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La primera vez que vi a un muerto tenía dieciséis años recién cumplidos. Una muerta, en realidad.
Era mi madre. Se había colgado de una viga de madera bajo el techo de la cabaña que
porque había reprobado el coloquio de Química. La noche anterior, antes de que se fuera a
trabajar, habíamos discutido: “Si no aprobás, andá olvidándote de perder el tiempo con Adrián”.
“Hacer música no es perder el tiempo”. “Vos no tenés idea de qué es y qué no es perder el tiempo
porque sos un pendejo”. Los últimos meses apenas había podido contener los efectos adversos
de la sertralina con diazepam y mi entendimiento tan errado de todo. “Estás bien, vieja”, le
repetía, “descansá”. Y me iba a Sacoa a gastar los cinco pesos que me daba, supongo que para
demostrarme que me quería, en el Pump It Up. No sé si se murió con los ojos abiertos, pero así
los tenía cuando la encontré balanceándose como el anillo que pende de un pelo para adivinar
cuántos hijos vas a tener. En uno de los bolsillos de su pantalón encontré una nota manuscrita
que rompí antes de leer. ¿Acaso iba a decirme algo que no supiera? Estoy seguro de que no grité.
Ojalá hubiera podido convencerme para siempre de que morirse era mejor que perder los ahorros
de toda una vida a manos de un banco extranjero, o que divorciarse del único hombre que le había
hablado de amor. Quizás debería haberme ido. Los bomberos bajaron el cuerpo, lo apoyaron en
el piso, lo cubrieron con una tela blanca y esperaron que llegaran el forense y la fiscal. Yo vi todo
eso y no lloré. Fue como abrirse paso a otra vida a través de un portal con forma de pregunta.
Mi abuelo, que barría las veredas de nuestra cuadra dos horas por semana para mantenerse en la
nómina del Plan Jefes y Jefas, me cambió de colegio: pasé de las monjas al IPEM del barrio con
el argumento de que no quería repetir cuarto. La casa nueva tenía olor a sopa y a naftalina, y por
más que limpiáramos los vidrios con cuanto producto encontráramos de oferta en el súper, las
ventanas siempre se quedaban en una traslucidez más deprimente que si las hubiera derrotado la
mugre. El abuelo aceptaba remendar zapatillas, a veces ojotas, zapatos nunca, cuando se lo
permitía la artrosis, condición que a menudo coincidía con la necesidad más urgente. Entonces,
para colaborar, por llamarlo de algún modo, una vez por semana enganchaba el walkman en el
jean, me calzaba los auriculares, los anteojos negros y la gorra, y me iba a recorrer los puestos del
Club del Trueque con la mochila cargada de porquerías. Uno no decide aceptar que ha pasado a
ser pobre, más bien se aferra a la idea de que la clase media es una especie de condición eterna
que, como la ropa, va cambiando de talle. “Lo nuestro no es pobreza”, decía mi abuelo, “es
realismo”. Sí. La realidad era que él había perdido a su única hija y yo había perdido a mi única
madre, y que ella, hasta el día de su muerte, había logrado mantener un trabajo estable que me
daba mucho más que las ganas de sobreponerme a la crisis. Entonces empecé los sábados a
cortarle el pasto o a lavarle el auto a algún vecino. Si me sobraba tiempo antes del ensayo, porque
los ensayos continuaron como si no hubiera pasado nada, me daba una vuelta por el cyber y me
conectaba al MSN. Una vez le pregunté a mi abuelo si no prefería que le diera esos dos pesos
que gastaba en chatear con mis amigos para comprar pan; se enojó y no me habló por una semana.
Al único amigo que seguí viendo en persona fue a Adrián. El padre ahora manejaba un remís y
tenía tres stents en una arteria muy hija de puta, y la madre se había quedado solamente con el
trabajo en la clínica, pero igual les alcanzaba para mantener algunos privilegios que ellos llamaban
bendiciones. Al igual que nosotros, decían que siempre habían pertenecido a la clase media. Pero
nosotros, la otra clase media, comentábamos a sus espaldas que no ostentaban más porque les
daba culpa haber caído de rebote en la piojera resucitada de los noventa. Del curso, Adrián fue
primero en salir al centro con un Movicom. Cuando llegó el milenio y con él los recortes, prefirió
dejar las clases de inglés y de tenis, de modo que todos los sábados, antes de empezar a ensayar,
me mostraba lo que había aprendido en la clase de piano del jueves previo. La música,
descubrimientos que, en mi caso, tuvo su big bang a los doce, no sé si con un beso o un piedrazo
a un perro de la calle. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Cuarteto? “Ser rico”, decía mi padre, seminarista
de Kiyosaki y de los cuernos, “es una cuestión cultural”. O sea que si había que apropiarse del
jazz, sí, apropiarse, arrebatarlo, amigarse con lo ajeno, robarlo con las técnicas de moda, no podía
decirle a Adrián que yo no transaba con pasatiempos burgueses. Pasar todos los niveles del Pump
It Up no era gran proeza; imitar la voz algodonada de Al Jarreau era, a falta de mejores fantasías,
un lindo engaño. Adrián y yo forzábamos las coincidencias; algunos a eso le llaman amistad.
Cada ensayo terminaba a medianoche, y después esquivábamos los boliches por razones ajenas a
los gustos musicales. Frecuentábamos una lista corta de bares, siempre al fondo de pasillos
graffiteados y sin revocar, donde tocaban el profesor de piano de Adrián y sus secuaces, unos
genios de cerebro limado que no cortaban ningún tema antes de los quince minutos.
Mi abuelo me pasó el encargo del Turco un domingo a la hora imprecisa entre la trasnoche que
después se cuenta como hazaña y el madrugón del proverbio según el cual Dios concede sus
favores; tuve que rogarle que evitara palabras como “hoy” o “anoche”. Compartimos el mate
cocido y me dijo que el trabajo, desmalezar, pasar la bordeadora y rastrillar, era urgente porque
iban a venir unos compradores esa misma tarde. Me abrigué y fui. El Turco me recibió, me
preguntó cómo andaba mi abuelo, su amigo del alma, dijo, y me indicó lo que debía hacer. A
media mañana, empapado en transpiración, con las manos agrietadas y las botas recubiertas de
barro, le acepté un vaso de jugo y unas galletitas. “¿Qué estabas cantando?”, me preguntó.
“¿Cantando?”. “Sí, te escuché recién, mientras sacabas los yuyos del cantero frente a la ventana”.
“¿No habrá tenido la radio prendida?”. “No tengas vergüenza, decime qué tema era, tenés una
voz preciosa”. “¿Usted cree?”. “Sí”. “Ol de zings iu ar se llama”. “Cantalo de nuevo un
poquito”. “Me está pidiendo que…”. “Sí, dale”. Iuuu aaar… de promist kis of sprintaim…
Cuando terminé el trabajo del parque me pagó y me invitó a probar la picada que había preparado
para tentar al apetito hasta que estuviera listo el asado; presté especial atención a usar
escarbadientes distintos para cada cubito de queso. “Entonces el sábado, con ese pianista amigo
tuyo, ¿cómo se llama?”. “Adrián”. “Regio, el sábado, vos y Adrián, esa onda, como lo que
estabas cantando, yo les mando el transporte, ustedes fumen”. Fue así como volví a casa con el
trato consumado: el bar del Turco se llamaba La Liberté y quedaba en la ruta vieja, cerca del cruce
con la autopista que sale a Carlos Paz. El cachet, palabra mucho más digna de la genética
normanda de Adrián que de la mía, era de cien pesos. Mi abuelo se alegró. También dijo que el
Esa semana ensayamos todos los días. Yo me ocupé de imprimir en el cyber las letras de los
temas que había garabateado en un bloc cuadriculado usando mi propio alfabeto fonético, y me
compré una carpeta de tapa roja con folios; en el Club del Trueque cambié un rosario de madera
por un cinturón con tachas. Por supuesto, los padres de Adrián nos preguntaron dónde íbamos a
tocar: ¿qué adulto responsable hubiera dejado que su hijo, flor masculina de acné y método
Hanon, fuera a trabajar para un burgués de apellido árabe después de lo que había ocurrido en
ese insólito sábado solo habíamos tocado en fiestas escolares, cumpleaños de quince y juntadas
de amigos con adultos, no necesariamente familiares, dispuestos a comprar el alcohol. Esa noche,
dijimos, había una joda en lo de un tío de Mayra. El padre de Adrián se preocupó por el Korg
importado que le había perforado la cuenta en dólares, pero se calló la boca cuando escuchó que
en el living del dueño de casa había un piano vertical. Tiempo después, Adrián me confesaría
Cuando el remís tocó bocina, todavía me estaba duchando; supongo que la nostalgia de un baño
con azulejos y presión de agua constante me había jugado una mala pasada en este asunto de no
caer en tentación. Llegamos a destino tras cuarenta minutos de viaje. Era una casona chorizo de
paredes verdes, iluminada por una guirnalda de lámparas incandescentes rojas: básicamente, un
prisma rectangular navideño en medio de la inmensidad del cielo, que es lo mismo que la nada.
Mi primera sensación fue que no íbamos a tocar sino para dos o tres borrachos del caserío perdido
entre los yuyos, o para algún chofer que viniera de dejar el interurbano en la punta de línea, o para
un grupo de vizcachas, comadrejas y zorros, amigotes de toda la vida. Entramos. Adrián advirtió
que su fuerte no era la deducción, pero aquello no podía ser sino lo que su padre llamaba escuelita,
y su madre, boîte de nuit; no había que ser brillante para figurarse un debut diferente.
Una mujer de cara resquebrajada se acercó a la puerta y nos preguntó la edad. Le dije que éramos
los músicos. Se rio. Me tomó la cabeza con las dos manos y me contempló admirada: “Tenés los
ojos de tu madre”. “Ah, mire usted”. Adrián preguntó algo que no pude responderle porque
rápidamente se acercó otra mujer, una de las chicas que le ponían el cuerpo a la faena, no como
la primera, una flaca de cintura fina, reflejos rubios en el pelo azabache y un surco amplio entre
los pechos. “Es verdad, tiene los ojos de la madre”. “¿En serio?”. Colgante, mi madre me miró
sin pestañear y distinguí el marrón oscuro de sus iris. Se acercó otra flaca de cabello teñido, esta
con los pechos más chicos y un diente de metal. “La nariz también, medio aplastadita, y las orejas,
¿no?”. “Puede ser”. El Turco interrumpió y nos pidió disculpas. Señaló un espacio al fondo del
salón, entre la pared y la barra, que no era más que una tabla de madera gruesa sobre dos pilas de
bloques de cemento. En ese rincón había dispuesto el Casio y un micrófono inalámbrico sobre
una banqueta. “Atril ni por casualidad, ¿verdad?”. Nos dijo que ahí íbamos a estar cómodos, y
que los comensales solían llegar más tarde, pasadas las dos.
Adrián se equivocó mucho. Yo desafiné en los agudos y repetí la letra de la primera estrofa de
Otom livs después del estribillo. Hubo muy pocos clientes esa noche y ninguno particularmente
atento a nuestro repertorio, a excepción de un pelado que pidió A mi manera. El último tema en
la lista era Samertaim, una canción de cuna que canta, en la historia de la ópera de la que forma
parte, una mujer que no es la madre del nene insomne. El pelado aplaudió y el resto, incluidos
los choferes de interurbanos y las comadrejas, siguió como si nada. Pero el Turco nos pidió un
bis, y no cualquier bis: si lo complacíamos, a los cien pesos les agregaba la llave para el cuarto
del fondo con cualquiera de las chicas. “Improvisá”, me dijo Adrián. Niu Iork, Niu Iork, quería
Me convidaron un trago muy fuerte que tenía gusto a mezcla de hierbas que crecen en los
meteoritos desperdigados por las sierras. La mujer de cara cortada se sentó a mi lado y me felicitó.
Me contó que tenía un hijo músico, guitarrista de conservatorio, que se había ido a España y allá
trabajaba de cajero en un supermercado, y tomaba clases de acento andaluz para putear a los
obligado a consolarla. El Turco se acercó y me pidió disculpas: se llevó a la mujer para atrás y
no los volvieron a ver. Uno de los dos Adrianes me palmeó el hombro. “Hay una mina, divina,
dicen, que no conoció a tu vieja, pero hoy no vino, no saben por qué, capaz que se largó por su
cuenta”. Eso le había dicho la chica con la que había pasado al cuarto del fondo, la del surco entre
los pechos. “Te entiendo, amigo”. Dividimos la plata y dejamos La Liberté atrás, caminando
hacia la ruta, sabiendo que nadie, nunca, iba a volver a preocuparse por nosotros.