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LOS DEBUTANTES

La primera vez que vi a un muerto tenía dieciséis años recién cumplidos. Una muerta, en realidad.

Era mi madre. Se había colgado de una viga de madera bajo el techo de la cabaña que

alquilábamos. La encontré un mediodía de diciembre, a la vuelta del colegio, amargadísimo

porque había reprobado el coloquio de Química. La noche anterior, antes de que se fuera a

trabajar, habíamos discutido: “Si no aprobás, andá olvidándote de perder el tiempo con Adrián”.

“Hacer música no es perder el tiempo”. “Vos no tenés idea de qué es y qué no es perder el tiempo

porque sos un pendejo”. Los últimos meses apenas había podido contener los efectos adversos

de la sertralina con diazepam y mi entendimiento tan errado de todo. “Estás bien, vieja”, le

repetía, “descansá”. Y me iba a Sacoa a gastar los cinco pesos que me daba, supongo que para

demostrarme que me quería, en el Pump It Up. No sé si se murió con los ojos abiertos, pero así

los tenía cuando la encontré balanceándose como el anillo que pende de un pelo para adivinar

cuántos hijos vas a tener. En uno de los bolsillos de su pantalón encontré una nota manuscrita

que rompí antes de leer. ¿Acaso iba a decirme algo que no supiera? Estoy seguro de que no grité.

Ojalá hubiera podido convencerme para siempre de que morirse era mejor que perder los ahorros

de toda una vida a manos de un banco extranjero, o que divorciarse del único hombre que le había

hablado de amor. Quizás debería haberme ido. Los bomberos bajaron el cuerpo, lo apoyaron en

el piso, lo cubrieron con una tela blanca y esperaron que llegaran el forense y la fiscal. Yo vi todo

eso y no lloré. Fue como abrirse paso a otra vida a través de un portal con forma de pregunta.

Mi abuelo, que barría las veredas de nuestra cuadra dos horas por semana para mantenerse en la

nómina del Plan Jefes y Jefas, me cambió de colegio: pasé de las monjas al IPEM del barrio con

el argumento de que no quería repetir cuarto. La casa nueva tenía olor a sopa y a naftalina, y por

más que limpiáramos los vidrios con cuanto producto encontráramos de oferta en el súper, las

ventanas siempre se quedaban en una traslucidez más deprimente que si las hubiera derrotado la

mugre. El abuelo aceptaba remendar zapatillas, a veces ojotas, zapatos nunca, cuando se lo

permitía la artrosis, condición que a menudo coincidía con la necesidad más urgente. Entonces,

para colaborar, por llamarlo de algún modo, una vez por semana enganchaba el walkman en el
jean, me calzaba los auriculares, los anteojos negros y la gorra, y me iba a recorrer los puestos del

Club del Trueque con la mochila cargada de porquerías. Uno no decide aceptar que ha pasado a

ser pobre, más bien se aferra a la idea de que la clase media es una especie de condición eterna

que, como la ropa, va cambiando de talle. “Lo nuestro no es pobreza”, decía mi abuelo, “es

realismo”. Sí. La realidad era que él había perdido a su única hija y yo había perdido a mi única

madre, y que ella, hasta el día de su muerte, había logrado mantener un trabajo estable que me

daba mucho más que las ganas de sobreponerme a la crisis. Entonces empecé los sábados a

cortarle el pasto o a lavarle el auto a algún vecino. Si me sobraba tiempo antes del ensayo, porque

los ensayos continuaron como si no hubiera pasado nada, me daba una vuelta por el cyber y me

conectaba al MSN. Una vez le pregunté a mi abuelo si no prefería que le diera esos dos pesos

que gastaba en chatear con mis amigos para comprar pan; se enojó y no me habló por una semana.

Al único amigo que seguí viendo en persona fue a Adrián. El padre ahora manejaba un remís y

tenía tres stents en una arteria muy hija de puta, y la madre se había quedado solamente con el

trabajo en la clínica, pero igual les alcanzaba para mantener algunos privilegios que ellos llamaban

bendiciones. Al igual que nosotros, decían que siempre habían pertenecido a la clase media. Pero

nosotros, la otra clase media, comentábamos a sus espaldas que no ostentaban más porque les

daba culpa haber caído de rebote en la piojera resucitada de los noventa. Del curso, Adrián fue

el primero en festejar dos cumpleaños seguidos en Disney, el primero en comprarse la Play 2, el

primero en salir al centro con un Movicom. Cuando llegó el milenio y con él los recortes, prefirió

dejar las clases de inglés y de tenis, de modo que todos los sábados, antes de empezar a ensayar,

me mostraba lo que había aprendido en la clase de piano del jueves previo. La música,

innegociable. Habíamos descubierto los estándares de jazz en el universo paralelo de los

descubrimientos que, en mi caso, tuvo su big bang a los doce, no sé si con un beso o un piedrazo

a un perro de la calle. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Cuarteto? “Ser rico”, decía mi padre, seminarista

de Kiyosaki y de los cuernos, “es una cuestión cultural”. O sea que si había que apropiarse del

jazz, sí, apropiarse, arrebatarlo, amigarse con lo ajeno, robarlo con las técnicas de moda, no podía

decirle a Adrián que yo no transaba con pasatiempos burgueses. Pasar todos los niveles del Pump

It Up no era gran proeza; imitar la voz algodonada de Al Jarreau era, a falta de mejores fantasías,
un lindo engaño. Adrián y yo forzábamos las coincidencias; algunos a eso le llaman amistad.

Cada ensayo terminaba a medianoche, y después esquivábamos los boliches por razones ajenas a

los gustos musicales. Frecuentábamos una lista corta de bares, siempre al fondo de pasillos

graffiteados y sin revocar, donde tocaban el profesor de piano de Adrián y sus secuaces, unos

genios de cerebro limado que no cortaban ningún tema antes de los quince minutos.

Mi abuelo me pasó el encargo del Turco un domingo a la hora imprecisa entre la trasnoche que

después se cuenta como hazaña y el madrugón del proverbio según el cual Dios concede sus

favores; tuve que rogarle que evitara palabras como “hoy” o “anoche”. Compartimos el mate

cocido y me dijo que el trabajo, desmalezar, pasar la bordeadora y rastrillar, era urgente porque

iban a venir unos compradores esa misma tarde. Me abrigué y fui. El Turco me recibió, me

preguntó cómo andaba mi abuelo, su amigo del alma, dijo, y me indicó lo que debía hacer. A

media mañana, empapado en transpiración, con las manos agrietadas y las botas recubiertas de

barro, le acepté un vaso de jugo y unas galletitas. “¿Qué estabas cantando?”, me preguntó.

“¿Cantando?”. “Sí, te escuché recién, mientras sacabas los yuyos del cantero frente a la ventana”.

“¿No habrá tenido la radio prendida?”. “No tengas vergüenza, decime qué tema era, tenés una

voz preciosa”. “¿Usted cree?”. “Sí”. “Ol de zings iu ar se llama”. “Cantalo de nuevo un

poquito”. “Me está pidiendo que…”. “Sí, dale”. Iuuu aaar… de promist kis of sprintaim…

Cuando terminé el trabajo del parque me pagó y me invitó a probar la picada que había preparado

para tentar al apetito hasta que estuviera listo el asado; presté especial atención a usar

escarbadientes distintos para cada cubito de queso. “Entonces el sábado, con ese pianista amigo

tuyo, ¿cómo se llama?”. “Adrián”. “Regio, el sábado, vos y Adrián, esa onda, como lo que

estabas cantando, yo les mando el transporte, ustedes fumen”. Fue así como volví a casa con el

trato consumado: el bar del Turco se llamaba La Liberté y quedaba en la ruta vieja, cerca del cruce

con la autopista que sale a Carlos Paz. El cachet, palabra mucho más digna de la genética

normanda de Adrián que de la mía, era de cien pesos. Mi abuelo se alegró. También dijo que el

Turco le debía diez pesos de unas botas.

Esa semana ensayamos todos los días. Yo me ocupé de imprimir en el cyber las letras de los

temas que había garabateado en un bloc cuadriculado usando mi propio alfabeto fonético, y me
compré una carpeta de tapa roja con folios; en el Club del Trueque cambié un rosario de madera

por un cinturón con tachas. Por supuesto, los padres de Adrián nos preguntaron dónde íbamos a

tocar: ¿qué adulto responsable hubiera dejado que su hijo, flor masculina de acné y método

Hanon, fuera a trabajar para un burgués de apellido árabe después de lo que había ocurrido en

septiembre? Obviamente recurrimos a la consabida violación del noveno mandamiento. Hasta

ese insólito sábado solo habíamos tocado en fiestas escolares, cumpleaños de quince y juntadas

de amigos con adultos, no necesariamente familiares, dispuestos a comprar el alcohol. Esa noche,

dijimos, había una joda en lo de un tío de Mayra. El padre de Adrián se preocupó por el Korg

importado que le había perforado la cuenta en dólares, pero se calló la boca cuando escuchó que

en el living del dueño de casa había un piano vertical. Tiempo después, Adrián me confesaría

que no supo si sentirse responsable o ignorado. A mí me pasó lo mismo.

Cuando el remís tocó bocina, todavía me estaba duchando; supongo que la nostalgia de un baño

con azulejos y presión de agua constante me había jugado una mala pasada en este asunto de no

caer en tentación. Llegamos a destino tras cuarenta minutos de viaje. Era una casona chorizo de

paredes verdes, iluminada por una guirnalda de lámparas incandescentes rojas: básicamente, un

prisma rectangular navideño en medio de la inmensidad del cielo, que es lo mismo que la nada.

Mi primera sensación fue que no íbamos a tocar sino para dos o tres borrachos del caserío perdido

entre los yuyos, o para algún chofer que viniera de dejar el interurbano en la punta de línea, o para

un grupo de vizcachas, comadrejas y zorros, amigotes de toda la vida. Entramos. Adrián advirtió

que su fuerte no era la deducción, pero aquello no podía ser sino lo que su padre llamaba escuelita,

y su madre, boîte de nuit; no había que ser brillante para figurarse un debut diferente.

Una mujer de cara resquebrajada se acercó a la puerta y nos preguntó la edad. Le dije que éramos

los músicos. Se rio. Me tomó la cabeza con las dos manos y me contempló admirada: “Tenés los

ojos de tu madre”. “Ah, mire usted”. Adrián preguntó algo que no pude responderle porque

rápidamente se acercó otra mujer, una de las chicas que le ponían el cuerpo a la faena, no como

la primera, una flaca de cintura fina, reflejos rubios en el pelo azabache y un surco amplio entre

los pechos. “Es verdad, tiene los ojos de la madre”. “¿En serio?”. Colgante, mi madre me miró

sin pestañear y distinguí el marrón oscuro de sus iris. Se acercó otra flaca de cabello teñido, esta
con los pechos más chicos y un diente de metal. “La nariz también, medio aplastadita, y las orejas,

¿no?”. “Puede ser”. El Turco interrumpió y nos pidió disculpas. Señaló un espacio al fondo del

salón, entre la pared y la barra, que no era más que una tabla de madera gruesa sobre dos pilas de

bloques de cemento. En ese rincón había dispuesto el Casio y un micrófono inalámbrico sobre

una banqueta. “Atril ni por casualidad, ¿verdad?”. Nos dijo que ahí íbamos a estar cómodos, y

que los comensales solían llegar más tarde, pasadas las dos.

Adrián se equivocó mucho. Yo desafiné en los agudos y repetí la letra de la primera estrofa de

Otom livs después del estribillo. Hubo muy pocos clientes esa noche y ninguno particularmente

atento a nuestro repertorio, a excepción de un pelado que pidió A mi manera. El último tema en

la lista era Samertaim, una canción de cuna que canta, en la historia de la ópera de la que forma

parte, una mujer que no es la madre del nene insomne. El pelado aplaudió y el resto, incluidos

los choferes de interurbanos y las comadrejas, siguió como si nada. Pero el Turco nos pidió un

bis, y no cualquier bis: si lo complacíamos, a los cien pesos les agregaba la llave para el cuarto

del fondo con cualquiera de las chicas. “Improvisá”, me dijo Adrián. Niu Iork, Niu Iork, quería

el Turco. “Improvisá”. Improvisé. “Se ganaron el debut, pendejos”.

Me convidaron un trago muy fuerte que tenía gusto a mezcla de hierbas que crecen en los

meteoritos desperdigados por las sierras. La mujer de cara cortada se sentó a mi lado y me felicitó.

Me contó que tenía un hijo músico, guitarrista de conservatorio, que se había ido a España y allá

trabajaba de cajero en un supermercado, y tomaba clases de acento andaluz para putear a los

sudacas en los clubes de asimilación cultural; lo extrañaba mucho. Se largó a llorar y yo me vi

obligado a consolarla. El Turco se acercó y me pidió disculpas: se llevó a la mujer para atrás y

no los volvieron a ver. Uno de los dos Adrianes me palmeó el hombro. “Hay una mina, divina,

dicen, que no conoció a tu vieja, pero hoy no vino, no saben por qué, capaz que se largó por su

cuenta”. Eso le había dicho la chica con la que había pasado al cuarto del fondo, la del surco entre

los pechos. “Te entiendo, amigo”. Dividimos la plata y dejamos La Liberté atrás, caminando

hacia la ruta, sabiendo que nadie, nunca, iba a volver a preocuparse por nosotros.

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