posibilidad de una gue
rra» no hay remedio que valga. «Sería movilizado inapelablemente como
artillero montado». Y en tono festivo sigue diciendo: «En estas circuns
tancias considero obligación mía frente a la Universidad de Basilea no ha
cer mi actividad en ella dependiente de la guerra y la paz».
Así, pues, entonces no había sitio para las discusiones patrióticas. Con
la mayor ligereza el cosmopolita se despojó de su ciudadanía prusiana. La
posibilidad de una guerra era «fatal», por así decir un residuo bárbaro, y
los intelectuales debían estar muy por encima. Además firmó la carta con
la horrible noticia a Rohde expresamente como «Tu fiel suizo». En ella
sólo hay una preocupación, expresada de manera apasionada: ¿qué será
de la cultura? La inminente guerra aparece como una catástrofe mundial,
y en la sombría y apocalíptica luz de esta catástrofe surge inmediatamen
te el sueño predilecto de Nietzsche: la unión de amigos en el idilio con
ventual, que salva de la ruina lo que hay que salvar. No se menciona en
absoluto que en esa guerra él podría prestar sus servicios de artillero, par
ticipar; sólo se evoca el trágico panorama de las obras de arte destruidas,
de las bibliotecas quemadas, de los museos saqueados.
Una lectura distinta de la del «fiel suizo» ofrece ciertamente la carta a
su madre del mismo día, carta que, como es habitual en Nietzsche, se li
mita a copiar expresiones de la escrita a Rohde, como, por ejemplo, la del
crepúsculo de la paz. Aquí leemos más bien asombrados: «A la postre yo
también me siento desanimado de ser suizo. ¡Está en juego nuestra cultu
ra! ¡Y aquí ningún sacrificio es demasiado grande! ¡Ese maldito tigre
francés!». ¿Hay aquí dos almas en un mismo pecho? ¿Se halaga simple
mente al destinatario de turno? La interpretación de la gran noticia habla
ahora, no ya del fin apocalíptico de la cultura universal a manos de la bar
barie, sino de un golpe a la cultura alem an a, asestado por la barbarie
fran cesa.
Por suerte, una tercera carta nos ayuda a salir del apuro; está dirigida
a la vieja amiga Sophie Ritschl, ahora descuidada a causa de la nueva ami
ga, Cosima. Entonces Sophie Ritschl seguía un tratamiento en Rigi-Schei-
deck, no lejos de Axenstein bei Brunnen, donde Nietzsche pasaba las va
P R O F E S IÓ N [2 6 1 ]
ver que Nietzsche había descubierto para él en Suiza. Mosengel tenía to
davía algunos otros méritos: era divertido, expansivo, y no entendía ab
solutamente nada de filología clásica. En cambio, su destino le había lle
vado a Ginebra y París, y hablaba francés con fluidez. En las notas figura
la frase: «Maravillosos golpes de suerte de Mosengel en París, historia de
amor y tela impenetrable de un conde húngaro (¿la que llevaba el empe
rador en el atentado de Orsiní?)». Así, pues, Mosengel había conocido el
mundo de las aventuras y los amores, estaba al corriente y podía servir
como intérprete y consejero. ¿De qué? ¿Para qué? En dos cartas, a la her
mana y a la madre, podemos leer: «Ahora no es improbable que sigamos
al ejército victorioso hasta París», así como: «Probablemente entonces se
guiremos al ejército alemán hasta París, al menos ése es nuestro deseo».
El plan secreto, malogrado al nombrarle profesor de la Universidad de
Basilea, estaba nuevamente aquí.
El informe de Elisabeth, contenido en la biografía, subraya sin pre
tenderlo esa interpretación de la campaña de Francia. «En aquel remoto
valle montañoso [el Maderanertal], Fritz escribió un tratado sobre la cos-
movisión dionisíaca y aún recuerdo que, cuando él me lo leía, unos cuan
tos cañonazos le interrumpieron de repente. ¿Qué pasa aquí? gritaron los
veraneantes que acudían corriendo de todas partes. El dueño de la pen
sión, un médico que había estudiado en Alemania, provocó ese ruido por
simpatía hacia sus huéspedes alemanes, izó una bandera y gritó: “ ¡Gran
des, magníficas victorias de los alemanes!”. Finalmente, hasta nuestra so
ledad llegó un telegrama y anunció Weissenburg y Wórth». De acuerdo
con el relato de Elisabeth también se habló de «ingentes pérdidas», tras
lo cual su hermano se puso pálido, paseó un largo rato arriba y abajo con
Mosengel y luego se acercó jubilosamente a ella, que ya tenía los ojos lle
nos de lágrimas. Según Elisabeth, Nietzsche le preguntó qué haría si es
tuviera en su lugar. La señorita prusiana contestó sin ambages que iría a la
guerra, que ella no podía hacer nada, «pero tú, Fritz, y me puse a llorar
desconsoladamente». Nietzsche piensa: el deber me dice que vaya a la
guerra; si no como soldado, al menos como enfermero con Mosengel.
Aparte de todo el sentido del deber y todo el patriotismo prusiano
que se quiera poner en la balanza, hay que tener en cuenta que la deci
sión, facilitada por la amistad de Mosengel y su disposición a acompañar
le, fue activada por la noticia de una imponente victoria alemana y la po
sibilidad de visitar París, que seguía atrayéndole. Además, Nietzsche se
liberaba así de sus obligaciones como profesor en Basilea, que le pesaban
excesivamente, y en cierto modo también de las continuas exigencias de
los Wagner. Independientemente de cómo le fueran las cosas, él esperaba
encontrar virilidad y aventura y —ya fuera accidental o fundamentalmen
te— una prueba de su componente dionisíaca, que se había revelado en
Maderanertal.
P R O F E S IÓ N [2 6 5 ]
más mojigata que coqueta, a buen seguro que no habría conservado las
cartas de Nietzsche hasta 1909 si hubiera descubierto en ellas, aunque
sólo fuera a través de insinuaciones, una actitud que fuera más allá de la
admiración respetuosa.
Tampoco había que esperar secretos del diario íntimo de Cosima, que
ésta llevó con extraordinario rigor, día a día, hasta la muerte de Wagner,
el 13 de febrero de 1883. Además Glasenapp y Du Moulin Eckart, bió
grafos de Wagner y Cosima, habían tenido ocasión de estudiar a fondo
ese diario, y cabe pensar que si hubieran encontrado en él cosas sensacio
nales o escandalosas, alguna se habría filtrado. A pesar de ello, el diario,
tal como ha llegado a nosotros, es una fuente inapreciable. En el índice
del primer volumen, que abarca los años 1869-1877, Nietzsche es citado
unas doscientas veces. Con él sólo compiten Friedrich Feustel y Hans
Richter entre los amigos, Luis II, Liszt y Bismarck entre los coetáneos fa
mosos y Beethoven, Shakespeare y Goethe entre los grandes del pasado.
A Wagner ciertamente le habría gustado que Nietzsche figurara en la ca
tegoría de sus seguidores. Y si es cierto que alguna vez había llegado a in
tuir que podría figurar en el grupo de los iguales a él, la idea le resultaba
incómoda.
La historia de las relaciones entre Nietzsche y Wagner, tal como aquí
se va a exponer, se basa esencialmente en el diario íntimo de Cosima
como nueva fuente documental. Por lo tanto, también extrae información
de la vida cotidiana de los Wagner, en la que Nietzsche aparece como un
amigo cercano, colaborador y compañero. Aquí no hay sitio para un ro
mance, pero sí para una novela.
raremos noticias». ¿Una broma? Quien así piense conoce mal los auda
ces sueños de Wagner.
Esto tampoco era un capricho. Una de las cartas más extensas e in
dulgentes de Wagner a Nietzsche, del 24 de octubre de 1872, tras prolijas
discusiones sobre germanidad, judaismo y helenismo, vuelve sobre el
punto: «Ahora miro, pues, a mi hijo, mi Siegfried: el niño se hace cada día
más robusto y fuerte, y, al mismo tiempo, no menos diestro con el ingenio
que con el puño». Este pequeño Sigfrido tiene ahora tres años y medio.
En medio de toda la desesperación él es la esperanza de Wagner, «un
puro prodigio». Y: «El niño me lleva a usted, amigo, y me inspira, ya
por puro egoísmo familiar, el afán de ver impulsadas literalmente hasta su
realización todas mis esperanzas depositadas en usted: pues el niño
— ¡ay!— le necesita». Signos de admiración, guiones, ¡ay, Nietzsche
como educador de Siegfried es el deseo ferviente de Wagner!
En la fantasía de Wagner todo está ya decidido. Nada más nacer Sieg
fried, supo que su hijo no sería músico como él, perdido en el mundo de
su fantasía y castigado por el mundo terrenal, sino cirujano como el «Wil-
helm Meister» de Goethe, un médico práctico que se afirmaría en el mun
do. Pero una formación general debería prepararle para ello; de ahí
Nietzsche, maestro destacado.
¿Y no daba ya muestras el niño de que estaba preparado para tan ele
vado designio? Wagner hace saber a Nietzsche, aparentemente como de
paso pero con preciso cálculo que, mientras ordenaba la biblioteca, le ha
bía dicho al pequeño Fidi: «Ahora, C reuzers Sy m bolik [Sim bolism o de
C reu zer], y Fidi le había alargado rápidamente el libro correcto. No era
un título más, era la más importante fuente para aquella nueva interpre
tación de los dioses y aquella contraposición de lo dionisíaco y lo apolíneo
de la que debía emerger E l n acim ien to de la traged ia. El pequeño Sieg
fried estaba ya, por así decir, ungido.
Meses antes, Wagner había abordado el tema de Fidi. Escribió: «Bien
mirado, usted es, después de mi esposa, la única ganancia que me ha
aportado la vida: a decir verdad, ahora afortunadamente se suma a ella
Fidi; pero entre él y yo hace falta un eslabón que sólo usted puede cons
tituir, algo así como el hijo para el nieto». Esto elevó aún más la posición
de Nietzsche en la dinastía: él era el hijo esp iritu al de Wagner y debía con
vertirse en padre esp iritu al de Siegfried.
mer confidente del maestro, el genio en el fondo igual a él, sólo más joven
y por eso necesitado de consejo, o simplemente un allegado como tantos
otros, de los que la corte de Tribschen se servía a voluntad.
En este sentido, Nietzsche era motivo de preocupación para los Wag-
ner, había que controlar sus humores. En cualquier caso, él íes había con
fiado su existencia, se había jugado su reputación como profesor. Esto es
taba en la base de aquella carta en torno a Fidi del año 1872 en la que
Nietzsche es propuesto como nexo de unión entre el padre, que ya tiene
casi sesenta años, y el hijo, que acaba de cumplir seis.
Wagner, maestro en ganar dinero pero no un mago como el archivero
Lindhorst, vio el peligro de que el discípulo se convirtiera un día en una
carga para él, de que le pudiera obligar a acometer otras campañas finan
cieras con sus planes. La preocupación afloró con suficiente claridad en
la carta sobre el futuro de Fidi: «Le deseo prosperidad totalmente ordi
naria, pues la otra [la existencia espiritual] me parece plenamente asegu
rada en usted». Tras la nueva lectura de E l n acim ien to d é la traged ia, Wag
ner ha pensado: «¡O jalá que esté y se mantenga sano, y le vaya bien todo!
En modo alguno le debe ir muy mal». Era una carta atormentada, escrita
además en un estilo enojoso. A Nietzsche Wagner le había colocado un
considerable peso en el cuello, le había arrancado del viejo camino, y aho
ra no tenía otra cosa que ofrecerle que consejos y promesas: «Aguante
con fuerza sólo algún tiempo más; lo justo se encuentra con toda seguri
dad al final».
mió Nobel por su notable labor como filósofo escritor, está hoy práctica
mente olvidado. Su lección inaugural en la Universidad de Basilea, sobre
«Aristóteles y el presente», puede decirse que no molestó a nadie.
Nietzsche no quedó muy decepcionado. El futuro filósofo conocía los
enojosos compromisos que existían en torno a las cátedras de filosofía; a
través de Schopenhauer se había enterado de ello hacía ya mucho tiempo.
Al menos ante Rohde dejó entrever que su meta principal había sido la
combinación que hubiera permitido a éste ir a Basilea como profesor de fi
lología. Nietzsche dijo literalmente: «En realidad, incluso ese profesorado
me atrae sobre todo por ti, pues lo considero sólo como algo provisional».
¿Qué era lo que verdaderamente perseguía en secreto? Desde febre
ro de 1870 Nietzsche tenía una carta de Wagner, sobre la que podía le
vantar sus esperanzas para un futuro inmediato. En ella aparecían las pa
labras «división del trabajo», que también se podían entender como
«división del dominio», como delimitación de fronteras entre dos poten
cias amigas, pero soberanas. En esta carta sumamente personal Wagner
decía que, a veces, al reflexionar sobre su trabajo le venía, como si fuera
un rayo, una idea filosófica. Pero si quería profundizar en esa idea, para
hacerla científicamente aprovechable, necesitaba mucho tiempo y con
ello tenía que renunciar a su propio trabajo. «Aquí es bueno ahora una di
visión del trabajo. Usted podría quitarme mucho, la mitad de mis ocupa
ciones. Y, al hacerlo, tal vez atendería plenamente a sus asuntos».
El era un diletante en filología, seguía diciendo Wagner, y Nietzsche
en música. Pero estaba profundamente convencido de que la filología era
una importante estructura, «sí, me dirige como músico». Con esto Wag
ner se refería a sus intentos poéticos y narrativos, pero también filosófi
cos, con los cuales, mientras tanto, había realizado una extensa obra de la
que ahora aparecía un volumen tras otro. En sentido inverso, Nietzsche
debe seguir siendo filólogo, para dejarse dirigir por la música. Esto podía
referirse al futuro sueño nietzscheano de una «filología musical», pero
también podría significar lisa y llanamente: dejarse dirigir por la música
de Wagner.
«Lo que digo aquí lo digo en serio», seguía declarando Wagner en
esta carta decisiva para el futuro de Nietzsche. Cosas indignas son la filo
logía especializada pura, el girar en círculo sobre uno mismo y la música
pura y absoluta con su insidia de números. Y: «Ahora muestre usted,
pues, de qué sirve la filología y ayúdeme a realizar el gran “renacimiento”,
en el que Platón abrace a Plomero, y Homero, henchido de las ideas de
Platón, se convierta verdaderamente en el Homero supremo».
Para un hombre joven sin obra propia esto eran verdaderos cantos de
sirena. Aquí se le ofrecía una amistad como, anteriormente, Nietzsche
sólo pudo soñar con Rohde, y el gran Wagner se mostraba condescen
diente con él, un principiante, y le invitaba a sentarse a su lado, como un
[2 8 8 ] FRIEDRICH N IETZSCH E
rey junto a otro. Si Nietzsche hubiera leído la carta con más atención, más
filosóficamente, a buen seguro habría descubierto también la picardía del
tentador, el engaño en la brillante propuesta. Platón-Nietzsche era invita
do a abrazar a Homero-Wagner; Homero-Wagner, enriquecido con las
ideas de Platón-Nietzsche, se convertiría así en el más grande de todos.
Enriquecerse sin escrúpulos ni complejos, material e idealmente, era una
característica del genio de Wagner. Nietzsche tenía mucho tiempo para
conocerle de cerca en ese punto.
Aquel plan de una vocación secreta, que Nietzsche había acariciado
ya como estudiante, se concretaba ahora en los frecuentes encuentros con
Wagner. Su nombre era Bayreuth. Como le explicaba Wagner en sus con
versaciones, Bayreuth era mucho más que el plan de un teatro de música.
A este nombre iba unido el concepto de un «nuevo período cultural», o
sea, de aquella reforma, de aquel reinicio en tomo al cual giraba ya men
talmente Nietzsche a sus diecisiete años, que buscaba con su «Germa-
nia». El 19 de junio de 1870 escribió a Cosima: «En el asunto de Bayreuth
he pensado que lo mejor para mí podría ser que dejara durante algunos
años mi actividad como profesor y peregrinara también hasta el Fichtel-
gebirge». Y añade: «Son esperanzas que me gusta acariciar». ¿Es una ca
sualidad que la frase siguiente hable ya del príncipe heredero, de Fidi?
«Me he alegrado mucho pensando en Fidi: era la primera vez que le veía
en el adecuado entorno e iluminación de la naturaleza libre, y ¡cuán sano
y lleno de esperanza se me ofreció aquí!» El futuro educador emitió su
primer juicio, descubrió en el rollizo niño de dos años un gran destino.
Wagner el visionario no sólo había puesto al niño el mítico nombre de
Siegfried, sino también el nombre mesiánico de Helferich.
Cosima contestó a vuelta de correo. En Bayreuth las cosas van bien, y
así surge el feliz proyecto: «Usted escribe el libro en Bayreuth, y nosotros
le honramos». Tampoco aquí se debe pasar por alto la trampa: U sted ela
bora la idea, y n oso tro s la m aterializam os. Cosima, soñando de buen grado,
continúa: «Y si son quimeras lo que describo aquí, cuando su clara imagen
como techo protector favorezca el crecimiento de la magnífica vegetación,
constantemente amenazada por la temperatura exterior, yo la voy a cuidar
y a fertilizar como jamás se hizo en una propiedad». También aquí el sen
tido se ha de extraer del pensamiento expuesto a continuación: «Si enton
ces queda concluido el A n illo d e l N ib elu n go y la realidad [sigue siendo] lo
que siempre es, los bellos cuadros habrán prestado su servicio». Esto sig
nifica lisa y llanamente: sólo importa una cosa, la obra de Wagner. El sue
ño del nuevo «período cultural» también puede servir a ese fin.
Sin embargo, el esperanzado Nietzsche lo tomaba todo al pie de la le
tra, y los Wagner dejaban caer alusiones que él podía aplicar a su perso
na, como el futuro filósofo de la casa y como el iniciador de lo que Ri
chard llamaba «renacimiento» y él «reforma». Una vez entendido esto, se
P R O F E S IÓ N [2 8 9 ]
explican las muchas alusiones que aparecen en las cartas a Rohde y que
hasta ahora nadie ha sacado de su contexto.
El 29 de marzo de 1871 Nietzsche informa a Rohde que casi ha ter
minado un pequeño trabajo titulado O rigen y ob jetivo d e la tra g e d ia , y si
multáneamente ejecuta de un plumazo la condena de la filosofía: «Vivo
en un arrogante distanciamiento de la filología, no es posible imaginar
otro peor... Así me acostumbro a mi universo filosófico y ya creo en mí; y
si me convirtiera en poeta, también estaría dispuesto a ello». Un buen de
monio lo hace todo para bien, su mundo crece hasta formar un todo ante
sus ojos. «Nunca he creído que alguien pueda sentirse tan claro y tran
quilo en esta ausencia de objetivos claros, sin ese supremo empeño en un
puesto de funcionario estatal, como yo me siento en líneas generales».
Aquí hay poesía y filosofía, sin seguridad a través de un puesto de profe
sor oficial.
El 10 de abril de 1871 escribe a Rohde y le dice que ha estado nueva
mente en Tribschen. «Allí tienen de nuevo los más grandes proyectos. Allí
hay el aire que necesitamos para vivir». En la carta del 7 de junio aflora
por primera vez el proyecto de una publicación periódica: «H e comenta
do con Wagner la idea provisional de una revista de la reforma, y al ha
cerlo hemos pensado ante todo en ti». «Hay muchas cosas en marcha»,
subraya al final. La carta de Navidad a Rohde concluye con el consejo de
no «dar a la maldita revista filológica» todo lo que él escribe en términos
más generales. «Espera un poco a las hojas de Bayreuth». Aquí se men
ciona exactamente el futuro plan profesional: Nietzsche editará la revista
del nuevo período cultural, el período del renacimiento o la reforma ale
mana, como mano derecha de Wagner. Así puede comunicar jubilosa
mente a casa que en los conciertos de Mannheim, celebrados en diciem
bre de 1871, ha estado con Wagner en la primera planta de la «corte
europea» y que, «de los muchos honores que le fueron tributados a Wag
ner, una parte recayó también en mí como su persona de confianza».
Llega el gran momento en el que — a principios de enero de 1872—
aparece el libro largamente proyectado, tan a menudo comentado y ree
laborado, que combina la nueva interpretación del arte y la filosofía grie
gas con el homenaje a Wagner como renovador del helenismo. Nietzsche
está convencido de que el libro hará época, Wagner y Cosima están entu
siasmados. Es su entrada triunfal en la historia del espíritu. Un joven y
genial profesor de universidad ha conferido a Wagner la dignidad de
Goethe, le ha puesto sobre la cabeza la corona de laurel. Es una nueva
victoria en la guerra por la conquista de Bayreuth.
Pero, desgraciadamente, si los amigos se muestran entusiasmados, los
intelectuales están horrorizados. El profesor Nietzsche ha arruinado su
prestigio. Cosima anota: «R. piensa en la gente que ahora tiene la palabra
en Alemania y se pregunta qué suerte va a correr este libro». Richard tie-
[2 9 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
ne razón al preguntarse. El libro no abre una nueva carrera, sino que des
truye para siempre la vieja, felizmente empezada. En la anotación de Co
sima se dice asimismo: «[Richard] espera fundar en Bayreuth una revista,
cuyo redactor será el profesor Nietzsche».
Esperanzas sobre esperanzas, planes sobre planes. Semanas después
aparece Nietzche: «Se ha hablado mucho; planes para tiempos futuros,
reforma de la escuela, etc.; él interpreta bellamente sus composiciones
para nosotros». Lo último es el consuelo por lo ficticio de los planes fu
turos. El proyecto de Bayreuth cuesta una inmensa suma de dinero, un
particular se atreve a construir un teatro de la Ópera con todos los com
plementos, también con una villa privada. Ningún artista actual se atre
vería ni siquiera a pensar en un proyecto semejante. Wagner es el planifi
cador, el político, que lo hace posible, ¡pero con muchas dificultades!
Dos días después de la visita de Nietzsche, el 22 de enero de 1872, se pue
de leer en su diario: «Llega la carta que comunica que Cohn aún no ha en
viado nada y que habría que tener el crédito para toda la construcción,
antes de poder empezar. Al mismo tiempo, R. recibe una carta del barón
Cohn, éste anuncia una firma para la concesión de 20.000 táleros. Y el ba
rón Loen había hablado de 50.000 y había anunciado que en su portafo
lio lleva suscripciones para 28.000 táleros, y al barón Cohn sólo le ha ha
blado de 12.000». Cosima se consuela a su manera: «Una araña, que vive
sola, vaga incansablemente sobre la carta de Cohn a la luz de la lámpara».
Nietzsche vive como implicado la lucha por Bayreuth, Elisabeth reco
ge 900 táleros para un patronazgo. El está presente, pero no como repre
sentante de Richard, no como segundo genio, al lado de éste y después de
éste, como Schiller junto a Goethe, sino sólo como persona de confianza
de la comunidad, como un buen amigo entre otros buenos amigos. Es
más que comprensible que en la rabiosa lucha por conseguir dinero para
Bayreuth ya nadie piense en el proyecto de una Academia, en su doble
misión. Se pone de manifiesto que el gran Wagner es ante todo composi
tor de óperas y, después, su propio empresario; todo lo demás está supe
ditado a esa idea monomaniática, de modo que incluso el redactor de la
revista que se quiere fundar no tendrá que ser otra cosa que vocero del
maestro, difusor de su fama.
Capítulo 6
visto por Wagner y el nuevo período cultural que debía empezar en Bay
reuth, pero también la filosofía platónica y preplatónica, y de repente se
le podía ocurrir la idea de que había encontrado una fórmula, absoluta
mente original, para interpretar la métrica griega. El conjunto estaba fer
mentando con excesiva pujanza, pero su maduración era lenta. Causa y
consecuencia de ello eran los persistentes dolores de cabeza y el insom
nio: cuando estaba en cama sin poder conciliar el sueño, no paraba de dar
vueltas y más vueltas: ¿dónde estaba el punto arquimediano a partir del
cual pudiera poner orden en el caos de sus ideas?
Nietzsche era al mismo tiempo optimista y asustadizo, como muchos
genios. Y si salía adelante era porque confiaba plenamente en el único
que, iniciado como él pero más viejo, le debería llevar a la fama que le es
taba reservada. De su entrega y servilismo a Wagner podríamos decir que
eran masoquistas e interpretarlos como sumisión a una imponente figura
paternal; sin embargo, es más lógico ver también ahí el cálculo, la opor
tunidad para el torpe, miope e inexperto muchacho de verse rodeado sú
bitamente de grandes personajes, gracias a un bienhechor que, efectiva
mente, hablaba de tú a tú a reyes, emperadores y potentados. La fe de
Hölderlin en Schiller y de Kleist en Goethe se repetía con la misma pe
rentoriedad y el mismo ardor.
Nietzsche podía esparcir incienso en las cartas, redactar verdaderos
homenajes de sumisión, atribuir incondicionalmente sus propios méritos
al maestro, pero la alianza estaba basada en el principio de «yo te doy
para que tú me des», do u t des. «¡Para que al final todo revierta en usted!»
escribió Nietzsche tras la aparición de E l nacim iento de la traged ia en ene
ro de 1872. Y: «Percibo mi existencia actual como un reproche y le pre
gunto a usted sinceramente si puedo serle útil.» Pero hay que leer correc
tamente esos homenajes, pues también equivalen a ponerle una pistola en
el pecho y decirle: ¡Ay de usted si no se sirve de mí!
Desde un principio, la relación de Nietzsche y Wagner fue de silen
ciosa, sólo a veces furtivamente atizada, rivalidad. Acaparaba de tal ma
nera la mente y la sensibilidad de Nietzsche que la realidad y la actividad
basilenses le resultaban casi quiméricas, un mundo de sombras. Peregri
naba a Tribschen para asistir al piadoso servicio religioso, pero al mismo
tiempo acudía al torneo de las mentes, a medir fuerzas, a provocar al maes
tro, en presencia de una dama que ciertamente no le arrojaba la rosa de su
pecho pero tal vez le sonreía alguna vez, cuando él rompía una lanza.
Nietzsche defendía su independencia, rechazaba las invitaciones, apa
recía sin previo aviso, y ya desde un principio provocó el enojo de Wag
ner porque se dejaba ver poco y había escalado por su cuenta y riesgo el
Pilatus, en vez de pasar el fin de semana en Tribschen. Las conversacio
nes daban lugar con facilidad a diferencias de opinión. El diario íntimo de
Cosima se hace eco de ello ocasionalmente, en los casos en que Richard
PROFESIÓN [2 9 3 ]
Por cierto, Cosima podía ser encantadora; actuaba no sólo como se
cretaria de Richard sino también como su ministro de Asuntos Exterio
res. Redactaba las invitaciones urgentes a Nietzsche, se mostraba conci
liadora, rogaba: «Vuelva pronto a comer carne, aunque sólo sea por amor
a Eva». Pero también era muy susceptible con su admirador; además de
reprocharle que hubiera viajado a Lugano sin despedirse de ella, se mos
tró sumamente contrariada cuando se enteró de que Nietzsche había en
viado su disertación sobre Homero, incluido el poema introductorio, no
sólo a ella sino también a su hermana. La anotación del diario íntimo a
este respecto es muy elocuente: «Primeramente tengo que reírme de ello,
pero, tras hablar con Richard, aquí tengo que ver un giro mental, como
una fiebre de traición, por así decir para resarcirse de una gran impre
sión». Cosima no conocía el perdón, el vasallo había engañado a la dama
de su vida, aunque fuera sólo con la hermana. No nos sorprende que el 15
de julio de 1871, en las mejores relaciones, haga la siguiente anotación
con referencia a una carta de Nietzsche, hoy desaparecida: «También en
esta relación de toda una vida Richard ha entregado más amor del que ha
recibido». Pocos indicios se oponen a la hipótesis de que en la lucha de
fuerzas, en la política de alianzas, ella era la más perspicaz, la más renco
rosa, Richard el más apasionado pero también el más sentimental.
tiones y la factótum Miene tuvo que empaquetar ropa blanca, que fue en
viada a la estación, pero entonces llegó la carta con el cambio en el estado
de Nietzsche de «serio» a «no tan serio» y todo quedó anulado. Elisabeth
no fue junto a su hermano, pero éste recibió una carta de la madre con ex
clamaciones como: «Qué triste, mi querido hijo, que sufras tanto, ojalá
que ahora los buenos médicos sean guiados por Dios misericordioso y te
aconsejen lo correcto». Ella recomendaba, además de la manta y el co
bertor rojo, chanclos, calientes medias de lana y ponerse encima de las
botas un par de las llamadas B arlatsch en , en Naumburg el par cuesta sólo
7 1/2 monedas de plata. En su carta Elisabeth utiliza todos los recursos de
su muy desarrollado sentimentalismo, con voz del corazón y declaracio
nes sobre lo poco que ella le podría ayudar y luego lanza la gran andana
da: «...y, para contemplar el más material de todos los puntos, yo habría
aligerado considerablemente tu bolsa, pues aunque lo quería llevar todo
personalmente y había tomado medidas para ello, conozco a mi generoso
y magnánimo hermano demasiado bien para abrigar la esperanza de que
me iba a conceder plena libertad en ese punto. Así, summa summarum,
lo mejor debe ser quedarse en casa». Mas, a pesar de las aseveraciones y
las excusas de la hermana, a pesar de su conjetura de que tal vez sería me
jor que estuviera solo, él únicamente oía negativas: «me puse a temblar y
tuve que vomitar». Este era su verdadero sufrimiento: los suyos tampoco
le entendían, tomaban en serio las corteses frases de acompañamiento y
las señales de infortunio por menos graves, pero el refugio le cerraba las
puertas. Al final, Elisabeth pudo viajar y acompañarle a Lugano; fue una
ayuda mejor que las medias calientes, las botas, los chanclos y las B a rla ts
chen que había pedido.
Ciertamente él prefería no tener que aparecer como suplicante, sino
poder hablar de su gran suerte y su éxito. En las primeras semanas del
año 1872 Nietzsche se sintió inicialmente muy agotado, parecía repetirse
la crisis de 1871, pero entonces, el 24 de enero, pudo informar a casa que
todo había sido superado. Una lista de experiencias agradables: el libro,
«todo está patas arriba, afortunadamente la mayor parte llenos de admi
ración, otros llenos de ira», agradables días de Navidad, la primera diser
tación sobre el futuro de las instituciones docentes alemanas tiene un éxito
extraordinario. La semana próxima pronunciará la segunda disertación;
es de prever que el local esté totalmente lleno, acudirán Wagner y su se
ñora. «Os asombraríais si supierais con qué amabilidad soy tratado allí
[en Tribschen] y el respeto que me tienen». En esta carta rebosante de eu
foria figura la frase: «Sí, hay que tener un hijo y un hermano que escriban
tales cosas; entonces merece la pena, pensaba yo, tener un hermano y un
hijo».
Esto es la familia como núcleo humano imprescindible, arracimado
en tomo a él, aplaudiéndole, como procuraba hacer Elisabeth de manera
PROFESIÓN [3 0 3 ]
tan modélica, incansable y por eso tan deseada. Por este motivo a Nietzs-
che le gustaba tanto que ella estuviera a su lado; su admiración le daba ca
lor en medio del frío invierno basilense con su «estiércol blanco». La fra
se citada tiene ciertamente una continuación curiosa. «Bueno, bromeo»
sigue diciendo, «¡pero cómo puedo hablar en serio de semejante hecho,
que sólo puede ser comprendido con temblor!».
Oímos por primera vez frases futuras relacionadas con el Z aratu stra.
Ahora se manifiesta una inquietante autoestima o el sentimiento de refle
xión ante la propia obra de creación. «Habladme en vuestra carta de mi
libro al menos con el mismo respeto con el que habláis, por ejemplo, de
la augusta persona», este curioso tratamiento aparece al final de la misma
carta.
Si tomamos como contraste extremo con ello el temblor y las náuseas
que experimenta al recibir el telegrama de anulación, los síntomas cada
vez más frecuentes, de su dolencia, en el joven Nietzsche se manifiesta esa
alternancia entre los estados anímicos depresivos y maníacos, entre me
lancolía y sentimiento creador, que es característica tanto de determina
das enfermedades neuróticas como de los peligros del genio.
mente así, pero así lo siente. Proyectos de aventuras: «Cuatro años de tra
bajo cultural, luego un viaje largo, tal vez contigo». Pero, una vez más, el
autorretrato es sólo una condena, un desplazamiento de lo esencial. De
acuerdo con este plan ideal, llegaría a los treinta y cinco años y aún no ha
bría hecho nada. Pero luego, hacia el final de la carta, aparece una pers
pectiva completamente distinta, que hasta ahora había permanecido
oculta: «Richard Wagner me ha dado a conocer de la manera más con
movedora qué destino ve reservado para mí». Otro ritard an d o, miedo del
propio coraje: «Todo esto es muy inquietante». Pero entonces aparece la
gran sentencia del programa: «Ciencia, arte y filosofía crecen ahora tan
juntas en mí que en cualquier caso un día yo alumbraré centauros».
La oscilante visión, que se inclina ora a un lado ora a otro, se sinteti
za: una ciencia filosófica del arte, una filosofía artística, un arte razonado
científicamente, uno lo puede girar o agrupar como quiera, es la nueva
piedra filosofal. La intuición cobra forma en los preciosos días de junio
de 1870, cuando Rohde también está en Tribschen. El sentimiento místi
co de hermanamiento necesita un nombre, un signo de identidad, una
fórmula cifrada para iniciados, y he aquí a los tres frente a la acuarela del
salón de los Wagner, que presenta al dios Dionisos en el corro de las Mu
sas, pintada por Bonaventura Genelli. Es la hora del alumbramiento de
una nueva concepción del arte, de una nueva cosmovisión: cuando, poco
después, Nietzsche viaja al Maderanertal, ya ha concebido el plan de es
cribirlo: lo que inicialmente Nietzsche retiene allí sólo como esbozo lleva
expresamente el título de «cosmovisión dionisíaca».
C apítulo 7
El nacimiento de la tragedia-
la tragedia de unnacimiento
todas las normas y leyes del gremio. Tal vez ni siquiera el robo de cucha
ras de plata habría sido peor.
En un principio, lo único decidido sobre este libro era que había que
escribirlo. Un libro científico como legitimación del título era algo que ca
bía esperar, pues pertenecía al cargo de profesor. Pero se podría haber
tomado más tiempo. En su cabeza bullían suficientes planes científicos,
pero entre la edición crítico-filológica de los textos y las ideas generales
sobre el helenismo que llenaban su cabeza hasta el caos faltaba algo así
como un punto de cristalización. En un principio el plan se llamó sencilla
y comprensivamente libro de los griegos, y a través de los proyectos y es
bozos se puede comprobar que en realidad en él debía estar todo: el E s
tado griego y la esclavitud griega, la mujer griega y la filosofía griega, H o
mero y Platón, lírica y tragedia. Pero este todo, o de todo, tampoco
abarcaba el conjunto; desde un principio concurría también el pensa
miento pedagógico, el autor como educador, el renacimiento alemán
como meta y la música de Richard Wagner como camino para acceder a
ese renacimiento.
Las disertaciones públicas pronunciadas en Basilqa sobre Homero,
sobre el drama musical griego y sobre «Sócrates y la tragedia» eran globos
sonda, señales, y aunque nadie podía leer de nuevo el texto, ya empeza
ban a manifestarse, además de admiración, también odio y encono; había
«sobresalto y malentendidos». A los honrados basilenses les sorprendió
sobre todo la última disertación. Aquí era destronado un santón que ha
bía ocupado su pedestal, sin que nadie le atacara, como Platón y Home
ro o Rafael y Beethoven: Sócrates.
La nueva tesis de Nietzsche dice: la tragedia griega había sido gran
diosa, sobre todo en sus orígenes, pues procedía de la música y de la dan
za coral. Entonces no imperaba el drama: no la acción sino el p atb o s, la
pasión. El carácter de la tragedia era lírico-musical, las figuras se incor
poraban como nobles esculturas. Después, en este drama musical había
penetrado el diálogo, con él la razón calculadora y especuladora y Sócra
tes como su precursor más peligroso con su optimismo de la virtud y su
dialéctica. Entonces la tragedia, profundamente pesimista, murió a causa
de su optimismo.
La visión nietzscheana de la grandeza del helenismo arcaico, hoy ge
neralizada, apareció entonces como ataque al patrimonio más sagrado.
Incluso Cosima quedó impresionada. Wagner escribió al «carísimo se
ñor Friedrich» que había necesitado mucho tiempo para calmar a Cosi
ma. «Usted había tratado de manera sorprendentemente moderna los
nombres de los grandes atenienses». Moderno significaba tanto como
iconoclasta. La propia Cosima escribió a Nietzsche: «E l maestro le habrá
dicho en qué excitación he estado sumida, y también que durante toda la
noche tuvo que hablar conmigo sobre el tema, con todos sus pormeno
PROFESIÓN [3 0 7 ]
mito doméstico: uno se imagina una cultura que no tiene una residencia
primitiva, fija y sagrada, sino que está condenada a agotar todas las posi
bilidades y a alimentarse penosamente de todas las culturas; esto es el pre
sente... ¿A dónde apunta la enorme necesidad histórica de la insatisfecha
cultura moderna, la acumulación en torno a ella de otras incontables cul
turas, el voraz deseo de saber, si no es a la pérdida del mito, a la pérdida
de la patria mítica, del mítico regazo materno?»
El medicamento que él prescribía procedía aún de la farmacia wagne-
riana: el espíritu alemán se tiene que desprender de los elementos extra
ños, románicos, reencontrarse, reencontrar su propio mito, o sea, la obra
de Wagner sobre los Nibelungos; ciertamente eso no era lo que se decía,
pero sí lo que se quería decir. Tampoco faltaba el aviso: «Y si el alemán
busca temerosamente un caudillo que le lleve de nuevo a la patria perdi
da hacía mucho tiempo, cuyos caminos y senderos apenas si conoce ya,
entonces que sólo escuche el grito deliciosamente cautivador del ave dio-
nisíaca, que planea sobre su cabeza y quiere mostrarle el camino hasta
allí». Esto era, incluido el adverbio «deliciosamente», dicción wagneria-
na: el señuelo dionisíaco era perfectamente conocido de todos los amigos
de Wagner por su Siegfried .
menos al buen Dios y no llegó a entender lo que se quería decir con el uno
primordial; el señor Von Baligand aseguraba que no sólo había leído el li
bro, sino que también lo había estudiado, y aprovechó la oportunidad
para rogar inmediatamente a Nietzsche que hablara en casa de Wagner de
un grupo de cantores de Munich. El señor Von Bülow eludió la confron
tación; dado su encarnizado odio a la superficialidad, no quería hojear
ahora el libro, sino esperar a las vacaciones para leerlo. Por último, el gran
Liszt, que se había convertido mientras tanto en una persona piadosa,
elogió la asombrosa iluminación y el magnífico lenguaje, pero dijo que el
helenismo y el tema de los ídolos de que hablaban los eruditos le eran bas
tante ajenos. Sus montañas no eran el Parnaso y el Helicón, montañas de
las musas, sino el Tabor y el Gólgota, moradas de Jesús. El rey de Bavie-
ra, gran amigo de Wagner, y también esperanza de Nietzsche, hizo saber
a través del señor Von Düfflipp que había recibido el libro con agrado; ni
una palabra diciendo que lo había leído.
Allí donde miraba Nietzsche sólo encontraba incomprensión e irra
cionalidad. ¿Qué encontró la fiel Elisabeth para alabar? El tratamiento
«mis amigos» da al libro algo que llega al corazón. También estaba exce
lentemente presentado. A Wenkel, predicador de la catedral de Naum-
burg, viejo amigo y protector de Nietzsche, le faltaba sentido musical
para entender el libro, mientras que, entre los parientes, el pastor Schen-
kel y el tutor Dáchsel eran demasiado mezquinos para comprar el libro.
Nietzsche se lo envió; los familiares tenían que saber lo que él quería.
Los que más le afligían eran los Wagner. Nietzsche no sólo había en
viado a Wagner, como tardío regalo de Navidad, E l n acim iento de la tra
ged ia, sino también a Cosima, con el mismo motivo, su última composi
ción, R eso n an cias d e una noche d e San Silv estre. También esto era una
competición, pues un año antes, en Navidad, el propio Wagner había sor
prendido a Cosima con el Id ilio d e S igfrid o . Así, pues, en la larga carta de
consolación que el maestro, en toda su prepotencia, escribió el 10 de ene
ro al autor enfermo, éste leyó, en vez del esperado competente juicio so
bre su música (que confiaba ver definida como «amorfa pero genial»),
sólo las tres frases siguientes: «Le entiendo a usted también con el senti
do de las composiciones musicales con las que tan ingeniosamente nos
sorprendió. Sólo me resulta difícil comunicarle mi comprensión. Y, como
percibo esas dificultades, me siento angustiado». Esto era peor que nada,
pues equivalía a decir que el amigo de Nietzsche no le podía exigir un jui
cio técnico. Lo de Cosima fue aún peor: Si Wagner había aceptado la
composición como regalo para ambos, ella olvidó limpiamente mencio
narla. Enumeró lo que había recibido: de Richard el retrato suyo pintado
por Lenbach, de Lenbach el cuadro del padre de ella y del atnigo Nietzs
che su «magnífico libro». Motivo más que suficiente para que éste se en
fadara.
[3 1 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
llegaría una era en la que el arte debía ocupar el sitio de la religión. Así
Rohde se metió en la piel de su amigo y declaró valientemente:
«En las dramáticas obras de arte de Richard Wagner él [Nietzsche]
percibe la prodigiosa violencia de aquel armónico dúo dionisiaco-apolí-
neo del arte supremo, en él ve el principio de una nueva cultura alemana
que surge de lo profundo de la comprensión universal del arte, él quiere
gritar a todos aquellos que aprecian los supremos esfuerzos culturales de
la época que le apoyen y apoyen sus obras».
Además de Wagner se evocaba el nombre de Schopenhauer; ya no es
taba en juego el tema de la filología clásica, sino el de la revolución cultu
ral de Wagner, la reforma bayreutheana, y Rohde cayó sin darse cuenta en
el enfático estilo de la nueva cuando pidió a todos los seguidores conven
cidos «que, sumergiéndose en este libro, se preparen para el profundo
disfrute de una completa colección de sus pensamientos aireados con tan
ta facilidad a todos los vientos por la incesante caza de la vida actual».
Rohde concluyó su llamamiento, prudentemente firmado sólo con E.R.,
llamando a Bayreuth «panteón de la nación alemana». Nietzsche estaba
entusiasmado, inflamado, arrebatado. «Amigo, amigo, amigo, ¡menuda la
has hecho!» El, sin ver las letras E.R., se ha sumergido más profunda
mente en el «abismo de percepciones bayreutheano»; entonces descubre
la voz del amigo, «¡ay, carísimo amigo, eso me has hecho!». Si podía ha
cer una copia impresa, «bella y lujosa», para enviársela a los amigos. Y al
final: «¡M e derrito, lucha, lucha, lucha! Necesito la guerra». Tres veces
«amigo», tres veces «lucha», así era, así lo quería él: la gran pose heroica.
Se olvidaba de que el elogio de Rohde estaba impreso en delgado papel
de periódico y que al día siguiente sería barrido por otras noticias.
ble reunión a Cariátides y musas: / Sin las musas no hay vida / Que la hie
dra corone siempre mi cabeza».
Wilamowitz, el muchacho prusiano del Este, siguió siendo un autén
tico hombre de Pforta durante toda su vida, no dividido como Nietzsche.
Como mandaban los tiempos, creía en germanos y griegos, tan claro y sa
grado, tan heroico y esforzado, como era la Germania renacida después
de 1871 en su opinión. Así, favorecido también por su título nobiliario,
podía hacer carrera en la Alemania imperial y en la metrópoli berlinesa,
como hijo político de Mommsen, podía ser llamado a ocupar un cargo
alto, incluso muy alto. Era un muchacho inteligente: en la última redac
ción alemana, con el profesor Koberstein, tuvo un “Excelente”, «el ante
rior lo tuvo Nietzsche». Éste era el estudiante modelo de los estudiantes
modelo, al que había que emular. «A Nietzsche se le tenía por algo espe
cial, también por algo extraño, algo a lo que nosotros, un poco más jóve
nes, mirábamos con admiración». Así lo narró Wilamowitz más tarde en
sus «Recuerdos» y añadía inmediatamente que, a decir verdad, Nietzsche
no era muy bueno en griego y sobre todo en matemática, que, como se
puede leer en Platón, es el camino de toda ciencia. En conjunto, Wilamo
witz era el más griego de los dos alumnos modelo.
En el panfleto del joven Wilamowitz se dice: ¡«Qué vergüenza inflige
usted, señor Nietzsche, a la madre Pforta!». Más tarde escribió que había
visto degradado todo lo que se había llevado de Pforta como intocable y
sagrado. Nietzsche ha leído mal a Homero, no le conoce, pues si le cono
ciera, «¿cómo iba a atribuir mentalidad pesimista, nostalgia senil del no
ser, autoengaño deliberado a aquel joven mundo homérico henchido de
delicioso disfrute de la vida, que alegra todos los corazones puros con su
juventud y naturalidad, a la primavera del pueblo que ha soñado real
mente el sueño más bello de la vida?». El sereno helenismo, la juventud,
los gritos de júbilo, la primavera —pues de esto se trataba— eran como
un pedazo de religión de burgueses e intelectuales que no se dejaba ex
tirpar.
A esto se añadió una segunda ofensa. Evidentemente para no perder
totalmente el favor de Ritschl, Nietzsche había mencionado, en E l naci
m iento d e la tragedia, a Otto Jahn, rival de Ritschl en Bonn, como ejem
plo modélico de incomprensión del arte. Nietzsche leyó entonces en el
panfleto de su rival: «N o necesito ensuciarme con el libelo contra Otto
Jahn: la inmundicia lanzada contra el sol cae por sí misma sobre la cabe
za de quien la ha lanzado». Aquello era, después de todo, una escaramu
za tardía de la guerra de los filólogos que había tenido lugar en Bonn.
Jahn tenía de su parte a los «berlineses», el joven Wilamowitz era apoya
do por los jerifaltes de la enseñanza, el viejo Moritz Haupt, el arqueólogo
Curtius y el gran historiador Mommsen; su ataque no era, pues, tan he
roico. Ritschl tenía también sus envidiosos rivales en Leipzig: el filólogo
PROFESIÓN [3 2 3 ]
librito seguro que le habrá venido a la mente el nombre del colérico Aqui-
les, que pasa magnífico y victorioso, y arrastra por el suelo a Héctor, ene
migo de su amigo, sin atender a los lamentos de Ilion».
Pero el joven Wilamowitz no se dejó arrastrar como cadáver ni sobre
el agua ni sobre la tierra, sino que en 1873 envió una «segunda parte» de
su «filología del futuro», de manera plenamente consciente, bajo la pro
tección de Rohde, que, contra sus convicciones, se había pronunciado a
favor de su amigo, y como acusación rotunda contra el culto a Wagner y
la nueva teoría sobre los griegos: «Aquí se disuelven las experiencias de la
filosofía y la religión para que un desvaído pesimismo muestre sus enga
ñosos espejismos como en el desierto; aquí se rompen en pedazos las imá
genes de los dioses, con los que poesía y artes plásticas pueblan nuestro
cielo, para adorar en el polvo al ídolo Richard Wagner; aquí se derrumba
el edificio construido afanosamente por un genio activo y brillante para
que un soñador ebrio eche una mirada extrañamente profunda al abismo
dionisíaco: esto no lo soporto». Orgulloso estaba él también aquí, rebo
sante de p ath o s y movido por un ideal noble, uno y otro héroes de escena,
que de acuerdo con el espíritu del tiempo giran los ojos en redondo y re
chinan los dientes, Después los héroes quedaron cansados. Nadie tiene ya
ganas de contestar a esta refutación de la refutación de Rohde, que lo es a
su vez de la refutación de Wilamowitz al texto de Nietzsche. El siguiente
juicio crítico sobre E l n acim iento , y al mismo tiempo uno de los más cáus
ticos, procede del propio Nietzsche.
Una de las consecuencias de todo el asunto fue que Rohde no obtuvo
la cátedra de Friburgo, sino que tuvo que esperar todavía un año para que
en Bonn Usener declarara a Nietzsche científicamente muerto y a que en
el semestre de invierno en Basilea los estudiantes de filología clásica no
asistieran a clase; en total, Nietzsche dio una sola clase con dos alumnos,
precisamente sobre retórica. De los dos ninguno era filólogo, y uno de
ellos, escribió Nietzsche, estaba tan apegado a él que en vez de aprender
retórica, le limpiaba las botas.
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Grandeza
Los grandiosos tiempos de Basilea
1872-1873
Capítulo 1
El rival
La extraña amistadconJacob Burckhardt
L
os años 1872 y 1873 marcan un primer hito en la actividad creativa
de Nietzsche: a principios del año 1872 publicó E l nacim iento de la
tragedia, en primavera escribió las cuatro disertaciones Sobre e l f u
turo de n uestras instituciones docentes, en el semestre de verano impartió
las clases sobre los filósofos preplatónicos, de las que al año siguiente sa
lió el texto de L a filo so fía en la época trágica de los griegos. A finales de
mayo de 1872 empezó a recoger material para el tratado Sobre la verdad y
la m entira en sentido extram o ral , en el que su filosofía se muestra por pri
mera vez abiertamente (o de manera encubierta, pues sólo Cosima tuvo
conocimiento de estos atrevidos proyectos gracias a un regalo de Navidad
con el título de Sobre e lp a th o s de la verdad). El proyecto de las conside
raciones inactuales seguía madurando: la primera de éstas, D av id Strauss,
e l confesor y el escritor apareció en 1873, el 1 de enero de 1874 concluyó
[3 3 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
derroteros, ganarle para una ciencia con amplias perspectivas que no se
ría ya mezquina y pedante sino realmente grande.
Hasta dónde llegó la amistad entre el viejo historiador y el joven filó
logo y los nuevos filósofos es, aún hoy, tema de discusión. Los dos libros
dedicados a la relación entre Burckhardt y Nietzsche, adoptan posturas
contrapuestas: uno de ellos, el de Edgar Salín, celebra el encuentro de los
genios con una mezcla de respeto y entusiasmo; el otro, de Alfred von
Martin, intenta demostrar que «no hubo nada». Un examen sobrio de los
testimonios demuestra que Nietzsche admiró a Burckhardt desde el pri
mer encuentro, que durante los primeros años de Basilea entre ellos hubo
un contacto regular, que podemos calificar sin reparos como «amistoso»,
pero precisamente el entusiasmo del más joven llevó al más viejo a una ac
titud de cautelosa reserva, hasta que finalmente la relación fue sólo unila
teral, pues Burckhardt se limitaba a reaccionar cortésmente, hasta que
por último optó por un frío silencio. En cambio, no puede haber ningu
na duda de que Burckhardt percibió la genialidad de Nietzsche, junto
con sus peligros, y que apreció su trato y el valor de sus escritos en la pri
mera época como algo enriquecedor en sí mismo. Tal vez Burckhardt se
refugió al final en su concha de caracol porque no quería verse arrastrado
por el espíritu absorbente de Nietzsche fuera de su existencia deliberada
mente resignada en Basilea.
La disputa sobre si entre Nietzsche y Burckhardt hubo algo parecido
a una amistad encubre que entre dos hombres de alto nivel intelectual
puede haber también relaciones intensas distintas de la amistad, de la
simpatía y la profunda confianza mutua: por ejemplo, una relación basa
da en el diálogo, el intercambio y el estímulo, y también en la fascinación
que dos seres completamente distintos pueden ejercer y sentir recíproca
mente.
Así ocurrió en Basilea, y a decir verdad pronto.
Ya el 29 de mayo de 1869, un día después de la clase inaugural y en la
misma carta que describe la gran vivencia de Tribschen, Nietzsche comu
nica a su amigo Rohde: «Desde un principio he establecido relaciones
más estrechas con el excéntrico, lleno de ingenio, Jacob Burckhardt; de lo
cual me alegro sinceramente, pues descrubrimos una asombrosa con
gruencia de nuestas paradojas estéticas». Dicho en lenguaje usual: cada
uno de ellos descubrió en el otro una cabeza original. Al cabo de un año
largo, en una carta a su amigo Preen, Burckhardt hizo un balance con
ciertas reservas: «Aquí vive uno de sus creyentes [de Schopenhauer], con
el que a veces converso, en la medida en que me puedo expresar en su
lengua». Esto parece poca cosa, pero Burckhardt estaba acostumbrado a
ocultar sus sentimientos tras una corteza dura, de la misma manera que
Nietzsche se exaltaba y prorrumpía en encendidos elogios con facilidad.
El comentario de Overbeck en el sentido de que «el pobre Nietzsche que
[3 3 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Así, pues, tenemos que creer a Nietzsche cuando nos dice que Burck-
hardt recibió con sumo interés E l nacim iento de la tragedia. «El, que se
mantiene enérgicamente a distancia de todo lo filosófico y sobre todo de
la filosofía del arte, y por lo tanto también de la mía, queda tan fascinado
por los descubrimientos del libro para el conocimiento de la idiosincrasia
griega, que medita en él día y noche y me da el ejemplo del más prove
choso aprovechamiento histórico con miles de detalles» escribió a Rohde.
El diálogo no se malogra, y menos ahora cuando, en el semestre del vera
no de 1872, Burckhardt empieza a trabajar en su H isto ria de la cultura
griega. «El curso de verano de Burckhardt fue algo único», comunicó
Nietzsche a Gersdorff. Nietzsche, el orgulloso, se sentaba, aunque no re
gularmente, a los pies del maestro, le acompañaba cuando iba a casa; por
eso la relación intelectual entre los dos se ve poco dañada cuando la fama
proclama que Burckhardt siempre ha caminado al lado de Nietzsche
como si secretamente hubiera estado deseando escapar corriendo. Ante
los basilenses se debió de avergonzar, y cuando lanzaba una de sus sar
cásticas alusiones contra Nietzsche, ello no alteraba en nada su admira
ción por el joven trepador, al que contemplaba desde su seguro refugio
basilense.
Triplefracaso
F
ue un amor desdichado el que profesó a Burckhardt, pero desde en
tonces la desdicha le vino dada junto con un asombroso golpe de
suerte, la llamada para ocupar la cátedra de filología de la Universi
dad de Basilea; no había remedio, todo lo que tocaba se volvía de alguna
manera contra él, pero al mismo tiempo le ayudaba en el proceso de auto-
conocimiento, de descubrimiento de su misión. De ahí la impresión que
caracteriza este año: la desgracia no se cebó en él. Si tras el debacle de E l
nacim iento de la tragedia había conseguido mantenerse perfectamente a
flote, otro tanto hizo en la desdichada experiencia de que vamos a infor
mar ahora. Fracasar por tres veces: una composición malograda, un viaje
interrumpido, un programa que termina en nada. Todo sacudido por tres
veces. Las graves consecuencias fueron apareciendo paulatinamente.
Aunque en el fondo Nietzsche era muy temeroso, se caracterizaba si
multáneamente por una gran tenacidad, una extraña persistencia en lo
una vez ganado como convencimiento. Ahora ya pertenecía al pasado le
jano que, estando en Bonn, había ido a ver como estudioso al director
[3 4 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
musical Brambach. Éste le había explicado sin ambages que antes del
componer venía el estudiar, antes del canto coral y las cantatas el contra
punto. Entonces había apuntado más alto, desvergonzadamente alto: ha
bía regalado su composición a Cosima, en el cumpleaños de ésta, como
Wagner el Idilio de Sigfrido. No era ciertamente un acto de rivalidad, pero
sí una prueba de talento, un gesto de fuerza para demostrar que en el fon
do él también era una naturaleza dionisíaca, esto es, arrebatada por la
música.
El silencio y la perplejidad de Wagner le irritaron, pero en vez de de
ducir de ello, como explicación elemental, que sus composiciones no va
lían para nada, se aprestó a acometer una tercera prueba y, como si dijera
ahora sí que va en serio, eligió como juez, salvador y auxiliar nada más y
nada menos que al antiguo alumno de Wagner, entendido en música y,
por último, amigo cruelmente estafado.
Aquella Cosima que en un principio le había recibido en Tribschen
llevaba todavía el título de baronesa von Bülow; el barón von Bülow era
el padre de dos de sus hijos, y el tercero llevaba al menos su nombre. A
nadie, ni siquiera al profesor basilense, se le ocultaba algo de lo que ha
blaban todos los periódicos: las humillaciones de Bülow y su extraña y ab
soluta dependencia respecto del maestro. Cosima rebosaba remordi
mientos y angustias, y es harto improbable que no dijera nada de estos
conflictos y complicaciones a Nietzsche, que fue durante mucho tiempo
el invitado con el que le gustaba dialogar. En resumidas cuentas era una
historia más que enojosa, y cualquiera, por poco prudente que fuera, se
habría apartado de ella.
A Nietzsche, por el contrario, le atraía: ¿cómo era este predecesor en
el favor de Cosima? ¿Cómo se habría comportado con él Bülow, que era
también discípulo, seguidor y amigo de Wagner, pero al mismo tiempo se
veía a sí mismo, en lo que respectaba a Cosima, como su rival, como el
más instruido, el más refinado, el más joven? ¿Cuál era el secreto de la fi
delidad de Bülow? ¿Cuánto rechazo se escondía detrás de la sumisión?
¿No había ahí un destino afín, unas grandes dotes que habían cumplido
otro servicio y que tal vez, como las suyas, habían perdido en ese servicio
lo que tenían de más genuino? ¿Y no era justamente Bülow, el engañado,
el hombre idóneo para emitir un juicio sobre sus composiciones, las de
Nietzsche, un juicio más justo, más independiente que el de Wagner, cuya
mirada podía verse enturbiada por los celos? ¿No era abiertamente un
golpe genial enfrentar al burlado con el burlador como tercer jugador,
como superburlador? Ciertamente todo esto no tomó cuerpo en su men
te como un plan claramente calculado, como maniobra que había que or
ganizar, pero a buen seguro que tales reflexiones y tentaciones estuvieron
presentes en el confuso vaivén de sus estados de ánimo.
Una carta petitoria marcó el inicio. Nietzsche envió a Bülow E l nací-
G R A N DE Z A [3 4 5 ]
miento. Él, Nietzsche, escribe enteramente para piano, pero sus cosas
tendrían mucho más efecto con una orquesta. Krug pregunta si Wagner
no le podría hacer el favor de instrumentar su obra con vistoso colorido y
buscar quien la interpretara. El buen Krug no tenía idea de quién era
Wagner.
No obstante, Nietzsche tenía que intentarlo de nuevo. Bülow era el
hombre idóneo, su estrella seguía un curso ascendente. Mientras que los
Wagner estaban tristes en Bayreuth porque el rey había dejado que se es
trenara en Munich el T ristán , en contra de la voluntad de su autor, Bülow
era, como director de dicha ópera, el héroe del día.
Nietzsche estuvo presente, Bülow le protegió, le llevó con él a todas
partes, volvió a ver a la famosa Malwida von Meysenbug que había cono
cido por mediación de Cosima en Bayreuth. Se decía que el rey iba a
nombrar a Bülow intendente general. Nietzsche se sentía cómodo, pues
ahora no estaba bajo la tutela de ningún maestro.
De este entusiasmo surgió días más tarde la carta a Bülow: un home
naje a aquel a quien debe la más sublime impresión artística de su vida. Si
no le dio las gracias en su momento fue porque se encontraba en un esta
do de total conmoción. Aparte de ello, en la filología hay mucho revuelo,
con panfleto y contrapanfleto. Él mismo proyecta redactar un nuevo es
crito sobre la filología del futuro. «Ahí desearía experimentar de nuevo la
eficacia curativa de Tristán: luego, renovado y purificado, volveré a los
griegos». Todo esto está muy bien; dar las gracias y rendir homenaje a Bü
low como si hubiera compuesto el Tristán , con independencia de los fines
perseguidos. Pero, ¿por qué añadió a esta carta, escrita en limpio, la últi
ma composición, la M editación de M anfredo, y además con una dedicato
ria personal? ¿Fue presa de la pedantería, o se le ocurrió de repente?
Al invocar a Manfredo, Nietzsche enlazaba con su más fuerte expe
riencia musical de la época estudiantil: con la obertura del M an fred o de
Schumann. Esta obra le entusiasmó porque en ella vio representada su
alma. Acerca de la obertura había escrito que, aparte de la C oriolan o de
Beethoven y de la del F au sto de Wagner, no podía citar ninguna obra de
este género «que contuviera semejante fuerza de profunda emoción y
conmovedora plenitud de sensaciones». Por otra parte Schumann, en lo
musical el polo opuesto de la «música del futuro» wagneriafta, era elimi
nado de una u otra manera de los «nuevos músicos». «¿N o se considera
hoy entre nosotros una suerte, un respiro, una liberación, que se haya
conseguido superar precisamente ese romanticismo de Schumann?» pre
guntaba Nietzsche después en M á s a llá d el bien y d e l mal, y añadía mali
ciosamente que Schumann había huido a la «Suiza sajona de su alma».
La composición de Nietzsche estaba pensada exactamente de acuer
do con este doble aspecto. La primera parte estaba inspirada a su mane
ra en las composiciones programáticas de Schumann. A ello se sumaron
GRANDEZA [3 4 7 ]
luego nuevos elementos que, según palabras de Curt Paul Janz, «en su
sombría pasión eran absolutamente ajenos a lo tomado de fuente ajena,
sin producir una auténtica tensión musical».
Con este nuevo intento Nietzsche quería hacer justicia a los dos: Bü-
low y Cosima. Bülow era la nueva esperanza. Era sabido que Wagner no
sólo le había quitado la mujer a Bülow, sino que además había paralizado
el notable talento musical de éste con la omnipotencia de su genio com-
posidvo. Por eso, Nietzsche le escribió en un tono realmente humilde,
como quien mira desde abajo, y definió su propia música como «dudosa»
y también «horrible», pero al mismo tiempo recurría a Büllow como mé
dico, o sea, como asesor en esta música. Le decía: «Si considera usted que
su paciente hace una música horrible, usted conoce el pitagórico secreto
artístico para curarle con buena música». De este modo Bülow le resca
ta para la filología, pues sin buena música, abandonado a su suerte, a ve
ces se pone a gemir musicalmente como los gatos en los tejados.
La carta estaba escrita en tono jovial, con unas gotas de autoironía, y
a Bülow le habría resultado muy fácil apartarse del tema en su respuesta.
Nada más recibir la petición de Nietzsche, Bülow redactó efectivamente
una respuesta de implacable crueldad, también de hiriente descortesía. A
pesar de ello, esta afrentosa carta defensiva no fue en modo alguno el ini
cio de una ira creciente, pues, por el contrario, su construcción estaba
perfectamente calculada y ya en las frases iniciales daba a entender con
toda claridad que también había sopesado las alternativas: guardar silen
cio u «ofrecer como réplica una civilizada trivialidad». Una respuesta sin
cera, empezaba diciendo Bülow, requiere un coraje llevado hasta la teme
ridad. En su descargo podía aducir únicamente que seguía respetando a
Nietzsche como «representante genialmente creador de la ciencia», que
él, Bülow, era bastante más viejo y que para él como músico profesional la
tranquilidad terminaba en m ateria m usices.
Y ahora venían los ataques a Nietzsche: «E l sum m u m de la extrava
gancia», lo «más insoportable y antimusical» que había oído desde hacía
mucho tiempo. ¿Era todo aquello una parodia musical de la «música del
futuro»? ¿Había escarnecido deliberadamente todas las reglas de la com
posición, de la sintaxis superior, como de la ortografía usual? Su deliran
te producto musical era en el mundo de la música como un delito en el
mundo moral, una violación de Euterpe, musa de la música. Echando
mano del distingo establecido por Nietzsche, se burlaba diciendo que no
había conseguido descubrir el mínimo indicio del elemento apolíneo, y
por lo que se refería al dionisíaco había tenido que pensar más «en el len-
dem ain de una bacanal que en ésta misma»; en pocas palabras: en una
modorra más que en un acceso de entusiasmo.
Entonces vino la lección de música: las osadías wagnerianas son lin
güísticamente correctas; además están enraizadas en el tejido dramático;
[3 4 8 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
Esta carta, la más cruel que Nietzsche recibió en su vida (más cruel, a
su manera, que la burla de que había sido objeto por parte del joven Wi-
lamowitz) requiere una explicación. Peter Gast, que publicó la corres
pondencia, sospechó que fue escrita un «día de grillos», o sea de mal hu
mor, pero la carta de Bülow está demasiado hábilmente elaborada para
descalificarla como producto de un momento desdichado. Sólo una mi
rada a su personalidad nos permite descubrir por qué Bülow quería dar
un único y definitivo escarmiento al joven profesor.
Hans von Bülow era una personalidad complicada y extraña. Las contra
dicciones de su persona encuentran su más cabal explicación en las con
tradicciones y los saltos de su vida. Esta ofrece al mismo tiempo un ejem
plo modélico de aquellas vidas complicadas y confusas del siglo X IX que
en su misma confusión ilustran el llamado «espíritu de la época».
Al oír el nombre de Bülow, se pensaba inmediatamente en una fami
lia prusiana de rancia nobleza. Cuando Hans von Bülow se hizo famoso,
el rey de Württemberg comentó que un aristócrata no podía ser pianista,
y no asistió a su concierto. Pero la nobleza de Hans von Bülow ya no era
gran cosa. Esta rama de los Bülow, tras ponerse al servicio de Sajonia, se
había empobrecido y el padre se había hecho literato, periodista como
aquel Heinrich de la familia, igualmente famosa, de los Kleist, sólo que
con más éxito entre sus coetáneos y con menos fama postuma. Abandonó
el título nobiliario, se hizo llamar Eduard Bülow y escribió para periódi
cos radicales antes y durante la revolución del cuarenta y ocho. En cam
GRANDEZA [3 4 9 ]
Niezsche escribió a Malwida: «Sigo pensando que algún día todos es
taremos juntos en Bayreuth y ya no comprenderemos cómo pudimos
aguantar en otro sitio». «Así, pues, en verano concilio bayreutereano», es
cribió a Rohde. «¡Nosotros como obispos y dignatarios de la nueva Igle
sia!» Y de nuevo con buenas intenciones: «Me gustaría mucho todavía
hacer algo literario para promover nuestra causa y no sé cómo». Y pro
fundamente compungido continúa diciendo: «Todo lo que proyecto es
tan hiriente, tan perturbador y va de inmediato tan en contra de la exi
gencia...». También los Wagner habían observado mientras tanto que
ciertamente habían encontrado un predicador para su proyecto, pero no
un abogado o un diplomático.
Pero entonces todo pareció cambiar de repente a mejor. La fallida y
malograda visita de Navidad en Bayreuth dio lugar a una reunión antes de
Pascua, esta vez con el amigo Rohde, que se dirigía a Heidelberg y al que
Nietzsche propuso Bayreuth como lugar de encuentro.
Nietzsche estaba de nuevo rebosante de euforia. Escribió a Gersdorff
que su alegría era inmensa, que la visita repararía su pecado de Navidad.
A Malwida le dijo: «En Bayreuth espero tener de nuevo valor y serenidad
y recuperar todos mis derechos». Nietzsche era un vasallo que había caí
do en desgracia. Como gesto expiatorio se llevó con él la nueva gran obra,
de la que él más esperaba y que había elegido como regalo de cumpleaños
para Wagner: L a filo so fía en la era trágica de lo s grie g o s , contrapartida de
E l n acim ien to d e la traged ia.
Pero el momento no era favorable, Wagner estaba molesto, sobrecar
gado, y los planes de Bayreuth no avanzaban. Le pesaba la desagradable
obligación de explicar a los patrocinadores que no se podría contar con la
inauguración de los festivales antes de 1875. Faltaba lo más importante:
el dinero para la instalación del escenario y para el acabado interior del
edificio que avanzaba lentamente. Las primeras crisis bancadas encubrie
ron la situación; en Munich, la especuladora Adele Spitzeder se había de
clarado en quiebra. Pero el rey, mecenas y protector, organizaba costosas
representaciones especiales de piezas teatrales, en las que aparecía su ído
lo Luis XIV, se mandó construir un castillo junto al Tegemsee que costa
ba cada año un millón de florines e incluso regaló al cantante Nachbaur
una armadura de plata maciza.
El encuentro tuvo un inicio amistoso. El decano de Bayreuth, amigo
de la familia, elogió en la mesa a los tres «hombres del futuro», pero no
pudo impedir que Wagner abordara su tema predilecto, la depravación
de los judíos. Por la noche, Nietzsche pudo empezar su disertación sobre
los filósofos preplatónicos. Al día siguiente, Nietzsche continuó con su
cursillo, pero la conversación de sobremesa giró exclusivamente en tomo
al enojoso tema del dinero; Wagner, cansado de preocupaciones econó
micas, puso sobre el tapete la propuesta de ceder todo el negocio de Bay-
\
GRANDEZA [3 6 1 ]
Este único documento de una relación deja espacio para todo tipo de
conjeturas. ¿Cuándo y dónde se conocieron Nietzsche y la Nielsen?
¿Cómo se le ocurrió a Nietzsche la idea de regalar a la apasionada adepta
un cuadro de Dionisos, del que no se habla en ningún otro sitio y que, sin
embargo, después la Nielsen muestra a sus amigos como un trofeo? Que
la relación no llegó a nada concreto lo ponen de manifiesto el tratamien
to de usted y la despedida — «atentamente»— de la carta. En cualquier
caso, la encendida declaración de la adepta de Dionisos debió de halagar
a Nietzsche.
Como ocurre en tantas relaciones en las que aparecen cartas que
anuncian la despedida definitiva, Nietzsche ya no consiguió liberarse de
esta mujer más bien madura. Overbeck ha informado que en noviembre
o diciembre de 1873 Nietzsche recibió a la Nielsen en su habitación (de
Overbeck) y en su presencia. «¡Q ué ridicula escena representó aquí
Nietzsche con su desproporcionada brutalidad!». Esta escena se desarro
lló casi sin palabras, con gestos más o menos grandiosos y Nietzsche ter
minó por ponerla literalmente de patitas en la calle. Según el relato de
G R AN DE Z A [3 6 5 ]
Incluso para mí no conozco meta más alta que llegar a ser un día, de
alguna manera, educador en un sentido excelso...
Nietzsche a Em ma Guerrieri-Gonzaga, 10 de mayo de 1874
No escapó hasta que sólo quedó una disertación, la sexta y última, y ello
por buenos motivos. Burckhardt estaba siempre entre los espectadores,
Nietzsche esperaba que también Wagner y Cosima irían a Basilea, a ellos
estaban dirigidas las disertaciones.
El tema era el usual: acusación a la actualidad, necesidad de una re
forma, que sería realizada por el gran genio. Pero la primera singularidad
consistía en que para su exposición ante el público universitario de Basi
lea no eligió la forma del examen científico, sino la del relato. Las cinco
secuencias no son, stricto sen su , disertaciones sino una pequeña novela
inacabada, que Nietzsche ha partido como con un cuchillo en cinco tro
zos aproximadamente iguales, de acuerdo con el concepto clásico: «La
duquesa se lleva las manos a la garganta y dice con voz queda: seguimos».
«¿Nadie? preguntó el discípulo al filósofo con voz levemente emociona
da: y los dos guardaron silencio», así termina la segunda disertación,
mientras que la cuarta acababa con la frase: «En este momento se mostró
algo nuevo».
La primera disertación estaba ocupada casi íntegramente por un rela
to introductorio. El joven profesor Nietzsche recondujo a los sorprendi
dos oyentes a sus tiempos de estudiante en Bonn. Aquí se presentaba
como atractivo estudiante que había organizado un encuentro conmemo
rativo con un amigo en las alturas próximas a Rolandseck (los recuerdos
de la agrupación «Germania» en Naumburg aparecen unidos a la pers
pectiva de Bonn). El y su amigo, así alardeaba Nietzsche ante los honra
dos basilenses, se habían hecho famosos, tristemente famosos tiradores, y
habían hecho prácticas de tiro en las montañas apuntando a un pentagra
ma que habían grabado tiempo atrás en un roble. De pronto, un hombre
viejo, al que acompañaba uno más joven, les increpó preguntando si no
tenían nada mejor que hacer que batirse en duelo. Resultó que el anciano
era un filósofo que también se había citado en lo alto de Rolandseck con
un viejo amigo, el cual no se había presentado.
Al final se pusieron de acuerdo en que el lugar era suficientemente
amplio para dos pares de amigos. Ocuparon dos bancos, uno suficiente
mente cerca del otro para que los dos estudiantes pudieran seguir la con
versación o, más exactamente, el sermón del anciano, al que su acompa
ñante sólo aportaba las preguntas y las palabras clave. Este sermón, en la
penumbra sobre el Rhin, frente al panorama de Drachenfels y Nonnen-
werth, avanzó rápidamente hacia el tema en el que Nietzsche y Wagner
sabían que estaban de acuerdo: la enseñanza del alemán. Por boca del an
ciano Nietzsche elogió la severa disciplina de los clásicos y abordó la «len
gua dañada y envilecida» de la actualidad, que se había dejado seducir y
había aceptado neologismos espantosos.
El viejo filósofo despotricó y tronó casi ininterrumpidamente a lo lar-'
go de dos disertaciones, y el relato habría quedado poco menos que se
GRANDEZA [3 7 3 ]
do ya como casi nadie lo que él, Nietzsche, percibía desde mucho tiempo
interiormente como su misión: la disolución del cristianismo y su sustitu
ción por una nueva fe. Nietzsche se había llevado, entusiasmado, en sus
vacaciones la V ida d e Je sú s de Strauss y se la había recomendado a Elisa-
beth. Esta obra le había permitido lanzar por la borda sin ningún escrú
pulo los restos cristianos que aún había en él. Si hubiera estudiado, inclu
so sólo un poco, la persona de Strauss no le habrían escapado los muchos
puntos de contacto que existían entre el pasado y los planes futuros de
uno y otro.
El pecado de Strauss consistía en que, en una época de restauración y
de cautelosa espera, se había atrevido, como teólogo, a presentar al pú
blico un Jesús total y absolutamente humano. Esto suponía el fin de su ca
rrera de teólogo, y también de sus esperanzas de obtener una cátedra;
sólo le quedaban un puesto de maestro y la actividad de escritor. Strauss
tenía no sólo el falso devocionario —el liberal-humanitario— para pres
tar servicio al Estado de Württemberg, sino también una mujer inapro
piada para la vida: esto le obligó a llevar una vida nómada, a separarse de
la familia, a refugiarse en la soledad de los libros. Tenía tendencia a la me
lancolía y a menudo era víctima de su temperamento combativo, en ello
también afín a Nietzsche. Pero, a diferencia de éste, hacía mucho tiempo
que era famoso, y como intelectual de renombre intervino en los asuntos
de la época.
El escrito que Strauss, mientras tanto encanecido adalid de la Ilustra
ción, redactó tras su V ida de Je sú s p a ra e l p u eb lo alem án en el año 1872 lle
vó a sus últimas consecuencias su radical posición respecto de la fe cris
tiana. Mientras tanto había leído toda la obra de Voltaire y había escrito
un libro sobre él, lo que significa que su actitud estaba marcada por la
Ilustración y la ironía; a ello se sumaba la nueva doctrina del darwinismo,
ya difundida en Alemania por Haeckel. El nuevo libro de Strauss se titu
laba D e r a lte u n d d er neue G lau b e [L a v ieja y la n ueva fe ] y llevaba el sub
título de «Una confesión». Era nada menos que el intento de presentar,
en primer lugar, el cristianismo como definitivamente caduco y, en segun
do, poner a disposición de los que ya no querían ser cristianos algo así
como una cosmovisión práctica que evidentemente incluía lo moral y que
aportaba para formación y ayuda en la vida las artes, sobre todo la poesía
y la música. Así, pues, en este folleto, que en la edición popular de la edi
torial Króner, aparecida poco después, sólo tenía 116 páginas, había ab
solutamente de todo: historia de la religión e historia del universo, Kant y
Darwin, dualismo y monismo, matrimonio y divorcio matrimonial, guerra
y liga por la paz, monarquía y república, nobleza, burguesía y cuestión
laboral, socialdemocracia y sufragio universal, Estado e Iglesia, y, para
tertninar, un hilo conductor de la literatura alemana desde Lessing hasta
Goethe y de la música de Bach hasta Beethoven.
GR AN DE Z A [3 7 9 ]
rior. Al final, sólo una observación enigmática: alguna vez llegará el día en
el que él, Wagner, tendrá que defender el libro de Nietzsche contra éste.
Luego una frase de consuelo: «L o he leído y puedo jurarle delante de
Dios que le tengo a usted por el único que sabe lo que quiero». Nietzsche
transmitió sólo esta frase a Gersdorff con la observación: «Con esto nos
damos por satisfechos, ¿no es cierto, querido amigo?». A decir verdad, él
conocía las forzadas amabilidades de Wagner y sus juramentos. Aquello
era una palmadita en el hombro.
Si dejamos a un lado los entresijos de la historia de su gestación, esta
prueba de valor del paje que espera que, una vez superada la prueba, el
héroe le ciña la espada, dejamos también a un lado la singularidad de los
ataques a un pensador cuyas posiciones podrían haber hecho de él un
aliado, tenemos que decir que con el ataque al texto confesional de David
Friedrich Strauss, Nietzsche se equivocó. Ciertamente no consiguió dar
en el blanco y castigar al enemigo de Wagner, y ya esto debió de enojarle.
Pero, sin pretenderlo, en Strauss pudo ver el espíritu de la época, el su
perficial optimismo de los años de fundación del Imperio, la ridicula sen
sación de victoria, un lenguaje trivial que se tenía por clásico, la vanidad,
falsamente modesta, del «burgués con formación». Nietzsche desgarró a
latigazo limpio lo trivial y lo vulgar que se hacía pasar por progresista.
Así, el encargo formulado por Wagner se convirtió en una confron
tación vivísima con la época, y, mientras lo escribía, Nietzsche se olvidó
de Wagner e incluso del sueño bayreutheano y su período cultural.
Nietzsche podía enumerar como quisiera las ridiculeces de Strauss; por
ejemplo, la confesión actual hecha por Strauss del Estado victorioso, al
que oponía su advertencia sobre los peligros de la victoria, o su rechazo,
igualmente actual, de los socialdemócratas, con mucho incienso a Bis-
marck y Moltke. «Aquí hasta los más petulantes y ariscos», había escrito
Strauss, «de esos individuos tienen que esforzarse un poco en mirar ha
cia arriba para ver las figuras superiores, al menos hasta las rodillas.»
Nietzsche, enemigo de los socialistas, observó: «¿Quiere usted, señor
maestro, tal vez dar a los socialdemócratas instrucciones sobre cómo re
cibir puntapiés?».
Strauss, a quien gustaba utilizar símiles relacionados con el ferroca
rril, escribió que el progreso se parecía a un ferrocarril sólo proyectado:
«Qué abismos habrá que llenar o salvar aquí, qué montañas habrá que
perforar, cuántos años habrán de transcurrir todavía antes de que el tren
transporte rápida y cómodamente personas deseosas de viajar. Pero ya se
ve la dirección: irá y tendrá que ir hacia allí donde la banderita ondea ale
gremente al viento. Sí, alegremente, y por cierto en el sentido de la más
pura, más noble alegría del espíritu».
Nietzsche contestó con el martillo: «D e hecho, esta mezcla de osadía
y debilidad, palabras temerarias y cobarde autocomplacencia, ese preciso
GRANDEZA [3 8 3 ]
sopesar cómo y en qué frases uno se puede imponer al burgués, con qué
frases se le puede halagar, esa falta de carácter, esa carencia de sabiduría
a pesar de toda su afectada superioridad y madura experiencia, todo esto
es lo que odio en el libro».
Lo que vino después fue la contraconfesión de Nietzsche, su contra
esperanza: «Si pienso que personas jóvenes podrían soportar, incluso va
lorar positivamente semejante libro, abandonaría con tristeza mis espe
ranzas en su futuro. Esta confesión de una clase social miserable,
desesperanzada y en verdad despreciable debería ser la expresión de esos
muchos miles de “nosotros” de que habla Strauss, y esos “nosotros” se
rían a su vez los padres de la siguiente generación. Son horribles premisas
para todo aquel que desearía ayudar a la sociedad futura a conseguir lo
que la actualidad no tiene, una cultura auténticamente alemana». Y sir
viéndose de una imagen apocalíptica: «A una persona así le parece que el
suelo está cubierto de ceniza, que todos los astros se han oscurecido; todo
árbol muerto, todo campo desertizado le grita: ¡estéril! ¡perdido! ¡Aquí
ya no volverá a haber primavera!». Aquí podríamos hablar para tranqui
lizamos de la mirada del profeta contra la mirada del ser mezquino de
1873. Pero esta polémica arcaica en sus motivos nos afecta también a no
sotros, la autosuficiencia de una época de bienestar, que se alegra de ese
bienestar y lo pregona, y los profetas críticos de la putrefacción, del apo
calipsis, desde Beckett hasta Thomas Bemhard, los predicadores munda
nos de la penitencia y sus visiones. Con la diferencia de que la voz de
Nietzsche no podría remitirse a un «nosotros», a lo sumo a «los pocos»,
al puñado de amigos y, en segundo término, al mestro, que justamente, en
marcado contraste con el espíritu de la época, escribía su C repúsculo de
lo s d io ses y a juicio del cual no se podía reprimir la pregunta de si tal vez
no era también, como persona, un lacayo de la formación. «De qué sirve
ahora», decía Nietzsche, «que una persona aislada se declare contra
Strauss, si muchos se han decidido a favor de él...» Había una esperanza:
en los jóvenes, en la siguiente generación. La esperanza no le engañó: en
la siguiente generación, veinte años después, abundaron los que creían
en Nietzsche, los que repudiaban el bienestar de los padres. A decir ver
dad, los progresistas llevaban la voz cantante frente a ellos.
El viejo Strauss, que un día había combatido como teólogo radical a
los «seudo», se había lanzado a predicar una nueva salvación. Ciertamen
te describía el nuevo universo ateo y alejado de Jesucristo con despiada
da pasión, dejaba que la inmensa máquina del mundo girara con sus den
tadas ruedas de hierro, que resonaran su pesado martilleo y traqueteo,
pero el viejo predicador tenía a punto un consuelo: «En él no sólo se mue
ven ruedas implacables, también se vierte bálsamo reparador». Nietzsche
tenía buenos motivos para ridiculizar el «bálsamo universal» de Strauss.
El dudaba profundamente de Dios y sabía lo que significaba la muerte de
[3 8 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Dios. «¿D e qué serviría al operario saber que se le aplica este bálsamo
mientras la máquina destroza sus miembros?»
Como medio para llenar las parcelas del alma abandonadas por la re
ligión Strauss había recomendado la participación en la vida pública, los
estudios históricos, la ampliación de los conocimientos de la naturaleza, y
añadía: «Por fin encontramos en los escritos de nuestros grandes poetas,
en las representaciones de las obras de nuestros grandes músicos un estí
mulo para el espíritu y el ánimo, para la fantasía y el humor, que no deja
nada que desear». Nietzsche abordó despiadadamente el idilio del hom
bre honrado: «¿Qué puede entender, por ejemplo, dentro de los estudios
históricos... que vaya más allá de la lectura del periódico? ¿Qué puede en
tender como participación activa en la institución del Estado si no son sus
visitas diarias a la cervecería?». Ira contra la comodidad pequeñoburgue-
sa, contra la comparación de Haydn con una buena sopa, de Beethoven
con un confite («su Beethoven confite no es nuestro Beethoven, y su
Haydn de sopa no es nuestro Haydn»), y al final la ineludible adverten
cia: «¡Ay de todos los vanidosos maestros y de todo el reino de los cielos
estético cuando el joven tigre, cuya inquieta fuerza se dejará ver por do
quier en los músculos tensos y en la mirada del ojo, salga de caza!». El ti
gre era el símbolo del autor, y la advertencia venía a decir que David Frie-
drich Strauss era sólo la primera víctima.
La abatida sensatez de Strauss se reflejaba en su estilo. A ello se había
referido Wagner cuando dijo que su estilo le parecía a la vez «estudian
til», o sea, desaliñado y amanerado, quiere decirse, rebuscado, y Nietzs
che había prometido al maestro extraer «pruebas de estilo». En el título
se mencionaba expresamente a «Strauss escritor». En los últimos capítu
los Nietzsche se recreaba hablando del estilo de Strauss, lo analizaba con
una dureza en parte maliciosa pero certera, en parte con prolija pedante
ría, como un maestro que escribe con tinta roja en el margen del cuader
no de un alumno: «hay que mejorar la redacción». Afloraba de nuevo su
naturaleza de filólogo, atraída desde el fondo por Wagner. Este había
llevado a cabo en cierta ocasión una labor análoga, dirigida a Eduard
Devrient, amigo suyo residente en Dresde que se había atrevido a elogiar
a Mendelssohn. Entonces, exactamente en 1869, Wagner había dado
rienda suelta a su mal humor en el escrito H err E d u ard D evrien t u n d sein
S ty l [E l señ or E d u ard D evrien t y su estilo J. Ahora había transferido a
Nietzsche la tarea de despachar tales casos.
Pero incluso en este punto ya no se podía establecer una coincidencia
con el maestro. Wagner escribía S ty l y Nietzsche S til y, aunque los dos se
referían al estilo, en la ortografía de esta palabra se escondía un conflicto
generacional. Wagner pulía sus oraciones, generalmente muy largas,
construía períodos y gustaba emplear un vocabulario distinguido, pero
odiaba las palabras extranjeras. Nietzsche, el fiel ayudante, se había apro
GRANDEZA [3 8 5 ]
mar de momento sobre cómo acogieron los de Bayreuth, Wagner y los su
yos, la nueva obra de su seguidor.
La carta de Cosima del 20 de marzo, en respuesta al regalo de año
nuevo de Nietzsche, llegó con retraso. En cambio era bastante larga, pues
impresa ocupa cinco páginas. El tono coloquial a duras penas conseguía
ocultar que en Bayreuth todos estaban muy descontentos con la nueva
acción de Nietzsche como escritor. Los Wagner se enteraron con asom
bro de que había formulado «profundos pensamientos generales», y pre
guntaban para quién decía Nietzsche todo esto, pues «nosotros lo sabe
mos, y aquellos que no lo saben tampoco deben saberlo». A la esposa del
maestro no se le ocurrió pensar que en el Imperio alemán y en otros sitios
podía haber personas inteligentes aparte de los Wagner. Así, siguió ha
blando, pontificando, y en su perplejidad se le resistió incluso el alemán:
«Una dificultad de su escrito es ésta y la misma, creo yo, lo hará in accessi
b le (no encuentro la palabra alemana) (sic) a la mayoría».
Cabe preguntarse si realmente Cosima estaba en condiciones de se
guir los procesos mentales de Nietzsche. En cualquier caso, se conforma
ba con las generalidades. Incluso el cumplido de que él se presentaba ar
mado, dispuesto a entrar en acción, seguro y cauteloso, lo convirtió en
negativo: temía que así él, Nietzsche, no encontrara ningún rival. Esto
quería decir: los golpes de Nietzsche se perdían en el vacío, pues iban di
rigidos contra la época, y no contra la hidra de los enemigos de Wagner.
En cambio lo que había de bueno en el escrito de Nietzsche se lo asig
naba a Wagner. Nietzsche debió leer asombrado lo que Cosima había
captado de su texto: «...que a través del dolor del genio en nuestro tiem
po le ha llegado a usted la iluminación de toda la situación...». El dolor
del genio era el dolor de Wagner, y en la frase siguiente Cosima se atrevió
a comparar ese dolor nada más y nada menos que con la vivencia del cris
tiano que se santifica al contemplar al Salvador en la cruz. Wagner era su
religión, y para ella era evidente que también lo era para Nietzsche. La
compasión por el genio de Wagner da a las obras de Nietzsche ese mara
villoso calor que seguirá actuando mucho después «de que se hayan apa
gado nuestros astros de petróleo y gas».
Después de tales profecías, Cosima volvía rápidamente a la tierra, cu
yas debilidades y malicias conocía como pocos. «¿Quién leerá la histo
ria?», preguntaba hipócritamente; el propio Nietzsche había perjudicado
su difusión al recurrir a una presentación demasiado bella. El que se gas
te quince monedas de plata en el B eethoven del maestro, tendrá que re
flexionar si está dispuesto a gastarse todo un talero, o sea, el doble, en ad
quirir D e la u tilid ad y lo s d añ os de la h isto ria. ¡Querida rivalidad! Como
Nietzsche era más caro, se imaginaba que valía más que el maestro. La crí
tica de la esposa del maestro incluía punzadas estilísticas; le falta libertad
en el trato con los modelos clásicos, y hay que censurar también algunas
[3 9 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Filosofíaprofunda
H
ace ya tiempo que se ha implantado el término «psicología pro
funda». En ella se considera que la clave para acceder al conoci
miento de la vida consciente del alma está en la región del in
consciente o del subconsciente. De forma análoga, el nuevo pensamiento
de Nietzsche, que toma cuerpo en los grandiosos años de 1872 y 1873, se
puede definir como «filosofía profunda», esto es, como una filosofía que
construye sus vías por debajo de todos los sistemas existentes y desde
ellas pretende saltar a los aires. No se considera continuadora de las vie
jas arquitecturas del pensamiento sino testamentaria. Uno de los títulos
que Nietzsche contempló para su libro sobre los filósofos fue «El último
filósofo».
La filosofía de Nietzsche ahonda más que las filosofías precedentes,
que parten de un hecho básico, y en cierto modo intenta descubrir inclu
so los secretos del pensamiento. Su conclusión es que no puede haber co
nocimiento. Es —así dice el tópico fácil— «nihilista». Pero es también fi
losofía profunda en cuanto que en la vida diaria de Nietzsche, en su trato,
[3 9 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
lucha por la vida de los más débiles, y esto aludía claramente al hombre
joven que tenía en su interior dinamita y lava y que, no obstante, tenía que
representar el papel del honrado ayudante, de diligente proveedor, de in
genioso admirador del genio del siglo. Ciertamente, la experiencia fami
liar e intelectual favorecía el amargo balance: la madre y la hermana vivían
al servicio de la convención encubridora, y Ritschl había sido un maestro
incomparable en el juego de la intriga. A la postre, Schopenhauer, maes
tro de la vida, estaba lleno de advertencias sobre las ficciones de la vida.
Ahora había que buscar un denominador para todo ello.
A pesar de todos los preparativos —personas y circunstancias favora
bles— , Wagner fue en verdad el eje del giro de ciento ochenta grados que
Nietzsche realizó entonces, sorprendido de su propio coraje. Wagner exhi
bía el idealismo como una bandera, trabajaba en la construcción no sólo de
Bayreuth sino también de un mundo mejor, podía hablar interminable
mente sobre este tema y —si se miraba con atención— se veía que era un
egoísta monomaniaco, un engreído sajón de provincia que exhibía su ri
queza como un cursi, un pequeño tirano que tenía miedo de que sus ami
gos le abandonaran y que justamente por eso trataba de tenerlos sujetos a él
de manera tanto más despótica. La «necesidad sanitaria» que sentía Nietzs
che de permanecer en la medida de lo posible lejos de él tenía plena razón
de ser. Le protegía contra la amarga constatación de que Wagner, fundador
de su propia religión, anunciaba un evangelio que él mismo no cumplía.
Sólo en la cuestión de qué se escondía detrás de la cortina, detrás de
la fachada, Nietzsche se apartó decididamente de Schopenhauer y estu
dió la doctrina de Darwin. Su pregunta era: ¿qué sabe el ser humano de
sí mismo como objeto de conocimiento que tiene inmediatamente a su
disposición? «¿N o le oculta la naturaleza la mayor parte, incluso acerca
de su cuerpo, para así, al margen de las espiras de los intestinos, del rápi
do curso de los torrentes sanguíneos, de los intrincados temblores de los
filamentos, meterle y encerrarle en una consciencia soberbia y engaño
sa?» El joven filósofo escribió aquí la palabra consciencia, que dos déca
das después Sigmund Freud entronizaría como instancia, y ya entonces la
veía como el médico y el investigador de la naturaleza: no como sujeto del
conocimiento sino como prisión. La naturaleza, afirmaba Nietzsche con
osadía, ha arrojado lejos de sí la llave de la «habitación de la consciencia»,
«y, ay de la fatal curiosidad que consiguió ver a través de una fisura desde
la habitación de la consciencia, y hacia abajo, y que ahora, en la indife
rencia de su ignorancia, intuía que el ser humano se asienta en lo despia
dado, en lo codicioso, en lo insaciable, en lo asesino y, por así decir, esta
ba sentado en sueños en el lomo de un tigre».
Resulta sorprendente ver cómo aquí son anunciadas tesis y teorías
posteriores, cómo el hundimiento de la idealidad hace que aparezca lá
«bestialidad», el tigre. Para explicarlo no basta con Darwin. En cualquier
GRANDEZA [3 9 7 ]
caso, de acuerdo con su teoría del origen de las especies, los monos, her
bívoros pacíficos, eran nuestros parientes más próximos. Por el contrario,
Nietzsche veía, tan pronto como cerraba los ojos, animales de presa, y la
contemplación, desde la habitación de la consciencia, del mundo de esos
depredadores que son los instintos no sólo le sobrecogía, sino que tam
bién le fascinaba. Aunque era débil, aunque se mostraba complaciente y
amable, en su imaginación —más tarde se diría en su subconsciente— era
sumamente cruel. En sus sueños se presentaba como Dionisos, acompa
ñado por tigres y panteras, y el malicioso Wilamowitz le había dado en el
punto más vulnerable cuando, al final de su panfleto, recomendaba al se
ñor Nietzsche que bajara de su cátedra y dejara que tigres y panteras se
congregaran junto a sus rodillas. Ahora Nietzsche le superaba con una
metáfora aún más atrevida: ¡el hombre a lomos de un tigre!
Esta visión fue mantenida en secreto, de la misma manera que el bes
tiario existente debajo de la habitación de la consciencia era un calabozo
y sólo se podía vislumbrar por una fisura, una escisión de la consciencia.
Pero el pensamiento siguió adelante y formuló la pregunta del filósofo:
« ¿ A qué viene, en todo el mundo, con esta constelación, el impulso hacia
la verdad?». Respuesta de Nietzsche: también la verdad es una conven
ción. En el estado natural de las cosas el ser humano necesita mayormen
te la sim u lació n , pero como «por necesidad y aburrimiento» quiere exis
tir terrenalmente, necesita una especie de fin pacífico en la guerra de
todos contra todos. «Ahora se concreta lo que en lo sucesivo debe ser la
verdad, quiere decirse, se buscará una denominación vinculante y unifor
memente válida de las cosas, y la legislación de la lengua formula también
las primeras leyes de la verdad.» La filosofía de la lengua, con la que
Nietzsche enlaza en estas frases, anticipa el escepticismo lingüístico de
Wittgenstein, de la misma manera que su definición de la consciencia an
ticipaba la teoría de los instintos freudiana, En síntesis, su contenido es:
«Las verdades son ilusiones acerca de las cuales hemos olvidado que son
eso, metáforas que han quedado desgastadas y sin fuerza sensorial, mo
nedas cuya imagen se ha borrado y ya sólo se las puede contemplar como
metal, no como monedas». Y en términos más sutiles: de acuerdo con una
convención establecida, entre los hombres ser auténtico significa mentir
«descaradamente en un estilo vinculante para todos». Al final del camino
del pensamiento aparece la paradoja, la vuelta de la vieja verdad.
tros), de otra elige la imagen del juego: «Y así como el niño juega y el ar
tista juega, el fuego eternamente vivo juega, construye y destruye, en la
inocencia — y el eón practica ese juego consigo mismo. Transformándose
en agua y tierra, el eón construye, como un niño, montones de arena junto
al mar, construye y destruye; de tiempo en tiempo, el juego empieza de
nuevo. Un momento de saturación: entonces se apodera de él nuevamen
te la necesidad, y la necesidad fuerza al artista a trabajar». «El tiempo es un
niño que juega, que va colocando las piezas en el tablero; un niño es rey»
dice Heráclito. Pero ya a sus diecisiete años, cuando aún no conocía a He-
ráclito, Nietzsche plasmó en su texto D estin o e h istoria la visión: «Y el
hombre se encuentra de nuevo como un niño que juega con mundos...».
Nietzsche elige a Heráclito como modelo en un sentido más amplio y
más profundo, esto es, en un sentido existencial. Le toma como medida
para su propia tarea histórica y ajusta su criterio al de él. Ciertamente no
es lícito transferir sin más a Nietzsche lo que éste dice en la última parte
de su estudio de Heráclito sobre su orgullo y su soledad, pero en sus sue
ños se elevaba hasta la altura del filósofo griego, como modificador de
mundos y descubridor de verdades durante milenios. El texto empieza
con el término «orgullo» como referencia capital: «Heráclito era orgullo
so; y cuando en un filósofo aparece el orgullo, es un gran orgullo». ¿Por
qué? Pues porque el filósofo no puede esperar el aplauso de las masas y la
aprobación de sus coetáneos. El muro de su autosuficiencia tiene que ser
de diamante, su viaje hasta la inmortalidad es más penoso y difícil que
cualquier otro. No puede aceptar el aplauso diario como hipoteca sobre
la inmortalidad. En una imagen prodigiosa Nietzsche define la posición
del filósofo, su posición: «Porque no sabe dónde debe residir si no es en
las extensas sombras de todos los tiempos».
El valor determinante de Heráclito para Nietzsche radica en que efec
tivamente una vez se dio ese orgullo del filósofo. Si no se hubiera infor
mado de ello, no se tendría ahora por posible. «Tales hombres viven en su
propio sistema solar; en él hay que buscarlos.» También Pitágoras y Em-
pédocles se trataron a sí mismos con juicio sobrehumano, con respeto
casi religioso, pero encontraron su camino de regreso a los hombres.
«Pero de la sensación de soledad que embargaba al anacoreta del templo
de Artemisa sólo se puede vislumbrar algo fijando la mirada en los más
salvajes páramos montañosos... Es una estrella sin atmósfera. Su ojo, fe
brilmente dirigido adentro, mira extinto y frígido, sólo en apariencia, ha
cia fuera. En torno a él, en torno a la ciudadela de su orgullo, golpean las
olas del error y la absurdidad: con asco se aparta de ello.» Intuimos el mo
delo de una peregrinación que hará de Nietzsche el ermitaño de Sils-Ma-
ria, «en los más salvajes páramos montañosos».
Heráclito no necesitaba a los seres humanos para sus conocimientos.
Se investigaba a sí mismo, como si él mismo fuera el oráculo de Delfos, y
GRANDEZA [4 0 3 ]
lo que oía por boca de este oráculo lo tenía por saber inmortal de efecto
ilimitado en la distancia. «Lo que él contemplaba, la doctrina de la ley en
el devenir y del juego en la necesidad, a partir de ahora tiene que ser con
templado eternamente: él ha levantado el telón de esta inmensa pieza
teatral.»
En el E cce hom o, concretamente en su última autoconfesión, Nietzs-
che dice todavía que «con nadie se ha sentido más abrigado y mejor» que
con Heráclito,: y cuando se pone a atacar al «pueblo de los filósofos» ex
cluye con «con gran respeto» el nombre de Heráclito. El, Nietzsche, era
la voz, la reencanación de Heráclito a lo largo de milenios.
Lo que aquí hemos llamado filosofía profunda de Nietzsche ofrece
abundante material a la psicología profunda. El «abismo» nietzscheano se
puede ver, de acuerdo con la psicología profunda, como un instinto des
tructivo y autodestructivo que, con fatídica coherencia, le empujaba a un
fin trágico. En ese caso aparecería como secundaría la cuestión de si la sí
filis y la parálisis progresiva, las drogas, los dolores de estómago y de ca
beza, junto con el exceso de trabajo, fueron o no los medios para llegar a
él. Las imágenes que le acosaban, que le «poseían» —la horda de animales
de presa que se podía ver por la grieta abierta en la pared de la habitación
de la consciencia, los buitres que le acosaron en las idílicas vacaciones de
Gimmelwald, el tumulto de la batalla, en la que se perpetuaba la filosofía
de Heráclito— , no eran meras ocurrencias literarias, sino fijaciones coer
citivas, de la misma manera que las ilusiones eran proyecciones de viejos
estados de angustia. Nietzsche compensó las presiones viéndose a sí mis
mo como héroe y domador de fieras, y les dio libre curso cuando se entre
gó a su visión de la destrucción del mundo y del resurgimiento.
No en balde éfhabía elegido como modelo, a. Heráclito, el filósofo del
fuego y de la quema de mundos. E l crepúsculo de lo s d io ses de Wagner,
con su olor a quemado, fue compuesto, por así decir, en las proximida
des. Ahora a su pluma afluían con facilidad imágenes como ésta, conteni
da en una carta a Rohde, el compañero de lucha: «Cómo me alegro, ami
go, escribió Nietzsche el 30 de abril de 1872, «de que ahora estemos los
dos en la trinchera académica, con antorchas en las manos».
En este contexto se inscribe perfectamente una experiencia que
Nietzsche comunica a Gersdorff, y sólo a él, cuando le envía su fotogra
fía. El 12 de diciembre de 1872 le dice que la noche anterior a la realiza
ción de la foto se había declarado un gran incendio que le había sobreco
gido; además, durante varias horas había estado ayudando en el acarreo
de agua para combatir el fuego. A través de la fotografía se podía apreciar
que él no había dormido la noche anterior. «Tenía algo salvaje y propio de
un boyardo.»
¿Hubo realmente un incendio en Basilea los últimos días de noviem
bre o primeros días de diciembre de 1872? Sería divertido comprobar las
[4 0 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
«Tesis principal: [el filósofo] no puede crear una cultura, pero la pue
de preparar, puede eliminar obstáculos o templar y de este modo la pue
de mantener o destruir siempre en forma negativa únicamente
Unaño ensuspenso
... que se alegra, como un viejecito, de cada día en el que nada le re
cuerda la mala digestión y los dolores.
Nietzsche refiriéndose a él mismo
en una carta a la madre, 1 de febrero de 1874
N
ietzsche se fue encontrando a sí mismo lenta y dolorosamente. Las
decisiones maduraron: separación de Wagner, separación de la
universidad. Ambas medidas fueron necesarias para alcanzar ple
na independencia y afrontar lo que le esperaba y que él mismo definió
como «las penas de la veracidad». Pero él era un águila angustiada y, pro
visto como estaba desde hacía tiempo de las armas de un ave de rapiña,
prefirió volver volando al nido hogareño. Lo heroico había sido aplicado
a su blando temperamento con violencia: con agua fría y habitaciones sin
calefacción, con pruebas de natación y mucho madrugar, con mucho es
tudio y abstinencia sexual. Ahora constituía su segunda naturaleza; pero
él no se podía dar por satisfecho con la retórica heroica del Imperio re
cientemente fundado y con blandir la espada como el Sígfrido de Wagner,
sino que se reconocía a sí mismo en la lucha contra la época y sus ídolos,
en el valor y el aislamiento, en la protección contra las estupideces y mal
dades de la opinión pública.
[4 1 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
¡Oh amigo!
¿Por qué no viene usted a vernos?
Yo encuentro para todo una solución, o como lo quiera llamar usted.
¡Por favor, no tan distante! En ese caso no puedo
ser nada para usted.
Su habitación está a punto.
De verdad — o más bien:
¡a pesar de todo!
O también:
¡Si tiene que ser!
En el momento posterior a la recepción de sus últimas líneas,
¡una vez más!
De corazón,
Su R. W.
medad tras la llegada a Bayreuth. Con sus propias palabras cuando infor
mó a Overbeck: «Por mi parte, en el viaje cogí un fuerte dolor de vientre
y de estómago y tuve que meterme en cama nada más llegar. Sin embargo,
ahora ya el cólico ha remitido bastante, eso espero». De acuerdo con la
versión de Cosima: «A primera hora de la tarde una notita comunica que
el profesor Nietzsche está aquí, pero guarda cama, enfermo, en el “Son
ne” . Richard va allí y le trae inmediatamente a nuestra casa. Se recupera
pronto y pasamos una tranquila velada juntos». Un mensaje del año si
guiente pone de manifiesto la puntualidad con que funciona el «dispara
dor»: «Un día estaba yo de nuevo en cama a la perversa manera basilen-
se; era el día en el que mis amigos se reunían en Bayreuth». Alma y
estómago sufren convulsiones. Hasta los médicos lo observan: «...ahora
también el Dr. Wiel, como Immermann, piensa más en una afección ner
viosa...». De la misma manera que Tribschen había determinado su eufo
ria y el florecimiento de su genio, ahora sufría la enfermedad de Bayreuth.
Con el alejamiento de Bayreuth volvió a mejorar su salud. La consta
tación de Karl Jasper de que, a partir de 1873, Nietzsche estuvo constan-
tentemente enfermo de una manera u otra es negada por él mismo. Las
informaciones sobre su salud contenidas en las cartas son fiables; en la
carta de diciembre a su madre dice expresamente que este invierno es el
mejor que conoce desde hace años y que está en «buen» (subrayado por
Nietzsche) estado de salud. Los días de Navidad en casa transcurren sin
crisis. Sólo en año nuevo se abate sobre él una tormenta, el miedo ante su
futuro: «Ayer, como primer día del año, contemplé con auténtico temblor
el futuro. Vivir es horrible y peligroso, envidio a todo aquel que muere de
manera correcta».
Este estado de salud parcialmente satisfactorio lo había conseguido
con disciplina. La pesada carga del trabajo en la universidad y el P äd ago
gium —en el semestre de invierno siete horas de curso, seis horas de cla
se a la semana— fue afrontada con pleno dominio gracias a una escrupu
losa distribución del tiempo, desde las ocho de la mañana hasta las doce
de la noche. «L a cosa avanza furiosamente», le dice a Gersdorff, «pero
hasta ahora estoy bien y tranquilo, especialmente porque el estómago y
los ojos aguantan estupendamente.» La continencia era una obligación,
también la continencia en escribir. La tercera consideración inactual fue
alumbrada en verano, durante las vacaciones, entre dolores. Todos los de
más planes fueron postergados.
vés de sus cartas se puede seguir el desarrollo y los cambios del plan. Ya
en enero escribe a Gersdorff que le asalta la halagadora idea de huir al
campo, con él, «de modo que juntos contemplemos los campos y veamos
cómo se pone el sol». Poco después escribe a su madre: «Ay, cómo me
gustaría tener una pequeña finca: entonces dejaría durante algún tiempo
mi puesto de profesor... En verdad, me gustaría hacer como Gersdorff y
dedicarme a correr por los campos». Nietzsche olvidaba que Gersdorff
era terrateniente y había estudiado agronomía. Y a Rohde le dice: «G ers
dorff, el divino hidalgo rural es ahora el modelo de mi fantasía: todos no
sotros deberíamos adquirir fincas y luego vivir tranquila y valientemente
hasta el fin».
El proyecto le siguió atrayendo o, más bien, Nietzsche se entregó a él
y se recreó en imaginarlo con la fiel Elisabeth: «...los más bellos planes de
una vida futura idílica y laboriosa», «la más descarada existencia singular,
miserablemente sencilla, pero digna». También se concretó el lugar: Rot-
henburg ob der Tauber, donde todavía se conservan los viejos valores ale
manes, pues odia las ciudades que carecen de carácter y en las que todo
está mezclado, ciudades que ya no son nada completo. Y como lamento
final: «Si fuéramos un poco acaudalados», de Todo ello, como de tantos
otros planes escritos, por así decir, en el cielo azul, no salió nada. Nietzs
che ni siquiera visitó Rothenburg, su «fortaleza privada y su refugio».
Pero el sueño persistió, se transformó en una torre sobre las rocas de Ber-
gün, después pasó a ser un pequeño huerto junto a las murallas de Naum-
burg y por último derivó hacia la realidad convertido en el modesto alo
jamiento de Sils-Maria. Nada de fincas, nada de premio de lotería, pero
como sólida base de una «miserablemente sencilla pero digna existencia»
la pensión de la Universidad de Basilea.
menudo mera retórica, pero todo está en el gran Uno y en alto». En esta
auténtica ejecución figuran frases como: «Ninguno de nuestros grandes
músicos era a sus 28 años un músico tan malo como Wagner». «La juven
tud de Wagner es la de un diletante en muchos campos que no va a ser
nada de valor.» «A menudo he dudado absurdamente de que Wagner tu
viera talento musical.»
Frases atrevidas escritas no sin preocupación por preparar el camino
de la tesis principal: «Si Goethe es un pintor frustrado Schiller un orador
frustrado, Wagner es un actor frustrado». Pero este Wagner no podía ser
actor de teatro, pues le faltaba la figura, la voz y la modestia. Por eso ha
extendido su actividad de actor a las otras artes y ha situado en primer
plano sus afectos y efectos; de ahí proceden su incontinencia y desme
sura.
A estos aspectos negativos del balance se opone con fuerza un punto
de vista completamente distinto: «Wagner es una naturaleza capaz de fi
jar normas: ve las relaciones en perspectiva y no está preso en lo pequeño,
lo ordena todo en grande y no se le debe enjuiciar por detalles sueltos
— música, drama, poesía, Estado, arte, etc.— ». En una bella imagen: «El
talento de Wagner es un bosque que crece, no un árbol suelto». Si él es
malo o débil en en todo considerado individualmente, su gran mérito es
la síntesis, ahí radica su grandeza. Nietzsche se inclina ante lo que poste
riormente glorificará como voluntad de poder. A decir verdad, de mo
mento — el rey Luis aún no contaba— , sólo se contabilizaban fracasos.
Aunque como «naturaleza dirigente» está seguro de su causa, la inhibi
ción de ese instinto le hace desmesurado, excéntrico, contradictorio. De
manera especial sobrevalora la fuerza de convicción de su religión artísti
ca. Los alemanes, una nación seria, querían seguir disfrutando al menos
de algunas parcelas y eligieron el teatro alegre.
A Nietzsche la pasó esto por la cabeza y lo anotó al vuelo. Se atrevió
también a formular un juicio que hirió a Wagner en el punto más débil:
«Lo embriagador, lo extático-sensorial, lo súbito, el entusiasmo a toda
costa, ¡tendencias horribles!». El discípulo vislumbraba que el maestro
no salía al campo de batalla a luchar contra el pecado de la época sino que
lo encarnaba. Wagner es deficiente en T ann hau ser con sus estados extáti
cos, mejor en L o s m aestros can tores y en algunas partes de E l an illo , don
de recupera el dominio de sí mismo. Esto es lo que podemos leer, asom
brados de que el exaltado dionisíaco Nietzsche se presente de pronto
como un puritano.
La aversión tenía razones de peso y, a decir verdad, nuevas. Como
maestro y profesor, Nietzsche había profundizado en el arte de la retóri
ca, había estudiado la historia de la elocuencia y proyectaba una conside
ración inactual sobre Cicerón y en contra del llamado estilo asiánico, en
contra de la magnificencia y la ampulosidad, la pasión y el énfasis. Así
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 1 9 ]
primer gran éxito de Brahms tuvo lugar en 1868 con el R équ iem alem án
integrado por citas de la Biblia. Él mismo definió como los dos aconteci
mientos más grandes de su vida la terminación de la edición completa de
las obras de Bach y la fundación del Imperio alemán, que, según él, esta
ban interiormente relacionados entre sí. Mientras que Wagner celebró la
victoria de 1871 con la briosa M archa im p erial, Brahms encontró nueva
mente el texto para su C anción triu n fal, compuesta con el mismo motivo,
en las Sagradas Escrituras, concretamente en el capítulo X IX del Apoca
lipsis, donde se describe la victoria de Jesucristo sobre el Anticristo en la
gloria celestial. El Anticristo era Napoleón III.
El 9 de junio de 1874 Brahms estuvo en Basilea, dirigió su C anción
triu n fal , y Nietzsche asistió al concierto como un católico a un servicio re
ligioso herético. Sólo Rohde, hamburgués como Brahms, lo vivió como
algo propio. «Enfrentarme a Brahms fue para mí una de las difíciles prue
bas estéticas», escribió Nietzsche a su amigo, «y ahora tengo una peque
ña opinión sobre el hombre. Pero todavía muy tímida.» La pequeña opi
nión era, en cualquier caso, tan favorable que un mes después viajó por su
cuenta a Zurich para oír una vez más la C anción triu n fa l dirigida por el
amigo Hegar.
Semanas después, Nietzsche incorporó a su equipaje para Bayreuth,
como pieza más valiosa, la partitura para piano de la C an ción triu n fal de
Brahms, en cierto modo como un amante que antes de ir a ver a su novia
se mete intencionadamente en el bolsillo de la chaqueta la carta de amor
de una rival.
Pero antes de que pasemos a describir lo que entonces ocurría en Bay
reuth tenemos que mencionar otro hecho: exactamente en Pascua Nietzs
che empezó a componer nuevamente. Entonces creó el H im n o a la am is
tad , del que ya hemos dicho algunas cosas. Aquí tenemos que añadir que
el momento de su creación, la Pascua, tampoco carece de importancia: las
composiciones de Nietzsche no son sólo producciones ocasionales con
cebidas para regalarlas, sino también músicas festivas, liturgias en cierto
modo para actos importantes. En el atrevido plan juvenil del oratorio na
videño habían concurrido ambas cosas, y todavía la alegría de las fiestas y
prodigalidad iban juntas para este hombre ya no tan joven. En ese senti
do el himno era una música festiva y pascual. Su carácter litúrgico es evi
dente. Como Nietzsche escribió a Malwida el 2 de enero de 1875, la pie
za constaba de un preludio con la marcha de los amigos hacia el templo
de la amistad, un interludio, «como en triste recuerdo», un segundo inter
ludio, «como una predicción del futuro, una mirada a la más amplia leja
nía», y la salida procesional del templo. En medio de todo ello, a modo de
coro, las tres estrofas del himno cantadas por amigos. La «mirada a la más
amplia lejanía» indicaba que esta liturgia estaba destinada a sustituir la
cristiana, ahora ya en estado agonizante, por la elegida para la nueva
[4 2 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
éste fue un motivo más para pedir consejo y ayuda a Wagner. Mucho
tiempo después, en una carta al director de orquesta y amigo íntimo Fé
lix Motd, Cosima levantó un poco el velo: «Un himno a la amistad», es
cribió la dama, «ha iniciado por cierto la irrupción. El vino a Bayreuth y
estuvo muy triste». De hecho paradójico, pero Nietzsche ya no pensó en
Wagner cuando compuso su himno para los amigos.
El desagradable incidente de Bayreuth tuvo otra consecuencia. Nietzs
che reelaboró a fondo el texto de su tercera consideración inactual, esta
vez de acuerdo con un estado anímico similar al que tenía cuando redac
tó la nueva versión de E l origen de la traged ia tras la visita a Tribschen.
«La inevitable agresividad y agitación psíquica que en lo más profundo
llevaban consigo semejante tramar e intrigar estuvieron a punto de tras
tornarme a menudo», escribió a Gersdorff. Como no tenemos la versión
temprana no podemos saber qué innovaciones se introdujeron en ella,
pero cabe imaginar que Nietzsche, arrepentido, se acercó de nuevo al
«idealismo» wagneriano: Sch open hauer com o educador fue, por así decir,
el sacrificio propiciatorio del joven profesor. Evidentemente, cuando los
Wagner recibieron el texto se alegraron del restablecimiento de las rela
ciones y el maestro envió inmediatamente un telegrama a Nietzsche,
mientras que Cosima le cubrió de elogios en una extensa carta y sólo se
atrevió a corregir una palabra del original.
Entonces fue cuando Nietzsche, en un escrito perdido como casi todas
sus cartas a Bayreuth, dejó oír los viejos lamentos, Wagner, muy en su pa
pel, se apresuró a darle respuesta, una auténtica lección, que simultánea
mente prometía al hijo matar en su honor el ternero más hermoso si vol
vía arrepentido a su lado. Como resultado de la minuciosa conversación
con Cosima, Wagner comunica en primer lugar que la «Hypochonder-
Gesellschaft (Sociedad de Hipocondríacos), formada exclusivamente por
hombres, no funciona; evidentemente, Wagner nunca ha cultivado seme
jante compañía. En segundo lugar y como consecuencia: «H e pensado
que usted debería casarse o componer una ópera; tanto lo uno como lo
otro le sería útil. Pero casarse me parece mejor». En tercer lugar: ¿habría
un remedio mejor que una estancia más bien larga en Bayreuth, en la casa
Wahnfried? «Instalamos nuestra casa y demás de manera que también
tengamos un alojamiento para usted, como a mí nunca se me ofreció en
los momentos más difíciles de la vida.» Desgraciadamente, Nietzsche elu
de, ya en invierno, una invitación para el verano, anunciando su proyecto
de peregrinar a una montaña suiza a ser posible alta y solitaria. «¿N o sue
na esto a cauteloso rechazo de una posible invitación de nuestra parte?»
Como el rey de los elfos al niño asustado, Wagner describe sugestivamen
te a Nietzsche todo lo que le espera en verano en Bayreuth: «Paso revista
a todos mis cantores de los Nibelungos; el pintor de decorados pinta, el
maquinista levanta el escenario». Y, por último, él y Cosima también co
[4 2 6 ] FRIEDRICH NI ETZSCHE
ques van a ser cada vez más escasos, ¿no llegará alguna vez el momento de
tratar las bibliotecas como madera, paja y maleza?».
Este camino hacía la vida, flanqueada por piras de libros innecesarios,
pasaba por la verd ad que inexorablemente acababa con las ilusiones vi
gentes hasta entonces. Dicho en términos lapidarios: «Toda existencia
que puede ser negada merece también ser negada; y ser auténtico signifi
ca: creer en una existencia que no podría en modo alguno ser negada y
que es verdadera en sí misma y sin mentira». Y así ve el nuevo filósofo, el
descubridor de la verdad y portador de la verdad: «Para él y para su per
sonal bienestar puro y de maravillosa serenidad, en su conocimiento lle
no de fuego poderoso y voraz y muy alejado de la fría y despectiva neu
tralidad del llamado hombre científico, situado muy por encima de la
contemplación hipocondríaca y amargada, ofreciéndose siempre a sí mis
mo como primera víctima de la verdad conocida, y en lo más profundo de
la conciencia plenamente sabedor de los sufrimientos que tienen que bro
tar de su sinceridad».
Este era el punto esencial al que Nietzsche volvía una y otra vez: el fi
lósofo que buscaba la verdad tenía que abandonarlo todo, las personas a
las que quería, las instituciones en cuyo seno se había formado. Wagner
debería haber leído con atención esos pasajes para reconocer al amigo
Nietzsche como lo que era y percibir en esas frases un anuncio de la tra
gedia que había de venir. Pero Wagner oía la prosa como otras personas
la música: como un rumor confuso e imponente en el que aquí y allá per
cibía, súbitamente cautivado, la palabra «Wagner».
En el capítulo 7 se dice lo decisivo sobre esta búsqueda de la verdad:
la época en la que los coetáneos se encontraban tan cómodos en realidad
«está envuelta en patrañas». Patrañas son no sólo los dogmas religiosos
sino también conceptos tan falsos como progreso, cultura general, nacio
nal, Estado moderno, lucha por la cultura. En otras palabras, Nietzsche
ataca no sólo a las ideologías dominantes sino también, lo que es más gra
ve, a los tópicos en curso, a la moneda de los conceptos vigentes. Eviden
temente, este destructor de patrañas no se podía detener ante las patrañas
wagnerianas, pero ocultó tan celosamente la verdad en este patético tex
to de confesión que no mencionó ningún gran nombre. Sin embargo, jus
tamente en relación con la reflexión sobre Wagner, también en los apun
tes había aflorado la palabra «patrañas»: «El mismo coraje que se
requiere para conocerse a sí mismo enseña a ver la existencia sin patra
ñas...».
Descubrir que todas las verdades de la época, no exclusivamente las
de un bando u otro, eran «patrañas» constituía la premisa, la ingente ta
rea, la guerra en múltiples frentes. Y, por lo tanto, la ruptura con Wagner.
El mismo que lo planeó se sobrecogió ante su propio coraje. Pero no te
nía otra alternativa: lo que había intuido a los diecisiete años como desti
[4 3 4 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
un niño que juega («se baja el telón, y el ser humano se encuentra de nue
vo como un niño que juega con mundos, como un niño que se despierta
con la aurora y riendo se borra de la frente los horribles sueños»), así en
Sch open hauer com o edu cador se ha introducido también una imagen final
de paz, una esperanza de salvación, de la que «felicidad y verdad son sólo
imágenes idolátricas»: «L a tierra pierde su gravedad, los acontecimientos
y las fuerzas terrestres se vuelven imaginarios, en torno a él se extiende,
como en las noches de verano, la transfiguración. Al observador le pare
ce como si justamente empezara a despertar y como si sólo las nubes de
un sueño evanescente jugaran en torno a él. También esas sombras desa
parecerán alguna vez: entonces será de día».
Así escribía Nietzsche cuando frisaba en los treinta. Ningún agracia
do con el don de un segundo rostro habría podido describir mejor lo que
realmente ocurrió al final de su vida: la noche de verano transfigurada y
transfiguradora —la exaltada dicha de Turín— precedió a la locura. Lue
go, de acuerdo con una interpretación humana, se hizo la noche para
Nietzsche. Pero, ¿quién sabfe cómo fue el día de su locura para él?
ción de Kant como «sumamente atrevida y nueva» (en el texto ocupa me
dia página). En su opinión, el escrito «sólo era realmente comprensible
para el poseso». Extraños cumplidos, palabras escritas a toda prisa por al
guien muy ocupado.
Cosima, por el contrario, escribió de nuevo una de sus extensas cartas
(más de cuatro páginas en letra impresa). Aunque abundan en elogios,
Nietzsche se debió de sentir más herido que halagado con ellas, pues Co
sima no reconoció su genio sino su clarividencia para reconocer y com
prender al genio. «Dichoso usted, amigo mío», escribió la dama a la ma
nera de Wagner, «que pudo sondear la esencia más íntima del genio y
sacó el tesoro del pozo del conocimiento a la luz del día... así, frecuentan
do la compañía del genio, conoce usted lo que él tiene de más íntimo; us
ted no oye y entiende sólo lo que él dice; la clarividencia que usted tiene
escruta el pozo profundo de su valor moral y, ¡ay!, el aún más profundo
de sus sufrimientos.» Así era Cosima: cuando decía «genio», «moral» y
«sufrimientos» se refería siempre a su Richard.
Aparte de esto, la dama comunicaba, como de paso, que Hans Rich-
ter, mano derecha de los Wagner, se había prometido con una muchacha
bonita, instruida y rica (una alusión tan clara como directa) y no olvidó
mencionar que en Dresde había oído elogiar muchísimo una obra sobre
la autodestrucción del cristianismo, que no procedía de otro que de Hart-
mann, perverso antagonista de Nietzsche. En cambio, acerca del éxito de
éste profetizó: «Pero los seis o siete para los que usted escribe los tendrá
y los tendrá plenamente, y al final esa minoría tendrá también algo que
decir».
Parecía un encantamiento. Los amigos de Wagner hacían cumplidos:
el viejo profesor de Leipzig Marbach, el joven entusiasta de Wagner
Edouard Schuré; Bülow elogió algunos ingeniosos aforismos e invitó a
traducir su Leopardi, Malwida habló entusiasmada de la «belleza primi
genia del espíritu alemán», Gersdorff escribió en tono admirativo como
siempre y dijo que por la noche leía algunas frases de él, de Emerson o de
Goethe, y Rohde se sintió transportado como por una magnífica música
heroica. Pero más allá de este estrecho círculo reinaba el silencio.
Incluso aquel Karl Hillebrand, que desde Florencia seguía el aconte
cer de la cultura alemana y lo comentaba en el mejor periódico alemán, el
A u gsb u rger A llgem ein e , que, de todos modos, había abordado a fondo
las dos primeras consideraciones inactuales, tomó el Sch open hauer de
Nietzsche exclusivamente como pretexto para transmitir sus propias
ideas sobre el tema y consideró que el tratado de Nietzsche era «dema
siado detallado y, a pesar de ello, no suficientemente concreto», un cortés
eufemismo de verborrea. También Emma Guerrieri-Gonzaga, la seria y
noble marquesa florentina, que mantenía contactos con el círculo de H i
llebrand, comunicó que la lectura le había dejado una impresión depri
LAS PENAS DE LA VER AC I D A D [4 3 7 ]
Voy a la iglesia con Fidi y Eva - «A hora dad todos gracias a D ios» a
la luz de las velas.
Cosima Wagner, diario, 24.12.1874
maestro era clara al menos en este punto, pues le ofrecía su propia casa
como asilo y su compañía como remedio para todos sus males. ¿Habría
podido contestar negativamente?
Aún peor fue la carta de Cosima, muestra de agradecimiento por el
escrito que Nietzsche le envió en su cumpleaños. «Estas líneas le encon
trarán todavía en Naumburg», le escribió la esposa del maestro, añadien
do que ya no le gustaba escribirle a Basilea, pues le recordaba «desercio
nes y muchas cosas parecidas». En lo que seguía, casi cada una de las
frases estaba envenenada, pues enfrentaba al buen Nietzsche de antes con
el rebelde de ahora. «Nuestra Nochebuena fue alegre» como entonces en
Tribschen; por la mañana resonó el idilio de Siegfried, como entonces,
pero «¡cuán lejos están ahora aquellos tiempos!». Y ya está allí su rival,
más afortunado que él: Gersdorff, el mejor amigo de Nietzsche y ayudan
te infatigable de Wagner, ha regalado a Cosima un cuadro que la ha «con
movido hasta lo indecible» «por la más que sorprendente adivinación o
reconocimiento de la amistad». Es la C oronación d e la V irgen M aría de
aquel Moretío que tiempo atrás, en su desdichado viaje a Italia, debió de
conocer en Brescia. Cosima ha recibido el presente de Gersdorff como
delicada alusión (a quién sino a ella). Cosima escribe que el cuadro se po
dría llamar «el milagro de las alegrías y las heridas», y efectivamente su
vida parece hecha de «alegrías y heridas».
No se puede negar que, a pesar de toda su mentalidad de protestante
libre, siempre se le ocurre alguna buena idea católica o una escena de la
Biblia, como la de la escala de Jacob: esta vez el abeto es tan alto que ella,
como el buen Dios, lo adorna desde la galería; los ayudantes escribanos
de la «cancillería de los Nibelungos» se balancean arriba y abajo en la es
calera, mientras el maestro descansa como un nuevo Jacob. Cosima es
ahora una cristiana decidida y así en su original alemán escribió con refe
rencia al libro de Hartmann sobre la «autodestrucción del cristianismo»:
«Esto queda por debajo de todos los conceptos». Lee atentamente (¡esto
es también una pequeña punzada!) a Overbeck, el teólogo, discute sobre
él con vicarios y consejeros consistoriales. Y, entonces, ¿qué queda del
gran proyecto de que un día Nietzsche iba a ser el educador del joven
Siegfried? «Ahora», escribe Cosima, «mi marido elabora un esquema de
educación para Sigi»; establece un premio de mil táleros para aquel que
sea capaz de desarrollar el plan en sus detalles. También ahora se pasará
al ámbito que le es más propio. Al final, buenos deseos de «entereza y re
nuncia», ni una palabra de un nuevo encuentro.
La declaración de Nietzsche de que está decidido a llegar a viejo debe
verse también a la luz de estas cartas de Bayreuth. Si él no puede volar
más alto que Wagner, le sobrevivirá, pues éste tiene ya casi sesenta y dos
años. Lo que Nietzsche no sabe, pero puede sospechar es que, a medida
que va envejeciendo, Wagner es cada vez más dependiente de Cosima, de
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 4 1 ]
Acerca de este Parsifal, Wagner dijo entonces que lo haría cuando tu
viera ochenta años, antes vendrían las obras teatrales: Lutero, Bernhard
von Weimar, Barbarroja. Ahora todo ello era dejado de lado. El cristia
nismo primitivo de Gfrórer conducía a Parsifal como la inminente lectu
ra de C h ristlich e M ystik [M ística cristian a ], de Górres. Extraña inversión:
ahora Wagner leía —con cierta resistencia— al piadoso Górres (del que
después tomó la conversión del primitivo nombre Parzival en Parsifal),
mientras Cosima se instruía con ayuda del ilustrado Lichtenberg. La ar
monía del matrimonio era total. El decano evangélico era, junto al fiel
banquero Feustel, el mejor amigo de la casa de Bayreuth, y Cosima parti
cipaba en unas conferencias para damas sobre una alfombra de iglesia.
Naturalmente, todos eran tolerantes: al buen Gfrórer se le perdonó in
cluso que — como se decía ahora de Overbeck— se hubiera pasado al ca
tolicismo. Entonces, observó sabiamente Wagner, los jesuítas no eran tan
perversos, y el clero protestante era demasiado superficial para espíritus
superiores.
Si Richard había sido recuperado, al menos parcialmente para la reli
gión, Cosima tenía aún más empeño en hacer atractiva la nobleza al viejo
revolucionario de barricada. Si la gente la llamaba a ella «marquesa de
Bayreuth» no se trataba de una simple broma. Equipararse con su prínci
pe en honores y tratamientos y demostrarlo era para ella una necesidad
del corazón. Los grandes viajes artísticos que emprendieron en febrero y
que los llevaron a Viena, Budapest y Berlín, consolidaron el rango de
Wagner: ¡allí estaban todos, y todos se veían! La anciana protectora, la
princesa Metternich, la princesa Hohenlohe, los condes de Andrassy, el
príncipe Licchtenstein, la princesa Biron, el conde Redem, el señor Von
Radowitz. La nobleza intelectual estaba representada en Viena por Ma-
kart y el arquitecto Semper, en Berlín por Helmholtz, Mommsen y Men-
zel («cuyo hermano político nos recibió con acordes de E l crepúsculo de
lo s d io se s»), Wagner y Cosima desayunaron con Lothar Bucher, brazo de
recho de Bismarck («arrebatado por primera vez por la música, grita so
lemnemente en la sala...»). Comprendemos las anotaciones que Cosima
hace en su diario el 16 de enero: «Richard habla de la importancia que la
nobleza podría tener aún para el arte y la vida».
que tiene con la familia Wagner, le parece importante que Elisabeth «sea
perfectamente conocida e introducida».
Con ello se aludía al plan de Wagner — ¿o era sólo un capricho?— , de
acuerdo con el que Nietzsche debía asumir la tutela de Siegfried. Si ésta
implicaba otras tareas, la ayuda femenina podía llegar a ser realmente im
portante. Pero advirtió a Elisabeth que no debía derivar de ello una espe
cie de incorporación en la comunidad espiritual de Wahnfried. Nietzsche
conocía a su hermana y su desdichada e irreprimible tendencia a irrumpir
en el campo intelectual, y le aconsejó que se mostrara «sencilla»; «cuanto
más natural te muestres», le recomendó, «tanto más fácil te resultará,
pues lo único difícil es mantenerse en un papel, cuando con los Wagner
no hay que representar ningún papel». Si Nietzsche encargó una misión a
su hermana ésta fue que reiterara a los Wagner su inamovible lealtad. Eli
sabeth hizo algo más, en cuanto que informó a los Wagner que su herma
no no era en líneas generales tan melancólico como él se mostraba frente
a ellos; en Naumburg había mostrado su lado alegre y en Basilea se diver
tía de lo lindo cuando se reunía con otros profesores. Los Wagner hicie
ron ver que se alegraban de ello.
paración con estos accesos a modo de cólicos, en los que inciden los do
lores de cabeza y de estómago. Son, en otras palabras, la falta de confian
za en sí mismo y las náuseas que le produce el mundo.
Si el año 1874 había quedado en suspenso, 1875 presencia la llegada
de la catástrofe con música fúnebre. En la carta a Rohde del 5 de febrero,
habla por primera vez de que trabaja diez minutos cada dos o tres sema
nas en un himno a la soledad. «Quiero captarla en toda su patética belle
za.» En marzo comunica a Malwida que ha terminado una nueva pieza
musical de considerables dimensiones, un himno a la soledad que ha
compuesto con corazón agradecido.
En el legado de Nietzsche no hay ni rastro de esta composición. Lla
ma la atención el hecho de que las dos veces que él la menciona la rela
ciona con el H im n o a la am istad . Lo que él ha planeado, esbozado o sólo
improvisado al piano es ahora el triste epílogo de los entusiastas proyec
tos de amistad de ayer.
«Con corazón agradecido» ha trabajado Nietzsche en la nueva pieza;
esto es un encubrimiento o humor negro, o una terca glorificación de un
estado de sufrimiento. Ahora, cuando mira al futuro, se protege, utiliza
evasivas. En una carta a Elisabeth, fechada el «viernes santo de 1875»,
dice que este verano se presenta «curioso»: Overbeck se va a someter a
una cura durante todo un semestre, Elisabeth no va a verle y Romundt ha
desaparecido. Nietzsche está completamente solo en su cueva de Basilea.
Es cierto que aún se celebran fiestas nocturnas y bailes, pero sin él:
«Quiero eliminar para siempre toda la vida social nocturna». La conclu
sión final suena como un estribillo: «El verano es, pues, muy extraño».
Un pequeño consuelo: el fiel Gersdorff estaría allí tres semanas. Ha
bía vuelto escribir a su madre y a Elisabeth, a la que decía: «¡Cuánto me
gustaría hablar de nuevo contigo!». ¡Añoranza de Elisabeth! Nietzsche le
encarga que salude de su parte a los Wagner, «casi siempre hablamos de
ellos». Esto es una fórmula social, pero ahora ocupan su mente cosas muy
distintas. En una carta de esta época menciona al misterioso expósito
Kaspar Hauser, que entonces daba que hablar, pues se acababan de pu
blicar los documentos oficiales sobre el caso Hauser existentes en el Ar
chivo Estatal de Badén. Para Nietzsche el mudo forastero era algo más
que un interesante caso criminal y escandaloso. ¿No era él también un
misterioso mensajero, posiblemente de la más distinguida alcurnia, y na
cido en el seno de una familia de Naumburg? ¿No era él también mudo,
incapaz de comunicar a sus coetáneos sus profundos pensamientos? ¿No
había ocurrido lo mismo con Romundt? Tenía deseos de comunicarse,
pero entre él y los demás había un tabique de cristal y todo lo que podía
hacer eran señas. Este era el principio de su pasión,
En el E cce hom o aparece esta trágica frase: «En un tiempo absurda
mente temprano supe que a mí nunca me alcanzaría una palabra huma
[4 4 8 ] FRIEDRICH NIET ZSC HE
na». A los catorce años pidió que le regalaran las G en fer N ovellen [N o ve
la s g in e b ñ n as] de Rodolphe Toepffer, en las que se habla de un distingui
do expósito que se cría en una casa parroquial. Y al loco le pasa por la ca
beza el nombre de aquella Stephanie von Badén que era sobrina de la
emperatriz Josephine y creía que el hijo que había tenido en 1812, muer
to prematuramente en circunstancias extrañas, había aparecido luego
como Kaspar Hauser.
L iKxH\xñ
Lou Andreas-Salomé
Friedrich Nietzsche, ya enfermo, con su madre
SÍÉÉ
guardaba cama dos días a la semana y preveía que Bayreuth le seguiría ve
dado. Como siempre, trató de reaccionar «valientemente». Como nuevo
remedio se prescribió una estancia de varias semanas en Steinabad, pe
queño balneario de la Selva Negra, donde estaba el viejo doctor Wiel, es
pecialista en enfermedades del estómago. En lo referente a su actividad
intelectual puede decirse que Se pasó al extremo opuesto. De ahora en
adelante el tema era: nada de literatura. Si alguna cosa le llamaba la aten
ción, le conmovía interiormente, eran los planes de publicación, que
equivalían a salir de sí mismo y comparecer ante un público inculto, des
deñoso, malicioso. Los sueños de aquel dominio de la cultura que un día
acabaría con la antigua prepotencia de los profesores e incluso pondría en
fuga a éstos, han quedado pulverizados.
Si había que hacer planes (¡y cómo habría podido vivir Nietzsche sin
planes nítidamente proyectados en el futuro!), tenían que ser con seguri
dad basilenses. ¿Por no qué hacer algo importante como profesor? ¿Por
qué no escribir aquel gran libro sobre los griegos, que una vez había ima
ginado y que Jacob Burckhardt le animó a escribir? Así, imaginó un plan
de siete años con trabajos que desembocarían en una gran obra sintetiza-
dora: literatura griega, antigüedad religiosa, antigüedad privada, antigüe
dad del Estado, mitología, historia política, retórica y estilo, rítmica y mé
trica (con música), historia de la filosofía, ética de los helenos. «Aquí nos
vamos a ocupar a fondo de los griegos», escribió a la señora Baumgartner,
y luego añadió categórico: «Como todavía tengo que permanecer alejado
de toda escritura durante bastante tiempo, cada vez lo veo con más clari
dad; pertenece a las condiciones, lentamente descubiertas, de mi existen
cia como intelectual basilense». Entonces intentó la proeza de conciliar
esa existencia basilense y su actitud personal con vistas al futuro; tenía
que renunciar a muchas cosas si no quería renunciar a lo principal. Y a
continuación venía la conmovedora observación de que su actitud no te
nía que ver en absoluto con la cobardía, sino más bien con la arrogancia:
«pues calculo en grandes períodos de vida, y en esto se equivocó, por
ejemplo mi padre, que murió a los 36».
Nietzsche quiere llegar a viejo en aras de su tarea, como le había dicho
ya a Malwida. Aquí el motivo es recogido nuevamente, reforzado, y al
mismo tiempo se pone de manifiesto por primera vez la amenaza a la que
se refiere esta arrogancia: la prematura muerte del padre, a causa de un
ataque cerebral precedido de un «reblandecimiento del cerebro». Desde
los horribles ataques de mayo y junio, éste es su nuevo gran temor: si tie
ne que morir también a los treinta y seis años, le quedan todavía seis añi-
tos. Por lo tanto, hacer planes para siete años supone una arrogancia, una
provocación a los dioses. En cualquier caso, él lo prueba. En los últimos
planes de las consideraciones inactuales había previsto cinco años para, al
margen de toda polémica, preparar una doctrina que de momento seguía
LAS P E N A S DE LA V ERACI DAD [4 5 3 ]
la atención por grotescas; por ejemplo, que junto con el bondadoso doc
tor Wiel investigara los fallos de fabricación de una jeringa de lavativas. Y
en su vida como profesor de la Universidad de Basilea o en sus relaciones
con Elisabeth recurría a menudo a las bromas para salvar una situación.
Si aportaba relatos de Mark Twain a las tertulias basilenses de los martes,
si pedía a Elisabeth que le leyera las obras de Walter Scott, si recomendó
a Rohde el Q u ijo te como consuelo, todo ello eran —consciente o incons
cientemente— medidas contra el Nietzsche solemne, el reformador y agi
tador del mundo que iba creciendo en su interior como el niño en el vien
tre de la madre.
El era a buen seguro plenamente consciente de la escisión de su pe
cho, esas oscilaciones determinadas por el estado anímico que en el ám
bito clínico se conocen con el nombre de «maníaco-depresivas». El 7 de
junio de 1875 escribió a Rohde: «Esta parte de la vida es dura, uno aún no
se ha resignado. Pero uno se ve a sí mismo con toda claridad. La vista es
tal que a veces tengo demasiado coraje y esperanza, y cuando pienso en lo
que nos rodea y en dónde hay que intervenir, tengo la sensación de que ya
no podría mover ni un dedo».
campos que ahora buscaba con vistas a su futura profesión como maestro
y pensador. De manera especial cuando estaba enfermo en cama se apo
deraba de él la convicción de que la vida carecía de valor, de sentido, de
que todas las metas eran engañosas. Entonces, en el espacio comprendi
do entre el querer y la renuncia, quedaba como última región de la vo
luntad de vivir el deseo de conocer, «un trozo de purgatorio si volvemos
la mirada a la vida con insatisfacción y desprecio, y un trozo de Nirvana
en cuanto que con ello el alma se acerca al estado de la contemplación
pura».
La carta a Gersdorff, en la que aparece todo esto, fue enviada a me
diados de diciembre de 1875. Un mes más tarde estaba destruido el idi
lio. Gersdorff leyó: «Queridísimo amigo, ya han pasado las Navidades
peores, más dolorosas y más horribles que he conocido en mi vida. El pri
mer día de Navidad se produjo, tras varios anuncios cada vez más fre
cuentes, un hundimiento en toda regla. Ya no me era lícito dudar de que
me torturaba una seria dolencia cerebral y de que el estómago y los ojos
sólo sufrían a causa de esta acción central. Mi padre murió a los 36 años
de una encefalitis, es posible que en mi caso todo ocurra más de prisa».
Recordemos en este contexto su primera mención de la enfermedad del
padre («en esto se equivocó mi padre, que murió a las 36 años»). Ahora
el fantasma está de nuevo aquí, la sombra del padre que se cierne como
un espíritu sobre el hijo, le acompaña en lo que podríamos llamar el des
censo de Nietzsche a los infiernos, y esa sombra sólo se alejará en el mo
mento en el que Nietzsche deje atrás la ominosa fecha de sus treinta y seis
años.
nes aumenta a diario». De otra parte: «Pero cuando vengas quiero leerte
algo que te alegrará, algo de la impublicable consideración n. 4 con el tí
tulo de “Richard Wagner en Bayreuth”. Se ruega silencio».
El 7 de octubre, en una carta a Rohde Nietzsche se muestra más ex
plícito: «Richard Wagner en Bayreuth» está casi terminado, pero ha que
dado muy por detrás de lo que pretendía, de modo que para él sólo tiene
el sentido de una orientación «en torno al punto más difícil de nuestras
experiencias anteriores». Nietzsche ve que ni siquiera ha conseguido
orientarse plenamente, de modo que no puede pensar en ayudar a otros.
Así, pues, la consideración número 4 no será impresa.
Nos volvemos a acercar al «punto esencial de la vida de Nietzsche, al
más crítico y «más delicado», y tenemos todos los motivos para seguir de
talladamente los procesos mientras contemos con testimonios. La manio
bra con la que Cosima se había llevado a Elisabeth a Bayreuth era genial;
ayudó a los Wagner a salir de un apuro momentáneo y colocó a los Nietzs
che donde, de acuerdo con Cosima, debían estar: entre el personal auxi
liar del genio. Y si al amigo Nietzsche, por su parte, no le faltaban los
arranques geniales (sobre todo en descubrimiento y reconocimiento de la
genialidad de Wagner), por otra parte era tan extraño y extravagante (por
ejemplo, en su terca manía de rechazar las invitaciones que le hacía el ge
nio) que ya no se podía contar en serio con él.
Por lo demás, Nietzsche tenía la sensación de ser un protegido que
había caído temporalmente en desgracia, que podría recuperar su antigua
posición de mano derecha, de asesor intelectual, con buen comporta
miento, pero sobre todo esforzándose en prestar servicios al genio. Por
eso Nietzsche insistía en que su hermana aceptara la propuesta de Cosi
ma. Por eso esperaba angustiado las noticias de Bayreuth, y por eso se sin
tió feliz cuando Cosima le envió desde Viena una medalla de bronce con
el perfil de Wagner. Cautelosamente, Nietzsche preguntó a través de su
hermana si Cosima, francesa de nacimiento, tendría acaso la amabilidad
de revisar la traducción de su Sch open hauer que había hecho la señora
Baumgartner. Ella contestó con evasivas, sí, tal vez, en el viaje hacia Wei
mar, si tiene tiempo... De todo ello no salió nada.
Además, Cosima le hizo varios encargos: que enviara E l n acim iento de
la traged ia al príncipe Liechtenstein. En una carta a casa, Nietzsche pro
testaba: ¿por qué enviar un ejemplar a Liechtenstein? Siempre nos pre
sentamos ante estas personas como si quisiéramos algo de ellas; para él,
su izo, aquello era repugnante. Pero el libro fue enviado. Además, Nietzs
che escribió a Cosima, y Cosima respondió en el más dulce de los tonos:
«¿Qué diría usted si, en contestación a sus líneas, le pidiera que me traje
ra bombones de Estrasburgo?». La dama hablaba en serio, pues no le era
lícito pedir una cosa así al comisario imperial de aquella ciudad. De todos
modos, confesó que la señora Baumgartner podía atender su pedido de
[4 6 0 ] F R I E D RI C H N I E T Z S C H E
«unas libras de caramelos, también p âte d ’ab ricots, una caja de fr u its con
f it s (no en líquido sino escarchados), una bolsa de naranjas escarchadas».
Todo esto para aquel agosto en el que iban a tener lugar las pruebas, para
invitados o niños de Wahnfried.
Cosima sabía muy bien cómo tenía que tratar a su Nietzsche; una pa
labra bastaba para amansarle: Tribschen. En Tribschen él había adquirido
marionetas que ahora estaban en torno a ella; y en esta ocasión le pedía
dulces. Alguien podría pensar alguna cosa más. Pero ella era lo bastante
infame para decir en la misma carta que, debido a las muchas ocupacio
nes, no había tenido tiempo de informar de su carta al maestro, por lo que
tampoco podía transmitirle sus saludos. Y «muchas gracias por el envío al
príncipe Liechtenstein».
En sus cartas, Cosima hablaba de grandezas: al año siguiente se iban
a representar en Viena todas las obras de Wagner, en Berlín el Tristán.
Además se rodeaba de nombres como Mommsen, Helmholtz, Hülsen,
Andrassy, Semper, Lenbach y Makart, «todo un ciclo de impresiones y
experiencias». ¿Qué era frente todo aquello la hermana política de Molt-
ke? «Ahora llevamos una vida salvaje llena de bellas experiencias artísti
cas.» ¿Qué significaba en estas circunstancias una carta del profesor
Nietzsche? Además todo parecía indicar nuevamente que éste no acudía
a Bayreuth utilizando como pretexto su enfermedad. Nietzsche recibió la
carta de Cosima en Steinabad y remitió diligentemente el encargo a la se
ñora Baumgartner, esta vez sin murmurar. Su mala conciencia le ator
mentaba. Lo que una y otra vez le asaltaba, hería y torturaba, lo que le
obligaba a guardar cama y a hacer de tripas corazón, ya entonces un psi
quiatra competente lo habría definido como «morbus Wagneri». Si la
«apostasía» de Romundt y su marcha habían sido los primeros causantes
de los ataques convulsivos, ahora el mal se consolidaba bajo la presión de
los compromisos pendientes: el cumpleaños de Wagner y las pruebas de
Bayreuth. Nietzsche tenía que escribir y no podía. Tenía que ir a Bay
reuth, quería ir, aunque sólo fuera porque allí se iban a reunir todos sus
amigos, pero no se acababa de decidir. La enfermedad era a un mismo
tiempo tormento y refugio.
Así, pues, Nietzsche pasó el cumpleaños de Wagner castigado por los
dolores y su carta no llegó a manos del maestro hasta el 24 de mayo de
1875. La carta estaba compuesta artísticamente, como una obra maestra
de hábil elogio, y contenía a modo de evasiva una cita decididamente en
tusiasta. Nietzsche había encontrado una «profecía sorprendentemente
bella», la oda de Hölderlin ¡O h fe liz corazón d e lo s p u eb lo s, oh p a tria !. Era
el homenaje más exquisito que alguien podría imaginar; ningún príncipe
habría podido recibir mayores halagos. Además Nietzsche había subraya
do estos versos de la oda:
LAS PE NA S DE LA V ERAC I DAD [4 6 1 ]
Era como para volverse loco: en Bayreuth estaban todos aquellos a los
que él había llevado junto a Wagner —Rohde, Overbeck y Gersdorff—,
y justamente él había sido excluido, y ahora tenía que correr por los bos
ques y consolarse susurrando las melodías de Wagner. ¿Cristalizaba en
planes y escritos lo que iba creciendo en su interior? ¿Pensaba en aquel
escéptico proyecto que había empezado en enero de 1874? ¡En absoluto!
Lo que plasmó sobre el papel a su regreso de Steinabad a Basilea era, con
sus muchas páginas, la más encomiástica celebración del gran hombre, un
homenaje de carácter hímnico, e incluso las ideas críticas de entonces, al
menos aquellas que ahora figuraban en el texto, estaban tan fundidas y
confundidas unas con otras, que, como si su autor conociera perfecta
mente el alma del homenajeado, duplicaban el impacto de los elogios. Si
prescindimos de algunas referencias indirectas y alusiones sólo inteligi
bles para el entendido, era en toda la línea la victoria del fanático, del poe
ta ditiràmbico, del retórico Nietzsche sobre escépticos y psicólogos. Era
exactamente, visto a p o ste rio ri, aquella otra consideración inactual que
debía enlazar con el elogio de Schopenhauer como educador. Así lo había
programado él mismo: «por este camino..., sobre el que brillan, como dos
[464] FRIEDRICH N IETZSCH E
ble: Rohde había sido nombrado por fin profesor numerario de Jena;
Overbeck se había prometido con una muchacha del agrado de Nietzsche
(y que después sería para él una amiga maternal); Gersdorff llevaba ade
lante con decisión su proyecto matrimonial, y Nietzsche le animaba. An
tes, concretamente a principios de marzo, Gersdorff haría con él una ex
cursión hasta el lago Lemán; sería sin duda una buena convalecencia:
tiempo primaveral, clima suave y un grandioso paisaje montañoso.
Una palabra amable de Cosima a Gersdorff bastó para que Nietzsche
cambiara todos sus planes. Según ella, el 1 de marzo Wagner viajará a Vie-
na para dirigir Lohengrin al día siguiente. Propuesta de Nietzsche: toda
vez que Gersdorff está empeñado en ir a Viena, a ver a su amigo, ¿por qué
no hacerlo con él y presentarse en Viena de repente, sin previo aviso?
«Me cautiva la idea de organizar una sorpresa agradable esta vez», escri
bió Nietzsche con toda la ingenuidad de su corazón. El plan lo había idea
do por la noche; con un billete kilométrico para treinta días, al precio de
30 florines, segunda clase, todo estaba arreglado. Elisabeth había dado su
conformidad, pues ahora el estado de Nietzsche le permitía hacer el viaje.
Así que organizó el plan y envió la carta a Gersdorff, su estado volvió
a empeorar. Pero si inicialmente Nietzsche había acariciado la idea de que
Richard y Cosima le iban a abrazar con todo cariño como a alguien que
vuelve arrepentido, ahora en él se imponía la imagen opuesta: Wagner y
Cosima, cargados y asediados, rodeados de príncipes y princesas, no te
nían tiempo para el profesor enfermo que tan deficientemente servía a la
causa. Esta era su pena, su neurosis. «Nosotros, quiero decir usted y yo»,
había escrito en agosto de 1875 a Malwida, «nunca sufrimos estrictamen
te en lo corporal, sino que todo está profundamente entrelazado con cri
sis espirituales, de modo que no tengo tengo idea de cómo podría volver
a ponerme sano exclusivamente con medicamentos y tartas.» Así era en
realidad, pero él recurrió una y otra vez a la cocina y la farmacia.
Gersdorff, por su parte, persistió en el viejo plan, y así se convino: «L a
cueva está a punto para acogerte en su seno», escribió al amigo, «y luego
desde la cueva hay que seguir hasta el lago, el bosque y las rocas». Esto
— «bosque y cueva»— era casi una cita del Fausto, y, como Fausto, Gers
dorff esperaba una redención pascual. Llegaban noticias favorables; un
nuevo libro sumamente prometedor, las memorias de Malwida, y un nue
vo amigo asimismo muy prometedor, el director de orquesta ginebrino
Hugo von Senger. Nietzsche le había conocido en Munich, con ocasión
de la representación de Tristán el año 1872. Senger, entusiasmado con E l
nacimiento de la tragedia, había convencido a la condesa Diodati de que
tradujera el libro al francés y a él le había ofrecido como regalo el magní
fico Atlas de Helias. Era evidente que Senger buscaba la amistad de
Nietzsche, en quien veía la síntesis entre el espíritu y la musicalidad que
sentía en su propio pecho. Él también se veía como un evadido: en lugar
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 6 9 ]
(«En el frío y gris crepúsculo matutino, / yace él, inánime pero mag
nífico, / y del cielo, serena y lejana, / llega una voz, como una estrella fu
gaz: / ¡Excelsior!»)
dicó una expresiva mirada? ¿O vio inmediatamente que era mejor que el
montañero amante de hielos y glaciares hiciera el descenso en solitario,
como comprendió Nietzsche — era su destino— tras la negativa de Mat-
hilde?
Una vez más, la crisis que sacudía a Nietzsche desde la gran depresión
de Navidad era de naturaleza moral: había olvidado su camino, su tarea,
su misión. Entonces escribió a Gersdorff: «La semana que, tras tu mar
cha, pasé todavía en “La Printanniére”, como único huésped, la aproveché
para hacer una recogida y limpieza interior y conseguí dominar nueva
mente muchas cosas enfermizas y fantásticas, pero sobre todo volví a si
tuar ante los ojos mis metas con nuevo afán... Me di cuenta, para mi “bue
na conciencia”, de que hasta ahora he hecho por mi liberación tanto como
he podido, y de que con ello también he prestado un servicio a otras per
sonas». «Liberación» es la palabra clave de la frase: liberación de toda re
ligión, de todo culto, de todos los ídolos, incluso aunque uno de ellos se
llame Wagner. Que Mathilde hubiera expresado lo mismo de una mane
ra en absoluto propia de una muchacha, sino sumamente varonil, propi
ció la connivencia con ella que le animó a pedir su mano.
Esta liberación debía ir acompañada de una mejora. Esta era una de
las convicciones generales de la época. La incredulidad proclamada
abiertamente tenía que ser especialmente cautelosa para hacer frente a la
acusación de que el ateísmo no hacía sino encubrir el libertinaje. El ejem
plo más elocuente de ello es la actitud de Lou Salomé, con su noli me tan-
gere, que veremos poco después. De momento, las memorias de Malwida
también eran un ejemplo modélico de una vida basada a la vez en la in
credulidad y el idealismo. En segundo lugar — así lo imaginaba Nietzs
che— sería más fácil si dos personas se ayudaban y protegían mutuamen
te: el matrimonio como instancia liberadora y perfeccionadora, pero a la
postre también Malwida, fiel a su ideario, se había quedado sola, limitán
dose a buscar su felicidad en la amistad y una maternidad ideal.
Quien preste atención a los detalles comprobará que todas las cartas
de liberación a Malwida, Gersdorff y Rohde están fechadas en «viernes
santo» o «el día después del viernes santo». Ahora Nietzsche sabía lo que
había ocurrido el «viernes santo» de Wagner con el tema de Parsifal. Él se
veía a sí mismo resucitando de manera muy distinta en Pascua. «El es
cepticismo y la desconfianza me devoraban», escribió a Rohde, pero él se
veía obligado a asegurar la oculta supervivencia de sus escritos. «Cons
tantemente oigo que aquí y allá hay un círculo de personas que me escu
chan y esperan que suba aún más, que me haga más libre, para hacerse
libres también ellos. ¿Conoces el poema Excehior de Longfellow? Tam
bién Romundt tuvo que oír cosas análogas: «Sólo honro una cosa cada
hora y cada día, la libertad moral y la insubordinación, y odio todo lo opa
co y lo escéptico. Elevarse cada más a sí mismo y a otros, siempre con la
LAS PE NA S DE LA V ERACI DAD [4 7 5 ]
idea de la purificación ante los ojos como un excelsior, así deseo que sea
la vida para mí y para mis amigos». De todos modos, Overbeck ya estaba
de acuerdo con esta idea: con su novia leía las memorias de Malwida, y
«de cada sesión salían poseídos de un nuevo entusiasmo y una nueva
emoción».
No era en modo alguno una casualidad que Nietzsche adoptara aho
ra un tono de predicador con ribetes de exorcista. A Rohde le escribe:
«Vivamos una vida mejor, ahí queremos sentirnos eternamente cerca». Y
a Gersdorff: «L o único que las personas de toda naturaleza en verdad re
conocen y ante lo cual se inclinan es la acción noble». El que desee fun
dar una nueva fe tiene que ser un asceta. La castidad libera energías,
como él había podido apreciar. Ahora proclamaba: «El gran éxito sólo se
puede alcanzar si uno permanece fiel a sí mismo». Ahora se da cuenta de
la influencia que él ejerce, de modo que si se volviera más débil o más es
céptico no se perjudicaría sólo a él sino que perjudicaría también a otros
muchos seres que crecen con él.
La experiencia con Mathilde Trampedach fue el punto culminante de
esta actitud mental. De hecho él se había vuelto a dejar atrapar, se había
querido detener porque el momento era hermoso: Ginebra, el paseo de la
Primavera junto a lago, el buen amigo, la bella muchacha. Pero, afortu
nadamente, ella había dicho que no. Nietzsche tenía que estarle agradeci
do, pues con el poema E x ce lsio r le había infundido valor para emprender
otras peregrinaciones.
Entonces prometió a Gersdorff olvidar lo que le había dicho, «en ho
ras más débiles», acerca de su matrimonio: «¡A ningún precio un matri
monio convencional!... ¡En este punto de la pureza de carácter no quere
mos ceder! Es diez mil veces preferible permaner solo para siempre; ésta
es mi solución en el asunto». El era ahora el nuevo evangelista, y si el bue
no y anciano Lucas había hecho que los ángeles cantaran G lo ria in excel-
sis, él, Nietzsche, ascendería cada vez más — excelsior —, hasta dejar atrás
el coro de ángeles.
El grandioso drama ginebrino terminó con una sátira. En una carta
cariñosa y cortés, Nietzsche se disculpó ante Mathilde Trampedach de su
comportamiento cruel y violento, con el que sólo había conseguido asus
tarla; él siempre se mostró más salvaje de lo que era. En definitiva, enton
ces las peticiones de mano no aparecían al final sino al principio de unas
relaciones amorosas, y ciertamente él se mostró premioso, pero respetó
plenamente las formas y en modo alguno la estrechó súbitamente contra
su pecho. Sólo podemos adivinar por qué Mathilde dijo que no; su carta
se ha perdido, pero tampoco nos habría dado a conocer los verdaderos
motivos. Probablemente asustó a Mathilde con el alud de sus conoci
mientos, con su diabólica manera de tocar el piano, con su bigote enma
rañado y sus inquietantes ojos. La fama no compensaba. Ella prefería otro
[476] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E
hombre, y con él se casó tres años más tarde: su profesor de piano, Hugo
von Senger, el «verdadero amigo» de Nietzsche y su casamentero.
Así era la vida: las chicas eludían a uno y buscaban a otro. Senger es
taba casado, ya en segundas nupcias, con una de sus alumnas de piano;
era una inglesa «llena de carácter» según Nietzsche (cabe pensar, por lo
tanto, que no muy bella), que le «hacía sufrir con su nerviosismo, tristeza
y amargura», por lo que en 1878 se divorció de ella, para casarse con la
Trampedach. Cuando, en agosto, Senger asistió a los festivales de Bay-
reuth, Elisabeth quedó tan sorprendida al ver al hombre entusiástica
mente elogiado por su hermano que llegó a dudar de que aquél fuera el
verdadero Senger. Durante el tiempo que estuvo en Bayreuth, la principal
ocupación de Senger fue hacer la corte a todas las damas, incluida Elisa
beth, a la manera bávara.
El señor Senger era, en cambio, muy descuidado en lo referente a sus
obligaciones con los amigos. No devolvió un manuscrito que Nietzsche le
había confiado para que lo leyera (probablemente, Richard Wagner en
Bayreuth) y su mujer, llena de carácter pero poco ducha en lengua alema
na, contestó como pudo a las cartas admonitorias de Nietzsche («Rogué a
mi esposo alemán que me escribiera la carta, pero no quiso, y de esta ma
nera transcurrieron muchos días»), ¿Le resultaba doloroso a Senger el
caso Trampedach? ¿Había percibido con su certero instinto de persona
ambiciosa que en Nietzsche no había mucho de lo que él se pudiera be
neficiar? Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que en Bayreuth, durante los
festivales, intentó intimar con Wagner y Cosima, pero sin éxito.
Nietzsche, el futuro gran psicólogo, que tan a menudo se dejaba en
gañar por las personas, se aferró tercamente a Senger, que no contestaba
a sus cartas y envíos de libros y que de la cuarta consideración inactual,
sobre Wagner, sólo leyó las primeras páginas. A decir verdad, Senger te
nía muchas cosas que hacer: música, clases, hijos, divorcio, boda, ganar
dinero y nuevos hijos. Excelsior no era su principio, Una hija suya y de
Mathilde Trampedach, Mary von Senger, «inscribió su nombre en el libro
de oro de la música», como dijo un historiador de literatura suizo. Con la
música estuvo relacionada a buen seguro la extraña dependencia de
Nietzsche respecto de él. Como Cari Fuchs, Hugo von Senger, discípulo
de Berlioz, fue un contrapeso frente al maestro todopoderoso, aunque a
decir verdad un contrapeso modesto.
blicar rápidamente éste o aquel trabajo. Ahora le constaba que ejercía una
influencia subterránea, no en alianza con otros, sino solo, como Friedrich
Nietzsche, todavía profesor y pronto filósofo libre.
D e nuevo su meta volvió a ser encarnada por un hombre, un nuevo
amigo: Paul Rée. Este superó en mucho a todos los demás en importancia
para la andadura intelectual de Nietzsche, pues le liberó definitivamente
de los olores y vapores del idealismo wagneriano. Además le preparó para
el nuevo y significativo tramo de su vida que empezó en 1878 con el libro
H um ano, d em asiad o hum ano.
En la primavera de 1876 Rée visitó Basilea, tras lo cual Nietzsche le
escribió una carta encabezada con un solemne «Mi querido recuperado
amigo» (atribuida a Hugo von Senger como destinatario en las primeras
ediciones). Era en sentido literal una «petición», de la misma manera que
la carta a Mathilde Trampedach de unas semanas después. Por fin,
Nietzsche había vuelto a encontrar una persona con la que podía hablar
sobre «la persona». ¿No se podía contemplar esa necesidad común como
base de una amistad, de más frecuentes encuentros? «Sería una gran ale
gría y un gran beneficio para mí si usted quisiera decir sí.»
Nietzsche le hace saber asimismo que pide y ofrece absoluta franque
za personal. A ello se tiene que sumar el trato, por lo que no estaría de más
que Rée, como más libre, fuera a pasar una temporada más bien larga en
Basilea. Rée era efectivamente libre. Como hijo de un terrateniente de Po
merania, se podía permitir el lujo de dedicarse a sus cosas. En lugar de es
tudiar jurisprudencia, como correspondía a su condición social, optó por
la filosofía moral o, más exactamente, se dedicó a pensar incansablemente
sobre la naturaleza moral del ser humano con resultados más bien pesi
mistas. Al mismo tiempo, era una persona de conmovedora modestia y ge
nerosidad, hablaba con voz queda, gustaba del silencio y a veces se mos
traba irónico incluso con él mismo. El rostro grande e imberbe, la larga
levita negra y el paso lento y solemne le daban cierto aire sacerdotal.
Este muchacho tranquilo (cinco años más joven que Nietzsche, que
entonces tenía veintiséis años) tenía un defecto: era judío. Aunque el pa
dre cuidara sus tierras de Pomerania, el hermano residiera en Prusia
Oriental como señor de la propiedad Stibbe, la mancha persistía. El anti
semitismo de Wagner era más aparatoso y duro que el extendido entre la
población, la cual, en el mejor de los casos, se distanciaba de una raza que
— así se decía— se infiltraba en todas partes, presionaba y desnaturaliza
ba las esencias alemanas. Nietzsche participaba en todo ello, aunque sólo
fuera en atención a Wagner y Gersdorff. Y ahora —así lo quería el desti
no— encontraba en un judío un interlocutor de su talla, la cabeza inteli
gente que necesitaba, el antagonista de Wagner, el iluminador y desen-
mascarador en la lucha por la liberación. Esto era una afrenta a Wagner.
Nietzsche lo sabía y se cogió con fuerza a Rée.
[478] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E
No cabe duda de que Rée fue para Nietzsche un regalo del destino, un
golpe de suerte. Ahora le era tan absolutamente necesario como el escép
tico Mefisto a Fausto, pero pronto el ideal, el eterno femenino, le tendió
la mano para conducirle más arriba, excelsior. Malwida, cuyas memorias
él tanto admiraba, hasta el punto de que le había causado una profunda
conmoción interna, le invitó a pasar todo un año con ella y el joven Bren
ner en el pequeño balneario de Fano, en el Adriático, y así curarse defini
tivamente. La dama le escribió una carta bellísima: desearía mostrarle el
amor y la fidelidad de una madre, y resolver con él alguno de los eternos
problemas. «¡E l próximo invierno tiene que salir de Basilea!» Los signos
de admiración equivalían a subrayar el mensaje, que continuaba así: «U s
ted tiene que descansar bajo un cielo más benigno, con personas simpáti
cas, donde pueda pensar, hablar y trabajar libremente lo que llena su co
razón y donde le rodee un amor verdadero y comprensivo». El joven
amigo Brenner le quiere con respeto, ella le quiere con amor maternal. El
le podría dictar la próxima consideración inactual a Brenner, el cual con
la ayuda de Nietzsche llegaría más lejos que con la orientación de Malwi
da. A ésta le parecía útil que en el libro estuvieran representadas todas las
edades, juventud, edad adulta y vejez; en una palabra, el plan le parecía
ideal.
¿Por qué precisamente Fano? Pues porque Roma era tan cara que sus
recursos no serían suficientes para vivir en esta ciudad. En Fano sería po
sible, pues es «primitivo y barato»; además allí hay una amiga suya, ale
mana como ella, que lleva una pensión. Nietzsche contestó que sí sin ti
tubear. Más adelante él explicaría a Malwida que su invitación había
llegado en el momento justo, pues su estado de salud era muy peligroso.
A partir de este momento desplegó una energía considerable dadas sus
condiciones físicas; habló inmediatamente con el presidente del Consejo
de Administración de la Universidad, solicitando permiso por un año, de
octubre de 1876 a octubre de 1877, sin sueldo; el 19 de mayo presentó
una instancia para realizar un viaje al sur «con el fin de obtener una for
mación científica más libre». Tiempo atrás, con el súbito paso de discen-
te a docente a raíz de su nombramiento como profesor de universidad,
había tenido que renunciar a estos viajes de estudio. En cierto modo, los
basilenses eran culpables de ello: ¿por qué le habían retenido tan pronto?
No estaría mal que ahora le concedieran la libertad. La universidad se
mostró muy generosa con él: le concedió permiso por un año con salario,
prueba de que seguía teniendo amigos y protectores.
Entonces, eufórico, escribió la carta de cumpleaños que dos días des
pués de la petición de permiso dirigió a Wagner. El año antes le había tor
turado la pregunta: «¿Cómo se lo digo al maestro?». Tan grande había
sido su congoja que sólo había podido escribir la penosa carta con la es
trofa de FIóíderlin y un endiosamiento de la figura del maestro que no im-
LAS PE N A S DE LA V ERACI DAD [4 7 9 ]
pedía vislumbrar cierta oculta envidia. Ahora, en cambio, las ideas le lle
gaban sin esfuerzo y podía dedicar a Wagner un escrito de reconocimien
to en el que no faltaba nada: «Han transcurrido exactamente siete años
desde que le hice mi primera visita en Tribschen y no sé decirle en su
cumpleaños sino que, desde entonces, yo también celebro mi cumpleaños
espiritual en mayo de cada año. Y ello porque desde entonces usted vive
en mí y actúa constantemente como una gota de sangre totalmente nueva
que con toda seguridad yo antes no tenía. Este elemento que tiene su ori
gen en usted, me impulsa, me avergüenza, me aguijonea y no me deja en
paz, de modo que casi me proporcionaría placer importunarle con este
eterno desasosiego, si no sintiera con toda claridad que precisamente esa
intranquilidad me impulsa incesantemente a ser más libre y ser mejor. Así,
tengo que estar agradecido, con el más profundo sentimiento de agrade
cimiento, a aquel que lo impulsó; y las más bellas esperanzas que deposi
to en los acontecimientos de este verano son que muchos, de manera aná
loga, sean llevados por usted y su obra a esa intranquilidad y así reciban
su parte en la grandeza de su personalidad y su vida».
Este texto era, en el equilibrio y en la estructura de sus frases, prosa
clásica; en el flujo de sus ideas, casi una referencia mística al gran creador,
que mediante una secreta transfusión de su sangre le había dado una nue
va vida como a un neófito en un culto griego, y que además de este modo
había iniciado la liberación del discípulo. ¿Y no tenía todo ello como fina
lidad concederle una existencia propia como creador? ¡Cuán felizmente
rimaba ahora todo! El 23 de mayo Wagner contestó con una extensa car
ta, detalle que no dejó de mencionar, pues normalmente sólo escribía tele
gramas; así, pues, aquello era un supremo acto de gracia. «¡O h, amigo!»,
empezaba diciendo, para luego continuar: «¡Por fin sano!». Era como el
grito de alerta que había empleado en sus óperas, «arriba, se acerca el
día...». Que el amigo Nietzsche se haya apartado de él y de Cosima en los
últimos siete años constituye la más dura desgracia de este tiempo. Des
pués Wagner se extendía en explicaciones sobre los ajetreos de Bayreuth,
con una velada alusión a la nueva gloria del proyecto. «Cuando haya pasa
do toda esta locura tengo pensado quedarme a descansar, tal vez en Italia,
donde, con mujer e hijo, he decidido disfrutar de la marcha americana.»
Evidentemente, se refería a los buenos dólares que le había proporciona
do una composición que le había encargado desde Filadelfia. Ahora tenía
por delante lo más difícil; si Nietzsche lo observaba, aunque fuera a su
manera, el empeño no habían sido en vano. Este escribió inmediatamente
a Gersdorff: «Todas mis esperanzas y proyectos para la liberación espiri
tual final y para seguir adelante sin descansar están floreciendo de nuevo;
la confianza en mí mismo, quiero decir con mi mejor yo, me llena de va
lor». Esto demuestra que Nietzsche seguía acusando una fuerte depen
dencia de Wagner, de su enojo y su aplauso.
[480] F R IE D R IC H N I E T Z S C H E
yo he soñado, cada vez más grande, que se pierde a la manera divina en
tre las nubes del cielo, para emplearme a mí no sólo como educador,
como albacea, sino también como portavoz de una humanidad futura,
distinguiéndome también de manera visible frente a la chusma de los
wagnerianos. Esto fue escrito de un tirón en un arrebato, y ahora había
sido impreso y le era devuelto en forma de galeradas; el canto había em
pezado a rodar. Mientras la imprenta Naumann trabajaba ya en los pri
meros capítulos, Nietzsche terminó los últimos, que el 11 fueron enviados
también a la imprenta.
El 25 de junio el editor Schmeitzner recibe instrucciones acerca de las
personas a las que se tienen que enviar ejemplares gratuitos; aparte de
ello, al señor Richard y la señora Cosima, en Bayreuth, se les han de en
viar sendos ejemplares de lujo. En las semanas siguientes sigue la carta
que acompaña al paquete de Bayreuth. Y el 7 de julio Rohde recibe la no
ticia de que Nietzsche se vuelve a encontrar muy mal desde hace tres o
cuatro semanas, hasta el punto de que, según dice, «tengo que ver cómo
me desplazo hasta Bayreuth y sobre todo en Bayreuth». Si deducimos las
tres o cuatro semanas de que habla Nietzsche, nos encontramos de nuevo
en el momento en el que envía los últimos capítulos a la imprenta, con el
ominoso pasaje sobre Wotan y Sigfrido. Una vez más había sido valiente,
audaz, y ahora lo pagaba con dolores diarios.
Tenemos testimonios elocuentes de este período de sufrimiento: bo
rradores de cartas a Cosima, a Wagner, a Wagner y Cosima, que debían
acompañar a los ejemplares de lujo. No sabemos qué decía el escrito que
fue enviado efectivamente. Los borradores que tenemos muestran miedo
y temblor. Si la carta de cumpleaños en mayo exhibía un estilo exquisito,
estos intentos de disculpar a p rio ri los pecados de la cuarta consideración
inactual son balbucientes y chapuceros. Especialmente desafortunadas
eran estas frases dirigidas a Cosima: «Por este motivo, acepte usted bon
dadosamente el intento que aquí me atrevo a hacer de depararles una pe
queña alegría enviándoles ahora los dos ejemplares de lujo de mi obra
más reciente». A ello se suma su empeño de aplazar lo inevitable: a buen
seguro que usted, «siempre tan preocupada y ocupada» no tendrá tiem
po para leer hasta el verano. En los borradores de las cartas a Wagner y a
los dos, Richard y Cosima, abundan las fórmulas de contrición: «Cuando
pienso lo que me he atrevido a hacer siento un estremecimiento...». «Si
pienso en lo que me he atrevido a hacer esta vez, cierro los ojos y me in
vade inmediatamente el horror...» «Si reflexiono sobre lo que me he atre
vido a hacer esta vez me mareo y me siento atrapado, y me puede ocurrir
como al caballero en el lago de Constanza.» También se repiten declara
ciones como que esta vez se ha puesto a sí mismo en juego o que, con cada
una de sus obras, pone en entredicho relaciones personales que después
tiene que restablecer. A Wagner se le suplica: «Deje usted que ocurra lo
LAS PE NA S DE LA V ERACI DAD [485]
corazón se encendió, se encendió tanto que tuve que romper a llorar, y sin
embargo era felicidad», escribió días después, cuando Nietzsche ya le ha
bía enviado las consideraciones inactuales. Leer las obras de Nietzsche
con él, dejar que éste se las explicara, sería una dicha.
Pero la enamorada Louise no se andaba con ambages cuando escri
bía: «¿Sabe usted que yo soy cristiana? ¡Mi Biblia es hermosa, pura y
grande!». ¿Era negativa la influencia del cristianismo? ¿No eran frías y
desesperanzadas las palabras del predicador liberal? En la respuesta,
Nietzsche representó el papel del hombre salvaje: ¡si usted supiera con
qué librepensador ha ido a dar! ¿Quería ella que él la raptara como en E l
rapto d e l serrallo, aunque sin música de Mozart? ¿Y cómo sería: «¿N o hay
un buen cuadro de cierta bella mujercita rubia?».
La tierna y delicada amistad con Louise Ott es a su modo una res
puesta a la pregunta de cómo se sintió Nietzsche en esta segunda estancia
en Bayreuth. Elisabeth escribió a su hermano tras la marcha de éste: «Por
cierto, con vosotros [Nietzsche y Rée] se ha ido el espíritu de la jovialidad
y de la filosofía jovial». A veces el ambiente se caldea, pero en su rincón
falta «aquel feliz hermanamiento interior que se manifestaba a través de
nuestras ganas comunes de reír». Nietzsche volvía a aparecer como bro
mista, y el ingenioso Rée formaba parte de la misma banda. Elisabeth no
deseaba nada tan ardientemente como el libro de Rée, el cual ahora per
tenecía al grupo de Nietzsche, mientras que Senger no había superado la
prueba.
Un Nietzsche alegre y bienhumorado en Bayreuth vendría a contra
decir la versión más generalizada. Pero fue así. Las anécdotas que Elisa
beth cuenta encajan perfectamente: la alegría de los dos cuando se saltan
la representación teatral, mientras afuera van llegando los coches, el ges
to arrogante del hermano cuando desprecia su cuarta consideración inac
tual, recientemente aparecida, como una historia vieja. Mientras tanto,
Wagner recibió al gran duque de Schwerin y la gran princesa Wladimir,
comió con el duque de Meiningen y también con el presidente del go
bierno; además participó en un almuerzo que dieron los artistas france
ses. Y cuando el profesor Nietzsche, sin mucho revuelo y expectativa,
hizo las maletas, Wagner se dispuso a recibir al rey Luis de Baviera con
motivo del tercer ciclo.
Durante esta segunda estancia en Bayreuth Nietzsche se sentó con
toda seguridad varias veces entre los espectadores. Cabe pensar que se
mostraba muy atento y que su vista estaba ahora mejor, Más tarde escri
bió severas frases en las que expresaba su instintivo rechazo de la músi
ca de E l a n illo , retomando aquella crítica que en enero de 1874 ya había
confiado a su cuaderno de apuntes: «Al dirigirse a personas sin sentido
artístico se ha de áctuar con todos los medios, no para obtener un efec
to artístico; en general se prescinde de una acción sobre los nervios».
LAS P E N A S DE LA VER AC I D A D [4 9 5 ]
Sorrento
E
l descenso al mundo de las sombras, a la enfermedad mortal y sólo
mediante un milagro transformada en curación y resurrección (así
lo ha visto Nietzsche), empezó con un bello sueño, una atrevida es
peranza: el año de permiso en Sorrento.
Ahora tenía lo que había buscado desesperadamente: libertad, de mo
mento por un año. Ante sus ojos este año se debía de extender hasta el in
finito, después del trabajo diario en la universidad. Lo pasaría en una de
las más bellas costas del mundo, con un clima suave, que incluso en in
vierno prometía mucho sol, bajo la protección de una mujer a la que
Nietzsche podía incluir en los espíritus libres, junto con su nuevo amigo
Rée, que compartía sus pensamientos, que le honraba y estimulaba a la
vez, y con el joven Brenner, un alumno y por ello ayudante, al que podía
dictar lo que se le ocurriera.
[5 0 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
ner; «Rée con su fría y aguda personalidad no nos atrae; tras una obser
vación más atenta descubrimos que tiene que ser israelita». Natural
mente, esto recae en el amigo Nietzsche. Más tarde, Cosima interpreta
ría la apostasía de Nietzsche como la victoria de Judas. En una carta a la
madre de Nietzsche, Rée se muestra contento de que los Wagner se ha
yan marchado: por las noches uno está relajado y se acuesta más tem
prano.
Ya no había nada que recomponer. Cada uno tenía sus preocupacio
nes. Wagner pensaba en su música y, como preparación de su viaje a Ita
lia, estaba estudiando a fondo la historia de las ciudades-república italia
nas; los pensamientos de Cosima, bajo los olivos y a la luz de la luna, eran
para Jesucristo en Getsemaní: «Aparta de mí este cáliz, pero que se cum
pla tu voluntad».
La única persona que sabe más sobre Nietzsche y Wagner en Sorren-
to de lo que aquí se dice es la «cuentista» Elisabeth. Se le ocurrió, no en
el segundo volumen de la biografía, publicada en 1897, sino en W agner y
N ietzsche en la época de su am istad , casi cuarenta años más tarde. Aquí se
habla de un paseo vespertino, «era un bello día de otoño, suave, con una
melancolía en la iluminación que dejaba presentir el invierno». «Clima de
despedida» dijo Wagner según Elisabeth, como si hubiera ido taquigra
fiando lo que se dijeron aquella tarde memorable los dos grandes hom
bres; después el maestro habló de Parsifal, no de un plan artístico sino de
una vivencia religioso-cristiana. «D e pronto, él [Wagner] empezó a expo
ner a mi hermano experiencias y sentimientos cristianos como contrición
y toda suerte de ideas favorables a los dogmas cristianos. Habló, por
ejemplo, del placer que le proporcionaba la celebración de la Santa
Cena.» No habría estado mal, añadía Elisabeth, «si se hubiera tratado al
menos de la misa solemne católica». Su hermano, fabulaba Elisabeth,
siempre había tenido una acusada preferencia por los cristianos auténti
cos y sinceros, pero la súbita defensa del cristianismo por parte de Wag
ner le pareció una maniobra para ganarse el favor del público.
Así, la tarde tuvo un final triste, y aquí Elisabeth despliega todo su ta
lento narrativo: «Aquella tarde, mientras Wagner hablaba y hablaba, el
último rayo de sol se perdió en el mar, y una leve niebla y una creciente
oscuridad lo envolvieron todo. También en el corazón de mi hermano ha
bía penetrado la oscuridad. Finalmente, Wagner preguntó: “Está usted
muy callado, querido amigo” . Mi hermano intentó explicar su silencio
con una excusa cualquiera, pero su corazón estaba a punto de estallar de
pena a causa del teatro de Wagner contra él mismo». Elisabeth añade que
su hermano le habló de este paseo mucho después, mientras que Malwi-
da se limitó a comentar que aquella tarde Nietzsche se mostró más triste
que de costumbre.
Podemos afirmar sin excesiva osadía que en este relato todo es falso,
[5 0 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
una duración de veinte a treinta horas. A esto hay que sumar los dolores
de ojos y un empeoramiento de la visión, hasta el punto de que, al leer, las
letras se juntan e incluso se amontonan. Se pone de manifiesto que el do
lor de estómago, aunque crónico, es secundario, mientras que los ataques
conllevan dolorosos vómitos.
Nietzsche tenía ahora treinta y dos años. Era, pues, un muchacho que
tenía, de una parte, la oscura sensación de una portentosa productividad y,
de otra, el presentimiento de una existencia marcada por la enfermedad, la
ceguera y la muerte temprana. No ocultaba que estaba enfermo. Lo que es
cribe en las postales que envía a su casa y a los amigos son mayormente des
cripciones de enfermedades. Los suplicios son plasmados en el papel: para
el mundo y la posteridad sólo la repetición monótona de los síntomas. Con
las informaciones de Rée desde Sorrento a la madre y la hermana empieza
la serie de informes semanales a la familia, arrebatados a los dolores y la te
mida ceguera, mientras que las cartas a los amigos se hacen cada vez más es
porádicas. Todo esfuerzo resulta a la postre excesivo; así, la enfermedad se
convierte simultáneamente en palanca para llegar a ser definitivamente li
bre y para llevar una vida nómada, siempre a la búsqueda del mejor clima,
de las mejores condiciones para lo único que cuenta: la obra.
En la enfermedad Nietzsche es cuidado, atendido, mimado. Todos
—madre, hermana, Malwida, amigos— están en persona o en espíritu
junto a su cama, le hablan, le proporcionan consejos, remedios caseros,
ejemplos útiles, y él se esfuerza sinceramente, consulta a los médicos, va
de uno a otro, prueba baños de pies con mostaza y ceniza, hace una cura
con rapé y toma duchas de nariz. Así, tan pronto como los ataques remi
ten, cree tener la curación al alcance de la mano, pero luego queda pro
fundamente decepcionado. La enfermedad no cede ni remite, y nadie le
encuentra remedio. Ahora le acompaña, como la muerte y el demonio
acompañan al caballero de Durero, hasta los infiernos según su propia in
terpretación en el invierno de 1879, en Naumburg.
Nietzsche estaba enfermo, y pensaba. Este podría ser el título de su
biografía a partir de 1876. El descenso de la correspondencia con sus ami
gos permite ver con toda claridad que se refugió en sí mismo: Gersdorff y
Rohde estaban perdidos para él: el uno enamorado perdidamente y con
denado con su Nerina, con la que no se podía casar por la familia de ella,
el otro oscurecido por la vinculación a una novia que interiormente le
quería y a la que él habría devuelto a sus padres sin esperar un solo día;
los amigos nuevos, como Kóselitz o Seydlitz, establecían al momento dis
tancias basadas en el respeto, la admiración y los niveles entre ellos y él.
Rée habría podido ser la excepción; era el otro yo de Nietzsche, con
asombrosas afinidades, sólo que más sensible, más amable; se hacía que
rer al momento. Nietzsche le apreciaba, pero conservó siempre una últi
ma reserva, de modo que nunca empleó con él el tú de amigo.
[5 0 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
A partir de ahora cada vez será más importante para los narradores de
la vida de Nietzsche qué se decía en tomo a él y sobre él. Como testimo
nios tenemos las cartas de Elisabeth a él y las de Malwida a su hija adop
tiva Olga Monod, los informes que Rée envía a Naumburg, las cartas de
Brenner a su casa y, por último, las memorias de Seydlitz. Así vemos con
toda claridad la vida diaria en Sorrento, nos enteramos de algunos deta
lles acerca del estado de Nietzsche y podemos sacar conclusiones acerca
de sus sentimientos, ideas y planes.
Un primer dato a destacar es que Nietzsche permaneció en Sorrento
más de medio año. Resistió un benigno otoño tardío, un corto pero desa
pacible invierno (en Villa Rubinacci no había estufas; sólo una chimenea
en el salón), un tormentoso y lluvioso principio de primavera y se marchó
en la fecha en la que los amigos de Italia acostumbran a viajar hacia el sur:
el 8 de mayo. Rée y Brenner sólo se pudieron quedar hasta principios de
abril. Por este motivo, ya en diciembre Nietzsche describió a su nuevo
amigo Seydlitz la estancia en Sorrento durante la primavera como algo
apetecible y trató de conquistarle: «Me gustaría mucho, querido amigo,
pasar con usted un trozo de vida; quién sabe todo lo que se puede cons
truir sobre semejante fundamento.» En febrero volvió a insistir: «A los
dos (a la señorita Malwida y a mí) nos vienen a la cabeza muchos planes,
y usted aparece siempre en ellos.»
El plan era el viejo y siempre renovado: el convento secular, el «pe
queño convento», «una escuela de educadores», «también llamado con
vento moderno, colonia ideal, u n iversité libre». Seydelitz debía ser incor
porado al círculo de amigos.
En enero, cuando Nietzsche se sintió mejor, el plan tomó cuerpo. La
madre, siempre ávida de noblezas, hizo saber que a la pequeña comuni
dad se iba a adherir un príncipe Liechtenstein (un admirador de Malwi
da), amén de varias damas romanas.
¿Era el «pequeño convento» un castillo en el aire? Los planes de la
anciana dama y la gente joven iban en serio; cerca de allí había un con
vento de capuchinos abandonado: era el sitio indicado. ¿Y qué pasaría si
en la mitad del convento se instalaba un hotel de categoría para financiar
con sus ingresos la «escuela de educadores»? Nietzsche anotó: «El que
quiera emplear bien su dinero como espíritu libre debe fundar institutos
a la manera de los conventos, para permitir una amable vida en común y
muy sencilla a personas que ya no quieren saber nada del mundo». ¡Cómo
le fascinaba la vida conventual a este muchacho salido de Schulpforta!
«Antiguamente», escribió, «se daban contradicciones entre el clérigo y el
esprit fo rt; ahora es posible una especie de nuevo nacimiento de los dos en
una persona.»
La colonia ideal de Sorrento no estaba planeada al azar, pues existían
precedentes. Cuando se extinguiera la vieja religión debía ocupar su sitio
D E S C E N S O A L M U N D O D E L AS S O M B R A S [5 07]
A
sí, pues, nuevamente había que huir, era ineludible. Aunque
Nietzsche no partió tan precipitadamente como Tannháuser del
imperio de Venus, sí lo hizo con el deseo de vivir por su cuenta du
rante algún tiempo y con el propósito de no dejarse apartar de una meta
que le atraía: la alta montaña. Nietzsche buscaba su nueva patria: la sole
dad. Así describió él más tarde, en la tercera parte de Z aratu stra, la des
pedida de Malwida: «Ahora amenázame sólo con el dedo como las ma
dres amenazan, ahora sonríeme como las madres sonríen, ahora di sólo:
[5 1 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
pues en definitiva era más barato que el viaje de ida y vuelta. «¿Cuánto
cobras tú todavía de Basilea como sueldo?» Elisabeth le dice asimismo
que no tome baños de asiento, sino que se friccione con un paño bien
seco, pues «esto refresca y da fuerza». «Después de mantener los pies en
vueltos, te los tienes que frotar, ya en la cama, con mucha fuerza, pero
también de prisa. Con todo cariño, tu hermana.»
¡Cuán fácil era dejarse convencer! Nietzsche se veía protegido, aten
dido, cuidado: Malwida y Trina, la señora Baumgartner de Lórrach, siem
pre dispuesta a prestar cualquier servicio, la madre y la hermana en
Naumburg, deseosas de ofrecerle sus muestras de cariño y, al mismo
tiempo, poner a su disposición todos los medios de que disponían. Sólo
había un remedio contra esto: la verdadera patria, la soledad. Así, Nietzs
che dejó a Malwida y a los Seydlitz y emprendió el viaje de regreso, de
nuevo en barco.
Malwida le había proporcionado consejos y planes que le gustaban
más que las exhortaciones provenientes de Naumburg. Una de las cosas
en las que ella había insistido era que no debía volver a Basilea y reanudar
su actividad profesional; otra, relacionada con la anterior, que debía ca
sarse con una mujer rica, cosa que le permitiría llevar una vida indepen
diente. Se podría instalar con su esposa en Roma, y tal vez allí podría lle
var a cabo sus proyectos de crear una colonia ideal. Malwida se había
hecho cargo de todo. En el verano de este año estaba previsto promover
el proyecto en Suiza, «de modo que en otoño puedo ir a Basilea ya casa
do». Se había invitado, entre otras personas, a Elise Bülow de Berlín y a
una tal Elsbeth Brandes de Hannover. En la correspondencia el proyecto
era comentado con el nombre de «la gran cita».
A Nietzsche le faltaban las fuerzas para comportarse como un preten
diente. Pero una presentación de novias como la que quería organizar
Malwida debía de atraerle. La aventura con Mathilde Trampedach no le
había desanimado, en tanto que el amor «fraternal» a Louise Ott, con sus
matices picantes, le confirmó que entendía de mujeres. Ahora le parecía
que interesaba al sexo femenino: una noche, en el viaje a Génova, había
estado conversando con dos jóvenes y aristocráticas damas: la señora von
Brevern y la baronesa Isabella von der Pahlen. Se citaron y se volvieron a
ver en Pisa. Ahora las damas escribían a Sorrento, desde Roma, invitán
dole con toda amabilidad. La baronesa deseaba verle aparecer en su ho
rizonte como estrella fija, después de haber pasado por dos veces junto a
ella como un meteoro. Claudine von Brevern quería dar valor perdurable
a la breve relación amistosa con un intercambio de pensamientos. Sin
duda alguna, éstas eran las «damas romanas» que él había previsto para
su colonia ideal.
El viaje en tren con ellas había empezado alegremente: con el intento
colectivo, pero frustrado, de hinchar un cojín de aire para el descanso
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SOMBRAS [5 1 7 ]
Nietzsche consideraba que con treinta años era ya vieja; las prefería de
dieciocho. Por lo demás, la libertad de pensamiento en temas religiosos
era siempre condición esencial.
Aquí ocurría como en la Bolsa, las cotizaciones subían y bajaban. La
dama Bülow («a la que hemos convertido injustamente en aristócrata») se
convirtió en la señorita Bülow, que «evidentemente» acudiría a la cita.
Como medida preparatoria, la señorita Bülow leía las obras de Nietzsche.
También la madre de Nietzsche se imagina ya lo que podría ocurrir en
Naumburg: cada día montar a caballo, mucho pasear, teatro en Leipzig y
Weimar, visitas a los queridos parientes, así como a Rohde y Rée en Jena,
y además que su hijo tuviera como mujer a «una muchacha joven, cariño
sa y muy acaudalada, cuya madre es una señora muy distinguida». La es
posa de su Friedrich se le subió a la cabeza. Pronto aportó incluso conse
jos prácticos: «Ven a mi lado, conozco una preciosa mujercita para ti,
sumamente cariñosa, inteligente, acaudalada y, al mismo tiempo, sencilla
y limpia». La madre es dura de oído, «pero tiene algo muy íntimo y una
amable sensibilidad». La muchacha arde en deseos de conocer Suiza, le
gustan mucho «el ambiente y la compañía de profesores», una novia ade
cuada para nuestro Friedrich.
Cuando escribía a su hijo, la madre debía de enrojecer por su pasión
como mediadora: «...déjame que me cuide sólo de que la veas y hables con
ella, hay fiestas, conciertos, etc., donde se puede hacer esto; aunque no sir
vo para estas cosas, las hago cuando no hay más remedio, sobre todo si
contribuye a la felicidad de mis queridos hijos». Y ahora a correr, pues un
joven oficial hace la corte a la muchacha y se la podría quitar limpiamente.
Elisabeth se informó de la dirección estival de Bertha Rohr; Malwida
escribió que había que eliminar de la lista a Natalie, pues tenía una nueva
y atractiva candidata, que, sin embargo, fue eliminada en la siguiente car
ta por problemas en el seno de la familia. A la postre, la gran cita quedó
en nada, se vino sencillamente abajo, pues la vaga perspectiva de conocer
a un desconocido profesor de universidad no atrajo a ninguna muchacha;
en esto se había equivocado Malwida. Por eso, cuando Nietzsche le habló
de una pareja inglesa, ella no pudo por menos de preguntar: «¿N o tenían
ninguna hija? Una inteligente inglesa tal vez sería lo mejor». ¿O qué ocu
rrió con la joven polaca cuyo padre era general en Tiflis? Tenía que pro
curar no cometer el error opuesto al que había cometido con Mathilde
Trampedach: tardar demasiado en tomar la decisión.
Casarse, casarse, casarse, esta palabra resonaba ahora en sus oídos. Si
se casaba se curaría; como le había escrito hacía tiempo Wagner: casarse
o escribir una ópera, pero casarse era mejor. Así se lo había dicho también
el doctor Schrón en Nápoles, y así se lo decía ahora su madre: él tenía ín
tegramente la sangre de los Oehler, el tío Edmund también había sufrido
mucho antes de casarse, la tía Sidonchen opinaba que sus grandes pupi
D E S C E N S O A L M U N D O D E L AS S O M B R A S [5 1 9 ]
las hacían temer lo peor, «y ahora es el hombre más sano que hay en esta
tierra de Dios y no le duele absolutamente nada; era como tú, y ahora es
una naturaleza pletòrica de salud». Nietzsche dejó que todo esto ocurrie
ra y terminara. En la medida en la que todos se movían febrilmente para
conseguir que se casara, iba creciendo en él la convicción de que «aunque
el matrimonio es en verdad muy deseable, es la cosa más improbable; lo
sé muy bien». Así escribió a su hermana el 2 de junio, a salvo en Suiza.
«L a cosa más improbable»: Nietzsche no quería, tenía miedo. Aque
llo con lo que soñaba no lo podía obtener: elevada espiritualidad con di
vertida y atractiva sensualidad, belleza femenina y madurez, compañía y
dominio, discutir y aquel acto que él, con una educación puritana, no se
atrevía a llamar por su nombre ni siquiera en su cuaderno de apuntes.
Nietzsche seguía siendo en buena medida un vecino de Naumburg cuan
do decía que lo mejor del matrimonio era la amistad, que permitía mirar
tranquilamente más allá de los «afrodisíacos». Una de las cosas más con
movedoras de un buen matrimonio, anotó asimismo Nietzsche, es el co
nocimiento común del «desagradable secreto por el cual una criatura es
concebida y alumbrada». «Desagradable» es efectivamente la palabra es
crita de propia mano por el predicador de la liberación dionisiaca. ¡Con
cuanta rapidez salía de los labios la palabra hiperbólica! Para Malwida ya
una tarantella napolitana era «cautivadoramente dionisiaca». Nietzsche
se mostró ciertamente muy atrevido cuando comentó a Rohde que en la
obra de éste sobre la novela griega había echado en falta el amor entre
personas del mismo sexo. Todos los filólogos lo sabían, pero ninguno lo
decía. Eran los tiempos Victorianos, con los que él quería acabar y a los
que, sin embargo, estaba fuertemente atado.
Mientras Nietzsche, rodeado más de casamenteras que de muchachas
casaderas, meditaba en el amor y los instintos, intentó aclarar sus propias
ideas y en este sentido escribió: «Si ordeno las cosas por el grado de pla
cer que provocan, en primer lugar aparece la improvisación musical en un
buen momento, luego escuchar ciertas cosas sueltas de Wagner y Beetho
ven, luego buenas ideas en el paseo antes de mediodía, luego la voluptuo
sidad». Por «voluptuosidad», que aparece en el puesto número cuatro,
Nietzsche entendía evidentemente cosas como excitación, masturbación
y casas de placer. También la música provocaba en él estados de excita
ción, mientras que las agradables horas que proporcionaba tocar el piano
o escuchar una melodía se pagaban siempre con ataques o estados de de
bilidad. También pensar era un exceso, y deberíamos entender la palabra
exceso en el sentido más amplio. Curiosamente, en las anotaciones del
otoño de 1876 hay dos aforismos que aluden al pensamiento y al impulso
sexual: el segundo es «periódicamente incurable», a pesar de todas las de
cepciones empieza una y otra vez a tejer su red. También el pensamiento
es fijado periódicamente: «Tomarse tiempo para pensar: el agua de la
[5 2 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
fuente tiene que afluir de nuevo». Otro aforismo muy próximo al anterior
recoge conceptos como «librepensamiento, cuentos de hadas, concupis
cencia» en un mismo grupo: «hacen que el hombre se eleve sobre las pun
tas de los pies». También escribir, la formulación instantánea que tiene
ahora en perspectiva, despierta placer voluptuoso, pues considera que su
estilo muestra ahora una concisión «voluptuosa».
De todo ello se puede extraer esta conclusión: su sexualidad era débil,
tan débil en cualquier caso que tenía miedo de comparecer como hom
bre; por el contrario, su excitabilidad era muy alta, de modo que tanto los
«excesos» musicales como mentales le proporcionaban sensaciones vo
luptuosas de placer y liberación y luego le dejaban tan fatigado como el
acto cuyo nombre no quería mencionar. Por eso temía la soledad y, sin
embargo, encontró en ella su mayor felicidad. Por extraño que pueda pa
recer, lo dionisíaco le empezó a repugnar cuando se encontraba solo bajo
las copas de los árboles y en las cimas de las montañas; «éxtasis, volup
tuosidad del espíritu», anotó en su cuaderno. Y elevándose una vez más:
«Para terminar: los espíritus libres son dioses que llevan una vida fácil».
za. Pfäfers no está en la alta montaña, pero tiene manantiales de agua ca
liente. ¿Quién ha dicho a Nietzsche que los baños de agua caliente le
pueden ayudar a curarse? Pfäfers era una antigua abadía benedictina, en
cuyas dependencias existía un sanatorio para enfermos de los nervios
desde que se construyó el convento. ¿Tenía que ver su decisión con esto?
Como era de esperar, Pfäfers estaba todavía cerrado, y Nietzsche tuvo
que dirigirse a Ragaz, cuyas aguas salutíferas proceden de las termas de
Pfäfers. Así que llegó a Ragaz, se alojó en el Hotel Tamina, donde per
maneció un mes, tomó baños, bebió agua y se sumió en la melancolía.
«Mi soledad es grande», escribió a Rohde, «mis perspectivas muy confu
sas, el presente odioso, tengo prohibida la actividad intelectual de toda
índole, escrúpulos y preocupaciones de todo tipo en el ánimo.» Lo que
le oprimía era, entre otras cosas, la fecha del 22 de mayo, cumpleaños de
Wagner. Esta vez no escribió. Era como si un vasallo se negara a pagar el
debido tributo.
El 20 de mayo era Pentecostés. Overbeck fue a Basilea para ver a
Nietzsche. Quería comentar con él cómo irían las cosas en adelante. ¿Di
misión? ¿Renuncia al menos a las clases en el Pädagogium? ¿Podría
Nietzsche seguir enseñando? El mismo definió lo que le oprimía como
«fatiga general del cerebro». La dimisión se debía presentar con la debi
da antelación; pero sí se quedaba en Basilea, había que buscarle una vi
vienda, «para el caso de que se casara». ¿O preferiría deshacerse de su
obligación en la universidad y pasar el invierno en la Engadina o en D a
vos, lo que sería bueno para sus nervios?
Así, Nietzsche escribió a Elisabeth para tantearla y ver cómo reaccio
naría. Además eludió ciertos temas para que a nadie se le ocurriera la idea
de liberarle de su soledad: no sólo no le pasa nada sino que, por el con
trario, se encuentra más sano cuando está solo, sin conversaciones intere
santes ni limitaciones sociales. Está mejor que en Sorrento. Al final for
mulaba cautelosamente la pregunta de si ella, Elisabeth, no se prometería
en fecha próxima. ¿Se podía percibir ahí una alusión y pensar, por ejem
plo, que la pregunta no le iba a molestar, habida cuenta de que él también
tenía una nueva amada de nombre soledad? En cualquier caso, a la pre
gunta Nietzsche añadió: «¡Y no lo tomes a mal!».
Elisabeth contestó el 5 de junio y, tras una noche de insomnio y refle
xión, le dijo a su hermano: «Si asumes tu puesto con Kóselitz y demás
ayudas, posiblemente será menos gravoso para ti que si te abandonas a
tus meditaciones, que son casi lo mismo que producir». A Malwida le dijo
que era mejor que Nietzsche se quedara en Basilea. Cuando había que
convencer a alguien de algo, Elisabeth se mostraba elocuente. En su opi
nión, la vida en Sorrento con personas de sus mismas ideas «lamentable
mente» no le había sentado bien. Los basilenses le apreciaban, le hacían
la vida llevadera y le dejaban en paz. Allí estaba solo y, al mismo tiempo,
[5 2 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
este verano», como si alguien pudiera dar con la muchacha por arte de
magia o él pudiera volar hasta ella. En la carta a Malwida se lamenta de la
mala calidad de la tinta: «Los han falseado, todos los alimentos, en todo
el mundo, están adulterados, y la tinta es para nosotros un alimento». Pa
rece una broma, pero en lo alto aparece una sombra, la suspicacia que
descubre conjuras por doquier.
Las dos cartas están llenas de lamentaciones, prueba de la tristeza que
se apodera de él cuando piensa en el futuro. Nietzsche sabía mejor que
nadie que ya nunca más sería un intelectual, un profesional de la ense
ñanza en Basilea. Pero en la neurosis se veía a sí mismo como un sedenta
rio sin preocupaciones, con una señora a modo de criada que le llevaba la
casa. En las alturas se sentía feliz, aunque el mal siguiera torturándole y
vejándole: «E s sencillamente demasiado hermoso sentirse fuerte y sano a
esta altura», escribió a Overbeck.
En el capítulo sobre el «retorno» del Z aratustra Nietzsche describe
poéticamente la soledad en casa. Entre los seres humanos vive siempre
«salvaje y extraño», aunque le quieran, pues los seres humanos desean ser
respetados, perdonados por la verdad. «Aquí estás en tu hogar y tu casa;
aquí puedes decirlo todo y exponer todas las razones, aquí nadie se aver
güenza de sentimientos ocultos y obsesivos.» El diálogo con la soledad es
productivo: «Aquí me asaltan todas las palabras del ser y todos los teso
ros de la palabra; aquí todo ser quiere devenir palabra, aquí todo devenir
quiere aprender a hablar conmigo». En la altura se manifiesta la más alta
sensación de felicidad: «¡O h beatífica calma en torno a mí! ¡Oh olores
puros en torno a mí! ¡Cómo extrae aliento puro del pecho profundo esta
calma! ¡Oh, cómo acecha esta beatífica calma!».
tar allí en el año en el que nos encontrábamos». Así se generaba mala con
ciencia: entonces Malwida no había ido a Roma para atender a Nietzsche.
Y: «Q ue le vaya bien a usted, nuestro mejor amigo. ¡Cuánta paciencia ne
cesita usted ahora! ¡Me duele pensarlo!». Cosima era una maestra en la
administración de lo frío y lo caliente, en repartir puyazos y atenciones.
La carta de Wagner al doctor Eiser, que a causa de su delicado conte
nido no fue publicada hasta 1956, es más difícil de interpretar que el alar
de de diplomacia de Cosima. Wagner se adorna con la preocupación de
un padre y un amigo, y en la segunda carta al doctor Eiser, en la que Wag
ner le da las gracias por la interpretación de E l an illo, aparece la siguien
te frase escrita, por así decir, con lágrimas en los ojos: «Si él —Nietzs
che— se ve en auténtica necesidad, yo le puedo ayudar, pues estoy
dispuesto a compartirlo todo con él». Así, pues, fiel y preocupado, y con
vencido de que el médico amigo puede hacer más que el «amigo metido
a médico».
Ciertamente Wagner no era tan dado a los subterfugios como Cosima,
El quería promover una gran acción de ayuda como entonces, cuando re
comendó sonoramente a su joven amigo que se casara en vez de escribir
una ópera. Pero esta vez se permitió una obra maestra de tosca acción e
intervención, cuando sólo el acercamiento amistoso, una mano tendida,
una nueva asunción del viejo papel de aliado habría podido aportar la cu
ración. Pero esto ya no era posible, Wolzogen se había instalado en
Wahnfried y su esposa se mudaría pronto al nuevo hogar, que estaba uni
do con la casa Wahnfried mediante la portezuela del jardín.
Así, en lugar de ayuda y amistad, ofreció un atrevido diagnóstico (que
si llegaba a oídos del paciente debía de herirle profundamente) y una gro
sera propuesta de curación: curas de agua fría. El había hecho experien
cias similares con otros muchachos, escribió Wagner: «Yo veía que se
hundían con síntomas similares y vi con toda claridad que todo era con
secuencia del onanismo». Así de franco se lo escribió al médico, al que pi
dió que se lo comunicara también a su paciente. Ejemplos: un joven poe
ta se había quedado completamente ciego a la edad de Nietzsche, otro se
consume en Italia con los nervios destrozados, víctima de una dolencia
ocular dolorosísima. ¿Y no recomendó también el doctor Schrón en Ná-
poles a Nietzsche que se casara?
Una carta dura pero tal vez bienintencionada. Wagner era tan tosco
como Nietzsche sensible. Wagner era in sexu alibu s tan crudo como
Nietzsche vergonzoso. Wagner practicaba un culto con la salvación a tra
vés de la mujer, aseguraba diariamente su amor a Cosima y en medio de
la campaña de Bayreuth había establecido una relación con Judith Gau-
tier que ahora le suministraba satén en los colores adecuados y con los
perfumes que necesitaba para poder componer. Nietzsche no había pasa
do de tímidos conatos de relación con mujeres y cultivaba un trato con
[5 3 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
que volvía a llevar su casa de Basilea, arreglaba, junto con Kóselitz, todo
lo que había que arreglar. Navidad había sido hasta el último momento la
época del intercambio, de las declaraciones de amistad. Pero ahora se ma
nifestaba un tono distinto, un gesto de ira, una pretensión de erigirse en
árbitro, que no correspondía al amigo sino a una instancia superior. Aho
ra había que romper puentes, romper viejas amistades, el tribunal que él
se había imaginado en sus sueños de futuro dictaba su sentencia. En el
banquillo de los acusados se sentaba lo humano, demasiado humano.
Sobre este tiempo de Basilea sólo hay una frase en la correspondencia,
concretamente en una carta del 4 de enero a Seydlitz: «De nuevo, duran
te las vacaciones de Navidad han pasado junto a mí días malos, malos, in
cluso semanas malas». Y a continuación: «Ahora vamos a ver qué es lo
que puede hacer el nuevo año». «Puede», no «trae». En los «días malos,
malos» crece, con la ayuda fiel de Kóselitz, la obra.
Capítulo 3
H
oy la obra de Nietzsche aparece ante nosotros en sólidos volúme
nes, sus títulos nos son conocidos, exposiciones e interpretacio
nes de su filosofía nos muestran esa obra suya como desarrollo or
gánico de su pensamiento. Si nos situamos en el período comprendido
entre los años 1876 y 1878, ese proceso en cuanto resultado final comple
to es decididamente inseguro. Sobre el autor pesaba una severa prohibi
ción de leer y escribir, casi de pensar, so pena de quedar ciego, dar en loco
o sufrir un ataque cerebral. Pero incluso en el supuesto de que no hubie
ra pesado sobre él esta amenaza, también estaba por ver qué y cómo de
bería escribir, habida cuenta de que la «revolución cultural» de Wagner
nunca iba a ser la suya. Con la decisión de Wagner a favor de Wolzogen
habían desaparecido las últimas esperanzas de un arreglo: el maestro pre
fería adeptos de tercera clase a aliados con voluntad propia como Nietzs
che. Por todo esto no se podía saber si Nietzsche iba a continuar de ma
nera orgánica —como una enciclopedia de la oposición a la época
integrada por elementos individuales pero integrados en un pensamiento
global— la serie de consideraciones inactuales. Cuando, en la primavera
de 1876, estuvo meditando sobre su futuro a orillas del lago Lemán, el
plan seguía en pie. Entonces enumera los trece títulos previstos, algunos
de los cuales ya han sido abordados, fija los años en que realizará esta o
[538] FRIEDRICH NIETZSCHE
que ésta sea recabada también del impresor». Tal vez se podría ocultar al
impresor el nombre del autor hasta la impresión del frontispicio del libro.
Pero, por otra parte, esta medida también podía despertar su curiosidad
y dar al traste con la medida de ocultar el nombre del autor. ¿A qué se de
bía esta preocupación? ¿Por qué quería ocultar lo que de todos modos se
podría ver al cabo de medio año?
Sencillamente, el águila volvió a sentir súbitamente angustia. Veía en
espíritu cómo movían negativamente la cabeza los amigos, los seguidores,
todos los que le habían acompañado, aquellos cuyo entusiasmo él había
encendido con su idealismo, empezando por los grandes protectores, los
grandes impusores, el maestro y su señora. Cosima volvió a tender la red,
después de Navidad de 1877 escribió a Elisabeth, la amiga, y volvió a en
tonar la mágica melodía de las sirenas: «Nuevamente nos hemos vuelto a
aislar completamente, y tu amigo habría podido volver a vivir aquí la vie
ja Navidad de Tribschen si nos hubiera podido visitar; de nuevo el mun
do está tan lejos de nosotros como entonces y Parsifal ha conseguido que
lo bueno y lo malo de ese mundo nos importe poco». El hermano tendría
ya un ejemplar del texto en las manos si el encuadernador no hubiera sido
tan lento. El 3 de enero llegó el P arsifal con dedicatoria personal del maes
tro: «Los más cordiales saludos y augurios / a su / fiel amigo / Friedrich
Nietzsche / Richard Wagner / (miembro del consistorio supremo: / para
amistosa comunicación al profesor Overbeck.)».
A Nietzsche le resultaba muy difícil mostrarse enfadado. Cosima ano
tó el 29 de diciembre: «Recojo la correspondencia y vuelvo la mirada con
emoción tanto al cercano como al lejano pasado». El maestro estaba de
muy buen humor, acababa de componer la M arch a d e l G ria l y bromeaba
diciendo que el año próximo, cuando estuviera en Marienbad o Ems, sus
notas le llegarían como «Marcha del baño». Era evidente la intención. Si
Wagner se definía jocosamente a sí mismo como «miembro del consisto
rio supremo», sólo podía significar que el receptor no debía tomar muy
en serio su cambio a favor del cristianismo, mientras que la alusión a
Overbeck venía a decir que incluso un profesor de teología podía ser un
hereje, y tanto más un compositor.
Así, el bello frontispicio de libro de Nietzsche empezó a peligrar. Si
no quería renunciar a Voltaire, el precursor, y a todo el libro, sólo había
una posibilidad: refugiarse en el anonimato. ¿No había publicado Rée sus
aforismos sin el nombre del autor? Elisabeth, que seguía siendo el nexo
de unión con los Wagner, probablemente contribuyó poderosamente a
convencer al autor de que lo mejor para él era que permaneciera en el
anonimato. En cualquier caso, ella sabe que estaba previsto poner como
autor a un tal Bemhard Cron, alemán de las provincias bálticas que en los
últimos años se había dedicado a viajar. Mistificación. Imaginar tales arti
mañas y bromas era el elemento de Elisabeth. Poner como autor a un ruso
D E S C E N S O AL M U N D O D E L A S S O M B R A S [5 4 1 ]
alemán le venía bien a su hermano, que sentía debilidad por las damas
bálticas, desde Louise Ott hasta Mathilde Trampedach, y que pronto se
inclinaría ante una tercera rusa alemana, la inteligente Lou Salomé.
Bemhard Cron, seguía fabulando Elisabeth, había cursado en Italia
estudios filológicos y de anticuario, y allí había conocido a Paul Rée, que,
acto seguido, había establecido contacto con el editor Schmeitzner. ¿Y si
explicaba el secreto a los Wagner, convirtiéndolos así en personas de su
confianza? Es posible que Elisabeth comentara con su hermano la idea.
En cualquier caso, Nietzsche escribió a modo de prueba una dedica
toria que lo vino a arreglar todo nuevamente. Poseemos el borrador sin
fecha, y tenemos derecho a suponer que fue escrito bajo la influencia de
sentimientos favorables tras la carta de Cosima a Elisabeth y la dedicato
ria del P arsifal de Wagner.
Esta vez Nietzsche se dirigó directamente a Wagner: «Al enviarle a us
ted el libro H um ano, d em asiado h um an o , pongo confiadamente mi secre
to en manos de usted y de su distinguida esposa, y quiero suponer que de
ahora en adelante va a ser también su secreto. Este libro trata de mí: he
sacado a la luz mis más profundas percepciones sobre seres humanos y
cosas y he recorrido por primera vez la periferia de mi propio pensa
miento. En tiempos que estuvieron llenos de paroxismos y suplicios el li
bro fue un consuelo que no falló donde todos los demás consuelos falla
ron. Tal vez aún vivo porque fui capaz de aceptarlo».
Una vez más, Nietzsche acertó con una elevada entonación y acuñó
un lenguaje soberbio en el que quedaba plenamente encarnado. A decir
verdad, los motivos que aducía ahora para explicar el uso del seudónimo
eran un poco inconsistentes; dice que no quiere dañar el impacto de sus
obras anteriores, que pretende impedir que alguien manche la dignidad
de su persona, pues su salud no resistiría ya una cosa así, y sobre todo que
quiere que la discusión técnica se mantenga entre amigos y que éstos, en
caso de conocer su autoría, guardarían silencio por motivos de simpatía.
Ninguno de estos amigos comparte las opiniones del libro (a Rée no le
tuvo en cuenta en este contexto), pero él tiene muchas ganas de ver los ar
gumentos que se aducen en su contra.
Y a continuación viene una extraña confesión envuelta en una de esas
metáforas militares de las que Nietzsche tanto gustaba: «Me siento como
un oficial que ha asaltado una trinchera. Ciertamente herido, pero está
arriba y ahora despliega su bandera. Más dicha, mucho más que pena; así
es el horrible espectáculo que se extiende en torno a él».
Así era en realidad Nietzsche, el tímido y amable profesor, el silencio
so caminante. El cuadro de la batalla en el estilo de 1870-1871, de Gra-
velotte y Vionville, cuadraba realmente a su situación, al pasado de su em
presa. A la postre ocurrió lo que él había previsto: la trinchera fue
ocupada. «Aunque, como queda dicho, no conozco a nadie que sea aho
[542] FRIEDRICH NIETZSCHE
agrado pero que los buenos tiempos seguían siendo para él, a pesar de
todo, inolvidables. De hecho, la valentía de Nietzsche se limitaba a la épo
ca, pues en ella tenía sable y florete al alcance de la mano, hacía tronar los
cañones y utilizaba la dinamita. En el trato con las personas, él era caute
loso como un viejo diplomático.
También puede pensarse en él en el aspecto provocativo, en una for
ma singular, furtivamente, como aquella vez en Bayreuth con el ejemplar
del C an to triunfal. Demasiado astuto y a la vez torpe. Demasiado asusta
dizo y a la vez provocando lo que debería evitar. Esta vez se le ocurrió
algo decididamente desafortunado: el doctor Eiser, de suyo un ave de mal
agüero, se había puesto a escribir, nada más aparecer el P arsifal, una am
biciosa exégesis con elogios como los vertidos sobre E l an illo y, a fin de
ensalzar debidamente a Wagner, había comparado su P arsifal con los au
tos sacramentales del gran Calderón. Como sabemos, el dramaturgo es
pañol ya había sido objeto de una controversia entre Nietzsche y Cosima.
Ahora ésta se reavivó: Elisabeth envió a Cosima el himno de Parsifal, en
cierto modo en sustitución de algo propio o, más probablemente, como
nueva maniobra contra Wolzogen. En cualquier caso, el 3 de febrero Co
sima anota: «A través del H. v. W. me entero de toda suerte de disparates
sobre Parsifal: unos lo encuentran parecido a los autos [de Calderón],
otros lamentan las muchachas Klingsors...». El 20 de febrero devolvió el
trabajo de Eiser a Elisabeth como remitente, con la rotunda negativa a
aceptar la comparación entre el P arsifal y los autos sacramentales del au
tor español.
Su certero instinto había visto el peligro: si era tan devota, si tenía
constantemente en la boca el nombre del Salvador, no podía por menos
de proteger a Wagner de la catolización. Ella se había convertido, mien
tras tanto, en una buena protestante, el K u ltu rk am p f estaba todavía en ac
tivo y el propio Wagner se veía a sí mismo como un descendiente de Lu-
tero. Así, Cosima escribió: «Calderón dramatizó con su genio dogmas
eclesiásticos para el pueblo, y P arsifal no tiene nada en común con ningu
na Iglesia, con ningún dogma, pues en él la sangre se convierte en pan y
vino, mientras que en la eucaristía ocurre lo contrario». Wagner ha trans
formado libremente el Evangelio, mientras que el católico Calderón rea
firma los dogmas existentes mediante figuras alegóricas. Parsifal y su obra
eran tan antitéticos como la luz y la oscuridad.
Luz y oscuridad, éste era el simple esquema con el que Cosima había
trabajado cuando reflexionó sobre la enigmática personalidad de Nietzs
che. Si era necesario ella misma colocaría a Calderón, por lo demás pro
fundamente respetado, junto a los hombres de las sombras. Al margen de
lo que pudo provocar Nietzsche con el envío de la interpretación de Ei
ser, lo cierto es que la relación avanzaba hacia la ruptura. Todavía en el ve
rano de 1877 Nietzsche compuso, con toda la ingenuidad de su corazón,
[544] FRIEDRICH NIETZSCHE
Al maestro y su esposa
les saluda con corazón alegre,
feliz, por un nuevo hijo,
desde Basilea, Friedrich, de ánimo libre.
Desea que coloquen con emoción
las manos sobre el hijo para examinarlo
y vean si se parece al padre;
quién sabe, tal vez con bigote,
y si se moverá por el globo terráqueo
con los pies o con los pies y las manos sobre el suelo.
En la montaña quería salir a la luz,
retozar al momento como cabritiilo recién nacido.
Buscar en seguida su propio camino
y su propia alegría, benevolencia y rango.
¿O quizás elija la celda del ermitaño?
Lo que le espera en esta tierra
gustará a unos pocos: en número de quince.
Para los demás será cruz y martirio.
¡Ojalá que mire, para defenderse contra la suprema falsía,
el ojo fiel y benévolo del maestro!
¡Ojalá que al menos el camino del primer viaje
le muestre la prudente benevolencia de la maestra!
fue percibido el nuevo libro. Así lo percibieron por encima de todos los
destinatarios de los ejemplares gratis 20 y 21, Richard Wagner, en Bay-
reuth, y Cosima, que tres meses antes eran todavía, para Nietzsche, el
«maestro» y la «esposa del maestro».
Los dos hicieron lo peor que se podía hacer con un libro: acusaron re
cibo de él como por compromiso. Así, Cosima escribió a su amiga la con
desa Schleinitz: «N o he leído el libro de Nietzsche. Me ha bastado ho
jearlo y leer algunas frases llamativas para dejarlo a un lado». Y Wagner,
cuando poco después Overbeck le felicitó con motivo de su cumpleaños:
«H e conservado la amistad con él [Nietzsche]; después de haberlo hojea
do, he decidido no leer su libro...». Por el diario de Cosima nos entera
mos de que la fórmula «no leer» es dada, por así decir, como norma lin
güística: «penosa sensación tras una corta mirada», se dice el 25 de abril
tras la llegada del libro, «Richard opina que le hace un favor al autor si no
lo lee, aunque más adelante le dará las gracias por él». Esto es lo que decía
Wagner en su carta a Overbeck y lo que comunicó asimismo a Schmeitz-
ner; no quería echar al perder la magnífica impresión que le habían cau
sado las anteriores obras de Nietzsche.
El 27 de abril Cosima anotó: «Decisión firme de no leer el libro del
amigo Nietzsche, cuya singularidad parece decididamente perversa a pri
mera vista». En cambio se habla con fruición de Ivan boe de Walter Scott
y de la ópera L o s tem plarios de Marschner. Pero, aunque no es leído, el li
bro de Nietzsche da que hablar: el 29 de abril Cosima anota: «A veces re
sulta difícil no hablar del triste libro del amigo Nietzsche, a pesar de que
nosotros dos intuimos su contenido más que lo conocemos». Por último,
el 30 de abril, el «lamentable libro de Nietzsche» da motivo a Richard
para contestar a Cosima: «Nos seguiremos siendo fieles».
«N o ignorar nada», esta expresión austríaca define la solución elegida
por Richard y Cosima, a pesar de lo cual sigue en pie la pregunta de cómo
pueden saber que el libro es tan malo si no lo han leído. En cualquier
caso, ellos lo ven como una traición, lo mismo que Nietzsche cuando em
plea la expresión «noble traidor». La traición se ha producido, y sólo hay
que buscarle una explicación. Cosima encuentra rápidamente al culpa
ble: Rée. «¡H a contribuido en gran medida al triste libro!», escribe la
dama a una amiga íntima. «En definitiva, aquí apareció Israel en la perso
na de un tal doctor Rée, muy frío, muy refinado, al parecer dominado y
sojuzgado por Nietzsche, pero en realidad le engañaba; entre paréntesis,
la relación de Judea y Germania.» Wagner en una carta a Overbeck habla
de «cambios muy llamativos», que se han producido en Nietzsche duran
te los últimos años, de «convulsiones psíquicas», de modo que no es de
descartar la posibilidad de que se produzca una catástrofe, temida duran
te mucho tiempo. Un año después, Wagner le da las gracias a Overbeck
por sus buenos deseos y se lo vuelve a decir, pero en forma aún más dura:
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SOMBRAS [5 4 7 ]
«...así, a la postre tengo que aceptar que con una actitud psíquica tan vio
lenta no se debe discutir en base a principios morales, y la única posibili
dad es un rotundo silencio».
Éste es el prolijo estilo de Wagner. Traducido al lenguaje común todo
ello significa: el autor de H um ano, dem asiad o hum an o es un perturbado.
Wagner comunicó a Overbeck que Nietzsche estaba dominado por una
conmoción vital, y le debía parecer maravilloso que, no obstante, esa con
moción pudiera generar en él un fuego tan luminoso y cálido. Lo cual sig
nificaba: a Nietzsche sólo se le puede y debe leer cuando se somete a las
ideas de él, Wagner. Y así se lo comunicó inmediatamente a Schmeitzner.
Desgraciadamente, el asunto no estaba exento de peligros, o así lo
creían al menos los Wagner. La traición podría propagarse a los que aún
seguían fieles: Malwida encuentra pensamientos preciosos en el nuevo li
bro e incluso Wolzogen, «sólido como una roca», opina que después de
esta obra no se pueden leer ya las anteriores, en tanto que el joven doctor
Schemann crítica y simultáneamente elogia el libro con admiración. La
derrota se imponía, Cosima a duras penas consiguió quitar de la cabeza a
su Richard la idea de enviar un sarcástico telegrama de felicitación.
La situación era también deplorable para Schmeitzner, que editaba
las obras de Nietzsche y de Rée, además de las B ayreuth er B lätte r de Wag
ner y se veía ahora atrapado entre los dos genios. Wagner le amenazaba
con quitarle la impresión de las B ayreuth er B lätter, después de que hicie
ra propaganda a favor del libro de Nietzsche en sus páginas. Schmeitzner,
decidido partidario de la Ilustración y enemigo de la Iglesia como sus
amigos Widemann y Kóselitz, comentó a este último lo que había visto en
el curso de una visita a Bayreuth: «Wagner es inconcebiblemente creído.
Se puso a explicar maldades sobre Nietzsche que nunca olvidaré, pero
que Nietzsche y sus amigos no deben saber por mí». Dice asimismo que
le pidieron su opinión sobre Rée, pero que eludió la respuesta, y entonces
tuvo que oír una catarata de insultos a los judíos: «Hay chinches, hay pio
jos. Bueno, ¡aquí están! ¡Pero hay que prenderles fuego! ¡Quienes no lo
hagan son unos cerdos!». Como podemos ver, la terminología del antise
mitismo no ha cambiado gran cosa desde entonces hasta hoy.
Schmeitzner no se mordía la lengua. Los llamó «¡malditos hipócritas!
Apestan a aire de iglesia. La señora Wagner va a la iglesia, él también,
“aunque poco”, tal como se expresa» Ahora ya no se trataba de P arsifal,
de sangre, pan y vino, sino de clericalismo y anticlericalismo. Wagner se
había vuelto efectivamente devoto, por así decir, «se había arrodillado
ante la cruz». En las anotaciones de Cosima se puede seguir el proceso de
su «conversión». En alguna ocasión aún opone alguna resistencia, aún
puede llegar a decir que la naturaleza es dios, la voluntad busca la salva
ción y, «dicho con palabras de Darwin, los fuertes se seleccionan para lle
var a cabo la salvación». Pero en conjunto Wagner ha cambiado: consi
[5 4 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
dera que es muy malo arrebatar la religión al pueblo, lee a Cosima, en tra
ducción de Lutero, la Epístola a los Corintios: «Y si no tenéis amor, se
acabó todo conflicto que ocasiona el mundo...».
¡Qué cómodo se siente uno entre cristianos! Rubinstein, el hombre
de Israel, interpretó aquí la escena de la florista, «despabilada y coqueta,
con miradas siempre interrogantes como si se tratara de un negocio».
Mucho mejor es la relación con el amigo Seidl, para el que la raza no es
motivo de preocupación. También se puede leer al místico que aconseja
pensar siempre en Jesucristo, «el rostro suave y doliente».
El viernes santo, la devoción de Cosima llegaba al éxtasis. «Durante
todo el día resonó en mí el “vino y pan de la Última Cena / convirtió un
día el Señor”, y Richard, a quien se lo digo, lo interpreta conmigo al final
del día. Que su arte encuentre la melodía para el misterio de la fe, que me
posee, y que el silencio de mi alma cante a través de él. ¡Oh bendición, oh
clemencia!» Cosima va a la iglesia con los niños, recuerda que lo que uno
desea en la muerte del Señor se cumple, y desea para ella «que perma
nezcamos juntos hasta la despedida». «Pedí a los pajaritos que pidieran
conmigo, pedí a través de su canto, a través de las miradas de las peque
ñas flores, a través de los retoños de los árboles, a través de la bendición
de la cruz, a través de la música del órgano, a través de la devoción de la
pobre gente, a través de mi contrición y mi dolor...» Cosima estaba hen
chida de lo que Nietzsche llamaba «arrebato superior». Días después,
concretamente el jueves después de Pascua, llegó el libro de Nietzsche,
pero tampoco esto acabó con el devoto lirismo de Cosima: «Los pajaritos
quieren atraemos de nuevo al bosque... quédate aquí, quédate aquí, dí-
melo; pero en el campo, perdida en el azul, vuela la alondra, cautivando
el corazón; es como perfume de violetas, dice Richard, que me entrega la
florecilla... Aún viviremos muchos días así, dice Richard, con una buena
obra detrás de nosotros, una bella obra delante de nosotros».
Ya el tercer número de las Bayreuther B lätte r , correspondiente al mes
de marzo, contenía un trabajo básico del wagneriano Heinrich Porges
«sobre la fundamentación del arte en la religión», cuya continuación cul
minaba en el cuarto número con la frase de que no era posible un renaci
miento religioso y moral sin una aceptación de la voluntad divina. En el
número de junio, Constantin Frantz, conocido conservador y enemigo de
Bismarck, desarrollaba la idea de una renovación del Sacro Imperio Ro
mano-Germánico. A través del contenido de la nueva Constitución del
Imperio no se ve si ésta está destinada a una población cristiana, «maho-
mentana o pagana»; pero como quiera que el simple ignorar se impone
siempre como lo fáctico, el nuevo Estado está de acuerdo en manifestar
se como un imperio alemán de la nación judía. Para ello, ciertamente Ber
lín es la capital indónea, «donde ya la vida municipal, como la vida eco
nómica y cultural, se halla totalmente bajo influencia judía».
D E S C E N S O AL M U N D O D E LAS SO MBR AS [5 4 9 ]
Algo flotaba en el aire. Aquel joven judío vienés llamado Siegfried Li-
piner, que se había arrojado con total entusiasmo a los pies de Nietzsche,
envió a Wagner su trabajo sobre la renovación de las ideas religiosas y se
convirtió a partir de este momento en un personaje querido en Bayreuth.
En Hirschberg, el doctor Fuchs pronunció una conferencia sobre el con
tenido dramático y el carácter religioso del P arsífal, en Frankfurt el doc
tor Eiser trató el mismo tema y por este motivo vio su nombre impreso en
el número de agosto de las B ayreuth er B lätter. En el mismo número apa
reció la nueva declaración de Wagner sobre la religión y un cristianismo
purificado de todo lo judaico, como tercera parte de su ensayo sobre P ú
blico y p opularidad .
Tantos y tan variados cambios tenían sus causas reales y ocultas. El 11
de mayo de 1878 —el nuevo libro de Nietzsche acababa de ser puesto a
la venta— el hojalatero Hödel llevó a cabo un atentado contra el empera
dor Guillermo, que resultó ileso. Semanas después, el emperador fue he
rido de cierta gravedad por los disparos de un tal doctor Nobiling. Los
disparos hicieron que la burguesía despertara de su pacífico sopor. En las
elecciones, los liberales fueron derrotados por los conservadores y Bis
marck adaptó su orientación a la nueva situación. Frenó la K u ltu rk am p f
contra la Iglesia católica, en la que había contado con el apoyo de los li
berales y trató de frenar a los socialdemócratas presuntamente responsa
bles de los atentados, con leyes socialistas. Un nuevo papa, León XIII, le
facilitó la tarea. Para imponer su política proteccionista, que debía poner
fin al laissez-aller liberal, Bismarck necesitaba los votos del centro católi
co. Los recibió, pero a cambio del tratado de paz con el Vaticano.
En el escenario político aparecieron nuevas figuras. En Berlín el pre
dicador de la corte Stoecker fundó el partido cristianosocial. Ciertamen
te Stoecker no consiguió apartar a los obreros de la socialdemocracia,
pero con su sermones antisemitas proporcionó a la burguesía un pararra
yos de todo resentimiento imaginable. En el diario de Cosima, «lee una
muy buena alocución del padre Stoecker sobre el judaismo. Richard está
a favor de la total expulsión. Nos reímos de que, a lo que parece, su ensa
yo sobre los judíos fue, efectivamente, el punto de partida de esta lucha».
Antisemitas eran también los escritos de Mahner y Warner Paul de
Lagarde, la primera parte de cuyos E scrito s alem an es apareció en 1878.
Lagarde estaba, como Nietzsche, contra el espíritu de la época, contra el
parlamentarismo y la burocracia, contra los dogmas de la Iglesia y el afán
de lucro capitalista, contra «la flema persistente y repulsiva de la barbarie
educativa», pero veía la salvación, en cierto modo como Wagner, en la
vuelta a los principios germánicos del valor. El libro D eutsch e M ythologie
[M itología alem an a], de Jacob Grimm, le parecía una obra decisiva, ya
impresa, y extrajo de ella su «religión del futuro». A los judíos les exigía
«desechar de todo corazón y con todas sus fuerzas» la ley mosaica y vol
[550] FRIEDRICH NIETZSCHE
ver la espalda, «con todo entusiasmo y odio total», a las ideas relaciona
das con ella. El joven judío Lipiner escribió a Nietzsche que en su opinión
a éste le había salido un rival: Lagarde. Que en Bayreuth, bajo la protec
ción de Wagner, estaba trabajando en un estudio sobre Lagarde. A Wag-
ner el ensayo le pareció demasiado «israelita». El odio a lo judío de los ju
díos se convirtió en signo de la época.
por la tristeza de una modesta habitación, las comidas sin cariño, una pe
nosa autoasistencia. Pero Elisabeth se tenía que marchar, desaparecer de
su vista; ella era amiga íntima de Cosima, un trozo de su pasado que aho
ra había que borrar. Sin resentimiento, sin llanto, pues también a esto ha
bía que renunciar.
Y sin sentirse herido. Ahora había que aceptar la «miserable y persis
tente enfermedad» como un hecho. No servían de nada ni el agua fría que
le recomendaban, ni los baños calientes que tanto le gustaban. Había
quedado libre de sus clases en el Pädagogium, y su actividad académica
en la universidad la llevaba a cabo como podía: «Una semana de clases
detrás de mí, la segunda empezada, ¡duro! ¡duro! ¡pero hay que hacer
lo!», escribió Nietzsche a Schmeitzner, eludiendo todo intento de pre
sentarse como escritor. De la época de este semestre de verano en Basilea
procede una descripción que le muestra torturado, titubeante, buscando
nerviosamente textos en los que documentar su lección. La «actividad
académica» era ahora meramente un escudo protector contra los wagne-
rianos, nada más.
Nietzsche aún podía abrir su corazón, demostrar su cariño y agrade
cimiento a Kóselitz, que le había ayudado. Para él mismo y para Rée ideó
la imagen de los dos pajaritos cansados de volar, que cantaban en la rama
de un árbol. Pero la verdad se escondía en el otro símil, en una segunda
carta a Rée: «Me siento como rejuvenecido, como un pájaro de las mon
tañas que está allí, muy alto, en la nieve, y mira al mundo que se extiende
abajo.» Ahora él era el águila, ya no se mareaba en la alta soledad.
Nietzsche se rebelaba contra la distancia que se le había impuesto. A
Seydlitz, a quien le habría gustado llevar a Nietzsche a Salzburgo, le es
cribió diciéndole en tono hiriente que necesitaba estar solo. «N o quiero
amigos, no quiero a nadie, es absolutamente necesario. Tómelo, por fa
vor, sin discusión.» También Lipiner se ha hecho insoportable «con sus
repetidos intentos de disponer en la distancia sobre mi vida e incidir en
ella con consejos y acciones». Ahora tenía que distanciarse incluso de Rée
y hacer frente a la sospecha de que él era meramente su portavoz. «Bús
came sólo a mí en mi libro, y no al amigo Rée», escribió a Rohde. Un so
corrido chiste wagneriano consistía en decir que Nietzsche había sustitui
do su viejo idealismo por un nuevo «réelismo». Y, no obstante, era
evidente que Rée no tuvo la más mínima influencia en la concepción de la
filosofía nietzscheana. «Estábamos en el mismo nivel.»
Soberanía era el nuevo término para definir su situación intelectual;
otro era «aire de altura». «Si sintieras sólo lo que yo siento desde que he
fijado mi ideal de vida», escribió a Rohde, «el aire fresco y puro de la al
tura, el suave calor en torno a mí, te podrías alegrar mucho, mucho de tu
amigo.» Así que terminó el semestre, Nietzsche se fue a las montañas, al
querido Oberland bemés, esta vez aún más arriba que cuando estuvo en
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SOMBRAS [5 53]
¿Qué había realmente en este libro para que los Wagner lo rechazaran
como algo repugnante? ¿Para que la señora Baumgartner dijera que ha
bía temblado ora con admiración ora con espanto, y que ahora le parecía
como si algo se hubiera extinguido en su interior? ¿Para que Rohde co
mentara que su impacto era como si alguien pasara, en los baños roma
nos, del calidarium al frig id a riu n ü ¿Para que Elisabeth hablara, en térmi
nos análogos, de paisaje polar?
En el capíulo sobre «Humano, demasiado humano» del Ecce hom o,
en el que echa una mirada retrospectiva a su vida, Nietzsche lo formula en
términos aún más drásticos: «Un error tras otro es puesto tranquilamen
te con hielo, el ideal no es refutado, se hiela... Aquí, por ejemplo, se hiela
el genio; un rincón más allá se hiela el santo; debajo de una gruesa capa
de carámbano se hiela el héroe; al final se hiela la fe, la llamada convic
[554] FRIEDRICH NIETZSCHE
dos los valores? ¿Y es tal vez malo lo bueno? ¿Y Dios sólo una invención
y una sutileza del demonio...? La soledad le rodea y le envuelve, cada vez
más peligrosa, cada vez más agobiante, cada vez más estranguladora, esa
temible diosa y m ater saeva cupidinum , pero ¿quién sabe hoy lo que es so
ledad...?»
Esta era la formulación melodramática, sutil y sublimada, de su papel,
el papel para el que quien se entrega, no sin voluntad, al curso tempera
mental del sermón, a la dinámica de esta prosa, se basa en lo involunta
riamente cómico: los depredadores que vagan por el desierto no son ni
tan curiosos que busquen presas debajo de cada roca, ni tan sensibles que
se dejen estrangular por la soledad. El p ath o s del tiempo que combatía, a
menudo se le adelanta.
A decir verdad, el texto H um ano, dem asiado hum ano está casi libre de
semejante dramatización y demonización. Pasa con liviana y hermosa evi
dencia de un pensamiento a otro, ocultando el esfuerzo del pensamiento,
sólo denunciando el éxtasis de pensar, y mucho más que la imagen del de
predador y la presa que consigue, el otro símil alude al que Nietzsche eli
gió en el prefacio de la G en ealogía de la m oral en el verano de 1877. Hace
pensar en el pino de Sorrento, a la sombra del cual Nietzsche y Rée «co
gían» pensamientos: «Tal vez con la necesidad con la que un árbol pro
duce su fruto, nacen de nosotros nuestros pensamientos, nuestros valo
res, nuestros sí y no y cuando así ocurre y si es así, emparentados y referi
dos todos a todos, demostraciones de una voluntad, de una salud, de un
reino terrenal, de un sol». Estos pensamientos no surgieron sueltos, ca
prichosa, esporádicamente, se dice allí, sino «de una voluntad básica de
conocer en la profundidad imperativa, que habla cada vez más concreta
mente, que pide cada vez cosas más determinadas».
Tres razones hacen de H um ano, dem asiado hum an o un acontecimien
to extraordinario en la historia del espíritu alemán. Pimero: su autor es
precisamente el profesor Nietzsche que se había lanzado al combate con
sus escritos polémicos en favor del idealismo, en favor del «nuevo perío
do cultural» de Wagner, en aras de una renovación de la época clásica ins
pirada en los griegos. Segundo: el libro apareció, superando en dureza a
la Ilustración francesa, en un país que entonces se formaba con ayuda de
las Z üricher N ovellen [R elatos de Zürich], D orfgän gen [P ase o s p o r la aldea]
de Anzengruber, W aldheim at [ E l bosque p atrio ] de Rosegger, K räh en fei
der G eschichten [H isto rias de K rähenfeld] de Raabe. Tercero: en una épo
ca de decadencia del estilo, de excesos barrocos y de desordenada fiebre
de escribir, él fijó de nuevo las normas para la expresión clara, para la for
ma refinada, para los conceptos sintetizados a modo de epigramas.
Rée, educado de la mano de los moralistas franceses, escribió: «Si los
alemanes no se hacen ahora amigos de los psicólogos, me voy a Francia».
Los alemanes no se hicieron amigos de los psicólogos, tal vez hasta ni si
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBRAS [557]
nía. Si Nietzsche había dicho que un día el arte debía dejar el sitio a la
ciencia, Wagner ironizaba argumentando que para este «Goliat del cono
cimiento» el arte es «como el hueso del rabo que nos ha quedado del ver
dadero rabo». A él, Wagner, le molestaba de manera especial que al prin
cipio del nuevo libro hubiera anunciado una nueva química de las
sensaciones como meta del conocimiento, pues en cuanto defensor de la
naturaleza lamentaba — cien años antes que los defensores del medio am
biente— la «cada vez más científica falsificación de los alimentos».
Así descargó Wagner su ira. Pero su ambición iba más lejos. Cosima
le recomendó que hiciera una confesión, que adoptara el punto de vista
opuesto. Contra la perversa química se debía aducir la teología como doc
trina salvadora; ciertamente no la de ahora, crítica, escéptica, sino una teo
logía futura, pura, libre de judaismo. La mirada de Wagner apunta a la
lejanía, hasta la mitad del siglo siguiente, a las condiciones que previsi
blemente imperarán entonces. «Creo», escribió el compositor de P arsifal,
«que la vuelta del Salvador, esperada por los primeros cristianos durante
toda su vida y luego erigida en dogma místico, tal vez tenga un sentido en
las condiciones, no absolutamente distintas, descritas en el Apocalipsis.»
Entonces encontrarán su fin la crítica y la química del conocimiento,
«con lo que sería de esperar, por ejemplo, que por fin la teología llegara
con el Evangelio a lo puro y nos fuera mostrado el conocimiento libre de
la revelación sin sutilezas jeovatianas: para qué nos comunicó el Salvador
su retorno». Ciertamente Cosima estaba satisfecha de este pomposo apo
calipsis, de este retorno del Salvador reglamentado burocráticamente. No
lo podía haber hecho mejor, más satisfactorio. Los dos rivales habían
mantenido un proceso de rivalidad, de posturas cada vez más radicales;
Nietzsche hasta la imagen final de una humanidad sin ópera, Wagner has
ta la vuelta de Jesucristo a un mundo sin química.
Hay que añadir que también Cosima se manifestó después, en dos lar
gas cartas de respuesta a Elisabeth, intentando explicar y disculpar el li
bro de Nietzsche. Entendía que era «intelectualmente carente de signifi
cación, moralmente lamentable», «triste tanto por su contenido como
por su forma», «pobre y falso, ofensivo y miserable». Su enfoque era dis
tinto del de Richard; casi un año después del delito, llenó páginas y más
páginas y terminó con el infame y bien meditado reproche de que la trai
ción había proporcionado a su autor buenos frutos, pues ahora, tras aban
donar un círculo pequeño y mísero, tiene una numerosísima compañía.
Todo esto va dirigido precisamente al hombre solitario que se ha libe
rado de todos los lazos. La nueva compañía a la que alude Cosima es el ju
daismo, pues Nietzsche se había atrevido a tomar posición en tomo al
problema judío en el apartado 475, actitud que iba abiertamente en con
tra de todos los esfuerzos realizados por sus antiguos amigos de Bayreuth.
Él criticó el «vicio literario» de convertir a los judíos en corderos propi
D E S C E N S O AL M U N D O DE LAS SO MBR AS [5 5 9 ]
vertido en un mal crónico, combatido por mí durante años con los méto
dos más diversos, adaptada mi vida a una abnegada disciplina. Ahora,
cuando he renunciado a creer que pueda hacer frente a la enfermedad,
tengo que admitir que todo ha sido en vano. Por lo tanto, ya sólo me que
da la salida de expresar, con gran pesar y remitiéndome al párrafo 20 de
la ley universitaria, mi deseo de despido, sin dejar de dar las gracias por
las copiosas muestras de tolerancia dispensadas a mi persona por el alto
funcionariado desde el mismo día en que entré a formar parte del profe
sorado.
Rogándole, apreciado señor presidente, erigirse en portavoz de mi so
licitud, queda de usted,
suyo afectísimo,
Dr. Friedrich Nietzsche
Profesor p.o.
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os últimos años de lucidez de Nietzsche —los nueve años y medio
que van desde su despido como funcionario hasta la aparición de su
locura— representan un cúmulo de problemas para el biógrafo.
Primero: pocas cosas quedan por relatar después del último gran
acontecimiento que constituyó la corta amistad con Lou Salomé. Su vida
ya no es más que el sostén de su obra, condición precaria pero sustancial
para el proceso creador. De ella nacen los textos que conforman al Nietzs
che filósofo. La enfermedad se ha convertido en su compañera insepara
ble; los innumerables cambios de domicilio son una herramienta en la
búsqueda del clima más adecuado para su trabajo. Las relaciones huma
nas se diluyen o se rompen: la soledad, en tantas ocasiones deplorada, es
condición sin e qu a non para hacerse con toda la concentración creadora.
La odia y, al mismo tiempo, la necesita.
El tema de este libro no pretende ser la obra de Nietzsche ni puede
serlo. Su hermana aún pudo salvarse de esta disyuntiva. En el prólogo del
último volumen de su biografía, publicada en 1904, escribió ingenua
mente que, al llegar al final de su obra, comprendió que «era imposible
publicar la biografía sin intentar al menos explicar la visión global del
pensamiento de Friedrich Nietzsche». Precisamente fue ella quien osó en
frentarse a un problema en el fondo insoluble: el de la interpretación de
un proyecto universal, genial y contradictorio en el origen y en la preten
sión, que ha ocupado, desde hace ya casi un siglo, a un ejército de exége-
tas y que ha generado montañas de literatura.
Elisabeth fue a la clase de Rudolf Steiner, el fundador de la antropo-
sofía, pero no aprendió nada. Aún creía que debía defender a su herma
no del reproche que se hacía de su obra de que no tenía base científica y
le elogiaba como una niña pequeña: «Gracias a la increíble velocidad con
[578] FRIEDRICH NIETZSCHE
La gran curación
N
ada cambió —y, sin embargo, cambió todo. Siguió tan enfermo
como siempre, enfermo de muerte, una muerte que a veces espe
raba con ansia, que en momentos de desesperación quería ade
lantar, que en las horas de creatividad quería alejar, pero que no llegaba.
Y siguió siendo tan productivo como siempre, cavilando perpetuamente,
descubriendo nuevos problemas, desafiando ideas cotidianas, provocan
do, con estas ideas, la aparición del sufrimiento y convirtiendo el sufri
miento en creación.
Sin embargo, y expresándolo con palabras del médico y filósofo Karl
Jaspers: «Todo aquel que lea las cartas y escritos en orden cronológico, no
puede sustraerse a la impresión de que, a partir de 1880, Nietzsche está
experimentando el cambio más radical y profundo de su vida. Este cam
bio no sólo se expresa en el contenido de sus pensamientos, en nuevas
creaciones, sino en la forma en que vive sus vivencias; Nietzsche se su
merge en un ambiente nuevo, todo lo que dice adquiere otro tono; esta at
mósfera que todo lo impregna no tiene precedente ni indicios antes de
1880».
Jaspers no aportó ninguna explicación. La interpretación que noso
tros damos — la de que un enfermo de muerte, amenazado del temor a
morir, supera, en un momento dado, este miedo— encuentra su justifica
[5 8 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
ción en las cartas. En ellas se detecta claramente, hasta una fecha deter
minada, el miedo a un final inminente. Una de las frases clave y leitm otiv
de este miedo es el m edia vita in m orte su m u s , en una versión de Lutero,
muy familiar para Nietzsche: «A mitad de nuestra vida estamos rodeados
de muerte». Con 35 años nos encontramos a la mitad de la vida; el 15 de
octubre de 1879 cumple 35 años y, enfermo de muerte, ansioso y, a la vez,
temeroso de morir, viaja a Naumburg, a casa de su madre, al invierno más
sombrío de su vida.
Una primera señal de esperanza es la supervivencia a este invierno, a
este solsticio invernal. Queda, sin embargo, una amenaza todavía: su pa
dre murió de una enfermedad cerebral a los 36 años. Más exactamente,
en el trigésimo sexto año de su vida: nació el 10 de octubre de 1813 y mu
rió el 30 de julio de 1849; Nietzsche no conoce las fechas exactas: «Con
36 años», dice en el E cce hom o. La fecha clave sería, por lo tanto, el 30 de
julio de 1881. Dos nuevas y grandes tesis suyas, la del mito del eterno re
tomo y la invención del personaje de Zaratustra, están fechadas justo un
mes más tarde, en agosto de aquel año.
M ed ia vita es una advertencia teológica. Nietzsche lo entendió así. Él,
como último descendiente de una generación de teólogos, osó amotinar
se, provocar. ¿Es posible que el viejo y gran Dios de los teólogos tome
venganza? A los diecisiete años transigió, volvió a la creencia de la infan
cia; a los diecinueve, construyó un altar al dios desconocido. No hay que
menospreciar los temibles ejemplos que le rodeaban: Lord Byron murió a
los 36 años, Hölderlin acabó en el manicomio también a los 36 años, am
bos eran paganos y provocadores.
Eso podría explicar el extraño tono teológico de la carta de despedi
da a Malwida, escrita el 14 de enero de 1880, fecha en que tras varios co
natos, cuenta ya con un ataque cerebral que le aliviará de todos los males.
Al principio escribe en un tono asceta, diciendo que ha sufrido torturas y
abstinencias cual santo cristiano (naturalmente, omite la comparación,
pero nos la podemos imaginar), pero que no ha necesitado del arte o la re
ligión para llegar a la purificación del alma o la serenidad del espíritu. Y
continúa en un tono todavía más piadoso: «Sé que he vertido para mu
chos una gota de buen aceite y que he señalado a muchos el camino a la
autoestímación, la paz espiritual y el sentido de la justicia». El tono bíbli
co es inconfundible, y cuando se llega al punto de la gota de aceite, el ora
dor está rebosante de gracia divina. En cierto sentido es una justificación,
no ya en la línea cristiano-ortodoxa, sino en la de la duda innovadora y
postcristiana, y tan llena de virtud como si, pronto, tuviera que presen
tarse ante el trono justiciero de Dios.
«Me he escapado del portal de la muerte», informó a Rée, en julio de
1879, describiendo su estado de salud de forma bíblica, y a Overbeck le
escribe con cumplidos: «A la mitad de mi vida estaba rodeado del bueno
LA AD E P T A Y EL P R O F E T A [581]
¿Por qué? «Todo el sufrimiento por el que había pasado, recobró in
tensidad.» Por otra parte, la carta cita otro motivo importante: «Los pre
cios no habían bajado, por supuesto. En todos los sitios me pedían entre
90 y 180 francos por una habitación individual». Un compañero de viaje
suizo le recomienda el pequeño balneario de Sils-Maria, donde dirige un
hotel. De este modo, Nietzsche descubre este lugar de alta montaña, cuyo
nombre irá, a partir de este momento, inseparablemente unido al suyo.
Se añade una nueva preocupación climatológica: ¿qué hay de la elec
tricidad atmosférica? Desde Sils-Maria escribe que desde ahora tendrá
que elegir los lugares a partir de este criterio. Y, con un gesto que abarca
todo, dice: «Basilea, Naumburg, Ginebra, Baden-Baden, prácticamente
todos los lugares de montaña que conozco, Marienbad, los lagos italianos,
etc., todos son lugares para sucumbir». Junto al mar los inviernos son to
lerables, según él, pero las primaveras difícilmente soportables — «a cau
sa de la nubosidad irregular». A pesar de su gran apego a Sils-Maria, tam
poco es, desgraciadamente, una excepción: nieve, frío y tempestades en
pleno verano y, sobre todo — «insoportable para mí»— muchas tormen
tas. «Por favor, infórmame de los diversos efectos que han producido las
tormentas en el estado de salud de la familia Nietzsche», le ruega a su ma
dre (24 de agosto de 1881). Sigue produciéndole temor el rayo que baje
de una nube, superstición que pretende combatir con una base científica,
fundamentándola con estudios meteorológicos y lecturas sobre física, in
cluso a través de un estudio genealógico sobre tormentas.
En Sils-Maria los ataques no desaparecen del todo, pero, por lo me
nos, son más débiles y humanos. Ya no siente presión, excitación, pasa
unos maravillosos días de septiembre, libre de cuerpo y alma. Disfruta de
la altitud de 1.830 metros sobre el nivel del mar, y la transforma en el sím
bolo de su máxima aspiración, su constante ascender hacia arriba. El
equivalente no es Venecia, ciudad donde Kóselitz estuvo a su servicio
como lector, escribiente y enfermero, sino Génova: «El martes me voy a
Génova, desgraciadamente de forma muy incómoda, viajando de noche y
la llegada de noche (¡con una duración del viaje de casi tres días!). Des
pués, el problema de encontrar piso: ay, estas próximas semanas son de
gran fatiga y estaré muchas veces enfermo». ¿Por qué no vuelve a Venecia,
que ya conoce, y donde ama las palomas y la plaza de San Marcos? Sólo
existe una respuesta simbólica: Venecia está rodeada como por un lago,
con una vísta limitada, incluso en las F on d am en ta n uove donde vivía, cer
ca del mar.
La estrechez es lo que teme y de la que huye y, a pesar de la terrible fa
tiga que supone este viaje para él, semiciego e hipersensible, prefiere
emprenderlo. Génova, la ciudad de Colón, significa salida, viento y velas,
puerto y horizonte. Si uno se sitúa algo más arriba, no ve el mar. La ciu
dad misma se eleva de forma majestuosa y él elige una casa en una de las
[588] FRIEDRICH NIETZSCHE
Una máxima en la vida del ermitaño fue que los hombres resultaran
interesantes. De Génova no sólo apreciaba la tranquilidad, sino también
el bullicio.
Estropeaba las amistades con facilidad por culpa de sus arrebatos, pero
muy en el fondo les tenía cariño. «Quien ha conocido el dolor de decir la
verdad por encima de amistades y admiradores renunciará a hacerlo de
nuevo», anotó a principios de 1880. Pero: al poco rato de encontrarse en
compañía de sus amigos íntimos, le molestaba, le exigía demasiado esfuer
zo la exteriorización de sus sentimientos o, en otras ocasiones, no aguanta
ba la imposición de la necesaria cordialidad y prudencia. En dos ocasiones
incluso renunció a encontrarse con su más querido amigo, Paul Rée y, se
gún propia confesión, en el viaje de vuelta a casa desde St. Moritz hubiese
querido escabullirse de Elisabeth, la semiimprescindible, semiinsoportable
compañera, que, justo entonces, se encontraba en Suiza cuidando de una
noble señora depresiva, «para huir de cualquier arrebato sentimental».
Wagner y Cosima también quedaron arraigados en su corazón, a pe
sar de los críticos comentarios con los que se refería a ellos en sus escritos
y notas. Intentó un tímido acercamiento — a través de su mejor amiga y la
de los Wagner, Malwida. En enero de 1880 le preguntó: «¿Tiene buenas
noticias de los Wagner?». Y se compadeció: « E llo s también me han aban
donado. Sabía de sobra que Wagner me dejaría de lado en el momento en
que percibiera el abismo que separaba nuestras mutuas ambiciones. Me
han contado que escribe en contra mía».
[5 9 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
¿Se engañaba a sí mismo con estos lamentos? No hay que olvidar que
la rotura de sus relaciones no se basa en unas ambiciones indefinidas, sino
en el mismo desenmascaramiento de Wagner. Y, naturalmente, sabía de
propia tinta que éste reaccionaría mal. Tampoco al año siguiente dejó de
suscribirse a las B ayreu th er B lätte r , siguió enviando sus donativos, pero
subrayó ante Overbeck que hacía tiempo que no las leía.
La carta a Malwida termina con la siguiente conclusión: «Pero soy in
capaz de volver a relacionarme o incluso de retomar los lazos de amistad.
Es demasiado tarde». A esta frase final, no obstante, le preceden dos fra
ses muy elogiosas: eterna gratitud para Wagner, dice que a él le debe uno
de los estímulos más fuertes para llegar a la independencia espiritual, y un
cumplido para Cosima que, según él, es la mujer más simpática que haya
conocido en su vida. Malwida podría haber interpretado la carta a su ma
nera, hacer llegar las frases elogiosas a Bayreuth, pero en esta ocasión,
también ella lo dejó en el «demasiado tarde». En Bayreuth, mientras, se
acordaban con emoción y lágrimas en los ojos del antiguo amigo de Tribs
chen, para ellos fallecido, cuyo lugar ocupaba ahora un ser muy distinto,
inquietante, con su mismo nombre, casualmente. Se habían apoderado de
él los poderes malignos y Cosima consideró que, a raíz de su apostasía ha
bía cometido un pecado imperdonable: el pecado contra el Espíritu
Santo.
Es discutible si Nietzsche evitaba el encuentro con Wagner en sus via
jes de norte a sur o si buscaba, de forma disimulada, un encuentro casual:
por lo menos en su precipitado viaje a Mesina podría haber existido la
posibilidad de cruzarse con Wagner, que se encontraba en Palermo. Y
Marienbad no solamente era un lugar que conmemoraba a Goethe, sino
que estaba cerca de Bayreuth. De camino a Marienbad se encontró con
un prelado católico que le informó de la adaptación que estaba realizan
do Wagner del S tah at M ater, de Palestrina. La carta del 18 de julio de
1880 a Kóselitz, en la que le comenta esto último, termina, de forma brus
ca, con una reflexión, que no hace referencia directa a Wagner: «Dejamos
verdaderam en te de autoestimarnos, cuando d ejam os de ejercernos en el
amor hacia los otros: por lo que esto último (el cese) no es aconsejable».
No es hasta un mes más tarde, cuando llega, todavía desde Marienbad, el
comentario a esta máxima: «Yo, por mi parte, sufro terriblemente cuan
do no se me dispensan sentimientos de simpatía; y, por ejemplo, no hay
nada que pueda subsanar la pérdida, en los últimos años, de la simpatía
que sentía Wagner hacia mí. ¡Cuántas veces sueño con él, y siempre en
nuestras reconfortantes reuniones! Jamás nos hemos cruzado palabras
malintencionadas, en mis sueños tampoco, en cambio sí palabras alegres
y alentadoras, y puede que con nadie me haya reído tanto».
Se trata de un párrafo clave para poder entender a Nietzsche. Nietzs
che tenía realmente un lado alegre, entretenido, siempre dispuesto a gas
LA AD E P T A Y EL P R O F E T A [5 93]
Éste fue su primer mérito. El segundo aún fue mayor. Resultó ser un
ayudante extremadamente hábil y leal. Tomaba apuntes al dictado, desci
fraba la letra de Nietzsche, la leía y hacía correcciones. Proponía peque
ños cambios de forma humilde, trabajaba rápida y constantemente, y, en
caso necesario, estaba dispuesto a sacrificarse. Nietzsche no podría haber
inventado un ayudante mejor. Encima siguió siendo modesto, se dirigía a
él como señor profesor, prestaba sus servicios en señal de amistad y re
chazaba cualquier remuneración.
Por supuesto que también tenía sus debilidades: era patoso, no tenía
modales, y había excitado inútilmente los ánimos de los ciudadanos de
Basilea a raíz de su enemistad con el director de orquesta de la ciudad.
Pero, por encima de todo, era un hallazgo y Nietzsche lo cuidaba.
Podemos decir, retrospectivamente, que era el único amigo de Nietzs
che sin renombre, un autodidacta, tanto en su faceta de músico como en
la de persona pensante, un iluso, que casi todo lo que sabía lo había saca
do de los libros. Le ocurría lo mismo que al diletante de Nietzsche con sus
composiciones: a nadie le interesaban. El intento de Gast de escribir un
libro sobre Chopin fracasó tras las primeras frases. En el fondo era una
persona bondadosa, pero en ocasiones se mostraba también muy obsti
nado, y su relación con Nietzsche se debatía entre la gratificante sensa
ción de estar al servicio de una persona de mayor nivel, por una parte, y
una fuerte y esporádica rebeldía contra su trabajo de buen samaritano,
por otra. Esta rebeldía, sin embargo, únicamente la aireaba en las cartas a
su novia. «En muchas ocasiones sentía tanto odio a Nietzsche, que le mal
decía y le deseaba la muerte y el infierno entre los gestos más espasmódi-
cos», se confesaba con su novia de Steiermark, pero se daba cuenta de sus
crueles sentimientos «cuando volvía a acordarme de los fructíferos estí
mulos que le debía a Nietzsche, de la gran soledad en la que se había que
dado este pobre hombre ciego y sublime, tras haber sido abandonado por
todos sus amigos que no toleraban la libertad de pensamiento: ¡Overbeck
y yo somos los únicos en quienes sigue encontrando apoyo!»
Gast era una persona insignificante que se ayudaba a sí mismo gracias a
la devoción por un personaje de magnitud. Se convirtió, por lo tanto, en el
lestinatario preferido de Nietzsche y, en los últimos tiempos, en la persona
(ue le bendecía, que ni siquiera se dejaba asustar por los últimos y démen
os mensajes —era un verdadero apóstol. En las situaciones más precarias,
orno por ejemplo la desavenencia entre Nietzsche y su hermana a causa de
Jlo u Salomé, prefería quedar fuera de juego. Perdió la lucha por la publica
ción de las obras de Nietzsche, Elisabeth le tuvo sometido a chantaje y aún
dio gracias de haber podido editar para sí mismo las cartas de su mentor.
Sólo en una ocasión tuvo suerte. Cuando estalló la guerra, compuso el
poema de Isolde Kurz titulado «Espada alemana 1914», que empieza con
los siguientes y vigorosos versos:
LA ADEPTA Y EL PROFETA [5 95]
cuando éste no había recibido más que la noticia: «Lo que me acaba de
notificar..., me dejó ayer atónito, me pasé algunas horas sumergido en una
feliz embriaguez». ¿Por qué todo esto? Porque finalmente ha encontrado
a su eco: si é l no sabe (poco a poco tendrá que aceptarlo) entonces será
Gast su a lte r ego, un joven compositor, influido por él, inventado por él,
cuyo nombre es, incluso, creación suya. Cuando Gast le envía algunos ac
tos de la zarzuela, silba las melodías. Y, al estilo de sus libros de senten
cias, añade: «La música se demuestra verdaderamente buena si se puede
tararear; los alemanes, sin embargo, nunca han sabido cantar y siempre
cargan con sus pianos: de ahí el énfasis por la armonía». Una frase poco
afortunada si consideramos que él mismo tocaba solamente música para
piano, que buscaba pianos por donde quiera que anduviese, y que, mien
tras vivía junto con Gast en Venecia, se dedicaban a hacer música duran
te horas, al piano, naturalmente. Gast tocaba Chopin, Nietzsche tocaba
Nietzsche.
Nada más acabar la zarzuela de Goethe, Nietzsche apremia a Gast a
comenzar con otra obra: una readaptación de E l M atrim on io secreto de
Cimarosa, una encantadora ópera b u ffa de la época de Mozart, que figu
ra todavía hoy en día en los programas operísticos.
«Siga fiel a su proyecto de E l M atrim on io seg reto », le anima Nietzs
che. «N o existe todavía ópera alguna que haga sentirse a un nórdico
como si estuviera en el sur — ¡esto queda reservado para u ste d !» Lo que
aquí surge es evidencia: el sur contra el norte, la gracia y la transparencia
contra la pompa y la solemnidad, Cimarosa renacido contra Wagner.
Cuando la partitura de B rom a, astu cia y venganza está acabada (para
Nietzsche, un trabajo de filigrana y orfebrería), canta victoria y lanza los
mejores elogios: sus propias obras, según dice, tienen un aire de inacaba
das, porque él es un hombre de aforismos, « \s u deber es, en cambio,
revelar en su arte las leyes superiores de estilo... su deber es mostrar nue
vamente un arte acabado!». Gast como artista en su lugar, lo dice expresa
mente: «...con estas perspectivas gozo de un perfeccionamiento de mi
propia naturaleza como si ésta se reflejara en un espejo».
No hay duda alguna de que Nietzsche habla en serio, y es en este afán
de crear forzosamente un rival genial de Wagner donde se delata su pato
logía: la sumisión de la realidad al ensueño. En los días de. ensueño de
agosto de 1881, se identifica con el paisaje de Sils-Maria («no parece Sui
za..., es muy distinto, mucho más meridional») de la misma manera como
se identifica con la música de Gast («su m úsica y este p a isa je » ). La carta
en que escribe esta frase es una de sus mayores extravagancias. De ella ha
blaremos más adelante.
La — falsa— noticia del interés que hay en Viena por la zarzuela de
Gast, pone a Nietzsche en éxtasis y apela a Gast a dar a conocer, «tras la
primera solemne introducción», su nueva v o lu n tad estética a través de al
LA A D E P T A Y EL P R O F E T A [5 9 7 ]
Aún hay otro motivo para la extraña amistad entre Nietzsche y el in
significante compositor Kóselitz-Gast. Nietzsche necesitaba, consciente o
inconscientemente, un simpatizante, un compañero, que le librara de la
sospecha de ser simplemente un loco. Este papel lo había jugado en su día
Rohde, cuya amistad le ayudó a superar el fracaso de E l N acim ien to de la
traged ia; ahora necesitaba elevar a su nivel a Kóselitz, aunque no estuvie
ra a la altura de Rohde. «Juntos y cogidos de la mano, miramos hacia ade
lante y hacia atrás», escribió Nietzsche a Kóselitz, argumentando que la
persona en soledad es considerada un loco; en cambio, de la unión a dos
nace la sabiduría y la confianza, el coraje y la salud mental. En cuanto a la
condición de Kóselitz, con una carrera de estudios medios, oriundo de
Annaberg, Silesia, que era inferior a la de Rohde, hijo de patricios de
Hamburgo y renocido erudito, Nietzsche se preocupaba de procurarle
más talento, de convencerse a sí mismo de la aún no descubierta geniali
dad de Kóselitz.
En realidad, en 1881 la autoestima de Nietzsche había llegado a un
punto muy bajo. A lb a, un nuevo libro de aforismos, le parecía «un libro
de mucho contenido, pero... muy denso». Temía ser la ruina para el edi
tor Schmeitzner a causa de sus invendibles libros. Deseaba conocer algu
nas reacciones sobre ellos, porque la crítica de Rohde, siendo como era
un lector partidario de su causa, no le servía para sacar conclusiones, y así
se daba a pensar que la opinión sobre su obra, expresada por otros lecto
res no partidarios, era nefasta.
Pero, una vez publicada su nueva obra, escribió a casa en un tono
muy distinto. La certeza de que su misión en la vida era la de enseñar el
camino a otros, enterraba o marginaba la falta de confianza en sí mismo.
«Dentro de dos semanas os llegará mi nuevo libro», les anunció. «M i
radlo con ojos benevolentes, porque es esta obra la que inmortalizará
nuestro nombre, que no es precisamente muy bonito.» Esta carta, cuyas
previsiones resultarían ciertas, fue escrita el 11 de junio de 1881 por su
autor, prácticamente desconocido por aquel entonces. Sin embargo, al
gunos días más tarde, el tono cambia otra vez: «Mi querida y estimada
hermana, ¿tú crees que se trata de un lib ro ? ¿Incluso tú me consideras
todavía un escritor?». Y qué si no, podría haber contestado Elisabeth
con razón, habiendo sido la máxima ambición de su hermano el conver
tirse en escritor. Las siguientes frases la iban a instruir. Escribió: «H a lle
gado mi hora», una frase muy familiar para cualquier lector de la Biblia,
precedida de esta otra: «Todavía no ha llegado mi hora». A lb a , según
Nietzsche, no es un libro, sino un mensaje, y el autor no es un escritor,
sino un profeta.
Nietzsche advertía a todo el mundo que la nueva obra se tenía que
leer como un mensaje, escrito por un profeta, y se lamentaba de que
«mis familiares más próximos tienen muy poca fe en mí». Y otra adver
LA A D E P T A Y EL PR O FE TA [5 99]
porque consideraba que Nietzsche era totalmente polaco, pero que su co
razón lo había dejado en otro lugar.
La primera anécdota está relacionada, en el fondo, con la segunda. En
el libro de huéspedes consta como el desconocido profesor Nietzsche
—sin embargo, irradia de él una idiosincrasia excepcional, la felicidad del
alumbramiento y, como sello a su excepcionalidad, la ascendencia polaca
en la que quiere creer sobre todo lo demás, porque anula su vulgar as
cendencia de pequeño burgués de Naumburg. Estas anécdotas son la
prueba de su exaltación, que deja atrás la normalidad, la salud y la razón.
La felicidad solitaria de Marienbad tiene su continuación en Génova.
En noviembre de 1880 escribe a Overbeck que él, Nietzsche, corre el pe
ligro de volverse mezquino como consecuencia de las precarias situacio
nes en las que se ve obligado a vivir, pero que este peligro era el necesario
contrapeso a sus «deseos de altos vuelos que me dominan de tal manera
que me volvería loco si no tuviera un buen contrapeso». Reconoce que su
demencia, apenas superado el último ataque, vuelve a perseguir metas in
creíbles.
En Marienbad, la felicidad estaba marcada en su rostro; en Génova se
abandonaba a visiones sobre dulces y deseables objetivos. Todo contri
buye a la llegada de una próxima revelación, anunciada ya en A lb a. Y, en
relación con todo ello, la exigencia de una soledad total: «Durante algún
tiempo tengo que vivir lejos de los hombres, en una ciudad cuyo idioma
desconozca, repito, tengo qu e vivir; ¡no temo nada!». Demencia, geniali
dad, ambas cosas a la vez, o algo muy distinto.
Quién, sino él, osaría hablar de esta forma: «Vivo como si no existie
ran los siglos y me pierdo en mis pensamientos sin tener en cuenta la fe
cha ni los periódicos». A ser posible, vivir sin tener relaciones, sin corres
pondencia. Cuando Rée, entusiasmado por la obra A lb a, pregunta, a
través de Elisabeth si podría hacerse útil en Sils-Maria, Nietzsche le co
munica a su hermana que no se siente capaz de rechazar la visita de Rée,
pero que en realidad considera un enemigo a todo aquel que interrumpe
su trabajo: «...un hombre que interrumpe la floreciente materia de mis
pensamientos es una cosa terrible». No se debe tomar esta frase a la lige
ra, no son remilgos; y empieza de nuevo a mostrarse inquietante cuando
vuelve a citar el evangelio, definiendo su labor como «es preciso hacerlo».
Al final logra anular la visita de Rée por la vía diplomática, elogiándo
le y diciéndole que en la imagen de Rée ha podido purgar su alma, eleva
a su amigo a la máxima categoría, mientras se define a sí mismo como
«fracción y miseria deambulante». Después, una táctica disuasoria: «Aquí
hace frío y mucho viento, hace poco incluso nevó durante todo un día».
Opina que la Engadina no es lo más adecuado para su señora madre, que
piensa acompañarle. Teniendo que renunciar, desgraciadamente, al feliz
encuentro, «permanezcamos juntos, pues, en las alturas de los pensa
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 0 1 ]
tros, que hemos pasado la mayor parte de ella en la casi absoluta ignoran
cia? E n señ am os la docencia —es el remedio más eficaz para asu m irla noso
tros mismos. Nuestra bienaventuranza como maestra de la máxima do
cencia.»
El proyecto de la parte 4 se extiende algo más en frases confusas, for
muladas con pesadez, que ya no denotan el encanto de la revelación, sino
sólo la dificultad de transformar la observación en expresión —si es que
realmente se trataba de observaciones y no solamente de ideas imagina
rias. Al principio se encuentra una frase clave sobre el término infantil:
«Adoptamos posturas infantiles hacia lo que antes significaba el sen tid o
de la ex isten cia», es decir, el trabajo y las pasiones (más adelante se deno
mina a la vida «un juego de niños vigilado por el sabio»). Nosotros, los ni
ños, somos recién nacidos de la inocencia, estamos por encima del bien y
del mal, del deber, de la pasión — somos libres.
Hasta aquí está claro. «Pero ahora viene la percepción más aguda que
lleva a replantear toda clase de vida: debem os procurar un exceso de lib i
do, y al contrario, hay que buscar la propia aniquilación como el mejor re
medio contra la aniquilación de la humanidad.» Una frase enrevesada,
con un lenguaje poco dúctil, que tiene muy poco que ver con la habitual
habilidad estilística de Nietzsche, su retórica fuerza de convicción. La fra
se plantea la pregunta sobre el sentido de la existencia sin una aspiración
superior: ¿Para qué? El placer es el escapismo que debe hacer más lleva
dera la existencia. El debe está doblemente subrayado en la frase. De otra
forma no queda más que el suicidio, y la propia muerte lleva consigo la
aniquilación de la humanidad.
¿Hasta qué punto? El que posee la visión de los 1.800 metros sobre
el nivel del mar está totalmente convencido de que tiene entre sus manos el
destino de la humanidad. Por esto, despectivamente, pone el sentido de
la existencia entre comillas. «Nuestra aspiración de darle sentido a la vida
nos lleva a considerar todo como en gestación, a negamos como indivi
duos, a procurar tener un am plio campo de miras, a v iv ir buscándonos
ocupaciones y siguiendo nuestros instintos, para poder ver con los ojos
abiertos, para poder entregarnos tem poralm ente a la vida y, finalmente,
dominarla: los instintos son la base de toda percepción, pero saben cuán
do se vuelven contrarios a ella: en suma, hay que esp erar para saber hasta
qué punto pueden incorporarse la sabiduría y la verdad a la propia per
sonalidad —y hasta qué punto puede cambiar una persona si ya sólo vive
para p rofu n d izar en e l con ocim ien to.»
Lo más importante para el creador de este nuevo proyecto universal
es nuestra negación como individuos. El individuo lleva una existencia
solitaria, mientras que el hombre dionisíaeo llega a confraternizar con la
humanidad en general, para poder disfrutar, celebrar su existencia, como
dice aquí — acumular mucho conocimiento gracias a un amplio campo de
[604] FRIEDRICH NIETZSCHE
miras. Se trata de ion pensamiento filosófico que parte, como todo pensa
miento filosófico de Nietzsche, de una gran experiencia personal y mu
chos sentimientos. En otra anotación, efectuada en la época de A lb a se
puede leer: «¡E s extraño! En todo momento tengo la impresión de que
mi historia no es solamente una historia personal, sino que ayudo a mu
chas personas con mi manera de vivir, de enseñar y de escribir: tengo la
sensación de que hablo a una mayoría en un tono confidencial, serio y
consolador». En otra anotación para el proyecto del libro, fechada el 26
de agosto, se dice: «La constante transmutación —tenemos que pasar, en
un corto espacio de tiempo, por muchos individuos».
Pueden tacharse estas elucubraciones de místicas o dementes, pero
no se las debe subestimar como rasgo esencial de la forma de ser y de pen
sar de Nietzsche. En la así llamada carta demente, escrita a Jacob Burck-
hardt en enero de 1889, solamente se adjudica nombres propios en afir
maciones globales: «Yo soy Prado, también soy el padre de Prado, me
atrevería a decir también que soy Lesseps... en el fondo, y lo que me pone
en una situación incómoda, porque soy una persona modesta, es el hecho
de que soy cualquier nombre histórico...». Con el paso de los años se pue
de observar una agudización de la confusión del yo, de la disyuntiva del
yo: desde ensueños e ilusiones — el conde polaco, Colón, el príncipe D o
ria —hasta lo que se denomina en los psiquiátricos como megalomanía.
Dos argumentaciones se desarrollan a partir de la idea básica sobre
«unidad en la diversidad»: en primer lugar, un proyecto vital y, en segun
do lugar, una filosofía de lo gestante. El proyecto vital prevé para noso
tros, que tomamos parte en la filosofía de Nietzsche, un cambio regular
en la forma de vida: «...sumergirse temporalmente en la vida para, des
pués, observarla temporalmente». Entregarse al lector significa «vivir
ocupado y siguiendo los instintos, p ara abrirse los ojos». El para está sub
rayado dos veces, la participación en la vida es concebida de forma ligera,
no seria, porque si fuera seria no se podría renunciar a ella en favor de la
única pasión válida, la pasión por el conocimiento. Los errores y las pa
siones son fuente y poder del conocimiento, con el peligro de convertirse
en adversarios de él si se hacen demasiado fuertes.
La fabulación sobre este juego con la vida tiene su parte práctica, o
utópica, si se prefiere, pero Nietzsche en su demencia reniega de la uto
pía en favor del poder absoluto que concede al mundo un' nuevo orden.
En un fragmento sobre la educación Nietzsche remarca expresamente:
«Hemos de crear seres dominadores, superiores, atentos al juego de la
vida, que p articip en , un poco por aquí, un poco por allá, sin dejarse arras
trar d e m a siad o .» Según se lee en el fragmento, estos sabios tendrán el po
der, porque solamente ellos dejarán de utilizarlo de forma unilateral. La
idea se desarrolla de forma entemecedora: «Al principio se les da dinero
en la mano, como un factor educacional (¡los primeros educadores ten
LA AD E PT A Y EL P R O F E T A [6 05]
Milenios —en los apuntes sin comillas, en la carta a Gast aún con co
millas— , ésta era ahora su nueva referencia temporal, su esperanza de
supervivencia. Deseaba y estaba seguro de poder crear esta nueva reli
gión, una religión postcristiana, posteística, que predominaría durante el
próximo ciclo, durante el próximo milenio. Al Nietzsche pensador sólo
se le puede entender del todo si se tiene en cuenta su faceta de fundador
de religiones.
El ateísmo de Nietzsche — que tenemos que mencionar brevemen
te— tiene otro color que el ateísmo corriente, que se había extendido ya
ampliamente y que estaba tan arraigado entre las teorías científicas que
nadie tomaba en consideración el patético «Dios ha muerto» de Nietzs
che. Este veía el ateísmo con muy otros ojos, digamos que míticamente. El
antiguo Dios de los cristianos y judíos había reinado como un soberano,
como un rey. Nietzsche estaba seguro de que, en parte, este Dios era una
invención humana, pero que, en lo principal, había sido un hito histórico,
que irradiaba gran poder y que había creado dos mil años de historia de
la humanidad a su imagen y semejanza.
Ahora estaba muerto y su fecha de fallecimiento podía fijarse en el
agosto de 1881. Había muerto para el teólogo Nietzsche, que siempre
había sido osado y que vivía permanentemente temeroso, que de niño ya
le había quitado el trono a Júpiter y que de adolescente había aupado al
poder a Fatum, el destino predeterminado. Y, a pesar de todo y desde las
filas de los sacrilegos, adoraba al Dios desconocido, temiendo el castigo
del rayo que podía bajar desde cualquier tormentosa nube. Ahora, Dios
había muerto, y mientras los científicos seguían con su labor como si no
pasara nada, el que fuera pastorcillo escribía en su cuaderno de notas:
«¿A dónde se ha ido Dios? ¿Qué hemos hecho? ¿Acaso hemos vaciado
el mar? ¿Con qué esponja hemos borrado el horizonte a nuestro alrede
dor? ¿Cómo hemos podido hacer desaparecer esta línea eterna y segura,
referencia de todas las demás líneas y medidas, punto de mira de todos
los arquitectos, sin la cual no podríamos imaginar la perspectiva, el or
den y el arte arquitectónico? ¿Nosotros seguimos de pie? ¿No será que
caem os sin cesar hacia abajo, hacia atrás, hacia un lado, hacia todos los
lados? ¿No será que nos hemos integrado en el espacio infinito como si
de un abrigo de aire helado se tratara? ¿Y que hemos perdido el centro
de gravedad porque no existe ya para nosotros el arriba y el abajo? Y si
seguimos viviendo, bebiendo la luz, aparentemente de la misma forma
como hemos vivido siempre, ¿no será porque brillan y nos iluminan las
estrellas que ya se han apagado? Aún no vemos nuestra muerte, nuestras
cenizas, por lo cual nos dejamos engañar e imaginamos que somos noso
tros la vida y la luz — sólo se trata, sin embargo, de la vida antigua refle
jada por la luz, de la humanidad y del Dios que ya no existen pero cuyas
brasas y rayos todavía nos alcanzan— ; sin embargo, ¡incluso las cenizas
[610] FRIEDRICH NIETZSCHE
tardan lo suyo! Y, finalmente, nosotros, los que vivimos, damos luz, ¿qué
hay de ésa, nuestra fuerza luminosa, en comparación con otras genera
ciones? ¿Es más intensa que la luz grisácea que recibe la luna de la tierra
iluminada?».
Debemos reconocer que estas observaciones, que en apariencia se
persiguen desalentadas son, en realidad, artísticas composiciones musica
les. Los lamentos por la muerte de Dios y por la muerte de la humanidad
a causa de su frialdad, son de una belleza y de una grandeza difícilmente
alcanzables en Z aratu stra , descrito todo ello en salmos. El fragmento re
producido aquí también se inspira en los salmos, pero está libre de con
notaciones bíblicas, siendo ya únicamente una enorme y trágica melodía.
En la próxima anotación se desarrolla, consecuentemente, la idea de
que la humanidad está todavía muy lejos de asumir la noticia sobre la
muerte de Dios: «Las grandes nuevas necesitan mucho tiempo para ser
comprendidas, mientras que las pequeñas novedades del día tienen una
voz fuerte y que entiende todo el mundo. ¡Dios ha muerto! ¡Y hem os
sid o n o so tro s q u ien es le hem os m atad o ! Los hombres tendrán la oportu
nidad de conocer la sensación que produce el haber matado al ser más
poderoso y santo del universo, ¡se trata de una sensación increíblemente
n u e v a! ¡Cómo se consolará el asesino de todos los asesinos! ¡Cómo se
purgará!»
Unicamente Nietzsche lo preveía —quizás Kierkegaard, cuya existen
cia Nietzsche desconocía : la descristianización llevaría a la catástrofe, al
derrumbamiento del orden mundial. Haría falta, entonces, la llegada de
un nuevo legislador, la fundamentación de una nueva moral, de un nuevo
misterio, y el sueño más atrevido, el mayor anhelo de Nietzsche era que el
creador de todo lo que iba a pasar en los próximos mil años, sería él. En
los momentos en los que se miraba con ojos más críticos, con aquella mi
rada fría con la que observaba a los hombres y el devenir del universo, se
refugiaba en sí mismo y su papel de creador, se calificaba, para sí mismo
y para los suyos (con cuyo apoyo soñaba), como «primerizos y prematu
ros partos del próximo siglo», y se transformaba de vidente en investiga
dor, de fundador en explorador.
Es con estas consideraciones con las que se debe leer el impresionan
te aforismo que recoge la idea de la muerte de Dios y que da paso al quin
to volumen de L a gaya ciencia, que no fue publicado hasta 1887. En él
vuelve a hablar de la noticia no entendida sobre la muerte de Dios: «El
acontecimiento en sí es tan grande, tan lejano y queda tan apartado de la
capacidad receptiva de la mayoría, que es imposible haber hecho llegar si
quiera el anuncio de éste...». Después, en un tono apocalíptico, vuelven a
conjurarse las consecuencias de esta muerte que nosotros, los hijos del si
glo X X y de sus horrores, hemos llegado a comprender. «¿Quién sería ca
paz de adivinar las enormes dimensiones de derrumbamiento, destruc
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 1 1 ]
ción, ocaso y revoluciones que nos esperan, para replicar al maestro y cla
rividente de esta enorme lógica del terror, al profeta de un eclipse solar
sin precedentes en la tierra?» Efectivamente, podríamos añadir nosotros,
pensando en Auschwitz e Hiroshima.
Cassandra, que había visto la puesta del sol y el eclipse, tenía razón.
Pero también el fundador de religiones, e incluso el investigador de ideas
podía dar un giro positivo al mensaje sobre «Dios ha muerto». Nietzsche
ya no se plantea la cuestión de justificar a los asesinos de Dios. En vez de
ello, constata: «Incluso nosotros, adivinos, que esperamos en las alturas
de los montes, asentados entre el hoy y el mañana e involucrados en la
contradicción del hoy y del mañana, nosotros los primerizos y prematu
ros partos del próximo siglo, somos quienes ya deberían h aber visto las
sombras que muy pronto envolverán a Europa; ¿cómo es posible que in
cluso nosotros esperemos con indiferencia el ocaso, sin preocupaciones
ni miedos hacia nuestra p ro p ia integridad? Quizás pensamos aún dema
siado en las consecuencias in m ed iatas de este acontecimiento —y estas
consecuencias inmediatas no son para n o so tro s , tal como podría esperar
se, ni tristes ni sombrías. Al contrario, las sentimos como una nueva y di
fícilmente descriptible forma de luz y felicidad, de alivio, alegría, ánimo y
alba... En efecto, la noticia sobre la muerte del viejo Dios nos hace sentir
a nosotros, los filósofos, espíritus Ubres, como seres iluminados por un
nuevo amanecer; nuestro corazón rebosa de gratitud, asombro, presenti
mientos, esperanza —finalmente vuelve a parecemos el horizonte despe
jado, pueden volver a zarpar nuestros barcos en pos de nuevos peUgros,
vuelve a estar permitido todo tipo de riesgo para los curiosos de espíritu,
el mar, n uestro mar, vuelve a ser abierto, quizás nunca haya existido un
mar tan abierto».
Este texto también es asombroso. Dios había sido el arquitecto o el
andamio de este mundo. Ahora que está muerto, sobrevendrá la catástro
fe. Sin embargo, Dios era también el gran tabú que pesaba sobre el pen
samiento. Ahora que ha muerto puede volver a comenzar la gran aventu
ra, la de Colón y de Copérnico. El quinto libro de L a gaya cien cia , que
comienza con este texto, se titula N o so tro s io s in trép idos.
La interpretación de este texto podría ser también: qué me importan
las catástrofes si yo jmedo zarpar. Pero las perspectivas de Nietzsche iban
más lejos: él preveía que muy pronto estallarían las guerras en tomo a las
ideas filosóficas, como antes se habían llevado a cabo las guerras santas
(¡cuánta razón tenía!), y él se encontraría justo en el vértice entre la era
pasada, con su funesto poder y la futura, con sus catástrofes —en un mo
mento flotante de paz. «Vivamos nosotros, los individuos, la existencia de
precursores y dejemos que nuestros descendientes libren las batallas en
torno a nuestras ideas —nosotros vivimos en la mitad de la era humana:
la mayor felicidad.» Mayor felicidad está subrayado dos veces. Se trata de
[612] FRIEDRICH NIETZSCHE
sa. En Niza, más tarde, en Ja época de los carruajes, temía ser atropellado.
En su desesperada búsqueda de una herramienta adecuada de trabajo, se
tropezó con un nuevo invento milagroso, descubierto por un danés: la
máquina de escribir. Nietzsche, modesto jubilado, reunió casi quinientos
francos suizos para comprarla, con la esperanza de aprender rápidamen
te a escribir en ella de forma ciega. El aparato llegó al cabo de tres meses,
habiendo sufrido desperfectos durante el viaje, pero con posibilidad de
reparación. Los versos que envió Nietzsche a Gast como prueba, son un
documento curioso de la prehistoria de la técnica moderna. La máquina
es delicada como un cachorro, da muchas preocupaciones y algún que
otro entretenimiento, escribió a Overbeck. La utilizó durante un corto
período de tiempo (¡sólo pesaba tres kilos!), después la desterró de su
vida. También le hubiese gustado tener una máquina lectora, ¿qué tal si
sus amigos inventaran una? Se trataba de una broma; sin embargo, el fo
nógrafo que había inventado Thomas Alva Edison ya tenía entonces cua
tro años.
A su hermana le escribe que se siente torpe, que tira los objetos, que
tropieza, y a Overbeck: «El total de energía, paciencia, conocimiento y
experimentos que gasto en un día es considerable...». Y encima está en
fermo. A su madre le habla de una cistitis que padece, de dolor de mue
las, estreñimiento, insomnio. Tan pronto se inaugure la vía férrea del
Gotthard viajará al norte para someterse a una revisión. El túnel del Gott-
hard le fascina, pero cuando se inaugura la vía férrea, en mayo de 1882,
no emprende el viaje de ninguna de las maneras. Más tarde descubre en
Génova a un médico de Basilea, de nombre doctor Breiting, que le trata
de una enfermedad que lleva el nuevo nombre de in flu en za ; pero por el
momento es su propio médico que encarga a Overbeck para su farmacia
casera 10 gramos de ferru m ph osph oricum , potasa de ácido fosfórico, na-
trum su lfu ricu m y n atru m m u riaticu m . Rée también le envía algunos pre
parados químicos envasados en botellitas, pero este envío le cuesta a
Nietzsche, para su disgusto, cinco francos por derechos de aduana y fran
queo y medio día de ir de un sitio para otro. Más adelante simplifica este
proceso: se autorreceta hidrato de cloruro, sustancia en un principio re
gistrada como somnífero y más tarde prohibida, o se ayuda, en Génova,
la ciudad de los vinos, con un somnífero muy alemán: la cerveza.
Un tipo curioso, sin duda, para quien Italia le venía como anillo al
dedo, porque en este país tachaban a todos los extranjeros de locos y cada
uno podía vivir como a él le pareciera mejor, mientras no molestara al
prójimo. Nietzsche deambula por las callejuelas, con paso inseguro, y na
die se gira. Ahora ocupa una habitación con mucha luz y techos muy al
tos, porque sobre todo necesita espacio (en Sils-Maria, en su habitación
campestre, tenía que estar casi agachado). Junto a su vivienda hay un par
que, «de un verde intenso, de bosque, (incluso en invierno), con cascadas,
LA A D E P T A Y E L P R O F E T A [6 19]
Hay todavía un factor más que ayuda a elevar el tono los meses de in
vierno en Genova: la música. La música es, en un principio, Gast y su
ópera mozartiana. «S u música ha de transformar mi estado de ánimo», es
cribió de Sils-Maria. Sin embargo, en Génova se sumerge en otro tipo de
música, se convierte en un apasionado aficionado a la ópera, asiste al Se-
m iram is de Rossini, después va cuatro veces a la función de R om eo y Ju
lieta, de Bellini, descubre en L a son ám b u la a la jovencísima cantante
Emma Nevada, que le insufla el sueño de Nausikaa, y anuncia con un
¡hurra! el redescubrimiento de una ópera: C arm en, «una ópera de Geor-
ges Bizet (¿quién es?)». También escucha en dos ocasiones C arm en y con
fiesa: «Por esta obra vale la pena hacer un viaje a España...».
Nietzsche encuentra el libreto admirable y dice estar a punto de con
siderar a C arm en como la mejor ópera de todas y pronostica que será re
presentada con éxito por toda Europa (¡cuánta razón tenía!), « m ien tras
vivamos». A Gast le manda la partitura para piano, repleta de comenta
rios al margen. Le duele cuando se entera de que Bizet está muerto. Hace
una clara diferenciación con respecto a Wagner: la pasión de Bizet no es
rebuscada.
La carta a Naumburg, en la que habla de las águilas que un día le mi
rarán temerosamente como en el cuadro de san Juan, la escribió en este
estado de ánimo sublime. «Créeme», se dice justo antes, «yo soy la avan
zadilla de todo pensamiento y evolución moral de Europa y no sólo eso.»
«H e enfermado por culpa de C arm en », le comunica a Gast, es la otra cara
de la moneda, la secuela de los estados de feliz excitación. Pero el 18 de
diciembre puede informar a Gast: «Cojo la pluma en mi mano para escri
bir el ú ltim o manuscrito... E s h ora ya, porque si no olvido mis experien
cias (o ideas)».
Entre los felices acontecimientos del invierno de 1881-1882 está tam
bién el compromiso de Gersdorff, el infeliz amante de Nerina, con una
señorita apellidada Nitzsche precisamente. Nietzsche, por su parte, tomó
como un cumplido esta coincidencia o, más bien, como el sello a una vie
ja amistad. «Esta familia que lleva mi apellido (sin la e) la conozco de mi
infancia», le escribe a Gast; dice haber pasado, en una ocasión, sus vaca
ciones de verano en la bonita finca de esta familia. « ¡B e lla s m u ch ach as!»
En todo ello no hay ni una palabra que sea cierta. ¿Miente? ¿O es que la
fantasía se superpone a los recuerdos, como ocurre tantas veces en su
vida, en la que la realidad es simplemente un juguete en manos de sus elu
cubraciones? Nietzsche, de aire tan grave y trágico cuando se trata de de
fender lo auténtico, es tan poco fiable como su hermana cuando trata de
verificar hechos. Algunos meses más tarde escribe el borrador del prólo
go para L a gaya cien cia , que comienza con esta frase evidentemente despre
ocupada: «Me han enseñado que la ascendencia de mi sangre y apellido
provienen de una noble familia polaca, apellidada Niétzky, que abandonó
LA A D E P T A Y E L P R O F E T A [6 2 1 ]
su patria y sus títulos hace unos cien años, cediendo finalmente a las in
soportables presiones religiosas: porque ellos eran protestantes».
Exceso de fantasía: una tal marquesa Doria le ha pedido que le diera cla
ses de alemán. No ha aceptado, por supuesto, pero enseguida se siente prín
cipe Doria, observado por Colón, Paganini y Mazzini, los patrones de Gé-
nova. A raíz de la gran condescendencia con que le trataron en Sicilia se
inventó un acompañante secreto que sobornaba a la gente en provecho de
él, Níetzsche. Si estaba eufórico, se encontraba en todas partes con felices
casualidades de un valor simbólico. Si se encontraba mal echaba la culpa al
tiempo. Si conocía a gente, se encendían su entusiasmo y la esperanza; y, días
más tarde, con la misma vehemencia, caía en la más profunda decepción.
¿No será que la realidad se adapta a él como si fuera una novela? ¿H a
brán descubierto realmente un taller de falsificación de monedas en aque
lla pensión de Marienbad, donde se hallaba hospedado? Romundt, Rosa-
lie Níelsen, el romance de Gersdorff con Nerina — todo novela. ¿Y qué
pasó al poco de llegar Rée a Génova? Visita esperada, por una parte, y te
mida, por otra, a causa de la perturbación que el encuentro podía repre
sentar en el estado de ánimo de Nietzsche. A mitad de la representación
de L a dam a de las cam elias, que fueron a ver juntos, la heroína de la obra,
la divina Sarah Bernhardt, se desplomó en el escenario. En el segundo
acto se repuso pero una hemorragia en plena escena acabó con la función.
«En su aspecto y sus maneras me recuerda mucho a la señora Wagner»,
anota el conmovido espectador. Llama a Montecarlo, a donde viaja con
Rée, «el paraíso del infierno». En las salas de juego está en su elemento.
Aquel «extraño ser empolvado y de colorines que dice ser camarero» y
que les sirve el té, es como un personaje de novela.
En compañía de Rée vuelve a estar rodeado de vida, aunque visiten
justamente durante las fiestas de carnaval de Génova el cementerio, el fa
moso Campo Santo, el «más bonito del mundo». Con ello vuelven natu
ralmente todos los apuros y preocupaciones: el primer día todavía está de
buen humor, el segundo día lo soporta con ayuda de todos los medios
confortantes a su alcance, pero el tercer día sufre uno de sus ya conocidos
ataques, se siente incapaz de levantarse de la cama, tiene dolores de cabe
za y debilidad. Suena casi irónico cuando comenta que la compañía de
Rée es «sobremanera agradable».
Durante esta semana de febrero de 1882 Nietzsche no sospecha toda
vía que dentro de tres meses le amenazarán sufrimientos y estados de con
fusión de muy otra índole y que su amigo Rée, el más estimulante de to
dos sus amigos, será en esta situación un rival para él.
De momento sólo cuenta que Sanctus Januarius, el santo de los lumi
nosos días de invierno, ha dado alas a su creatividad y a su estado aními
co. La obra en la que trabaja no se llama todavía L a gaya cien cia , pero en
ella predominan ya la desenvoltura del pensamiento y la agilidad en el es
[622] FRIEDRICH NIETZSCHE
Ecce homo
Moral de estrella
tamiento. «Un trab ajo in te lectu al continuado, d ía tra s día, a h oras determ i
n ad as es el medio más seguro para acabar conmigo sin que apenas me dé
cuenta», escribió a su madre a finales de enero de 1882. Y comenta el «sin
darme cuenta»: «Llegará el día en que me daré buena cuenta de que es
toy acabado...».
Ahora se añadía, además, la preocupación sobre el futuro más inme
diato. A partir de febrero, Génova ya no le inspiraba: «Una desgana dolo-
rosa que hace que apenas pueda llegar hasta el final del día». Pero, ¿a
dónde iba a ir? Todavía no era época para ir a Sils y se arredraba ante las
horripilantes condiciones climáticas del pasado año. En el sur hacía de
masiado sol, en el norte, demasiadas nubes, ¿cómo se podría solucionar
este dilema?
Ya en septiembre de 1881 había escrito a Overbeck misteriosamente
que, con vistas a la labor de su vida, estaba obligado a «desaparecer lite
ralmente del mundo durante algunos años —para olvidarme de mi pasa
do y de mis relaciones, del presente, de los amigos, familiares, de absolu
tamente todo». A finales de febrero de 1882 escribe a Gast en un tono
muy parecido: «M e gustaría vivir unos años de aventura para poder dar
tiempo, silencio y abono fresco a mis ideas».
Gast contesta a esta carta con proposiciones sobre viajes al Polo Nor
te y a China, remarcando también que se buscan enfermeros para la zona
de Hercegovina donde ha estallado la rebelión. De pasadas le contesta a
Nietzsche que los Wagner aún se encuentran en Palermo. Y Nietzsche,
por su parte, le contesta que le gustaría llevar a un grupo de personas a
México y viajar con Gast al oasis de Biskra — «y, por encima de todo, pre
feriría una guerra»— le comenta como una forma de poder compartir una
pequeña parte de un gran sacrificio. Le pasan por la cabeza cosas extra
ñas. En el famoso cuaderno de notas n. 11, donde se encuentra apunta
do el proyecto del Z aratu stra , ya había apuntado en el otoño de 1881 su
deseo de que Alemania se apoderase de México para dar ejemplo allí de
su silvicultura. «Pienso simplemente en el interés de salvaguarda de la f u
tu ra humanidad», se justifica, pero en el fondo se imagina al profesor
Nietzsche tocando el cielo de Oaxaca con sus manos, en caso de que no
hubiese una vegetación tropical que lo impidiera.
Detrás de estos impulsos está claramente el deseo, no solamente de vi
vir bajo un cielo despejado, sino de irse lo más lejos posible, una necesi
dad tan vehemente como aquella otra de los 1.800 metros sobre el nivel
del mar. En marzo —cuando Rée está a punto de marcharse a Roma— se
lamenta en una carta a Overbeck: «¿A dónde? ¿a dónde? ¿a dónde?, me
causa un gran disgusto alejarme del mar. Temo a la montaña y las provin
cias del interior —pero debo irme».
¿Será, finalmente, lo más conveniente ir a Venecia, a encontrarse con
Gast? Por lo menos allí contaría con un fiel ayudante. Después toma una
[6 2 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
ietzsche huyó una vez más: esta vez, de Mesina. Su explicadón fue
breve: no había encontrado el cielo claro que buscaba, sino de
nuevo viento y nubes, lo que en el mes de abril supone antes la re
gla que la excepción, hasta en el más meridional de los sures. Esta vez, el
culpable se llamaba siroco. Sin duda Roma, a donde ahora derivaba, no
iba a ser una solución; Rée y Malwida se lo desaconsejaron.
De acuerdo con su talante, la advertencia más bien le atraía, sobre
todo porque en Roma se podía contemplar a ese ser maravilloso del que
habían hablado Malwida, Rée y él mucho antes, pero ahora en un nuevo
compió, urdido una vez más por la incansable intrigante Malwida. El
punto de partida de las reflexiones fue esta vez la necesidad imperiosa de
disponer de una ayuda para la escritura, la lectura y el trabajo. Al elevar
Nietzsche a Gast a la categoría de gran compositor, él mismo se había pri
vado de su ayuda (un giro sorprendente que sin duda no había calcula
[6 2 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Gillot creía conocer a la joven, Ljola iba a echarse en sus brazos radian
te de felicidad. La circunstancia de que ya se hubiera desmayado con an
terioridad —sobre sus rodillas— la valoró sin duda como un buen pre
sagio.
En cambio, la joven no sólo quedó completamente sorprendida, sino
que le explicó que eso no podía salir bien. Él la había tenido por dócil,
pero era dura como el acero. En sus ojos azules había frialdad; la intimi
dad había terminado, súbitamente amortecida por su insensata confe
sión. El superpadre había cometido incesto, y eso era imperdonable.
Sin duda se puede partir de la base de que la alta y esbelta joven no
era muy apasionada por aquel entonces. Más adelante, ni siquiera a su
marido Andreas le permitió acercarse; desde luego, mojigata no era, tal
vez frígida, pero sobre todo segura de sí misma, negada a entregarse, fir
memente decidida a trazar su destino por propia mano. En eso tenía algo
de la incondicionalidad de sus compañeras rusas. Sin embargo, este suce
so no le indujo de ningún modo a romper con Gillot. Dado que para con
seguir un pasaporte tenía que haber sido confirmada —así de severas
eran todavía las costumbres rusas— , organizó una confirmación según su
propio estilo, con la distancia suficiente: en Holanda, sin la presencia de
nadie salvo la de su madre, que no comprendió nada del sermón en ho
landés de Gillot. El todavía la veía como a su propia criatura; escogió el
versículo de Isaías «Te he llamado por mi nombre, eres mía», y la llamó
Lou, como antaño, cuando había sido su amiga y su discípula. Y ella se
quedó con este nombre de recuerdo.
El matrimonio hubiera sido lo último para ella, el «buen partido» y el
fin de toda independencia. Por lo demás, había caído en la trampa, que
ría seguir estudiando, no una carrera concreta, sino todo lo que había
aprendido de Gillot, en ese estudio a caballo entre filosofía y teología a
partir del que posteriomente cristaliza un «concepto del mundo» (W elt-
an sch au u n g). Por contra, el amor ha quedado abolido, pues ¿quién hu
biera podido sustituir a Gillot? En general, era posible estudiar en cual
quier parte. Sin embargo, una mujer sólo podía hacerlo en Zurich, en este
aspecto la más progresista de todas las universidades europeas. La viuda
Salomé la acompaña, no de buen grado, pero tiene que hacerlo por las
buenas o por las malas.
Zurich era por aquel entonces un «pueblo cosmopolita», lleno de
emigrantes, también rusos, y hubiera sido de suponer que Lou se iba a en
tregar a una vida bohemia de moderado corte suizo. En cambio, prote
gida por su «vestidito de monja» negro y abotonado hasta el cuello con
tra cualquier intento de aproximación, volvió a hacerse discípula de un
teólogo. Se trataba del profesor Alois Emanuel Biedermann, nacido ya en
1819 y que por tanto había entrado en la sesentena y resultaba poco com
prometido e inofensivo. Biedermann era liberal como Gillot, pero se tra
[6 3 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Malwida, toda amor maternal, con una gran debilidad tanto por las
muchachas jóvenes e inteligentes como por los jóvenes bien educados, se
entusiasmó enseguida con Lou. Fue invitada a visitar sin demora, en mar
zo de 1882, el coliseo iluminado que era el piso de Malwida en la vía Pol-
veriera. Después llegó la invitación a participar en las veladas literarias.
Sus poesías emocionaron a su colega escritora más madura. «Me está de
mostrando», escribió, «lo que veo con cada vez más pura alegría: su vida
interior, destinada a tan noble florecimiento que debería conservarla sa
grada...». El p ath o s era el lenguaje natural de Malwida. Sus éxitos edito
riales la habían etiquetado de «idealista».
Lou dio enseguida con Rée. Al fin y al cabo, él pertenecía al círculo de
Roma, era un miembro de la tertulia literaria... y acompañó a la joven a su
casa, en contra de lo que marcaban las costumbres. Rée no era tan bien
parecido como Gillot, sino más bien algo corpulento, y su gran nariz mos
traba a las claras, muy a su pesar, su origen judío. Precisamente porque
toda posibilidad de enamorarse de él quedaba descartada, resultaba el
amigo perfecto: muy sesudo y más allá del liberalismo poético del amigo
pertersburgués. Además, por fin encontraba a alguien que no era teólogo,
sino un auténtico librepensador, en el que, tal y como le caracterizó acer
tadamente, «se mezclaba cierta cómica contricción con una arrogante be
nevolencia».
Los recorridos nocturnos, los rodeos dados bajo la luz de la luna y de
las estrellas, no quedaron sin efecto. No era el amor lo que encendía los
ánimos, sino la conservación. Rée era lo que Lou estaba buscando: su si
guiente paso hacia el conocimiento. Además, todavía conservaba un as en
la manga, aquel célebre y malafamado profesor Nietzsche, del que toda
vía no había leído ni una sola palabra pero cuya inteligencia había alaba
do sobre toda medida tanto Rée como Malwida. Desgraciadamente, ese
extravagante cerebro se había dejado inducir a navegar rumbo a Mesina,
en lugar de emprender viaje hacia Roma, pero Lou estaba tan firmemen
te decidida a capturarlo como él mismo lo estaba al proponerse tenderle
un lazo.
¿Cómo era realmente ese Nietzsche? En palabras de Rée, a pesar de
[6 3 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
sus dolencias era un hombre fuerte y de aspecto juvenil, del que nadie
creía que hubiera llegado a cumplir los cuarenta. Malwida tendía a verle
como un asceta y un santo, que soportaba sus penas con valor heroico:
«Se vuelve cada vez más apacible, incluso alegre, y continúa trabajando
sin cesar, a pesar de ser ya casi ciego..., no tiene absolutamente a nadie
que le cuide, que le ayude». Es decir, con muy poco dinero. Pero no tenía
importancia: él estaba en situación de reproducir a un nivel más elevado
a su ídolo Gillot, en cuanto profesor de una nueva sabiduría. Se sintió ai
rada cuando supo que se le había escapado.
Y entonces, de pronto, se presentó. Lo hizo el 24 de abril, enfermo
por el viaje, postrado en cama, y sin embargo pronto en situación de visi
tar junto con Malwida la Villa Mattei, con la misma conversación «fresca
y eternamente chispeante» de siempre. Su encuentro con Rée y Lou tuvo
lugar poco después, precisamente en la basílica de San Pedro. No se hu
biera podido imaginar un lugar más grotesco para conocer al apóstol del
«Dios ha muerto». Dado que en la basílica de San Pedro no hay bancos,
Rée se había puesto cómodo en un confesionario, en el que se dedicó
«con ardor y devoción» a sus notas, como escribió Lou irónicamente.
¿Qué clase de notas? Rée era todo lo contrario a un aficionado a las obras
de arte. ¿Y qué hacía Lou en San Pedro? Nos gustaría saber más sobre
esta extraña cita: por lo menos, Lou nos ha hecho llegar unas palabras
que aclaran un poco la situación. El señor de mediana edad que se acer
có a ella, de mediana estatura, discreto, con su pelo castaño echado hacia
atrás con sencillez, le dijo: «¿En virtud de qué estrellas hemos ido a en
contrarnos los dos aquí?».
No hay motivos que induzcan a dudar de esta anécdota. Al fin y al
cabo, Nietzsche era ceremonioso, si bien con mesura, y en lugar de la fra
se de las estrellas también podría habérsele ocurrido alguna otra propia
de las reglas entonces vigentes del buen tono. Pero Nietzsche, dispuesto
a entender lo que le sucedía como una intervención providencial en el
plan trazado de su vida, enseguida se atrevió a emplear la idea de destino,
en una especie de petición de mano de carácter cósmico. Era la época en
la que a él mismo le gustaba verse como un astro («Predestinada a seguir
tu órbita, ¿qué te importa, estrella, la oscuridad?»), en la que le escribía a
Malwida de la gran órbita que todavía tenía que trazar y en la que, en el
cuarto libro de L a gaya cien cia , inmortalizaba su relación con Wagner
como «amistad entre dos astros». Ya que para él lo simbólico se había
convertido en una segunda naturaleza, el escenario en el que se produjo
este encuentro de sus destinos, la iglesia históricamente más poderosa de
la cristiandad, le resultaría perfectamente idóneo. Después, los presentes
abandonaron rápidamente toda ceremonia; estuvieron alegres y anima
dos; Malwida se ocupó de mantener unido al grupo. La «Trinidad», así es
como pronto denominaron su alianza, en alegre parodia religiosa, sólo te
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 3 7 ]
nía un defecto: que Rée había conocido a Lou unas semanas antes que
Nietzsche. Cuando Nietzsche hizo su aparición, ya habían tenido lugar al
gunos acontecimientos: primero Rée le hizo a Lou una proposición de
matrimonio; después, cuando la joven de veintiún años le explicó que
para ella el capítulo amoroso había terminado, acudió con gran desaso
siego a Malwida, para explicarle que, siendo fieles a los severos principios
de ésta, a partir de ahora tendrían que «huir el uno del otro», hasta que
finalmente Lou le ganó para su proyecto vital, más allá de cualquier plan
de matrimonio.
Este plan preveía, totalmente según el ejemplo de los «narodniki» ru
sos, unos años comunes de estudio. Por lo visto ya había estado soñando
al respecto: «Ya que entonces divisé un agradable cuarto de trabajo lleno
de libros y flores, flanqueado por dos dormitorios y, yendo y viniendo en
tre nosotros dos, a nuestros compañeros de trabajo, todos unidos en un
círculo animado y serio». Lou aún había dado un paso más: le habló de su
plan a su antiguo guía espiritual Gillot. Gillot, como nos podemos supo
ner, celoso y recordándola con dolor, de ningún modo la animó a prose
guir con ello, sino todo lo contrario: la previno contra semejantes juegos
de la fantasía. Entonces ella le escribió una larga carta que más adelante
reproduciría por complejo en su R etrosp ectiva de m i vid a, una muestra
paradigmática de su estilo caprichoso y jovial y un ejemplo de su tenaci
dad por nada inalterable.
«¿Qué, por todos los diablos, es lo que he hecho mal?», adujo a G i
llot. Al fin y al cabo, ella sólo había seguido sus consejos de independen
cia. ¿Que no era capaz de juzgar correctamente a hombres más maduros
y superiores que ella? En eso estaba muy equivocado. «Lo esencial (y, hu
manamente, lo esencial para mí sólo es Rée) es algo que se sabe ensegui
da o no se sabe nunca.» De ningún modo Rée la había convencido de
nada; al contrario, él todavía dudaba. También Malwida estaba en contra.
«Suele expresarse del siguiente modo: esto o aquello no debemos hacer
lo, o bien tenemos que lograrlo... y yo ni siquiera sé a quién corresponde
en realidad ese “nosotros” —probablemente a algún partido ideal o filo
sófico— pues yo sólo sé algo de mi “yo” .»
Tan despreocupada, tan franca era ella, la criatura de una nueva ge
neración, capaz de expresar en una sola frase lo que Nietzsche predicaba,
sugería en sus libros, planteaba como meta lejana: «Ni voy a poder vivir
siguiendo un modelo, ni yo mismo podré jamás representar un modelo
para nadie, sea quien sea. Por el contrario, sí viviré sin duda mi vida si
guiendo el ejemplo de mi propia persona, sin importar cuál sea el resul
tado. Al fin y al cabo, con ella no tengo que encarnar ningún principio,
sino algo mucho más maravilloso, algo que se halla por completo en uno
mismo, que desprende mucho calor de tanta vida, y que grita de alegría y
que pugna por salir». Este tono y esta tesis nos resultan familiares por mu
[638] FRIEDRICH NIETZSCHE
chos textos más tardíos, como los redactados en los años noventa. En
ellos se grita de alegría, de forma profusa y a montones, en plena con
ciencia del calor de la vida; la enseñanza de Nietzsche había calado hon
do en todas partes y fue absorbida incluso por personas que no habían leí
do ni una sola línea de su obra. Pero hacia 1882 esta clase de declaraciones
todavía eran nuevas, recién acuñadas, rutilantes monedas de una divisa
vital todavía por descubrir.
Lou, según se puede deducir a partir de esta carta, no había llegado a
emanciparse tras un arduo esfuerzo, sino que, simplemente, era un ser li
bre. En consecuencia le escribió a Gillot que no le había pedido consejo,
sino que había esperado recibir su confianza «de que, no importa lo que
yo haga o deje de hacer, permanezca en el ámbito de aquello que nos es
común... y todo aquello que debería pertenecerme sin más y con tanta se
guridad como la cabeza, las manos o los pies... desde el día en el que me
convertí en lo que usted me ha convertido: su muchachita».
Estas palabras las escribió antes de la llegada de Nietzsche y demues
tran que su «alianza lunar» con Rée ya había adquirido un estatus defini
tivo: el de un buen compañerismo. El era lo que su corazón buscaba, pre
cisamente porque como hombre no era peligroso, aunque sin duda estaba
enamorado ¿y por qué no? Pero sobre todo era un erudito, un conversa
dor y un amigo solícito. Dos dormitorios y un cuarto de estudio, libros y
flores: en esta imagen quedaba descrita su convivencia. Otros camaradas
inteligentes y alegres también debían formar parte del cuadro, como por
ejemplo ese solitario y amistoso profesor Nietzsche.
Ahora, al fin, había llegado, y nada más llegar le hizo saber a Lou, em
pleando precisamente a Rée como intermediario, que también él quería
casarse con ella. «Encontramos los dos» habían sido sus primeras pala
bras, y decidido puso manos a la obra para conquistarla. Tramó el asunto
con astucia, si podemos fiarnos de la carta enviada a Elisabeth y que ésta
publicó con el número 360 de las C artas com pletas. Desgraciadamente, tal
y como le escribió a su hermana, Malwida y Rée no habían logrado en
contrar a ningún joven serio para ejercer como su ayudante, sino a una
muchacha de veinticuatro años (para Elisabeth le sumó tres años más),
poco agraciada (así intentaba apagar sus celos) que, si bien tenía cabeza y
era culta, se limitaba a repetir lo que decía Rée (y aquí es donde se perci
ben los propios celos de Nietzsche). Si fuera por él, mintió, regresaría in
mediatamente a Mesina. Una carta ulterior abogada por unas circuns
tancias más moderadas: Malwida le habría contado con lágrimas en los
ojos que dicha señorita Salomé había dedicado toda su vida al conoci
miento; en ello se percibía una afinidad interior entre ambos, por lo que
ahora pensaba de otro modo de ella.
La pregunta semioculta que, bajo todas estas noticias y juicios de va
lor, le dirigía a Elisabeth era si ella no podía hacer un viaje a Suiza e invi
LA ADEPTA Y EL PROFETA [6 39]
tar a la señorita Salomé. Ésta era—y en este aspecto Malwida era inflexi
ble— la condición previa para su aprobación del plan de estudios. Era
preciso lograr la presencia de un acompañante.
Tras algunas primeras turbulencias, se llegó de nuevo a un acuerdo:
del plan a dúo con Rée había surgido un plan a trío con Rée y Nietzsche.
Nietzsche estaba allí y ya no era posible deshacerse de él después de ha
berle llamado. Lou estaba totalmente de acuerdo, en su afán de saber más
y más y en su desarrollado sentido de la coquetería y del coleccionismo de
hombres. Probablemente, los dos hombres se darían cuenta enseguida de
que entre los dos iba a constituirse una competencia por el favor de la «jo
ven rusa». En cualquier caso, habían decidido ya qué proyectos iban a lle
var a cabo juntos: un invierno de estudios en París, donde Olga Herzen
desempeñaría el papel de acompañante y cuya tertulia les procuraría lite
ratura y animación. Además, en París vivía como emigrante independien
te Iván Turguéniev, el gran novelista, a quien Rée ya había visitado en
1875 en su villa señorial. París les atraía a todos ellos, como capital mun
dial de la literatura, del espíritu y de las nuevas ideas.
Nietzsche estaba tan sano y animado como siempre que controlaba
una situación. Podemos suponer que Lou repartía sus favores en Roma a
partes iguales. Estaba flanqueada por dos buenos amigos; su estado de sa
lud había mejorado.
gente, es decir, el mejor para una relación a largo plazo. Nietzsche era el
más extraordinario, el más arrebatador, era posible embriagarse con su
conversación: pero por estas mismas razones el más peligroso, sólo apro
piado para una convivencia corta e intensa, por lo que era preciso encon
trar los medios necesarios para mantenerle a raya. En cualquier caso, la
influencia y las pretensiones de uno debían ser compensadas por las del
otro, a través de atenciones dosificadas con precisión, muestras de simpa
tía y rechazos. Ella era lo bastante hermosa para este juego, lo bastante
temperamental para la diversión y —así es como pensaba, en contra de
todos los malos presagios de Malwida— lo bastante hábil como para
saber orientar las pasiones que así despertaba en todos ellos. Más adelan
te, esta maestra de la doma de hombres fue lo bastante inteligente como
para recuperar los testimonios de su coquetería existentes en las cartas di
rigidas a Rée y a Nietzsche y para destruirlos. Ahora ya sólo la vemos
como la eminente y sensata autora de diarios, ensayos, narraciones, nove
las y uno de los mejores libros escritos sobre Nietzsche. Su risa, sus bro
mas, sus guiños han quedado apagados.
El común invierno de estudios que se le presentaba —si no en París,
en Viena o en Munich— lo contemplaba como la que iba a ser su mayor
diversión. Pero, ¿qué hacer hasta entonces? Viajar siempre en compañía
de su madre resultaba aburrido. Rée, en cambio, le proporcionaba liber
tad, horas comunes de estudio, paseos a caballo, vida rural en la finca de
Stibbe, todo ello en perfecta armonía con las estrictas costumbres de la
época y bajo la protección de su madre. Nietzsche, el pobre, no tenía
nada parecido que ofrecer: Naumburg quedaba descartado, incluso ha
ciendo la vista gorda con respecto a las cuestiones materiales, tanto para
él, como para ella; para ambos. Elisabeth hubiera sido una acompañante
ineludible si se hubieran encontrado en un tercer lugar, y, en vistas a la si
tuación de las cosas, éste sólo hubiera podido ser un lugar de veraneo, un
bbsquecito idílico alemán no muy alejado de Stibbe.
Además, en el horizonte se perfilaba Bayreuth, esta vez con el anun
cio del estreno de P arsifal, una fecha señalada. Malwida ya les había ad
vertido que se trataba de una cita ineludible. Elisabeth fue como repre
sentante de Nietzsche, Rée le ofreció a Lou su asiento. Era preciso
incorporar todo eso a los proyectos para el verano, al igual que los planes
de estancia en un balneario de la señora Rée, que oscilaban entre Warm-
brunn en los Montes de Silesia y Bad Cranz en el Báltico. Nietzsche, siem
pre en busca del lugar idóneo para sus dolores de cabeza y otras tribula
ciones, se olvidó esta vez de Sils-Maria. ¿Cómo era posible que le
apeteciera acudir a clases en Viena precisamente durante el invierno?, le
preguntó Malwida con razón. ¿Cómo había podido un día decidirse re
pentinamente a emprender un viaje al bosque berlinés de Grunewald?
Lou lo hacía posible; Lou vencía cualquier obstáculo.
[642] FRIEDRICH NIETZSCHE
conocida como una igual; sus ánimos eran alegres, se reían, subían las esca
leras de un salto, se cogían de la mano o del brazo, contemplaban el lago a
sus pies, reluciente como un espejo, a su alrededor jardines detrás de los
muros, el día radiante... y en algún lugar, en un escalón, sellaron su alianza,
la afinidad de sus mentes y de sus almas. Sin duda nada del otro mundo,
pero sí un indicio, eso a lo que por entonces se llamaba «dar esperanzas».
Pero, ¿muchas, pocas? En cualquier caso las suficientes como para que
Nietzsche viera redefinidos los papeles: él como camarada propiamente
dicho del alma de Lou, ella como su compañera de lucha y Rée como un
dócil amigo en la retaguardia. A partir de este momento estuvo seriamen
te enamorado. Ningún saber era ya capaz de protegerle. Se había produ
cido precisamente ese milagro que nunca se había atrevido a esperar: ha
bía aparecido una mujer, de pensamiento afín, emparentada con su fe,
«sagaz como un águila, osada como una leona pero, a pesar de ello, una
jovencita extremadamente femenina» (con estas palabras le escribió a
Gast el 13 de julio de 1882). Después del acontecimiento del Monte Sa
cro, no dudó ni un instante de que era a él a quien esta jovencita tan fe
menina iba a tocar en suerte y de que sería con él con quien la leona ten
dría que luchar.
Si la interpretación que hacemos de Lou es correcta, recuperó en se
guida lo que había entregado en un momento de irreflexión. En cualquier
caso, Nietzsche se fue: a Basilea, a visitar a los Overbeck para explicarles
lo que había sucedido y para pedirles ayuda y consejo. Rée avanzaba len
tamente hacia el norte con sus damas, haciendo una parada en Locarno.
La próxima meta era la finca rural de unos amigos suyos cerca de Zurich.
Por el camino, desde Lucerna, Nietzsche le escribió a Rée una encendida
postal: «Es imprescindible que hable de nuevo con la señorita L., ¿en el
jardín de los leones, por ejemplo?».
La postal empieza con una frase extraña y delatora: «Querido amigo,
¿dónde podré encontrar la tantas veces mencionada pepita de oro, tras
haber encontrado ya la “piedra filosofal” (que ni siquiera es una piedra,
sino un corazón)?». De la correspondencia subsiguiente se deduce lo que
Nietzsche quería decir y que no se menciona en sus biografías, ya que re
sulta violento hablar de dinero cuando se trata de un genio. Nietzsche, no
importa de qué modo hubiera previsto su convivencia con Lou (ya que se
trataba del matrimonio temporal del que ya había soñado en Génova),
necesitaba dinero para llevarla a término. En Roma ya se habló de dinero
cuando trataron de disuadir a Nietzsche de su propósito. Lou no tenía in
gresos propios, y si se casaba perdería incluso su pequeña pensión. Por lo
tanto, era preciso sacar dinero de alguna parte, y la aventurada idea que
se le había metido a Nietzsche en la cabeza era que ese dinero sólo podía
salir del bolsillo de su amigo Rée. Arrebatos de fanfarronería, como un
tiempo antes, cuando había contado con el dinero de Rée para comprar
[644] FRIEDRICH NIETZSCHE
Apenas hubieron partido los dos amigos, dio comienzo el juego de los
celos. Rée tenía una ventaja, la esperanza de que Lou fuera a visitarle a
Stibbe, e hizo todo lo posible para aprovecharla. Le escribía a Lou una
carta de amor tras otra, «reprimiendo» —en todos los sentidos de la pa
labra— a su amigo. Ya la primera carta que escribió a Zurich desde Basi
lea afirmaba y subrayaba que ella era la única persona en el mundo a la
que amaba; la segunda proponía una especie de adopción de Lou por
parte de la señora Rée; de este modo Nietzsche pronto comprendería que
ella se encontraba más próxima a Rée y a los suyos que a él. De paso, un
suspiro por el amigo («Por otra parte, también es triste que te aleje de él
por completo») y un suspiro por ella («Entonces no llegarías a conocerle
nunca... ¡y tiene tantas cosas que merecen conocerse!»), pero como con
suelo: «Eres una buena capitana...».
Rée la escribe, la apremia, la telegrafía, se siente preocupado por su
salud, incluso hace que en Stibbe cante un ruiseñor («el primero que can
ta en Stibbe desde tiempos inmemoriales»), se muestra alternativamente
chistoso y melancólico, la anima a ser sólo fiel a ella misma, y reconoce fi
nalmente que en su relación con Nietzsche no es completamente abierto
y sincero, «especialmente desde que cierta jovencita surgió de lo desco
nocido». Su declaración de amor experimenta una variante en la frase:
«Sólo tú eres mi verdadera amiga, y así ha de continuar». A su conciencia
no le afectaba que mostrara un comportamiento «un poco cambiado, un
poco falso, un poco mentiroso y un poco tramposo» frente a los demás.
Esta clase de confesiones tenían una intención claramente filosófica. Al
fin y al cabo, hacía años que Rée reflexionaba sobre la formación de la
conciencia y sobre los deberes morales procedentes de instancias ajenas a
la moral: ahora, extraía las consecuencias para su propia persona. A su
amistad con Lou según escribió festivamente, quería convertirla en un
culto nuevo, y por lo tanto, sólo la falsedad para con ella la contemplaba
como un pecado mortal.
Y así era. En todas partes había creado una fama de buen chico, sen
sible, comprensivo, un joven de perfectos modales. Malwida le apreciaba
mucho, y ni siquiera Elisabeth tenía nada que reprocharle. Pero en su in
terior se mantenía distanciado. El «usted», incluso en su relación con
[6 4 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
bien parco. Cierto que también él introdujo a los ruiseñores: «Los ruise
ñores cantan durante toda la noche ante mi ventana—». Así era el estilo
de la época, incluido el guión mayor, que invitaba a soñar. La última fra
se de su breve carta a Lou también estaba saturada de devoción: «Cuan
do estoy completamente solo, pronuncio a menudo, muy a menudo, su
nombre y» (de nuevo un guión mayor) « — ¡para mi mayor placer!»
La carta también contenía una breve nota que aludía a Rée: «Rée es en
todo mucho mejor amigo de lo que yo soy y podré ser nunca; ¡tenga us
ted muy en cuenta esta diferencia!». Al mismo tiempo, a Rée le escribió:
«N o hay forma alguna de amistad tan maravillosa como la nuestra, ¿no es
cierto? ¡Mi querido viejo Rée!». En una carta a Rée posterior en unos días
a ésta, escribe: «Me río a menudo de nuestra amistad tan pitagórica, con
su curiosísimo p h ü o isp á n ta k o in á » (a los amigos todo les es común). «Me
proporciona un mejor concepto de mí mismo el saber que realmente soy
capaz de una amistad semejante.»
En una carta a Lou de la misma época pueden leerse finalmente las
palabras: «M i querida amiga Lou, sobre la cuestión “amigos” y, en con
creto, sobre el amigo Rée, prefiero hablarle de palabra: sé muy bien lo
que digo cuando le tengo por mejor amigo de lo que yo soy y seré nunca».
Un mejor amigo, ¿a qué se refiere? Bien, presumiblemente a uno más
desprendido, o, tal vez, también a uno inapropiado como amante. Con
trariamente a esta descripción, en una carta a Ida Overbeck se había de
clarado como un «vil egoísta». Aquí se entrecruzan dos planes, dos con
ceptos distintos: uno es el de la «trinidad», la alianza que incluía a Rée y
que permitía que ambos poseyeran simultáneamente a la amiga, concep
to derivado en versión libre de Pitágoras. El otro era el egoísmo de la
meta, de la comunidad de lucha, de la misión. En él sólo tenían cabida
Nietzsche y Lou, la gran y ardiente discípula, en lugar del escéptico y dé
bil Mefistófeles Rée. Tampoco éste, al especular sobre el espíritu de sacri
ficio de su amigo, demostraba ser un buen amigo. Mientras tanto, Lou
mezclaba las cartas. Escribía a Rée con tesón, probablemente en el mismo
tono de guasa que a él tanto le gustaba, mientras que a Nietzsche le escri
bió una carta larga e inteligente, incluso diplomática, que también era un
resultado de la entrevista que los dos habían mantenido en Basilea. En
tretanto, ella había estado en Hamburgo, en una visita familiar a los
Wilms (en la que pronto se enamoró de ella un primo lejano). El núcleo
temático de su carta era: «D e momento no resulta posible una conviven
cia prolongada entre los dos; es imprescindible que mi madre y mis her
manos me sepan junto a los Rée, es decir, junto a la señora Rée».
Pero las palabras «de momento» habían sido consoladoramente su
brayadas, y les seguía la aseveración de que, si por el momento no veía
posible estar sola con él, era sólo para poder imponer con mayor libertad
y seguridad sus planes futuros, «lo principal»: igual que cuando a un
[648] FRIEDRICH NIETZSCHE
toda moral. Tomaba a Génova como modelo, ya que Génova estaba a fa
vor de la partida: al fin y al cabo, ahí es donde había avanzado con un ve
lero hasta «el confín de la Tierra», por mucho que otros no consideren
tan osado un viaje a Mesina. Por lo tanto, la valentía había sido su estan
darte: él era de una «resignación a la voluntad divina» tan fatalista, que
estaba dispuesto a meter la cabeza en la boca del lobo.
Pero a todo esto, Nietzsche seguía siendo el que era: tenía miedo, in
sistía en la necesidad de discreción y deseaba que su plan de la trinidad
no se conociera demasiado pronto. «En el momento en que algo se dé a
conocer precipitadamente, surgirán enemigos y planes contrarios: el peli
gro no es escaso». De algún modo se veía actuando en un escenario, en un
drama en el que intervenían hasta las más oscuras potencias. Deseaba que
se les librara a él y a Lou de toda clase de «habladurías europeas». Pero
había un punto que veía claro: «Por lo que respecta a mi hermana, estoy
firmemente decidido a mantenerla alejada de todo esto», escribió a Over-
beck, «su intervención no haría sino complicar las cosas (y a ella en pri
mera instancia)». En eso tenía toda la razón.
Aún quedaba una cosa que le preocupaba: en cuanto hubiera termina
do con L a gaya ciencia, quería confiscar a su amiga. Es decir, acompañarla
a Bayreuth. Por lo tanto, preparar ya la época de Viena mediante un cam
bio de domicilio a Salzburgo o a Berchtesgaden. Era preciso crear des fa its
accom plis. Pero el otro, Rée, tenía la sartén por el mango. Parecía que Lou,
después de su estancia en Hamburgo, iría a Stibbe por segunda vez. Hacia
el 10 de junio escribió a Rée, en el forzado estilo de funcionario con el que
acostumbraba a disimular su excitación: «¿Debo, pues, dar por seguro de
que la señorita Lou permanecerá en Stibbe hasta las jornadas de Bay
reuth...? ¿He entendido bien la situación? ¿De qué modo será posible con
ducirla a Bayreuth...? Yo mismo tengo la intención, por decirlo así, de em
prender viaje hacia Viena a principios de julio: eso significa que trataré de
pasar unos días de veraneo en Bochtesgaden —siempre y cuando no tenga
que efectuar antes ningún servicio... Me gustaría que se me informara lo
más pronto posible sobre qué es lo que tengo que hacer y qué no, con el fin
de que pueda disponer de mi verano libremente». La carta era poco con
descendiente, escrita desde la enfermedad, y finalizaba con las palabras:
«Naumburg es un lugar terrible para mi salud».
Mientras vivía de esperanzas, Naumburg había sido perfectamente
aceptable para él. Pero ahora había enfermado de impaciencia. Y, ¿hasta
qué punto Rée era realmente un buen amigo? Éste le escribió a Lou:
«Dice que aquí» (a Stibbe) «desgraciadamente no puede venir — ¿acaso
este “desgraciadamente” será una mentira? ¿Tú crees? Yo realmente no
estoy muy seguro». El hecho era que en Stibbe no había suficientes ca
minos sombreados para Nietzsche y que todas las habitaciones estaban
ocupadas.
[6 5 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Redtel: «Un día vi a un pájaro pasar volando; y yo, supersticioso como to
das las personas solitarias que se encuentran en una bifurcación de su ca
mino, creí ver un águila. Ahora, todo el mundo se esfuerza por demos
trarme que me confundo... y ahora se han generado lindas comadrerías de
estilo europeo al respecto».
También lo podría haber visto de manera muy distinta: Lou como la
primera persona verdaderamente libre, como modelo de la humanidad
que él había intuido, avanzando sin inmutarse por encima de los rumores
de Bayreuth. Pero al igual que Malwida, él pretendía crear una especie de
Juana de Arco, una heroína a la antigua usanza, una mártir (incluso la cir
cunstancia de que estuviera enferma y de que pronto fuera a morir le re
sultaba grata en este sentido). Y eso que Lou no había hecho nada real
mente escandaloso, sólo «inapropiado» —pero precisamente eso era lo
que le irritaba a él, siempre tan correcto, tan penoso conservador de las
costumbres.
El daim on de la música le había atacado de nuevo, siguió escribién
dole a Gast, y una vez más empleaba la frase mortal m ed ia vita-, todo pe
saba sobre él, incluso la sospecha de que el arte de Gast tampoco podía
ser tan bueno. Si por lo menos Gast hubiera ido a Bayreuth, podría haber
aprendido algo del arte wagneriano de la instrumentación. También las
descripciones de Elisabeth del resplandor de Bayreuth le atraían: veía la
distancia inabarcable entre el triunfo de Wagner y las inútiles llamadas de
Gast a las puertas de los intendentes y empresarios.
A pesar de todo, se decidió a invocar de nuevo a Lou, la llamó «mi
querido pájaro Lou»; creía que ella era un águila, y ahora pretendía que
el águila acudiera a él. «Por favor, venga», le imploraba, «sufro demasia
do por haberla hecho sufrir. Entre los dos lo soportaremos mejor.»
Y, efectivamente, vino. Al fin y al cabo, había incorporado a Tauten-
burg en su programa. Por lo tanto, se encontró con Elisabeth en Jena, en
casa de la amiga de ésta, Clara Gelzer, hija de un profesor. Se puede su
poner que Elizabeth se había preparado cuidadosamente: desbordante
de amabilidad por parte de la amiga de más edad con respecto a la más jo
ven, buenos consejos, suaves reproches... Pronto también el plan de estu
dios para el invierno fue incorporado a la conversación. Elisabeth dio a
entender que no era ése el deseo de su hermano, sino el de Lou, y pronto
Lou irrumpió en un alud de insultos contra el hermano. Así es como Eli
sabeth se lo escribió casi dos meses después precisamente a esa Clara en
cuya casa había tenido lugar su encuentro con Lou.
Clara, que había entrado en la estancia justo en el momento en que se
producía este arrebato, había oído mucho, circunstancia que Elisabeth
tomó como ocasión para justificarse y llorar sus penas. Habían sucedido
cosas tremendas... formuladas a su manera: Fritz se habría vuelto tan te
rrible como sus libros, y Lou sería la encarnación de la filosofía demonía
LA ADEPTA Y EL PROFETA [659]
Éste era el panorama que amaba Nietzsche. Así es como había ideali
zado su amistad con Wagner en su L a gaya ciencia.
También en este caso la palabra «eternidad» iba en serio. Nada más
partir Lou, empezó a redactar su oración a la vida o, mejor dicho: empleó
el andguo himno a la amistad incorporándole estas palabras nuevas, le en
vió el producto a Gast y le rogó que lo reelaborara pertinentemente. En
Leipzig le mostró su obrita a su viejo conocido Riedel, en cuyo coro había
cantado cuando era un estudiante. Y Nietzsche, que tan fácilmente se en
tusiasmaba, enseguida pensó que también el profesor Riedel se había en
tusiasmado. «Quiere que se lo dé, sea como sea», le escribió a Lou. Ni si
quiera sería impensable que lo aprovechara para su maravilloso coro.
«Éste sería», añadió, «un pequeño camino a través del cual los dos juntos
pasaríamos a la posteridad... sin perjuicio de los caminos restantes.»
[6 7 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
cialidad. Y por si a Lou ya le dolían los ojos de tanto leer: en Leipzig ha
bía piscinas con temperaturas muy agradables, también para señoritas.
Ella le escribió que estaba trabajando en una «caracterización de su
persona» y que se había propuesto hacer derivar su filosofía de su perso
nalidad. Esto le sumergió en esperanzas y en temor al mismo tiempo.
¿Qué era él en realidad? ¿Por quién se le tenía? Nietzsche se hallaba sen
tado en el jardín del Café Rosenthal, bebiendo el segundo coñac del año
en recuerdo al primero tomado con Lou, y reflexionó «con toda su ino
cencia y maldad» en si no tendría una propensión a la locura. Su examen
de conciencia concluyó con un «no», pero entonces empezó a sonar la
música de C arm en «y durante media hora me hundí en lágrimas y palpi
taciones». ¿No sería verdad que estaba loco?
El podía llegar a ser muy sensato. «Soy de la opinión de que nosotros
dos y nosotros tres somos lo bastante inteligentes como para comportar
nos bien el uno con el otro y seguir así», escribió a Rée desde Leipzig, y
Rée contestó: «D e hecho, es precisamente ahora y para todo el futuro que
nada podrá separarnos, ya que nos une una tercera persona a la que no
sotros mismos nos sometemos, de una forma no muy distinta a la de los
caballeros medievales, pero con menores razones que éstos». Pero el ga
llardo caballero Rée hacía tiempo que había decidido seguir antes los
consejos de Maquiavelo que las máximas de las normas cristianas de ca
ballería y practicar la hipocresía contra cualquiera siempre que fuera ne
cesario... incluso contra su amigo.
Y por lo que respecta a la caballerosidad y rectitud de Nietzsche, Lou
nos informa en su R etrospectiva de m i vida que nada había dañado tanto en
ella la imagen de Nietzsche como sus intentos de rebajar a Rée. Y además,
también le tomaba a mal que no fuera lo suficientemente inteligente como
para darse cuenta de lo inacertado de su estrategia. Cuando más tarde se
defendió contra el artículo de Elisabeth «Leyendas de Nietzsche» en la re
vista de Maximilian Harden Z ukunft, hizo alusión a sus dificultades para
expresar cosas íntimas: su relación con Nietzsche habría abarcado cues
tiones muy personales, como una petición de matrimonio, calabazas «y
una reacción muy poco elegante por parte de sus airados celos contra Rée,
que nos contaminaba todo lo que resulta posible imaginar».
Cuando finalmente vino Lou con Rée, a principios de octubre, y se
quedó hasta principios de noviembre, vino a plantearse un nuevo tiempo
de prueba para tan desunida trinidad. Sabemos muy poco de este mes en
Leipzig: fueron a ver el N ath an , acudieron a un concierto con música del
R arsifal, tal vez comieran entre los tres el pastel de cumpleaños de la ma
dre de Nietzsche. Lou se hallaba inmersa en estudios sobre la historia de
las religiones, Nietzsche se preocupaba por la música de Gast, el propio
Gast se añadió al grupo, atraído por las aseveraciones de Nietzsche de
que su obra iba a ser estrenada. Lou, por su parte, invitó a hacerle una vi
[6 7 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
sita a aquel barón Von Stein a quien había tenido ocasión de conocer en
Bayreuth como hombre y como filósofo.
Y en su colección de aforismos, Lou escribió: «Al igual que la mística
cristiana (como cualquier otra) accede precisamente en el punto de máxi
mo éxtasis a una sensualidad bastamente religiosa, el amor más idealiza
do —precisamente en virtud de su gran exacerbación de sentimientos—
puede volver a ser sensual en su idealización. Un aspecto antipático, esta
venganza de lo humano — no me gustan los sentimientos en ese punto en
el que desembocan de nuevo en su propio círculo, pues éste es el punto
del falso p ath o s de la verdad perdida y de la rectitud del sentimiento».
Y para que la referencia quedara clara, añadió: «¿Será esto lo que me
aleja de Nietzsche?». Nietzsche era un santo muy peculiar, o tal vez igual
de peculiar que la mayoría de los santos. Se mantenía en las más elevadas
regiones de lo humano, exigía lo más elevado, tachaba su propio egoísmo
de «sagrado» porque estaba orientado hacia las consabidas metas eleva
das, pero al mismo tiempo era también un galán que pretendía apartar de
su camino a un competidor, que encontraba repulsivos el tuteo, el «her-
manito», el «caracolito» y quién sabe qué otras intimidades por el estilo,
que era paseado por su pareja casi-amorosa por la única razón de que se
encontraba allí, y que a pesar de todo todavía se prometía alguna clase de
atención, de preferencia, de distinción.
Así y todo, se despidieron con la promesa de reencontrarse de nuevo
aquel mismo mes de noviembre en París. Malwida se había ocupado de
todo, escribió, su yerno Monod ya se alegraba de la visita de Nietzsche. El
propio Nietzsche, el indeciso, esta vez tomó una iniciativa: escribió a su
vieja amiga parisina Louise Ott y a un conocido de Basilea que había es
tado con la legación suiza en París, en busca de una habitación «silencio
sa como una tumba»; iba a llegar a mediados de noviembre.
Nietzsche tenía miedo. ¿No iba a ser París demasiado ruidosa, no se
ría el cielo excesivamente gris? Pero hizo sus planes y envió las cartas
oportunas. La señora Rée, a quien le había propuesto su plan, envió una
cautelosa aprobación. Pero en la segunda semana de noviembre todavía
no se había decidido nada, y el 15 de noviembre, en dos cartas dirigidas a
Louise Ott y al basiliense Doctor Sulger, lo canceló todo. El 17 de no
viembre se hallaba en Basilea, con los Overbeck, y el 22 ya se encontraba
en su nueva residencia de invierno de Santa Margherita Lígure, en el Me
diterráneo.
¿Qué había sucedido entre su decisión por París y su partida a Basi
lea y Génova? Los biógrafos dan la callada por respuesta. Él mismo había
hecho alusión al cielo gris de París. Sin embargo, podemos encontrar una
explicación si leemos atentamente una breve carta enviada a Lou después
de su partida. Es una de las cartas quejumbrosas de Nietzsche: el trato
con la gente había afectado muy negativamente a su trato consigo mis
LA A D E PT A Y EL PR O F E TA [6 7 3 ]
Eso es algo que podía apreciarse al final del balance. Sin embargo,
Nietzsche no sufría tan estoicamente como un asceta, sino con las más
violentas agitaciones de sus sentimientos, un solitario esta vez en el senti
do más literal. También es preciso entender literalmente sus palabras
cuando anota: «...los afectos me devoran». Le acosaban «una espantosa
compasión, una espantosa decepción, un espantoso sentimiento de orgu
llo herido». ¿Autocompasión? ¿Compasión de los demás para con él,
para con el «pobre Nietzsche», el «infeliz Nietzsche» que había sido re
pudiado por los Wagner y a quien la buena Malwida compadecía de todo
corazón? «A cada mañana desespero de cómo voy a poder sobrevivir al
día. ¡Ya no duerno! ¡De qué sirve caminar ocho horas cada día! ¡De dón
de me vienen estos violentos afectos! ¡Ah, un poco de hielo! ¿Pero dón
de queda aún hielo para mí? Esta noche voy a tomar opio hasta perder el
entendimiento. Porque sorprendentemente tengo demasiado entendi
miento, pero sólo al servicio de la razón: ¡Dónde queda todavía una per
sona a la que se pueda honrar! ¡Pero os conozco a todos demasiado
bien!»
Ya se sabe qué les sucede a las personas solitarias: pronuncian monó
logos, hablan con interlocutores invisibles. Así lo hacía él. De este modo
se dramatizaba a sí mismo, se convertía de nuevo en la demoníaca figura
de Manfred, en el oscuro negador del mundo, cuyo papel había interpre
tado por primera vez como adolescente bajo la máscara del Euforion. El
se veta , se sen tía en el infierno e imploraba una gota refrescante como el
libertino de la Biblia.
¿Su propósito de tomar opio era sólo una parte de la sombría masca
rada? Hacia la misma época escribió en una carta —enviada y recibida—
a Rée y a Lou que antes de escribirla «había tomado una tremenda dosis
de opio». ¿Había podido con él su fantasía? Se sabe que él mismo se ex
tendía sus propias recetas, y que uno u otro boticario —benevolente u
ocupado— terminaba por darle los fármacos que él estimaba convenien
tes. Pero, ¿opio? ¿Y además, una «tremenda dosis»? Hay algunos datos
que hacen suponer que también esto es mera literatura. Los P arad is a rti
fic ié is de Baudelaire habían aparecido en 1860; en ellos se hablaba de
vino y hachís como medios para la reproducción de la individualidad, es
decir, precisamente para esa ampliación de la conciencia, esa fantástica
extinción del alma individual que se le presentaba seductoramente a
Nietzsche desde E l n acim iento de la traged ia.
Sin duda, el solitario Nietzsche experimentaba también consigo mis
mo. Precisamente en la citada carta del opio escribió que, si alguna vez se
quitara casualmente la vida, no habría que lamentarlo demasiado, y le
hizo saber a Overbeck que a veces la contemplación del cañón de una pis
tola le resultaba francamente agradable. Pero para hacernos una idea ge
neral, no tenemos que desestimar la cuidadosa dieta a la que se sometía,
[6 8 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
El affaire de Lou todavía tuvo una desagradable secuela que, una vez
más, Elisabeth se ocupó de poner en escena. Todavía en marzo de 1883,
Nietzsche escribió a Overbeck. «Mi separación de la familia empieza a
parecerme un verdadero alivio... No me gusta mi madre, y escuchar la voz
de mi hermana me resulta desagradable; siempre he estado enfermo
mientras he estado con ellas.»
Pero ya en el mes de abril tuvo lugar en Roma la gran reconciliación,
los dos hermanos se reunieron y la madre recibió una carta. Los frentes de
alianzas se invirtieron. El 27 de abril, Gast supo por Elisabeth de «hechos
repugnantemente estremecedores en cuya consabidora me había conver
[6 82] FRIEDRICH NIETZSCHE
manejes que a mí casi me han costado la vida y que casi habrían alejado
de mí a la persona que tenía más próxima y que más respeto me merecía.
Nadie era capaz de comprender cómo era posible que yo demostrara es
tar de parte de mis peores enemigos, de personas semejantes que segura
mente ya se habían hecho sospechosos de ir en mi contra a través de sus
hipocresías».
Como siempre en tales accesos de histeria persecutoria, se desplazó
inmediatamente todo el panorama: en un gran monólogo que, tal y como
ahí figuraba, habría podido ser perfectamente de Schiller, iba constru
yendo a su malo de teatro e incrementaba su infamia hasta el punto de lo
grar que él, en el fondo, fuera el culpable de todas sus antiguas desgracias,
incluida la ruptura con Wagner. ¿Acaso no le había advertido el mismo
Wagner: «Ese algún día actuará contra usted, no trama nada bueno»?
Así decía la airada y cruel conclusión de la carta: «Sentiría grandes de
seos de darle con un par de balas una lección práctica de moral: y tal vez,
en el mejor de los casos, consiguiera apartarle de una vez por todas de su
dedicación a k moral— : pues para esta labor, mi señor doctor Rée, hace fal
ta tener las manos limpias y no unos dedos cenagosos como los suyos...».
Esta carta preñada de odio, un temprano testimonio de locura, nunca
fue enviada. Pero la idea de un duelo le rondaba la cabeza, le asustaba y
le encantaba al mismo tiempo. Precisamente a Ida Overbeck le escribió:
«¡Tal vez el otoño nos traiga aún unos lindos pistoletazos!». Había sido
cazado y se sentía como un cazador, un vengador, un juez. A su hermana
le explicó otro dramático acontecimiento: «Acababa de comer este me
diodía cuando me avisó el posadero del hotel de que “a las tres viene la fa
milia Rée, ocho personas”. No puedo describirte lo que en la siguiente
hora llegó a pasarme por la cabeza; corrí a correos, estaba lloviendo a cán
taros, pedí un billete para la mañana siguiente, quería ir a Basilea, y por
fin tuve que acostarme: y verdaderamente temblaba a cada ruido que oía
en la casa». Era una falsa alarma, lo había entendido mal.
Finalmente escogió a un intermediario una vez más: no escribió a Rée
sino a su hermano Georg. Pero dejó en la carta las palabras «rastrero, fa
laz y pérfido compadre». Y todavía añadió otra frase decisiva: «Su her
mano es una deshonra para mí, como no lo es menos para usted y para su
venerable madre...». Se trata de ese giro de los acontecimientos que la ma
dre de Nietzsche había necesitado para su hijo, esa frase de la que él afir
maba que no había salido ni un solo instante de su memoria. El hermano
Georg recibió la carta y amenazó con un proceso por injuria. Nietzsche
dio a entender que él, por su parte, había amenazado con algo bien dis
tinto. Pero ahora ya no pronunció la palabra «duelo». En un borrador de
carta a su hermana se lee: «Tu hermano es en realidad muy infeliz: y es
que he enviado la carta a G. R...». Afirmaba que él no estaba hecho para
la enemistad y el odio. Desde que el asunto había evolucionado hasta el
[684] FRIEDRICH NIETZSCHE
...esta obra vive en tal azul soledad, tan alejada de todo lo presente,
que uno apenas se atreve a relacionar asuntos humanos, demasiado
humanos, con ella.
Elisabeth Forster - Nietzsche
sobre el Zaratustra, en Vida II. 423
Retrocedamos una vez más al mes de enero del año anterior. También
entonces había habido toda una serie de días de felicidad vinculados con
aquella disposición de ánimo genovesa para el viaje que le había hecho
desplazarse a Mesina como en un sueño. Por primera vez después de mu
cho tiempo había escrito poesía, aquellas canciones que en aquel enton
ces concluyeron h a gaya ciencia bajo el título de C an cion es d e l prín cipe
V ogelfrei. También lo que escribió en aquellos felices y prometedores me
ses de primavera lo remitió bajo el signo, bajo la bendición de Sanctus Ja-
nuarius.
El «Sanctus Januarius», una vez impreso, sólo representaba el cuarto
libro de L a gaya cien cia, pero para Nietzsche significaba mucho más. Con
el «Sanctus Januarius», escribió, había superado una etapa, y a todos sus
amigos les preguntaba qué impresión les había causado precisamente el
«Sanctus Januarius». Sus amigos, esos lectores tan superficiales, no se
dieron cuenta de que ahí estaba empezando algo radicalmente nuevo, que
sólo en apariencia había sido dispuesto y numerado en forma de aforis
mos, como en los libros anteriores, pero que en realidad se estaba tratan
do de imponer una figura nueva, un interlocutor con una conciencia de
[6 90] FRIEDRICH NIETZSCHE
»¿Cuán alejada está esta «lejanía»? ¡Qué me importa! Pero no por eso
es menos seguro —con ambos pies me yergo con seguridad sobre este
suelo,
»— sobre el suelo eterno, sobre duras rocas originales, sobre ésta más
alta y dura montaña original, a la que acuden todos los vientos como a
una divisoria meteorológica, preguntando ¿por dónde?, ¿de dónde? y
¿hacia dónde?».
Conmovedor o, como él se decía a sí mismo, estremecedor, resulta
Nietzsche, que había escrito a Overbeck y a su mujer: «Para mí, vosotros
sois casi el último palmo de suelo seguro que me queda». Tenía que ar
marse de valor, hacer verdaderos alardes para que el palmo de suelo se
guro que le quedaba en un principio se convirtiera, en patética exalta
ción, en una dura roca original y, finalmente, en la más alta y dura
montaña original. Nietzsche tenía miedo.
En Ecce hom o aún había indicado otro motivo para la elección de Za-
ratustra: Zaratustra habría creado la contraposición entre el bien y el mal,
y, con ello, la moral, «ese comprometedor error». «En consecuencia, tam
bién tiene que ser él el primero en reconocerlo.» Al fin y al cabo —sin
duda alguna— Nietzsche se considera a sí mismo como un Zaratustra re
tomado, él tiene una experiencia más larga que otros pensadores, ha vivi
do la historia mundial como una refutación experimental de la propo
sición de la ordenación moral del mundo y, finalmente, ha enseñado la
sinceridad como el primer mandamiento. Por lo tanto, puede extraerse
la conclusión: «L a autosuperación de la moral a partir de la sinceridad, la
autosuperación del moralista en su antítesis — en mí— : eso partiendo de
mis labios significa el nombre de Zaratustra».
Si desde el punto de vista actual sometemos los diez días de trabajo
del primer libro de Z aratustra a un examen crítico, sin duda no tendremos
tantos motivos como el autor para sentir una emoción profunda. Tras de
un prólogo en el que se dicen algunas cosas de la vida de Zaratustra, en el
libro se suceden los discursos de Zaratustra. Éstos se componen, por su
parte, de sentencias que se suceden como versículos bíblicos. La mezcla
de informe biográfico y de sentencias ha sido copiada de los evangelios
cristianos. Los textos evangélicos constituyen en cuanto a su modo narra
tivo y a su tono de sermón el transfondo ante el que A s í habló Z aratu stra
destaca como el nuevo contraevangelio. La primera frase ya hace más que
evidente esta relación: «Cuando Zaratustra cumplió treinta años, aban
donó su patria y el mar de su patria y se dirigió a la montaña». También
Jesucristo se marchó a los treinta años de su hogar y fue al desierto, don
de permaneció cuarenta días. Pero Zaratustra se queda diez años. No es
hasta cumplidos los cuarenta cuando Zaratustra desciende de la montaña
para dirigirse a los hombres. A Nietzsche, cuando lo escribió, le faltaba
poco para cumplir los cuarenta. «¡O jalá hubiera permanecido en el de
[6 9 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Pero lo que realmente pensaba Nietzsche en los años 1882 y 1883, los
años de formación del «Zaratustra I», se encuentra escrito en otro papel...
a saber, en los apuntes que tomaba en su cuaderno de notas. Éstos mues
tran que su mensaje profètico estaba incorporado a un sistema reflexivo
al que, si bien era muy utópico, no le faltaba coherencia, en el que el pen
sador se incorporaba de forma casi involuntaria en el papel de un nuevo
credor de mundos, en un divino mejorador del mundo.
El punto de partida era la verdad, al fin descubierta por un ser intré
pido, de que nada conduce a una meta superior, de que todo se repite en
un idéntico tema eterno. Nietzsche también disfraza este descubrimien
to en una imagen bíblica, precisamente en la de la resurrección de Cris
to: la verdad se encuentra en el sepulcro; él, Nietzsche, apartará la última
losa. «Invocación a la verdad desde la tumba: nosotros la creamos, noso
tros la despertamos: la máxima expresión del valor y de la sensación de
poder.»
Pero es precisamente esta verdad la que le resulta insoportable al
hombre: «Crear a un ser que la soporte (...) Nosotros creamos el pensa
miento de más peso, ¡ahora dejadnos crear al ser para quien éste sea lige
ro y feliz!». Por lo tanto, la definición propiamente dicha del superhom
LA AD E PT A Y E L P R O F E T A [6 9 7 ]
pendencia del humor de los editores y de los plazos de los talleres de im
presión habrían terminado, no quedando sino la maravillosa y burlesca
decisión, la disolución de los obstáculos, la extinción de todas las dificul
tades de su triste existencia de pensionista. Pero antes todavía retrocede
ante la bastedad que al fin y al cabo es atribuida a los tiranos, y escribe:
«Más allá de quienes gobiernan, viven, liberados de todos los vínculos,
los hombres más elevados: y en los gobernantes tienen sus herramientas».
Estos hombres más elevados seguirán la orientación que se expresa en
una cita de Platón: «Cada uno de nosotros desearía ser el señor de todos
los hombres y, a ser posible, Dios».
Visiones éstas que van al encuentro de Nietzsche en su soledad y a las
que se somete voluptuosamente, «¡maravillosos instantes!». Pero enton
ces él mismo se coge de la mano y se ordena: «¡Y a continuación, cerrar
de nuevo las cortinas y fijar los pensamientos, orientarlos de cara a las
próximas metas!». El soñador regresa a la vida cotidiana y se propone:
«Representar continuamente la tendencia más elevada en lo pequeño:
perfección, madurez, rosada salud, suave derramar de poder. Trabajar
como un artista en la obra del día, elevarnos a la perfección en cada
obra».
rario y se estremecía ante la idea de que pudiera ser leído como un litera
to. «Me repugna la idea de que Zaratustra entre en el mundo como un
mero libro de entretenimiento», escribió el 6 de abril a Gast. Si él tuviera
la autoridad del viejo Wagner, las cosas le irían mejor. «Pero ahora ya na
die puede salvarme de ser lanzado al montón de los “literatos”. ¡Puaf, de
monios!»
Ciertamente, para Schmeitzner ese peligro no era tan grande, ni tam
poco sus expectativas de venta. Entretanto, este intrigante joven sajón ha
bía apostado a una «gran carta»: el antisemitismo. Estaba tan comprome
tido con el negocio que con ella esperaba lograr, que dejó sin más en el
almacén la edición ya impresa del Z aratu stra. Como con todo lo demás,
Nietzsche también tenía mala suerte con sus editores. Schmeitzner se ha
bía apoyado en la coyuntura Wagner y había conseguido hacer un wag
neriano del prometedor joven profesor. Más adelante, se había encargado
de las Bayreuther B lätter y había fundado la R evista m en su al internacional ,
de forma enérgica y poco seria. En la portada del Z aratu stra ponía, junto
al lugar de edición propiamente dicho de Chemnitz (¡Chemnitz!) París,
San Petersburgo, Turin, Nueva York, Londres... Supuestamente, tan lejos
se extendían las relaciones de Ernst Schmeitzner: no sólo su revista era in
ternacional. Pero, al fin y al cabo, ¿quién iba a conocerle en Alemania?
Viajaba sin cesar, y su correspondencia permanecía sin abrir. Nietzsche
tenía muchos motivos para estar insatisfecho con él. Pero, por otro lado:
¿qué otra editorial hubiera estado dispuesta a imprimir una composición
de tan extraña tonalidad exótica, de semejante mensaje profètico? Si
Nietzsche era un loco o un genio era algo que sólo podría decidir la pos
teridad. Nietzsche creía en la posteridad, pero todo en él se consumía en
la expectativa, en el anhelo, en la esperanza de que también sus contem
poráneos le hicieran llegar unos primeros signos del reconocimiento de
su grandeza.
Lo que le negaba el editor Schmeitzer, consumido en su nomádica la
boriosidad, se lo dio Gast. Ante la duda de si Nietzsche era el profeta de
un milenio venidero o bien un simple visionario, un loco, Gast se convir
tió en su «precursor», en un san Pedro arrodillado. Nada más leer el pri
mer pliego del Z aratustra en la prueba de imprenta, se dejó enardecer en
un himno laudatorio. «El magnífico giro adoptado por su espíritu, la
fuerza de su lenguaje, la abundancia de invención hasta en el más peque
ño detalle, el fuego y la majestuosidad de su sentimiento —me dejan bo
quiabierto, me agitan, tiemblan en mi interior en la medida en que mi ca
pacidad lo permite.»
El destinatario de la carta leyó estas palabras con el corazón palpitan
te y con la más íntima satisfacción. De momento, estas declaraciones se
referían sólo al escritor, al autor. Pero Gast, este verdadero san Pedro y
«huésped de huéspedes» prosiguió diciendo: «A este libro hay que desear
LA ADEPTA Y EL PROFETA [7 0 1 ]
Nietzsche sabía que todo eso se situaba muy por encima de las adver
sidades y nimiedades de su vida cotidiana, y también por encima de las
cualidades de su propia persona. Esta persona no se sentía como Zara
tustra, sino como su portavoz. El hablaba por su boca. Pero esta distin
ción no pudo sostenerse durante mucho tiempo. El control que separaba
a un yo del otro se iba relajando paulatinamente, la «sombra» se iba fun
diendo con el «paseante», las ideas delirantes dominaban a la razón y ha
cían que el entendimiento, esa herramienta fulgurante que ni siquera con
la irrupción de la enfermedad mental había perdido su fuerza, se convir
tiera en su mero servidor.
Tratemos de obtener un cuadro de sus estados y de sus sentimientos
a partir de las cartas que envió a Gast y a Overbeck, y de la correspon-
[7 08] FRIEDRICH NIETZSCHE
se prepara para llevar a cabo las misiones más difíciles, cuando en reali
dad la única misión del hombre se halla, si no en amar a su prójimo, por
lo menos en respetarlo y tolerarlo,
Nietzsche necesita a los demás para lo más inmediato, para las necesi
dades de la vida y para las dificultades de su trabajo: Overbeck, que se
ocupa prudentemente de lo económico, Gast, que lee las pruebas de im
prenta, su madre y su hermana, que le ofrecen en Naumburg un sólido re
fugio, el médico, que se ocupa de vez en cuando de su salud (por mucho
que Nietzsche prefiera tratarse él solo). Pero de forma aún más acucian
te que estas fuerzas de apoyo, que al mismo tiempo son las receptoras de
su mensaje, siente la necesidad de tener discípulos. Envidia a Epicuro en
su jardín haciéndose rodear por sus discípulos, le escribe a Gast. Su rabia
se debe a que los últimos acontecimientos, así como la degradación de su
buen nombre, su carácter y sus intenciones hayan sido suficientes para
sustraerle toda posibilidad de alumnado. Sólo «por la fama», y aquí se au-
toengaña una vez más, no habría escrito ni una sola línea, pero su afán de
enseñanza es muy grande, y por esta razón necesita fama con el fin de
atraer a alumnos.
Así pues, traza un nuevo plan: clases magistrales en la Universidad de
Leipzig (pero pronto se le hará saber que su ateísmo iba a cerrarle por
completo esa puerta), o bien conferencias sobre el Z aratu stra (¿dónde iba
a darlas?). También la idea del monasterio hace nuevamente su aparición,
así como la de reunir a sus amigos en una academia (¿pero a estas alturas,
quién iba a acudir?). Entre las distintas partes del Z aratu stra se intercalan
otros planes, como recursos a sus obras filosóficas, una «moral para mo
ralistas», un tratado «de la inocencia del ser». De igual manera a como sus
planes de trabajo le impulsan, le entusiasman durante un tiempo y, a con
tinuación, se disuelven en el aire, así le sucede también con sus planes de
viaje y de residencia. Estos oscilan entre la pendiente sur del Montblanc
y Barcelona, entre Vallombrosa en la Toscana y de nuevo México, el país
de sus sueños, jamás nublado, para culminar —tras un interludio en
Naumburg— con el descubrimiento de Niza.
Por mucho que cambien sus planes, su mitología climática cada vez
gana más en fuerza: sufre bajo las tormentas «eléctricas», pero disfruta
del efecto «electrizante» de la luz. Analiza tablas, averigua que Niza tiene
tantos días despejados en invierno como Génova días de sol durante todo
el año. Una vez llegado allí, escribe entusiasmado: «Del efecto revivifi
cante, es más, casi electrizante de esta plenitud de luz sobre todo mi sis
tema no soy capaz de dar siquiera una idea; la insistente y dolorosa pre
sión sobre mi cerebro (...) ha desaparecido...». Gracias a la liberación de
su cabeza se olvida de que no hay nada que sus ojos soporten menos que
esa plenitud de luz de la que habla. De hecho, había mandado pintar de
un tono verdoso las paredes radiantemente blancas de su cuartito en Ma-
LA AD EPT A Y EL P R O F E T A [7 11]
ria-Sils. «Luz, luz, luz... eso es, después de todo, lo que necesito», le es
cribe a Elisabeth desde Niza.
En su nuevo modo de vida, una existencia deambulante en cuartos de
alquiler y pensiones, empieza a sentirse medio cómodo. Sólo su aloja
miento en Sils-Maria le había resultado opresivo a causa de su bajo techo.
Le escribió a Elisabeth que algún amigo rico debía construirle en Sils dos
habitaciones, y supera todo recato y orgullo hasta tal punto, que dirige
una vez más una carta a su viejo amigo Gersdorff, con la frase: «Quiero
recibir el dinero suficiente como para construirme aquí una especie de ca
seta de perros ideal: me refiero a una casa de madera con dos habitacio
nes...». Pero el amigo Gersdorff no se da por aludido ante un deseo ex
presado tan «discretamente».
Nietzsche iba por el camino de convertirse en un viejo solterón, de de
jarse llevar encerrado en su habitación. Sufría de prolongados cansancios
y se postraba en cama. Después hada un esfuerzo y tomaba parte en las
reuniones de la pensión, conociendo a algún general prusiano o a un ma-
haraní hindú, a un «persa lujosamente vestido» y a una párroca de Sua-
bia, «todos gente muy decente», que se comportaban «correctamente»
con él. El era, tal y como se lo había dicho a Elisabeth, el «príncipe dis
creto», la alteza que viaja de incógnito, dando a entender afablemente
que en el fondo de su ser había algo sobrenatural que gobernaba y per
manecía al acecho. Nietzsche era bien educado, mantenía conversaciones
galantes, se retiraba discretamente; un «extraño» que sólo hablaba ale
mán y chapurreaba italiano. «Una sensación de lejanía del mundo, de
precipitado nomadismo, de eterno deambulador se halla profundamente
asentada en mi interior», le escribió a Overbeck (en julio desde Sils-Ma
ria), y: «Raramente llega a mí una palabra cálida; y muchas de las mejores
cosas que a los demás calientan el corazón, a mí se me han vuelto indife
rentes».
Formaba parte de este nuevo estado que ya no enfermara con tanta
frecuencia. Una forma de endurecimiento anímico empezaba a tomar po
sesión de él. Se concentraba en su trabajo y en sus propósitos. Eso, le ex
plicaba a Elisabeth, creaba una auténtica piel de asno en torno a su ser, de
manera que prácticamente sería posible matarle a golpes — «él lo soporta
y se va, como el viejo asno que, con su viejo I-A, sigue su viejo camino»
(principios de julio de 1883). Se había propuesto totalmente en serio re
correr desde Niza toda la Riviera hasta Saint-Raphael, y si no llevó a cabo
este propósito, fue sólo porque no encontró a nadie dispuesto a acompa
ñarle en esta marcha casi militar.
Cierto que había hecho su aparición un admirador, un estrafalario
pseudofilósofo llamado Paul Lanzky, que resultaba muy útil a Nietzsche
como lector y ayudante en su pensión suiza de Niza, pero se trataba de un
tipo enfermizo, demasiado débil como para seguir su ritmo en los paseos.
[712] FRIEDRICH NIETZSCHE
la feliz embriaguez propia del descubridor. «Nunca había surcado con es
tas velas sobre un mar semejante», escribe a Overbeck, «y la tremenda
alegría desbordante de toda esta historia de marineros (...) ha llegado a su
cima.» Si hasta entonces había sido hipersensible a la difamación y el des
conocimiento, ahora ya está en situación de interpretar el papel de ser su
perior: «En el fondo, es parte de la distinción que me concede mi posi
ción el hecho de que haya tantas cosas de las que no sé nada ni necesite
saberlo».
De esta disposición anímica de superior magnanimidad, victoriosa
benevolencia y triunfante mirada hacia el pasado nació la carta que escri
be el 22 de febrero de 1884 a Rohde, su mejor amigo de antaño y que aho
ra es catedrático según todas las reglas de la ciencia alemana, y además un
amante esposo y feliz padre de familia. Este había enviado a Nietzsche
una foto de su pequeño que le emocionó profundamente y le hizo recor
dar el pasado y a todos sus antiguos amigos: «A veces aún nos vemos, y
hablamos por no callar». Pero la verdad es que, «¡amigo Nietzsche, aho
ra estás completamente solo!». Esta es una de las caras del asunto. La otra
es: el Z aratustra ya está terminado. «Es una especie de abismo del futuro,
algo espantoso, pero en la dicha. Todo lo que contiene es mío, sin mode
lo, sin comparación, sin precursores; quien alguna vez haya vivido en él,
regresará otra vez al mundo con un rostro distinto.»
Lo que sigue resulta opresivo por su desmesura en el autohalago, El,
Nietzsche, ha llevado la lengua alemana a su perfección. Desde Lutero y
Goethe había sido necesario dar un tercer paso: «Observa y dime, viejo y
querido camarada, si la fuerza, la suavidad y la sonoridad se habían en
contrado ya alguna vez tan próximas en la lengua alemana». En general,
Goethe todavía habría sido demasiado «ondulante», demasiado blando, y
Lutero, a pesar de toda la fuerza de su lenguaje, un palurdo. El superaba
a Goethe por la severidad y virilidad de su línea. «Mi estilo es una danza;
un juego de simetrías», hasta la misma elección de las vocales. En el fon
do, él había seguido siendo un poeta hasta cualquier límite de este con
cepto, por mucho que se hubiera tiranizado a sí mismo con la filosofía.
Leemos esta clase de declaraciones con angustia. La altisonante de
terminación de la propia posición, la prepotente asignación de la condi
ción de genio, a las que sólo la historia tiene derecho, contienen algo de
embarazoso, por mucho que pueda haber algo de verdad en semejantes
declaraciones. Tal vez estas cosas se piensen, pero no se dicen. En vistas a
estas muestras de desmesura totalmente fuera de lugar (la motivación que
da Nietzsche para justificar semejante divulgación de pensamientos es dé
bil: «Tú, en una ocasión, creo que fuiste el único, expresaste un cumpli
do sobre mi lenguaje»), no resulta descabellada la pregunta de si no sería
posible hablar, ya ahora, en 1884, de estadios preliminares de su futura
locura.
[7 1 6 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
que ya hubiera sido anticipado o adivinado siquiera por alguno de los más
grandes. No hay ningún saber, ninguna prospección de las almas, ningún
arte del discurso anterior a Zaratustra: lo más próximo, lo más cotidiano
habla en él de cosas inauditas. La sentencia estremecida de pasión; la ora
toria convertida en música; rayos lanzados desde el hoy hacia futuros
nunca adivinados hasta ahora. La más poderosa fuerza metafórica que
hasta hoy haya existido resulta un pobre y puro juego frente a este regre
so de la lengua a la naturaleza de la imagen. — ¡Y cuando Zaratustra des
ciende y dice a cada uno lo mejor! ¡Cuando toca con mano suave incluso
a sus rivales, los sacerdotes, y sufre con ellos por ellos mismos! — Aquí el
hombre queda superado a cada instante, el concepto “superhombre” se
ha vuelto la mayor realidad, —en una lejanía infinita reposa por debajo de
él todo aquello que hasta ahora se había considerado grande en el hom
bre. Lo alciónico, los pies ligeros, la omnipresencía de maldad y de alegría
desbordante y todas las restantes cualidades típicas del tipo Zaratustra no
han sido soñadas nunca salvo para la grandeza. Es precisamente en esta
envergadura donde Zaratustra tiene cabida, en esta accesibilidad a lo an
titético como forma más elevada de todo el ser; y en cuanto se escucha
cómo la define, se renuncia por completo a buscarle cualquier ente equi
parable».
Ciertamente, un análisis de este texto muestra enseguida que la armo
nía se ha vuelto hueca en muchos casos; la fuerza, fanfarronería; la suavi
dad, un juego de palabras vacías. Una tonadilla de feria cuyos superlati
vos suenan en falsete gobierna este discurso panegírico. Aquí, la filosofía
de Nietzsche se prostituye y se engatusa.
Este texto que empieza con el concepto «dionisíaco» acaba con la
conjuración de Dionisos. Un par de semanas más tarde, Nietzsche se ha
vuelto «enfermo mental», «loco». Y curiosamente, en ese momento el
nombre de Zaratustra se extingue. Nos damos cuenta de que sólo se tra
taba de una máscara erudita del verdadero héroe que se revela en su lo
cura: Dionisos, dios y bufón.
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Desarrollo de undelirio
C
uando Nietzsche concluyó la cuarta parte del Z aratu stra, el 12 de
febrero de 1885, no hacía mucho que había cumplido los cuarenta
—por lo tanto, se encontraba en esa edad en la que el resto de la
gente suele vivir sus primeros éxitos profesionales— . A esos años, Rohde
fue llamado a ocupar la cátedra de Leipzig y, cuando descubrió que Leip
zig no le gustaba, se marchó a Heidelberg. Por su parte, Deussen publicó
los Veda. Todos ellos profesores correctos y ejemplares, tal y como suelen
aparecer en los libros. Nietzsche, que se veía ante el abismo de la más
completa falta de recursos, pudo averiguar con alivio que, de sus tres mil
francos de pensión de catedrático para los próximos tres años, tenía ase
gurados como mínimo dos mil. Esta era toda la seguridad que le respal
daba: no lo bastante para vivir, pero demasiado para morir.
[7 2 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
lentitud de pulso que él. También le propuso que viajara con él a Córce
ga, atravesando la isla hasta Ajaccio, el lugar de nacimiento de su héroe.
El verso de Ovidio que anotó en el ejemplar de Z aratu stra que había re
galado a Resa significaba, en la interpretación de Nietzsche, la transfor
mación del hombre en un nuevo ser, y la lectura del Z aratu stra había sido
pensada, más que ninguna otra cosa, como iniciación preparatoria para la
recepción del mensaje mistérico.
Los textos que le dio a leer, toda una serie de autores franceses del si
glo XVII y XVIII, historias y memorias, debían introducirla en una forma de
vida y sentimientos aristocráticos que había dejado de existir y que era
preciso recuperar. De entre los textos alemanes sólo había permitido el
V eranillo de San M artín de Stifter, un libro lleno de perfume de rosas, se
gún dijo, pensando en las guirnaldas de rosas que lleva Zaratustra en lu
gar de la corona de espinas. Más adelante varió el «programa mistérico»:
la meta ya no era Ajaccio, el lugar del nacimiento de Napoleón, sino Cor
te, el lugar de su engendramiento. «¿N o te parece que una peregrinación
a ese lugar resulta una preparación conveniente para la “voluntad de po
der, intento de transvaloración de todos los valores”», le pregunta a Gast
el 16 de agosto de 1886. Todo esto convergía en un sistema, sin duda nada
fundamentado en la lógica, pero sí en intuiciones y analogías.
Con cada una de sus publicaciones, Nietzsche veía más claro que lo
realmente verdadero no podía ser dicho. ¿De qué había servido que a pe
sar de todas sus precauciones hubiera desvelado una parte del mito del
eterno retorno? En el mismo momento en que publicaba ya se rebajaba,
pues depositaba sus sagradas escrituras junto a otros libros, productos de
las futilidades de su época, ofreciendo motivos para las más terribles con
fusiones. Nietzsche descartó el plan de explicarse frente a sus amigos, y
exclamó con un gesto de rechazo: «¡Cóm o podría yo impartir aún clases
magistrales!» (a Overbeck, 10 de julio de 1884), pero a continuación tam
bién asegura que había horas en las que veía claramente la misión que te
nía ante sí, «en la que un inmenso todo filosófico (¡que va mucho más allá
de lo que hasta ahora se ha llamado filosofía!) se despliega ante mis ojos
en sus distintas partes» (a Overbeck, mediados de agosto de 1884).
«Mucho más allá de lo que hasta ahora se ha llamado filosofía», en es
tas anunciaciones ya se encuentra latente la idea de insustituibílidad. Pero
le haría falta el más atronador de los superlativos para denominar esta «fi
losofía del futuro», cuando ya le había escrito al inteligente y claro Over
beck, refiriéndose al Z aratu stra • «Quisiera que tú también te convencieras
de que con este libro he superado todo lo que nunca ha sido expresado
en palabras, y que éste no es ni siquiera su mérito principal» (10 de julio
de 1884) Provisionalmente, y más ahora que el eterno retorno ya había
sido incorporado secretamente al tercer Z aratu stra, ese «inmenso todo»
quedaba reservado a visiones fantásticas o al cálculo especulativo. Con un
EL OCASO DE ZARATUSTRA [731]
él: en sus fantasías de conquistador del mundo. Ésta era la extrema com
pensación de su soledad: que él y sus enseñanzas fueran a regir a lo largo
de milenios. Así se lo reveló indiscretamente a Overbeck en su soledad y
desesperación: «Puede que secretamente haya creído siempre que en el
punto de mi vida al que he llegado ya no me iba a encontrar solo: que en
tonces iba a recibir votos y juramentos de muchos, que tendría algo que
fundar y organizar, y otros pensamientos por el estilo, con los que me iba
consolando en mis tiempos de más espantosa soledad». Éste era el sueño:
votos y juramentos de muchos, ser señor, ser maestro, sumisión absoluta,
tan severa como la que en su día se había practicado en las órdenes cris
tianas, tal vez particularmente en las órdenes de caballeros. Gast es el pri
mero en ser armado caballero de esta nueva orden «de la gaya ciencia»;
así se lo anuncia Nietzsche en septiembre de 1884.
Ciertamente, todo esto sólo es política a pequeña escala. ¡Cuán estre
chos son sus límites! Cuando Nietzsche consiguió que la obertura de la
ópera de Gast fuera estrenada en Zurich p riv atissim e para él, le escribe al
compositor: «Entonces, está escrito en las estrellas que yo soy su primer
oyente, ¡y usted ni siquiera...!». Podemos completar sin problemas esta
frase: Y usted ni siquiera mi primer acólito. Sólo una única vez tiene mo
tivos serios para albergar la esperanza de encontrar un acólito como los
que desea: aquel rubio, bien plantado, nobilísimo barón von Stein, hacia
quien Lou se había sentido inclinada en aquel año decisivo de 1882.
Heinrich von Stein viajó de motu propio hasta Sils-Maria para visitarle,
«un espléndido ejemplar de persona y de hombre», y Nietzsche anunció
feliz y precipitadamente que Stein iba a fijar su residencia en Niza tras la
muerte de su padre. El entusiasmo que siguió a este encuentro fue más
breve, impetuoso y encendido que nunca, Pero no había pasado ni un año
desde entonces, y Nietzsche ya tenía que lamentar: «¡E l pobre Stein! ¡In
cluso tiene a Wagner por un filósofo!». Cómo se hubiera escandalizado
Nietzsche de haber podido leer lo que este supuesto discípulo, a quien
había considerado candidato a oficial de Zaratustra, le había escrito a Da-
niela, la hija de Cosima (¡precisamente!) inmediatamente después de su
encuentro en Sils: «En el estrecho cuartito campestre de Sils encontré a
un hombre cuya primera contemplación despertaba compasión». Duran
te unos instantes, von Stein había admirado plena y sinceramente a
Nietzsche, pero «siempre y cuando no hablara de sí mismo».
Este hidalgo filósofo y wagneriano, el hermoso y altivo dominador,
destacó «lo pálido y fatigado de su apariencia»: había que tener compa
sión con el detractor de la compasión. Pero un par de años más tarde von
Stein ya había muerto, y fue Nietzsche quien, en retrospectiva, le recordó
como «el más hermoso ejemplar de hombre entre los wagnerianos». El
propio Nietzsche resistía, aguantaba. Al contemplar sus cuarenta años de
vida podía cuadrar el balance, según el cual, a pesar de todos los arreba
[7 3 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
«en el que tenemos que vivir, en el que, finalmente, sólo nosotros pode
mos vivir». El maestro de ceremonias que Nietzsche deseaba, su «guar
daespaldas», como también le llamaba, sería aquel que hubiera sido ca
paz de alejar todos los aspectos molestos de esta existencia soñadora y
que creaba como en un sueño.
«Crear» era la palabra favorita que empleaba Nietzsche en sus juegos
de pensamientos. Es la palabra que caracteriza al artista —y a Dios. En
sus oscilantes imágenes mentales se veía como las dos cosas, la una se di
solvía en la otra, pero cuando el sueño se desvanecía ya sólo quedaba el
chiflado, el bufón, al arlequín de la próxima eternidad. «¡Sólo bufón!
¡sólo poeta!», era el estribillo de una de sus poesías más hermosas y des-
corazonadoras. Por otra parte: el hecho de ser artista, poeta de su vida, le
permitía la posibilidad de contemplar toda su vida, y sobre todo su últi
mo período, abarcada por un gran arco único. Su «delirio» transformaba
poéticamente su miserable vida en un imponente modelo trágico o en un
cósmico fin del mundo. Al iniciar la historia de Zaratustra al final de L a
gaya ciencia con la palabra clave in cip it trag o ed ia , se refería a esto: a una
curva trágica, aurora y crepúsculo, muerte y apogeo, fiesta y sacrificio. En
sus propias palabras: «mediodía y eternidad». Había que cerrar los extre
mos de un arco, una órbita de estrellas o del propio sol, en la que lo más
miserable de su existencia, la «vida de perro» como él la llamaba, visto
desde la culminación de esta órbita, quedara reducida a nada, a una sim
ple recompensa por haber sido «uno de los mortales más dignos de envi
dia» en sus mejores momentos. Ya en 1882 le había escrito a Heinrich von
Stein que encerraba demasiado de la complexión «trágica» en su interior
como para no renegar de ella con frecuencia. «Entonces anhelo muchísi
mo una altura desde la cual el problema trágico se encuentre por debajo
de mí.»
Podemos concluir a qué se refería Nietzsche exactamente a partir de
un fragmento de una carta a Gast que ha sido citado pocas veces a causa
de su conexión aparentemente «supersticiosa». El 20 de septiembre de
1884 escribe a Gast desde Sils: «Ayer calculé que los momentos culmi
nantes de mi “pensamiento y poesía” (E l n acim iento de la traged ia y Z ara
tu stra) coinciden con los máximos de influencia solar magnética — y por
lo contrario, mi decisión por la filología (y Schopenhauer) (una especie de
autoenloquecimiento) y de igual manera mi H um ano, d em asiad o hum an o
(al mismo tiempo la peor crisis de mi salud) coinciden con los mínimos».
Trazó una órbita solar: eso formaba parte de sus cálculos secretos. «¿Ve
usted cómo el ermitaño de Maria-Sils se convierte en un astrólogo?», aña
dió en su carta a Gast. También Zaratustra es un sol; aurora y crepúsculo
son, aplicados a él, concepciones cósmicas.
Pero aún más significativo es que la órbita descrita en este fragmento
sobre el sol se extienda desde su obra juvenil, E l n acim ien to de la traged ia,
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 37]
hasta el Z aratu stra, excluyendo sus obras críticas. Según nos muestra la
primera obra de Nietzsche, en la tragedia se sublima, por una parte, el do
lor existencial de los griegos en una gran obra de arte: éste es el lado apo
líneo. Por otra parte, en la tragedia se desata el máximo deseo, dionisía-
co, de vivir, la exaltación delirante. En la afirmación máxima de la
existencia, la muerte es una fiesta, el eterno retorno es la mayor felicidad.
Vistas desde esta atalaya, la tragedia y la comedia se funden en un tercero
sin nombre, encarnado en la divinidad de Dionisos. El verdadero no es el
Nietzsche crítico, nos dice esta cita, sino el místico. Todos los que real
mente han sido grandes, apunta en otra carta a Gast, han sido «ermitaños
místicos».
In cip it trago ed ia: esto significa la restitución de la tragedia griega en su
derecho, es decir, también la resurrección del dios Dionisos, que vuelve
glorioso desde el mar para redimir a una Ariadna mítica. Desde este pun
to de vista, la locura de Nietzsche (y en ello se parece a la violenta locura
de Hölderlin) es efectivamente algo similar a la consumación, a la cele
bración, en cuanto gran acto festivo final. Encontramos un efecto muy
parecido al de una dirección de escena, entendida como control de esta
obra de arte de su vida, cuando el 16 de diciembre de 1888, justo antes de
desencadenarse la locura, le escribe a Gast: «D e momento no acabo de
ver para qué tendría que acelerar demasiado la catástrofe trágica de mi
vida, que comienza con “Ecce”». En su calidad de músico, introduce, por
así decirlo, un ritardan d o.
También forma parte de la ambigüedad de esta existencia que, vista
desde lo alto, la tragedia puede ser re-contemplada como comedia. Así lo
dice ya el tercer libro de L a gaya ciencia bajo el título «Homo poeta» (tra
ducible como «el hombre como poeta de su propia vida»): «Yo mismo,
que he creado por cuenta totalmente propia esta tragedia de las tragedias,
en la medida en que ha quedado acabada (...), yo mismo he matado a to
dos los dioses en el cuarto acto — ¡por moralidad! ¡Qué va a ser ahora del
quinto! ¡De dónde cabe extraer ya la solución trágica! — ¿Tendré que
empezar a pensar en una solución cómica?».
Hay muchas cosas que hacen pensar que fuera él mismo quien activa
ra la solución cómica mediante su «religión de la risa». Al igual que detrás
de cada una de sus caverna hay una caverna nueva, así, detrás de cada
aspecto trágico, quien siempre continuara preguntando podía llegar a
descubrir su iluminación y derogación cómica. En uno de los brillantes
prólogos que escribió en 1886 para sus obras más antiguas, en el corres
pondiente a L a gaya cien cia , transforma explícitamente el in cip it tragoedia
con el que concluye el libro del Sanctus Januarius, en este sentido: « In ci
p it trago ed ia se dice al final de este libro crítico-acrítico: ¡ ándese con cui
dado! Se anuncia algo portentosamente grave y malvado: in cipit p aro d ia,
no cabe duda...».
[7 3 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
«Me veo sobrecargado con deberes y obligaciones difíciles, las más di
fíciles», le escribe Nietzsche a su madre el 10 de agosto de 1884, y sigue
sin punto y aparte: «El pasado verano hice empapelar la habitación, aho
ra estoy pensando en adquirir una estufa». Cuanto más trataba de salir
flotando como en una danza, tanto más tenazmente se adhería a él la ma
teria terrenal de lo demasiado humano. Cuanto más claramente y más li
bre de dudas se sentía en el papel de redentor y de gran destructor, en el
de Zaratustra-Dionisos, tanto más violentamente se manifestaba que «el
buen profesor ciego» de la pensión suiza de Niza o el solicitante cortés e
inoportuno en cuestiones de ópera era un completo desconocido; que vi
vía en habitaciones orientadas al norte; que él, la espalda dolorida apoya
da en la madera, viajaba en tercera clase, la más barata y rebosante de
gente; que debía someterse a embarazosos procedimientos aduaneros;
que apenas podía permitirse el lujo de comprarse un libro; que la renta
que le mantenía en vida volvía a ser renovada sólo por un par de años
más, a cuyo final se cernía la nada. Además, ya no tenía editor, por lo que
posiblemente se vería obligado a costear de su bolsillo la publicación de
¡o que todavía escribiera. La desproporción clamaba al cielo, no sólo con
respecto a la propia valoración de su papel, sino también en comparación
al rango que la posteridad le ha concedido.
No resulta sorprendente que Nietzsche se volviera cada vez más deli
cado, que su relación con el entorno estuviera profundamente pertur
bada, oscurecida no sólo por su delirio, sino también por las infelices
reacciones de todos los que tenían que ver con él. Apenas se había recon
ciliado con Elisabeth, volvió a tener disgustos con ella, esta vez por ma
quinaciones antisemíticas, relacionadas con el doctor Förster y una tal
Mathilde; Elisabeth le parecía «malvada», según le escribe a Overbeck;
«tiene que marcharse a Paraguap>, añadió como si se tratara de una orden
de destierro. Sin embargo, ello no impidió que al cabo de menos de seis
meses se reencontrara con ella en Zürich, pasara con ella días muy ani
mados y le anunciara a Overbeck que Elisabeth era «un animalito esplén
dido». No le gustaba la gente, y sin embargo la necesitaba.
Nietzsche anotaba una y otra vez, sobre todo en sus cartas a casa, las
ocasiones en las que alguien se había dirigido a él con respeto, «atenta
mente», «con cortesía», con «veneración, es más, con reverencia», tam
[7 4 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
bién cuando los huéspedes del hotel le hacían visitas de despedida. Con
todo ello, se permitía el lujo de hacerle saber a Lanzky «quién» era él.
Ahora, en la correspondencia que mantenía con su casa, en la que más
podía dejarse llevar a este respecto, firmaba con «Vuestro príncipe» o
«Vuestro discreto humilde príncipe». Una vez incluso firmó como «prín
cipe Ardilla», en recuerdo a viejos juegos infantiles.
Ahora la pensión le resultaba tolerable a Nietzsche, según escribe en
Navidades de 1884 a casa, gracias a su propia tolerancia y comedimiento:
« “Benevolencia” sería lo más correcto», afirma. «Benévolos» son los
príncipes, y esta carta está firmada con «príncipe Friedrich». Lanzky, que
había adoptado sin problemas el papel del ayudante sumiso, se empezaba
a dar cuenta. Según Nietzsche, él no era lo bastante gracioso. «Pero se es
fuerza mucho por mí y soporta que yo a veces no le aguante sin ser im
pertinente.» Gast sabía bien las razones que tenía para preferir no ir a
Niza. Cuando estaba de humor negro, Nietzsche era casi tan insoportable
como el mundo se lo parecía a él.
Que Nietzsche fuera alguien mejor y que estuviera llamado a algo más
elevado ¡y cuán elevado! hacía que la relación de igual a igual de la socie
dad burguesa le pareciera una constante humillación. Lo resumió en su
queja constante sobre la gran cantidad de cosas que la gente se permitía
con respecto a él. La pregunta era ¿cómo escapar a la «indignidad de la
pensión» en la que se había introducido «mudo y humillado»? «Para mi
futura vida en este mismo lugar», escribe el 4 de diciembre de 1884 a su
casa, «necesito 1), un piso independiente, 2) una cocinera, 3) a mi músi
co Gast.» También se daría por satisfecho con un criado trabajador. Pero
también existen unos puntos 4) y 5) que Nietzsche no indica. Hace cien
años, éstos no resultaban deseos demasiado provocadores, pero sí indi
cios de un pensamiento ideal que desplazaban a un lado la realidad. Tam
bién actúa así en Turín, donde se informa sobre un sastre de primera y es
coge al futuro cocinero de la corte, antes de convertirse definitivamente
en Dionisos.
Los poemas que añade a L a gaya cien cia se titulan «Canciones del
príncipe Vogelfrei» —otro papel principesco en el que salen al encuentro
una ascendencia noble y una independencia bohemia. Nietzsche acentúa
el sueño de su noble procedencia polaca, incluso encuentra para
«Nietzky» una etimología que le señala como «destructor»; si podemos
fiamos de la copia efectuada por Elisabeth de una carta perdida, ya en
marzo de 1885 Nietzsche reflexionaba sobre cómo era posible que tuvie
ra vínculos de sangre con su madre. Recopila para Gast las señales de su
nobleza; después iba a incorporarlas como pieza principal en su próximo
libro, M ás a llá d e l bien y d e l m al.
A la humillante realidad no puede oponerle nada salvo su sueño de
ser un señor, salvo sus salvajes escenas de reordenarlo todo, su tiranía des
EL OCASO DE ZARATUSTEA [7 4 1 ]
bordante, su destrucción de todas las cosas realizada con unos pocos tra
zos de su pluma. Nietzsche no se limitó a encerrar este sueño en sus libros
de notas, sino que lo llevó a la luz pública en su «escrito polémico» L a ge
n ealogía de la m oral. En él habla de los distinguidos, de los poderosos, de
los gobernantes que, si bien en su relación mutua se demuestran conside
ración, autodominio, delicadeza, fidelidad, orgullo y amistad (¡cuánto le
hubiera gustado poder disfrutar de lo mismo en su propio entorno!), de
cara al exterior no son mucho mejores que animales de presa a los que se
ha dejado en libertad. «Regresan a la inocencia de la conciencia del ani
mal de presa», dice en el párrafo 11, «como monstruos alborozados que
tal vez huyen de una atroz sucesión de asesinatos, incendios provocados,
profanaciones, torturas, con una insolencia y un equilibrio anímico pro
pios de una simple gamberrada estudiantil, convencidos de que después
de esto los poetas iban a tener algo que cantar y ensalzar durante mucho
tiempo. Sobre la base de todas estas distinguidas razas resulta inconfun
dible el animal de presa, la espléndida bestia rubia que vagabundea en su
afán de botín y de victoria; para este motivo oculto necesita descargarse
de vez en cuando, el animal tiene que salir de nuevo, tiene que regresar al
mundo salvaje. Ya sean aristócratas romanos, árabes, germanos, japone
ses, héroes homéricos, vikingos escandinavos —ante esta necesidad todos
son iguales.»
Aquí aparece al fin esa expresión tan celebrada y denostada de «la
bestia rubia», que también ha sido muchas veces víctima del mal uso, de
la simplificación más basta y de la apropiación de las ideas de Nietzsche,
pero que fue dicha al fin y al cabo, soñada como un retomo, al igual que
en su día Rousseau soñara y anunciara más pacíficamente el retorno a la
naturaleza. Y sigue, realmente como una profecía siniestra, la frase que
los panegiristas de la «bestia rubia» olvidaron citar y que los enemigos de
Alemania tuvieron muy presente:
«L a profunda, gélida desconfianza que despierta el alemán en cuanto
se hace con el poder, como también ahora — sigue siendo todavía un eco
de aquel imborrable horror con el que Europa contempló durante siglos
el desenfreno de la rubia bestia germánica».
¿Estaba a favor, en contra?
Ya se sintió horrorizado cuando se encontró con los últimos vestigios
de la guerra, en los campos de batalla vacíos de 1870, o cuando veía cómo
las llamas consumían obras culturales, como en el supuesto incendio del
Louvre. Y entonces, con tanta mayor vehemencia, soñaba:
Entonces,
de repente,
con recto vuelo,
lanzado el tiro
chocaras con corderos,
recto hacia abajo, hambriento,
ávido de la carne de los corderos,
con rencor contra todas las almas de cordero,
fiero rencor contra todo lo que tiene apariencia
virtuosa, corderil, rizadamente lanuda,
boba, con benevolencia de leche de cordero...
noche, entre las dos y las tres y inedia, he dado una vuelta para ir en bus
ca de todas las personas que me resultan conocidas y que pasaban la no
che a la intemperie, sumidas en un humor sombrío Hubo pequeños
temblores, los perros aullaban, media Niza estaba en pie. Yo mismo dor
mí bien antes y después de mi recorrido de inspección» (el 24 de febrero
de 1887 a Overbeck). No hay que ver jactancia en estas palabras. Ya de
niño había porfiado con las tormentas. Sus temores se referían a lo veni
dero. Veía acercarse la catástrofe y no sabía si era la suya propia o el fin
del mundo.
ba, a Niza y a Turín. Los escenarios que ahora diseñaba llevaban perfume
francés o estilizaciones sureñas, desde el Z aratu stra hasta los D itiram b o s
d io n isíaco s... cancán o tarantella.
Tampoco en este campo tardó en componer su propia teoría. En M ás
a llá d e l bien y d e l m al (aforismo 239) define a la mujer como la cara
opuesta de la raza de caballeros que postulaba, como el gato junto a la
pantera: «L o que en la mujer despierta respeto y, con frecuencia, temor,
es su naturaleza, que es “más natural” que la del hombre, su astuta sua
vidad propia de un animal de rapiña, sus garras de tigre ocultas bajo los
guantes, su ingenuidad en el egoísmo, lo imposible de su educación y su
salvajismo interior, lo incomprensible, extenso, fantástico de sus deseos
y virtudes». Esto es lo que había copiado de Lou o lo que había vislum
brado en su interior, pero también podía encontrar algo parecido a la
mujer como fem m e fa ta le , como esfinge, como atractivo acertijo, en las
novelas francesas. Estos seres mágicos y hechiceros eran tan poco «de es
tar por casa» como la «bestia rubia», pero para su delirio resultaban ma
ravillosos.
Cierto que necesitaba un pequeño truco para poder incluirlas en su
obra filosófica: tomó a la mujer como alegoría; ella encamaba la vida mis
ma, al igual que hacía en la «otra canción de danza» de la tercera parte del
Z aratu stra. Esta canción es un curioso monólogo amoroso escrito en el es
tilo ligero de la coqueta poesía pastoril francesa que estaba de moda,
compuesta en prosa rítmica a la que se le añaden rimas casi de improviso.
Sólo habla una persona: el enamorado, que baila al ritmo de la música de
castañuelas de la muchacha, a la que persigue cuando ésta huye de él, a la
que ya se dispone a capturar cuando, de repente, él tropieza, cae a sus
pies, le implora piedad... para ponerse repentinamente en pie de nuevo y
tomarla en sus brazos para conducirla a un escondite, pero recibiendo
dos bofetadas en su empeño. Entonces se vuelve airado: «¡Estoy verda
deramente cansado de ser siempre tu más pastoril pastor! ¡Bruja, hasta
ahora he sido yo quien te ha cantado, ahora debes tú gritar mi nombre!».
Este «él», como pronto se verá, es Zaratustra, y no la fustiga con el lá
tigo, sino que sólo la maldice. Pronto ambos amantes se encontrarán en
íntima conversación. Pero la muchacha llamada «Vida» se lamenta, pues
sabe que Zaratustra va a abandonarla. Entonces Zaratustra se inclina ha
cia su oído y le susurra algo. La muchacha levanta la mirada: «¿Tú lo sa
bes, Zaratustra? Nadie lo sabe». Hasta cierto punto a modo de solución
del susurrado acertijo sigue la canción de las campanadas:
[7 46] FRIEDRICH NIETZSCHE
¡U n o !
¡Oh, hombre! ¡Anda con cuidado!
¡D o s !
¿Qué dice la profunda medianoche?
¡T re s!
“Yo dormía, dormía — ,
¡C u a tro !
De un profundo sueño he despertado: —
¡C in c o !
El mundo es profundo,
¡S e is !
Y pensado para ser más profundo que el día.
¡S ie te !
Profundo es su dolor — ,
¡O c h o !
Deseo — más profundo aún que el dolor del corazón:
¡N u e v e !
El dolor dice: ¡desaparece!
¡D ie z !
Pero todo deseo ansia eternidad — ,
¡O n c e !
— ¡ansia profunda, profunda eternidad! ”
¡D o c e !
Esta efectista canción, con sus doce oscuras campanadas y sus versos
cargados de profundo sentido, ha sido citada con frecuencia. El mismo
Nietzsche se la recitó a la joven Resa antes de susurrarle al oído su secre
to. ¿Pero qué tiene que ver lo uno con lo otro, con la canción de baile, de
chanza, de captura? Hasta cierto punto es preciso haber entrado en el de
lirio de Nietzsche, en sus cavernas, para encontrar la clave (o, como él
mismo iba a decir pronto: el hilo de Ariadna). El camino que conduce a
este mundo mental mítico-místico es laberíntico.
Ya no hay matrimonio para el soltero de Basilea, el profesor pensio
nista, ya no hay cortejos superfluos ni humillantes calabazas. En su lugar,
otro matrimonio se consuma: el de Zaratustra con la vida, una boda mís
tica, situada más allá de todas las obligaciones terrenales y de su mezqui
na obtención de placer. El dolor es la esencia del mundo, Zaratustra lo ha
podido comprobar; también es necesario el dolor, el encuentro no es po
sible sin violencia: golpes para ella y para él. Pero más profundo que el
dolor — a pesar de Schopenhauer y de Wagner— es el deseo, y el deseo
anhela esa eternidad de las enseñanzas de Zaratustra que está garantizada
en sus profecías: el eterno retorno. Por este motivo, la última campanada
no es la de la medianoche, sino la del mediodía:
EL OCASO DE ZARATUSTRA [747]
Si reí jamás con la risa del rayo creador, al que el largo trueno de la
acción sigue enojado, pero obediente:
Si jugué jamás con los dioses a los dados en la mesa divina de la
tierra, hasta que la tierra temblara y se partiera y expulsara ríos de
fuego: —
— pues una mesa divina es la tierra, y temblorosa ante las nue
vas palabras de creación y las jugadas de los dioses: —
¿Cómo no iba yo a estar apasionado por la eternidad y por el
nupcial anillo de los anillos —el anillo del eterno retorno?
Hasta qué punto trasgueaba el motivo del amor por su mente y por su
sangre, en su cabeza y en sus miembros, lo muestra, en la cuarta parte del
Z aratu stra , un nuevo compendio erótico, la canción de las hijas del de
sierto, un poema largo pero nada monótono de casi ciento cincuenta ver
sos. Esta vez ya no coquetea con una bruja alegórica, con la vida que hay
que capturar, sino con un accesible grupito de «muchachas-gatas», damas
del oasis llamadas Dudu y Suleika, delicias orientales. Nietzsche, el serio
europeo, el cargado de moral, se encuentra de repente en un paraíso del
deseo. El mismo se siente:
[7 48] FRIEDRICH NIETZSCHE
Como un dátil,
marrón, endulzado, de doradas promesas, deseoso
de una redonda boca de mujer,
pero más aún de femeninos
gélidos blanquísimos cortantes
dientes incisivos: pues por ellos
languidece el corazón de todos los dátiles calientes.
Puede que a los lectores de la erótica nietzscheana les haya llamado al
guna vez la atención un detalle que merece la consideración del biógrafo.
En la obra de Nietzsche se habla frecuentemente y con insistencia de las
mordeduras de «dientes blanquísimos y cortantes», y también del resta
llar del látigo. En la escena-de-persecución-y-captura que hemos visto an
tes, el amante o bien implora piedad a los pies de la muchacha o bien in
tenta intimidarla haciendo sonar el látigo. En el episodio del harén,
Nietzsche, este europeo moralizante, se siente como un dátil en el que se
clavan conscientemente los dientes femeninos. Toda su metafórica de ga
tos, panteras y tigres señala hacia la misma dirección. ¿Acaso salen aquí a
la luz rasgos sadomasoquistas?
¿Qué sabía Nietzsche de aquellas denostadas perversiones eufemísti-
camente denominadas «el vicio inglés» que se practicaban básicamente
en Londres, de igual manera a como, para los deseos más moderados de
la carne, la capital era París? En 1885 el P a ll M a lí G azette descubrió los
escándalos londinenses de sadismo, y en el mismo año apareció la traduc
ción francesa de esta serie de artículos en forma de libro. Al igual que la
homosexualidad iba a relacionarse más adelante, como segundo «vicio in
glés», con el nombre del poeta Oscar Wilde, así las voluptuosas descrip
ciones de casas secretas en las que, en habitaciones insonorizadas, algunas
muchachas eran atadas con correas y expuestas a sus torturadores, se vin
culaban al nombre del poeta inglés Swinburne.
A Swinburne le había dominado desde su juventud el deseo de ser
azotado por mujeres hermosas. Llevó un «Registro de azotes» en versos,
para el cual, como hombre acomodado que era, se hizo dibujar las ilus
traciones correspondientes. En una de sus novelas se podía leer: «¿N o sa
bes que un nervio puede vibrar y retorcerse de dolor mientras la sangre
baila de alegría y canta como una ninfa ebria? ¿Que resulta un placer ser
mordido y desgarrado por labios, dientes y dedos sedientos de amor...?
¿Que el sufrimiento y el dolor de la carne son manifestaciones apropiadas
en igual medida para el deseo que para el dolor?».
El 22 de octubre de 1884 Nietzsche informó a su hermana que había
estado dando un largo paseo con su amiga Helene Druscowicz. Esta se
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 5 1 ]
había dedicado con gran intensidad a estudiar sus escritos, además de ha
ber publicado un libro sobre Shelley y otro más sobre tres poetisas ingle
sas. «Ahora está traduciendo al poeta inglés Swinburne.» A Elisabeth le
podía explicar con toda tranquilidad lo que realmente le fascinaba hasta
lo más hondo: en Naumburg, Swinburne era un nombre desconocido por
completo. Por si acaso, añadió que la señorita Druscowicz era una perso
na noble e íntegra, incapaz de hacer ningún daño a su filosofía.
Sin duda Swinburne no fue el primero en descubrirle a Nietzsche la
existencia del dolor como fuente del placer; pero le suministró una con
firmación. La poesía de las hijas del desierto surgió, según testimonio de
Elisabeth, durante los días de paseos por Zurich en compañía de Helene
Druscowicz, para convertirse poco después en la letanía del deseo de la
cuarta parte de su Z aratu stra. En cualquier caso, se percibe una cierta
«propensión». Podemos vislumbrar antiguas experiencias infantiles, la
bienintencionada severidad de la madre, los castigos de Schulpforta, con
templados y vividos con temblorosa compenetración. El látigo era el
utensilio que acompañaba al jinete. Con el látigo acudían a clase en Leip
zig los «jóvenes dioses» Nietzsche y Rohde. Nietzsche se empeñó en pa
sarle el látigo a su Lou para aquella célebre foto.
Por no olvidar el deseo infantil propio de la sensación de recogimien
to cuando el niño es arropado en la cama por la noche. Eso es lo que los
psicoanalistas denominan «regresión infantil», caverna o retorno al vien
tre materno. El poeta recuerda la ballena de Jonás, que se sintió tan atra
gantada como antaño lo estuviera el propio poeta en la balada de las hijas
del desierto, «Salve sea su vientre...». Pero, para ser exactos, el vientre es
una boca, «el más fragante de todos los morritos», en ella el poeta-soña
dor se siente «como un dátil», deseando dientes incisivos. Tal vez a partir
de esta conducta o de esta tendencia pueda entenderse de forma especial
su felicidad de Tribschen: en este lugar pudo revivir su infancia, en él
pudo someterse como san Anselmo mientras, severa y cariñosa, Cosimá
gobernaba en calidad de domina.
Nietzsche conocía los aspectos históricos: «Casi en todas partes se en
cuentran —o se encontraban— formas de cultura en las que el dominio
correspondía a la mujer». La mujer se convirtió en hembra sólo después
de set sometida, nos explica Nietzsche; sólo desde entonces la mujer es
algo encantador, interesante, variado, astuto. Así, la mujer también se ha
bía convertido en un genio de la maldad y: «¡Un poco ménade por ella
misma!». Ah, sí, las ménades. Hay que conocer la mitología para poder
seguir cómodamente a Nietzsche y sus abismos. Las ménades, en caste
llano «frenéticas», eran las bacantes, mujeres que en el celo primaveral, y
muy para el disgusto de sus esposos, se unían a los cortejos festivos de
Dionisos, vestidas con largas túnicas cubiertas de pieles de corzo y con el
cabello suelto; cazaban las crías de corzo, las desgarraban todavía vivas y
[7 5 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
roían con los dientes la carne cruda de los huesos. Eurípides había pues
to este nombre a una de sus tragedias: en sus 'B acantes, Penteo, el enemi
go de Dionisos, es desgarrado por las frenéticas mujeres igual que si hu
biera sido una cría de corzo. En el instituto de Basilea, Nietzsche había
leído precisamente las B acan tes en clase, con sus aplicados alumnos. Tam
bién Orfeo, el gran poeta-cantor, fue desgarrado por las ménades; lo úni
co que no queda claro es el motivo: o bien por serle fiel a su Eurídice, o
bien porque le gustaban los muchachos, o porque cada mujer deseaba te
nerlo para sí. Y mira por donde, Nietzsche incitó a Gast a componer un
O rfeo operístico, que también debería llevar el título de O rfeo y D io n iso s.
Finalmente: el propio Dionisos había sido desgarrado y descuartizado
bajo el nombre de Zagreo, y su muerte se celebraba ritualmente en pri
mavera, con la representación de su descuartizamiento.
Todos ellos secretos, «procesos» internos de los cuales a veces Nietzs
che desvela una parte. Elisabeth veía las cosas de manera algo distinta: en
el capítulo «Mujer, amor y matrimonio» de su biografía escribió que, si
bien es cierto que su hermano no había alabado nunca a la mujer alema
na, «¡con la mano en el corazón, queridas hermanas lectoras, la mujer ale
mana que ha sido ensalzada por los poetas es un bien muy escaso! Mi her
mano sólo ha reconocido a un tipo femenino digno de ser alabado: el de
la hidalga alemana de provincia...». Sin duda alguna, Elisabeth es una bo-
balicona, una auténtica pavitonta. Pero no le falta razón en un punto. El
soñador que se deleitaba en el triunfo y en la espantosa muerte de Dioni
sos, a quien hubiera gustado ser voluptuosamente desgarrado y mordido
en su propia carne por inmaculados dientes, era al mismo tiempo una
persona atemperada, un ermitaño, un asceta totalmente entregado a su
misión.
En cuanto asceta, Nietzsche juzga despiadadamente a los demás: acu
sa a los sifilíticos, escribiendo todavía en 1888: «¿Qué es la castidad en el
hombre? Que su gusto sexual haya mantenido su distinción; ¡que in ero-
tic is no le guste ni lo brutal, ni lo enfermizo, ni lo sofisticado!». De nin
gún modo debemos malinterpretar su enseñanza como una exhortación
al libertinaje. Él amonestaba a los cerdos en los jardines sagrados de Za-
ratustra, e incluso la opereta vienesa de Johann Strauss le parecía «cochi
na» en comparación a la perfumada opereta francesa, que visitaba sin fal
ta. Es perfectamente posible vincular la castidad y la sensualidad, según
escribió en el apartado «Qué significan los ideales ascéticos» de la G en e
alo g ía de la m oral. Ojalá Wagner hubiera llevado a cabo su antiguo pro
yecto de componer una «Boda de Lutero», en cuanto ensalzamiento de la
castidad y de la sensualidad, «puesto que entre castidad y sensualidad no
hay necesariamente una contradicción; cualquier buen matrimonio, cual
quier historia amorosa de corazón supera con creces esta antítesis». Con
su matrimonio, Lutero termina con el celibato, con el falso ascetismo, y
,.^L OC A S O DB ZARATUSTRA [753]
Ascensión turinesa
L
os observadores en general y los biógrafos en particular gustan de
las «evoluciones»: Algo comienza en forma de brotes y capullos,
pequeño y misterioso, se desarrolla, se extiende y, finalmente, se
hace accesible y visible para todo el mundo. Así es como crece un árbol,
y también así evoluciona un cáncer. Finalmente, así se desarrolló la genia
lidad de Nietzsche, y así creció en él su locura, sobre todo si se tiene en
cuenta que la «semilla» la sembró su famosa infección de 1866. Por lo
tanto, la parálisis progresiva dispuso de mucho tiempo para avanzar, ha
cerse fuerte y socavar a su víctima, hasta surgir triunfalmente a la luz en
invierno de 1888. Desde el doctor Möbius, que en 1902 fue el primer mé
dico que exploró por escrito este asunto y su origen, no han faltado bus
cadores de pistas al acecho de indicios previos de esta catástrofe, de sín
tomas tempranos o anteriores a ella.
Sin embargo, esta clase de síntomas no existe, por lo menos hasta el
[7 6 0 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Otra cita más de Napoleón, otoño de 1887: «Tengo los nervios extre
madamente sobreexcitados; si mi corazón no latiera con una lentitud re
gular, correría peligro de volverme loco». Recordémoslo: Nietzsche tiene
el mismo pulso que Napoleón y —ciertamente— los nervios sobreexcita
dos. Gracias a este pulso lento, a pesar de toda su sensibilidad, Napoleón
no se debilitaría, no se volvería loco, sino que al final iba todavía a con
quistar el mundo y el tiempo. Sobre la obra cumbre que Nietzsche tiene
proyectada dice explícitamente: «Cada libro como una conquista, ataque
— tem po lento — defendido dramáticamente hasta el final; finalmente ca
tástrofe y repentina redención». Esto lo escribe el artista-conquistado, y
nadie puede discernir si sólo emplea los términos militares metafórica
mente o como una realidad fantástica del futuro. En el apartado «Sobre el
libro perfecto», que también procede de otoño de 1887, Nietzsche formu
la como receta para escribir la «preferencia por la terminología militar».
Lo que en las declaraciones de sus cartas parece espontáneo, como
mera expresión de su estado de ánimo, ha sido calculado en este sentido
en función de los roles y finalidades necesarios para servir a su futura mi
sión. Incluso el endiosamiento, ese paso extremo del delirio de grandeza,
en sus nptas parece incorporado a una receta vital futura y «razonable».
Para los hombres nuevos, «D ios» es un «momento de culminación: «La
existencia es un eterno endiosamiento y desendiosamiénto».
En aquellos casos en los que traza un balance en sus cartas, la sobrie
dad del juicio de Nietzsche resulta a menudo sorprendente, como en su
carta a Overbeck desde Canobbio, junto al lago Maggiore, del 14 de abril
de 1887. Una vez hubo constatado que no había nada que le deprimiera
más que la «comprensión» para con él de los «bienintencionados», prosi
gue: «En ocasiones no hay nadie que me comprenda; y si el cálculo de
probabilidades no me engaña, esto va a seguir siendo así hasta 1901. Creo
que me tomarían por loco si hiciera saber lo que pienso de mí mismo.
Forma parte de mi “humanidad” el dejar que persista la confusión gene
ralizada sobre mi persona: de lo contrario amargaría a mis amigos más
respetables contra mí y no beneficiaría a nadie con ello».
Profecías como ésta se sitúan por completo dentro del alcance de una
conciencia fuerte y desmedida de uno mismo, pero no «enajenada». Tam
bién lo que sigue, expresado en una carta a Overbeck, describe más un
papel a interpretar que una reivindicación injustificada: «Este invierno he
consultado lo bastante la literatura europea como para ahora poder decir
que mi posición filosófica es con mucho la más independiente de todas
las restantes, hasta el punto de que me considero el heredero de varios
milenios: nuestra Europa de hoy aún no tiene ni idea de en torno a qué te
rribles decisiones gira todo mi ser, ni a qué rueda de problemas me en
cuentro atado —ni de que conmigo se prepara una catástrofe cuyo nom
bre conozco pero no voy a pronunciar».
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 6 3 ]
d e lu x e (panadero de lujo) que sabía hacer pastel de queso, del cual había
enviado uno hace poco al rey de Württemberg. El «príncipe modesto»
que se había mezclado de incógnito entre el grupo de jóvenes soldados,
ya estaba buscando a un proveedor de la Corte.
tico de esperanza de que esta obra fuera a ser un puente para su filosofía,
«en vistas a una futura comprensión de ese problema psicológico que soy
yo...». Toda autocrítica quedaba ahogada ante la limpia impresión de las
notas, a partir de las que escuchaba una música celestial, su propia músi
ca celestial, un «afecto básico» de su filosofía: «seriedad y pasión».
Esto sí se lo tomó en serio. Para ello ningún tiempo le parecía dema
siado valioso. El impresor debía poner atención en que después de la pa
labra final «pena» aparecieran puntos suspensivos, sin signo de exclama
ción; se sintió desconsolado al comprobar que un signo incorrecto en el
grabado de las notas había convertido un acorde en tono mayor en otro
en tono menor. El tono falso del clarinete en este punto le quitaba el sue
ño. Obviamente, este himno era para él mucho más que una mera prueba
u obra maestra musical. El giro final «¡pues bien! ¡Todavía te resta tu
pena!...» era el máximo de h ybris, de desafío a los dioses, un exceso de va
lor y de insolencia, según le confió a Gast; «cada vez que veo (y oigo) esta
parte, un pequeño escalofrío recorre mi cuerpo». Las erinias, añadió, las
diosas de la venganza, tendrían buen oído para esta clase de «música».
¿Qué era tan escalofriante? Sin duda, no su música. ¿Qué era tan de
safiante? ¿Que él, el torturado, pidiera más torturas, se atreviera a solici
tar pena? O no sería más bien que con su música Nietzsche se olvidaba de
sí mismo, «como si me contemplara y me sobresintiera desde una lejanía
muy grande», que se volvía una persona completamente distinta: el héroe
trágico de aquella tragedia griega que había nacido del espíritu de la mú
sica en 1874. Erguido, enfrentándose cara a cara a su destino, que, según
es habitual en las tragedias, iba finalmente a destruirle. Todo esto mere
cería un pequeño escalofrío. Después de estas declaraciones, ya podía
charlar con Gast sobre los detalles: «Toleraría un la, siempre que fuera el
inicio de una cadencia larga, apasionada, trágica, en altibajo (en fa soste
nido menor), como por ejemplo con un unísono de violines; en cambio,
así, solo, el la queda yermo, doloroso, sin esperanza». Pero incluso en los
detalles, Nietzsche seguía siendo un literato, entendía la música como si
fuera lírica. Seguía sintiéndose tan inseguro en este campo como cuando
de niño compuso la sinfonía de Hermanarico, totalmente arrebatado, so
metido a los sentimientos más violentos, en los que la música actuaba
como un detonante. A Gast, por su parte, le informaba de sus apuros:
«En estos momentos me falta una estética in p u n cto m usicae, quiero decir:
tengo un “gusto”, pero me faltan las razones, la lógica, el imperativo de
este gusto» (19 de noviembre de 1886). Un mes más tarde fue al teatro
«por melancolía», y se sorprendió de la elegancia y finura de la música, in
cluso —lo cual era más que absurdo— había llegado a tener tres o cuatro
veces los ojos llenos de lágrimas. ¡La pieza de la que habla Nietzsche es la
opereta Boccaccio, de Franz von Suppé!
Nietzsche se rompía la cabeza. «¿Q ué sucedió en su interior», le pre
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 7 1 ]
africana, la alegría fatalista, con un ojo que mira seductor, profundo y te
rrible; la melancolía del baile moruno; la pasión centelleante, afilada y re
pentina como un puñal; y olores que llegan flotando desde la tarde ama
rilla del mar, con los que el corazón se sobresalta como si recordara islas
olvidadas en las que permaneció alguna vez, en las que debería haber per
manecido eternamente...». A continuación aparece la palabra «antiale
mán», subrayada dos veces, y las palabras clave «bufo» y «el baile moru
no», con un único subrayado.
Lo que Nietzsche denomina «español» en su carta se refiere en reali
dad al Africa. C arm en era más que sólo española: era gitana, mora, árabe.
Aún conservaba en el recuerdo a las muchachas morenas Dudu y Suleika,
con sus blanquísimos dientes, y el oasis Biskra en medio del desierto.
«Bufo», la primera palabra clave, se refería a la alegría sureña de la ópera,
Nápoles más que Venecia. La otra, «baile moruno», apunta hacia un ero
tismo en el que el amor se paga con la muerte y la flor con la sangre.
Ahora, esta Africa empezaba a dominarle, y ya que él no podía viajar
a África, era este continente quien acudía a él. Su mirada forzaba a la rea
lidad a adoptar la forma más apropiada. En realidad Niza, esa ruidosa
gran ciudad, no le había gustado nunca. Pero ahora empezaba a formar
una aureola ante sus ojos: ahora tenía algo embriagador, le escribió a Gast
tras su llegada el 23 de octubre de 1887, «una animada elegancia munda
na, una gran entrada libre de una profusa naturaleza en la liberalidad de
la gran ciudad con espacio y forma, un cierto exotismo y africanismo de
la vegetación...». Aún más extraña resulta la siguiente observación: «Mi
propia caverna, elevada, colorista, me parece judeoextravagante».
Esta nueva caverna se la había hecho decorar él mismo. «Siguiendo
mi mal gusto», empapelándola con un papel a rayas rojas y marrones y a
topos, la cama cubierta con una manta azul y negra, la puerta con pesados
cortinajes marrones, el lavabo y los percheros cubiertos con un paño de
color rojo vivo, «en resumen, un aplicado desorden de colores, global
mente cálido y oscuro». Esto era lo que Nietzsche denominaba «moro» o
«africano» o incluso, con la misma asociación de ideas: judeoextravagan
te. De impregnación «judeoarábiga», opinaba, era la cultura corsa, y Cór
cega seguía siendo —y lo fue hasta el final— su secreto viaje anhelado. La
palabra «judío» también despierta la idea de lo abundante. En Niza, el ju
dío Bischoffsheim organizó un congreso de astrónomos, pagándolo todo
de su bolsillo: « ¡E c c o ! ¡Lujo judío a lo grande!». Por muchos motivos,
Nietzsche es un duro rival de los antisemitas; uno de estos motivos es que
necesita tener la riqueza judía a su lado para el gran ataque cultural que
va a dirigir algún día. Provisionalmente, su caverna le sirve para su sueño
oriental, O tal vez ponga sus esperanzas en un premio gordo que le obse
quie con medio millón.
De hecho, también para su otro sueño hubiera necesitado dinero. Se
[7 7 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
trata del sueño francés: Nietzsche sueña con una sociedad compuesta por
espíritus iguales al suyo. Bizet reúne las dos cosas: pasión moruna y espí
ritu francés. Para este segundo sueño, Nietzsche parte de sus lecturas, al
igual que para el primero había partido de su oído. Su preferida es la in
geniosa sociedad del rococó, del an d en régim e: «Voltaire sólo es posible
y soportable sobre la base de una cultura distinguida que pueda permitir
se el lujo de la a m a ille rie mental». Dado que esta sociedad del pasado ya
no era es posible, entonces se conformaría con las célebres tertulias del
restaurador parisino Magny, que —durante la época en la que Nietzsche
consultaba polvorientos mamotretos en Leipzig— reunían dos veces al
mes a «por aquel entonces, la banda más ingeniosa y escéptica de las men
tes parisinas»: «Pesimismo exasperado, cinismo, nihilismo, alternados
con mucho alborozo y buen humor». «Yo mismo no me adaptaría mal»,
seguía soñando, mientras recordaba sus antiguos planes parisienses y se
consolaba pensando: «Hay que ser más radical: en el fondo a todos les fal
ta lo principal— la fo rcé » (a Gast, 10-11-1887). Escribió, en francés, pre
cisamente lo que él tenía de ventaja con respecto a todos esos ingeniosos
franceses: la voluntad de poder, la radicalidad con la que iba a imponerse
al mundo.
Ciertamente, esto acontecería con cómplices procedentes de Francia
y de Italia... en contra del estúpido R eich alemán. Ahora, en la francesa
Niza, Nietzsche ya sólo leía en francés, incluso obras alemanas en traduc
ción francesa. Cada vez mezclaba más francés en su alemán. Pensó en
monsieur Taine, el primero que le había calificado con la fórmula infini-
m en t su g g e stif y finalmente se atrevió incluso a afirmar que su escrito
polémico contra Wagner en realidad había estado escrito primero en
francés, debiendo ser traducido al alemán. A su manera, Nietzsche expe
rimentaba un cambio de identidad similar al de aquel extraño rey loco
que había muerto trágicamente hacía pocos años en el lago de Stamberg:
Luis II, que soñó haber regresado al gran siglo francés, el diecisiete, jun
to con su primo real Luis XIV, porque ya no soportaba su entorno.
Cuando Gast le comunicó a su amigo en enero de 1888 la muerte de
su hermana, haciendo su irrupción la brutal realidad, Nietzsche escribió:
«En estos casos me siento siempre como si despertara, como si en el fon
do no viviera, sino soñara. Ya no sé apañarme con ninguna realidad. Si no
consigo olvidarla, acabará conmigo». Nietzsche escribió estas palabras el
15 de enero de 1888. Un año más tarde, la realidad acabó con él.
En las cartas de los últimos dos años se percibe mucha existencia vi
vida en sueños. La realidad es el elemento perturbador. Su esteticismo y
su hipersensibilidad se agudizan, su necesidad de pureza se acentúa:
«Con respecto a las personas y a las cosas (especialmente a las camas) soy
de una desagradable, es más, de una casi nerviosa tendencia a la náusea»,
le escribe a Gast; Venecia, a la que amaba, tenía un defecto: apestaba. En
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 7 5 ]
1. Juego de palabras intraducibie entre Geyer y Geier (buitre). (N. del T.)
[7 8 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
airada, va dirigida contra el cristianismo, esa religión que debe ser aplas
tada con una filosofía de martillo si se pretende que el mundo siga a Za-
ratustra y rece a Dionisos. La tercera se enfrenta al R eich alemán: también
en este caso es una contraimagen del mundo la que, ya casi con la irrup
ción definitiva de su locura, destruye a este imperio con un gélido abrazo.
Pero tampoco en esta última fase Nietzsche olvida a Wagner. En ella,
Nietzsche saca de nuevo a colación sus viejos escritos con el fin de que E l
caso W agner vaya seguido de D ocu m entos d e un p sicó lo go , N ietzsch e con
tra W agner. Pretende que Gast, Fuchs y Spitteler participen en la campa
ña, y en su E cce hom o saca a la luz una vez más todos los problemas, amo
res y enemistades que hubo con Wagner. Se trata de un proceso eterno;
no resulta, pues, sorprendente que el título N ietzsch e contra W agner finja
un proceso judicial. Sin embargo, sólo con la aparición de la locura,
Nietzsche llega a vencer en última instancia. Ya que Wagner le ha robado
su mejor público, cual malvado Minotauro, así el Nietzsche enajenado, en
calidad de Dios, le rapta ofensivamente a su amada, Ariadna-Cosima.
De nuevo habría mucho que decir sobre la problemática cultural vin
culada para Nietzsche con el caso Wagner... sobre todo sobre su teoría de
la décadence , recién tomada en préstamo desde Francia, sobre Wagner
entendido como un falso y perdido décadent, y sobre sí mismo en calidad
de decadente redimido y superador. Pero esto nos conduciría al laberin
to de la filosofía de Nietzsche. Sin embargo, nuestro propósito es conti
nuar siguiendo los derroteros de su vida.
Es preciso destacar un aspecto, ya que demuestra de qué manera el
delirio va descomponiendo poco a poco su naturaleza: Nietzsche se vuel
ve mucho más malicioso, agudo y estridente de lo que nunca antes había
sido. También en su ataque general contra el cristianismo. Ya no evita los
insultos groseros del tipo «cerdo» e «idiota». En las publicaciones de su
correspondencia empiezan a aumentar las precavidas omisiones de los
editores. Al mismo tiempo, Nietzsche fuerza lo cómico, eso que él inter
preta como esp rit incluso en la compañía de sus viejos y nuevos franceses.
Cultiva al bufón que hay en él. Intenta practicar el género del folletín pa
risiense. A veces lo consigue, pero otras fracasa en su intento. En cual
quier caso, resulta macabro a menudo. A continuación, una muestra «p a
risiense» extraída de E l caso W agner.
«En él siempre hay alguien que quiere ser salvado: a veces un hom
brecito, a veces una señorita —éste es su problema— (...) ¿Quién sino
Wagner nos enseñó que la inocencia salva preferentemente a los pecado
res interesantes? (tenemos un caso en Tannháuser). ¿O que incluso el
eterno judío se salva, se vuelve sedentario, en cuanto se casa? (tenemos un
caso en el holandés errante). ¿O que las mujeres viejas y degradadas pre
fieren ser salvadas por castos jovenzuelos? (el caso Kundry). ¿O que la
hermosa muchacha prefiere mil veces ser salvada por un caballero que sea
EL OCASO DE ZARATUSTRA [7 8 5 ]
wagneriano? (el caso de los maestros cantores). ¿O que también a las mu
jeres casadas les gusta ser salvadas por un caballero? (el caso de Isolda)».
También se pueden extraer otras enseñanzas de las obras que cita,
como por ejemplo:
«Que a través de un ballet wagneriano uno puede ser llevado a la de
sesperación — ¡y a la virtud! (de nuevo el caso de Tannháuser). Que el no
ir a la cama a la hora debida puede tener las más funestas consecuencias
(de nuévo el caso de Lohengrin). Que uno no debe saber nunca demasia
do exactamente con quién se está casando (por tercera vez el caso Lohen
grin). — Tristán e Isolda glorifican al esposo perfecto que, en determina
do momento, tiene una única pregunta que formular: “Pero, ¿por qué no
me lo habéis dicho antes? ¡ Nada más fácil que eso! ”. Respuesta: “No te lo
puedo decir; / y lo que tú preguntas, / nunca podrás averiguarlo”».
Estas bromas son más bien moderadas, y Nietzsche regresa pronto a
la aplomada seriedad del catedrático: «E l Lohengrin contiene una festiva
advertencia contra toda investigación y afán de preguntar». Aquel redac
tor, Widmann, que había entusiasmado a Nietzsche con su artículo-dina-
mita de la revista B u n d de Berna, encontró en las bromas de Nietzsche la
«desesperada comicidad de un payaso circense», y Ferdinand Avenarius,
el editor de la revista K u n stw art, en general relativamente propicia a
Nietzsche, no llevaba intenciones nada cordiales cuando afirmó que este
escrito tenía un efecto equiparable al de «un folletinista extremadamente
rico en espíritu que juega con grandes ideas».
Nietzsche había mostrado tantos puntos flacos que casi desafiaba a
que le atacaran. Por ejemplo, había afirmado que les había proporciona
do a los alemanes los libros más profundos que éstos había poseído nun
ca, y —pensando en Gast— afirmó que sólo conocía a un músico que hoy
todavía fuera capaz de tallar una obertura «de una pieza», «y sin embar
go, nadie le conoce». Los críticos creyeron que se refería a sí mismo. No
dejaron de diagnosticarle delirios de grandeza.
Entretanto, Nietzsche había ido a Sils una vez más. Bajo la lluvia, el
frío, el hielo y la nieve continuó trabajando en E l caso W agner, añadiendo
al manuscrito dos «apostillas» y un «epílogo», para finalmente hundirse
de nuevo en sus antiguas melancolías y depresiones.
Sus cuadernos de notas eran un mero campo de ruinas. De momento,
no cabía pensar siquiera en L a vo lu n tad de poder, de modo que prefirió
concederse un largo plazo para su obra venidera. «Ya que me encuentro
inmerso en el trabajo más decisivo de mi vida», le escribe a su hermana,
«para mí la primera condición sería llevar una vida completamente regu
lada durante unos cuantos años. Invierno en Niza, primavera en Turín,
verano en Sils, dos meses de otoño en Turín — éste es mi plan».
[7 8 6] FRIEDRICH NIETZSCHE
E l crepúsculo de lo s íd o lo s
o:
Cómo se filosofa con el martillo.
Por
F.N .
ble a este primer libro por lo que respecta al timbre de su orquesta (in
cluido el tronar de los cañones)».
El título era imponente, más imponente que el contenido, y el tono re
sultaba moderado en comparación a los ataques de E l caso W agner. Los
ídolos cuyo crepúsculo se anuncia, eran de índole filosófica; ¿quién se iba
a escandalizar de alguien que pronostica el hundimiento de la «verdad»?
Cierto que la Iglesia también recibía su parte y que el cristianismo no que
daba exonerado, pero ya hacía tiempo que Nietzsche era un rebelde. N a
die tenía por qué sorprenderse.
Sólo una pequeña historia con el título «De cómo el “verdadero mun
do” se convirtió al fin en una fábula» puede chocarnos un poco. Al final
de la misma señala: «Mediodía; momento de la mínima sombra: final del
largo error; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA».
Quien tuviera oídos para escuchar, podía deducir de este jeroglífico que
se estaba acercando algo grande: la epifanía de un dios.
Nietzsche todavía oculta la verdad secreta que algún día va a revelar
se. Sin embargo, sigue dejando vislumbrar siempre un poquito, preferen
temente en los últimos capítulos. De igual manera, al final de L a gaya cien
cia había aparecido Zaratustra de improviso. Y así, también al final de E l
crepúsculo de lo s íd o lo s queda entronizado el nuevo, antiquísimo y eterno
dios que Nietzsche-Zaratustra había vuelto a invocar: Dionisos.
Esta vez Nietzsche llama por su nombre y con mucha mayor transpa
rencia lo que el joven Nietzsche todavía se había visto obligado a escon
der en E l n acim iento de la traged ia. Con aplastante claridad, los misterios
del dios se llaman ahora «misterios de la sexualidad». Para nosotros, todo
esto resulta habitual y no merece siquiera que frunzamos el ceño al oírlo.
Sin embargo, en 1888 hacía falta valor para pronunciarlo públicamente.
Así, Nietzsche escribe: «Por esta razón, para los griegos el símbolo sexual
era el símbolo más venerable, el sentido profundo propiamente dicho de
toda la devoción antigua». El ataque principal que ahora dirige va orien
tado hacia la moral burguesa y cristiana. Muy al final se nombra explíci
tamente el nombre del dios, en una autopresentación: «Yo, el último dis
cípulo del filósofo Dionisos — yo, el transmisor de la enseñanza del eterno
retorno...».
Valor, por lo tanto, blandir el martillo, dureza. Al final, una cita de Za
ratustra: «¡Sed duros!». Aún se podía oír su tronar. Pero una vez más, el
valor abandona a Nietzsche. Naumann recibe orden suya de retener los
ejemplares ya impresos. Nadie llegó a enterarse de la dureza con la que
Nietzsche había pretendido golpear. El 30 de septiembre de 1888 rubrica
el prólogo, con la inscripción «el día en el que terminé el primer Hbro de
la T ransvaloración de tod o s lo s v alo res». Pero nadie tuvo nunca ocasión de
leer la orgullosa fecha.
La T ran svaloración de tod o s lo s valores, que en parte retomaba de su
[7 8 8 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
Ahora vamos a describir los síntomas, las escalas del delirio de Nietzs
che —dejando aparte lo que hubiera podido influir en él durante los
acontecimientos de los meses de octubre, noviembre, diciembre y enero.
Por supuesto, es obvio que Nietzsche ni se había vuelto, ni iba a volverse
«loco» según el uso corriente del término. La familia Fino, con la que re
sidía en el cuarto piso de una señorial casa que hace esquina, no le tuvo
nunca por un loco, sino por un ser extraño. Para ellos se trataba del dis
tinguido extranjero que pagaba puntualmente, mandaba hacerse trajes a
medida, comía en un buen restaurante y acababa de adquirir un abrigo
forrado en seda y unas gafas de oro. El que tocara el piano demasiado alto
era algo que se le podía perdonar, como se les perdonaba a otros inquili
nos. Era sociable, amable con las hijas de la familia, una de las cuales, Ire
ne, también tocaba el piano, bromeaba con el p ad ro n e, el obeso Davide
Fino, que regentaba una tienda de periódicos y de postales junto a correos,
y se dejaba servir y mimar por la regordeta sig n o ra. Por las noches per-
EL OC A S O DE ZAR ATUSTRA [7 9 3 ]
¡No ir a Lóscher!
¡No comprar libros!
¡No mezclarme con la multitud!
No cabe duda de que quien así piensa, habla y escribe, según todas las
escalas humanas, ha perdido la razón. Pero todavía no es, en el sentido
burgués del término, «irresponsable de sus actos», ni siquiera constituye
un peligro público. Tan sólo va enajenándose paulatinamente. ¿Puede es
tablecerse durante este «paulatinamente», que abarca los meses otoñales
de Turín, algún momento preciso para su catástrofe, para su repentina
caída? Personalmente sospecho que podemos hallar semejante fecha cla
ve el 15 de octubre, día de su cumpleaños. Este día, Nietzsche sólo reci
be una única carta: Gast le ha felicitado puntualmente. Pero cuando es
EL OCA SO DE ZARATUSTRA [8 0 1 ]
Aún nos queda una última escalera que conduce hacia las elevadas
nubes doradas de la locura. ¿Qué ha sido de Wagner y de la guerra con
tra Wagner? Con un telegrama enviado a Naumann, Nietzsche hace inte
rrumpir la impresión de N ietzsch e contra W agner durante los primeros
días de enero. Si bien en el E cce hom o surgen de nuevo sus viejos argu
mentos, se trata de un disparo de cañón que se pierde a lo lejos. El retó
rico Nietzsche, que está interpretando su última gran salida a escena, opi
na que, de cara a la eternidad, sería mejor figurar mano a mano con
Wagner. ¿O es que es un romántico que mira hacia el pasado, vencido por
el recuerdo de Tribschen, la isla de los bienaventurados? «Doy por bue
no el resto de mis relaciones humanas», escribe a principios de diciembre
a modo de complemento del capítulo «Por qué soy tan inteligente», pero
«por ningún precio querría extirpar de mi vida los días pasados en Tribs
chen; fueron días de confianza, de alegría, de sublimes casualidades — de
momentos profundos... Yo no sé qué habrán vivido los demás con Wag
ner: pero sobre nuestro cielo no ha pasado nunca ninguna nube.»
La ascensión turinesa de Nietzsche —no importa lo que antes hubie
ra habido de hostilidad, amor-odio, traición, desprecio— también glorifi
ca a Wagner. Pero al mismo tiempo le idealiza, le presenta firmemente
asentado en su mejor momento, en su mejor obra, el T ristán. Nietzsche
descarta todo lo anterior por «demasiado alemán» y todo lo posterior por
demasiado «sano». Sin embargo, el 18 de diciembre las cosas todavía eran
muy distintas: Nietzsche escribe a Fuchs que sería muy de su agrado que
un músico tan ingenioso tomara partido públicamente por él y que, en un
prospecto sobre él, desafiara a los de Bayreuth. Sin embargo, el 22 le es
cribe a Gast que N ietzsch e con tra W agner no debía ser publicado; lo más
esencial ya lo ponía en E cce hom o. El 27 de pide a Fuchs y a Gast que en
tre los dos publiquen unas «Apostillas de dos músicos» al «Caso Nietzs-
[8 1 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
che». El 29, Gast se niega. Las travesuras que a Nietzsche le están permi
tidas no les competen a Fuchs y a él. Por lo demás, Gast reconoce : «El
texto para el segundo acto del T ristán es y será siempre, a pesar de todos
los reproches, una labor increíble; es partiendo precisamente de aquí de
donde vislumbro una térra p ro m essa », El 31 de diciembre, Nietzsche res
ponde: «¡Tiene usted razón mil veces! (...) En el E cce hom o encontrará
una página colosal sobre el T ristán , en general sobre mi relación con Wag-
ner. Wagner es, de manera absoluta, el primer nombre que aparece en el
Ecce h om o».
¿Qué significa este cambio, esta última «muda de piel» de Nietzsche?
Sorprendentemente, el apartado 6 de «Por qué soy tan inteligente» nos
proporciona una información exhaustiva a este respecto. Así, ahora su
nueva leyenda dice: Nietzsche no hubiera soportado su juventud sin la
música de Wagner (supo pasar sin ella perfectamente). Quien deseara li
berarse de una presión insoportable, necesitaba hachís; de igual manera,
Wagner habría sido el antídoto contra todo lo alemán (sin embargo,
Nietzsche soñaba junto con Wagner en un heroismo alemán). Desde que
existía una adaptación para piano del T ristán , se habría vuelto wagneria-
no (sin embargo, el amigo Krug había intentado inútilmente convertirle a
Wagner precisamente mediante el T ristán).
¿Por qué el T ristán ? Según Nietzsche, habría estado buscado inútil
mente alguna otra obra de una fascinación igualmente peligrosa, de una
infinitud igualmente estremecedora y dulce. El mundo sería pobre para
aquel que nunca hubiera estado lo bastante enfermo como para gozar de
esta «voluptuosidad del Infierno». Sólo él conocía, como Wagner, los
«cincuenta mundos de extrañas delicias para los que nadie, salvo él, tenía
alas». Los dos habrían sufrido, también en sus enfrentamientos, con ma
yor profundidad que cualquier otra persona de este siglo. El punto deci
sivo: «Tan cierto como que Wagner entre alemanes sólo es un malenten
dido, con igual seguridad lo soy yo y voy a serlo siempre». Como en el
aforismo «Amistad de estrellas», vuelven a estar juntos. Lo que les une es
el Infierno y el hachís, décadence y raffin em en t... No serían sino dos fran
ceses por su cultura, a los que los avatares de la vida han empujado a Sa
jorna y Prusia. Baudelaire, el señor de los paraísos artificiales y de las de
licias prohibidas, les sonríe. Y con instructivo cinismo, el autor invoca a
sus alemanes con este himno: «¡Primero, dos siglos de disciplina psicoló
gica y artística, mis señores germanos!».
Pero su «amistad de estrellas» no estaría completa sin la tercera, la
dama distinguida, que gracias a Dios ya era francesa de nacimiento. «Los
únicos casos de cultura elevada que he encontrado en Alemania», escribe
en el Ecce hom o , «han sido todos de procedencia francesa, sobre todo la se
ñora Cosima Wagner, con mucho la primera voz en cuestiones de gusto que
he tenido ocasión de escuchar.» Así podemos leerlo en el texto actual.
EL OCASO DE ZARATUSTRA [8 1 3 ]
las airadas saetas de estas torturas en el mismo instante en el que, por así
decirlo, nos hemos unificado con el desmedido afán originario de existir
y en el que intuimos el carácter indestructible y la eternidad de este afán
en el éxtasis dionisíaco».
La noche de amor de Tristán e Isolda es una de estas fiestas místicas.
De ella pasa a formar parte el solitario Nietzsche, que ya en el Z aratu stra
ha creado a la pareja mística de Dios y del hijo unigénito. Anuncia esta en
trada triunfal, su consumación divina, con el cesariano: «Cuando llegó su
tarjeta, ¿qué hice entonces?... Se trataba del famoso Rubicón...».
Despedida
E
n uno de estos últimos días sucedió que el señor Davide Fino, due
ño del quiosco de prensa que había junto a correos, vio una aglo
meración de curiosos, una multitud que se acercaba a su casa. A
continuación, vislumbró a dos gendarmes y entre ellos, pálido, tembloro
so, a un pobre diablo, a su inquilino, el P rofessore. El P rofesso re se lanzó
sollozante a sus brazos, hacia la única persona que le era familiar en la
multitud de curiosos. Le explicaron al señor Fino que el P rofesso re, en
medio de Turín y a pleno día, había abrazado al caballo de un coche de
plaza, sin querer soltarse. El señor Fino se lo llevó a casa, le metió en cama
y llamó a un médico, un psiquiatra, que le recetó un tranquilizante al pa
ciente.
[8 2 2 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
que estaba prevista para esa noche. Con ello entró en el círculo de su ima
ginería delirante, de la que no ha vuelto a salir hasta que le perdí de vista,
siempre muy consciente de mi persona y, en general, de la identidad de
quienes le rodeaban, pero absolutamente confundido por lo que respecta
a la propia. Es decir, podía suceder que entonara estridentes cantos y de
lirios al piano, acrecentándose sin medida, que balbuceara extractos del
mundo de ideas en el que había estado viviendo durante el último tiempo
y que, al hacerlo, también pronunciara en frases cortas y con una voz in
descriptiblemente baja cosas sublimes, maravillosamente lúcidas e inde
ciblemente siniestras sobre sí mismo como sucesor del Dios que ha muer
to, acompañándolo todo simultáneamente al piano, a lo que nuevamente
seguían convulsiones y arrebatos de un sufrimiento indecible, pero que,
como decía, sólo aparecían en unos pocos momentos fugaces, por lo me
nos mientras yo estuve presente. En general, imperaban las declaraciones
relativas al oficio que él mismo se atribuía como bufón de las nuevas eter
nidades, y él, el incomparable maestro de la expresión, era incapaz de
manifestar siquiera los arrebatos de su alegría de otro modo que con las
palabras más triviales o mediante unas grotescas danzas y saltos».
Más adelante, Overbeck aún añade algún que otro escalofriante deta
lle más. Podemos suponer que Nietzsche jugaba a ser un sátiro desnudo
o Dionisos; en cualquier caso, parece obvio que había desaparecido de su
persona todo lo que muchos años de «virtud» de Naumburg le habían en
señado.
Overbeck, un erudito de escaso sentido práctico, se retiró a dormir al
G ran d H o te l d e Turin y al día siguiente logró encontrar a un compañero de
viaje para el transporte del enfermo a Basilea, un dentista que se hada lla
mar doctor Leopold Bettmann: un judío alemán, como se comprobó más
tarde. Overbeck llegó a vacilar, porque en Basilea Bettmann se alojó en el
hotel más caro y se hizo pagar el viaje espléndidamente. Pero el doctor Bett
mann, no importa cuáles fueran sus hábitos comerciales, se apañaba mejor
que Overbeck en el trato que había que darle a un loco, o por lo menos a
este loco: le hizo creer que él mismo era un príncipe al que una festiva mul
titud estaba esperando en Basilea. Nietzsche debía pasar sin saludar a tra
vés de la multitud hasta llegar al coche. Así se despidió Nietzsche de Turín.
Overbeck habla de las «entemecedoras circunstancias» en las que ha
bía encontrado a Nietzsche como pupilo de sus caseros, que «sin duda se
rán representativas para toda Italia». Nos lo podemos imaginar: el padro-
ne, la sign o ra, los hijos Irene, Giulia, Ernesto, asustados, compadecidos,
apegados, la sign o ra y las muchachas con el rostro cubierto de lágrimas
por «el bueno del P ro fesso re». Nietzsche, en un último detalle que nos ha
sido transmitido, le pide al señor Davide su gorra —pues para su viaje
triunfal al exilio necesitaba una corona.
Así lo había escrito Nietzsche estupendamente a los diez u once años
[8 2 4 ] FRIEDRICH NIETZSCHE
en su obra de teatro In stan cia real. En el acto IV, el príncipe Ardilla le dice
al pueblo: «Habéis querido que sea destituido, y por eso designo a éste
como mi sucesor en el trono». En el acto V «parte de viaje», en el acto VI
viene un mendigo a visitar al nuevo rey: «¿D e qué país venís?», pregunta
el rey. Y el mendigo le responde: «D e países lejanos para ver a Su Majes
tad». El rey queda perplejo. «¿Cómo os llamáis?» Y Ardilla responde:
«Ardilla». «Eres tú, mi querido Ardilla. Alegraos, Ardilla ha vuelto.»
Así es como volvió el príncipe Ardilla: permaneció durante una sema
na en el manicomio de Basilea y viajó después con su madre y dos acom
pañantes ajena, donde fue ingresado en la Clínica Psiquiátrica de la Uni
versidad, dirigida por el famoso catedrático Binswangen Un año después,
el 24 de mar2o de 1890 —es la fecha que Nietzsche había previsto para su
revolución mundial— , su madre acoge en su casa al pequeño príncipe.
¿No es increíblemente triste este final? Sin duda. Durante el viaje de
Basilea ajena, a Nietzsche le acomete un ataque de ira contra su madre,
hasta el punto que ésta huye de él a otro compartimento. Pero momentos
antes había estado comiendo panecillos de jamón con ella (hacía tiempo
que no los había probado tan buenos), le había preguntado sí las cerezas
venían de la Fiesta de las Cerezas de Naumburg, le explicó que había es
tado en el manicomio, que era terrible, pero que todo se arreglaría, que él
todavía era muy joven.
Y Overbeck, que durante el viaje de Turin a Basilea había adormecido
al paciente con polvo de bromo, explica cómo despertó por la noche y le
oyó cantar algo, una barcarola veneciana. Nosotros conocemos esta can
ción. Aparece en el E cce hom o, en relación a Wagner y Gast, los dos «vene
cianos», y es una de las poesías más hermosas del gran poeta que era Nietzs
che, el único que se atrevió a retomar en la segunda mitad del siglo el
grandioso tono de Hölderlin y que al mismo tiempo fue capaz de compo
nerlo con tal suavidad y con tanta elocuencia como su antepasado Goethe.
En el puente me encontraba
hace poco en la noche parda.
De muy lejos venía una canción;
como una gota dorada brotaba
sobre el tembloroso espejo del agua.
Góndolas, luces, música —
ebria fue nadando hacia el alba...
La locura de Nietzsche
La biografía de Nietzsche termina en los primeros días del año 1889. Su vida
se prolongó hasta el 25 de agosto de 1900. Murió, paralítico y demente, de una
pulmonía.
El 10 de enero de 1889 es ingresado en la clínica psiquiátrica de la Universi
dad de Basilea, una semana después es llevado a Jen a en cuya clínica universita
ria permanece unos quince meses, y el 24 de marzo de 1890 es dado de alta por
escrito y enviado a casa. Permanece bajo el cuidado de su madre hasta la muerte
de ésta en 1897. En julio de 1897 la hermana compra en Weimar la villa «Silber-
blick» para el Archivo Nietzsche e instala en ella al enfermo.
Acerca de Nietzsche demente informan:
Los extractos que siguen, desde 1889 hasta 1892, ponen de manifiesto, de
una parte, el estado de la enfermedad, pero, de otra, deben arrojar luz sobre el
Nietzsche «sano»; concretamente, sobre los aspectos oprimidos y reprimidos que
la locura liberó.
... E l paciente está usualmente excitado, como mucho pide constantemente co
mida, pero no está en condiciones de hacer algo y cuidar de s i mismo, afirma que es
un hombre famoso, pide constantemente una mujer.
Ayer estuve de nuevo con él... E l médico dijo que por la mañana [Nietzsche]
había estado muy excitado y a primera hora de la tarde no había estado tan accesi
ble como hace 14 días. Preguntó por Krug y elogió, como una escena magnífica, que
[8 30] FRIEDRICH NIETZSCHE
pueda aparecer en la corte y sus buenos modales, elogió también a su mujer y a los
preciosos hijos y lo buena que se había hecho la pequeña mujer y lo bien que sabía
representar. Uno tiene que dirigir su conversación, entonces yo tenía un trozo de pa
pel a modo de tarjeta y le dije que debía escribir en ella unas palabras para Elisabeth,
y en seguida se mostró dispuesto a hacerlo. Su escritura es imprecisa y empieza: ¡«M i
querida fierecilla de primavera, llamada Llama Padelchen! Repican las campanas
reformistas de m i iglesia castrense ante mí, la madrecita me ha refrescado con “Trü-
bli”. — ¡U n tiempo, a la postre, casi imposible de caracterizar! S i hay algo diez veces
inverosímil, te van a poner un ojo morado». Lo que viene después ya no se puede
descifrar.
E l profesor duerme todavía con otros dos enfermos pacíficos y él en una habita
ción; se los despertó a las seis de la mañana y luego todos fueron a l salón, en núme
ro de 18, y toman el desayuno, que está formado por café y dos panecillos, luego el
profesor Nietzsche lee y se echa en el sofá del salón. Pero, los otros están verdadera
mente mucho más enfermos, pregunté. Entonces me dijo él: el que está en el salón
es pacífico, los inquietos y más enfermos permanecen en sus habitaciones, el profe
sor tampoco se preocupa en absoluto de su entorno. Lee mucho, o habla consigo mis
mo. A las 9 horas se sirve un segundo desayuno, que consta de un vaso de leche di
rectamente de la vaca, junto con pan y mantequilla y jamón. A mediodía hay
diariamente caldo y cereales, sólo los miércoles carne de vaca y cereales... A las 8 en
punto los enfermos se van a la cama, y el profesor pasa las noches totalmente tran
quilo... E l guardián jefe hace algo muy íntimo con él, le toma por la barbilla, le atu
sa el bigote, cuando se dispone a salir, le da una palmada en el hombro. Pero hay que
considerar que él a menudo abraza a los guardianes y que éstos son durante la ma
yor parte del día su compañía y su entorno...
É l toca un poco todos los días, en parte sus pequeñas composiciones o cánticos
de un viejo libro de cánticos. ..E n él se afirma más y más el sentimiento religioso, en
los días de Pentecostés, cuando estábamos sentados tranquilamente en el balcón,
donde yo tengo una vieja Biblia: que en Turín había estudiado toda la Biblia y que
EPÍLOGO [8 3 1 ]
había tomado miles de apuntes, cuando me animó a leerle éste o aquel salmo, éste o
aquel capítulo, y le expresé mi sorpresa de que conociera tan a fondo la Biblia.»
Hoy, después de dos años y medio, he vuelto a ver a nuestro gran amigo, como
puede imaginar usted, con el corazón desgarrado. M e reconoció inmediatamente,
me abrazó y me besó, y por la manera nerviosa e insistente de darme la mano pare
cía quererme decir que apenas creía en m i presencia. Admiré su memoria, pero ob
servé también... que aquí y allá añadía algo falso, que enlazaba con ello perspectivas
absolutamente sobrecogedoras. A veces no se le distingue del Nietzsche anterior;
pero con más frecuencia salta a la vista que ha perdido el equilibrio. Su risa es nor
malmente alegre, pero también puede volverse inquietante; también se producen
arrebatos de ira y terquedad por nimiedades. Con biscuits es como mejor se le dis
trae.
Su aspecto es muy bueno, a l igual que su estado físico, casi me gustaría decir nor
mal, pero su querido magnífico espíritu sigue en la miseria, aunque toda su persona
tiene algo conmovedor. Hoy, por ejemplo y a sí es siempre un día tras otro, está más
bien tranquilo y más inclinado a dormir, pero esto también cambia, pues a partir de
las cuatro de la mañana está más vivo y por la noche hacia las siete y media se le cie
rran los ojos de cansancio, y entonces en sus declaraciones a m í es especialmente ca
riñoso. Sobre todo cuando pongo mi mano en su frente, me mira agradecido y dice:
«Tienes una buena m ano»; asimismo, a menudo se tiende junto a m í en el sofá,
cuando leo para él desde la mesa, y él sujeta mi mano derecha durante horas, casi
compulsivamente, sobre el pecho, y uno siente la alegría y el sosiego que esto es para
él. También al mirar a la pobre criatura con un amor tan intenso, él dice muy a me
nudo durante el día «madre mía, tú tienes una buena cosa en tus ojos»...
En los años treinta de nuestro siglo se pensó por primera vez realizar una
«edición histórico-crítica de las obras com pletas», nuevamente a cargo del Ar
chivo Nietzsche y bajo el ojo vigilante de Elisabeth Förster-Nietzsche, doctor ho
noris causa y a la sazón de más de ochenta años de edad. A la comisión organiza
dora pertenecieron inicialmente, entre otros, Oswald Spengler, Martin
H eidegger y Walter F. Otto, especialista en filología clásica.
El presidente era el profesor C .G . Emge, de Jena-Berlín, que ya en 1931 ha
bía editado el texto propagandístico Geistiger Mensch und nationalsozialismus
[E l hombre espiritual y el naáonalsoáalism o], Por suerte, los miembros de la co
misión, miembros del mismo partido, se preocuparon poco de la publicación de
las obras, de modo que la nueva edición, aunque presenta bastantes deficiencias,
en su conjunto está exenta de influencias nacionalsocialistas. La nueva edición
contenía también las cartas de Nietzsche.
Mucho más desoladora era la situación en las cartas, que según Elisabeth ha
bían permitido más de una visión inadecuada de la realidad de la que había sur
gido la obra. L a manipulación de las cartas que el hermano le escribió es, y no por
casualidad, el más grave delito de Elisabeth. A decir verdad, no le fue posible
ocultarlo todo, pero — primero en su biografía, luego en las cartas seleccionadas
citadas a continuación— sólo publicó lo que de alguna manera respondía a la le
yenda creada por ella.
caciones de consulta (en su mayor parte en forma de citas arbitrarias y sin fecha)
con textos intermedios de carácter narrativo. El principal interés de Elisabeth
consistía en combatir leyendas contrarias, como la lanzada por Lou Salomé, y ha
cer que Nietzsche dejara de ser el «filósofo de m oda» para convertirse en el pen
sador intemporal. El mismo año en que apareció el libro sobre Nietzsche de Lou
Salomé lo hizo también la primera parte de su biografía:
Carl Albrecht Bernoulli: Franz Overbeck und Friedrich Nietzsche, eine Freun
dschaft, Jena, 1908, Diederichs. L as leyendas de Elisabeth debían quedar refuta
das por los documentos publicados hasta la fecha. Elisabeth pleiteó; el texto del
segundo volumen presenta una serie de reducciones debidas a una sentencia ju
dicial. El enfoque crítico de Bernoulli fue continuado de manera especial por
Ernst F. Podach. Sus trabajos comprenden «Nietzsches Zusam menbruch» (Hei
delberg, 1930), «G estalten um Nietzsche» (Weimar, 1932), «F . N. u. Lou Salo
m é» (Zurich/Leipzig, 1938) y la edición de las cartas de Franziska Nietzsche a
Overbeck («D er kranke Nietzsche», Viena, 1937).
En el ámbito de los autores de la edición histórico-crítica de las obras com
pletas surgió el primer plan de una biografía completa, promovida de manera es
pecial por K. Schlechta. L a biografía fue iniciada por Richard Blunck y continua
da en 1945, tras la pérdida de un texto ya im preso en la guerra. Su primer
resultado fue:
También son importantes los estudios: Stefan Zweig, ensayo de una biografía
en «D er K am pf mit dem D äm on» (1925); Ludwig Klages, «D ie psychologischen
Errungenschaften N .s.» (1926); Karl Joel, «N ietzsche und die Rom antik» (1929);
Jo se f Hofmiller, « N .» (1933 ). Con «N . der Philosoph und Politiker» (1931), de
A lfred Bäumler, empezó la instrumentalización de Nietzsche presentándolo
como precursor del nacionalsocialismo.
El más importante intento de hacer una síntesis acometido por un filósofo
con experiencia psiquiátrica sigue siendo:
G uías de estudio
Documentos
Crónicas
Bibliografías
índices
Abreviaturas:
Reproducciones en la tapa:
Izquierda, Historia-Photo; centro y derecha, Archiv für Kunst und G e s
chichte
APÉNDICE [8 4 3 ]
Parte I. O rígenes
sufre con la m uerte de su padre y las enferm edades de Nietzsche niño y adoles
cente.
Libro de enfermos de Pforta J N 127 sigs.
Grito del manicomio H K G W 1 ,143.
Nietzsche en Bonn O.F. Scheuer: Nietzsche als Student, Bonn 1923; el con
cienzudo trabajo inédito del doctor Wilhelm Metterhausen: F. N.s Bonner Stu
dienzeit, fue escrito antes de 1942 y se encuentra en el Archiv der Universität
Bonn, y fue puesto amablemente a mi disposición por el autor.
Bonn en el siglo x ix E. Ennen y D. Höroldt: Kleine Geschichte der Stadt Bonn
(1967).
Estudiantes F. Schultze y E. Ssymank: Das deutsche Studententum (41932); W.
Klose: Freiheit schreibt au f eure Fahnen (1967).
Franconia Franconia Dir gehör’ich. Ein Buch der Bonner Franken, 1845-1970,
Bonn sin fecha; Konrad Küster: Eines Burschen Frohnatur (Erinnerungen), Mar-
burgo 1911.
Universidad y guerra de filólogos E. Bickel: Friedrich Ritschl u. der Humanis
mus in Bonn (Bonner Univ. Sehr. H . 1), 1946. Chr. Jensen: Das Philologische Se
minar 1819-1869, en: Fr. v. Bezold: Geschichte der Rheinischen Friedrich-Wil
helms-Universität 11, Bonn 1933. A. Springer\ A us meinem Leben, Berlin 1892.0 .
Ribeck: Fr. W. Ritschl. 2 vols. Nueva edición Osnabrück 1969. P. E. Hübinger:
Heinrich v. Sybel u. der Bonner Philologenkrieg, en: Hist. Jahrb. 83, 1964. Th.
Mommsen - O . Jahn: Correspondencia, comp, por L. Wickert. Frankfurt 1962
Vida musical de Bonn Th. A. Henseler: D as musikalische Bonn im 19 Jh., en:
Bonner Geschichtsblätter, 13, Bonn 1959. Th. A. Henseler: Der Bonner Städtische
Gesangsverein, en: Bonner Geschichtsblätter 7, Bonn 1953.
Vida política de Bonn Renate Kaiser: Die pol. Strömungen in der Kreisen Bonn
u. Rheinbach 1848-1870, en: Veröffentl. d. Stadtarchivs Bonn 1, Bonn 1963.
Admiración por el Rhin Paul Hübner: Der Rhein (1974), 380.
«L os franconianos en el cielo» H K G W III, 76-78.
Noticias de Bonn H K G W III, 118.
Carnaval en Bonn Köster: Eines Burschen Frohnatur (véase arriba), 61 sigs.
Noticias de Eyffert H K G W III, 412 sig.
Retrospectiva de Leipzig H K G W III, 292.
Canción de los alemanes Köster: Eines Burschen Frohnatur, 9.
Nietzsche en Leipzig F. Schulze: Der junge N. in den Jahren 1865-1869. L eip
zig 1941. Intento autobiográfico de Nietzsche: Rückblick a u f meine zwei Leipzi
gerjahre, en H K G W III, 291-315.
Sajonia R. Koetzschke: Sächsische Geschichte II (1935). H. Kretzschmar: Die
Zeit König Johanns von Sachsen (1960).
Nietzsche como científico y su relación con la antigüedad E. Howald: F. N. u. die
klassische Philologie (1920). K, Schlechta: Der junge N. u. das klassische Altertum
[8 46] FRIEDRICH NIETZSCHE
(1948). J.A . Coulter: N. and Greek Studies, en: Greek, Roman and Byzantine Stu-
dies 3, 1960, 46-51. A. H . Knight: Some aspects o f the Ufe and work ofN . andpar-
ticularly o f bis connection with Greek literature and thought, Nueva York 1967.
Cartas sobre filología a Dcussen del 4.4.1867, del 1.8.1867, octubre-noviem
bre 1867, abril/mayo 1868,2.6.1868,22.6.1868 en C M B 1 ,2.
Comparación de los trabajadores L a clasificación en tres niveles — operario de
fábrica, patrono, semidiós— define con precisión el «sistem a de clases» preconi
zado por Nietzsche: en el plano inferior están los «trabajadores», en los que hay
que incluir no sólo operarios de fábrica sino también todos los que realizan tra
bajos rutinarios y, entre éstos, la mayoría de los filólogos; acto seguido vienen los
patronos, en los que se han de incluir los filólogos más famosos. En el plano su
perior se sitúan los semidioses, figuras que aparecen cada quinientos o más años;
son esos filósofos que hacen época y que proporcionan trabajo a los patronos. El
proyecto vital de Nietzsche consiste en llegar a alcanzar el nivel de semidiós a par
tir de una condición circunstancial de discípulo de semidioses como Schopen
hauer y Wagner.
Estilo de Schopenhauer Ensayo proyectado «Schopenhauer como escritor»
H K G W IV , 120, información al respecto, ibíd. 213.
Filósofo paseante El término es importante. Define la aparición de ideas
mientras se pasea (más tarde en sentido literal). Véase el proyectado título: «P a
seos de un psicólogo».
Ensayo sobre Offenbach H K G W 4, 120, junto a «W agner com o poeta, etc.»
y «Schopenhauer como escritor».
Plan parisién de 1882 En el año de estudios que Nietzsche proyecta con Rée
y Lou se mencionan Viena y París. Nietzsche aboga por París. «Ultim a noticia: el
2 de octubre llega Lou; semanas después partimos para París. Mi propuesta.»
Leipzig G . Wustmann: Geschichte der Stadt Leipzig, 1905; J. Hoffmann: Das
Herz der deutschen sozialistischen Bewegung im 19. Jh., 1923; R. Kittel: Die Uni
versität Leipzig und ihre Stellung im Kulturleben, 1924. Recuerdos: Karl Bieder
mann: Mein Leben und ein Stück Zeitgeschichte, 2 vols., Breslau 1886; Gustav
Freytag: Erinnerungen aus meinem Leben, Leipzig 1887; Heinrich Laube: Schrif
ten über Theater, Berlin 1959.
Campaña electoral Carta a G ersdorff del 20.2.1867, en CM B 1 2, 199.
Lassalle: Carta a G ersdorff del 16.2.1868, CM B 1 2,257.
Offenbach Texto de acuerdo con «A rias y cantos de: Die schöne Helena von
Meilhac und Halévy, Musik von Jacques Offenbach», Berlin 1910. S, Kracauer es
quien mejor ha abordado la figura de Offenbach y su importancia para la época
en: /. O. u. das Paris seiner Zeit, nueva edición bajo el título de Pariser Leben, M u
nich 1962. Excelente visión conjunta en la monografía Rowohlt, 1969, comp, por
P .W . Jacob.
Veladas en casa de Ritschl D e acuerdo con el diario de Wilhelm Wisser, com
pañero de estudios de Nietzsche; este diario es reproducido parcialmente en
H K G B I I , 381 sigs.
Primer encuentro con la obra de Schopenhauer En mi opinión hasta ahora no
se ha apreciado debidamente ni la estilización literaria de que es objeto el descu
brimiento de la figura de Schopenhauer por parte de Nietzsche tal como se narra
en Retrospectiva, ni el paralelismo entre su conversión y la de Agustín de Hipona.
APÉNDICE [8 47]
El relato de Nietzsche es, por su parte, el modelo para la «conversión» del cónsul
Thomas Buddenbrook en la novela de Thomas Mann.
Importancia de Schopenhauer para su tiempo H. Wolff: A. Schopenhauer hun
dert Jahre später, Berna 1960.
Aforismos sobre filosofía práctica En realidad, los aforismos de Schopenhauer
no responden a una concepción convencional, pues están integrados en un texto
perfectamente estructurado. Nietzsche dudó durante mucho tiempo antes de de
cidirse finalmente, a partir de Humano, demasiado humano, por la simple enu
meración.
Lange y Schopenhauer Carta a G ersdorff de finales de agosto de 1866, CM B I
2, 159 sig.
Crítica a Schopenhauer H K G W III, 118 sigs.
Secta de Schopenhauer El paso de Wenkel de los hegelianos a Schopenhauer:
carta a G ersdorff del 22 de junio de 1868, CM B 1 2,294. En la misma fuente tam
bién la «conciencia colectiva»: «A cceso a aquella pacífica comunidad de herejes
que Haym acostumbra a llamar los “santos prodigiosos”». Retrato literario de
Wisecke en la carta de G ersdorff del 20.7.1868, CM B 1 3 ,2 7 5 sig.
Formación religiosa Fue un elemento constitutivo de la segunda mitad del si
glo XIX, empezando por el intento de fundar una religión con catecismo, santoral
y culto precisamente por parte de Auguste Comte, padre del positivismo y cul
minando en los cuatro nuevos evangelios de Émile Zola, a finales de siglo. En
Alemania, la tendencia a la formación de sectas se manifiesta con más fuerza en
suelo protestante: desde Wagner hasta el círculo de G eorge, pasando por Lagar-
de y Langbehn. Ritschl descubrió pronto en Nietzsche al fundador de una reli
gión. Con el Zaratustra Nietzsche ocupó el puesto de fundador de una religión,
que sólo sería superado por su endiosamiento.
Wagner Más adelante se detallan las obras utilizadas, habida cuenta de la in
gente literatura existente sobre Wagner y Nietzsche. Baste aquí con constatar la
leyenda formulada por el propio Nietzsche en Ecce homo respecto de la realidad:
Nietzsche en el Ecce homo-, «A partir del momento en que existió una partitura
para piano del Tristán..., yo fui wagneriano». C.P. Janz: «E l jovencito Nietzsche
era todo menos wagneriano» (Apuntes complementarios sobre la relación con
R.W., en: Die Briefe F.N.s., 1972, 103).
Noticias sobre la «Valquiria» H G K W III, 207 sig.
Crítica de los «Maestros cantores» Al destructivo texto aparecido en 1868 se
han de sumar las polémicas contra el antisemitismo de Wagner, así el trabajo, fir
mado por A.F., Fanatismus eines Musikers en Deutsche Blätter, aportación a Gar
tenlaube, 1869, y en el mismo año, también en Gartenlaube, Literarische Briefe an
eine deutsche Frau in Paris, IV, de Gutzkow.
Servicio militar El servicio militar es abordado insuficientemente en la litera
tura biográfica; rara vez se menciona el aspecto de oficial existente en la concien
cia y en la visión que Nietzsche tenía de sí mismo.
Viaje por los bosques de Bohemia Información al respecto en H K G W III,
280-290; el informe de Rohde, 423-437.
Kant, veterinario Notas sobre la proyectada tesis doctoral en H K G W 3, 130
sigs. Pasajes extraídos del escrito de Vegetius sobre «mulomedicina», 5, 98-102.
«Aforismos» Las notas recogidas por mí en «aforism os» se encuentran en
[848] FRIEDRICH NIETZSCHE
H K G W III, 3 1 9,326,331, 339, 343, 344; «el caos histórico, divagación inconte
nible» 337.
«Lo que temo...» H K G W 5, 205. Aquí igualmente la cita de Demócrito.
Thrasyll, 3, 365 sigs.
tual Richard Wagner en Bayreuth y, nuevamente por primera vez de acuerdo con
las libretas de apuntes en orden cronológico, los fragmentos postumos de los
años 1875 y 1876. En CM B las cartas de Nietzsche ( I I 5) y las cartas a Nietzsche
(II 6). En esta edición se asigna a Paul Rée, en vez de a H ugo von Senger, la car
ta escrita por Nietzsche el 3 de marzo de 1876. En el NietzscheArchiv se aprecia
una tendencia a «prescindir» de Rée. Gracias a la técnica narrativa de Elisabeth,
ocultadora y falsificadora, dada a la edulcoración, su biografía y su libro comple
mentario sobre Wagner y Nietzsche en la época de su amistad carecen de valor
(«¡Ay, Elisabeth, aquello era Bayreuth!», dijo él, preocupado, en la despedida;
sus ojos estaban llenos de lágrimas). Entre los biógrafos de Wagner, Ernest New-
man ha estudiado a fondo los hechos de Bayreuth en su biografía de Wagner,
cuatro volúmenes; además, en el extenso capítulo «Elisabeth’s False W itness»
pone de manifiesto las falsedades de datación en que incurre la hermana del filó
sofo. Una excelente visión de conjunto la ofrece en su libro sobre Wagner (Zü
rich 1956) Curt von Westernhagen (Die Kritik einer Legende). L a mayor parte de
las obras sobre recuerdos y memorias que se ocupan de la estancia de Nietzsche
en Bayreuth proceden de seguidores de Wagner; así H ans von Wolzogen Erin
nerungen an Richard Wagner (1883), Gabriel M onod Portraits et Souvenirs
(1894), Ludwig Schemann Meine Erinnerungen an Richard Wagner (1924).
Mathilde Trampedach Gottfried Bohnenblust: Nietzsches Genferliebe, en: An
nalen, Eine schweizerische Monatsschrift II, 1928.
Bayreuth Hans Mayer: Richard Wagner in Bayreuth, Stuttgart/Zurich 1976;
Hartmut Zelinsky: Richard Wagner - ein deutsches Thema, Frankfurt 1978.
nesa von Ungem-Sternberg, ha expuesto sus resultados bajo este nombre y como
grafóloga ha dado una interpretación de la escritura de Nietzsche: Nietzsche im
Spiegelbild seiner Schrift, Leipzig 1902.
Apuntes de Nietzsche «Principio de todos los vicios» CM W IV 2, 407, «m u
jeres alegres» ibíd. 541; matrimonio, ibíd. 421; voluptuosidad, ibíd. 519; instinto
sexual, ibíd. 389 ,3 8 7 ,4 0 6 .
Mujer de la callejuela Elisabeth ha eliminado la penosa expresión en su edi
ción de las cartas de Malwida. En realidad, la expresión «de la callejuela» susti
tuye eufemísticamente a «del arroyo». Si el lector quiere, en la «m ujer de la calle
juela» puede ver una oculta apetencia sexual.
Doctor Eiser L a correspondencia entre el doctor Eiser y W agner ha sido
publicada por primera vez en el apéndice del libro sobre Wagner de Curt von
Westemhagen, Zürich 1968. Análisis de la correspondencia, ibíd. 490 sigs. En el
capítulo «Afrenta mortal» de la biografía de Wagner escrita por Martin Gregor-
Dellin, Munich 1980, figura un importante pasaje que Westernhagen no había re
cogido.
Lucha contra la «culpa» Así se explica la extraña noticia de que Nietzsche lle
ve de noche «ligas en los pies», en el relato de un sueño en el que aparecen ser
pientes, H K G W 1,121.
Planes de trabajo, primavera de 1876, «reja de arado» En los fragmentos p os
tumos, CM W IV 2.
Consecuencias de «Humano, demasiado humano» Abundantes datos en la
Crónica de Montinari en: Nachbericht zur IV. Abteilung, CM W IV 4.
Nietzsche en la disertación La descripción de Ludwig von Scheffler en Ber-
noulli 1 ,274 sig.
Puente de todas las felicidades En: Sämtliche Werke V, Munich 1966.
motivo fundamental del retraso con el que alcanzó la fama. Schmeitzner es uno
de los líderes más activos del antisemitismo: el Congreso Internacional Antijudío,
convocado en Dresde el año 1882, nombra a Schmeitzner delegado con plenos
poderes; dos años después, Schmeitzner provoca la escisión del Congreso y fun
da en Chemnitz la liberal «Unión General para combatir el Judaism o», pero su
fre un rotundo fracaso. El Reform-Verein, de Leipzig, com pra entonces la edito
rial de Schmeitzner, junto con sus folletos antisemitas (véase Jean Pierre Faye:
Totalitäre Sprachen, Frankfurt 1977, pág. 241 sig.). Com o Nietzsche publica en la
editorial de Schmeitzner, cuando sale Zaratustra los antisemitas le consideran ini
cialmente como uno de los suyos.
Bernhard Förster Más información sobre él, el antisemitismo de la época, su
matrimonio, la expedición al Paraguay, en E. Podach: Gestalten um Nietzsche,
125-176.
Resa von Schirnhofer Resa von Schirnhofer: Vom Menschen Nietzsche, Zs. f.
philos. Forschg. 22,1968,248-260 y 441-458. R esavon Schirnhofer pertenecía al
círculo: «entre ella y la señorita Salomé parece hacer una admiración mutua; es
también muy íntima con la condesa Dönhoff y su madre, naturalmente también
con M alwida» (Nietzsche a Overbeck, 7.4.1884). L a condesa D önhoff se casó
con el conde Bülow, que después fue canciller del Imperio.
Barón von Stein Estudio a fondo sobre él en J B II, 287 sigs. y 325-336. Nietzs
che se sintió muy ofendido cuando Stein le propuso colaborar en una enciclope
dia sobre Wagner. En Jan z se alude a la disertación de Günther Wahnes Heinrich
von Stein und sein Verhältnis zu R. Wagner und Friedrich Nietzsche, Je n a 1926.
Además, R. Stackeiberg: The Role o f Heinrich von Stein, Nietzsche-Studien 5,
1976, págs. 178-193.
Gran política Véase el capítulo correspondiente en Jaspers: Nietzsche, 254-
289. Allí figuran las citas que siguen. También los capítulos 27 y 28 de Elisabeth
G B ( I I 2) se ocupan de la gran política.
Solución trágica y cómica Véase S.L. Gilman: Incipit parodia: The Function o f
Parody in the LyricalPoetry o fF . N. Nietzsche-Studien 4, 1975, págs. 52-74.
«Marchar a l Paraguay» «M archar a Rusia» era la versión adecuada para Lou.
El deseo de desaparecer totalmente del escenario respondía a este proyecto.
Bestia rubia D . Brennecke: Die blonde Bestie, Vom Missverständnis eines Sch
lagworts, Nietzsche-Studien 5, 1976, págs. 113-145. El autor intenta demostrar
que el adjetivo «rub io» no alude a los alemanes, sino al león, animal de presa pre
dilecto de Nietzsche (junto al tigre), y a los bárbaros de la antigüedad.
Hippolyte Taine Nietzsche se refiere a él en la carta a Overbeck, recibida el
29.10.1986. L a obra fundamental sobre la incidencia de Nietzsche en Francia es
la de Geneviève Bianqui, Nietzsche en France, París 1929. Véase también Beatrix
Blundau: Frankreich im Werk Nietzsches, Geschichte und Kritik der Einflussthese,
Bonn 1979. En todas las exposiciones se trata insuficientemente el hecho biográ
fico de su larga estancia en Niza y, en sentido general, en Francia.
Canción de las hijas del desierto Véase C. A. Miller: Nietzsches «Daughters o f
the Desert»: A Reconsideraron. Nietzsche-Studien 2 ,1973, págs. 157-195. En in
terés de la leyenda sagrada de Elisabeth (G B I I 2 ,5 3 8 ) el poem a debía responder
en lo posible a un motivo inocente: era una de las poesías de Freiligrath («E l des
pertador en el desierto»), que según parece compraron en Zurich para animarse
APÉNDICE [8 5 7 ]
Insanity and Genius. G öteborg 1903 ; P J . Möbius: Über das Pathologische bei
Nietzsche. W iesbaden 1902; B. Saaler: Über die Krankheit Nietzsches, Z. f. Se-
xualw. 4,1918; C. Moxon: The Development o f Libido in Friedrich Nietzsche. Psy-
choanal. Review 10, 1923; K. Hildebrandt: Der Beginn von Nietzsches Geistes
krankheit. Z. f. Neurol. 89, 1924; C.E. Benda: Nietzsches Krankheit. Mschr. f.
Psychiatr. und Neurol. 60, 1926; W. Lange-Eichbaum: Nietzsche als psychiatris
ches Problem. Dt. med. Wschr. 56, 1930; ibid.: Nietzsche, Krankheit und Wir
kung. H am burgo 1947; E. Podach: Die Krankheit Nietzsches. Dt. Ärzteblatt 61,
1964; C. E. Benda: Über die Krankheit Friedrich Nietzsches. Med. Welt 17,1965;
K. Kolle: Nietzsche. Krankheit und Werk. Bibliotheca Psychiatrica et Neurologi-
ca, 127,1965.
I ndice de nombres
Nietzsche, Karl Ludwig, 19 sigs., 28 sigs., Rohde, Erwin, 137, 141, 148,151 sigs., 164
37 sigs., 93, 452-453, 580, 843, Sección sigs., 183, 187, 191 sigs., 199 sigs., 209
de ilustraciones sigs., 224 sig., 236 sigs., 259 sigs.. 276
Nietzsche, Rosalie, 30, 36, 39, 56, 60,102, sigs., 303 sig., 307 sigs., 337 sigs., 351
104,111,265 sigs., 374, 387, 392, 403, 406, 411 sigs.,
444 sigs., 454 sigs., 505, 518-521, 544
Oehler, Adalbert, 36 sig., 44,90,92 sigs., 410 sigs., 562, 570, 598, 617, 653 sig., 682,
Oehler, Max, 94 715, 723, 751, 767, 780, 790 sig., 825,
Oehler, Ricard, 94 849, Sección de ilustraciones
Oehler, familia, 518,568 Rohr, Bertha, 518
Offenbach, Jacques, 14,153 sigs., 168 sigs., Romundt, Heinrích, 170, 205, 238, 243,
205,517,780,794 255, 258, 269, 411 sig., 444 sigs., 474,
Ortlepp, Ernst, 86 621, 670
Ott, Louise, 155 , 258, 493 sig., 516, 541, Rothpletz (-Overbeck), Ida, 225 sig., 235,
551,672 258, 646 sig., 653, 666
Overbeck, Franz, 13, 24,197, 225 sig., 242
sigs., 311, 323, 326, 337, 364 sig., 379, Salín, Edgar, 333,337
381, 410 sigs., 440 sigs., 502, 521 sig., Salís-Marschlins, Meta von, 69,764
524, 533, 540, 546 sigs., 562 sigs., 580 Salomé, Gustav, 630
sigs., 627 sigs., 685 sigs., 723 sigs., 759 Salomé, Lou, 13, 155, 242, 258, 472, 474,
sigs., 806, 822 sigs., 835, 849 481, 541, 577 sig., 591, 594 , 627 sigs.,
Overbeck, Ida (véase Rothpletz) 685 , 686, 694 sigs., 729 sigs., 744, 749,
751, 780, 825, 839, 855. Seccióp de ilus
iPahlen, Isabella von der, 516 sig. traciones
/Paul, Jean, 52 Schaarschmidt, Cari, 114,120,126
i Pfeiffer, Ernst, 642 Scheffler, Ludwig von, 230 sig., 456, 492,
' Piccard, Julius, 223 855
Pinder, Wilhelm, 31, 41, 60, 64 sigs., 75, Schelling, Friedrich Wilhelm, 28,177,205,
77 , 83,118, 152, 236, 241, 248 sig., 258, 286,315
410,414,417,437,630 Schiller, Friedrich, 74, 183, 231, 279, 290,
Platon, 66, 126, 143, 176, 254, 282, 287 292, 319, 389, 394, 406, 418, 534, 683,
sig., 294, 306, 375 sig., 517, 523, 568, 782,786
605,676 Schirnhofer, Resa von, 729 sigs., 772, 791,
Podach, Erich F., 93 856
Porges, Heinrich, 534, 548, 559 Schlechta, Karl, 394, 457, 755 sig., 758,
836, 842
Quinot, Armand, 837 Schmeitzner, Ernst, 435, 458, 466, 481
sigs., 487, 502, 528 sig., 533, 535, 539,
Raabe, Hedwig, 166,556 541 sig., 544 sigs., 563 sigs., 598, 625,
Redtel, Anna, 73, 81 sig., 107,414, 658 646, 700, 714, 724, 743, 802, 856
Rée, Paul, 465 sig., 477 sig., 485, 492 sigs., Schopenhauer, Arthur, 13, 47-48, 91, 94,
499 sigs., 514, 518, 539 sigs., 562 sigs., 126, 141, 147 sigs, 169, 173 sigs, 185
580 sigs., 627 sigs., 705 sigs.., 748, 780 sigs, 199, 202 sigs, 233, 237 sigs, 276,
sig., 781, 825 278, 286, 316, 320, 335, 341, 350, 371,
Riedel, Carl, 358, 669 sig. 374, 386, 395, 398, 427 sigs, 437, 441,
Ritschl, Friedrich, 102, 112, 125 sigs., 130 443, 450, 457, 463 sigs, 504, 509, 539,
sigs., 145 sigs., 170,189,193,209 sigs.,213 554, 568, 632, 690, 692, 709, 746, 755,
sigs., 222 sigs., 228,232,237 sigs., 259,311 771 sig , 800, Sección de ilustraciones
sigs., 370 sig., 385, Sección de ilustraciones Schron, Otto von (Dr. med.), 508, 518,
Ritschl, Sophie, 136,166,171,187,191 sigs., 525,531
222,258,260,315,341,396,415, 781 Schubert, Franz, 49, 188,225,581
Rodenberg, Julius, 791 Schumann, 7 2 ,113,166,380,423,568
Í N D I C E DE NO M BR E S [8 6 5 ]
Schumann, Robert, 48 sigs., 72, 81, 110 sigs., 225, 233, 260 sigs., 380, 411, 441,
sigs., 166, 185 sigs., 346, 349 sigs., 380, 848
420,423,427,568,771 Vogel, Martin, 850
Schuré, Edouard, 436,487 sig., 493,495 Volkmann, Dietrich, 70-71, 81,211,238
Senger, Hugo von, 468 sigs., 492,517,566 Voltaire, 378,451,471, 509,533,540,542,
Seydlitz, Reinhart von, 258, 493, 505 sigs., 545, 551,557,632,774, 814, 818
516, 520 (los), 539, 542, 550-552, 738. Vollmann, Rolf, 841
744
Shakespeare, William, 71, 86, 275 , 321, Wagner, Cosima, 15 , 62, 194, 225, 239,
471,509,534,656,716, 814 sig. 247, 257 sig., 260 sigs., sigs., 274, 292
Shelley, Percy Bysshe, 71,471, 751 sigs., 306 sigs., 333 sigs., 344 sigs., 371
Socrates, 230, 294 sig., 303 , 306 sig., 325, sigs., 394 sigs., 414 sigs., 439 sigs., 500
569, 786 sigs,, 515, 525 sigs., 540 sigs., 591 sigs.,
Spielhagen, Friedrich, 182 sig., 492 652-654, 660, 698 sigs., 733, 749, 751,
Spir, Afrikan, 653 812 sigs., 825, 850, Sección de ilustracio
Springer, Anton, 103 sig., 114, 125 sigs. nes
Stein, Heinrich von, 258,655 sig., 672,733, Wagner, Richard, 3 3,39,48 sig., 62, 74,85,
736, 856-857 88, 134, 144, 154, 157, 162, 168 sigs.,
Stóckert, Georg, 73,106,270 173 sigs., 185 sigs., 205 sig., 223 sigs.,
Storm, Theodor, 704 233, 239 sigs:, 259 sigs., 273 sigs., 291
Strauss, David Friedrich, 65,226,255,335, sigs., 306 sigs., 334 sigs., 369 sigs., 294
362, 370, 377 sigs., 441, 631, 852, Sec sigs., 409 sigs., 439 sigs., 499 sigs., 518
ción de ilustraciones sigs., 537 sigs., 567 sigs., 581, 591 sigs.,
Strauss, Johann, 752 634, 650, 654 sigs., 698 sigs., 724 sigs.,
Strindberg, August, 93, 780, 782, 802, 805 768 sigs., 824 sig., 847, 853
sig., 811 Wagner, Siegfried, 269 sigs.
Suppé, Franz von, 770 Weber (Escuela Privada de Naumburg), 55
Swinburne, Algernon Charles, 750 sig. Widmann, J.V., 779,785
Wiel, Josef, 413,452 sig., 456
Taine, Hippolyte, 744, 761, 767, 774, 780, Wiesike, Cari Ferdinand, 180 sig.
857 Wilamowitz-Moellendorff, Ulrich von,
Teognis, 131,138,141,147 139, 245, 305, 310, 320 sigs., 348, 397,
Trampedach, Mathilde, 471 sigs., 516,518, 738, 851
541, 566, 853, Sección de ilustraciones Wolzogen, Hans von, 495, 525, 528 sigs.,
Trampedach, hermanas, 471 5 3 7 ,5 4 3 ,547,550,553,559,654
Turguéniev, Iván, 639
Vauvenargues, Luc de, 340 Zamcke, Friedrich, 134, 138, 199,238,316
Verdi, Giuseppe, 772 sig.
Virchow, Rudolf, 334 Ziehen, TheodoT, 827
Vischer-Bilfinger, Wilhelm, 213 sigs., 224 Zimmermann, August, 92, 96