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Capítulo 24

CUANDO POCO ES
MUCHO
Y MUCHO ES POCO
Me rompí una pierna. Y la verdad no duele mucho. Me duele mu-
cho más el orgullo.

Me explico. Todo sucedió por culpa del primer concierto de rock en


vivo al que iríamos Sofía y yo. Había sido una semana de intensos
preparativos para nuestro bautizo de fuego en esas lides. Paco nos
llevó en el auto y nos dejó muy cerca, sólo nos pidió que tuviéramos
cuidado y que no nos separáramos. Por supuesto, también nos dijo
que lo disfrutáramos; caminamos los ochocientos metros que hay
desde la gran avenida hasta el estadio, rodeados de la banda más
curiosa que he visto en toda mi vida. Punks, rastas, darkies, góticos,
rockers y hasta fresas se habían dado cita en el magno evento; había
incluso una parejita vestida como vaqueros del lejano oeste que
nadie sabe de dónde salieron y una multitud de policías vestidos
todos iguales, de azul.

Yo no entendía muy bien cómo personas de diferentes tenden-


cias musicales, gustos y hasta ideologías podían ir juntas pero no
revueltas a un concierto, pero muy rápido lo comprendí; a pesar de
ser distintos, todos éramos iguales, pertenecíamos a la misma espe-
cie y eso era lo que nos unía. Íbamos todos a responder el llamado
de la selva, a congregarnos junto a los tambores del clan y a bailar
y cantar en el mismo idioma, el de la música. Nosotros no encajá-
bamos en ninguna de las categorías de tribu urbana reunidas en el
estadio y, sin embargo, podríamos ser de cualquiera, es más, todos
nos sonreían amablemente. Éramos unos híbridos con pantalones
y chamarras de mezclilla. Yo llevaba en la mochila En el camino,
de Jack Kerouac, y Sofía Escritos de un viejo indecente, de Charles
Bukowski. Definitivamente estábamos en el camino de no ser con-
siderados personas normales. ¿Quién lleva libros a un concierto de
rock? Nosotros.

Los demás asistentes nos veían un poco como los contendientes de


las guerras miran a la Cruz Roja: como entes neutrales que ayudan
a todos y no estorban a nadie. Después de un riguroso control de
seguridad donde nos cachearon para que no metiéramos al estadio
«material peligroso», como dijo un policía gordo, que obviamen-
te no se dio cuenta que el material más peligroso que entraba por
hordas al lugar éramos nosotros mismos, logramos avanzar hacia
nuestros lugares.

Subimos por las escalinatas de piedra y llegamos hasta la parte más


alta del, casi lleno, estadio. Nos tocó entre dos tipos enormes, cua-
rentones con chamarras de motociclista, barbas largas y sonrisas de
niño, que condescendientes nos pusieron, en cuanto nos sentamos,
una cerveza en la mano.

El grupo abridor era malo pero ruidoso. Sirvió para calentar el


ánimo del personal que gritaba, bailaba y se movía al ritmo de la
música como un inmenso animal que tuviera vida propia. No logré
entender una sola palabra de sus canciones, pero creo que eso no
tiene la menor importancia. El chiste es sentir en la cabeza, en la
piel, en el corazón ese ritmo desenfrenado que te lleva a la comu-
nión con los otros.

La cerveza era enorme y me la bebí de tres largos tragos. Mis ri-


ñones funcionan con una exactitud de reloj cucú suizo. En cuanto
terminé, me entró una urgencia enorme de mear. Pedí permiso al
motociclista de mi izquierda y tropecé, por supuesto, con su bota
tachonada de remaches de metal y caí doce o trece escalones, rom-
piéndome el tobillo izquierdo (eso lo supe luego). Sofía y los mote-
ros bajaron por mí y me llevaron en andas de regreso a mi asiento.
Dolía pero no mucho. Tal vez la cerveza tiene ese efecto anestésico
necesario que te impide aquilatar la dimensión del golpe. Le pidie-
ron prestada una cubeta al vendedor de refrescos y metieron mi
pierna dentro, todo el resto del concierto…

No podía moverme mucho pero disfruté como un verdadero ena-


no. Éramos miles que teníamos una sola voz, un solo cuerpo, un
solo, inmenso deseo de dejarnos llevar y olvidarlo todo, hasta mi
pierna rota. Cada tanto, el motero mayor pagaba una nueva tanda
de hielo que diligente, un hombrecito de camisola azul ponía en
la cubeta. La verdad es que durante la hora y media que siguió no
sentí nada; entre el hielo y las cervezas que seguían llegando a mis
manos flotaba en una suave y fría paz que me dejaba disfrutar a mis
anchas de la música. Sofía no me soltó nunca de la mano y corea-
mos como locos cada una de las canciones. Los dos motociclistas
que tenían cara de malos y alma de buenos encendieron en algún
momento un cigarrillo de marihuana, pero sólo se lo pasaban entre
ellos. Creo que nos vieron demasiado jóvenes y a mí, maltrecho.
Perdí así la oportunidad de probarla por primera vez en mi vida.
Tal vez no era el mejor momento. Y con las cervezas era más que
suficiente. Pero una vez más comprobé, en carne propia, que no hay
que fiarse de la apariencia de las personas. Ése de la cicatriz enorme
en la cara, con andar renguenante y voz de trueno que encuentras
en medio de la noche en la calle más oscura, tal vez no venga a
asaltarte, y en cambio, sea el que te salve la vida. Los barbones —
que tenían bordada en la parte de atrás de las chamarras la leyenda
«Nacidos para perder… Pero no para transar»— me cargaron hasta
fuera, hasta sus enormes y ruidosas máquinas y de allí, directo al
hospital, en un divertidísimo y traqueteante recorrido, lugar don-
de, después de un par de radiografías y tres patos llenos de orina,
se marcharon dándonos abrazos y besos como si fuéramos amigos
de toda la vida. Paco llegó, avisado por Sofía, justo cuando termi-
naban de enyesarme la pierna. Las cervezas no me habían embo-
rrachado en lo absoluto. Me sentía alerta. Paco, en cambio, tenía
cara de preocupación. —Sebastián, ¿te duele? —preguntó —Me
duele más el orgullo. Mi primer concierto y ¡zaz! pierna rota —dije
quitándole importancia. Sonrió. —Bueno, así vas a recordarlo toda
tu vida. Dijo el médico que por lo menos una semana en cama sin
salir, luego, ya veremos. Tal vez, a cualquier otro, eso de confinarlo
en una habitación le hubiera resultado insoportable. Pero yo te-
nía una ventaja sobre los que no podían quedarse quietos. Tenía
libros. Tenía, por lo tanto, piernas. A la que no le hizo gracia fue a
Sofía; habíamos quedado de ir a nuestro primer campamento en el
bosque, juntos, el siguiente fin de semana. Últimamente habíamos
hecho muchas cosas por primera vez; primer beso largo, primer
acercamiento sexual, primer película sólo para adultos, primera
manifestación, primer libro comprado en común, primer helado de
un sabor inverosímil compartido, primer concierto de rock, prime-
ra pierna rota… Paco debió ver su cara. La tradicional nariz arru-
gada de Sofía en un mohín de disgusto. Estaba a punto de empezar
una de sus largas argumentaciones cuando el tío, que ya la conocía,
la paró en seco, con una mano extendida en señal de paz. —Ya sé,
ya sé. Pero el médico es el médico. Propongo que el campamento
lo hagan en casa. Yo asentí divertido, porque sé cómo se las gasta
Paco, y Sofía sonrió, no muy segura. Paco sacó un plumón de su
camisa y escribió sobre mi yeso que ya estaba secando, con grandes
caracteres: ¡Rocker forever! Me gustó. El siguiente viernes Paco me
pidió que me quedara en mi habitación hasta que él tuviera arre-
glado el espacio del campamento. Vendrían Sofía, Matías, Mónica,
Luis, Pablo, Pepetoño y Marisa, compañeros de la escuela que ori-
ginalmente nos daríamos cita en un bosque, que por artes mágicas
se convertiría en la sala de nuestra casa. Yo estaba terminando de
vestirme cuando sonó el timbre de la puerta. Al salir de mi cuarto
me encontré que la sala y el comedor eran un enjambre de sábanas
azules y blancas que colgaban desde el techo, pegadas unas a otras,
dando la sensación de un cielo suave y mullido; Paco había quita-
do todos los muebles y puesto decenas de macetas con pequeñas
palmeras, flores de colores y arbustos; reconocí algunas: eran de
la vecina. Al centro de este pequeño universo, estaba dispuesto un
brasero con carbón que ardía plácidamente, sacando pequeñas lla-
mas rojas y naranjas, puesto sobre una cama de ladrillos. Todas las
ventanas estaban abiertas y el viento mecía las sábanas suavemente,
haciendo que el cielo se moviera. Mis amigos miraban todo con
la boca abierta, con sus mochilas y sleeping bags en la espalda, sin
atreverse a profanar el territorio que debió haber costado un mon-
tón de horas preparar. Paco los apuró con una sonrisa. —Pasen,
pasen. Bienvenidos — decía mientras los iba llevando hasta los coji-
nes y mantas que había por el suelo alrededor de la fogata. —¡Guau!
—exclamó Matías, que ante la sorpresa había perdido toda elocuen-
cia humana y sólo podía admirarse desde lo más hondo de su alma.
Sofía miraba alrededor con la nariz pecosa un poco levantada,
escrutando como si estuviera en una tienda de regalos y decidiendo
que era lo que más le gustaba. Al final asintió un par de veces con la
cabeza, y el tío Paco sonrió de nuevo, un poco y aliviado y sin duda
complacido. Mis amigos dejaron sus cosas por el suelo y se quitaron
los zapatos. Paco le puso a Sofía entre los brazos una charola llena
de salchichas y luego señaló a un rincón donde había vasos des-
echables y refrescos. —Bien. Creo que tienen todo lo necesario para
su campamento. Sólo les pido que tengan enorme cuidado con el
carbón, porque no queremos que se incendie la casa, ¿verdad? — y
todos negamos al unísono con la cabeza. Se fue hacia su habitación
y salió unos minutos después con chamarra y una pequeña maleta
en la mano, dirigiéndose hacia la puerta de la calle. Yo, sentado en
el suelo, con la pierna rota sobre un cojín y Sofía a mi lado tomán-
dome la mano, lo miré extrañado. —¿A dónde vas? — pregunté.
—Aaah, me voy a quedar en casa de Aurora. Se supone que ustedes
iban solos al campamento, ¿no? Pues que así sea. Todos nos que-
damos mirando. Paco se despidió, se encaminó a la salida y apagó
la luz de la sala. —En el bosque no hay luz — dijo, dejándonos en
penumbras y cerrando suavemente la puerta. Hubo un breve silen-
cio. Risitas nerviosas. Caras felices alumbradas por el fuego. Matías
rompió el silencio que empezaba a volverse incómodo. —¡Muy
chido tu tío! — Sí — respondí orgulloso. Últimamente en mi es-
cuela había una guerra, no declarada de manera formal, entre los
alumnos y sus padres. Casi todos se quejaban de las múltiples cosas
que no les dejaban hacer: fumar, llegar tarde, no bañarse, beber. La
escuela era activa pero la vida no. Había una serie de convenciones
sociales que había que acatar y no había manera de sortearlas sin
un conflicto. En cambio yo… Bueno, yo tenía un tío rockero. Había
una gran diferencia. Sofía me apretó la mano y me miró a los ojos.
—Esto será nuestro primer campamento juntos — dijo. Yo asentí y
la besé. Y al hacerlo pensé en lo maravilloso que era tener la pierna
rota. Si no la tuviera, ahora mismo estaría corriendo por ahí, jugan-
do con mis amigos, sin embargo, aquí estaba, con ella, besándonos,
rodeados de amigos, bajo un cielo de sábanas azules y blancas,
junto a una fogata en medio de la sala de mi casa.

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