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La servicialidad se expresa, también, en la misión.

En un pasaje bíblico al que prestamos poca atención, Pablo –tratando de estimular la generosidad de
sus comunidades para una colecta– dice: “Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que,
siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza.” (2 Co 8, 9). Y nos
preguntamos ¿cuándo Jesús fue rico? Y ahí descubrimos que, mediante una metáfora, Pablo alude a la
existencia del Hijo junto al Padre, antes de la Encarnación: el Hijo era “rico” cuando gozaba de los
esplendores infinitos de su divinidad, y “se hizo pobre” cuando “Él, que era de condición divina, no
consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente, sino que se anonadó a sí
mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2, 6-7).
Por eso, Jesús podía decir “que el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su
vida en rescate por una multitud” (Mc 10, 45).
Iluminándonos con su Sabiduría divina, dándonos ejemplo de vida filial y fraterna, y compartiendo
con nosotros su filiación, el Hijo nos hace hijos del Padre y hermanos suyos, y entre nosotros.
Esa “condescendencia divina” también la vemos en la Persona del Espíritu Santo, quien –desde
Pentecostés– es el alma del Cuerpo de Cristo (cf. Catecismo 797, 809, 813), iluminando y fortaleciendo
a la Iglesia con sus dones, y creando –y re-creando– la comunión.
En estos tiempos de misión diocesana, conviene recordar esta generosidad de las Personas divinas;
conviene prestar atención a su servicialidad y condescendencia, para servirnos también entre nosotros,
según la enseñanza y el ejemplo que las Personas divinas nos dan. Porque la misión no es otra cosa que
seguir compartiendo los dones de Vida, Sabiduría y Amor que la Trinidad nos ha compartido, sobre
todo con aquellos que todavía no los tienen.
Ahora, que comenzamos la Cuaresma, podemos ya divisar aquel gesto que tuvo Jesús al final de su
vida, y que la Liturgia nos recordará en poco tiempo, cuando Jesús “se levantó de la mesa, se sacó el
manto y tomando una toalla se la ató a la cintura; luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los
pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura.” Sabemos que al final, Jesús les
explicita el sentido de su gesto: “¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman
Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los
pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo
mismo que yo hice con ustedes... Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican... Les doy
un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también
ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que
se tengan los unos a los otros.” (Jn 17, 1-34).

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