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Todos los tatuajes que JiWon había plasmado en su piel, eran un vínculo de tinta que

lo unía con personas con las cuales tenía ya un lazo de sangre: su familia. Compartía
las mismas letras en el centro de su espalda con su padre y con su hermano mayor.
Con quien a su vez tenían el mismo mensaje plasmado en ambas piernas, aunque
Bobby se había tatuado a la altura de sus tobillos y su hyung mucho más arriba.  

Temer solo a dios y rezarle solo a él, las líneas negras le recordaban a cada paso que
había cosas por las cuales no valía la pena preocuparse, sucesos a los que no debía
tenerles miedo. Nunca le darían vergüenza sus creencias, mucho menos porque eran
ese hilo translúcido que vinculaba a toda su familia. Sus tatuajes eran letras y
mensajes tan claros que no había gran ambigüedad al interpretarlos.

Con esa convicción no había tenido miedo de marcar su piel para siempre a pesar de
que la empresa lo tenía prohibido. Juntos los tres Kim de su familia habían entrado al
local de tatuajes, lo habían enfrentado y se habían reído de las muecas de dolor del
otro. Para JiWon, su padre era una persona genial. Algo similar había sucedido con su
segunda marca, aunque con su hermano mayor las cosas habían sido un poco más
silenciosas, al menos hasta la salida donde brindaron por las buenas nuevas. 

Su último tatuaje era en cambio, diferente. Era suyo. Aunque al compartir la misma
afición el tema de conversación había salido en la mesa de los Kim, esta vez JiWon
estaría solamente acompañado del artista, del sonido vibrante del motor de la aguja,
de su propia respiración. 

Para no romper la tradición del todo, iba a llevar en su piel un dibujo de su padre. La
corona de espinas decorando sus omóplatos, su espalda y sus hombros. Muchas
veces cuando estaba frustrado y desmoralizado, cuando leía mil comentarios sobre su
separación, su mala actitud o su apariencia, su madre le recordaba “no te olvides que
los verdugos se rieron de la corona del rey”. Comparación demasiado ambiciosa que
su madre respondía diciendo que ellos eran sus pequeños reyes.

Cuando la codicia amenazaba con cegarlo, y el mundo del rap con su oda al dinero
parecía querer envolverlo, y compraba cosas demasiado ostentosas y llamativas, y
paseaba con ellas haciendo gala, su hyung le soltaba un “que hay, falso rey de
Jerusalén” y sin más JiWon entendía que estaba contando, sin contarla, la historia de
aquel que no había aceptado la corona de oro. 

Esas enseñanzas habían mantenido su integridad a flote. Lo pensó mientras estaba ya


en el estudio, sin su camiseta, con el ardor atacando su epidermis. Dolía, sí. En
especial cuando la aguja atacaba cerca de uno de sus huesos, machacando su carne
con ese zumbido incansable. 

Estaba ahí, hiriéndose por una promesa a futuro. Eso es un tatuaje. Su grupo se había
separado, las cosas habían fallado en tantos sentidos. Su padre le había hablado de la
redención, y la corona. De cómo Jesús llevaba la espina que había sido augurada para
Adán en la expulsión terrenal. Intentaba darle un mensaje de alivio. Pero JiWon
necesitaba primero perdonarse por haber caído. Por haber fallado como compañero,
como amigo, por la impotencia de no poder hacer nada y por la estupidez de meterse
también en los laberintos que habían comenzado con todo ese lío. 

Tenía que recordar su propia corona de espinas, sobre sus hombros cada día como
una símbolo de que los errores no se pueden olvidar. Aunque sabía que su dios todo
lo perdonaría, todas las cosas que él no había perdonado, las que sí, cada astilla, no
tenía que olvidarlas; no olvidaría en su vida que más allá de cualquier perdón, por solo
un error, todo puede cambiar. 

Pero sin importar toda la sangre, el ardor, el enojo, al final estaba el perdón, de arriba,
de dentro, de los costados. La posibilidad de hacerlo de nuevo, de levantarse y
intentar una vez más, hacerlo bien, hacerlo mejor. 

#Mixtape28 

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