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LA HERENCIA DEL PECADO DE LOS ANCESTROS

Por San Justin Popovic


(De su obra maestra de teología dogmática de la Iglesia ortodoxa:
FILOSOFIA ORTODOXA DE LA VERDAD)

1. Puesto que los hombres toman todos sus orígenes de Adán, el pecado de nuestros ancestros ha pasado
y se ha comunicado por vía de sucesión a todos los hombres. Por eso, el pecado de los ancestros es
igualmente un pecado hereditario. Recibiendo de Adán la naturaleza humana, todos hemos recibido
con ella la corrupción del pecado; por esta razón, todos los hombres, viniendo al mundo, son por
naturaleza hijos de la cólera (τέκνα φύση οργής) (1), pues la justa cólera de Dios continúa pesando
en la naturaleza pecadora de Adán. Pero el pecado de los ancestros no es exactamente el mismo en
Adán y en sus descendientes. Adán había transgredido conscientemente, personalmente,
inmediatamente y voluntariamente el mandato de Dios, es decir, había cometido un pecado que
produjo un estado en el que reina el principio del pecado.

En otros términos, en el pecado adánico conviene distinguir dos momentos: en principio, (1) el
crimen mismo, el acto de violación del mandamiento de Dios, la transgresión misma (παράβασις)
(2); el error mismo (παράπτωμα) (3), la desobediencia misma (παρακοή) (4); y en segundo lugar el
estado de pecado así creado (αμαρτία) (5).

Los sucesores de Adán, en el sentido estricto de la palabra, no


tomaron parte personalmente, inmediatamente, conscientemente y
voluntariamente en la transgresión adánica en sí misma (παράπτωμα,
παρακοή, παράβασης), pero puesto que tomaron su origen del Adán
caído, de su naturaleza pecadora, recibieron como herencia ineludible
así como de su generación, el estado de su naturaleza pecadora, en la
que reside el pecado (αμαρτία), como un principio vivo que obra y
conduce a cumplir personalmente el pecado como Adán; por eso están
sometidos al mismo castigo que Adán. Herencia ineludible del
pecado, alma del pecado, la muerte reina desde Adán, dice el apóstol
Pablo, incluso sobre los que no han pecado, por una similitud con la
transgresión de Adán (και επι τους μη αμαρτίσαντας επι τω
ομοιώματι της παραβάσεως Αδάμ) (6); es decir, según el
comentario del bienaventurado (santo) Teodoreto, sobre los que no
han pecado directamente como Adán y probado del fruto prohibido
pero que han pecado con él en semejanza (επι τω ομοιώματι) de la Por San Justin Popovic
transgresión de Adán y que se han hecho partícipes de su caída
como en la de su ancestro (7). “Puesto que todos los hombres estaban en Adán en estado de
inocencia”, según se dice en la Confesión de la fe ortodoxa, “cuando Adán pecó, pecaron todos con
él y entraron en el estado del pecado, sometidos no solo al pecado, sino al castigo del pecado” (8).
En realidad, todo pecado personal de todo sucesor de Adán toma su fuerza esencial, su fuerza de
pecado, de este pecado de los ancestros. La herencia del pecado ancestral no es otra cosa que la
prolongación del estado caído de nuestros ancestros en todos los herederos de Adán.

2. La herencia del pecado de los ancestros es general porque ninguno de los hombres ha sido exonerado,
salvo el Dios-Hombre, el Señor Jesús, pues fue engendrado por la Santísima Theotokos del Espíritu
Santo de una manera que sobrepasa la naturaleza. De una forma general, la santa Revelación del
Nuevo y del Antiguo Testamento afirma de numerosas y variadas formas la herencia del pecado de
los ancestros: enseña que Adán, pecador y caído, engendró hijos a su imagen (9), es decir, a su
imagen mutilada, herida, pecadora. Job el justo designa el pecado de los ancestros como fuente, en
general, del estado pecador del hombre cuando dice: “¡Oh, si se pudiera sacar cosa limpia de lo
inmundo! Nadie puede. Ya que Tú has determinado los días del hombre” (10). Aunque nacido
de padres piadosos, el profeta David se lamenta: “Es que yo nací en la iniquidad y ya mi madre me
concibió en pecado” (11), mostrando así el estado pecador de la naturaleza humana en general, en
la transmisión por la vía de la concepción y del alumbramiento. En tanto que sucesores del Adán
caído, todos los hombres están sometidos al pecado y por eso la santa Revelación dice: “Pues no
hay hombre que no peque” (12); “Porque no hay sobre la tierra hombre justo que obre bien y no
peque nunca” (Eclesiastés 7:21) (13); “¿Quién podrá decir: ‘¿He purificado mi corazón, limpio
estoy de mi pecado?” (14). Aunque se buscara un hombre sin pecado, un hombre que no esté
contaminado por el pecado y sometido al pecado, la Revelación del Antiguo Testamento sostiene
que no hay tal hombre: “No hay uno que obre el bien, ni uno siquiera” (15); “Todo hombre es
mentira” (16), pues en este sentido, en cada sucesor de Adán, por su estado pecador, es el Diablo, el
padre del pecado y de la mentira, el que obra, el que miente sobre Dios y sobre la creación de Dios.
La revelación del Nuevo Testamento se funda en esta verdad de que todos los hombres son
pecadores, todos salvo el Señor Jesús Cristo. Puesto que provienen por la vía de la generación del
Adán pecador como de su único ancestro (17), “todos están bajo el pecado (υφ’ αμαρτίαν), ya que
todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (18), todos son hijos de la cólera por su
naturaleza pecadora (19). Por eso cualquiera que conoce y siente la verdad del Nuevo Testamento
con relación al estado pecador de todos los hombres sin excepción, no puede decir que ninguno esté
sin pecado: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad
no está en nosotros” (20). Como Dios-Hombre, sólo el Señor Jesús Cristo es el único sin pecado,
pues fue engendrado, no por medio de un alumbramiento natural, de una semilla pecadora, sino por
un alumbramiento sin semilla, por la santísima Virgen, del Espíritu Santo. Viviendo en un mundo
que gime por el mal (21), el Señor Jesús “no hizo pecado, y en cuya boca no hay engaño” (22), “y
que en Él no hay pecado (αμαρτία εν αυτώ ουκ εστίν)” (23). Sólo este hombre sin pecado entre
todos los hombres de todos los tiempos, el Salvador, pudo, osó y tuvo el derecho de preguntar
claramente y sin temor, a sus enemigos diabólicos y malvados que sin cesar le espiaban para
encontrarlo en el pecado: “¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado? (τις εξ υμών ελέγχει με
πέρι αμαρτίας)?” (24).

Cuando tuvo lugar su conversación con Nicodemo, el Salvador sin pecado le declaró que para entrar
en el reino del cielo, es necesario a todo hombre renacer por el agua y el Espíritu Santo, porque todo
hombre es engendrado con el pecado de los ancestros, pues “lo nacido de la carne, es carne ( το
γεγεννημένον εκ της σαρκός, σάρξ εστίν)” (25). La palabra ‘carne’ designa aquí la naturaleza
adánica pecadora con la que todo hombre viene al mundo, que impregna todo el ser del hombre, y
que se manifiesta en particular en sus disposiciones, en sus tendencias y en sus actos carnales (26).
A causa de este estado pecador, manifestado por los pecados personales de cada hombre, el
hombre “es esclavo del pecado ( δούλος της αμαρτίας)” (27). Puesto que Adán es el padre de todos
los hombres y puesto que ha engendrado también el estado general del pecado en cada hombre, así
también es el creador de la mortalidad y de la muerte. Los esclavos del pecado son también esclavos
de la muerte: heredando de Adán el estado de pecado, así también han heredado la mortalidad. El
apóstol teóforo lo escribió así: “Por tanto, como por un solo ( δι‘ ενός) hombre (es decir, por
Adán) el pecado entró en el mundo ( η αμαρτία εις τον κόσμον εισήλθε), y por el pecado la
muerte ( και δια της αμαρτίας ο θάνατος) también así la muerte pasó a todos los hombres, por
cuanto todos pecaron ( εφ‘ ω πάντες ήμαρτον)” (28)…Esto quiere decir que Adán es el ancestro de
la humanidad, y que como tal, es el ancestro del estado pecador en general. Es de él y por él por
quien sobrevino a sus descendientes el pecado (η αμαρτία), nuestro estado natural de pecadores,
nuestra inclinación al pecado, obrando como un principio de pecado que vive en cada hombre (η
οικούσα αμαρτία), para producir la mortalidad y manifestarse a través de todos los pecados
personales de los hombres. Si nuestra generación por ancestros pecadores fuera la única fuente de
nuestro estado pecador y mortal, esto no sería conforme a la justicia divina que no podría admitir
que todos los hombres fueran pecadores y mortales solamente porque su ancestro fue pecador y se
hizo mortal, sin que hubieran consentido personalmente. Pero si aparecemos como los herederos de
Adán, es porque Dios, que es omnisciente, previó que la voluntad de cada uno fuera semejante a la
voluntad adánica, y que cada uno pecara como Adán. Es lo que quieren decir las palabras del apóstol
cristóforo ( εφ‘ ωπάντες ήμαρτον) “por cuanto todos pecaron”; y por eso, según las palabras del
bienaventurado (santo) Teodoreto, cada uno de nosotros está sometido a la sentencia de muerte, no
a causa del pecado del ancestro, sino a causa suya particular (ου γαρ δια την του προπάτορος
αμαρτίαν, αλλά δια την οικείαν έκαστος δέχεται του θανάτου τον όρον) (30). Y San Justino añade:
“La raza humana, caída desde Adán bajo el dominio de la muerte y bajo la astucia de la serpiente,
hacía al mal como responsable de cada uno (παρά την ίδιαν αιτίαν εκάστου αυτών πονηρευσαμένου)
(31). En consecuencia, la herencia de la muerte (comenzada con el pecado de Adán) se extiende a
todos los descendientes de Adán igualmente a causa de sus pecados personales que Dios, en su
omnisciencia, había previsto desde la eternidad.

Es la dependencia hereditaria y causal en general del estado pecador de su descendencia con relación
al pecado de Adán lo que subraya el apóstol, cuando traza el paralelo entre Adán y el Señor Jesús
Cristo. Así como el Señor Jesús es fuente de justicia, de justificación, de vida y de resurrección, así
mismo Adán es fuente de pecado, de condenación y de muerte. “De esta manera, como por un solo
delito ( δι‘ ενός παραπτώματος) vino juicio sobre todos los hombres para
condenación ( κατάκριμα), así también por una sola obra de justicia ( δι‘ ενός δικαιώματος) viene
la gracia a todos los hombres para justificación de vida. Porque como por la desobediencia de un
solo hombre ( δια της παρακοήςτου ενός ανθρώπου) los muchos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de un solo hombre ( δια της υπακοής του ενός) los muchos serán
constituidos justos” (32). Puesto que por un hombre vino la muerte ( δι‘ ανθρώπου), por un
hombre ( δι‘ ανθρώπου) viene también la resurrección de los muertos. Porque como en Adán
todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (33).

El estado pecador de la raza humana, que viene de Adán, se manifiesta en todos los hombres sin
excepción como un principio vivo de pecado, como una fuerza viva de pecado, como una categoría
de pecado, como una ley de pecado, que vive y obra en el hombre y por él (34). Pero el hombre
participa en el pecado también por su libre voluntad, y este estado pecador crece y se multiplica por
sus pecados personales. La ley del pecado que se oculta en la naturaleza del hombre lucha contra la
ley de la razón y hace del hombre su esclavo, y el hombre … “no hago lo que quiero, sino lo que
aborrezco, eso hago… Ya que no soy, pues, yo quien lo hago, sino el pecado que habita en mí ( η
οικούσα αμαρτία)” (35). En la naturaleza humana permanece el hedor y el sentimiento del pecado,
dice San Juan Damasceno, es decir, la concupiscencia y la voluptuosidad sexual que se llaman “ley
del pecado”; sin embargo, la “conciencia” constituye la ley del intelecto humano (36). La ley del
pecado lucha contra la ley del intelecto, pero no tiene la capacidad de aniquilar todo el bien en el
hombre, ni de hacerlo incapaz de vivir en el bien y por el bien. Por la esencia “a imagen de Dios” de
su alma, el hombre se esfuerza por obedecer la ley de su intelecto, es decir, a la conciencia, y según
el hombre interior y piadoso, siente gozo estando en la Ley de Dios (37). Cuando, por una explosión
bendita de la fuerza de la fe, hace del Señor Jesús Cristo la vida de su vida, puede servir gozosamente
y fácilmente a la Ley de Dios (38). Incluso los ateos que viven fuera de la santa revelación,
subordinados a la ley del pecado, tienen en ellos la voluntad del bien como prioridad inalienable e
inviolable de su naturaleza; pueden, pues, por su alma “a imagen de Dios”, conocer al Dios vivo y
verdadero y hacer lo que es conforme a la Ley de Dios que está inscrita en sus corazones (39).

3. La enseñanza divinamente revelada de la Santa Escritura sobre la realidad y la herencia general del
pecado de los ancestros fue elaborada, esclarecida y expuesta por la Iglesia en la santa Tradición.
Desde los tiempos apostólicos se encuentra la costumbre sacramental de la Iglesia de bautizar a los
niños pequeños para la remisión de los pecados (εις άφεσιν αμαρτιών); lo testifican las decisiones
conciliares de los santos padres. En esta ocasión, Orígenes escribía: “Si los niños son bautizados para
la remisión de los pecados (pro remissione peccatorum), se tiene el derecho de preguntar de qué
pecados: ¿cuándo pecaron? ¿Por qué motivo el baño del bautismo les es necesario, sino por esta
razón de que aquél que ha nacido no estaría más que un solo día en la tierra y no puede estar puro de
mancha? Los niños son, pues, bautizados porque por el misterio del bautismo son purificados de la
mancha del nacimiento (40). Sobre el tema del bautismo para el perdón de los pecados, los padres
del Concilio de Cartago (418 d. C.) dicen en su canon 110: “Cualquiera que rechace la necesidad del
bautismo de los niños pequeños recién nacidos, o pretenda que, aunque sean bautizados para la
remisión de los pecados (εις άφεσιν αμαρτιών), no tienen en ellos nada que proceda del pecado de
nuestro ancestro Adán que deba ser purificado por el baño de la regeneración, (de donde se deriva
que el tipo del bautismo para la remisión de los pecados [εις άφεσιν αμαρτιών] no debería ser
considerado como verdadero sino ilusorio), que sea anatema; pues la palabra del apóstol: “Por tanto,
como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, también así la
muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12), no debe ser
comprendida más que como la ha entendido la Iglesia católica (η καθολική εκκλησία) que en todo
lugar está extendida. Según esta regla de fe, incluso los niños que no pueden aún cometer por sí
mismos ningún pecado son verdaderamente bautizados para la remisión de los pecados, a fin de que
el nuevo nacimiento purifique en ellos lo que han recibido del antiguo nacimiento”. En su
controversia con Pelagio, que rechazaba la realidad y herencia del pecado de los ancestros, la Iglesia,
con más de doce concilios, ha condenado esta enseñanza pelagiana, mostrando así que la verdad de
la santa revelación sobre la herencia de la falta de los ancestros está profundamente enraizada en su
conciencia y en su santa confesión, católica y universal.

En los padres y maestros de nuestra Iglesia que se ocuparon de la cuestión del estado universal del
pecado del hombre, encontramos una enseñanza clara y decisiva sobre el pecado hereditario, que
estos padres hacen remontar al pecado de Adán, nuestro ancestro. “Todos somos pecadores en el
primer hombre”, escribe así San Ambrosio, “y por la herencia de la naturaleza, la herencia del pecado
se esparció también en todos a partir de uno solo” (41). “Es imposible”, dice San Gregorio de Nisa,
“enumerar la multitud de aquellos en los que se ha extendido el mal por la vía de la herencia; el
funesto tesoro del vicio, compartido con cada uno de nosotros, ha sido incrementado por cada uno,
y el mal fecundo ha pasado así por una cadena ininterrumpida de generaciones, extendiéndose a la
multitud de hombres hasta el infinito; sin embargo, llegó incluso hasta el límite extremo, pero no ha
dominado a toda la naturaleza humana, como lo dijo claramente el profeta hablando de todos en
general: “Pero se han extraviado todos juntos y se han depravado” (Salmos 13:3); no hay nadie en
la existencia que no haya sido el órgano del mal” (42). Como todos los hombres son los herederos
de la naturaleza pecadora de Adán, todos son concebidos y engendrados en el pecado, pues según la
ley de la naturaleza, el que es engendrado es como el que engendra; del que es alcanzado por las
pasiones nace el apasionado, y del pecador, el pecador (43). Contaminada por el pecado de los
ancestros, el alma humana se ha dado cada vez más al mal, ha multiplicado el pecado, imaginado el
vicio, se ha creado falsos dioses; sin conocer la saciedad en sus malas acciones, los hombres han ido
siempre más lejos y siempre más arriba en el vicio, han esparcido el hedor de sus pecados, revelando
que permanecían insaciables en el pecado (ακόρεστοι πέρι το αμαρτάνειν γεγόνασι)(44). Por el
extravío de un solo Adán, toda la raza humana se ha extraviado (omne hominum genus aberravit).
Adán ha comunicado a todos los hombres su condenación a muerte; todos están bajo la ley del
pecado, todos son sus esclavos espirituales; el pecado es el padre de nuestro cuerpo; la infidelidad es
la madre de nuestra alma (45). Desde el momento de la transgresión del mandato de Dios, el maligno
y sus ángeles se establecieron en el corazón, en el espíritu y en el cuerpo del hombre como en su
propio trono (46). Por haber transgredido el mandato de Dios en el paraíso, Adán cometió el pecado
ancestral y transmitió su pecado (την αμαρτίαν παρέπεμψεν) a todos (47). Por la transgresión de
Adán, el pecado ha alcanzado a todos los hombres (εις πάντας ανθρώπους έφθασεν η αμαρτία) (48);
instalados por el pensamiento en el pecado, los hombres se han hecho mortales, y sobre ellos ha
venido a reinar la depravación y la corrupción (φθορά) (49). Todos los descendientes de Adán han
adquirido el pecado original por vía de sucesión (κατά διαδοχήν) de la generación de Adán según el
cuerpo (50). Es como una cierta mancha oculta (τις κρυπτός ρύπος), una gran oscuridad de la pasión,
que por la transgresión de Adán ha pasado a toda la humanidad (πάση τη ανθρωπότητη); han
recubierto y oscurecido el cuerpo y el alma (51). Desde que los hombres siguieron el pecado de
Adán, circula en su corazón “la ola turbadora del pecado” (52). La oscuridad se ha extendido desde
la transgresión de Adán a toda la naturaleza humana (πάση φύσει ανθρώπου) y por eso los hombres,
recubiertos por esta oscuridad, pasan su vida en la noche, en lugares horribles (53). Por su caída,
Adán recibió en su alma un horrible hedor (την πολλήν δισωδίαν); se llenó de negrura y oscuridad.
Lo que hirió a Adán nos hiere también a los que hemos surgido de la semilla de Adán. Todos somos
los hijos de este ancestro entenebrecido, participamos todos del mismo hedor (πάντες της αυτής
δυσωδίας μετέχομεν) (54). Así como tras haber transgredido el mandato de Dios, Adán recibió en sí
el fermento (ζύμην) de las malas pasiones, así toda la raza humana, que toma su origen de Adán por
participación (κατά μετοχήν), participa en este fermento; y por su multiplicación progresiva, las
pasiones del pecado de han acrecentado de tal forma en los hombres que toda la humanidad está en
fermentación (55). De una forma general, la herencia del pecado de los ancestros (que se manifiesta
por un estado general de pecado en los hombres) no es una imaginación humana, pues constituye
una verdad dogmática divinamente revelada en la fe cristiana. “No soy yo”, escribe el bienaventurado
(santo) Agustín contra los pelagianos, “quien ha inventado el pecado de los ancestros, en el cual cree
la Iglesia universal desde los orígenes, eres tú, el nuevo hereje, quien rechazas este dogma” (56). Los
niños bautizados, en cuyo nombre el padrino rechaza al maligno, testifican que estos niños se
encuentran bajo el pecado de los ancestros, pues son engendrados con la naturaleza pecadora en la
que obra el maligno (57). Pero las pasiones de los niños no provienen de sus pecados personales;
representan el castigo que el justo juez pronunció contra la naturaleza humana caída en Adán (58).
En Adán, la naturaleza humana fue corrompida por el pecado, sometida a la muerte y justamente
condenada; por eso, todos los hombres provienen de Adán en el mismo estado (59). La corrupción
por el pecado que proviene de Adán, pasa a todos sus descendientes por la concepción y el
alumbramiento, y por eso están sometidos a un vicio de origen (originis vitio), pero que no aniquila
en los hombres su libertad de querer y de hacer el bien, ni su capacidad de conocer de nuevo un
nacimiento bendito (60). No solamente los hombres se encontraban en Adán cuando estaba en el
paraíso, sino que se encontraban también con él y en él (cum ipso et in ipso) cuando fue excluido del
paraíso a causa del pecado; es por esta razón ellos soportan todos las consecuencias del pecado de
Adán (61).
El hecho mismo de la transmisión del pecado del ancestro a sus descendientes aparece, en sustancia,
como un impenetrable misterio. “No hay nada más conocido (notius) que la enseñanza de la Iglesia
sobre el pecado de los ancestros”, dice el bienaventurado (santo) Agustín, “pero ya nada es secreto
(secretius) para la comprensión” (62). Una sola cosa es indudable según la enseñanza de la Iglesia:
la transmisión hereditaria del estado pecador de Adán a todos los hombres, por la vía de la
concepción y del engendramiento. Sobre esta cuestión, la decisión más importante es la del concilio
de Cartago del año 252, en el que participaron 66 obispos bajo la presidencia de San Cipriano. Sobre
la cuestión de la relación del bautismo de los niños al octavo día (a ejemplo de la circuncisión de los
niños al octavo día en la Iglesia del Antiguo Testamento), decidiendo que es necesario bautizarlos
antes, el concilio expresó su decisión en estos términos: “Ya que incluso en los más grandes
pecadores (que han pecado mucho contra Dios) la remisión de sus pecados es concedida cuando
confiesan la fe, y que ni el perdón ni la gracia le son rechazados a nadie, tanto más no es necesario
rechazarlos a un niño que, desde su nacimiento no ha pecado en nada (nihil peccavit) sino que,
descendiendo corporalmente de Adán, ha recibido el contagio de la muerte antigua (contagium
mortis antiquae) por su sólo nacimiento, y que puede con mayor facilidad recibir la remisión de los
pecados que se le remiten, no los suyos propios, sino los de otro (non propia sed aliena pecatta) (63).

4. Por la transmisión del estado pecador de los ancestros a todos los descendientes adánicos por el
engendramiento, se transmiten igualmente en ellos todas las consecuencias que sufrieron nuestros
ancestros tras la caída: la mutilación de la imagen de Dios, el oscurecimiento de la razón, la
corrupción de la voluntad, la mancha del corazón, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte (64). En
tanto que descendientes de Adán, todos los hombres han heredado su alma “a imagen de Dios”, pero
con una imagen divina mutilada y oscurecida por el pecado. Toda alma humana, en general, es
penetrada por el pecado de los ancestros. “El maligno, el príncipe de la sombra”, dice San Macario
el Grande, “ha hecho cautivo al hombre desde el comienzo, ha revestido su alma de pecado, todo su
ser, y lo ha manchado (όλην εμίανε); lo ha hecho enteramente cautivo, sin dejar ninguna parte exenta
de su dominio, ni el pensamiento, ni el intelecto, ni el cuerpo. Toda el alma ha sido alcanzada por la
pasión de la mancha y del pecado pues el maligno ha revestido toda el alma con su mal, es decir, con
el pecado” (65).

Constatando la agitación impotente de todo hombre en particular, y de todos los hombres, en general,
en el abismo del pecado, el ortodoxo ora con lágrimas: “Zozobrando en el abismo insondable de mis
pecados, invoco al abismo insondable de Tu misericordia; sácame, oh Dios, de la corrupción” (66).
Pero aunque la imagen de Dios en el hombre, que representa la integridad del alma, esté oscurecida
y mutilada, no esta así aniquilada en ellos, pues por su aniquilación sería exterminado lo que hace
que el hombre sea un hombre, es decir, que el hombre sería aniquilado como tal. La imagen de Dios
constituye además el valor supremo en el hombre (67); se revela su principal característica (68). El
Señor Jesús Cristo vino al mundo, no para crear de nuevo la imagen de Dios en el hombre caído,
sino para regenerarla, “a fin de restaurar su propia imagen, manchada por el pecado” (69). “Tú que
has remodelado nuestra naturaleza corrompida por el pecado” (70). Hasta en el pecado del hombre
se encuentra la imagen de Dios (εικών Θεού) (71): “Yo soy la imagen de tu gloria inefable incluso
si llevo las heridas de mis transgresiones” (72). El edificio neotestamentario de la salud extiende
verdaderamente todos los medios ante el hombre caído para que se transfigure por medio de las
benditas explosiones ascéticas, para que regenere en él la imagen de Dios (73) y se convierta en la
imagen de Cristo (74).
Por el oscurecimiento y la mutilación del alma humana en su conjunto, igualmente es la razón
humana la que ha sido mutilada en todos los descendientes de Adán. Este oscurecimiento de la razón
se manifiesta en su pereza, su falta de lucidez y su incapacidad para recibir, asimilar y comprender
las realidades espirituales; así es como tenemos pena en conjeturar lo que se encuentra en la tierra,
pero lo que está en los cielos, ¿quién lo ha descubierto? (75). Pecador, el hombre físico (ψυχικός
άνθρωπος) no acepta lo que viene del Espíritu de Dios, pues eso le parece una locura, no puede
comprenderlo (76). De ahí es de donde viene el no reconocimiento del verdadero Dios y de los
valores espirituales; de ahí vienen las ilusiones, los prejuicios, la incredulidad, las supersticiones, la
idolatría, el politeísmo, el ateísmo (77). No es necesario imaginar este oscurecimiento de la razón,
su entusiasmo por el pecado, su extravío en el pecado, como una aniquilación total de las capacidades
de la inteligencia humana para comprender las realidades espirituales: el apóstol enseña que el
espíritu humano, aunque esté en la oscuridad del pecado del ancestro, tiene la posibilidad de conocer
parcialmente a Dios y recibir su revelación (78).

Entre las consecuencias del pecado de los ancestros aparecen en los descendientes de Adán la
corrupción, el debilitamiento de la voluntad y su inclinación eterna al mal más que al bien. El amor
propio centrado en el pecado se convierte en la palanca principal de su actividad. Ha encadenado su
libertad en la imagen de Dios; ha hecho esclavos del pecado (79). Aunque la voluntad de los
descendientes de Adán esté centrada en el pecado, la inclinación al bien, no ha sido totalmente
aniquilada en ella: el hombre reconoce el bien, el deseo, pero su voluntad pecadora quiere tender
hacia el mal y obrar el mal: “Por cuanto el bien que quiero no lo hago; antes bien, el mal que no
quiero, eso practico” (80). Este impulso pecador hacia el mal es hecho por la costumbre, a lo largo
de la historia, como una ley de la actividad humana: “Hallo, pues, esta Ley: que queriendo yo hacer
el bien, el mal se me pone delante” (ότι εμοί το κακόν παράκειται) (82). A pesar de todo eso, el
alma a imagen de Dios de los descendientes pecadores de Adán, por el elemento de su voluntad que
desea a Dios, se lanza hacia el bien divino y toma su placer en la ley de Dios (83); quiere el bien y
se dirige a él desde su esclavitud en el pecado, pues la voluntad del bien y una cierta voluntad de
hacer el bien moran en el hombre esclavizado en las consecuencias del pecado de los ancestros y de
su pecado personal tan bien como, según las palabras del apóstol, los que “hacen por la razón
natural las cosas de la Ley (φύσει τα του νόμου ποιή) (84). En ningún caso, los hombres pueden ser
instrumentos ciegos del pecado, del mal y del maligno; en ellos vive siempre una voluntad libre que,
a pesar de su estado de pecado, obra libremente y puede querer el bien y hacerlo (85).

La impureza, la contaminación y la mancha del corazón son la parte común de todos los herederos
de Adán. Se manifiestan como una indiferencia a las realidades espirituales y como una sumisión al
deseo irracional y al lazo pasional. Adormecido por el amor al pecado, el corazón del hombre se
despierta difícilmente a la realidad eterna de las santas verdades de Dios: “El sueño del pecado
sobrecarga mi corazón” (86). Contaminado desde los orígenes por el pecado, el corazón humano es
el taller en el que se elaboran los malos pensamientos, los malos deseos, los malos sentimientos, las
malas obras. El Señor lo enseña: “Porque del corazón salen (εκ γαρ της καρδίας
εξέρχονται) pensamientos malos, homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios,
blasfemias” (87). El corazón es lo más profundo de todo, e incluso en el estado de pecado, conserva
la posibilidad de tomar su placer en la ley de Dios (89). En el estado de pecado, el corazón se asemeja
a un espejo manchado por el barro, que refleja la pureza y la belleza de Dios cuando se limpia el
barro del pecado; entonces es cuando se puede ver y mirar en él a Dios (90).

La muerte forma parte de la herencia de todos los descendientes de Adán, pues vienen de Adán, que
había sido contaminado por el pecado y que, así, era mortal. Así como de una fuente contaminada
fluye agua contaminada, así también es natural que una descendencia contaminada por el pecado y
la muerte provenga de un ancestro contaminado por el pecado y la muerte (91). Pero la muerte de
Adán, como la muerte de sus descendientes, es una doble muerte, corporal y espiritual. Hay muerte
corporal cuando el alma se separa de la gracia de Dios, que la vivificaba con una vida superior,
espiritual y con el deseo de Dios; según las palabras del santo profeta: “El alma que pecare, esa
morirá” (92). La muerte tiene sus precursores: la enfermedad y el sufrimiento. Debilitado por el
pecado hereditario y personal, el cuerpo es hecho corruptible, “y la muerte reina por la corrupción
(τη φθορά) sobre todos los hombres” (93). El cuerpo amigo del pecado se ha entregado al pecado
que se manifiesta por el predominio del cuerpo sobre el alma, y es a causa de esto que en el cuerpo
aparece a menudo una especie de carga para el alma, y un estorbo para su deseo de Dios. Un cuerpo
corruptible sobrecarga el alma, dice el sabio Salomón, y esta morada de arcilla sobrecarga el espíritu
con múltiples preocupaciones (94). Una fisura y una escisión funestas, una lucha y una enemistad
entre el alma y el cuerpo, aparecieron en los descendientes de Adán como herencia del pecado
adánico: “Porque la carne desea en contra del espíritu, y el espíritu en contra de la carne, siendo
cosas opuestas entre sí, a fin de que no hagáis cuanto querríais” (95).

Notas
1. Efesios 2:3
2. Romanos 5:14
3. Romanos 5:12
4. Romanos 5:19
5. Romanos 5:12, 14

6. Romanos 5:12, 14; Teodoreto, Sobre el salmo 50:7.


7. Sobre Romanos, ad vers.
8. Confesión de la fe ortodoxa, art. 1, pregunta 24.
9. Génesis 5:3
10. Job 14:4-5; cf. 15, 14; Isaías 63:6; Eclesiástico 17:30; Sabiduría 12:10; Eclesiástico 41:8.
11. Salmo 50:7
12. 3º Reyes 8:46; 2º Crónicas 6:36
13. Eclesiastés 7:21.
14. Proverbios 20:9; cf. Eclesiástico 7:5
15. Salmos 52:4; cf. Salmos 13:3; 129:3; 142:2; Job 9:2; 4:17; 25:4; Génesis 6:5; 8:21
16. Salmos 115:2
17. Hechos 17:26
18. Romanos 3:9, 23; cf. 7:14
19. Efesios 2:3
20. 1 Juan 1:8; cf. Juan 8:7, 9
21. 1 Juan 5:19
22. 1 Pedro 2:22; cf. 2 Corintios 2:5, 21
23. 1 Juan 3:5; cf. Isaías 53:9
24. Juan 8:46
25. Juan 3:6
26. cf. Romanos 7:5-6, 14-25; 8:1-16; Gálatas 3:3; 5:16-25; 1 Pedro 2:11; etc.
27. Juan 8:34; cf. Romanos 6:16; 2 Pedro 2:19
28. Romanos 5:12
29. Romanos 7:20
30. Interpretación de la carta a los Romanos 5:12.
31. Diálogo con Trifón 88.
32. Romanos 5:18-19
33. 1 Corintios 15:21-23
34. Romanos 7:14-23
35. Ibíd. De la fe IV, 22 (1200 B)
36. Romanos 7:22
37. Romanos 7:25
38. Romanos 7:18-19; 1:19-20; 2:14-15
39. Sobre Lucas, homilía 14; cf. San Irineo, Contra los herejes II, 22; San Ambrosio, Sobre Abraham II, 18;
bienaventurado Agustín, De los méritos de los pecadores y de la remisión I, 34; III, 7; I, 25
40. Apología del profeta David II, 12. En otra de sus obras, el mismo padre de la Iglesia escribe: Lapsas sum in Adam,
mortuus in Adam, de Paradiso ejectus in Adam; quomodo revocet, nisi me in Adan invnerit, ut in ille culpa obnoxium,
morti debitum, ita in Christo justificatum? (Por la muerte de su hermano Sátiro, II, 6)
41. Sobre la resurrección de Cristo.
42. San Atanasio el Grande, Sobre el salmo 50; San Gregorio de Nisa, Las bienaventuranzas, Homilía 6.
43. San Atanasio el Grande, Contra los gentiles 8-9 (PG 25, 16C-21A); De la encarnación del Verbo 3 (PG 25, 105B);
cf. San Gregorio el Teólogo, Discurso 38, 13; San Irineo, Contra los herejes V, 24, 3; San Juan Crisóstomo, Sobre
los Romanos, homilía 13, 1; San Macario el Grande, Homilía II, 5; San Juan Damasceno, De la fe III, 3.
44. San Hilario, Sobre Mateo 18, 6; Sobre el salmo 59, 4:1, 4; 126:13; 136:5; Sobre Mateo 10:23
45. San Macario el Grande, Homilía 6, 5.
46. San Basilio el Grande, Homilía para un tiempo de hambre y de sequía 7.
47. San Atanasio el Grande, Contra los arrianos, homilía I, 51 (PG 26, 117C).
48. San Atanasio el Grande, De la encarnación del Verbo 4 (PG 25, 104B).
49. San Dídimo, De la Trinidad II, 12; cf. San Atanasio el Grande, Contra Apolinario I, 8.
50. San Macario el Grande, De la paciencia y de la discreción 9.
51. San Gregorio el Teólogo, Poemas: Sobre él mismo; cf. Discurso 16, 15; Discurso 38, 4.
52. San Macario el Grande, Homilía 43, 7.
53. Id. Homilía 30, 8.
54. Id. Homilía 24, 2.
55. De las bodas y de la concupiscencia II, 12.
56. Bienaventurado Agustín, De los méritos de los pecadores y de la remisión I, 63, 64.
57. Id. Contra Juliano VI, 67; II, 9.
58. Id, La ciudad de Dios XIII, 14; cf. San Irineo, Contra los herejes III, 22, 4; V, 16, 3; San Justino, Diálogo con
Trifón 95; San Cirilo de Alejandría, Sobre el Salmo 50:12; Id, Sobre Romanos V, 18, 20; Teodoreto, Sobre el Salmo
50:7; 60:8; Resumen de las fábulas heréticas V, 11.
59. Tertuliano, Del alma 40 y 41; cf. Del testimonio del alma 3; San Macario el Grande, Homilía 46, 2, 3.
60. Orígenes, Sobre Romanos 5:9; 5:1
61. De los usos de la Iglesia católica I, 40.
62. San Cipriano, Carta 59 a Fidus.
63. Cf. San Juan Damasceno, De la fe II, 28 (961).
64. Homilía 2, 1; cf. Homilía 50, 5; Homilía 41, 1.
65. Octoicos, tono II, irmos VI del canon de maitines dominicales; cf. : “La sombra del pecado me cubre, no puedo
nunca contener mis vergonzosas obras y mi conciencia no cesa de torturarme. Oh pobre de mí, ¿dónde podré
ocultarme?” (Minea, 15 de Julio, Catisma poético de los maitines, Gloria… ahora y siempre…Theotoquio).
66. Génesis 9:6
67. Génesis 9:1-2.
68. Octoicos, tono II, sábado por la tarde, Lucernario, “Gloria…ahora y siempre…Theotoquio)
69. Oficio de la santa comunión, oración de San Basilio el Grande.
70. 1 Corintios 11:7.
71. Troparios del oficio de difuntos.
72. 2 Corintios 3:18.
73. Romanos 8:29; Colosenses 3:18
74. Santiago 9:16.
75. 1 Corintios 2:14.
76. Romanos 1:21-32; Salmos 13:1-3; 52:1-4; Cf. San Atanasio el Grande, Contra los gentiles 8-9; San Gregorio el
Teólogo, Poemas 19, 13, 14; Homilías 14:25; Homilías 22,13; Homilías 45, 8, 12; San Gregorio de Nisa,
Catequesis 6; San Juan Crisóstomo, Al pueblo de Antioquía, Homilía XI, 2; San Macario el Grande, Homilías 43,
7; San Juan Damasceno, De la fe III,1.
77. Romanos 1:19-20
78. Juan 8:34; Romanos 5:21; 6:12; 17:20
79. Romanos 7:19
80. Octoicos, tono I, para los maitines del domingo. Canon de intercesión a la Santa Theotokos, Oda IV.
81. Romanos 7:21.
82. Romanos 7:22.
83. Romanos 2:14.
84. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis II, 1, 3, 4.
85. Octoicos, tono II, maitines del martes. Canon a San Juan el Precursor, Oda VI. Theotoquio.
86. Mateo 15:19; cf. Marcos 7:21; Génesis 6:5; Proverbios 6:14.
87. Jeremías 17:9 (Septuaginta)
88. Romanos 7:22.
89. Cf. Mateo 5:8
90. Cf. Romanos 5:12; 1 Corintios 15:22.
91. Ezequiel 18:20; cf. 18:4.
92. San Atanasio el Grande, De la encarnación del Verbo 8 (PG 25, 109A).
93. Santiago 9:15.
94. Gálatas 5:17.

Traducido por P.A.B

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