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Unidad 3.

El sistema moderno

París, capital artística del siglo XIX

Profundos cambios habrían de sobrevenir en el arte y su sistema hacia el siglo XIX. En efecto,
desde el siglo XVIII el centro del mundo del arte se había expandido desde del eje dominante
italiano –Roma, Florencia, Venecia- hacia otras ciudades como Londres y Madrid, para
finalmente asentarse en París, de la mano de los cambios que la ciudad estaba
experimentando debido a la Revolución Industrial. Así lo señala Ernst Gombrich,

… esta ciudad se había convertido en la capital artística de la Europa del siglo


XIX, tal como lo fueran Florencia y Roma en los siglos XV y XVII,
respectivamente. Artistas de todo el mundo afluyeron a París para estudiar con
renombrados maestros, y, sobre todo, para intervenir en las interminables
discusiones que acerca de la naturaleza del arte se desarrollaban en los cafés de
Montmartre, donde se estaba forjando penosamente una concepción artística
nueva.1

Mientras Roma seguiría siendo el centro del estudio del arte clásico, París será a partir de
entonces el lugar al que se va a estudiar el arte moderno. La vida artística de París
involucrará a todo el mundo culto, y a partir de 1673, cuando el apoyo oficial al arte empieza
a reducirse, los artistas se ven obligados a volverse hacia los potenciales compradores en
exposiciones que van más allá de los Salones (reservados, además, sólo para los miembros de
la Academia).

Para muchos, con el desarrollo y expansión del mercado del arte y la creciente adquisición de
obras por parte de manos privadas, fundamentalmente aristocráticas, había comenzado a
decaer también en gran medida la “calidad” de la oferta de pictórica, al menos a los ojos de
los academicistas, que dudaban de la pericia técnica de los nuevos artistas sobrevenidos para
satisfacer esta inusual demanda. Como lo señala Gombrich:

Las exposiciones y las academias, los críticos y los entendidos hicieron cuanto les fue
posible por establecer una distinción entre el Arte, con A mayúscula, y el mero
ejercicio de un arte (…).2

Antoine Watteau, Embarque para la isla de Citerea, s. XVIII.


Por ello, frente al desarrollo del arte cortesano, particularmente del estilo rococó cuyo
exponente más destacado en Francia era Jean-Antoine Watteau, los pintores tradicionalistas
o academicistas impulsaron un retorno a las bases miméticas clásicas. En el salón de París de
1785 la obra neoclasicista El Juramento de los Horacios, de Jacques-Louis David, fue
designado como “el cuadro más bello del siglo”.

Jacques-Louis David, El Juramento de los Horacios, 1784.

Como antítesis del arte cortesano, con nuevos motivos y un patente rechazo a la estetización
y el barroquismo que habían ‘contaminado’ al arte hasta ese momento, el neoclasicismo se
convirtió en el estilo preferido por los burgueses y fue utilizado como propaganda de la
Revolución Francesa, que en 1879 iba a despojar a la aristocracia y al clero de todos sus
privilegios, y a reemplazar a la monarquía absolutista por una monarquía laica y republicana.
Lo curioso es que hasta las clases dominantes, desprevenidas, se sintieron subyugadas por la
fuerza con la que se impuso el nuevo estilo y hasta el gobierno la fomentó (de hecho, el
cuadro de David fue pintado por encargo oficial para el Ministerio de Bellas Artes). Esta
paradoja le dio al estilo un enorme poder subversivo en el plano político; luego de la
Revolución, David se convertiría en el artista oficial del nuevo régimen, organizando
celebraciones populares y pintando sus íconos históricos.

Pero en este contexto revolucionario, los pintores más jóvenes, aunque apreciaban la
destreza técnica de los neoclásicos, no sentían que el espíritu de la Revolución estuviera
contenido en sus frías y solemnes composiciones. Sentían el mismo rechazo frente al gusto
pictórico de la aristocracia y no tenían la menor intención de someterse a los designios del
mercado, pero también estaban cansados de los temas cultos y edificantes que la Academia
quería imponer en los pintores y se sentían sofocados por los rígidos principios y convenciones
de la tradición pictórica.
Jean-Auguste Dominique Ingres, La fuente, 1820.

En efecto, las reglas y convenciones que la Academia imponía a los artistas comenzaron a ser
percibidas por éstos como demasiado restrictivas. Como ya se ha señalado, los artistas eran
exhortados a imitar a los antiguos y a la naturaleza, a respetar la jerarquía entre géneros y
formatos (que ponía a los motivos religiosos, mitológicos o históricos por sobre las escenas de
la vida cotidiana, el retrato, el paisaje y por último, la naturaleza muerta, que sólo era
aceptada como ejercicio en los inicios del proceso de formación del artista), a priorizar al
dibujo como garantía de una composición equilibrada en detrimento del color, que era
considerado como un desequilibrio vinculado a las pasiones, a trabajar en el taller y nunca al
aire libre, y a ocultar toda evidencia de la pincelada.
Junto a la proliferación de exposiciones privadas en los estudios, en 1791 el nuevo Régimen
instaurado luego de la Revolución Francesa abriría el Salón a la totalidad de los artistas. Un
año más tarde, en 1792, la Academia de París fue suprimida temporalmente, y artistas como
David impulsaron la conformación de asociaciones de artistas libres y democráticas como la
Commune des Arts, fundada en 1793, y la Société Populaire et Républicaine des Arts de 1794.
Y aunque la Academia fue finalmente reinstaurada y continuó ejerciendo durante mucho
tiempo el monopolio de la enseñanza a través de las Escuelas de Bellas Artes, garantizándole
la continuidad de su influencia, pronto debió competir con las escuelas politécnicas y talleres
privados.

En las décadas siguientes se impondría en París el estilo romántico como “verdadero arte de
la Revolución Francesa”, y acabó por convertirse en el nuevo arte oficial. Su principal
exponente, Eugène Delacroix, obtuvo la Cruz de la Legión de Honor por su obra La Libertad
guiando al pueblo, también conocida como La barricada, de 1830, y en 1857 fue admitido en
la Academia de Bellas Artes.

Eugéne Delacroix, La Libertad guiando al pueblo o La barricada, 1830.

El romanticismo implicó, además, un profundo cambio de paradigmas, semejante al que una


vez había tenido lugar en el marco del antropocentrismo renacentista. Pero el del siglo XIX
era un antropocentrismo imperfecto, que al dejar de ennoblecer a la especie humana a partir
de un antiguo ideal de perfección le permitió al hombre liberar al individuo que llevaba
dentro. El prototipo del intelectual romántico (sea artista o escritor) es justamente el del
viajero3 que deja el ámbito seguro de la sociedad burguesa para salir al mundo, vivir
aventuras en territorios inexplorados y reencontrarse con lo más básico de la naturaleza
humana.

El romanticismo post-revolucionario refleja un sentido nuevo del mundo y de la


vida y hace madurar sobre todo una nueva interpretación de la idea de libertad
artística. Esta libertad no es ya un privilegio del genio, sino el derecho innato de
todo artista y de todo individuo con capacidad. (…) el romanticismo niega el
valor de toda regla artística objetiva. Toda expresión individual es única,
insustituible, y tiene sus propias leyes y su tabla de valores en sí; esta visión es
la gran conquista de la Revolución para el arte.4

Caspar David Friedrich, Viajero frente a un mar de niebla.

El movimiento romántico impulsó una lucha por la libertad que no se dirigía sólo contra las
academias, las iglesias, las cortes, los mecenas, los aficionados, los críticos o los maestros,
sino contra los mismos principios de tradición y autoridad y contra toda regla. Así lo señala
Hauser5, quien afirma además que todo el arte moderno es el resultado de esta lucha
romántica por la libertad. Cambia la noción de artista: del arquetipo del maestro, del genio,
se pasa al del hombre solitario que se siente diferente, para bien o para mal, de sus
contemporáneos, y es este sentimiento el contenido fundamental de su expresión artística. Se
trata de una revolución individual y no social.
No obstante, poco después, también el nuevo estilo de la expresión individual fue socavado y
puesto al servicio del orden establecido. El romanticismo se volvería rápidamente un estilo
funcional al poder de turno. Las obras artísticas del período de la Restauración parecían
lienzos celebratorios de las nuevas conyunturas de poder. El clero había recuperado su
influencia y los encargos oficiales y eclesiásticos se habían reanudado. Como lo señala
Gombrich6, ya en el Salón de 1837 el número de cuadros religiosos superaba al de cuadros de
batallas.

Entre el mercado y la bohemia

Los artistas que rechazaban los encargos oficiales no encontraban mejor suerte en el
mercado. Muchos de ellos, al darse cuenta de que habían incurrido en la enorme
contradicción de apoyar una revolución que les arrebató a sus compradores más ricos y
competentes, rápidamente iniciaron una reconciliación con el poder de turno y con la antigua
aristocracia.

Pero la burguesía, como la nueva clase social en puja empoderada a partir del rápido
enriquecimiento de los comerciantes e industriales europeos luego de la Revolución
Industrial, no cambiaría radicalmente el escenario para los artistas de la época. En la
necesidad de legitimar su nuevo status social, los burgueses adoptarían las prácticas
aristocráticas del encargo de retratos y la adquisición de obras de arte para la decoración de
sus interiores. La burguesía era una clase social mucho más importante en términos
cuantitativos, por lo que produjo una masificación de la demanda de obras como nunca había
existido. Pero no era frecuente que los gustos del artista coincidieran con los de este público.
Tal como lo dice Gombrich7, “la ruptura con la tradición [del arte] había abierto un campo
ilimitado para escoger”, pero “el gusto del comprador se había fijado en un sentido; el artista
no se sentía conforme con él para poder satisfacer la demanda”. A los ojos de algunos
pintores la burguesía carecía del origen culto de la aristocracia y no poseía el menos atisbo de
buen gusto, refinamiento y elegancia. Además, el grueso de la burguesía sólo había visto en la
Revolución la posibilidad de sacar del estancamiento a las finanzas del país, arruinadas por la
corrupción y el derroche de las cortes, pero no abrazaba los mismos valores que los
intelectuales revolucionarios ni comprendía la magnitud de los cambios sociales que se habían
puesto en juego. Mario de Micheli cita en este sentido al crítico Alexander Decamps, en la
reseña que escribió para el periódico el National del 18 de marzo de 1838:

Las obras de arte de una originalidad demasiado independiente o de ejecución


demasiado audaz ofenden la vista de nuestra sociedad burguesa, cuyo limitado
espíritu no puede abrazar ni las vastas concepciones del genio ni los arrebatos
generosos de amor a la humanidad.8
Eugéne Delacroix, Odalisca, 1857.

Para colmo, la emergencia del arte como un “gran negocio” fue acompañada de una nueva
camada de “pintores” sin educación artística que producían obras de dudosa calidad a bajo
precio, lo que, según Gombrich9, determinó la decadencia del oficio y desbarató aún más el
gusto del público. El conformismo se fue extendiendo entre algunos artistas. Pero no todos
estaban dispuestos a acatar esta situación. La tensión que antes existía entre artista y
Academia, tiene lugar ahora entre el artista y el mercado o público. Las relaciones entre
artista y comprador se volvieron tirantes. La mayoría de los artistas se veían obligados a
satisfacer estas demandas porque necesitaba dinero, pero estas concesiones acababan por
afectar profundamente su autoestima y quitarle el respeto de sus colegas. Los que optaban
por aferrarse a sus convicciones y aceptar sólo los trabajos que coincidiesen con sus gustos e
ideas sobre el arte, se exponían a la miseria. Algunos de estos últimos encarnaron una nueva
“actitud” que vendría a cambiar la noción de “artista” tal cual se había consolidado hasta el
momento: se preciaban de no seguir los convencionalismos y reglas, y aceptaban
deliberadamente su aislamiento del mercado a cambio de una práctica artística más libre y
marginal, en general enfrentándose a la imposibilidad de procurarse los medios para subsistir
(tal sería el caso, en el fin de siglo, de Van Gogh, a quien la mitología popular recuerda como
el genio que no vendió un sólo cuadro en vida).

Es éste el origen de la bohemia artística, cercana en gran medida a cierto estereotipo de


artista que persiste en la actualidad. La noción del artista como “genio incomprendido” y
provocador parece un lugar común, pero es en realidad una construcción política y cultural
con profundas raíces históricas. La bohemia es la primera concepción del arte como forma de
vida, en la cual el artista se recluye en los márgenes de la vida social. Walter Benjamin
describe al bohemio en París a partir del imaginario del poeta Charles Baudelaire, como una
figura que vaga por la ciudad como un extraño, sin rumbo, buscando asilo en la multitud, en
tabernas y en la compañía de prostitutas, sin lograr sentirse cómodo en una ciudad de luces y
escaparates que no son para él. A la vez que renuncia a la práctica de toda profesión, su
situación económica se vuelve incierta, y su función política, al menos, imprecisa. El artista
es aquí un desclasado más.10

No obstante esta tensión entre artista y sistema cuyas manifestaciones eran cada vez más
frecuentes, la práctica general del arte continuaría circulando por los caminos convencionales
del encargo, la Academia y los Salones, definiendo así el circuito del “Arte Oficial”, frente al
cual se posicionarán los artistas marginales o de vanguardia. Pero ya no será el Arte Oficial el
que figure en las páginas de la historia del arte. A partir de entonces, como bien lo señala
Gombrich11, es notable cómo la historia del arte será contada por los artistas marginales, no
reconocidos ni respetados en su propia época, alejados de la práctica académica del arte.

Un nuevo público para las artes

Ya hemos establecido que el encargo civil de obras de arte, que había sido una atribución
exclusiva de la aristocracia, se masifica con el advenimiento de la clase burguesa en torno a
la Revolución Francesa de 1789. Mientras el encargo subsistiría con la práctica del retratismo,
aunque sólo hasta la aparición de la fotografía, un nuevo fenómeno se estaba produciendo:
una creciente demanda de otros géneros, en una dimensión que permite por primera vez
hablar de un mercado del arte.

Gustave Courbet, Naturaleza muerta con flores. Óleo sobre lienzo. Siglo XIX.

Aunque frente a la oferta de obras la clase dominante ejerce indudablemente un gran poder
con su demanda, imponiendo lineamientos en términos de gusto y moda, no es menos cierto
que en un contexto de mercado el artista encuentra más libertad. Ya no es la clase
dominante la que toma la iniciativa en el proyecto artístico, sino el artista.

Además, el desarrollo de este mercado de obras y la masificación del interés por el arte, mal
que les pesara a algunos artistas, supuso una expansión de los dominios del arte. Un público
mayor necesita nuevos espacios y canales diversos para canalizar su interés y su demanda.
Antes del siglo XVIII el público de las artes plásticas era muy reducido, y se componía
exclusivamente de coleccionistas y conocedores, de especialistas, por así decirlo. Pero en
este momento el público se expandió y comenzó a incorporar a gente que se interesaba por
los cuadros sin pensar en su adquisición. Hauser12 relata cómo el diario Mercure de France, en
su crónica del Salón de 1699, señalaba la presencia de un enorme público de todas las clases y
todas las edades, que miraba, ensalzaba, criticaba y censuraba. Según los informes de la
época, la afluencia fue sin precedentes, y aunque la mayoría acudía sólo porque la visita al
Salón se había puesto de moda, el número de aficionados serios había crecido también.
Prueba de esto es la gran cantidad de nuevas publicaciones de arte, de revistas artísticas y de
reproducciones que circulaban en la época.

El proceso de “fetichización” de la obra de arte que había comenzado luego del Renacimiento
se acentúa en el contexto de mercado, que le otorga un nuevo estatuto como mercancía. La
creciente importancia de la obra de arte como objeto de deseo y contemplación propicia
también la generación de un coleccionismo público, donde las obras más significativas de
todos los siglos pasan a formar parte de un patrimonio colectivo que será conservado y
exhibido en los museos. El origen de estas colecciones públicas es diverso, y proviene tanto
del encargo oficial como de la donación de obras por parte de las familias más notables de la
sociedad de la época, que las entregaban a la institución museística tanto para reducir una
colección familiar que había crecido de manera exacerbada como para una mejor
conservación de las obras más antiguas. La garantía de la exhibición a perpetuidad de los
retratos familiares en el espacio público no era menos atractiva que la posesión de dichas
obras. En 1792 se había creado en París el Museo del Louvre, como parte de esta reforma
artística. Así, los artistas ya no tenían necesidad de viajar para estudiar las grandes obras de
arte.

El nuevo público ya no veía al arte como una expresión cultural que acentuaba su distancia de
los estratos inferiores y su comunidad con la aristocracia, sino que mostraba un genuino
interés estético. El arte se había convertido en objeto de libre elección y gusto mudable
según lo señala Hauser, y cita una máxima de Mengs sintetiza perfectamente esta afirmación:
“bello es lo que agrada a la mayoría”.13

La cuestión del gusto

Entre los siglos XVII y XVIII, el canon de belleza dominante estaba basado en el pensamiento
formalista del filósofo alemán Immanuel Kant, heredero de la filosofía universalista de la
Antigüedad. Se trata de una estética fundada sobre patrones o máximas universalmente
válidos. Para este formalismo, lo histórico es siempre lo variable, lo contingente, lo
intrascendente. Lo Bello (con mayúscula) sólo podía ser aquello que agradaba universalmente
por su forma, y de manera independiente de cualquier finalidad o concepto. Es esta filosofía
estética sobre la que se había fundado el concepto de las Bellas Artes, con mayúscula, y
ciertamente tuvo sentido hasta el siglo XVIII. Pero el siglo XIX obligaría a replantearse la
validez de estos fundamentos universales. Régis Debray afirma al respecto:

Es un hecho que hasta Kant, con sólo algunas excepciones, los grandes artistas
han agradado a su época. Giotto, Caravaggio, [da] Vinci, Tiziano, Fragonard y
David fueron aclamados casi unánimemente en vida. Pero a partir del siglo XIX,
ese mundo estable, ordenado de acuerdo a cánones de bellezas [sic], de criterios
de oficio reconocidos (…), se resquebraja y, luego, se derrumba. Delacroix,
Manet, Pisarro, Gaughin, Van Gogh y Dubuffet han desagradado. Y si no hubieran
desagradado no habrían llegado a ser “genios” fuera de alcance y de precio. (…)
¿Por qué compró Kahnweiler Las señoritas de Aviñón [de Picasso]? Él mismo lo
dijo: porque “desagradaban soberanamente a todo el mundo”. Ése es el secreto
de las obras que se pagarán mañana. Desagradar (molestar al burgués y al
ignorante), exigencia formal y especulativa, es la moral del arte moderno . De
esa obligación tácita, “el antiarte” ha hecho un deber explícito. ¿Qué artista
“serio” no se ha visto a sí mismo como enterrador del arte y, en primer lugar, de
los artistas agradables y célebres que le han precedido (…)? Lo bello moderno es
siempre lo nuevo, pero ¿no parece siempre feo lo nuevo?.14
Pablo Picasso, Las señoritas de Aviñón, 1907. Óleo sobre tela, 243.7 x 233.7 cm.

Todo el sistema del arte tal cual se configura hacia el siglo XIX tiene sentido por esta “no
universalidad” del gusto. Si el arte fuera siempre e inmediatamente agradable, dice Debray15,
los galeristas ya no tendrían nada que vender, los críticos ya no tendrían artistas a los que
“defender” o “denostar”, y los artistas ya no tendrían ninguna esperanza de generar
escándalo.

La función social del arte

Ya entrado el siglo XIX, al formalismo estético de Kant se opuso el idealismo histórico de otro
filósofo alemán: Hegel. El idealismo objetivo de Hegel lo otorgaba a la actividad estética un
específico contenido histórico. La belleza y la verdad no son en este marco nociones
universales sino que están ligadas al lugar y tiempo en que existen, se producen o enuncian, y
al individuo que es capaz de percibirlas.

De Micheli16 insiste además en que era natural que en un período de “combustión


revolucionaria” como el siglo XIX, la realidad fuera el problema central en la producción
estética, tanto en las artes figurativas como en la literatura. Y si a través de la política y las
armas se estaba luchando por cambiar esta realidad, tampoco quedarían afuera los artistas
con sus propias obras como armas. Hacia 1830 Hegel había afirmado:

El artista pertenece a su tiempo, vive de sus costumbres y sus hábitos, comparte


sus concepciones y representaciones… Además, hay que decir que el poeta [el
artista] crea para el público y, en primer lugar, para su pueblo y para su época,
los cuales tienen derecho a exigir que una obra de arte sea comprensible para el
pueblo y cercana a él.17
Hacia mediados del siglo XIX, y en el marco de la decepción que sobrevino a la Revolución
Francesa y la emergencia de las ideas socialistas, tiene lugar una estrecha sociedad entre arte
y política. El romanticismo, y todo aquello que era considerado propio del “estilo” era
rechazado drásticamente, y se le atribuía una función meramente decorativa. La doctrina de
“el arte por el arte” (l’art pour l’art) fue reemplazada por la consigna del “arte útil”, de un
arte al servicio del hombre, bajo el paraguas del naturalismo o realismo. Las fuerzas
campesinas y proletarias recibieron el apoyo de los intelectuales de la época para un nuevo
levantamiento revolucionario. De Micheli18 relata cómo artistas e intelectuales se batieron, no
sólo con sus obras, sino con las armas en la mano, en las calles de París en los alzamientos de
1848. El arte y la literatura comenzaron a ser vistos como espejo de la realidad, como
expresión activa del pueblo, y debían ir más allá de la fantasía y la mera estética para
convertirse en acción, en una maquinaria transformadora de la realidad social. Estas ideas
implicaban contradecir siglos de filosofía estética que afirmaban que la forma era más
importante que el contenido.

Los artistas más representativos de la escuela realista, Courbet, Daumier y Millet, se


dedicaron a pintar al hombre común, campesino o burgués, de tamaño natural, dándole el
carácter que hasta entonces había estado reservado a dioses y héroes.

Jean- Francois Millet, Las espigadoras, 1857.

Imaginen las repercusiones de tal “atrevimiento”. ¿Qué rica familia querría comprar un
cuadro que representaba tales trivialidades? ¿Quién aceptaría exhibir en la sala de su
residencia una imagen que ponía en evidencia el origen cuestionable de su propio capital?
Hasta los pintores reaccionaron, como en el caso de la obra Bonjour Monsieur Courbet (1854),
donde el pintor osa retratarse a sí mismo como un pueblerino más, en mangas de camisa,
desdeñando toda la legitimidad social adquirida por la profesión.
Gustave Courbet, El Encuentro o Bonjour Monsieur Courbet, 1854.

Y a partir del siglo XIX la grieta se profundizaría, con el advenimiento de un cambio de


modelo para la esfera del arte. Hasta entonces, más allá de aportaciones individuales
excepcionales y variaciones estilísticas y temáticas, el modelo mimético había sido dominante
durante cuatro siglos, de la mano de la Academia como institución rectora de los cánones
artísticos. Pero a mediados del siglo XIX, con la aparición de la fotografía, el modelo estaba a
punto de cambiar.

La ruptura con el modelo académico

A medida que la técnica fotográfica se perfeccionaba, la impresión de la realidad que se


lograba era cada vez más exacta. Y así la fotografía despojó a la pintura de la función
histórica de representar a la naturaleza. La pintura tal como había sido concebida desde el
Renacimiento dejaría paulatinamente de tener sentido, porque la mímesis más perfecta podía
ser lograda por medios técnicos, de manera rápida, masiva y a bajo costo. La práctica del
retratismo pictórico disminuyó hasta casi desaparecer. La pintura histórica perdió también su
importancia y ya no era la única manera de dejar testimonio visual de lo real. La pintura
parecía, ahora, innecesaria.
Daguerre, 1839. Daguerrotipo sobre cobre.

Louis Ducos du Hauron, 1877. Fotografía a colores.

Roto el paradigma mimético, Benjamin afirma que a la pintura no le quedó más remedio que
moverse por caminos donde la fotografía no pudiera seguirla.19 Y como el terreno de la
objetividad ya tenía dueño, el próximo dominio de la pintura será, entonces, el reino de lo
subjetivo y de la libertad creativa.

Es así como en las décadas siguientes, fue moneda corriente que los críticos y artistas más
conservadores protestaran contra el desprejuicio con el que algunos artistas pintaban. Un
caso paradigmático fue el de Édouard Manet, sobre cuya obra se decía que no sólo no se
molestaba en suavizar las sombras ni en ocultar el trazo de su dibujo, sino que además se
había atrevido a incluir en algunas de sus obras motivos considerados obscenos para la
tradición académica de la época. Así fue como algunas obras de Manet, no admitidas en el
Salón Oficial de 1863, tuvieron que ser expuestas en el llamado Salón de los Rechazados, un
hito en la evolución del arte y en uno de los antecedentes más paradigmáticos en la
conformación actual del sistema del arte.
Édouard Manet, Olympia, 1863.

Apertura del sistema y autogestión artística

Frente al auge del encargo civil y el naciente mercado del arte en el siglo XIX, algunos
artistas comenzaron a preocuparse por la recuperación de una expresión artística genuina, no
sujeta al gusto cuestionable de la burguesía en ascenso. Ernst Gombrich sintetiza así el recelo
recíproco entre los artistas y el público:

Para el hombre de negocios, un artista era poco más que un impostor que pedía
precios absurdos por algo que apenas sí podía considerarse como un trabajo
honrado. Entre los artistas, por otra parte, se convirtió en un pasatiempo épater le
burgeois, dejarlo perplejo y estupefacto. 20

“Espantar al burgués”, provocarlo con motivos y estilos pictóricos “inaceptables” para la


época, poco a poco se iría transformando en una práctica recurrente de los artistas.21

En 1863, el jurado del Salón Oficial rechazó 3000 de las 5000 obras que se presentaron.
Napoleón III, quizás en una actitud propagandística, decidió autorizar a los artistas
rechazados la exhibición de sus obras en otro de los salones del Palacio de la Industria donde
tenía lugar la exposición. Así tuvo lugar el primer Salon des Refusés ("Salón de los
Rechazados"), que incluía obras como Desayuno en la hierba de Manet, una escena campestre
de la vida cotidiana que mostraba un desnudo femenino. Más tarde, en el Salón de los
Rechazados de 1865, el artista presentaría Olympia, en la cual se mostraba a la misma figura
femenina posando desnuda en la misma posición que la aristocrática Maja de Goya y con una
sirvienta negra junto a ella.

Francisco de Goya, La Maja Desnuda, 1800-1803.


Podrá advertir el lector la hipocresía que dominaba a la Academia, que históricamente había
promovido la pintura de desnudos usando modelos escultóricos o vivos, imitando a los
antiguos, pero no aceptaba que el modelo fuera una prostituta, por cierto bastante popular
entre los círculos más influyentes de la sociedad parisina. No conforme con que estos cuadros
hubieran sido rechazados en el Salón Oficial, la airada burguesía parisina exigía su inmediata
retirada y la disolución de este Salón.

El Salón de los Rechazados tuvo una enorme influencia entre los artistas jóvenes y fue
determinante en el desarrollo del estilo pictórico que sobrevendría, el impresionismo. Para
los pintores más jóvenes, la obra de Manet y sus colegas rechazados había sido un
descubrimiento inusitado, y estaban exaltados por esta nueva libertad visual y pictórica que
se abría ante ellos. Estos jóvenes artistas provenían de familias acaudaladas y no se
enfrentaban a las dificultades materiales derivadas de una práctica no convencional del arte,
y esta situación dio pie al primer antecedente de autogestión artística, que puso fin a la
preeminencia del Salón Oficial e inspiró modelos alternativos de gestión durante todo el siglo
XX. Motivados por la búsqueda de un arte autónomo, en 1874 estos jóvenes artistas dieron
nacimiento al Salón de los Independientes, una exposición paralela al Salón Oficial del Louvre
que tuvo lugar el 15 de abril de 1874 en la galería del fotógrafo Nadar.22 En el Salón de los
Independientes de 1874 nace, formalmente, el movimiento impresionista. El impresionismo
marca el momento en que los artistas abandonan los dos territorios hasta entonces centrales
de la práctica artística: los artistas abandonan la pintura de estudio y salen de su taller para
pintar al natural, al aire libre; y las obras abandonan el museo como institución central del
arte oficial para ingresar en el incipiente circuito privado.

Más allá de las muchas variaciones estilísticas, todas las obras tenían en común un aspecto
que podría definirse como “inacabado”, que inicialmente provocó las burlas del público. Los
críticos estaban enfurecidos por este abandono de las reglas fundamentales de la tradición
académica, sin comprender si la apariencia “abocetada” de los cuadros era resultado de la
franca ignorancia o de un insolente desparpajo. De hecho fue justamente una crítica a la obra
de Claude Monet, Impresión: Amanecer, la que dio origen al nombre del grupo, a partir del
comentario de un crítico disgustado que consideró a las obras como meras impresiones y no
cuadros.
Claude Monet, Impresión: Amanecer. 1872.

Gombrich23 afirma que “tuvo que pasar algún tiempo para que el público aprendiera a ver un
cuadro impresionista retrocediendo algunos metros y disfrutando del milagro de ver esas
manchas embrolladas colocarse súbitamente en su sitio y adquirir vida antes nuestros ojos”.
Pero finalmente el triunfo del impresionismo fue rotundo, sus obras ingresaron a los museos y
se convirtieron en objeto de codicia para los coleccionistas adinerados. La lucha impresionista
se convirtió a partir de entonces en un modelo para todos los innovadores del arte que se
enfrentan inicialmente al rechazo del público por los nuevos métodos.
Claude Monet, Bain à la Grenouillère. 1869.
Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.

De hecho, el impresionismo ha sido el más popular de todos los movimientos artísticos hasta
la fecha. Según lo señala Robert Hugues24, el apetito por los cuadros y dibujos de estilo
impresionista aún subsiste. Se trata de un movimiento paradigmático en cuanto a la
importancia del sistema de circulación y recepción de la obra. Muestra cómo la inserción de
la obra en la esfera pública desde un espacio alternativo no deja de tener un efecto potente
en el circuito oficial del arte. Lejos de moverse en un universo paralelo, la obra impresionista
fue inmediatamente objeto de la crítica, incluso la más apegada a la tradición artística.
Primero rechazada por el público y la crítica por su aspecto “inacabado”, la evidencia
manifiesta de la pincelada y los motivos “frívolos” (todos principios contrarios a los preceptos
de la Academia), la pintura impresionista acabó por transformarse en la forma de
representación predilecta del placer burgués y la expresión máxima de la posición de
privilegio que ocupaba esta clase en el seno de la sociedad parisina del siglo XIX.
Pierre Auguste Renoir, Baile del Moulin de la Galette, 1876.

Para Hugues, las razones del triunfo impresionista están ancladas en causas objetivas:

… el principio del placer en el arte del siglo XVIII era virtualmente propiedad
de una clase: la aristocracia.25 La gran imagen pictórica del placer civilizado era
la escena arcádica. (…) Es en la Arcadia donde las primigenias imágenes del
paraíso como un jardín cercado –amurallado y emparrado, para tener a raya los
aspectos demoníacos de la indomada naturaleza-, se unen con la imagen
secundaria de la naturaleza como propiedad (…). El paisaje y los personajes que
están allí, sus ropas y sus posesiones –todos esos objetos- representan a la clase
que también es propietaria de la pintura.26
Giorgione, Concierto campestre, c. 1520.
Óleo sobre lienzo, 110 x 138 cm. Museo del Louvre.

Luego de la Revolución Francesa, la influencia política y económica de la aristocracia en toda


Europa había caído tanto como su legitimidad social, pero los miembros de la nueva burguesía
dominante también querían ver documentada su existencia y representado su estilo de vida,
tal como los aristócratas lo habían hecho en los siglos anteriores. El impresionismo se
convirtió, entonces, en el modo de representación del placer burgués: la vida en la ciudad y
en la aldea, los cafés y los bosques, los parques y jardines, los salones y las habitaciones, los
bulevares parisinos y los paseos a la orilla del Sena se integraron a su imaginario.
Claude Monet, Boulevard des Capucines, 1873.
Pierre Auguste Renoir, El almuerzo de los remeros. 1881.
Pierre Auguste Renoir, Muchachas en el piano. 1872. Museo de Orsay, París.

Unos años más tarde, los jóvenes impresionistas de la segunda generación vivirían como una
injusticia haberse formado en un estilo que no sobresalía por una técnica admirada por lo
‘prodigiosa’ (o siquiera por un estilo que pudiera considerarse uniforme), que carecía de
método y había caído en la producción masificada, y en el que prácticamente cualquier
novato o “artista de segunda” podía destacarse. También renegarían de los motivos frívolos
de algunos impresionistas, complacientes del gusto burgués. En este marco de autocrítica
surgieron toda una serie de propuestas neo y post-impresionistas como el puntillismo de
Seurat, el estructuralismo geometrizante de Cézanne, y más tarde el fauvismo, el simbolismo,
el expresionismo, etc.
Seurat, Domingo a la tarde en la Isla de la Grand Jatte, 1884-1886.

Paul Cézanne, Los jugadores de cartas, 1890/1905. Óleo sobre lienzo, 45 x 57 cm. Musée
d'Orsay, París.
Paul Gauguin, El Mercado, 1882. 78 x 92 cm.
Gustave Moreau, Poeta muerto llevado por un centauro, c. 1890. Óleo sobre lienzo.
Van Gogh, Noche estrellada, 1889. Museo Leopold, Viena.

La crítica reaccionaba inmediatamente a cada una de estas nuevas propuestas artísticas.


Robert Hugues cuenta una anécdota que involucra la reacción de un crítico frente a una
exposición fauvista con su brillante colorido, a partir de la cual suele explicarse el nombre
del movimiento:

Cuando en 1905 un afable crítico echó una mirada alrededor en una galería del
Salón de Otoño de París, donde había un busto italianizante rodeado de obras de
Henri Matisse y de sus colegas, hizo una broma sobre ‘Donatello chez les fauves’-
Donatello entre bestias salvajes-.27

Henri Matisse, La danza, 1910. Óleo sobre lienzo. Museo Hermitage, St. Petersburg.

Aparece también en esta época un gusto por la pintura naif, aquellas obras realizadas por los
pintores “naturales”, sin ningún tipo de formación artística más que la obtenida de manera
autodidacta. Algunos de estos pintores acabaron por transformarse en figuras de culto para la
incipiente vanguardia, que admiraba sus obras por la ausencia de todo convencionalismo
pictórico. El más importante entre estos artistas naives fue “el aduanero” Henri Rousseau,
conocido con este mote porque su profesión habitual no era la de pintor sino justamente la de
despachante de aduanas, dedicándose a la pintura sólo como pasatiempo. También era
admirada la escultura negra de las tribus primitivas de África y Oceanía, así como el arte
oriental, ambos descubiertos por los europeos a partir de la realización de las Exposiciones
Mundiales. En todas estas expresiones, los artistas encontraban una libertad figurativa que no
tenía el peso de la tradición mimética heredada de la cultura grecolatina. También fue
notoria la influencia de la nueva estética del diseño publicitario, que proliferaba en forma de
afiches y carteles y en la cual los mismos pintores participaban.

Henri Rousseau, El sueño, 1910. Óleo sobre lienzo,


204.5- 298.5 cm. Museum of Modern Art (MoMA), New York.
Elefante. Escultura africana.
Hokusai. Estampa japonesa.
Henri de Tolouse-Lautrec, Ambassadeurs: Aristide Bruant, 1892. Litografía (afiche), 141 x 98
cm.

Cabe destacar que esta profusión de nuevos estilos fue posible gracias a los cambios
profundos que había tenido lugar en el marco del sistema del arte. Ya hemos mencionado
como la emergencia de un público masivo para el arte había propiciado a lo largo de todo el
siglo la aparición de nuevos espacios de exhibición, formación y difusión para el arte, capaces
de absorber propuestas artísticas alternativas a las propiciadas desde los círculos académicos.
Al Salón de los Independientes creado en París en 1884 se sumó el LE XX de Bruselas, un
espacio que contaba con apoyo oficial pero cuyos criterios de selección eran altamente
radicales. Y en 1895 había tenido lugar la primera Bienal de Venecia, que se convertiría en el
máximo espacio de consagración artística a lo largo del siglo XX.

Los artistas se encontraban en el dilema de formar parte de esta efervescencia de estilos


mutables que inicialmente resultaban provocadores y polémicos y luego eran rápidamente
asimilados por los círculos críticos más progresistas, renunciando a lo que podríamos llamar
“la gravedad y dignidad de la pintura clásica”, o, en palabras de Paul Cézanne, hacer algo
“duradero como el arte de los museos”.28

Entre muchos artistas cundía además una profunda insatisfacción respecto de la vida burguesa
de París, un rechazo del impresionismo en su consolidación como el “arte oficial burgués ”, y
la tensión general entre el artista y el sistema del arte se convirtió, para algunos, en drama.
Tal es el caso de Vincent Van Gogh, el maestro holandés de cuya frágil salud mental se ha
hecho un estereotipo del artista incomprendido e infeliz. Las causas psiquiátricas de su
malestar son, en este marco, accesorias. El verdadero drama de Van Gogh no está en el hecho
de que se haya cortado la oreja, de que estuviera loco o de que acabara suicidándose; es un
drama histórico. Van Gogh fue un espíritu sensible e idealista que chocó de lleno con la
realidad corrupta y decadente de la sociedad burguesa de finales del siglo XIX. Convertirlo en
un caso psiquiátrico es ignorar el hecho indudable de que su drama fue compartido por otros
artistas de su generación, como Munch, Ensor, entre otros.
Vincent Van Gogh, Autorretrato, 1889.
Edvard Munch, El Grito, 1863.
James Ensor, Entrada de Cristo en Bruselas en 1889, 1888.

Mario de Micheli señala en este período un fenómeno que él denomina la “evasión” de los
artistas29, que encuentra fundamento filosófico en una recuperación de los ideales del
romanticismo del siglo XIX combinados con el mito del “buen salvaje” del filósofo francés
Jean-Jacques Rousseau. Así, algunos artistas se marchan a lugares remotos en busca de un
entorno salvaje pre-civilizatorio en el cual recuperar la naturaleza no corrompida de la
práctica artística.30 Cuestionan el carácter apologético y celebrativo del Arte Oficial, que
oculta hipócritamente las contradicciones sociales en las que se fundamenta la hegemonía
burguesa. El rechazo del arte burgués es también el rechazo de una sociedad, de unas
costumbres, de una moral y de un modo de vida que consideraban hipócrita y corrupto. Partir
hacia lugares exóticos y remotos y hacerse salvajes era un retorno al mito de la bondad del
hombre natural predicado por Rousseau. La evasión es la fuga de la civilización; volver a un
estado primitivo era el modo de sacudirse los preceptos adquiridos a través de una educación
cristiana y burguesa y reencontrarse a sí mismos, su propia felicidad y su naturaleza humana.
Esta rebelión se acompaña también de una liberación de los modos de la pintura
academicista, para una práctica artística más pura, libre y natural, e incluso más espiritual. 31

Éste es el terreno en que se desarrollarán las llamadas vanguardias históricas, una serie de
movimientos localizados de corta duración con radicales propuestas artísticas que tuvo lugar
en distintos puntos de Europa entre 1905 y 1935 aproximadamente, en torno a la Primera
Guerra Mundial (1914-1917), y que serán un punto de inflexión para el arte. Sus radicales
propuestas, en algunos casos calificadas como anti-arte, pondrán de cabeza no sólo cualquier
vestigio de tradición y convención en el arte y la estética sino también al propio sistema del
arte y sus instituciones.

La emergencia de la vanguardia

Con el término “vanguardia” se hace referencia a la serie de movimientos artísticos que tuvo
lugar en Europa aproximadamente entre 1905 y 1925, en torno a la primera guerra mundial.
Fueron movimientos muy localizados que tuvieron lugar en distintas ciudades de Suiza,
Alemania, Francia, Italia y Rusia (así como la antigua U.R.S.S.) y algunos finalmente llegaron
a EE.UU. de la mano de los artistas exiliados de la guerra. 32 Fueron en general movimientos
altamente radicalizados en cuanto a su propuesta artística y su postura frente al sistema del
arte, aunque en distintos grados (mientras el dadaísmo se declaraba a sí mismo como un anti-
arte, el cubismo, por ejemplo, circuló desde un principio dentro del sistema oficial) y
tuvieron muy corta duración (salvo el surrealismo cuyas prácticas se extendieron hasta 1940).

Según Rees, la idea de una vanguardia artística fue acuñada en la década de 1820, en la
Francia post-revolucionaria, y entró en erupción en torno a la revolución de 1848, en la cual
el papel de artistas e intelectuales fue central. Un crítico de la época escribió: “Las barreras
están cayendo y los horizontes se están expandiendo”. Dice Rees:

El arte progresista y la política revolucionaria fueron emblemáticamente unidos


cuando la inflamatoria obra de Delacroix La Libertad guiando al Pueblo fue exhibida
por primera vez desde la sublevación política previa en 1830.

Durante los siguientes 30 años el término “vanguardia” denotó actividad radical o


avanzada tanto social como artística. El socialista utópico Saint-Simon había acuñado
el término para designar al liderazgo de la élite de artistas, científicos e industriales
en el nuevo siglo. Al principio la vanguardia estaba regida por preocupaciones
sociales más que estilísticas. Más tarde adquirió tonos de rebelión más extrema.
Courbet encarnó al artista como un crítico social y un paria (fue exiliado después de
la caída de la Comuna de París en 1871), y su influencia preservó el vínculo entre la
vanguardia y el realismo social a través de la década de 1860 y más allá.

Pero, despojada de sus históricas comillas, como recomienda Linda Nochlin, la


vanguardia en el arte puede ser más fácilmente reconocida a partir de Manet. El
realismo de Manet no fue sino crítico. Su pincelada libre, su temática alusiva e
irónica y su desdoblamiento formal de espacio y reflejo (todo lo cual puede ser
apreciado en Bar at the Folies Bergère) están lejos del realismo social del arte
progresista, incluso aunque compartió sus simpatías republicanas. En este punto, la
idea de una vanguardia pasa a través del crisol del arte. En el tiempo de Matisse,
Picasso, Stravinsky y Diaghilev, la vanguardia simplemente significaba lo nuevo, la
cosa moderna más reciente. Distinciones finas entre el modernismo y la vanguardia
estaban todavía por venir. No obstante, la primera idea de vanguardia, socialmente
teñida, renació en las aspiraciones radicales de los movimientos artísticos
(notablemente en el surrealismo y el constructivismo) durante las décadas de 1920 y
1930.33
Édouard Manet, Un bar aux Folies Bergère, 1882. Óleo sobre lienzo,
96 × 130 cm. Courtauld Institute of Art, Londres.

Este período de comienzos del siglo XX es el que se conoce como el período de las
vanguardias históricas. La práctica y la difusión del arte se habían movido más allá del
patrocinio privado y el académico, hacia la arena pública, y renovados puntos de vista se
proponían desde las nuevas escuelas, asociaciones de artistas, espacios de exhibición y
publicaciones.

Una nueva noción de arte

Aunque con propuestas muy diversas, aparece como denominador común en todas las
vanguardias la superación del paradigma representacional mimético, que para los artistas
había perdido sus fundamentos históricos con la aparición de la fotografía. Vanguardias como
el Expresionismo Alemán, el Futurismo Italiano y el Cubismo sustituirán la representación
mimética de la realidad por modelos representacionales de naturaleza subjetiva, ya sea en
relación al espíritu y las emociones o a partir de operaciones mentales y analíticas, con
resultados abstractizantes.
Pablo Picasso, El aficionado, 1912. Óleo sobre lienzo, 135 x 82 cm.
Luigi Russolo, Síntesis plástica del movimiento de una mujer, 1912.
Wassily Kandisky, Pequeños placeres, 1913. Óleo sobre lienzo, 110 x 120.6 cm .
Ernst Ludwig Kirchner, Dos mujeres en la calle, 1914. Óleo sobre lienzo, 120.5 x 91 cm.

Braque, Guitarra y copa, 1921. Óleo sobre lienzo, 43 × 73 cm. Museo Nacional de Arte
Moderno.

Pero no sólo nos encontramos frente a nuevos modelos de representación, sino que hacia el
siglo XX, frente a la representación en sí se habían impuesto sus condiciones materiales.
Había sido con el impresionismo cuando por primera vez el cuadro evidenció su materialidad,
la distinción entre lo que los franceses llaman tableau y peinture. Tanto la pincelada
marcada de la primera época como el aplanamiento abstractizante de la representación en el
impresionismo tardío contribuyen a la percepción de la obra como una superficie pintada y no
como una “ventana al mundo”. La textura del lienzo, el relieve del óleo sobre la tela, la
pincelada como huella del gesto del artista, la rectangularización de la imagen por la
predeterminación del formato, la conciencia del marco, todos estos elementos constituyen lo
que Danto llama “las condiciones de representación”.

Claude Monet, Estación de Saint- Lazare, 1877.


Claude Monet, Lirios.

Paul Cézanne. De la serie Monte Sainte-Victoire.


Las vertientes abstraccionistas más radicales del período de vanguardias receptarán esta
influencia bajo la noción de Arte Concreto, sustituyendo la representación de la realidad por
la creación de nuevas realidades completamente abstractas.

Kasimir Malévich, Pintura Suprema Nº 9, 1915. Óleo sobre lienzo, 87 x 72 cm.


Piet Mondrian, Tabla I, Composición en rojo, negro, azul y amarillo, 1921.

Vasili Kandisky, Composición VIII, 1923. Óleo sobre lienzo, 140 x 201 cm.
Y vanguardias como el Cubismo con el uso del collage, optarán por la “presentación” directa
de fragmentos de objetos de la realidad en el cuadro.

Pablo Picasso, Naturaleza muerta con esterilla de silla, 1912.


ÓIeo sobre hule y lienzo, con marco de cuerda, 29 x 37 cm.

En 1913 el dadaísta francés Marcel Duchamp presenta su primer ready-made, la famosa Rueda
de bicicleta colocada sobre un taburete de cocina. Con esta obra se inicia una de las
principales aportaciones del dadaísmo al arte del siglo XX. El ready-made (“lo ya hecho”
presentado como arte) inaugura la era en la que cualquier objeto de la realidad puede
convertirse en obra de arte por decisión del artista y de la mano de su firma. Ya no será la
representación ilusoria de la realidad sino lo real como tal (el carácter material y objetual de
la obra) lo que prevalecerá en la noción de arte del siglo XX.
Marcel Duchamp, Rueda de bicicleta, 1913.
Rueda de bicicleta colocada en un taburete de cocina. Altura: 126,5 cm.

La introducción de objetos no artísticos como obra tiene la intención crítica de impugnar el


estatuto de la propia obra de arte, su “aura” en el sentido que le dio Walter Benjamin, como
el valor simbólico de la obra de acuerdo a su carácter único y original, la impronta del “aquí y
ahora” de la creación artística34. Cuestiona el rol legitimador de la institución arte y, en el
proceso, redefine todas las convenciones acerca de la noción de autoría, poniendo de relieve
que es el artista quien define qué es y qué no es obra de arte, es su gesto al señalar cualquier
objeto (incluso los objetos más banales), su firma, lo que lo convierte en obra de arte.

El punto más álgido en esta afrenta al sistema del arte tiene lugar en 1917 , cuando Marcel
Duchamp envía una obra a una exposición en Nueva York en la cual él mismo era miembro del
jurado, utilizando para ello el seudónimo de R. Mutt. Esta obra-gesto profundamente
polémica era la famosa Fuente, un urinario o mingitorio, un producto comercial fabricado en
serie que había comprado en algún almacén neoyorquino. La bandera anti-arte del dadaísmo
se alzaba aquí en el seno del sistema de gestión. Se trata del shock como arma no ya para
provocar al público sino al sistema mismo y a aquello que lo articula.

Luego de concluida la segunda guerra mundial, el sistema acabaría absorbiendo y asimilando


el arte de vanguardia, neutralizando en parte su poder subversivo (Duchamp dirá en 1962:
“Les tiré en la cara el secador de botellas y el orinal y ahora los admiran por su belleza
estética”35). De todos modos, su crítica será integrada al sistema como idea-arte, sentando las
bases para el arte conceptual, en el sentido de un meta-arte que reflexiona sobre sí mismo y
en el cual el gesto que acompaña la obra (antes que su materialidad) es el portador de su
cualidad artística: es, en definitiva, lo que la convierte en arte.

El proyecto vanguardista y la fusión arte-vida

El crítico Andreas Huyssen señaló que el vanguardismo de las tres primeras décadas del siglo
XX “intentó subvertir la autonomía del arte, su artificial separación de la vida, y su
institucionalización como arte culto”36. Según Huyssen37 el proyecto de las vanguardias era
justamente la reintegración del arte y la vida, la sutura del abismo que separa el arte de la
realidad. Podemos sintetizar esta intención de la vanguardia en cuatro búsquedas bien
diferenciadas.

1. La destrucción del sistema del arte en tanto mediador entre el arte y la sociedad.

Huyssen38 cita al teórico de la vanguardia Peter Bürger, quien afirma que para ello la
vanguardia debía destruir la “institución arte”, es decir, el entramado institucional en el cual
el arte es producido, distribuido y recibido en la sociedad burguesa. Brindó no sólo un marco
conceptual y formal para una crítica contundente al sistema sino además un sólido modelo
para la autogestión artística.

Si bien ya desde la realización del Salón de los Independientes con el que se inaugura el
movimiento impresionista los artistas demuestran su capacidad de autogestión, estos
primeros antecedentes todavía utilizaban la sintaxis del arte oficial. Eran una forma de
resistencia más pasiva y mucho menos subversiva que las prácticas de autogestión que
desarrollarían algunas décadas después las vanguardias, principalmente el dadaísmo y el
futurismo. Estas prácticas se vinculaban al carácter programático de algunos de sus
movimientos, que en el marco de un sistema del arte momentáneamente paralizado en torno
a la primera guerra mundial, generaron un sistema propio, autónomo, de carácter
fragmentario, para la gestión artística (mientras otras vanguardias, como el cubismo,
permanecieron ligadas al circuito oficial).

El movimiento Dadá es uno de los que ha sintetizado con más éxito el espíritu de ruptura de
las vanguardias históricas. Nace durante la Primera Guerra Mundial entre un grupo de artistas
refugiados en la neutralidad de Suiza, reunidos en torno a un pequeño café de Zurich,
conocido como Cabaret Voltaire. El movimiento encarnaba más que ningún otro la rebelión,
una rebelión que hacía foco en la hipocresía de la sociedad burguesa, sus instituciones y su
política, así como en sus cánones de belleza y buen gusto, y, con mayor virulencia, en su
arte. Pues bien, los dadaístas llevaron la consigna de épater le bourgeois (“espantar al
burgués”) a su manifestación más elocuente: la provocación y el llamado anti-arte.39 Como
ninguna otra vanguardia, los dadaístas tomaron partido frente a la oposición dicotómica arte-
vida por el último de sus componentes. Dadá era un modo de vida, una actitud. Sus
manifiestos, sus acciones, sus obras, son, en última instancia, intentos de destruir el arte
socavando su lógica, su objetividad y su armonía, a través de los medios más radicales.40 La
poética dadaísta aspiraba a expresar una verdad que no estuviese sujeta a las reglas políticas,
morales y artísticas de la mentalidad pequeño-burguesa. Como dice Mario De Micheli, esta
poética era además un “gesto”, en el sentido de que más allá de las cualidades materiales de
las obras, su relevancia provenía del hecho de comportar un acto significativo y radical del
artista dentro del sistema del arte. Entre toda la producción artística de las vanguardias, la
obra del dadaísmo, basada en la provocación, fue la que más duramente cuestionó al sistema.
Raoul Hausmann, El crítico de arte, 1886. Fotomontaje, 31.7 x 25.4 cm., Tate Gallery,
Londres.

Marcel Duchamp, Rrose Sélavy, 1920 ó 1921.


Fotografía del artista travestido como su alter ego femenino.
Marcel Duchamp, L.H.O.O.Q., 1919.
Los futuristas también lucharon de manera virulenta contra el arte del pasado y las
instituciones del arte. Para ellos, los museos, las bibliotecas, las academias, la vieja pintura,
propiciaban un profundo estancamiento en lugar de progreso. Italia había sido la cuna del
arte clásico, y parecía haber quedado detenida en aquel período más que cualquier otra
capital europea. De allí la radicalidad de las manifestaciones ideológicas futuristas,
peligrosamente cercanas al fascismo: aquello que querían destruir tenía una magnitud
colosal.

Umberto Boccioni, Tumulto en la galería (Rissa in galleria), 1910.

En todos los movimientos de la vanguardia histórica cabe destacar su organización de


marcada índole política y su funcionamiento como grupo social, el establecimiento de
principios estilísticos y conceptuales a través de textos fundacionales o “manifiestos” que se
imponían a los preceptos establecidos por la Academia, la difusión de estos principios a través
de publicaciones propias (en algunos casos de carácter panfletario), la generación de un
circuito de espacios alternativos o “veladas” para la exhibición y la práctica artística y
literaria en cafés y clubes nocturnos como el Cabaret Voltaire de Zurich. Estas son principales
acciones en términos de gestión artística que pueden identificarse en estos movimientos,
acciones que estaban tan estrechamente vinculadas a sus prácticas artísticas como tales que
aún hoy, con la necesaria perspectiva histórica que estos acontecimientos requieren para su
análisis, resulta muy difícil discernir dónde terminan unas y comienzan las otras.
Cabaret Voltaire. Calle Spielgasse nº 1, Zurich.

Primera Feria Internacional Dadá, Galería del Dr. Otto Burchard, Berlín, junio de 1920.
Almanaque Dadá.

Kurt Schwitters, Pequeña velada Dadá (Kleine DADA Soirée), 1923. Afiche, 29.8 x 29.8 cm.
Karl Schmidt-Rottluff. Presentación muestra de artistas alemanes, 1930.
Erich Heckel, Afiches de muestras de Die Brücke. Grabado sobre papel.
Pero López Anaya señala con razón que las vanguardias no lograron desprender al arte de las
formas de dominación tradicionales del sistema:

…los movimientos que se propusieron incendiar los museos produjeron un arte


que actualmente es admirado en los museos.41

2. La comunión con los objetivos sociales y políticos de la época.

En este sentido, Bürger señala que el sistema del arte se ha fundado desde el siglo XVIII en la
necesaria autonomía de toda creación artística, la cual había servido para emancipar al arte
de los grilletes de la Iglesia y el Estado, pero acabó por empujar al arte y a los artistas a los
márgenes de la sociedad. Así, la vanguardia histórica pretendió transformar el aislamiento
social de l’art pour l’art (“el arte por el arte”) en una rebelión activa que haría del arte una
fuerza productiva para el cambio social.42

Fotomontaje dadaísta.

John Hartfield, Adolph, 1932. Fotomontaje.


En este sentido, fue pública la afiliación de los surrealistas al Partido Comunista Francés. Y el
caso ruso es uno de los más notables. La vanguardia inició su desarrollo en Rusia en torno a
1910 y se prolongó hasta 1932, aunque interrumpida entre 1914 y 1917 debido a la guerra.
Luego de la Revolución Bolchevique en 1917 y de la mano de la instauración del comunismo
leninista, el arte ruso adquirió un nuevo sentido, saliendo del mutismo de la abstracción para
volcarse hacia un arte útil, un arte puesto al servicio de los ideales de la Revolución de
Octubre y vinculado a su realización en la sociedad rusa. En torno a un grupo de artistas
encabezado por Vladimir Tatlin, conocido como LEF (Frente de Izquierda de las Artes), y con
el favor de las políticas oficiales del régimen de Lenin, se desarrolló el constructivismo ruso.
Aunque de raíz abstraccionista, el constructivismo rechazó la noción de arte como pura
actividad estética y dotó a las artes plásticas de una aplicación práctica en el seno de la
sociedad comunista que se estaba gestando. A la pintura y escultura de la época les fue
asignada una función (en algunos casos propagandística) como vehículo de los valores
simbólicos e ideológicos del marxismo-leninismo.

Vladimir Tatlin, Maqueta para el Monumento a la Tercera Internacional, 1919-1920.


Estructura en espiral de metal volcada de lado, de 400 m de alto, que contiene
tres estructuras de vidrio en forma de cilindro, cubo y cono.
El Lissitzky. Afiche.

En general, todas las vanguardias coincidieron en apoyar a las ideologías revolucionarias que
estaban transformando el escenario socio-político de Europa. Su militancia política es
coincidente con la idea de vanguardia tal como se había consolidado en el siglo XIX. López
Anaya afirma que:

El término “vanguardia” adquirió su sentido actual en el curso del siglo XIX. El


vocablo era militar en su origen; en el siglo XII designaba la parte de la armada o
de una tropa armada cualquiera que marchaba al frente del cuerpo principal.
Luego devino político y enseguida estético. Por eso, a Baudelaire no le gustaba.
Decía que era una metáfora de mal gusto, ¿cómo una expresión que servía para
nombrar operaciones de las milicias podía ser utilizada para caracterizar los
cambios sutiles, casi imperceptibles a la vista, de las creaciones artísticas?. 43

La noción de vanguardia se usa en arte del siglo XX con este sentido político: expresa a la
sociedad cuando expresa sus tendencias sociales más avanzadas (no las tendencias
“artísticas” más avanzadas). Sería a partir de 1971 cuando esta idea comenzaría a
experimentar cambios profundos:

En Francia, luego de la derrota en la guerra con Prusia y de la revuelta de la


Commune en 1971, el concepto de “vanguardia”, sin perder su amplio sentido
político, comenzó a señalar a un pequeño grupo de artistas avanzados, cuyas
“formas artísticas” poseían el espíritu de la crítica social. No se trataba de
implicar las obras en la mera sumisión a la visión política, ni de convertirse en
propagandistas. La propaganda para cumplir su cometido debía recurrir a un
discurso formal simple, tradicional. A los artistas de la nueva vanguardia les
interesaba demoler las tradiciones formales del arte.44

López Anaya cita a Matei Calinescu en cuanto explica el conflicto inherente a estas dos ideas
de vanguardia, la política y la artística: los artistas de vanguardia “se volvieron
conscientemente contra las expectativas del público en general, que los revolucionarios
políticos estaban intentando ganar”45. Esto puede haber determinado el fracaso de la
vanguardia también en este punto. Es notable además, cómo fueron en algunos casos las
mismas diferencias políticas entre los miembros de cada grupo las que propiciaron su
disolución.

3. El advenimiento del arte como cultura popular.

Reconciliar el arte con la praxis de la vida era una premisa que querían extender a todo la
sociedad: el arte como un modo de vida, un arte cercano al pueblo, una verdadera cultura
popular. Pero aquí también aquí las vanguardias fracasaron. La vanguardia, en todas sus vías,
exaltó lo nuevo, pero lo nuevo siempre produce resistencia. Como decía Calinescu, el arte de
vanguardia se había vuelto contra las expectativas de la sociedad 46. Aquello que no nos es
familiar nos resulta incómodo. Ignoramos lo que no podemos comprender fácilmente.
Rechazamos aquello que nos produce inquietud. El arte nunca logró ser popular.

Huyssen ve en este fracaso una suerte de traición a la confianza depositada por las
vanguardias en la tecnología.47 En general todas las vanguardias compartieron ese entusiasmo
con excepción del Expresionismo Alemán, cuya postura antipositivista y anticientificista era
contraria al espíritu tecnocrático de la época. También podrían citarse como excepciones
algunas aproximaciones irónicas de los dadaístas y de algunos constructivistas a través de la
creación de “máquinas inútiles”, pero iban dirigidas contra la tecnificación capitalista y no
contra la máquina en sí, a la que seguían considerando como el nuevo canon de belleza.

Otto Dix, Ataque con gas. Nueva objetividad expresionista, Alemania.


Francis Picabia, Parada amorosa, 1917. Óleo sobre cartón, 96,5 x 73,7 cm.
Man Ray, Regalo, 1921. Ready-made aidé.

Huyssen señala:

Ningún otro factor ha influido tanto en la emergencia del nuevo arte de


vanguardia como la tecnología, que no sólo alimentó la imaginación de los
artistas (dinamismo, culto a la máquina, belleza de la técnica, posiciones
productivistas y constructivistas), sino que al mismo tiempo penetró hasta el
corazón de la obra misma. La invasión de la tecnología en la confección de la
obra de arte y lo que podría llamarse “imaginación técnica” pueden advertirse
claramente en procedimientos artísticos como el collage, el montaje y el
fotomontaje, y alcanzan su plena consumación en la fotografía y el cine, formas
artísticas que no solamente pueden ser reproducidas, sino que fueron diseñadas
para la reproductibilidad mecánica.48
Luigi Russolo, Dinamismo de un automóvil, 1912.

El Lissitzky.
Alexander Rodchenko, Maquette for Mayakovsky's ProEto, 1923.

Man Ray. Fotografía.


Man Ray, Rayograma.

Bragaglia, Thais, 1916. Cine futurista. Fotograma de la secuencia final: La muerte de la


heroína.
Fernand Léger y Dudley Murphy, Ballet mecanique. Cine-poema. Fotograma.

Marcel Duchamp, Anémic cinéma, 1926. Cine Dadá. Fotogramas.


Viking Eggeling, Symphonie Diagonale, 1924. Film abstracto absoluto. Fotogramas.

Huyssen prosigue:

Fue Walter Benjamin quien, en su famoso artículo “La obra de arte en la época
de su reproductibilidad técnica”, llamó por primera vez la atención acerca del
hecho de que es precisamente esta reproductibilidad técnica lo que ha
modificado radicalmente la naturaleza del arte en el siglo veinte, transformando
las condiciones de producción, distribución y recepción/consumo del arte.
Benjamin conceptualizó, en el contexto de la teoría social y cultural, lo mismo
que Marcel Duchamp había mostrado ya en 1919 en L.H.O.O.Q. Alterando de
manera iconoclasta una reproducción de la Mona Lisa y, para recurrir a otro
ejemplo, exponiendo un urinario producido para consumo masivo como una
escultura, Marcel Duchamp destruyó lo que Benjamin definió como el aura de la
obra de arte tradicional, esa aura de autenticidad y unicidad que constituía la
distancia de la obra respecto de la vida y que demandaba del espectador
contemplación e inmersión.49

Los artistas creyeron ingenuamente que a través de su producción y reproducción tecnológica,


la obra de arte se convertiría en materia cotidiana, en algo popular y ya no restringido a una
elite social. Pero fue la misma tecnología la que impidió la consecución de esta meta.
Huyssen señala:

Irónicamente, la misma tecnología que ayudó al nacimiento de la obra de arte de


vanguardia y a su ruptura con la tradición la privó luego del espacio necesario
para habitar en la vida cotidiana. Fue la industria cultural y no la vanguardia la
que consiguió transformar la vida cotidiana durante el siglo XX.50

En efecto, el cine industrializado, los usos comerciales y publicitarios de la fotografía, y más


tarde la radio y la televisión, tuvieron un rol protagónico en la vida de la sociedad en el siglo
XX. Pero estas tecnologías sólo abrieron para el público la posibilidad de una experiencia
ocasional y “mediada” (por lo tanto, empobrecida) del arte. Sus contenidos fueron sobre todo
los de la cultura de masas, el espectáculo y el entretenimiento, una cultura que es la forma
básica de represión y sublimación del capitalismo.
Louis Lumière, Alimentando al bebé (Repas de bébé), 1895. Película, 35mm, 45’’.
Primera proyección de cine en París. Fotograma.

4. La declaración de la realidad como obra de arte.

Fue en los aspectos exclusivamente estilísticos donde la vanguardia logró fusionar con éxito la
dicotomía arte-vida. Esta integración se hizo manifiesta en lo que el crítico español Marchán
Fiz denomina “el principio collage”51, y que tiene que ver con la instauración del paradigma
presentacional del arte, donde la representación es desplazada por la emergencia de lo real
como obra. El autor afirma que:

El collage inauguraba la problemática de las relaciones entre la representación y


lo reproducido, restableciendo la identidad entre ambos niveles.52

El collage (introducido por los cubistas en 1912) , las construcciones, el assemblage, los
ready-mades, los objetos encontrados, el automatismo psíquico, y hasta las veladas dadaístas
y futuristas como obras-evento y los “gestos” anti-arte de Duchamp, todos se inscriben en
esta misma línea abierta para el arte en el siglo XX, rota la era de la representación mimética
en el siglo XIX con la aparición de la fotografía.
Raoul Hausmann, ABCD. Collage.
Raoul Hausmann, El espíritu de nuestra época, 1919, Viena. Madera con caja de cuero, regla,
sello de goma, ruedas dentadas y cinta métrica. Altura: 32 cm. Museo de Arte Moderno, París.

Joan Miró, Objeto poético, 1936. Ensamblaje.


Marcel Duchamp, Portabotellas, 1914. Ready-made, 59 x 37 cm.
André Bretón, Cendrier Cendrillon (Cenicero Cenicienta, o Cuchara-zapato).
Objet trouvé. Fotografía de Man Ray.

Según Marchán Fiz53, el mismo principio rector inherente al collage abrirá el camino para casi
todo el arte contemporáneo: tanto las manifestaciones del arte objetual, en el cual los
objetos son declarados como arte, y que desembocarán en el desarrollo de un arte espacial
con los ambientes e instalaciones; como lo que se conoce como arte de acción y
performance, en los que un acontecimiento, la acción del artista y hasta la acción del público
pueden convertirse en obra de arte. Revisemos un poco las transformaciones que estas nuevas
prácticas suponen para el sistema del arte.

1 GOMBRICH, Ernst H. (1999). La Historia del Arte. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, pp. 504.
2 GOMBRICH. Op.cit. pp. 499.
3 El Viajero frente a un mar de niebla (1817-1818), de Caspar David Friedrich, sintetiza perfectamente el espíritu del
Romanticismo.
4 HAUSER, Arnold (1998). Historia Social de la Literatura y el Arte. Tomo 2: Desde el Rococó hasta la época del cine. Ed. Debate,
Madrid.
5 HAUSER. Ibíd.
6 GOMBRICH, Ernst H. (1999). La Historia del Arte. Ed. Sudamericana, Buenos Aires.
7 GOMBRICH.Ibíd.
8 DE MICHELI, Mario (2001). Las vanguardias artísticas del siglo XX. Textos y documentos. Alianza Editorial, Madrid (1ª ed. en
1996). pp. 20.
9 GOMBRICH, Ernst H. (1999). La Historia del Arte. Ed. Sudamericana, Buenos Aires.
10 BENJAMIN, Walter (1971). “París, capital del siglo XIX” en Iluminaciones I. Taurus, Madrid. Nótese el hecho de que la noción
decimonónica de ‘artista’, cuya vigencia continuará y se verá renovada en el siglo XX a partir de la figura de Jackson Pollock en
EE.UU., es siempre masculina. Éste es el modelo contra el cual se rebelará el arte de género y transgénero a partir de los años ’70.
11 GOMBRICH, Ernst H. (1999). La Historia del Arte. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, pp. 503.
12 HAUSER, Arnold (1998). Historia Social de la Literatura y el Arte. Tomo 2: Desde el Rococó hasta la época del cine. Ed. Debate,
Madrid.
13 HAUSER. Ibíd.
14 DEBRAY, Régis (1992). Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Paidós Comunicación. Barcelona, pp.
118.
15 DEBRAY. Ibíd.
16 DE MICHELI, Mario (2001). Las vanguardias artísticas del siglo XX. Textos y documentos. Alianza Editorial, Madrid (1ª ed. en
1996).
17 Citado en DE MICHELI. Op. cit., pp. 17.
18 DE MICHELI. Op. cit.
19 BENJAMIN, Walter (1971).”París, capital del siglo XIX” en Iluminaciones I. Taurus, Madrid, pp. 129.
20 GOMBRICH, Ernst H. (1999). La Historia del Arte. Ed. Sudamericana, Buenos Aires.
21 Este antagonismo con “las buenas costumbres” (artísticas, sociales) se convertirá en una actitud típica de todo gesto que se
precie de “vanguardista”.
22 Participaron Monet, Pisarro, Renoir, Sisley y Cézanne, entre otros.
23 GOMBRICH, Ernst H. (1999). La Historia del Arte. Ed. Sudamericana, Buenos Aires.
24 HUGHES, Robert C. (2000). El Impacto de lo Nuevo. El arte en el siglo XX. Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona.
25 Recordemos en este sentido a las imágenes de rococó francés, pero también deben mencionarse obras anteriores donde este
principio clasista del placer y la propiedad ya se hacía patente, como el Concierto campestre (circa 1510, originalmente atribuido a
Giorgione y actualmente en duda sobre si podría corresponder a su discípulo Tiziano), y Mr. and Mrs. Andrews (1750) de Thomas
Gainsborough.
26 HUGUES (2000) (1). Op.cit., pp. 112-113.
27 HUGUES (2000) (1). Op.cit., pp. 132.
28 Citado en DE MICHELI, Mario (2001). Las vanguardias artísticas del siglo XX. Textos y documentos. Alianza Editorial, Madrid (1ª
ed. en 1996). pp. 174.
29 DE MICHELI. Op.cit., Cap. 3. “Los mitos de la evasión”.
30 Los más osados emigraron hacia tierras exóticas, entre ellos, Paul Gaughin, que se instaló en la colonia francesa de Tahití en el
archipiélago de la Polinesia, y el poeta Arthur Rimbaud partió a África. Otros, como Cézanne, partieron hacia el sur de Francia, a la
región de Provenza y la Costa Azul, más cerca de España: entre ellos, Vincent Van Gogh se instaló en Arlés, Paul Signac se fue
junto a su discípulo Henri Matisse a un puerto pesquero de Saint-Tropez, y más tarde el mismo Matisse junto a André Derain se
instalarían en la aldea costera de Collioure.
31 DE MICHELI, Mario (2001). Las vanguardias artísticas del siglo XX. Textos y documentos. Alianza Editorial, Madrid (1ª ed. en
1996).
32 La mayoría de los autores coinciden en incluir entre las vanguardias históricas al dadaísmo, el surrealismo, el cubismo, el
futurismo italiano, el expresionismo alemán, el constructivismo ruso y el abstraccionismo, aunque algunos incluyen también
movimientos previos como el fauvismo o consideran de manera separada sub-movimientos dentro de los primeros como el
suprematismo, el rayonismo, entre otros.
33 REES, A. L. (2002). A History of Experimental Film and Video. British Film Institute, Londres. pp. 18 y 19. La traducción es de la
autora.
34 BENJAMIN, Walter (1973). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Traducción de Jesús Aguirre). Ed.
Taurus, Madrid (ed. original 1936).
35 MARCHAN FIZ, Simón (1985). Del Arte Objetual al Arte de Concepto. 1960-1974: epílogo sobre la sensibilidad posmoderna.
Antología de escritos y manifiestos. Ed. Akal, Madrid.
36 Citado en LÓPEZ ANAYA, Jorge (2003). Ritos de fin de siglo. Arte argentino y vanguardia internacional. Emecé Editores, Buenos
Aires, pp. 244.
37 HUYSSEN, Andreas (2002). Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo. Adriana Hidalgo
Editora, Buenos Aires (1ª ed. en 1986), pp. 23.
38 HUYSSEN. Ibíd.
39 Una de las obras más significativas en este sentido es la famosa intervención de Marcel Duchamp sobre una reproducción de La
Gioconda de Leonardo, fechada en 1919, en la que garabateó una barba y bigotes, y cuyo título L.H.O.O.Q., leído rápidamente en
francés, sugiere una frase cuya traducción aproximada sería “ella tiene el culo caliente”.
40 Observe si no la receta para hacer un poema dadaísta de Tristán Tzara: “Tomad un periódico. Tomad unas tijeras. Elegid en el
periódico un artículo que tenga la longitud que queráis dar a vuestro poema. Recortad el artículo. Recortad con todo cuidado cada
palabra de las que forman tal artículo y ponedlas todas en un saquito. Agitad dulcemente. Sacad las palabras una detrás de otra,
colocándolas en el orden en que las habéis sacado. Copiadlas concienzudamente. El poema está hecho. Ya os habéis convertido en
un escritor infinitamente original y dotado de una sensibilidad encantadora…” (Tristán Tzara, Manifiesto sobre el amor débil y el
amor amargo, 1920). Traducción incluida en DE MICHELI, Mario (2001). Las vanguardias artísticas del siglo XX. Textos y
documentos. Alianza Editorial, Madrid (1ª ed. en 1996). pp. 137 y 138.
41 LÓPEZ ANAYA, Jorge (2003). Ritos de fin de siglo. Arte argentino y vanguardia internacional. Emecé Editores, Buenos Aires, pp.
244.
42 BÜRGER, Peter, citado en HUYSSEN, Andreas (2002). Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas,
posmodernismo. Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires (1ª ed. en 1986), pp. 23.
43 LÓPEZ ANAYA, Jorge (2003). Ritos de fin de siglo. Arte argentino y vanguardia internacional. Emecé Editores, Buenos Aires, pp.
242-243.
44 LÓPEZ ANAYA (2003). Op. cit., pp. 243-244.
45 CALINESCU, Mateu. Citado en LÓPEZ ANAYA (2003). Op. cit., pp. 244.
46 CALINESCU, Mateu. Íbid.
47 HUYSSEN, Andreas (2002). Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo. Adriana Hidalgo
Editora, Buenos Aires (1ª ed. en 1986).
48 HUYSSEN, Op. cit., pp.29.
49 HUYSSEN. Op.cit., pp. 29 y 30.
50 HUYSSEN. Op. cit., pp. 39.
51 MARCHÁN FIZ, Simón (1985). Del Arte Objetual al Arte de Concepto. 1960-1974: epílogo sobre la sensibilidad posmoderna.
Antología de escritos y manifiestos. Ed. Akal, Madrid.
52 MARCHÁN FIZ. Op. cit., pp. 160.
53 MARCHÁN FIZ. Op.cit.

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