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La violencia simbólica y la teoría de la práctica

Ficha de cátedra basada en el texto COT, Jean Pierre y MOUNIER, Jean


Pierre. 1978. Sociología Política. Ed. Blume: Barcelona. Pág. 293-301.

Bourdieu y Passeron, en su obra La reproducción, elaboran a partir de


un estudio sobre la escuela, una teoría de la violencia simbólica que nos
parece muy útil para el estudio de la socialización, especialmente la política.
Reducir la función ideológica de la escuela a una función de
adoctrinamiento, según las épocas y los países, ya sea político o religioso, nos
parece muy ingenuo. Sin embargo, los estudiosos del sistema de enseñanza se
reducen muy a menudo a ese nivel de intervención. Existen muchos estudios
sobre los manuales escolares que constituyen un ejemplo de ello. Por el
contrario, puede constatarse históricamente el fracaso de los intentos por
conseguir de la universidad un adoctrinamiento político.
Una de las características esenciales de la relación pedagógica es que
“neutraliza” el contenido de lo que es enseñado. La cuestión de la socialización
política a través de la escuela no debe plantearse a partir del problema del
adoctrinamiento, sino a partir de la reproducción social.
La escuela cumple más que una función de adoctrinamiento, una función
ideológica de legitimación del orden establecido, una función de
“mantenimiento del orden”, o si se quiere, una función de conservación de la
estructura de las relaciones entre las clases.
Para comprender la forma como se lleva a cabo esta función, hay que
tener conciencia de la autonomía relativa del sistema de enseñanza. Esta
autonomía relativa está autorizada por la creación de un cuerpo de
profesionales especializados que pretenden tener el monopolio de la función de
enseñanza, y que la llevan a cabo tanto en la teoría como en la práctica. A
partir de la constitución de los intereses relativamente autónomos de este
cuerpo de especialistas, se estructura un sistema de enseñanza también
relativamente autónomo. Bourdieu y Passeron señalan, a este propósito, el
papel específico de la pequeña burguesía “predispuesta por su doble oposición
a las clases populares y a las clases dominantes, a garantizar el mantenimiento
del orden moral, cultural y político y a servir a los detentadores de ese orden; la
pequeña burguesía está condenada por la división del trabajo a ocupar con
celo los puestos de cuadros subalternos y medios de las burocracias:
encargados de mantener el orden, inculcando este orden o llamando al orden a
los que no lo han interiorizado”.
Dada su autonomía relativa, al sistema de enseñanza le basta con
obedecer a sus reglas propias para servir de hecho a los intereses de las
clases dominantes al mismo tiempo que los enmascara y los refuerza al
acreditar la idea de su autonomía absoluta. De esta forma cumple su función
ideológica de legitimación. La escuela hace creer, a través de su pretendida
autonomía absoluta, que solo sanciona las actitudes individuales cuando en
realidad reproduce y refuerza sobre todo las desigualdades sociales. De esta
manera, la escuela convence a las clases que excluye de la legitimidad de su
exclusión. La escuela no tiene únicamente, como función la garantía de la
sucesión discreta de los derechos de la burguesía que no sabría perpetuarse
de una forma directa y declarada. Instrumento privilegiado de la burguesía,

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consigue por ello con más facilidad convencer a los desheredados de que su
destino escolar y social es debido a su falta de dones y de méritos, dado que
en materia de cultura, la desposesión absoluta excluye la conciencia de la
desposesión.
El sistema de enseñanza no contribuye solamente al mantenimiento de
los individuos “en su lugar”, y no participa únicamente de la legitimación de esta
situación, sino que refuerza en los que la frecuentan las disposiciones para
reaccionar “correctamente” frente a este estado de cosas. Como decíamos al
empezar, la escuela no asume su función de inculcación ideológica a través de
la propaganda; lo que la escuela inculca no son “opiniones” sino actitudes y
disposiciones para actuar y reaccionar, esquemas inconscientes a partir de los
cuales se organizan el pensamiento y la acción, sea cual sea la situación que
se presente. Por analogía con el terreno lingüístico, Bourdieu y Passeron
consideran que lo que se enseña no es una lengua sino una gramática
generadora de actitudes. De la misma forma como a partir de una misma
gramática se pueden construir frases diferentes, un mismo conjunto de
esquemas inconscientes puede dar lugar a opiniones, por ejemplo,
políticamente diferentes e incluso opuestas. Es muy probable, sin embargo,
que en este caso bajo la divergencia de opiniones puede reconocerse la
homología de las prácticas.
A partir de la sociología del sistema de enseñanza que han elaborado a
través de varias obras y de numerosos artículos, Bourdieu y Passeron elaboran
una teoría de la violencia simbólica, para el estudio de las instancias de
socialización.
Definiremos la socialización como la formación en los individuos de un
“habitus” a través de un trabajo pedagógico.
El habitus se considera como un conjunto duradero y transportable de
esquemas comunes de pensamiento, de percepción, de apreciación y de
acción. El trabajo pedagógico consiste en transformar en forma duradera y
sistemática a los individuos, inculcándoles esos habitus.
Los esquemas comunes interiorizados por todo un grupo de individuos,
este habitus de clase, constituyen un absoluto cultural, es decir, que no se
desprenden de un principio universal físico, biológico o espiritual. Por tanto, no
es la “naturaleza de las cosas” o la “naturaleza humana” lo que hace que la
cultura de un grupo sea lo que es. Esta varía de grupo en grupo, en función de
cada sociedad considerada.
En las sociedades en las que existen clases sociales, el absoluto cultural
dominante se impone sin que sea percibido por aquellos que lo inculcan, como
el resultado de una relación de fuerza, sino como la cultura legítima. Bourdieu y
Passeron proponen la denominación poder de violencia simbólica a todo poder
que consigue imponer como legítimas unas significaciones disimulando las
relaciones de fuerza que son la base de su fuerza. El poder de violencia
simbólica refuerza así, de forma considerable, la dominación de una clase en el
marco de la relación de fuerza por el solo hecho de que disimula esta relación
de fuerza.
En cierto sentido, nos encontramos en este caso con la definición
weberiana de político que hemos adoptado; el trabajo pedagógico, al ejercer
una violencia simbólica, hace que la socialización sea un sustituto
especialmente eficaz de la coerción física. De esta forma, el trabajo pedagógico
al garantizar la perpetuación de los efectos de la violencia simbólica, tiende a

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reproducir una disposición permanente a dar en cualquier situación (por
ejemplo, en materia de fecundidad, de opciones económicas, o de compromiso
político) la respuesta adecuada (es decir, la respuesta prevista por el absoluto
cultural y solamente esta).
La coerción física (por ejemplo el encarcelamiento) sanciona un fracaso
en la interiorización de un absoluto cultural. Incluso en este caso el trabajo
pedagógico permite que el grupo encuentre la medida legítima. Puede, pues,
decirse que la socialización política, considerada como el conjunto del proceso
de socialización, permite además la legitimación del recurso eventual a la
coerción física.
La violencia simbólica constituye, pues, un “instrumento teórico”
especialmente útil en el estudio de los fenómenos de socialización y el
concepto de habitus, del que ya hemos hablado, se sitúa en el centro de una
verdadera teoría de las prácticas que hace inteligible la interiorización de las
estructuras sociales para cada individuo.
La forma en que cada individuo reacciona frente a una situación especial
no puede explicarse, a pesar de que esto produzca mucha tristeza en algunos
humanistas, por el libre juego de su libre arbitrio. Pero contrariamente a lo que
podría pensar un sociologismo mecanicista, los agentes sociales tampoco
actúan en función de determinismos que actúan en el exterior. No hay que
confundir las leyes sociales, que son regularidades estadísticas, con el principio
de las prácticas individuales. Si bien es cierto que puede observarse una fuerte
correlación entre las posibilidades de acceso a la enseñanza a la educación
superior y las aspiraciones subjetivas, esto no sucede evidentemente porque
los agentes adaptan sus prácticas a una evaluación exacta de sus
posibilidades de éxito.
Las estructuras, que constituyen un tipo particular de entorno, por
ejemplo, las condiciones materiales de existencia características de una
condición de clase, producen habitus, es decir, como ya hemos apuntado,
sistemas de disposiciones que se sitúan en el origen de las prácticas. De esta
forma cada individuo actúa en forma reglamentada a nivel objetivo sin
obedecer de forma consciente a una reglas.
Según Pierre Bourdieu por el hecho de que las disposiciones inculcadas
de una forma durable por las condiciones objetivas (que la ciencia asimila a
través de las regularidades estadísticas como las probabilidades objetivamente
ligadas a un grupo a una clase) crean aspiraciones y prácticas que son
compatibles objetivamente, y de alguna forma preadaptadas a sus exigencias
objetivas, los acontecimientos más improbables están excluidos antes del
análisis como algo impensable, o bien por una doble negación para hacer virtud
de la necesidad, es decir, para rechazar lo rechazado y querer lo inevitable.
Estas “estimaciones prácticas” están evidentemente determinadas por
las condiciones pasadas en las que se ha formado el habitus, lo que concede
un peso desmesurado a las primeras experiencias y explica muchas actitudes
“conservadoras”. En efecto, a través de las manifestaciones familiares, se
estructura en la primera infancia el habitus de cada individuo. De esta forma se
constituye desde muy temprano el principio de percepción y de apreciación de
toda experiencia ulterior aunque se produzca en condiciones objetivamente
diferentes. Esto no significa que las experiencias ulteriores no tengan ningún
peso en la formación del habitus, pero todas son comprendidas a partir de las

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que las han precedido; así, pues, en definitiva, a partir de las de los primeros
años de vida.
Dentro de esta lógica puede comprenderse que los famosos “conflictos
de generación” oponen no a grupos de edad separados por propiedades
naturales, sino por habitus que se producen de acuerdo con formas de
generación diferentes, por condiciones de existencia que, al imponer
definiciones diferentes sobre lo imposible, lo posible, lo probable y lo cierto,
hace que unos consideren naturales o razonables unas prácticas o unas
aspiraciones que los otros consideran como impensables o escandalosas, o la
inversa.
Se puede, pues, definir el habitus de una forma rigurosa y completa
como un sistema de disposiciones duraderas y transferibles que, integrando
todas las experiencias pasadas, funciona en cada momento como una matriz
de percepciones, de apreciaciones y de acciones y hace posible el
cumplimiento de tareas infinitamente diferenciadas gracias a las transferencias
analógicas de esquemas que permiten resolver los problemas de igual forma y
gracias a las correcciones incesantes de los resultados obtenidos,
dialécticamente producidos por estos resultados.
La utilización del concepto de habitus y, mas en general, de la teoría de
práctica, renuevan el enfoque de los problemas centrales de la sociología en
general, y de sociología política en particular. Como ejemplo puede hablarse de
la integración social y correlativamente del problema de la conciencia de clase,
el cambio social y, en consecuencia, del cambio político y la revolución.
“Imaginen, dice Leibniz, dos relojes que están perfectamente
sincronizados. Esto puede conseguirse de tres formas. La primera consiste en
una influencia mutua; la segunda en que haya un obrero hábil que los corrija y
los sincronice en todo momento; y la tercera consiste en fabricar estos dos
péndulos con todo arte y justeza de forma tal que a partir de entonces se puede
garantir su sincronización”.
La primera hipótesis corresponde a una concepción demasiado corriente
para que se insista más en ella. La segunda sitúa, en primer lugar, el líder, jefe
carismático capaz de movilizar las energías y de acordar las voluntades hacia
un objetivo único.
En realidad, “si las prácticas de los miembros de un mismo grupo o de
una misma clase están siempre y mejor relacionadas de lo que los agentes
saben y quieren es porque, como Leibniz, siguiendo sus propias leyes cada
uno se relaciona, sin embargo, con el otro”.
El habitus común a un grupo constituye la base más escondida, pero
más segura de su integración. La influencia de un líder –y sólo nos referimos a
uno de los límites de la acción política- sólo puede actuar si existe un camino
de concordancia entre su habitus y las disposiciones de aquellos que se
esfuerzan por expresar sus aspiraciones. La orquestación de las prácticas es
una “orquestación sin director de orquesta”, según la certera expresión de
Pierre Bourdieu.
Las prácticas de los miembros de un mismo grupo o de una misma clase
se acuerdan en la medida en que son el producto de una disposiciones
comunes, es decir, en definitiva, de la interiorización de las mismas estructuras
objetivas. La orquestación sin director de orquesta es el mecanismo profundo
que estas prácticas estén dotadas de un sentido objetivo, unitario y sistemático
a la vez que trasciende las intenciones subjetivas y los proyectos conscientes,

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individuales o colectivos. Esto plantea además el problema, a menudo
discutido, de la “conciencia de clase”. Si el habitus de clase, es decir, un
conjunto de disposiciones inconscientes, es la ley inmanente de la integración
de los grupos y de las clases, la toma de conciencia sólo interviene, de forma
eventual, por añadidura. O, como escribe Bourdieu:

“Si el lenguaje no fuera peligroso estaría bien decir, en contra de todas las
formas de voluntarismo subjetivo, que la unidad de la clase se basa
fundamentalmente en el “inconsciente de clase”: la “toma de conciencia” no es
un acto originario que constituye la clase de una fulguración de la libertad; sólo
tiene eficacia, como todas las acciones de recubrimiento simbólico, si lleva a
nivel de conciencia todo lo que está implícitamente sumido a nivel inconsciente
en el habitus de clase”.

Como hemos visto, la teoría de la práctica permite comprender mejor los


mecanismos de integración social. Pero al mismo tiempo señala como cada
individuo puede tener en este conjunto reglamentado un “estilo personal”. En
efecto, la lógica de la creación del habitus la convierte en una serie cronológica
ordenada de estructuras, en la que cada una corresponde a experiencias
sucesivas.
El habitus primario, el adquirido en la familia, estructura todas las
experiencias escolares, y el conjunto estructura todas las experiencias
ulteriores: experiencia profesional, mensajes emitidos por los medios modernos
de comunicación, etc. Así, pues, “las experiencias se integran en la unidad de
una biografía sistemática que se organiza a partir de la situación originaria de la
clase, probada en un tipo determinado de estructura familiar. El estilo
“personal”, es decir, esta marca especial que llevan todos los productos de un
mismo habitus, prácticas u obras, no es más que una distancia también
reglamentada e incluso a veces codificada, en relación al estilo propio de una
época o de una clase.
Finalmente, la teoría de la práctica, si bien considera el principio de
continuidad y de regularidad social, tiene también en cuenta la cuestión del
cambio social y aporta una respuesta al debate inacabable que consiste en
saber si las acciones colectivas crean el acontecimiento o si son su producto.
En efecto, son el producto de una coyuntura, es decir, de la conjunción
necesaria de disposiciones y de un acontecimiento objetivo.
Queda claro que las disposiciones y la situación que se conjugan en la
sincronía para constituir una coyuntura determinada no son nunca totalmente
independientes, puesto que, como escribe Pierre Bourdieu, están originadas
por las estructuras objetivas, es decir, por las bases económicas de la
formación social considerada.

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