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WULFRID LAUR1ER UN1VERSITY

LIBRARY
GURZA >- ESPERANZA

LECTURA EXISTENCIALISTA DE LA
CELESTINA
PQ 6428 G87
LECTURA EXISTENCIALISTA
DE «LA CELESTINA»
BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA
Dirigida por DÁMASO ALONSO

II. ESTUDIOS Y ENSAYOS, 257


ESPERANZA GURZA

LECTURA
EXISTENCIA LISTA DE
"LA CELESTINA”

&
BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA
EDITORIAL GREDOS
MADRID

*1
/
w S 0 55 8
Wilfrid Laurier University
© ESPERANZA GURZA, 1977.

EDITORIAL GREDOS, S. A.

Sánchez Pacheco, 81, Madrid. España.

Depósito Legal: M. 11211 - 1977.

ISBN 84-249-0715-9. Rústica.


ISBN 84-249-0716-7. Tela.

Gráficas Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1977.-4598.


DEDICATORIA

Al profesor Cándido Ayllón, sin quien este


proyecto simplemente no sería.

A Jacquie... otra vez.

Con todo cariño


AGRADECIMIENTO

Quiero reiterar aquí mi gratitud a los profesores Cándido


Ayllón, Ana María Fagundo y Philip O. Gericke, de la Univer¬
sidad de California, Riverside; a la profesora Jacqueline
Martin, de la Universidad de Puget Sound; y a la profesora
María del Carmen Jiménez, de Thomas Moore College, por
la cuidadosa lectura del manuscrito y las atinadas sugeren¬
cias que me hicieron.
Quedo también muy agradecida a The National Endow-
ment for the Humanities por la generosa beca que se me
concedió durante el año 1975-1976, que hizo posible la revi¬
sión y preparación final del manuscrito.
Al profesor Elias L. Rivers, de The Johns Hopkins Uni-
versity, a la administración de dicha universidad, así como
al personal de su biblioteca, mi reconocimiento por sus
atenciones, que han favorecido mi tarea y que han hecho mi
estancia en Baltimore tan fructífera.
En fin, a mis estudiantes de la Universidad de Puget Sound
que trabajaron conmigo en el borrador del capítulo VI,
especialmente a Leslie Schwartz, mi agradecimiento por
sus ideas y por sus espontáneos y valiosos comentarios a
las mías.

En Baltimore, Maryland, diciembre de 1975.


E. G. V.
INTRODUCCIÓN

La Celestina adquirió fama y popularidad instantánea des¬


de el momento de su aparición en 1499. Testigo de ello son
las numerosas ediciones españolas, las imitaciones y el inte¬
rés internacional que despertó inmediatamente. Ya en 1535,
Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua, nota la atención
que le dieron los investigadores y críticos. Esta vitalidad abar¬
có más de cien años, cuando los índices de 1640 y 1667 ordena¬
ron varias expurgaciones hasta que, finalmente, en 1793, el
Santo Oficio prohibió su publicación y circulación. Durante
los siglos xvn y xvin decae su atractivo, que vuelve a resu¬
citar con el estudio de José María Blanco White en 1824 K
A partir de esta fecha, el interés por la obra y por su estudio
ha tenido un crecimiento constante, especialmente de 1950
a la fecha.
Es natural que una obra maestra como La Celestina tenga
algo que decir a individuos o grupos de diferentes regiones
geográficas, de variadas opiniones ideológicas, a través de los
tiempos. Es de notar, sin embargo, que las fechas de su naci-

1 Adrienne Schizzano Mandel, La Celestina Studies: A Thematic


Survey and Bibliography, 1824-1970 [Estudios de La Celestina: Un bos¬
quejo temático y bibliografía, 1824-1970] (Metuchen, N. J.: The Sca-
recrow Press, Inc., 1971), págs. ix y x.
12 «La Celestina»

miento, la de la nueva ola de interés y la de su más intenso


estudio de estos últimos años, coinciden con épocas en que
se hace hincapié en el valor del individuo. Nunca, creo, se ha
dejado sentir tanto la exaltación del individuo, de su valor y
de su responsabilidad personal, como a partir de la ideología
existencialista. Así lo prueba la aplicación práctica de estas
ideas en diversos aspectos del vivir.
Estas coincidencias me indujeron a someter a La Celes¬
tina a una lectura desde el punto de vista del existencialismo.
Como ya lo ha apuntado María Rosa Lida de Malkiel, me doy
cuenta de que ésta no «es una clave única..., panacea que
explique en todas sus caras la prodigiosamente densa y com¬
pleja Tragicomedia»2. Espero, sin embargo, que mi trabajo
contribuya a poner de relieve algunos aspectos de la obra.
En el primer capítulo trataré de aproximar, salvando to¬
das las distancias y los puntos que las diferencian, dos épo¬
cas de crisis y sus actitudes vitales: los cambios del Medioevo
al Renacimiento y los experimentados entre finales del si¬
glo xix y principios del xx. Al discutir los primeros, lo haré
a través de España, donde nace La Celestina, pero sin perder
de vista el resto de Europa; tocaré los diversos aspectos de
la vida española, incluyendo las artes plásticas. Por otra
parte, al discutir los segundos, lo haré más bien desde el
punto de vista del desarrollo de ideas en Europa, aunque sin
perder de vista a España, ya que el existencialismo es una
actitud ideológica cuya cuna puede localizarse en Alemania,
Dinamarca y Francia.
Después de exponer los antecedentes, credos y algunas
técnicas existencialistas, se harán notar los temas que son
de particular interés en relación con La Celestina. Continua-

2 María Rosa Lida de Malkiel, La originalidad artística de «La Ce¬


lestina» (Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1962),
pág. 315.
Introducción 13

ré este estudio analizando algunos mitos, símbolos e imá¬


genes, así como también técnicas, que Fernando de Rojas
tiene en común con los escritores existencialistas.
Esta lectura se basará en la versión de veintiún actos,
Tragicomedia de Calisto y Melibea, por ser la que ha llegado
a nuestros días y por considerarla como una unidad artística
más rica para los propósitos que alumbran este estudio. En
cuanto al problema de la paternidad, me uno a la tesis de
Lida de Malkiel3, solamente que, al considerar los veintiún
actos como unidad literaria, emplearé indistintamente los
términos «autores», «autor» y «Rojas» a pesar de que me
doy cuenta de que me estaré refiriendo a dos o más indi¬
viduos.

3 Ibid., pág. 26.


.
I

DOS ÉPOCAS DE CRISIS Y SUS ACTITUDES VITALES

DEL MEDIOEVO AL RENACIMIENTO

a) El Medioevo: énfasis en «el más allá». — La primera


edición de la Comedia de Calisto y Melibea, en dieciséis actos,
de que se conserva ejemplar, vio la luz al final del siglo xv o
a principios del xvil, lo que coincide con el final del Me¬
dioevo, según unos2, o bien cae dentro del principio del Re¬
nacimiento, según otros3. Al hablar de las ideas medievales
o renacentistas, no quisiera limitarlas por una cierta crono¬
logía, pues bien me doy cuenta de la futilidad de tal esfuer-

1 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 12.


2 «Llamamos Medioevo al milenio que se extiende desde los alre¬
dedores del año 500 a los del año 1500, ... hasta pasando la toma de
Constantinopla por los turcos (1453).» (Geneviéve D’Haucourt, La vie
au Moyen Age [La vida en la Edad Media] [París: Presses Universi-
taires de France, 1968], pág. 5.) Esta y todas las citas tomadas del
francés, del inglés, y del italiano, son versiones mías. Cuando la biblio¬
grafía se da directamente en español, las citas son del autor o tra¬
ductor de la obra.
3 Kenneth Clark, Civilisation: A Personal View [La civilización: Una
opinión personal] (New York: Harper and Row, Pub., 1969). Ver el
capítulo cuarto.
16 «La Celestina»

zo4. Quiero, sí, dar a estas palabras el sentido de dos dife¬


rentes actitudes vitales, la una basada en la fe cristiana y
dirigida por la iglesia de Roma 5, y la otra basada en la
creencia de que «el hombre es la medida de todas las cosas» 6.
Al hablar del Renacimiento, diré con Walter Pater:

Para nosotros, el Renacimiento es el nombre de un movi¬


miento multifacético pero sin embargo unificado, en el cual
se hacen sentir el amor a las cosas del intelecto y de la ima¬
ginación por sí mismas y el deseo de una manera más liberal
y graciosa de concebir la vida, urgiendo a aquellos que conci¬
ben este deseo a buscar primero uno y después otro modo de
gozo intelectual o imaginativo y dirigiéndolos no solamente
al descubrimiento de antiguas y olvidadas fuentes de este gozo,
sino a adivinar nuevas fuentes, nuevas experiencias, nuevos
asuntos poéticos, nuevas formas de arte7.

En España, acostumbra darse como fechas de la primera


de dichas épocas los años de 711 a 1469, lapso de la España
musulmana y cristiana, y de la segunda, los años de 1469 al

4 Para la complejidad de la transición del espíritu de la Edad Me¬


dia al humanismo, véase: Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media:
Estudios sobre las formas de la vida y del espíritu durante los siglos
XIV y XV en Francia y en los países bajos (Madrid: Revista de
Occidente, Segunda edición completa en un solo volumen, 1945), pá¬
ginas 459 y sigs.
5 «Estos trabajos confiados muestran que al final del siglo diez
había un nuevo poder en Europa, más grande que el de ningún rey
o emperador: la Iglesia... Y la Iglesia no era solamente organizadora;
era humanizadora... Se podría argüir que la civilización del oeste fue
básicamente creación de la Iglesia... En cuanto a que la vida inte¬
lectual y la emocional de los hombres y las mujeres del siglo doce
se elevaron por encima de la mera necesidad, fueron inspiradas y
dirigidas por la Iglesia.» (Clark, Civilisation, págs. 29, 31 y 35.)
6 Ibid., págs. 89 y sigs.
7 Walter Pater, The Renaissance [El Renacimiento. Barcelona:
Editorial Iberia] (New York: The New American Library, 1959), pá¬
gina 17.
Dos épocas de crisis 17
fin del siglo xvi, que coinciden con el reinado de los Reyes
Católicos y el establecimiento del Imperio Español. Al seña¬
lar dichas fechas, no quiero insinuar que los períodos abar¬
cados por las mismas se encuentran exentos de rasgos de la
época contrastante. Dígalo, si no, el «renacimiento» de los si¬
glos xn y xiii.
De acuerdo con C. S. Lewis, el hombre medieval fue un
organizador, un codificador, apegado a un sistema8, y ese
sistema es el dogma cristiano. Su universo, aunque vasto, no
era, como lo es para nosotros, infinito. En él, el concepto de
altura era quizá más importante que el de distancia, pues el
mundo de la materia era un reflejo de la jerarquización de la
esfera celestial9. A ella se dirigía el espíritu del hombre en
toda su verticalidad.
En este inmenso pero finito universo, la tierra no era
nada10, y dentro de la misma, el hombre común era insigni¬
ficante, uno dependiente de otro, éstos de los siguientes en
jerarquía ascendente y así sucesivamente, hasta llegar, en
el terreno político, al rey y en el espiritual a los deposita¬
rios e intérpretes de la palabra y la ley de Dios: la jerarquía
eclesiástica u.
En España, como en el resto de la Europa occidental,
la vida de este tiempo está regida por las doctrinas y la labor
educadora de la Iglesia. Esto tiñe todas las actividades indi-

8 Ver: C. S. Lewis, Studies in Medieval and Renaissance Litera-


ture [Estudios de literatura medieval y renacentista] (Cambridge,
Cambridge University Press, 1966), pág. 44.
9 lbid., pág. 49.
10 «Porque en él [el viejo universo] hay una norma final de tama¬
ño. El Primum Mobile es realmente grande porque es la cosa corpó¬
rea más grande que hay. Nosotros somos realmente pequeños porque
nuestra Tierra entera es una manchita comparada con el Primum
Mobile.» (Lbid., pág. 48.)
11 Huizinga, El otoño, págs. 81 y sigs.

LECTURA EXISTENCIALISTA. —2
18 «La Celestina»

viduales y sociales con un sentido religioso de la vida que


deja una profunda huella «en el individuo, en la familia, en
la corporación, en la vida urbana y en la rural, en las institu¬
ciones jurídicas, en la realeza, en la cultura literaria y artís¬
tica» u. El Medioevo, se puede decir, es una era que tiende
a unificar, a absorber la variedad dentro de la unidad, al in¬
dividuo dentro del grupo a que pertenece y a los diversos
grupos dentro del ideal occidental cristiano 13, ideal que es¬
taba regido por el sistema filosófico del escolasticismo, que
sintetiza y unifica todo el saber de la época en el «más gran¬
de, más complejo ejemplo de sincretismo o armonización
que tal vez haya conocido el mundo» 14.
Pasemos ahora a examinar las actitudes medievales en los
terrenos religioso, cívico y social que a veces resultan tan
difíciles de deslindar, por la cerrada inter-dependencia que
existía en esos tiempos.
La Iglesia era la depositaría de todo el saber y la encar¬
gada de interpretar y de difundir la revelación, los textos
antiguos, el saber y el dogma, primero en los monasterios,
luego en las universidades. El monasterio fue, durante la Alta
y Baja Edad Media, el refugio de aquellos que buscaban la
paz interior y el retiro de la vida espiritual, y si bien es cierto
que hubo épocas de gran relajamiento de costumbres cleri¬
cales 1S, también lo es que hubo otras de grandes conversio-

12 Enrique Bagué y Juan Petit, Historia de la Cultura Española:


La Baja Edad Media (Barcelona: Editorial Seix Barral, S. A., 1956),
pág. 16.
12 «Nunca un ideal ha presidido de un modo tan alto, tan noble y
tan eficaz una diversidad de gentes y naciones, corporaciones e indi¬
viduos, como el ideal cristiano en la Edad Media.» (Ibid., pág. 15.)
14 Lewis, Studies in Medieval, pág. 45.
15 «La vida era áspera, las pasiones bárbaras, la sensualidad des¬
bordante, la existencia humana valía poco, menos aún la libertad, y
los hombres no hallaban cauces fáciles para satisfacer su eterna am-
Dos épocas de crisis 19
nes 16. El Medioevo es la época de los heraldos de la fe, aque¬
llos incansables religiosos, los predicadores. Es la era de
hombres como Vicente Ferrer, o como Araau de Vilanova,
defensores de la vida interior17. A pesar del relajamiento de
costumbres, se puede decir que durante el Medioevo, la fir¬
me fe del pueblo europeo y la del español no llegó a tam¬
balearse 18.
La opinión del Rey, autoridad suprema sobre la tierra, y
la de las cortes, era a menudo asesorada por alguna autori¬
dad eclesiástica19. El bien común estaba a cargo exclusivo
de los monasterios y, en ciertos casos, de los obispados. Esta
misión pasó luego a manos de las órdenes y cofradías hospi¬
talarias 20 que también se encargaban de velar a toda costa
por el bien común espiritual: la manutención de la fe co¬
lectiva21. A tal grado llegó la importancia y desarrollo de las

bidón de riquezas y de mando. Se realizaban frecuentes despojos y


violencias, corría fácilmente la sangre del prójimo, ni ante la muerte
del hermano o del amigo se detenían la lanza o la espada, el adul¬
terio y la fornicación eran cotidianos y ni siquiera clérigos y religio¬
sos se libraban de todos esos vicios.» (Claudio Sánchez-Albornoz,
España, un enigma histórico [Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
1956]. Tercera edición, Tomo I, pág. 323.)
16 Ver: Bagué, Historia, pág. 26.
17 Ibid., pág. 28.
18 Ver: Huizinga, El otoño, capítulos III, IV y V para la relación
de las costumbres. También: «Creían [los pueblos españoles] en las
verdades que la tradición religiosa ponía al alcance de su mente, les
concedían su asenso apasionado y simplista y seguían adelante su
camino, implorando el auxilio celestial para sobrevivir en este mundo
de tejas abajo y para, caso de caer en la emboscada diaria del des¬
tino, alcanzar la salvación eterna.» (Sánchez-Albornoz, España, pá¬
gina 257.)
19 Ver: Bagué, Historia, págs. 34 y 35.
20 Ibid., págs. 29 y 30.
21 «...la Orden de Nuestra Señora de la Merced añadió a los votos
religiosos un cuarto voto de ofrecerse sus individuos para reemplazar
a un cautivo en caso de peligro de que éste apostatase, y entregarse
20 «La Celestina»

órdenes religiosas, que hubo que tomar medidas restrictivas


al respecto22.
También la nobleza, los caballeros y el pueblo, bajo la
autoridad regia y la tutela de la Iglesia, en una jerarquía
exacta y definida, se encargaban de mantener la fe y el bien
común. En la tendencia de reproducir aquí en la tierra las
jerarquías celestiales23 cada clase tenía sus deberes fijos, to¬
dos comprendidos dentro de una idea global de ayuda mu¬
tua 24, en la cual la idea de la verticalidad seguía dominando
la escala de importancia de valores atribuida a los actos
individuales o colectivos25. Hasta el culto del amor terreno
(el amor ideal, por supuesto), con sus inseparables convic¬
ciones caballerescas, estaba impregnado de sentimientos de
verticalidad, que culminaban en el culto a la Virgen26. El
ideal caballeresco gravitaba sobre la idea central de la virtud
y el sacrificio, es decir, sobre el elemento ascético 27, que nos
muestra cómo la vida civil o amatoria del individuo, a la par

como rehenes cuando no había dinero suficiente para el rescate.»


(Ibid., pág. 32.)
22 Ibid., pág. 32.
23 «Creían que las jerarquías terrenas, social y eclesiástica, eran
reproducciones opacas de las jerarquías celestes.» (Lewis, Studies,
pág. 60.)
24 «En la tendencia de la época de proyectar hacia lo absoluto las
cosas de la vida terrena, estas clases se consideran ordenadas por
Dios desde un principio para desempeñar cada una un papel nece¬
sario dentro de la colectividad humana... Las tres clases forman un
todo y no podrían concebirse separadas; su fuerza radica en que si
una de ellas trabaja para las otras dos, éstas, a su vez, hacen lo
mismo para aquélla; y así las tres se ayudan mutuamente. De este
modo la ley de Dios rige el mundo y por ella el mundo goza de una
dulce paz.» (Bagué, Historia, pág. 61.)
25 Ver: Huizinga, El otoño, capítulo III.
26 «Creo que es permisible asociar el culto del amor ideal con la
encantadora belleza y la delicadeza que uno encuentra en las ma-
donas del siglo trece.» (Clark, Civilisation, pág. 65.)
27 Ver: Huizinga, El otoño, pág. 106.
Dos épocas de crisis 21
que su religiosidad, estaban regidas por gestos, pasos y rit¬
mos casi como de ballet28, diseñados para mantener la esta¬
bilidad y orden comunales.
Pero si este modas vivendi estaba cargado de un ideal de
eternidad, las grandes hazañas de la España medieval no se
lograron a través de la contemplación, sino de la acción, una
acción también «espiritualizada» por la fe. Lo más notable
de la época en España, son las guerras «divinales» de la
Reconquista que se hicieron, generalmente hablando, no para
el beneficio propio de este o aquel individuo, sino por la fe
y el bien común del reino29. Llegó a ser tal la fe del pueblo,
que fue capaz no solamente de creer en milagros sino hasta
de crearlos 30.
En ninguna otra forma de expresión se dejan sentir tanto
estas actitudes como a través del arte. En la arquitectura,
hay un marcado contraste entre la modestia de sus construc¬
ciones privadas y la magnificencia de sus templos. Es la
época en que se desarrollan los estilos románico y gótico y
el transicional llamado «cisterciense», todos ellos expresio¬
nes de la espiritualidad cristiana. En los monumentos góti¬
cos, con sus torres que aspiran a la altura, inspiradas en esa
verticalidad de la fe de la que he venido hablando, se encuen¬
tra en España, como en el resto de la Europa occidental, un
símbolo más de la unidad del pensamiento y del anhelo me¬
dieval del «más allá», ya que

28 «Durante los largos siglos de la temprana Edad Media la reli¬


giosidad europea occidental había estado anclada en el gesto, el
culto y el rito más que en la íntima elevación del alma hacia Dios.
La trama espiritual de cada uno de los fieles estaba hecha de la serie
de ejercicios rituales establecidos por la Iglesia. La España cristiana
no constituyó una excepción.» (Sánchez-Albomoz, España, pág. 340.)
29 Ver: Ibid., págs. 310 y 319.
30 Ver, por ejemplo, lo que dice Sánchez-Albornoz respecto al «mi¬
lagro» del sepulcro del apóstol Santiago. Ibid., págs. 275 y 287.
22 «La Celestina»

el estilo plenamente formado se recibe y connaturaliza en


los diversos países de la Cristiandad occidental como algo esté¬
ticamente necesario, concorde con el sentido espiritual de idea¬
les unánimemente sentidos... como legítimo disfrute y utili¬
zación de un repertorio de formas del que todos los países de
la gran comunidad cristiana occidental se sienten beneficiarios
y espiritualmente responsables 31.

También la pintura y la escultura son testigos de la fe al


representar versiones plásticas de los artículos de la Revela¬
ción y de las creencias piadosas que gozaban de honda devo¬
ción de parte del pueblo32, si bien los pintores también reco¬
gieron escenas de la vida diaria española33. En muchos casos
estas últimas ilustraban libros y códices religiosos o ador¬
naban las iglesias y catedrales construidas en la época. El
pueblo había descubierto en el arte otro modo de expresar
su fe colectiva, su esperanza en el más allá y, hacia el final
del medioevo, su terrible angustia de la muerte34. Dos eran
las ideas principales que el otoño medieval expresaba a tra¬
vés del arte y la literatura, anverso y reverso de la misma
medalla: lamentaciones sobre la brevedad de la vida y la
gloria humanas y júbilo por la salvación del alma.
He aquí, pues, a grandes rasgos, una era que nos inte¬
resa más por sus actitudes que por su cronología. Es una
época de gran vitalidad, de equilibrio, de estrechas depen¬
dencias humanas y divinas. Es una época impregnada de

31 Fernando Jiménez-Placer y Suárez de Lezo. Historia del arte


español, Tomo I, «Del paleolítico al Renacimiento (Arquitectura)»
(Barcelona-Madrid: Editorial Labor, S. A., 1955). Ver los capítulos
VII, X y XI.
32 Bagué, Historia, pág. 6.
33 Ver: Bradley Smith, España: historia y arte (Madrid: Aguilar,
1966).
34 Véase lo que dice Huizinga respecto a la visualización de la an¬
gustia de la muerte, en El otoño, págs. 195 y 204.
Dos épocas de crisis 23

religiosidad, con una jerarquía social terrestre que no es más


que un reflejo de otra organización jerárquica: la celestial.
Es, en fin, una era de certidumbre metafísica en la que el
individuo y los pueblos podían, al menos teóricamente ha¬
blando, encontrar una paz interior y un profundo equili¬
brio 3S.

b) El Renacimiento: humanismo, énfasis en esta vida,


individualismo. — Fue durante la última parte del siglo xv
y en el xvi cuando los residentes de la Europa occidental
dejaron los centros medievales donde habían sido educados
y empezaron a estudiar en la nueva universidad de la vida
humana36. Esta salida no fue algo repentino, pues ya dentro
del medioevo se notó «un cuidado hacia la belleza física, el
culto al cuerpo, y el derrumbe de esos límites que el sistema
religioso de la Edad Media imponía al corazón y a la ima¬
ginación» 37.
Varios estudiosos o críticos de la época renacentista la
han caracterizado como una era dominada por un individua¬
lismo rebelde y hasta se ha dicho que este individualismo
era de tipo anti-religioso38. Dilthey, al hablar de una cierta
filosofía del renacimiento, la caracterizó como una forma de

35 D’Haucourt, La vie au Moyen Age, págs. 125 y 126.


36 B. A. B. Fuller, A History of Modern Philosophy [Historia de la
filosofía moderna], 3.a edición, 1955, revisada por Sterling M. McMurrin
(New York: Henry Holt and Co., 1938), vol. II, pág. 1.
37 Pater, The Renaissance, pág. XV. Ver también: Antonio Igual
Úbeda, Historia de la Cultura Española: El Imperio Español (Barcelo¬
na: Editorial Seix Barral, S. A., 1954), pág. 89, así como el capítulo
dos de Clark, Civilisation, y el libro de Pater ya citado, págs. 17 y 18.
38 Eugenio Garin, Der italienische Humanismus. Verlag A. Francke,
AG., 1947. La cita viene de la traducción al inglés por Peter Munz
Italian Humanism: Philosophy and Civic Life in the Renaissance [El
Humanismo italiano: Filosofía y vida civil en el Renacimiento] (New
York: Harper and Row, 1965), pág. xiii.
24 «La Celestina»

inmanentismo; la gente había cesado de ocuparse con el


principio externo del universo y comenzaba a ver la realidad
como algo en el universo, en lugar de por encima o sobre el
mismo39. Garin encuentra tres temas principales en el movi¬
miento renacentista: 1) preocupación constante y casi obse¬
siva por la virtud cívica y rechazo de la vida solitaria, con¬
templativa o monástica; 2) el flujo retórico en lugar del razo¬
namiento dialéctico y silogístico, subsecuentes al hecho de
haberse liberado los humanistas enteramente de la filosofía
escolástica y de su estilo; y 3) el más importante, la preocu¬
pación humanista por la filología y el estudio del griego y del
latín, ya con plena conciencia de la perspectiva histórica del
pasado, que es la esencia del humanismo40. «La 'filología'
de los humanistas», nos dice Garin,

dio forma concreta a esa crisis que fue ocasionada por la nueva
conciencia del pasado como pasado, por la nueva visión de la
realidad como algo terreno y por el nuevo intento de explicar
la historia como la anécdota de los hombres 41.

En el terreno filosófico, el Renacimiento se caracteriza


por el desprestigio y caída del sistema y método escolásticos,
con su subordinación a la teología. La mente humana ahora
se autoexplora, medita sobre sí misma. La nueva perspec¬
tiva histórica de las culturas clásicas hacía ver que los grie-

39 Ibid., pág. xvii. Américo Castro, por su parte, se expresa así:


«Tal fue la genialidad de Fernando el Católico. Desde fines del siglo
xiv las gentes parecen como si desearan lograr algo a base de sí
mismas, de lo que cada uno lleva en su ánimo. Las fuerzas del con¬
junto social se trasegaban a los individuos.» (Américo Castro, Aspectos
del vivir hispánico: Esplritualismo, Mesianismo, Actitud personal en
los siglos XIV al XVI [Santiago de Chile: Editorial Cruz del Sur,
1949], pág. 94.)
40 Garin, Italian Humanism, págs. xix y xx.
41 Ibid., págs. 14 y 15.
Dos épocas de crisis 25
gos y los romanos habían vivido durante muchos siglos una
vida fructuosa y feliz, sin la ayuda de la revelación sobrena¬
tural y sin ninguna fe en el origen y destino especial del
hombre. El interés y la atención de los pensadores cambió
de rumbo. Al adquirir una aguda conciencia de sí mismo, el
hombre se dejó llevar de su temperamento particular en una
preocupación por el desarrollo del ser, aquí en la tierra, den¬
tro de los límites impuestos por su nacimiento y su
muerte42. La Edad Media fue una época de respuestas. El
Renacimiento, de preguntas que destruyen la coherencia y
simetría del universo medieval. Dante y Maquiavelo pueden
servir para ilustrar esta idea43. Mientras Dante pudo imagi¬
nar un Purgatorio o un Paraíso, dice Mazzeo, Maquiavelo sólo
puede imaginar un Infierno. Lo sobrenatural, para Maquia¬
velo, deja de tener relevancia y es reemplazado por un mun¬
do natural indefinido que puede conocerse sólo de manera
imperfecta, pero suficiente como para permitirnos actuar
con éxito, cuando menos en algunas circunstancias. Maquia¬
velo rechaza el concepto medieval de correspondencia entre
los órdenes político, moral, cosmológico, eclesiástico y cós¬
mico, así como el origen divino del poder. Las tres categorías
que para Dante son las categorías del pecado humano —in¬
continencia, fuerza y fraude— son, para Maquiavelo, el siste¬
ma dinámico con que se vive esta vida. El hombre es inconti¬
nente, la vida misma es incontinencia y la voluntad del hom-

42 Fuller, A History, págs. 1 y 2. Castro lo expone así: «En oposi¬


ción con el escolasticismo que hacía del individuo un ser receptivo,
a merced de la gracia trascendente que llenara su existir, el huma¬
nismo de tradición neoplatónica y estoica acentuó la firmeza y auto¬
nomía de la personalidad.» (Castro, Aspectos, pág. 135.)
43 Ver: Joseph A. Mazzeo, Renaissance and Seventeenth-Century
Studies [Estudios del Renacimiento y del Siglo XVII] (New York:
Columbia University Press, 1964), págs. 90 y sigs.
26 «La Celestina»

bre es egoísta y sin límites. Pero este egoísmo y avaricia del


hombre exigen que haya, cuando menos, un mínimo de or¬
den y seguridad para que él pueda gozar de su propio egoís¬
mo. La Iglesia y el Estado no son instituciones pedagógicas
sino restrictivas, que emplean la fuerza o el mito para, a
lo más, proteger al hombre de las consecuencias más extre¬
mas de su propia naturaleza44.
También las barreras del espacio se ampliaban con las
nuevas teorías en el ramo de la astronomía, que vinieron a
cambiar radicalmente el concepto que el hombre se había
formado del universo y de su lugar dentro del mismo. Si bien
el español no se mostró muy interesado por la ciencia expe¬
rimental45, sí mostro gran interés en los nuevos conocimien¬
tos, a través de los libros, más accesibles ahora gracias a la
invención de la imprenta. Testigo de este interés es la pro¬
liferación de centros de estudios y universidades y las polé¬
micas que se desarrollaron. En todo lo que era vida espiritual
de la época, se veía la angustia e inquietud del dualismo de
las filosofías escolástica y humanista:

Eran, a su vez, dos formas de cultura las que se ponían en


juego, dos conceptos distintos de la vida que tantas veces, con
diversa apariencia, atraviesan el camino de la Historia: senti¬
miento y razón, alma y naturaleza, espíritu y materia, misti¬
cismo y lógica, el mundo de los ojos cerrados y el mundo de
los ojos abiertos 46.

El hombre del Renacimiento también iba abriendo el libro


del mundo, página a página —Colón se inspira en la teoría
de la redondez de la tierra, se lanza en pos del pasaje a la
India y descubre América, con capital y navegantes españoles.

44 ibid.
45 Ver: Castro, Aspectos, pág. 136.
46 Igual Übeda, El Imperio español, pág. 101.
Dos épocas de crisis 27

El español se lanzó a navegar o a caminar por esos mundos


de Dios instigado por la incitación de un futuro sentido ya como
presente, y de una lejanía maravillosa que él creía capaz de
incorporarse. Una vez allá, ahincaba en la tierra la conciencia
de sí mismo, y ofrecía a los demás el paradigma de su segura
e inalterable grandeza. Se es porque se está y viceversa47.

Estos descubrimientos traen consigo un interés científico en


la historia natural y un nuevo sentido de la belleza del
mundo físico. El paisaje se ve, se ama, se describe, se pinta.
Los viajes que antaño se llevaban a cabo principalmente por
motivos religiosos, se hacen ahora por el placer y diversión
que proporcionan48.
Se abre, también, el libro de la naturaleza humana, ahora
que el énfasis ha pasado de lo sobrenatural al hombre, que
descubre con entusiasmo los poderes y oportunidades con
que la naturaleza lo había dotado. La promesa del cielo y la
amenaza del infierno palidecen, en comparación con la po¬
tencialidad de éxito o fracaso en su paso por la tierra. La
vida deja de ser un prefacio a la vida eterna, para convertirse
en una historia por sí misma. No es algo a lo que hay que
morir diariamente; es algo para ser vivido. El hombre se
sintió capaz de hacerle frente por sí solo y competente para
abarcar la naturaleza del universo y asir la verdad únicamen¬
te a través de la razón. Su fuerza de espíritu y de voluntad
le bastaban para elevarlo a la perfección, sin pedir ayuda a
la gracia divina. Él era el único dueño de su propia salvación
y ésta consistiría en hacer de sí mismo lo mejor posible49.
La riqueza de Petrarca yace precisamente en su insisten¬
cia en las experiencias fundamentales con que cada hombre,
una vez que se ha quitado el velo con que se escondía de sí

47 Castro, Aspectos, pág. 151.


48 Fuller, A History, pág. 6.
49 Ibid., págs. 6 y 7.
28 «La Celestina»

mismo, se encuentra en su propia miseria y en su propia no¬


bleza50. Salutati se rebela contra el pensamiento de la muer¬
te. Para él, no hay doctrina consoladora capaz de explicar
el dolor causado por la muerte de un ser amado o por el
temor a la propia muerte. Toda consolación es simplemente
palabrería sofística51. De los humanistas italianos, el que más
se acerca al pensar existencial de nuestros días, me parece,
es Pico de la Mirándola. En 1487, habiendo congregado una
especie de asamblea internacional de filósofos en Roma,
abrió la discusión pública con las siguientes teorías: Cada
realidad existente tiene su propia naturaleza que determina
su comportamiento. El perro se comportará siempre como
perro y el león como león. Solamente el hombre no tiene
naturaleza que lo determine ni tampoco tiene esencia que
determine su comportamiento. El hombre se crea a sí mismo
a través de sus propias obras y, por lo tanto, es su propio
padre. La única condición a la que está sujeto es la condi¬
ción de que no hay condición, es decir, la libertad. La com¬
pulsión a la cual queda sujeto es la de ser libre y la de esco¬
ger su propio destino, de construir el altar de su propia
fama con sus propias manos, o de forjar sus cadenas y de¬
clararse convicto. Pico apunta la idea de una existencia en
la que toda esencia es acumulada y disuelta. Dicha existen¬
cia tiene solamente una condición: libertad de elección5Z.
En el arte encontramos también expresadas en manera
visual y plástica las ideas del humanismo. Los edificios rena¬
centistas no tratan de impresionarnos o de aplastarnos con
su tamaño y peso, como lo hace la arquitectura que apunta
hacia Dios. Ahora, todo se ajusta a la escala de la necesidad
humana razonable. Los edificios son una aserción de la dig-

50 Garin, Italian Humanism, pág. 22.


51 Ibid., pág. 29.
52 Ibid., págs. 105 y 106.
Dos épocas de crisis 29

nidad del hombre53. En la pintura aparece gradualmente la


figura de mujer algo más carnal, voluptuosa y pensativa54.
El paisaje también se va haciendo más realista y complejo55.
El hombre del Renacimiento no ve el campo como un lugar
para arar y escarbar, sino como una especie de paraíso. En
algunos casos, el contacto del hombre con la naturaleza apa¬
rece abiertamente sensual e incluye la visualización de soni¬
dos 56. Pero donde Antonio Igual Übeda halla mejor «el hondo
y humano secreto de una época» en España, es en la escul¬
tura sepulcral del Imperio que encuentra entonces un mo¬
mento propicio para su apogeo. Igual Übeda halla que el
tema de la inmortalidad del alma, el de la fe, «se quiebra, se
disloca o envejece» con las inquietudes del Renacimiento. Ya
no se trata ahora solamente de reproducir realísticamente al
desaparecido, sino de captar en la estatuaria de las tumbas
y cenotafios la actitud vital de haber estado en este mundo
con los ojos bien abiertos, de no poder renunciar a ese estar
o existir y, por lo tanto, los escultores hacen perdurar esa
imagen en materias más duraderas, como lo son la piedra y
el mármol57. Robert S. López, resumiendo sus comentarios
sobre el arte del Renacimiento italiano, dice que sus artistas
y hombres de ciencia le ayudaron al hombre a conocer su pro¬
pio cuerpo, lo cual no es mezquina realización58. También los
artistas y escritores españoles contribuyeron a tal proeza.

53 Clark, Civilisation, pág. 94.


54 Robert S. López, The Three Ages of the Italian Renaissance [Las
tres épocas del Renacimiento Italiano] (Charlottesville: The University
Press of Virginia, 1970), pág. 46. En relación a España, véase: Igual
Übeda, El Imperio, págs. 121 y 122.
55 López, The Three Ages, pág. 46.
56 Clark, Civilisation, págs. 113 y 114.
57 Para ejemplos ilustrativos de esta idea, véase a Igual übeda,
El Imperio, págs. 123 a 127.
58 López, The Three Ages, pág. 73.
30 «La Celestina»

Este es el ambiente en que se gesta y nace La Celestina.


Ambiente de una época de crisis, la de los Reyes Católicos.
Si bien en ella se consolida la unidad nacional de España, en
cambio su unidad ideológica se diversifica. «Fue medio siglo
de Historia», dice Igual Übeda, «que el mundo occidental vi¬
vió con una intensidad pocas veces superada, poseído de una
fiebre de transformación que arrollaba los moldes anticua¬
dos para recobrar los de una lejana antigüedad»59. Pero,
apunta Fuller, en su pasión por perfeccionar al individuo, el
Renacimiento dejó de lado el carácter social de la vida hu¬
mana y los múltiples límites impuestos sobre el individuo
por su «lugar» en el escalafón social. En su búsqueda de uni¬
versalidad y completa realización propia, pasó por alto la
«moderación en todas las cosas», la armonía tan importante
en el mundo helénico, a través de la cual se clarificaba y
enfocaba al ser humano. Su culto por el hombre natural,
pagó tributo a un ser por encima de la disciplina y de las
limitaciones impuestas por la naturaleza a la humanidad y
así fue como el Renacimiento llegó a ser una era corrompida,
licenciosa, despiadada y vengativa en la cual los hombres no
se detenían ni ante el engaño ni la violencia, aunque fuesen
deshonestos y arbitrarios, para obtener sus propios fines y
su realización personal y egoísta. Fue una era sin hipocresía,
pues el hombre, desvergonzadamente, aceptaba sus deseos
propios, sin racionalizar sus acciones como ejecutadas por
el bien común. El sentimiento del honor, piedra angular de
la moralidad de la época, se preocupaba más de la manera
de hacer las cosas que de lo que debía o no hacerse, permi¬
tiendo cosas que una ética más estricta no hubiese admitido.
El individuo se había desbocado y corría y atacaba a ciegas60.

59 Igual Übeda, El Imperio, pág. 130.


® Fuller, A History, págs. 8 y 9.
Dos épocas de crisis 31

DEL SIGLO XIX AL SIGLO XX

a) Industrialización, triunfo de la burguesía, ideas eco¬


nómicas y políticas, técnica y ciencia, ideas filosóficas.—
Nuevamente quiero hacer notar la arbitrariedad cronológica
del encabezamiento de esta sección. Me doy cuenta de que
las ideas no son como las batallas, que tienen sus fechas
exactas de principio y de fin, sino que más bien se desarro¬
llan en un continuum cuyas raíces se encuentran bien dentro
de la época anterior y cuyas ramas se extienden perpetua¬
mente hacia el futuro, dando su savia como nutriente de
nuevas o modificadas ideas. Los sistemas y polémicas filosó¬
ficos rara vez mueren de verdad. Se puede decir que sola¬
mente se les agota la fuerza, para encontrárselos de nuevo,
tal vez bajo diferente forma o nombre, en épocas a veces
muy distantes. Aclaro también que el análisis de épocas tan
ricas como lo son los siglos xix y xx, en un trabajo de esta
naturaleza, tendrá por fuerza que ser muy esquemático.
Las ideas filosóficas del siglo xix se pueden caracterizar
por su cantidad, variedad, complejidad y, a veces, brevedad
de vida, ya que «enteras dinastías filosóficas se elevan y caen
dentro de algunos breves años»61. Lo mismo pasa con estilos
artísticos y literarios. Se escogerán, pues, solamente algunos
aspectos de aquello que ayude a ilustrar los pasos que con¬
dujeron al existencialismo.
A partir de la segunda mitad del siglo xvm, la estructura
económica y social de una gran parte del mundo sufrió el
rápido cambio conocido con el nombre de Revolución Indus-

61 Henry D. Aiken, The Age of ldeology: The 19th Century Philo-


sophers {La era de la ideología: Los filósofos del Siglo XIX] (New
York: The New American Líbrary, 1956), pág. vii.
32 La Celestina»
trial. La villa, la diligencia, el barco de vela, el pregonero y
el telar de mano, fueron pasando a la historia para ser reem¬
plazados por las grandes urbes industriales, los ferrocarriles
transcontinentales, los barcos de vapor, los periódicos y las
fábricas o industrias. Primero en Inglaterra, luego en el resto
de Europa, en los Estados Unidos y, a diverso ritmo, en los
otros continentes, estos cambios se dejaron sentir y aún se
están sintiendo en el mundo entero. Los avances en los me¬
dios de transporte y comunicación acortaron las distancias.
Entre las consecuencias de la industrialización en la vida del
hombre, está la movilización de la gente del campo a la ciu¬
dad62. Este movimiento fue acompañado de un incremento
considerable en la población. Nuevas técnicas aumentan la
producción, creando la necesidad de nuevos mercados, lo
que dio nacimiento a la política imperialista de los países
más industrialmente avanzados. Como símbolo de este avan¬
ce industrial, están las fábricas que, con su triunfo, traen
también consecuencias adversas. El artesano-artista fue con¬
virtiéndose en poco más que una extensión de la maquinaria
que manejaba, deshumanizándose así, paulatinamente, en su
trabajo por las largas horas de monótona y penosa labor, y
por el trato casi de esclavo a que era sometido, para luego
tratar de ahogarlo todo en una deshumanización mayor de
su cuerpo y de su espíritu, en la prostitución y en el alcohol63.

62 Sobre la emigración interpeninsular, véase: Juan Mercader Riba,


Historia de la cultura española, El Siglo XIX (Barcelona: Editorial
Seix Barral, S. A., 1957), págs. 90 y 91.
63 «Pero, a partir de 1850 y tantos se acelera el desplazamiento del
concepto «artesano» al concepto «proletario», en la caracterización
histórica de las clases trabajadoras... en los ambientes obreros, con¬
siderablemente distanciados de todo, social, espiritual y económica¬
mente, sólo se encuentra escepticismo y cansancio... Perdida la espe¬
ranza de mejorar de condición, entenebrecido el presente por las
miserias de la vida del trabajo, escéptico ante la visión de un más
Dos épocas de crisis 33

Desde el punto de vista económico, surgieron tres clases


sociales: la alta burguesía, compuesta por los capitalistas y
dueños de fábricas; la pequeña burguesía de los ni-muy-ricos
ni-muy-pobres dueños de pequeñas tiendas, oficiales del go¬
bierno, abogados, doctores, agricultores independientes y
maestros; y la masa del proletariado, compuesta por los tra¬
bajadores que, no pudiendo comprar maquinaria con su pro¬
pio pecunio, se veían obligados a vender su labor a los due¬
ños de fábricas de quienes recibían a cambio un salario64. A
fin de ser admitidos en los mejores círculos sociales y for¬
mar alianzas con las familias de rancia aristocracia, la clase
media, la burguesía, dirigió sus esfuerzos a ganar el control
del gobierno, en grado tal que gran parte de la historia políti¬
ca del siglo xix, con sus reformas electorales y revoluciones,
fue resultado directo de la actividad y ambiciones bur¬
guesas 65.
En el terreno de la economía política, triunfa la teoría de
la economía libre-cambista, conocida por su nombre francés

allá con el que la burguesía hipócrita pretende consolarle, el obrero


español del último cuarto del ochocientos siente la angustiosa nece¬
sidad de un plano de firmeza. En consecuencia, la buscará en el
bienestar material en esta vida. La taberna será para él un lugar
de esparcimiento, de animación, de desahogo momentáneo para sus
sufrimientos.» (Ibid.., págs. 111 y 112.)
«Se estima que en Glasgow unos treinta mil trabajadores se embo¬
rrachaban los sábados por la noche, a la vez que, en 1840, en ciertos
suburbios, una casa de cada diez era un prostíbulo... Las fábricas
crearon una nueva lista de siete pecados capitales —fábricas insalu¬
bres, barrios urbanos indigentes, largas horas de trabajo, cesantía,
salarios bajos y una clase obrera sin propiedades, niños trabajado¬
res y la explotación de mujeres.» (R. Walter Wallbank y Alastair M.
Taylor, Civilization, Past and Present [Civilización, Pasado y Presen¬
te] [Chicago: Scott, Foresman and Co.: Single volume edition, 1956],
págs. 338 y 339.)
64 Ibid., pág. 340.
65 Wallbank, Op. cit., pág. 340. Para España, ver: Mercader Riba,
Historia, pág. 99.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 3
34 «La Celestina»

de laissez faire. Los fisiócratas franceses veían la legislación


social como algo peligroso66. La clase media no quería que el
gobierno estorbara sus negocios pero, como hemos visto al
exponer las condiciones de trabajo y la vida de la industria¬
lización, pronto se hizo aparente que la política librecam¬
bista había acumulado grandes riquezas en manos de unos
pocos mientras que la mayoría vivía en la pobreza, a me¬
nudo extrema. Se hizo también obvio que la pobreza no era
siempre el resultado de imprevisión personal y los trabaja¬
dores se llenaron de resentimiento y odio en contra de los
dueños de las fábricas67. Junto con las voces de los trabaja¬
dores, se empezaron a levantar las de algunos intelectuales
que protestaban contra las doctrinas del liberalismo econó¬
mico y que fueron clasificados con la etiqueta común de
«socialistas» porque endorsaban la filosofía social y econó¬
mica basada en la creencia de que la tierra, los recursos natu¬
rales y los instrumentos de producción no deben ser posesión
privada, sino pública y deben manejarse en interés de toda la
gente y no para el lucro privado. El socialismo, en sus diversas
formas, exigía un completo cambio en las estructuras econó¬
micas y sociales de las naciones.
Las dos fuerzas políticas más importantes en el desarrollo
histórico del siglo xix fueron el nacionalismo y la democracia.
El primero alentó la formación de las naciones modernas, uni¬
ficando estados separados, habitados por pueblos de la misma
nacionalidad, y dio ímpetu a las luchas por la independencia
de gobiernos extranjeros. La idea democrática fue, de todos
los logros del siglo xix en la política, la industria, la ciencia y
las artes, tal vez el exponente más alto del progreso, al dar
sentido y apreciación al valor y dignidad del hombre medio.

66 Wallbank, Civilization, pág. 341.


67 Ibid., pág. 344.
Dos épocas de crisis 35

En el campo de la técnica, la segunda mitad de la centuria


fue fecunda en invenciones. En la ciencia, los descubrimientos
se suceden cada vez más rápidamente en las diversas ramas
del saber. Tal vez la teoría científica más importante de esta
época es la de la evolución orgánica, expuesta por Jean-Bap-
tiste de Lamarck y avanzada y popularizada después por Char¬
les Darwin, la cual se sintetiza en la famosa frase «la supervi¬
vencia del más apto» de la que no hay por qué excluir al hom¬
bre, ya que él también representa una supervivencia del más
apto en la lucha por la existencia. El impacto de la ciencia y
especialmente de la teoría de la evolución sobre el pensa¬
miento de la época fue inmenso. Así como Copérnico y Galileo
le habían quitado al hombre y a la tierra toda su centralidad
e importancia astronómica, ahora la teoría de Darwin le nega¬
ba privilegios biológicos especiales en relación con las otras
formas de vida en la tierra. Como todo lo demás, el hombre
había empezado sin ventaja alguna y, como lo demás, era
simplemente lo que había logrado hacer de sí mismo68.
El campo filosófico del siglo xix se desarrolla a la sombra
de la filosofía del idealismo transcendental de Kant, quien tra¬
tó de establecer un método completo y una doctrina de la
experiencia que socavara la filosofía racionalista del siglo pre¬
cedente. Por extraña paradoja, Kant inició un gran renaci¬
miento metafísico en el idealismo absoluto de Fichte y de
Hegel69. Pero es la figura de Hegel la que domina el foro filo¬
sófico de la época. Su filosofía, que bien puede ser calificada
como idealismo dialéctico, propone que el Espíritu Absoluto
se desplega en un modelo dialéctico, modelo en el cual un
paso, comúnmente llamado tesis, es seguido por su opuesto.

68 Fuller, A History, pág. 404.


69 Aiken, The Age of Ideology, pág. ix.
36 «La Celestina

antítesis y en el cual este conflicto se resuelve parcialmente


por una síntesis de los dos elementos contendientes 70.
Karl Marx sustituye la concepción idealista del universo
hegeliano por una interpretación materialista y, armado del
método dialéctico, lo aplica a su filosofía de la historia, en la
que la clase capitalista representa la tesis que da origen a la
clase obrera como antítesis y donde se supone que la lucha
entre ambas dará como resultado la síntesis71. La aplica¬
ción pseudocientífica de las teorías biológicas de Darwin a su
análisis de la política, en el cual Marx ve a la nación o estado
como un organismo, lo llevó a la idea de que dicha teoría era
aplicable a la supervivencia de la nación más apta. El darwi-
nismo sirvió también para apoyar la creencia en la superiori¬
dad de una raza sobre otra y para justificar el empleo del po¬
der militar, la guerra y la violencia, a fin de asegurar la
supervivencia del más apto72. Herbert Spencer, por su parte,
interpreta la vida, la mente y la sociedad, en términos de ma¬
teria, movimiento y fuerza y llega a conclusiones diametral-

70 Morton White, The Age of Análysis: 20th Century Philosophers


[La era del análisis: filósofos del siglo XX] (New York: The New
American Library, 1955). Séptima impresión, 1961, pág. 14.
71 Ibid., pág. 14.
72 Wallbank, Civilization, pág. 474. Para Nietzsche, la lucha darwi-
niana de las especies no es con sino contra el medio ambiente. Los
más aptos para sobrevivir son los que son suficientemente fuertes
para enfrentarse al medio ambiente y someterlo a sus deseos y nece¬
sidades. Solamente sobrevive el que quiera activamente sobrevivir y
los más aptos son aquellos en quienes la Voluntad de Vivir es más
poderosa. Un nuevo dios, nacido de la Voluntad de Poder y acunado
y criado por sus enormes fuerzas, conflictos y tensiones, se formará,
el Superhombre, que estará «más allá del bien y del mal». Esta su
concepción del superhombre, de la Voluntad de Poder, hizo que
Nietzsche fuera adoptado como el filósofo oficial de la ideología
nazi-fascista. Nótese también que en estos mismos conceptos el exis-
tencialismo encontró una fuente de inspiración. (Fuller, A History,
págs. 441453.)
Dos épocas de crisis 37

mente opuestas a las de Marx y sus discípulos73. Augusto


Comte se alza contra la tendencia que prevalecía entre sus
predecesores, exponentes de la metafísica tradicional, de for¬
mular doctrinas filosóficas sin tomar en cuenta los hechos de
la naturaleza y de la sociedad. Comte busca una salvación que
pueda resolver el conflicto moral que había sumergido en un
caos mental a sus contemporáneos y la encuentra en el positi¬
vismo74. En los Estados Unidos, la ciencia deja sentir su in¬
fluencia en la posición filosófica principalmente de John
Dewey, conocida con el nombre de pragmatismo, basada en
la teoría de la mente como instrumento para resolver los
problemas75. Junto a estas teorías materialistas, prácticas y
mecanistas del universo, se siguieron desarrollando, tanto en
los Estados Unidos como en Europa, otras de raíces idealistas,
ya monistas como el transcendentalismo, ya pluralistas, como
el personalismo. También se puede contar entre los fenómenos
filosóficos de fines del siglo xix y principios del xx, el renaci¬
miento del escolasticismo, aunque ya no en su forma tradicio¬
nal medieval, sino en una forma renovada de tomismo filo¬
sófico 7Ó.

b) El siglo XX: ciencia y técnica; deshumanización, las


masas y el hombre masa; totalitarismo político; corrientes
filosóficas. — Los problemas de principios del siglo xx son o

73 Spencer defendía la opinión de que el proceso «natural» de in¬


tegración del individuo en la sociedad que asegure a la vez integra¬
ción y diversificación, se cumplirá en una organización social total¬
mente estable y ordenada, si se permite al individuo vivir su vida y
expresarse libremente, siempre y cuando el individuo, a su vez no
interfiera en la expresión individual de los demás. Se oponía categó¬
ricamente a los sistemas socialistas y paternalistas y argüía que el
estado existe para bien del individuo, no éste para el bien de aquel.
74 Fuller, A History, pág. 384.
75 Ver: Ibid., págs. 542 y sigs.
76 Véase: Ibid., págs. 507 a 511.
38 «La Celestina»

bien hijos de los que afectaron a los hombres del xix, o con¬
secuencias de las soluciones que ellos creyeron encontrar en¬
tonces.
La ciencia pura continúa su desarrollo a pasos agigantados,
en grado tal que cada disciplina se divide y subdivide en un
sinnúmero de especializaciones. Los descubrimientos de las
ciencias proporcionan nuevas técnicas que se aprovechan en
el nuevo industrialismo, donde se introducen los métodos de
producción en masa. Nuevas formas de energía facilitan la
producción y lo que antes fueron productos de la naturaleza,
ahora son substancias creadas artificialmente por la química.
Industrias gigantescas compiten con la industria textil y con
otros gigantes nacidos antes. Se crean organizaciones de nego¬
cios aún más grandes, algunas de las cuales se convierten en
corporaciones capitalizadas a más de un billón de dólares, con
ventas anuales que arrojan en total otro tanto. Crece la pro¬
ductividad industrial enormemente y trae la necesidad de
nuevos mercados y fuentes de materia prima, creando una
interdependencia económica mundial hasta entonces desco¬
nocida.
Aunque las condiciones del gremio obrero en general ha¬
bían ido prosperando, la condición del hombre trabajador
en particular continúa hundiéndose más y más en el proceso
de la deshumanización. La maquinaria se hace más compli¬
cada y automática en su operación y, en algunos casos, subs¬
tituye a legiones enteras de trabajadores y suprime ocupa¬
ciones antes existentes, obligando al individuo a un continuo
cambio de residencia o a la adquisición de otro tipo de des¬
treza manual.
En el terreno internacional, la combinación del sistema
de estado-nación y política del poder, el militarismo, el siste¬
ma de alianzas rivales, la diplomacia secreta, el imperialis¬
mo económico y el excesivo sentimiento nacionalista, así
Dos épocas de crisis 39

como la ausencia de idealismo, justicia y generosidad en el


trato de un grupo con otro, llevó al mundo al horror de la
primera conflagración mundial.
A pesar de la guerra, la población mundial siguió aumen¬
tando, con la consecuente concentración en las grandes ciu¬
dades que ahora ya son metrópolis. En 1930, Ortega y Gasset
hace constar el hecho de la existencia real de las muche¬
dumbres77. Pero estas multitudes ya no están compuestas
por grupos de individuos. Ahora son masas, es decir, con¬
juntos de personas no especialmente cualificadas, formadas
por abundancia de hombres-masa, de «hombre medio» que es

la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en


cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en
sí un tipo genérico... es todo aquel que no se valora a sí mismo
—en bien o en mal— por razones especiales, sino que se siente
«como todo el mundo» y, sin embargo, no se angustia, se siente
a sabor al sentirse idéntico a los demás78.

Si lo más saliente del siglo xix ha sido la creación del colec¬


tivismo79, lo más importante de la vida pública europea al
comenzar el segundo cuarto de esta centuria, era precisa¬
mente el «advenimiento de las masas al pleno poderío
social»80.
El producto más visible y notorio de la civilización con¬
temporánea, el Estado, se convierte en el mayor peligro para
la misma81. El proceso del estatismo, nos asegura Ortega,

77 José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Decimoséptima


edición (Madrid: Espasa-Calpe, S. A., 1937), págs. 37 y 38.
78 Ibid., págs. 39 y 40.
19 «La creación característica del siglo xix ha sido precisamente

el colectivismo. Es la primera idea que inventa apenas nacido y que,


a lo largo de sus cien años, no ha hecho sino crecer hasta inundar
todo el horizonte.» (Ibid., pág. 21.)
80 Ibid., pág. 37.
81 «Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la
40 «La Celestina»

es paradójico y trágico: para vivir mejor, la sociedad crea el


Estado que luego se sobrepone y «la sociedad tiene que em¬
pezar a vivir para el estado»82. Como muestras extremas del
estatismo que redujo la libertad política y exigió obediencia
ciega al caudillo y al partido, surgieron los gobiernos totali¬
tarios en Italia (fascismo), en Rusia (comunismo) y en Ale¬
mania (nazismo), cuya exaltación de un nacionalismo exa¬
gerado, llevó a la agresión y a la conquista, hundiendo al
mundo, por segunda vez, dentro de la misma primera mitad
del siglo xx, en otro conflicto mundial armado83.
En la filosofía vemos que si en la mayor parte del siglo
xix y principios del xx el idealismo, en una forma o en otra,
dominó la escena, desde principios de esta centuria su ene¬
migo natural, el realismo, bajo la bandera de «sentido co¬
mún» se dejó ver por doquier. El nuevo realismo sostiene

estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción


de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación
de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y em¬
puja los destinos humanos.» (Ibid., pág. 111.)
82 Ibid.., págs. 112 y 113.
83 Ya se han tratado de establecer paralelos entre las sociedades
de gobiernos totalitarios y la de España de épocas anteriores. Sin em¬
bargo, estoy de acuerdo con Juan J. Linz, que dice: «A pesar de
algunas similitudes entre la España de estos siglos —de hecho en la
Europa católica y en gran parte de la protestante— y las sociedades
totalitarias contemporáneas (en cuya idea ha insistido Barrington
Moore en su análisis de la Génova calvinista), el hecho de que esas
sociedades se basan en valores religiosos y no en político-seglares
hace que, cuando se trata de estudiar la vida de los intelectuales, tal
comparación sea arriesgada.» Concuerdo así mismo con su idea de que
una de las diferencias consiste en que aquella sociedad estaba esta¬
blecida sobre el principio de un muy difundido consenso cultural
en un campo bien delineado de creencias, valores e ideologías, con
cierta libertad creadora dentro de las líneas establecidas por los
límites del consenso general. (Juan J. Linz, «Intellectual Roles in
Sixteenth and Seventeenth-Century Spain» [«Papeles intelectuales en
la España del Siglo xvi y xvn»], Dcedalus [Verano 1972], págs. 59-108.)
Dos épocas de crisis 41
que la filosofía no puede divorciarse de la ciencia y que todo
conocimiento genuino se obtiene con técnicas científicas,
pero que puede ir más allá de la ciencia, proponiendo hipó¬
tesis fuera del alcance de las evidencias. En Alemania, se
destaca Edmund Husserl, exponente de la fenomenología,
ciencia de lo subjetivo y sus objetos pensados qua intencio¬
nales, cuyo método es a priori que busca conocimiento exac¬
to por medio de un abstraer los objetos del contexto de la
experiencia. En Inglaterra, los realistas se han adherido
frecuentemente a la filosofía analítica, cuya tarea es deter¬
minar cuáles son los problemas y si tienen sentido o care¬
cen de él, especialmente a través del examen lingüístico.
Los filósofos del positivismo lógico o del empirismo lógico,
tienen en común con los analistas el método del análisis
lógico, una preocupación inicial con el problema del signi¬
ficado y una predisposición a favor del tipo de esfuerzo
cooperativo típico de la ciencia, así como una insistencia en
que todos los problemas filosóficos genuinos son científicos y
pueden ser resueltos por medio de acuerdo universal, elimi¬
nando así la metafísica, puesto que las aserciones metafísicas
no son empíricas y no pueden ser sujetas al método empíri¬
co para su definición, verificación o confirmación84.
En este cuadro histórico-cultural se desarrolla el existen-
cialismo europeo, inmediatamente después de las catástrofes
nacionales de Alemania, Francia e Italia, como protesta con¬
tra el positivismo lógico, con su énfasis en el empirismo
sensorial, objetivismo, comportamentismo, lógica y ciencia.
Se alza, decimos, en favor del individualismo, la subjetividad,
la introspección y el sentimiento. No es una filosofía de las
cosas, sino de la situación humana. Se declara contra el
idealismo, por sus doctrinas de optimismo y progreso, y se

84 Ideas extractadas de Fuller, A History, págs. 557 y 558.


42 «La Celestina»

proclama campeón de lo concreto contra lo abstracto, de la


vida, en comparación con la lógica, de lo no-intelectual e
irracional, en contraste con el intelectualismo, y de la liber¬
tad como opuesto al mecanismo y al determinismo 85. Es, tal
vez, un movimiento espiritual de resistencia contra las
pseudo-filosofías del concepto totalitario del universo de los
bolcheviques y de los fascistas 86.
Uno de los resultados de nuestra época ha sido el senti¬
miento de alienación que ha llegado a sentir el hombre en
sus multi-dimensionales características psicológicas, psico-
patológicas y sociológicas, ya que atañe a los individuos y a
los grupos 87. Hegel y Marx ya habían hecho notar la aliena¬
ción de la mente el primero, y de la producción material el
segundo, y habían apuntado soluciones para resolverlas88.
Los adelantos tecnológicos que en el siglo xix fueron ins¬
trumentos para dominar y explotar la naturaleza y sus fuer¬
zas y productos, a fin de satisfacer necesidades humanas, se
aplican, en el presente siglo, para la explotación de las fuer¬
zas humanas en el interés del Estado y de la clase dirigente.

85 Ibid., pág. 603.


86 F. H. Heinemann, Existentialism and the Modern Predicament
\El existencialismo y el predicamento moderno], Primera edición
Harper Torchbook (New York: Harper and Brothers, 1958), pág. 3.
87 «La alienación es un hecho. Hay un sentido de enajenamiento en
el hombre moderno que ha aumentado considerablemente durante
los últimos cien años. Está relacionado con ciertos cambios en la
sociedad humana, con la aglomeración de millones de personas des¬
arraigadas de la Naturaleza, en las grandes ciudades, con la Revolu¬
ción Industrial y con la tendencia colectivizadora que se relacionan
estrechamente con la producción a máquina... Nosotros, los seres
humanos, hemos llegado al punto de la enajenación de la Naturaleza
en las enormes capitales del Oeste.» {Ibid., págs. 9 y 11.)
88 «El hecho de que el existencialismo surgiera como reacción al
hegelismo y al marxismo da a entender que tiene algo en común con
ellos, a saber, el deseo de vencer la alienación del hombre.» {Ibid.,
pág. 13.)
Dos épocas de crisis 43
La tecnología se hace prominente en nuestros días, porque
invade todos los campos y su espíritu y frustraciones pene¬
tran nuestro comportamiento, ya lo notemos o no. Las artes,
la arquitectura, la pintura, la música, la literatura, se trans¬
forman, produciendo obras en las que el técnico se impone
al artista, según Heinemann. «¡Pero qué era!» nos dice,
«¡Los intelectuales escriben como lunáticos y los lunáticos
afirman que ellos revelan una profunda sabiduría! »89. Den¬
tro de la filosofía, apunta Heinemann, se presenta un fenó¬
meno similar, pues entre las figuras principales de las es¬
cuelas empíricas contemporáneas, prevalecen los técnicos,
exponentes del acercamiento técnico analítico a los proble¬
mas filosóficos, que caen en los siguientes peligros: 1) pér¬
dida de substancia; 2) ceguedad-problemática; y 3) substitu¬
ción de seudo--problemas por problemas reales.
Contra todo esto se alza el existencialismo, con su énfasis
en la subjetividad y en el individuo90.

89 Ibid., págs. 15-20.


90 Ibid.., págs. 20-25. Agrega Heinemann: «Aquí es donde se pre¬
senta el problema concreto de nuestro tiempo. El que las actividades
humanas, ya sea en la filosofía o en las artes, se hayan hecho técnicas
en este sentido, muestra el hecho de que han perdido terreno en la
existencia humana. Ellas mismas, y con ellas el hombre, están des¬
arraigados.» (Ibid., pág. 25.)
A guisa de ilustrar la enajenación y falta de comprensión aun en¬
tre los mismos filósofos, compárense las ideas anteriores de Heine¬
mann, con las siguientes citas de Morton White: «Todos estos pen¬
sadores... claman por sentimientos e impulsos más hondos, que se
sientan con más fuerza que aquellos que son la base de las actitudes
más estrictas de la lógica, de la epistemología, de la filosofía de la
ciencia... Esta es una razón del predominio de la ideología comunista
entre los intelectuales de Europa y de Asia, y también explica el
poder del existencialismo, ya que ambas son filosofías callejeras,
filosofías de café que afirman tener influencia en la vida y, des¬
graciadamente, a menudo la tienen... Está bien construir una filoso-
44 «La Celestina»

fía monumental que pueda mover a los hombres a las lágrimas y


a la acción, pero ¿para qué sirve un monumento edificado sobre are¬
na y en el lodo?... Mientras pensemos que la filosofía es algo estre¬
chamente compartamentalizado donde hay Sartres que nos muevan
y Carnaps que nos den pruebas, estamos destinados a ver el mundo
filosófico desgarrado por algo mucho más deprimente que el des¬
acuerdo, es decir, la completa incapacidad de los filósofos de enten¬
derse unos a otros.» (White, The Age of Anulysis, pags. 18, 19, 21 y
242.)
II

EL EXISTENCIALISMO

ORIGEN, ANTECEDENTES INMEDIATOS, DEFINICIÓN

La filosofía de la vida, o las filosofías de la existencia,


tienen un origen muy lejano, en la antigüedad clásica. Como
dice Manuel Lamana, sabemos que el existencialismo «no es
una novedad en filosofía, que es tan viejo como la filosofía
misma» L Hay una línea que pasa por Pascal, San Agustín,
los estoicos y va a Sócrates. Jean Wahl1 2 encuentra rasgos
existencialistas en todos aquellos filósofos cuyo pensamiento
y existencia han ido unidos íntimamente, tales como William
James, Lequier, Maine de Biran, Amiel, Hegel, Renouvier,
Sócrates, Platón (que se niega a separar la muerte de Sócra¬
tes del pensamiento del mismo), los profetas que contestaban
la llamada de Dios, o Job, clamando angustiadamente a

1 Manuel Lamana, Existencialismo y literatura (Buenos Aires: Cen¬


tro Editor de América Latina, S. A., 1967), pág. 11.
2 Jean Wahl, Les philosophies de l'existence [Las filosofías de la
existencia, Barcelona: Ediciones Vergara] (París: Librairie Armand
Colín, 1959), pág. 5. [Esta y todas las citas que siguen son de la ver¬
sión francesa.]
46 «La Celestina»
Dios. Los antecedentes más inmediatos, aquellos filósofos del
siglo xix que empiezan ya a llamar sus filosofías «filosofías
de la existencia», los que, de acuerdo con Émile Bréhier,
combinan el empirismo metafísico con los sentimientos de
ansiedad del hombre, son Kant, Schelling, Kierkegaard, Jas-
pers y Scheler, con su teoría del personalismo que procede
de la fenomenología de Husserl3. En otras palabras, los an¬
tecedentes comunes serían la tradición ética, cuyo énfasis es
el hombre como poseedor de voluntad y como agente volun¬
tario (Kierkegaard, Nietzsche) y una forma completamente
diferente, diametralmente opuesta en muchos modos al vo¬
luntarismo ético: la fenomenología de Husserl4. Comparten,
además, su oposición a toda la tradición de la filosofía clásica
que era concebida como el estudio de esencias5.
La palabra «existencialismo», nos dice Mary Warnock6,
no designa un sistema o escuela. Debemos contentarnos con
emplear el término para expresar una especie de actividad
filosófica que floreció en el continente europeo, especialmen¬
te entre los años que van de 1940 a 1950. Sin embargo, conti¬
núa Warnock7, es posible distinguir entre el existencialismo
filosófico y el no-filosófico. Uno y otro comparten intereses,
más no método. No se trata, según ella, solamente de la for¬
ma en la cual el escritor decide expresarse. Es más bien
cuestión de dilucidar si se está tratando de intentar una pre¬
sentación sistemática del lugar o conexión del hombre en el
mundo. George Alfred Schrader Jr.8 se refiere a la «filosofía

3 Ibid., págs. 13 y sigs.


4 Mary Warnock, Existentialism [El existencialismo] (London,
New York: Oxford University Press, 1970), pág. 3.
5 Wahl, Les philosophies, capítulo III.
6 Warnock, Existentialism, pág. 1.
7 Ibid., pág. 3.
8 Alfred George Schrader, editor, Existential Philosophers: Kierke-
El existencialismo 47

existencial» y a los «pensadores existencialistas». Por el


hecho mismo de que el existencialismo hace hincapié en la
individualidad, los escritores relacionados con este movi¬
miento (ya por aceptación propia o por implicación de la
crítica), muestran una variedad de actitudes ante los mismos
problemas o hechos, no solamente en lo que respecta a cosas
secundarias, sino en relación a los principales problemas.
Sin embargo, los unen intereses comunes, tales como su
preocupación por la existencia humana, que el nombre mis¬
mo señala, su interés en la libertad del hombre y su espíritu
misionero que se lanza a «convertir» al lector a fin de que
éste acepte que hasta ahora ha vivido en una especie de en¬
gaño y que puede ver las cosas bajo una nueva perspectiva9.
Hago mía la definición propuesta por Wesley Barnes:

El existencialismo es un acercamiento a la vida que fija la


atención en «un hombre» y, al hacerlo, niega que pueda ser
medido o comparado con cualquier clasificación llamada «hom¬
bre» en cualquiera de los sentidos de la experiencia. Puesto
que se clasifica tradicionalmente al «hombre» en términos de
la mente, el cuerpo y la voluntad frente a la estructura de un
mundo externo, la posición existencial niega rotundamente la
aserción que sostiene que cualquier regla —física, emotiva o
intelectual— es válida en relación a un solo individuo. El
existencialismo, pues, es la conciencia de un hombre de que
él, él mismo, existe en términos del fluir de su experiencia,
fluir que puede conocer, palpar y sentir solamente dentro de
sí mismo 10.

gaard to Merleau-Ponty [Filósofos existendales: de Kierkegaard a


Merleau-Ponty] (New York: McGraw Hill, Inc., 1967), pág. 2.
9 Wamock, Existentialism, pág. 2.
10 Wesley Barnes, The Philosophy and Literature of Existentialism
[La filosofía y la literatura del exis feudalismo] (Woodbury, New
York: Barron's Educational Series, Inc., 1968), pág. 9.
48 «La Celestina»

CATEGORÍAS, TEMAS Y ACTITUDES EXISTENCIALES

Las filosofías de la existencia se oponen a las ideas de


esencia, objetividad y universalidad. De ello se deduce el én¬
fasis en la existencia, subjetividad e individualidad de la
persona. Trataré de ordenar las consecuencias filosóficas de
dicho énfasis, empleando para ello la serie de categorías
propuesta por Jean Wahl en el libro arriba citado. Bajo estas
categorías he integrado los conceptos desarrollados por Em-
manuel Mounier n. Estas clasificaciones y temas, reducidos a
lo más esencial en relación a mis propósitos, servirán más
tarde de base para el análisis de La Celestina.
La primera tríada propuesta por Wahl, se compone de:
existencia, ser y trascendencia.

a) Existencia. — Al oponerse a la filosofía de las ideas


de la esencia, el existencialismo necesariamente coloca el he¬
cho concreto de la existencia en el centro mismo de su re¬
flexión. «La existencia o vida humana es la fundamental acti¬
vidad en donde se van articulando las cosas y las ideas»,
dice Francisco Larroyo 12. Se emplea la palabra «existencia»,
se habla de la realidad de la misma; sin embargo, la existen¬
cia no es un concepto sino una señal que nos muestra el
camino hacia el reino de la no-objetividad, es decir, de la

11 Emmanuel Mounier, Introduction aux existentialism.es [Intro¬


ducción a los existencialismos. Traducción de Daniel D. Monserrat,
revisada por Fernando Vela. Madrid: Ediciones Guadarrama, prime¬
ra edición, 1967; segunda edición, 1973.] (París: Gallimard, 1962). Las
páginas que se mencionan en las citas subsecuentes, corresponden a
la edición francesa.
12 Francisco Larroyo, El existencialismo: sus fuentes y direcciones
(México: Editorial Stylo, 1951), pág. 21.
El existencialismo 49

subjetividad, de la emoción13. La primera peculiaridad que


observa el existente es que ha nacido desnudo, ciego; ha sido
arrojado o echado en la situación en que se halla; se encuen¬
tra ahí, simplemente, ahora. Cuando su conciencia despierta
a la vida, ya está ahí. Es una situación de hecho (facticidad);
es la contingencia del ser humano, que se halla aprisionado
en sus circunstancias vitales de las cuales no puede evadir¬
se. La facticidad y la emotividad angustiosa del hombre
frente a ella, producen la idea y sentimiento de la existencia.
La primera característica de la existencia es que no es
definible. No puede conocerse objetivamente. La razón se
declara impotente para llegar a tal conocimiento. El primer
cuidado del hombre es existir; la existencia a su alrededor,
su supremo interés 14. El descubrimiento del yo del existen¬
te, al ir haciéndose a sí mismo, le trae la conciencia de sen¬
tirse viviendo en el mundo. El conocimiento del yo como
pensador subjetivo es la segunda característica. La tercera
es que la existencia es la vida del hombre auto-deseado, auto-
determinado, del individuo apasionado que se conoce como
tal. Finalmente, la existencia es un constante hacerse, activi¬
dad, acción. No tiene naturaleza ya hecha; es un continuo
llegar a ser 15. Es temporalidad, desenvolvimiento, quehacer,
tarea.
El individuo debe tomar su destino en sus propias manos,
haciendo de la existencia la palpitación de una vida intensa,
sumamente subjetiva. Para Jaspers, el existente es aquel que
está en relación consigo mismo y con la trascendencia, a un
mismo tiempo. Para Gabriel Marcel, no vale decir que tengo
cuerpo, puesto que yo soy mi cuerpo16. Para Heidegger, la

13 Wahl, Les philosophies, pág. 43.


14 Mounier, Introduction, pág. 23.
15 Larroyo, El existencialismo, pág. 22.
16 Wahl, Les philosophies, pág. 50.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 4
50 «La Celestina»

existencia humana (Dasein en alemán) es temporalización


y distancia. También es preocupación o cuidado (Sorge)
puesto que está siempre vuelta hacia el futuro y ligada con
otra u otras cosas 17. Para Sartre, la existencia es variable
y frágil y se define primero y ante todo por los actos del
existente: uno es lo que uno hace. Uno es lo que es su vida;
el existente es el artesano de su propia y cambiante estruc¬
tura. Yo me defino por mis propios actos.

b) Ser. — El ser, como la existencia, es una categoría


irreductible a definiciones por medio de la razón. Es el punto
de partida, nunca el fin, de la reflexión filosófica, identificado
y ligado a la facticidad. El ser humano no es lo que es por
decreto eterno, fijo, de una esencia que le haya sido im¬
puesta; es lo que ha resuelto ser: autodeterminación. Por
eso, el hombre no puede darse una definición abstracta de sí
mismo, anterior a su existencia; es su existencia. Es lo que
él se ha hecho. Sus características son maneras de existir
concretamente que lo llevan hacia adelante, en la aventura
de sí-mismo 1S. De acuerdo con Heidegger, el Ser se revela a
través de su ausencia; es a la vez presencia y ausencia; se
manifiesta, pero nunca completamente y hasta podemos de-
cir que se esconde. Por eso no se puede encontrar una solu¬
ción adecuada al problema del Ser; solamente podemos ha¬
cer preguntas acerca del mismo. Lo que distingue al hom¬
bre moderno es que puede apreciar la presencia del Ser
solamente a través de su ausencia. Sartre propone dos clases
de Ser: Ser-en-sí y Ser-para-sí. El uno es plenitud, el otro
vaciedad. El primero es estático, el segundo está dotado de

17 Larroyo, El existencialismo, pág. 100.


18 Mounier, Introduction, pág. 47.
El existencialismo 51

un dinamismo incesante que es más bien ausencia que pre¬


sencia 19.

c) Trascendencia. — En ésta, como en las otras catego¬


rías, las filosofías de la existencia ofrecen variedad de signi¬
ficados. La trascendencia es la categoría que está precisa¬
mente en el polo opuesto a la facticidad del hombre. Uno es
capaz de trascender su mundo y de hecho lo hace a través
de su existencia, ya que ésta, como la describe Kierkegaard,
está constituida por actualidad y posibilidad. El hombre no
es solamente lo que de hecho parece ser sino también aque¬
llo que aspira a ser. Tiene capacidad de rebasar los límites
del momento, de trascenderlos20. Para Kierkegaard y Jas-
pers, la trascendencia tiene principalmente un sentido que
pudiéramos llamar vertical, hacia el Absoluto, lo Entera-
mente-Otro, el Todo-Circundante. Las filosofías de la exis¬
tencia incluyen también un sentido horizontal. Jaspers mis¬
mo expone el significado de la trascendencia en el cruce de
lo temporal y lo eterno, en la experiencia del instante, en la
posibilidad de «comunicación o contacto con los abarcado¬
res límites»21. Heidegger propone cinco sentidos de la tras¬
cendencia: tres horizontales (de lo posible a lo real; de exis¬
tente a existente y del presente al futuro) y dos verticales
(se trasciende hacia el Ser, cuyo significado puede ser la
nada; sabemos que existimos en el sentido en que estamos
sobre la nada)22. En Sartre, como se verá en los capítulos IV
y V, sólo existe el sentido horizontal.

19 Wahl, Les philosophies, págs. 62 y 63.


20 Schrader, Existential, pág. 25.
21 Larroyo, El existencialismo, pág. 122.
22 Wahl, Les philosophies, págs. 69 y 70.
52 «La Celestina»

La segunda tríada de las categorías existenciales de Wahl


se relaciona con el tiempo y se compone de posibilidad y
proyecto; origen o fuente; y ahora, situación, instante.

a) Posibilidad y proyecto. — Estos conceptos se refieren


a la idea de futuro. El tiempo o duración es primordial para
los existencialistas. «Una doctrina de la temporalidad es in¬
separable de toda filosofía existencial», dice Emmanuel Mou-
nier23. Tanto para Kierkegaard como para Jaspers, el tiempo,
como el ser, es plenitud. Su principal dimensión es el futu¬
ro. Así, la idea de la posibilidad se convierte en el eje de la
filosofía de Kierkegaard24. Heidegger acentúa la llamada del
futuro al mismo tiempo que su urgencia trágica, ya que es
la de la muerte. Para Sartre, la duración es irrevocablemente
hendida, hueca; puesto que el pasado ya está preterido, es
la caída del para-sí en la inmovilidad fija del en-sí; el pre¬
sente es la fuga perpetua frente a esta muerte que nos llega
a los talones. Esta categoría también toma dos carices di¬
ferentes y a veces opuestos en las dos tradiciones existencia-
listas: uno de tipo horizontal (Heidegger, Sartre) y otro de
tipo vertical (Jaspers, Marcel, Kierkegaard).

b) Origen o fuente. — Puesto que el existencialismo es,


en cierto modo, si no un rechazo del esencialismo teológico
y conceptualista, cuando menos lo opuesto, la idea de ori¬
gen no tiene la importancia primordial que cobra en otros
sistemas filosóficos. Se presume que la existencia de hecho
está, en sí misma, vacía de cualquier interpretación que la
mente quiera imponerle por otro medio que no sea empíri¬
camente sensorio. Hay, sin embargo, una común idea de
retorno al origen o a la fuente. El individuo genuino, el exis-

23 Mounier, Introduction, pág. 49.


24 Wahl, Les philosophies, págs. 75 y 76.
El existencialismo 53

tente, tratará de conocerse a sí mismo a través del retorno


a su origen; al mismo tiempo, buscará este conocimiento
lanzándose hacia adelante, hacia el futuro. Así unirá su pasa¬
do y su futuro en la plenitud del presente25.

c) Ahora, situación, instante. — Generalmente hablando,


la unión del pasado y del futuro puede hacerse superficial¬
mente, por medio de ahoras que constituyen un tiempo inau¬
téntico. Heidegger emplea el término Geworfenheit (desam¬
paro), pues nos encontramos como arrojados en este mundo
sin saber por qué, en el proceso de la existencia humana que
es temporalización. «El hombre está condenado a ser libre»,
dirá Sartre, mas libre en el ahora. Cuando la posibilidad se
presenta en actualidad, siempre es en una situación. En Sar¬
tre, ésta es una idea primordial. Todos nuestros actos, según
él, pueden ser interpretados de manera diferente, si se mi¬
ran desde el punto de vista de nuestra libertad o en térmi¬
nos de nuestra situación. La segunda debe subyugarse a la
primera por ser idea más básica26.
El instante es el encuentro auténticamente concebido de
tiempo y eternidad. Es lo que nos eleva sobre los planos de
pasado y futuro, el momento en el cual, con decisión reso¬
luta, unimos nuestro origen y proyectos, aceptando la res¬
ponsabilidad de lo que somos27. El sentimiento dominante
en esta condición, que encontramos desde Pascal a Sartre,
es el de la angustia, que viene acompañado siempre del
vértigo. La angustia es el sentimiento auténtico de la condi¬
ción humana. El estado de un hombre hecho para la elec¬
ción, no puede ser otro que el de un hombre de riesgo28.

25 Ibid., pág. 78.


26 Ibid., págs. 82-84.
27 Ibid.
28 Mounier, Introduction, págs. 53 y 54.
54 «La Celestina»

La tercera tríada de Wahl está formada por elección y


libertad, nada y temor, y autenticidad.

a) Elección y libertad. — En Kierkegaard, hay primero


una elección superficial, que pertenece al estadio estético, o
sea el de placer puro. Luego viene la elección ética y final¬
mente la religiosa. Aun cuando no haya signos objetivos que
nos marquen el camino, debemos ir más allá del estadio
ético 29. También para Jaspers, la idea de la libertad es un
concepto central. Somos libres, porque la trascendencia se
esconde de nosotros. «Todo hombre», dice Jaspers, «en sus
limitaciones y en sus imperfecciones, es un símbolo, una
clave cifrada de la trascendencia»30. Si ésta nos fuese reve¬
lada directamente, no podríamos ser libres ya que nos domi¬
naría. El dominio de la existencia es el dominio de la liber¬
tad y, por consiguiente, de posibilidad, proyecto y elección31.
En algunos existencialistas, principalmente los que se
inclinan a las soluciones cristianas, la libertad es finalmente
trascendida por la trascendencia. En el punto más alto de
nuestra libertad, tenemos la sensación de que somos incapa-

29 Wahl, Philosophies, pág. 86.


30 Larroyo, El existencialismo, pág. 123.
31 Guillermo de Torre hace notar los siguientes conceptos de José
Ortega y Gasset en relación con la categoría de la libertad: «el hom¬
bres es libre, quiera o no, ya que, quiera o no, está forzado en cada
instante a decidir lo que va a ser», y «Pero el hombre —agrega— no
sólo tiene que hacerse a sí mismo, sino que lo más grave que tiene
que hacer es determinar lo que va a ser... Este programa vital es el
yo de cada hombre, el cual ha elegido entre diversas posibilidades de
ser que en cada instante se abren ante él». Hace hincapié Guillermo
de Torre en el hecho de que estos conceptos y el de «Soy por fuerza
libre, lo soy quiera o no» preceden cronológicamente al concepto
sartreano del que me ocupo a continuación. (Ver: Guillermo de
Torre, Ultraísmo, Existencialismo y Objetivismo en literatura [Ma¬
drid: Ediciones Guadarrama, S. A., 1968], págs. 182 y sigs.
El existencialismo 55

ces de desearnos de otro modo. En Sartre, la libertad es la


posibilidad constante de ser algo diferente de lo que somos.
Es un hecho, es parte de nuestra facticidad. No somos libres
de no escoger. Pero hay varias limitaciones —la lucha contra
la necesidad, por ejemplo—. Ortega y Gasset dice simple¬
mente: «la libertad es la capacidad de no aceptar una nece¬
sidad»32. Para Jaspers, nuestros proyectos están limitados
por nuestro pasado. Ortega y Gasset se expresa en su bien
conocida fórmula: «Yo soy yo y mi circunstancia.» En Hei-
degger, la posibilidad o proyecto está caracterizado por el
hecho de que todo tiene un fin: la muerte. Nuestro destino
es vivir como seres limitados por la muerte. Tenemos que
decidir ser lo que somos —seres finitos con proyectos limi¬
tados por nuestro pasado histórico e inmediato.

b) Nada y temor. — La angustia o temor está relacio¬


nada con la idea de la elección. Como hay infinitas posibili¬
dades, incluyendo la del mal, y como no tenemos signos ex¬
ternos que nos guíen, es sumamente difícil determinar si en
una posibilidad particular nuestra elección es correcta; es¬
tamos en el terreno del riesgo absoluto. No sabemos si esta¬
mos cayendo en el precipicio de la nada o arraigando nuestra
identidad al afirmar la existencia. Según Heidegger, sola¬
mente a través del temor podemos avanzar de lo inauténtico
a lo auténtico. En Sartre, el mismo sentimiento de temor o
angustia, acompañado esta vez de la náusea, pasa a ser el
sentimiento fundamental33. La libertad y la elección emer¬
gen de la nada y aunque esta categoría se encuentra en
Kierkegaard en relación con la idea de temor, no es en él
tan importante como en Heidegger y luego en Sartre. El fin

32 Ibid., pág. 185.


33 Condensado de Wahl, Les philosophies, págs. 99-105.
56 «La Celestina»

del ser humano se convierte en Heidegger en algo absoluto y


esencial34. Cada vida, como en los versos de Manrique, va a
dar irremediablemente a la muerte, que es nuestra posibi¬
lidad suprema. Morir mi propia muerte es mi posibilidad
más personal, la más auténtica y la más absurda al mismo
tiempo. No está presente al fin de mi vida, está allí, en cada
momento de mi vida, en cada acto de mi vivir35. En Sartre,
el ser de la realidad humana no se determina como un
supuesto ontológico, sino como falta del ser, ranura dentro
de la plenitud, «distancia nula» y sin embargo infranquea¬
ble que el ser porta en su ser, modo de no-ser su propia coin¬
cidencia. Yo mismo soy nada, puesto que yo soy el que in¬
troduzco la idea de la nada en el mundo, ya que por la rea¬
lidad humana la carencia aparece en el mundo. A la vez, la
carencia humana es esfuerzo perpetuo hacia una plenitud y
hacia una coincidencia consigo mismo, cuyo ímpetu resulta
siempre insatisfecho3Ó.

c) Autenticidad. — De las ideas del temor y de la nada


podemos avanzar a las de banalidad (inautenticidad) y auten¬
ticidad o sea, a los temas de la conversión personal, la exis¬
tencia perdida y la existencia reconquistada, como los cla¬
sifica Mounier37.
Las filosofías existenciales son unánimes en ese punto:
han dado la señal del despertar personalista en el pensa¬
miento contemporáneo. En algunos, Kierkegaard, por ejem¬
plo, este personalismo va acompañado de una cierta soledad,
mas no como un fin, sino como medio necesario para que el
hombre se separe de su contorno para objetivarlo o cono-

34 Ibid., págs. 105 y 106.


35 Mounier, Introduction, págs. 60 y 61.
Ibid., pág. 66.
37 Ibid., pág. 77.
El existencialismo 57

cerlo y retornar a la conciencia personal. La existencia per¬


dida o banal es aquella que todos los hombres llevan en ma¬
yor o menor grado. El individuo se deja llevar de un lado
a otro por los hábitos y costumbres aceptados por todos;
vive en el mundo del uno, vago e impersonal, en el que rinde
culto a la banalidad mediana, haciendo continuo uso del
rasero nivelador de lo nuevo, de lo excepcional, lo personal,
lo secreto. Es una existencia descuidada e irresponsable. Es
el estado más constante de la existencia humana y muchos
pasan por la vida sin trascenderlo jamás. Se trata de una fuga
constante ante la responsabilidad personal. Es una especie
de renuncia. El individuo que así vive, según Sartre, lo hace
de mala fe. La mala fe es una mentira sin mentidor; el exis¬
tente llamado por Sartre Salaud, es el que se mantiene con
la conciencia adormecida por esa mentira vital o el que, aún
a veces lúcido, se concreta a jugar con sus trampas sin optar
decididamente por la lucidez y la libertad. Por traición, la
mala fe se instala en nosotrosx.
Suele ocurrir que el individuo puede adquirir conciencia
de sí mismo, se separa de su contorno no física sino mental,
espiritualmente y se da cuenta del mundo. Hay, al comienzo
de este saber, una acción libertadora y bajo esa acción una
elección. Decidirse a elegir es el primer efecto de la conver¬
sión. El Escógete-a-ti-mismo reemplaza al Conócete-a-ti-mis-
mo, ya que el individuo se conoce, en el sentido bíblico, al
fecundarse. En Heidegger, hace falta también que el indivi¬
duo tome posesión de sí mismo y se arranque de esa disper¬
sión del uno. Esta conversión responde a la llamada que el
existente inserto en la desgracia y desnudez de su soledad
original lanza al existente difuso en el uno impersonal39.

38 lbid., págs. 85-87.


39 lbid.., pág. 84.
58 «La Celestina»

En Nietzsche, el hombre que dice «sí» a la vida constante¬


mente y no se retracta, aunque la vida ocurra de manera
absurda, habrá triunfado sobre el pesimismo y llegado al
amor de su destino40. En Sartre, la vida superior aparece
sobre todo como una alegría de libertad. El primer paso del
existencialismo es hacer que cada hombre tome conciencia
de sí mismo y de que él es enteramente responsable de su
propia existencia para que, al hacerse así cargo de ello, pue¬
da llegar a ser el dueño y poseedor del mundo entero41.

La cuarta tríada de categorías propuesta por Wahl, es la


que se compone de el único, el otro y la comunicación.

a) El único. — Es el individuo aislado, único, al que se


dirige Kierkegaard. Este individuo no es reducible a ningún
sistema; no es solamente un momento en la historia; no es
posible expresarlo ni por sus trabajos. El individuo, el Único,
tiene secretos que no son comunicables, él solo puede oír su
propia voz; no puede unirse a la sociedad de otros hombres
y ha de llevarse su secreto hasta la tumba. En Jaspers, el
Único es el existente que escoge ser ante la trascendencia42.

b) El otro. — El problema del otro es una de las grandes


conquistas de la filosofía existencial, la que lo ha puesto en
un lugar central. Además, la crítica existencialista se fija en
el peligro de alienación que amenaza a cada existente cuando
considera sus relaciones con los hombres únicamente bajo
el plan de la organización del mundo. En la experiencia si¬
multánea de lo demasiado cerca y lo extraño que nos da el
contacto objetivo, sin transfigurar, se desarrolla una náusea

40 Wahl, Les philosophies, pág. 113.


41 Mounier, Introduction, págs. 91 y 92.
42 Wahl, Les philosophies, págs. 114-115.
El existencialismo 59

del contacto con otro, semejante a la que nos da el contacto


con las cosas. En el existencialismo cristiano, si bien hay
abismos de soledad e incomprehensión, cuando menos queda
la promesa de reconciliación y algún resto de la comunidad
original de los hombres. El grupo ateo, aunque ha intentado
encontrar un lazo entre los existentes, lo ha hecho bajo la
forma de conflicto o de esclavitud43. En Jaspers, el otro es
presencia y llamada, es semejante a la vez que permanece
irreductiblemente otro en la condición malhadada en que
nos encontramos. El diálogo, a la vez combate y comunión,
constituye la existencia misma 44. Sartre nos invita a una acti¬
tud totalmente diferente. El hombre no está solo, es visto,
vigilado, trascendido por otro, ya que la esencia de las rela¬
ciones entre los hombres no es «estar con» sino «estar en
conflicto con», como veremos más adelante. Para otros, como
Scheler, Buber o Gabriel Marcel, el otro es contribuyente a
mi más íntima vida espiritual en cuanto a que nuestro inter¬
cambio tiende a reducir en mí la indisponibilidad. No es un
límite para mí, sino una fuente. El tú es aquel en quien nos
descubrimos y por el cual nos elevamos: surge en el corazón
de la inmanencia y de la trascendencia. No rompe nuestra
intimidad, la descubre, la eleva. Crea un universo de expe¬
riencias que no tenía realidad fuera de este encuentro. Como
individuo, sólo puedo colmar mi plenitud en diálogo de exis¬
tente a existente. Para llegar a ello, sin embargo, debo pri¬
mero asegurar mi existencia y esto no lo puedo hacer sino
con el otro y por el otro, deseando que él sea él mismo en su
libertad, como yo trato de serlo en la mía. Esta cooperación

43 Mounier, Introduction, págs. 109-111.


44 Ibid., pág. 166.
60 La Celestina»

es a la vez combate y desgarramiento así como amor y co¬


munión 4S.

c) La comunicación. — Al discutir la categoría del único


y la del otro, me vi obligada a anticipar algunos conceptos
en relación con la de la comunicación. Puesto que el indivi¬
duo es ser-en-relación, esto significa para unos estar-con y
para otros estar-en-conflicto-con. Todo conocimiento, para
Kierkegaard, es subjetivo y la comunicación directa con
otros es imposible; sólo podemos hacer intentos a través de
formas indirectas, que llevan al malentendido, otra idea cen¬
tral en Kierkegaard 4é.
En la categoría de comunicación (o falta de ella) podemos
incluir el tema de la enajenación. El pecado y los efectos del
mismo hacen al hombre víctima de una enajenación que lo
separa no solamente de Dios, sino de la creación entera y
de sí mismo. El énfasis en el mal moral es una tendencia
común a todo el existencialismo cristiano. En el ateo, la
enajenación ocupa un lugar central47. Esta idea y la de la
soledad, se hacen absolutas en la perspectiva Heidegger-
Sartre48. En Jaspers, este problema está latente en las áreas
del conocimiento o del saber, de la verdad como categoría
filosófica, de la moralidad, de la subjetividad y de las rela¬
ciones entre existentes49.
Rigurosamente ligado al problema de la comunicación
está, en el existencialismo ateo, el concepto de la no-existen-

«5 Ib id., págs. 128-30.


46 Wahl, Les philosophies, págs. 116-118.
47 Mounier, Introduction, págs. 55 y 56.
48 Ibid., pág. 65.
49 Richard F. Gravau, «Karl Jaspers, Communication Through
Transcendence» [«Karl Jaspers, La comunicación a través de la trans¬
cendencia»], en Existential Philosophers: Kierkegaard to Merleau-
Ponty, editado por Alfred George Schrader, Jr., Op. cit., pág. 133.
El existencialismo 61

cia o ausencia de Dios. Sartre simplemente mantiene que


Dios no existe. Paul Foulquié explica:

El gran argumento invocado varias veces en El ser y la


nada, es la contradicción implícita en la noción de un ser que
sería el fundamento de sí mismo o causa sui. Este argumento,
que Sartre no desarrolla, se expone como sigue: para funda¬
mentar la propia existencia, haría falta existir antes de existir,
lo que es evidentemente contradictorio 5°.

La idea filosófica de la no-existencia de Dios se amplifica, par¬


ticularmente en el existencialismo literario, a la idea de la
ausencia de Dios, del silencio de Dios. Se llega a entronar a
otros seres, pasiones, sentimientos y hasta cosas que toman
el lugar hasta ahora ocupado por Dios.

La quinta tríada propuesta por Wahl es la que se rela¬


ciona con el concepto de la verdad y se compone de la
verdad-subjetividad, la verdad-ser, y multiplicidad de verda¬
des. No voy a separar estas categorías como lo hice con las
anteriores, ya que están sumamente ligadas entre sí.
El existencialismo oscila entre dos polos en cuanto a la
verdad. En Kierkegaard, la desconfianza en la objetividad es
lo más fuerte. Los fenomenólogos, por otra parte, así como
los que han seguido bajo su influencia, han tratado de ligar
a la teoría de la existencia una teoría del ser y de salvar
paralelamente la autenticidad y la verdad51. Para Kierke¬
gaard, la verdad es esencialmente subjetividad. Radica en la
tensión, en la intensidad de nuestra relación con aquello en
que creemos. Su dialéctica coloca al hombre, esencialmente
finito, a la vez en el terreno de la verdad y en el de la false-

50 Paul Foulquié, L’existentialisme [El existencialismo'], Quatrozié-


me édition, revue et corrigée (París: Presses Universitaires de France,
1947), pág. 82.
si Mounier, Introduction, págs. 158 y 159.
62 «La Celestina»

dad52. Para Heidegger, «Significado es esencialmente para


un sujeto». Comprendemos las cosas en una situación y bajo
cierto estado de espíritu (Stimmung)53. Para Jaspers, la filo¬
sofía no conduce a la verdad, sino a mi verdad de existente,
a buscar el significado de la existencia, a través de la mía
propia. Al encontrarla, no puedo transferir mi verdad a
otro54. El existencialismo ruso, representado por León Ches-
tov y Nicolás Berdiaeff, muestra una concepción religiosa
del mundo. La verdad necesaria obliga y trae consigo una
moral imperativa, que limita la libertad humana. «Ser hom¬
bres libres es comprometerse a ser hombres»5S.
Que tenga éxito o no, la crítica existencial nos habrá ha¬
bituado a considerar que toda esencia real es la esencia de
un acto y que la esencia es la que complementa a la existen¬
cia y no lo contrario. La existencia es, bajo la mirada del
hombre, amasada para ser inteligible y nos lleva a la verdad
y a la intensidad. Desde el principio, el existente auténtico
estará ligado a un espíritu de verdad que lo lleva a romper
su complacencia y buscar, más allá de su experiencia bruta,
el universo viviente, indisolublemente, de Vida y Verdad 56.

La sexta y última tríada de categorías es la que forman


la paradoja, la tensión y la ambigüedad. No son estrictamen¬
te categorías ontológicas o filosóficas, sino que tienen que ver
con los métodos y técnicas estilísticas que emplean los filó¬
sofos de la existencia para hacernos percibir sus ideas57.

52 Wahl, Les philosophies, págs. 124-126.


53 Karsten Harries, «Martin Heidegger, The Search for Meaning»
[«Martin Heidegger, La búsqueda del significado»], en el libro editado
por Schrader, Existential Philosophers, Op. cit., págs. 165 y sigs
54 Mounier, Introduction, pág. 163.
55 Larroyo, El existencialismo, págs. 158-62.
56 Mounier, Introduction, págs. 168 y 169.
52 Wahl, Les philosophies, capítulo VI.
El existencialismo 63
Otra constante entre estos escritores, es el empleo de la
ironía, relacionada estrechamente con los elementos de esta
última tríada que pertenece más bien al terreno de la retó¬
rica. En el capítulo VII se verá cómo funcionan estas técni¬
cas, tanto en los conceptos existencialistas como en La
Celestina.

IMÁGENES, METÁFORAS Y MITOS


DEL EXISTENCIALISMO LITERARIO

Puesto que la ideología existencialista hace hincapié en


el individuo, no es de sorprender que emplee todos los géne¬
ros literarios y una variedad de técnicas y formas para dar
cuerpo a sus ideas.
Nathan Scott ha hecho notar la intensa preocupación de
los jóvenes sensitivos de nuestros días por la búsqueda de
nuevos símbolos y mitos. La literatura de este tiempo, así
como la del grupo de tendencias existencialistas, es rica tam¬
bién en su variedad de mitos, símbolos, metáforas e imáge¬
nes. Scott reduce a cuatro los principales mitos o modelos
de exposición simbólica de la condición humana en dicha
literatura, a saber: 1) el mito del Isolato-, 2) el del Infierno;
3) el mito del Viaje; y 4) el de la Santidad o Santificación.
Añade que una excursión a través de dichos mitos se pare¬
cería a la que Dante hizo en la Divina ComediaS8. Basaré mi
exposición en estos cuatro encabezamientos principales, dan¬
do algunos ejemplos de los que menciona Scott, pero aña¬
diré algunas observaciones personales y mencionaré tam¬
bién imágenes y símbolos que interesan para el presente
estudio.

58 Nathan A. Scott, Modern Literature and the Religious Frontier


[La literatura moderna y la frontera religiosa] (New York: Harper
and Brothers, 1958), pág. 171.
64 «La Celestina»

El mito del Isolato presenta, entre otros, los temas del


aislamiento y la enajenación. Libros tales como Luz de Agos¬
to, de William Faulkner; Victoria, de Conrad; Ulises, de
Joyce; Brighton Parque de Atracciones, de Graham Greene;
El extranjero, La caída y La peste, de Camus; La náusea y
El muro, de Sartre; Esperando a Godot, de Samuel Beckett;
La condición humana, de Malraux; Niebla, de Unamuno; La
condena y El castillo, de Kafka, presentan una imagen del
hombre como un Isolato, del individuo «que vive por sí
mismo en su propio continente»59. Entre los símbolos con¬
cretos de dicho aislamiento, empleados por estos y otros
autores, se encuentra repetidamente un aposento o cuarto,
ya como habitación («El cuarto» de Sartre), ya como pieza
o espacio (la cárcel en El extranjero de Camus y en El muro,
de Sartre). Otras veces se trata de una imagen de la desespe¬
ración, como es el caso de la ciudad de Orán, en La peste,
de Camus. Este espacio cerrado toma a veces formas inespe¬
radas, como, por ejemplo, la metáfora del cangrejo y otros
crustáceos en la literatura sartreana60. A estas imágenes
concretas del encarcelamiento, se añade la escurridiza de la
mirada que puede ser una fuerza positiva, como en el Diario
de un cura rural de Bernanos, en que la mirada del sacerdo¬
te, personaje principal, hace que sus interlocutores tomen
conciencia de sus íntimas motivaciones, ocasionando un

59 Ibid., pág. 72.


50 «La metáfora del cangrejo y de la concha evoca un espacio ce¬
rrado, una prisión inherente a la naturaleza de su prisionero, segre¬
gada en alguna forma por éste y que transporta consigo por doquiera
que va y de la cual no puede evadirse. Se protege así de la realidad
exterior, pero al mismo tiempo se enajena radicalmente de ella.»
(Marie-Denise Boros, «La métaphore du crabe dans l’oeuvre littérai-
re de Jean-Paul Sartre» [«La metáfora del cangrejo en la obra lite¬
raria de Jean-Paul Sartre»], Publications of the Modern Language
Association, LXXXI [1966], 446-50.)
El existencialismo 65

cambio hacia una mejor y más verdadera esencia. Pero, como


en el caso Sartre, la mirada puede ser también una fuerza
negativa, que trae consigo un sentimiento de encarcelamien¬
to, de posesión o de «cosificación»61. El muro es también
un símbolo de esta enajenación (Fin de partida, de Samuel
Beckett), así como la niebla (en Niebla, de Unamuno), des¬
crita a veces como «el último de los círculos dantescos» (en
La caída, de Camus). En Gide, encontramos como símbolos
persistentes de las limitaciones humanas, las entradas, puer¬
tas, jardines y el contraste entre la luz y la oscuridad62.
El mito del Infierno, que cobra vida en las obras de
William Faulkner, describe un mundo «contaminado, fun¬
damentalmente, por algo así como el Pecado Original»63. Es
el mundo en que habitan los ángeles caídos, los adanes y las
evas arrojados del paraíso. Es el mundo de la caída en la
concupiscencia (Mouchette, de Bernanos, y Moira, de Julien
Green), el de la pérdida de la inocencia {La caída, de Camus);
es el mundo de la Nada {La náusea, de Sartre); en fin, el de
la desintegración del significado (el teatro de Ionesco). Es
el mundo en el cual el hombre se ve ante la peor crisis de
toda su historia M, pues, habiendo perdido su fe en el sistema

61 «Pero es en Huis-Clos donde la mirada de otro adquiere toda


su significación... completamente preocupados por su imagen refle¬
jada en los ojos de otro... están por completo a la merced de los
otros.... Su Infierno es precisamente su impotencia para controlar
esta imagen de sí mismos que flota caprichosamente en la pupila de
otro.» {Ibid.).
62 Ver: Jean Bonheim and Helmut Bonheim, «Structure and Sym-
bolism in Gide’s La Porte Etroite» [«Estructura y simbolismo en
La puerta angosta de Gide»], French Review, XXXI, n.° 6 (1958), 487-97.
63 Scott, Modern Literature, pág. 76.
64 «La comparación del presente con la época de 1500 y de 1800,
consecuentemente da lugar a la impresión general de que el mundo
está ahora en la angustia de una sacudida mucho más intensa y más
fundamental que en cualquiera de los períodos anteriores.» (Johan

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 5
66 «La Celestina»

de valores religiosos y morales del cristianismo y su esperan¬


za en el orden social, se ha instalado en una actitud de culto
a la vida, sin una clara orientación de la visión de la muerte,
pero con una firme creencia en su derecho a la felicidad.
«Démosles una laya, una cama matrimonial y un metro de
cadena de oro», dice Huizinga65. Y, sin embargo, nada de
esto le ha bastado al hombre para aliviar su aislamiento, su
enajenación para darle nuevo significado a su existencia,
para sacarlo de su nada, o para transformar su infierno
cuando menos en un sufrible purgatorio.
El escritor existencialista se ha explayado en la exposi¬
ción de este aspecto de la vida moderna: el culto a la vida
y la inútil búsqueda de la felicidad personal, que toma toda
clase de formas, dominando en el primero la expresión se¬
xual o amorosa y en la segunda el deseo de adquisición o
acumulación de posesiones materiales. Los símbolos expresi¬
vos son tan variados como los temperamentos de los escrito¬
res. Uno que parece prevalecer y que representa ya sea un
estado social o económico deseado, ya una protección del in¬
dividuo contra los elementos de la naturaleza o contra la
sociedad que lo rodea, es el que toma la forma ya de capa,
chaqueta, sobretodo, abrigo, ya de estuche, caja, caparazón,
o algo por el estilo66. Al adquirir o perder este símbolo, el
destino del personaje cambia radicalmente. A veces, como

Huizinga, In de schaduwen van margen; een diagnose van het geeste-


lijk lijden van onzen tijd. Haarlem, H. D. Tjeenk Willink & zoon
n. v., 1935. Las citas son de la edición en inglés, In the Shadoxv of
Tomorrow [New York: W. W. Norton & Co., Inc., 1936], págs. 33-34.)
65 [«Give them a spade, a marital bed and a yard of gold braid.»]
Ibid., pág. 112.
66 Observación hecha por el Dr. J.-P. Barricelli, durante el curso
«Comparativo Literature S123 ‘Existentialism and the Continental
Short Story’» que dictó en la Universidad de California en Riverside,
durante el verano de 1972.
El existencialismo 67

se verá más adelante, puede hasta significar la pérdida de la


vida.
El mito del Viaje, de viejo abolengo, puede tomar varias
formas67. Se trata de un viaje ya sea a través del «yo» irra¬
cional o introspectivo tal como en la novela El desprecio
de Moravia, en la cual el escritor de un guión cinematográ¬
fico para una película sobre Ulises asevera lo siguiente:

Freud nos servirá de guía en este paisaje interno de Ulises


y no Bernardo con sus cartas geográficas y su filología que no
explica nada... y en lugar del Mediterráneo exploraremos el
ánimo de Ulises... o mejor, su subconsciente68.

Puede tratarse también de un viaje a través del mundo que


contiene a los autores o a sus personajes y que es el paisaje
del alma del hombre contemporáneo. Es siempre una bús¬
queda del «yo», o un encuentro con el mismo, como en la
novela El inmoralista, de Gide, en la que Michel viaja a di¬
versos lugares en busca de su «nuevo ser»: siendo un hom¬
bre intelectual, un humanista de biblioteca, se ve a las puer¬
tas de la muerte y viendo que está a punto de perder el ser
sensorio que nunca había conocido, se lanza frenéticamente
a buscarlo y a desarrollarlo en todas las experiencias con¬
cretas posibles, durante viajes a través del África del Norte
y de Francia 69.

w Ver: Scott, Modern Literature, pág. 79.


68 Citado por John J. White, Mythology in the Modern Novel: A
Study of Prefigurative Technique [La mitología en la novela moderna:
Un estudio de la técnica prefigurativa] (Princeton, N. J.: Princeton Uni-
versity Press, 1971), págs. 167 y 168.
69 El cuarto y último mito mencionado por Scott [Op. cit.) es el
de la Santificación o la Santidad que, por su relativo optimismo, es
menos común en la literatura de hoy. Por supuesto, es desarrollado
por los existencialistas de vena cristiana, tales como Graham Greene
(El meollo de la materia y El fin de la aventura), y George Bernanos
(Bajo el sol de Satán y Diario de un cura rural), o T. S. Eliot (La
68 «La Celestina»

Estas son solamente algunas de las imágenes que encon¬


tramos en la literatura actual, que se basa sobre una decla¬
rada preferencia por el mito como vía de expresiónm. Spa-
nos menciona, además, el mito del Hombre Clandestino, el
de la Metamorfosis, el del Eterno Retorno y el del Gran
Inquisidor, a cuya lista, sin duda, se pueden agregar muchos
más71. Aquí se ha hecho hincapié en los que interesan direc¬
tamente a este estudio.

LÍMITE DE TEMAS Y TÉCNICAS EN ESTE ESTUDIO

Como queda indicado en la introducción y como lo atesti¬


gua el título de este trabajo, trataré de esclarecer los resul¬
tados que dé una lectura de La Celestina con ojos de mo¬
dernidad. Este acercamiento me parece válido ya que, como
creo haber demostrado en el capítulo anterior, hay simili¬
tudes entre la época de crisis en que ve la luz La Celestina
y la época de crisis en que toma vuelo el existencialismo. Su
punto principal de contacto es el énfasis en la vida y en la
individualidad. Además, creo ver confirmada mi intuición en
el hecho de que, durante las dos décadas de los años de 1950
a 1970, los estudios celestinescos han mostrado un aumento
de 65 % sobre el total de los publicados en los 125 años
precedentes, de 1824 a 1949 71.

reunión de familia). William V. Spanos añade a estos mitos el de


las Furias que califica como «un modelo simbólico más inclusivo
para representar el mito arquetípico de la imaginación existencial.»
(William V. Spanos, A Casebook on Existentialism [Un libro de
casos sobre el existencialismo] [NewYork: Thomas Y. Crowell Co
1966], pág. 10.)
70 Sobre la preferencia por el mito, ver: Huizinga, In the Shadow
pág. 106.
71 Spanos, A Casebook, pág. 13.
72 Dato obtenido por medio de un simple recuento numérico, basa-
El existencialismo 69

Necesariamente, un estudio de esta naturaleza tendrá que


combinar lo subjetivo, la reacción personal de esta lectora,
con lo objetivo, la fuente misma, La Celestina y las opiniones
de otros lectores y de críticos. Evidentemente, se dejará
sentir el énfasis en el estudio temático de los problemas exis-
tenciales y, por la naturaleza anacrónica de esta empresa,
tenderé a emplear técnicas comparativas, destacando sobre
todo similitudes, pero también haciendo notar diferencias.
Al entresacar temas, conceptos, imágenes y técnicas y re¬
moverlos de su contexto renacentista para colocarlos en
otro contexto contemporáneo, espero no falsear o deformar
demasiado este «libro divino, si encubriera más lo humano».
Porque creo que Cervantes tuvo razón al emitir el juicio an¬
terior, porque se trata precisamente de un libro de lo hu¬
mano, lo encuentro tan latente en nuestro tiempo. Para vi¬
vir, para permanecer latente, este libro necesita de lectores,
necesita de mí, necesita de mi conciencia:
Porque el libro, corno el vaso o corno la estatua, era un
objeto entre otros, que residía en el mundo externo: el mundo
que los objetos habitan de ordinario, exclusivamente en su pro¬
pia sociedad o cada uno de por sí, sin necesidad de ser pensa¬
dos por mi pensamiento; mientras que en este mundo interior
donde, como peces en acuario, pululan las palabras, las imáge¬
nes y las ideas, estas entidades mentales, para existir, necesi¬
tan el abrigo que yo les doy, dependen de mi conciencia 73.

do en el libro de Adrienne Schizzano Mandel, La Celestina Studies


ya citado.
Ya encontrándose este libro en prensa salió a la luz una nueva
bibliografía sobre el tema celestinesco: «Un cuarto de siglo de
interés en ‘La Celestina’, 1949-75: Documento Bibliográfico», por Joseph
Snow, Jane Schneider y Cecilia Lee, publicada en Hispania, vol. 59,
Membership Issue, October 1976, 610-660. En ella se lee: «Nos consta
que hemos pasado por un período fecundo, tal vez el más fecundo,
en toda la historia de la crítica celestinesca» (pág. 611).
73 Georges Poulet, «Phenomenology of Reading» [«La fenomenología
de la lectura»], New Literary History, vol. 1 (1969-70), 53-68.
70 «La Celestina»

Yo, como lectora, estoy dispuesta a dejar que otro, el


autor, la obra, se posesione de mi subjetividad, forzando so¬
bre ella una serie de imágenes, de objetos mentales, apro¬
piándose de ella para formar la substancia mental que tem¬
poralmente llene mi conciencia, el yo-sujeto que convoca a
este libro a la existencia, al prestarle precisamente mi con¬
ciencia y mi interpretación para que exista en ella.

La obra vive su propia vida dentro de mí; en cierto sentido,


se piensa a sí misma y aun hasta se da significado a sí misma
dentro de mí w.

Buscar este significado muy personal que yo le imparto a


este desgarrón de un ser humano, su autor, es precisamente
lo que me propongo hacer en los capítulos subsecuentes.

74 ibid., pág. 59.


III

EL AMOR Y LA EXPRESIÓN SEXUAL COMO VIAS HACIA


LO CONSCIENTE Y HACIA LA REALIZACIÓN DE LA
EXISTENCIA Y DEL SER «

EN ESCRITORES EXISTENCIALISTAS

El problema principal del escritor existencialista es el


análisis del hombre concreto, del individuo, no en forma
abstracta sino en el acto mismo de vivir, de hacerse. Como
el individuo se hace cada día con sus actos, la existencia
auténtica es activa, es un irse creando, un eterno llegar a
ser. La vida no se me ha dado hecha, yo la hago, es mía, es
mi quehacer, es la realización de mi proyecto, de mi yo. Si
para esta realización estorban las instituciones (sociedad, reli¬
gión, familia, costumbres, etc.), no hay más remedio que
rebelarse contra ellas. Mas la vida no es solamente irse ha¬
ciendo sino tener conciencia de ello. Puesto que la concien¬
cia está orientada hacia el exterior, el hombre necesita estar
siempre fuera de sí mismo, observarse objetivamente, como
si fuera otro. Los otros son los medios indispensables para
llegar a la conciencia auténtica del yo. El tú se conoce al
mismo tiempo que el yo; para conocer profundamente a
72 «La Celestina»
este yo hace falta que lo veamos como tú. Por eso, la vida
no tiene significación alguna para el hombre solo, puesto
que éste se descubre a sí mismo por mediación del otro.
Puede tratarse simplemente de la verbalización del acto vi¬
vido, aunque más a menudo es algo más profundo: la comu¬
nicación no se racionaliza, se vive. Si el hombre carece de
comunicación con Dios o con sus semejantes, tratará de ob¬
tener a través de sus sentidos una experiencia concreta de
comunión. Una de las constantes que aparece en los escrito¬
res existencialistas, es el amor y la expresión sexual, como
vías a esta experiencia de comunicación, como caminos hacia
el rompimiento de la soledad del yo, a la realización de la
existencia y a la conciencia del ser. Hay tantos estilos de ex¬
poner el problema como escritores. Veamos algunos.
Miguel de Unamuno, escritor existencial avant la lettre1,
«se plantea inevitable y dolorosamente, el problema de la
muerte y de la inmortalidad» 2. La inmortalidad atrae a Una¬
muno como problema de su propia existencia, de ese yo de
carne y hueso que no quiere morirse3. Cuando este hombre
se contempla y se encuentra con su propia nada, siente una
angustia profunda, fuente misma de la vida y, como protes¬
ta desesperada, le responde con una voluntad de ser todo,
de crearse en sus propios actos, cuya creación se realiza
contra el mundo, o contra «el otro» 4. De los actos de viven-

1 «Vértigo, angustia, nada; estas palabras invitan a colocar a


Unamuno dentro del ambiente espiritual del existencialismo. Está
bien claro, en efecto, que el pensamiento unamuniano merece califi¬
carse de existencialista; pero conviene en este particular evitar cual¬
quier relación que pudiera falsear las perspectivas.» (Franqois Meyer,
La antología de Miguel de Unamuno [Madrid: Gredos, 1962], pág. 29.)
2 Jaime Alazraki, «Motivación e invención en Niebla de Unamu¬
no», Romanic Review, 58 (1967), 241-53.
3 Ibid.
4 Meyer, La ontología, pág. 91.
El amor y la expresión sexual 73

cia patentizadora del ser de que trata Unamuno* 5, el que más


interesa aquí es el del amor, fuente del instinto de perpe¬
tuación, que es «instinto de invasión» que impele a dilatar el
ser en otro. Su base es el amor carnal, corporal. Según Una¬
muno «el amor sexual es el tipo generador de todo otro
amor»6. El «pienso, luego soy» cartesiano, lo convierte Au¬
gusto Pérez de Niebla, en un «amo, luego soy», exclamando
que gracias al amor, puede tocar el alma, sentirla de bulto.
El amor nos lleva al conocimiento propio y también es cami¬
no hacia la realidad exterior:

A través del amor llegamos a las cosas con nuestro ser pro¬
pio, no con la mente tan sólo, las hacemos prójimo. No es sólo
el hambre —afirma nuestro pensador prosiguiendo y discutien¬
do a Turró— lo que nos revela el mundo, es también el amor7.

Puesto que la vida es angustia, desgarramiento, dolor, el


amor será también el camino hacia este sentimiento, ya que
el esfuerzo desesperado por apropiarse el ser carnal del
otro, es lucha cuerpo a cuerpo, sin cuartel, que acaba en
el fracaso, pues los cuerpos se encuentran pero no se po¬
seen, ni menos aún las almas.
En la obra novelesca de André Malraux, aunque no como
temas principales, encontramos suficientes ejemplos de ex¬
presión amorosa y sexual que nos permiten delinear una
actitud francamente existencial frente a estos asuntos. Ed-
ward Gannon, S. J., hace ver que en Malraux encontramos
la sexualidad siempre sometida al servicio de la voluntad8.

s Ver: Ibid., pág. 106 y Carlos París, Unamuno: Estructura de su


mundo intelectual (Barcelona: Ediciones Península, 1968), pág. 178.
6 Citado por Carlos París, Ibid., pág. 96.
7 Ibid., pág. 175.
s Edward Gannon, S. J., The Honor of Being a Man. The World of
André Malraux [El honor de ser hombre. El mundo de André Mal¬
raux] (Chicago: Loyola University Press, 1957), pág. 64.
74 «La Celestina»

Fierre de Boisdeffre encuentra cierto tono de sexualidad mal


dominada en la obsesión con la violencia y la muerte, desde
las primeras novelas de Malraux9. Ambos están de acuerdo
en el énfasis en el sadismo de los personajes (particular¬
mente los masculinos) de Malraux en sus relaciones sexua¬
les. R. W. B. Lewis ve que para Perken, personaje de La vía
real, el erotismo es otro modo de resistir la muerte. Los
actos sexuales de Perken, dice, son actos de agresión, de
apropiación, esfuerzos para extraer al cuerpo femenino su
vitalidad secreta10. El hombre, para Malraux, es lo que se
hace, es la suma total de sus actos. Pero no se hace en la
soledad y aislamiento de su piel, sino en la sociedad, en la
fraternidad viril con otros hombres. Como otros existencia-
listas, hizo el descubrimiento del otro «no como solaz tem¬
poral, sino como un tú, que perfecciona la realidad del yo» u.
Una de las funciones del encuentro sexual es la de comple¬
tar la personalidad del individuo, la de hacer que conozca su
verdadera esencia a través de ese encuentro, pues a la base
del mismo está no un verdadero deseo de comunicación con
el otro, sino un modo para conocersen. En La condición
humana, Kyo y May, marido y mujer enamorados, han he¬
cho un pacto de absoluta libertad, que incluye el derecho
de expresión sexual con otros. A pesar de lo liberal que él
se creía, al enterarse por boca de la misma May que se ha-

9 Pierre de Boisdeffre, André Malraux (París: Éditions Universi-


taires, Quatriéme édition, 1957), pág. 61.
10 R. W. B. Lewis, The Picaresque Saint: Representative Figures in
Contemporary Fiction [El santo picaresco: figuras representativas en
la ficción contemporánea] (Philadelphia and New York: J. B. Lippin-
cott Co., 1959), pág. 282.
11 Gannon, The Honor, pág. 78.
12 Brian T. Fitch, «Les deux univers romanesques d’André Mal¬
raux» [«Los dos universos novelescos de André Malraux»], Archives des
Lettres Modernes, 1964 (1) (VI) núm. 52, 135-40.
El amor y la expresión sexual 75

bía entregado a otro, se descubre en sí mismo una nueva


dimensión: se siente herido con un dolor del que jamás se
creyó capaz. En el acto sexual, Ferral, en la misma obra,
trata de reducir a su compañera a facticidad pura, ya que
no puede tolerar la presencia de otra conciencia 13. Sus per¬
sonajes, después del acto sexual, se encuentran en un esta¬
do de aislamiento todavía mayor, pues no naciendo del amor
sino del deseo, conduce a una anulación de la identidad. La
sexualidad aparece en sus obras para mostrar que el intento
de trascender el propio ser está fatalmente destinado a fa¬
llar. El erotismo del sexo opuesto siempre es un misterio 14.
Graham Greene, Julien Green y Andró Gide, como escri¬
tores, tienen en común un sistema binario de valores: la di¬
cotomía entre el bien, la bondad, la pureza por un lado y el
mal, la maldad y la impureza por el otro, aunque dicho sis¬
tema no aparece siempre claramente separado. Establecen
también una clara dicotomía en el terreno del amor, dis¬
tinguiendo entre el amor propiamente dicho y el placer o
expresión sexual. En Gide (La puerta angosta), los dos as¬
pectos llegan a ser irreconciliables 1S. Graham Greene y An¬
dró Gide parecen tener en común, además, un cierto horror
al proceso físico amoroso 16.
El dilema principal que Graham Greene expresa en sus
obras es el que resulta de los deseos terrestres del hombre
que se encuentra en directa oposición a los valores impues¬
tos por su creencia católica. Parece mostrar un resentimien-

Ibid., pág. 45.


14 Gannon, The Honor, pág. 67.
15 James A. Grieve, «Love in the Work of André Gide» [«El amor
en la obra de André Gide»], Australian Journal of French Studies, 5
(1966): 162-79.
16 R. J. McSween, «Exiled from the Garden: Graham Greene»
[«Desterrado del jardín: Graham Greene»], Antigonish Review, 1,
ii: 41-48. También Grieve, Ibid.
76 «La Celestina»

to contra el mundo, por no ser lo que él esperaba y la causa


mayor sería el fallo del amor en muchas formas. Greene tie¬
ne una constante voluntad de acumular desastres sobre el
deseo que no contiene ni belleza ni grandeza y que, por
lo tanto, no puede elevar. El amor que Greene representa,
es un amor que degrada, ensucia, destruye17. Para él, la
fuente de la existencia tiene una doble personalidad: el mal
sobrenatural y el bien sobrenatural, y solamente aquellos in¬
dividuos que caen en las garras del uno o bajo el poder del
otro viven, existen de manera real y concreta18.
También para Julien Green existe una clara dicotomía,
expresada en términos de cuerpo y alma o de carne y espí¬
ritu, presentados siempre en conflicto19. Para sus persona¬
jes, a quienes nos presenta en su calidad de ángeles caídos,
no hay esperanza de salvación. Su visión del hombre es la
del predicamento en que se ve con horror: el de encontrarse
en un infierno, olvidado de Dios. Es la visión de los condena¬
dos a quienes se les ha negado la gracia 20. Al extremo de los
excesos carnales uno encuentra no solamente el erotismo y
la pornografía, sino el crimen, que generalmente viene a
librar a sus personajes del conflicto entre el bien y el mal
en la última página de sus libros 21. Los excesos incluyen uno
de los polos de la dicotomía —el espíritu—, pues la castidad,

17 Ibid., pág. 47.


18 Lewis, The Picaresque, pág. 234.
19 Ver: Pierre de Boisdeffre, «Julien Green entre Eros et la Gráce»
[«Julien Green entre el Eros y la Gracia»], Revue de París, 75 (mai):
55-63.
20 Jean Alter, «Julien Green: Structure of the Catholic Imagina-
tion» [«Julien Green: La estructura de la imaginación católica»], en
The Vision-Obscured: Perceptions of Some Twentieth-Century Catho¬
lic Novelists [La visión obscurecida: percepciones de algunos nove¬
listas católicos del siglo veinte] (New York: Fordham University
Press, 1970), pág. 184.
21 Boisdeffre, «Julien Green», pág. 59.
El amor y la expresión sexual 77

para él como para Gourmont, «es la más rara de las aberra¬


ciones sexuales»22.
En André Gide, otro escritor existencial avant la lettre,
se ve el tema prevalente de la lucha entre las inclinaciones
sensuales del cuerpo y sus anhelos espirituales23. Gide, a
través de su experiencia y por cuenta propia, desarrolló una
idea similar al concepto del otro o del testigo, tan necesaria
a los filósofos de la existencia y que forma la parte central
de su teoría sobre el amor. El hombre, por sí solo, se siente
incompleto y sin significado, por lo que necesitará de un
testigo, de un dios, de un espejo, de un amante, para que lo
defina y lo rescate del caos en que se encuentra. A través
del amor, uno se busca a sí mismo, pero a un sí mismo no
auténtico sino falsificado por la imagen, aunque bella, que
el amante se ha formado. El amor es, para Gide, una falta
de sinceridad pues en lugar de tratar de hacerse como uno
mismo se desea, trata uno de permanecer tal como apareció
por primera vez a los ojos del amado. El amor es el enemigo
del hacerse, de lograrse a sí mismo. El amante-amado se
siente constantemente tentado a abdicar su responsabilidad
propia y la única solución para disponer de sí libremente,
es la de no amar. Por ello su Teseo dirá «lo primero es saber
exactamente quién se es» y después «¡La libertad sobre todo!
Mi deber es hacia mí mismo» 24.
Jean-Paul Sartre, el único de los filósofos de la existencia,
con excepción de Kierkegaard, que dedica amplia atención
al amor y al deseo sexual hasta el grado de incluirlos en su
ontología, los presenta como la voluntad de apropiarse de la

22 Ibid., pág. 60.


23 Theodora L. West, The Continental Short Story: An Existential
Approach [El cuento continental: un acercamiento existenciálista]
(New York: Odyssey Press, 1969), pág. 301.
24 André Gide, «Thesée» citado en Ibid.., págs. 302 y 316.
78 «La Celestina»

voluntad del otro. A ese otro, Sartre no puede concebirlo


más que como una amenazaH. El sentido original del ser-
para-otro es el conflicto2b, conflicto de dos conciencias que
tratan de alienarse con la complicidad de los cuerpos27. El
deseo que viene inmediatamente después de la revelación
del otro como mirada, es la primera aprehensión de la se¬
xualidad del Otro, en cuanto a que es vivida y sufrida. Me
revela simultáneamente mi ser-sexual y su ser-sexual, mi
cuerpo como sexual y su cuerpo. Es no sólo la revelación
del cuerpo del Otro, sino la de mi propio cuerpo. El ser que
desea, es conciencia haciéndose cuerpo28. Tengo necesidad
del Otro para recuperar esa dimensión que me confiere, para
tomar plenamente todas las estructuras de mi ser; sola¬
mente el Otro está en posición de revelarme a mí mismo.
Es él quien posee la clave de lo que soy yo, el secreto de mi
totalidad29. El amor, como extensión de la mirada y del
deseo, sería, para Sartre, una actitud inauténtica, inventa¬
da por el hombre para salir de su dilema. Sería la tentativa
que siempre falla de seducir a otro para que él emplee su
libertad para fundarme, en lugar de para arruinarme. Antes
de ser amados, nos inquietábamos por esta facticidad injus¬
tificable de nuestra existencia, nos sentíamos «de más».
Ahora que esta existencia es deseada por una absoluta
libertad, nos sentimos justificados de existir30. «No cabe

25 Suzanne Lilar, A Propos de Sartre et de l'amour [A propósito de


Sartre y del amor] (París: Grasset, 1967), pág. 70.
26 Jean-Paul Sartre, L’étre et le néant: Essai d’ontologie phénomé-
nologique [El ser y la nada. Buenos Aires: Losada, 1966], (París: Li-
brairie Gallimard, 1943), pág. 431.
27 Lilar, A Propos, pág. 76.
28 Sartre, L’étre, págs. 453 y 458.
29 Lilar, A Propos, págs. 111 y 112.
30 Sartre, sin embargo, con una sola excepción, únicamente nos
presenta en su obra relaciones sexuales que son degradantes o pavo¬
rosas. Ver: Lilar, A Propos, pág. 223.
El amor y la expresión sexual 79

duda», dice Suzanne Lilar, «que Sartre soñó con un amor


que viniera a poner fin a la incompletez humana, que se pro¬
pusiera unir nuestro ser siempre disperso, siempre fallando
en su coincidencia consigo mismo» 31. A Sartre le debemos el
que, por primera vez, la sexualidad haya sido descrita como
una de las estructuras necesarias de nuestro ser-en-presen-
cia-de-otro. Al hacerla parte de su ontología, Sartre nos ha
hecho ver la posibilidad de que el hombre posea un sexo sólo
porque es original y fundamentalmente un ser sexual en tan¬
to que ser que existe en el mundo en relación con otros 32.
En los cuentos y novelas de Alberto Moravia, encontra¬
mos un extenso tratamiento de las relaciones humanas, em¬
pezando y terminando en el encuentro sexual. Todo lo de¬
más es una extensión del sexo, o, como dice R. W. B. Lewis,
tarde o temprano, es convertido en sexo. Aunque su obra
consista principalmente en un análisis del impulso sexual
humano, sería un error decir que Moravia es un autor obce¬
cado por el sexo. Lo que le interesa hasta la obsesión es un
enigma mucho más fundamental, el de la existencia misma.
En su ficción se sexualiza el dinero, la política, la amistad,
las relaciones familiares y las virtudes morales tales como
el valor, el honor, la buena voluntad y el respeto propio.
Todo adquiere su significado en términos sexuales33. El
amor y la expresión sexual son una metáfora para algo más,
que lo lleva a problemas mucho mayores y más fundamen¬
tales: la relación del hombre con la realidad34. El trata¬
miento del acto sexual proporciona una situación de encuen-

31 Lilar, Ibid., pág. 118. Para la revelación de mi ser-sexual o en¬


carnación, véase: Jean-Paul Sartre, L’étre, lo que dice sobre la caricia.
32 Lilar, A Propos, pág. 162.
33 Lewis, The Picaresque, págs. 37 y sigs. Ver también: Giuliano
Dego, Moravia (Edinburgh and London: Oliver and Boyd, 1966), pág. 50.
34 Luciano Rebay, Alberto Moravia (New York and London: Colum-
bia University Press, 1970), pág. 3.
80 «La Celestina»

tro en el cual el conflicto de individualidades aparece en for¬


ma mucho más vivida. Solamente en esta relación con el
otro puede el individuo establecer su identidad, ser alguien,
para otros y para sí. El héroe de Moravia se encuentra aisla¬
do en su propia piel, alienado de otros hombres y del mundo
que lo rodea. El modo normal de llegar a otros seres es a
través del amor; asimismo, para comprender el mundo, hay
que establecer algún contacto físico con él35. El tema cen¬
tral de Moravia es la crisis del espíritu, que se encuentra
presente en toda su producción y la cual, de acuerdo con él
mismo, es «responsable por el papel que juega el sexo» en
su literatura, ya que «el sexo es uno de los más primitivos
e incambiables modos de relacionarse con la realidad»36.
Son el amor y el acto sexual, además, el pasaje al conoci¬
miento, al ser y a la creación. La creación, a su vez, significa
acción. Cada ser humano debe definirse a sí mismo a través
del acto que sale de él; dicho acto debe estar en armonía
con la identidad que él mismo, consciente y voluntariamente,
haya escogido37.
Hemos visto cómo, para cada uno de los escritores dis¬
cutidos, el amor y la expresión sexual representan algo dife¬
rente. Si para unos significan la libertad y para otros la es¬
clavitud, si para unos son la salvación y para otros la perdi¬
ción del individuo, no cabe duda que para todos, el acto de
unión sexual o amorosa significa el encuentro básico entre
dos personas, a través del cual el individuo abandona la pri¬
sión y soledad de su propia piel. Para todos, es el camino
que el hombre tiene que andar, por necesidad, para conocer

35 Donald W. Heiney, Three Italian Novelists: Moravia, Pavese, Vit-


torini [Tres novelistas italianos: Moravia, Pavese, Vitiorini] (Ann Ar-
bor: University of Michigan Press, 1968), págs. 5 y sigs.
36 Rebay, Alberto Moravia, pág. 4.
n Heiney, Three Italian, págs. 11 y 12.
El amor y la expresión sexual 81

a los otros y para conocerse a sí mismo. Nuestro encuentro


concreto con el otro es lo que dará significado a su existen¬
cia y a la nuestra, por ser el impulso básico, la fuente de la
vida.

EN «LA CELESTINA»38

También en La Celestina el amor y la expresión sexual


son el impulso básico de la vida, son la fuerza regidora de
la naturaleza y del hombre. La pasión es el único camino
que éste recorre para realizar su existencia y su ser, en otras
palabras, para hacerse, así como para darse cuenta de su
realidad.
No es que los personajes de Rojas, como los de Malraux,
por ejemplo, reflexionen sobre su afirmación como seres
descubiertos a través del otro. Rachel Frank ha hecho notar
que la reflexión es característica del personaje rojiano, aún
del de las clases bajas a quien dicho privilegio le había sido
previamente negado, pues Rojas le ha concedido «la habili¬
dad de ver dentro de sí mismo y reflexionar sobre sus
acciones»39. Pero los caracteres rojianos generalmente no
llegan a razonar sobre su sentirse como realidades existen¬
tes, como lo hacen algunos de los personajes de la literatura
de nuestros días. Según Frank P. Casa, en La Celestina, el

38 En el presente estudio no haré distinción entre la Comedia y la


Tragicomedia. Tomaré esta última como unidad artística, por haber
llegado así a nuestros días. Emplearé indistintamente los términos
«Rojas» «autor» y «autores» para indicar la mano creadora de la
obra Todas las citas de La Celestina proceden de la edición de Clá¬
sicos Castellanos, Edición y notas de Julio Cejador y Frauca, Espasa-
Calpe S. A., Madrid: vol. I, 1966, vol. II, 1965. Las anotaciones se
hacen inmediatamente después de cada cita, indicando el número del
volumen, acto y página correspondientes.
39 Rachel Frank, «Four Paradoxes in The Celestina» [«Cuatro pa¬
radojas en La Celestina»], Romanic Review, LXVIII (1947), 54-68.

LECTURA EXISTENCIALISTA, — 6
82 «La Celestina»

amor «no se presenta como sensitivización del ser»40. Sin


embargo, todos los personajes de la Tragicomedia son lo
que son a través de sus pasiones, principalmente la del amor,
en el sentido de función ontológica que Heidegger asigna al
sentimiento41. Dice García Bacca:

El instinto filosófico español, el del pueblo, inventó esas


maravillosas frases de la Celestina «Así goce de mí, así goce
de esta alma pecadora», que son todo un programa de con¬
ciencia real, de criterio metafísico para saber cuándo somos y
cuánto somos. Porque, nóteselo bien ...el sentimiento, y cada
sentimiento a su manera y grado, no solamente nos hace notar
que somos reales, sino nos hace estar siendo reales, y siéndolo
y notándolo en nosotros, para nosotros mismos... Y... gozar
es el sentimiento que nos hace ser más reales y que nos hace
notarnos más reales42.

Dejando a un lado la polémica de si los personajes de


La Celestina son «trayectorias dialógicas... a lo largo de

40 Frank P. Casa, «Pleberio’s Lament for Melibea» [«El lamento


de Pleberio por Melibea»], Zeitschrift für Romanische Philologie,
LXXXIV (1968): 20-29. Stephen Gilman lo expresa así: «la conciencia
racional y la conciencia sentimental de Celestina, su tú y su yo,
están en la mayoría de los casos unidas en una sola, y casi parece
no haber diferencia entre ellas. Celestina no se siente atormentada
por ninguna ruptura de su ser por ningún debate consigo misma, ni
tampoco llega a un único momento de visión clara. Más bien tiene
una conciencia constante e íntegra, apoyada en su vocación». (Stephen
Gilman, La Celestina: Arte y estructura. Versión española de Margit
Frenk de Alatorre. Madrid: Taurus, 1974. [Originalmente publicado
en inglés como The Art of La Celestina. Madison: The University of
Wisconsin Press, 1956.])
41 «Heidegger ha mostrado larga y sutilmente, 1) que el sentimien¬
to, que ciertos sentimientos sobre todo: la familiaridad, el fastidio,
el asco, la angustia... nos descubren precisamente ‘que somos’ nues¬
tra realidad.» (Juan David García Bacca, «Sobre el sentido de con¬
ciencia en La Celestina», Revista de Guatemala, II [1946]: 52-66.)
42 Ibid., pág. 65.
El amor y la expresión sexual 83

encuentros y situaciones»43 o si son caracteres concebidos,


que han «tenido un creador con conocimiento de sus criatu¬
ras, como de los otros aspectos de su obra»44, veamos cómo
el lector, si no ellos mismos, los nota como totalmente rea¬
les a través de la pasión amorosa. Empecemos por la vieja
misma:

a) Celestina. — Salvadas todas las distancias necesarias,


vemos que existen dos paralelos entre Celestina y Cora, uno
de los personajes principales de El engaño, de Moravia. Para
ambas, toda copulación, sin excepción, es positivamente un
bien. Dicho por Celestina al dirigirse a Melibea

Porque, avnque fueran las que tú pensauas, en sí no eran


malas: que cada día ay hombres penados por mugeres e mu-
geres por hombres, é esto obra la natura é la natura ordenóla
Dios é Dios no hizo cosa mala. (I, IV, 191 y 192.)

Por ello se puede reconocer a Celestina en la siguiente des¬


cripción que de Cora hace Frank Baldanza:

Cora... es una alcahueta porque ha reducido toda la reali¬


dad al acto de la copulación y la aproximación a la copulación
perpetua es la cima de la experiencia. Y Cora muere sin haber
puesto sus valores en tela de juicio jamás45.

Además, para Celestina «el amor es la fuerza motivadora del


hombre y del universo»46 y así trata de hacérselo ver a
Pármeno:

43 Gilman, La Celestina, pág. 109.


44 María Rosa Lida de Malkiel, La originalidad, artística de «La
Celestina» (Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires,
Segunda edición, 1970), pág. 288.
45 Frank Baldanza, «Mature Moravia» [«El Moravia maduro»],
Contemporary Literature, IX, 4: 507-521.
46 David William Foster, «Some Attitudes Towards Love in the
84 «La Celestina»

Has de saber, Pármeno, que Calisto anda de amor quexoso.


E no lo juzgues por eso por flaco, que el amor imperuio todas
las cosas vence. E sabe, si no sabes, que dos conclusiones son
verdaderas. La primera, que es forgoso el hombre amar á la
muger é la muger al hombre. La segunda, que el que verdade¬
ramente ama es necessario que se turbe con la dulgura del
soberano deleyte, que por el hazedor de las cosas fue puesto,
porque el linaje de los hombres perpetuase, sin lo qual peres-
cería. (I, I, 94 y 95.)

No pierde la vieja oportunidad alguna para aconsejar a


los jóvenes que vivan plenamente el momento, que gocen
de su mocedad, incluida en este goce, por supuesto, como
eje del mismo, la expresión carnal del amor. Celestina sabe,
instintivamente, que el ser significa existir, vivir en el mun¬
do, en un instante dado, cuya duración está fuera del huma¬
no control y que, por lo tanto, hay que aprovechar decidi¬
damente ese instante antes de que se vaya para siempre47.
Compartir de uno mismo en el amor es una virtud, ser es¬
quiva, un pecado. Así le habla a Areúsa:

Por Dios, pecado ganas en no dar parte destas gracias á


todos los que bien te quieren. Que no te las dió Dios para que
pasasen en balde por la frescor de tu juuentud debaxo de seys
dobles de paño é liengo. Cata que no seas auarienta de lo que
poco te costó. No atesores tu gentileza... E pues tú no puedes
de ti propia gozar, goze quien puede... Mira que es pecado fati-

Celestina [«Algunas actitudes hacia el amor en La Celestina»] Hispa-


nia, XLVIII (1965): 484492.
47 «Celestina recuerda constantemente tanto a sus amigos y segui¬
dores como a sus enemigos, que deben gozar de la vida y experimen¬
tar plenamente cada momento de placer y de felicidad... Puesto que
la vida es breve y la juventud dura sólo un momento en la corta
existencia del hombre, Celestina arguye sagazmente que el hombre
debe, por lo tanto, gozar de sus placeres juveniles intensamente.»
(Cándido Ayllón, «Death in La Celestina» [«La muerte en La Celes¬
tina»], Hispania, XLI [1958]: 160-164. El énfasis es mío.
El amor y la expresión sexual 85

gar é dar pena á los hombres, podiéndolos remediar. (I, VII,


250 y 251.)

Y más tarde dice a «esa chusma aliada suya que la teme, la


respeta, la odia y en cierto modo, atraída, no deja de sentir
algo que puede emparentarse con la admiración y aun con
el amor» 48.

Gozá vuestras frescas mocedades, que quien tiempo tiene e


mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente. (II, IX, 39.)

Ella, Celestina, bien supo hacerlo en su juventud, a juzgar


por sus recuerdos, su experiencia en la materia y su penetra¬
ción psicológica de los que la rodean. Aún y todo, ahora en
su vejez, le pueden aquellos pocos momentos que perdió
haciéndose la esquiva:

Como yo hago agora por algunas horas que dexé perder,


quando moga, quando me preciauan, quando me querían. Que
ya, ¡mal pecado!, caducado he, nadie no me quiere. ¡Que sabe
Dios mi buen desseo! Besaos e abragaos, que a mí no me queda
otra cosa sino gozarme de vello. (II, IX, 39.)

Ahora, ya vieja, todavía Celestina se identifica a sí misma


a través de sus triunfos en el amor, que le atrajeron toda
clase de servidores, «caualleros viejos e mogos, abades de
todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes» (II, IX,
45), hasta llegar a ser saludada como si fuera duquesa. Inclu¬
so se hace ilusiones, bromeando con las «mochachas» acerca
de sus amantes. A Elicia le dice, por ejemplo, refiriéndose a
Sempronio: «vesle aquí, vesle. Yo me le abragaré; que no
tú». (I, I, 61.) Y a Areúsa y Elicia, cuando llegan Pármeno y
Sempronio: «¡Mochachas! ¡mochachas! ¡bouas! Andad acá

48 Sergio Fernández, Retratos del fuego y la ceniza (México: Fondo


de Cultura Económica, 1968), pág. 292.
86 «La Celestina»

baxo, presto, que están aquí dos hombres, que me quieren


forjar.» (II, IV, 27.) Con Pármeno, se permite esta exclama¬
ción, llena de sugerencias poco oblicuas:

Llégate acá, putico, que no sabes nada del mundo ni de


sus deley tes. ¡Mas rauia mala me mate, si te llego á mí, avn-
que vieja! Que la voz tienes ronca, las barbas te apuntan. Mal
sosegadilla deues tener la punta de la barriga. (I, I, 95.)

Pero su edad, como ella misma lo comprende, no le permite


ya más que gozar vicariamente, mascando «de dentera con
sus botas enzías las migajas de los manteles» (II, IX, 40) y
envidiar el gozo de otros, al recordar el suyo propio:

voyme solo porque me hazés dentera con vuestro besar é reto¬


car. Que avn el sabor en las enzías me quedó: no le perdí con
las muelas. (I, VII, 260.)

O incitando y provocando a otros al goce, como lo hace con


el cosquilleo y el halagar tan llenos de equívoco con los que
provoca a Areúsa para su ayuntamiento con Pármeno, mien¬
tras ella, Celestina, «en realidad goza de la belleza que es la
abundancia de la carne viva, anhelante, dispuesta a la entre¬
ga»49. Y ella, ¿de qué puede gozar activamente ahora que la
vida la ha dejado ya vieja y fea? Pues, no quedándole ya
más remedio, substituye los brazos cálidos de un amante
por la sensación arropadora que le produce la bebida.
Nadie, como Celestina, ha amado la vida con pasión tan
ardiente y desesperada y «pocas mujeres habrá, en la litera¬
tura y fuera de ella, que la hayan disfrutado con tanta ple¬
nitud»50. Aun aquellos que interpretan la obra desde un
punto de vista teológico, ven a Celestina totalmente identi¬
ficada con la materia y sumergida en su realidad existencial:

49 Ibid., pág. 67.


® Ibid., pág. 295.
El amor y la expresión sexual 87

A Celestina le gustaría que creyéramos que su profesión es


honorable, pero en su corazón, ella sabe bien el mal que hace.
Así pues, Celestina, también, figura clave de la obra, es una
escapista. Es la encarnación de la mente maniquea cuya vida
puede resumirse en estas palabras: un escape de la realidad,
una evasión de la verdad y, como consecuencia, una inmersión
total en la misma materia de la cual le gustaría escaparse51.

No olvidemos quién y qué es Celestina (y ella bien sabe


quién es: «¿Quién só yo, Sempronio? ¿Quitésteme de la pu¬
tería?... Soy vna vieja qual Dios me hizo, no peor que todas»
[II, XII, 101]): un ser frágil y próximo a la muerte, que
siente «la necesidad de seguir viviendo su erotismo como
sea, aun de manera tangencial, por terceras personas» 52. Lo
vive en esa tercería que será, al final de sus días, «la última
batalla que Celestina... entablará, en forma indirecta pero
erótica, con la vida»53. Ella «vive una vida que la levanta a
símbolo de toda una época... con su vejez comienza una pro¬
fesión que ella más que nadie sabe necesaria e indispensa¬
ble y que habrá de propagarse hasta las sociedades de nues¬
tros tiempos»54. Porque para Celestina el amor es una pro*
fesión y un modo de vivir, «es el eje de la desconocida ciu¬
dad, su más conspicua condicionadora de placer»55. Además
de eje, es también la conciencia misma de ese universo en
que opera el instinto elemental, la fuerza primaria, el sexo:

si Nicholas Edward Schiel, A Theological Interpretation of La Ce¬


lestina [Una interpretación teológica de La Celestina], disertación
doctoral no publicada (St. Louis: 1954), pág. 91.
52 Fernández, Retratos, pág. 300.
53 Ibid., pág. 298.
54 J. Eugenio Garro, «Ensayo psicológico sobre La Celestina», Ana¬
les de la Universidad de Chile, XCII (1934): 5-16.
55 Fernández, Retratos, pág. 65.
88 «La Celestina»

La actitud de Celestina es hedonista (la vieja cree, por de¬


cirlo así, que el Id es la conciencia del universo y el sexo su
«principal móvil»)56.

Porque hay sexo, Celestina existe:

La existencia de Celestina... nace del instinto, de la nece¬


sidad, del acicate sexual de la pasión que trata de superar los
obstáculos, de vencer las resistencias, de romper las trabas
en que han quedado envueltas las relaciones sexuales a través
de las creencias, las religiones, las costumbres, las formas de
vida social57.

Su profesión la identifica y en ella se glorifica, pues sabe


que en un mundo en que el verdadero amor no puede existir
sino fuera del matrimonio 58, todos, sin excepción, necesitan
de ella y de su poderoso hechizo espiritual: el amor, fuerza
misteriosa de vida y muerte:

En el hilado mágico de Celestina va preso el espíritu, un


espíritu... (un «espíritu de amor», dirá Dante) que entra por
los ojos o por los oídos o por la boca, que entra por los sen¬
tidos todos, para prendernos en la sangre su invisible llama,
llama viva de amor, llama inextinguible, perdurable, eterna,
más acá y más allá de la muerte '59.

b) Melibea. — Si la existencia de Celestina nace «del


acicate sexual de la pasión», si su ser se justifica por las acti¬
vidades amorosas propias y ajenas para las que se sabe in¬
dispensable, Melibea existe y es por el amor. Su presencia
en la obra crece en importancia y se agiganta en la medida

56 Foster, «Some Attitudes», pág. 486.


57 Garro, «Ensayo», pág. 14.
58 Frank, «Four Paradoxes», pág. 63.
59 José Bergamín, «Rojas, mensajero del infierno: Releyendo La
Celestina», Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias (Mon¬
tevideo), VI, núm. 9 (1952): 61-74.
El amor y la expresión sexual 89

que su gran pasión por Calisto se desarrolla. En ella, como


en ningún otro personaje de la Tragicomedia, el amor «in¬
cluye tanto el elemento físico como el espiritual»60.
Los amores de Calisto y Melibea y su comportamiento se
derivan de la tradición del amor cortés 61, con rasgos de la
novela sentimental62. Los conceptos expresados en el habla
de nuestros personajes proceden de Petrarca, de Ovidio y de
otras tradiciones literarias63. Yo consideraré ésto en la Tra¬
gicomedia como un todo ya asimilado por Rojas en su crea¬
ción, cuyo producto es su muy original versión de persona¬
jes, temas y caracteres, como lo han hecho notar tanto Ste-
phen Gilman 64 como María Rosa Lida de Malkiel65.
No estoy de acuerdo con la crítica que se ha empeñado
en hacer de Melibea un prototipo de ingenuidad e inocencia
corrompida a través de las artes diabólicas de Celestina66.

60 Cándido Ayllón, La visión pesimista de La Celestina (México:


Ediciones Andrea, 1965), pág. 130.
61 Ver: Malkiel, La originalidad. También: Otis H. Green, «La fu¬
ria de Melibea», Clavileño, IV, núm. 20 (marzo-abril, 1953): 1-3.
62 Ver: María Rosa Lida de Malkiel, Dos obras maestras españolas:
El libro de Buen Amor y La Celestina (Buenas Aires: Editorial Uni¬
versitaria de Buenas Aires, 1966). [Originalmente publicado como
Two Spanish Masterpieces: The «Book of Good Love» and «The Celes¬
tina». Urbana: The University of Illinois Press, 1961.] Ver también:
de la misma autora, La originalidad, arriba citado, y de Rachel Frank
el artículo que ya se mencionó.
63 Ver: Florentino Castro Guisasola, Observaciones sobre las fuen¬
tes literarias de La Celestina (Madrid: Anejos de la Revista de Filo¬
logía Española, 1924). A. D. Deyermond, The Petrarchean Sources of
La Celestina [Las fuentes petrarquistas de La Celestina] (London:
Oxford University Press, 1961). Erna Ruth Berndt, Amor, Muerte y
Fortuna en «La Celestina» (Madrid, Gredos, 1963). También, María
Rosa Lida de Malkiel, La originalidad, ya citado.
64 Gilman, La Celestina, capítulo VI.
65 Ver: Lida de Malkiel, La originalidad, Tercera parte.
66 Ver: Ibid., págs. 418-19, nota 5.
90 «La Celestina»

Tampoco me parece, como afirma Salvador de Madariaga61,


que Melibea sea el personaje central de la obra. Sí creo con
Madariaga que

ella es quien lleva la iniciativa de lo que sucede en cuanto la


impaciencia de Calisto y los consejos de Sempronio ponen en
sus manos al indigno pero útil instrumento que es Celestina;
ella quien ama; ella quien con los ojos abiertos decide entre¬
garse; ella quien regula la táctica siempre delicada de su ren¬
dición; ella al fin quien se impone el castigo a que el Destino
la condena68.

Me parece que Melibea es la protagonista (si por ello enten¬


demos la iniciadora de la acción) de sus propios amores.
Quiero creer con Deyermond, Rumeau y Bataillon, que la
escena con que se abre La Celestina no representa el pri¬
mer encuentro o el principio de los amores de Calisto y Me¬
libea69. Para ello me baso en el texto mismo, que en sus dos
primeras líneas del diálogo apunta

Calisto. — En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.


Melibea.— ¿En qué, Calisto?

¿Cómo, si no se conocían ya, se explica que dos personas


que se encuentran accidentalmente en un jardín, sepan el
nombre de pila del otro? También asiento con Asensio en

67 Salvador de Madariaga, «Discurso sobre Melibea», Sur, LXXVI


(1941): 38-69.
68 Ibid., págs. 44-45.
69 Ver: Alan David Deyermond, «The Text-book Mishandled: An¬
dreas Capellanus and the Opening Scene of La Celestina» [«El libro
de texto mal manejado: el Capellán Andrés y la primera escena de
La Celestina»], Neophilologus (1961): 218-221. A. Rumeau, «IntrSduction
á La Celestine ‘...una cosa bien escusada...’», Les Langues Néolatines,
LX (1966): 1-26, y Marcel Bataillon, «Défense et illustration du sens
littéral» [«Defensa e ilustración del sentido literal»], Modern Huma-
nities Research Association [Presidential Address], London, 1967.
El amor y la expresión sexual 91

cuanto encuentra necesario que haya una interrupción de


diálogo y tempo al terminar el encuentro entre Calisto y Me¬
libea al principio del Aucto I:

La acción y el diálogo se cortan aquí; cuando se reanudan


encontramos a Calisto en su casa, pero han pasado días en nú¬
mero espléndidamente indefinido y que, en la concepción ori¬
ginal de la Comedia, separaban un Prólogo (encuentro en el
jardín. Auto I) de los tres días de acción ininterrumpidos, en
los cuales ocurrían los demás acontecimientos de los 16 autos 70.

Estas interpretaciones nos permiten ponernos frente a


una realidad observada, infinitamente más humana que la
que se encuentra en simples adaptaciones literarias. No nos
encontramos, pues, frente a la niña Melibea, la tímida don¬
cella, inocente y gazmoña, sino frente a alguien a quien «el
Amor hace mujer»71. Melibea, lejos de disminuir con esta
interpretación, se agiganta como
una figura hermosa e inolvidable que ama como un ser huma¬
no, yerra como un ser humano y, como un ser humano, paga
su error con la vida. Y esta figura que se yergue en el umbral
de la Edad Moderna no es ni un ángel ni un demonio. Es una
mujer 72.

Mujer que tiene que resolver como todos nosotros, «el pro¬
blema de vivir»73, que para ella consiste, como acertada¬
mente lo hacen ver María Rosa Lida de Malkiel y Salvador
de Madariaga, no en una lucha entre la inocencia y el deseo,
sino entre «el amor total al que se somete» y la «conciencia
de su deber social»74, ya que «el ámbito de su angustia de

70 Manuel J. Asensio, «El tiempo en La Celestina», Hispanic Re-


view, XX (1952), 2843.
71 Madariaga, «Discurso».
72 Ibid., pág. 44.
72 Ibid.
74 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 406.
92 «La Celestina»

enamorada no es su alma individual»75 y «la sanción de la


sociedad, acogida o rechazada, preside su conducta desde su
primera hasta su última aparición»76.
De la caracterización que hacen de ella Madariaga y Lida
de Malkiel, se obtiene una Melibea curiosa, impulsiva y cau¬
ta a la vez, con un profundo arraigo en la sociedad, de sin¬
cera pero especial religiosidad. Es, además, enérgica, activa
y arrogante y se humilla y doblega sólo al amor, de «vivir
intenso, exaltado por la imaginación»77, que está siempre
«a la defensiva, recelosa y suspicaz»7S, pronta a la mentira
debido a un doblez «inherente a su carácter»79.
Sí, Melibea es todo eso y mucho más: «es el personaje
de la obra más ennoblecido por el amor» ®°, es «una mujer
determinada, que amará con todo su ser y que cometerá el
supremo sacrificio por su amor» 8I, en fin, «ella surgirá como
la mujer dedicada por completo a su amor»82. Amor que
«llega a ser la razón de su vida y de su muerte» 83.
El conflicto interior de esta mujer, único personaje de
la obra que se plantea el amor como problema y por ello el
personaje que más favorece nuestra interpretaciónM, surge
como lucha de su «voluntad individual y de las leyes socia¬
les»85 desde su primer encuentro con Calisto. Enamorada

75 Ibiá., pág. 407.


76 Ibid., pág. 406.
77 Ibid., pág. 413.
78 Ibid., pág. 415.
79 Ibid., pág. 417.
80 Ayllón, La visión, pág. 112.
81 Ibid., pág. 121.
82 Ibid., pág. 123.
88 Berndt, Amor, pág. 50.
«Melibea es la única en la tragedia que lucha por vencer a la
tentación y se plantea un conflicto interior», dice Luis Rubio García,
«La Celestina», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos LXIX
(1961): 654-749.
85 Berndt, Amor, pág. 51.
El amor y la expresión sexual 93

curiosa, como lo demuestra por sus dos primeros intercam¬


bios con él, realizados en forma de preguntas, nos deja tam¬
bién ver algo de su innata doblez al responder a la glorifi¬
cación que de ella hace el amante con las maravillosamente
vagas palabras que él interpreta en la manera que mejor le
conviene. Porque aquello de «pues avn más ygual galardón
te daré yo, si perseueras» (I, I, 33) puede bien ser, según el
tono de la voz, una irónica amenaza de castigo o una prome¬
sa de felicidad eterna, que es como él lo toma. Esto se
demuestra cuando, «ofendida, o que sabe que debe tenerse
por ofendida en su pudor de virgen y en el orgullo de su
virtud» 86, rápidamente enfría los ánimos del que la requiere,
con aquél «que me acabes de oyr» (I, I, 33), despidiéndolo
con impaciencia y amenaza, después de habernos dejado
saber lo bien que comprende la naturaleza del amor de Ca-
listo que no es sólo contemplación beatífica de su hermo¬
sura, sino un «ylícito amor» (I, I, 34) que incluye el «deley-
te» (I, I, 34). Hay, sin duda, ambivalencia en Melibea, entre
su incipiente amor y la curiosidad que la empujan y la idea
que tiene de sí misma, como mujer virtuosa, de familia en¬
cerrada y protegida, concepto que ella resume en cuatro pa¬
labras: «tal muger como yo» (I, I, 33). Pero el amor ya se
había posesionado de ella, como nos lo revelará de su pro¬
pia boca en el soliloquio del Décimo Aucto y como se lo
dirá en seguida a Celestina al hablar con ella momentos
después.
Melibea se va perfilando, va haciéndose, va encontrando
el camino hacia su propia identidad y su propio ser, por vo¬
luntad propia, a través de este amor y de los encuentros
que con otros se ve obligada a tener, a fin de lograr la satis¬
facción de su pasión. Como los personajes de las novelas de

86 Benedeto Croce, La Celestina, La Crítica, vol. 37 (1939), 81-91.


94 «La Celestina»

nuestros días, Melibea se revela y se conoce a sí misma a


través de la introspección y del diálogo y aún en la primera,
se coloca a sí misma en una situación dialéctica de encuen¬
tro cognitivo con «el otro»:

¡O mi fiel criada Lucrecia! ¿Qué dirás de mí? ¿qué pensa¬


rás de mi seso, quando me veas publicar lo que a ti jamás he
quesido descobrir? ¡Cómo te espantarás del rompimiento de
mi honestidad e vergüenza, que siempre como encerrada don-
zella acostumbré tener! No sé si aurás barruntado de dónde
proceda mi dolor. (II, X, 50-51).

Y también para ella, como en nuestros tiempos lo será para


el protagonista sartreano, el infierno son los otros, que en su
caso es la sociedad que impone reglas que vedan los cami¬
nos naturales de la libertad y del amor:

¿Porqué no fue también a las hembras concedido poder des¬


cobrir su congoxoso e ardiente amor, como a los varones?
Que ni Caliste biuiera quexoso ni yo penada. (II, X, 51.)

Después del soliloquio a que antes me refiero, sigue el


maravilloso encuentro psicológico de dos fuertes personali¬
dades femeninas que, conociéndose a sí mismas y conocien¬
do perfectamente a su contrincante, se van ambas con pies
de plomo, adelantando y callando, mencionando y omitien¬
do, revelando y ocultando, hasta que, después del desmayo
en el que Melibea «ha pasado el Rubicón»87, se abre plena¬
mente a Celestina, admitiendo sin empacho el conocimiento
exacto de su propia situación:

En mi cordón le lleuaste embuelta la posesión de mi liber¬


tad... Mucho te deue esse señor e mas yo, que jamás pudie¬
ron mis reproches aflacar tu esfuerzo e perseverar, confiando
en tu mucha astucia. Antes, como fiel seruidora, quando más

87 Madariaga, «Discurso», pág. 61.


El amor y la expresión sexual 95

denostada, más diligente; quando más disfauor, más esfuerzo;


quando peor respuesta, mejor cara; quando yo más ayrada,
tú más humilde. Pospuesto todo temor, has sacado de mi pe¬
cho lo que jamás a tí ni a otro pensé descobrir. (II, X, 61-62.
El énfasis es mío, para demostrar cómo, en su intercambio
con otros, Melibea se reconoce a sí misma.)

Bien sabía Melibea «que comen este corazón serpientes den¬


tro de mi cuerpo» (II, X, 52) y que la única cura para su mal
era Calisto, cuyo amor, cuya presencia, será en adelante toda
la razón de su ser, de su existir:

Melib. — ¡O mi Calisto e mi señor! ¡Mi dulce e suaue ale¬


gría! Si tu coragón siente lo que agora el mío, marauillada
estoy cómo la absencia te consiente viuir. (II, X, 62-63.)

Palabras llenas de amor, que ya anuncian el terrible fin que


Melibea buscará al llegar el momento de la ausencia defini¬
tiva del amado.
En su primer encuentro con Calisto en el Aucto Dozeno,
muestra cierta ambivalencia de nuevo, ese retorno a la
Dama 88 o ese doblez de carácter de que habla Lida de Mal-
kiel, y le dice a Calisto que sólo ha venido a «dar concierto
en tu despedida e mi reposo» (II, XII, 83). Pero luego es ella
quien adelanta el proceso de sus amores, reconociéndose a sí
misma y confesándolo a su amado:

Cesen, señor mío, tus verdaderas querellas: que ni mi co¬


razón basta para lo sufrir ni mis ojos para lo dissimular. Tú
lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de plazer, vién¬
dote tan fiel. ¡Oh mi señor e mi bien todo! ¡Quánto más ale¬
gre me fuera poder ver tu haz, que oyr tu voz!... Limpia, señor,
tus ojos, ordena de mí a tu voluntad. (II, XII, 84-85.)

Y maldiciendo a puertas y cerrojos por impedir su gozo.

88 Ibid., pág. 62.


96 «La Celestina»

En la primera de las dos escenas en el huerto, comienza


Melibea a darse cuenta de que será capaz de llegar a todo
por el amor de Calisto, aunque antes no lo hubiese así creí¬
do. Es imposible para nosotros saber, a través del texto, exac¬
tamente cuánto sabía Melibea acerca del acto amoroso, no
obstante sus lecturas literarias. Sabe, sin duda, que ama a
Calisto, pues así lo expresa al verlo saltar: «Es tu sierua, es
tu catiua, es la que más tu vida que la suya estima. ¡O mi
señor! » (II, XIV, 116), pero al encontrarse en los brazos del
impaciente amante, no es difícil suponer, por sus propias
palabras, lo que hasta entonces ella entendía por gozo:

...no quieras perderme por tan breue deleyte e en tan poco


espacio... Goza de lo que yo gozo, que es ver e llegar a tu per¬
sona;... que avnque hable tu lengua quanto quisiere, no obren
las manos quanto pueden. Está quedo, señor mío. Bástete, pues
ya soy tuya, gozar de lo esterior, desto que es propio fruto de
amadores. (II, XIV, 116-117.)

Pero su pasión se enciende con la de él y manda a Lucrecia


que se aparte para que no sea testigo de su «yerro». Quedan
en el aire, sin embargo, estas palabras, que nos dejan ver
hasta qué punto Melibea maljuzgaba a Calisto y se descono¬
cía a sí misma: «Si pensara que tan desmesuradamente te
auías de hauer comigo, no fiara mi persona de tu cruel
conuersación.» (II, XIV, 118.) Después del acto amoroso vie¬
ne el típico lamento por la pérdida de su virginidad a cam¬
bio de tan «breue deleyte» y luego, el conocimiento pleno
de su situación («¡O traydora de mí, corno no miré primero
el gran yerro que seguía de tu entrada, el gran peligro que
esperaua!» II, XIV, 119), y finalmente, su voluntaria y total
aceptación del destino que se ha forjado con sus propias
manos:
El amor y la expresión sexual 97

Señor, por Dios, pues ya todo queda por ti, pues ya soy
tu dueña, pues ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu
vista de día, passando por mi puerta; de noche donde tú or¬
denares. Sea tu venida por este secreto lugar a la mesma ora,
porque siempre te espere apercebida del gozo con que quedo,
esperando las venideras noches. (II, XIV, 120).

Seguido de aquellas pocas palabras a su criada, que expresan


la conciencia de su soledad y la realización de su «otredad»
llevada a cabo en el intercambio amoroso, simbolizado todo
por los corazones; «Lucrecia, vente acá, que estoy sola.
Aquel señor mío es ydo. Conmigo dexa su corazón, consigo
lleua el mío.» (II, XIV, 120.)
Nuevamente confirma esta conciencia de su ser, la ra¬
zón de su existir por y para el amor, cuando Lucrecia la
llama a escuchar la conversación de sus padres, que discu¬
ten que ha llegado la hora de casarla. Es la mujer completa¬
mente enamorada, que sabe lo que es y lo que quiere y que
está dispuesta a todo para lograrlo, quien habla aquí:

¿Quién es el que me ha de quitar mi gloria? ¿Quién apar¬


tarme mis plazeres? Calisto es mi ánima, mi vida, mi señor,
en quien yo tengo toda mi speranga... Haga e ordene de mí a
su voluntad. Si passar quisiere la mar, con él yré; si rodear el
mundo, lléueme consigo; si venderme en tierra de enemigos,
no rehuyré su querer. Déxenme mis padres gozar dél, si ellos
quieren gozar de mí... más vale ser buena amiga que mala
casada. Déxenme gozar mi mocedad alegre, si quieren gozar su
vejez cansada. (II, XVI, 147-148.)

Se lamenta, como antes lo hizo Celestina en el banquete con


los criados y las «mochachas», por el tiempo perdido, que ha
dejado escapar sin emplearlo en el amor: «No tengo otra
lástima sino por el tiempo que perdí de no gozarlo, de no
conoscerlo, después que a mí me sé conoscer» (II, XVI, 148).

LECTURA EXISTENCIALISTA. —7
98 «La Celestina»

Es, pues, a través de su amor con Calisto, que Melibea ha


llegado a su propio conocimiento.
Una noche más de amor le queda a Melibea, en la cual,
de acuerdo con Madariaga,

Es la misma Melibea de la primera escena en el huerto: su


misma melosidad, su misma tendencia al «deleite», su misma
humildad en el amor a Calisto; pero con la libertad, la segu¬
ridad, la madurez de un mes de amor delicadamente sugeri¬
das en un sinnúmero de toques de estilo y en particular en su
humorística ironía al referirse al modo como Calisto se toma
libertades de amante con sus ropas 89.

El tono del diálogo ahora ya no es defensivo, sino jocoso.


Están los amantes en pleno jugueteo del amor, como lo ates¬
tigua la respuesta de Calisto quien esta vez no habla ya de
andar «nadando por este fuego de tu desseo» ni de arrimarse
«al dulce puerto a descansar de mis passados trabajos» (II,
XIV, 117). Ahora ambos bromean, Melibea «protestando» de
las «deshonestas manos», Calisto con una metáfora de tono
increíblemente glotón, que sólo cabe en una situación de
mutua confianza y seguridad psicológica donde la broma
puede reinar:

Melib. — ...Dexa estar mis ropas en su lugar e, si quieres


ver si es el hábito de encima de seda o de paño, ¿para qué me
tocas en la camisa? Pues cierto es de ñengo... ¿Qué prouecho
te trae dañar mis vestiduras?
Cal. —Señora, el que quiere comer el aue, quita primero
las plumas. (II, XIX, 181.)

Melibea es ahora ya toda amor, toda sumisión, toda dedi¬


cación al amado: «Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano;
tú, señor, el que me hazes con tu visitación incomparable

89 Ibicl., pág. 67.


El amor y la expresión sexual 99

merced» (II, XIX, 182). Sólo le resta apurar el cáliz de la


amargura, del dolor y de la tragedia que frecuentemente
acompaña al placer en la obra de Rojas90. Esto pasa cuando
se interrumpe la noche de amor con la muerte accidental
de Calisto. Su bien y su placer todo «ydo en humo», su ale¬
gría perdida, su gloria consumada, lamentándose de nuevo
por no haber gozado más del gozo, Melibea sabe lo que tie¬
ne que hacer cuando exclama «¡Muerta lleuan mi alegría!
¡No es tiempo de yo biuir!» (II, XIX, 186) pues, como ella
misma dice:

Su muerte combida a la mía, combídame e fuerza que sea


presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada por
seguille en todo... E assí contentarle he en la muerte, pues
no tuue tiempo en la vida. ¡O mi amor e señor Calisto! (II,
XX, 197-198.)

Sin él, sin su amor, ha perdido Melibea su identidad, su


razón de ser, de existir en el mundo de la materia. Por lo
tanto se niega a permanecer en él como «la más de las tris¬
tes triste» (II, XIX, 185) y se elimina arrojándose de una
torre.
Aquella que mostró sus dobleces con todos a fin de lograr
su amor y una vez logrado para ocultarlo; aquella que
«atiende solícita al secreto de sus amores» pues «su angustia
de enamorada... se ensancha para abarcar la opinión de la
ciudad —el honor— y el recuerdo de todo su sexo»91, se
yergue en su horrenda soledad psicológica («De todos soy
dexada», II, XX, 191) hasta lograr la soledad física en las
alturas de la torre, desde donde grita al mundo entero su
dolor y muestra su íntimo ser a aquellos de quienes más
lo había ocultado:

90 Ayllón, «Death in», pág. 160.


91 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 407.
100 «La Celestina»

En contraste con la Fedra de Racine que se envenenan [sic.]


en soledad, Melibea puede escoger para morir el lugar más
visible de la ciudad, la azotea alta de la casa más rica, y ofre¬
cer ese espectáculo al mundo porque ese mundo ha puesto
barreras artificiales a su vida92.

El íntimo ser de Melibea está fundido con su pasión. Su


amor redime su «yerro» y salva a estas dos criaturas en la
eternidad literaria donde «han creado un mundo moral y
propio, que trasciende al bien y al mal, opuesto a las leyes
que nosotros conocemos, en un absoluto inefable e irreali¬
zable, que ellos, sin embargo, experimentan como más real
y verdadero que el nuestro»93. Melibea es una de esas cria¬
turas escogidas que, habiendo encontrado su amor único,
absoluto, se entrega enteramente a él, sin reservas, así en la
vida como en la muerte94. «Melibea», dice Lida de Malkiel,
«sin ninguna coacción social, se torna por su propio albedrío
esclava de su libre amor» 9S.
Con la misma entereza con que se dio a Calisto en vida,
lo sigue ahora en la muerte, confirmando así la esencia que
ella, de su propia voluntad, se había hecho.

92 Esperanza Figueroa de Amaral, «Conflicto racial en La Celesti¬


na», Revista bimestre cubana, LXXI (1956), 20-68.
93 Rubio García, «La Celestina», pág. 719.
94 «En la inmensidad del mundo, hay raramente hombres y muje¬
res que encuentran al único ser que amarían entre todos los seres
que el mundo habitan. Para ellos, más allá de este ser amado no exis¬
te nada. La eternidad. Y así, cuando después de unas noches de
exaltado amor, un accidente lleva a Calisto a la eternidad, Melibea
ha de seguirle porque después de él no amará a otro. Porque su
amor no era solamente deseo carnal sino también amor espiritual.
Y quieren estar juntas sus almas, como antes lo estuvieron sus cuer¬
pos». Dice Pablo Fernández Márquez en Los personajes de la Celes¬
tina (México: Finisterre Impresor Editor. Este libro no tiene ni fecha
de impresión ni números en las páginas. El prólogo, de León Felipe,
está fechado en México el 12 de agosto de 1967).
95 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 428.
El amor y la expresión sexual 101

c) Calisto. — Calisto es lo que es 96 y lo que no es 97 en


la Tragicomedia, precisamente por su pasión, por la llama
de sus deseos, por su amor, que son «los que le mueven a
él e indirectamente a todos los personajes» 98.
No obstante los reparos que sobre «el hacer conjeturas»
ofrece Lida de Malkiel", he preferido aceptar las interpre¬
taciones del tiempo en la Tragicomedia que, como la de Ru-
meau, favorecen una previa existencia de la pasión de Calis¬
to, que precedería al primer encuentro con Melibea de que
nos enteramos en el Aucto Primero. De allí la frase de Calis¬
to: «que mi secreto dolor manifestarte pudiesse». (I, I, 32.)
Durante este tiempo tendríamos al Calisto que Sempronio
describe «saltando paredes» y en otras actividades (II, IX,
38) de «enamorado activo, desesperado y frustrado en sus
esfuerzos por ver y hablar otra vez a Melibea» como lo pre¬
senta Asensio 10°. Habiendo fallado en sus intentos antes de
abrirse la obra, los autores nos presentan en el texto a ese
Calisto que «se halla siempre más cerca de la desesperación
que de la esperanza» y cuyo «bajo tono vital» se muestra en
varios aspectos de su personalidad, entre ellos «la descon¬
fianza en sí mismo, que le paraliza para la acción y le hace
asistir pasivamente a los esfuerzos de los demás para conse¬
guirle su amor»101.

96 «vicioso y perverso» (Valera), «genio de la indecisión y de la


inacción» (Gilman), «grotesco» y «hazmerreír» (Rachel Frank), «acti¬
vo y desesperado» (Asensio). Ver: Asensio, «El tiempo», pág. 36.
97 ni amante cortesano perfecto (Berndt) ni tradicional (Lida de
Malkiel), ni héroe convencional (Barbera y June Hall Martin).
98 Ayllón, La visión, pág. 97.
99 Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 355-6, nota 5.
i* Manuel J. Asensio, «A Rejoinder» [«Réplica»], Hispanic Review,
XXI (1953), 45-50.
ioi Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 354-55.
102 «La Celestina»

El amor de Calisto contiene elementos idealistas, imagi¬


nativos, poéticos, por lo que «tiende a sentir el amor absolu¬
to no sólo como pasión que todo lo absorbe sino como bien
espiritual que todo lo abarca y de todo es suma y corona» 102.
Es, en resumen, «un amor apasionado, idealista, imaginativo,
físico y contradictorio» 103. Calisto será todo lo idealista que
se quiera; sin embargo

desde el primer momento, Calisto sabe lo que quiere. A pesar


de la galantería literaria en la que se refugia parte de su mane¬
ra de ser, el lector sabe que el amante persigue un fin: la pose¬
sión física de Melibea. Si bien la idealiza y la llama su dios,
y a sí mismo, su servidor, no puede ocultar qué clase de ser¬
vicio espera de Melibea 104.

De ello se da inmediata cuenta Melibea, que no se deja en¬


gañar por las aduladoras y divinizantes palabras del atolon¬
drado caballero. June Hall Martin 105 explica cuidadosamente
lo que en el título de uno de los artículos críticos de Deyer-
mond, «The Text-Book Mishandled» [«El libro de texto mal
manejado»], solamente se implica: el cómo y por qué Calis¬
to es rechazado por Melibea en esta primera entrevista,
cuando aquél emplea erróneamente el entonces popular
texto del libro De Amore del Capellán Andrés, de cuyo con¬
tenido ambos enamorados deben haber estado enterados a
juzgar por el intercambio dialéctico que sostienen. Calisto
ha insultado a Melibea, pues se ha dirigido a ella no como
a una dama, a quien Andrés sugiere se alabe por su belleza,

102 Madariaga, «Discurso», pág. 46.


ios Ayllón, La visión, pág. 104.
i04 Berndt, Amor, pág. 42.
ios June Hall Martin, Love’s Fools: Aucassin, Troilus, Calisto and
the Parody of the Courtly Lover [Los necios del amor: Aucassin,
Troilus, Calisto y la parodia del amante cortés] (London: Tamesis
Books Ltd., 1972), capítulo IV.
El amor y la expresión sexual 103

inteligencia, prudencia y virtud, sino como a una cortesana,


a quien se alaba solamente por su belleza, cualidad que sólo
despierta amor en un amante simple que cree que el aspec¬
to más importante de la amada debe ser belleza de cara y
de cuerpo. La ambigua respuesta de Melibea («pues avn
más ygual galardón te daré yo si perseueras» I, I, 33) lleva
un insulto velado y se supone debería haber enfriado a Ca-
listo, ya que es casi idéntica a la respuesta que da la mujer
noble del segundo diálogo de Andrés, que rechaza a un
hombre de inferior calidad. Calisto, sin embargo, acuciado
por su ciega pasión, no solamente no se da por aludido, sino
que interpreta las palabras de Melibea como promesa de fu¬
turos favores. Como consecuencia viene el rechazo irascible
y total de la doncella que se ha sentido insultada al ver las
claras intenciones de aquél a quien le falla el texto, por no
haberlo sabido emplear: Calisto ha citado los diálogos que
colocan a ambos en igualdad de situación —hombre y mujer
de la clase media— y aún hasta aquellos en que el hombre es
de superior condición social que la dama a quien se dirige.
Calisto se ha presentado no como un delicado cortesano sino
como un hombre torpe, sensual y directo, que carece de me¬
dida, la especial virtud que el verdadero amante debe tener
para permitirle mantener sus apetitos bajo el control de la
razón y llevarlos a un estado de refinamiento espiritual. Dicha
cualidad es esencial ya que «sin ella, el amante está conde¬
nado al fracaso, de acuerdo con las reglas del amor cortés» 106.
Calisto, con esa ilogicidad de su lógica que sólo abarca la
totalidad de su pasión, sin saber qué hacer, se aleja sin siquie¬
ra comprender que ha sido él mismo, con su impetuosidad y
falta de tacto, quien ha creado la situación. Al irse, murmura
abatido: «Yré como aquel contra quien solamente la aduersa

106 ibid., pág. 78.


104 «La Celestina»

fortuna pone su estudio con odio cruel» (I, I, 34). No le queda


más remedio que sufrir las consecuencias del galán rechazado
y arrojado del jardín: encerrarse en su oscura prisión de
amor (I, I, 35), sufrir torturas en el purgatorio o infierno del
amor (I, I, 35-36; I, I, 39, 40 y 41), torturas que le hacen lle¬
gar al delirio de la herejía y del sacrilegio. Sentirá también
la desesperación que el estado de separación entre él y su
amada le acarrearán, por la gran altura de ella y el humilde
estado de él, ya sean ciertos o imaginados (I, I, 45; I, II, 119
y 120), y con la desesperación vendrá la «impaciencia de ena¬
morado» que «le hace insistir en la prisa» 107.
Desde el momento de ser despedido y caer en la desespe¬
ranza, encontramos al Calisto indeciso, inactivo, grotesco, pa¬
radójico antihéroe que la crítica ha venido viendo. Pero, sobre
todo, encontramos al Calisto que tan acertadamente analiza
Lida de Malkiel en el capítulo xn de su ya citada obra. De
acuerdo con este análisis, Calisto es básicamente egoísta, en¬
simismado, soñador introspectivo absorto en su yo, que se
encuentra fuera de la realidad, fuera de la moral y fuera de
la sociedad. Tiene poca estima de sí mismo, por lo que rebaja
desmedidamente su propia posición y acaba por confiar su
negocio amoroso a sus sirvientes, a quienes también alaba
desmedidamente, lo mismo que a Celestina. Si bien es since¬
ramente religioso, su religiosidad adquiere un cariz especial
y extrañamente amoral, literario y cortesano. Posee una ima¬
ginación exaltada, con la que va creando la realidad; pero que
le impide ajustar la urgencia de su deseo al tiempo, lo que
resulta en una constante impaciencia. Su amor y su actitud
hacia la vida están empapados de literatura, mas éste no es
rasgo superficial ya que penetra y abarca el carácter del ena¬
morado 108.

107 Ayllón, La visión, pág. 97.


108 Lida de Malkiel, La originalidad, Capítulo XII.
El amor y la expresión sexual 105

Lo que Lida de Malkiel no ha hecho resaltar en su estudio,


pero que otros sí han observado, es que a la raíz de todas
estas características está el matiz dominante del carácter de
Calisto: el énfasis que los autores han puesto en su sensuali¬
dad y en su pasión libidinosa. Para David William Foster,

Calisto es un amante discordante, desgarrado y atormentado


por fuerzas internas opuestas (I, 39-40) y consumido por el fue¬
go del amor (I, 40)... En presencia de Melibea, Calisto se mues¬
tra como un amante irreflexivo e impetuoso, en lugar de un
galán fino y pulido... Calisto se convierte en víctima de sí mis¬
mo debido a su básica incapacidad para reconciliar sus senti¬
mientos nobles con su pasión libidinosa. Lejos de Melibea, es
un sirviente atento a la gloria de su dama, pero en su presencia
su comportamiento raya en lo violento 109.

Raymond E. Barbera110, por su parte, ha estudiado algunos


símbolos de La Celestina, dentro del marco de la iconografía
medieval, y ha encontrado tres que son claramente simbólicos
de la lujuria, a saber: el ximio, que simboliza la sexualidad
sucia y la lujuria; el falcón, que representa el retozo y la pa¬
sión carnal; y el caballo alborotado, símbolo de pasión incon¬
trolable. Recordemos que el primero de ellos lo relaciona
Sempronio directamente, si bien por insinuación, con el ori¬
gen de Calisto —con su abuela—. El segundo aparece, no
atado a la muñeca de Calisto el cazador, sino en vuelo libre
(I, II, 121) y es la causa de que Calisto se acerque a Melibea.
Finalmente, vemos el tercero en las alusiones abiertamente
sexuales de Pármeno: «¿Rehinchays, don cauallo? ¿No bas¬
ta vn celoso en casa?... ¿O barruntás á Melibea?» (I, II, 124).
Como estos tres símbolos aparecen en la obra directamente

109 Foster, «Some attitudes», pág. 485.


no Raymond E. Barbera, «Medieval Iconography in La Celestina»
[«Iconografía medieval en La Celestina»], Romanic Review, LXI (1970),
5-13.
106 «La Celestina»

relacionados con Calisto, Barbera concluye que todos contri¬


buyen a dar énfasis, directa o indirectamente, a la básica
naturaleza carnal de Calisto.
Ofrezcamos algunas pruebas textuales de esta caracterís¬
tica. Cuando Calisto hace el retrato de Melibea, ateniéndose
«al esquema utilizado por muchos» m, lo hace empleando una
anáfora que incluye una serie de frases compuestas de un
sustantivo seguido de uno o dos adjetivos, casi como una
letanía. Pero al llegar a los senos, el literato soñador se des¬
pierta y se anima, cambiando radicalmente la sintaxis, en
la que inyecta la única interjección que se encuentra en
toda la descripción, precedida de una interrogación retórica
que es casi otra admiración: «la redondez é forma de las
pequeñas tetas, ¿quién te la podría figurar? ¡Que se despe¬
reza el hombre quando las mira!» (I, I, 55) para continuar
después de esta explosión emotiva con la enumeración sim¬
ple del resto de sus cualidades. En otra ocasión, notada por
Ayllón U2, cuando Celestina le entrega el cordón de Melibea,
lo personifica y lo estruja apasionadamente a grado tal, que
Celestina se ve obligada a decirle: «Cessa ya, señor, ese de-
uanear, que á mí tienes cansada de escucharte é al cordón,
roto de tratarlo» (I, VI, 222) y que Sempronio contrapuntea
con un «Señor, por holgar con el cordón, no querrás gozar
de Melibea» (I, VI, 223) y luego, de nuevo Celestina:

avnque no lo esté, deues, señor, cessar tu razón, dar fin á tus


luengas querellas, tratar al cordón como cordón, porque sepas
fazer diferencia de fabla, quando con Melibea te veas: no haga
tu lengua yguales la persona é el vestido. (I, VI, 223.)

Calisto, sin embargo, continúa. Anticipando inconscientemen¬


te lo que después hará con la misma Melibea, exclama: «¡O

111 Berndt, Amor, pág. 35.


112 Ayllón, La visión, págs. 98 y sigs.
El amor y la expresión sexual 107

mis manos! con qué atreuimiento, con quán poco acata¬


miento teneys y tratays la triaca de mi llaga! » (I, VI, 223-224).
Al enterarse de la muerte de sus criados, Calisto vuelve
a reaccionar con ese típico egoísmo de que hablan Ayllón y
Lida de Malkiel, lamentándose primero por su honra. Dice
que preferiría perder la vida y no la honra, aclarando inme¬
diatamente después «e no la esperanza de conseguir mi co¬
mentado propósito, que es lo que más en este caso desas¬
trado siento» (II, XIII, 110). Después de un nuevo lamen¬
tarse por sí mismo, puesto que «a los muertos no puedo ya
remediar» (II, XIII, 111), de un leve vacilar ya que no quie¬
re que se le tome por cobarde, llega a la única decisión que
su lujuria le permite:

Pues por más mal e daño que me venga, no dexaré de


complir el mandado de aquella por quien todo esto se ha cau¬
sado. Que más me va en conseguir la ganancia de la gloria que
espero, que en la pérdida de morir los que murieron. (II, XIII,
112.)

Quiero hacer notar que la palabra gloria, tan empleada por


Calisto al referirse a Melibea, es, de acuerdo con Keith Whin-
nom113, un eufemismo por posesión sexual. Lo mismo se
puede decir del «fuego» o la «llama» de que habla Calisto
en el Aucto Primero ya que, según lo indica Martin, «el fue¬
go fue en la Edad Media, y aún lo es, un eufemismo común
por lujuria»114.
Que el amor de Calisto por Melibea es básicamente y ante
todo un amor carnal, lo comprueba también su comporta¬
miento con ella durante la primera cita en el jardín en la
que, haciendo a un lado la demanda de ella, que no pide en
realidad más que el preámbulo necesario que su pudor le

tu Citado por June Hall Martin, Love’s Fools, pág. 104, nota 53.
U4 Ibid., págs. 106 y 109.
108 «La Celestina»

impone, se empeña en conseguir la «merced» (palabra que


también lleva connotaciones sexuales114) del «dulce puer¬
to» al que quiere arrimarse para descansar de haber nadado
«por este fuego de tu desseo» (II, XIV, 117) toda su vida.
Encontramos nuevas comprobaciones en su constante
exhibicionismo del amor de Melibea (I, VI, 224 y II, XII, 93),
principalmente en la primera escena del huerto donde, al
pedirle Melibea a Lucrecia que se retire, cuando comprende
que no podrá controlar a Calisto, éste responde: «¿Por qué,
mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos
de mi gloria» (II, XIV, 118). También en el monólogo del
mismo acto, cuando, ya a solas, se lamenta del hastío que le
trae el deseo satisfecho, la brevedad del «deleyte mundano».
No sabe de seguro si siente más la ausencia de la amada
«o el dolor de mi deshonrra». Tiene que acuciar su imagina¬
ción con un «acuérdate, Calisto, del gran gozo passado...
ningún dolor ygualará con el rescebido plazer» (II, XIV,
127) y después de acatar su falta de felicidad y poco agrade¬
cimiento con un «¿Por qué no estoy contento? Pues no es
razón ser ingrato a quien tanto bien me ha dado» (II, XIV,
127), logra por fin regresar al rapto amoroso. Para ello tiene
que evocar el triunfo de la posesión carnal por encima de
las protestas y resistencia de la amada. Este recuerdo logra
lo que no logró todo su vuelo imaginativo anterior: que se
vuelva a enamorar de Melibea (II, XIV, 122-129)ns.

115 Ya Marcel Bataillon ha aducido algunos de estos ejemplos como


prueba de la obsesión sensual de Calisto y de la calidad carnal de
su amor por Melibea. Ver: Marcel Bataillon, La Celestine selon Fer¬
nando de Rojas [La Celestina según Fernando de Rojas] (París: Li-
brairie Marcel Didier, 1961), págs. 113 y sigs. Cándido Ayllón, en La
visión pesimista de La Celestina, dice: «En La Celestina, sin embargo,
los recuerdos de la felicidad pasada no siempre traen tristeza por¬
que en el caso de Calisto es precisamente su recuerdo de Melibea
y su imaginación del placer que ha disfrutado con ella, los que le
El amor y la expresión sexual 109

June Hall Martin ha encontrado asombrosa similitud en¬


tre las características de Calisto mencionadas por Lida de
Malkiel y los síntomas del hombre lujurioso, de acuerdo
con la teología cristiana. El lujurioso, nos dice, es de espí¬
ritu débil y no se da cuenta de las verdades de la vida mo¬
ral y cristiana con toda la claridad necesaria; bajo la in¬
fluencia de la pasión, se deja a veces llevar hasta rechazar
la fe. La lujuria, además, tiene un efecto debilitador sobre
el hombre, pues le corta sus contactos con el mundo real, le
abotaga los sentidos y le impide una clara percepción
de la realidad. Otras características del lujurioso, que tam¬
bién encontramos en Calisto, son el egotismo, rayano en el
egoísmo, debilidad mental, falta de consideración, incons¬
tancia, precipitación en las acciones, rechazo de Dios, afec¬
ción al presente. Estas singularidades «refuerzan la idea de
que la fuerza motora del comportamiento de Calisto es la
lujuria» 116.
El problema de Calisto, nos dice Martin, está dentro de su
propia naturaleza y el siempre cambiante tono de su habla
nos da la clave de la bajeza de su carácter. No hay en sus
palabras la sinceridad del amante cortés y su deseo, en vez
de refinarse con el tiempo, se hace más crudo. Además, em¬
plea el mismo tono glorificador cuando se dirige a Celestina.
En todo momento, Calisto deja ver claramente qué es lo que
él prefiere 117. En Calisto ve ella una parodia del amante cor¬

permiten volverse a enamorar de ella, una vez lejos de su lado.»


(Pág. 141. El énfasis es mío.)
Martin, Love’s Fools, pág. 108.
n7 «A pesar de la clara orientación carnal de Calisto, de todas
maneras manifiesta una excesiva adoración externa a Melibea. Sin
embargo, sin la correspondiente reverencia y emoción por la amada,
sin una sincera percepción de su dama como superior a él, toda su
retórica se hace calculadora y necia. Eternamente está sobrecargando
la balanza al lado del amor físico y luego trata de compensar el saldo
110 «La Celestina»

tés que lleva en sí el elemento didáctico de la obra, ya que


Rojas interpreta el amor cortés simplemente como disfraz
del amor impuro. Rojas trata de desenmascarar al amante
cortés, mostrándolo simplemente como un hombre lujurio¬
so que no se distingue de aquellos que habitan el mundo
celestinesco 11S. Como el hombre lujurioso a quien dominan
las impresiones sensuales o carnales 119 y que no se ocupa
en razonar, en deliberar, en llegar a un juicio fundado, a
Calisto le falta también la habilidad de interpretar la verdad
metafísica y las realidades psicológicas y físicas 12°.

con una adoración retórica excesiva. Pero las palabras son vacías,
sin peso; el fiel de la balanza nunca está en su centro.» (Martin,
Ibid., pág. 103.)
No estoy aquí en desacuerdo básico con Lida de Malkiel, quien
encuentra «amor de alma» en Calisto (Ver: La originalidad, pág. 326).
No niego que haya en Calisto tal amor, pero sí asevero que, para mí,
como para Martin, la balanza se inclina más al aspecto carnal. Pre¬
cisamente, el último ejemplo que da Lida de Malkiel en la página
citada, comienza con «Vencido me tiene el dulzor de tu suaue canto;
no puedo más suffrir tu penado esperar» refiriéndose a la copla que
acaba de cantar Melibea en la cual se queja de su espera, pidiendo
a los pájaros que le informen «si ay otra amada que lo detiene.»
Y Calisto termina: «¿E cómo no podiste más tiempo sufrir sin in-
terrumper tu gozo e complir el desseo de entrambos?» (el énfasis
es mío), deseo que se hace evidente en el siguiente intercambio dia¬
lógico con Melibea, cuando ésta le dice: «Y pues tú, señor, eres el
dechado de cortesía e buena crianga, ¿cómo mandas a mi lengua
hablar e no a tus manos que estén quedas? ¿Por qué no oluidas estas
mañas? Mándalas estar sossegadas e dexar su enojoso vso e conuer-
sación incomportable.» (II, XX, 179-181).
118 Martin, Love’s Fools, pág. 127.
119 Dice Esperanza Figueroa de Amaral, «Conflicto racial»: «Calisto
es el animal que persigue su satisfacción hedonista a cualquier pre¬
cio, su pasión de mero engranaje fisiológico, pero sin embargo sus
mismos actos animales están restringidos por la falta de coordina¬
ción muscular, que en un joven cazador debió haber funcionado con
más agilidad instantánea.» (Págs. 61-62.)
120 Martin, Love’s Fools, pág. 112. También: «Calisto muere por la
deficiencia de sus elementales funciones corporales, en la falla del
El amor y la expresión sexual 111

Hasta qué punto había llegado Calisto a identificarse con


su pasión, lo dejan ver sus propias palabras al principio
de la obra: «¿Yo? Melibeo so é á Melibea adoro é en Meli¬
bea creo é á Melibea amo» (I, I, 41). Calisto es por y para
Melibea, única presencia que cuenta dentro del encerrado
jardín paradisíaco. En él espera y encuentra Calisto delicias
terrenas con aquella a quien ha deificado, confirmando así
las jocosas pero crudas insinuaciones de Sempronio quien
lo había acusado de una especie de Superóla m. Para llegar
a ese su Dios, hay que escalar el muro que impide su «glo¬
ria». Para ello emplea una escala, cuyo símbolo medieval era
la escala de la virtud que representaba, precisamente, la
resistencia a la atracción terrena de la tentación m. Irónica¬
mente, Calisto cae no al subirla para llegar a su Dios sino
al tratar de bajarla, después de haber obtenido los favores
de Melibea. Y cae de cabeza, «en la postura clásica de los
pecadores» culpables de Superbia. Calisto muere en un acci¬
dente, se ha dicho hasta el cansancio. ¡No!, dice Barbera,

No es un accidente que la parte más noble del hombre, don¬


de residen ratio e intellectus, quede por tierra, mudo testimo¬
nio del mal uso que hizo Calisto del instrumento que debió
haber gobernado sus pasiones 123.
7
Calisto deja de existir cuando deja de ser lo que ha sido
desde el momento preciso en que lo conocemos: Melibeo.

aparato físico a que ha subordinado su vida y sus pasiones... Calisto


muere porque le falta la vista, la ligereza de sus pies, su sentido de
coordinación, y funciones cerebrales más complicadas como sentido
de cálculo y de la oportunidad.» (Figueroa de Amaral, «Conflicto ra¬
cial», pág. 62.)
121 Barbera, «Medieval Iconography», pág. 12.
122 Ibid.
123 Barbera emplea la metáfora scattered upon the pavement, que
yo he traducido como «por tierra». Ibid., pág. 13.
112 «La Celestina»

Cuando se olvida de la esencia que él mismo se ha creado,


la satisfacción de su propio deseo, para intentar un acto
—el único de esta naturaleza— de desprendimiento y valen¬
tía, acto que representaría lo que no es —caballero corte¬
sano—, Calisto cae y muere. Esta es la ironía más tajante¬
mente existencial de Rojas.

d) Los criados. — De acuerdo con José Antonio Mara-


vall124, la Tragicomedia es el drama de los que desean vivir
más, que están dispuestos a todo por vivir y que, por lo tan¬
to, conceden primacía indebida a la vida terrena, en la que
hay que holgarse y gozarse. Los criados no están exentos de
estas ideas, como lo demuestra Sempronio quien, a pesar
de sus discursos misoginistas que pronuncia frente a Ca¬
listo, dice que la vida vale la pena ser vivida, aunque no sea
más que para ver a su Elicia (I, I, 37). Sempronio viene sien¬
do otra prueba de la divergencia que existe en los persona¬
jes de La Celestina entre el ser y el parecer: parece antife¬
minista, pero en sus actos no lo es y él mismo lo sabe:

Cal. —Torpe cosa es mentir el que enseña á otro, pues que


tú te precias de loar á tu amiga Elicia.
Semp. —Haz tú lo que bien digo é no lo que mal hago. (I,
I, 43.)

Critica a su amo por la atracción que siente por Melibea y


le pide que la vea con ojos claros y no con ojos de alinde,
porque no quiere que se desespere. Pero acaba por prome¬
terle ayuda en su empresa. Al acuciársele la avaricia con el
regalo recibido de Calisto, el significado de su ayuda queda
evidente: «Con todo, si destos aguijones me dá, traérgela he
hasta la cama» (I, I, 58).

124 José A. Maravall, El mundo social de «La Celestina» (Madrid:


Credos, segunda edición, 1968), pág. 174.
El amor y la expresión sexual 113

David William Foster125 ve a Sempronio como el repre¬


sentante de los sentimientos desvergonzados y prácticos
asociados con el amor ovidiano y dice que su actitud es «de
simple y práctica aceptación de la placentera necesidad bio¬
lógica», alegando que esto es debido a que «su estado social
no le deja otra alternativa». Yo veo, con Lida de Malkiel,
que «en contraste con su condición social y con la lubrici¬
dad de Celestina y de Elicia, Sempronio expresa con vehe¬
mencia sentimental, comparable a la de Calisto, su amor por
la mujerzuela» 126. Es más, Sempronio me parece el reverso
de la medalla de Calisto en varios sentidos: aunque ambos
son egoístas y cobardes, aunque ambos están atiborrados de
fórmulas eruditas, autoridades, cortesías —y Sempronio
también de máximas y expresiones populares—, el criado
ante su «dama» se comporta más como caballero que el
amo ante la suya (I, I, 62).
Sempronio se interesa en todo amor, no solamente en el
suyo, pues lo encuentra natural. Apostrofa a Pármeno quien
reniega ante los sentimientos de Calisto:

¡Maldeziente venenoso! ¿Porqué cierras las orejas á lo que


todos los del mundo las aguzan, hecho serpiente, que huye la
boz del encantador? Que solo por ser de amores estas razones,
avnque mentiras, las hauías de escuchar con gana. (I, VI, 210.)

Su interés en el amor ajeno, al mencionar a la «graciosa e


gentil Melibea», le acarrea el disgusto con su meretriz. Aun¬
que Elicia sea «la primera razón de su egoísmo y cobar¬
día» 127 creo que el rasgo más saliente de su carácter es otro
aspecto del pecado de cupiditas: su voracidad, su egoísmo,

125 Foster, «Some altitudes».


126 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 600.
127 Ibid., 599.

LECTURA EX1STENCI ALISTA. — 8


114 «La Celestina»

que lo llevan al homicidio y a su propia muerte. Trayendo


negocio en mano, ignora a Elicia128.
Pármeno, por otra parte, sí me parece que tiene como
base de su carácter la sensualidad 129. Como lo ha hecho ver
Lida de Malkiel, Pármeno es un adolescente, una de cuyas
consecuencias es su naciente sexualidad, de la que quiere
asegurarse y que Celestina inmediatamente reconoce y ex¬
plota. Sólo a Pármeno se dirige de manera a la vez soez, cari¬
ñosa y directa:

¡Necieuelo, loquito, angélico, perlica, simplezico! ¿Lobi-


tos en tal gestico? Llégate acá, putico, que no sabes nada del
mundo ni de sus deley tes. ¡Mas rauia mala me mate, si te
llego á mí, avnque vieja! Que la voz tienes ronca, las barbas
te apuntan. Mal sosegadilla deues tener la punta de la barriga.
(I, I, 95.)

Con lo que inmediatamente logra atraer la orgullosa aten¬


ción del mozo quien, hecho todo un hombre, responde:
«¡Como cola de alacrán!» (I, I, 96), Históricamente no es
este el primer encuentro que la experta maestra de la vida
tiene con el incipiente alumno. Al identificarse Pármeno
como hijo de Alberto, compadre de Celestina, y de su com¬
pañera Claudina, la vieja le pregunta maliciosa: «Acuérdas-
te, quando dormías á mis pies, loquito?» (I, I, 98), a lo que
él responde con palabras llenas de ambigüedad y sugerencia:

Sí, en buena fe. E algunas vezes, avnque era niño, me subías


á la cabecera é me apretauas contigo é, porque olías á vieja,
me fuya de ti. (I, I, 99.)

128 Foster, «Some attitudes», pág. 487.


129 Ya Lida de Malkiel ha hecho un cuidadoso estudio de caracte¬
res, señalando el virtuosismo de Rojas para dar matiz individual a
cada uno de ellos. Aquí sólo me ocuparé de las similitudes y/o dife¬
rencias que se relacionan con el aspecto amatorio. Para mayor deta¬
lle, ver La originalidad, a que tanto me he ya referido.
El amor y la expresión sexual 115

Jane Hawking 130 dice que ese «aunque era niño» sugiere que
el comportamiento de Celestina con el niño no era el de
una madrastra. Pero Pármeno, con estas dos insinuaciones,
ya se ha dado a conocer y Celestina, que trata de ganárselo
para que les ayude a ella y a Sempronio en el negocio de
los amores de Calisto y Melibea, sabe ahora exactamente
qué camino seguir. Después de un intercambio dialéctico
en que le propone la amistad de Sempronio, su igual, lo
tienta nuevamente ofreciéndole a Areúsa. Ha plantado la
semilla; ahora hay que dejarla germinar, regándola de vez
en cuando, pues Pármeno, sirviente fiel de Calisto, no es tan
fácil de convencer ya que su conciencia y su agudeza lo ha¬
cen vacilar todavía varias veces.
De nuevo tenemos en Pármeno lo que creo es una cons¬
tante de la técnica de Rojas: la distancia que hay entre lo
que se aparenta (o se quiere aparentar) ser y lo que verda¬
deramente se es. Pármeno critica y reprocha a Sempronio
su lujuria y avaricia (I, I, 106), él es quien más se ensaña
contra Celestina y sus ocupaciones (I, I, 67 y siguientes),
quien aconseja a su señor que gane a Melibea con «franque¬
zas é seruicios», es decir, como caballero cortés y no a tra¬
vés de la medianera. Sin embargo, Pármeno va a obrar en
forma diametralmente opuesta a sus propios consejos, va
a actuar con más sensualidad que todos. A él se deben las
exclamaciones de tono más obsceno, como la arriba mencio¬
nada y la referente al caballo (I, II, 124) que discutimos en
la parte relacionada con Calisto. Al contrario que Sempro¬
nio, no idealiza ni cela a su meretriz, tal vez porque parece
aceptar la realidad y saber a qué atenerse en cuanto a las
prostitutas, dándose cuenta de que él es uno de tantos. Lo

130 Jane Hawking, «Madre Celestina», Annali Instituto Universitario


Oriéntale, Napoli, Sezione Romanza, IX (1967), 177-90.
116 «La Celestina»

vemos cuando, al llegar con Sempronio a la puerta de la


casa de Celestina donde tendrán un agasajo, dice:

Bien has dicho. Calla, que está abierta la puerta. En casa


está. Llama antes que entres, que por ventura están embueltas
e no querrán ser assí vistas (II, IX, 26) B1.

Rojas no nos presenta a Sempronio en el acto amoroso


sino a través de las palabras de la tercera (II, IX, 40). En
cambio, la corrupción de Pármeno, de la que somos testi¬
gos, se logra en realidad, sólo a través de su naciente viri¬
lidad. Ya se ha visto cómo Celestina gana la atención de
Pármeno con una obscenidad. Pero no lo ha convencido del
todo y continúa vacilando durante seis actos más. No im¬
porta cuántas veces Celestina le encomia la amistad, la
ganancia, las ventajas que obtendrá con ella y Sempronio,
Pármeno sólo presta atención a la mención de «mochachas»:

Cel. —...¡O quan dichosa me hallaría en que tú é Sempro¬


nio estuuiesedes muy conformes, muy amigos, hermanos en
todo, viéndoos venir á mi pobre casa á holgar, á verme é avn
á desenojaros con sendas mochachas!
Parm. —¿Mochachas, madre mía? (I, VII, 236).

La vieja no puede arrancarle su promesa de obediencia a


ella y de amistad a Sempronio sino hasta cuando lo tiene
prácticamente en la cama con Areúsa. ¡Y cómo suenan las
palabras de ésta a las que más tarde pronunciará Melibea
en la escena de su seducción en el jardín! (I, VII, 259 y II,
XIV, 116). Que la sexualidad de Pármeno es dramáticamente
importante en la pintura de su carácter, lo demuestra el

131 «Embueltas: obscene, sin duda. Corvacho, 2, 13: Envolverse


con otro más hazino e cuytado e mezquino, e desonra asy e a
su marido.» (Julio Cejador y Frauca, La Celestina, II, IX, pág. 26,
nota 9.)
El amor y la expresión sexual 117

hecho de que Rojas nos lo deja ver en la acción y en el diá¬


logo, tanto por lo que él dice de sí (« ¡Como cola de alacrán! »,
I, I, 96, «A ponerla en duda si queda preñada o no», II,
VIII, 14), como por lo que otros aseveran de él:

Cel. —...Mas como es vn putillo, gallillo, barbiponiente, en¬


tiendo que en tres noches no se le demude la cresta. (I, VII,
258-259.)
Sos. —...e llámase Areusa. Por la cual sé yo que ouo el tris¬
te de Pármeno más de tres noches malas... (II, XIV, 130) 132.

Sosia y Tristán, los criados menores que reemplazan a


Sempronio y a Pármeno después de su muerte, se nos pre¬
sentan con un abundante elemento básico de sensualidad.
Tristán, testigo oyente de la rendición de Melibea, bien qui¬
siera estar en lugar de su amo («E por mi vida que, avnque
soy mochacho, que diesse tan buena cuenta como mi amo»,
II, XIV, 118). Su agudeza y su fidelidad a Calisto, por otra
parte, no le permiten confiarse en las mujeres (II, XIX,
174 y 175). La sensualidad del «rascacaballos» Sosia, como su
edad, es mayor que la de Tristán. Está al tanto de las idas y
venidas de las «mochachas» (II, XIV, 130) y también quisiera
estar en el lugar de su amo («Para con tal joya quienquiera
se temía manos», II, XIV, 118). Frente a Areúsa, pierde toda
noción de la realidad y se olvida de su condición de acemi¬
lero («Elic. —...¡O hideputa el pelón e cómo se desasna!...

132 Interpreto malas en el sentido corriente que entiende por «te¬


ner una mala noche» con el significado de «no dormir». Para una in¬
teresante interpretación psicológica de la seducción de Pármeno y
su participación en la muerte de Celestina, véase el artículo «Madre
Celestina» arriba citado de Jane Hawking. Analiza el comportamiento
de Pármeno a través de su ansia de amor, particularmente el amor
maternal, de substituciones de la imagen materna en el juego Celes-
tina-Areúsa-Celestina. La vieja yerra, por ser incapaz de proveer el
amor filial que Pármeno necesita.
118 «La Celestina»

sálenle alas e lengua!», II, XVII, 158) y creyéndose deseado,


se deja arrancar el secreto de su amo.
Ni la «honesta, buena criada» 133 Lucrecia está exenta de
arrebatos sensuales, si bien no son la marca característica
de su personalidad. Su virtud, como nos lo hace ver Lida de
Malkiel, tiene un lado frágil, pues presta oído a Celestina
cuando le ofrece productos para hermosearse y quitarse el
mal olor de boca (I, IV, 190); se le va el santo al cielo al
escuchar las alegrías pasadas de la casa de Celestina y al
pensar «en aquella vida buena, que aquellas mogas goza¬
rían» de la cual participa vicariamente: «que me parece e
semeja que esto yo agora en ella» (II, IX, 49) 134; se deja
llevar de sus emociones, estrechando a Calisto con sus pesa¬
dos abrazos (II, XIX, 180) 135; se deshace «de dentera» mien¬
tras Melibea se esquiva «porque la rueguen» (II, XX, 181).
Con algo de envidia del retozar amoroso de sus amos, se
dice:
Pero también me lo haría yo, si estos necios de sus criados
me fablassen entre día; pero esperan que los tengo de yr a
buscar. (II, XX, 182.)

Al igual que su ama, que días antes se derritió al ver las


lágrimas de Calisto, Lucrecia, al ver llorar al criado por su
amo, nos sorprende con un «Tristán, ¿qué dizes, mi amor?
¿qué es esso, que lloras tan sin mesura?» (II, XX, 185).
Hasta allí llegan «sus pasioncillas» 136.

153 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 643.


134 «Lucrecia parece participar por medio de otros. En vez de par¬
ticipar activamente, Lucrecia sólo se permite el goce de los frutos
de su imaginación.» (Ayllón, La visión, pág. 138.)
133 Para una explicación histórica de este incidente, véanse: Lida
de Malkiel, La originalidad, pág. 645 y Madariaga, «Discurso», pági¬
na 67.
136 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 645. Rafael Lapesa, en
su reseña crítica sobre esta obra dice: «En la Lucrecia no se da su-
El amor y la expresión sexual 119

No puede uno dejar de preguntarse: ¿no serán acaso esas


pasioncillas lo que la ha llevado a que simpatice con su ama
y le ayude a llevar a cabo y a encubrir sus amores con Ca¬
liste? ¿No representarán ellas el verdadero ser íntimo de
Lucrecia? ¿No será esto lo que la ha llevado a decir a su
ama «Señora, mucho antes de agora tengo sentida tu llaga e
calado tu desseo... Pero, pues ya no tiene tu merced otro
remedio, sino morir o amar, mucha razón es que se escoja
por mejor aquello que en sí lo es» (II, X, 64)?
La oposición normal muerte/vida, se ha convertido en
estas últimas frases de Lucrecia en muerte/amor, lo que ha¬
ce ver que, hasta para la «buena criada» vivir con un amor
no logrado no es vivir. La vida, para ella también, se equipa¬
ra solamente al satisfacer de la pasión, al encarnar el amor
en el acto sexual.

e) Las «mochachas».— ¿Habrá necesidad de justificar


la identidad sexual del ser de las dos prostitutas? Creo que
sí, pues podría ponerse el reparo de que están en la prosti¬
tución contra su voluntad y sin sentirse ser meretrices.
No obstante la teoría de Lida de Malkiel, de la falta de
continuidad o de trueque de continuidades en los caracte¬
res de las dos «mochachas», entre la Comedia y la Tragico¬
media w, yo tomaré a Elicia y a Areúsa como unidades

ficiente relieve a la poderosa e insatisfecha llamada del instinto


carnal, bien señalada por Gilman.» En su nota número 25, Lapesa
agrega que considera irónica la contestación de Lucrecia en el acto
XIV a la pregunta de Melibea —«¿Hasnos oído?» —«No señora: dur¬
miendo he estado.» Estoy de acuerdo, pues darle sentido literal a
esta frase sería no conceder a Lucrecia ni siquiera la curiosidad de
un gato, lo que no concuerda con la Lucrecia que se queda embobada
con las evocaciones de placeres que hace Celestina. (Ver: Rafael
Lapesa, «La originalidad artística de La Celestina», Romance Philo-
logy, XVII (1963), 55-74.
137 Ver: Lida de Malkiel, La originalidad, Capítulo XVII.
120 «La Celestina»

psicológicas, basándome para ello en la opinión de Pierre


Heugas 138 y muy especialmente en el estudio de Jacqueline
Gerday139 al cual mucho debo. Además, insisto, creo ver una
constante rojiana en la oposición ser/parecer, verbalización/
acción, propósito/acto. Visto bajo esta luz, los caracteres de
Elicia y Areúsa dejan de mostrar dicotomías o contradiccio¬
nes y participan del diseño total de los autores y de su con¬
cepción del mundo que tiene como base una amarga ironía
llena de pesimismo.
Elicia es impetuosa, lo que se traduce a veces en actos
de violencia verbal, de una «irritabilidad inquieta, más sú¬
bita que la de ningún otro personaje» 140. Ataca por una ra¬
zón bien femenina: no tener que defenderse o justificarse
y es de una duplicidad instintiva más bien que elaborada 141.
«Sacar partido de su atractivo es toda su vocación» 142, gozar
de la vida en todo lo que ésta tiene de inmediato, sin preocu¬
pación alguna ni por el pasado, ni por el futuro. Al oficio
que Celestina trata de enseñarle, dice no tenerle afición («Yo
le tengo á este oficio odio; tú mueres tras ello», I, VIII, 262)
y cada vez que Celestina quiere adiestrarla en sus artes,
Elicia piensa solamente en el gozo y en la cama:

Cel. —...Entra en la cámara de los vngüentos... E baxa la


sangre del cabrón é vnas poquitas de las baruas, que tú le
cortaste.
Elic. —Toma, madre, veslo aquí; yo me subo é Sempronio
arriba. (I, III, 146-147.)

138 Pierre Heugas, «María Rosa Lida de Malkiel, La originalidad


artística de ‘La Celestina'», Bulletin Hispanique, LXVI (1964), 405-418.
139 Jacqueline Gerday, «Le caractére des rameras dans La Celestine,
de la Comédie á la Tragicomédie» [«El carácter de las rameras en
La Celestina, de la Comedia a la Tragicomedia»], Revue des Lan-
gues Vivantes, XXXIII (1967), 185-204.
140 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 662.
141 Gerday, «Le caractére», pág. 193.
142 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 666.
El amor y la expresión sexual 121

Cel. —Tú te lo dirás todo. Pobre vejez quieres. ¿Piensas


que nunca has de salir de mi lado?
Elic. —Por Dios, dexemos enojo é al tiempo el consejo. Aya-
mos mucho plazer. Mientra oy tornáremos de comer, no pen¬
semos en mañana... No hauemos de viuir para siempre. Goze-
mos é holguemos, que la vejez pocos la veen é de los que la
veen ninguno murió de hambre... Dexemos cuydados agenos é
acostémonos, que es hora. (I, VII, 262-263.)

Cándido Ayllón explica así a Elicia:


...el deseo de Elicia por el placer parece ser, en parte, un
reflejo de su poca habilidad para confrontarse con la vida y
de no tener que hacer frente a «the failure of her existence» 143.

Sin embargo, en su existencia de ramera, Elicia puede enor¬


gullecerse, y de hecho lo hace, de su éxito. Cuando logra en¬
gañar a Sempronio que la cela, con la verdad de que los
pasos que «suenan arriba» son los de «vn enamorado» (I, I,
62), lo despide con interjecciones cargadas de altivez y de
ironía que dejan la impresión de que de nuevo está hablando
con la verdad y que no le importaría gran cosa si Sempronio
dejara de ir a verla: «¡Anda, anda! ¡vete, desconoscido! é
está otros tres años, que no me bueluas a ver!» (I, I, 63).
Al regresar Celestina y Sempronio, se adivinan la malicia y
el orgullo con que Elicia habla con la vieja que le pregunta
por la moza del ministro quien el lector bien sabe no era
otro sino Crito:
Cel. —Calla, boua, déxale, que otro pensamiento traemos
en que más nos va. Díme, ¿está desocupada la casa? ¿Fuese la
moga que esperaua al ministro?
Elic. —E avn después vino otra é se fué.
Cel. —Sí, que no embalde?

143 Ayllón, La visión, pág. 137.


122 «La Celestina»

Elic. —Nó, en buena fe, ni Dios lo quiera. Que avnque vino


tarde, más vale á quien Dios ayuda, etc. (I, III, 141-142.)

Nótese cómo el artista pinta aquí a Elicia en varias pincela¬


das: «el otro pensamiento» de Celestina contrasta con algu¬
no que ella le adjudica a Elicia y el «déxale» indica su natu¬
raleza. La vieja quiere decir: «Sempronio no viene por ti.»
En cuanto a la «otra» moza, se trata sin duda de otro «Grito».
Esta Elicia va muy bien con aquella otra que se queja
de la muerte de Celestina, no tanto por amor a ella, sino
porque con ella se le iba la vida fácil que tenía. También
casa bien con la Elicia que no quiere abandonar la casa, no
por sentimiento, como sostiene Lida de Malkiel144, sino por
el interés que le va en quedarse en ella. Las siguientes fra¬
ses de su razonamiento claramente lo indican: «Que allí...
soy conoscida, allí estoy aparrochada... de donde se me se¬
guirá algún prouecho... essos pocos amigos que me quedan,
no me saben otra morada... siquiera porque el alquilé de la
casa, que está pagado por ogaño, no se vaya en balde.» (II,
XV, 142-143)14S. Es la misma Elicia que se queja de su luto
pues «poco se visita mi casa, poco se passea mi calle» (II,
XVII, 153), la que razona: «Sempronio holgara, yo muerta;
pues ¿por qué, loca, me peno yo por él degollado?» (II,
XVII, 154). Es también aquella que una vez dijo a Sem¬
pronio:

¡Mucho piensas que me tienes ganada! Pues hágote cierto


que no has tu buelto la cabega, quando está en casa otro que
más quiero, más gracioso que tú e avn que no anda buscando
cómo me dar enojo. (II, IX, 38-39.)

144 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 672.


145 Gerday, «Le caracteres, págs. 196-7.
El amor y la expresión sexual 123

La Elicia de antes se pintaba a sí misma con la verdad. La


de ahora, al retratar a Sempronio no expresa los sentimien¬
tos de él sino su verdad propia.
En Areúsa se ha visto la figura en la cual el individualis¬
mo alcanza «todo su sentido crítico y dramático» 146. Ella es
quien «actúa en forma ferozmente individualista y calcula¬
da» 147. Es, según Maravall, en su plano, la figura que equi¬
vale a la de Melibea, que no acepta el orden social, sino el
íntimo y afectivo de su propio criterio personall4S. El mayor
deseo de Areúsa es «no servir» 149, es estar «libre de servicio
ajeno, lo que equivale a ser señora... y todo ello, en el ámbi¬
to de la propia casa, en un reducto de intimidad» 15°. Por ello
vive sola, pues se place en el ejercicio libre de su voluntad.
Parece ser más intelectual que Elicia y se ha forjado una
filosofía que explica y justifica su modo de vivir, la cual
expresa con sentencias y máximas sobre consideraciones
generales de su condición. No reacciona precipitadamente,
como su prima, ya que piensa, medita y en general es más
cauta que Elicia 151.
Al contrario de la pupila de Celestina que se enorgullece
de sus conquistas, Areúsa se precia de su honra y de su
fidelidad hacia el amante que la tiene honrada y bien pro¬
veída (I, VII, 252 y sigs.). Sin embargo, ¡qué lejos está esta
Areúsa de la que, pretendiendo someterse a la voluntad de
Celestina, se entrega a Pármeno! 1S2. Porque Areúsa, como
Melibea en la escena paralela de su seducción, resistirá con

146 Maravall, El mundo, pág. 113.


M7 ibid.
148 ibid., pág. 116.
149 ibid., pág. 122.
iso Ibid., págs. 120-121.
isi Ver: Malldel, La originalidad, y también Gerday, «Le caractére».
152 Lida de Malkiel ha visto en esto una debilidad de carácter de
la cortesana. Ver: La originalidad, pág. 671.
124 «La Celestina»

o sin convicción a la atracción del amor y del placer, pero


acabará por entregarse153. Y entregarse, no por hacerle el
favor a la vieja, sino saboreándose anticipadamente la ex¬
periencia y las que le depara el futuro: «No lo digo por
esta noche, sino por otras muchas» (I, VII, 254). ¿Quién ha
hablado de otras muchas? Es Areúsa, no Pármeno, quien
insinúa que no ha tenido bastante con la pasada noche de
amor:
Parm. —...¡O qué tarde que es!
Areu. —¿Tarde?
Parm. —E muy tarde.
Areu. —Pues así goze de mi alma, no se me ha quitado el
mal de la madre. No sé cómo pueda ser.
Parm. —¿Pues qué quieres, mi vida?
Areu. —Que hablemos en mi mal.
Parm. —Señora mía, si lo hablado no basta, lo que más es
necessario me perdona, porque es ya mediodía. Si voy más tar¬
de, no seré bien recebido de mi amo. Yo verné mañana e
quantas vezes después mandares. (II, VIII, 7-8. El énfasis es
mío.)

Sergio Fernández se expresa así sobre la escena de la doble


seducción de Pármeno y Areúsa:

Fernando de Rojas no descuida los detalles de la «novela».


Es aquí cuando la perdida muchacha dice que su amante
partió con su capitán para la guerra, con lo cual el monto de
la realidad literaria cobra unidad. Nada se descuida. Es este
hombre quien la tiene honrada y la favorece y la trata como
si fuera una señora. ¿Para qué tantos datos? Para establecer
con claridad que si Areúsa se da a sí misma no es por nece¬
sidad, sino por afición; porque le gusta entregarse a un cuerpo
joven y nuevo; porque todos somos así, en definitiva. Por eso
la lección de este libro genial es que la ortodoxia es el placer

153 Gerday, «Le caractére», pág. 195.


El amor y la expresión sexual 125
de amor. Y ¿quién puede rechazar tan amable, tan misericorde
doctrina? 154.

Areúsa es quien en realidad controla la situación. Quiere


aparentar someterse, pero ella es quien conquista. Dígalo,
si no, el hecho de que el «apasionado» Pármeno, habiendo
comenzado ya el «besar é retobar» con que le hace «den¬
tera» a Celestina, galantemente ofrece interrumpir su gozo
(«Madre, ¿mandas que te acompañe?», I, VII, 260). Mas la
vieja es sagaz y sabe cuándo debe desaparecer. Paradójica¬
mente, al conquistar, Areúsa es conquistada, al liberarse de
«servir» inevitablemente se esclaviza a esa fuerza sólo infe¬
rior a la muerte, pero más poderosa que la fortuna, que
mueve a todos los seres de La Celestina —el amor, la pasión,
el sexo—:

Pobres son las gentes que rodean a Celestina, pero no su¬


misas a servidumbre ni voluntad ajena. Lo triste es que Areúsa
haya conquistado este don a costa de su virtud. Lo trágico en
Rojas es que a este bajo mundo que se mueve en torno a la
Celestina lo ha redimido física, pero no metafísicamente. Lo
libera de amos ajenos, pero lo encadena en el pecado 15S.

He aquí la ironía trágica y el pesimismo trascendente de


Rojas: las dos figuras que más representan la liberación,
Melibea, que se libera del orden social y familiar, y Areúsa,
que se libera de toda conexión colectiva y económica1S6, aca¬
ban atándose a ese yo individual en que rige el poder del
amor. Para tal sujeción, sólo hay una salida: la muerte. Pero
hay una diferencia básica entre estas dos mujeres: Areúsa
se esclaviza a la naturaleza de su yo íntimo sensual olvidan-

154 Fernández, Retratos, pág. 68.


155 Rubio García, «La Celestina», pág. 726.
i®6 Maravall, El mundo, pág. 116.
126 «La Celestina»

do su propio pro-yecto, sus ideas de libertad y de indepen¬


dencia. Melibea lo hace siguiendo el suyo y por eso su figura
alcanza grandeza trágica.
Vemos que ha habido continuidad entre la Areúsa que se
da perfecta cuenta de lo que hace, la que se entrega por su
voluntad, a pesar de sus sueños de independencia, y la que,
en la Tragicomedia, después del golpe de dolor y sorpresa
del primer momento al enterarse de la muerte de Celestina
y sus secuaces, recobrará su sangre fría y se hará cargo
de la situación 157. Para Jane Hawking, es Areúsa la sustitu¬
ción lógica de Celestina:

que su carácter es muy similar al de Celestina es evidente cuan¬


do, después de la muerte de Celestina, toma una actitud prag¬
mática ante la situación y regaña a Elicia por desanimar el
tráfico de su negocio con su traje de luto 158.

Aquí, más que continuidad, interesa la propia dicotomía y la


sensualidad de Areúsa. ¿Es Centurio, como amante de Areú¬
sa, un equívoco del «interpolador» que debió asignarlo a Eli¬
cia, como mantiene Lida de Malkiel?159. ¿Es acaso otro
amante de la «fiel» Areúsa? ¿O es este «espadachín fanfa¬
rrón, jugador y cobarde que la explota sin vergüenza algu¬
na» la triste realidad de Areúsa que lo anunció como aquel
«su amigo» que se partió «con su capitán a la guerra» (I,
VII, 252), como lo cree Jacqueline Gerday? 16°. No creo que
el texto pueda darnos la respuesta a su verdadera identidad.
Favorezco la interpretación de Gerday, pues el carácter de
Areúsa, así concebido, sería una prueba más de lo que he
venido diciendo: que una cosa es lo que los personajes de-

157 Gerday, «Le caractére», pág. 196.


158 Hawking, «Madre Celestina», pág. 188.
159 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 659.
160 Gerday, «Le caractére», págs. 201-2.
El amor y la expresión sexual ni
berían ser o quieren aparentar ser y otra, muy distinta, lo
que verdaderamente se van haciendo con sus actos, en esa
realidad que La Celestina presenta siempre «en movimiento,
fluida, resbalosa, que no alcanzamos nunca en su plena obje¬
tividad» 161, realidad que no puede tener otro modo de expre¬
sión que el diálogo, como lo mantiene Stephen Gilman162.
Los amores, que la muerte ha frustrado para las meretri¬
ces, darán pie a la culminación de la tragedia. En la Come¬
dia, Celestina llevaba los hilos de la acción, haciéndola avan¬
zar constantemente, como dispensadora de placer, motivada
por su dedicación a su profesión y por su codicia. En la
Tragicomedia, Elicia y Areúsa serán su continuación como
catalizadoras de la acción, motivadas por el odio que sien¬
ten hacia Melibea. ¿Por qué ese odio si las tres son bellas?
Pues porque Melibea es, además, «alta y serenísima», rica y
de una familia importante; no tiene que servir, antes bien,
es servida. Las rameras venden su cuerpo ya gocen o no del
placer. Melibea, en cambio, puede darse el lujo de entregarse
por amor, nacido espontáneamente y libremente consenti¬
do 163. Además, ¿no fueron precisamente los amores de Meli¬
bea los causantes de su orfandad de pupilas y de la muerte
de sus rufianes? Por eso ambas, imitando las técnicas que
su gran maestra empleaba en el arte de la seducción, apro¬
vechándose de incautos, improvisando, acomodándose esti¬
lísticamente al interlocutor y a las necesidades del momento,
harán planes y formalizarán la estrategia de la acción que
pagará su tragedia con tragedia, su desamparo con desam¬
paro y su falta de gozo con idéntica moneda.

161 Ibid., pág. 203.


162 Gilman, La Celestina.
163 Gerday, «Le caractére», pág. 197.
128 «La Celestina»

f) Otros personajes y la naturaleza. — Lida de Malkiel


dice que en La Celestina, los personajes se presentan en ac¬
ción, es decir, los sirvientes sirviendo, los padres haciendo
planes como tales, los amantes amando, las rameras negocian¬
do sus atractivos y Celestina acomodando voluntades m. Me
parece que hay dos excepciones a esta regla: Crito y Centurio.
De Crito no sabemos nada y a Centurio no lo vemos en acción
en lo que a su ocupación se refiere. Pero, en lo que toca a la
sensualidad, no son excepciones pues precisamente aparecen
sólo como parroquianos de las rameras. El primero de ellos
complaciente con Elicia cuando le pide que se esconda, pro¬
nuncia las únicas cuatro palabras que se le han asignado
en el diálogo: «Plázeme. No te congoxes» (I, I, 60). Centurio
tiene una misión dramática más importante y una comple¬
jidad de carácter que va de acuerdo con ella. Dramática¬
mente es más importante en la Tragicomedia por lo que no
hace que por lo que hace, ya que es precisamente su inac¬
ción lo que impartirá toda la trágica ironía a la muerte de
Calisto. Para mi propósito en el estudio de la sensualidad,
me interesa hacer notar que lo que sí parece hacer Centu¬
rio es satisfacer ciertas necesidades de su meretriz que lo
mantiene y quien se pregunta:

¿Por qué lo hago? ¿Por qué soy loca? ¿Por qué tengo fe con
este couarde? ¿Por qué creo sus mentiras? ¿Por qué le consiento
entrar por mis puertas? ¿Qué tiene bueno? (II, XV, 135.)

Bien sabe la respuesta quien dice: «¡Loquear, bouilla! Pues


si yo me ensaño, alguna llorará» (II, XV, 134) y quien se
precia de ser descendiente de quien portó espada por la cual
«le dieron Centurio por nombre a mi abuelo e Centurio se
llamó mi padre e Centurio me llamo yo» (II, XVIII, 169). ¿Y

164 Lida de Malkiel, Dos obras maestras, capítulo IV.


El amor y la expresión sexual 129

qué gloria tuvo el abuelo de ese nombre? Elicia le pregunta:


«¿por ventura fue por ella capitán de cient hombres?», a lo
cual el rufián responde, orgulloso de su linaje: «No; pero
fue rufián de cient mugeres» (II, XV, 169). Centurio, a pesar
de sus bravuconadas y fanfarronerías, sabe bien lo que es.
Verbalmente se glorifica como soldado valiente; en realidad,
se reduce a ser rufián.
Ni el ejemplar, honrado y buen padre, Pleberio, ha que¬
dado exento de caer en las tentaciones del amor-pasión,
pues, como dice Lida de Malkiel, no «hay tipificación so¬
cial» 165 en La Celestina. En su patético monólogo con que
admirablemente se cierra la obra, hace una ecuación entre
«vida», «mundo» y «amor» a través de tres apostrofes, en
ese orden ascendente. «¡O vida...! ¡o mundo, mundo!» (II,
XXI, 203), se queja:

Corremos por los prados de tus viciosos vicios, muy des-


cuydados, a rienda suelta; descúbresnos la celada, quando ya
no ay lugar de boluer. (II, XXI, 205.)

Habla en términos generales, alternando los pronombres


«ellos» y «nosotros» y a veces asoma su «yo» personalizado,
hasta llegar a la queja íntima contra el poder en cuyas ga¬
rras todos han caído, inclusive él: el amor (II, XXI, 209).
No hay salvación del poder hechizante del amor, pues «la
dulzura del soberano deleyte» (I, I, 95) está en todos y en
todo, como dice Celestina:

E no solo en la humana especie; mas en los pesces, en las


bestias, en las aues, en las reptilias y en lo vegetatiuo algunas
plantas han este respeto, si sin interposición de otra cosa en
poca distancia de tierra están puestas, en que ay determina¬
ción de heruolarios é agricultores, ser machos é hembras. (I,
I, 95.)

165 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 318.

LECTURA EXISTENCIALISTA. —9
130 «La Celestina»

o como lo hace notar Melibea en el huerto, donde la natura¬


leza toda armoniza, participando en el gozo de los amantes
(«Todo se goza este huerto con tu venida», II, XX, 180) y
guardando su secreto («Mira sus quietas sombras, ¡quán
escuras están e aparejadas para encobrir nuestro deleyte!»,
II, XX, 180)166.
Sólo Alisa parece haber escapado de esta inexorable lla¬
mada de la naturaleza que es la pasión amorosa. Veo esta
excepción como dramáticamente necesaria y como un ejem¬
plo más del cuidado de artista que puso Rojas al pintar las
personalidades individualizadas de sus caracteres. Se ha
destacado la «ceguera de madre» 167 de Alisa y hasta se ha
dicho que ha sido pintada como «boba de remate», como
«reteboba»168. Puede haber algo de ceguera, sí, pero, ¿no
ha hecho notar Lida de Malkiel que los personajes pintan
a los otros retratándose en realidad a sí mismos?169. ¿Hay
razón, pues, de espantarse porque Alisa vea a su hija a tra¬
vés de su propia personalidad de dama casta y digna? Su
«Que yo sé bien lo que tengo criado en mi guardada hija»
(II, XVI, 151), también la retrata a ella más que a Melibea,
pues sabiéndose a sí misma libre de «torpe desseo» no tenía
por qué sospecharlo en la continuación de su yo, en el pro¬
ducto de sus propias entrañas. Por esto mismo, por su casti¬
dad, es el único personaje a quien Rojas absuelve de haber
nacido, no deparándole ni la acción catalizadora del mal que
asigna a las meretrices, ni la trágica muerte de los otros

ltó Emilio Orozco Díaz, en «El huerto de Melibea», Arbor, XIX,


núms. 65-68 (1951): 47-60, sostiene que ésta es la primera dramatiza-
ción de la naturaleza en la literatura española.
167 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 490.
168 Julio Cejador y Frauca, La Celestina, II, 151, 152.
169 Ver, por ejemplo: «el retrato que de Sempronio hace Pármeno
retrata más a Pármeno que a Sempronio». (Lida de Malkiel, La ori¬
ginalidad, pág. 601).
El amor y la expresión sexual 131

cinco personajes, ni «el dolor de ser vivo» y la «pesadum¬


bre» de «la vida consciente» de la amargamente trágica figu¬
ra de su marido.
Con su rasero nivelador, los autores parecen indicar que
no hay diferencias básicas entre los habitantes de los dos
mundos sociales de la Tragicomedia ya que todos son hom¬
bres, todos pecadores y, por lo tanto, todos sujetos a la
muerte. El pecado básico de todos ellos es el de cupiditas,
en todo su significado de lujuria y avaricia ™. Por ello, Ca-
listo recibe un castigo similar al de Celestina, Sempronio y
Pármenom. Melibea parece ser la excepción de esta regla,

170 Stephen Gilman se expresa así: «Pero cuando todo queda dicho
y hecho, las dos supuestas clases son iguales. Los modales y el di¬
nero son realidades que encauzan las relaciones humanas de forma
especial... Todos —salvo Celestina— escogen invariablemente la sali¬
da más fácil. En cuanto al amor, a pesar del lenguaje elevado y la
especial conciencia mutua de Calisto y Melibea, su necesidad y su
práctica son tan desvergonzadamente físicas para ellos como para
sus sirvientes. Las matemáticas sociales de Rojas siempre retornan
a la misma ecuación negativa: no hay una diferencia esencial entre
las categorías sociales.» (Stephen Gilman, «Rebirth of a Classic: Ce¬
lestina» [«El renacimiento de un clásico: Celestina»], Varieties of
Literary Experience, ed. Stanley Burnshaw. [New York, 1962], 283-
305.)
171 Mi empleo de las palabras «pecado» y «castigo» parecerá colo¬
carme entre quienes interpretan La Celestina desde el punto de vista
de su didacticismo. Quiero aclarar que no estoy de acuerdo con los
que ven en dicho didacticismo la única clave para su interpretación,
tales como Marcel Bataillon. Sin embargo, tampoco estoy de acuer¬
do con quienes se expresan como lo hace, por ejemplo, Stephen
Gilman en su artículo citado en la nota 170: «Pero en la Celestina no
hay sugerencia alguna de retribución moral o incluso de fatalidad
maliciosa. El hombre vive en una coordenada espacial... El hombre
es propenso a accidentes. Nada más. Un paso casual en falso en una
escalera, o un mal cálculo de la altura en la oscuridad y su cerebro
salpica el empedrado.» (Pág. 298.) Creo ver que, cuando menos los
personajes que son «castigados» con la muerte, mueren no por mera
casualidad; mueren por una falta de cálculo, sí, pero no físico, sino
metafísico; mueren por una causalidad, cuyo origen está en una
132 «La Celestina»

pues si físicamente su muerte se parece a la de su amado,


existe la diferencia de que así lo ha escogido ella, la amante,
para seguirlo a él en todo. Ello no le resta a la visión pesi¬
mista de los autores, pues lo que en esencia parecen decir
es que el pecado mayor del hombre es el de haber nacido,
«que no ay en el bivir / sino nascer e morir» 172.
Entre este «nascer e morir» está el amor, si no la única
pasión de los personajes, sí la principal. Es la primera en
hacer acto de presencia en la obra y, sin ella, la Tragico¬
media no existiría, pues si Calisto no se hubiera enamorado
de Melibea, y ésta no lo hubiese instigado con su «¿En qué,
Calisto?» el resto de la obra simplemente no sería. Mas el
amor es una gran fuerza del mal, pues siembra caos en el
mundo y deja a sus víctimas expuestas a los ataques de la
Fortuna m. Una vez en manos del Amor, hay que pagar tar¬
de o temprano, pues no es posible escaparse de esa fuerza,
ya que no existe la libertad del Amor174. La concupiscencia

ceguera de índole psicológica, si no moral. Creo, con Lida de Malkiel,


que «La Celestina, como otras obras maestras de la literatura, no
fue compuesta con el exclusivo fin de inculcar tal o cual lección,
pero que es parte de su grandeza la grave visión total del hombre
y del mundo infusa en ella... una visión de desgarramiento y con¬
flicto dentro y fuera del hombre.» (Malkiel, La originalidad, pág. 303.)
Y puesto que todos los personajes, hasta aquellos a quienes Rojas
parece querer pintar como justos (Pleberio y Alisa, por ejemplo),
muestran tener cegueras psicológicas y reciben «castigos» de gran
magnitud, estoy de acuerdo con Ayllón quien encuentra que esa
«grave visión total del hombre y del mundo» de que habla Lida
de Malkiel, es el resultado del «mundo en que reina el conflicto que
lleva a todos a su destrucción» y que «la visión final del mundo es
amarga y pesimista.» (Ayllón, La visión, pág. 187.)
172 Gómez Manrique, citado por Rafael Lapesa, La originalidad
pág. 61.
172 Charles F. Fraker, «The Importance of Pleberio’s Soliloquy»
[«La importancia del soliloquio de Pleberio»], Romanische Forschun-
gen, LXXVIII (1966), 515-29.
174 Casa, «Pleberio's Lament», pág. 27.
El amor y la expresión sexual 133

es vulnerabilidad. Las cosas que la persona concupiscente


desea en su corazón, son otros tantos fallos en su defensa
contra el ataque de la Fortuna. Cuanta menos integridad
moral se tenga, más factible es caer en la red de las circuns¬
tancias 17S.
Es indudable que Rojas ha querido pintar un mundo
«caótico y desordenado en el que el hombre vive y lucha
no sólo con el mundo exterior y sus fuerzas sino también
consigo mismo al confrontarse con sus muchos conflictos
interiores» 176. De estas fuerzas, la más poderosa, la que iden¬
tifica a cada personaje, es la del Amor, pues, como dice
Pleberio:

Del mundo me quexo, porque en sí me crió, porque no me


dando vida no engendrara en él a Melibea; no nascida, no
amara; no amando, cessara mi quexosa e desconsolada pos¬
trimería (II, XXI, 211.)

El acto del nacer trae consigo dos condenas: una que


lleva a amar, a engendrar, y la otra a morir. En el mundo
de La Celestina, se existe, se es y se deja de ser por el amor.

175 Fraker, «The Importance», pág. 525.


176 Ayllón, La visión, pág. 187.
IV

TRASCENDENCIA HORIZONTAL Y VERTICAL

EN ALGUNOS ESCRITORES EXISTEN-


CIALISTAS: KIERKEGAARD, UNAMUNO,
BERNANOS, MALRAUX, CAMUS Y SARTRE

El hombre, para el escritor existencialista, es un hecho


desnudo, ciego, que está ahí sin saber por qué. Cuando se
despierta a la conciencia de la vida ya está ahí, sin haberlo
pedido, como echado o arrojado en el mundo, en un tiempo
y en un espacio dados y limitados por sus circunstancias b
El hombre es un ser empíricamente determinado que, sin
embargo, puede trascender su mundo. Heidegger y Sartre
dan a los polos de este par de opuestos los nombres de «fac-
ticidad» y «trascendencia» 1 2. En el capítulo II vimos las cin¬
co variaciones de la trascendencia expuestas por Heidegger.
En el III, se analizó el encuentro amoroso y sexual entre dos
seres que es, existencialmente hablando, un intento de tras¬
cendencia, un impulso para salir de la soledad del yo iden-

1 Emmanuel Mounier, Introduction, págs. 40-41.


2 Alfred George Schrader Jr., Ed. Existential Philosophers, pág. 23.
Trascendencia horizontal y vertical 135

tificándose horizontalmente con otro yo o un tú que a la


vez libera y limita. Veamos ahora otras manifestaciones de
la trascendencia.
Para Kierkegaard, entre otros, la trascendencia adquiere
un sentido religioso. Kierkegaard distingue tres estadios en
el «camino de la vida», a saber: el de la existencia estética,
que es principalmente gozo; el de la ética, esencialmente lu¬
cha y victoria; y el de la religiosa, que es sufrimiento. En
este último, se reconoce a Dios como el único y suficiente
punto de referencia para la existencia humana. Dios es el
Absoluto y por lo mismo es trascendente a todo lo que pue¬
de ser conocido por el hombre. Porque es enteramente otro
respecto al hombre, podemos encontrar a Dios en la nega¬
ción de todo lo humano. Dios es la nada infinita que apare¬
ce en el fracaso de lo finito y cada vez que alguna esperanza
o seguridad finita se rompe, hay un acceso a Dios. Cuando
se extinguen todas las posibilidades humanas —estéticas,
intelectuales y morales— Dios está presente. Es decir: el
hombre puede conocer a Dios sólo cuando se derrumban sus
ídolos. Aunque Dios es la plenitud de la realidad, el hombre
le conoce sólo en su propio vacío. Dios, a quien nadie puede
ver, es la fuente de todo ser, el creador y revivificador del
hombre. Sentimos la presencia de la trascendencia en las
situaciones límites, al darnos cuenta de la insuperable limi¬
tación de nuestra existencia, de su radical finitud3.
También en Unamuno la trascendencia «no es sólo una
capacidad y actividad de situarse más allá —inscribiendo
lo dado en un área definida—, de desbordar la facticidad

3 Louis H. Mackey, «Soren Kierkegaard: The Poetry of Inward-


ness» [«Soren Kierkegaard: La poesía de la esencia»], en Existential
Philosophers... editado por Alfred George Schrader Jr. [ya citado],
págs. 75 y 76.
136 La Celestina

llegando a lo otro, sino un ansia de plenitud sin límites»4.


El yo solitario, incomunicado, oprimido por su angustia,
vislumbra la idea del alma y de la vida colectiva, en comu¬
nión con toda la realidad, superando su temporalidad. En su
visión de lo infinito, el hombre siente hambre de plenitud,
sed de ser que se convierte en hambre de Dios. El hombre
trata de implantar su existencia en lo absoluto, huyendo
frente al terror de la nada. Trata de dilatarse, de sobrevivir¬
se en la conciencia de otros, comprendiendo que lo que no
es plenitud es nadería y su único escape es la plenificación
en las profundidades del ser del otro, y en las de Dios. Al
sumirnos en las fuentes de la vida, percibimos el aliento de
la trascendencia. Al fallarnos la razón en la demostración
de la existencia de Dios, lo encontramos precisamente en
su ausencia, que nos enciende el hambre de Dios. Dios me
duele, luego existe como inmensa quemadura. Sólo trascen¬
demos definitivamente la angustia de la individualidad, por
la idea de la concienciación final del universo, incorporando
mi conciencia personal al grado todo social5.
En el mundo novelesco de Bernanos abundan las imáge¬
nes y descripciones estructuradas en un paisaje con un
eje vertical, mientras que la dimensión horizontal se mues¬
tra tímidamente. Se ha visto en esto una especie de vuelo
místico del cual el autor retiene solamente el fracaso y la
nostalgia patética. La sensación de vértigo acompaña algu¬
nas de las imágenes de la perspectiva horizontal, pero el
arquetipo del abismo no se limita a la dirección de caída,
pues se encuentra en las tres dimensiones imaginarias: lo
alto, lo bajo y lo horizontal, lo que le da una dimensión
cósmica al vértigo y un valor metafísico de angustia ante el

4 París, Unamuno, pág. 183.


5 Ibid., págs. 169-245.
Trascendencia horizontal y vertical 137

más allá. Otras expresiones muestran el carácter limitado de


la condición humana, estrangulada por el pecado, como si
estuviera bajo el maleficio de una maldición. El vértigo,
pues, es una sensación ante el infinito o la nada, un malestar
de la finitud humana. El hombre bernanosiano tiene, ade¬
más, la perspectiva de lo profundo, pues en el fondo del ser
es donde Dios habla y donde Satán llama. Esta idea intro¬
duce en el interior mismo del ser humano, su realidad espi¬
ritual a la vez que carnal, una nueva perspectiva «en abis¬
mo» que es el punto donde el alma y el cuerpo juntan sus
raíces. Esta convergencia del universo interior con el cos¬
mos, indica que la imaginación bernanosiana está organizada
según la perspectiva de una trascendencia. El alma, atraída
por la llamada del cielo y el peso del mundo, libra una ba¬
talla que la llena de angustia hasta llegar a la alucinación,
como en el Diario de un cura rural y más aún en Bajo el sol
de Satán. En Bernanos se juntan los esquemas de la ascen¬
sión y de la caída que, con todas sus imágenes, nos inducen
a dar a sus obras un tipo de lectura espiritual, profundi¬
zando en una trascendencia interior y casi carnal. El uni¬
verso de Bernanos se resuelve en los paradójicos opuestos
de trascendencia/angelismo imposible, y miedo de la caída/
abandono necesario a ella. Es el universo de la angustia del
hombre, su condición y su destino, orientado hacia una rea¬
lidad superior, donde lo real y cotidiano aparecen con sig¬
nificación metafísica6.
El universo de Malraux carece de la dimensión vertical.
No hay en él un absoluto, por lo que la naturaleza del hom¬
bre se hace dudosa, pues no puede definirse en relación a

6 Pierre Gille, «Note sur la dimensión verticale dans l’imagina-


tion romanesque de Bernanos». [«Nota sobre la dimensión vertical
en la imaginación novelesca de Bernanos»], Revue des Lettres Mo-
dernes, 203-08 (1969), 175-87.
138 «La Celestina»

un ideal trascendental. Hay que descartar el concepto del


hombre en general; sólo quedan individuos. Una vez cortado
el diálogo entre el hombre y Dios, cada individuo queda
solo, encerrado en su ser, sin comunicación alguna con otros
hombres. Ni siquiera pueden salvarlo del peso de su aisla¬
miento el amor o el ideal revolucionario. Cada hombre en su
universo se mantiene aislado y misterioso y en él la indivi¬
dualidad es un peso que hay que arrojar para seguir un ca¬
mino que le permita dominar su existencia. Los esfuerzos
de los personajes de Malraux para darle significado a la
existencia son derrotados y se preguntan si es posible para
el hombre poder llegar a su sentido hondo y genuino de
identidad. Sus individuos deben sobrellevar hasta la muerte
su soledad. Sin embargo, se rebelan contra lo absurdo de tal
situación y tratan de llegar a un perfeccionamiento en una
especie de trascendencia horizontal, de valor comunitario,
entregándose a actividades políticas revolucionarias. Si la
muerte es el fin de todo, ¿qué ha de hacer el hombre con
esta vida, única que tendrá, pues no le será dada otra opor¬
tunidad? En Los conquistadores, Hong, el terrorista, decide
matar y Garine opta por la acción, aunque sin esperanza
de redención o recompensa, asumiendo la tarea de dirigir a
las masas de miserables para que puedan lograr un sentido
de dignidad humana7. El sentido de la vida es experimentar
en su propia carne la felicidad del dolor fraternal8.
El escritor francés Albert Camus, a través de sus ensayos
y sus ficciones, ha venido sosteniendo dos luchas: una con
Dios y toda clase de supernaturalismo y la otra con la his¬
toria y el historicismo. Se ha batido en nombre de la liber-

7 Charles I. Glicksberg, The Self in Modern Literature [El yo en


la literatura moderna] (University Park, Pennsylvania: The Pennsyl-
vania State University Press, 1963), págs. 97 y 98.
8 R. W. B. Lewis, The Picaresque Saint, pág. 292.
Trascendencia horizontal y vertical 139

tad, del sufrimiento, de la razón y de la solidaridad humana.


Su primordial interés es el hombre, cuya única verdad es
el cuerpo, ignorante de toda esperanza, hombre que sólo
conoce el latido de su propia sangre y que vive en su única
realidad: un intenso presente sin futuro. Se encuentra en
un universo indiferente a sus aspiraciones naturales, en el
que «los hombres mueren y no son felices», sin sentido, del
cual Dios ha desaparecido. En una palabra, está en un uni¬
verso absurdo frente a una muerte inmanente, condenado
al fracaso, tratando de afirmar la tragedia de la dignidad
humana. En Bodas, Camus ha expresado una especie de
trascendencia de la condición humana, proponiendo una
alianza de amor entre el hombre y la tierra que habita;
especie de religión del presente exaltado y culto a la belleza
pasajera y al misterio del cuerpo. Mientras que Pascal en¬
contró que «el corazón tiene sus razones que la razón des¬
conoce», Camus sostiene que «el espíritu encuentra sus razo¬
nes en el cuerpo», llamando al hombre a una prolongada y
apasionada rebeldía que lo lleva a extenuar el campo de lo
posible. Como Sísifo, el hombre encontrará que su eterna
lucha hacia la cumbre será suficiente para llenar su cora¬
zón. La batalla de Sísifo, quien descubre que ser es más ho¬
norable que no ser, adquiere más tarde en Camus un sen¬
tido de participación, de trascendencia horizontal, en la que
la rebelión individual se une a la solidaridad humana para
formar la única base genuina de la existencia en un «Resis¬
to, luego somos». Esto lo dramatiza el Dr. Bernard Rieux, en
La peste, cuyos valerosos y atinados esfuerzos para salvar
la ciudad de la peste están basados en un sentido de com¬
pasión9. Lo que le interesa a Rieux «es ser hombre». No
sabrá por qué ataca la peste ni podrá aprender a ser un

9 Ver: Ibid., capítulo 3.


140 «La Celestina»

santo, pero puede tratar de curar a los enfermos. Tarrou


y Rieux se dedican a hacer todo lo que pueden por y para
la vida, ya que Camus rechaza la muerte y la desesperación
a favor de la vida 10. En este mundo absurdo, en el que Tar¬
rou quería ser santo sin Dios, la tarea más difícil para el
hombre es ser precisamente eso: hombre, sin caer en la
desesperación ni apelar a consolaciones sobrenaturales, mas
siempre listo, cruzando puentes en la oscuridad de la noche
con la esperanza de que, si un grito es emitido desde el agua,
se tendrá el suficiente valor para declararse a favor de la vida
y dar el salto necesario u. Lo importante es trascenderse ho¬
rizontalmente, para no traicionar la naturaleza humana. Se
ha dicho que si Camus hubiera vivido más tiempo, tal vez
habría dado el «salto» más allá de la razón en la trascen¬
dencia vertical de los que, en lugar de gritar «Absurdo», di¬
cen «Dios».
Sartre, abiertamente ateo, no incluye el sentido vertical
de la trascendencia. Incluye, sí, la trascendencia de la reali¬
dad humana hacia lo que le falta, hacia la totalidad de que
carece, de la nada al ser: el ser-en-sí es estático, mientras
que el ser-para-sí, dotado de dinamismo, denota una ausen¬
cia de plenitud. El existente está siempre nostálgico de un
estado estático, inerte, de plenitud en descanso, por lo cual
el ser-para-sí anhela pasar al ser-en-sí, a llenar completa¬
mente su proyecto. Además de esta trascendencia que se po¬
dría llamar individual, existe la trascendencia horizontal de
existente-a-existente, que para Sartre, como se vio en el capí¬
tulo anterior, se presenta como conflicto, el conflicto del
otro o de los otros. El ser-para-sí es solamente para sí me-

i° Mildred Hartsock, «Camus’ The Fall: Dialogue of One» [«La


Caída de Camus: Diálogo de uno»], Modern Fiction Studies, VII,
núm. 4 (Winter 1961-1962), 357-364.
n Ibid.
Trascendencia horizontal y vertical 141

diante el otro; el prójimo es quien da al hombre la medida


de su limitación y de la estructura de su ser, al ser visto,
vigilado, trascendido por otro. Estamos siempre en un acto
de enviscamiento de ser paralizados y tratar de paralizar la
libre voluntad del hombre, incluyendo el enviscamiento del
en-sí en el para-sí. Sólo a través del concepto de la auto-
conciencia del proyecto permanente y del ejercicio de su
libertad, puede el hombre eludir el enviscamiento, por vía
de la voluntad creadora, de la imaginación.

EN «LA CELESTINA»

Al examinar las ideas de varios escritores existencialistas


sobre la trascendencia, tanto en este capítulo como en el II,
se han encontrado cuando menos seis variantes, a saber:
a) de lo posible a lo real; b) del presente al futuro; c) de la
nada a nuestro ser; d) de existente a existente, es decir,
el estar-con-otros o estar-contra-otros; e) la trascendencia
bernanosiana «en abismo» en la que el alma se siente atraída
por la llamada del cielo y el peso del mundo; y f) la de
situaciones-límite que nos hace trascender hacia el Ser en
Heidegger o hacia el Absoluto en Kierkegaard. Aunque con
algunas variantes, se encuentran todos estos tipos de tras¬
cendencia en La Celestina, pues los personajes de la Tragi¬
comedia, como los de la vida real, se van haciendo a sí mis¬
mos y uno a otro, en esa relación entre un yo y un tú a tra¬
vés de sus encuentros dialogados 12. No hay en La Celestina
pinturas objetivas de tal o cual personaje, ya que los auto¬
res habían descubierto la subjetividad del observador hacia

12 Ver: Stephen Gilman, La Celestina.


142 «La Celestina»

el observado y se habían dado cuenta de que la personali¬


dad cambia, según la persona con la cual se relacione B.

a) De lo posible a lo real. — Desde las primeras palabras


que pronuncia Calisto, la situación se presenta llena de po¬
tencia que se va haciendo realidad, primero por casualidad
(«é facer á mí inmérito tanta merced que verte alcangasse é
en tan conueniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte
pudiesse», I, I, 32), y luego a través de bien concebidos pla¬
nes que los existentes van haciendo para alcanzar la satis¬
facción de sus proyectos y llegar a la identidad del ser a
través de los mismos.
Después del primer rechazo de Melibea que convierte
prácticamente en imposible para Calisto lo que antes creyó
factible, la existencia de éste se mueve a través del proyecto
de alcanzar a Melibea, hacia el gozo de su posesión, lograda
con los servicios de Celestina, Sempronio y Pármeno. Ma¬
terializado su anhelo, el ser-para-sí de Calisto alcanza plena¬
mente su proyecto pasando a un ser-en-sí enviscado en el
para-sí del deseo completamente satisfecho. Sin embargo,
como la naturaleza del yo humano es dialéctica y se mueve
siempre entre los opuestos de momento/proyecto, ahora/
futuro, plenitud/carencia, la realidad humana, según Sartre,
está en «perpetua trascendencia hacia una coincidencia con¬
sigo misma que no se da nunca» 14. La felicidad es una for¬
ma de carácter inmediato que casa solamente con un yo
inmediato, que no tiene el hombre que siempre está proyec¬
tado hacia el futuro; por eso, cada momento de felicidad
trae consigo su propia destrucción, como lo constata Calisto

13 Katalin Kulin, «La Celestina et la période de transition» [«La


Celestina y el período de transición»], Acta Litteraría Academiae
Scientiarum Hungaricae, IX (1967): 63-85.
14 Jean-Paul Sartre, L’étre, pág. 133.
Trascendencia horizontal y vertical 143

en su siguiente momento de conciencia en el que lamenta


más su honra que la ausencia de la amada: «Esta herida es
la que siento agora que se ha resfriado. Agora que está elada
la sangre, que ayer heruía...» (II, XIV, 122). Por eso se queja
del carácter inmediato del gozo: « ¡O breue deley te munda¬
no! ¡Cómo duran poco e cuestan mucho tus dulzores!» (II,
XIV, 123). A través de la reflexión, pasa Calisto de nuevo
de un estado de plenitud a uno de carencia, trascendiéndose
inmediatamente en una renovada posibilidad («De día esta¬
ré en mi cámara, de noche en aquel parayso dulce», II,
XIV, 127), hacia un nuevo cumplimiento en la realidad.
Melibea, igualmente, pasa de lo posible a lo real, de don¬
cella a mujer, de amada a amante, en un continuo trascen¬
derse, en un hacerse en la plenitud amorosa que no admite
otra alternativa, una vez aceptado su proyecto, como se lo
confiesa a Celestina: «Cerrado han tus puntos mi llaga, ve¬
nida soy a tu querer. En mi cordón le lleuaste embuelta la
posesión de mi libertad» (II, X, 61), y luego a Lucrecia: «ya
has visto cómo no ha sido más en mi mano. Catiuóme el
amor de aquel cauallero. Ruégote, por Dios, se cubra con
secreto sello, porque yo goze de tan suaue amor» (II, IX,
63). También Melibea se queja de la brevedad del «deleyte»
(II, XIV, 121), pero, como mujer enamorada, que se ha dado
en total entrega, sin reserva alguna, siente la ausencia del
amado no como carencia de plenitud, sino como esperanza
de nuevos cumplimientos: «Sea tu venida por este secreto
lugar a la mesma ora, porque siempre te espere apercibida
del gozo con que quedo, esperando las venideras noches»
(II, XIV, 120)15. El yo de Melibea no vuelve a enfrentarse
con otro momento de conciencia propia más que al morir

is Ver también II, XIX, 178, donde Melibea hace suya la canción
de Lucrecia que termina con «Nunca fué más desseado / amado de
su amiga, / ni huerto más visitado, / ni noche más sin fatiga».
144 La Celestina»

Calisto. Ante la totalidad de la carencia, no hay otra salida


que la totalidad de la entrega. Primero dio su cuerpo, ahora
entregará su vida, ya que su realidad ha dejado de ser posi¬
ble. Su proyecto no puede seguir cumpliéndose más que en
la eternidad.
Pármeno, como su amo, trasciende en el terreno del amor
de lo posible a lo real, de la promesa que Celestina le hace
de Areúsa, a la posesión física de la misma. Es más, la vaci¬
lación psicológica del «creado leal» termina cuando su ad¬
hesión al grupo de los explotadores se lleva a cabo en el
preciso instante del tránsito de la potencia a la realidad
carnal del cumplido deseo.
En otro terreno, en el de la posesión material, Sempronio
se identifica a través de su codicia16 y Pármeno se une más
tarde a su compañero en sus planes de obtener ganancias
materiales. Al encontrarse frente a la imposibilidad de tras¬
cender de lo planeado a lo real, ante la ceguera de Celestina
(o su codicia aún mayor que la de ellos), vengan su frustra¬
ción con el crimen, sólo para acabar ellos mismos en el patí¬
bulo 17 donde ya no queda lugar a trascendencia alguna18.

16 Raymond E. Barbera, en «Sempronio», Hispania, XLV (1962),


441-2, no cree que la codicia sea en él una «consideración primaria».
A mí me parece una característica suficientemente importante para
perfilarse desde el principio («Quiqa con algo me quedaré que otro
no lo sabe, con que mude el pelo malo», I, I, 38) y para motivar el
crimen de Celestina. Esta característica completa el retrato de «egoís¬
ta» que de él pinta Lida de Malkiel en La originalidad, pág. 596.
17 Ver: Carlos Ripoll, La Celestina a través del decálogo y otras
notas sobre la literatura de la Edad de Oro (New York: Las Amé-
ricas Publishing Co., 1969), capítulo IX.
18 Frank Benítez lo ha expresado así: «La hostilidad de La Celes¬
tina es provocada por las tendencias humanas en colisión; pero, al
mismo tiempo, estas tendencias no pueden menos de encaminarse
hacia su objeto propio», en su disertación doctoral no publicada, titu¬
lada Perspectivismo semántico en La Celestina (Riverside: University
of California, 1970), pág. 62.
Trascendencia horizontal y vertical 145

En cuanto a las «mochachas», pasan de personajes secun¬


darios, pudiérase decir pasivos, subordinados a Celestina
durante la primera parte de la obra, a ser el centro del mun¬
do rufianesco, afirmándose más y más, desarrollando sus
personalidades e iniciando la trama de la tragedia final19.
Celestina ocupa un lugar especial en el orden de las cosas
ya que, por su propio proyecto («Yo sí. A tuerto ó á derecho,
nuestra casa hasta el techo», I, I, 103), pasa de lo posible a
lo real: de las cien monedas, a la promesa de una saya, a la
posesión de la cadena. Además, Celestina es el agente catalí¬
tico que sirve de intermedio en todos los trances de posibi¬
lidad/realidad que se dan en la Tragicomedia. Celestina tie¬
ne un doble papel: de existente-trascendente en su propio
derecho y de fuerza motriz o agente de los otros existentes.

b) Del presente al futuro. — Una de las características


de la Tragicomedia que está más a tono con la literatura de
nuestros días es su aguda conciencia del tiempo20. No se
trata de un tiempo estático y determinado, aunque haya mu¬
chas menciones al tiempo del reloj y de los calendarios, sino
de un tiempo fluido, en movimiento, libre, pues el artista
«sencillamente creó tiempo del mismo modo que creaba
espacio cada vez que lo necesitaba»21. Así como Camus se
negó a apelar a consolaciones sobrenaturales para explicar
la muerte, así también los autores de La Celestina no se
preocuparon del más allá22 y al ver la muerte simplemente
como terminación de la duración de la vida hacen que sus
personajes vivan impetuosamente ese «intenso presente sin

19 Ver: Jacqueline Gerday, Le caractére des rameras, págs. 185-204.


20 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 169.
21 Stephen Gilman, «El tiempo y el género literario en La Celes¬

tina-», Revista de Filología Hispánica, VII (1945), 147-159.


22 Cándido Ayllón, «Death in La Celestina», págs. 1604.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 10
146 «La Celestina»

futuro» del que hablamos al discutir a Camus, pues el tiem¬


po es la única posibilidad disponible que hay que extenuar
con la acción. Al darse cuenta de la brevedad de la vida y del
placer, los personajes se dan prisa por gozar, sin pensar en
que esta impetuosidad les traerá su propia destrucción.
«Los personajes», dice Ayllón, «apasionadamente desean vi¬
vir y lo hacen en un mundo en que la ley del conflicto reina
suprema»23.
Por ello, «de la primera a la última página de la Tragico¬
media, los jóvenes viven en estremecida espera»-24 en un
tiempo que no tiene solamente dos o tres secuencias sino
que se prolifera y se entrecruza para manifestar el tempo
interno de los caracteres y sus trayectorias personales2S.
Porque si los personajes de La Celestina tienen pasado, que
expresan a través del uso de la memoria, y presente, que
vemos desarrollarse ante nuestros ojos, también tienen ima¬
ginación que los trasciende hacia el futuro, en la prisa que
cada uno siente por satisfacer su curiosidad, ambiciones y
deseos, o por el miedo de haber dejado pasar la oportunidad
de hacerlo que el correr del tiempo pudo haberles robado26.

c) De la nada a nuestro ser. — No se puede interpretar


esta categoría, en La Celestina, desde un punto de vista me-
tafísico. Es cierto que la Tragicomedia nos aporta ya una
visión mecanista del universo, particularmente en lo que se
refiere al concepto de fortuna21, concatenando los aconte-
23 Ibid., pág. 160.
24 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 169.
25 Dorothy Sherman Severin, Memory in «La Celestina» [La me¬
moria en «La Celestina»] (London: Tamesis Books Ltd., 1970), pá¬
gina 55.
26 Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 169-71.
27 Ver, por ejemplo, las obras de María Rosa Lida de Malkiel, La
originalidad; Erna Ruth Berndt, Amor; y José A. Maravall, El mundo
social, ya citadas.
Trascendencia horizontal y vertical 147

cimientos en una relación horizontal de causa y efecto. Pero


no es una visión atea, pues no se pone en duda el origen de
la vida y, cuando menos en lo que toca a la belleza física,
queda establecida definitivamente como un don de Dios (I,
I, 31-32; II, IX, 32) 28. Sin embargo, podemos darle a este
aspecto de la trascendencia una interpretación desde el
punto de vista social, dentro del cual sí existe en La Celes¬
tina cuando menos el intento de trascender la nada.
Maravall29 incluye a Calisto y a la familia de Melibea
entre aquellos que, socialmente, han trascendido su origen
para llegar a colocarse dentro de una nobleza nueva, abur¬
guesada. Pero donde este movimiento es más notable es en
los caracteres del mundo celestinesco, donde la envidia por
el rico y el deseo del lucro los lleva a un pragmatismo que
deja a un lado los valores morales, pues «saber del mundo
es atenerse a la ocasión, para sacar eficazmente provecho y
dominar las posibilidades que en la sociedad puedan ofre¬
cérseles»30. Pármeno, hijo de Claudina, compañera de Celes¬
tina, ha rechazado ese mundo y trata de llevar un nuevo
modo de vivir en el que supone reinan los valores del amor,
fidelidad y honra (I, I, 96). Celestina (en su propio esquema

28 Gustavo Correa, en su artículo «Naturaleza, religión y honra en


La Celestina», Publications of the Modern Language Assoeiation of
America, LXXVII (1962), 8-17, si bien establece que «Dios sigue exis¬
tiendo», en la nota número 3 indica lo siguiente: «La Celestina sólo
tiene en cuenta la creación de cuerpos perfectos (el de Melibea y
también el de Calisto), y se desentiende de la otra parte constitutiva
del hombre, que era imprescindible en las cosmologías medievales.
Surge así la Naturaleza como una entidad con fuerza inmanente para
producir formas perfectas (el cuerpo humano), aunque con prescin-
dencia de las causas finales (teleología) y por consiguiente con la
ausencia de una Providencia divina y una firme creencia en el Más
Allá.»
29 Maravall, El mundo.
30 Ibid., pág. 109.
148 «La Celestina»

de valores, claro está), ha llegado a la cumbre en sabiduría


y honra (II, IX, 44), haciéndose literalmente de la nada:

Semp. —Déxala, que deso viue. Que no sé quién diablos le


mostró tanta ruyndad.
Párm. —La necessidad e pobreza, la hambre. Que no ay me¬
jor maestra en el mundo, no ay mejor despertadora e aviuadora
de ingenios. (II, IX, 26-27.)

Sempronio, también, busca el lucro que le permitirá cuando


menos tener deleites similares a los que goza su amo; está
listo a ayudar mientras pueda medrar y a huir ante el me¬
nor peligro, pues «quien moralmente ha reducido su rela¬
ción con el amo a cobrar un salario, no se siente obligado
a más, y un nexo tan externo y circunstancial puede rom¬
perse cuando así convenga, ya que, efectivamente, la con¬
veniencia es su única razón de ser»31. Pármeno mismo, aun¬
que vacilará, llegará a igual convicción, al ser rechazado por
su amo y darse cuenta de que no hay en él más lealtad que
en Sempronio, pues Calisto, como todos los demás, se sirve
de los otros para su propio beneficio.
«Es el yo individual de cada uno el que se pone por de¬
lante», dice Maravall32, crítico que encuentra en Areúsa la
figura máxima de la expresión de estas ideas. Es ella quien
pronuncia el concepto de igualdad social («Ruyn sea quien
por ruyn se tiene. Las obras hazen linaje, que al fin todos
somos hijos de Adán e Eua», II, IX, 34-35), y quien, por sus
propios esfuerzos («Que jamás me precié de llamarme de
otrie; sino mía», II, IX, 41), triunfa sobre sus circunstancias
y se coloca en una situación que, al menos en su propia ima¬
ginación, la iguala un tanto a la clase alta, libre de sumisión
ajena, dueña y señora de su propia casa (II, IX, 43).

31 Ibid., pág. 88.


32 Ibid., pág. 113.
Trascendencia horizontal y vertical 149

d) De existente a existente. Estar-con-otros o estar-con-


tra-otros. — En el capítulo anterior se ha estudiado deteni¬
damente un aspecto de la trascendencia de existente a exis¬
tente: el del amor y la expresión sexual visto en su horizon¬
talidad. Hay, por supuesto, otros modos en que el individuo
se relaciona con los que lo rodean. Uno que se encuentra en
La Celestina, que va bien recomendado por la vieja, aunque
ella sea incapaz de ponerlo en práctica, es el del sentimiento
fraternal del compartir a través de la amistad. Al señalar
Sempronio la enemistad de Pármeno, dice Celestina:

Déxame tú á Pármeno, que yo te le haré vno de nos, é de


lo que houiéremos, démosle parte: que los bienes, si no son
conm.unica.dos, no son bienes. Ganemos todos, partamos todos,
holguemos todos. (I, I, 89; el énfasis es mío.)

En la lucha que entablará la tercera para ganarse a Pár¬


meno, va a tocar cuatro cuerdas de su sicología: la avari¬
cia, su orfandad que le ha dado un sentimiento de insegu¬
ridad, su soledad, y su lujuria33. De todas sus ofertas, en la
que pone más acento es en la amistad. Vease cómo, en dos
oraciones, menciona tres veces la palabra, siempre en el
lugar en que cobra énfasis en el castellano, al final de frase.

Sin duda dolor he sentido, porque has por tantas partes


vagado é peregrinado, que ni has hauido prouecho ni ganado
debdo ni amistad. Que, como Séneca nos dize, los peregrinos
tienen muchas posadas é pocas amistades, porque en breue
tiempo con ninguno no pueden firmar amistad (I, I, 100-101.)

Llamándolo «mi hijo» y posando «como verdadera madre»


suya, le ofrece su propia protección y consejo, pero insiste
en el tema: «E tú gana amigos, que es cosa durable» (I, I,

33 Ver: Marian R. Loehlin, «Celestina of the Twenty Hands» [«Ce¬


lestina la de las veinte manos»], Hispania, XLII (1959), 309-16.
150 «La Celestina»

101). Califica de egoístas a los amos en general y de «rompe¬


necios» a Calisto en particular, y vuelve al tema: «En su
casa cobra amigos, que es el mayor precio mundano» (I, I,
102-103). Hay que fijarse que le aconseja la amistad en su
casa no con, a fin de contrarrestar la ya declarada lealtad
de Pármeno para con su amo. Por el contrario, le dice: «con
él no pienses tener amistad, como por la diferencia de los
estados ó condiciones pocas vezes contezca» (I, I, 103). Lo
asalta de nuevo con la idea del medro, que Pármeno resiste
otra vez, por lo que vuelve a tocar la cuerda de la amistad,
con insistente estacato, en varios tonos:

¿quién es, que tenga bienes en la república, que escoja viuir


sin amigos? Pues, loado Dios, bienes tienes. ¿E no sabes que
has menester amigos para los conseruar?... E por tanto, en los
infortunios el remedio es á los amigos. ¿E á donde puedes
ganar mejor este debdo, que donde las tres maneras de amis¬
tad concurren, conuiene á saber, por bien é prouecho é deleyte?
(I, I, 104-105.)

Y en Sempronio, por supuesto, se juntan los tres requisitos,


sobre todo el tercero (debilidad que ya la vieja ha descu¬
bierto en Pármeno), pues con iguales hay que juntarse para
burlar, comer, beber, en fin, para negociar amores. Pármeno
reconoce su debilidad por el sexo opuesto pero se niega a
hacerla pública («E puesto que yo á lo que dizes me incline,
solo yo querría saberlo: porque á lo menos por el exemplo
fuese oculto el pecado. E, si hombre vencido del deleyte va
contra la virtud, no se atreua á la honestad», I, I, 106). Ce¬
lestina hablará ahora de manera existencial por excelencia:
no hay identidad, no hay gozo posible para el individuo den¬
tro de la cárcel de su piel, pues es su intento de comunica¬
ción, su trascendencia de existente a existente lo que lo dis¬
tingue de los animales:
Trascendencia horizontal y vertical 151

Sin prudencia hablas, que de ninguna cosa es alegre pos-


sessión sin compañía. No te retrayas ni amargues, que la natu¬
ra huye lo triste é apetece lo delectable. El deleyte es con los
amigos en las cosas sensuales é especial en recontar las cosas
de amores é comunicarlas... Este es el deleyte; que lo al, me¬
jor lo fazen los asnos en el prado (I, I, 107-108.)

Pármeno pronto lo comprueba. Habiendo alcanzado los fa¬


vores de Areúsa, al despedirse de ella va por la calle pen¬
sando:
¡O plazer singular! ¡O singular alegría! ¿Quál hombre es
ni ha sido más bienauenturado que yo? ¿Quál más dichoso
e bienandante?... ¡O alto Dios! ¿A quién contaría yo este gozo?
¿A quién descubriría tan gran secreto? ¿A quién daré parte
de mi gloria? Bien me dezía la vieja que de ninguna prosperi¬
dad es buena la posesión sin compañía. El plazer no comuni¬
cado no es plazer. ¿Quién sentiría esta mi dicha, como yo la
siento? (II, VIII, 8-9.)

La amistad, prometida a Celestina la noche anterior al ver


a Areúsa en la cama, queda sellada cuando hace partícipe a
Sempronio de las buenas nuevas y ambos se dirigen uno al
otro empleando la palabra «hermano» (II, VIII, 15).
Pero no es solamente una trascendencia horizontal armo¬
niosa y fraternal lo que expresa la Tragicomedia. A menudo
evoca ecos sartreanos en las relaciones de existente-a-exis-
tente. Por ejemplo, en lo que se relaciona con la vergüenza
que Sartre describe como «vergüenza de sí delante del
Otro»34. Ya se ha visto cómo Pármeno, al principio, quiere
mantener su debilidad como «oculto pecado» por no faltar
a la «honestad». En otra ocasión, hablando con Sempronio
quien le aconseja huir al primer ruido, contesta Pármeno:
«Plázeme que me has, hermano, auisado de lo que yo no

34 Jean-Paul Sartre, L'étre, pág. 350.


152 La Celestina»

hiziera de vergüenza de ti» (II, XII, 81), y alegrándose aquél


de tal muestra de amistad, pues «a quien dices tu secreto
entregas tu libertad», Pármeno confirma:

Ninguno podrá negar lo que por sí se muestra. Manifiesto


es que con vergüenza el vno del otro, por no ser odiosamente
acusado de couarde, esperáramos aquí la muerte con nuestro
amo, no siendo más de él merecedor della. (II, XII, 81.)

«Nadie puede ser vulgar por sí mismo», dice Sartre35. Areúsa


y Melibea parecen confirmarlo en sus actitudes ante el acto
sexual. Una vez decididas, ni una ni la otra se avergüenzan
del acto en sí. Pero Areúsa sólo permite que la vieja se quede
después que ésta, sintiéndose mal juzgada por aquélla, vol¬
tea los papeles y se convierte en juez que dicta su fallo:

Para la muerte que á Dios deuo, mas quisiera vna gran bofe¬
tada en mitad de mi cara. Paresce que ayer nascí, según tu
encubrimiento. Por hazerte á tí honesta, me hazes á mí necia
é vergonzosa é de poco secreto é sin esperiencia ó me amen¬
guas en mi officio por alzar a tí en el tuyo. (I, VII, 259-260.)

Melibea, en cambio, como conviene a su condición, hace que


se aparte Lucrecia de la vista y hasta siente cierto resque¬
mor al pensar que los haya oído a ella y a su amante.
Más sabor sartreano encontramos aún al considerar que
la obra toda está concebida desde el punto de vista del mun¬
do en conflicto36. Sartre, como Rojas, concibe el estar-en-el
mundo básicamente como un conflicto. Para Sartre, existe
una eterna tensión entre el ser-en-sí en su contingencia y el
ser-para-sí con su libertad creadora. Esta tensión es el me-

35 Ibid., pág. 276.


36 Para esta discusión, en lo tocante a Rojas, estoy en deuda prin¬
cipalmente con el capítulo VI de La visión pesimista de la Celestina,
por Cándido Ayllón, que ya he citado.
Trascendencia horizontal y vertical 153
dio por el cual Sartre trata de explicar la relación del indi¬
viduo consigo mismo, con lo que lo rodea, y con otros hom¬
bres37. También para Rojas hay una lucha eterna entre los
hombres y entre el hombre y las fuerzas de la naturaleza38.
En el prólogo se establece el tema de lucha en el uni¬
verso, que incluye las estrellas, los elementos, la tierra y el
mar; da como ejemplos las estaciones del año, los fenóme¬
nos naturales, los animales de la tierra, del mar y del aire
y, finalmente, el hombre. Nótese la similitud entre las pala¬
bras que citamos arriba con las que McBride describe la
actitud de Sartre, y las siguientes, empleadas por Ayllón
para describir La Celestina:

No sólo encontramos este elemento de conflicto en el prólo¬


go sino también en la Tragicomedia donde se nos revela un
mundo dominado por el conflicto —un mundo en que la razón
y el sentimiento, el amor y la lujuria, y la prudencia y la pa¬
sión están en conflicto constante y continuo; un mundo en que
el hombre está en conflicto consigo mismo, con su prójimo y
con el universo 39.

He dicho que Sartre concibe las relaciones con el otro


no como un estar-con, sino como un estar-contra. En La
Celestina también, dado el conflicto de intereses, los exis¬
tentes están continuamente en relaciones de conflicto, pues
tarde o temprano, «el otro» convierte a cada uno en objeto,
en simple medio para obtener sus propios fines. Celestina
dice de Calisto: «de todos se quiere seruir sin merced» (I, I,
102). En realidad, esa es la única relación que existe para la

37 William León McBride, «Jean-Paul Sartre: Man, Freedom, and


Praxis» [«Jean-Paul Sartre: el hombre, la libertad y la praxis»], en
Existential Philosophers, editado por Alfred George Schrader, Jr.,
arriba citado, pág. 274.
38 Ayllón, La visión, pág. 158.
39 Ibid., pág. 161.
154 «La Celestina»

mayoría de ellos. Si Calisto se sirve de Celestina y de sus


criados para alcanzar el cumplimiento de su pasión, ella se
sirve de todos pues «caso es ofrecido... en que todos medre¬
mos» (I, I, 103). Convierte a las «mochachas» en objetos
para controlar a Sempronio y para ganarse a Pármeno. Usa
a Lucrecia para ganar entrada en la casa de Melibea y a Ca¬
listo lo maneja a su antojo, ocultando o facilitando informa¬
ción, según piense que la situación le pueda ser más lucra¬
tiva. Melibea usa a Lucrecia para llamar a la vieja, para
encubrir sus actividades amorosas y para mantener en posi¬
ción neutral el fiel de la balanza del conflicto que resulta en¬
tre su pasión y el deseo de sus padres. Las meretrices son
usadas al dar sus favores a los criados y a su vez usan a
otros para lograr satisfacciones tanto amorosas como mate¬
riales, tales como el agasajo del Aucto IX. Además, hacen
objetos de Sosia y de Centurio y este último, a su vez, se
sirve de Traso, el cojo, para salir de su apuro.
Mientras las pasiones que se van satisfaciendo son de
orden diferente, cada uno de los caracteres sabe que usa a
los otros y que es a su vez usado por ellos, pero nada im¬
porta, pues todos van sacando provecho de estas relaciones
de dueño-esclavo, sujeto-objeto que se van formando, siem¬
pre cambiantes y nunca repetidas. Pero cuando los indivi¬
duos se encuentran en conflicto por la misma pasión, resulta
la tragedia, pues ninguno está dispuesto a convertirse en
«objeto» para el otro40. Esto pasa cuando Celestina, sin dar-

40 Frank Benítez, Perspectivismo, observa: «Lo trágico del proble¬


ma se origina al encontrar la oposición de otra tendencia humana,
que luchando también contra su propio vacío, intenta la adquisición
del mismo objeto natural. De esta colisión sale un nuevo vacío trági¬
co para uno de los contendientes. La amenaza constante de vacío
que supone esta arrebatiña del trato social, pasa a ser una agonía en
los momentos en que penetra la conciencia refleja de los personajes.»
(Pág. 115.)
Trascendencia horizontal y vertical 155

se cuenta de que a Sempronio y a Pármeno los mueve en un


momento dado idéntica pasión que a ella misma, la avaricia,
se niega a compartir las ganancias materiales, ofreciéndoles
a cambio lo que ella cree puede impulsarlos más que la
codicia, mujeres: «Pues callá, que quien estas os supo aca¬
rrear, os dará otras diez agora» (II, XII, 100). Mas esos hala¬
gos no arreglarán esta lucha, pues hay esta vez un conflicto
de intereses que sólo se resuelve o cediendo (lo que ninguno
está dispuesto a hacer) o muriendo a manos ajenas, como
a los tres les acontece.

e) Trascendencia bernanosiana. «en abismo». — Hay, en


la Tragicomedia, una perspectiva de trascendencia «en abis¬
mo» a través de los monólogos que son «conflictos anímicos
expresados en voz alta, fluctuación afectiva entre opuestos
deseos y emociones... preciosos para la pintura de los carac¬
teres por la luz que proyectan sobre la intimidad de las al¬
mas, que de ninguna manera se exhiben con igual franque¬
za en el diálogo»41. Esta perspectiva no llega a mostrarnos
el alma atraída por la llamada del cielo y el peso del mundo,
como en Bernanos, pues creo encontrar en ella no una ver¬
ticalidad absoluta, sino relativa. Mas, habiendo creado Rojas
hombres «de carne y hueso» con deseos y pasiones conflicti¬
vas, les concede el privilegio de debatirse consigo mismos y
escoger entre dos polos opuestos, ya superficiales, ya pro¬
fundos 42.

« Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 124.


42 Frank Benítez (Perspectivismo, pág. 85) expresa una idea simi¬
lar en términos de «vacío»: «El vacío, por una parte, ha convertido
la verticalidad en un mero acaecer y la horizontalidad de la aplica¬
ción moral en un cambio continuo; y, por otra parte, el vacío mis¬
mo se ha transmutado en una esperanza continuada o agonía, lo
cual hace que el vacío aparezca con la tercera dimensión de pro¬
fundidad.»
156 «La Celestina»

Centurio se debate entre la promesa que ha hecho a las


rameras de aporrear a Calisto y su propia seguridad, pues
no quiere ponerse en peligro y decide enviar un sustituto
(II, XVIII, 171). Elicia lucha entre dos sentimientos: el de
la lealtad que cree debe tener a su amante muerto y el
inconveniente económico que le resulta de guardar luto.
«El diablo me da tener dolor por quien no sé si, yo muerta,
lo tuuiera» se dice y decide barrer su puerta y regar la calle,
«porque los que passaren vean que es ya desterrado el do¬
lor» (II, XVIII, 153 y sigs.). Sempronio, al considerar si
debe o no acompañar a su amo en su mal, ve su conflicto
como cosa de vida o muerte: «Si le dexo, matarse ha; si
entro allá, matarme ha», y desea la muerte del amo, por si
acaso puede medrar en algo, «avnque malo es esperar sa¬
lud en muerte agena». Al fin opta por «lo más sano» que «es
entrar é sofrirle é consolarle» (I, I, 37-39).
Las dudas de Pármeno son más profundas, pues tienen
relación directa con el cambio que va operándose en su ca¬
rácter. Pármeno se debate entre el bien —su lealtad— y el
mal —explotar, con Celestina y Sempronio, los sentimien¬
tos de Calisto (I, II, 125). A los buenos los pierde la socie¬
dad y a los malos los premia, se dice, y para que Calisto no
lo maltrate más, decide unirse «a los traydores discretos».
Su recompensa no se hace esperar, como lo deja ver en su
segundo monólogo (II, VIII, 8) donde se vanagloria de su
triunfo al haber obtenido a Areúsa. Al revés de su amo
quien inmediatamente después de obtenido el deleite se
siente deprimido y triste, Pármeno es el «más dichoso e
bienandante» de los hombres todos, cuando menos por unos
momentos.
De los tres monólogos asignados a Calisto, el primero (II,
XIII, 105) es, como uno de los de Pármeno, de regodeo en su
gloria que le parece tal que hasta le es increíble. Los otros
Trascendencia horizontal y vertical 157

dos monólogos son de combate interior. En el segundo de


ellos, al enterarse de la muerte de sus criados, increpa a la
fortuna por lo mucho que lo ha combatido, justifica su acti¬
tud en la maldad de la vieja y decide «complir el mandado
de aquella por quien todo esto se ha causado», aparentando
ignorancia de los hechos. En el último monólogo (II, XIV,
122 y sigs.), ya gozado el amor carnal, ve «la mengua de su
casa, la falta de su servicio, la perdición de su patrimonio, la
infamia que tiene su persona de la muerte que de sus cria¬
dos se ha seguido», se debate hasta «ser otro», hasta «salir
de sí» («¿Pero qué digo? ¿Con quién hablo? ¿Estoy en mi
seso? ¿Qué es esto, Calisto?... Torna en ti») entre su deber
social —honra, valor vertical—43 y su renacido amor a Me¬
libea. La atracción de la carne es mayor y el peso del mun¬
do gana:

No quiero otra honrra ni otra gloria, no otras riquezas, no


otro padre ni madre, no otros deudos ni parientes. De día
estaré en mi cámara, de noche en aquel parayso dulce, en
aquel alegre vergel, entre aquellas suaues plantas e fresca ver¬
dura. (II, XIV, 127.)

A Celestina también le toca enfrentarse con su yo interior


«en abismo» cuando, en camino a casa de Melibea (I, IV,
153 y sigs.), tiene oportunidad de «mirar bien lo que Sem-
pronio ha temido». Las fuerzas que se oponen en este caso
tienen que ver con el éxito o el fracaso de su misión como
alcahueta. Si es descubierta en su empresa, el castigo que
reciba puede ser la misma muerte. Si se atemoriza y deci¬
de no llevar a cabo su empresa, va de por medio la vertica¬
lidad de su honra profesional. Si, como dice Pármeno, ella
se glorifica en oír el nombre y el título por el que es cono-

■w Correa, «Naturaleza», pág. 12.


158 «La Celestina»

cida (¡puta vieja!) y responde a él con alegre cara (I, I,


67-69), ¡a qué le sabrá que la encuentren «alcahueta falsa»
y «ofrecida traidora»! La llamada vertical vence y con un
«¡Esfuerza, esfuerza, Celestina! ¡No desmayes!» (I, IV, 156),
se dirige a cumplir su cometido. También ella, como Pár-
meno, se ve recompensada en su decisión y, como él, tiene
un segundo monólogo (I, V, 193-195) en que se explaya en
su felicidad ante el éxito obtenido.
Melibea presenta un caso especial en sus dos enfrenta¬
mientos con el yo íntimo, pues ambos ocurren después de
que ha tomado su decisión y más que vacilación o debate,
se trata de darle justificación a la misma. Sin embargo, nos
dejan ver los razonamientos previos que deben haber prece¬
dido y que aparecen en sus exclamaciones y preguntas. En
el primer monólogo (II, X, 50-51) se preocupa por su honra
y no ve cómo evitar que «se desdore aquella hoja de casti¬
dad» que tiene «assentada sobre este amoroso desseo». Por
su dolor se queja a una vaga entidad que no les permite a
las hembras, como a los varones, «descobrir su congoxoso e
ardiente amor» que ya ha decidido entregar libremente. En
el segundo (II, XX, 191 y sigs.), también ya se ha decidido,
esta vez a morir porque su amante ha muerto. Se duele, sin
embargo, de la pena que dará a sus padres y, aunque cla¬
mando inocencia, reconoce que pueda haber cierta culpa
que pagar: «que con mi pena, con mi muerte purgo la cul¬
pa que de su dolor se me puede poner». La historia y la
mitología le dan ejemplos de «verdaderos parricidas» y de
«otros muchos crueles» que le ayudan a justificar su acto
que es, en realidad, como ella bien lo comprende, lógica¬
mente injustificable, pues ya no está en su mano, por tener
presos sus «sentidos de tan poderoso amor del muerto
cauallero».
Trascendencia horizontal y vertical 159

f) Trascendencia vertical. — 1. Ausencia de Dios. La Ce¬


lestina nace en un mundo del cual es a la vez pintura y re¬
probación44. Se está operando en él un «cambio de valoriza¬
ción en el marco de los ideales y de las experiencias huma¬
nas» que «se polarizan hacia lo exclusivamente mundano y
temporal»45. En la Tragicomedia se presenta el drama de
esta crisis y trasmutación de valores.
Como vimos en el Capítulo I, en el mundo medieval rei¬
naba la idea de la perfecta unidad de un orden regido por
Dios, con ordenación moral en el sistema social. Al romperse
esta unidad, al ponerse en tela de juicio la verticalidad de la
jerarquía humana y divina, se presenta a los ojos un mundo
plural y diverso, cuyo valor reside precisamente en esta
multiplicidad46. Como ya hemos visto, es un mundo en per¬
petua lucha de elementos, «desgobernado» por la compe¬
tencia47 el que retrata La Celestina, cuyos personajes viven
«en lucha continua contra el vacío» en «un orden natural,
pero... perturbado por una colisión social inevitable»48.
Uno de los valores cambiantes es el de la religión y la
moral. Hablando de las masas de la era de Rojas, que res¬
petaban mecánicamente las prescripciones de la Iglesia,
Katalin Kulin49 dice que «la enseñanza cristiana sobre la
salvación no determinaba la actitud de la gente. Juzgaban —y
su opinión no era sino reforzada por la venta de indulgen¬
cias— que la salvación podía ser comprada y que el gesto
mecánico de la confesión y de la absolución les aseguraba la
vida eterna» y estima que esta creencia general se trasluce

44 Maravall, El mundo, pág. 20.


45 Correa, «Naturaleza», pág. 8.
46 Maravall, El mundo, pág. 28.
47 Ibid., pág. 29.
45 Benítez, Perspectivismo, pág. 121.
49 Kulin, La Celestina, pág. 74.
160 «La Celestina»

en las palabras de Celestina. Los autores, nos informa, juz¬


gaban la época como mentirosa y vacía de significado pues
la salvación y la condenación eternas, el paraíso y el infier¬
no, ya no eran los reguladores morales. Los personajes invo¬
can a Dios lo mismo para desear un bien que para mentir o
engañar o para pedir la satisfacción de los apetitos carna¬
les50. Las palabras religiosas esconden la mentira o cubren
las verdaderas intenciones que son engañar a los otros y en¬
gañarse a sí mismos51. Herrero-García hace también hin¬
capié en la hipocresía religiosa:

Como un abismo llama a otro abismo, la superstición de


Celestina buscaba puntos de apoyo en las prácticas de la reli¬
gión. La complicidad de la verdad y la pureza en el negocio
de las tinieblas y la carnalidad, es el colmo del perfilamiento
que el Bachiller toledano supo dar a su inmortal creación52.

Robert Ricard estima que aunque la sociedad española en


general era cristiana, la que aparece en la Tragicomedia no
lo es, pues no siendo ésta una obra cristiana, «por su propia
naturaleza se sitúa al margen de todo problema de ortodo¬
xia o de heterodoxia»53.
Sin duda hay religiosidad expresada verbalmente, así
como en idas y venidas a iglesias y misas, pero me parece
que, como lo indica Benítez, actos y palabras han sido vacia-

50 Ver también: Ripoll, La Celestina, pág. 24. Lida de Malkiel (La


originalidad, pág. 363) mantiene la sinceridad de la religiosidad de los
personajes.
51 Benítez, Perspectivismo, ha notado esto en las secciones 2 y 3
de su capítulo V, bajo los títulos de «Palabra vana asimilada del
sermón de la montaña» y «Palabra contradictoria del reino mesiánico
del amor».
52 Miguel Herrero-García, «La Celestina», en Estimaciones litera¬
rias del siglo XVII (Madrid: Editorial Voluntad, 1930), pág. 42.
53 Robert Ricard, «La Celestina vista otra vez», Cuadernos Hispa¬
noamericanos, LXVI, núm. 198 (1966), 469480.
Trascendencia horizontal y vertical 161

dos de su significado original y ahora se presentan como


gesticulaciones desesperadas (II, VII, 21) sin importancia,
como decorados, como cáscara vacía o, lo que es más impor¬
tante, aparentando lo que no se es (II, IX, 25) para lograr
provecho propio que nada tiene que ver ni con la moral ni
con la religión. Es un mundo en el que los autores expresan
«el dilema del hombre en los tiempos modernos: la existen¬
cia en un mundo vacío de significado»54 en donde «falta la
tácita presencia del más-allá, y hasta la de un Dios no reba¬
jado a naturaleza»55.
Si bien es cierto que «no se niega el Dios convencional»56
y que «Dios sigue existiendo» 51, también lo es que «ninguno
de los caracteres sufrientes de Rojas se muestra nunca pi¬
diendo ayuda a Dios —excepción hecha, por supuesto, de
las llamadas impropias de Calisto»58. Prácticamente, pues,
si Dios no ha muerto, como en muchas obras de la literatu¬
ra de nuestros días, cuando menos está en realidad ausente,
no ya en los gestos automáticos («¡Confesión!») sino en la
verdadera conciencia de los existentes de La Celestina.

54 Stephen Gilman, «Rebirth», pág. 300.


55 h. Petriconi, «Lo demoníaco en La Celestina», Boletín del Cole¬
gio de Graduados de la Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires,
XVIII (1936), 14.
56 Peter G. Earle, «Love Concepts in La Cárcel de Amor and La
Celestina» [«Conceptos del amor en La Cárcel de Amor y La Celes¬
tina»], Hispania, XXXIX (1956), 92-96.
57 Correa, «Naturaleza», pág. 8.
58 P. E. Russell, «Notes: Ambiguity in La Celestina» (rev. art.)
[«Notas: La ambigüedad en La Celestina» —reseña—], Bulletin of Hís¬
pame Studies, XL (1963), 3540. Es cierto que Melibea parece mostrar
sentimiento religioso en tres ocasiones en que se dirige a Dios, pero,
como lo establece Lida de Malkiel {La originalidad, pág. 408), es
«con devoción menos individual que social» y en una de ellas es para
invocarlo al momento de cometer suicidio, es decir, en un acto de
desobediencia a las leyes divinas, como lo señala Ricard, «La Celesti¬
na», pág. 478.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 11
162 «La Celestina»

2. Figura vertical del padre. — Hay una figura que a los


ojos de los personajes de la Tragicomedia representa una
cierta trascendencia vertical, si bien de orden terreno. Es la
del padre de Melibea, Pleberio. Calisto lo invoca (I, I, 36)
pidiendo que no vaya a impedir sus amores; Sempronio par¬
ticipa su temor de él a Celestina («Piensa en su padre, que
es noble é esforzado», I, III, 140); Celestina teme la furia
del padre vengador (I, IV, 154 y 156), pues el ser descubier¬
ta por él en su transgresión puede ocasionarle hasta la
muerte; Pármeno también teme a la gente y a los escuderos
(¿ángeles y arcángeles de las legiones terrestres?) de Plebe-
rio (II, XII, 81 y 88); Melibea teme las consecuencias de
manchar la honra de su padre (I, IV, 179; II, XII, 87 y 92);
y Lucrecia teme que descubra los amores de la hija (II, XX,
186). Pleberio figura en la conciencia de los personajes como
el poderoso que puede traerles un desastre repentino, como
el poder supremo de su pequeño mundo, capaz de terminar
todas sus intrigas. Funciona como todo-poderoso en la limi¬
tada visión de sus antagonistas, a través de los cuales sen¬
timos su presencia durante toda la obra59. Sin embargo,
este Pleberio que se nos anuncia por ojos ajenos como pa¬
dre celoso y vengativo del Antiguo Testamento, cuando apa¬
rece por sí mismo resulta ser padre amoroso del Nuevo Tes¬
tamento, dispuesto a deponer su autoridad por el amor de
su hija. Su función como figura de padre terrenal, legisla¬
dor de la moralidad de su hogar, resulta tan ineficaz como
la del Padre Celestial, regulador de la moralidad social. Es
Celestina quien se encarga de manipular todo comporta¬
miento y se jacta de ello con Calisto: «Que es [Melibea]
más tuya que de sí misma; más está a tu mandato e querer,

59 Ver: James A. Flightner, «Pleberio», Hispania, XLVII (marzo


1964), 79-81.
Trascendencia horizontal y vertical 163

que de su padre Pleberio» (II, XI, 68). Como al Otro Padre,


a éste le toca también contemplar, en estado de impotencia,
el suicidio de su hija muy amada a quien ha deseado con¬
cederle toda la libertad de acción posible.

3. Melibea como Dios. — En el capítulo anterior se ana¬


lizó la trascendencia horizontal del amor de Calisto que en
su carnalidad, como diría Sartre, se apropia la libertad de
Melibea con la complicidad de su cuerpo, a fin de alcanzar
las estructuras de su ser. Hay en el amor de Calisto por Me¬
libea otro aspecto, el espiritual, que se puede describir
como trascendencia vertical.
En las primeras palabras que pronuncia Calisto al con¬
templar la hermosura de Melibea alaba a Dios, no en sí mis¬
mo, sino por delegar a su vicaria, la Naturaleza, para dotar¬
la de belleza60. Alaba, pues, a Melibea como obra de arte de
la naturaleza, cuyos poderes están subordinados al Artista
Divino. Sin embargo, pronto «pasó a un segundo estadio y
llegó a confundirla con la misma divinidad» 61. Al contemplar
la visión beatífica, se siente glorificado tanto o más que los
santos:
¿Quién vido en esta vida cuerpo glorificado de ningún hom¬
bre, como agora el mío? Por cierto los gloriosos sanctos, que se
deleytan en la visión diuina, no gozan mas que yo agora en el
acatamiento tuyo. (I, I, 32-33.)

Tal es su éxtasis, que ni la visión del mismo Dios le daría


semejante felicidad. Melibea ha ocupado el lugar de Dios,
en un plano totalmente religioso. Calisto sólo encontrará la
gloria en su presencia y el infierno (su fuego es mayor que el
del purgatorio) será constituido por su ausencia. Esta tras-

60 Ver: Correa, «Naturaleza».


61 Luis Rubio García, «La Celestina», págs. 654-749.
164 «La Celestina»

posición es, desde luego, blasfema y herética, como bien lo


comprende Sempronio («No basta loco, sino ereje», I, I, 41).
La alabanza de Calisto «no es un yerro involuntario, una
afirmación improvisada por un momento de pasión»62, pues
así como la negación de San Pedro fue reiterada tres veces,
la afirmación de la deidad de su amada necesitará otras tan¬
tas aseveraciones. Dos de ellas en el primer acto:

Semp. —¿Tú no eres cristiano?


Cal. —¿Yo? Melibeo so é á Melibea adoro é en Melibea creo
é á Melibea amo. (I, I, 41.)

Cal. —¿Muger? ¡O grossero! ¡Dios, Dios!


Semp. —¿E assi lo crees? ¿O burlas?
Cal. —¿Qué burlo? Por Dios lo creo, por Dios la confiesso é
no creo que ay otro soberano en el cielo; avnque entre nos¬
otros mora. (I, I, 44.)

Y la tercera cuando la vieja le comunica que le trae «muchas


buenas palabras de Melibea» a quien deja a su servicio. Ca¬
listo exclama:

Habla cortés, madre, no digas tal cosa, que dirán estos


mogos que estás loca. Melibea es mi señora, Melibea es mi
Dios, Melibea es mi vida; yo su catiuo, yo su sieruo. (II, XI, 68.)

No en vano lo había acusado Sempronio de invención de


pecado peor que el de Sodoma, de Superbia. Gustavo Correa
lo ve así:

El deseo de posesión de la amada cobra así la forma de un


proceso de divinización de esta última (Melibea-Dios), y de
deificación por parte del amante, que ansia confundirse en ín¬
tima unión con ella (unión con Dios)a.

62 Ripoll, «La Celestina», pág. 23.


« Correa, «Naturaleza», pág. 9.
Trascendencia horizontal y vertical 165

Calisto es «creado y motivado por la vista de Melibea» M,


«surgió de la bella forma de Melibea, y a ella quedó adscri¬
to» 65 a grado tal que «se ensimisma en un ‘sí mismo’ que es
un ‘ella’»66 y se retrae de toda obligación, de toda ocupación
que no sea su absoluto deleite o su máxima soledad («De
día estaré en mi cámara, de noche en aquel parayso dulce»,
II, XIV, 127). Porque eso es en lo que se ha convertido para
él el jardín de Melibea, en el único paraíso concebible. En
ese edén está su Divinidad. Para llegar a su cielo, Calisto
ha de pasar duros trabajos y privaciones, pues para alcanzar
la cumbre el camino no es menos arduo que el de la gloria
eterna. Así como el hombre del medioevo tenía que subir
al Paraíso por la difícil escala de la virtud, así Calisto, para
alcanzar a su dios, tiene que valerse de otra escala. Aquélla
lleva por un camino de ida solamente y al alcanzar su meta,
el virtuoso será glorificado eternamente. No es así para Ca¬
listo, pues al trasponer los valores religiosos tradicionales
que se relacionan exclusivamente con la Deidad Suprema,
olvidó que el gozo de la posesión plena de «su» dios no era
eterno y que la reversión de esos valores al fin resulta en
destrucción y muerte. Al descender por la misma escala que
lo condujo a su gloria, a la posesión de su falso dios, Calisto
cae en la misma posición que el Lucifer de Dante en el últi¬
mo círculo del infierno67. Al recordar las palabras de Celes¬
tina durante su primera entrevista con Melibea («¡Mas
fuerte estaua Troya...!», I, IV, 181), no se puede menos que

64 Raymond E. Barbera, «Calisto: The Paradoxical Hero» [«Calis¬


to: el héroe paradójico»], Hispania, XLVII (1964), 256-7.
65 Américo Castro, «La Celestina» como contienda literaria (Castas
y casticismos) (Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente, 1965),
pág. 137.
66 Ibid-
67 Raymond E. Barbera, «Medieval Iconography», págs. 5-13.
166 «La Celestina

evocar las de Hécuba, en la adaptación que hizo Sartre del


drama de Eurípides, Las mujeres troyanas:

Troya no fue conquistada:


Los troyanos no fueron vencidos.
Fueron traicionados por una Diosa:
Siempre es un error adorar a una mujer.

4. Celestina, personaje mesiánico. — Es cierto que Ce¬


lestina «no es diosa aunque lo parezca»68, pues «Rojas re¬
gistra también las fallas que humanizan a la tercera: sus
momentos de debilidad, su indecisión, su traspié técnico y
su final derrota»69. Pero sin duda tiene una función simbó¬
lica de verticalidad, tanto en sus actitudes y acciones pro¬
pias, como en la conciencia de los otros personajes de la
Tragicomedia.
La primera sensibilidad simbólica que se evoca está con¬
tenida en su nombre, derivado del latín ccelestis, o sea, per¬
teneciente al cielo: celeste, aunque algo disminuido por el
sufijo diminutivo -ina. Es «angélica», «descendida del cielo»,
ya que el consolar, el dar delicias celestiales es propio de los
ángeles buenos70. Y no puede ser otro que «un mensajero
del cielo» quien pueda guiar a Calisto a su paraíso y a la
posesión de su dios. El enviado celestial se equipara con el
mesías, al momento en que Calisto invoca a Dios, que pro¬
veyó la estrella de Belén para que los reyes de oriente en¬
contrasen a Cristo, para que guíe a Sempronio a fin de que
encuentre y traiga a la medianera (I, I, 59)71. Al llegar, la

68 Everett W. Hesse, «La función simbólica de la Celestina», Bole¬


tín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, XLII (1966), 87-95.
69 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 531.
70 Nicholas Edward Schiel, A Theological Interpretation, págs. 148
y 149.
71 Ver: Benítez, Perspectivismo, págs. 196 y sigs.
Trascendencia horizontal y vertical 167

recibe con palabras dignas del magistrado espiritual de sa¬


cerdotisa del amor que ejerce Celestina72:

¡O gloriosa esperanza de mi desseado fin! ¡O fin de mi de-


leytosa esperanza! ¡O salud de mi passión, reparo de mi tor¬
mento, regeneración mía, vinificación de mi vida, resurreción
de mi muerte! Deseo llegar á ti, cobdicio besar essas manos
llenas de remedio. La indignidad de mi persona lo embarga.
Dende aquí adoro la tierra que huellas é en reuerencia tuya
beso (I, I, 91.)

Tan indigno se siente ante el mesías como antes se sintió


ante su dios.
Gustavo Correa encuentra en la figura de Celestina una
esfera de religiosidad, ya que su condición de maga y hechi¬
cera la relaciona con las fuerzas misteriosas y los secretos
del poder germinador de la Madre Naturaleza, en su función
de renovación de los ciclos anuales. A través de ritos mági¬
cos y enalteciéndolo con respetabilidad de instituciones con¬
sagradas, ejerce un magisterio satánico (parodia del magis¬
terio de Jesús) en el que es Maestra irremplazable y Madre
solícita73.
Everett W. Hesse encuentra que Celestina «funciona sim¬
bólicamente como la Gran Madre, la Vieja Sabia, la Madre
Naturaleza, la Curandera y la Hipócrita para promover el
goce de la vida»74. Dentro de su misión como Gran Madre,
provee a todas sus criaturas, quienes le rinden homenaje
como tal llamándola «madre» y ella, a su vez, se dirige a

72 «El oficio de Celestina echa la base de su prestigio en un hon¬


do conocimiento de la psicología del amor. No es una actividad exte¬
rior y mecánica; sino una especie de dirección espiritual, de guia
sapientísima, la que ejerce Celestina con su clientela.» (Herrero-Gar¬
cía, «La Celestina», pág. 21.)
73 Correa, «Naturaleza», pág. 11, nota 14.
74 Hesse, «La función».
168 «La Celestina»

ellos como «hijos». Como Vieja Sabia, aconseja a sus «hijos»


sobre todo en lo que se relaciona con la sabiduría de la
eterna naturaleza femenina. En su misión de Madre Natura¬
leza (salvadas todas las distancias necesarias, incluyendo las
del estilo y motivación), Celestina, como el doctor Rieux de
La peste, se dedica a hacer todo lo que puede por y para la
vida, desempeñando, como él, el papel de medianera de sa¬
lud para quienes sufren los ataques de la inesperada y casi
siempre fatal enfermedad. Que ella misma se siente ser una
especie de ejemplo de dedicación a la humanidad, se deduce
de sus palabras a Sempronio: «A quien no me quiere no le
busco. De mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan.
Si bien o mal viuo, Dios es el testigo de mi cor agón» (II,
XIII, 101). Como Madre Naturaleza, además, se considera
a sí misma como diosa de la fertilidad. Y en su papel de
diosa, es fuerza creadora de la vida que a la vez lleva en sí
la semilla destructora que termina en la muerte. «La Celes¬
tina es materia y forma a la vez. Trae la luz (felicidad y pla¬
cer) y trae la sombra (destrucción, infelicidad y muerte)...
Es amoral como la Naturaleza que no piensa en las conse¬
cuencias de sus actos sino sólo en cumplir con su misión» 75.
Y la cumple tan bien que la naturaleza entera le rinde «ala¬
banza» saludándola con la palabra en la que se glorifica (I,
I, 67-69), y la humanidad, incluyendo sus altos dignatarios
tales como sacristanes, abades, obispos, derrocaba bonetes
en su honor al verla pasar, «como si fuera vna duquesa» (II,
IX, 45).
Esta función de Gran Madre trae consigo la otra cara de
la moneda, la de Madre-Terrible. Toda la creación está suje¬
ta a su mandato universal. Si para Sartre este mandato sig¬
nifica que todo hombre está «condenado a ser libre», para la

75 ibid.
Trascendencia horizontal y vertical 169

Madre-Terrible quiere decir que todo ser está condenado al


amor:
¿Y es ese mensaje de condenación eterna al amor el men¬
saje infernal y humanísimo de la tragicomedia de R.ojas, para
nosotros?... Es esta terrible, espantosa verdad, no ya desnu¬
da, sino descarnada, y descarada, la que nos dice, junto a los
estupendos amantes... la garabatuda puta vieja... Grito, aullido
infernal el suyo, que se enmascara de cómico espanto para
arrancarnos, arrebatarnos del corazón, desgarradoramente, la
trágica piedad» 7é.

Pármeno se da cuenta de la relación que existe entre la


vieja puta Celestina y la Gran Puta Tierra, que provee una
cama tolerante para la copulación de toda criatura dentro
del burdel universal77.

¡O Calisto desauenturado, abatido, ciego! ¡E en tierra está


adorando á la más antigua é puta tierra, que fregaron sus es¬
paldas en todos los burdeles! (I, I, 92).

Además, para F. M. Weinberg, Celestina es también la hi¬


ladora que teje la telaraña de la vida e hila los hilos del des¬
tino y a la vez la araña en el centro de la tela que ha tejido,
por medio de la cual atrapa a todas sus víctimas78. Esta
última imagen nos permite llegar a otro aspecto de la tras¬
cendencia vertical en la Tragicomedia: el de Celestina como
«creadora». Si Melibea «crea» a Calisto, Celestina crea y
re-crea a todo aquel que entra en contacto con ella. Su
hilado, como dice Bergantín, juega un papel muy importante
y trágico, pues «no cumple un destino, lo crea»79. Tres sím-

76 José Bergamín, «Rojas, mensajero», págs. 61-74.


77 F. M. Weinberg, «Aspects of Symbolism in La Celestina» [«As¬
pectos del simbolismo en La Celestina»], Modern Language Notes,
LXXXVI (March 1971), núm. 2), 136-53.
78 Ibid.
79 Bergamín, «Rojas», pág. 65.
170 «La Celestina»

bolos similares en la Tragicomedia lo comprueban: el hila¬


do, el cordón y la cadena. Recordemos que es Celestina mis¬
ma quien ha hecho con sus propias manos el hilado en el
cual, por medio del «aceite serpentino»80, lleva envuelto a
Plutón; que es ella quien solicita de Melibea su cordón «que
es fama que ha tocado todas las reliquias que ay en Roma
é Jerusalem» (I, IV, 181) (¡Y cuántas más «reliquias» que
harían sonreír a Celestina en su imaginación!). Recordemos
también que es la presentación de ese cordón a Calisto lo
que lo hace sentirse generoso y ofrecer a Celestina la cade¬
na por la que ésta forjará su propia muerte81. Como corres¬
ponde a todo creador, Celestina penetra en las intimidades
de la conciencia de sus criaturas («Que no sólo lo que veo,
oyo é conozco; mas avn lo intrínseco con los intellectuales
ojos penetro», I, I, 94), lo que le permite manejar todos los
hilos de sus vidas.
Otro aspecto de la trascendencia vertical lo encontramos
en las relaciones de Celestina con el dios del inframundo,
Plutón. «El prestigio de la ciencia de Celestina», dice Herre¬
ro-García, «no hubiera tocado su meta, si no se hubiera com¬
plicado con el orden sobrenatural. Subiendo este escalón, la
figura de la vieja tercera cobra imponentes perspectivas»82.
Celestina, por cierto, no necesitaba de más magia que la del
amor y de su conocimiento de la naturaleza humana para
triunfar en su empresa83. Sin embargo, por la descripción
que hace Pármeno de su laboratorio, por lo que ella misma
nos cuenta de su asociación con Claudina, madre de aquél, y

80 ¿Acaso la sierpe del paraíso, representada por el aceite y por


Celestina misma? (Ver: Jack Weiner, «Adam and Eve Imagery in La
Celestina» [«Imágenes de Adán y Eva en La Celestina»], Papers on
Language and Literature, Suplemento, V, núm. 4 [1969], 389-96.)
81 Ver: Weinberg, «Aspects», pág. 146.
82 Herrero-García, «La Celestina», págs. 36 y 37.
83 Ver: Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 220 y sigs.
Trascendencia horizontal y vertical 171

de las actividades de ambas por las que fueron perseguidas


por la justicia, por sus instrucciones a Elicia (I, III, 146-147),
por su conjuro (I, III, 148) y por sus apartes (I, IV, 163 y
178), sabemos que «Celestina se siente asistida del poder
oculto del demonio de la carne, y practica sus ritos mágicos
con la íntima convicción de quien ejerce un sacerdocio» M.
Es decir que Celestina, la vieja de carne y hueso que haldea
por todas las calles de la ciudad, la mujer flaca que sabe
que cerca anda de su fin y que le queda poca vida, la que
por conocerse a sí misma sabe que no puede confiar en hom¬
bre alguno, también necesita trascenderse, en un ser que
sea, a la vez, más («señor de la profundidad infernal, empe¬
rador de la Corte dañada, capitán soberuio de los condena¬
dos ángeles», etc., I, III, 148) y menos («vengas sin tardan¬
za á obedescer mi voluntad», I, III, 151) que ella.
En las situaciones límite, Calisto y Melibea invocan a
Dios (con sinceridad o sin ella) y acuden a Celestina, como
lo hace el resto de la ciudad. Celestina invoca y recurre al
invisible Plutón, único ser a quien llama «buen amigo» y
«hermano» (I, IV, 163 y 178), pues con él no tendrá conflicto
de intereses. Lo reconoce como superior y como aliado:

Y esto hecho, pide é demanda de mí a tu voluntad. (I, IV,


151.)

¡O diablo á quien yo conjuré! ¿Cómo compliste tu palabra


en todo lo que te pedí? En cargo te soy. Assí amansaste la cruel
hembra con tu poder é diste tan oportuno lugar á mi habla
quanto quise, con la absencia de su madre. (I, V, 193.)

¡O serpentino azeyte! ¡O blanco filado! ¡Cómo os aparejas-


tes todos en mi fauor! ¡O! ¡yo rompiera todos mis atamientos
hechos é por fazer ni creyera en yeruas ni piedras ni en pala¬
bras! (I, V, 194.)

84 Herrero-García, «La Celestina», pág. 37.


172 «La Celestina»
Como Celestina no tiene a nadie en el corazón y sabe
que tampoco ella está en el de otros («¿Dime, estoy en tu
coraqón, Sempronio?», II, XII, 98) tiene que trascenderse
en una relación a la vez de horizontalidad y verticalidad con
el señor de las tinieblas.
V

ELECCIÓN, LIBERTAD Y AUTENTICIDAD

EN ALGUNOS ESCRITORES EXISTENCIA-


LISTAS: ANOUILH, GIRAUDOUX, SARTRE,
GIDE, MALRAUX, CAMUS Y UNAMUNO

El Renacimiento fue, como ya hemos visto, una época


que abrió una nueva caja de Pandora, llena de preguntas ali¬
mentadas por el sentido y la idea de libertad que el hombre
iba adquiriendo: libertad para descartar todas las respues¬
tas anteriores, toda tradición, toda autoridad y para volver
a inquirir sobre el origen y la naturaleza del hombre y de
su mundo. El hombre re-descubrió el mundo, cuyo origen
parecía ser radicalmente diferente al descrito por la teología
y la filosofía. El concepto judaico-cristiano-helénico de un
Dios trascendente fue disminuyendo al poner en tela de jui¬
cio las pruebas inmanentes de su existencia. Los milagrosos
actos de Dios fueron explicados como ilusiones, conceptos
y decepciones inventados por el hombre y las funciones del
universo no eran ya acciones cósmicas de un poder trascen¬
dente, sino acciones predecibles de leyes que eran autóno-
174 «La Celestina»

mas y no tenían referencia a poder trascendente alguno *.


En nuestro siglo, también tenemos la figura del hombre
rebelde, que hace frente al coloso de la cultura Occidental,
que se levanta contra las fútiles pretensiones del pasado.
Para Camus, es un hombre que ha aceptado no solamente
las consecuencias intelectuales de la libertad, sino también
sus consecuencias existenciales1 2. Camus no mantiene que
Dios ha muerto, pero sí dice que no hay valores absolutos.
El rebelde creación de Camus se ha vuelto contra los valo¬
res autoritarios del pasado y puede existir y pensar libre¬
mente. Vive sin esperanza, sin certidumbre, conocedor de
su mortalidad. Pero posee el conocimiento de lo que son él
y el mundo y la habilidad de vivir con dicho conocimiento.
Vale más existir dentro de los términos de la verdad, que
en la pretensión y la esperanza; vale más existir en la reali¬
dad, que en la irrealidad de un «otro mundo»; es mejor
existir en la lucidez de la conciencia que en el engaño, pues
así se existe honestamente3. Si el hombre del siglo xx cree
que hace falta liberar primero el cuerpo, de acuerdo con Ca¬
mus en su ensayo «Prometeo en los infiernos», hay que pre¬
ver cuando menos una consecuencia: la muerte temporánea
del espíritu. Camus va más lejos al preguntarse: ¿hay una
muerte temporánea del espíritu? Calisto, en La Celestina,

1 Cosa similar aconteció en España, como en el resto de Europa:


«En la Edad Media cristiana el orden ideal entre los creyentes y
Dios era perfecto... Pero a fines del siglo xv gran número de espa¬
ñoles iba dándose cada vez más cuenta de que, para ellos, se habían
roto las líneas verticales y las horizontales que habían venido ha¬
ciendo posibles las conexiones tanto con Dios como con otros hom¬
bres.» (Américo Castro, «La Celestina» como contienda literaria,
págs. 126-7.)
2 Thomas Hanna, «Albert Camus: Man in Revolt» [«Albert Camus:
Hombre en rebelión»], en Existential Philosophers, editado por
Alfred George Schrader, Jr., ya mencionado, pág. 336.
3 Ibid., págs. 338 y 339.
Elección, libertad y autenticidad 175

supo liberar su cuerpo y el de Melibea y ya sabemos lo que


pasó. Pero, antes de establecer las circunstancias de su libe¬
ración o de su esclavitud, conviene examinar los aspectos
de la libertad existencial en algunos escritores4.
La Antígona de Anouilh, por ejemplo, en lugar de some¬
terse físicamente a las leyes absurdas de su tío Creón, las
desafía con peligro de su vida. Creón trata de salvarla, hablán¬
dole de un futuro dentro del matrimonio y de la aceptación
de las reglas de la sociedad. Entonces, es cuando estalla su
ira. ¿Para qué sirve liberar un cuerpo y dejarlo vivir dicién-
dole sí a la sociedad? Para ella, eso quiere decir el suicidio
del espíritu y éste es demasiado precioso para mutilarlo.
Ella se siente tan libre para decir no porque nunca ha dicho
sí a las leyes de esa sociedad, tanto que los esfuerzos de
Creón para persuadirla a vivir son vanos. Una vez más grita
triunfalmente el no que le valdrá la muerte del cuerpo pero
salvará su libertad tal como ella la comprende.
La Electra de Giraudoux (heroína existencial aunque este
escritor no figure entre los autores existencialistas), tiene
una voluntad alimentada por su libertad que le permite ig¬
norar las consecuencias que para su cuerpo habrá en su
vida. «Se declara», es decir, se libera de Egisto, Clitemnestra
y del pasado, empujando a su hermano a cometer el acto
con el que ha soñado desde siempre.
Sartre sigue el mismo tema en Las moscas y tal vez sea
allí donde debemos observar la libertad existencial un poco
más de cerca. Orestes regresa a Argos, su ciudad natal, con
el Pedagogo. En verdad, parece libre, él que lo sabe todo,
que ha aprendido todo en los libros y los viajes; él que es

4 Quiero asentar mi deuda con la Dra. Jacqueline Martin, por ideas


sobre el existencialismo, ya imposibles de determinar con exactitud,
sacadas en nuestras interminables discusiones de la literatura de
nuestros días.
176 La Celestina»

cien por ciento humanista. «¡Qué bella ausencia, esta mi


alma!» se dice. Puede, en efecto, escoger cualquier camino,
puesto que no tiene compromiso alguno, porque está libre
de toda esclavitud. Qrestes, esta libertad en marcha (y tal
vez esta expresión en marcha es importante), no es nada
todavía. Liberar sus huesos y su carne para ir de aquí a allá
no constituye, en lengua sartreana, una aventura. Ésta co¬
mienza cuando Orestes dice no al pedagogo y compromete
su ser concreto en una aventura que liberará su conciencia
y hará de él un ser lúcido. Por este compromiso, debe con¬
vertirse en matricida y ser perseguido por las Furias. El
pedagogo no es el único a quien Orestes dice no. Zeus, que
observa a su criatura a lo largo de la pieza, trata de desviar
a Orestes de su plan. No lo logra, porque Orestes le echa en
cara que él sabe que ha sido creado a la imagen de Zeus y
creado Ubre. Una vez que el hombre sabe que es libre, nadie
puede nada contra él, según Sartre. «El problema que en¬
carnan Orestes y Electra, es si estarán dispuestos o no a
aceptar la angustiosa soledad de la libertad humana»5. Se
pasa de la «libertad-de» a la «libertad-para». Y aquí siento
no poder hacer en español el mismo juego de palabras que
en inglés: «Freedom to free doom».
El hombre, para Sartre, porque tiene conciencia, hace
un esfuerzo de suprimir la dualidad de su ser-en-sí (factici-
dad) y ser-para-sí que vimos en el capítulo anterior y tam¬
bién para suprimir la nada que existe en él. Pero su esfuer¬
zo, así como toda realidad humana, está destinado al fraca¬
so, no obstante lo cual, el hombre está necesariamente im¬
pulsado a obrar, a crearse en cada acto su propia esencia.
La necesidad de obrar implica la de elegir entre infinitas

5 Hazel Estella Barnes, Humanistic existentialism: the literature


of possibility [El existencialismo humanístico: la literatura de la po¬
sibilidad] (Lincoln: University of Nebraska Press, 1959), pág. 21.
Elección, libertad y autenticidad 177

posibilidades que aparecen en la vida. La elección se hace


con libertad absoluta y ésta, según Sartre, es la esencia del
hombre: su libertad6. Esta libertad absoluta del hombre
incluye su liberación (o la negación) del «orden moral, so¬
cial o individual, de toda ley trascendente; de todo manda¬
miento, sea divino o humano; de toda autoridad, ante la
cual uno deba ser responsable»7. Sartre le da tres significa¬
dos a la palabra «libertad»: 1) el de libertad existencial, por
la cual todos los hombres son siempre libres, en todo lugar y
en cualquier situación; ser humano es ser libre; 2) la que
es sinónimo de «autenticidad»; es el darse lúcidamente
cuenta de la libertad existencial y gobernar nuestras vidas
sin ayuda de valores absolutos; aquí Sartre nos exhorta a
ser más libres; 3) la libertad que aparece en sus escritos
políticos, «libertad práctica», esto es, hacer lo que escojamos
hacer8. Un individuo no lo será de buena fe, a menos que
ejerza conscientemente su libertad, sin remordimiento, sin
arrepentimiento, sin excusa9, sin hacer compromisos con
sistemas establecidos de valores.
En El inmoralista, de André Gide, Michel (el contrapunto
de Orestes en cuanto a que, para comenzar, es un ser ali¬
mentado de cultura libresca y que ha viajado mucho) se
enferma y le toca ver la muerte de cerca. Al recobrar la sa¬
lud, se da cuenta de una cosa: aquello que había creído ser
la libertad, no era sino un reflejo de sus lecturas. Entonces
decide liberar su ser concreto a cualquier precio y comienza
a vivir tan concretamente como le es posible. Olvida a Mar-

6 Ismael Quiles, S. I., Sartre y su existencialismo (Buenos Aires:


Espasa-Calpe Argentina, Colección Austral, 1952), págs. 59 y 60.
7 Ibid., pág. 61.
8 Norman McLeod, «Existential Freedom in the Marxism of Jean-
Paul Sartre» [«Libertad existencial en el marxismo de Jean-Paul
Sartre»], Dialogue (Montreal), VII, 26-44.
9 Quiles, Sartre, pág. 62.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 12
178 «La Celestina»

celine, su esposa, e inspirado por ese personaje gideano del


acto gratuito, Ménalque, libera furiosamente su cuerpo. Ésto
hace decir a Marceline que él se obstina en lo peor y se libe¬
ra en la degradación, olvidando ese espíritu que impedirá
que su cuerpo encuentre la exaltación suprema. Es inútil
extenderse en detalles; Gide no se extenderá tampoco en
ellos y la fascinación que Michel siente por la belleza de los
cuerpos jóvenes de los árabes, indica que la libertad con¬
creta no tiene más límites que la muerte. Michel se siente
destruido y pide ayuda a sus amigos. Gide presenta la pre¬
gunta: ¿Qué es la libertad? ¿Es la disponibilidad total de
hacer concretamente todo lo que uno quiera? ¿O hay una
consecuencia que debe uno prever?
Malraux, en La condición humana, pone también en mar¬
cha algunos conceptos de la libertad. Tchen, emancipado de
su pasado teológico de creyente, se siente también liberado.
Se adhiere al terrorismo: es libre para matar y para morir.
Es dueño de su ser concreto y escogido por él, de sus actos
y de su propia muerte. Malraux no se expande sobre las con¬
secuencias. Basta recordar que, para él, el hombre es una
pasión pasajera. Gisor, el viejo filósofo, cree que la libertad
está en el opio. Su hijo y May, en la revolución. Clappique
en el juego de la ruleta. Ya hemos visto en el capítulo III
que la libertad de Ferral es tratar de identificarse en la po¬
sesión carnal de las mujeres. Cada uno escoge su libertad...
o su esclavitud, mas cada uno es libre de escogerla.
El Calígula de Camus, poeta y buen emperador, libre
absolutamente y dirigente del imperio romano, conoce el
dolor al perder a su amada hermana. Desaparece por tres
días, descubre que no puede esperar la luna, es decir, la
respuesta a los enigmas de la vida y la muerte, y adopta una
verdad: «los hombres mueren y no son felices». Nada tiene
importancia y todos los hombres viven sumisos a este cuer-
Elección, libertad y autenticidad 179

po que va a desaparecer, lo alimentan bien y se ocupan de¬


masiado de él. Él, Calígula, les va a enseñar la lógica, es
decir, les va a mostrar en qué clase de mundo viven. Él es
libre, puesto que ha comprendido que su libertad viene de
su lucidez. Ha decidido, pues, comportarse como un dios y
administrar la muerte como se le ocurra. Su libertad de con¬
ciencia le valdrá ser asesinado por aquellos cuya condición
concreta no admite tal punto de lucidez. ¿Cuál es la liber¬
tad? ¿la del cuerpo? ¿la de la lucidez de conciencia? ¿Puede
uno ser completamente libre? Puro en el mal o puro en el
bien. ¿Nada de compromisos?
Las ficciones de Unamuno presentan su preocupación de
la paradójica relación entre la voluntad-de-ser del hombre,
su ser, y su destino inevitable, la muerte. La relación entre
la voluntad del hombre y su ser tiene dos aspectos, uno
positivo y uno negativo; aquél lo representan los agonistas
que luchan expresando los dos aspectos positivos de la vo¬
luntad: la voluntad-de-ser y la voluntad-de-no-ser; el aspecto
negativo lo representan aquellos que no tienen un interés
consciente por su ser o que tratan de evitar el enfrenta¬
miento. El deseo-de-ser, a su vez, es dividido en dos grupos:
el de aquellos cuyo interés se encuentra en su ser presente
y lo empujan a verificarlo, asertarlo o afirmarlo, y el de los
que dirigen su atención hacia un futuro, en búsqueda de la
inmortalidad. El deseo-de-no-ser aparece brevemente en las
ficciones unamunescas como un impulso que nunca se satis¬
face y a veces el personaje encuentra la vida tan intolerable
que prefiere dejar de ser, buscando así la paz y el descanso
último. En el presente estudio me interesa el hecho de que
hay personajes unamunianos que encuentran que el único
modo con que pueden expresar su voluntad-de-ser, de ser,
ante todo, una fuerza independiente y determinada por sí
misma en el mundo, es terminando su propia existencia.
180 «La Celestina»

También me interesa apuntar que existen aquellos carac¬


teres que funcionan como instrumento u objeto de la volun¬
tad de otros 10. Su Augusto Pérez, libre para pasearse en la
niebla, es también libre para escoger los ojos de una mu¬
jer como orientación. Su voluntad-de-ser con todo lo que
tiene, es verdadera pasión agónica y le lleva a insistir con
su autor para que le dé respuestas. Limitada libertad, la que
consiste en un suicidio o una muerte, planeados por un au¬
tor, ya se llame Unamuno, Dios, Destino, Fortuna, o Amor.
Para el existencialista, la libertad es posibilidad. En lo
abstracto, no es ni negativa ni positiva, ni mala ni buena.
Es, sobre todo, una pregunta. Significa simplemente que el
futuro queda abierto, que nada se ha decididou. Para el
existencialista, el mayor acto creativo de la vida de una per¬
sona, es la creación de su propio Bien, es decir, su propia
invención de un sistema de valores por el que dé forma y
significado a su vida a.

EN «LA CELESTINA»

Una de las características sobresalientes de Rojas, es el


cuidadoso trazado de sus caracteres13, su interés en el des¬
arrollo o «realidad» de cada uno, aun los de menor impor¬
tancia. Rojas se sale del tipo ordinario de los modelos de
sus personajes para que éstos tengan una vida propia. Celes¬
tina, por ejemplo, aunque se crea «bruja» y sea conocida
como tal, sabe que las artes demoníacas que practica no

10 Judith C. Spurlock, «The Will-to-Be as a Theme in the Novéis


of Unamuno» [«La voluntad-de-ser como tema en las novelas de Una¬
muno»], Dissertation Abstraéis, XXVIII (1967): 1829A (Florida).
u Barnes, Humanistic, pág. 365.
12 Ibid., pág. 329.
13 María Rosa Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 316 y sigs.
Elección, libertad y autenticidad 181

son tan eficaces como su conocimiento de la naturaleza hu¬


mana y su propia lengua («¡Ay cordón, cordón! Yo te faré
traer por fuerza, si viuo, á la que no quiso darme su buena
habla de grado», I, V, 195; «Cal. —¿Qué nueuas traes, que
te veo alegre e no sé en qué está mi vida? Cel. —En mi len¬
gua», II, XI, 67). Los amantes, por su parte, luchan por so¬
brevivir casi como seres humanos en el mundo de la ficción
en el que toda clase de engaño parece atacarlos; una vez
que han sido presentados como personajes-tipos, comienzan
a cambiar y a desarrollarse en seres humanos y la tragedia
deja de ser mecánica para adquirir sentido 14.
Analizando a Calisto como héroe paradójico, Raymond
Barbera sostiene que Rojas escoge a un protagonista joven
pero sin entrañas, que no tiene fibra espiritual ni moral15.
Yo estoy más de acuerdo con Cándido Ayllón quien ve que
los personajes de la Tragicomedia [incluyendo a Calisto]
viven bajo la tutela de Celestina en un mundo regido por
valores predeterminados por una particular actitud hacia el
placer16. Es decir, que los caracteres son seres auténticos,
liberados de todo orden moral o social, de toda ley trascen¬
dente, por cuya libertad tendrán que pagar el debido precio.
No estamos frente a las teorías ni idealistas ni existen-
cialistas de la «dignidad del hombre» pues la obra muestra
la mezquindad del hombre, no importa a que clase social
pertenezca; cada individuo persigue su propio fin, sin im-

14 A. Robert Bell, «Folklore and Mythology in La Celestina»


[«Folklore y mitología en La Celestina»], en Medieval Epic to the Epic
Theater of Brecht [De la épica medieval al teatro épico de Brecht],
editado por Rosario P. Armato y John M. Spalek (Los Angeles. Uni-
versity of Southern California Press, University of Southern Califor¬
nia Studies in Comparative Literature, number 1, 1968), págs. 48, 49,
50 y 52.
ís Raymond E. Barbera, «Calisto», págs. 256-7.
16 Cándido Ayllón, «Death in La Celestina», págs. 160-4.
182 «La Celestina»

portarle el bienestar de los demás. Hay que conquistar la


Fortuna por fuerza; hay que ser audaz («que la fortuna
ayuda á los osados», I, I, 104), pues es de necios permanecer
inactivo ante las exigencias cambiantes del día, aceptar la
condición designada por la Fortuna17. No hay, en La Celes¬
tina, subordinación de la voluntad a la razón ordenadora,
por lo que se arrasa con el sentido de obligación colectiva 18
y se enaltece la persona, el individuo. Hay «una auténtica
liberación», «una toma de conciencia del hombre, que se
apresta también a disponer de su propio destino» 19. La pala¬
bra «libertad» es frecuente y liberados los personajes de los
sistemas de valores establecidos, se encuentran arrojados
en la necesidad de obrar, de elegir entre las posibilidades
que aparecen en la vida, siguiendo «el golpe de la sangre»
que «como el de una varita mágica, lo transfigura todo» 20,
empleando su libertad para crearse un camino nuevo y
propio.
Al acercarse existencialmente al problema de la elección
y la libertad, del hacerse en La Celestina, lo primero que se
nota es su forma. Sus autores, como los escritores existen-
cialistas21, prefirieron una expresión indirecta de sus pensa-

17 ,^oulse Fothergill-Payne, «La Celestina como esbozo de una


lección maquiavélica», Romanische Forschungen, LXXXI (1969), 158-75.
18 Dice Américo Castro: «El orden vertical-horizontal de la socie¬
dad española quedó hecho añicos, y tan enorme situación dio motivo
a los resultados más imprevisibles.» («La Celestina» como contienda
pág. 128.)
19 Rubio García, «La Celestina», págs. 654-749.
29 Enrique Anderson Imbert, «La Celestina», Los grandes libros
de Occidente (México City, 1957), págs. 38-39.
21 Paul Foulquié, en L’Existentialisme, pág. 33, dice: «A la exposi¬
ción de tesis organizadas en sistema, los existencialistas prefieren
una expresión indirecta del pensamiento: ficciones presentadas en la
forma de novela o de drama; diarios íntimos y escritos análogos que
conservan un eco de la vida personal.» Por supuesto, deben conside-
Elección, libertad y autenticidad 183

mientos a una exposición filosófica sistemática. Esta obra es


una ficción dramática de género híbrido (tragicomedia) de
extensión novelesca, muy apropiada para permitir que sus
personajes se vayan haciendo, vayan decidiendo sus opcio¬
nes, a medida que se les presentan las oportunidades. Es
decir, que la esencia de los personajes va revelándose con
cada elección que van haciendo y ésta va trayendo conse¬
cuencias ineludibles cuyos alcances, a veces, ignoran los per¬
sonajes mismos. Cada elección condiciona y limita las op¬
ciones futuras y los acontecimientos se concatenan de ma¬
nera irrevocable hasta el trágico fin22.
La presentación de la acción a través del diálogo, apo¬
yado de vez en cuando con monólogos, permite mostrar el
flujo y reflujo de la vida interior de los personajes, los cua¬
les se van presentando como entes concretos, sin la aparente
personalidad del autor, muy a tono con el gusto existen-
cialista23.
La narración dialogada, además, crea la posibilidad de in¬
troducir al otro como medio indispensable del conocimiento
profundo del yo, contribuyendo también a que el tú y el yo

rarse como excepcionales, algunas exposiciones sistemáticas del exis-


tencialismo, tales como las obras de Martín Heidegger y, sobre todo,
L’étre et le néant, de Jean-Paul Sartre.
22 Véase: Stephen Gilman, La Celestina, pág. 123, así como tam¬
bién Lida de Malkiel, La originalidad, Capítulo VIII, «La motivación».
23 Compárense, por ejemplo, las siguientes citas de Niebla, por
Miguel de Unamuno (Madrid: Colección Crisol, núm. 151, Aguilar,
1960), págs. 173-5: «—Mi novela no tiene argumento, o, mejor dicho,
será el que vaya saliendo. El argumento se hace él solo... voy a escri¬
bir una novela; pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que
vendrá... Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre
todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a
las veces su carácter será el de no tenerlo... Lo que hay es diálogo,
sobre todo, diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen
mucho... —¿Y cuando un personaje se queda solo? —Entonces..., un
monólogo.»
184 «La Celestina»

se vayan conociendo al mismo tiempo24. Baste como ilus¬


tración un ejemplo tomado del aucto onceno: Celestina aca¬
ba de informar a Calisto que Melibea ha aceptado verlo y
hablarle esa noche a las doce, a lo cual él responde incrédu¬
lamente, sintiéndose indigno de tan gran merced. Aunque
ha estado esperando ansiosamente esa respuesta, no se co¬
noce a sí mismo y, por lo visto, tampoco a su tercera. A
ésta le toca revelar a Calisto las cualidades de ambos:
«¿Cómo, señor Calisto, e no mirarías quién tú eres? ¿No mi¬
rarías el tiempo que has gastado en su seruicio? ¿No mira¬
rías a quién has puesto entremedias?» (II, X, 71). Como si
no fueran suficientes estas preguntas directas que requieren,
a toda costa, la intervención activa del otro interlocutor,
Celestina insiste en la identidad de ese yo que tanto necesita
ser reconocido por el tú:

Mira, mira que está Celestina de tu parte e que, avnque todo


te faltasse25 lo que en vn enamorado se requiere, te vendería
por el más acabado galán del mundo, que te haría llanas las
peñas para andar, que te faría las más crescidas aguas corrien¬
tes pasar sin mojarte. Mal conoces a quien das tu dinero (II
XI, 71-2.)

Esta presentación dialogada permite que nosotros, los lec¬


tores, formemos nuestros propios juicios sobre los entes
que pueblan la Tragicomedia de modo similar a como lo

24 Stephen Gilman, La Celestina, pág. 43, dice: «Cada palabra está,


en efecto, calculada para producir determinada reacción psicológica
(aunque a la vez pueda manifestar los sentimientos del hablanteV
asi la verdadera estructura del pasaje citado, se funda más que en
la lógica formal, en la alternancia vital de la primera y la segunda

Pc“(iES,a que se refierc Gllma"

de CaHstQSe 'mP'e0 " Subiuntiv0’ hs cualidades


Elección, libertad y autenticidad 185

hacemos con los seres con quienes entramos en contacto en


la vida diaria. Como nosotros, en la vida,

sus figuras humanas saben unas de otras, se representan unas


a otras en varias formas; no se afectan unas a otras sólo por
lo que hacen, sino a través de cómo son vividas por las otras;
están relativizadas, es decir, humanizadas. Celestina es inter¬
pretada de un modo por Calisto, de otro por Pármeno, por
Sempronio, por Elicia, etcétera. El autor no detiene su diálo¬
go para decimos cómo sea de verdad Celestina26.

Además, los autores no solamente hacen que sus perso¬


najes vayan creando el argumento y se vayan creando a sí
mismos, sino que también crean el espacio y el tiempo con¬
forme se van necesitando27. Todo esto contribuye a dar a la
obra un aspecto dinámico de existencia muy parecida a la
vida.

a) Celestina. — Celestina es, sin duda, el personaje que


tiene más conciencia de sí mismo A pesar de que «está
encerrada en sí misma»29, como dice Lida de Malkiel, y tal
vez precisamente por eso, es el centro hacia el cual acuden
todos los seres que pueblan su mundo y es a la vez el núcleo
de donde emana toda acción, salvo el primer encuentro acci¬
dental entre Calisto y Melibea. Además, es el espejo que re¬
fleja toda la sociedad con sus sonrisas y sus muecas, con
sus vicios, sus pasiones y sus amarguras. Celestina es el
agente catalítico presente en cada transformación de carác¬
ter, que aparece inalterado al finalizar la reacción; sólo su-

26 Castro, «La Celestina» como contienda, págs. 150-1.


27 Stephen Gilman, citado por Lida de Malkiel, en La originalidad,
pág. 173.
28 «Celestina es el personaje que más fe tiene en sí mismo», dice
Erna R. Bemdt, Amor, pág. 170.
29 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 506.
186 «La Celestina»

fre la alteración definitiva del pasar del ser al no-ser cuando


su codicia le impide ver el proceso que se está llevando a
cabo frente a sus propios ojos. Más importante aún para
este estudio, Celestina es el tú a través del cual se van ha
cíendo y descubriendo la infinidad de yos con que va entran¬
do en contacto y por medio de quien nuevas relaciones yo-y-
tú, tú-y-yo, yo-y-el otro y el otro-y-yo se van formando.
Ya hemos visto cómo, a pesar de que otros la ven como
diosa del amor, Celestina es una criatura netamente terres¬
tre, pues su imperio es de este mundo, en el que lleva ya
mucho tiempo. Su mayor pasión es vivir:

Dessean [los que quieren llegar a la vejez] harto mal para


sí, dessean harto trabajo. Dessean llegar allá, porque llegando
viuen é el viuir es dulce é viuiendo enuejescen. Assí que el
niño dessea ser mogo é el mogo viejo é el viejo, más; avnque
con dolor. Todo por viuir. Porque como dizen, biua la gallina
con su pepita. (I, IV, 165.)

Lo que más ansia dentro de este vivir, ahora que la expre¬


sión sexual le está vedada, son los bienes materiales: «A
tuerto ó á derecho, nuestra casa hasta el techo» (I, I, 103) 30.
Precisamente por permanecer inflexible a este respecto, por
rehusar compartir bienes recibidos de los que había prome¬
tido parte a sus secuaces, muere a manos de ellos (II, XII,
98-9). Vivió una vida pletórica de placeres sensuales, como
se vio en el capítulo III, de los que no está exenta su vejez.
Es libre como una diosa, acostumbrada al mando y a ser
obedecida. Su estancia en el mundo no ha disminuido su
valor y su entereza; al contrario, los ha aumentado. Tiene
conciencia de su imperio y «a fuerza de ser obedecida por

30 Véase el magnífico análisis de la codicia y otros vicios de Ce¬


lestina en el libro de Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 506-10.
Elección, libertad y autenticidad 187

todos, se encuentra en la regia soledad de un soberano»3!.


La suya es una fuerza superior a la de un soberano, pues es
una «fuerza espiritual que cambia, trasforma, trasfigura, por
decirlo así, un destino»32 mediante el uso de su «auténtico
satanismo celestinesco»33. Satánica o no, lo que verdadera¬
mente importa es su valor, su fiereza mental acompañada
de su lógica, la confianza que tiene en sí misma y en su esti¬
lo de vida, seguridad vital que la empuja a un manteni¬
miento integral del ser, a pesar de las circunstancias adver¬
sas 34. Nadie le ha impuesto los múltiples oficios que ejerce.
Ella ha escogido su profesión «que ella más que nadie sabe
necesaria e indispensable»35 y sus maestras han sido la nece¬
sidad y la pobreza. Ha escogido conscientemente y su ocupa¬
ción no la cansa: «Camino es, hijo, que nunca me harté de
andar. Nunca me vi cansada. E avn assí, vieja como soy,
sabe Dios mi buen desseo» (I, III, 138). También tiene con¬
ciencia de sí misma, de su valor como alcahueta:

Pocas vírgines, á Dios gracias, has tú visto en esta cibdad,


que hayan abierto tienda á vender, de quien yo no aya sido
corredora de su primer hilado... ¿Auíame de mantener del vien¬
to? ¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa ó viña? ¿Conó-
cesme otra hazienda, más deste oficio? ¿De qué como é beuo?
¿De qué visto é caigo? En esta cibdad nascida, en ella criada,
manteniendo honrra, como todo el mundo sabe ¿conoscida

31 Castro, «La Celestina», pág. 139.


32 Bergamín, «Rojas, mensajero», págs. 61-74.
33 Ibid. Charles Fraker, en «The Importance of Pleberio’s Solilo-
quy» [«La importancia del soliloquio de Pleberio»], pág. 526, la ve
como una figura cuya naturaleza muestra una «honda perversión»,
y Nicholas Edward Schiel, en A Theological Inlerpretation, pág. 153,
la ve como «la encarnación del mal». Para una discusión amplia de
este problema, véase la obra de Lida de Malkiel, La originalidad,
págs. 220 y sigs.
34 Ver: Stephen Gilman, «Rebirth», pág. 304.
33 José Eugenio Garro, «Ensayo psicológico», págs. 5-16.
188 «La Celestina»
pues, no soy? Quien no supiere mi nombre é mi casa tenle
por estranjero. (I, III, 133.)

Celestina posee, además, una absoluta confianza en el éxito


de su misión (I, III, 136; I, III, 137 y I, IV, 181). Ya hemos
visto cómo se ha discutido la intervención de la magia, prin¬
cipalmente en lo que respecta a la seducción de Melibea.
Ampliando la opinión de Ramiro de Maeztu36 me parece que
el éxito de la tercera depende exclusivamente de la confianza
que tiene en su propio poder. Las últimas palabras de su
famoso conjuro a Plutón son las siguientes: «E assí confian¬
do en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado,
donde creo te lleuo ya embuelto» (I, III, 152; el énfasis
es mío). Es decir, que Celestina tiene bien controlado hasta
al mismo diablo, a quien lleva envuelto en su hilado, en su
trama. Un poco más tarde, en su primera e importantísima
entrevista con Melibea, al mencionar Celestina el nombre
de Calisto, se produce una explosión de furia de Melibea,
salpicada de insultos para la tercera y entrecortada por el
aparte de Celestina quien, entre dientes, vuelve a conjurar
al diablo. Pero a esta explosión sigue el inmediato cambio de
táctica de parte de la tercera, similar mas no idéntico,
al cambio de táctica empleada para convencer a Pármeno,
cuando no hubo necesidad de invocación alguna. Melibea se

36 Ramiro de Maeztu, en su libro Don Quijote, Don Juan y La


Celestina, 9.a edición (Madrid: Espasa Calpe, 1963), pág. 124, dice:
«Este conjuro, como el tipo mismo de la Celestina, es una de las
deudas que tiene el autor contraída con sus predecesores... Pero yo
creo que no deja tampoco de tener su interés la tarea de buscar
a derechas, en las mismas obras maestras, las esencias que las li¬
gan inmortalmente al corazón humano. Y el conjuro de la Celestina
en obra tan crítica y realista como la de Rojas, me parece demasia¬
do literario y arcaico para contener esas esencias. La astuta vieja no
es tan grande por sus relaciones con el diablo como por su profunda
humanidad.»
Elección, libertad y autenticidad 189

muestra incierta en su actitud hacia la vieja y por el si¬


guiente aparte de ésta vemos hasta dónde llega la confianza
que tiene en sí misma: «¡Más fuerte estaua Troya é avn
otras mas brauas he yo amansado! Ninguna tempestad mu¬
cho dura» (I, IV, 181). A esto siguen las tres reiteraciones
sobre su propio poder que hace a Calisto, dos de las cuales
contienen tanta ironía trágica:
Toma este cordón, que, si yo no me muero, yo te daré á su
ama. (I, VI, 220.)
No desconfíes, que vna muger puede ganar otra. Poco has
tratado mi casa: no sabes bien lo que yo puedo. (I, VI, 221.)
Pero si yo viuo, ella boluerá la hoja. (I, VI, 225.)

Celestina no se ha equivocado en cuanto a su éxito, pero


éste no depende de su vida. Celestina, en efecto, muere, pero
su muerte no impedirá que los amores tengan lugar, pues
«Celestina no entrega Melibea a Calisto: su función se limi¬
ta a prever y preparar esa entrega»37.
Celestina, se puede decir, es el personaje que vive la exis¬
tencia más existencialmente auténtica. Ha escogido el tipo
de vividura que le conviene pero no se ha estabilizado en él.
Sabe que cada situación es única («A nueuo negocio, nueuo
consejo se requiere», I, V, 199). Tiene absoluta convicción
en sí misma y en su conocimiento de la humanidad:

¡O buena fortuna, cómo ayudas á los osados, é á los tímidos


eres contraria! Nunca huyendo huye la muerte al couarde. ¡O
quantas erraran en lo que yo he acertado! ¿Qué fizieran en
tan fuerte estrecho estas nueuas maestras de mi oficio, sino
responder algo á Melibea, por donde se perdiera quanto yo con
buen callar he ganado? (I, IV, 194-5.)

Reconoce el valor de la voluntad («¡O si quisiesses, Pármeno,


qué vida gozaríamos!», I, I, 105), y sabe esperar paciente-

37 Anderson Imbert, «La Celestina», pág. 37.


190 «La Celestina

mente a que los otros se le sometan («Porque sé que, avnque


al presente la ruegue, al fin me ha de rogar; avnque al prin¬
cipio me amenaze, al cabo me ha de halagar», I, III, 139).
También sabe que lo que distingue al hombre del animal es
su poder de exteriorizar, de racionalizar, de comunicar, de
compartir la existencia con los demás y tratar de atraer a los
otros para que participen de esta sabiduría:

¿Qué te diré, fijo, de las virtudes del buen amigo? No ay


cosa mas amada ni mas rara. (I, VII, 235.)

E pues como todos seamos humanos, nascidos para morir,


sea cierto que no se puede dezir nacido el que para sí solo
nasció. (I, IV, 175 y 176.)

¡E qué gorda é fresca que estás!... Por Dios, pecado ganas


en no dar parte destas gracias á todos los que bien te quieren.
(I, VII, 249-50.)

La muerte es una de sus constantes preocupaciones, no para


filosofar sobre el trasmundo, sino como un acontecimiento
natural, que termina la vida, siempre de una manera cruel,
injusta y repentina (I, III, 135; I, IV, 170; y II, IX, 44, por
ejemplo). Por eso, porque la vida está siempre limitada por
la muerte, porque la juventud no dura, hay que disfrutarla
por completo (I, IV, 164; II, VII, 235-6). La mejor manifes¬
tación posible del «deleyte», del gozo, es el amor, pues no
sólo combina la necesidad de comunicarse con la de com¬
partir la existencia, sino que representa el poder supremo,
la fuerza motriz de la naturaleza (II, IX, 37-8; II, X, 59). Y
por ser natural, no hay que ponerle traba alguna, ya sea
moral o social, al amor. Por eso se muestra como un indi¬
viduo rebelde contra la trampa que constituye la sociedad
organizada y su yo actúa como una fuerza diametralmente
opuesta a las restricciones del dogma convencional38. La

38 Demetrius Basdeskis, «Romantic Elements in La Celestina


Elección, libertad, y autenticidad 191

mediatriz es una renegada de las leyes de Dios y de la socie¬


dad, que no está dispuesta a someterse a las necesidades
de una vida honrada39 a no ser que el honor y la honra sean
interpretados a su manera, dentro de la importancia y dig¬
nidad de su vocación40. Dice Eugenio Garro:

La Celestina es, pues, la encarnación de la protesta contra


todas las trabas y los obstáculos en las relaciones sexuales. Es
el agente de disgregación y al mismo tiempo la fuerza de unión
de los extremos hipertrofiados del concepto medieval de la
mujer: su idealización y su degradación. Es la primera mili¬
tante contra los errores de una época, la primera en combatir
el vicio con el vicio, la filosofía idealista con la filosofía del
pecado, la moral religiosa, con la moral del placer. Es la pri¬
mera combatiente de los prejuicios y la primera que levanta la
bandera de la rebeldía en nombre del amor libre41.

Tan convencida está de su filosofía que su profesión, que


ella considera como una industria cualquiera, es ministrar el
placer. En esta ocupación se conduce con dignidad, con hon¬
ra. Para desarrollarla bien, ejercita altas cualidades, tales
como voluntad, valor, ingenio, elocuencia, conocimiento del
corazón humano y ansia de vivir42.
Donde la figura de Celestina se yergue a una altura que
no alcanza ningún otro de los personajes de la Tragicomedia,
donde la vemos en toda su autenticidad, ejerciendo valiente¬
mente el privilegio de su libertad de elección, es en el famo¬
so monólogo inicial del aucto quarto que comienza con estas
agoreras palabras: «Agora, que voy sola, quiero mirar bien
lo que Sempronio ha temido deste mi camino» (I, IV, 153).

[«Elementos románticos en La Celestina»], Hispania, XLIV (1961),


52-54.
39 Schiel, A Theological, pág. 93.
40 Gustavo Correa, «Naturaleza, religión», págs. 7-17.
41 Garro, «Ensayo», pág. 12.
42 Véase: Ramiro de Maeztu, Don Quijote, págs. 130-7.
192 La Celestina»

Como todo auténtico existente, se encuentra sola, consciente,


cara a cara con la multiplicidad de posibilidades que ofrece
la vida, entre las cuales tendrá que escoger ella para for¬
jarse su propio destino, su propia esencia. Es aquí donde
se revela toda su profunda humanidad, pues se confiesa
débil y dudosa («avnque yo he dissimulado con él», I, IV,
154), se siente vieja y amenazada por dos peligros a cual
más temible: la pérdida de su vida si es descubierta en los
pasos en que anda, o la pérdida de su honra y orgullo pro¬
fesionales, si se vuelve atrás en su promesa a Calisto. Mide
con ojos bien abiertos todas las consecuencias y, no viendo
medio entre los dos extremos, elige volitivamente la opción
que confirma su esencia43:

Yr quiero. Que mayor es la vergüenza de quedar por couar-


de, que la pena, cumpliendo como osada lo que prometí, pus
jamás el esfuerzo desayudó la fortuna. (I, IV, 156.)

Pero, todavía temerosa, necesita que su yo interior se desdo¬


ble en un tú que la anime y confirme en su decisión: «¡Es¬
fuerza, esfuerza, Celestina! ¡No desmayes! Que nunca faltan
rogadores para mitigar las penas» (I, IV, 156).
El exceso de Celestina, lo que le acarrea la muerte, es tal
vez la agudísima conciencia que tiene de sí misma, de su
valor, de su esfuerzo, de su poderío. Pero «Celestina erró al

43 Charles Fraker, «The Importance», encuentra que al escoger


Celestina la alternativa de continuar su misión antes que sufrir hu¬
millación a los ojos de otros, a pesar del riesgo de captura y castigo
y ta* vez hasta Ia muerte, nos revela su naturaleza hondamente per¬
versa y que es precisamente esta perversidad la que la empuja a pro¬
seguir su curso fatal. Aun si aceptáramos esta interpretación, Celes¬
tina no deja de ser un personaje existencial, pues caería en la clasi¬
ficación unamuniana de aquellos cuyo deseo-de-ser mantiene su in¬
terés concentrado en su ser presente, empujándolos a verificarlo
arraigándolos y afirmándolos, en el bien o en el mal.
Elección, libertad, y autenticidad 193

medir el alcance de su poderío» 44. Porque se siente merece¬


dora de todo lo que ha recibido de Calisto y aún de más
(«Que si me ha dado algo, dos vezes he puesto por él mi
vida al tablero», II, XII, 99); porque sabe que ella sólo ha
trabajado mientras que los otros han holgado («Esto traba¬
jé yo; a vosotros se os deue essotro. Esto tengo yo por
oficio e trabajo; vosotros por recreación e deleyte. Pues
assí, no aués vosotros de auer ygual galardón de holgar que
yo de penar», II, XII, 99); no quiere oír los argumentos de
Sempronio («¿Qué tiene que hazer tu galardón con mi sala¬
rio, tu soldada con mis mercedes?», II, XII, 97); y guardán¬
dose avarientamente para sí lo hasta entonces alcanzado,
«calculó mal las reacciones de la codicia y de la canallería
de Sempronio»45. Ya para entonces, Sempronio y Pármeno
han dejado de funcionar como instrumentos u objetos de la
voluntad-de-ser de Celestina quien no ha reconocido que su
éxito material en esta empresa, su posesión del oro, ha des¬
pertado la conciencia de estado de carencia en el ser-para-sí
codicioso de los criados, que inmediatamente se ha puesto
en acción para obtener el deseado estado de plenitud del
ser-en-sí. El reclamo de la parte prometida, a su vez, crea
en Celestina un estado de vacío o carencia en conflicto direc¬
to con la voluntad-de-ser de los sirvientes. Al despedir tajan¬
temente a Sempronio («¿Qué tercia parte? Vete con Dios de
mi casa tú», II, XII, 103), sólo consigue atraerse la muerte
con su propia negativa.

b) Melibea. — Melibea se perfila en la Tragicomedia


como el más vital, el más decidido de todos los personajes.
«Su meta es la acción práctica e inmediata, según lo ilustran

44 Castro, «La Celestina» como contienda, pág. 145.


« Ibid.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 13
194 «La Celestina»

sus dos soliloquios (X, 53 y XX, 207 y sigs.), orientados a


ejecutar planes»46. «Acción», para Melibea, se deletrea sola¬
mente con cuatro letras, las mismas que identifican su ser:
a-m-o-r. Melibea, como Calisto, decide «aceptar voluntaria¬
mente su pasión de amor como un destino» y, como él, se
crea la «imposibilidad de eludirlo, o dicho de otra manera,
la necesidad de temporalizarlo infinitamente, o de intempo¬
ralizarlo definitivamente haciéndolo eterno»47.
Conoce perfectamente su responsabilidad social (II, XII,
87), sabe cuáles son los deberes de una buena hija (II, XII,
92) y qué actitud debería guardar como doncella (II, X, 51).
Sabe perfectamente quién es Celestina («Dime, madre, eres
tú Celestina, la que solía morar á las tenerías, cabe el río?»,
I, IV, 170) y, en realidad, no tiene duda de la misión que la
lleva a su casa («Quemada seas, alcahueta falsa, hechizera,
enemiga de onestad, causadora de secretos yerros!... ¿Dexar
á mi triste por alegrar á él é lleuar tú el prouecho de mi per¬
dición, el galardón de mi yerro? ¿Perder é destruyr la casa
é la honrra de mi padre por ganar la de vna vieja maldita
como tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas é en¬
tendido tu dañado mensaje?», I, IV, 178-9). «Y lo que turba
a Melibea», dice Anderson Imbert, «no es su honra, en la
que no cree, sino su voluntad de mantenerse honrada: no
sabe que obedecer, si Naturaleza o Sociedad» 48. Finalmente,
su voluntad amorosa se impone a la social y se rebela, como
individuo, contra toda norma convencional, moral y social,
que le impida cumplir sus más hondas pasiones 49. Ella mis¬
ma, por su voluntad, llama a la vieja para que venga en su
ayuda («te ruega mi señora sea de ti visitada e muy presto,

46 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 410.


47 Bergamín, «Rojas, mensajero», pág. 71.
45 Anderson Imbert, «La Celestina», pág. 34.
49 Ver: Rachel Frank, «Four Paradoxes», págs. 53-68.
Elección, libertad y autenticidad 195

porque se siente muy fatigada de desmayos e de dolor del


corazón», II, IX, 49), pues siente serpientes que le comen el
corazón dentro de su cuerpo (II, X, 52) y, desatendiendo
consejos de su criada y amonestaciones de su madre («Halle
en ti onestidad en tu respuesta e jamás boluerá», II, X, 65),
se entrega a su pasión. Aunque por un momento lamenta la
pérdida de su «corona de virgen por tan breue deleyte» (II,
XIV, 119), en realidad se queda más apasionada que nunca:

Señor, por Dios, pues ya todo queda por ti, pues ya soy tu
dueña, pues ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu
vista de día passando por mi puerta; de noche donde tú or¬
denares. (II, XIV, 120.)

La doncella, como su amado, es de posición noble, rica, y


no hay causa aparente que pueda impedir sus bodas (XIV,
144 y sigs.). Es por pura voluntad propia que decide llevar a
cabo su amor en secreto 50, no obstante un cierto sentido de
culpa (II, XII, 92 y II, XXI, 192, 195 y 196). El instinto de la
madre tierra está en ella y una vez escogido su camino a él
se dirige, sin dudas ni reservas, sin esperar y aun de hecho
rechazando la santificación de su amor por medio de los
lazos matrimoniales (II, XVI, 148). También Melibea conoce
la brevedad de la vida y también ella quiere gozar el mo¬
mento plenamente, en compañía de su amado («el amor no
admite sino solo amor por paga. En pensar en él me alegro,

* Segundo Serrano Poncela, en El secreto de Melibea (Madrid:


Taurus, 1959), pág. 11, dice: «En suma, ambos enamorados, jóvenes,
de 'noble linaje’ y 'alta y serenísima sangre', libres y ricos, exentos
de compromiso, colócanse voluntariamente en una clara situación de
desafío antisocial que, a trompicones con toda clase de dificultades,
termina con la muerte... De modo que esa relación erótica volunta¬
riamente llevada de tapadillo, en la que el vencimiento de cada ries¬
go inicia el desarrollo de otro mayor, me parece un valioso recurso
literario, aunque sorprenda a las almas cándidas.»
196 «La Celestina»

en verlo me gozo, en oyrlo me glorifico», II, XVI, 147 y


148), Calisto no será su Dios, pero sí es el mayor premio
(«Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que
me hazes con tu visitación incomparable merced», II, XIX,
182). Él es, simplemente, la razón vital de su existencia, a
la que se ha entregado con toda su voluntad, con todo su
ser. Un día, Lucrecia sorprende a los padres de Melibea ha¬
blando de casarla y corre a traerla para que ella también
oiga. Melibea comprende que se le ha presentado un nuevo
dilema, que tendrá que escoger una vez más: decir sí a la
sociedad, aceptando un futuro dentro de un matrimonio tal
vez impuesto, o continuar su secreto amor con Calisto. Re¬
nunciar a ese amor sería el suicidio de su espíritu, de su
esencia. Como la Antígona de Anouilh, aunque por muy di¬
ferentes razones, Melibea grita triunfalmente el NO («No
quiero marido, no quiero ensuziar los ñudos del matrimonio,
ni las maritales pisadas de ageno hombre repisar», II, XVI,
148) a la sociedad que no dudaría en imponer límites a su
libertad. Aunque Melibea no lo sabe entonces de seguro,
aunque lo sospeche («Faltándome Calisto, me falte la vida,
la qual, porque él de mí goze, me aplaze», II, XVI, 151), su
NO, como el de Antígona, también le valdrá la muerte del
cuerpo.
Para Melibea, la muerte equivale a la ausencia del amado
(II, X, 63), y cuando éste se ausenta en forma definitiva, al
morir accidentalmente, la reacción del duelo de Melibea no
es dirigir sus pensamientos al más allá, sino a la consecuen¬
cia inmediata de su pérdida («¡O la más de las tristes tris¬
te! ¡Tan tarde alcanzado el plazer, tan presto venido el do¬
lor!... ¡Muerta lleuan mi alegría! ¡No es tiempo de yo
biuir!», II, XX, 185-6). No le queda más ahora que prepa¬
rarse a pagar gustosa el precio de su felicidad, pues en su
voluntad no hay compromisos posibles. Se prepara al gran
Elección, libertad y autenticidad 197

renunciamiento con que ha de pagar su breve gloria, ins¬


pirada en su idea fija de quedar para siempre unida a su
amado Calisto, a pesar del dolor del luto que impondrá en
su casa. La razonadora Melibea se entregará a una muerte
deliberada, no en un acto pasional sino razonado, a sabien¬
das de que sus padres la perdonarían. El suicidio la separa¬
rá, por su propia voluntad, de una vida sin amor, sin espe¬
ranza 51:
Su muerte combida a la mía, combídame e fuerga que sea
presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada por
seguille en todo. ... E assí contentarle he en la muerte, pues
no tuue tiempo en la vida. (II, XX, 197.)

Melibea «escoge el suicidio conscientemente, como último y


único accesible recurso que va a probar la pureza de su
amor y la dimensión de su apasionado ceder»52.
Volitivamente se entregó, sometiendo su libertad y volun¬
tad a la de su amado («En mi cordón le lleuaste embuelta
la posesión de mi libertad», II, X, 61; «Haga e ordene de mí
a su voluntad», II, XVI, 148), volitivamente continuó sus
amores ocultos y volitivamente («Todo se ha hecho a mi
voluntad», II, XX, 192), siguió a su amado en la muerte53.
«Tal parece que, en el mundo de contradicciones no resuel¬
tas de La Celestina, el libre albedrío —condición fundamen¬
tal de la dignidad humana— no se puede realizar sino en el
suicidio»54. Melibea, cual personaje unamuniano, encuentra
que el único modo con que puede expresar su voluntad-de-

51 Ver: Esperanza Figueroa de Amaral, «Conflicto racial en La Ce¬


lestina», págs. 20-68.
52 Ibid., pág. 62.
53 Creo que esta aserción de la voluntad de Melibea en algo expli¬
ca los rasgos de doblez y suspicacia en su carácter, señalados tan
atinadamente por Lida de Malkiel en La originalidad, págs. 415-8.
54 Katalin Kulin, «La Celestina et la période», págs. 63-85
198 «La Celestina»

ser una fuerza independiente y determinada por sí misma


en el mundo, es terminando su propia existencia. Irónica¬
mente, sin embargo, es un «libre albedrío» prueba sólo de
una limitada libertad, determinada, como se verá más ade¬
lante, por la verdadera fuerza motriz de la tragedia: el
Amor.

c) Los criados, las «mochadlas», y otros personajes.—


Los caracteres de La Celestina están estructurados social¬
mente como nobles y plebeyos, ricos y pobres, amos y sir¬
vientes. El lector tiene la impresión de que, ni aun los
que pertenecen al segundo término de cada par, se contentan
con permanecer dentro de los límites impuestos a su condi¬
ción por la sociedad. Los criados, como sus amos ricos y
nobles, «actúan por sus medios propios, orientados a sus
personales aspiraciones, impulsados por sus intereses, no
sólo privativos, sino contradictorios de los de los demás»55.
Como individuos, se apoyan en su propio valor y encuentran
justificación a su modo de actuar dentro de su propio deseo
individual de vivir, gozar, hacerse ricos por y para ellos
mismos56. Dentro de este cuadro de voliciones individualiza¬
das, cada uno va decidiendo, cambiando de una situación vi¬
tal a otra, haciéndose a sí mismo y a los otros en el encuen¬
tro del diálogo por el que vemos cada alma viva y viviente57.
De los criados, Pármeno es el caso más obvio de este «irse
haciendo» y cambiando ante nuestros ojos. Al principio, lo
encontramos como un criado leal, que sirve a Calisto por
amor:
Amo á Calisto, porque le deuo fidelidad, por crianza, por
beneficios, por ser dél honrrado é bientratado, que es la ma-

55 José A. Maravall, El mundo, pág. 115.


56 Ibid., págs. 111-116.
57 Ver: Gilman, «Rebirth», pág. 289.
Elección, libertad y autenticidad 199
yor cadena, que el amor del seruidor al seruicio del señor
prende, quanto lo contrario aparta. (I, I, 96.)

Se sujeta a este servicio voluntariamente, pues está tratando


de «volver la hoja» de su nacimiento, rechazando su ori¬
gen58, en su afán de hacerse una vida mejor. Sabe bien quién
es Celestina, pues con ella ha vivido en su niñez y desea
proteger a su amo contra la influencia de la medianera, pero
sin éxito alguno. Él mismo se ve como sirviente fiel, exento
de envidia del mayor y más importante Sempronio («¿Quándo
me viste, señor, embidiar o por ningún interesse ni resabio
tu prouecho estorcer?», I, I, 87), por lo que su desilusión
es grande cuando ve que sus esfuerzos por proteger a su
amo son inútiles, pues lo que éste quiere no es protección,
sino cooperación en la consecución de sus propios deseos.
Por esto y gracias a los hábiles manejos de Celestina, su
carácter va cambiando y en cada cambio que vamos viendo,
va afirmándose la voluntad de Pármeno. En un aparte de
introspección, se dice «quiérala complazer é oyr» (I, I, 110) e
inmediatamente comunica su determinación a la vieja («Por
eso perdóname, háblame, que no sólo quiero oyrte é creerte;
mas en singular merced recibir tu consejo», I, I, 110). Cuan¬
do Calisto lo degrada a mozo de caballos, la voluntad de
Pármeno vuelve a vacilar, pero dando un paso más hacia
su adhesión a Celestina y Sempronio:
Por ser leal padezco mal. Otros se ganan por malos; yo me
pierdo por bueno. ¡El mundo es tal! Quiero yrme al hilo de la
gente, pues á los traydores llaman discretos, á los fieles nes-
cios... ¡Destruya, rompa, quiebre, dañe, dé á alcahuetas lo suyo,
que mi parte me cabrá, pues dizen: á río buelto ganancia de
pescadores. ¡Nunca más perro á molino! (I, II, 125-6.)

58 Al hablar de su madre, Claudina, medianera y bruja como Ce¬


lestina, se refiere a ella simplemente como «mi madre, muger pobre»
(I, I, 69).
200 «La Celestina»
Ha aceptado, cuando menos intelectualmente, que su propio
provecho es mejor que el fiel servicio a su amo, aunque
racionalice su decisión culpando al mundo que «es tal» por
ella. Pármeno mismo tiene conciencia de su cambio («No
soy el que solía», I, VII, 234) y su crisis sigue gradualmente
su trayectoria («Pero de aquí adelante demos tras él. Faz
de las tuyas, que yo callaré. Que ya tropecé en no te creer
cerca deste negocio con él», I, VII, 237) y se completa con la
famosa promesa que le arranca la vieja al pie de la cama
de Areúsa (I, VII, 258)59 Su cambio es tal, que a su debido
tiempo no tiene reparo en mentir a su amo, cuando éste lo
interroga sobre su parecer acerca de la vieja y del éxito de
la misión:

Párm. —Ni yo sentía tu gran pena ni conoscía la gentileza


e merescimiento de Melibea, e assí no tengo culpa. Conoscía
a Celestina e sus mañas. Auisáuate como a señor; pero ya me
parece que es otra. Todas las ha mudado.
Cal. — ¿E cómo mudado?
Párm. Tanto que, si no lo ouiesse visto, no lo creería; mas
assí viuas tú como es verdad. (II, XII, 93.)

¿Quién es el que ha mudado, realmente? Solamente Pár¬


meno quien, a sabiendas de lo que son Sempronio y Celes¬
tina, decide acomodarse al modo de vivir de ellos, para sacar
el mejor fruto posible.
Parmeno, como bien lo ha visto Jane Hawking necesits
y busca amor, en toda la extensión de la palabra: el amor del
amo y el de su madre que le faltó desde niño («Por vna par¬
te téngote por madre; por otra á Calisto por amo», I, I,
103), así como también el amor de mujer («Bien se te acor-

59 Ver el análisis que de la trayectoria de Pármeno hace Stephen


Gilman, La Celestina, págs. 109 y sigs.
60 Jane Hawking, «Madre Celestina», págs. 177-90.
Elección, libertad y autenticidad 201
dará, no ha mucho que me prometiste que me harías hauer
á Areusa, quando en mi casa te dixe cómo moría por sus
amores», I, VII, 245 y 246). Cierto es que Celestina fue quien
le propuso conseguirle a Areúsa. Pero es Pármeno, él mismo,
quien volitivamente insiste sobre el tema cuando, para so¬
meterlo («Lastimásteme, don loquillo. A las verdades nos
andamos. Pues espera, que yo te tocaré donde te duela»,
I, VII, 242), Celestina destroza la memoria de su madre y
pospone la revelación de la suma de la «herencia» que le ha
dejado su padre. Sabemos que es al momento de cumplirla
cuando finalmente Celestina le arranca su promesa de amis¬
tad («Párm. —Sí prometo, sin dubda. Cel. —¡Ha, don ruyn,
palabra te tengo, á buen tiempo te así», I, VII, 258). Siendo
la Tragicomedia una obra en la cual los personajes aparen¬
tan ser lo que no son a fin de obtener mayores ventajas, no
puede uno dejar de preguntarse si Pármeno no pospuso vo¬
luntariamente su acto de adhesión, hasta asegurarse de ver
cumplidos sus deseos. Esto no sería inconsistente con el ca¬
rácter del personaje, pues el mismo Pármeno ya había apla¬
zado llamar al sastre, con la excusa de que era tarde, para
impedir que Celestina recibiera la prometida saya y manto
(I, VI, 218). También iría de acuerdo con la nueva doblez de
carácter que ha adquirido, como acabamos de ver en la cita
arriba mencionada (II, XII, 93)61. Cuando Pármeno ya se ha
convertido en una «mera copia de Sempronio»62 lo seguirá,
volitivamente también, en todas sus decisiones.
Sempronio, desde un principio, está consciente de lo que
quiere. Sabe que busca su propio provecho («De la burla yo
me lleuo lo mejor», I, I, 58, «Desseo prouecho: querría que

61 Irónicamente, la decisión de Pármeno traerá consecuencias ja¬


más esperadas por él, pues en lugar del manto, Celestina recibirá la
fatal cadena de oro.
62 Gilman, La Celestina, pág. 121.
202 «La Celestina»

este negocio houiesse buen fin. No porque saliesse mi amo


de pena, mas por salir yo de lazeria», I, III, 141). Su filosofía
es aprovechar la oportunidad del momento («Que conoscer
el tiempo é vsar el hombre de la oportunidad hace los hom¬
bres prósperos», I, I, 65). Sempronio, paso a paso, va deci¬
diendo no sólo su propio destino, sino el de los que lo ro¬
dean. A través de él se determinan otros personajes63. Sem¬
pronio, salvo su afecto y adhesión a Elicia, permanece, como
Celestina, desligado de los demás, excepto en lo que toca
a conseguir sus propios fines.
Para mí, Sempronio se ha perfilado ya al comienzo de la
Tragicomedia y se sigue haciendo durante ella, sobre dos
ejes principales: su pasión por Elicia y su deseo de medrar,
ambos manifestaciones de un mismo exceso —cupiditas—.
Puede reconocer el mal que aqueja a su amo («Bien sé de
qué pié coxqueas», I, I, 42); desconfía continuamente de la
codicia de Celestina (I, V, 198 y I, VI, 206) y hasta tal vez
sienta envidia por los logros de ella64 ya que en ello se reco¬
noce a sí mismo. Constantemente analiza las situaciones65
y aunque conozca las consecuencias de sus actos66 decide
siempre conscientemente por la acción que confirmará su
ya perfilada esencia («Haz tú lo que bien digo é no lo que
mal hago», I, I, 43). Ya en el primer acto lo vemos vacilando
entre irse, evitando el peligro de su amo a quien en ese
momento juzga loco, o quedarse a consolarlo. Al fin decide
por lo segundo, que es lo que favorece más su propio inte-

63 Ver: Raymond E. Barbera, «Sempronio», págs. 441-2.


°4 Carlos Ripoll, La Celestina a través del decálogo, pág. 45.
65 Barbera, «Sempronio».
66 Ver, por ejemplo, en lo que atañe a las mujeres, su discurso
misoginista del primer acto, el que Frank Vecchio, «El 'antifeminis¬
mo’ de Sempronio», Proceedings of the Pacific Northwest Conference
on Foreign Languages, XVI (1965): 115-18, considera completamente
fingido.
Elección, libertad y autenticidad 203

rés («Si le dexo, matarse ha; si entro allá, matarme ha...


Quiero entrar... Si entretanto se matare, muera. Quigá con
algo me quedaré que otro no lo sabe», I, I, 37 y 38).
Es cobarde, como lo ha apuntado Lida de Malkiel67, pero
yo creo que su cobardía se basa en el conocimiento que
tiene de sí mismo: sabe que sólo puede ser fiel a su propio
proyecto, enriquecerse y gozar de Elicia, y para lograrlo no
dará su lealtad a nadie y evitará todo peligro («Avnque por
ál no desseasse viuir, sino por ver mi Elicia, me deuría
guardar de peligros», I, I, 37. «Procuremos prouecho, mien¬
tra pendiere la contienda... Donde nó, más vale que pene el
amo, que no que peligre el mogo», I, III, 132). Siendo él tan
poco firme, le falta confianza en sus secuaces y duda de Ce¬
lestina, aunque con razón, cuando ésta pronuncia la palabra
fatal «partizilla» [sic].

¿Partezilla [sz'c], Celestina? Mal me parece eso que dizes...


Mas seguro me fuera huyr desta venenosa bíuova, que tomalla.
Mía fue la culpa. Pero gane harto, que por bien ó mal no
negará la promessa. (I, V, 196 y 198.)

Por medrar («Prospérete Dios por este e por muchos más


que me darás. De la burla yo me lleuo lo mejor», I, I, 58),
es Sempronio quien propone y consigue los servicios de Ce¬
lestina; por medrar quiere la amistad de Pármeno. Por este
mismo egoísmo él es quien provoca, instiga, y participa en
lo más importante del drama68; él es quien decide reclamar
la parte que les corresponde a él y a Pármeno de lo que ya
la tercera ha obtenido. Sempronio, en su voluntad-de-ser,
ante todo para sí mismo, confirmará hasta el final, volitiva¬
mente, su propia esencia. De los dos aspectos de cupiditas

w Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 596.


68 Ver: Barbera, «Sempronio».
204 «La Celestina»

que están a la raíz de su carácter, la codicia será el más im¬


portante, como lo demostrarán sus tres últimos intercam¬
bios dialógicos, pronunciados delante de Elicia, cuya presen¬
cia ni siquiera acata y a quien ignora por completo, pues no
le dirige una sola palabra. A Celestina se dirige, inmediata¬
mente después de haberla amenazado para que le cumplie¬
ra lo que le prometió, impulsado por su codicia insatisfecha,
con las siguientes palabras: «Esperá, doña hechizera, que
yo te haré yr al infierno con cartas» (II, XII, 104). Después
de haber matado a la vieja, para Pármeno son sus últimas
dos frases que, irónicamente, determinan la muerte de am¬
bos: «¡Huye! ¡huye! Pármeno, que carga mucha gente.
¡Guarte! ¡guarte! que viene el alguazil» y la orden final
«Saltemos destas ventanas. No muramos en poder de justi¬
cia» seguidas de las casi simbólicas palabras de Pármeno69
con las que queda sellada para siempre esta «amistad»:
«Salta, que tras ti voy» (II, XII, 104). Ambos criados que
se declararon «hermanos» en su asociación para estafar al
amo en propio provecho, al determinar la naturaleza des¬
honrosa de su muerte a manos de la justicia, autentifican,
de manera irreversible, la bajeza de sus vidas y la esencia
que durante ellas volitivamente se labraron.
De los personajes del bajo mundo de la Tragicomedia,
«Areúsa actúa en forma ferozmente individualista y calcu¬
lada» 70 lo que es otro modo de decir que sus actos van diri¬
gidos a hacerse y no a dejar que la vida o el destino la ha¬
gan. Desprecia las opiniones del vulgo y afirma el derecho
de hacer lo que ella quiere, no lo que los valores de la
sociedad tradicional determinan. Vive independiente de Ce¬
lestina y si bien se somete a la voluntad de ésta (Aucto VII)

69 Gilman, La Celestina, pág. 121.


70 Maravall, El mundo, pág. 113.
Elección, libertad y autenticidad 205
ya vimos que hay en el texto suficientes pruebas cuando me¬
nos para hacernos sospechar que no le falta la voluntad
para hacerlo. Después de la muerte de Celestina, Areúsa se
perfilará aún más como la persona voluntariosa, primero
en su reyerta con Centurio y luego como la primera en
reaccionar, aunque con algo de duelo («Pésame del grande
amor que con él tan poco tiempo aula puesto, pues no me
aula más de durar», II, XV, 138), a favor de la vida («Pero
ya lo hecho es sin remedio e los muertos irrecuperables. E
como dizen: mueran e biuamos», II, XV, 142). Ella será la
que trama la venganza («A los biuos me dexa a cargo, que
yo te les daré tan amargo xarope a beuer, qual ellos a ti han
dado», II, XV, 142), la que llamará a Elicia «hermana mía»
ahora que la amistad de ellas, contrapunto de la que una
vez existió entre Sempronio y Pármeno, queda sellada en la
complicidad (II, XVII, 156); ella la que sacará a Sosia el
secreto de la cita de su amo, la que tramará su reconcilia¬
ción con Centurio («e haz tú como que nos quieres fazer
amigos», II, XVII, 163), y la que pedirá a éste que la vengue.
Elicia, por su parte, aunque aparentemente sujeta a Ce¬
lestina, en cuya casa vive, no es menos independiente en su
modo de actuar ni menos responsable en determinar su pro¬
pio destino. Ya vimos que Elicia tiene una actitud hedonista
de la vida y que vive en y para el instante, con un individua¬
lismo espontáneo, reaccionando inmediatamente, en forma
instintiva, a los eventos, sin dudas ni justificaciones71. Elicia,
como los otros, se forja su propio vivir, aprendiendo de Ce¬
lestina lo que le conviene (engañar a los amantes hacién¬
dolos pensar que cada uno es el único dueño de sus encan¬
tos) y negándose a hacer lo que no quiere hacer, a pesar de

71 Ver: Jacqueline Gerday, «Le caractére des rameras», pági¬


nas 185-204.
206 «La Celestina»

las consideraciones y amenazas de Celestina de que tal vez


tenga una vejez pobre («Ninguna sciencia es bienempleada
en el que no le tiene afición. Yo le tengo á este oficio odio;
tú mueres tras ello», I, VII, 262). Al morir Celestina, aunque
parezca que se le cierra el mundo («¿A dónde yré, que pier¬
do madre, manto y abrigo; pierdo amigo y tal que nunca
faltaua de mi marido?», II, XVI, 138), es ella misma quien
rehúsa la oferta de Areúsa de vivir juntas y decide quedarse
en casa de Celestina («Allí quiero estar», II, XVI, 143), por
ser allí conocida. Al ver que el llevar luto no le está dejan¬
do las ganancias que necesita, que poco se visita su casa,
reconoce que en ella está el cambiar la situación («De todo
esto me tengo yo la culpa», II, XVII, 153), y toma la deci¬
sión («Quiero, pues, deponer el luto, dexar tristeza, despe¬
dir las lágrimas, que tan aparejadas han estado a salir», II,
XVII, 154-5) de confirmarse en su esencia, en su voluntad-
de-ser, de vivir plenamente el momento a través de sus en¬
cantos («Quiero aderezar lexía para estos cabellos, que per¬
dían ya la ruuia color... barreré mi puerta e regaré la calle,
porque los que passaren vean que es ya desterrado el dolor»,
II, XVII, 155). Motivada por su propio interés de alcanzar
su venganza, la vemos empezar a adquirir rasgos celestines¬
cos, en su especie de pequeño conjuro:

¡O Calisto y Melibea, causadores de tantas muertes! ¡Mal


fin ayan vuestros amores, en mal sabor se conuiertan vues¬
tros dulces plazeres! Tórnese lloro vuestra gloria, trabajo vues¬
tro descanso. Las yeruas deleytosas, donde tomays los hurta¬
dos solazes, se conuiertan en culebras, los cantares se os tor¬
nen lloro, los sombrosos árboles del huerto se sequen con
vuestra vista, sus flores olorosas se tornen de negra color.
(II, XV, 139.)

Y en su incipiente arte de aparejar voluntades (la de Areúsa


y Centurio, aucto XVIII). No olvidemos que es ella quien
Elección, libertad y autenticidad 207
sugiere qué clase de castigo debe recibir Calisto («No passe,
por Dios, adelante; déle palos porque quede castigado e no
muerto», II, XVIII, 170), dejando así sembrada la semilla
en la mente de Centurio, quien tratará de salir del paso con
el menor riesgo posible.
Aun a los criados menores, Sosia y Tristán, y los caracte¬
res menos importantes, Centurio, Lucrecia y hasta Crito, sin
olvidar, por supuesto, a Alisa, los encontramos siempre en
situaciones, actuando volitivamente, haciéndose paso a pa¬
so, frente a nuestros ojos y «por ser individuos y no tipos,
no se retratan estas criaturas de una vez por todas» sino
que «surgen ante el lector lentamente, en sus pocos hechos,
en sus muchas palabras, frente a los otros en diálogo y fren¬
te a sí mismos en soliloquios»72, no empujados, sino empu¬
jando el destino. Saben lo que los otros son, lo que buscan,
y no por eso dejan de entrar en tratos con ellos. Invariable¬
mente se les da la oportunidad de escoger y escogen siempre
el camino de su propio Bien, sin remordimientos, sin arre¬
pentimiento, sin excusa.
Sin embargo, no son seres perfectamente auténticos,
pues son humanos y en todos cabe algo de mala je a lo Sar-
tre, algo de pretensión, de engaño, de compromiso. Baste
como ejemplo la misma Celestina, la más auténticamente
existencial, quien «abraza una profesión que contradice su
íntima filosofía», pues «cree que el estado de virginidad es
una ofensa a su Dios-Naturaleza, pero ya que la ciudad ha
decidido que las mujeres guarden esa compostura, se dedi¬
cará a recomponer la doncellez perdida»73.

d) La no-elección: Calisto. — Calisto es el personaje de


la Tragicomedia que me parece un tipo existencialista por

72 Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 318-9.


73 Anderson Imbert, «La Celestina», pág. 34.
208 «La Celestina»

excelencia. Con gran maestría ha apuntado ya Lida de


Malkiel74 que Calisto se encuentra fuera de la realidad, fue¬
ra de la moral y fuera de la sociedad. Por estar fuera de la
realidad, necesita testigos que le ayuden a corroborar su yo
y sus circunstancias:

¿Mogos, estó yo aquí? ¿Mogos, oygo yo esto? Mogos, mirá


si estoy despierto. ¿Es de día o de noche? ¡O señor Dios,
padre celestial! ¡Ruégote que esto no sea sueño! ¡Despierto,
pues, estoy! Si burlas, señora, de mí por me pagar en palabras,
no temas, di verdad, que para lo que tú de mí has recebido,
más merecen tus passos. (II, XI, 70.)

¿Soñélo o no? ¿Fué fantaseado o passó en verdad? Pues


no estuue solo; mis criados me acompañaron. Dos eran. Si
ellos dizen que passó en verdad, creerlo he segund derecho.
Quiero mandarlos llamar para más firmar mi gozo. (II, XIII, 106.)

A veces adquiere conciencia de esa peculiaridad y se remira


o se llama la atención a sí mismo:

me estoy remirando si soy yo Calisto, a quien tanto bien se


le haze. (II, XII, 86.)

¿Pero qué digo? ¿Con quién hablo? ¿Estoy en mi seso?


¿Qué es ésto, Calisto? ¿Soñauas, duermes o velas? ¿Estás en
pie o acostado? Cata que estás en tu cámara. ¿No vees que el
offendedor no está presente? ¿Con quién lo has? Torna en tí.
(II, XIV, 125.)

Recordando las palabras de Lida de Malkiel, «Nada exis¬


te para Calisto fuera de su cambiante conciencia»75, y aque¬
llas otras de Unamuno, «Y a las veces su carácter será el de
no tenerlo»76, y salvadas todas las distancias, por supuesto,
quiero establecer ciertos paralelos entre Calisto y el Augusto

74 Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 347-54.


75 Ibid., pág. 349.
76 Unamuno, Niebla, pág. 174.
Elección, libertad y autenticidad 209

Pérez de Niebla, pues encuentro similitudes situacionales


que creo justifican el acercamiento y éste resultará útil para
el presente estudio.
De los personajes principales de la Tragicomedia, Calisto
es el que menos historia tiene77. Sólo sabemos de él que «ha
podido tener padre influyente, allegados y amigos»78; sospe¬
chamos que es rico pues se muestra magnánimo en sus
dádivas y también por la descripción que de él hace Meli¬
bea en su último discurso (II, XX, 195-6). De Augusto Pérez
sabemos: «Augusto, que era rico y solo, pues su anciana
madre había muerto no hacía sino seis meses antes de estos
menudos sucedidos, vivía con un criado y una cocinera»79.
En cuanto a Calisto, sospechamos que también vive solo con
sus criados. A Calisto no le conocemos ocupación alguna.
Augusto, por su parte, se dice: «Es un vago como... ¡No, yo
no soy un vago! Mi imaginación no descansa»80.
El primer encuentro entre Calisto y Melibea de que se
nos informa en la Tragicomedia ha sido fortuito. Siguiendo
un halcón que volaba por las alturas, llega Calisto a una
huerta donde se encuentra a Melibea y se enamora de ella.
Se prenda de amor, regresa a casa donde manda a su criado
«Abre la cámara é endereza la cama» (I, I, 35), y se arroja
en las tinieblas a rumiar su tristeza y su desdicha, hasta que
Sempronio le propone la intervención de Celestina, hace
pacto con ella y el negocio de sus amores comienza. A Augus¬
to Pérez lo conocemos cuando sale de su casa, mira a las
alturas y observa que llueve. El primer encuentro de Au¬
gusto y Eugenia también es fortuito: «En esto pasó por la
calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos

ti Véase: Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 320-1.


78 Ibid., pág. 351.
79 Unamuno, Niebla, pág. 58.
80 Ibid., págs. 51-2.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 14
210 «La Celestina»

se fue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augus¬


to»81. El mozo sigue a Eugenia hasta verla entrar en su
casa, habla con la portera y se asegura de sus servicios de
tercería. De ser la prueba de la grandeza de Dios, Melibea
se convierte para Calisto en el mismo Dios. Eugenia, por su
parte, es «una bendición de Dios»82 y se transforma en la
«finalidad de la vida» para Augusto83. Como Calisto, Augusto
regresa a casa y, durante varias páginas, la cama y el filo¬
sofar de Augusto adquieren unidad dramática, como la cama
y la contemplación de Calisto.
Ambos hombres son de tendencias contemplativas. Am¬
bos, sospechamos, han estado viviendo una existencia inau¬
téntica, absurda, hasta que llega el momento de la toma
de conciencia, del sentirse existir, del encontrar término al
vagabundear (o al cazar) y un objeto definitivo por el cual
luchar en la vida. La toma de conciencia, para ambos, es
una mujer. Los dos se parecen en aquel dejarse llevar por
las circunstancias, en el lamentarse a solas o acompañados,
en la evocación constante de la amada, y en aquel eterno no
creer e interrogarse o interrogar a los demás para cerciorarse
de la realidad que los rodea. Ninguno de los dos ha escogi¬
do, conscientemente, prendarse de amor por su dama, pero
para ambos, ese hecho se convertirá en la esencia misma de
su voluntad-de-ser. Ambos son libres de escoger la belleza
de una mujer como orientación. Los destinos de Calisto y
Augusto seguirán derroteros completamente diferentes; Au¬
gusto filosofa constantemente sobre todos los temas imagi¬
nables, mientras que Calisto se da por entero a la contem¬
plación de su amada; Augusto, además, toma una parte
menos pasiva, más personal que la de Calisto en la procura-

81 Ibid., pág. 52.


82 Ibid., pág. 62.
83 Ibid., pág. 66.
Elección, libertad y autenticidad 211

ción de sus amores. Pero ambos verifican sus esencias a tra¬


vés de su enamoramiento, logrado el de Calisto y fracasado
el de Augusto.
Una vez que Calisto ha tomado conciencia, Melibea se
convierte en el alfa y el omega de su existir, en su mismo
Dios. Todo acto que vaya en contra de servir a su amada en
cuerpo y alma, es apostasía («que es eregía oluidar aquella
por quien la vida me aplaze», I, VI, 229). Si bien Calisto no
ha elegido ser preso del amor de Melibea, una vez que se da
cuenta de su situación, a servir y a amar a su dama se de¬
dica Calisto volitivamente y a ello enderezará todas sus ener¬
gías, cueste lo que cueste. Por boca de Sempronio y de Pár-
meno, Calisto sabe bien lo que es Celestina y, sin embargo,
decide emplearla («Cumpla comigo é emplúmenla la quar-
ta», I, II, 121). Su voluntad-de-ser por y para Melibea lo em¬
puja a escoger la visitación de su amada en vez de su honra
(II, XIII, 112), lo hace decidir fingir, ante la contrariedad,
ya sea ausencia o locura (II, XIII, 113), con tal de alcanzar
la gloria que vislumbra en la posesión física de su amada.
Si bien es cierto que se ha dejado llevar por los consejos
de otros en cuanto a la manera de obtener la realización de
su amor, también lo es que por ese logro parece estar heroi¬
camente dispuesto a todo, aun hasta morir84:

Pues por más mal e daño que me venga, no dexaré de com-


plir el mandado de aquella por quien todo esto se ha causado.
(II, XIII, 112.)

Cierto soy burlado: no era Melibea la que me habló... Pues


viua o muera, que no he de yr de aquí. (II, XII, 82.)

Calisto, que se ha dejado llevar sin oponer resistencia al¬


guna, por la pasión que le enciende todo su ser, se da tam-

84 Ver: Gilman, La Celestina, pág. 98.


212 «La Celestina»

bién pasivamente, al único proyecto que impartirá sentido


a su existir: la posesión carnal de su amada. En el proceso,
se deja llevar sin resistir por los consejos de sus criados y
principalmente por los de Celestina, en cuyas manos depo¬
sita toda su confianza. Se deja robar por ellos, se convierte
en el blanco de sus bromas y, pasivamente, les entrega su
voluntad y su fortuna, convirtiéndose así en una especie de
anti-héroe en su papel negativo85. Su libertad-de-ser se limi¬
ta a asertar o a afirmar su presente, a vivir el amor de Me¬
libea. Sólo así confirmará su esencia. Al momento que de¬
cide actuar en forma heroica, tratando de ayudar a sus cria¬
dos a quienes equivocadamente juzga indefensos, muere,
pues con ese acto ha dejado de verificar su propio proyecto,
expresado con anterioridad:

El «Melibeo soy» de Calisto resuena entonces como el grito


de independencia de un cristiano que quiere tener derecho a
ser lo que le da la gana86.

La muerte de Calisto confirma su esencia de soñador ensi¬


mismado, absorto en su yo87 que no es otro que Melibea.
Dejar de ser ese yo es encontrarse cara a cara con el no-ser.

e) Pleberio: Libertad de Libertades; todo es Libertad.—


Durante veinte actos de la Tragicomedia se ve a todos los
personajes de La Celestina actuar dentro de su libertad que
no es ni más ni menos que posibilidad, rebelándose contra
todo sistema establecido, afirmando sus existencias en actos
volitivos de su vida, creando su propio Bien, ejerciendo
los derechos de inventar un sistema de valores por el que le
dan forma y significado a su vida. No han estado sujetos ni

85 Barbera, «Calisto», pág. 256.


86 Figueroa de Amaral, «Conflicto racial», pág. 38.
87 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 347.
Elección, libertad y autenticidad 213

a las leyes de Dios ni a las de la sociedad. Se han hecho a


sí mismos.
Pero, cuando ya estamos dispuestos a admitir que todos
hicieron lo que quisieron, en el acto XXI, último de la obra,
aparece la figura gigantesca de Pleberio quien, en su solilo¬
quio, que pronuncia «solo, en un horror apasionado e inte¬
lectual»88, parece denunciar la vanidad de los actos libera¬
dores de todos los demás89. El hombre, que ha sido dotado
con el poder de la razón, nos dice, se encuentra en un mun¬
do aparentemente inexplicable por medio de la misma, en
una situación absurda, sujeto a la casualidad, víctima de los
caprichos y contradicciones del mundo. El amor, como la
muerte, actúa en forma arbitraria, llamando a todos los
seres a su danza fatal, llena de falsas promesas. Con una
velada ecuación de Amor-Dios, en un universo regido por
las leyes naturales, sin Providencia y sin más allá, el hom¬
bre queda aherrojado al ejercicio de su libertad, dentro de
la Danza de la Vida, regida por la ley del conflicto y de la
urgencia erótica, que reduce a todos a una furia animal. En
dicho mundo, no hay remedio que valga. Todo el que viva
en él está condenado al dinamismo de estar vivo, cuyo único
descanso es la muerte90. Del mundo se queja Pleberio, por¬
que en sí le «crió»; porque se le dio vida, engendró a Meli¬
bea y porque ésta nació, amó. El hombre, en consecuencia,
por el sólo hecho de haber nacido, está condenado a amar;
esa es su libertad. Limitada libertad, la de una vida, una
muerte, o un suicidio, planeados y regidos por el verdadero
autor de la Tragicomedia: el amor.

88 Stephen Gilman, «Fernando de Rojas as Author» [«Fernando


de Rojas como autor»], Romanische Forschungen, LXXVI (1964), 255-
290.
89 Más adelante examinaré en detalle los temas del importantísimo
planto de Pleberio.
«o Ver: Gilman, «Fernando de Rojas», págs. 275-7.
VI

OTRAS CATEGORIAS Y TEMAS EXISTENCIALISTAS EN


LA CELESTINA

TEMAS A TRATAR: ANSIEDAD, TEMOR, ANGUSTIA;


FINITUD DE LA EXISTENCIA; ABSURDIDAD DEL MUN¬
DO; COMUNICACIÓN, Y AISLAMIENTO O SOLEDAD

Juan David García Bacca, al exponer algunos de los as¬


pectos fundamentales del existencialismo, menciona, entre
otros, los siguientes vocablos de la escala de conceptos que
emplea dicha corriente: vida, mundo, cuerpo, ser, tiempo,
muerte, soledad, angustia, nada, caducidad, miedo, sobre¬
salto, negación, caída, proyecto, decisión y libertad1. Todos
forman parte del vocabulario que algunos críticos han em¬
pleado en sus análisis de La Celestina. En los capítulos ante¬
riores, se ha hablado de algunos de ellos, tales como el ser,
proyecto, decisión y libertad, en relación con la Tragicome¬
dia. En éste, trataré de los que se relacionan con el senti¬
miento que tiene «radical y decisiva importancia para la

1 Juan David García Bacca, Existencialismo (Xalapa, México: Uni¬


versidad Veracruzana, 1962), pág. 192.
Otras categorías existenciales 215

cuestión básica de la ontología, para la del ser: el sentimien¬


to de angustia (Angst.)»2. Estudiaré, asimismo, otros temas
íntimamente relacionados: la ansiedad y el temor, la finitud
de la existencia y la absurdidad del mundo, la soledad o ais¬
lamiento y la comunicación.
En la experiencia de la angustia, los existencialistas en¬
cuentran la clave para el análisis de la condición humana,
ya que es un sentimiento subjetivo, con un tono emocional
totalmente distinto y único. Por una parte, tiene un sentido
de terror y revulsión, y por otra, de temor reverencial, exci¬
tación o sublimidad. Para que sea una angustia genuinamen-
te existencial, estos dos opuestos deben estar presentes3.
Generalmente hablando, vivimos con un sentimiento de
familiaridad y de confianza natural, aunque sin habérnoslo
propuesto, en un universo poblado de seres y cosas. Sin em¬
bargo, ciertas experiencias límites, imprevisibles, perturban
esa seguridad en y con las cosas, destemplan el tono con
que vivimos y nos hacen sentirnos conscientes del universo
en que hemos sido echados, en que hemos caído. Nos senti¬
mos en nuestra realidad, «de simple hecho, de facto... que
no está asegurada por necesidad de ninguna clase»4. Nos
damos cuenta de que existimos, sin saber de dónde ni para
qué hemos venido a este mundo; ignoramos las causas por
las que somos y si dependemos o no de dichas causas. Ni
siquiera sabemos cuál es nuestra esencia. No logramos que
nuestra realidad se convenza de verdad, íntimamente, de
que «venimos de Dios y para Dios estamos hechos» así como
tampoco logramos esclarecer nuestro último fin; tampoco,

2 Ibid., pág. 206.


3 Robert G. Olson, An Introduction to Existentialism [Una intro¬
ducción al existencialismo] (New York: Dover Publications, Inc.,
1962), pág. 30.
4 García Bacca, Existencialismo, pág. 207.
216 La Celestina

si nuestra alma es inmortal, ni cuáles son los componentes


de la realidad, nuestra realidad5.
Robert G. Olson distingue tres tipos de angustia existen-
cial: 1) la angustia de ser, que sentimos cada vez que nos
asalta el pensamiento de que la nada es tan posible como
el ser. Aunque el pensamiento de la muerte a veces trae con¬
sigo este sentimiento, no debemos confundirlo con la angus¬
tia de la muerte. Si el mundo y el ser no son eternos ni
necesarios, nos encontramos cara a cara con la radical con¬
tingencia del hombre. Si, como lo mantienen los existencia-
listas ateos. Dios no existe y solamente Él puede dar signifi¬
cado al ser, entonces éste no tiene sentido ninguno. Para
el existencialista cristiano, que sí cree en la existencia de
Dios, es posible creer, a través de la fe, que el ser sí tiene
significado pero, dada la «radical inconmensurabilidad» en¬
tre Dios y el hombre, es imposible siquiera adivinar cuál
sea dicho significado. Por lo tanto, la angustia de ser revela
la radical contingencia, el sin sentido del hombre y del mun¬
do. Decir que el ser del hombre es radicalmente contingente
y sin sentido, quiere decir que él no sabe por qué existe y
no puede llegar a saber cuál es su destino. El hombre, pues,
se encuentra «alienado» de la fuente u origen de su ser. Ade¬
más, no hay razón para creer que el mundo fue hecho para
el hombre, por lo que éste se encuentra frente a frente con
un mundo que no tiene ni punto de referencia fuera de sí
mismo, ni significado alguno, aparte del que él decida darle,
con sus propias preocupaciones finitas. Es decir, que el
hombre se encuentra también alienado del mundo. Si los
seres inmutables y eternos no existen o si permanecen opa¬
cos al entendimiento humano, el hombre se convierte en la
única fuente de donde sale todo sentido de valor y significa-

5 Ibid., pág. 207.


Otras categorías existenciales 217

do, asumiendo así el lugar que antes correspondía a Dios


o a la Naturaleza. El hombre así exaltado adquiere la digni¬
dad de un ser responsable únicamente ante sí mismo. 2) La
segunda forma de la angustia aparece ante el hecho de la
peculiaridad humana de encontrarse existiendo en un punto
particular del tiempo y del espacio, frente a una total impo¬
sibilidad de escape y con conciencia de ello. Es la angustia
de saberse en un aquí y en un ahora, torturado por el cono¬
cimiento de las limitaciones impuestas por el espacio y el
tiempo. El hombre sólo se identifica con aquellos sentimien¬
tos que son reales para él, a través de experiencias persona¬
les. Si está atado a una región limitada, dentro de un tiempo
limitado, le es imposible identificarse con toda la humani¬
dad, como concepto abstracto. Además, puesto que descono¬
ce el futuro de la humanidad, el individuo no puede identi¬
ficarse con lo desconocido. Lo mismo sucede con el concepto
universal del amor: no puede el individuo amar seres a
quienes no conoce personalmente, ni tampoco puede respe¬
tarlos. Esto coloca al hombre en un estado de aislamiento
y alienación de sus semejantes. 3) La tercera clase de angus¬
tia, la de la libertad, es aquella que siente el hombre cuando
se encuentra frente a la necesidad de escoger, cuando se da
cuenta del hecho de que hay que elegir. El universo es com¬
pletamente vano y sin sentido si el hombre no le da un sig¬
nificado a través de un constante acto de elección. El hom¬
bre es el ser a través del cual existen los valores6.
En consecuencia, el hombre se encuentra constantemente
en un tremedal, física, moral, intelectual y espiritualmente
hablando, amenazado continuamente por el hundimiento en
las arenas movedizas de la desesperación. Y si escapa, de
ninguna manera se encuentra en tierra firme, ya que lo que

6 Olson, An Introduction, capítulo II.


218 «La Celestina»

le hace humano es precisamente lo que le inquieta: su preo¬


cupación, su miedo, su ansiedad, su sentido de culpa. Tam¬
poco puede esquivar su situación en la muerte que anticipa,
que teme o que desea, puesto que la muerte, como Unamuno
nos ha hecho ver en muchas ocasiones, implica la pérdida
de la individualidad, del yo. Al centro del problema de la in¬
quieta existencia humana está precisamente este temor de
la pérdida del ser, el temor del no-ser, la amenaza de la uni¬
cidad individual. Esta pérdida es la peor calamidad que pue¬
de ocurrirle al hombre, pues sólo puede decirse que está
vivo aquél que es completa y auténticamente él mismo* * *
Partiendo de la primera angustia, el hombre puede dar sig¬
nificado a su vida en lugar de ser paralizado por ella. Del
encuentro con «las ruinas», con la realidad, nacerá la angus¬
tia, la náusea, que nos empujará a querer alejarnos de ella.
Partiendo de la angustia, construimos 8.
La fragilidad del ser humano, la precariedad de la con¬
tingencia que implica la continua precariedad de la existen¬
cia, se hace también evidente en la contemplación de la fini-
tud de la vida. La muerte, para el cristiano, no es un fin
sino al contrario, es solamente el comienzo de la vida eter¬
na. Para el existencialista, como se indica en el párrafo an¬
terior, es precisamente lo contrario: es el fin de todo. La
angostura de la existencia, de ese breve tiempo que tenemos
para ejercer la elección, frente a la inmensidad de la eterni¬
dad, nos recuerda la urgencia oprimente del fin. Una de las
preocupaciones existenciales es desviar al hombre de su ol¬
vido de la muerte. Gabriel Marcel señala el escándalo y con-

Ver: Davis Dunbar McElroy, Existentialism and Modern Litera-


ture: an Essay in Existential Criticism [El existencialismo y la lite¬
ratura moderna: un ensayo de crítica existencia!] (New York" Philo-
sophical Library, 1963), págs. 5 y 6.
8 Manuel Lamana, Existencialismo y literatura, pág. 23.
Otras categorías existenciales 219

tradicción que hay en una filosofía que constituye el ser hu¬


mano como futuro y que espera que se acepte como último
destino un acontecimiento que lo convierte en pasado puro9,
Todo, absolutamente todo, nos recuerda la inminencia de¬
vastadora de la muerte, la inescapable finitud de la existen¬
cia. Ya Quevedo lo había sentido y expresado en su hermoso
soneto
Miré los muros de la patria mía

y no hallé cosa en que poner los ojos


que no fuese recuerdo de la muerte.

El objeto de la vida cotidiana es precisamente el distraer


al hombre de las cosas, el hacer que las tome en serio, que
se sienta seguro entre ellas, para que no despierte en él ese
sentimiento de angustia. Uno procura huir, distraerse, «es¬
camotear la muerte», como dice Julián Marías al hablar ima¬
ginariamente de Unamuno en Forest Lawn, para no ver si¬
quiera la de los demás, pues nos asaltaría «el temor y el
temblor por nuestra facticidad» 10. Cada vida marcha irreme¬
diablemente a la muerte puesto que somos-para-la-muerte,
según Heidegger. ¿Qué mayor angustia que el comprender
tal absurdo? El existencialismo se da cuenta de que

en realidad de verdad, nuestro existir nos está dado como exis¬


tir de hecho y aun de desecho, pues está expuesto a las cosas
más irracionales, brutas y desconsideradas, como son las ma¬
terias: físicas, químicas..., y estamos expuestos a ello, y cual
expósitos, con toda esa carga que decían tenemos de esencia,
de estratos fenomenológicos, de imagen de Dios, de yo tras¬
cendental, a que nos parta un rayo, a que nos atropelle un
auto de marca prehistórica, a que se nos coman las amebas n.

9 Emmanuel Mounier, Introduction, pág. 59.


10 García Bacca, Existencialismo, pág. 211.
n Ibid., pág. 210.
220 «La Celestina»

Si nuestra vida no es necesaria, tampoco lo es el mundo


en que se desarrolla. Si admitimos que «somos de hecho con
realidad táctica irremediablemente tal»12 también tendre¬
mos que admitir que el mundo también lo es, que no se en¬
cuentra dentro de una concepción racional. El mundo, como
nosotros, también es «así», «simplemente, es decir, como
somos, sin que esa armonía deseada se haga evidente» 13. El
mundo, tal como es, es inaceptable y si queremos vivir, ha¬
brá que modificarlo a través de una rebelión del individuo,
de un esfuerzo, de una tensión que rompa la actitud de
«sometimiento a lo habitual» 14. Al hombre le toca, a través
de sus actos de elección, investir al mundo con el signifi¬
cado del que por sí solo carece. El esfuerzo solitario de un
individuo podrá trascender y convertirse en solidario, como
acontece en las ficciones de Malraux. Este mundo de por sí
absurdo, sólo tendrá el significado que el hombre le dé, soli¬
taria y solidariamente... Pero puede suceder que haya mo¬
mentos en que algún individuo no logre impartir significado
alguno a su universo.
En contraste con el hombre de los siglos pasados que no
tenía dudas mayores en cuanto a la estructura de la socie¬
dad y que si bien estimaba necesarias algunas modificacio¬
nes, era dentro de principios universalmente aceptados, el
hombre de nuestra época se encuentra en medio de doctri¬
nas diferentes y opuestas, confuso, percibiendo un mundo
hostil, sin un sistema universalmente respetado en qué apo¬
yarse 15. Alienado de la fuente u origen de su ser, del mundo
y de sus semejantes, se siente extraño, peregrino, radical¬
mente solo y abandonado. En tales circunstancias, no es de

12 Ibid., pág. 211.


13 Lamana, Existencialismo, pág. 16.
14 Ibid., pág. 18.
15 Ibid., pág. 14.
Otras categorías existenciales 221

extrañar que encuentre imposible, o cuando menos muy


difícil, lograr comunicación alguna con sus semejantes y, en
casos extremos, hasta consigo mismo. El hombre hará es¬
fuerzos supremos en ocuparse, entretenerse, distraerse, en
ver si en la urdimbre de la interacción humana se afirma y
se orienta16. Ya vimos este fenómeno en los capítulos que se
refieren al amor, a la expresión sexual y a la trascendencia.
En éste, trataré de probar cómo una lectura existencialista
de La Celestina parece afirmar que «peregrinos somos y
extraños en este mundo. Solos, a solas, y a cuestas con
nuestra facticidad, con el hecho bruto de nuestro zoquete
de existencia» 17 y cómo también en esta obra, como en la
vida, el hombre trabaja, ama y se debate, en su esfuerzo
inútil de encontrarle significado al universo en que se des¬
arrolla su angustiada existencia solitaria.

EN «LA CELESTINA»

«Todas las cosas ser criadas á manera de contienda ó


batalla», dicen las primeras palabras del prólogo de La Ce¬
lestina, citando a «aquel gran sabio Eráclito». Y más adelan¬
te: «sin lid é offension ninguna cosa engendró la natura,
madre de todo» (I, «Prólogo», pág. 17). Si Petrarca estaba
impresionado por las ideas heraclianas del universo, las
cuales quedaron firmemente implantadas en su memoria18,
Rojas, a su vez, las hace suyas y, sirviéndose de Petrarca
como fuente19, expresa no solamente en el prólogo sino a

16 García Bacca, Existencialismo, pág. 212.


17 Ibid., pág. 212.
18 Cándido Ayllón, «Petrarch and Fernando de Rojas» [«Petrarca
y Fernando de Rojas»], Romanic Review, LIV (1963), 81-94.
19 Ver: F. Castro Guisasola, Observaciones, ya citado; y A. D.
Deyermond, «The Index to Petrarch's Latín Works as a Source to
222 «La Celestina»

través de toda la Tragicomedia, su concepción pesimista de


la vida, la muerte, la vejez y la fortuna20. Pero es precisa¬
mente en las «primeras y tajantes frases de su prólogo»21
donde se descubre el problema insoluble de que «afirmar la
existencia de algo implica... plantear una pugna contradic¬
toria» 22. La batalla contradictoria en La Celestina servirá
para subrayar la visión rojiana de un mundo lóbrego, som¬
brío, en el que el hombre siempre está en pugna, angustia¬
do y desesperado23. Por esto, desde la primera hasta la
última página de la obra, los personajes viven en una acti¬
tud de expectación estremecida24.
Dichos personajes, como los existencialistas de nuestros
días, se sienten desilusionados, desesperados y llenos de
pesimismo25. Pármeno, por ejemplo, en el acto segundo, se
siente desilusionado de sí mismo y del mundo. Sufre, se
dice, por ser leal, por no ir «al hilo de la gente» que busca pla¬
ceres y ganancias materiales. Puesto que le paga mal su
lealtad, generaliza, el mundo es injusto («¡El mundo es
tal!», I, II, 125). Sempronio se desespera al conocer al hom¬
bre (I, V, 198), que no puede ser fácilmente comprendido.

La Celestina» [«El Indice de las obras latinas de Petrarca como


fuente para La Celestina»], Bülletin of Hispanic Studies, XXXI, nú¬
mero 3 (1954), 141-9.
20 Ayllón, «Petrarch», págs. 82 y 83.
21 Américo Castro, «El problema histórico de La Celestina», Santa
Teresa y otros ensayos (Santander: Historia nueva, 1929), pág. 211.
22 Ibid.
23 Cándido Ayllón, «Negativism and Dramatic Structure in La Ce¬
lestina» [«El negativismo y la estructura dramática en La Celestina»'],
Hispania, XLVI (1963), 290-5.
24 Lida de Malkiel, Dos obras maestras, pág. 87.
25 Hago notar mi deuda a Cándido Ayllón en la elaboración de
algunos de estos conceptos, principalmente en su libro La visión pe¬
simista, y en su artículo «Negativism and Dramatic Structure», arri¬
ba citados.
Otras categorías existenciales 223

porque actúa de una manera inconstante, imposible de pre¬


decir, falto de todo orden («¡O que mala cosa es de conocer
el hombre! Bien dizen que ninguna mercaduría ni animal
es tan difícil!», I, V, 198). Elicia se da al placer del momento,
como si quisiera distraerse de las cosas, como si no quisie¬
ra tomar la vida en serio, a fin de evitar cualquier senti¬
miento de angustia. No se pregunta ni de dónde ni para qué
ha venido a este mundo. Pero un día se encuentra cara a
cara con la muerte, la de su tutora Celestina, la de su aman¬
te Sempronio y la de su amigo Pármeno. Y esta situación
límite le acarrea un sentimiento de angustia que se expre¬
sa en una lamentación «desta triste vida» (II, XV, 135). Una
vez que el sufrimiento agudo ha tocado a las puertas de su
ser, a pesar de su determinación de «deponer el luto», en¬
cuentra difícil deshacerse de la tristeza, acarreada inevita¬
blemente por el dolor inherente en la vida («pero como sea
el primer officio que en nasciendo hazemos, llorar, no me
marauilla ser más ligero de comentar e de dexar más duro»,
II, XVII, 155).
Calisto, por su parte, se encuentra en un perpetuo esta¬
do de ansiedad, temor y angustia, que comienza al momento
de aceptar forzosamente el rechazo de Melibea («Yré como
aquel contra quien solamente la aduersa fortuna pone su
estudio con odio cruel», I, I, 34). Su estado de desespera¬
ción, desde un principio, se resuelve en su preferencia por
la soledad, la oscuridad, el aislamiento del mundo y de sus
semejantes. Su dolor es tal, dice, que hasta la peor de las
calamidades, la muerte, es preferible a su angustia:

Cierra la ventana é dexa la tiniebla acompañar al triste y


al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son
dignos de luz. ¡O bienauenturada muerte aquella, que dessea-
da á los afligidos viene! (I, I, 35.)
224 «La Celestina»

La imposibilidad de conocer el arcano futuro; la impotencia


de avanzar o parar la marcha del tiempo, lo sacan de quicio
y lo ponen en un estado de ansiedad e impaciencia temblo¬
rosa, como cuando se entera de que Celestina y Sempronio
se acercan a su casa, portadores de nuevas sobre el único
negocio importante de su vida, el de sus amores:

¡O! ¡si en sueño se pasasse este poco tiempo, hasta ver el


principio é fin de su habla! Agora tengo por cierto que es más
penoso al delinquente esperar la cruda é capital sentencia, que
el acto de la ya sabida muerte. ¡O espacioso Pármeno, manos
de muerto! Quita ya essa enojosa aldaua: entrará essa hon-
rrada dueña, en cuya lengua está mi vida. (I, V, 201.)

En tal estado, en el que cae cada vez que su deseo encuentra


contrariedad, nada habrá en el mundo que lo consuele. La
única realidad con la cual puede identificarse el existente
Calisto, son sus sentimientos, sus experiencias personales.
Atrapado dentro de los límites de espacio y tiempo que le
impiden dar cauce a sus deseos, Calisto se encuentra en una
situación de alienación y total aislamiento de sus semejan¬
tes, que reconoce y acepta tristemente: «Que contigo ó con
el cordón ó con entramos quisiera yo estar acompañado
esta noche luenga é escura. Pero, pues no ay bien complido
en esta penosa vida, venga entera la soledad» (I, VI, 228-29).
A Celestina la encontramos principalmente en tres oca¬
siones, explayándose en consideraciones de quebranto exis-
tencial. En la primera de ellas (I, III, 134 y sigs.), al recor¬
dar a su amiga Claudina, Celestina increpa la muerte, que
sin sentido ni plan alguno desconsuela a muchos con su
«enojosa visitación». La muerte es absurda, pues no sola¬
mente se lleva al que ya ha vivido lo suficiente, sino que se
lleva a otros arbitrariamente, antes de tiempo («Por vno,
que comes con tiempo, cortas mil en agraz»). Esto es injus-
Otras categorías existenciales 225

to no solamente para el que muere, sino para quien queda


con vida, pues queda en la soledad y el desamparo, falto de
compañía. La segunda ocasión es cuando Rojas presenta
dramáticamente el tema de la lucha, enfrentando a Celestina
y a Melibea en una situación de conflicto en una batalla
dialéctica manejada con maestría76. Entre otros ires y ve-
ñires verbales, las dos mujeres se polarizan en la cuestión
de la juventud y la vejez. Melibea, siendo joven, se declara
por la vida y la juventud, si bien no deja de preguntarse y
preguntarle a la vieja sobre lo que todo el mundo desea ver y
gozar: la edad madura. Celestina, que acaba de quejarse con¬
tra la vejez, abarcando los tres ejes del tiempo humano y
avecinándose al tiempo cósmico («Que, á la mi fe, la vejez no
es sino... manzilla de lo passado, pena de lo presente, cuy dado
triste de lo porvenir, vezina de la muerte...», I, IV, 164),
hace resaltar la significación de la juventud y de la vida
(«Dessean llegar allá, porque llegando viuen é el viuir es
dulce... Todo por viuir», I, IV, 165) a la vez que se duele de
los efectos y consecuencias que el pasar del tiempo impone
al individuo, pobre o rico, e insiste en la arbitrariedad de
la muerte que lo mismo acaba con el viejo que con el joven
(«Ninguno es tan viejo, que no pueda viuir vn año ni tan
moco que oy no pudiesse morir», I, IV, 170).
Sabiendo que Celestina cambia el estilo y emplea argu¬
mentos a su conveniencia, según el interlocutor a quien se
dirige, podríamos vernos tentados a achacarle falta de sin¬
ceridad en sus palabras en esta segunda ocasión. Sin em¬
bargo, en la primera que hemos mencionado, es a Sempro-
nio, no a Pármeno a quien se dirige, por lo que no cabría
tal crítica en esa circunstancia. Además, está la tercera vez
en que Celestina se nos presenta existencialmente introspec-

26 Ver: Ayllón, «Petrarch», pág. 87.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 15
226 «La Celestina»

tiva y angustiada, durante el festín de celebración que tiene


lugar en el noveno acto de la Tragicomedia. Como dice Ser¬
gio Fernández27, «el demonio de la melancolía» asalta a Ce¬
lestina en una ocasión en que ni la escena, ni la compañía
nos hacen sospechar ese «rasgarse inesperado de la concien¬
cia» en una «introspección lo suficientemente sincera para
no desconfiar de lo que Celestina piensa». En forma patéti¬
camente resignada, como si Celestina quisiera hacernos sen¬
tir una especie de convicción de tipo maniqueísta de que todo
gozo viene necesariamente seguido del dolor, que todo pla¬
cer se paga con la pena, con su cerebro razonador un poco
ofuscado por la bebida, Celestina, vulnerable y humana en
su acompañada soledad («Yo, que estoy sola», II, IX, 28), se
explaya en el sentimiento que viene de carne propia viendo
que la tan amada existencia se le va. Se relaja físicamente en
el festín y espiritualmente en aquel abrirse, en aquel revelar¬
se a través de sus consideraciones sobre la juventud y la ve¬
jez, la vida y la muerte, la compañía y la soledad; en resumen,
de la fatalidad de la vida, que Celestina reconoce por lo que
es y acepta con todas sus limitaciones. El ayer, que ya se
ha ido, lo componen los elementos positivos de las antítesis
con que se expresa, pues para ella, ese tiempo significó,
como nos lo hace ver a través de sus memorias, juventud,
vida, placer, triunfo y sublimidad. En el hoy, que Lucrecia
alaba como feliz y bueno, apenas si se detiene Celestina,
pues conoce la futilidad de la fortuna y sabe que el destino
inevitable del hombre es el cambio, que para ella no puede
ser sino de declive, pues nada dura ni perdura y si su honra
«llegó a la cumbre», «de necessidad es que desmengüe e
abaxe». El gusto de haber sido, sin embargo, no aligera en
realidad su pesar de no poder ser («¡Ay, quien me vi do e

27 Sergio Fernández, Retratos, págs. 292 y sigs.


Otras categorías existenciales 227

quien me vee agora, no sé cómo no quiebra su corazón de


dolor! », II, IX, 43). Celestina no habla aquí solamente del
corazón ajeno sino también del propio, pues ella que supo
y se vio glorificada por el éxito, la honra y la fortuna, se
sabe y se ve mascando «de dentera con sus botas enzías las
migajas de los manteles» (II, IX, 40). Celestina crea una dis¬
tancia entre ella y su propia condición, empleando un pro¬
nombre de tercera persona («quien me vio»). Así se autocon-
templa en su humana situación, convirtiendo el «tú» inicial
de Lucrecia en un «él» que tanto puede referirse a la misma
Lucrecia como a cualquier otro testigo, incluyendo al lector
y, por supuesto, a ella misma. La auto-contemplación se con¬
firma cuando Celestina continúa el hilo de la conversación,
reanudándola con un inmediato «yo vi» que la convierte
en personaje ejemplar de la tragedia humana en la que cada
individuo, como Celestina, nace para vivir, vive para crecer,
crece para envejecer y envejece para morir. El lector siente
en carne viva aquella sumisa resignación con que ella acepta
sufrir la pena de su mal. Con ella, no puede dejar de sentir
la angustia de su impotencia ante el destino y asiente a esas
palabras de ella: «avnque del todo no pueda despedir el
sentimiento, como sea de carne sentible formada» (II, IX,
44 y 45). «Mientras más dice Celestina, más patética y frágil
resulta su figura, antes pétrea y diabólica»28, porque mien¬
tras menos diabólica y pétrea la vemos, más y más humana
nos parece, atrapada en su circunstancia de tiempo y espa¬
cio, llena de ansiedad, temor y angustia ante la contempla¬
ción de la finitud de la existencia, en un mundo absurdo,
regido por fuerzas que nos mantienen vivos sin consultar
nuestras voluntades («No sé cómo puedo viuir, cayendo de
tal estado», II, IX, 47) y que nos sacan de él, querámoslo o

28 Ibid., pág. 301.


228 La Celestina»

no («¡Justicia! ¡que me matan en mi casa estos rufianes!»,


II, IX, 104).
Trágica como lo es en su unicidad y soledad la figura de
Celestina, patético como es su sufrimiento, no alcanza las
alturas ni la profundidad de Pleberio, personaje, a mi jui¬
cio, el más intensamente de carne y hueso, uno de los más
completos de la Tragicomedia.
La «trayectoria de la vida» de Pleberio, como diría Ste-
phen Gilman29, no se presenta en una sucesión de encuen¬
tros y situaciones. Como queda dicho en el capítulo cuarto,
aunque su figura parece acechar la conciencia de otros per¬
sonajes a través de la obra, solamente se le ve en un encuen¬
tro vital dialéctico en tres ocasiones: cuando discute con
Alisa sobre el posible matrimonio de Melibea, cuando ve a
ésta apenada y acongojada, ignorando aún el por qué y en
el último acto de la obra cuando, muerta ya su hija y des¬
mayada su esposa, se desgarra su alma en el patético monó¬
logo final, que es más bien un diálogo, mantenido con el
mundo, la fortuna, el destino y el amor. En la primera
ocasión se muestra solícito y amoroso con su hija, sin¬
tiéndose seguro de poder proporcionarle la dicha que de¬
sea para ella cuando la dé en matrimonio al caballero que
ella elija (II, XVI, 144 y sigs.). En la segunda ocasión, trata de
consolarla cuando la ve apenada. También entonces está
convencido de que podrá dar la cura de su «enfermedad e
passión», tan pronto conozca la causa («Si tú me cuentas tu
mal, luego será remediado», II, XX, 190). Aun después de
que Melibea le dice que su mal «no es ygual a los otros ma¬
les» pues que «vna mortal llaga en medio del corazón»30 le

29 Ver: Stephen Gilman, La Celestina, capítulo tres.


30 Nótese el paralelo de esta confesión con la primera que Melibea
hizo a Celestina (II, X, 52): «que comen este corazón serpientes den-
Otras categorías existenciales 229

impide el habla, Pleberio, con su acostumbrado optimismo


y autoconfianza, la alienta a buscar consuelo en lo que él,
sin duda, lo ha encontrado: «Vamos a uer los frescos ayres
de la ribera: alegrarte has con tu madre, descansará tu
pena» (II, XX, 190). Nada hay aún que le haga sospechar la
impotencia en que se encontrará momentos después, cuando
todavía solícito con su hija, se da cuenta de repente de que
ésta se ha quedado sola, en la torre, y la interpela amorosa¬
mente: «Hija mía Melibea, ¿qué hazes sola? ¿Qué es tu vo¬
luntad dezirme? ¿Quieres que suba allá?» (II, XX, 194). Si¬
guen la dolorosa confesión de Melibea, que a él le toca escu¬
char mudo e impotente; el suicidio de la hija; la entrevista
con su mujer, quien lo recibe llena de preguntas que nos
revelan el llanto, maldiciones y gestos de desesperación de
Pleberio. Cae Alisa en el más absoluto silencio y la obra da
lugar a las páginas más patéticas de la Tragicomedia, donde
todo asomo existencialista parece culminar. Es el momento
de una situación límite, absurda: Pleberio ha preparado
todo cuidadosamente para gozar en paz de una vejez feliz.
Nada faltaba para ello en su presente; ha edificado torres,
ha adquirido honras, plantado arboles, fabricado navios, for¬
mado una familia y en su hija tenía puestas todas sus espe¬
ranzas, ¡y héla ahora muerta! Ante tal tragedia, Pleberio,
«concreto caso humano»31, pronuncia su lamento en que
a la vez expone su desgarradora pena individual y encarna
«la validez humana universal»32 del hombre, de todo hom¬
bre, frente a una situación límite de dolor y angustia33.

tro de mi cuerpo». La llaga de hoy es el resultado del festín de las


serpientes de ayer.
31 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 473.
32 Ibid., pág. 474.
33 Esperanza Figueroa de Amaral, en «Conflicto racial en La Leles-
tina», págs. 20-68, ha hecho destacar el significado del nombre Ple¬
berio. Dice: «Pleberio es la plebe, el bajo, el perseguido, el miem-
230 «La Celestina
Que el lamento se encuentre precisamente al final de la
obra, donde el lector está acostumbrado a encontrar la acla¬
ración a todos los significados, le imparte, sin duda, una pro¬
minencia especial34 tanto que la crítica de La Celestina le
ha venido atribuyendo una gran importancia, sobre todo en
los últimos tiempos, si bien las opiniones están lejos de coin¬
cidir en cuanto al lugar que le corresponde dentro de la
estructura total y a su interpretación3S. Los que se adhieren
a la teoría del absoluto didacticismo o moralidad de la obra
(Bataillon y Green, por ejemplo) pretenden restarle impor¬
tancia. Otros (Lida de Malkiel, Gilman, Casa, Fraker, etc.),
lo consideran como un resumen válido de la obra. Para mí,
como para Gilman, las palabras de Pleberio son de primor¬
dial importancia, por el lugar prominente que el autor les
ha dado, por considerarlas como el monólogo final (ya se ha
discutido la importancia de los otros monólogos de la obra),
pronunciado cuando los personajes principales han muerto;
por brotar de lo hondo del alma del único personaje que ha
inspirado temor y respeto a otros y se ha mostrado genuina-
mente tierno y solícito, sin haber sido ridiculizado en nin¬
gún momento y, finalmente, porque resumen y tratan de
sacar sentido (si bien inútilmente) a todo lo que ha aconte¬
cido36. «El discurso de Pleberio es demasiado personal, de-

bro de un mundo interiorizado. Pleberio es el hombre de abajo, y


ojas usa el nombre conscientemente, como corresponde a un escritor
español de la Edad Media» (Pág. 53). Estoy de acuerdo con que el
nombre es significativo, pero prefiero darle la connotación, también
incluida en su significado, de «estado llano», de «hombre común», de
Everyman, quien, como persona sin nada especial, se enfrenta con
el dolor común: el de ser hombre, en su circunstancia concreta e
individual que, como veremos, no es compartible en modo alguno.
Frank P. Casa, «Pleberio’s Lament», págs. 20-29
33 Ver: Ibid Además: Charles F. Fraker, «The Importance».
r , i/VT' ;Step]ie" Gllman> The Spain of Fernando de Rojas: The
Intelectual and Social Landscape of La Celestina [La España de

"*,.í
Otras categorías existenciales 231

masiado angustiado en su deseo de consuelo, para ser igua¬


lado al planctus», dice Wardropper v. Es, en efecto, para mí,
tan personal, tan íntimo, que me hace ver a Pleberio como
el más humanizado de todos los personajes, por presentár¬
senos como el más angustiado, el más sufriente.
El tono desgarrado no es completamente una sorpresa,
ya que viene a confirmar la concepción pesimista del uni¬
verso que se ve a través de la obra38. Tampoco sorprende
que salga de Pleberio, a quien ya se ha visto en el décimo-
sexto acto preocupado con la fugacidad del tiempo y la ine-
vitabilidad de la muerte:

Alisa, amiga, el tiempo, según me parece, se nos va, como


dizen, entre las manos. Corren los días como agua de río. No
hay cosa tan ligera para huyr como la vida. La muerte nos
sigue e rodea, de la qual somos vezinos e hazia su vandera nos
acostamos, según natura. (II, XVI, 144.)

Allí se presenta como un hombre previsor, con los ojos bien


abiertos a la realidad. Sabe que la vida, aunque acabe para
un individuo determinado, continúa para la especie y por
ello quiere dejar asegurada su sucesión en el matrimonio
de su hija. Puede hacer proyectos ordenados y lógicos, a san¬
gre fría, porque lo hace en el contexto del diario vivir, de la
ilusión de una vida «normal» y sin sorpresas. Pero en el
momento de encontrarse existencialmente con una situa-

Fernando de Rojas: el paisaje intelectual y social de La Celestina]


(Princeton: Princeton University Press, 1972), pág. 360.
37 Bruce W. Wardropper, «Pleberio’s Lament for Melibea and the
Medieval Elegiac Tradition» [«El lamento de Pleberio por Melibea
y la tradición elegiaca medieval»], Modern Language Notes, LXXIX
(1964), 140-52. ■ T r i
38 Ver: Ayllón, «Negativism and Drama tic Structure m La Celes¬
tina» [«Negativismo y estructura dramática en La Celestina»], «Pe-
trarch and Fernando de Rojas», y La visión pesimista de «La Celestina»,
así como Frank P. Casa, «Pleberio's Lament for Melibea», ya citados.
232 «La Celestina»
ción límite de dolor y angustia casi insoportables, su lógica
lo abandona, dando paso al sufrimiento y a la manifestación
desgarradora de su alma, en la más abyecta soledad. Como
me parece que la queja de Pleberio es el pasaje de tono más
auténticamente existencial de la obra, procederé a analizar¬
la detenidamente. Para el efecto, la he dividido en cuatro
partes principales que, a su vez, subdividiré en fragmentos
basados en conceptos individuales.
Los autores de la Tragicomedia dieron a este pasaje una
estructura en escala ascendente de valores que se insinúa
desde la primera parte y que irá adquiriendo perfiles defi¬
nidos al continuar su desarrollo. Partiendo de su mundo in¬
mediato, Pleberio va dirigiéndose, por turno, a los mortales
que lo rodean, al mundo concreto de la tierra, a la fortuna,
a la vida y al amor, sin dejar nunca de recordar que, en
medio de todo esto se encuentra él, Pleberio, solo y abando¬
nado: ser agónico en la punzante conciencia de su soledad
y abandono. El examen cuidadoso del monólogo en sus dis¬
tintas partes nos hará ver que si bien su estructura es
«zigzagueante», como lo nota Lida de Malkiel39, también es
cierto que se mueve definitivamente en una dirección: la
abyecta soledad humana, el aislamiento de la mente dentro
de sí misma y la angustiosa conciencia de tal situación. In¬
tentaré este análisis siguiendo los pasos del pensamiento de
Pleberio, partiendo del punto de vista que es el yo del per¬
sonaje quien habla, con o sin la autorización de Rojas, su
autor, y sin ocuparme de la procedencia o parentesco litera¬
rio de los diversos elementos que constituyen el monólogo40.

39 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 475.


40 Creo que está suficientemente demostrado que Rojas no imitó
servilmente sino que se sirvió de citas, giros gramaticales, ideas y
conceptos estéticamente y que todo lo refundió para lograr una admi¬
rable individualización de caracteres y rasgos particulares de sus
personajes.

.i,
Otras categorías existenciales 233

La primera parte coincide con el primer párrafo del mo¬


nólogo. Ya en él se vislumbran los temas que se irán desarro¬
llando, paso a paso, hasta culminar en el grito desgarrado
de soledad, abatimiento y angustia del final. Me parece im¬
portante tener muy presentes todas y cada una de las pala¬
bras de Pleberio, por lo que las iré citando conforme vaya
ahondando en su interpretación.

¡Ay, ay, noble muger! Nuestro gozo en el pozo. Nuestro bien


todo es perdido. ¡No queramos más biuir! E porque el inco¬
gitado dolor te dé más pena, todo junto sin pensarle, porque
más presto vayas al sepulcro, porque no llore yo solo la pér¬
dida dolorida de entramos, ves allí a la que tú pariste e yo
engendré, hecha pedamos. La causa supe della; más la he sabi¬
do por estenso desta su triste siruienta. Ayúdame a llorar
nuestra llagada postremería. (II, XXI, 201.)

Pleberio empieza por dirigirse a su mujer, quien acaba de


interpelarlo sobre la causa de su llanto. Le declara la reali¬
dad y las razones que tiene para mesar sus cabellos y se
muestra algo esperanzado de encontrar compañía en su do¬
lor, pues se trata de la pena de «entramos». Al exclamar
«¡O gentes, que venís a mi dolor! ¡O amigos e señores, ayu¬
dóme a sentir mi pena!» (II, XXI, 201), pasa a pedir ayuda
a sus semejantes, a sus amigos y vecinos, que parecen haber
venido a curiosear, a fin de no llorar solo su pena.

¡O mi hija e mi bien todo! Crueldad sería que viua yo so¬


bre ti. Más dignos eran mis sesenta años, de la sepultura, que
tus veynte. Turbóse la orden del morir con la tristeza que te
aquexaua. ¡O mis canas, salidas para auer pesar! Mejor go¬
zara de vosotras la tierra que de aquellos ruuios cabellos que
presentes veo. Fuertes días me sobran para viuir; ¿quexarme
he de la muerte? ¿Incusarle he su dilación? Quanto tiempo me
dexare solo después de ti, fálteme la vida, pues me faltó tu
agradable compañía. (II, XXI, 201 y 202.)
234 «La Celestina»

Ahora se dirige al cuerpo inerte de su hija. Al contemplar


esa lozana juventud cercenada súbitamente, a causa de pe¬
nas amorosas, no puede menos de considerar lo cruel e in¬
justo de la situación: él, anciano, queda con vida cuando la
joven Melibea ha muerto. Es ésta la primera insinuación
que hace de la falta de orden o de la alteración del orden
lógico. Apunta, además, lo absurdo de la causa. Estas ideas,
como veremos, las desarrollará ampliamente más adelante.
A la vez subraya el hecho de que la vida, sin compañía, no
es en realidad vida, sino ausencia de ella.

¡O muger mía! Leuántate de sobre ella e, si alguna vida te


queda, gástala comigo en tristes gemidos, en quebrantamien¬
to e sospirar. E si por caso tu espíritu reposa con el suyo, si
ya has dexado esta vida de dolor, ¿por qué quesiste que lo
passe yo todo? En esto tenés ventaja las hembras a los varo¬
nes, que puede vn gran dolor sacaros del mundo sin lo sentir
o a lo menos perdeys el sentido, que es parte de descanso. (II,
XXI, 202.)

Vuelve a dirigirse a su esposa, requiriendo de nuevo su com¬


pañía y de paso subrayando su propia soledad. Considera
que ella le lleva ventaja con su desmayo (¿o muerte?) ya
que, como dirá Rubén Darío en nuestra época, «pues no hay
dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesa¬
dumbre que la vida consciente». Las palabras de Plebe-
rio hacen resaltar, además, si no la soledad física (los «ami¬
gos y señores» a que antes se refería deben encontrarse pre¬
sentes), a lo menos el hecho de que él así percibe la situa¬
ción.
¡O duro corazón de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor,
que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué
torres? ¿Para quién adquirí honrras? ¿Para quién planté árbo¬
les? ¿Para quién fabriqué nauíos? (II, XXI, 202.)
Otras categorías existenciales 235
Del mundo genérico de los hombres, del círculo exterior de
la familia, amigos y vecinos, pasa ahora al específico del
hombre, al del sí interior, dirigiéndose a su corazón con una
serie de interrogaciones anafóricas que establecen el sem¬
piterno á quoi bon de los existencialistas. El hecho de que
Pleberio ponga el acento en la persona, y la reiteración
martilleante del «para quién» refuerzan el tema de su sole¬
dad y el del absurdo. En un nuevo lanzarse de su interior
hacia el exterior, hacia el mundo que le rodea, Pleberio in¬
crepa después a la tierra, lugar falto de piedad, de senti¬
mientos y de lógica; lugar donde no hay alivio para las pe¬
nas: «¡0 tierra dura! ¿cómo me sostienes? ¿Adonde hallará
abrigo mi desconsolada vegez?» (II, XXI, 202). Se siente
viejo y sin consuelo, aislado, solo.

¡O fortuna variable, ministra e mayordoma de los tempo¬


rales bienes!, ¿por qué no executaste tu cruel yra, tus mudables
ondas, en aquello que a ti es subjeto? ¿Por qué no destruyste
mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi morada? ¿Por qué
no asolaste mis grandes heredamientos? Dexárasme aquella
florida planta, en quien tú poder no tenías; diérasme, fortuna
flutuosa, triste la mocedad con vegez alegre, no peruertieras la
orden. Mejor sufriera persecuciones de tus engaños en la rezia
e robusta edad, que no en la flaca postremería. (II, XXI,
202 y 203.)

Ahora, por primera vez, Pleberio pasa de lo concreto (las


personas, el mundo) a lo abstracto, apostrofando la fortuna
a quien considera variable y poderosa sobre los bienes tem¬
porales que son, para él, de menor importancia que la vida.
En una nueva serie de cuatro interrogaciones anafóricas,
se refiere también a bienes temporales y establece la absur¬
didad del empleo del poder: la «ministra e mayordoma»
deja intacto lo que cae bajo su jurisdicción, mientras se lle¬
va una vida sobre la cual no debería tener poder alguno.
236 La Celestina»

Insiste, además, en la perversión del orden lógico, ya que


las contrariedades, los sufrimientos, podrían soportarse me¬
jor en la mocedad que en la vejez, lógica que, sin embargo,
no confirma la realidad pues allí está el cuerpo de su hija.
Nada tiene sentido, todo es, simplemente, fortuito. En esta
primera parte ha establecido Pleberio los motivos básicos
de su queja: se encuentra sufriente, aislado y solo, en un
mundo sin sentido, gobernado por poderes caprichosos.
La segunda parte se compone de varios párrafos en que
Pleberio retira la vista del mundo inmediato de sus seme¬
jantes para concentrar sus quejas en el más generalizado
concepto del «mundo» como el escenario donde se desarro¬
lla la vida, cuyo concepto ya había introducido al dirigirse a
la «tierra».

¡O vida de congoxas llena, de miserias acompañada! ¡O mun¬


do, mundo! Muchos mucho de ti dixeron, muchos en tus qua-
lidades metieron la mano, a diuersas cosas por oydas te com¬
pararon; yo por triste esperiencia lo contaré, como a quien las
ventas e compras de tu engañosa feria no prósperamente su¬
cedieron, como aquel que mucho ha fasta agora callado tus
falsas propiedades, por no encender con odio tu yra, porque
no me secasses sin tiempo esta flor que este día echaste de
tu poder. Pues agora sin temor, como quien no tiene qué per¬
der, como aquel a quien tu compañía es ya enojosa, como ca¬
minante pobre, que sin temor de los crueles salteadores va
cantando en alta boz. Yo pensaua en mi más tierna edad que
eras y eran tus hechos regidos por alguna orden; agora, visto
el pró e la contra de tus bienandanzas, me pareces vn labe¬
rinto de errores, vn desierto espantable, vna morada de fieras,
juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno,
región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado
lleno de serpientes, huerto florido e sin fruto, fuente de cuyda-
dos, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin prouecho,
dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor.
(II, XXI, 203-205.)
Otras categorías existenciales 237

Los optimistas, los felices, los que se fían de palabras ajenas


y las repiten llenos de fe, no saben lo que dicen cuando ala¬
ban al mundo. El yo de su experiencia personal, que ya
nada tiene que perder, revelará ahora la verdad en alta voz.
Ha callado por temor a suscitar la ira del mundo y, sin
embargo, de nada le ha servido, pues se le ha hecho sufrir
absurda, irrevocablemente. Él también, cuando joven, creía
ciegamente y con fe en el orden del universo. Con un con¬
traste entre el imperfecto —pensaba— y el presente —me
pareces— contrapone la fe de su juventud, con el conoci¬
miento pragmático de su vejez. Si antes creía que el mundo
estaba regido por un orden, ahora cabe que no es así. A la
idea del orden, expresada simplemente con una frase, Ple-
berio opone su conocimiento del desorden, del contrasenti¬
do, expresado con una serie de frases bimembres en las cua¬
les unas veces el primer elemento aparece desconcertante a
través de alguna imagen negativa (laberinto, desierto); el
sentimiento se intensifica con la adjetivación que es aún
más negativa (de errores, espantable, de fieras). Otras veces,
las frases son oximorónicas. De sus dos elementos, los pri¬
meros parecen armonizar con la simple fe de su juventud,
a través de imágenes positivas; los segundos, como su pre¬
sente desengañado, son imágenes negativas. La serie termina
con una correlación bimembre en que se invierte el orden
de los términos (vana esperanza, falsa alegría) para rematar
con la estructura inicial de vocablo positivo (verdadero) se¬
guido de uno negativo (dolor); descarga así toda la emoción
en la única cosa verdadera que identifica al mundo: el dolor.

Céuasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleytes; al


mejor sabor nos descubres el anzuelo: no lo podemos huyr,
que nos tiene ya cacadas las voluntades. Prometes mucho, nada
no cumples; échasnos de ti, porque no te podamos pedir que
mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los pra-
238 «La Celestina»
dos de tus viciosos vicios, muy descuydados, a rienda suelta;
descúbresnos la celada, quando ya no ay lugar de boluer. (II,
XXI, 205.)

Como el Roquentin de La náusea, Pleberio piensa que el mun¬


do promete aventuras que no son verdaderas. El mundo es,
consecuentemente, falso y engañoso. Atrapa en celadas de
las cuales el hombre no tiene escape alguno. Una vez preso
en las limitaciones de su carne, no hay modo de que el hom¬
bre pueda liberarse.

Muchos te dexaron con temor de tu arrebatado dexar: bien-


auenturados se llamarán, quando vean el galardón que a este
triste viejo as dado en pago de tan largo seruicio. Quiébrasnos
el ojo e vntasnos con consuelos el caxco. (II, XXI, 205.)

En tales circunstancias, hasta la muerte es mejor que la vi¬


da. Aquellos que, rebelándose, decidieron abandonar el mun¬
do son bienaventurados, comparados con él, a quien se le
paga mal su «largo servicio», es decir, su luenga vida que se
ve ahora coronada solamente con la tristeza.

Hazes mal a todos, porque ningún triste se halle solo en


ninguna aduersidad, diziendo que es aliuio a los míseros, como
yo, tener compañeros en la pena. Pues desconsolado viejo, ¡qué
solo estoy! (II, XXI, 205.)

Aunque todos sufren y aunque el mundo crea lo contrario,


no hay alivio alguno en tener compañeros en la pena, puesto
que nadie sufre nuestro dolor. Pleberio lo ve claramente;
más aún, lo siente hondamente al auto-contemplarse, des¬
consolado y viejo, en la más abyecta soledad41.

41 «Sigue la reflexión de que el Mundo, pretextando 'que es aliuio a


los miseros como yo, tener compañeros en la pena', hace mal a to¬
dos (XXI, 221), reflexión a todas luces impertinente o, cuando menos
expresada con torpeza, ya que la contradicen las palabras inmedia-
Otras categorías existenciales 239

Yo fui lastimado sin hauer ygual compañero de semejante


dolor; avnque más en mi fatigada memoria rebueluo presentes
e passados. Que si aquella seueridad e paciencia de Paulo Emi¬
lio me viniere a consolar con pérdida de dos hijos muertos en
siete días, diziendo que su animosidad obró que consolase él
al pueblo romano e no el pueblo a él, no me satisfaze, que otros
dos le quedauan dados en adobción. ¿Qué compañía me ter-
nán en mi dolor aquel Pericles, capitán ateniense, ni el fuerte
Xenofón, pues sus pérdidas fueron de hijos absentes de sus
tierras? Ni fue mucho no mudar su frente e tenerla serena e
el otro responder al mensajero, que las tristes albricias de la
muerte de su hijo le venía a pedir, que no recibiesse él pena,
que él no sentía pesar. Que todo esto bien diferente es a mi
mal. (II, XXI, 205 y 206.)

Repasa la historia sólo para confirmar su irremediable sole¬


dad y la unicidad de su dolor, que no es comparable con el
de ningún otro hombre. Al contrario de Melibea, quien en¬
contró justificación para su acto en el pasado histórico, Ple-
berio, en su angustia, no encuentra consuelo en ejemplos de
hombres sufrientes en la antigüedad; a ellos les quedaba
algo; a él, nada. Su mal es diferente, precisamente por ser
suyo.
Pues menos podrás dezir, mundo lleno de males, que fui¬
mos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras e yo, que sea¬
mos yguales en sentir e que responda yo, muerta mi amada
hija, lo que el su vnico hijo, que dijo: como yo fuesse mortal,
sabía que hauía de morir el que yo engendraua. Porque mi
Melibea mató a sí misma de su voluntad a mis ojos con la
gran fatiga de amor que la aquexaba; el otro matáronle en muy
lícita batalla. (II, XXI, 206 y 207.)

tas. ‘Pues, desconsolado viejo, qué solo estoy!’», dice Rosa Lida de
Malkiel (La originalidad, pág. 474, nota 3). No estoy de acuerdo con
lo de la impertinencia o contradicción, como puede verse por la in¬
terpretación que acabo de dar. El mismo Pleberio confirma mi idea
con las palabras que siguen a su dolorosa exclamación, en las que,
como veremos, repasa la historia sin hallar consuelo, por no haber
ygual compañero.
240 «La Celestina»

El caso de Anaxágoras, que perdió también a un su hijo


único, puede ser algo más semejante al suyo, piensa Plebe-
rio. Sin embargo, las reacciones afectivas de los dos hom¬
bres no pueden ser iguales, pues no hay casos idénticos: el
hijo de Anaxágoras murió en una batalla lícita; la razón de
la muerte de Melibea fue injusta, absurda—el amor, que
debería ser el sentimiento más hermoso y armonizador del
mundo, la cargó con «gran fatiga». Ya aquí empieza Plebe-
rio a apuntar el camino al que se dirigen sus quejas. Si se
trata del enfrentarse solamente con la muerte, Pleberio po¬
dría ser tan estoico y razonador como el que más. Pero,
continúa:

¡O incomparable pérdida! ¡O lastimado viejo! Que quanto


más busco consuelos, menos razón fallo para me consolar. Que,
si el profeta e rey Dauid al hijo, que enfermo lloraua, muerto
no quiso llorar, diziendo que era quasi locura llorar lo irre¬
cuperable, quedáuanle otros muchos con que soldase su llaga;
e yo no lloro triste a ella muerta, pero la causa desastrada de
su morir. (II, XXI, 207 y 208.)

Pleberio nos ha llevado a la verdadera causa de su dolor,


paso a paso, lamentándose de sí mismo y confirmando la
unicidad de su pena, subrayando su profundo aislamiento
del mundo y de la humanidad y lo absurdo de la situación
en que se halla. No llora la muerte de la hija. Como Anaxá¬
goras, también él sabe que todo lo que se engendra tiene que
morir. Llora la causa de su muerte, que ahora viene a con¬
firmar lo que él ya sospechaba al contemplar, angustiado,
las posibilidades del diario vivir: «Agora perderé contigo,
mi desdichada hija, los miedos e temores que cada día me
espauorecían: sola tu muerte es la que a mí me haze seguro
de sospecha» (II, XXI, 208). Ya no hay duda, su angustia
tiene razón de ser.
Otras categorías existenciales 241

¿Qué haré, quando entre en tu cámara e retraymiento e la


halle sola? ¿Qué haré de que no me respondas, si te llamo?
¿Quién me podrá cobrir la gran falta que tú me hazes? Nin¬
guno perdió lo que yo el día de oy, avnque algo conforme
parescía la fuerte animosidad de Lambas de Auria, duque de
los ginoveses, que a su hijo herido con sus bragos desde la
nao echó en mar. Porque todas estas son muertes que, si
roban la vida, es forgado de complir con la fama. Pero ¿quién
forgó a mi hija a morir, sino la fuerte fuerga de amor? (II,
XXI, 208 y 209.)

El pasado histórico lo trae al presente inmediato, al cuerpo


inerte que tiene frente a él, lo que a su vez provoca un nue¬
vo dolor: «la punzante pena de la memoria»42 que vierte
en una correlación sintáctica trimembre de interrogaciones,
patéticamente dirigidas a la hija muerta. Los recuerdos del
pasado feliz en compañía de su hija ponen ahora de mani¬
fiesto su absoluta soledad y su impotencia ante el destino.
Insiste en que no hay dolor como el suyo y, por lo tanto, no
hay consuelo en los razonamientos y ejemplos ofrecidos por
Petrarca, ya que aquellas fueron muertes que, cuando me¬
nos, trajeron algo: fama, que es una especie de inmortali¬
dad. Su hija, en cambio, insiste él, cayó en una trampa ab¬
surda, la tendida en el mundo por la «fuerte fuerza de amor».
Confirma así que no es la muerte misma de lo que se que¬
ja, de lo que sufre sin consuelo, sino la absurda causa de la
misma 43.

42 Casa, «Pleberio's lament», pág. 26.


43 Vemos, pues, que no es tanto falta de ilación, como dice Lida
de Malkiel, sino énfasis, lo que hace a Pleberio insistir en su recha¬
zo de ejemplos de consolaciones tomadas de la antigüedad. Lida de
Malkiel dice exactamente lo siguiente: «Sin respetar la ilación, se
intercala aquí un ejemplo petrarquesco más, análogo a los ya enu¬
merados, pero con la peculiaridad de traer a remolque el Amor como
causa de la muerte de Melibea (XXI, 223 y sig.). Lo curioso es que,
en lugar de continuar en esta dirección, Pleberio vuelve a sus repro-

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 16
242 La Celestina

Pues, mundo halaguero, ¿qué remedio das a mi fatigada


vegez? ¿Cómo me mandas quedar en ti, conosciendo tus fala¬
cias, tus lazos, tus cadenas e redes, con que pescas nuestras
flacas voluntades? ¿A dó me pones mi hija? ¿Quién acompa¬
ñará mi desacompañada morada? ¿Quién temá en regalos mis
años, que caducan? (II, XXI, 209.)

Ahora procede a resumir su queja contra el mundo enga¬


ñoso, en una serie de interrogaciones que abarcan toda la
gama del razonamiento humano en su expresión de igno¬
rancia, extrañeza, admiración y horror. Empezando por una
negación implícita (¿qué remedio?), inquiere sobre la ma-
nera (¿cómo?), el destino (¿a dó?) y termina con una diada
de preguntas sobre la persona (¿quién?) que subrayan el
horror de su soledad. Pleberio se encuentra, frente a frente,
con la única pregunta filosófica válida para el existencialis-
ta: si no hay remedio a la angustia, si el hombre está aquí
aherrojado en un mundo sin orden, sin perspectiva de ali¬
vio en el futuro, caído, solo y flaco, ¿para qué continuar
viviendo? («¿Cómo me mandas quedar en tí...?»).

ches contra el Mundo y a sus quejas de soledad, y sólo después de


estas se lanza de lleno a la invectiva contra el Amor» (XXI 224 y sigs )
(la originalidad, pág. 475, nota 3). Creo que la traída del Amor no es
tan «a remolque» como a primera vista parece. Pleberio se está que¬
jando contra el mundo y sus engaños, el mayor de los cuales es el
amor como hemos venido viendo. No es esta, pues, la primera vez
que Pleberio menciona el Amor: lo insinúa ya al decir «Corremos
por los prados de tus viciosos vicios», lo dice más abiertamente al
declarar «porque mi Melibea mató a sí misma de su voluntad a mis
ojos con la gran fatiga de amor que la aquexaba», lo confirma al in-
ícar que el no llora «triste a ella muerta, pero la causa desastrada
de su morir», hasta que por fin se declara en la frase en cuestión
«¿quién forgó a mi hija a morir, sino la fuerte fuerga de amor?»
Este ,eS fl1 utema que subraya el desarrollo del discurso y culminará
cuando Pleberio enderece su invectiva directamente contra el Amor
Hacia este punto nos ha venido trayendo Pleberio.
Otras categorías existenciales 243

Aquí comenzará Pleberio la tercera parte de su discurso


que dirige al amor, la tercera fuerza de orden superior, que
junto con la fortuna y la muerte, rige al mundo, donde el
hombre se encuentra en calidad de títere, bailando su «con-
goxosa danga». Analicemos lo que dice Pleberio:

¡O amor, amor! ¡Qué no pensé que tenías fuerga ni poder


de matar a tus subjetos! Herida fue de ti mi juuentud, por
medio de tus brasas passé: ¿cómo me soltaste, para me dar
la paga de la huyda en mi vegez? Bien pensé que de tus lazos
me aula librado, quando los quarenta años toqué, quando fui
contento con mi conjugal compañera, quando me vi con el
fruto que me cortaste el día de oy. No pensé que tomauas en
los hijos la venganza de los padres. Ni sé si hieres con hierro
ni si quemas con fuego. Sana dexas la ropa; lastimas el cora¬
zón. Hazes que feo amen e hermoso les parezca. (II, XXI,
209 y 210.)

La perspectiva de tercera persona en que Pleberio se había


mantenido ante el amor hasta ahora, cambia repentinamen¬
te hacia una relación dialogal más íntima de yo-tú. Em¬
pleando una serie de tres pares de pretéritos e imperfectos
(«no pensé que tenías; bien pensé que... me auía librado; no
pensé que tomauas») que contrastan con el presente en que
se pronuncia el discurso, que es el del conocimiento dolo¬
roso en la propia experiencia de Pleberio, establece la dico¬
tomía entre el mundo interior de la idea, de la creencia, de
la fe y el exterior de la realidad experimentada en carne
viva. Se muestra incrédulo de que el amor sea capaz de ma¬
tar a aquellos que le sirven, lo cual es una nueva indicación
de la falta de sentido, de la carencia de lógica en la realidad
que es la vida. Mas, si esa es la lógica del amor, ¿cómo lo
dejó a él, Pleberio, escapar, cuando le estaba sujeto, sólo
para cobrarle ahora en la vejez al tomar venganza en su hi¬
ja? ¡Se sentía tan seguro de su madurez, en una vida que
244 «La Celestina»

había organizado de acuerdo con el orden moral y que había


visto bendecida con el supremo don de la paternidad! Todo
es, pues, absurdo. En seguida pasa a una especie de presen¬
te eterno para hacer más inmediato y duradero el agudo
contraste entre la apariencia y la realidad. Nada es lo que
parece: tras la superficial hermosura está la fealdad, tras la
apariencia íntegra del exterior, el resquebrajamiento del do¬
lor interior.

¿Quién te dió tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no


te conuiene? Si amor fuesses, amarías a tus siruientes. Si los
amasses, no les darías pena. Si alegres viuiessen, no se mata¬
rían, como agora mi amada hija. ¿En qué pararon tus siruien¬
tes e sus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a
manos de los más fieles compañeros que ella para su senti¬
do enponeoñado jamás halló. Ellos murieron degollados. Ca-
listo, despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte
por seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron; amar¬
gos hechos hazes. No das yguales galardones. Iníqua es la ley,
que a todos ygual no es. Alegra tu sonido; entristece tu trato,
ñienauenturados los que no conociste o de los que no te cu¬
raste. (II, XXI, 210.)

Ya Stephen Gilman44 ha hecho resaltar la importancia de la


primera interrogación de esta cita. Amor, dice Gilman, es
un eufemismo por «Dios». Si es así, el problema del origen
del poder que desembocará en el de la causa, se introduce
también en el plano del absurdo. Si el Amor es Dios, es un
Dios sin lógica alguna, y si hay otro poder sobre el Amor, la
situación empeora filosóficamente, pues dicho poder rige un
reino de caos y desorden y, si tal poder existe, debe ser
insatisfactorio, defectuoso, irracional y arbitrario. Esta vez,
Pleberio ataca el problema desde el punto de vista lingüís¬
tico: si en el vocablo, si en el nombre, si en la palabra, está

44 Gilman, The Spain, págs. 376 y sigs.


Otras categorías existenciales 245

contenida la identidad, el amor no es amor, pues no ama,


da pena, destruye. Es, además, absurdo e injusto pues lleva
dulce nombre y produce amargura y no a todos los trata
igual.
Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido
traydos. Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que
te siguen. Enemigo de toda razón, a los que menos te siruen
das mayores dones, hasta tenerlos metidos en tu congoxosa
danga. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te
riges sin orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre e mogo.
Ponente vn arco en la mano, con que tiras a tiento; más cie¬
gos son tus ministros, que jamás sienten ni veen el desabrido
galardón que saca de tu seruicio. Tu fuego es de ardiente rayo,
que jamás haze señal dó llega. La leña, que gasta tu llama,
son almas e vidas de humanas criaturas. Las quales son tantas,
que de quien comentar pueda, apenas me ocurre. No sólo de
christianos; mas de gentiles e judíos e todo en pago de buenos
seruicios. ¿Qué me dirás de aquel Macías de nuestro tiempo,
cómo acabó amando, cuyo triste fin tú fuiste la causa? ¿Qué
hizo por ti Páris? ¿Qué Elena? ¿Qué hizo Ypermestra? ¿Qué
Egisto? Todo el mundo lo sabe. Pues a Sapho, Ariadna, Lean¬
dro, ¿qué pago les diste? Hasta Dauid e Salomón no quisiste
dexar sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo que mereció,
por creerse de quien tú le forjaste a darle fe. Otros muchos,
que callo, porque tengo harto que contar en mi mal. (II, XXI,
210 y 211.)

«Dios te llamaron otros», dice Pleberio, pero él, que sabe


la verdad, no se adhiere a tal denominación. Dios «mata
los que crió», lo que ya de por sí es absurdo; el caso del
amor es aún peor, pues mata a los que le siguen. Sólo una
cosa es cierta; a todos los atrapa el amor en su «congojosa
danza» de la vida. No hay escape pero tampoco hay lógica
ni justicia en lo que hace el amor. Todas estas consideracio¬
nes hacen que Pleberio vuelva una vez más sobre la pre¬
gunta clave de la causa, del por qué este regirse «sin orden
246 «La Celestina

ni concierto». Si ciego es el Dios amor, más ciego es el hom¬


bre que le sirve, sin darse cuenta de que, tarde o tempra¬
no, sin saber cómo ni cuándo, ni por qué, sin distinción de
religiones ni de clases, será partido por el rayo, quemado
en el fuego, no solamente en cuerpo sino en alma. En su
carne y en su espíritu, el hombre será castigado por el solo
hecho de haber sido puesto en este mundo45.
Entra ahora Pleberio en la cuarta y última parte de su
peroración, que, como se ha venido viendo, está organizada
sobre una estructura ascendente de valores. En la primera,

45 Henry Mendeloff («Pleberio in Contemporary Celestina Criti-


cism» [«Pleberio en la crítica contemporánea de Celestina»], Romance
Notes, XXI, 369-73), trata de armonizar las opiniones polarizadas de
la crítica con respecto a Pleberio y su posición en la obra. Mendeloff
describe dicha polarización, clasificando a los críticos como «litera-
listas» y «trascendentalistas». Los primeros (Bataillon, Green y Al-
borg) ven a Pleberio como el padre engañado que nos da la moral
del drama, mientras que los segundos (Lida de Malkiel, Gilman y
Wardropper), ven a Pleberio como un personaje que se sale de su
papel para darnos el tema de la obra en términos de la condición
humana universal. Los primeros se suscriben a la teoría de que
La Celestina es una moralidad en la cual los pecadores sufren las con¬
secuencias de sus culpas y los segundos sostienen que es la proyec¬
ción dramática del «sentimiento trágico de la vida» del autor, inde¬
pendiente de preceptos religiosos aunque universal en su aplicación.
«Ayllón», dice Mendeloff, «se coloca a medio camino entre los cam¬
pos opuestos», indicando que el discurso del acto final está dentro
del carácter de Pleberio pero que sus comentarios aluden a la ago¬
nía, futilidad, injusticia y la inmanente tragedia de la vida en gene¬
ral y de la de Rojas en particular. Queriendo incluir ambos puntos de
vista, Mendeloff concluye que se puede ver La Celestina «como una
moralidad en el sentido de que demuestra que somos inevitable¬
mente las víctimas de nuestras propias pasiones y, al sucumbir a
ellas, ocasionamos nuestra propia perdición». Creo ver una contra¬
dicción de términos y conceptos en esta conclusión pues si somos
inevitablemente víctimas no podemos menos que sucumbir y, por
lo tanto, nuestra perdición nos es impuesta por quienquiera que rija
tal inevitabilidad. En el caso de La Celestina, como acabamos de ver,
este poder absoluto se llama Amor.
Otras categorías existenciales 247

Pleberio se dirigió a los mortales, incluyéndose a sí mismo,


se dolió de su soledad e introdujo su queja contra la tierra
y la fortuna. De sus alrededores inmediatos, Pleberio pasó
en la segunda parte a elaborar sus quejas contra el mundo
y la vida en el mundo. En la tercera parte pasó de lo con¬
creto a lo abstracto (Amor), de los resultados a las causas.
Ahora, en la cuarta parte, sólo le queda a Pleberio hacer un
resumen de la situación total, regresando de lo universal a
lo particular, de las causas y efectos, a su absoluta soledad
de hombre sufriente, en un mundo sin lógica y sin sentido.
El discurso se cierra en un círculo perfecto: iniciado con la
angustiosa muerte de la hija, termina en las doloridas pre¬
guntas dirigidas a su inerte cuerpo.

Del mundo me quexo, porque en sí me crió, porque no me


dando vida, no engendrara en él a Melibea; no nascida, no
amara; no amando, cessara mi quexosa e desconsolada pos¬
trimería. ¡O mi compañera buena! ¡O mi hija despedazada!
¿Por qué no quesiste que estoruasse tu muerte? ¿Por qué no
houiste lástima de tu querida e amada madre? ¿Por qué te
mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dexaste,
quando yo te havía de dexar? ¿Por qué me dexaste penado?
¿Por qué me dexaste triste e solo in hac lachrymarum valle?
(II, XXI, 211 y 212.)

En resumidas cuentas, el único pecado del hombre es haber


nacido; por ello es castigado con la muerte: lo nacido, en¬
gendra; lo engendrado ama y quien ama está condenado a
muerte o a una desolada postrimería46. El lamento termina

46 No estoy de acuerdo con Otis H. Green («Did the ‘World’


‘create’ Pleberio?» [«¿‘Creó’ el ‘mundo’ a Pleberio?»], Romanische
Forschungen, LXXVII (1965), 108-110) que sostiene que Pleberio se
queja de la tierra simplemente por haberlo sostenido o alimentado,
y no de «su entrada al universo» como se quejó Job. Pleberio mismo
nos dice que se queja del mundo «porque no me dando vida...», es
decir que, como Job, se queja de haber nacido. Sin embargo, aun-
248 «La Celestina»

también en una escala ascendente, esta vez de orden emo¬


tivo. Una correlación bimembre de interrogaciones anafóri¬
cas negativas, seguida de un interrogante retórico con que
acusa a su hija de crueldad, es coronada por una correlación
trimembre, también anafórica, de preguntas que él bien sabe
no obtendrán contestación, pues van dirigidas al testigo au¬
sente de su tragedia. Cada nuevo «por qué me dexaste» va
haciéndonos sentir, en crescendo, el dolor y angustia del
padre.
El sufrimiento, físico o moral, y la preocupación de la
muerte, despiertan en el agonista existencial una angustia
incontenible. Es precisamente este sufrimiento lo que ori¬
gina el grito de dolor de Pleberio. Esta angustia no puede
ser compartida, ya que en el mundo existen innumerables
barreras que hacen imposible toda comunicación con nues¬
tros semejantes. Cuando Pleberio trata de desahogar su
pena con su esposa, se queja precisamente de que ésta ya no
lo escucha. El hombre, que ha sido dotado del poder de la
razón, se encuentra en un mundo aparentemente inexplica¬
ble por vía racional, en una situación absurda, sujeto a la
casualidad, víctima de los caprichos y contradicciones del
mundo y de la fortuna. En tal situación, por consiguiente,
no hay libertad verdadera. En cada recodo del camino, el
hombre se enfrenta con la necesidad de tomar decisiones en
las cuales, la mayoría de las veces, no tiene alternativa donde
escoger. Consecuentemente, no le queda al hombre otro re¬
medio que rebelarse contra la injusticia que se comete con¬

que como Green sostiene, Pleberio se quejara del mundo como natura
naturata por haberlo sostenido, la conclusión no cambia, ya que el
sufrimiento es el mismo, la angustia no se acaba y este mundo, aquí
abajo, el mundo de los fenómenos, es un mundo sujeto a la casua¬
lidad, caprichos y contradicciones de la fortuna y de cualquier otro
poder que lo rija.
Otras categorías existenciales 249

tra él; a veces esta rebelión resulta en suicidio. Pero aun


en medio de su rebeldía, el hombre no puede encontrar
compañía alguna, se encuentra solo en sus sufrimientos y
en la aterradora soledad de la muerte. «Vanidad de vanida¬
des, todo es vanidad», como es el caso del amor, que lleva
a la más grande de las ilusiones de felicidad y que, al fin y
al cabo, también termina en la muerte. En su angustia, en
su desesperación, el hombre se vuelve a Dios, a quien inte¬
rroga sobre su condición, sólo para encontrarse con un si¬
lencio absoluto. Inocente o culpable, el veredicto de Dios es
el mismo: la muerte.
Del «¿para qué?» inicial, pasa Pleberio a la pregunta
«¿quién?» inquiriendo sobre el origen del poder, para ter¬
minar interrogándose sobre el problema de «¿por qué?». El
Sísifo de Camus se hace la misma pregunta y aunque tam¬
poco encuentra respuesta, decide aceptar su destino. Y Ca¬
mus nos dice que hay que imaginarse a Sísifo feliz, en la
seguridad de que su lucha, sus trabajos para llegar a las
alturas, le bastan. A Pleberio, en cambio, no podríamos nun¬
ca imaginárnoslo así. Al contrario, la única imagen que po¬
demos hacernos de él es la de un hombre, de pie, con la
cabeza alzada, gesticulando al borde del abismo, ya mos¬
trando amenazantemente un puño cerrado al vacío de las al¬
turas, ya dejando caer los brazos como muestra de su impo¬
tencia, con la barba sumida en el pecho, mirando triste y
amargamente a su hija, a cuyo cuerpo dirige las últimas pre¬
guntas, sin esperanza de obtener respuesta alguna.
El existente de carne y hueso, Unamuno, sostenía que el
hombre se pregunta el significado de las cosas, de dónde
vienen y a dónde van él y el mundo en que vive y del cual
vive y que, debajo de estas preguntas, «no hay tanto el
deseo de conocer un por qué como el de conocer el para
250 «La Celestina

qué; no de la causa, sino de la finalidad»47. En la Tragico¬


media todo termina con la aserción del absurdo, del dolor y
de la soledad y con la tremenda interrogación sobre la últi¬
ma causa. El problema del por qué y del para qué del dolor
y del sufrimiento queda sin respuesta, como si Rojas quisie¬
ra poner de relieve la futilidad de todo intento de descubrir
la verdad. Sentimos que Rojas nos dice al oído su gran
secreto: lo único real y duradero en este valle de lágrimas
es la pena, la angustia y la abyecta soledad del hombre.
Unamuno permitió a su San Manuel elegir su propio des¬
tino, guardando en su interior el secreto de sus dudas. Ca-
mus le permitió a su Sísifo encararse con lo absurdo de su
situación y aceptarla, a pesar de no haber descubierto tam¬
poco el por qué ni el para qué. Rojas no pone a su Pleberio
en situación de elegir; lo deja con el angustioso grito de
dolor en la boca, mostrando así el pesimismo total y abso¬
luto de la obra.

47 Miguel de Unamuno y Jugo, Del sentimiento trágico de la vida


en los hombres y en los pueblos (Buenos Aires: Espasa-Calpe Argen¬
tina, segunda edición, 1938), pág. 30.
COINCIDENCIA DE IMÁGENES, SIMBOLOS Y MITOS

Hasta ahora hemos venido leyendo existencialmente La


Celestina a través de temas y actitudes filosóficas. En los
dos últimos capítulos se considerarán, si bien someramente,
algunos de los procedimientos literarios, técnicas y métodos
empleados por los autores para comunicar eficazmente sus
ideas al lector. Todavía no se ha hecho un estudio detallado
de esta naturaleza. No pretendo que sea éste el lugar apro¬
piado para desarrollarlo extensamente, pues estaría fuera
del alcance de este trabajo. Sin embargo, en una lectura
existencialista de la Tragicomedia no puede dejarse de men¬
cionar la modernidad de la técnica y las similitudes que exis¬
ten en el empleo de imágenes, símbolos y mitos entre La
Celestina y algunas obras de escritores existencialistas.

EL MANTO

Empezaré con el símbolo o imagen de la caja, estuche,


caparazón, abrigo o capa que protege al individuo y que a
veces representa su estado social o económico. En los cuen-
252 «La Celestina»

tos El capote y El ladrón honrado de los rusos Nikolai


Gogol y Fyodor Dostoevsky, respectivamente, aparece la
capa. En el último, dicha prenda representa la única pose¬
sión terrena del ratero, Emilian, quien, a la hora de la muer¬
te, trata de redimirse frente a Astafi Ivanich, pidiéndole que
lleve a vender su desgarrado «tesoro» al mercado de ropa
vieja para que con el producto de la venta se pague el hurto
que Emilian le hizo. Lo único que lo redime es el gesto,
pues por la capa nadie daría gran cosa. En el primer cuento
mencionado, el empleadito de gobierno, Akaki Akakiyevich,
trabaja toda su vida para adquirir una nueva capa. Apenas
el pobre don nadie ha cumplido su ambición, se hace notar
en la oficina donde trabaja el día que estrena la prenda y el
jefe lo invita, por primera vez en su vida, a una fiesta esa
noche. En el camino lo asaltan unos rateros, le quitan su
capa y dicho robo le trae la enfermedad y la muerte en el
anonimato más absoluto. En El hombre en un estuche, de
Antón Chejov, el maestro de griego, Byelikov, vive literal¬
mente «en un estuche», representado por su abrigo, sus
chanclos de goma para la lluvia y su paraguas. Se protege
de la realidad, en su eterno aislamiento de todo y de todos.
Guarda todas sus posesiones en cajitas y fundas, aisladas
unas de otras, como él mismo se encuentra de sus seme¬
jantes. La primera relación trascendente, que ocurre cuando
corteja a Varinka, lo fuerza a salir de su estuche y a con¬
vertirse en una figura pública, lo que pronto le acarrea el
ridículo y la muerte. Irónicamente, la muerte le trae el
cumplimiento de su ideal, al ponerlo para siempre en el
estuche por excelencia, el ataúd, único lugar en el que su
expresión fue «agradable, hasta alegre, como si estuviera
contento de que al fin había sido puesto en un estuche que
ya nunca dejaría» ’. En El guardarropa, de Thomas Mann,
1 Theodora L. West, The Continental Short Story, pág. 181.
Imágenes, símbolos y mitos 253

un cuento que se desarrolla en la tenue línea divisoria en¬


tre la realidad y la fantasía, entre la vida y la muerte, Al-
brecht van der Qualen es un hombre muy enfermo, a quien
los médicos le han dado poco tiempo de vida. Lleva un
abrigo y continuamente está levantándole el cuello para pro¬
tegerse de los elementos. Al quitarse el abrigo para ir a col¬
garlo en el guardarropa de un cuarto cualquiera alquilado
en un viaje, encuentra la «vida» en la forma de una mujer
desnuda que desde ese momento, noche a noche, sale del
guardarropa a contarle cuentos tristes, sin consuelo. El abri¬
go con cuello de piel con que se cubría contra los elementos,
descansa sobre sus rodillas, por lo que no le sirve de pro¬
tección contra su imaginación y se encuentra en una posi¬
ción vulnerable. El lector no sabe, en realidad, si van der
Qualen vive del guardarropa en su fantasía o si en realidad
murió al quitarse el abrigo o en el tren.
En La Celestina, la rica vestidura exterior, desde un prin¬
cipio, aparece como símbolo de algo deseado: una promo¬
ción en el estado social o económico. En el primer acto, en
pago a sus buenos servicios, Calisto regala a Sempronio el
jubón de brocado que había vestido el día anterior (I, I, 58).
Poco después (I, I, 87), temeroso de que Pármeno codicie el
regalo que ha hecho a su compañero, le promete un nuevo
sayo, si le sirve bien en el negocio que trae entre manos.
En otro lugar al nuevo atavío de Sosia le atribuye Elicia
el cambio de personalidad de éste («e agora en verse medra¬
do con caigas e capa, sálenle alas e lengua! », II, XVII, 158),
si bien Sosia mismo no consideró su atavío lo suficientemen¬
te atractivo para equipararse con Areúsa («que estuue dos
o tres vezes por me arremeter a ella, sino que me empa-
chaua la vergüenza de verla tan hermosa e arreada e a mí
con una capa vieja ratonada», II, XVIII, 174). El ropaje
aparece también como protección del individuo contra la
254 «La Celestina»

realidad que lo rodea, como por ejemplo, cuando Areúsa


se esconde bajo su manto, haciéndose la melindrosa (II,
XVIII, 164).
Pero estas semejanzas superficiales no serían suficientes
para justificar este acercamiento, ya que las apariencias ex¬
teriores han sido medidores sociales de todos los tiempos.
Lo que aquí más me interesa es el valor simbólico que ad¬
quieren la saya y el manto de Celestina. En varias ocasiones
menciona Celestina su raído atavío (I, VI, 203, 205 y 211),
que ya no la protege contra el mundo circundante. Espera
recibir uno nuevo a cambio de sus servicios y así se lo hace
saber tanto a Melibea (I, IV, 184), como a Sempronio (I, V,
201). Celestina quiere medrar un nuevo atavío de estos nego¬
cios y a nadie se lo oculta. Sempronio lo encuentra natural
(I, VI, 205), pues bien ve que lo necesita. Pero, las astutas
insinuaciones que de sus necesidades hace a Calisto durante
el acto sexto despiertan la envidia de Pármeno y es aquí
donde el símbolo saya/manto adquiere importancia para mí.
Según Pármeno (I, VI, 204), Celestina se prepara a pedir
estas prendas pues lo quiere todo para ella y de nada quie¬
re dar parte; no quiere pedir dinero, pues es divisible. Ago¬
reramente, Pármeno declara «luto hauremos de medrar des¬
tos amores» (I, VI, 204), poco antes de convertirse él mismo
en el instrumento que hará que se cumpla su propia profe¬
cía. Al ser llamado por Calisto para ir a buscar al sastre a
fin de que se le prepare a Celestina el manto que ha pedido
(I, VI, 217), y además una saya, retrasa la dádiva con el pre¬
texto de que es demasiado tarde para traer al sastre (I, VI,
218). Ya Lida de Malkiel hizo notar la consecuencia aca¬
rreada por este acto2. Con la fatalidad que marca todas las
circunstancias de la Tragicomedia, Pármeno logra, de mo-

2 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 227.


Imágenes, símbolos y mitos 255

mentó, lo que se ha propuesto: que Celestina no obtenga


una recompensa indivisible, para ella sola, pues él quiere su
parte. Paradójicamente, como pasa en los relatos de corte
existencialista que acabamos de mencionar, el resultado es
que Celestina obtiene algo que agudiza su sentimiento de
seguridad en sí misma, algo aún más indivisible, que aumen¬
ta su vulnerabilidad, algo más codiciado que cualquier capa
protectora, algo que constituye a la vez su máximo éxito
económico y su última perdición: la famosa cadena de oro.
Dice Elida: «E como sea de tal calidad aquel metal, que
mientra más beuemos dello más sed nos pone, con sacri¬
lega hambre, quando se vido tan rica, algose con su ganan¬
cia e no quiso dar parte a Sempronio ni a Pármeno dello,
lo qual auía quedado entre ellos que partiessen lo que Ca-
listo diesse» (II, XV, 136). La intención de Calisto al ofrecér¬
sela fue muy otra: «En lugar de manto e saya, porque no se
dé parte a oficiales, toma esta cadenilla, ponía al cuello e
procede en tu razón e mi alegría» (II, XI, 68).
Celestina, a quien se ha rendido pleitesía en el pasado,
besando el cabo de su manto (II, IX, 46), ha querido recap¬
turar algo de su perdida gloria solicitando un manto nuevo
y obtiene más, mucho más de lo que ha pedido, lo que hace
que se le agudice su principal debilidad, única tacha que de
hecho le encuentra Sempronio («Párm. —Bien sofriré mas
que pida é pele; pero no todo para su prouecho. Semp. —No
tiene otra tacha sino ser cobdiciosa; pero déxala, varde sus
paredes, que después vardará las nuestras ó en mal punto
nos conoció», I, VI, 206). Cuando se niega a compartir las
ganancias, trata de racionalizar su acto haciéndole ver a
Sempronio que ella no le ha pedido parte de su jubón de
brocado y ofreciéndoles a ambos criados que si su «cadena
parece» tendrán «sendos pares de caigas de grana, que es
el ábito que mejor en los mancebos paresce» (II, XII, 99).
256 «La Celestina»

Pero el ofrecimiento de tales prendas protectoras no entu¬


siasma a los mancebos. La rueda de la fortuna de Celestina
ha dado una media vuelta, esta vez hacia el desenlace final
de su tragedia. Aquella que una vez dijo a Calisto «Calla é
no te fatigues. Que mas aguda es la lima, que yo tengo, que
fuerte essa cadena, que te atormenta. Yo la cortaré con
ella, porque tú quedes suelto» (I, VI, 228), no supo utilizar
sus propias herramientas para soltarse a sí misma de la
cadena que la tenía a ella sujeta, forjando así, con sus pro¬
pias manos, el último eslabón del concatenamiento fatal de
los acontecimientos de su vida. Como hace notar F. M. Wein-
berg, los lazos que atan a los protagonistas han ido en au¬
mento, desde el simple hilo, al cordón, a la cadena indivisi¬
ble e irrompible que los va a arrastrar hacia la muerte3.

LA MIRADA Y EL OJO

La figura simbólica literaria de la mirada y el ojo es de


suprema importancia en la literatura existencialista y se
relaciona con el concepto del otro que ya hemos discutido
en capítulos anteriores. Según Sartre, pensamos siempre en
otro como aquel que yo veo, pero a su vez, él es el que me
ve. Lo veo como objeto pero al mismo tiempo soy visto
por otro-sujeto, es decir, como objeto también. Por otro,
caigo literalmente en el mundo; todo mi ser sale de mí y
queda expuesto sin defensa. Una vez que él se ha apoderado
de mí, ya no hay esperanza para mí. Ya no soy una liber¬
tad que se hace y se proyecta. Estoy en peligro de ser escla¬
vizado, entregado a apreciaciones que se me escapan. Me
hago irremediablemente lo que soy al momento del ataque.

3 Weinberg, «Aspects of Symbolism».


Imágenes, símbolos y mitos 257

Me queda solamente una solución: el contra-ataque. Tendré


que restituirme como libertad, adueñarme de mí mismo de
nuevo como sujeto y para ello, fijar al otro, a mi vez, en ob¬
jeto. Puesto que el otro me ha esclavizado por su libertad-
sujeto, yo deseo obtenerlo en su otredad misma, en su liber¬
tad, no como objeto, sino como ser-que-mira, a fin de exor¬
cizar, por así decirlo, el poder turbador que tiene sobre mí.
Tal es el ideal del amor. Es el deseo de la voluntad de triun¬
fo del esclavo de ayer sobre el dueño de ayer; pero para
asegurar ese triunfo es necesario que la libertad del otro no
sea solamente encontrada, sino que se convierta en mi
cautiva 4.
Armando Zárate5 ha trazado la antigüedad del leit-motiv
del ojo, del ver y el ser visto en la literatura universal y la
importancia que tiene en La Celestina, por su continuidad y
su «acción imaginante y dirigida» que, en este caso, es «el
castigo [que] sigue a la visión voluptuosa de lo prohibido».
Aquí me interesa el leit-motiv de la mirada por lo que tiene
de sugestivo en su modernidad y en su sabor sartreano de
objetivación y de poder turbador que el ojo ejerce sobre
aquel que es visto y, por ende, poseído por la mirada.
En el nivel más básico de nuestra relación con el otro, la
mirada en La Celestina sirve como una especie de punto de
vista de narrador que nos permite ver a nosotros, los lecto¬
res, lo que está pasando en la «escena». Por ejemplo, vemos
a la enlutada Elicia entrar en casa de Areúsa, por los ojos
de Sosia (II, XIV, 130). Por los de Elicia vemos las «mil
cuchilladas» que recibió Celestina (II, XV, 135). Y por los
de Melibea vemos y gozamos del huerto y de la hermosa no-

4 Mounier, Introduction aux existentialismes, págs. 109 y sigs.


5 Armando Zárate, «La poesía y el ojo en La Celestina», Cuadernos
Americanos, CLXIV, núm. 3 (mayo-junio 1969), 119-36.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 17
258 «La Celestina»

che de amor que pasa en compañía de su Calisto (II, XIX,


180).
El ojo, la vista, la mirada, son otras tantas vías del saber,
del conocimiento objetivo de algo, de la aprehensión de una
verdad. El ver bien, es razonar, desengañarse, encontrarse
frente a frente con la verdad, si bien ésta es de naturaleza
distinta para los diferentes personajes. Cuando Calisto acon¬
seja a Pármeno que no se deje llevar por la envidia de Sem-
pronio, aquél responde: «¿Quándo me viste, señor, embi-
diar...» (I, I, 87), a lo que Calisto se apresura a responder:
«No te escandalizes. Que sin dubda tus costumbres é gentil
crianza en mis ojos ante todos los que me siruen están» (I,
I, 88), que es otro tanto como equiparar la vista con el sa¬
ber o conocimiento. Poco más adelante, el mismo Pármeno
confirma esta ecuación al decir que «la vista de las muchas
cosas demuestran la experiencia» (I, I, 89), cuando ve per¬
dido a su amo (I, I, 96), o cuando, al dirigirse a Sempronio
la noche de la primera cita de su amo, dice: « ¡O si me vies-
ses, hermano, como esto, plazer haurías!» (II, XII, 88), por
encontrarse listo para correr. Lo que quiere decir a Sem¬
pronio es: «Si me viesses, sabrías, como yo lo sé, que soy
un cobarde, pero soy listo y estoy listo para correr, lo que
te complacería». Celestina también equipara el mirar con el
conocimiento de la verdad, de su verdad, claro está. Al amo¬
nestar a Pármeno para que se pase a su bando, le dice:
«Mira bien, créeme» (I, I, 102), «mira la voluntad de Sem¬
pronio conforme á la tuya» (I, I, 105), y cuando el fiel criado
se pliega a su voluntad, ella declara: «Por ende gózome,
Pármeno, que ayas limpiado las turbias telas de tus ojos é
respondido al reconoscimiento» (I, I, 110). Ver es equivalente
a pensar, a razonar, a considerar todas las circunstancias
(«Cel. Agora, que voy sola, quiero mirar bien lo que Sem¬
pronio ha temido deste mi camino», I, IV, 153, «Cel. —¿No
Imágenes, símbolos y mitos 259

mirarías el tiempo que has gastado en su seruicio? ¿No mi¬


rarías a quién has puesto entremedias?... Mira, mira que
está Celestina de tu parte...», II, XI, 71. «Cel. —Visto el
gran poder de tu padre, temía; mirando ia gentileza de Ca-
listo, osaua; vista tu discreción, me recelaua; mirando tu
virtud e humanidad, me esfor^aua», II, X, 62. «Melib. —¡O
traydora de mí, cómo no miré primero el gran yerro que se¬
guía de tu entrada, el gran peligro que esperaua!», II, XIV,
119. «Cal. —Cata que estás en tu cámara. ¿No vees que...
¿No vees que... ¿No miras que... Mira que... Mira a... Con¬
sidera que...», II, XIV, 125 y 126). Pero mirar, no es sola¬
mente razonar, es también llegar al resultado del razona¬
miento, al saber; Melibea, queriendo saber cuál es su mal,
pregunta a Celestina si ya ella lo sabe, de esta manera:
«¿Has sentido en verme alguna causa, donde mi mal pro¬
ceda?» (II, X, 52) y a su criada, Lucrecia, le dice: «ya has
visto cómo no ha sido más en mi mano...» (II, X, 63). Ple-
berio se da cuenta, sabe que la muerte está por llegar, por¬
que «esto vemos muy claro, si miramos nuestros yguales,
nuestros hermanos e parientes en derredor» (II, XVI, 144-5).
También, aunque antes pensaba que el orden reinaba en el
mundo, ahora sabe lo contrario, pues ha «visto el pró e la
contra de tus bienandanzas» (II, XXI, 204). Los criados sa¬
ben que la contemplación contiene a la vez el placer de la
vida («Avnque por ál no desseasse viuir, sino por ver mi
Elicia, me deuría guardar de peligros», I, I, 37) y la pena
y el sufrimiento («En el contemplar está la pena de amor,
en el oluidar el descanso», I, II, 118). Por la mirada, pues,
nos amparamos de las cosas, de los conceptos y de sus
esencias.
La mirada es el medio por el cual un individuo se forma
un juicio acerca de otro, es decir, lo objetiviza. El ser visto,
a su vez, nos objetiviza lo que puede ser negativo o halaga-
260 «La Celestina

dor, según las circunstancias. Calisto quiere salir a la calle


para ser visto con el cordón de Melibea (I, VI, 224) y quiere
también testigos de su acto de amor (II, XIV, 118), para que
todo el mundo pueda juzgarlo feliz y glorioso. Melibea, por su
parte, no quiere ser vista (juzgada) por nadie en su error,
ni por la sociedad (II, X, 51), ni por su sirvienta. Tres veces
hace que esta última, que funciona como una especie de
conciencia, se aleje (II, X, 57; II, XII, 82 y II, XIV, 118).
Durante la primera noche de amor en el jardín, Tristán
juzga a su amo de esta manera: «Veslos a ellos alegres e
abracados e sus seruidores con harta mengua degollados»
(II, XIV, 119). Y Sosia, su compañero «rascacaballos», tam¬
bién sabe que la gente, de ver, juzga: «Los otros de verme
yr con la luna de noche a dar agua a mis cauallos, holgando
e auiendo plazer, diziendo cantares por oluidar el trabajo
e desechar enojo, y esto antes de las diez, sospechan mal
y de la sospecha hazen certidumbre, affirman lo que ba¬
rruntan» (II, XVI, 160). Sempronio, por su parte, ha acon¬
sejado a Calisto que no se deje ver de la gente para que no
descubran su pena, para que no sea juzgado por ellos: «Si
passión tienes, súfrela en tu casa; no te sienta la tierra»
(II, XI, 66). A pesar de que todos se refieren a Melibea
como hermosa, gentil y graciosa, Elicia y Areúsa aseguran
lo contrario, pues aseveran haberla visto de verdad, no con
ojos «de lagaña» (II, IX, 31 y 32). Sin embargo, a veces hay
que tener cuidado con lo que nos digan los ojos, pues al¬
gunas emociones pueden alterar el buen juicio: «Párm. —Mí¬
ralo bien. No te fíes en los ojos, que se antoja muchas veces
vno por otro» (II, XII, 90).
El no ver, o el «debilitado ver» es símbolo de la vejez
(I, IV, 166). Es, también, lo mismo que no estar («Párm.
Aquí estoy, señor. Cal. —Yo no, pues no te veya», I, II,
119). Más aún, el no ver, es no ser, es dejar de ser.
Imágenes, símbolos y mitos 261

(«Mel. —...como las paredes eran altas, la noche escura,


la escala delgada... no vido bien los pasos, puso el pie en
vazío e cayó», II, XX, 197).
El aspecto de la mirada que más me interesa en este
estudio es el que la convierte en vehículo de posesión, ya
sea de otro individuo como tal o del ser amado en particu¬
lar. Celestina sabe que ver es poseer. Y que para desear la
posesión de alguien, la persona deseada tiene que ser agra¬
dable a la vista. Por ello sufre su vejez que la ha afeado,
habiendo sido una vez hermosa (I, IV, 170). Ya no se siente
deseable. Por ello, también, una de sus ocupaciones princi¬
pales es la de preparar y vender cosméticos y artículos que
den a la persona apariencias agradables, que proporcionen
hermosura de aquella que «por vna moneda se compra de la
tienda» (II, IX, 31-2); en otras palabras, que le permitan te¬
ner éxito en su vocación. Celestina sabe, también, que lo
único que necesita para ese éxito en sus misiones de alca¬
hueta, es vender a su cliente «por el más acabado galán del
mundo» (I, IX, 71) y obtener la primera vista («Porque don¬
de me tomare la boz, me halle apercebida para les echar
ceuo ó requerir de la primera vista», I, III, 139 y 140). Nada
más le hace falta. De esa primera vista nacerá el deseo y
de allí la posesión con todos los sentidos. Celestina conoce,
pues, la importancia de la mirada y sabe que con ella pue¬
de dominar a la gente («Basta para mí mescer el ojo», I,
I, 65). Para el «enfermo» basta la vista de Celestina, porta¬
dora de nuevas, para sentirse bien («Cal. —Ya la veo: ¡sano
soy, viuo so!», I, I, 90). Celestina se da cuenta de que hay
dos clases de miradas, la física y la intelectual, y de que am¬
bas deben ser igualmente penetrantes a fin de obtener los
resultados deseados, objetivizar al otro: «Que no sólo lo
que veo, oyo é conozco; mas avn lo intrínseco con los ín-
tellectuales ojos penetro» (I, I, 94). Por ello, Celestina
262 «La Celestina

mira, conoce, penetra y posee. Pero Celestina sabe, también,


que el ver/poseer va siempre acompañado del ser-visto/
ser-poseído y así se lo ha enseñado a sus pupilas. La enlu¬
tada Elicia lo hace saber cuando se queja de su mala suer¬
te de no ser ya visitada, de no ser vista. Para arreglar la
situación se propone hacerse de nuevo agradable a la vista:
«Ande, pues, mi espejo e alcohol, que tengo dañados estos
ojos; anden mis tocas blancas, mis gorgueras labradas, mis
ropas de plazer» (II, XVII, 155). Areúsa también sabe que
poner los ojos en alguien significa darle su amor y así se
lo dice a Sosia, aunque fingidamente: «Lo otro e segundo,
que pues yo pongo mis ojos en ti, e mi amor e querer...»
(II, XVI, 159). Celestina sabe esto tan bien que, cuando quie¬
re excitar a Areúsa para que se entregue a Pármeno, comien¬
za por holgarse mirándola; después declara su deseo de
querer ser hombre para «gozar de tal vista» y la amonesta
a que dé parte de sus gracias a todos los que bien la quieran.
Esta contemplación/conversación de Celestina trae como
consecuencia, tal como ella deseaba, una auto-contempla¬
ción de parte de Areúsa («Alábame agora, madre, é no me
quiere ninguno», I, VII,'251) y una probable contemplación
simultanea imaginaria de Pármeno, que posiblemente está
escuchándolas. Minutos después, sigue la mirada física y el
desbordamiento de la pasión que ya no puede controlar el
mancebo: «Madre mía, por amor de Dios, que no salga yo
de aquí sin buen concierto. Que me ha muerto de amores
su vista. Ofréscele quanto mi padre te dexó para mí Dile
que le daré quanto tengo» (I, VII, 257 y 258). Pármeno había
posado sus ojos sobre Areúsa y la había hecho objeto de
su contemplación, pero a la vez se convirtió en sujeto/
objeto de su pasión por ella. Areúsa, a su vez, al aceptarlo
como amante, cae en el fuego de su propia pasión como ob¬
jeto/sujeto de la misma. La obvia insinuación de deseo insa-
Imágenes, símbolos y mitos 263

tisfecho de la ramera (II, VII, 7 y 8) es prueba del triunfo


del esclavo de ayer (Pármeno) sobre el dueño de ayer (Areú-
sa) a quien ha convertido en su cautiva.
Esta relación de contemplador/contemplado es aún más
perceptible en los amores de Calisto y Melibea. El «yo» de
Calisto piensa en Melibea como aquella que él ve y, deslum¬
brado, se expresa en las famosas palabras que abren la obra:
«En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios» (I, I, 31). Con¬
tinúa dando voz a su felicidad por haber alcanzado no sólo
a verla, sino a poder hablarle de su «secreto dolor». Como
lo ha apuntado Zárate6, a la contemplación de Melibea por
Calisto sigue una auto-contemplación, en que se ve y se
siente (goza) glorificado aún más que los santos del cielo:

Calisto nos coloca en la génesis del ser contemplativo alen¬


tado más por las tendencias a «ver» antes que el razonar; él
mismo se contempla y compara, hace de su amada fin de una
peligrosa mística carnal y declara casi la invalidez de la visión
divina de los santos para elogiar a Melibea7.

Su visión beatífica es tan deslumbradora, que no deja lugar


alguno a la contemplación de ninguna otra realidad. Por eso,
al llegar a casa después de la iracunda despedida de Meli¬
bea, prefiere retirarse de la vida en una especie de muerte
social forzada, en la oscura soledad (I, I, 35). Sempronio
sabe bien que para su amo no hay otro objeto de contempla¬
ción que su amada y así lo expresa: «La vista, á quien obje¬
to no se antepone, cansa» (I, I, 38). Sempronio sabe, tam¬
bién, que el que ha visto a otro como objeto (Calisto/Me-
libea) ha sido visto al mismo tiempo por otro-sujeto, es
decir, como objeto también y que, por lo tanto, todo su ser
ha quedado expuesto y sin defensa. Melibea se ha apoderado

6 Ibid., pág. 121.


7 Ibid., pág. 122.
264 «La Celestina»

de él y ya no hay para él esperanza alguna. Calisto ha deja¬


do de ser una libertad que se hace y se proyecta y está
siendo esclavizado («Que sometes la dignidad del hombre
á la imperfección de la flaca muger», I, I, 44). El objeto de
su visión ha cegado a Calisto quien, en su imaginación, ha
elevado a Melibea a la altura de Dios (I, I, 44). Zárate, ati¬
nadamente, apunta que el tercer estadio de este proceso
se cumple cuando Calisto es contemplado por Melibea. Con
lo que no estoy de acuerdo es con que dicha contempla¬
ción tenga lugar en el primer acto, como dice Zárate. Ya he
dicho antes que favorezco la hipótesis de un encuentro an¬
terior, pero también me parece que la contemplación de
Calisto por Melibea se gestó más lentamente de lo que
Zárate apunta, como ella misma confiesa a Celestina: «Tan¬
to me fue entonces su habla enojosa, quanto, después que
tú me le tornaste a nombrar, alegre» (II, X, 61). Melibea ha¬
bía visto a Calisto y se había sentido atraída por él. En se¬
guida vino el habla, que engendró amor no sólo en él (I, II,
121), sino también en ella, cuyo amor fue sabiamente ali¬
mentado con las insinuaciones de Celestina: «Ninguna mu¬
ger le vee, que no alabe á Dios, que assí le pintó. Pues, si
le habla acaso, no es más señora de sí, de lo que él orde¬
na» (I, V, 188). Además de insinuar lo apetecible que es
Calisto, ¿no está acaso Celestina pintando lo que ya pasa
en el alma de Melibea? La doncella misma lo confirma más
tarde cuando, en su primera entrevista con él, le dice:
«Señor Calisto, tu mucho merecer, tus estremadas gracias,
tu alto nascimiento han obrado que, después que de ti houe
entera noticia, ningún momento de mi corazón te partiesses»
(II, XII, 86)8. En el segundo encuentro de la alcahueta con

8 El subrayado es mío. Entera noticia que empezó con la contem¬


plación —vista—, continuó con el habla —primera entrevista en el jar¬
dín—, y se completó con las insinuaciones de Celestina. El ojo fundo-
Imágenes, símbolos y mitos 265

Melibea, simbólicamente, a la tercera mención que aquella


hace de Calisto, asociándolo a una metáfora visual («Ma¬
yormente que sé yo al mundo nascida vna flor que de todo
esto te dé libre», II, X, 60), Melibea se desvanece y Celestina
trata de hacerla volver en sí instándola a que abra sus «cla¬
ros ojos». Melibea deja de ver físicamente en el instante
mismo en que ve que también ella ha dejado de ser una
libertad que se hace y se proyecta, que también ella ha que¬
dado esclavizada por la libertad-sujeto del otro a quien
ahora, a toda costa, desea ver: «Si tu coraqón siente lo
que agora el mío, marauillada estoy cómo la absencia te
consiente viuir. ¡O mi madre e mi señora!, haz de manera
cómo luego le pueda ver, si mi vida quieres» (II, X, 62-3),
pues teme que él ponga «sus ojos en amor de otra» (II, X,
50). La contemplada, ahora quiere contemplar y ver por sí
misma el efecto de saeta que su mirada tiene sobre Calisto
(I, VI, 221). Los ojos de Calisto que la contemplaron fueron
la «causa é puerta» por donde se le llagó a él el corazón
(I, VI, 222), fueron los instrumentos por los cuales se «des¬
perezó» el hombre, Calisto (I, I, 55), al ver la belleza física,
y serán también el instrumento que le servirá para auto-
contemplarse en su dicha (II, XII, 86), una vez que los ojos
de la contemplada, la dueña de ayer y esclava de hoy, no
basten a ella para disimular su placer al verlo tan fiel (II,
XII, 84). Aquella que fue vista, ahora quiere ver; quien fue
rogada, ahora ruega. Melibea ha pasado de señora a escla¬
va mientras que Calisto, para cerrar el círculo, pasa de es¬
clavo a señor:
na en forma similar en Proust: la primera mirada es un deseo refre¬
nado de posesión; la segunda, un intento de comunicación; después,
puede ser sustituida por la caricia del objeto amado, el beso, la po¬
sesión. (Ver Madeleine A. Simons, «Les regards dans A la recherche
dtt temps perdu» [«Las miradas en A la búsqueda del tiempo perdi¬
do»>], French Review, XLI, págs. 498-504.)
266 «La Celestina

Señor, por Dios, pues ya todo queda por tí, pues ya soy tu
dueña, pues ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu
vista de día, passando por mi puerta; de noche donde tú orde¬
nares. (II, XIV, 120.)

Nada mejor para expresar este sentimiento que los versos


que canta Melibea, acompañada de Lucrecia, apostrofando
a los árboles, bellas metáforas de sí misma:

Dulces árboles sombrosos,


humilláos quando veays
aquellos ojos graciosos
del que tanto desseays.

(II, XIX, 178.)

El ver es comunicación, es la primera etapa del placer


que se goza después con todos los sentidos; el ver es poseer.
Pero también es ser visto, ser poseído. Es el encuentro de
dos libertades que ejercen un mutuo poder turbador. Es el
encuentro de dos voluntades que se adueñan y esclavizan
mutuamente, que gozan y dan gozo, que al adueñarse de sí,
se adueñan del otro:

Cal. —Jamás querría, señora, que amaneciesse, según la glo¬


ria e descanso que mi sentido recibe de la noble conuersación
de tus delicados miembros.
Melib. —Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, se¬
ñor, el que me hazes con tu visitación incomparable merced
(II, XIX, 182.)

EL RECINTO

La imagen del cuarto es corriente en la literatura. Puesto


que estoy dando a La Celestina una lectura existencialista,
tomaré solamente algunos escritores modernos como ejem-
Imágenes, símbolos y mitos 267

pío. Pinter podría ser la epítome de tal ejemplo. En sus


obras, el cuarto adquiere un aspecto amenazante. O bien, es
un seguro aislamiento de los peligros del exterior, como en
el caso de Rose, en El cuarto, o es un escondite del pasado
y de los lazos de la sociedad, como en el caso de Stanley, en
La fiesta de cumpleaños. En ambas obras, las paredes del
cuarto irradian una especie de mal, una oscura incertidumbre
llena de sombras que hace que el mundo del cuarto dé una
pintura lóbrega de la vida.
Beckett presenta el cuarto con descripciones casi em-
briónicas, ya simbolice la angustia de la soledad y el silen¬
cio, como en Malone muere, ya represente algún aconteci¬
miento cataclísmico, como en el drama Fin de partida.
Beckett se ocupa considerablemente del fluir de la concien¬
cia durante los momentos de silencio en cuartos solitarios.
Casi siempre, los confines de los cuartos beckettianos son
impuestos a los personajes, ya que éstos no pueden ni salir
de los mismos ni comunicarse directamente con el mundo
que queda fuera del recinto. Por lo tanto, el mundo que pin¬
ta Beckett es aún más limitado que el de Pinter.
Sartre emplea el tema para hacer un retrato de una vida
amenazada de complejos psicológicos o llena de temores.
Pierre, en el cuento El cuarto, se encuentra recluido con su
demencia en una habitación donde puede vivir su aberra¬
ción hasta incluir en ella a todo su mundo. En el drama A
puerta cerrada, el cuarto adquiere un significado más meta-
físico, al representar un más allá, coloreando la situación
con una multitud de complejos psicológicos que ahogan a
los personajes en el recinto, impidiéndoles toda elección
de salida, aun cuando la puerta está abierta. Esta clase de
tratamiento por parte de Sartre coloca al individuo en un
mundo amenazado siempre por la sociedad o por lo que él
designa como los otros. La persona permanece en una auto-
268 «La Celestina

rreclusión impuesta en parte por su propia elección y em¬


pujada también por las convenciones de la sociedad. En el
cuarto sartreano siempre hay la posibilidad de abrir la puer¬
ta y salir. Aun cuando esto no sucede, queda, sin embargo,
como posibilidad de elección, mientras que Beckett no per¬
mite tal posibilidad.
Camus nos da un modelo más esperanzado, aunque más
absurdo y más irónico, del cuarto. En el cuento La mujer
adúltera, Janine se escapa de su cuarto y se entrega a un
acto de esponsales totales y absolutos con la naturaleza,
solamente para regresar al mismo destino, a su cuarto, don¬
de su vida absurda comenzará de nuevo.
El ciclo parece completarse partiendo de un cuarto hasta
cierto punto cerrado (Pinter), a un espacio totalmente limi¬
tado (Beckett), a otro con un sentido más hondo de ence¬
rramiento (Sartre) hasta llegar finalmente a una libertad
que dura solamente un tiempo corto, para luego regresar al
mismo mundo de la limitación (Camus). Sin embargo, Ca¬
mus proporciona ese momento de esperanza que puede abrir
el cuarto a un rayo de sol y, cuando la puerta se cierra de
nuevo, uno ha tenido cuando menos la experiencia del sig¬
nificado de la vida. Así pues, en todos estos recintos, vemos
diferentes representaciones de la existencia y en varios ni¬
veles. Pero todo muestra que la vida está ambientada por
un cuarto definitivamente limitado, donde debemos repre¬
sentar nuestros papeles y cuya puerta quizá lleguemos a
abrir 9.

9 Debo estas ideas al estudio de Michel Rocchi, The Theme of


the Room: A Comparative Study of Twentieth Century European
Writers [El tema del cuarto: un estudio comparativo de escritores
europeos del siglo veinte], presentado como requisito para obtener
la licenciatura en Literatura Comparada en la Universidad de Puget
Sound, durante el otoño de 1972.
Imágenes, símbolos y mitos 269

Un rápido vistazo a la organización de la Tragicomedia


nos hace ver que hay aproximadamente cuarenta y nueve
escenas, si se clasifican éstas como cambios de lugar donde
sucede la acción. En diez ocasiones, las actividades pasan
en la calle, camino de un lugar a otro, y el resto, en recintos
con límites definidos, como son las cámaras privadas de los
personajes. En ocasiones, estos lugares llegan a adquirir
valores simbólicos. De dichos recintos, el menos importante,
simbólicamente hablando, es la casa de Centurio, si bien es
allí donde se concierta la venganza que se supone acarreará
dolor a Calisto y Melibea. Los demás (las casas de Areúsa,
Celestina, Calisto y Melibea, así como el huerto y la huerta
de esta última), los podemos elevar a la categoría de imá¬
genes y hasta de símbolos, algunos de ellos de gran sabor
existencialista.
La acción principal de La Celestina, cuya situación vital
básica es la domesticidad, tiene lugar en tres casas, cada
una de las cuales es concebida como una especie de célula
de intimidad10. Estas tres casas son: la de Calisto, la de
Celestina y su extensión, la casa de Areúsa, y la residencia
familiar de Melibea. Puertas adentro, «mezquinas guerras y
riñas... ignorancia de estado de ánimo de los más próximos
y los más queridos, caracterizan la soledad cotidiana de to¬
dos los que viven entre cuatro paredes» n. Entre cuatro pa¬
redes se vive, pues, una vida doméstica aparentemente so¬
cial y alegre, pero en realidad, es una existencia de aisla¬
miento, soledad y angustia para cada uno de los existentes.
Al recibir la inicial negativa de Melibea, que Calisto acep¬
ta solamente como muestra de su adversa fortuna, éste se

10 Stephen Gilman, «Introducción» a La Celestina por Fernando


de Rojas, edición de Dorothy Sherman Severin (Madrid: Alianza Edi¬
torial, S. A., 1969), pág. 19.
H Ibid., pág. 18.
270 «La Celestina»

aleja de la «vida» y se va «para su casa muy angustiado»


(Argumento I, I, 32), apresurándose a refugiarse en su cá¬
mara, dando órdenes inmediatas de que se proceda a hacer
que su cuarto refleje la condición lóbrega de su vida: «Cie¬
rra la ventana é dexa la tiniebla acompañar al triste y al
desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son
dignos de luz» (I, I, 35). La vida le es enojosa (I, I, 37), y
cuando intenta expresar su mal con el canto, éste refleja
la falta de armonía que sufre el «destemplado» (I, I, 39 y 40).
Calisto sale de la oscura incertidumbre de su cámara, sola¬
mente para pasear a caballo (símbolo de su incontrolable
lujuria)12, por la casa de Melibea, o para ir a la iglesia de la
Madalena a rogar «a Dios aderece a Celestina e ponga en
corazón a Melibea mi remedio o dé fin en breue a mis tris¬
tes días» (II, VIII, 19 y 20). En otras palabras, su aposento
se convierte en una especie de antesala de la muerte. Este
retiro voluntario sólo se interrumpe en las ocasiones en que
Celestina, en cuya lengua está la vida de Calisto (I, V, 201),
irrumpe trayéndole buenas nuevas que hacen que sus venas
reciban y recobren «su perdida sangre» (I, VI, 209). Una de
estas ocasiones es la escena del trance amoroso en que cae
Calisto cuando, al recibir el cordón de Melibea, hace en su
lengua «yguales la persona é el vestido» (I, VI, 223). Como
el Pierre de Sartre del cuento El cuarto hace en su cámara,
también el «loco enamorado» de Calisto se entrega en la su¬
ya a ejercitar su aberración sexual, hasta incluir en ella a
todo su mundo. Al momento de euforia sigue uno de total
abandono, aún peor que los anteriores: «Pero, pues no ay
bien complido en esta penosa vida, venga entera la soledad»
(I, VI, 228-9). El resto del tiempo se lo pasa Calisto en una
zona nebulosa entre la vida y la muerte: «Allí está tendido

12 Barbera, «Medieval Iconography».


Imágenes, símbolos y mitos 271

en el estrado cabo la cama, donde le dexaste anoche. Que ni


ha dormido ni está despierto» (II, VIII, 16).
El cuarto de Calisto se parece a los de Beckett, pues los
autores de la Tragicomedia se ocupan también considera¬
blemente del fluir de la conciencia durante los momentos de
silencio que el enamorado pasa en su soledad. Es allí don¬
de tienen lugar las consideraciones que le vienen a la mente
al enterarse de la noticia de la muerte de Pármeno y Sem-
pronio (II, XIII, 111 y sigs.), y las que siguen a la entrega
física de Melibea, ocasión en la que decide que de día estará
en su cámara, de noche «en aquel parayso dulce» (II, XIV,
127). A diferencia de los cuartos beckettianos, en que los
confines son impuestos a los personajes, Calisto escoge su
propio encerramiento. Sin embaí go, no por ser de su pro¬
pia elección es menos angustioso el aislamiento.
«La casa, burdel e infernal depósito de Celestina, 'allá
cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada,
medio caída, poco compuesta y menos abastada'»13, está
llena de todos los utensilios y materiales necesarios asocia¬
dos con sus seis principales oficios: «labrandera, perfumera,
maestra de fazer afeytes é de fazer virgos, alcahueta é vn
poquito hechizera» (I, I, 70). Todos estos materiales y uten¬
silios, los quehaceres, los olores y las actividades asociadas
con su burdel, las rameras y sus clientes, hacen de la casa
de Celestina un símbolo negativo de la lujuria, aunque para
los que en ella trafican, sea símbolo de vida y de placer. El
lugar en que vive Celestina es un espejo de sí misma: el
centro de infección, el punto de contagio de donde emana
todo el mal que destruirá a los protagonistas principales del
drama14. Paradójicamente, Celestina y sus congéneres ven

13 Gilman, «Introducción», pág. 17.


14 Weinberg, «Aspects of Symbolism», pág. 141.
272 «La Celestina»

el recinto, como queda dicho, como símbolo de vida, de la


única que vale la pena vivir: una vida de «honrra» de «des¬
canso e aliuio» (II, XI, 44 y 45). Allí nunca se está solo, aun¬
que tampoco el individuo tiene compañía, pues no hay trato
alguno desinteresado; por eso se carece de auténtica comu¬
nicación. Irónicamente, «sólo Celestina y su compañera,
Elicia, ostentan alguna forma de armonía doméstica..., una
armonía extraña y violenta que es mantenida cínicamente
por ambas» 1S. Allí no hay puerta cerrada: que entre el que
quiera. Como en la estancia sartreana, también existe la
posibilidad de abrirla y salir. Pero, como dice Anderson Im-
bert a propósito del cuento de Borges, «La casa de Aste-
rión»16, ésta es solamente una definición a medias de la
casa de Celestina; la otra parte sería «salsipuedes». Una vez
atrapado en la tela (hilado) de la araña tejedora (Celestina),
una vez que se ha entrado en su danza macabra de la «vida»
no queda otra salida que la muerte.
La casa y cuarto de Areúsa están íntimamente ligados
como símbolo al burdel de Celestina. Ya queda asentado
en el capítulo III, que la figura de Areúsa es la lógica con¬
tinuación de la de Celestina, una vez muerta ésta. Ep la casa
de Areúsa se urden las telas de la venganza (Autos XV y
XVII); es allí donde está ahora el foco de infección que
dará continuidad a los nefandos quehaceres de la vieja. La
tejedora ha cambiado, pero no el producto, ya que es ahora
Areúsa la que se encargará de otorgar o cortar el hilo del
destino. El cuarto de Areúsa es, además, como la casa de
Celestina, símbolo de la corrupción, de lujuria y de aisla¬
miento del resto de la sociedad. Es dentro de sus cuatro
paredes donde se completa la depravación de Pármeno en el

15 Gilman, «Introducción», pág. 17.


16 Enrique Anderson Imbert, Crítica Interna (Madrid: Taurus
1960), pág. 251.
Imágenes, símbolos y mitos 273

acto VII, escena que está en directo contraste con la para¬


lela que tiene lugar en el jardín de Melibea. La diferencia de
escenarios:

acentúa aún más el contraste entre el amor de los protagonis¬


tas y el de los criados y mozas. La atracción puramente carnal
de todos éstos se satisface en el prosaico y crudo ambiente
del interior de la desnuda cámara 17.

Como en la casa de Celestina, la puerta de la de Areúsa está


abierta para entrar y salir. Sospechamos, sin embargo, que
una vez dentro, habrá muy pocas posibilidades de que la
víctima logre deshacerse de los lazos en que ha caído, como
pasa con los personajes sartreanos.
La residencia familiar de Melibea cuenta, a su vez, con
diferentes recintos que simbolizan varios tipos de aisla¬
miento y falta de comunicación entre sus habitantes, a pe¬
sar del amor que según las apariencias debe unirlos. El
cuarto de Melibea es uno de ellos. Es lo que le brinda pro¬
tección e intimidad frente a las leyes y costumbres sociales
contra las cuales se rebela y de hecho quebranta. Es en
casa donde Melibea entrega su cordón a Celestina. Su cuar¬
to, como el de Calisto, es también un lugar donde, en aisla¬
miento buscado por ella misma, tiene lugar el fluir de su
conciencia y su rebelión contra el hecho de que, por ser
hembra, no puede descubrir su ardiente amor, como lo hace
el varón (II, X, 50-1). En aislamiento impuesto por Celes¬
tina, regidora de destinos, que ordena hacer salir a Lucrecia,
es su cuarto, además, el lugar donde Melibea rinde su con¬
fesión a la alcahueta, capitulando así a su pasión por Calis¬
to 18. Finalmente, es allí mismo donde el aislamiento que ya

17 Orozco Díaz, «El huerto de Melibea», pág. 100.


i» Weinberg, «Aspects of Symbolism».

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 18
274 «La Celestina»
existe entre ella y su madre se ahonda más aún, cuando
Melibea le miente acerca del propósito de la venida de Celes¬
tina (II, X, 65).
Es característico de la ironía de Rojas que cuando final¬
mente nos presenta a Pleberio, el personaje a quien todos
temen como dispensador de castigos y muerte, a quien ima¬
ginamos terrible, lo haga mostrándolo lleno de zozobra e
inquietud, recluido en sus habitaciones. Como ya se ha vis¬
to anteriormente, Pleberio ama tiernamente a su hija Meli¬
bea, para quien desea proporcionar toda clase de felicidad
y satisfacción material. Al padre todopoderoso, que quiere
estar en todo lugar y en todos los negocios de su hija a fin
de lograr su propósito de velar por ella, lo vemos simple¬
mente apartado de la vida, ya sea en su cuarto o en la sala
de su casa donde se da, en su imaginación, a la tarea de
velar por el futuro de Melibea quien, entre tanto, se ocupa
de vivir activamente la pasión que ha aceptado como su des¬
tino y razón de ser. Pleberio, por lo tanto, no llega a unirse
nunca a la corriente vital de la obra. Está aislado del mundo
y de su mujer, aunque ésta se halla con él tres veces dentro
de las cuatro paredes de una habitación de su casa. Aislado
de su esposa, con quien no logra una comunicación verda¬
dera en las pocas ocasiones en que hablan. Aislado del mun¬
do, pues en la única ocasión en que «sale» al mismo, des¬
pués de la muerte de Melibea, pronuncia solitario su planto,
aunque por las palabras del mismo nos damos cuenta de
que a su alrededor hay amigos y curiosos que han venido a
presenciar la tragedia. En su camara vive sus inquietudes
por la seguridad de su hija (II, XII, 92 y II, XX, 188 y si¬
guientes), y en la sala de su casa vive las esperanzas de un
futuro feliz para ella (II, XVI, 144 y sigs.). En las tres oca¬
siones, es la vida la que penetra en el recinto de Pleberio.
La primera vez el personaje percibe el ruido de pasos en la
Imágenes, símbolos y mitos 275

cámara de Melibea. Las dos últimas veces, Lucrecia es la


portadora de las señales de «vida»; una, para interrumpir,
a instancias de Melibea, la conversación entre los padres
cuando hablan de la inocencia y candor de la hija19; la
otra, para informarlo de la desfiguración de la misma. Fi¬
nalmente, Pleberio sale de su reclusión cuando ya la «vida»
la ha invadido totalmente y ello solamente para escuchar
la confesión de su hija, contemplar su muerte y desahogar¬
se en el desgarrador grito de dolor que se ha analizado en
el capítulo anterior.
También en la residencia familiar de Melibea se encuen¬
tran dos recintos más que quiero discutir unidos, por su
valor simbólico; la «huerta» donde ocurre el encuentro de
la primera escena y el «huerto», bien protegido por altos
muros, donde se consuma el amor de la famosa pareja20. Ya
sea un mismo lugar o dos diferentes, ambos simbolizan el
paraíso terrenal donde Calisto, el hombre, eterno primer
Adán, disfruta las delicias de la tierra. En la primera escena
de la obra, la «visión diuina», la angélica Melibea, actúa a
la vez como Dios arrojando a Calisto del edén y como que-

« Azorín estima que el momento de esta conversación entre los


padres de Melibea es el centro de gravedad de la obra, que «en esta
escena llega a su culminación el drama», que «esa conversación de
Melibea es la que le impele al suicidio». Tal vez tenga razón pues éste
sería el instante en que Melibea se encuentra de nuevo, consciente¬
mente, frente a frente, con el conflicto entre su obligación de hija y
la continuidad de su propio pro-yecto. La balanza del titubeo entre
las dos grandes regiones espirituales de Melibea, su lealtad y amor
de hija y su pasión y fidelidad de amante, se inclina a favor de lo
que le satisface como mujer, por lo que al perder a su amado re¬
sulta normal que ella también elija la muerte. (Ver: Azorín, «Comen¬
tarios a un suceso», El oasis de los clásicos. Obras Completas, vol. IX
[Madrid: Aguilar, 1954], págs. 926-30.)
20 Ver: A. Rumeau, «Introduction á La Celestina» [«Introducción
a La Celestina»] y Marcel Bataillon, «Défense et illustration», ya
citados.
276 «La Celestina
rubín que guarda la puerta con la flamante espada de su
castidad y que prohíbe el acceso al paraíso de su propia per¬
sona. Ya se ha visto como, rechazado Calisto, se refugia en
la penumbra de su oscura habitación en una especie de
letargía parecida a la muerte. Fuera de ese lugar, desde el
momento en que el amor se enciende en la pareja, el único
mundo posible es el huerto, donde se desarrollan todas las
escenas de amor. «Fuera de él, sólo hablan unos instantes
una primera noche; pero a través de una puerta cerrada,
sin verse, para avivar más las ansias de ese encuentro»21.
La conjunción del lugar (jardín), de la estación (la primave¬
ra) y de la hora (la noche) para la realización de esos amo¬
res es tan importante que el huerto mismo desempeña un
papel de personaje, con su complicidad arrulladora, y se
convierte en «una realidad que vive en la mente de to¬
dos»22, principalmente en la de Calisto, pues es el único
lugar que se deja penetrar de vida y «es testigo y parte inse¬
parable de sus amores» 23. Allí, en ese jardín, rodeado de los
altos y que deberían haber sido impenetrables muros, está
la suprema gloria, la única vida posible para los dos aman¬
tes. Fuera de allí, sólo existe el absurdo del mundo, la socie¬
dad y sus fastidiosas convenciones y reglas. Como la Janine
de Camus, allí se escapan Calisto y Melibea del encerramien¬
to en sus respectivas estancias, dándose a actos de esponsa¬
les totales y absolutos el uno con el otro y con la natura¬
leza, solamente para regresar, como Janine, al mismo desti¬
no: a su cuarto donde el absurdo comenzará de nuevo.
Cuando las puertas de su cuarto se vuelven a cerrar, Calisto

21 Orozco Díaz, «El huerto», pág. 99.


22 Ibid., pág. 101.
23 Ibid.., pág. 102. Orozco Díaz también nos informa que este jar¬
dín «es, en realidad, la primer dramatización de la Naturaleza que
ofrece la literatura española» [pág. 87],
Imágenes, símbolos y mitos 277

y Melibea han tenido también la experiencia del «verdade¬


ro» significado de la vida. Puertas y muros se interponían
en el cumplimiento de sus deseos 24. Irónicamente, Calisto y
Melibea tienen en su mano la llave que podría abrir para
siempre las puertas de sus cámaras, derrumbar los muros
del huerto y eternizar el paraíso: el matrimonio. Pero el
tiempo es apremiante, la pasión arrolladora y el muro y la
puerta cerrada que representan la integridad personal, el
honor, el linaje y el cuerpo de Melibea como paraíso ilu¬
sorio25 caen figurativamente por tierra para dar paso a que
suba «en corazón humano comigo el ylícito amor comuni¬
car su deley te» (I, I, 34). Una vez precipitados por la pen¬
diente, como piedra que rueda cuesta abajo, sólo la muerte
puede detenerlos26.
El último recinto de la residencia de Melibea que consi¬
deraré es la torre. Una vez muerto Calisto, su amante, Me¬
libea no puede tolerar el absurdo del encierro en su cáma¬
ra, a la que regresa momentáneamente. Es inútil; poco
antes ya lo había dicho ella misma: «¡Muerta lleuan mi
alegría! ¡No es tiempo de yo biuir!» (II, XIX, 186), y al rato
se lo repite a su padre: «¡Pereció mi remedio!» (II, XX,
189), aunque para éste la frase no tiene sentido de momento.
Elegido su destino, Melibea prepara todo cuidadosamente
para cumplirlo: se encerrará sola entre las cuatro paredes
de la torre («Quiero cerrar la puerta, porque ninguno suba
a me estoruar mi muerte», II, XX, 192), informará a su pa¬
dre de lo que sucedió para que éste a su vez lo comunique

24 Gilman, «Introducción», pág. 20.


25 Weinberg, «Aspects of Symbolism», pág. 138.
26 Para otras interpretaciones del simbolismo del huerto, ver tam¬
bién los artículos de Raymond E. Barbera, «Medieval Iconography»,
el de Jack Weiner, «Adam and Eve Imagery», así como el libro de
June Hall Martin, Love’s Fools, arriba citados.
278 «La Celestina»
a su madre («Baxa a él e dile que se pare al pie desta torre,
que le quiero dezir vna palabra que se me oluidó que fa-
blasse a mi madre», II, XX, 191), y se arrojará de la torre
para purgar su culpa («que con mi pena, con mi muerte
purgo la culpa que de su dolor se me puede poner», II, XX,
193-4) y para acompañar a su amante por toda la eternidad
(«Su muerte combida a la mía, combídame e fuerqa que
sea presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada
por seguille en todo... E assí contentarle he en la muerte,
pues no tuue tiempo en la vida», II, XX, 197). La torre
duplica el simbolismo del jardín rodeado por el alto muro,
con una diferencia solamente: en el huerto, Melibea goza
de la compañía de su amante en vida; en la torre, le acom¬
paña en la muerte. El violado jardín y el salto mortal de la
joven desde la torre, reproducen dos veces, en lengua grá¬
fica y figurativa, la pérdida de la castidad de la doncella27.
Al arrojarse de la torre, después del único momento de ver¬
dadero contacto con su padre «a través de un frágil puente
de palabras»28, Melibea no hace otra cosa que confirmar su
caída moral que inició con la entrega que hizo a Celes¬
tina de su cordón («En mi cordón le lleuaste embuelta la
posesión de mi libertad», II, X, 61).

EL MURO, LA CAÍDA

El símbolo del muro, que en la literatura existencialista


toma diversas formas, como se vio en el capítulo II, repre¬
senta la enajenación, aislamiento y soledad en que se en¬
cuentra el hombre, con sus limitaciones humanas. Acabo de

27 Weinberg, «Aspects of Symbolism», pág. 143.


28 Gilman, «Introducción», pág. 18.
Imágenes, símbolos y mitos 279

discutir algunos aspectos de esta imagen, en relación con


el recinto.
En el cuento El muro, de Jean-Paul Sartre, se presenta
un dislocamiento de símbolos que es útil para la lectura
que se está dando a La Celestina. El cementerio, que nor¬
malmente representa la muerte, se convierte para el narra¬
dor, Ibbieta, que está a punto de ser fusilado por las fuerzas
falangistas españolas, precisamente en el símbolo opuesto.
Se le pide que denuncie el lugar del escondite de Ramón
Gris, a cambio de conmutarle la sentencia de muerte. En un
último impulso macabro de divertirse, Ibbieta declara que
aquél se encuentra escondido en el cementerio, cuando en
realidad sabe que está en casa de un primo. Irónicamente,
Gris, temiendo ser delatado, había cambiado su escondite
por el cementerio, donde es acribillado a balazos. Por lo
pronto, Ibbieta no muere. Y el muro, que momentos antes
había significado el lugar contra el cual moriría fusilado,
se convierte en el símbolo de la vida que lo rodea en el gran
patio de la prisión.
En cuanto a la imagen simbólica de la caída, ésta está
relacionada con el mito del Infierno, mundo dantesco en
que, como ya se dejó asentado, se encuentra arrojado el
personal existencialista. Es el mundo de los ángeles caídos
a quienes Julien Green no concede esperanza de salvación;
el universo de la pérdida de la inocencia, de la caída en la
concupiscencia, de la nada sartreana, de la desintegración
de todo sentido. Los escritores existencialistas le han dado
formas muy variadas, según la personalidad individual de
cada uno.
Los autores de La Celestina nos dan también las imáge¬
nes del muro y el mito de la caída para expresar zozobras
similares a las que inquietan a los artistas de la existencia.
Ya vimos cómo «puertas y muros se interponen al cumpli-
280 «La Celestina

miento de sus [de los personajes] deseos»29. Muros y puer¬


tas son motivo de zozobra para los cobardes servidores de
Calisto, que temen lo que pueda haber tras de ellos («¿Qué
sé yo quién está tras las puertas cerradas? ¿Qué sé yo si
ay alguna trayción?», II, XII, 79). El muro es también moti¬
vo de zozobra para Melibea, que teme por la vida de su
amante (II, XIV, 116). Pero en un momento dado, el símbo¬
lo del muro, con su protegido jardín, se trastoca para con¬
vertirse para Calisto el «saltaparedes» en símbolo de vida.
Sabe que detrás estará siempre su «suaue descanso, aquel
deleytoso refrigerio de mis trabajos» (II, XIV, 128). Llegado
el momento de pagar la trasgresión cometida, el muro será
también el instrumento de su muerte.
El tema o símbolo de la caída es uno de los más discu¬
tidos por la crítica de La Celestina. El mito domina desde
los versos acrósticos iniciales, hasta el suicidio de Melibea30.
El mundo de la Tragicomedia es, pues, parte del mito del
Infierno, de los ángeles caídos para los que no hay salvación.
En la obra que se estudia, se distinguen claramente dos
clases de caídas: la que ocasiona el giro de la rueda de la
fortuna y la caída del estado de gracia31, a las cuales se po¬
dría agregar una tercera —la de los que caen de su más alta
naturaleza racional humana, según el concepto neoplatónico
de almas «altas» y «bajas», al nivel puramente animal de
satisfacciones fisiológicas32. Todos los personajes sufren o
han sufrido cuando menos una de ellas.
Al abrirse la obra, algunos de los personajes (Celestina,
Areúsa, Elicia, Sempronio, Crito y Centurio) han perdido ya
29 Ibid., pág. 20.
30 Weinberg, «Aspects of Symbolism», pág. 142.
31 June Hall Martin, reseña de Memory in ‘La Celestina’, por
Dorothy Sherman Severin, Comparative Literature, XXIV- 4 (otoño
de 1972), págs. 357-59.
32 Weinberg, «Aspects of Symbolism», pág. 148.
Imágenes, símbolos y mitos 281
la inocencia y viven en el oscuro mundo infernal de la con¬
cupiscencia, representado por el macabro burdel de la al¬
cahueta. Antes de terminar la obra, todos los demás, con
excepción de Tristán, habrán caído33. Una vez caídos. Ro¬
jas, como Julien Green, no les deja esperanza de salvación.
Como dice Gilman, «la obra tiene toda la verticalidad del
arte gótico de su época, pero carece del arco cerrado de la
fe»34.
En La Celestina hay numerosas alusiones a la caída, es¬
pecialmente a la que se refiere a caer de altos estados, oca¬
sionados por la rueda de la fortuna (I: I, 47; I, 52; I, 92;
I, 103; III, 129; V, 198; II: IX, 44; IX, 47; y XIII, 111, por
ejemplo)35. Gustavo Correa distingue dos categorías de la
honra: la que existe dentro de la estructura vertical de la
sociedad, o sea estado (honra vertical), y la que se vincula
«a la constitución de la familia, el concepto de la hombría
(física y moral), la virtud de la mujer (vergüenza) y la inte¬
gridad y pureza del hogar»36 (honra horizontal). Melibea
pierde ambas, es decir, destruye su ser social al entregarse
a Calisto. Pleberio y Alisa sufren en sus propias personas
la consecuencia de tal pérdida que produce la deshonra en
su casa. Calisto, por su parte, experimenta también una caí¬
da deshonrosa de su honra vertical cuando sus dos criados
son ejecutados en la plaza pública. Celestina se sabe hon-

33 Sosia y Lucrecia dan paso a la tentación, consintiéndola, si bien


no tienen oportunidad de consumarla. Pleberio admite haber caído en
la tentación en su juventud y Alisa, el personaje más puro de la
obra, si no sufre caída en la concupiscencia, sí la sufre en su for¬
tuna y en su honra.
34 Gilman, «Introducción», pág. 21.
35 D. W. McPheeters, «The element of fatality in the Tragicomedia
de Calisto y Melibea» [«El elemento de la fatalidad en la Tragico¬
media de Calisto y Melibea»], Symposium, VIII (1954), 331-5.
36 Correa, «Naturaleza», pág. 12.
282 «La Celestina

rosa y honrada, si bien su fama se nutre de la infamia mis¬


ma; para ella «la más alta significación honrosa consiste en
ser destructora de la honra misma»37. En el acto IX, Celes¬
tina rememora su esplendoroso pasado en que su «honra
llegó a la cumbre... de necesidad es que desmengüe e aba-
xe» (II, IX, 44). A pesar de ello, «su muerte produce cons¬
ternación en sus discípulas y compañeras que se ven priva¬
das de repente de esta medida de lo honroso»38. Además,
Celestina alcanza la máxima honra de su vocación u oficio
con la conquista de Melibea, pero solamente para morir a
manos de sus cómplices cuando se hallaba saboreando el
precio de los servicios que no quiere compartir con ellos.
Las habilidades y conocimientos del ser humano que tan
diestramente desplegó en la seducción de Pármeno y en la
conquista de Melibea, le fallan en el momento decisivo.
Cegada por su propia avaricia, no reconoce la codicia de
sus cómplices y este fatal error la conduce a la muerte.
En cuanto a la caída moral, a la pérdida del estado de
gracia, el diálogo entre Calisto y Sempronio en el primer
acto de La Celestina, que entra en la tradición de las «dis¬
putas» medievales, sirve como prólogo estilístico de lo que
está por venir, crea la imagen de la mujer como causante
de la caída del hombre, proporciona una introducción di-
dáctico-religiosa de los acontecimientos y sirve como equi¬
valente de la prohibición que Dios hizo a Adán y a Eva en
el paraíso terrenal. Calisto, el nuevo Adán, ha quedado pre¬
venido contra los peligros que le esperan39.
Estoy de acuerdo con Leo Spitzer cuando dice que «no
hay necesariamente nada 'existencial’ escondido detrás de

37 Ibid., pág. 16.


38 Ibid., pág. 15.
39 Weiner, «Adam and Eve», pág. 392.
Imágenes, símbolos y mitos 283

cada mención del verbo 'caer' en nuestra pieza»40. La razón


es la palabra cada que Spitzer mismo subraya. Pero, a la
vez, no puedo menos de oponerme a la opinión de Bataillon
que encuentra «casual» la caída material del protagonista
y que ve en la de Melibea simplemente «el voluntario des¬
peñarse de Melibea»41. Veo, con Gilman, la preocupación
que los personajes sienten por las alturas y por la caída en
el espacio. Observo, con él, que cuatro de las muertes en la
Tragicomedia son causadas, directa (Calisto y Melibea) o
indirectamente (Sempronio y Pármeno) por caídas físicas
en el espacio42, «muerte hacia abajo, hacia la tierra, de
cuerpos pesados con la gran carga humana»43, o sea, con la
carga de la existencia. Veo, con Weiner44, el simbolismo
edénico de la tentación y la caída moral. Solamente que a
mí me parece que, en La Celestina, los papeles han cambia¬
do: es Adán (Calisto) quien, para conseguir a Eva (Melibea),
llama a la sierpe (Celestina) quien los junta para partici¬
par entreambos de la fruta prohibida (el «ylícito amor»)45.
Creo, con Weinberg, que Rojas invierte los valores del amor
cortés, considerando el amor ilícito como lujuria, no como
amor verdadero46. Y con P. E. Russell, que cuenta un inci¬

do Leo Spitzer, «A New Book on the Art of The Celestina» [«Un


nuevo libro sobre el arte de La Celestina»'], Hispanic Review, XXV,
núm. 1 (1957), 1-25.
41 Marcel Bataillon, reseña de The Art of «La Celestina», por
Stephen Gilman, Nueva revista de filología hispánica, XI (1957),
215-224.
42 Stephen Gilman, «Fortune and Space in La Celestina», [«La
fortuna y el espacio en La Celestina»] Romanische Forschungen, LXVI,
3/4 (1955), 342-60.
43 Enrique Anderson Imbert, «La Celestina», en Los grandes libros,
pág. 43.
44 Weiner, «Adam and Eve».
45 Weiner, Ibid., identifica a Melibea como la fruta deseada.
46 Ibid., pág. 143.
284 «La Celestina»

dente histórico de una muerte similar a la de Calisto, estoy


convencida de que el lector contemporáneo de Rojas vio
en las caídas fatales de la Tragicomedia no actos inexplica¬
bles o vacíos de impacto moral, sino castigos del cielo, que
no permite que acciones tales como las que allí se cometen
queden sin castigo47.
Cierto que no hay alusiones en la obra que apunten a un
más allá, a un infierno donde los personajes serán castiga¬
dos después de esta vida48. Tal vez porque los personajes
ya habitan aquí en la tierra, en ese infierno que se han ido
forjando con sus propias manos. Quiero hacer mías estas
palabras de Gustavo Correa:

El triunfo y exaltación de esta esfera de valores está domi¬


nado, sin embargo, por criterios de reversibilidad y perversión
paródica y disolvente de índole diabólica. Celestina, en alianza
con las fuerzas anárquicas de la naturaleza fecundante, se con¬
vierte en una potencia demoníaca que subvierte el orden de la
sociedad y las categorías tradicionales de dignificación del hom¬
bre (honra y religión). Calisto, sumido en la religiosidad de su
amada, subvierte asimismo los valores consagrados de la reli¬
gión. Melibea, incitada por los poderes demoníacos de la me¬
diadora Celestina, abandona el puesto que le corresponde en
la estima social y en la suya propia, y hace traición a la casa
de su padre. La subversión y reversibilidad representan un
triunfo momentáneo de estas fuerzas primarias y anárquicas,
las cuales conducen, sin embargo, al hombre a un destino ine¬
xorable de destrucción y muerte49.

47 P. E. Russell, «Literary Tradition and Social Reality in La Ce¬


lestina» [«La tradición literaria y la realidad social en La Celestina»],
Bulletin of Hispanic Studies, XLI (1964), 230-7.
48 Lo único que se podría contar como tal alusión serían las ex¬
clamaciones finales de Celestina y de Calisto que piden «confesión».
Veo esto, sin embargo, como mero formulismo corriente de la época.
49 Correa, «Naturaleza», pág. 17.
Imágenes, símbolos y mitos 285

Lo importante aquí no es que Rojas se haya servido de


un mito antiquísimo, que ha tenido atractivo en todas las
épocas. Lo que interesa hacer notar es que la subversión y
reversibilidad de la esfera de valores no es un proceso irre¬
versible, ya que al hombre puede concedérsele la gracia de
la redención, como de hecho ha sucedido en ciertas corrien¬
tes artísticas. Pero Rojas negó tal posibilidad a sus perso¬
najes. A unos (Elicia, Areúsa) los deja simplemente caídos
en el pecado original, en la concupiscencia, como hacen
Faulkner, Bernanos y Green; a otros (Sosia, Lucrecia), los
abandona simplemente, como Camus50, en su perdida ino¬
cencia; a otros (Alisa) los coloca en un limbo de la nada,
o, como Sartre y Ionesco, los sumerge en un mundo de des¬
integración del significado (Pleberio), mientras que a los
más (Calisto, Melibea, Celestina, Pármeno y Sempronio),
simplemente los condena a morir, a regresar al polvo de
donde salieron, como Dios lo hizo con Adán y Eva y toda
su descendencia51, pero sin el consuelo ni la promesa de
redención.
Esta, me parece, es la gran lección docente de sus auto¬
res: con Lida de Malkiel, creo que «la censura moral de la
conducta de los personajes está implícita en la realización
dramática»52 y con Weinberg, que Rojas trata si no de con¬
vencer al lector, cuando menos de mostrarle las consecuen-

50 Sosia y Lucrecia aparecen más bien como «testigos», no como


existentes de carne y hueso, pues nunca llegan, en realidad, a poner
en acción sus convicciones o deseos. No «cruzan puentes» ni se decla¬
ran a favor de la vida, dando el salto mortal de una manera o de
otra, ya sea tomando en sus manos sus propios destinos o dando
el salto mortal para «salvar» a sus amos. En esto se parecen un poco
al Clemence de Camus. (Ver: Mildred Hartsock, «Camus’ The Falh,
ya citado.)
si Weiner, «Adam and Eve», pág. 396.
52 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 294.
286 «La Celestina»

cias del dejarse atrapar en una pasión animal en lugar de


seguir el camino más elevado de comportamiento racional
e intelectual53. La Celestina, como muchas de las obras de
escritores de corte existencialista (Camus, Bernanos, Green,
Greene, Brecht, etc.), es un sermón invertido. Su gran acier¬
to artístico está precisamente en no haber sido «compuesta
con el exclusivo fin de inculcar tal o cual lección» y «es
parte de su grandeza la grave visión total del hombre y del
mundo infusa en ella... una visión de desgarramiento y con¬
flicto dentro y fuera del hombre» M. Bien dice Bataillon que

la literatura docente, gran tradición postergada por la supers¬


tición «realista», puede dar hoy como hace cuatro siglos obras
artísticamente valiosas, cuyo vigor y sabor consista en mostrar
una verdad moral encarnada y desgarrada en personajes, con
poquísimo sermoneo 55.

Sermoneo, Rojas no lo necesita; le basta el alcance dramá¬


tico de su obra. Porque, ¿qué mayor castigo por sus accio¬
nes para un existente que no mira sino hacia la tierra, que
el dejar de existir?56.

53 Weinberg, «Aspects of Symbolism», pág. 153.


54 Lida de Malkiel, La originalidad, pág. 303.
55 Bataillon, Reseña, págs. 223-4.
56 Desde luego queda en pie el problema de Pleberio y del por¬
qué de su angustia, soledad y castigo. Lo absurdo de la situación
de Pleberio prueba, a mi modo de ver, el absoluto pesimismo exis¬
tencia! de la obra.
VIII

DOS RETÓRICAS PARALELAS

En el capítulo anterior nos acercamos a algunas de las


expresiones verbales dotadas de poder representativo sen¬
sible, de temas y actitudes en La Celestina. En el presente
capítulo, trataré de examinar una serie de fenómenos del
hecho estilístico, en sus planos estético y lingüístico que
refuerzan el pensamiento o las intenciones, a través de la
expresión. Tres de ellos, la paradoja, la tensión y la ambi¬
güedad, forman la última tríada de categorías de Wahl1 y
el último, la ironía, está estrechamente relacionado, tanto
desde el punto de vista de técnica como de intención.
La filosofía de la existencia es un sistema de opuestos.
Por lo tanto, no puede menos que expresarse en paradojas:
la existencia no es definible, no puede conocerse objetiva¬
mente, pero el existente debe conocerse a sí mismo. El pe¬
cado nos aleja de Dios, pero es sólo a través de la culpa
del pecado como podemos acercarnos a Él. Se nos dice que
la trascendencia es lo más subjetivo que hay y al mismo
tiempo es lo más objetivo. Encaminaremos todos los es-

1 Wahl, Les philosophies de l'existence, capítulo VI.


288 «La Celestina

fuerzos del existente a descubrir la interioridad y en seguida,


lo lanzaremos a la disciplina opuesta en una dialéctica ma¬
terialista. Aceptaremos en la misma zona del ser el éxtasis
lírico y el análisis racional. No hay nada estático, todo es
acción, movimiento, encuentro de contrarios. El ser y la
nada, el saber y el no-saber, la inmanencia y la trascenden¬
cia, sumisión y ejercicio de la libertad; todos estos pares de
opuestos exigen utilizar varios instrumentos de expresión,
ya el símbolo o el mito, ya el concepto, pero siempre en cho¬
que y lucha continua que distorsiona, por las implícitas
paradojas, las nociones ya demasiado usadas, pasando por el
desconcierto del espíritu, de voces claras a nocturnas, de
la aceptación al reto, de la generalidad a la excepción2.
Heidegger, particularmente, con la circularidad de su ló¬
gica, nos sumerge continuamente en paradojas conceptua¬
les. La dialéctica de Kierkegaard, por otra parte, se distin¬
gue en que es individual, apasionada y discontinua y pro¬
cede a través de saltos repentinos y de crisis. Quiere man¬
tener la tesis y la antítesis, pero sin permitir el paso a la
síntesis y mantener así al hombre en tensión constante. Así
pues, la antítesis deberá permanecer presente en la tesis y la
incertidumbre en la creencia, haciendo del hombre un campo
de batalla de tendencias contrarias, uniendo lo patético, lo
dialéctico y lo cómico en un momento indisoluble3.
La ética existencial es una ética en tensión constante en¬
tre la obligación de la ley y la incondicionalidad de la con¬
ciencia pura, entre el acto universalizable y el acto inimita¬
ble, entre la perspectiva de Kant y la de Kierkegaard. La
existencia humana nos parece como un estado de tensión
entre el exceso de actividad del sujeto por su responsabili-

2 Mounier, Introduction aux existentialismes, págs. 168 y 169.


3 Wahl, Philosophies, pág. 87.
Dos retóricas paralelas 289

dad eterna o solitaria y ese fuerte ímpetu interno hacia la


no-acción, hacia el no-saber por el que las teorías místicas
del conocimiento introducen en el saber la dimensión de la
trascendencia. Ninguno de los pensadores existencialistas
acepta esta no-acción como dirección ética, como un princi¬
pio de conducta. El plan de la conducta es el de la decisión,
del compromiso, de la aceptación de lo banal, el de la trans¬
figuración del fracaso, de la responsabilidad total y pros¬
pectiva4. Es precisamente la tensión producida por estos
contrarios la que mantiene al hombre en una lucha angus¬
tiosa de autenticidad existencial al estilo de Unamuno: una
agonía apasionada, necesaria, desafortunada pero transfor¬
mante del ser con su manifestación.
En Sartre y Merleau-Ponty, donde también hay parado¬
jas y tensiones, existe más bien la idea de la ambigüedad.
En Sartre, por ejemplo, ya hemos visto que hay siempre
ambigüedad al interpretar la libertad, bien desde el punto
de vista de la contingencia o situación o desde el de la
libertad misma. Aún más, hay la posibilidad de interpreta¬
ciones potencialmente diferentes en cuanto a los actos hu¬
manos: somos libres de elegir una interpretación pero al
mismo tiempo, nos encontramos en una cierta situación al
elegir, que nos inclina a elegir una interpretación en par¬
ticular 5.
Dios no existe, dicen algunas de estas filosofías, pero
nada habrá cambiado. Por el contrario, responde Sartre, si
Dios no existe, todo cambia. No hay ya valores inteligibles,
a priori, de luz interior. «No hay más realidad que en la
acción». El hombre no es nada mas que la suma total de sus
actos. La vida no tiene sentido a priori: le toca a cada uno.

4 Mounier, Introduction, págs. 141, 144 y 145.


5 Wahl, Les philosophies, págs. 129 y 130.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 19
290 «La Celestina»

al vivir, darle un sentido. No hay en el hombre valores dados,


solamente conductas, y para la realidad humana, el ser se
reduce al hacer. No recibe la existencia sus fines ni desde
fuera ni desde la naturaleza interior. Simplemente, los pro¬
duce6. El bien, el mal, los valores en general, caen en los
límites de la ambigüedad, de la actitud, del punto de vista,
de la interpretación. La condición humana es tal, se dice,
que el mismo fenómeno puede ser interpretado de diversos
modos.
El mejor telón para hacer resaltar todo esto es un fondo
de paradoja, ambigüedad, ironía y tensión en el que los per¬
sonajes se mueven en un universo temporal y espacial de
constante cambio entre el ser y el parecer, la creencia y la
realidad, el mundo de la norma o ley y el mundo del acto
de rebeldía individual, el éxtasis y la angustia, la duda, el
tormento, la lucha, el todo y la nada. Veamos cómo esto es
también así en La Celestina.

LA PARADOJA

Muy aparte de cualquiera otra intención o resultado, la


paradoja tiende a ofuscar a la audiencia, por su caracte¬
rística de «gimnasia mental, su manipulación y hasta presti-
digitación de ideas, verdaderas o falsas»7. Puesto que la
paradoja depende completamente de la acción y reacción
que provoca ante una audiencia o lector, necesita forzosa¬
mente del observador, del otro que esté dispuesto a com-

6 Mounier, Introduction, págs. 147 y 148.


7 Rosalie L. Colie, Paradoxia Epidémica: The Renaissance Tradi-
tion of Paradox [Paradojia epidémica: La tradición del Renacimiento
de la paradoja] (Princeton, New Jersey: Princeton University Press
1966), pág. 22.
Dos retóricas paralelas 291

partir su acción y prolongarla. La paradoja debe, pues, ge¬


nerar pensamiento y entendimiento8 en el autor y, sobre
todo, en el observador, es decir, generará mi pensamiento
y mi entendimiento. No argumenta, demuestra la co-exis-
tencia de contrarios y los funde. Necesita la mano de un ar¬
tista confidente que pueda contemplar la paradoja en pri¬
mer lugar y luego aceptar el riesgo de su propia contradic¬
ción. Ocurre en cualquier tiempo o lugar donde hay abun¬
dancia de especulación intelectual, especialmente en perío¬
dos tales como el Renacimiento, en los que hay una intensa
actividad intelectual en medio de muchas ideas y sistemas
que coexisten y compiten entre sí9. Dichas condiciones se
encuentran tanto en el Renacimiento, como en la época in¬
mediata posterior a la Segunda Guerra Mundial en la que
floreció el existencialismo 10.
Señalemos de paso la más básica forma de paradoja que
encontramos en La Celestina, que es la figura de lenguaje
más propiamente llamada oxímoron, que explota la oposi¬
ción de dos términos aparentemente contradictorios. Hay
numerosos ejemplos en la Tragicomedia («bienaventurada
muerte», «¿Cómo templará el destemplado?» «¡O vejez vir¬
tuosa! ¡O virtud enuejecida!»... «resurreción de mi muer¬
te», I, I, 35, 39 y 91), de los cuales los más notables se
encuentran en la descripción del amor que hace Celestina:

Es vn fuego escondido, vna agradable llaga, vn sabroso


veneno, vna dulce amargura, vna delectable dolencia, vn alegre
tormento, vna dulce e fiera herida, vna blanda muerte. (II, X,
59.)

s Ibid., págs. 518 y 519.


9 Ibid.., pág. 33.
10 En su Prefacio, Rosalie L. Colie, Ibid., hace patente su deuda
intelectual a los pensadores existencialistas, filósofos lingüistas, teo-
ristas de la sicología y la sociología, etc., «desde Freud a Sartre, de
Russel a Tarski» (Pág. XIV).
292 «La Celestina»

Dichas figuras son particularmente apropiadas para la pa¬


radoja11.
Entre los varios tipos de paradoja que señala Rosalie
L. Colie en su libro ya citado, se encuentra la retórica lla¬
mada del encomio, diseñada para demostrar la pericia de
un orador y despertar la admiración del público hacia la bri¬
llantez técnica del retórico. Este tipo de paradojas incluye
la alabanza y engrandecimiento de algo que en sí ni apa¬
renta merecerlos. Entre los ejemplos. Colies señala el enco¬
mio de Georgias por Elena quien, por ser la causa de la
guerra troyana, no era merecedora de ensalzamiento, ala¬
banza que eventualmente se hizo tradicional y perdió su
naturaleza paradójica12. En La Celestina, si bien en distinto
nivel, encontramos la alabanza que todos hacen de Melibea
como alta y serenísima, virtuosa y encerrada, incapaz de co¬
meter un acto de desobediencia y de deshonestidad. Al con¬
trario de la alabanza de Elena, la de Melibea comienza por
ser verdad y convertirse después en una paradoja. Otros
ejemplos de paradojas retóricas señalados por Colie y que
también encontramos en La Celestina, son: la que defiende
una posición oficialmente reprobada por la opinión pública
y la que engaña a la audiencia por hacer exactamente lo
opuesto a lo que se propone, atacando la posición filosófica
que se propone defender13. Celestina nos sirve de ejemplo
cumbre de la primera de estas dos paradojas, pues conti¬
nuamente está defendiendo posiciones y actitudes reproba¬
das por la opinión y la moral públicas, escondiéndolas bajo
la capa de supuestas bondades. Así ocurre cuando propone
a Pármeno la alianza con ella y Sempronio, con la excusa
de que la amistad «es el mayor precio mundano» (I, I, 102-3),

11 Ibid., pág. 110.


12 Ibid., págs. 3, 8 y 9.
13 Ibid., pág. 4.
Dos retóricas paralelas 293

o cuando propone a Melibea que acepte la idea de la bon¬


dad de las penas de amores, pues «esto obra la natura é la
natura ordenóla Dios é Dios no hizo cosa mala» (I, IV, 191-
2). A. Robert Bell14 muestra detalladamente ejemplos del
último tipo de paradoja mencionado ya que, en la Tragi¬
comedia, nadie se escapa, literalmente hablando, de su par¬
te de tragedia ocasionada por la ignorancia que nace de las
«mentiras» en forma de viejos adagios y de «verdades». Al
asignar a cada uno su «castigo», evidentemente los autores
están atacando dichas posiciones filosóficas que son defen¬
didas solamente en apariencia.
La paradoja retórica es a la vez una contradicción lógica
que equivoca, que miente y no miente, que dice y no dice
la verdad, que especula acerca de su propia función u ope¬
ración y que contiene una especie de contradicción dialéc¬
tica. Apoyándose en la explotación de sistemas de valores
relativos o abiertamente competidores, la paradoja desafía
la ortodoxia y es una crítica oblicua de juicios o convencio¬
nes absolutas. Se ocupa también en las diferencias y con¬
flictos entre la experiencia observada y la lógica, entre la
apariencia y la realidad. Para lograr sus fines, la paradoja
a veces nos presenta una pintura del mundo al reves, dán¬
donos un medio ambiente que nos es más o menos familiar,
arreglado de manera que dé resultados que contrasten con
lo que se esperaba. La paradoja no se compromete ni com¬
promete a quien la crea; por el contrario, le permite al
hombre posponer una elección de tipo filosófico o religioso
de la cual pudiera arrepentirse más tarde. De hecho, la
forma paradójica niega el compromiso, la limitación y la
inercia en una dada posición filosófica15. Estas contradic-

14 Bell, «Folklore and Mythology in La Celestina».


is Colie, Paradoxia, págs. 5 y sigs.
294 «La Celestina»

dones lógicas son las que más me interesan en La Celestina.


Examinaré solamente algunas de ellas 16.
La obra está llena de dichas contradicciones, empezando
con los nombres. Celestina, la descendida del cielo, la angé¬
lica, produce siempre efectos contrarios: arruina doncellas
empujándolas a la prostitución y las lleva a ellas y a sus
amantes a una esclavitud de la cual nunca podrán redimirse.
Calisto, cuyo nombre significa hermosísimo, acaba con
cuerpo, casa y fortuna totalmente destruidos, y al fin, es
hasta posible que haya perdido su propia alma, convirtién-,
dose así en pésimo, en feísimo. Melibea, que significa voz
melosa, se convierte en un instrumento de Eros y de des¬
trucción, haciendo amargo lo dulce, pronosticando la muer¬
te con su «ronca voz de cisne» (II, XIX, 180)17. Pármeno «el
siempre presente», «en constante atención» 18, deja de estar¬
lo en relación con su amo, para aliarse con Celestina y Sem-
pronio. Por cobardía, se mantiene en atención cuando se
cree en peligro (II, XII, 86 y sigs.) y, paradójicamente, deja
de estarlo al sentirse seguro y envalentonado en casa de Ce¬
lestina, solamente para encontrarse irremediablemente caí¬
do y luego muerto (II, XII, págs. 96 y sigs.).

16 Rachel Frank, en «Four Paradoxes in The Celestina», ha señala¬


do cuatro paradojas o «escollos técnicos» de la obra, a saber: 1) Ca¬
listo, el héroe aparentemente merecedor de un tan gran amor que
Melibea se suicida por seguirlo, es grotesco, ridículo, antiheroico,
el hazmerreír de sus criados; 2) Melibea, modelo de inconsistencia:
al principio discreta, digna, víctima del amor, de repente se declara
por el amor libre, cediendo orgullosamente; 3) el formidable impe¬
dimento de los amores de Calisto y Melibea que origina que aquél
emplee a Celestina, es virtualmente inexistente; y 4) falta de vero¬
similitud en el empleo de la lengua, especialmente en la de los cria¬
dos. Manuel J. Asensio, en «El tiempo en La Celestina», se encarga
de anular cuando menos tres de dichas «paradojas».
17 Schiel, A Theological Interpretation, págs. 148 y sigs.
18 Asensio, «A Rejoinder».
Dos retóricas paralelas 295

De las «mochachas», Areúsa pronuncia su defensa de la


libertad (II, IX, 40 y sigs.), precisamente poco después de
haberse sometido a la voluntad de Celestina (I, VII, 260),
mientras que Elicia, la pupila sometida, la ramera obedien¬
te a la maestra, contribuye indirectamente a su muerte, por
no haberle creído y quedar «esta casa de noche sin varón»
(II, XII, 103).
De aparente enemigo que es, Celestina gana a Pármeno
para su bando, como «amigo», sólo para intensificar la ene¬
mistad, ya que se convierte en competidor en potencia y
más tarde en efecto, a raíz de su conflicto de intereses sobre
el botín obtenido. Además, Celestina gana a Melibea para
Calisto y por sus buenos servicios obtiene no la recom¬
pensa que ella espera, sino otra mucho mayor. La afortu¬
nada cadena se convierte en la fatal atadura que la ancla
en su codicia, trayéndole la muerte. Se ha señalado ya el
caso de Pleberio, que aparece como el poderoso antagonis¬
ta que puede acarrear un desastre repentino a todos19 y
que resulta ser, en realidad, la víctima a la cual todos le
acarrean desastre. Flightner20 ha apuntado cómo la escena
que más parece alejar a este padre todopoderoso de los
otros personajes, aquella en que enumera las virtudes de la
hija, que sin él saberlo ya ella ha perdido, paradójicamente
lo acerca más a ellos, ya que todos se encuentran en situa¬
ciones irónicas similares.
La más grande paradoja de todas es la de la vida mis¬
ma21. Pleberio, después de empezar su desesperada queja

19 Flightner, «Pleberio».

n Debo la inspiración de estas ideas a la explicación que Rosalía


L Colie hace de los Poemas de Aniversario de John Donne (Parado-
xia, págs. 415 y sigs.), y de la «Apologie de Raimond Sebond» de
Montaigne (Ibid., págs. 482 y sigs.).
296 «La Celestina»

con notas de elegía convencional, sorprende al lector al de¬


clarar que no solamente lamenta la muerte de su hija, sino
la del mundo entero. Con o sin ganas, el hombre se des¬
hace o se destruye a sí mismo. No es el pasar del tiempo
solamente lo que produce caducidad; el hombre mismo
acarrea su propia decadencia. La muerte se esconde por
doquier en todas las formas de vida. El hombre está con¬
denado por su misma situación, y, además, por su compor¬
tamiento. No hay lugar para otra cosa que no sea la deses¬
peración. El amor, que debería ser redentor, apresura a
los amantes a una muerte inevitable.
En el duelo, el hombre corre el riesgo de uno o tal vez
dos pecados mortales: el asesinato o el suicidio, arriesgan¬
do así su vida mortal e inmortal. Calisto se embarca en la
lucha amorosa con el mismo ímpetu con que un hombre se
lanza al duelo, buscando también «amigos» que en realidad
son enemigos, para que lo apadrinen y corriendo idénticos
riesgos físicos y morales. Como en el último truco desespe¬
rado de un duelo a muerte, Calisto se desarma, se pierde,
se da, se auto-cancela, para obtener la victoria, para ganar
a Melibea. Lo mismo pasa con Melibea. Ambos, al ganarse
mutuamente, se pierden.
El suicidio es la paradoja de la propia contradicción en
su extremo irrevocable. La muerte es, sin duda, el fin de
la experiencia vital del hombre; el morir significa abando¬
nar toda experiencia, renunciar a los placeres y a las penas
de la existencia, dejar de ser alguien, un «todo» para con¬
vertirse en un nadie, quizá en una «nada». Hasta el hombre
de fe se encoge ante el pensamiento de la muerte. El caso
del suicidio intensifica este problema que es la muerte, pues
se trata de eliminarse por su propia voluntad, de su propia
mano, en un acto de aniquilación, de des-hacerse, de des¬
truirse, de anularse. Schopenhauer, sin embargo, expresa la
Dos retóricas paralelas 297

paradoja del suicidio como la suprema expresión del deseo


de vivir22. Melibea, la dulce y delicada doncella de ayer,
muere, se elimina, para vivir, para acompañar a su Calisto
en el no-existir, en el no-ser, en la muerte, puesto que no
pudo hacerlo en la vida.
En la Tragicomedia, todo parece contradictorio y paradó¬
jico. Su retórica de lo trágico y su retórica de lo cómico,
paradójicas en sí pues aquella esconde el espíritu de la pa¬
sión y ésta el de la razón, «se entrelazan para contradecirse
y completarse paradójicamente»23. En su «artificiosa natu¬
ralidad» y su «veracidad inverosímil», nos presenta «una
ilusión, un mundo que, como nuestra propia vida, enmas¬
cara una angustia de muerte» 24 en un estilo que no podía
basarse en otra forma que la de la paradoja, que abarca la
obra entera.

LA AMBIGÜEDAD

En su sentido peyorativo, la ambigüedad es una falta


técnica que, nacida de una debilidad de pensamiento, produ¬
ce confusión o bien oscurece el concepto inútilmente. Como
tal, es de reprocharse y se considera como un descuido de
parte del escritor25. En su sentido positivo y estético, que
es del que aquí me ocupo, es un fenómeno unitario, en el
cual hay «fuerzas» que mantienen unidos los diferentes ele¬
mentos 26. Empson clasifica siete tipos de ambigüedad27, todos

22 Colie, Paradoxia, pág. 487.


23 Bergamín, «Rojas, mensajero del infierno», pág. 73.
24 Ibid., pág. 74.
23 William Empson, Seven Types of Ambiguity [Siete tipos de am¬
bigüedad] (New York: New Directions, 1966), pág. 160.
26 Ibid., pág. 234.
22 1) una palabra o sintagma es eficaz en varias maneras a la
vez, por ejemplo, comparando varios puntos de semejanza, o ante-
298 «La Celestina»

los cuales tienen que ver con «cualquier matiz, por muy
ligero que sea, que da lugar a reacciones alternas hacia una
misma unidad lingüística»2S. Es decir, que la ambivalencia
estéticamente valiosa es la que busca intencionadamente
una plurivalía del lenguaje, una anfibología o un significado
múltiple del vocablo, sintagma, poema u obra literaria. Esta
plurivalía puede ser de ampliación del significado o idea,
o bien, puede implicar contradicción. Si hay contradicción,
necesariamente implica tensión. Mientras más prominente
sea la contradicción, más grande será la tensión y ésta debe
ser transmitida, sostenida, por otros medios además de la
contradicción. La ambigüedad debe salir naturalmente de
las necesidades particulares de la situación29. Los escrito¬
res de la existencia se han dado plena cuenta de las ventajas
filosóficas y estéticas que ofrece la ambigüedad y la emplean
con conciencia de su arte30. También Fernando de Rojas y
el otro autor o autores de la Tragicomedia lo hicieron así,
por idénticas razones.
La Celestina abunda en expresiones verbales de dos o
más significados que enriquecen los conceptos y los temas.

poniendo varios puntos de diferencia; 2) dos o más significados se


resuelven completamente en uno; 3) en un retruécano, se dan simul¬
táneamente dos significados aparentemente inconexos; 4) diferentes
significados pueden combinarse para hacer claro un complicado es¬
tado de pensamiento en el autor; 5) puede ser una confusión afortu¬
nada en la cual una imagen o figura puede estar entre dos ideas;
6) lo que se dice es contradictorio o irrelevante y el lector se ve obli¬
gado a inventar interpretaciones; y 7) es uno de contradicción total;
dos significados pueden ser contradictorios entre sí; muestran una
división fundamental en la mente del autor. (William Empson, Ibid.).
28 Ibid.., pág. 1.
29 Ibid., pág. 235.
30 Ver, por ejemplo, David Madden, «Ambiguity in Albert Camus’
The Fall» [«La ambigüedad en La caída de Albert Camus»], Modern
Fiction Studies, XII, number 4 (Winter 1966-67), págs. 461472.
Dos retóricas paralelas 299

Por ejemplo, la expresión «bien sé de qué pié coxqueas» (I, I,


42), significa a la vez que el que habla sabe cuál es el pro¬
blema de su interlocutor pero también se refiere a la cojera
que se supone sufrió Adán como consecuencia de su caída,
es decir, insinúa que el mal de Calisto es la lujuria31. La
«ceguedad» de Calisto a que Sempronio se refiere (I, I, 44),
no es solamente física, por la falta de luz en su cuarto, sino
moral, por la falta de percepción afectiva que llega hasta
la blasfemia. Celestina se destaca entre todos los persona¬
jes por la plurivalía de su habla, que a menudo tiene un sig¬
nificado literal y otro obsceno (I: I, 95 y 96; III, 137 y sigs.;
IV, 186; VII, 254 y sigs.; II: IX, 39 y 40).
Estas ambigüedades verbales que adornan y enriquecen
toda la obra, a la vez subrayan «la ambigüedad inseparable
de las grandes obras» que Marcel Bataillon admite forma
parte de La Celestina32. Lo primero que sorprende al estu¬
dioso es el cambio sufrido en el título. Las tres primeras
ediciones, de 1499, 1500 y 1501, llevan el de Comedia de Ca¬
listo y Melibea-, de las cinco ediciones de 1502, una impresa
en Sevilla lleva el de Libro de Calisto y Melibea y de la puta
vieja Celestina y las otras cuatro el de Tragicomedia de Ca¬
listo y Melibea y ya contienen veintiún actos 33. Dentro de la
lectura moderna que estoy dando a la obra, el cambio de
título es más significativo de lo que a primera vista puede
parecer. La Tragicomedia contiene, ambiguamente, caracte¬
rísticas míticas, imágenes, símbolos y elementos de varios
géneros literarios. Del arquetipo del romance contiene la

si Weiner, «Adam and Eve Imagery».


32 Russell, «Notes: Ambiguity in La Celestina». La discusión que
sigue se inspira tanto en este artículo como en el de John A. Moore,
«Ambivalence of Will in La Celestina» [«Ambivalencia de la voluntad
en La Celestina»], Hispania, XLVII (marzo-mayo, 1964), 251-5.
33 Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 12 y 13.
300 «La Celestina»

primavera como la estación en que se desarrollan los amo¬


res de Calisto y Melibea34 y los personajes secundarios del
padre y la madre. Del arquetipo de la comedia, la novela
pastoral o el idilio, contiene la consumación de los amores,
la fase triunfal, la «entrada al Paraíso», así como los perso¬
najes subordinados del compañero y la novia. Del arqueti¬
po de la tragedia y la elegía, está la fase de la muerte, el
mito de la caída, la muerte de Dios (Melibea), la muerte vio¬
lenta y sacrificio e aislamiento del héroe (Calisto), así como
los personajes subordinados del traidor (Sempronio y tal
vez Pármeno) y de la sirena (Celestina y/o Melibea). Final¬
mente, del arquetipo de la sátira, contiene el mito del triun¬
fo de las fuerzas del mal, la vuelta al caos y la derrota del
héroe, con sus caracteres subordinados del ogro (Pleberio,
según todos se lo imaginan) y la bruja (Celestina). De la
visión cómica del universo, la Tragicomedia contiene los
siguientes elementos: la humanidad vive en una comunidad
en que reinan el orden, la amistad y el amor (cuando menos
temporalmente, en la casa de Celestina y en el huerto de Me¬
libea); el mundo vegetal es el huerto donde todos los ele¬
mentos armonizan en el éxtasis del amor; el mundo mineral
es la ciudad con su consabido templo. De la visión trágica
del universo, contiene los siguientes elementos: el hombre
se encuentra aislado en un mundo regido por fuerzas tirá¬
nicas o anárquicas, manipuladas, en la esfera terrestre, por
la figura de la «madre terrible» (Celestina); el mundo ani¬
mal está concebido en términos de lucha y violencia e in¬
cluye animales salvajes y aves de rapiña (prólogo); en el
mundo mineral, encontramos también la imagen geométrica
de la torre y el siniestro cuarto de Calisto. En cuanto al
mundo carente de forma, la visión cómica tradicionalmente

34 Orozco Díaz, «El huerto de Melibea».


Dos retóricas paralelas 301

incluye un río y la trágica el mar. La crítica no se ha puesto


de acuerdo en si los navios que Melibea pretende ir a con¬
templar son simplemente alusiones literarias o si navegan
por río o por mar35. Vemos, pues, que Rojas tuvo sobrada
razón para cambiar el título de la obra al inherentemente
ambiguo de Tragicomedia.
Otra ambigüedad que se encuentra en La Celestina resul¬
ta de la forma que le dieron sus autores. El profesor Gil-
man36 ha discutido ya las consecuencias que resultan del
empleo de la estilística dialogada a través de toda la obra.
Si bien no estoy de acuerdo con que esta forma imposibi¬
lita definitivamente el punto de vista de «tercera persona»
o del autor, sí creo que es poco menos que imposible ase¬
gurar cuándo un personaje habla como tal o es portavoz
de las ideas de su creador37. La forma dialogada produce
valiosas ambigüedades de caracterización, de interpretación
de la realidad del mundo de la Tragicomedia y, sobre todo,
de orden metafísico.
En los personajes, la ambigüedad en el comportamiento
de las dos rameras ha llevado a María Rosa Lida de Malkiel
a esbozar una teoría de la transposición de caracteres38 que
Jacqueline Gerday interpreta de otra manera39. En cuanto
a Pármeno, si la obra se compuso «en auiso de los engaños

35 Para una discusión más amplia de arquetipos en la literatura,


véase el estudio de Northrop Frye, «The Archetypes of Literature»
[«Los arquetipos de la literatura»], en Myth and Literature: Contem-
porary Theory and Practice [Mito y Literatura: Teoría y práctica
contemporáneas] (Lincoln, Nebraska: University of Nebraska Press,
1966), editado por John B. Vickery.
36 Stephen Gilman, «Diálogo y estilo en La Celestina», Nueva Re¬
vista de Filología Hispánica, VII (1953), 461-9 y también, La Celestina:
Arte y estructura, ya citado.
37 Russell, «Notes: Ambiguity», pág. 39.
3« Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 659 y sigs.
39 Gerday, «Le caractére des rameras».
302 «La Celestina»

de las alcahuetas e malos e lisonjeros simientes» (I, Incipit,


27), su corrupción y muerte muestran, más que el efecto de
sus engaños, el que tuvo sobre él el ejemplo e insistencia
de su amo. El comportamiento de la madre, Alisa, está tam¬
bién regido por la ambigüedad. Si sabía qué y quién era Ce¬
lestina, ¿por qué dejó a su hija sola con ella? (I, IV, 163),
¿por qué no sospechó cuando las respuestas de ambas no
coincidieron? (II, X, 64 y 65).
Celestina, por su parte, es un personaje que tipifica la
ambigüedad misma. Por su profesión, se ve obligada a adap¬
tarse a las circunstancias, a hablar en acertijos y a aceptar
diversas interpretaciones de sus máximas y proverbios. Nos
es presentada como una bruja, como un agente del mismo
diablo, como representante de las fuerzas del mal. Y, sin
embargo, simpatizamos con ella; nos conmovemos por su
vejez, sus achaques, sus dudas. ¿Es diabólica, o es simple¬
mente un ser humano, sufriente como todos los demás? Ce¬
lestina es todo eso y más, precisamente por su ambigüedad.
La brujería y el satanismo es también otro punto en el
cual la Tragicomedia se ha prestado a varias interpretacio¬
nes, no por capricho del lector, sino porque la obra misma
contiene esta plurivalía. Celestina invoca seriamente a Plu-
tón, pero también se sabe competente en su profesión. Ade¬
más, los personajes mismos hablan de su satanismo («e vn
poquito hechizera», I, I, 70) y a renglón seguido se desdi¬
cen («E todo era burla é mentira», I, I, 86). ¿Fue la inten¬
ción de los autores que viéramos la corrupción de Melibea
como producto de la brujería, como una natural inclinación
o debilidad humana, como una fatalidad del destino, o como
un poquito de todo?
Esta pregunta nos pone frente a otra ambigüedad. Se nos
dice que la obra fue «compuesta en reprehensión de los lo¬
cos enamorados, que, vencidos en su desordenado apetito...»
Dos retóricas parálelas 303

(I, Incipit, 27), lo cual implica que hay apetitos ordenados


o que se pueden controlar los impulsos de la naturaleza,
es decir, que existe el libre albedrío. Sin embargo, no hay
dentro de la Tragicomedia un solo ejemplo en el cual se
evite, se controle o se suprima la pasión. ¿Puede el hom¬
bre controlar su vida y su destino? Si no lo puede hacer
solo, ¿lo podrá con la ayuda de Dios? Si es así, ¿por qué no
encontramos un solo ejemplo de vacilación verdaderamente
moral? ¿Por qué nadie invoca a Dios para ser ayudado en
la tentación? Raramente se logra un verdadero dilema40 tal
vez porque los autores lo evitan intencionalmente.
Se declara abiertamente la intención didáctica y, sin em¬
bargo, los «castigos» de los culpables, las muertes de los
personajes principales, son todos ambiguos, si no del todo
acarreados por la fatalidad. Celestina, la que nunca levanta
la voz, la que se pliega a las voluntades de otros para lograr
sus fines, la que controla todo y a todos, muere dando gri¬
tos, maljuzgando como valentonadas las reclamaciones ira¬
cundas de sus secuaces. Estos mueren a manos de la justi¬
cia, no por ser justa y eficaz, sino porque no pudieron huir
a tiempo del alguacil y saltaron por unas ventanas muy al¬
tas, quedando en el suelo ya casi muertos (II, XIII, 110).
La muerte de Calisto, si bien puede tomarse como castigo,
también puede interpretarse como accidente41. La de Meli¬
bea es una tragedia, si hemos de creer a Pleberio («e yo no
lloro triste a ella muerta, pero la causa desastrada de su
morir», II, XXI, 207-8) o un triunfo, una especie de inmor¬
talidad, si hemos de creer a Melibea (II, XX, 197). Si la
intención es abiertamente didáctica y se acepta como tal,

40 El dilema de Celestina no es de orden moral, sino profesional,


y el de Melibea se presenta como un problema de fidelidad filial o
deber social.
41 Moore, «Ambivalence of Will», pág. 251.
304 «La Celestina»

tenemos que descartar el tema del desorden universal que


se establece en el prólogo, que continúa a través de la obra
y que culmina en la última actuación de Pleberio. Como lo
apunta John A. Moore, nos preguntamos si los personajes
son completamente obstinados o verdaderamente trágicos.
A todos se les presenta siempre una oportunidad de elegir
un curso de acción prudente, pero atolondradamente esco¬
gen el camino de su destrucción42.
En esta ambigüedad que penetra todos los aspectos de la
obra veo una de sus cualidades de modernidad, que justifica
la lectura existencialista que le he venido dando. Como Sar-
tre, sus autores parecen decir que la libertad del hombre se
presta a interpretaciones ambiguas. Que si Dios no existe
(y así parece ser el caso de la Tragicomedia, como se vio en
el capítulo IV), no hay ya valores inteligibles a priori; que
la única realidad es la de la acción y, por lo tanto, el hombre
es solamente la suma total de sus actos. Todos los valores,
incluyendo el bien y el mal, son una cuestión de punto de
vista, de actitud. Nada hay absoluto. Todo es ambiguo.

LA IRONÍA

La ironía es el tono central de la literatura moderna y su


función es dar a la audiencia una idea más clara del diseño
total de la obra que la que tienen los mismos personajes.
Presenta un conflicto humano que es insatisfactorio e in¬
completo, a no ser que se vea en él un significado más allá
de sí mismo, algo que tipifique la condición humana. El tra¬
tamiento irónico no dice cuál es esa significación, sino que
permite que sea descubierta por la audiencia o el lector.

42 Ibid., págs. 252 y 253.


Dos retóricas paralelas 305

Exige una perspectiva dilatada, pero no marca los límites


de esa dilatación ni la describe43. Es más que una burla
verbal, más que un simple hablar entre dientes; es un mé¬
todo de tratar ideas44. Es, a la vez, el reclamo absoluto y
subjetivo del Ego del artista y un profundo síntoma del
orden universal. Según Kierkegaard, es el Ego que se cier¬
ne, intoxicado por la infinidad de posibles en la realidad,
libre para alimentar su siemprevivo entusiasmo por la des¬
trucción y la negación45. La ironía y la dialéctica son acti¬
vidades que se entrelazan ya que la especulación dialéctica
tiende hacia la ironía: empezando con la percepción de que
la realidad cambia, con la idea de la variedad, va a la oposi¬
ción, a la contradicción de sí misma46.
El drama, puede decirse, es un presente lleno de su pro¬
pio futuro; la manera del destino es dramática. El drama,
como modo de organización, tiene su «fatalidad interna», es
decir, su desarrollo irónico. El drama es la extensión del
desarrollo de oposiciones en dirección a la esfera de la
acción y pasión humana, es el «baile de la actitud irónico-
dialéctica», como diría Kenneth Burke47. Es una fatalidad
interna, pero impuesta desde afuera, por la lógica del dra¬
maturgo que debe tener suficiente destreza para mantener
la necesidad irónica ya que, si esta decae, la obra es menos
dramática48. La ironía es, pues, el principio de la curvatura

43 Northrop Frye, «The Road of Excess» [«El camino del exceso»],


en Myth and Symbol: Critical Approaches and Applications [Mito y
símbolo: acercamientos y aplicaciones críticos] (Lincoln, Nebraska:
University of Nebraska Press, Second Bison Book printing, June,
1967), págs. 11 y 14.
44 Bert O. States, Irony and Drama, a Poetics [La ironía y el dra¬
ma, una poética] (Ithaca; Cornell University Press, 1971), págs. 3 y 4.
45 Citado por States, Ibid., pág. 5.
46 Ibid., pág. 10.
47 Citado por States, Ibid., pág. 23.
48 Ibid., pág. 24.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 20
306 La Celestina»

del drama, la fuerza con la cual mantienen una vital rela¬


ción sinecdóquica todas las peripecias del drama y todas las
ironías menores, tales como las verbales, las de situación,
dramáticas, etc., que solamente son irónicas en relación al
progreso total de la obra. Así pues, una ironía va haciendo
otra y así sucesivamente, hasta llegar al desarrollo inevita¬
ble, ya que el futuro que promete el drama se expone en
cada una de sus partes, empezando con el uso del habla, las
imágenes y símbolos, pasando por la selección y arreglo de
las escenas en un orden específico e incluyendo la determi¬
nación de los rasgos particulares de los personajes, a fin de
crear la más grande ironía, el desarrollo final, agrandando
constantemente la oposición de valores en la obra49. La iro¬
nía es el medio por el cual el autor busca los límites de las
proporciones y desproporciones concebibles. La ironía y su
sirviente, la peripecia, son los modos vitales de este descu¬
brimiento so.
No es sino hasta hace aproximadamente cien años cuan¬
do el término ironía adquirió su significado actual, tan rico,
complejo y ambivalente. Está muy lejos ya de la ironía retó¬
rica o verbal, de la socrática, de la dramática, de la de Só¬
focles, de la trágica. Todos estos y otros significados han
ido enriqueciendo el vocablo; allí están también la ironía
romántica, la trillada ironía del destino, las de la tensión y
la paradoja promulgadas por los Nuevos Críticos y, en fin,
la ironía cósmica o existencial que es de la que aquí me ocu¬
paré51. La que a mí me interesa es a la que se refiere Char¬
les I. Glicksberg, aquella que

« Ibid., págs. 17-29.


so Ibid., pág. 34.
si Para el desarrollo de estos significados, véase el libro de Nor¬
man Knox The Word Irony and its Context: 1500-1755 [La palabra
ironía y su contexto: 1500-1755\ (Durham, N. C.: Duke University Press,
1961). El libro de Knox trata la ironía desde el punto de vista his-
Dos retóricas paralelas 307
encama una contradicción existencial, que no puede ser recon¬
ciliada por la casuística de la razón, entre el ser humano an¬
helante por un significado fundamental y la falta de dicho sig¬
nificado, entre la fuerza de la pasión intelectual que motiva la
búsqueda de la verdad y la contrarrestante comprensión de
que no hay verdad que encontrar. Está implícita en la búsque¬
da de un Dios que está muerto o que se sospecha no ha existi¬
do nunca. Criatura finita de polvo y tiempo, el hombre se es¬
fuerza en vano hacia lo infinito y lo eterno52.

Es decir, la ironía es una actitud, una visión total de la


creación y de la marcha irremediable de la misma.
Hasta aquí, he venido discutiendo las diferentes catego¬
rías existenciales, temáticas y técnicas y a la vez demos¬
trando cómo se encuentran en La Celestina. Esta vez cam¬
biaré un poco el método. Casi no hay crítico de la Tragico¬
media que no haya hecho notar uno o más de sus aspectos
irónicos. Unos, aunque tímidamente («Hay que tener en
cuenta que la ironía ha penetrado toda la obra y casi subra¬
ya lo absurdo de la vida»)53, han apuntado la importancia
de la misma. Cuatro de ellos han dedicado una buena parte
de un libro o han hecho un estudio especial sobre el papel
tan importante que tiene en la obra que ahora se analiza.

tórico y técnico. Para otra discusión técnica de las cualidades for¬


males de la ironía y una diferente clasificación, véase el libro de
Douglas Colín Muecke, The Compass of Irony [El ámbito de la iro¬
nía] (London: Methuen, 1969). Puede encontrarse otro estilo más de
interpretación de la ironía como necesidad dramática y su función
en el proceso crítico en el libro de Robert Boies Sharpe, Irony in
the Drama: an Essay on Impersonation, Shock, and Catharsis [La
ironía en el drama: un ensayo sobre la personificación, el choque
y la catarsis] (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1959).
52 Charles I. Glicksberg, The Ironic Vision in Modern Literature
[La visión irónica en la literatura moderna] (The Hague, Martinus
Nijhoff, 1969), pág. 5.
55 Hesse, «La función simbólica», pág. 87.
308 «La Celestina»

María Rosa Lida de Malkiel54 ha discutido aspectos de la


ironía verbal y de la trágica o sofóclea, sus antecedentes e
imitaciones y adaptaciones. Erna Ruth Berndt55 dedicó par¬
te de su estudio a analizarla en su relación con un aspecto
del amante y con el tema de la fortuna. Cándido Ayllón56
nos ha brindado el estudio demostrativo más amplio de los
diversos tipos de ironía (verbal, de personajes, de hechos o
situaciones, anticipatoria, dramática y trágica), haciendo no¬
tar, después de examinar algunos casos irónicos del primer
acto, que en los veinte actos escritos por Rojas hay casi
«cien ejemplos más del uso hábil y penetrante de la ironía
en todas sus manifestaciones»57. De estos tres, Ayllón es
quien más se ha acercado a la interpretación que aquí quie¬
ro dar, al decir que los diversos tipos de ironía «revelan a
un autor o autores que usan la ironía para crear un senti¬
do más vivo de la realidad y para poner en tela de juicio
los valores de su sociedad» y que «son esenciales a la téc¬
nica dramática que usan los autores, en parte, para conse¬
guir la creación convincente de personajes complejos y el
feliz desarrollo de la trama dentro de la estructura arqui¬
tectónica de La Celestina»58. Es decir, Ayllón interpreta,
aunque con diferentes palabras, la ironía como «una fatali¬
dad interna impuesta desde fuera». Como estos críticos ya
se han encargado de citar y analizar numerosos casos de
diversos tipos de ironía, no voy a repetir aquí el proceso.
En lugar de eso, aplicaré a la Tragicomedia conceptos crí¬
ticos que han sido emitidos en relación con dramaturgos y

54 Lida de Malkiel, Dos obras maestras, y La originalidad.


55 Berndt, Amor, Muerte y Fortuna.
56 Cándido Ayllón, «La ironía de La Celestina», Romanische For-
schungen, LXXXII (1970), 37-55.
57 Ibid., pág. 41.
ss Ibid., págs. 37 y 55.
Dos retóricas paralelas 309

dramas contemporáneos de corte existencial, por parecerme


aplicables, a fin de demostrar el hecho de que sus autores,
adelantándose cuatrocientos años a la técnica moderna,
emplearon la ironía en manera asombrosamente similar a
la del teatro existencialista, el de vanguardia, y hasta el del
absurdo. Los críticos que cito han explayado los conceptos.
Yo soy quien los aplica a la obra de Rojas. El cuarto crítico
que ha interpretado el tono irónico de La Celestina es Ste-
phen Gilman59. Sin duda él es quien ha empleado el término
más ampliamente y con más modernidad. Gilman hace no¬
tar que Rojas se permitió una visión irónica, una distancia,
separación o desprendimiento y una implacable indiferencia
y que, dentro de la tradición de una ironía sofisticada, Ro¬
jas, como el ironista de nuestro tiempo, no nos llama la
atención al hecho de que es irónico en su obra, sino simple¬
mente se dedica a exponer y a dejar que el lector añada
él mismo el tono irónico.
La más absoluta forma de la ironía dramática en la lite¬
ratura ocurre en la tragedia, pero solamente en aquella que
reconocemos como una realización de las más altas aspira¬
ciones de la psicología trágica. La tragedia sería, pues, una
manera de corporeizar una absoluta conciencia del mundo,
de hacer un objeto sin límites, cuya peripecia sería el mo¬
vimiento de la identidad a la otredad, la participación de
lo mortal en lo inmortal. La comedia también busca los lí¬
mites de la oposición, contiene la misma tensión entre lo
real y lo ideal, entre el ínterin y el final, criticando lo finito
por no ser infinito. Por su parte, las formas híbridas o com¬
puestas comparten con las formas puras de la tragedia y la

59 Stephen Gilman, «Rebirth of a Classic: Celestina»; «Fernando de


Rojas as Author»; y, finalmente, «Introducción» a La Celestina por
Fernando de Rojas, edición de Dorothy Sherman Severin, todos ya
citados.
310 «La Celestina»

comedia su instinto por la peripecia o el desarrollo exten¬


so60. La Celestina realiza las aspiraciones de la psicología
trágica, critica lo finito por no ser infinito y lleva el des¬
arrollo de su peripecia hasta el extremo. En la Tragicomedia,
como en los dramas en que ya la fortuna no aparece con
su rectitud cristiana y justa, este supremo agente de la iro¬
nía parece mover su rueda con los ojos cubiertos por una
venda, rueda y venda que simbolizan lo causal y lo casual,
juntándolos en contradicción y armonía en la fórmula del
drama moderno propuesta por Friedrich Hebbel de «presen¬
tar lo necesario en la forma de lo accidental»61. La Celes¬
tina, como la tragedia moderna, por esa suprema ironía, nos
lleva al cabo a descubrir una ley universal que de repente
se deja ver como la fuerza directriz que se encuentra detrás
de todo lo que ha pasado. Como en el drama de nuestros
días, esa fuerza carece de lógica y lleva puesta la máscara
del desorden y del caos. La catarsis es, en realidad, el re¬
sultado de compartir con el personaje trágico (en este caso
Pleberio, que es trágico a lo moderno, claro está), la percep¬
ción de que el hombre trágico se encuentra precisamente
en la convergencia de dos órdenes lógicos: no es solamente
la víctima de la Fortuna y de sí mismo; es, irónicamente,
también el participante en algo así como un apocalipsis62.
El drama de Chejov es, como la Tragicomedia, un género
mixto, que emplea la ironía en grandes dosis tomando ele¬
mentos de la tragedia (destrucción o derrota del protago¬
nista: Calisto, Pleberio), del realismo (énfasis en el medio
ambiente: mundo social) y de la comedia (el hombre como
ente social, pintado como una caricatura imperfecta que
no reconoce el predicamento de su situación: los criados y

60 States, Irony and Drama, págs. 57 y sigs.


61 Citado por States, lbid., pág. 62.
62 lbid., pág. 66.
Dos retóricas paralelas 311

las rameras). También los dramas de Chejov pintan la


victimación o falta de defensa de gentes relativamente ino¬
centes (Alicia, Pleberio), por un agente fijo, implacable e in¬
diferente. Como en los dramas de Chejov, tampoco en la
Tragicomedia hay en realidad antagonistas; la forma misma
es antagonística y podría clasificarse como ironía cuidado¬
samente supervisada. Nuestra reacción ante los dramas de
Chejov, finalmente, y ante el de Rojas, sería una exclama¬
ción similar: «¡Qué triste!», tristeza que nos viene de ver
caer a una víctima inocente, simplemente a través de una
dura, inconsciente circunstancia y de observar que el perso¬
naje, cuya victimación acaba de ser completada (Pleberio),
está colocado frente a un fondo de vida muerta, pero que a
la vez continúa totalmente indiferente a su destino63.
En La Celestina, como en la tragedia moderna, las fuer¬
zas impersonales conspiran para hacer caer al hombre: la
libídine, los complejos, el medio ambiente, etc. Los prota¬
gonistas están ciegos ante la verdad y viven en un mundo
de apariencias e ilusiones, sin sospechar la realidad catas¬
trófica que les espera, verdad que solamente el lector es
capaz de comprender. La ironía del destino es inescapable.
El personaje, al final (Pleberio), trata de comprender las
fuerzas que han contribuido en el pasado a su tragedia. La
ironía se deja sentir en el estilo y en el tratamiento de toda
la materia que amplía lo incongruo de la existencia. Todas
las formas de ironía aportan el peso de su significado al
efecto irónico total de la obra. La ironía metafísica del
siglo veinte (al igual que la de La Celestina) retrata a un
héroe que, conservando el intelecto y el método socráticos
de investigar la verdad, trasciende su papel como disimu¬
lador; se convierte en ironista, dejando de ser heroico, o se

« Ibid., capítulo V.
312 «La Celestina
hace heroico en forma totalmente diferente. El personaje
moderno se encuentra, como Pleberio, abrumado por un
mundo que está más allá de su comprensión. Esta ironía se
hace trágica cuando, como en el caso de este mismo per¬
sonaje, se trata de dar expresión al descubrimiento traumá¬
tico de que el universo no tiene interés alguno en el des¬
tino del hombre. El mundo es absurdo y, por lo tanto, trá¬
gico. Habiendo descargado el absoluto, el ironista vive en
ese universo relativizado que carece de consideración hacia
sus aspiraciones y esfuerzos. Sigue adelante, a pesar de que
no sabe si en realidad va hacia atrás o hacia adelante. Su
jornada, sus esperanzas, nunca se verán cumplidas. La ra¬
zón no le sirve de guía. El tema central de la literatura mo¬
derna es, pues, la ironía como una forma expresiva de la
visión metafísica, fruto de una creciente sospecha de que
la vida carece de significado. La mente es su propio cielo
y su propio infierno. El mundo puede ser visto desde múl¬
tiples perspectivas que no pueden armonizarse en una uni¬
dad. Los conflictos entre el instinto y la razón, la carne y
el espíritu, la búsqueda de significado en un mundo que pa¬
rece carecer de el, llevan a un intenso sentido de ironía.
No hay esperanza de salvación. Criatura del relativismo, el
moderno ironista se da cuenta de la imposibilidad de llegar
a la verdad o a la salvación a través de los sistemas racio¬
nales del pensamiento. Él no escoge la ironía; ésta lo escoge
a él. La ironía, en el siglo veinte, se convierte en una acti¬
tud pronunciada e identificable: es una posición desilusio¬
nada que la mente adopta al interpretar el papel del hom¬
bre en el universo. Ya no existen absolutos morales; la exis¬
tencia deja de ser idealizada. La naturaleza continúa usando
del hombre para lograr sus propios propósitos incomprensi¬
bles. La forma de lo trágico y de lo cómico están hoy estre¬
chamente relacionadas y dependen una de la otra. La iro-
Dos retóricas paralelas 313

nía permite que las contradicciones co-existan y que haya


una multiplicidad de perspectivas. El ironista moderno,
como Rojas, ve la vida como un absurdo, en vez de verla
en términos morales del bien y del mal. La ironía de la lite¬
ratura de nuestra era, como la de Rojas, se especializa en
ironías del destino y acentúa que, fuera de la esfera histó¬
rica, las aspiraciones e ideales de la humanidad no tienen
importancia alguna64.
En los dramas de Chejov, de Beckett y de otros, la cau¬
sa de las peripecias, como en la Tragicomedia, debe bus¬
carse en la naturaleza del universo mismo. El acatamiento
de los personajes no es tanto percepción como choque65.
Este choque es obtenido en la tragedia y en la comedia
a través de sacudidas causadas por horrores tales como
la muerte y la catástrofe en la primera, y en la segunda por
horrores sexuales, expresados dramáticamente como obsce¬
nidades cómicas 66. La Celestina, género híbrido, contiene de
todo.
En la tragedia clásica, la acción nos hace aprender una
lección. En la ironía, la acción solamente produce derrota.
El drama irónico no busca solución a sus problemas. No le
interesan al ironista ni las necesidades humanas, ni su cum¬
plimiento67. A Rojas tampoco parecen interesarle, como lo
demuestra la muerte de cuatro de los personajes. El drama
irónico, como la Tragicomedia, asume que el mal ya existe.
No lo presenta como producto de los actos del hombre68.

64 Glicksberg, The Ironic Vision, Parte I.


65 States, Irony and Drama, pág. 125.
66 Sharpe, Irony in the Drama, pág. 207.
67 States, Irony and Drama, pág. 125.
68 «pues lo que él [Rojas] quiso dramatizar es una lección funda¬
mental sobre la naturaleza humana. Su lección básica es que la se¬
milla del mal está en todos los personajes... La Celestina no es una
guía de cómo desarraigar o evitar el mal. Es una admonición de que
314 «La Celestina»

Rojas, como el ironista moderno, anuncia su descubrimien¬


to de que el hombre muere y nunca vuelve a la vida. El
hombre muere, pero cada uno de ellos se niega a creer que
a él le sucederá otro tanto. La vida sigue adelante, mien¬
tras que el hecho de la muerte es considerado casi como un
incidente estadístico (Calisto, Acto XIII). El hombre pru¬
dente (Calisto) se asegura contra la muerte, permitiendo
que la vida siga como si nada. El ironista denuncia este ruin
intento de negar o disfrazar el horror de la muerte69. Meli¬
bea, como los suicidas de Ibsen, no se entrega a la muerte
en un acto de desesperación. Su acto es simplemente el en¬
cuentro con la solución, el cumplimiento de una posibili¬
dad, de la única posibilidad dramática. Como en Ibsen, es
más bien una decisión de morir, que una decisión de morir;
es la consecuencia irónicamente natural del proceso de su
vida70.
La actitud del ironista hacia la muerte es bastante clara:
la muerte es el absurdo por excelencia. Que los hombres
nazcan y vivan simplemente para convertirse en polvo no
puede tolerarse. Ser humano quiere decir protestar, aunque
con la protesta nada se logre. Si el hombre no puede ele¬
varse sobre su finitud biológica, cuando menos puede ele¬
var la voz. Exponer lo absurdo de la existencia es una rebel¬
día metafísica, es rebelarse contra la muerte a favor de la
vida71. Pleberio no solamente alza la voz; va más allá. Para
él, la muerte no es solamente uno de los riesgos de la vida,
el riesgo supremo; es la condición básica de la vida misma.

el mal existe en el alma de cada hombre... a menudo la mala acción


parece brotar espontáneamente, como controlada por alguna fuerza
distinta de la voluntad del individuo». (Moore, «Ambivalence of Will»,
pág. 254.)
69 Glicksberg, The Ironic Vision, pág. 90.
70 States, Irony and Drama, pág. 157.
71 Glicksberg, The Ironic Vision, pág. 90.
Dos retóricas paralelas 315

Su gran pregunta, que deja entrever todo el pesimismo


existencial de La Celestina, es la misma del ironista metafí-
sico de si la vida vale la pena vivirse, cuando toda espe¬
ranza nos ha sido quitada.

LA TENSIÓN

Filosóficamente hablando, la tensión se refiere a la acti¬


vidad normal de la mente que constantemente oscila entre
dos extremos: el plano de la acción donde ocurren las fun¬
ciones moto-sensoriales y el plano de los sueños, donde vi¬
vimos nuestra vida imaginativa, en el cual la memoria tie¬
ne un papel muy importante. La mente tiene de por sí el
poder de producir contradicciones y expansiones, encon¬
trando su vitalidad en la tensión producida por los contra¬
rios. Pascal expresó admirablemente esta idea al decir que
el hombre es un todo frente a la nada y una nada frente al
infinito. Baudelaire, por su parte, afirmó que el hombre
se encuentra entre dos fuerzas: una que lo impulsa hacia
el cielo y la otra que lo empuja al infierno. Unamuno en¬
cuentra que la esencia de la vida es precisamente esta ten¬
sión, producida por la lucha constante entre la finitud del
hombre y su deseo de infinito, entre lo real y lo ideal, entre
la materia y el espíritu. Cuando menos tres de los persona¬
jes de La Celestina se encuentran siempre en un estado de
tensión, producida por dos opuestos. Pármeno, criado fiel
al abrirse la obra, se debate entre su deseo de seguir siendo
fiel y las tentaciones que finalmente acaban por producir su
corrupción. Melibea lucha entre las fuerzas opuestas de su
castidad que junto con su calidad de doncella encerrada,
pugnan con su pasión y deseo de dar su amor a Calisto. Este
último, a su vez, dentro de su propio sistema de valores,
se encuentra constantemente entre la gloria que significa
316 «La Celestina»

la visión y posesión de su amada y el infierno de su ausen¬


cia. La obra entera se basa en las tensiones y distensiones
producidas por el encuentro de este último par de contras¬
tes.
Técnicamente hablando, la tensión es la cualidad que pro¬
porciona forma y unidad a una obra artística. Para Alien
Tate, el vocablo tensión designa la totalidad del significado
en un poema. Se deriva de los términos lógicos extensión e
intensión, cuando se han omitido los prefijos. Un poema
(y por extensión una obra literaria) tiene, a la vez, un signi¬
ficado literal (extensión) y uno metafórico (intensión) y a
la existencia simultánea de estos dos significados es a lo
que Tate se refiere como tensión. Es un estado de relacio¬
nes tirantes entre lo general y lo particular, entre lo con¬
creto y lo abstracto, entre los elementos de una simple me¬
táfora, entre lo hermoso y lo feo, entre las ideas, entre los
elementos que componen la ironía. Unos detalles textuales
se combinan y se oponen a otros, así como las unidades
estructurales se oponen, por ejemplo, en el paralelismo, a
otras unidades. Es la tensión de las fuerzas opuestas la que
da la unicidad a la estructura de la obra.
Desde el momento en que se empieza a leer La Celestina,
la fuente de nuestro interés en la obra es la tensión que se
crea entre la Tragicomedia y la vida. Nos sentimos tan
atraídos a ella que nuestra misma existencia física nos hace
vernos, en efecto, como miembros de la sociedad ficticia
allí representada. «La objetividad irónica de Rojas es tan
despiadada, su malicia tan sin obstáculos, y su habilidad
tan asombrosa, que llegamos a conocer a sus personajes
(como conocemos a la mayoría de nuestros colegas) dema¬
siado bien para que nos sean importantes», dice Gilman72.

72 Gilman, «Introducción», pág. 26. No estoy de acuerdo con sus


conclusiones de que, por conocerlos demasiado bien, no nos son im-
Dos retóricas paralelas 317

Además de esta tensión que podría decirse va del exterior


al interior o viceversa, la obra entera se mantiene, gracias
a la maestría de sus autores, en un estado de equilibrio
producido por los contrastes y armonías de todas y cada una
de sus partes, sosteniendo así la tirantez como una cons¬
tante, hasta el último momento.
No es aquí el lugar para hacer un estudio detallado de la
tensión estética en La Celestina. Sólo quiero apuntar algu¬
nas ideas, inspiradas en la lectura de la Tragicomedia mis¬
ma, así como en la de los dos admirables estudios de María
Rosa Lida de Malkiel73 que, sin hablar específicamente de
la tensión artística en la obra, nos hacen ver la armonía
que reina en ella.
El género literario que escogieron los autores es, de por
sí, el enfrentamiento de dos opuestos, la tragedia y la co¬
media, con el equilibrio correspondiente de todas sus par¬
tes y componentes. No reímos de verdad, pero tampoco
lloramos al leer la obra, porque Rojas ha querido que guar¬
demos nuestras emociones para dejarlas desbordar en el
último momento aterrador: la peroración de Pleberio, que
nos deja como suspendidos en el vacío.
Desde su punto de iniciación hasta el final desarrollo, la
trama avanza, a cámara lenta, permitiendo igual medida de
atención para cada personaje74, en una rigurosa secuencia
de causas y efectos75 entre tensiones y distensiones causa¬
das por las actitudes emotivas de los diversos personajes,

portantes ni nos afectan como humanos. Es tanto como decir que


sólo podemos sentir empatia por aquellos con quienes guardamos
cierto distanciamiento. Empleo la cita para mostrar lo cerca de la vida
misma que nos pone la ficción creada por Rojas.
73 Lida de Malkiel, Dos obras maestras, y La originalidad.
74 Lida de Malkiel, Dos obras maestras, pág. 68.
75 Ibid., pág. 69.
318 «La Celestina»

atando lógica y psicológicamente cada acción una a otra76


sin dejar caer un momento el interés producido por la ten¬
sión dramática que resulta cuando confrontamos lo que ha
pasado con las posibilidades de acción. Celestina, que es
la experta manipuladora de individuos, sabe exactamente
cuándo es necesario empujar un poco los acontecimientos
y cuándo es pertinente retraerse y esperar. Cinco escenas la
muestran en toda la gloria de su juego. Las dos con Pár-
meno, una en el primer acto, en la que inicia su corrupción,
y la otra en el séptimo, donde la completa. Aunque con otro
propósito, Jane Hawking-77 ha estudiado la pericia con que
Celestina maneja ambas situaciones78. Otras dos escenas en
que Celestina se destaca como creadora de tensiones y dis¬
tensiones son las que sostiene con Melibea (Actos IV y X),
avanzando y retirándose solamente lo suficiente para no per¬
der a su presa, hasta que obtiene la victoria. En ambos casos
y en otros parecidos, la similitud externa de las situaciones
paralelas sirve como indicador de la distancia que la trama
ya ha cubierto79 aparte de producir tensión. La escena en¬
tre Celestina y Areúsa (Acto VII), a la vez similar y diferen¬
te a las de la seducción de Melibea, muestra otra técnica
más de la alcahueta y subraya su carácter sensual y su gozo
vicario. Su creador dotó a la vieja únicamente con la canti¬
dad suficiente de penetración y habilidad que le bastarían
para conseguir sus fines. Una vez resueltas estas tensiones
dramáticas, Rojas creará una nueva, esta vez ya ladeando la
balanza hacia la tragedia, al cegarla con su avaricia de ma-

76 Ibid., pág. 77.


77 Hawking, «Madre Celestina».
78 Este y otros paralelismos, sirven para avanzar la trama, para
contrastar y amplificar la caracterización. Son a la vez creadores y
mantenedores de tensión en la obra.
79 Lida de Malkiel, Dos obras maestras, pág. 95.
Dos retóricas paralelas 319

ñera que le impidiera ver el conflicto que se levantaba ante


sus propios deseos y los de sus secuaces. La violencia y las
muertes ocurridas en el barrio bajo crean la distensión,
presagiando lo que está por venir en la residencia señorial
de Melibea.
El aspecto lingüístico les sirve también a los autores de
la Tragicomedia para crear, dilatar y resolver tensiones. El
empleo del diálogo, de la acotación y del aparte, ya va ha¬
ciendo avanzar el tiempo y la acción, ya va dándonos pin¬
turas físicas y psicológicas de los personajes. El monólogo,
además de hacer todo esto, presenta a algunos de los in¬
dividuos en el estado mismo de tensión interior, en momen¬
tos de decisiones clave de sus vidas. Los artificios estilísticos
empleados (anáfora, contraposición, paralelismo sinonímico y
antitético, interrogación retórica, ritmo, rimas al final de la
frase y similicadencias)80 sirven no solamente para hermo¬
sear la obra sino también para proporcionar exactamente el
grado necesario de tensión dramático-emotiva. Creo que si
se hiciera un estudio cuidadoso de la lengua como creadora,
mantenedora y solucionadora de tensiones, desaparecería la
cuarta paradoja que encontró Rachel Frank, la de la inve¬
rosimilitud del habla81.
Ya al estudiar los recintos en el capítulo anterior, vimos
cómo también el lugar o el espacio contribuye a estable¬
cer un estado particular de la mente de los personajes y a
obtener resonancias similares en la del lector, creando así
tensiones hacia adentro y hacia afuera de la obra. Lo mismo
pasa con la motivación, en la que la casualidad, la inter¬
vención de la tercera, el empleo de la magia y la causalidad,
se combinan artísticamente en un todo que empuja inexo-

80 Lida de Malkiel, La originalidad, págs. 108 y 335.


81 Frank, «Four Paradoxes».
320 «La Celestina»

rablemente a los personajes a su último destino. Los auto¬


res de la Tragicomedia utilizaron estos elementos en la pro¬
porción necesaria para mantener un equilibrio entre todas
las fuerzas que influyen en la acción.
La caracterización, basada en un doble principio de uni¬
dad orgánica y de cambio, es un pilar más que sostiene
la tensión en su debido punto. Todos los personajes son
distintos unos de otros; no son tipos sino individuos. Obser¬
van en su desarrollo una ley de unidad interna que los
caracteriza como ellos y no otros, pero a la vez muestran
tendencias y libertad hacia el cambio 82. Pero no hay en nin¬
guno de ellos un cambio repentino ni discordante con su
principio interior. Cambian poco a poco, como se cambia
en la vida, conservando una cierta armonía consigo mismos
al ir mostrando cada cambio. De allí que nos parecen siem¬
pre «equilibrados». Aun hasta el destemplado de Calisto,
con las notas discordantes de su carácter, lo llegamos a
percibir como una entidad integral: «un soñador solitario
en eterno malajuste con la realidad»83.
El tiempo, ya sea creado a la medida de la necesidad84 o
medido lógicamente85, es percibido por los personajes y por
el lector con una aguda conciencia. Ellos se ven (y nosotros
los vemos) apresurados por aprovechar hasta la última
posibilidad de cada minuto, ya que cada uno de ellos se da
cuenta de la marcha natural e irreversible de la naturaleza.
Como en el teatro moderno, vemos en la Tragicomedia al
hombre frente a la marcha inconsciente del reloj, en un
conflicto psicológico y cosmológico con él86. El tiempo está

82 Lida de Malkiel, Dos obras maestras, pág. 99.


83 Ibid.
84 Gilman, «El tiempo y el género literario en La Celestina», y
La Celestina: Arte y estructura.
85 Asensio, «El tiempo».
86 Lida de Malkiel, Dos obras maestras, pág. 88.
Dos retóricas paralelas 321

en conflicto no solamente con los deseos y necesidades de


cada personaje, sino también con el amor87. También al em¬
plear el tiempo vemos que los autores aumentan o dismi¬
nuyen las tensiones de La Celestina, de acuerdo con la ne¬
cesidad dramática del momento. Para lograrlo, además del
tiempo cronológico del reloj y de los calendarios, emplean
el psicológico, dotando a los personajes de memoria e ima¬
ginación. Si no se puede uno escapar del tiempo físicamen¬
te, cuando menos se puede evadir con la memoria y la
imaginación88. Los personajes tienen memoria de su pasado
y una capacidad para soñar despiertos. Duplican su apasio¬
nado vivir con un apasionado e intenso ensueño. Están do¬
tados de una imaginación práctica y de fantasía poética89.
Como extensión del tiempo, la memoria viene a ser otro
ingrediente en el equilibrio de las tensiones en la Tragico¬
media. «Rojas resulta ser el primer autor español que in¬
tenta, a través de la memoria, tender un puente entre los
mundos subjetivos y objetivos de sus personajes»90.
Donde Rojas empuja la tensión dramática hasta el extre¬
mo, es en su creación del personaje Pleberio. Su tempera¬
mento preocupado y razonador está en oposición al ciego y
confiado de su esposa. Su cuidado de padre amoroso, que
hubiera garantizado el orden natural y la felicidad de las
partes, está en contraste directo con los obstinados deseos
de independencia de su hija 91. El temor de todos y cada uno
hacia él, contrastan absolutamente con su bondad y preo¬
cupación paternal que sólo busca la felicidad de su hija y
con ella la propia. Finalmente, su vida casi ejemplar lo ha-

87 Gilman, La Celestina, págs. 216-220.


88 Severin, Memory in «La Celestina», pág. 60.
w Lida de Malkiel, Dos obras maestras, págs. 100 y sigs.
90 Severin, Memory, pág. 11.
Lida de Malkiel, Dos obras maestras, págs. 107 y 108.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 21
322 La Celestina

ce esperar una vejez llena de paz, tranquilidad y amor,


solamente para encontrarse viejo y desvalido, frente al ca¬
dáver de su hija.
En ningún momento se orienta la dirección de la Tragi¬
comedia hacia un desarrollo feliz. Ni aún cuando el amor
se cumple. Cuando Pármeno obtiene a Areúsa y se siente
satisfecho y feliz, el lector sabe que esa alegría, paradó¬
jicamente, es sólo el precio inmediato de su traición. Cuan¬
do Calisto y Melibea gozan de su amor, se cierne sobre ellos
la sombra del ángel de la tiniebla, que el autor ha tenido
buen cuidado de hacernos presentir, al insistir en que se
trata de un «ylícito amor»92. Es como si Rojas quisiera
decirnos que el hombre es como bala o flecha que, dispa¬
rada hacia su blanco, no puede detenerse a gozar de sí mis¬
ma. El hombre, disparado hacia la muerte, se entretiene en
su gozo sólo por virtud de un espejismo. Desde el primer
momento en que el equilibrio de la tensión comienza a in¬
clinarse, la acción de la Tragicomedia se dispara hacia el
único desarrollo posible: la muerte, «la paradoja suprema,
la fuente de donde emanan todas las ironías trágicas o có¬
micas de la existencia»93. Para el personaje de Rojas, como
para el hombre del siglo veinte y de finales del diecinueve,
la muerte está despojada de su significado sagrado. No es
sino una caída en la nada y la visión de la nada no es tole¬
rable. La vida que culmina en la muerte es un chiste cruel;
el haber nacido es una broma y el tener que morir también
lo es. Detrás del tinglado, moviendo los hilos, debe haber
un titiritero, un gran bromista.

92 El que se queden las razones de la ilegitimidad en el limbo de


la ambigüedad enriquece, en vez de reducir, la tensión en el cumpli¬
miento de esos amores.
93 Glicksberg, The Ironic Vision, pág. 81.
Dos retóricas paralelas 323

Pero si la muerte es el fin de todo, si el que muere se


escapa de la dimensión del tiempo en una inmutable eterni¬
dad de su pasado, si el futuro deja de tener significado para
los que han muerto física (Calisto, Melibea, Celestina, Sem-
pronio y Pármeno) o psicológicamente (Alisa, Pleberio),
¿qué objeto tiene que el hombre continúe esforzándose,
laborando, creando?94. Con estas y otras consideraciones que
se hace Pleberio, la balanza de la tensión ha terminado por
ladearse totalmente hacia el horror, dejando al pobre viejo
suspendido y torturado en el abismo de su imaginación,
lanzando su angustiado grito «Pues desconsolado viejo, ¡qué
solo estoy!» (II, XXI, 205), aturdido por aquella serie de
«¿Por qués?» (II, XXI, 212) que quedan cual monolitos en
un desierto camposanto, como únicos testigos de su trágica
historia.

94 Ibid., págs. 81 y sigs.


RECAPITULACION

He intentado primero un acercamiento de dos épocas y


sus actitudes vitales: la del comienzo del Renacimiento es¬
pañol y la reciente en que tomó impulso y floreció el exis-
tencialismo, habiendo encontrado que son períodos de inten¬
so cambio cultural. Hemos visto que ambas han sido épocas
de convulsiones y trastornos intensos en las diversas face¬
tas del vivir, de crisis filosóficas, morales, artísticas, demo¬
gráficas y técnicas. En la primera, ve la luz La Celestina y
en la segunda se da el resurgimiento, más serio y fuerte que
nunca, del interés por la obra. El punto principal de contac¬
to entre ellas es el énfasis en la vida y en el valor de la
individualidad.
En seguida, después de una somera exposición del ori¬
gen, antecedentes inmediatos y definición del existencialis-
mo, procedí a una rápida presentación de las seis tríadas
de categorías existenciales propuestas por Jean Wahl, a
saber: 1) existencia, ser y trascendencia; 2) posibilidad y
proyecto; origen; y ahora, situación, instante; 3) elección
y libertad; nada y temor; y autenticidad; 4) el único, el
otro, y la comunicación; 5) verdad-subjetividad, verdad-ser,
y multiplicidad de verdades; y 6) paradoja, tensión y ambi¬
güedad. Las primeras cinco son categorías ontológicas,
mientras que la última se refiere a métodos y técnicas esti-
Recapitulación 325

lísticas empleadas por los escritores existencialistas. Se ex¬


pusieron, asimismo, algunas imágenes, metáforas y mitos
del existencialismo literario.
Empleando un método comparativo que destacó princi¬
palmente similitudes, y combinando lo subjetivo de mi reac¬
ción personal con lo objetivo, la obra misma y las opiniones
críticas expresadas por otros lectores que han estudiado La
Celestina, procedí a analizar la Tragicomedia a través de
temas y técnicas literarias existenciales.
En el capítulo III se vio cómo los personajes de La Ce¬
lestina, verdaderos existentes, están conscientes de su exis¬
tir solamente a través del fluir de su propia experiencia.
Vimos también que en la base o eje de todas y cada una de
esas vidas, se encuentra el amor, principalmente en lo que
tiene de expresión sexual. El sexo es no solamente la fuen¬
te del fluir de la experiencia, sino también el camino a lo
consciente. Es, si no la única, cuando menos la principal
vía hacia la realización de la existencia y del ser. El «pien¬
so, luego soy» de Descartes, ha sido convertido en la Tragi¬
comedia, como en muchas obras existenciales, en un «for¬
nico, luego soy» y por ello mismo me siento ser.
Al tratar el tema de la trascendencia vertical y horizontal,
encontramos que en La Celestina, como en la literatura de
nuestro tiempo, los personajes, si bien son seres empíri¬
camente determinados, pueden trascender su mundo y de
hecho lo hacen. El individuo no puede quedarse en la sole¬
dad de su yo, fijo en su presente, con todas las limitaciones
que ello implica. El personaje celestinesco se trasciende a
sí mismo a través de sus proyectos, se lanza hacia el futuro,
abandona la soledad de su piel a través de sus relaciones
con el otro. A veces eso significa estar-con-otros y a veces
estar-contra-otros. Si no en el terreno metafísico, cuando
menos en el social, los personajes hacen un intento de
326 «La Celestina»

trascender también su propia nada. A algunos de ellos, el


autor les concede momentos de verdaderas dudas, en los
cuales se debaten consigo mismos y deben escoger entre la
llamada de dos opuestos. Hemos visto asimismo que Dios
está prácticamente ausente del universo interior de los exis¬
tentes de la Tragicomedia, y que, como en la literatura de
nuestros días, ha sido reemplazado por figuras equivalentes
en verticalidad, aunque de orden terreno, por ídolos de car¬
ne y hueso, por falsos mesías y hasta por el mismo señor de
las tinieblas.
Al tratar los temas de la elección, la libertad y la auten¬
ticidad en el capítulo V, vimos que casi todos los persona¬
jes de La Celestina se hacen a sí mismos, siguiendo voliti¬
vamente el derrotero de su destino, ya marcado por su pro¬
pia elección como en el caso de Melibea, Celestina y otros,
ya determinado por el amor-pasión nacido de un encuentro
casual, como en el caso de Calisto. La voluntad de los exis¬
tentes celestinescos los lleva a determinar actos relaciona¬
dos con la vida, con el ser, y con la muerte, con el no-ser.
Sólo Pleberio, al final, parece denunciar lo banal de los ac¬
tos liberadores de todos los demás, quienes desligándose de
toda ley, divina o humana, se han hecho a sí mismos. Una
vez nacido, parece indicar Pleberio, el hombre es condenado
a ser libre, mas libre solamente para amar y el amor siem¬
pre lleva a la muerte.
Puesto que el fluir de la propia experiencia puede ser
palpado, sentido, aprendido solamente dentro de sí mismo,
el existente se encuentra perpetuamente en un estado de
aislamiento, falto de comunicación en su radical soledad. El
hombre va por la vida en este mundo que, como él mismo,
es de una facticidad absurda. Está angustiado, lleno de
ansiedad y temor, encontrándose en un tremedal físico,
moral, intelectual y espiritual, bajo la constante amenaza
Recapitulación 327

de la muerte que le hace ver la precariedad de la existencia.


Vimos que los existentes de La Celestina se apresuran a vivir
desenfrenadamente, a ocuparse, entretenerse, en un aparen¬
te intercambio social con los demás, mas sin dejar de ser
peregrinos solitarios, desilusionados, desesperados, con el
pesimismo propio y el del autor a cuestas, pesarosos sola¬
mente por el tiempo que pudieron haber perdido, por los
momentos que desperdiciaron durante los cuales no «goza¬
ron» de la vida antes de que les llegara la vejez o la «eno¬
josa visitación» de la muerte. Vimos que estos sentimientos
se aglomeran, intensificándose de manera especial, en el
pasaje final de la obra, el monólogo de Pleberio, quien nos
lleva, a través de su interpretación personal de la vida, a
apuntar una posible glosa de la obra: la abyecta soledad
humana, el aislamiento de la mente dentro de sí misma y la
angustiosa conciencia de tal situación, en un universo en
que reina el absurdo más absoluto, regido por un poder
insatisfactorio, defectuoso, irracional y arbitrario.
Se encontraron similitudes ideológicas entre los autores
de la Tragicomedia y los escritores existencialistas de nues¬
tro siglo, como se vio durante el análisis temático de la
obra. En los dos últimos capítulos procedí a analizar las
semejanzas en el empleo de imágenes, símbolos y mitos,
tales como el manto, la mirada y el ojo, el recinto, el muro
y la caída, que sostienen y subrayan los temas indicados.
También analicé las técnicas y métodos de que se sirven los
artistas existenciales y las empleadas por los autores de La
Celestina. Se encontraron asombrosas similitudes, por la
modernidad con la que éstos las utilizan, principalmente en
lo que se refiere a la paradoja, la ambigüedad, la ironía y
la tensión.
De ninguna manera creo haber agotado el tema. Tampoco
pretendo haber encontrado la clave para la interpretación
328 «La Celestina

de la Tragicomedia, ya que su grandeza consiste precisa¬


mente en su aspecto multifacético y en su plurivalía. Creo,
sin embargo, haber demostrado que el nuevo interés que por
la obra se despertó umversalmente, está justificado por la
atracción que tienen para los lectores y críticos de hoy la
modernidad de la técnica y la actualidad de sus sentimien¬
tos y preocupaciones.
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INDICE DE NOMBRES PROPIOS

Agustín, San, 45. Barbera, Raymond E., 101, 105, 106,


Aiken, Henry D., 31, 35, 329. 111, 144, 165, 181, 202, 203, 212,
Alazraki, Jaime, 72, 329. 270, 277, 330.
Alborg, Juan Luis, 246. Barnes, Hazel E., 176, 180, 330.
Alter, Jean, 76, 329. Barnes, Wesley, 47, 330.
Amiel, Henri-Frédéric, 45. Barricelli, J.-P., 66.
Anderson Inibert, Enrique, 182, Basdeskis, Demetrius, 190, 191,
189, 194, 207, 272, 283, 329. 330.
Andreas Capellanus, ver Capellán Bataillon, Marcel, 90, 108, 132,
Andrés. 230, 246, 275, 283, 286, 299, 330.
Anouilh, Jean, 173, 175, 196. Baudelaire, Charles, 315.
Armato, Rosario P., 181. Beckett, Samuel, 64, 65, 267, 268,
Arnau de Vilanova, 19. 271, 313.
Asensio, Manuel J., 90, 91, 101, Bell, A. Robert, 181, 293, 330.
294, 320, 329. Benítez, Frank, 144, 154, 155, 159,
Ayllón, Cándido, 7, 9, 84, 89, 92, 160, 166, 330.
99, 101, 102, 104, 106, 107, 108, Berdiaeff, Nicolás, 62.
118, 121, 132, 133, 145, 146, 152, Bergamín, José, 88, 169, 187, 194,
153, 181, 221, 222, 225, 231, 246, 297, 330.
308, 329. Bemanos, Georges, 64, 65, 134,
Azorín (Martínez Ruiz, José), 275, 136, 137, 155, 285, 286.
Berndt, Erna Ruth, 89, 92, 101,
330.
102, 106, 146, 185, 308, 331.
Blanco White, José María, 11.
Bagué, Enrique, 18, 19, 20, 22, 330. Boisdeffre, Pierre de, 74, 76, 77,
Baldanza, Frank, 83, 330. 331.
344 «La Celestina»
Bonheim, Jean y Helmut, 65, 331. Dante Alighieri, 25, 63.
Borges, Jorge Luis, 272. Darío, Rubén, 234.
Boros, Marie-Denise, 64, 65, 331. Darwin, Charles, 35, 36.
Brecht, Bertold, 286. Dego, Giuliano, 79, 331.
Bréhier, Émile, 46. Dewey, John, 37.
Buber, Martin, 59. Deyermond, A. D., 89, 90, 102, 221,
Burke, Kenneth, 305. 331.
D'Haucourt, Geneviéve, 15, 23,
332.
Camus, Albert, 64, 65, 134, 138, 139, Dilthey, Wilhelm, 23.
140, 145, 146, 173, 174, 178, 249, Dostoevsky, Fyodor, 252, 310.
250, 268, 276, 285, 286.
Capellán Andrés, 102, 103.
Casa, Frank P., 81, 82, 132, 230, Earle, Peter G., 161, 332.
231, 241, 331. Empson, William, 297, 298, 332.
Castro, Américo, 24, 25, 26, 27, 165, Eurípides, 166.
174, 182, 185, 187, 193, 222, 331.
Castro Guisasola, Florentino, 89,
221, 331. Fagundo, Ana María, 9.
Cejador y Frauca, Julio, 81, 116, Faulkner, William, 64, 65, 285.
130. Fernández, Sergio, 85, 86, 87, 124,
Cervantes Saavedra, Miguel de, 125, 226, 227, 332.
69. Fernández Márquez, Pablo, 100,
Clark, Kenneth, 15, 16, 20, 23, 29, 332.
331. Ferrer, Vicente, 19.
Colie, Rosalie L., 290, 291, 292, 293, Figueroa de Amaral, Esperanza,
295, 297, 331. 100, 110, 111, 197, 212, 229, 332.
Comte, Auguste, 37. Fitch, Brian T., 74, 75, 332.
Conrad, Joseph, 64. Flightner, James A., 162, 295, 332.
Copérnico, Nicolás, 35. Foster, David William, 83, 84, 88,
Correa, Gustavo, 147, 157, 159, 161, 105, 113, 114, 332.
163, 164, 167, 191, 281, 282, 284, Fothergill-Payne, Louise, 182, 332.
331. Foulquié, Paul, 61, 182, 183, 332.
Croce, Benedetto, 93, 331. Fraker, Charles F., 132, 133, 187,
192, 230, 332.
Frank, Rachel, 81, 88, 89, 101, 194,
Chejov, Antón, 252, 310, 311, 313. 294, 319, 332.
Chestov, León, 62. Frenk Alatorre, Margit, 82.
índice de nombres propios 345

Frye, Northrop, 301, 305, 332. Hartsock, Mildred, 140, 285, 335.
Fuller, B. A. B„ 23, 25, 27, 30, 35, Hawking, Jane, 115, 117, 126, 200,
36, 37, 41, 42, 333. 318, 335.
Hebbel, Friedrich, 310.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich,
Galileo Galilei, 35.
42, 45.
Gannon, Edward, S. J., 73, 74, 75,
Heidegger, Martin, 49, 50, 51, 52,
333.
53, 55, 56, 60, 62, 82, 141, 183,
García Bacca, Juan David, 82, 214,
219, 288.
215, 216, 219, 220, 221, 333.
Heinemann, F. H., 42, 43, 335.
Garin, Eugenio, 23, 24, 28, 333.
Heiney, Donald W., 80, 335.
Garro, J. Eugenio, 87, 88, 187, 191, Herrero-García, Miguel, 160, 167,
333. 170, 171, 335.
Gerday, Jacqueline, 120, 122, 123, Hesse, Everett W., 166, 167, 168,
124, 126, 127, 145, 205, 301, 333. 307, 335.
Gericke, Philip O., 9. Heugas, Pierre, 120, 335.
Gide, André, 65, 67, 75, 77, 173, 177, Huizinga, Johan, 16, 17, 19, 20, 22,
178. 65, 66, 68, 335.
Gilman, Stephen, 82, 83, 89, 101, Husserl, Edmund, 41, 46.
127, 131, 132, 141, 145, 161, 183,
184, 187, 200, 201, 204, 211, 213,
228, 230, 244, 246, 269, 271, 272, Ibsen, Henrik, 314.
277, 278, 280, 281, 283, 301, 309, Igual übeda, Antonio, 23, 26, 29,
316, 320, 321, 333. 30, 335.
Gille, Pierre, 137, 333. Ionesco, Eugene, 65, 285.
Giraudoux, Jean, 173, 175.
Glicksberg, Charles I., 138, 306, James, William, 45.
307, 313, 314, 322, 323, 334. Jaspers, Karl, 46, 49, 51, 52, 54,
Gogol, Nikolai, 252. 55, 58, 59, 60, 62.
Gravau, Richard F., 60, 334. Jiménez, María del Carmen, 9.
Green, Julien, 65, 75, 76, 279, 281, Jiménez-Placer y Suárez de Lezo,
285, 286. Femando, 22, 335.
Green, Otis H., 89, 230, 246, 247, Joyce, James, 64.
248, 334.
Greene, Graham, 64, 75, 76, 286.
Kafka, Franz, 64.
Grieve, James A., 75, 334.
Kant, Emmanuel, 35, 46, 288.
Kierkegaard, Soren, 46, 51, 52,
Hanna, Thomas, 174, 334. 54, 55, 56, 58, 60, 61, 77, 134, 141,
Harries, Karsten, 62, 335. 288, 305.
346 «La Celestina»
Knox, Norman, 306, 307, 336. Malraux, Andró, 64, 73, 74, 81, 134,
Kulin, Katalin, 142, 159, 197, 336. 137, 138, 173, 178, 220.
Mandel, Adrienne Schizzano, 11,
68, 69, 337.

Lamana, Manuel, 45, 218, 220, 336. Mann, Thomas, 252.

Lamarck, Jean-Baptiste de, 35. Manrique, Jorge, 56.

Lapesa, Rafael, 118, 119, 133, 336. Maquiavelo, Nicolás, 25.

Larroyo, Francisco, 48, 49, 50, 51, Maravall, José A., 112, 123, 125,

54, 62, 336. 146, 147, 148, 159, 198, 204, 337.

Lee, Cecilia, 69. Marcel, Gabriel, 49, 52, 59, 218.

León Felipe, 100. Marías, Julián, 219.

Lequier, Jules, 45. Martin, Jacqueline, 9, 175.

Lewis, C. S., 17, 18, 20, 336. Martin, June Hall, 101, 102, 103,

Lewis, R. W. B., 74, 76, 79, 138, 107, 109, 110, 277, 280, 337.

139, 336. Marx, Karl, 36, 37, 42.

Lida de Malkiel, María Rosa, 12, Mazzeo, Joseph A., 25, 26, 337.

13, 15, 83, 89, 91, 92, 99, 100, McBride, William León, 153, 337.

101, 104, 107, 109, 110, 113, 114, McElroy, Davis Dunbar, 218, 337.

118, 119, 120, 122, 123, 126, 128, McLeod, Norman, 177, 338.

129, 130, 133, 144, 145, 146, 155, McPheeters, D. W., 281, 338.

160, 161, 166, 170, 180, 183, 185, McSween, R. J., 75, 76, 338.

186, 187, 194, 197, 203, 207, 208, Mendeloff, Henry, 246, 338.
209, 212, 222, 229, 230, 232, 239, Mercader Riba, Juan, 32, 33, 338.

241, 246, 254, 285, 286, 299, 301, Merleau-Ponty, Maurice, 289.
308, 317, 318, 319, 320, 321, 336. Meyer, Franqois, 72, 73, 338.

Lilar, Suzanne, 78, 79, 336. Moore, John A., 299, 303, 304, 314,

Linz, Juan J., 40, 336. 338.


Loehlin, Marian R., 149, 336. Moravia, Alberto, 67, 79, 80, 83.
López, Robert S., 29, 336. Mounier, Emmanuel, 48, 49, 50, 52,
53, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 134,
219, 257, 288, 289, 290, 338.
Muecke, Douglas Colín, 307, 338.
Mackey, Louis H., 135, 337.
Madariaga, Salvador de, 90, 91,
92, 94, 95, 98, 102, 118, 337. Nietzsche, Friedrich, 36, 46, 58.
Madden, David, 298, 337.
Maeztu, Ramiro de, 188, 191, 337.
Maine de Biran, Franqois-Pierre, Olson, Robert G., 215, 216, 217,
45. 338.
Indice de nombres propios 347

Orozco Díaz, Emilio, 130, 273, 276, Sartre, Jean-Paul, 50, 51, 52, 53, 54,
300, 338. 55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 64, 65,
Ortega y Gasset, José, 39, 40, 55, 77, 78, 79, 134, 140, 142, 151, 152,
338. 153, 163, 166, 168, 173, 175, 176,
Ovidio, 89. 177, 183, 199, 256, 267, 279, 285,
289, 291, 304, 339.
Scott, Nathan A., 63, 64, 65, 67,
París, Carlos, 73, 135, 136, 338.
339.
Pascal, Blaise, 45, 53, 139, 315.
Scheler, Max, 46, 59.
Pater, Walter, 16, 23, 338.
Schelling, Friedrich Wilhelm Jo-
Petit, Juan, 18, 330.
seph von, 46.
Petrarca, Francesco, 27, 89, 221,
Schiel, Nicholas Edward, 87, 166,
222, 241.
187, 191, 294, 339.
Petriconi, H., 161, 338.
Schneider, Jane, 69.
Pico de la Mirándola, Juan, 28.
Schopenhauer, Arthur, 296.
Pinter, Harold, 267, 268. Schrader, Alfred George, Jr., 46,
Platón, 45. 51, 134, 135, 153, 174, 339.
Poulet, Georges, 69, 70, 338. Schwartz, Leslie, 9.
Proust, Marcel, 265. Serrano Poncela, Segundo, 195,
340.
Quiles, Ismael, S. I., 177, 338. Severin, Dorothy Sherman, 146,
309, 321, 340.
Sharpe, Robert Boies, 307, 313,
Rebay, Luciano, 79, 80, 339. 340.
Renouvier, Charles, 45. Simons, Madeleine, 265, 340.
Ricard, Robert, 160, 161, 339. Smith, Bradley, 22, 340.
Ripoll, Carlos, 144, 160, 164, 202, Snow, Joseph, 69.
339. Sócrates, 45.
Rivers, Elias L., 9. Sófocles, 306.
Rocchi, Michel, 268, 339. Spalek, John M., 181.
Rubio García, Luis, 92, 100, 125, Spanos, William V., 68, 340.
163, 339. Spencer, Herbert, 36.
Rumeau, A., 90, 101, 275, 339. Spitzer, Leo, 282, 283.
Russell, P. E., 161, 283, 284, 299, Spurlock, Judith C., 180, 340.
301, 339. States, Bert O., 305, 306, 310, 311,
313, 314, 340.
Salutati, Coluccio, 28.
Sánchez-Albornoz, Claudio, 19, 21,
339. Tate, Alien, 316.
348 «La Celestina»

Taylor, A. M., 33, 341. Wallbank, R. Walter, 33, 34, 36,


Torre, Guillermo de, 54, 55, 340. 341.
Wardropper, Bruce W., 231, 246,
341.
Unamuno, Miguel de, 64, 65, 72, Warnock, Mary, 46, 47, 341.
73, 134, 173, 179, 180, 183, 208, Weinberg, F. M., 169, 170, 256, 271,
209, 210, 218, 219, 249, 250, 289, 273, 277, 278, 280, 283, 285, 286,
315, 340. 341.
Weiner, Jack, 170, 277, 282, 283,
285, 299, 341.
Valdés, Juan de, 11. West, Theodora L., 77, 252, 341.
Valera, Juan, 101. Whinnom, Keith, 107.
Vecchio, Frank, 202, 340. White, John J., 67, 341.
Vickery, John B., 301, 340. White, Morton, 36, 43, 44, 341.

Wahl, Jean, 45, 46, 48, 49, 51, 52, Zárate, Armando, 257, 263, 264,
53, 54, 55, 56, 58, 60, 61, 62, 287, 341.
288, 289, 340.
INDICE GENERAL

Págs.

Agradecimiento . 9

Introducción . 11

I. Dos épocas de crisis y sus actitudes vitales ... 15


Del Medioevo al Renacimiento, 15: a) El Medioevo:
énfasis en «el más allá», 15. — b) El Renacimiento:
humanismo, énfasis en esta vida, individualismo, 23.
Del siglo xix al siglo xx, 31: a) Industrializa¬
ción, triunfo de la burguesía, ideas económicas y
políticas, técnica y ciencia, ideas filosóficas, 31.—
b) El siglo xx: ciencia y técnica; deshumanización,
las masas y el hombre masa; totalitarismo político;
corrientes filosóficas, 37.

II. El existencialismo. 45
Origen, antecedentes inmediatos, definición, 45. —
Categorías, temas y actitudes existenciales, 48: [Pri¬
mera tríada] a) Existencia, 48. — b) Ser, 50. — c)
Trascendencia, 51. —[Segunda tríada] a) Posibili¬
dad y proyecto, 52. — b) Origen o fuente, 52.—
c) Ahora, situación, instante, 53. — [Tercera tríada]
a) Elección y libertad, 54. — b) Nada y temor, 55.—
c) Autenticidad, 56. — [Cuarta tríada] a) El único,
58. — b) El otro, 58. — c) La comunicación, 60.—
.

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BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA
Dirigida por: Dámaso Alonso

I. TRATADOS Y MONOGRAFIAS

1. Walther von Wartburg: La fragmentación lingüística de la Roma¬


nía. Segunda edición aumentada. 208 págs. 17 mapas.
2. René Wellek y Austin Warren: Teoría literaria. Con un prólogo
de Dámaso Alonso. Cuarta edición. Reimpresión. 432 págs.
3. Wolfgang Kayser: Interpretación y análisis de la obra literaria.
Cuarta edición revisada. Reimpresión. 594 págs.
4. E. Allison Peers: Historia del movimiento romántico español.
Segunda edición. Reimpresión. 2 vols.
5. Amado Alonso: De la pronunciación medieval a la moderna en
español. 2 vols.
9. René Wellek: Historia de la crítica moderna (1750-1950). 3 vols.
10. Kurt Baldinger: La formación de los dominios lingüísticos en la
Península Ibérica. Segunda edición corregida y muy aumen¬
tada. 496 págs. 23 mapas.
11. S. Griswold Morley y Courtney Bruerton: Cronología de las co¬
medias de Lope de Vega. 694 págs.
12. Antonio Martí: La preceptiva retórica española en el Siglo de
Oro. Premio Nacional de Literatura. 346 págs.
13. Vítor Manuel de Aguiar e Silva: Teoría de la literatura. Reim¬
presión. 550 págs.
14. Hans Hormann: Psicología del lenguaje. 496 págs.
15. Francisco R. Adrados: Lingüística indoeuropea. 2 vols.

II. ESTUDIOS Y ENSAYOS

1. Dámaso Alonso: Poesía española (Ensayo de métodos y límites


estilísticos). Quinta edición. Reimpresión. 672 págs. 2 láminas.
2. Amado Alonso: Estudios lingüísticos (Temas españoles). Tercera
edición. Reimpresión. 286 págs.
3. Dámaso Alonso y Carlos Bousoño: Seis calas en la expresión lite¬
raria española (Prosa-Poesía-Teatro). Cuarta edición. 446 págs.
4. Vicente García de Diego: Lecciones de lingüística española (Con¬
ferencias pronunciadas en el Ateneo de Madrid). Tercera edi¬
ción. Reimpresión. 234 págs.
5. JoaQuín Casalduero: Vida y obra de Galdos (1843-1920). Cuarta
edición ampliada. 312 págs.
6. Dámaso Alonso: Poetas españoles contemporáneos. Tercera edi¬
ción aumentada. Reimpresión.. 424 págs.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 23
7. Carlos Bousoño: Teoría de la expresión poética. Premio «Fasten-
rath». Sexta edición aumentada. Versión definitiva. 2 vols.
9. Ramón Menéndez Pidal: Toponimia prerrománica hispana. Reim¬
presión. 314 págs. 3 mapas.
10. Carlos Clavería: Temas de Unamuno. Segunda edición. 168 págs.
11. Luis Alberto Sánchez: Proceso y contenido de la novela hispano¬
americana. Tercera edición. 630 págs.
12. Amado Alonso: Estudios lingüísticos (Temas hispanoamericanos).
Tercera edición. Reimpresión. 360 págs.
16. Helmut Hatzfeld: Estudios literarios sobre mística española. Se¬
gunda edición corregida y aumentada. 424 págs.
17. Amado Alonso: Materia y forma en poesía. Tercera edición. Reim¬
presión. 402 págs.
18. Dámaso Alonso: Estudios y ensayos gongorinos. Tercera edición,
602 págs. 15 láminas.
19. Leo Spitzer: Lingüística e historia literaria. Segunda edición.
Reimpresión. 308 págs.
20. Alonso Zamora Vicente: Las sonatas de Valle Inclán. Segunda
edición. Reimpresión. 190 págs.
21. Ramón de Zubiría: La poesía de Antonio Machado. Tercera edi¬
ción. Reimpresión. 268 págs.
24. Vicente Gaos: La poética de Campoamor. Segunda edición corre¬
gida y aumentada, con un apéndice sobre la poesía de Cam¬
poamor. 234 págs.
27. Carlos Bousoño: La poesía de Vicente Aleixandre. Segunda edi¬
ción corregida y aumentada. 486 págs.
28. Gonzalo Sobejano: El epíteto en la lírica española. Segunda edi¬
ción revisada. 452 págs.
31. Graciela Palau de Nemes: Vida y obra de Juan Ramón Jiménez
(La poesía desnuda). Segunda edición completamente reno¬
vada. 2 vols.
34. Eugenio Asensio: Poética y realidad en el cancionero peninsular
de la Edad Media. Segunda edición aumentada. 308 págs.
39. José Pedro Díaz: Gustavo Adolfo Becquer (Vida y poesía). Ter¬
cera edición corregida y aumentada. 514 págs.
40. Emilio Carilla: El Romanticismo en la América hispánica. Ter¬
cera edición revisada y ampliada. 2 vols.
41. Eugenio G. de Nora: La novela española contemporánea (1898-
1967). Premio de la Crítica. Segunda edición. 3 vols.
42. Christoph Eich. Federico García Lorca, poeta de la intensidad.
Segunda edición revisada. Reimpresión. 206 págs.
43. Oreste Macrí: Fernando de Herrera. Segunda edición corregida
y aumentada. 696 págs.
44. Marcial José Bayo: Virgilio y la pastoral española del Renaci¬
miento (1480-1550). Segunda edición. 290 págs.
45. Dámaso Alonso: Dos españoles del Siglo de Oro. Reimpresión.
258 págs.
46. Manuel Criado de Val: Teoría de Castilla la Nueva (La dualidad
castellana en la lengua, la literatura y la historia). Segunda
edición ampliada. 400 págs. 8 mapas.
47. Ivan A. Schulman: Símbolo y color en la obra de José Martí.
Segunda edición. 498 págs.
49. Joaquín Casalduero: Espronceda. Segunda edición. 280 págs.
51. Frank Pierce: La poesía épica del Siglo de Oro. Segunda edición
revisada y aumentada. 396 págs.
52. E. Correa Calderón: Baltasar Gracián (Su vida y su obra). Se¬
gunda edición aumentada. 426 págs.
53. Sofía Martín-Gamero: La enseñanza del inglés en España (Desde
la Edad Media hasta el siglo XIX). 274 págs.
54. Joaquín Casalduero: Estudios sobre el teatro español. Tercera
edición aumentada. 324 págs.
57. Joaquín Casalduero: Sentido y forma de las «Novelas ejempla¬
res». Segunda edición corregida. Reimpresión. 272 págs.
58. Sanford Shepard: El Pinciano y las teorías literarias del Siglo
de Oro. Segunda edición aumentada. 210 págs.
60. Joaquín Casalduero: Estudios de literatura española. Tercera
edición aumentada. 478 págs.
61. Eugenio Coseriu: Teoría del lenguaje y lingüística general (Cinco
estudios). Tercera edición revisada y corregida. 330 págs.
62. Aurelio Miró Quesada S.: El primer virrey-poeta en América (Don
Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros). 274 págs.
63. Gustavo Correa: El simbolismo religioso en las novelas de Pérez
Galdós. Reimpresión. 278 págs.
64. Rafael de Balbín: Sistema de rítmica castellana. Premio «Fran¬
cisco Franco» del CSIC. Tercera edición aumentada. 422 págs.
65. Paul Ilie: La novelística de Camilo José Cela. Con un prólogo
de Julián Marías: Segunda edición. 242 págs.
67. Juan Cano Ballesta: La poesía de Miguel Hernández. Segunda
edición aumentada. 356 págs.
69. Gloria Videla: El ultraísmo. Segunda edición. 246 págs.
70. Hans Hinterháuser: Los «Episodios Nacionales» de Benito Pérez
Galdós. 398 págs.
71. Javier Herrero: Fernán Caballero: un nuevo planteamiento. 346
páginas.
72. Werner Beinhauer: El español coloquial. Con un prólogo de Dá¬
maso Alonso. Segunda edición corregida, aumentada y actua¬
lizada. Reimpresión. 460 págs.
73. Helmut Hatzfeld: Estudios sobre el barroco. Tercera edición
aumentada. 562 págs.
74. Vicente Ramos: El mundo de Gabriel Miró. Segunda edición
corregida y aumentada. 526 págs.

LECTURA EXISTENCIALISTA. — 23*


76. Ricardo Gullón: Autobiografías de Unamuno. 390 págs.
80. José Antonio Maravall: El mundo social de «La Celestina». Premio
de los Escritores Europeos. Tercera edición revisada. Reim¬
presión. 188 págs.
82. Eugenio Asensio: Itinerario del entremés desde Lope de Rueda
a Quiñones de Benavente (Con cinco entremeses inéditos de
Don Francisco de Quevedo). Segunda edición revisada. 374 págs.
83. Carlos Feal Deibe: La poesía de Pedro Salinas. Segunda edición.
270 págs.
84. Carmelo Gariano: Análisis estilístico de los «Milagros de Nuestra
Señora» de Berceo. Segunda edición corregida. 236 págs.
85. Guillermo Díaz-Plaja: Las estéticas de Valle-Inclán. Reimpresión.
298 págs.
86. Walter T. Pattison: El naturalismo español (Historia externa de
un movimiento literario). Reimpresión. 192 págs.
89. Emilio Lorenzo: El español de hoy, lengua en ebullición. Con un
prólogo de Dámaso Alonso. Segunda edición. 240 págs.
90. Emilia de Zuleta: Historia de la crítica española contemporá¬
nea. Segunda edición notablemente aumentada. 482 págs.
91. Michael P. Predmore: La obra en prosa de Juan Ramón Jimé¬
nez. Segunda edición ampliada. 322 págs.
92. Bruno Snell: La estructura del lenguaje. Reimpresión. 218 págs.
93. Antonio Serrano de Haro: Personalidad y destino de Jorge Man¬
rique. Segunda edición revisada. 450 págs.
94. Ricardo Gullón: Galdós, novelista moderno. Tercera edición revi¬
sada y aumentada. 374 págs.
95. Joaquín Casalduero: Sentido y forma del teatro de Cervantes.
Reimpresión. 288 págs.
96. Antonio Risco: La estética de Valle-Inclán en los esperpentos y
en «El Ruedo Ibérico». Segunda edición. 278 págs.
97. Joseph Szertics: Tiempo y verbo en el romancero viejo. Segunda
edición. 208 págs.
98. Miguel Batllori, S. I.: La cultura hispano-italiana de los jesuítas
expulsos. 698 págs.
99. Emilio Carilla: Una etapa decisiva de Darío (Rubén Darío en la
Argentina). 200 págs.
100. Miguel Jaroslaw Flys: La poesía existencial de Dámaso Alonso.
344 págs.
101. Edmund de Chasca: El arte juglaresco en el «Cantar de Mío
Cid». Segunda edición aumentada. 418 págs.
102. Gonzalo Sobejano: Nietzsche en España. 688 págs.
104. Rafael Lapesa: De la Edad Media a nuestros días (Estudios de
historia literaria). Reimpresión. 310 págs.
106. Aurora de Albornoz: La presencia de Miguel de Unamuno en
Antonio Machado. 374 págs.
107. Carmelo Gariano: El mundo poético de Juan Ruiz. Segunda edi¬
ción corregida y ampliada. 272 págs.
109. Donald F. Fogelquist: Españoles de América y americanos de
España. 348 págs.
110. Bemard Pottier: Lingüística moderna y filología hispánica. Reim¬
presión. 246 págs.
111. Josse de Kock: Introducción al Cancionero de Miguel de Una-
muno. 198 págs.
112. Jaime Alazraki: La prosa narrativa de Jorge Luis Borges (Temas-
Estilo). Segunda edición aumentada. 438 págs.
114. Concha Zardoya: Poesía española del siglo XX (Estudios temá¬
ticos y estilísticos). Segunda edición muy aumentada. 4 vols.
115. Harald Weinrich: Estructura y función de los tiempos en el len¬
guaje. Reimpresión. 430 págs.
116. Antonio Regalado García: El siervo y el señor (La dialéctica
agónica de Miguel de Unamuno). 220 págs.
117. Sergio Beser: Leopoldo Alas, crítico literario. 372 págs.
118. Manuel Bermejo Marcos: Don Juan Valera, crítico literario.
256 págs.
119. Sólita Salinas de Marichal: El mundo poético de Rafael Alberti.
Reimpresión. 272 págs.
120. Oscar Tacca: La historia literaria. 204 págs.
121. Estudios críticos sobre el modernismo. Introducción, selección
y bibliografía general por Homero Castillo. Reimpresión. 416
páginas.
122. Oreste Macrí: Ensayo de métrica sintagmática (Ejemplos del «Libro
de Buen Amor» y del «Laberinto» de Juan de Mena). 296 págs.
123. Alonso Zamora Vicente: La realidad esperpéntica (Aproximación
a «Luces de bohemia»). Premio Nacional de Literatura. Se¬
gunda edición ampliada. 220 págs.
126. Otis H. Green: España y la tradición occidental (El espíritu cas¬
tellano en la literatura desde «El Cid» hasta Calderón). 4 vols.
127. Ivan A. Schulman y Manuel Pedro González: Martín, Darío y el
modernismo. Reimpresión. 268 págs.
128. Alma de Zubizarreta: Pedro Salinas: el diálogo creador. Con un
prólogo de Jorge Guillén. 424 págs.
129. Guillermo Fernández-Shaw: Un poeta de transición. Vida y obra
de Carlos Fernández Shaw (1865-1911). X + 330 págs. 1 lámina.
130. Eduardo Camacho Guizado: La elegía funeral en la poesía espa¬
ñola. 424 págs.
131. Antonio Sánchez Romeralo: El villancico (Estudios sobre la Urica
popular en los siglos XV y XVI). 624 págs.
132. Luis Rosales: Pasión y muerte del Conde de Villamediana.
252 págs.
133. Othón Arróniz: La influencia italiana en el nacimiento de la
comedia española. 340 págs.
134. Diego Catalán: Siete siglos de romancero (Historia y poesía). 224
páginas.
135. Noam Chomsky: Lingüística cartesiana (Un capítulo de la histo¬
ria del pensamiento racionalista). Reimpresión. 160 págs.
136. Charles E. Kany: Sintaxis hispanoamericana. Reimpresión. 552 págs.
137. Manuel Alvar: Estructuralismo, geografía lingüística y dialectolo¬
gía actual. Segunda edición ampliada. 266 págs.
138. Erich von Richthofen: Nuevos estudios épicos medievales. 294
páginas.
139. Ricardo Gullón: Una poética para Antonio Machado. 270 págs.
140. Jean Cohén: Estructura del lenguaje poético. Reimpresión.
228 págs.
141. León Livingstone: Tema y forma en las novelas de Azorín. 242
páginas.
142. Diego Catalán: Por campos del romancero (Estudios sobre la
tradición oral moderna). 310 págs.
143. María Luisa López: Problemas y métodos en el análisis de pre¬
posiciones. Reimpresión. 224 págs.
144. Gustavo Correa: La poesía mítica de Federico García Lorca. Se¬
gunda edición. 250 págs.
145. Robert B. Tate: Ensayos sobre la historiografía peninsular del
siglo XV. 360 págs.
146. Carlos García Barrón: La obra crítica y literaria de Don Antonio
Alcalá Galiano. 250 págs.
147. Emilio Alarcos Llorach: Estudios de gramática funcional del
español. Reimpresión. 260 págs.
148. Rubén Benítez: Bécquer tradicionalista. 354 págs.
149. Guillermo Araya: Claves filológicas para la comprensión de Or¬
tega. 250 págs.
150. André Martinet: El lenguaje desde el punto de vista funcional.
Reimpresión. 218 págs.
151. Estelle Irizarry: Teoría y creación literaria en Francisco Ay ala.
274 págs.
152. G. Mounin: Los problemas teóricos de la traducción. 338 págs.
153. Marcelino C. Peñuelas: La obra narrativa de Ramón J. Sender.
294 págs.
154. Manuel Alvar: Estudios y ensayos de literatura contemporánea.
410 págs.
155. Louis Hjelmslev: Prolegómenos a una teoría del lenguaje. Se¬
gunda edición. 198 págs.
156. Emilia de Zuleta: Cinco poetas españoles (Salinas, Guillén, Lorca,
Alberti, Cernada). 484 págs.
157. María del Rosario Fernández Alonso: Una visión de la muerte
en la lírica española. Premio Rivadeneira. Premio nacional
uruguayo de ensayo. 450 págs. 5 láminas.
158. Ángel Rosenblat: La lengua del «Quijote». 380 págs.
159. Leo Pollmann: La «Nueva Novela» en Francia y en Iberoamérica.
380 págs.
160. José María Capote Benot: El período sevillano de Luis Cernuda.
Con un prólogo de F. López Estrada. 172 págs.
161. Julio García Morejón: Unamuno y Portugal. Prólogo de Dámaso
Alonso. Segunda edición corregida y aumentada. 580 págs.
162. Geoffrey Ribbans: Niebla y soledad (Aspectos de Unamuno y
Machado). 332 págs.
163. Kenneth R. Scholberg: Sátira e invectiva en la España medieval.
376 págs.
164. Alexander A. Parker: Los picaros en la literatura (La novela
picaresca en España y Europa. 1599-1753). 2.a edición. 220 pági¬
nas. 11 láminas.
165. Eva Marja Rudat: Las ideas estéticas de Esteban de Arteaga
(Orígenes, significado y actualidad). 340 págs.
166. Ángel San Miguel: Sentido y estructura del «Guzmán de Alfar ache»
de Mateo Alemán. Con un prólogo de Franz Rauhut. 312 págs.
167. Francisco Marcos Martín: Poesía narrativa árabe y épica hispá¬
nica. 388 págs.
168. Juan Cano Ballesta: La poesía española entre pureza y revolu¬
ción (1930-1936). 284 págs.
169. Joan Corominas: Tópica hespérica (Estudios sobre los antiguos
dialectos, el substrato y la toponimia romances). 2 vols.
170. Andrés Amorós: La novela intelectual de Ramón Pérez de Aya-
la. 500 págs.
171. Alberto Porqueras Mayo: Temas y formas de la literatura espa¬
ñola. 196 págs.
172. Benito Brancaforte: Benedetto Croce y su crítica de la literatura
española. 152 págs.
173. Carlos Martín: América en Rubén Darío (Aproximación al con¬
cepto de la literatura hispanoamericana). 276 págs.
174. José Manuel García de la Torre: Análisis temático de «El Ruedo
Ibérico». 362 págs.
175. Julio Rodríguez-Puértolas: De la Edad Media a la edad conflictiva
(Estudios de literatura española). 406 págs.
176. Francisco López Estrada: Poética para un poeta (Las «Cartas
literarias a una mujer» de Bécquer). 246 págs.
177. Louis Hjelmslev: Ensayos lingüísticos. 362 págs.
178. Dámaso Alonso: En torno a Lope (Marino, Cervantes, Benavente,
Góngora, los Cardemos). 212 págs.
179. Walter Pabst: La novela corta en la teoría y en la creación litera¬
ria (Notas para la historia de su antinomia en las literaturas
románicas). 510 págs.
180. Antonio Rumeu de Armas: Alfonso de Ulloa, introductor de la
cultura española en Italia. 192 págs. 2 láminas.
181. Pedro R. León: Algunas observaciones sobre Pedro de Cieza de
León y la Crónica del Perú. 278 págs.
182. Gemma Roberts: Temas existenciales en la novela española de
postguerra. 286 págs.
183. Gustav Siebenmann: Los estilos poéticos en España desde 1900.
582 págs.
184. Armando Durán: Estructura y técnicas de la novela sentimental
y caballeresca. 182 págs.
185. Wemer Beinhauer: El humorismo en el español hablado (Impro¬
visadas creaciones espontáneas). Prólogo de Rafael Lapesa.
270 págs.
186. Michael P. Predmore: La poesía hermética de Juan Ramón Jimé¬
nez (El «Diario» como centro de su mundo poético). 234 págs.
187. Albert Manent: Tres escritores catalanes: Carner, Riba, Pía.
338 págs.
188. Nicolás A. S. Bratosevich: El estilo de Horacio Quiroga en sus
cuentos. 204 págs.
189. Ignacio Soldevila Durante: La obra narrativa de Max Aub (1929-
1969). 472 págs.
190. Leo Pollmann: Sartre y Camus (Literatura de la existencia). 286
páginas.
191. María del Carmen Bobes Naves: La semiótica como teoría lin¬
güística. 238 págs.
192. Emilio Carilla: La creación del «Martín Fierro». 308 págs.
193. E. Coseriu: Sincronía, diacronía e historia (El problema del cam¬
bio lingüístico). Segunda edición revisada y corregida. 290 págs.
194. Óscar Tacca: Las voces de la novela. 206 págs.
195. J. L. Fortea: La obra de Andrés Carranque de Ríos. 240 págs.
196. Emilio Náñez Fernández: El diminutivo (Historia y funciones en
el español clásico y moderno). 458 págs.
197. Andrew P. Debicki: La poesía de Jorge Guillén. 362 págs.
198. Ricardo Doménech: El teatro de Buero Vállejo (Una meditación
española). 372 págs.
199. Francisco Márquez Villanueva: Fuentes literarias cervantinas.
374 págs.
200. Emilio Orozco Díaz: Lope y Góngora frente a frente. 410 págs.
201. Charles Muller: Estadística lingüistica. 416 págs.
202. Josse de Kock: Introducción a la lingüística automática en las
lenguas románicas. 246 págs.
203. Juan Bautista Avalle-Arce: Temas hispánicos medievales (Litera¬
tura e historia). 390 págs.
204. Andrés R. Quintián: Cultura y literatura españolas en Rubén
Darío. 302 págs.
205. E. Caracciolo Trejo: La poesía de Vicente Huidobro y la van¬
guardia. 140 págs.
206. José Luis Martín: La narrativa de Vargas Llosa (Acercamiento
estilístico). 282 págs.
207. Use Nolting-Hauff: Visión, sátira y agudeza en los «Sueños» de
Quevedo. 318 págs.
208. Alien W. Phillips: Temas del modernismo hispánico y otros es¬
tudios. 360 págs.
209. Marina Mayoral: La poesía de Rosalía de Castro. Con un prólo¬
go de Rafael Lapesa. 596 págs.
210. Joaquín Casalduero: «Cántico» de Jorge Guillén y «Aire nues¬
tro». 268 págs.
211. Diego Catalán: La tradición manuscrita en la «Crónica de Al¬
fonso XI». 416 págs.
212. Daniel Devoto: Textos y contextos (Estudios sobre la tradición).
610 págs.
213. Francisco López Estrada: Los libros de pastores en la literatura
española (La órbita previa). 576 págs. 16 láminas.
214. Andró Martinet: Economía de los cambios fonéticos (Tratado de
fonología diacrónica). 564 págs.
215. Russell P. Sebold: Cadalso: el primer romántico «europeo» de
España. 296 págs.
216. Rosario Cambria: Los toros: tema polémico en el ensayo es¬
pañol del siglo XX. 386 págs.
217. Helena Percas de Ponseti: Cervantes y su concepto del arte
(Estudio crítico de algunos aspectos y episodios del «Quijote»).
2 vols.
218. Goran Hammarstróm: Las unidades lingüísticas en el marco de
la lingüística moderna. 190 págs.
219. H. Salvador Martínez: El «Poema de Almería» y la épica romá¬
nica. 478 págs.
220. Joaquín Casalduero: Sentido y forma de «Los trabajos de Persi-
les y Sigismunda». 236 págs.
221. Cesáreo Bandera: Mimesis conflictiva (Ficción literaria y violen¬
cia en Cervantes y Calderón). Prólogo de René Girard. 262 págs.
222. Vicente Cabrera: Tres poetas a la luz de la metáfora: Salinas,
Aleixandre y Guillén. 228 págs.
223. Rafael Ferreres: Verlaine y los modernistas españoles. 272 págs.
224. Ludwig Schrader: Sensación y sinestesia. 528 págs.
225. Evelyn Picón Garfield: ¿Es Julio Cortázar un surrealista? 266 págs.
226. Aniano Peña: América Castro y su visión de España y de Cer¬
vantes. 318 págs.
227. Leonard R. Palmer: Introducción crítica a la lingüística descrip¬
tiva y comparada. 586 págs.
228. Edgar Pauk: Miguel Delibes: Desarrollo de un escritor (1947-
1974). 330 págs.
229. Mauricio Molho: Sistemática del verbo español (Aspectos, modos,
tiempos). 2 vols.
230. José Luis Gómez-Martínez: Américo Castro y el origen de los
españoles: Historia de una polémica. 242 págs.
231. Francisco García Sarriá: Clarín y la herejía amorosa. 302 págs.
232. Ceferino Santos-Escudero: Símbolos y Dios en el último Juan
Ramón Jiménez (El influjo oriental en «Dios deseado y
deseante»), 566 págs.
233. Martín C. Taylor: Sensibilidad religiosa de Gabriela Mistral.
Preliminar de Juan Loveluck. 332 págs.
234. De la teoría lingüística a la enseñanza de la lengua. Publicada
bajo la dirección de Jeanne Martinet. 262 págs.
235. Jiirgen Trabant: Semiología de la obra literaria (Glosemática y
teoría de la literodura). 370 págs.
236. Hugo Montes: Ensayos estilísticos. 186 págs.
237. Pedro Cerezo Galán: Palabra en el tiempo (Poesía y filosofía en
Antonio Machado). 614 págs.
238. Manuel Durán y R. González Echevarría: Calderón y la crítica:
Historia y antología. 2 vols.
239. Joaquín Artiles: El «Libro de Apolonio», poema español del si¬
glo XIII. 222 págs.
240. Ciríaco Morón Arroyo: Nuevas meditaciones del «Quijote». 366
páginas.
241. Horst Geckeler: Semántica estructural y teoría del campo léxico.
390 págs.
242. José Luis L. Aranguren: Estudios literarios. 350 págs.
243. Mauricio Molho: Cervantes: raíces folklóricas. 358 págs.
244. Miguel Ángel Baamonde: La vocación teatral de Antonio Ma¬
chado. 306 págs.
245. Germán Colón: El léxico catalán en la Romanía. 542 págs.
246. Bemard Pottier: Lingüística general (Teoría y descripción). 426
páginas.
247. Emilio Carilla: El libro de los «Misterios» («El lazarillo de ciegos
caminantes»), 190 págs.
248. José Almeida: La crítica literaria de Fernando de Herrera. 142 págs.
249. Louis Hjelmslev: Sistema lingüístico y cambio lingüístico. 262 págs.
250. Antonio Blanch: La poesía pura española (Conexiones con la
cultura francesa). 354 págs.
251. Louis Hjelmslev: Principios de gramática general. 380 págs.
252. Rainer Hess: El drama religioso románico como comedia reli¬
giosa y profana (Siglos XV y XVI). 334 págs.
253. Mario Wandruszka: Nuestros idiomas: comparables e incompa¬
rables. 2 vols.
254. Andrew Debicki: Poetas hispanoamericanos contemporáneos
(Punto de vista, perspectiva, experiencia). 266 págs.
255. José Luis Tejada: Rafael Alberti, entre la tradición y la van¬
guardia (Poesía primera: 1920-1926). 650 págs.
256. Ondula List: Introducción a la psicolingüística. 198 págs.
257. Esperanza Gurza: Una lectura existencialista de «La Celestina».
352 págs.

III. MANUALES

1. Emilio Alarcos Llorach: Fonología española. Cuarta edición au¬


mentada y revisada. Reimpresión. 290 págs.
2. Samuel Gili Gaya: Elementos de fonética general. Quinta edición
corregida y ampliada. Reimpresión. 200 págs. 5 láminas.
3. Emilio Alarcos Llorach: Gramática estructural (Según la escuela
de Copenhague y con especial atención a la lengua española).
Segunda edición. Reimpresión. 132 págs.
4. Francisco López Estrada: Introducción a la literatura medieval
española. Tercera edición renovada. Reimpresión. 342 págs.
6. Fernando Lázaro Carreter: Diccionario de términos filológicos.
Tercera edición corregida. Reimpresión. 444 págs.
8. Alonso Zamora Vicente: Dialectología española. Segunda edición
muy aumentada. Reimpresión. 588 págs. 22 mapas.
9. Pilar Vázquez Cuesta y Maria Albertina Mendes da Luz: Gramá¬
tica portuguesa. Tercera edición corregida y aumentada. 2 vols.
10. Antonio M. Badia Margarit: Gramática catalana. Reimpresión.
2 vols.
11. Walter Porzig: El mundo maravilloso del lenguaje. (Problemas,
métodos y resultados de la lingüística moderna.) Segunda edi¬
ción corregida y aumentada. Reimpresión. 486 págs.
12. Heinrich Lausberg: Lingüística románica. Reimpresión. 2 vols.
13. Andró Martinet: Elementos de lingüística general. Segunda edi¬
ción revisada. Reimpresión. 274 págs.
14. Walther von Wartburg: Evolución y estructura de la lengua fran¬
cesa. 350 págs.
15. Heinrich Lausberg: Manual de retórica literaria (Fundamentos de
una ciencia de la literatura). 3 vols.
16. Georges Mounin: Historia de la lingüística (Desde los orígenes
al siglo XX). Reimpresión. 236 págs.
17. Andró Martinet: La lingüística sincrónica (Estudios e investiga¬
ciones). Reimpresión. 228 págs.
18. Bruno Migliorini: Historia de la lengua italiana. 2 vols. 36 láminas.
19. Louis Hjelmslev: El lenguaje. Segunda edición aumentada. Reim¬
presión. 196 págs. 1 lámina.
20. Bertil Malmberg: Lingüística estructural y comunicación humana.
Reimpresión. 328 págs. 9 láminas.
22. Francisco Rodríguez Adrados: Lingüística estructural. Segunda
edición revisada y aumentada. 2 vols.
23. Claude Pichois y André-M. Rousseau: La literatura comparada.
246 págs.
24. Francisco López Estrada: Métrica española del siglo XX. Re¬
impresión. 226 págs.
25. Rudolf Baehr: Manual de versificación española. Reimpresión.
444 págs.
26. H. A. Gleason, Jr.: Introducción a la lingüística descriptiva.
Reimpresión. 770 págs.
27. A. J. Greimas: Semántica estructural (Investigación metodológi¬
ca). Reimpresión. 398 págs.
28. R. H. Robins: Lingüística general (Estudio introductorio). Reim¬
presión. 488 págs.
29. Iorgu Iordan y María Manoliu: Manual de lingüística románica.
Revisión, reelaboración parcial y notas por Manuel Alvar.
2 vols.
30. Roger L. Hadlich: Gramática transformativa del español. Reim¬
presión. 464 págs.
31. Nicolás Ruwet: Introducción a la gramática generativa. 514 págs.
32. Jesús-Antonio Collado: Fundamentos de lingüística general. 308
páginas.
33. Helmut Lüdtke: Historia del léxico románico. 336 págs.
34. Diego Catalán: Lingüística íbero-románica (Crítica retrospectiva).
366 págs.
35. Claus Heeschen: Cuestiones fundamentales de lingüística. Con un
capítulo de Volker Heeschen. 204 págs.
36. Heinrich Lausberg: Elementos de retórica literaria (Introduc.
al estudio de la filología clásica, románica, inglesa y alemana).
278 págs.
37. Hans Arens: La lingüística (Sus textos y su evolución desde la
antigüedad hasta nuestros días). 2 vols.
38. Jeanne Martinet: Claves para la semiología. 238 págs.
39. Manuel Alvar: El dialecto riojano. 180 págs.
40. Georges Mounin: La lingüística del siglo XX. 264 págs.
41. Maurice Gross: Modelos matemáticos en lingüística. 246 págs.

IV. TEXTOS

1. Manuel C. Díaz y Díaz: Antología del latín vulgar. Segunda edi¬


ción aumentada y revisada. Reimpresión. 240 págs.
2. M.a Josefa Canellada: Antología de textos fonéticos. Con un pró¬
logo de Tomás Navarro. Segunda edición ampliada. 266 págs.
3. F. Sánchez Escribano y A. Porqueras Mayo: Preceptiva dramá¬
tica española del Renacimiento y el Barroco. Segunda edición
muy ampliada. 408 págs.
4. Juan Ruiz: Libro de Buen Amor. Edición crítica de Joan Corami¬
nas. Reimpresión. 670 págs.
5. Julio Rodríguez-Puértolas: Fray Iñigo de Mendoza y sus «Coplas
de Vita Christi». 643 págs. 1 lámina.
6. Todo Ben Quzmán. Editado, interpretado, medido y explicado
por Emilio García Gómez. 3 vols.
7. Garcilaso de la Vega y sus comentaristas (Obras completas del
poeta y textos íntegros de El Brócense, Herrera, Tamayo y
Azara). Edición de Antonio Gallego Morell. Segunda edición
revisada y adicionada. 700 págs. 10 láminas.
8. Poética de Aristóteles. Edición trilingüe. Introducción, traduc¬
ción castellana, notas, apéndices e índice analítico por Valentín
García Yebra. 542 págs.
9. Máxime Chevalier: Cuentecillos tradicionales en la España del
Siglo de Oro. 426 págs.
10. Stephen Reckert: Gil Vicente: Espíritu y letra (Estudio). 484 págs.

V. DICCIONARIOS

1. Joan Corominas: Diccionario crítico etimológico de la lengua


castellana. Reimpresión. 4 vols.
2. Joan Corominas: Breve diccionario etimológico de la lengua cas¬
tellana. Tercera edición muy revisada y mejorada. Reimpre¬
sión. 628 págs.
3. Diccionario de Autoridades. Edición facsímil. Reimpresión. 3 vols.
4. Ricardo J. Alfaro: Diccionario de anglicismos. Recomendado por
el «Primer Congreso de Academias de la Lengua Española».
Segunda edición aumentada. 520 págs.
5. María Moliner: Diccionario de uso del español. Premio «Lorenzo
Nieto López» de la Real Academia Española, otorgado por vez
primera a la autora de esta obra. Reimpresión. 2 vols.

VI. ANTOLOGÍA HISPÁNICA

2. Julio Camba: Mis páginas mejores. Reimpresión. 254 págs.


3. Dámaso Alonso y José M. Blecua: Antología de la poesía espa¬
ñola. Lírica de tipo tradicional. Segunda edición. Reimpre¬
sión. LXXXVI 4- 266 págs.
6. Vicente Aleixandre: Mis poemas mejores. Cuarta edición aumen¬
tada. 406 págs.
7. Ramón Menéndez Pidal: Mis páginas preferidas (Temas litera¬
rios). Reimpresión. 372 págs.
8. Ramón Menéndez Pidal: Mis páginas preferidas (Temas lingüís¬
ticos e históricos). Reimpresión. 328 págs.
9. José M. Blecua: Floresta de lírica española. Tercera edición
aumentada. 2 vols.
11. Pedro Laín Entralgo: Mis páginas preferidas. 338 págs.
12. José Luis Cano: Antología de la nueva poesía española. Tercera
edición. Reimpresión. 438 págs.
13. Juan Ramón Jiménez: Pájinas escojidas (Prosa). Reimpresión.
264 págs.
14. Juan Ramón Jiménez: Pájinas escojidas (Verso). Reimpresión.
238 págs.
15. Juan Antonio Zunzunegui: Mis páginas preferidas. 354 págs.
16. Francisco García Pavón: Antología de cuentistas españoles con¬
temporáneos. Tercera edición. 478 págs.
17. Dámaso Alonso: Góngora y el «Polifemo». Sexta edición am¬
pliada. 3 vols.
21. Juan Bautista Avalle-Arce: El inca Garcilaso en sus «Comenta¬
rios» (Antología vivida). Reimpresión. 282 págs.
22. Francisco Ayala: Mis páginas mejores. 310 págs.
23. Jorge Guillén: Selección de poemas. Segunda edición aumentada.
354 págs.
26. César Fernández Moreno y Horacio Jorge Becco: Antología lineal
de la poesía argentina. 384 págs.
27. Roque Esteban Scarpa y Hugo Montes: Antología de la poesía
chilena contemporánea. 372 págs.
28. Dámaso Alonso: Poemas escogidos. 212 págs.
29. Gerardo Diego: Versos escogidos. 394 págs.
30. Ricardo Arias y Arias: La poesía de los goliardos. 316 págs.
31. Ramón J. Sender: Páginas escogidas. Selección y notas introduc¬
torias por Marcelino C. Peñuelas. 344 págs.
32. Manuel Mantera: Los derechos del hombre en la poesía hispánica
contemporánea. 536 págs.
33. Germán Arciniegas: Páginas escogidas (1932-1973). 318 págs.

VII. CAMPO ABIERTO

1. Alonso Zamora Vicente: Lope de Vega (Su vida y su obra). Se¬


gunda edición. 288 págs.
2. Enrique Moreno Báez: Nosotros y nuestros clásicos. Segunda
edición corregida. 180 págs.
3. Dámaso Alonso: Cuatro poetas españoles (Garcilaso - Góngora -
Maragall - Antonio Machado). 190 págs.
6. Dámaso Alonso: Del Siglo de Oro a este siglo de siglas (Notas y
artículos a través de 350 años de letras españolas). Segunda
edición. 294 págs. 3 láminas.
10. Mariano Baquero Goyanes: Perspectivismo y contraste (De Ca¬
dalso a Pérez de Ayala). 246 págs.
11. Luis Alberto Sánchez: Escritores representativos de América. Pri¬
mera serie. Tercera edición. 3 vols.
12. Ricardo Gullón: Direcciones del modernismo. Segunda edición
aumentada. 274 págs.
13. Luis Alberto Sánchez: Escritores representativos de América. Se¬
gunda serie. Reimpresión. 3 vols.
14. Dámaso Alonso: De los siglos oscuros al de Oro (Notas y artícu¬
los a través de 700 años de letras españolas). Segunda edición.
Reimpresión. 294 págs.
17. Guillermo de Torre: La difícil universalidad española. 314 págs.
18. Ángel del Río: Estudios sobre literatura contemporánea española.
Reimpresión. 324 págs.
19. Gonzalo Sobejano: Forma literaria y sensibilidad social (Mateo
Alemán, Galdós, Clarín, el 98 y Valle-lnclán). 250 págs.
20. Arturo Serrano Plaja: Realismo «mágico» en Cervantes («Don
Quijote» visto desde «Tom Sawyer» y «El Idiota»), 240 págs.
21. Guillermo Díaz-Plaja: Soliloquio y coloquio (Notas sobre lírica
y teatro). 214 págs.
22. Guillermo de Torre: Del 98 al Barroco. 452 págs.
23. Ricardo Gullón: La invención del 98 y otros ensayos. 200 págs.
24. Francisco Ynduráin: Clásicos modernos (Estudios de crítica li¬
teraria). 224 págs.
25. Eileen Connolly: Leopoldo Panero: La poesía de la esperanza.
Con un prólogo de José Antonio Maravall. 236 págs.
26. José Manuel Blecua: Sobre poesía de la Edad de Oro (Ensayos
y notas eruditas). 310 págs.
27. Pierre de Boisdeffre: Los escritores franceses de hoy. 168 págs.
28. Federico Sopeña Ibáñez: Arte y sociedad en Galdós. 182 págs.
29. Manuel García-Viñó: Mundo y trasmundo de las leyendas de
Bécquer. 300 págs.
30. José Agustín Balseiro: Expresión de Hispanoamérica. Prólogo de
Francisco Monterde. Segunda edición revisada. 2 vols.
31. José Juan Arrom: Certidumbre de América (Estudios de letras,
folklore y cultura). Segunda edición ampliada. 230 págs.
32. Vicente Ramos: Miguel Hernández. 378 págs.
33. Hugo Rodríguez-Alcalá: Narrativa hispanoamericana. Güiraldes -
Carpentier - Roa Bastos - Rulf o (Estudios sobre invención y
sentido). 218 págs.
34. Luis Alberto Sánchez: Escritores representativos de América.
Tercera serie. 3 vols.

VIII. DOCUMENTOS

2. José Martí: Epistolario (Antología). Introducción, selección, co¬


mentarios y notas por Manuel Pedro González. 648 págs.

IX. FACSÍMILES

1. Bartolomé José Gallardo: Ensayo de una biblioteca española de


libros raros y curiosos. 4 vols.
2. Cayetano Alberto de la Barrera y Leirado: Catálogo bibliográfico
y biográfico del teatro antiguo español, desde sus orígenes
hasta mediados del siglo XVIII. XIII + 728 págs.
3. Juan Sempere y Guarinos: Ensayo de una biblioteca española
de los mejores escritores del reynado de Carlos III. 3 vols.
4. José Amador de los Ríos: Historia crítica de la literatura espa¬
ñola. 7 vols.
5. Julio Cejador y Frauca: Historia de la lengua y literatura cas¬
tellana (Comprendidos los autores hispanoamericanos). 1 vols.

OBRAS DE OTRAS COLECCIONES

Dámaso Alonso: Obras completas.


Tomo I: Estudios lingüísticos peninsulares. 706 págs.
Tomo II: Estudios y ensayos sobre literatura. Primera parte: Desde
los orígenes románicos hasta finales del siglo XVI. 1.090 págs.
Tomo III: Estudios y ensayos sobre literatura. Segunda parte:
Finales del siglo XVI, y siglo XVII. 1.008 págs.
Tomo IV: Estudios y ensayos sobre literatura. Tercera parte: En¬
sayos sobre literatura contemporánea. 1.010 págs.
Homenaje Universitario a Dámaso Alonso. Reunido por los estudian¬
tes de Filología Románica. 358 págs.
Homenaje a Casalduero. 510 págs.
Homenaje a Antonio Tovar. 470 págs.
Studia Hispánica in Honoren R. Lapesa. Vol. I: 622 págs. Vol. II:
634 págs. Vol. III. 542 págs. 16 láminas.
Juan Luis Alborg: Historia de la literatura española.
Tomo I: Edad Media y Renacimiento. 2.a edición. Reimpresión.
1.082 págs.
Tomo II: Época Barroca. 2.a edición. Reimpresión. 996 págs.
Tomo III: El siglo XVIII. Reimpresión. 980 págs.
José Luis Martín: Crítica estilística. 410 págs.
Vicente García de Diego: Gramática histórica española. 3.a edición re¬
visada y aumentada con un índice completo de palabras. 624 págs.
Graciela Illanes: La novelística de Carmen Laforet. 202 págs.
Frangois Meyer: La ontología de Miguel de Unamuno. 196 págs.
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