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TEORÍAS Y PRODUCCIÓN ESTÉTICA EN LA CIUDAD MODERNA

TALLER INTRODUCTORIO - Módulo 5


FACULTAD DE ARQUITECTURA, DISEÑO Y URBANISMO / UNIVERSIDAD NACIONAL DEL LITORAL

Unidad 2 La ciudad Moderna y las producciones culturales

Ernst Gombrich
La Historia del Arte

Portada del texto.


Ernst Gombrich
Capítulo 24 La ruptura de la tradición: Inglaterra, América y Francia, final del siglo
XVIII y primera mitad del XIX.
pp. 475-497
Capítulo 25 Revolución permanente.
pp. 499-533

TEXTO
La historia del arte
Gombtich, Ernst
Alianza. MAdrid. 1992

COMENTARIO INTRODUCTORIO
Esta obra, publicada por primera vez hace 50 años, desarrolla una historia del arte
desde las pinturas de las cavernas hasta el arte de nuestros días tratando de dar un orden
inteligible a una gran cantidad de nombres, períodos y estilos. Para ello el autor utiliza su
compresión psicológica de las artes visuales y nos hace ver la historia del arte como un
entrelazamiento y alteración constantes de las tradiciones según las cuales cada obra se
refiere al pasado y señala el futuro.
Los capítulos seleccionados relatan la situación del arte en Inglaterra y Francia a fines
del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. En ellos se explica en la primera parte como
las circunstancias de la época y del contexto socio cultural influyen en el desarrollo de las
artes y de la arquitectura. Posteriormente se desarrollan las causas y consecuencias de la
ruptura con las tradiciones del arte académico y los motivos que dan origen a las distintas
búsquedas estéticas así como a la nueva situación del artista dentro de la sociedad burguesa.

LÍNEAS DE REFLEXIÓN
- ¿Cómo caracteriza Gombrich la situación del arte y de los artistas desde el Renacimiento
hasta lo que él llama los “tiempos modernos”? A partir de entonces se producen cambios y
transformaciones, ¿a qué se deben y cómo se manifiestan?
- Gombrich afirma que durante el del siglo XVIII la pintura había dejado de ser una profesión
que se transmitía de maestro a discípulo y comenzaba a ser enseñada en academias. ¿Cuál
fue el rol de las Academias y las exposiciones anuales (salones) en el desarrollo del arte del
siglo XVIII? ¿Cuáles fueron las posiciones de los artistas frente al “arte oficial” de la
Academia?
- ¿Cuáles son las transformaciones y cambios que sufre la arquitectura y el rol del arquitecto
durante la Revolución Industrial?
- La ruptura con la tradición operada durante el siglo XIX se había abierto un campo ilimitado
para los artistas, quienes por un lado ven ampliadas sus posibilidades expresivas pero por el
otro pierden la sensación de seguridad. ¿De qué manera afecta esta situación a la producción
artística y a la relación entre el público y el artista?
Ernst Gombrich
La Historia del Arte
Capítulo 24
LA RUPTURA DE LA TRADICIÓN
Inglaterra, América y Francia, final del siglo XVIII y primera mitad del XIX
pp. 475-497

Como citar:
Gombrich Ernest (1992) “La ruptura de la tradición: Inglaterra, América y Francia, final del siglo XVIII
y primera mitad del XIX”, Fragmento en La historia del arte. Madrid: Alianza.

En los libros de historia, los tiempos modernos comienzan con el descubrimiento de


América realizado por Cristóbal Colón en 1492. Recordemos la importancia de ese periodo
en el arte. Fue en época del Renacimiento, cuando ser pintor o escultor dejó de ser una
ocupación como otra cualquiera para convertirse en profesión aparte. Fue también la época
durante la cual la Reforma, en su lucha contra las imágenes en las iglesias, puso término en
grandes partes de Europa al empleo frecuente de los cuadros y las estatuas, obligando al
artista a buscarse un nuevo mercado. Pero por importantes que fueran todos estos
acontecimientos, no ocasionaron una ruptura brusca. La gran masa de los artistas siguieron
organizados en gremios y cofradías, teniendo aprendices, al igual que otros artesanos, y
continuaron recibiendo muchos encargos de la poderosa aristocracia que los necesitaba para
decorar sus castillos y residencias campestres y para agregar sus retratos a la galería de sus
antepasados pasados. En otras palabras, incluso después de 1492 el arte conservó un lugar
normal en la vida de las gentes de posición, y fue tenido por algo de lo que no se podía
prescindir. A pesar de que las modas cambiaron y los artistas se plantearon problemas
diferentes, algunos interesándose mas por la armónica distribución de las figuras, otros por el
contraste de los colores o la consecución de una expresión dramática, los fines de la pintura
o de la escultura siguieron siendo, en general, los mismos, y nadie los puso seriamente en
duda. Esos fines eran proporcionar cosas bellas a quienes deseaban tenerlas y disfrutar con
su posesión. Existieron, es cierto, diversas escuelas de pensamiento que lucharon entre sí
acerca del sentido de la belleza, y de si era bastante poseer la hábil imitación de la naturaleza
por la que llegaron a ser famosos Caravaggio, los pintores holandeses y artistas como
Gainsborough, o si la verdadera belleza dependía de la capacidad del artista para idealizar la
naturaleza, como se suponía que habían hecho Rafael, Carracci, Guido Reni o Reynolds.
Pero estas disputas no nos deben hacer olvidar cuántas cosas tenían en común los
participantes en ellas y los artistas que elegían como favoritos. Hasta los idealistas convinieron
en que el artista debe estudiar la naturaleza y dibujar del desnudo; e incluso los naturalistas
estuvieron conformes en que las obras de la antigüedad clásica no habían sido superadas en
cuanto a belleza.
Hacia finales del siglo XVIII, estas coincidencias empezaron a desaparecer
gradualmente. Llegamos con ello a los tiempos verdaderamente modernos, que se inician
cuando la Revolución francesa de 1789 puso término a tantas de las premisas que se habían
tenido por seguras durante cientos, sino miles, de años. EI cambio en las ideas del hombre
acerca del arte tuvo sus raíces, al igual que la Revolución Francesa, en la edad de la razón.
El primero de estos cambios se refiere a la actitud del artista respecto a lo que recibe la
denominación de estilo. Existe un personaje en una de las comedias de Moliere que se
maravilla cuando le dicen que ha hablado en prosa toda su vida sin saberlo. Algo muy
semejante les sucedió a los artistas del siglo XVIII. En los primeros tiempos, el estilo del
periodo fue simplemente el modo en que se hacían las cosas, adoptado porque la gente creía
que era el mejor y el más correcto para conseguir unos efectos determinados. En la edad de
la razón, la gente empezó a darse cuenta del hecho en sí del estilo y los estilos. Muchos
arquitectos estaban aún convencidos, como hemos visto, de que las normas transmitidas en
los libros de Palladio garantizaban el estilo correcto de los edificios elegantes. Pero cuando
se consultan los libros de texto es casi inevitable que surjan otros que digan: ¿Por qué ha de
ser precisamente el estilo de Palladio? Esto es lo que ocurrió en Inglaterra en el siglo XVIII.
Entre los más alambicados entendidos (obras literarias hechas con exagerada sutileza) hubo
algunos que desearon ser distintos de los demás.

En pintura y escultura, la ruptura de la cadena de la tradición acaso no se percibiera
tan inmediatamente como en arquitectura, pero es muy posible que aún tuviera consecuencias
mayores. También aquí las raíces de la subversión se hundían en el siglo XVIII. Ya hemos
visto cuán insatisfecho con la tradición artística se sintió Hogarth y cuán deliberadamente se
puso a crear un nuevo tipo de cuadro para un público nuevo. Recordemos, por otro lado,
cuanto deseó Reynolds mantener la tradición, como si advirtiera que se hallaba en peligro.
Este residía en el hecho mencionado anteriormente de que la pintura había dejado de ser una
profesión cualquiera, los conocimientos de la cual se transmitían de maestro a discípulo.
Ahora se convertía, por el contrario, en algo así como la filosofía, que tenía que ser enseñada
en academias. La misma palabra academia sugiere este cambio de actitud; deriva del nombre
de la villa en la que el filósofo griego Platón enseñó a sus discípulos, y que poco a poco se
fue haciendo extensiva a los grupos de hombres cultos en busca de la sabiduría.
Los artistas en principio denominaron academia a los lugares de reunión, para poner
de manifiesto su equiparación con los eruditos a los que concedían tanta importancia; pero
hasta el siglo XVIII, estas academias no llegaron gradualmente a enseñorearse de la función
de enseñar arte a sus alumnos. Así, los viejos sistemas por los que los grandes maestros del
pasado habían aprendido su oficio moliendo colores y colaborando con sus mayores, cayeron
en desuso. No sorprende que profesores académicos como Reynolds se sintieran obligados
a impulsar a los jóvenes alumnos al estudio diligente de las obras maestras del pasado y a
que asimilaran su técnica. Las academias del siglo XVIII estuvieron bajo el patronazgo real
para poner de manifiesto el interés que el rey se tomaba por las artes en su nación. Pero para
que las artes floreciesen, acaso era menos importante que fueran enseñadas en instituciones
reales que las que existieron sino encontrar bastantes personas dispuestas a adquirir cuadros
o esculturas de artistas de su tiempo. En este terreno fue donde surgieron las primeras
dificultades, ya que el mismo énfasis puesto en la grandeza de los maestros del pasado,
favorecido por las academias, inclinó a los compradores a adquirir obras de los pintores
antiguos más que encargarlas a los de su propio tiempo. Para poner remedio a ello, las
academias, primero en París, y en Londres más tarde, comenzaron a organizar exposiciones
anuales de las obras de sus miembros. Hoy estarnos tan acostumbrados a la idea de que los
pintores pinten y los escultores modelen sus obras con vistas principalmente a enviarlas a una
exposición que atraiga la atención de los críticos de arte y de los compradores, que
difícilmente podamos darnos cuenta de la importancia extraordinaria de este cambio. Estas
exposiciones anuales eran acontecimientos sociales que constituían el lugar común de las
conversaciones entre la sociedad culta, haciendo y deshaciendo reputaciones. En vez de
trabajar para clientes particulares cuyos deseos comprendían, o para el público en general,
cuyos gustos preveían, los artistas tuvieron que trabajar ahora para triunfar en una exhibición
en la que siempre existía el riesgo de que lo espectacular y pretencioso brillase más que lo
sincero y sencillo. La tentación fue, en realidad, muy grande para los artistas, sugiriéndoles la
idea de atraer la atención escogiendo temas melodramáticos para sus cuadros y confiando
en las dimensiones y en la estridencia del color para impresionar al público. Por ello no es de
extrañar que algunos artistas genuinos desdeñaran el arte oficial de las academias y que el
choque de las opiniones entre aquellos cuyas facultades les permitían coincidir con los gustos
del público y los que, por el contrario, se sentían excluidos de ellos, amenazaran con destruir
el ámbito común en el que el arte se había desarrollado hasta entonces.
Quizás el efecto más inmediato y visible de esta profunda crisis fue que los artistas de
todas partes se pusieron a buscar nuevos temas. En el pasado, el asunto del cuadro se había
dado por supuesto en gran medida. Si damos un paseo por nuestros museos y galerías de
arte descubriremos en seguida cuantos son los cuadros que representan los mismos y
reiterados temas. La mayoría de los cuadros antiguos representan, claro está, asuntos
religiosos extraídos de la Biblia y de las vidas de los santos; pero hasta los de carácter profano
se reducen en su mayor parte a unos cuantos temas escogidos: los mitológicos de la antigua
Grecia con sus relatos de amores y luchas entre los dioses, las narraciones heroicas de Roma
con sus ejemplos de valor y auto sacrificio, y, finalmente los temas alegóricos que expresan y
personifican alguna verdad general. Es curioso observar como los artistas anteriores a la
mitad del siglo XVIII raramente se apartaron de estos estrechos límites, así como la escasa
frecuencia con que pintaron una escena de alguna novela o un episodio de la historia medieval
o contemporánea. Todo esto cambió rápidamente durante el período de la Revolución
francesa. Súbitamente, los artistas se sintieron libres para elegir como tema desde una escena
shakespeareana hasta un suceso momentáneo, cualquier cosa, en efecto, que les pasara por
la imaginación o provocara su interés. Este desdén hacia los temas artísticos tradicionales
vino a ser el único elemento que tuvieron en común los artistas encumbrados de la época y
los rebeldes solitarios.

Capítulo 25
REVOLUCIÓN PERMANENTE
pp. 499-533

Como citar:
Gombrich Ernest (1992) “Revolución permanente”, Fragmento en La historia del arte. Madrid:
Alianza.

Lo que he denominado la ruptura de la tradición, señalada por la época de la gran


Revolución francesa, hizo cambiar totalmente la situación en que vivieron y trabajaron los
artistas. Las exposiciones y las academias, los críticos y los entendidos hicieron cuanto les
fue posible por establecer una distinción entre el Arte, con A mayúscula, y el mero ejercicio
de un arte, fuese el del pintor o el del arquitecto. Ahora, esos cimientos sobre los que el arte
había permanecido fueron minados desde otra parte. La revolución industrial comenzó a
destruir las propias tradiciones del sólido quehacer artístico; la obra manual dio paso a la
producción maquinista: del taller a la fábrica.
Los resultados más inmediatos de este cambio se hicieron visibles en arquitectura. La
falta de una sólida preparación, combinada con una extraña insistencia en el estilo y la belleza,
casi la hicieron sucumbir. La cantidad de edificios construidos en el siglo XIX probablemente
fue mayor que la de todas las épocas anteriores juntas. Fue la etapa de la gran expansión de
las ciudades en Europa y América, que convirtió campos enteros en áreas de construcción.
Pero esta época de actividad constructora ilimitada carecía de estilo propio. Las reglas de los
libros de consulta y de modelos, que tan admirablemente habían cumplido su papel en la
época anterior, fueron, de ordinario, desdeñadas como demasiado, sencillas y no artísticas.
El hombre de negocios o la junta de la ciudad que proyectaban una nueva fábrica, estación
de ferrocarril, escuela o museo, querían tener Arte a cambio de su dinero. Consiguientemente,
cuando otras consideraciones habían quedado satisfechas, se le encargaba al arquitecto que
realizara una fachada en estilo gótico, que le diera a un edificio la apariencia de un castillo
normando, de un palacio del Renacimiento, o incluso de una mezquita oriental. Ciertos
convencionalismos eran más o menos aceptados, pero no contribuían en mucho a mejorar
las cosas. Las iglesias se construían más a menudo en estilo gótico, porque este había sido
el predominante en la llamada época de la fe. Para los teatros y palacios de ópera, el teatral
estilo barroco es el que, con frecuencia, se consideraba como el más adecuado, mientras que
los palacios y ministerios se creía que parecerían más graves bajo las formas majestuosas
del Renacimiento italiano.

En pintura y escultura, los convencionalismos estilísticos desempeñaron un papel
menos destacado, lo que puede hacernos creer que la ruptura con la tradición afectó en menor
grado a estas artes; pero no fue así. La vida de un artista no por eso dejó de tener sus
inquietudes y penalidades, pero había algo que podía considerarse superación del “feliz
tiempo pasado”: que ningún artista tenía que preguntarse a qué había venido al mundo. En
algunos aspectos su obra se hallaba tan bien definida como la de cualquier otra profesión.
Siempre existían retablos de iglesia que realizar, retratos que pintar; y la gente adquiría
cuadros para sus mejores salones, o encargaba frescos para sus residencias campestres. En
todas estas tareas podía trabajar más o menos de acuerdo con las líneas preestablecidas,
entregando los productos que el cliente esperaba recibir. Es cierto que podía producir obras
indiferentes, o realizar las que se le encargaban tan superlativamente bien que la tarea que
tenía entre manos fuera nada menos que el punto de partida de una obra maestra
trascendental. Pero esta posición ante la vida no siempre era sólida. Precisamente fue la
sensación de seguridad lo que los artistas perdieron en el siglo XIX. La ruptura con la tradición
había abierto un campo ilimitado para escoger; en ellos estaba decidir si pintar paisajes o
dramáticas escenas del pasado, si querían escoger temas de Milton o de los clásicos, si
querían adoptar el severo estilo neoclásico de David o la modalidad fantasmagórica de los
maestros románticos. Pero cuanto mayor se había hecho el campo para elegir, menos fácil
se había vuelto el que los gustos del artista coincidieran con los de su público. Los que
compraban cuadros generalmente tenían una idea determinada en la cabeza, buscando algo
muy similar a lo que habían visto en otra parte. En el pasado, esta demanda había sido fácil
de satisfacer porque, aun cuando las obras de un artista se diferencian mucho en cuanto al
mérito artístico, las distintas creaciones de una época se parecían entre sí en muchos
aspectos. Ahora, cuando esta unidad de tradición había desaparecido, las relaciones del
artista con su cliente pasaron a ser demasiado tirantes por lo general. El gusto del comprador
se había fijado en un sentido; el artista no se sentía conforme con él para poder satisfacer la
demanda. Si se veía obligado a atenderla porque necesitaba dinero, sentía que había hecho
concesiones, y perdía en su propia estimación y en la de los demás. Si decidía no seguir más
que su voz interior y rechazar cualquier encargo que no coincidiese con su idea del arte, se
hallaba literalmente en peligro de morirse de hambre. Así, una profunda hendidura se abrió
en el siglo XIX entre aquellos artistas cuyo temperamento o convicciones les permitían seguir
los convencionalismos y satisfacer las demandas del público y aquellos otros que se
preciaban de su propio aislamiento, deliberadamente aceptado. Lo que empeoró las cosas
fue que la revolución industrial y la decadencia del oficio, la aparición de una nueva clase
media sin tradición, y la producción de obras a bajo precio que se enmascaraban con el
nombre de Arte, acabaron por desbaratar el gusto del público.
El recelo entre artistas y público fue recíproco por lo general. Para el hombre de
negocios, un artista era poco más que un impostor que pedía precios absurdos por algo que
apenas si podía considerarse como un trabajo honrado. Entre los artistas, por otra parte, se
convirtió en un pasatiempo épater le bourgeois, es decir dejarlo perplejo y estupefacto. Los
artistas empezaron a sentirse una raza aparte, dejándose crecer la barba y los cabellos,
vistiendo de terciopelo o pana, con sombreros de alas anchas y grandes lazos anudados de
cualquier modo, y, por lo general, extremaron su desprecio hacia los convencionalismos de la
gente “respetable”. Este estado de cosas era inaudito, pero seguramente inevitable. Y debe
reconocerse que, aunque la carrera de un artista acostumbró tropezar con los más peligrosos
obstáculos, las nuevas condiciones también tuvieron su compensación. Los peligros eran
evidentes. El artista que vendía su alma, condescendiendo con los gustos de quienes carecían
de ellos, estaba perdido. Así, fue el artista quien a veces dramatizó su situación, creyéndose
un genio por la sola razón de no encontrar compradores. Pero la situación sólo fue
desesperada para los carentes de temperamento, pues la amplitud del terreno en que escoger
y la independencia de los antojos de los clientes, alcanzadas a tan alto precio, también
poseían sus ventajas. Por primera vez, acaso, llegó a ser verdad que el arte era un perfecto
medio para expresar el sentir individual; siempre, naturalmente, que el artista poseyera ese
sentir individual al que dar expresión.

Ernst Gombrich.-

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