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San Inocencio de Irkurtsk nació en 1797 - 1879

«Tomar su cruz»
San Inocencio de Alaska
Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva

San Inocencio de Irkurtsk nació en 1797 en Anginskoye, un pueblo


situado en la provincia de Irkutsk (Rusia). Contrajo matrimonio en
1817, recibiendo el orden diaconal ese mismo año y el presbiteral
al año siguiente. En 1823 se ofreció como misionero para Alaska,
donde desarrolló una impresionante labor que incluyó la
traducción a las lenguas nativas del Evangelio según san Mateo y
las principales oraciones litúrgicas. Al morir su esposa, en 1838,
decidió ingresar a la vida monástica, siéndole concedido poco
después el rango de archimandrita. En 1840 fue consagrado obispo
de Kamchatka y 27 años después, designado metropolita de
Moscú. Murió el 31 de Marzo de 1879.

Ofrecemos aquí un extracto de su obra Ukazaniie puti v Tsarstviie


Niebiesnoie (Indicación del camino al Reino de los Cielos),
compuesta en 1830 en idioma aleuta. La obra pronto cobró gran
popularidad, siendo impresa, por recomendación del Santo Sínodo
de la Iglesia Rusa, en eslavo y ruso, conociendo 47 reediciones. El
fragmento escogido es una profunda meditación sobre las palabras
del Señor: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
TOME SU CRUZ y sígame (Mt. 16, 24).

El traductor

Bajo el nombre “cruz” se comprende los sufrimientos, las amarguras y


los disgustos. Hay cruces exteriores y cruces interiores. Tomar su cruz
significa aceptar y soportar todo sin murmurar, sea lo que sea que nos
suceda en nuestra vida de desagradable, de doloroso, de triste, de difícil y
de penoso. Es por eso que si alguien te ofende, se burla de ti, te hace
problemas, te causa
aflicción, te hiere; si has
hecho el bien por alguien y
en lugar de agradecerte, se
lanza contra ti; si quieres
hacer el bien y no lo logras;
si eres víctima de alguna
desgracia (tu propia
enfermedad o o la de tu
esposa o tus hijos); si, a
pesar de toda tu actividad y
tus labores incesantes,
estás en necesidad y
conoces las privaciones o
incluso la pobreza y estás
agobiado; si aguantas
algunos sinsabores,
soporta todo eso sin
reaccionar, sin murmurar,
sin hacer comentario y sin quejarte. No te consideres como ofendido y no
esperes recompensa terrenal. Soporta todo con amor, con alegría y con
firmeza.

Tomar su cruz no significa solamente llevar les cruces enviadas por


otros o por la Providencia, sino tomar y llevar las propias cruces o, aún
más, tomarlas sobre si y llevarlas. El cristiano debe hacer diversas
promesas dolorosas para su corazón. Tales promesas deben estar
ajustadas a la palabra del Señor y a su voluntad, y no al conocimiento del
cristiano. Debe hacerlas y cumplirlas. Puede tratarse de obras útiles a los
otros: servir a los enfermos, ayudar activamente a aquellos que tienen
necesidad, buscar las ocasiones para colaborar con paciencia y dulzura en
la salvación de los hombres, por la acción, con palabras, por concejos y
oraciones, etc.

Cuando llevas tu cruz, conforme a la palabra y la intención del Señor,


y en ti nace, al mismo tiempo, el orgulloso pensamiento de que no eres un
hombre como los otros, sino un hombre firme, piadoso y mejor que tus
hermanos y vecinos, haz todo lo posible por arrancar tal pensamiento, ya
que puede destruir todas tus virtudes.

Se ha dicho más arriba que las cruces son exteriores e interiores:


ahora bien, hasta ahora, no hemos hablado más que de las cruces
exteriores. Bienaventurado aquel que sabe llevarlas con inteligencia,
porque el Señor no permitirá que perezca, sino le enviará el Espíritu Santo
que lo fortalecerá, lo instruirá y lo conducirá más adelante. Sin embargo,
para llegar a ser santo y ser semejante a Jesucristo, las cruces exteriores
no son suficientes, ya que, sin las cruces interiores, ellas no son más útiles
que la oración exterior sin la oración interior. En realidad, no solo los
discípulos de Jesucristo llevan las cruces y los sufrimientos exteriores: es
el destino de todos los hombres; no existe, en efecto, un solo hombre en el
mundo que no sufra o no soporte una cosa o la otra. Es por esta razón que
aquel que desea ser un verdadero discípulo de Cristo y quiere seguirlo
debe llevar también las cruces interiores.

Se puede siempre encontrar cruces interiores; y se puede


encontrarlas más rápidamente que las cruces exteriores. Basta para ello
fijarse en sí mismo y examinar el alma con un sentimiento de penitencia.
Enseguida, miles de cruces interiores se presentan ante nosotros. Puedes,
por ejemplo, reflexionar en la manera de la que has venido al mundo, en la
razón por la cual existes en este mundo, y preguntarte si tú vives allí como
deberías. Está atento a ello y verás al primer vistazo que, siendo criatura y
obra de las manos de Dios Todopoderoso, no existes en el mundo más que
para glorificar su Nombre, grande y santo, en todas tus acciones, con toda
tu vida y con todo tu ser. Ahora bien, no solamente no lo glorificas, sino
encima lo ofendes y lo deshonras por tu vida pecadora. Acuérdate a
continuación de lo que te espera del otro lado de tu tumba y cual será tu
sitio durante el Juicio temible de Cristo: ¿estarás colocado a la derecha de
Cristo o a su izquierda? Si piensas en estas cosas, involuntariamente
llegarás a perturbarte y perder la tranquilidad. Ese será el comienzo de las
cruces interiores. Si no alejas de ti tales pensamientos y no buscas
distraerte en placeres mundanos y vanas diversiones; si cuidas de ti mismo
muy atentamente, entonces encontrarás más cruces. El infierno, por
ejemplo, del que hasta ahora no tenías quizás ni siquiera el pensamiento,
siéndote de otro modo indiferente, se presentará entonces ante ti en todo
su horror. El paraíso que el Señor te ha preparado, y en el cual hasta ahora
no pensabas mas que de vez en cuando, te aparecerá tal como es: será
para ti un sitio de gozos puros y eternos, del que te privas a ti mismo, a
causa de tu negligencia y tu locura.

Si, a pesar de la aflicción y los sufrimientos interiores experimentados


a causa de tales pensamientos, decides firmemente soportarlos; si no te
pones a buscar un consuelo en algo mundano, y rezas con fervor al Señor
por tu salvación; si te abandonas enteramente a la voluntad de Dios, el
Señor comenzará entonces a mostrarte el estado en el cual está en
realidad tu alma, a fin de instalar y mantener el temor de Dios, y una
aflicción y pesar sin cesar creciente que te purificarán cada vez más.

Sin la misericordia y la ayuda del Señor, no podemos ver el estado de


nuestra alma en toda su desnudez, no podemos sentir en qué peligro se
encuentra, ya que el interior de nuestra alma nos es ocultado por nuestro
egoísmo, por nuestro conocimiento, por nuestras pasiones, por nuestras
preocupaciones domésticas, por las ilusiones del mundo, etc. Si nos parece
a veces que vemos el estado de nuestra alma, no vemos en realidad mas
que el exterior. No podemos ver más que lo que nuestra propia razón y
nuestra propia conciencia pueden mostrarnos.

El enemigo de nuestras almas, el diablo, sabiendo cuán saludable


nos es examinar y ver el estado de nuestra alma, emplea todas sus malicias
y ardides para impedirnos verlo, a fin de que no nos convirtamos y no
comencemos a buscar la salvación. Mas, cuando ve que su malicia es
impotente y que el hombre, con la ayuda y los dones de Dios, comienza a
verse a si mismo, entonces emplea otro método aún más astuto: se
esfuerza por mostrar al hombre, bruscamente, el estado de su alma y no
más que el lado miserable, para asustar al hombre y arrastrarlo a la
desesperación. Si el Señor permitiera al diablo usar sistemáticamente de
este último método, pocos entre nosotros resistirían, ya que el estado del
alma del pecador y, particularmente, del pecador que no se ha arrepentido,
es terrible. Esto no es adecuado más que para el alma de los pecadores,
puesto que los santos y los justos, quienes tenían una conducta recta, no
encontraban suficientes lágrimas para lamentarse de su alma.

Cuando el Señor se digne revelarte el estado de tu alma, comenzarás


a ver claramente y a sentir netamente que, a pesar de todas tus virtudes,
tu corazón está corrompido y pervertido, que tu alma está manchada y que
el pecado y las pasiones, de las que eres esclavo, te dominan totalmente
y no te permiten acercarte a Dios. Comenzarás igualmente a ver que no
hay nada verdaderamente bueno en ti y que, si tienes algunas buenas
acciones, están mezcladas con el pecado. Ellas no son el fruto de un amor
verdadero, sino las hijas de diversas pasiones y circunstancias. Sufrirás
entonces inevitablemente. El temor, la aflicción y la amargura se adueñarán
de ti. El temor, porque estás expuesto al peligro de perecer, la aflicción y la
amargura, porque mucho tiempo has desviado con obstinación tu oido de
la dulce voz del Señor que te llama al Reino de los cielos y porque lo has
irritado largamente y sin vergüenza por tus transgresiones. A medida que
el Señor te revele el estado de tu alma, tus sufrimientos interiores
aumentarán. He aquí lo que se denomina “cruces interiores”.

Visto que los hombres no tienen todos las mismas virtudes ni los
mismos pecados, las cruces interiores no son las mismas para todos. Para
unos, son más pesadas, para otros, menos; para unos, más persistentes,
para otros, menos; para unos, sobrevienen de una manera, para otros, de
otra. Todo depende del estado del alma de cada uno, del mismo modo que
la duración y el método de tratamiento de una enfermedad dependen del
estado del enfermo. No es culpa del médico si debe utilizar medios
potentes y que exigen tiempo para curar una enfermedad grave y antigua;
el enfermo quizás ha agravado y reforzado él mismo su enfermedad. Aquel
que quiere estar en buen estado de salud está de acuerdo en soportar todo.
Las cruces interiores son para algunos tan pesadas que, a veces, no
encuentran consuelo en nada.

Todo esto puede sucederte a ti también, mas, sean cuales sean los
sufrimientos que tu alma experimenta, no desesperes ni pienses que el
Señor te ha abandonado. ¡No! Él está siempre contigo y te fortalece
invisiblemente, incluso cuando te parece que te encuentras al borde de la
ruina. ¡No! Él no permite que seas probado más de lo que es útil para ti. No
desesperes y no temas, sino aguanta y reza con sumisión y abandono total
a la voluntad divina.

Dios es
nuestro Padre. Es
un Padre lleno de
amor por sus hijos.
Si permite que el
hombre que se
abandona a Él
caiga en las
tentaciones, es
únicamente para
mostrarle de una
manera más
comprehensible y
clara su
impotencia, su
debilidad y su
nulidad, y para
enseñarle a nunca
confiarse en si
mismo. Nadie
puede hacer algo
bien sin Dios. Si el
Señor permite que el hombre sea introducido en el sufrimiento, si Él pone
la cruz sobre su espalda, es únicamente para curar, por este medio, su
alma, para volverlo semejante a Jesucristo y purificar perfectamente su
corazón, en el cual desea habitar Él mismo con su Hijo y su Santo Espíritu.

Cuando estás en medio de la aflicción, haz como si no te fuera


pesada. No busques consuelo junto a los hombres, si el Señor no te envía
a su elegido. Las personas que no tienen experiencia en las obras
espirituales son ya malos consoladores en las penas usuales; mas son
consoladores aún más lamentables en las penas y aflicciones según el
Señor, porque no tienen conocimiento sobre ello; pueden más fácilmente
perjudicarte que consolarte o aliviar tus sufrimientos. El Señor es tu Señor,
tu Ayuda, tu Consolador y tu Maestro, no recurras más que a Él y no
busques socorro y consuelo más que en Él solo.

Bienaventurado, cien veces bienaventurado, el hombre al cual el


Señor concede llevar las cruces interiores, ya que son un verdadero
remedio del alma y un medio fiel y seguro para volverlo semejante a Cristo.
Por consiguiente, son una señal particular y manifiesta de la misericordia
del Señor y un signo visible de su solicitud por la salvación del hombre.
Dicho hombre es bienaventurado igualmente porque se encuentra en una
situación que no podemos alcanzar sin la colaboración del favor divino y
que no podemos considerar como útil a nuestra salvación sin tal
colaboración.

Si soportas tus sufrimientos, sometiéndote a la voluntad del Señor y


abandonándote en ella, si no buscas otro consuelo mas que en el Señor,
en su bondad, Él no te abandonará y no te dejará sin consuelo. Su favor
tocará tu corazón y Él te comunicará los dones del Espíritu Santo. Cuando
estés en la aflicción, incluso a veces a partir de que comiences a ser
afligido, sentirás en tu corazón una dulzura indecible, una tranquilidad
sorprendente y un gozo tales como aún jamás has experimentado. Sentirás
igualmente en ti la fuerza y la posibilidad de rezar a Dios verdaderamente,
y de créer en Él con una fe auténtica. Tu corazón arderá de un amor sin
mancha hacia Dios y hacia el prójimo. Todo esto es un don del Espíritu
Santo.

Si el Señor te hace digno de semejante don, no lo consideres en


absoluto como una recompensa a tus labores y tus penas, y no pienses
que has alcanzado la perfección o la santidad. Semejantes pensamientos
son sugestiones del orgullo. El orgullo ha penetrado tanto tu alma, está tan
firmemente enraizado que puede aparecer incluso en un hombre que
tuviera el don de realizar milagros.

Semejantes consuelos y semejantes contactos con el Espíritu Santo


no son una recompensa. Son solamente una manifestación de la
misericordia del Señor que te da a probar los bienes que tiene preparados
a aquellos que lo aman, con dos objetivos: habiéndolos probado, los
buscarás con un celo más grande y un fervor más vivo; por otra parte, eso
te fortalecerá y te preparará para soportar nuevas aflicciones y nuevos
sufrimientos. Este amor que conocerás no es todavía el estado perfecto
que los santos alcanzan en la tierra, no es mas que un indicio.

Extracto de L’indication du chemin qui conduit au Royaume des Cieux. Éditions du Désert, 2002.

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