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EL RESTAURADOR

La misión más perfectamente acabada de todas las que, a lo largo de su corta carera, emprendió
Elián Stanic, comenzó la tarde que Daniel Aufranc le suplicó por teléfono que concurriera de
inmediato al lugar desde donde llamaba, la casa en que mucho tiempo atrás había vivido el pionero
del cine Martín Llach y que ahora pertenecía a una sobrina lejana. La explicación sobrevino
personalmente no bien Stanic traspuso la puerta de calle y saludó a las tres personas que lo
aguardaban en el living. Aufranc le dijo que no se encontraba allí para indagar sobre la vida y al
producción de un artista que lo fascinaba por la incomprendida agudeza de sus películas, todas
realizadas antes de 1915; su objetivo -antes de encontrar el libro anotado que desencadenaría la
investigación de que se ocupa esta crónica- había sido plasmar en un ensayo crítico la biografía y
obra del director olvidado. Por supuesto, no le sorprendió a Aufranc que el joven Stanic recordara
cada uno de los catorce títulos que constituían la filmografía de Llach, aun si rara vez se
programaban en cineclubes y lejos estaban de las discusiones académicas. Era, sin dudas, el mejor
de todos los investigadores. Poseía una memoria extraordinaria, un nutrido conocimiento de la
cultura popular y una lucidez propia de los que comprenden el mundo entre líneas; su territorio eran
los enigmas sobre objetos artísticos (el último caso en su lista de proezas había sido la recuperación
de un poema sinfónico de Alberto Williams cuya partitura original se hallaba en las manos de un
plagiador). Prosiguió Aufranc con su relato: mientras él y la dueña de casa examinaban algunos
documentos de Llach, Zoe, la hija de diecinueve años, se acercó a la biblioteca y notó el lomo de un
libro que recordaba de la escuela secundaria, motivo suficiente como para extraerlo, abrirlo y
rememorar ciertas asfixiantes clases de literatura; se trataba de una edición antiquísima de El
matadero. Y he aquí el gran hallazgo, continuó Aufranc, extendiéndole el libro a Stanic: los
márgenes del texto rebalsaban de anotaciones de Llach que daban cuenta de un propósito
inequívoco: la adaptación cinematográfica del cuento de Echeverría. Stanic confirmó con la
anfitriona que la caligrafía correspondiera a la de su tío. Solemne, Aufranc manifestó que, si existía
una obra de arte de esa envergadura, no debía permanecer oculta en la bóveda de un coleccionista, y
prometió apelar a la capacidad financiera de todos los mecenas que conocía para integrar la película
a la programación de cuanto festival pudiese. Stanic reflexionó en silencio: había entendido su
misión y, tácitamente, aceptado el desafío. Se introdujo en los documentos que se encontraban bajo
escrutinio al momento de encontrar el libro, lo cual le consumió la tarde entera; una vez convencido
de que no obtendría ningún dato relevante en ese caserón centenario, le solicitó a Aufranc el
conjunto de lo que había investigado hasta el momento, pues bien sabía que si esa entelequia
manuscrita en tinta azul era en realidad una sucesión de fotogramas impresos en celuloide, debía
conocer a su creador hasta en los mínimos detalles.

Durante la semana siguiente, además de ver todos los títulos de Llach disponibles en el
archivo de la cinemateca nacional, Stanic se ocupó de leer y confrontar con diversas fuentes de
referencia los aún inconexos documentos que Aufranc había recopilado. Agregó a su ya vastísimo
saber enciclopédico lo que cualquier aficionado habría definido como la totalidad de aquello que
valía la pena conocerse sobre Martín Llach, incluidas algunas notorias curiosidades (por caso, leyó
la carta de 1912 en que D. W. Griffith rechazaba la invitación para el estreno neoyorkino de Una
dama inolvidable, aduciendo problemas de salud). Sin embargo, una larga lista de melodramas en
35 milímetros y un cúmulo también considerable de manuscritos enmohecidos solo le sirvieron para
argumentar su disenso con los juicios de Aufranc sobre el valor estético y conceptual de aquellas
películas. De la adaptación de El matadero, absolutamente nada. Convencido, pues, de que la
respuesta al enigma no se hallaba en el terreno del cine, decidió buscar indicios en el no menos
arduo campo de la literatura.

Como toda vez que precisó ayuda para descifrar alguna clave en un texto literario, acudió a
Paula Ghilardino. En efecto, la joven profesora de letras modernas ni siquiera necesitó abrir el libro
para señalarle a Stanic un signo llamativo: el volumen de Llach había sido publicado en 1916 por el
editor madrileño Ferrán Arbelaiz, cuyo catálogo estuvo disponible en la Argentina recién en 1930,
es decir, trece años después de la muerte de Llach. Luego de corroborar en su memoria que el
cineasta nunca había estado en España y de descartar, en consecuencia, que él mismo pudiera haber
comprado el libro en Madrid, Stanic concluyó que se había tratado de un regalo, quizás la prueba de
que el filme le había sido comisionado. Se convenció aun más de esta hipótesis cuando, durante la
cena, él y su anfitriona conversaron sobre el contenido político del texto y sobre la flagrante
carencia de elementos ideológicos en las películas de Llach. Antes de concluir la parte del
encuentro que atañe a esta crónica, Ghilardino recordó haber visto varios ejemplares de Arbelaiz en
la Biblioteca Lugones.

A la mañana siguiente, un nuevo indicio dio cuenta de que la presunción sobre el encargo
del filme no era una idea desatinada. Stanic supo gracias a Lina Moyano, una de las bibliotecarias,
que la joya de la sección de libros antiguos era la colección latinoamericana de Arbelaiz: veintiséis
ejemplares impresos entre 1909 y 1916, incluidos tres volúmenes de Sarmiento y una edición
anotada de Juvenilia, todos donados en 1988 por Luis Garay, ingeniero civil y socio vitalicio. No
fueron necesarios más que unos pocos segundos para que Stanic concibiera que el libro de Llach
podría haber arribado al país junto con aquellos, en cuyo caso se tornaba necesario rastrear al
importador para corroborar la hipótesis. Lo invadió un sentimiento de culpa: a esas alturas, evadir
la vanidad le resultaba imposible. Apuntó la dirección de Garay que la bibliotecaria obtuvo de la
base de datos, agradeció, prometió donar unos libros viejos que acumulaban polvo en el sótano de
su casa, y salió.

El encuentro con Garay, anciano elegante y bienhablado, se produjo el siguiente fin de


semana en un bar céntrico. El ingeniero expuso su historia con prudencia, evitando digresiones y
detalles innecesarios. Narró que en 1988, Alfonso, su padre, aquejado en su lecho de muerte de
dolores indescriptibles que solo potentes dosis de morfina lograban aplacar, le murmuró que sus
compañeros de la Sociedad irían pronto a buscar el mate de Don Juan Manuel. Para el hijo se
trataba de otra de las tantas incoherencias que inducen los fármacos paliativos y no le dio
importancia. Seis días después del sepelio, tres personas que se presentaron como excompañeros de
la oficina donde Alfonso había trabajado desde los veinte años, le hicieron una visita, tomaron sin
autorización ni explicaciones un mate que Luis creía una reliquia familiar y que se hallaba en un
cofre de metal sobre la repisa de la chimenea, saludaron fríamente y se marcharon. Garay no dudó
en efectuar la denuncia del robo, pero la respuesta que obtuvo fue tan risueña como desalentadora:
un mate robado no era razón para movilizar a la policía. Sin embargo, el máximo estallido de
cólera, esta vez acompañada del pánico, sobrevino cuando, algunos días más tarde, de regreso a
casa después del trabajo, halló la cabeza de su ovejero alemán incrustada en uno de los picos del
portón enrejado, una cinta roja clavada sobre la ceja derecha y una nota anónima en la que se le
advertía, sin sutilezas, que se mantuviera al margen de los asuntos de su padre. Un solemne silencio
dio cuenta de que el relato había concluido. Garay sacó su billetera del bolsillo y de allí extrajo dos
papeles que desdobló en simultáneo: Stanic entonces vio, azorado, la amenaza mecanografiada y
una fotografía del perro decapitado. De inmediato, el viejo se excusó argumentando que ya había
dicho todo lo que podía resultar útil para la investigación y se evanesció como suelen hacer los
espectros. Stanic reflexionó largo rato en silencio: era posible, pensó sin distinguir si se trataba de
una pregunta o de una afirmación, que quienes le habían encargado a Llach una adaptación de El
matadero fuesen los miembros de aquella sociedad mencionada por Alfonso Garay; nuevamente
sintió que la vanidad era ineludible. Ya de madrugada, se concentró casi de manera obsesiva en la
cinta roja, la divisa punzó de los federales, la insignia de los mazorqueros, la misma que, al día
siguiente, fue encontrada sobre el cadáver de Daniel Aufranc.

El encierro posterior se debió menos a un sentimiento de paranoia que a la resignación por


entender que la resolución del misterio, si aún era posible, se hallaba paradójicamente más distante
a medida que los indicios se transformaban en certezas. Ni un minuto confundió el intrépido Stanic
valentía con mesura, sacrificio con responsabilidad. A punto estuvo de abandonar el caso y
conceder su derrota, pero fue la seductora gravedad en las palabras de Zoe Aufranc, quien
sorpresivamente se presentó en su oficina pocos días después del entierro de su padre, la justa
persuasión para afrontar su destino. Zoe confesó que Daniel había sido miembro de la Nueva
Sociedad Popular Restauradora y, como tal, conocedor de la existencia de la película, pues la única
copia estaba resguardada en una caja de seguridad en la sede clandestina de la calle Alcorta;
confesó también que la investigación sobre Llach, quien efectivamente había dirigido el filme por
encargo de la Sociedad, era un artificio lo suficientemente verosímil como para seducir a Stanic
hacia la búsqueda, lo cual creaba la distracción perfecta para efectuar el robo de la película y,
llegado el momento de las inquisiciones, dirigir las culpas hacia la única persona ajena a la
Sociedad que hubiera manifestado intención de sustraerla, es decir, el obstinado detective. De
inmediato, Stanic comprendió que el caso había alcanzado una resolución de esas que satisfacen los
razonamientos pero dejan inconclusas las ansias de una recompensa intangible que calme el
espíritu, como lo hacen las obras de arte que traspasan las barreras del tiempo. Y la percepción de
vanidad pronto transmutó en un deber de artista, pues era esa identidad el motor de su trabajo. Zoe
notó la inquietud de su interlocutor y le dijo que la película se exhibiría esa misma noche en el salón
de la calle Alcorta; luego le entregó una cinta roja que llevaba en su cartera, y le indicó, por último,
que preguntara por Ezcurra. Stanic sonrió como si todo aquello fuese apenas una broma vulgar y
endeble. Zoe le retribuyó el gesto y le encomendó cuidado.

El frío del jueves por la noche apenas perturbaba la piel de un hombre decidido a completar
su misión. Llegó a la dirección señalada, un local de ropa sin peculiaridades, y presionó el
interruptor del timbre. Un veinteañero escuálido abrió la puerta. Stanic saludó y dijo, hinchando el
pecho para que se notara la cinta federal, que quería ver a Ezcurra. El chico lo hizo atravesar el
negocio y le pidió que aguardara detrás del mostrador; luego salió por una puerta trasera. A los
pocos minutos, una mujer de cincuenta años visiblemente abocada a ganarle años a la vejez en el
gimnasio atravesó la misma puerta. Se presentó escuetamente y dijo que ya conocía lo sucedido.
Stanic preguntó si la Sociedad le concedería autorización para ver la película. Ezcurra le sostuvo la
mano izquierda y respondió que solamente los miembros podían verla, pero que, para honrar su
talento y su constancia, se había decidido otorgarle un permiso especial, siempre que manifestara
verbalmente (porque ya lo entendía de manera íntima y cabal), y ante el plenario de la audiencia,
que, si en modo alguno exponía las actividades de la Sociedad, correría la misma suerte que Daniel
Aufranc. Una vez cumplidas las formalidades, ambos traspusieron la puerta, ella escoltándolo dos
pasos detrás, exhalándole un aliento dominante a la nuca sudorosa. Descendieron por la parte
posterior del local y recorrieron un pasillo angosto donde resonaban los murmullos de quienes
aguardaban el inicio de la sesión. Se detuvieron frente a una puerta de metal; Ezcurra la empujó y
ambos entraron al salón de reuniones de la Sociedad. De repente, Stanic se encontró en un mundo
que comprendió a la perfección, fiel a su historia y a su intelecto. Durante un breve instante se
produjo el más penetrante de los silencios: no había proyector ni pantalla, no había sillas dispuestas
en hileras; no había película. Solo un matadero y su víctima. La atmósfera se fracturó en un millón
de alaridos. Un hombre inmenso aferró a Stanic y lo sujeto, mientras algunos preparaban la escena
y los demás se regocijaban desde su rol de espectadores. La última satisfacción fue haber asistido a
una trama tan milimétrica. Pocos minutos habían pasado de la medianoche cuando Elián Stanic,
intrépido investigador, emitió un último rugido y reventó como un animal.

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