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NUEVAS INVESTIGACIONES
SOBRE EL
«LIBRO DE BUEN AMOR»
NUNC COGNOSCO EX PARTE
https://archive.org/details/nuevasinvestigacOOOOjose
Nuevas investigaciones
sobre el «Libro de buen amor»
Jacques Joset
Nuevas investigaciones
sobre el «Libro de buen amor»
CATEDRA
© Jacques Joset
Ediciones Cátedra, S. A., 1988
Josefa Valcárcel, 27. 28027-Madrid
Depósito legal: M. 15.208-1988
ISBN: 84-376-0752-3
Printed in Spain
Impreso en Lavel
Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
«A ma pomme»,
quien se debate ahora
ser y estar.
E si bien dixere, non sea reprehendido; e si mal di-
xere, quiero ser corregido, non de los sabios sola¬
mente, mas de los que pares^iere yo aver errado e
mal dicho, mal escripto o mal fablado.
1 Félix Lecoy, Recherches sur le «Libro de buen amor» de Juan Ruiz, Ar¬
chiprétre de Hita, París, Droz, 1938. Citaremos por esta primera edición. Hay
una reimpresión «with supplementary material by A. D. Deyermond», West-
mead, Gregg International, D. C. Heath, 1974.
11
Con todo, en 1938, la bibliografía directamente relacionada
con el Arcipreste y su obra era asequible y manejable. Cincuenta
años después, la situación es poco menos que deses¬
perante para quien quiere estudiar el Libro de buen amor con
criterio de exhaustividad científica. La inflación de articulillos
y logorrea características de nuestros tiempos —las mismas de¬
bidas a la obligación de publicar, cueste lo que cueste y valga
lo que valiere, impuesta por la institución universitaria, por lo
menos del mundo occidental— también hicieron estragos en el
dominio particular de los estudios ruicianos.
Huelga decir que no todo es negativo en esa superabundan¬
cia de bienes. Muy al contrario. La metodología histórico-positi-
vista de Félix Lecoy no podía —y no pretendía— agotar el (o
los) sentido(s) del texto. De ahí que, dada su complejidad semán¬
tica, el Libro de buen amor fue una fortaleza asediada con frui¬
ción y empeño por los aparatos y máquinas de aproximación a
la literatura que renovaron, para bien y para mal, nuestras lec¬
turas en lo que va de siglo. Igual que otros castillos verbales, llá¬
mense Celestina, Lazarillo o Quijote...
La fábrica publicatoria se embaló sobre todo a partir de los
años 60. Por esta época estaba preparando una tesis doctoral
[1970] donde arriesgaba una interpretación (que se quería glo¬
bal) del Libro, trabajo seguido unos años más tarde de una edi¬
ción no menos tentativa del texto con introducción y notas2. Aún
pude reunir todo —o casi todo— el material disponible para fi¬
nalizar ambos trabajos.
Luego, a pesar de la diversificación de mis objetos de curio¬
sidad, nunca he dejado de interesarme por el Arcipreste y sus in¬
térpretes cada vez más numerosos y varios en cuanto a metodo¬
logía. Al lado de la «vieja» filología y de la clásica explicación de
textos, se infiltraban comentarios hijos o nietos ya, más o menos
legítimos, del «new criticism»: estructuralismo, sociocrítica, se¬
miótica, antropología cultural, lingüística textual,... (Rellénese el
hueco con las palabras que faltan).
12
También participe en ei proceso inflatorio antes denunciado
con alguna que otra nota donde trataba de integrar asistemática¬
mente lo mejor de los trabajos recientes, por lo menos de los
que lograba alcanzar3.
De esta fase ya más impresionista y azarosa, saqué forzosa¬
mente una conclusión perogrullesca aunque no evidente para to¬
dos, que podría enunciarse de la forma siguiente: lo realmente
novedoso se fundamenta en lo mejor de la tradición crítica men¬
cionada y citada, asimilada y bien entendida para ayudarnos a
aprehender el texto literario desde un punto de vista inédito (la
metodología nueva) o ahondar sus sentidos por integración de
datos conocidos, pero dispersos, en una visión globalizadora (la
síntesis innovadora).
En el mejor de los casos, pues, metodologías nuevas y anti¬
guas se complementan. Aquéllas orientan a éstas hacia rumbos
insospechados. Así mismo la filología e historia literaria clásicas
siguen teniendo sus méritos, por supuesto según la calidad de los
filólogos e historiadores, tanto más cuanto que en lo que toca al
Libro de buen amor, no han terminado su tarea: lo prueban, por
ejemplo, las documentadísimas investigaciones de Margherita
Morreale [1975, 1979, 1981, 19846].
Aun en el campo que Félix Lecoy parecía haber recorrido en
todos los sentidos, el de la investigación de fuentes, se ha podido
escribir un libro tan profundamente «nuevo» como el de Vittorio
Marmo [1983] quien, en realidad, retoma el camino donde lo ha¬
bía abandonado el emdito francés —abandono que le fue repro¬
chado más de una vez. Vittorio Marmo, a la zaga de muchos pero
de forma sistemática, trata de medir el genio de Juan Ruiz, de
acercarse a su originalidad colmando las distancias entre las
«fuentes» y las «formas».
Un ejemplo de erudición filológica de la mejor cepa nos lo
da L. Jenaro MacLennan [1977, 1983] quien amplió sucesivamen¬
te el reconocimiento de las fuentes de las estrofas 544-547 para
ubicarlas no necesariamente en tal o cual obra particular (Secre-
tum Secretorum o Speculum morale de Vincent de Beauvais) sino
13
en una diseminación del «enciclopedismo medieval bajo la for¬
ma de excerpta y florilegia»4.
Otro cotejo minucioso del texto de Juan Ruiz con su fuente
nos lo ofrece Dayle Seidenspinner-Núñez [1981], no en la pers¬
pectiva erudita de F. Lecoy o de M. Morreale, sino en vista de
una interpretación del Libro de buen amor, en especial del epi¬
sodio de Don Melón y Doña Endrina, adaptación del Pamphilus
de amore, a la luz del concepto de «parodia»5. Este pequeño li¬
bro es un buen botón de muestra de una corriente interpretativa
sobre la que volveremos por la importancia numérica de sus par¬
tidarios. Dicha tendencia recurre a veces de forma extremada, a
las técnicas de la «nueva» semiótica y/o semiología.
El libro de Gail Phillips [1983] verifica que, contra el refrán,
vale la pena echar vino añejo en odres viejos con un resultado
si no original por lo menos de calidad nada despreciable. La es¬
tilística comparativa, que es el método —no muy reciente— uti¬
lizado aquí, sirve para demostrar una tesis interpretativa tan re¬
batida, debatida y de sabor ligeramente anacrónico que consiste
en realzar el discutible propósito unidimensionalmente didáctico
del autor6.
14
El lector de las líneas anteriores podría creer que la investi¬
gación actual sobre el Libro de buen amor es obra esencial de crí¬
ticos no españoles (franceses, italianos, ingleses, últimamente
muchos norteamericanos... y un belga). Si tal impresión corres¬
pondiera a la realidad, se convertiría en el más hermoso home¬
naje de la cultura universal al genial Arcipreste. Pero, como ve¬
remos, la crítica peninsular —académica o no, «nueva» o antigua
—no tiene nada que envidiarle a la extranjera. La explicación tex¬
tual a lo tradicional de Luis Beltrán [1977], la relación del Libro
de buen amor con la historia eclesiástica que, según Jesús Me-
néndez Peláez [1980] daría su sentido a la «ficción», y la «sín¬
tesis innovadora» de Nicasio Salvador Miguel [1985, 19872] —y
sólo menciono estudios en forma de libro— son piezas de refe¬
rencia ineludible.
Como «segund derecho, las palabras sirven a la intención e
non la intención a las palabras» (LBA, Prólogo en prosa, I, 13),
la mía excluye, pues, todo dogmatismo metodológico o reinvidi-
cación nacionalista, ambas limitaciones, por lo demás, contrarias
al espíritu de libre crítica en el que el investigador ha de moverse.
No por eso éste ha de jactarse de «neutralidad»: el «scholar»
es tan «contextualizado» sociohistóricamente como el texto que
estudia.
Así el que firma estas líneas ha de ser marcado para siempre
por el positivismo filológico y «l'analyse textuelle á la liégeoi-
se»7, frutos de condiciones particulares del desarrollo sociocultu-
ral de la Europa Occidental de los siglos XIX y XX. En algún mo¬
mento, este investigador de la generación del 68 trató de superar
los límites de los dos métodos mediante la adopción prudente de
algunos instrumentos de trabajo que le regaló el estructuralismo
triunfante —y terrorista— de los años 60-70, maltratado por
el escepticismo postmoderno del actual decenio. El presente li¬
bro da testimonio de este itinerario ecléctico que, desde luego, ha
de ser puesto en tela de juicio quizá por la misma tolerancia que
lo ha inspirado.
Lo que sí se rechazará rotundamente es el lema formalista
«todo está en el texto: fuera de él, nada». Lo que sí se presupon-
15
drá es la pluralidad de sentidos, negada por el análisis textual,
criterio requerido para entender una obra como la de Juan Ruiz
en la que la polisemia se inscribe en el código de escritura y, de
lectura. Bien empleadas, estas reglas, la negativa y la positiva, le¬
jos de debilitar el rigor filológico-analítico, deberían reforzarlo.
La integración de los contextos en el estudio literario no sig¬
nifica renunciar a la primacía del texto, punto de partida y de lle¬
gada de todo recorrido crítico. Por eso, los capítulos que siguen
se alejan bastante de la «sociología de la literatura». En mi opi¬
nión, el código extratextual —o serie discursiva fuera del tex¬
to— no determina todo el proceso de producción literaria —o se¬
rie discursiva literaria—. De lo contrario, el texto literario sería
un documento histórico más, con eventuales calidades estéticas,
sin «coherencia» ni «relevancia» específicas8.
El texto literario —y el de Juan Ruiz indudablemente lo es—
se caracteriza «no por sus argumentos o temas, sino por su uso
singular de un lenguaje»9. Pero este discurso se ve atravesado
por múltiples «trayectos de sentido»10 que arrancan, entre otros
datos, del código lingüístico común y/o desviado, de los contex¬
tos culturales e históricos de su producción, de la clase y/o grupo
social del escritor, de las relaciones conflictivas o asumidas de
éste con aquéllos, de sus intenciones declaradas —aunque no ne¬
cesariamente cumplidas—y, por fin, del no-consciente, o sea de
todo lo que se le escapa al poeta y nos habla a nosotros inde¬
pendientemente de la voluntad de quien se transforma en trans-
criptor de lenguajes preconstruidos que en él obraron.
Pero lo repito, porque nunca se repetirá demasiado que in
principio est Verbum, es decir el texto. De ahí la importancia
que seguimos otorgando a los problemas de edición del Libro de
buen amor, aunque, por tradición y reactualización de la cues¬
tión, nos ocuparemos primero de la identificación del autor... qui¬
zá para olvidarla enseguida.
16
Luego pasaremos revista a algunas interpretaciones o lectu¬
ras del Libro que surgieron en los últimos años, sin pretensión
de exhaustividad ni de quitar méritos a nadie. Entiéndase esta
parte como un diario anárquico de un lector de críticas literarias
que intenta un balance de sus convergencias y disidencias del mo¬
mento.
Por último trataremos de ejemplificar la metodología ecléc¬
tica, menos que esbozada arriba, examinando unas microestruc-
turas recurrentes (las figuras de Don Amor) y una función
fundamental en la obra y en su supuesta transmisión (la ju¬
glaría).
Estas Nuevas investigaciones sobre el «Libro de buen amor»,
cuyo título es un homenaje transparente a Félix Lecoy con oca¬
sión del cincuentenario de su obra maestra, han de leerse, pues,
como un balance por partida doble: balance general de los estu¬
dios ruicianos de los últimos decenios y balance personal de la
evolución de mi visión de la obra del Arcipreste en más o menos
veinte años de lecturas asistemáticas y, a veces, diagonales.
Ya el lector habrá entendido que el adjetivo que encabeza el
título no significa «a la moda» y que el refrán que sirve de epí¬
grafe a estas páginas preliminares tiene aquí el mismo sentido
antifrástico que en la loa de Agustín de Rojas Villandrando de
donde lo he sacado11. De ninguna forma lo nuevo repudia lo an¬
tiguo, ni lo destruye, ni lo entierra. Lo más novedoso en crítica
como en creación literaria es un constante brotar de árboles cen¬
tenarios: en el peor de los casos, el discurso nuevo no hace sino
repetir en términos a la moda, es decir sin novedad sustancial,
lo ya dicho muchas veces de manera más clara.
Me temo que las páginas que siguen, destinadas ante todo a
estudiantes y profesores a modo de vade mecum utilis urbi, pe¬
quen por repetición aunque no, así lo espero, por falta de claridad.
De todas formas, después de lo dicho, uno será coherente con-
17
sigo mismo si anuncia que su trabajo no es sino una mera rees¬
critura12, sencillo eslabón de una cadena infinita.
Para precaverse de los «mescladores», el autor se pone bajo
el amparo de Su Santidad laica Jorge Luis Borges quien promul¬
gó la bula indecretable de la transitoriedad:
12 Hay reescrituras que «uno» envidia, así la reciente edición del Lazarillo
de Tormes por Francisco Rico, Madrid, Cátedra, 1987.
13 Jorge Luis Borges, Discusión, Buenos Aires, Emecé, 19643, pág. 106.
18
Capitulo primero
1 Para más detalles sobre estas aserciones, véase Joset [1974] I, XIV-XVI
y 2-3, nota a Id. Sobre el encarcelamiento, que sigo creyendo más que dudoso,
véase N. Salvador Miguel [19872] 10-12.
2 F. Lecoy [1983] 330, n. 1.
19
Fuera de esto y dejando de lado alguna que otra alusión his¬
tórica ni siquiera unívoca (por ejemplo,: «el león mazillero, / que
vino a nuestra <jibdat por nonbre de monedero», 326cd = Alfon¬
so XI)3: nada.
Sacando el provecho máximo de la encuesta positivista, sólo
quedan unas escuetas proposiciones: un tal Juan Ruiz, conocido
como autor de un libro (posteriormente) titulado Libro de buen
amor, funcionó como Arcipreste de Hita. Las coordenadas espa¬
cio-temporales del personaje, confirmadas por el examen filoló-
gico-lingüístico de su obra, lo sitúan en Castilla la Nueva entre
1330 y 13504.
A fin de cuentas, como bien escribe Nicasio Salvador Miguel,
«el intento de procurarse otras referencias sobre el escritor a par¬
tir del Libro carece de cualquier fundamento y se sustenta, ante
todo, en la falsa equiparación establecida entre poeta y protago¬
nista5.
2. «Nuevas» identificaciones
20
Este es el libro del Arcipreste de Hita, el qual conpuso
seyendo preso por mandado del Cardenal Don Gil,
Arzobispo de Toledo (Colofón del ms. S).
21
blico o, más bien, de fórmula ripiosa. El punto de vista narrativo
de esta composición separada no tiene, pues, nada que ver con
el yo fluctuante del Libro propiamente dicho. Tampoco vale aquí
el argumento que se sacara de la función eclesiástica del prota¬
gonista de la «cántica» («aqueste a^ipreste»), idéntica a la de Juan
Ruiz. Las modernas teorías narratológicas nos enseñaron a dis¬
tinguir cuidadosamente entre autor, narrador y actante. En nues¬
tro caso, el mensajero de don Gil se parece más bien a una va¬
riante jocosa e hipócrita de la figura del arcipreste lascivo pre¬
sente en la literatura europea medieval y especialmente en la es¬
pañola3.
A pesar de estas reservas fundadas en la comprensión literal
del texto, puede resultar atractiva la identificación del escritor
del Buen amor con un Juan Ruiz (o Rodríguez) de Cisneros, fa¬
miliar de don Gil de Albornoz, propuesta por Emilio Sáez y José
Trenchs [Actas.] 365-368. Hijo natural de Arias González, rico¬
hombre palentino, este Juan Ruiz desempeñó varios cargos ecle¬
siásticos entre 1318 y 1353. Si las fechas corresponden a los años
de vida que se piensa, con razón, fueron los del poeta, no hay ni
la menor prueba de que el hijo de Arias González ocupara el car¬
go de Arcipreste de Hita. Por otra parte, ya he señalado la exis¬
tencia de otros Juan Ruiz en el mismo periodo, incluso un «Io-
han Rruis, rrico omne de Cisneros» (Poema de Alfonso Onceno,
1733cd)4 para los cuales se podría reivindicar la paternidad del
Libro de buen amor sin más documentación que la aducida por
E. Saéz y J. Trenchs en pro de «su» Juan Ruiz. Proponemos,
pues, que su identificación guarde su estatuto de «atractiva teoría
sin demostrar»5.
Al batallón de Juan Ruiz de todas las clases sociales que an-
22
duvo por los caminos de ambas Castillas en la primera mitad del
siglo XIV, ha de sumarse el Johannes Roderici (Johan Rodríguez),
maestro de canto del monasterio de Las Huelgas (Burgos), adu¬
cido por J. Filgueira Valverde [Actas.] 369-370. A pesar de su ac¬
tividad artística (compuso varias piezas del Codex musical de Las
Huelgas), no existe ni el mínimo indicio de prueba de que este
músico tenga algo que ver con Juan Ruiz, Arcipreste de Hita6.
Más sensacionalista es la hipótesis de un medievalista aficio¬
nado —él mismo lo reconoce— que al retrasar la fecha de com¬
posición del Libro hacia 1380 y achacar la «Cántica de los cléri¬
gos de Talavera» al mismo Alfonso de Paradinas, copista del
ms. S, elimina de la candidatura a la paternidad de la obra a cual¬
quier Juan Ruiz en la primera mitad del siglo XIV. Para Henry
Ansgar Kelly [1984], el autor de la «mayor parte» del Libro de
buen amor era un perito en derecho canónico, no necesariamen¬
te arcipreste y aún menos de Hita7.
Desgraciadamente su hipótesis (más bien negativa en cuanto
a la autoría) no ha resistido los primeros embates de filólogos
algo más profesionales. Peter Linahan [1986] y Steven D. Kirby
[1986] han hecho papilla de sus lecturas de la c. 1152, de la «Cán¬
tica de los clérigos de Talavera» y de los colofones de los ma¬
nuscritos T y S.
El golpe de gracia al «ejercicio de imaginación» (S. D. Kirby
[1986] 149) de H. A. Kelly —así posiblemente como a las can¬
didaturas anteriormente mencionadas —lo dio Francisco J. Her-
23
nández [1984] al anunciar su descubrimiento de un documento
que atestiguaba la existencia de un Juan Ruiz, Arcipreste de Hita,
en 1330. No se trata de un documento original sino de la copia
de una sentencia de un tal magister Lorenzo, canónigo de Sego-
via, juez de un largo proceso entre el arzobispo de Toledo y la
cofradía de los clérigos de Madrid. Esta copia —no fechada por
Francisco J. Hernández— figura en el verso del primer folio de
un cartulario de la Catedral de Toledo, el Líber privilegiorum ec-
clesie Toletane (Madrid, Archivo Histórico Nacional, Clero, có¬
dices, n. 987B). La sentencia del magister Lorenzo ha sido dicta¬
da en Alcalá de Henares, según el «inventor» del documento, a
principios de 1330. Ahí se nombra a un «Johanne Roderici ar-
chipresbitero de Fita» como primero de los ocho testigos «vene-
rabilibus» de la sentencia.
Parece, pues, que tengamos por fin un documento exterior al
Libro de buen amor que confirme los datos seguros y aproxima¬
dos deducibles de la ficción: nombre, apellido, función, lugar y
época de vida. Hay que insistir sobre el hecho de que hasta aho¬
ra es el único testimonio que garantiza esta correspondencia a la
vez mínima (según los requisitos de la crítica histórica) y máxi¬
ma (por la extensión de los datos cotejables).
Pero mientras no hayamos visto el propio cartulario o una
buena reproducción fotográfica, mientras no haya aparecido el li¬
bro prometido de F. J. Hernández, Juan Ruiz y sus contemporá¬
neor8, nos quedarán algunas dudas:
1. sobre la autenticidad de una copia no fechada, curiosamen¬
te colocada al principio del codex Líber privilegiorum ecclesie To¬
letane;
2. sobre la fecha «early 1330» del supuesto original, deduci¬
da ¿a base de argumentos? por el investigador.
La discusión de la segunda duda no tendría que alejarnos de¬
masiado de 1330, pero los santos Tomases que somos los filólo¬
gos exigimos un poco más para que se disipe la primera y se ga¬
rantice, por ejemplo, que la mención clave «Johanne Roderici ar-
chipresbítero de Fita» no sea una interpolación.
Esperamos, pues. Pero fuerza es confesar que de autentificar¬
se el documento, éste sería la comprobación de la existencia del
autor del Libro de buen amor con la tarjeta de identidad que nos
24
da en su misma obra. Digo bien comprobación, no identificación:
la copia sacada a la luz pública por F. J. Hernández no añade mu¬
cha información sobre Juan Ruiz y tendrá poca incidencia sobre
el entendimiento del Libro de buen amor (cfr infra. págs 36-37
y 73)9.
25
tes»1, aún más flexible y multiforme de lo que sospechaba
en 1974. Así Alfonso Rey lleva toda la razón al reprocharme el
haber tildado de «fallo estructural»2 la sustitución del yo del ar¬
cipreste por Don Melón en la adaptación del Pamphilus de amo¬
re. El yo multifuncional de Juan Ruiz-Don Melón responde a la
misma condición «acogedora» de la estructura global de la obra.
Su dualidad «es coherente con el resto del Libro de buen amor
y explicable en el ámbito literario de su tiempo»3. La famosa ad¬
vertencia,
1 Alfonso Rey [1979] 104. V. q. Antonio Prieto [1980] 86. Tampoco hay
que exagerar el proteísmo del yo: hablar de la naturaleza diabólica del narrador
del Libro (Colbert Nepaulsingh [1977] 65) es una poco feliz hipérbole: uno pue¬
de ser y sentirse «pecador» sin declararse ni ser percibido como «discípulo del
demonio».
2 A. Rey [1979] 114, n. 10.
3 A. Rey [1979] 106. El artículo de Alfonso Rey es de lectura imprescin¬
dible para quien se interesa por el yo poético medieval. Sólo discrepo de la va¬
loración que hace de la forma autobiográfica en la Cárcel de amor de Diego
San Pedro. En esta novela, el yo del auctor, me parece un tanto diferente del
yo proteico de Juan Ruiz. Se trata más bien ya de un muy moderno y renacen¬
tista efecto de realidad. La «doble dualidad» notada por Alfonso Rey en la Cár¬
cel de amor es de naturaleza distinta y no «permite legítimamente poner la no¬
vela de San Pedro al lado de la obra de Juan Ruiz» (pág. 111).
4 Así lo ve Marina Scordilis Brownlee [1981] 100. Mejor la conclusión del
trabajo: «Rather, these episodes [los de las serranas] are integral to the poetics
of Juan Ruiz in their function (like the portrayal of Trotaconventos, or the
Archpriest in the Endrina episode) as part of the program of permutations of
the narrator-protagonist wich itself constitutes one strand in a vast network
of permutations operative on all levels of the Libro.» (pág. 101)
26
viste o se quita el traje de arcipreste, escudero (961b) o hidalgo
(1031b).
Juego de apariencias y transparencias, pues, regido por el
ideosema fundamental del Libro que opone la corteza (los dis¬
fraces) al meollo (el yo único y proteico).
Esta forma literaria de primera persona, capaz de omniscien¬
cia con toda naturalidad —lo que logra sorprender hasta a los lec¬
tores de El obsceno pájaro de la noche y de El otoño del patriar¬
ca— no sólo es a la vez «yo, Juan Ruiz, Agipreste de Hita»5 y
Don Melón de la Huerta (u Ortiz), amante y marido de Doña
Endrina, sino el mismo libro:
27
yo6. Aquí es donde se evidencia la identificación entre libro y
vida realzada por Antonio Prieto7 tras un análisis de la copla 70
y de la equiparación medieval entre ambos lexemas8. Retórica e
historia cultural confirman la función totalizadora de la transfu¬
sión de los valores del jo animado (no necesariamente reducible
al jo-juglar, como M. Molho da a entender) de los demás casos
a éste, no animado desde un principio, pero hecho vida por la
virtud del tropo.
No nos equivoquemos: la ecuación yo - libro - vida, nos re¬
mite a un mundo de palabras. La «biografía» del Buen amor es
vida de y en palabras. El «yo, Juan Ruiz, Arcipreste de Hita»,
por documentada que sea su existencia histórica, asume en el li¬
bro una condición ficticia que es la que nos importa como lecto¬
res actuales y, creemos, importaba al oyente del trescientos.
Por eso no vacilo en aplicar a Juan Ruiz la conclusión que An¬
tonio Prieto sacaba de los esfuerzos (vanos) gastados para saber
algo de la vida del poeta renacentista salmantino Francisco de
la Torre:
28
Este yo del Venerable Juan Ruiz que se oculta detrás de su
arcipreste de Hita ficticio, a la vez Don Melón y su propio libro,
y que por él existe, me invita ahora a «añedir e emendar, si qui¬
siere» (1629b). Y lo quiero porque me temo que no siempre supe
«bien trobar»10.
29
Capitulo II
Problemas textuales
30
Los eruditos y lectores curiosos del siglo XIX tuvieron que con¬
tentarse con ese verdadero «patchwork» textual.
La historia filológica del Libro de buen amor empieza en 1901
con la edición de Jean Ducamin que, junto con la de Julio Ceja-
dor y Frauca en 1913, constituye la primera etapa de nuestro re¬
corrido. El mérito científico de la de Ducamin es irrebatible: por
primera vez, el investigador francés daba, según el criterio pa-
leográfico, el texto completo del manuscrito de Salamanca con
las variantes de los otros dos conocidos (Gayoso y Toledo). Has¬
ta 1964, fue la única realmente utilizable a pesar de algunos erro¬
res de lectura o erratas: en ella se fundaron todos los trabajos fi¬
lológicos e interpretativos serios de la primera mitad de nuestro
siglo, entre otros las Recherches de Félix Lecoy.
Pero fue la de Cejador la que gozó, durante el mismo perio¬
do, de más popularidad por su integración en la colección «Clá¬
sicos castellanos» de Espasa-Calpe donde se reimprimieron va¬
rias veces sus dos volúmenes2. Cejador tenía un genio insustitui¬
ble para el comentario pintoresco y un sentido agudo del lengua¬
je popular. En cambio, le faltaba rigor científico. Sin embargo, a
pesar de que se equivocó sobre el valor general del manuscito bá¬
sico de su edición, el de Gayoso, Cejador llamaba la atención so¬
bre características de G que habrían de tenerse muy en cuenta
en el futuro como son su aspecto más «popular» (valga lo que
valiere el término) y su tendencia conservadora en cuanto a lo
lingüístico.
Se criticó a veces duramente el trabajo de Cejador, se censuró
su versión del texto, pero hasta los años 60, «nadie tuvo el áni¬
mo de enfrentarse de nuevo con el Libro de Juan Ruiz para sacar
a luz una edición crítica que todos pedían a voces»3.
Tal era la situación cuando empecé a interesarme por la obra
del Arcipreste con vistas a preparar la tesis doctoral4.
Por la misma época, las cosas estaban cambiando: se acelera¬
ba el proceso editorial. Estábamos entrando en la segunda etapa
de la historia filológica del Libro de buen amor.
La primera edición realmente «crítica» de la obra la dio Gior-
31
gio Chiarini [1964], un filólogo italiano de la escuela de Contini.
Su trabajo era revolucionario, no sólo por ser el primero de su
clase, sino también porque iba en contra de una teoría que pa¬
recía intocable, la de la doble redacción del Libro (1330 y 1343)
acuñada por Ramón Menéndez Pidal [1901] en su reseña de la
edición de Ducamin. Chiarini abogaba por la redacción única y
la preeminencia cualitativa del ms. S, base (demasiado) férrea de
la edición.
Contra estos principios, contra el método filológico de Chia¬
rini y contra el mismo editor italiano se alzó, a veces con una
violencia polémica displicente, el erudito y sabio Joan Corominas
en su edición de 1967, segundo hito de la etapa histórica que re¬
corremos ahora. Esa actitud no quita méritos al admirable tra¬
bajo del investigador catalán, que necesita la misma fe positivis¬
ta del lector para que entienda todos sus aspectos. En efecto, lo
que nos ofrece Corominas es una verdadera «reconstitución» del
texto, un Libro de buen amor de museo arqueológico que, aun¬
que armonioso, no es necesariamente auténtico.
Entre las versiones «críticas» de Chiarini y Corominas, apa¬
reció una nueva edición paleográfica de todos los manuscritos y
fragmentos conocidos, mucho más clara, depurada, completa y
asequible que la de Ducamin. Se trata de la de Manuel Criado de
Val y Eric W. Naylor a la que sólo se puede reprochar el subtí¬
tulo «edición crítica»5.
Como en varios tiempos y lugares comenté y reseñé con de¬
tenimiento estas tres obras, se me perdonará ahora si dejo de exa¬
minar la prudencia conservadora de Giorgio Chiarini, la inven¬
tiva prodigiosa de Joan Corominas y el rigor descriptivo de
M. Criado de Val y E. W. Naylor6.
En todo caso, estas tres ediciones forman el triángulo sim¬
bólico de los estudios ruicianos del 60. No desconozco la impor¬
tancia de los trabajos preliminares, así el de M. R. Lida [1941],
pero son, para así decirlo, planetas con respecto al sistema cen¬
tral de tres soles que hemos mencionado.
Aquí cabe mencionar dos ediciones hispano-inglesas, la de
Raymond S. Willis (Princeton University Press, 1972) y la de
32
Anthony N. Zahareas y S. R. Daly (Pennsylvania State Univer-
sity Press, 1978)1. Sin olvidar las versiones modernizadas según
el modelo de María Brey [1954], de Nicasio Salvador Miguel con
mejoras sucesivas [1968], [1972], [1982, 19832], [1985, 19872],
la de Pablo Jauralde Pou [1982]7 8 y la de Ma Francisca García Já-
ñez [1987],
También hubo otras aproximaciones al texto original9 entre
las cuales cuento la mía llena de erratas y errores con respecto
a sus propios criterios editoriales que nunca logré enmendar en
ediciones posteriores a 1974 a pesar de mis reiteradas peticiones
a la casa editorial.
Si tiene alguna originalidad, es la que le atribuye Francisco
López Estrada al bautizarla «edición crítica singular» oponiéndo¬
la a las «ediciones críticas integrales» de Chiarini y Corominas10.
No menos indispensables para tener una visión completa de
este sistema solar son los comentarios y reparos a todas las edi¬
ciones aducidas. Se destacan los de Hans-Heinrich Baumann
[1966], G.B. Gybbon-Monypenny [1966] [1972], Alberto Várva-
ro [1968] y, sobre todo, los de Margherita Morreale [1968]
[1969] [1971] [1979]. Esta hizo más que comentar: editó frag¬
mentos del Libro de buen amor [1975] [1981] [1983] que abru¬
man por la minuciosidad puntillista de su talento lingüístico que,
si no creyéramos en la perfectibilidad humana, calificaríamos de
insuperable. Lo que no nos impide disentir de varias propuestas
suyas y mantener nuestras lecturas.
Ahora bien, al hacer el balance del periodo 1960-1979, que¬
damos en que las dos ediciones críticas «integrales» (Chiarini y
Corominas) se complementan. Hay que compararlas cuidadosa¬
mente y verificarlas con las variantes de los manuscritos asequi¬
bles en la edición paleográfica (Criado de Val-Naylor). A veces
ambos coinciden en dar una lectura aceptable frente a las diver-
33
gencias de las copias medievales, pero ocurre también que ni la
una ni la otra satisfacen. En su tiempo, mi edición intentó re¬
solver las contradicciones con una aportación «singular».
Ahora bien, si alguien me obligara a confesar mi preferencia
por una de esas ediciones, creo que optaría por la de Chiarini a
pesar de reticencias serias como las de M. Morreale. No por nos¬
talgia, porque me sacó de apuros en un momento en que nece¬
sitaba un texto más o menos fidedigno para arriesgar una inter¬
pretación del Libro. Ni por oposición a cualquier otra versión,
sino porque ofrecía por primera vez una lectura verosímil de la
obra de Juan Ruiz, conforme a los criterios más elaborados de la
ciencia filológica de su tiempo, sin tabúes o espejismos frente a
las «autoridades» individuales o metodológicas.
La tercera etapa de nuestra historia, la de los años 80, según
una buena ley dialéctica, debería ser una fase de síntesis. Ya te¬
nemos en la mano una muestra con la edición de Alberto Blecua
[1983]. Debido al carácter de divulgación de la colección en que
apareció, ésta no tiene el aspecto austero de una edición crítica
pro forma. Sin embargo, hemos reconocido en ella la marca del
autor del indispensable Manual de crítica textualn. Es decir que,
eliminada definitivamente la tentación «reconstructora», toma
como base el ms. S, salvo en las lagunas en que sigue a G, e in¬
troduce en lugares convenientes las lecciones de G y/o T, más,
por supuesto, algunas correcciones propias fundadas, como debe
ser, en las experiencias ajenas.
Se confirma, pues, desde un principio, el criterio editorial de
Giorgio Chiarini y el mío con las mejoras ineludibles de la plu¬
ma de Alberto Blecua.
Para valorar su trabajo, reproducimos a continuación su edi¬
ción de las coplas 1513-1514, ésas mismas que Francisco López
Estrada había escogido como muestra de cotejo con intención de
señalar los diversos métodos de crítica textual12:
34
1514 Cantares fiz algunos, de los que dizen Riegos,
e para escolares que andan nocherniegos,
e para muchos otros por puertas andariegos,
caparros e de huirás: non cabrian en diez pliegos.
35
en la editorial Cátedra y la de G. B. Gybbon-Monypenny anun¬
ciada por Castalia13.
Por supuesto no sabemos lo que serán las ediciones anuncia¬
das y menos las que están gestionándose. Pero sí podemos ba¬
rruntar los problemas a los que los editores del Libro de buen
amor se enfrentan hoy o se enfrentarán mañana.
Hay, por ejemplo, quejas que parecen perpetuas, así la de
M. Morreale al sacar las conclusiones sobre los trabajos de una
comisión del I Congreso Intenacional sobre el Arcipreste de
Hita (1972):
13 Cuando salga a luz este libro, es muy posible que ya hayan aparecido esas
dos ediciones. Esto supone que las presentes páginas, escritas en julio-agosto
de 1987, habrán de reformarse en una eventual segunda edición.
14 M. Morreale [Acias] 509. Desde hace poco, conocemos mejor la historia
del ms. S: según Arthur L. -F. Askins [1986] 73, el profesor Charles B. Faul-
haber ha descubierto la primera mención de esta copia en un inventario de bie¬
nes del Colegio Mayor San Bartolomé de Salamanca fechado el 21 de diciembre
de 1440 bajo la referencia «el acipreste de fita en rroman^e» (París, B. N., Ms.
Esp. 524, fol. 56v°).
15 Además hay láminas de folios de los fragmentos de Porto, Castro y del
llamado «cazurro», en Criado de Val-Naylor [1965]. Desde ahora creo prefe¬
rible renunciar al término «cazurro», impuesto por R. Menéndez Pidal [1924
y 1957] para designar el trozo del LBA contenido en un manuscrito de la Cró¬
nica General de España de letra de la primera mitad del siglo XV. A. D. De-
36
el trabajo de verificación de las lecturas anteriores, paleográficas
o críticas.
También el futuro editor tendrá que integrar los datos, más
bien escasos, que le regala la arqueología filológica: citas
antiguas del Arcipreste y pruebas documentadas o hipotéticas
de manuscritos desaparecidos le ayudarán para la constitutio
stemmatis, aunque mucho menos, me lo temo, para la dispositio
textus16.
La solución o irresolución del problema de la autoría o, me¬
jor dicho, de la identificación de Juan Ruiz, poeta del Buen amor,
con algún personaje que dejó huellas de su paso por la tierra en
documentos históricos archivados, decodificados e interpretados,
no debería influir mucho sobre el texto crítico. Pero de compro¬
barse el hallazgo de Francisco J. Hernández [1984], se podrían
eliminar con toda seguridad los leonesismos del manuscrito S ya
que la lengua del Venerable «Johannes Roderici» era el castella¬
no central. Pero, por supuesto, esto no nos permite decidir sobre
el idiolecto del Arcipreste ni conocer los varios sociolectos que,
quizá y muy probablemente, practicaba. En otras palabras y para
hablar en concreto, el haber desterrado a Juan Ruiz del Archivo
Histórico Nacional no nos ayudará mucho a la hora de escoger
entre un cultismo de ó y un arcaísmo o vulgarismo de G.
Otro escollo que tendrá que salvar el editor del Libro es el
problema del número de redacciones. ¿Una? ¿Dos? ¿Varias? Con¬
sabido es que la teoría vigente durante la primera etapa de nues¬
tra historia editorial fue la de la doble redacción, respaldada, como
he dicho, por la autoridad de Ramón Menéndez Pidal. Giorgio
Chiarini, precedido en este camino por H. H. Arnold [1940], es¬
tableció la existencia de un arquetipo común a los tres manus¬
critos y abogó por la redacción única del Libro. Joan Corominas,
sobre este punto también, se opuso al editor italiano y reafirmó
la teoría de la doble redacción. La polémica suscitó una serie de
trabajos para la discusión de los cuales remito a la introducción
yermond [1974] ha intuido que bien podría tratarse de unos apuntes sermo-
niarios.
16 Sobre estas menciones antiguas del Arcipreste, véanse el artículo de Lu-
cius Gastón Moffat [1960] y la bibliografía de la nota de Arthur L. -F. Askins
[1986] quien descubrió huellas de un manuscrito hasta ahora desaparecido del
LBA que se encontraba en la biblioteca de Fernando Colón.
37
de mi edición17. La conclusión que del debate sacaba en 1974, pue¬
do repetirla aquí:
38
El estudio sobre el tema que Alberto Blecua anuncia debería
aclarar muchas dudas sobre la «transmisión textual del Libro de
buen amor»2i.
Pero mañana como hoy se seguirá editando el Libro según la
versión larga del manuscrito de Salamanca, independientemente
de lo que cada uno piensa de la historia de la redacción de la
obra. De hecho el manuscrito copiado por Alfonso de Paradinas
contiene un estado del texto lo más próximo posible a la última
(y quizá la única) versión del Libro como conjunto, por lo menos
en cuanto a cantidad de material discursivo.
En el apartado siguiente disertaré sobre cinco límites a la edi¬
ción del Libro de buen amor. Por supuesto esas fronteras meto¬
dológicas y prácticas seguirán alzándose en el futuro. El concep¬
to de edición «crítica», la métrica, la fidelidad al manuscrito bá¬
sico, el derecho de intervención del editor y las erratas de im¬
prenta son montañas no siempre fáciles de cruzar incluso por
los especialistas mejor preparados y más criticones24.
Una edición crítica ha de acompañarse de notas explicativas
que tratan de gramática, semántica, interpretación, estructura,
historia, mentalidad de los lectores-oidores, etc... De esta mate¬
ria no digo nada aquí aunque quizás sea lo más interesante en
una edición si uno se preocupa por las interpretaciones sucesivas
de un mismo texto. Estas notas reflejan no sólo la «cultura» del
editor crítico sino también y tal vez más la de su época y con¬
texto histórico.
En conclusión, si hace falta concluir en este campo siempre
abierto de la mejor edición posible del Libro de buen amor, diría
que hay perspectivas prometedoras. Es cierto que la fase de sín-
23 Loe. cit., n. 4.
24 Así los trabajos de M. Morreale, tan pronta en subrayar con el lápiz rojo
los errores y erratas —que cree— de los demás, no siempre son impecables.
Un botón de muestra sacado de su estudio sobre las «Pasiones» [1975]: no in¬
dica la diéresis en 1045a y 1064f (pí'adat), 106le (Daniel); en 1047a, edita cui¬
da, mientras cuda (corrección de Menéndez Pidal) se recomienda por la rima;
no se percata de que su lectura de 106ld es hipermétrica; acentúa curiosamente
avia, forma de imperfecto de indicativo (por avía o mejor avié); así mismo no
se entiende el acento sobre cómo (1062a). No sé por qué (sino por errata) en
este trabajo pág. 331) y en el de [1984] 145, la inicial del nombre de Giorgio
Chiarini es J. Sobre otra imprecisión de la filóloga italiana, véase N. Salvador
Miguel [1985] 218, n. 5. A la verdad, pocos se salvan del juego fácil y vano del
«arroseur arrosé».
39
tesis que estamos viviendo apenas se está esbozando. La misma
será superada. Siempre es posible el descubrimiento de algún do¬
cumento importante. Acabamos de comprobarlo en lo relativo al
problema de la identidad verosímil del Arcipreste. El hallazgo
de un manuscrito desconocido del Libro de buen amor, total o
fragmentario, cabe dentro de los sueños de los medievalistas25.
Aun sin eso, la experiencia enseña que siempre será posible
mejorar un texto «crítico» de Juan Ruiz basándose en el material
disponible y fiándose en el progreso de nuestras técnicas filoló¬
gicas y de la tecnología en general.
25 Sueño realizado, por ejemplo, para los estudiosos de Berceo, Cfr. Claudio
García Turza, La tradición de Berceo, con un estudio filológico del manuscrito
1533 de la B. N. de Madrid, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1979.
1 Una primera lista apareció en J. Joset [1982], La integro en este apartado
y, con las demás correciones reunidas en el Apéndice II, en la edición del Libro
de buen amor de próxima aparición (con un prólogo de Nicasio Salvador Mi¬
guel). Insisto en que son enmiendas de emergencia y aceptadas a petición mía
a última hora. En ningún caso, el nuevo texto para «Austral» será una revisión
fundamental de mi edición de 1974 pero, de aparecer limpio, debería ser el de
referencia en espera de una verdadera «nueva» edición para «Clásicos caste¬
llanos».
40
—obligatoria para el investigador profesional— de muchas pá¬
ginas fantasiosas o ineptas.
Plantear la cuestión de la misma posibilidad de editar textos
antiguos significa a la vez fijar los límites del trabajo. Son mu¬
chas empezando con el perfecto dominio de las técnicas de apren¬
dizaje y de las llamadas ciencias auxiliares (paleografía, lingüís¬
tica diacrónica y sincrónica, bibliografía, historiografía.
Sólo me contentaré con disertar sobre cinco límites que se im¬
ponen especialmente al editor de Juan Ruiz. Dada la índole co¬
rrectiva de las páginas que siguen, me basaré esencialmente en dos
radiografías tan claras como precisas que hicieron de mi edición
el recientemente fallecido Jean Lemartinel y Margherita Morrea-
le en 19792. Otras correcciones me las inspira la lectura de la edi¬
ción de Alberto Blecua [1983], sabiendo que la futura de éste con
Francisco Rico alargará la lista3.
41
elaboración de sus diversas partes y conociera una pluralidad de
textos de conjunto, ¿no cabe dudar de nuestras pretensiones en
reedificar lo que imaginamos que fue el monumento acabado has¬
ta en la forma del menor ladrillo?
El debate no es nuevo. Fue y sigue siendo resuelto según el
temperamento y opinión —debidamente argumentada— de los
investigadores. Por mi parte, como ya he dicho, opté por una
práctica y metodología que don Francisco López Estrada bautizó
con el nombre de «edición crítica singular»:
42
Por lo que toca al Libro de buen amor, felizmente parece que
en la etapa actual predomina el criterio de «edición crítica sin¬
gular». También Alberto Blecua escogió a S como codex ópti¬
mas, verificado y corregido adecuadamente con la ayuda de ó y
T, e introdujo enmiendas propias o ajenas en aquellos lugares
donde hacía falta.
43
derna vía de los siglos XIV y XV, contienen una cantidad impor¬
tante —empleo el adjetivo por eufemismo y por falta de recuen¬
to estadístico— de versos que son irreductiblemente anisosilábi-
cos (7 + 8, 8 + 7). Ahora bien, estos manuscritos son de finales
del siglo XIV o de principios del XV10. Desde luego no cabe duda
de que estos copistas sabían contar las sílabas —hasta siete— tan
bien como nosotros. Si hiciera falta probar esta perogrullada, bas¬
taría recordar el isosilabismo casi perfecto de todos los manus¬
critos de los Proverbios morales de Santob de Carrión* 11, escri¬
tos, sabido es, no en cuaderna vía. Esas cuatro copias, aunque «tar¬
días» 12 y muy defectuosas en cuanto al criterio de fidelidad, casi
siempre respetan el corte hexasilábico del verso de Santob.
Sin embargo, no pasemos por alto la afirmación del Arci¬
preste:
10 Comparten esta característica las obras de cuaderna vía del siglo XIII co¬
nocidas por copias del XIV o XV. Así el manuscrito del Libro de Apolonio, es¬
crito hacia 1260 (cfr ed. de Manuel Alvar, Madrid, Castalia, 1976, I, pág. 96)
es de, más o menos, 1390. La métrica es «irregular» aunque la del original hubo
de ser «clasica» (7 + 7) (M. Alvar, págs. 108-109). Las irregularidades del me¬
tro son achacables tanto al largo tiempo (¿130 años?) que media entre el ori¬
ginal y el manuscrito (lo que entraña una «modernización» del texto) como a
la época de la copia: en 1390, el isosilabismo del verso de cuaderna vía ya había
dejado de ser la regla.
11 Cfr. la ed. de I. González Llubera, Cambridge University Press, 1947, pági¬
nas 56-58. No tomo en cuenta la versión escrita de memoria publicada por L.
López Grigera, «Un nuevo códice de los Proverbios morales de Sem Tob», in
Boletín de la Real Academia Española, LVI, 1976, págs. 221-281.
12 Los manuscritos C y Al de los Proverbios morales son de la primera mi¬
tad del siglo XV; N fue copiado después de 1465 y E entre 1465 y 1479.
13 Para este sentido, véase A. Prieto [1980] 36; N. Salvador Miguel [ 198721
33 y Joset [1974] I, 17, nota a 15b.
44
y eliminación radical de los versos de 15 sílabas) «encajan mejor
como hipótesis»14.
A mí me consta que:
45
De ahí que no nos quede más remedio, por ahora, que admi¬
tir cierta flexibilidad silábica del hemistiquio dentro del verso,
cuando los manuscritos no dejan ninguna posibilidad de (Resta¬
blecer una lectura isosilábica. Actuar de otra forma, o sea, aplicar
un sistema de cómputo rígido, acarrea consecuencias tales como
el aspecto «extraño» del texto de J. Corominas o, más grave, el
aumento innecesario de las faltas comunes de los manuscritos16.
Sin embargo, conforme a las reglas editoriales enunciadas,
creo que todavía se pueden eliminar algunos versos híbridos de
mi edición de 1974.
Así hoy leo, siguiendo a Jean Lemartinel, con una donzella
rica, fija de Don Pep'ión (658b), hipermétrico en ó (d. muy rica)
y Suben sobre la viga quantas podién sobir (201a) en vez de po¬
dían11. También la forma breve faz es la que ha de figurar en
los versos 156b y c, no la bisilábica faze.
Margherita Morreale, sin discutir la hipótesis de la flexibili¬
dad métrica, propone regularizar algunos versos más de mi edi¬
ción18. Para ella bastaría quitar el artículo el para que 830b sea
isosilábico:
nin el grande amor non puede encobrir lo que ama (S).
Sin embargo, la presencia del artículo viene confirmada por
G a pesar de su lectura aún más hipermétrica (nin el grande ama¬
dor). Por lo tanto ahora editaría ni el grande amor con una co¬
rrección mínima (ni por nin) 19 que regulariza el verso.
También se puede suprimir la preposición en del texto de
77b para leer:
de su amor non fui ese tienpo repiso
De hecho la construcción es más arcaica que en ese tienpo.
Para concluir este punto sobre la métrica, la fluctuación de
la cuaderna vía del siglo XIV, en el marco descrito, parece ser una
hipótesis de trabajo todavía válida. No da la seguridad de los rie¬
les rectilíneos del isosilabismo y reduce el conforte del editor de
Juan Ruiz. No obstante, tenemos que admitirla como límite
46
mientras no se compruebe que la contraria es mejor o se descu¬
bran las reglas precisas que rigen el sistema (¿silábico acentual?)
métrico del Libro de buen amor, quizá uno de los aportes más
originales del Arcipreste a la evolución del mester de clerecía. Ne¬
garle esa originalidad posible bajo el pretexto de regularizar una
prosodia que no lo necesita quizá sea la mayor traición de los
que presumen restituir fielmente el espíritu y la letra de un tex¬
to sorprendente también en el aspecto métrico.
47
De seguir la propuesta de M. Morreale24 de uniformar la gra¬
fía de la —x— intervocálica sorda, escogería más bien la —xx—
(mies[s]e, 1146c; passos, 1322d). Pero no estoy muy seguro de
la oportunidad de la intervención. Sí escribiría ivernizo (829d)
según (j25 en vez del más reciente envernizo de S, o bezerrillo
(730d(j) contra la forma en —r— que trae S.
Al editar 1031c, Alberto Blecua nos da una buena muestra de
sus dotes, que le permiten salvar una lectura original del manus¬
crito básico:
48
2.4. Enmiendas y «varia lectio»
49
Blecua mejora aún al corregir en engeñoso: 'ingenioso’, comen¬
tando: «Corrijo, como sugiere Morreale, con el original latino.»30
El caso de 916c es un tanto más complicado. Lo editaba como
sigue en 1974:
50
ra bien, la enumeración de los letuarios (cc. 1334-1337) no con¬
tiene ninguna iteración de la misma clase. La lectura 1335b5T po¬
dría ser un error común y la laguna del hemistiquio en G un sig¬
no de duda del copista enfrentado con un texto sospechoso. J. Le-
martinel propone una corrección el diarr(h)odión abatís34 que
adopto como hipótesis.
La variatio es un motivo suficiente para conservar la alter¬
nancia del infinitivo y del imperativo en Señora, dexar duelo e
fazet cabo de año (762c), lección del ms. único G. La corrección
dexat de las ediciones Chiarini, Corominas, Joset y Blecua es,
pues, inútil35.
Ahora entiendo y leo los versos 992gi como J. Lemartinel36:
51
Valgan unos ejemplos subrayados por J. Lemartinel37 y otros
de mi cosecha. Falta el signo " que indica diéresis en letuario,
l632d, enbioles, 200a, 202a y porfiaron, 189d. En 388a, el signo
de diéresis ha de desplazarse de ja primera a la segunda i para
que se lea acidia (diéresis excepcional por el metro). Unas suge¬
rencias de J. Lemartinel para regularizar la métrica no son sino
erratas: así en 297a, 540a, 1138c y 1610c38.
Por supuesto, el buen viejo, 1092a, de mi edición es un buey
viejo™. El verso 1123d se reproduce dos veces: una en su lugar
debido, otra en 1123b cuya verdadera versión es, según 540:
52
Así las cosas, nuestro filólogo se siente reprimido entre tan¬
tos límites, murallas metodológicas e impedimenta insoslayables.
Fuera de los que acabo de levantar, hay otras reglas que, como
las demás, deben ser interpretadas, por ejemplo, las de puntua¬
ción, acentuación y código estilístico.
Los límites arriba discutidos dibujan un campo pentagonal
cuya superficie no ha sido explorada sistemáticamente. Queda
mucho por hacer con la ayuda de todos. De hecho, editar un tex¬
to es una obra colectiva aunque aparezca con la firma de uno
solo. Es el resultado de colaboraciones sucesivas que arrancan de
los albores de la filología. Es una obra que nunca ha de darse por
terminada. Es como el hombre y la humanidad: perfectible.
Acuérdense de Borges y de su «texto definitivo».
53
Capitulo III
Interpretar, interpretar
54
Este buen entendimiento de alcance didáctico-religioso tradi¬
cional1 («Ca luego es el buen entendimiento en los que temen a
Dios» —«E desque el alma, con el buen entendimiento e buena
voluntad, con buena remenbranga escoge e ama el buen amor,
que es el de Dios [...]— «E por ende devemos tener sin dubda
que obras sienpre están en la buena memoria, que con buen en¬
tendimiento e buena voluntad escoge el alma e ama el amor de
Dios por se salvar por ellas.» Pr. pr., I, 7-9) es tan indispensable
para la salvación eterna como para entender el libro:
[...] conpuse este nuevo libro en que son escriptas algunas ma¬
neras e maestrías e sotilezas engañosas del loco amor del mun¬
do, que usan algunos para pecar. Las quales, leyéndolas e oyén¬
dolas omne o m[u]ger de buen entendimiento que se quiera
salvar, descogerá e obrarlo ha.
(Pr. pr., I, 11-12)
55
Entiende bien mis dichos e piensa la sentencia (46a)
2 Comp. 467cd (en boca de Don Amor): «oy e leye mis castigos e sábelos
bien fazer: / recabdarás la dueña e sabrás otras traer.»
3 Esta es una indirecta: la dice Trotaconventos a Doña Garoza (cfr. Joset
[1974] II, 198, nota a c. 1390).
4 Aunque para este crítico, este nivel viene constituido por el hilo biográ¬
fico y la oposición vida / muerte (A. Prieto [1980]). Cfr infra, págs. 69-70.
56
gada del didactismo medieval tanto religioso como profano
(aprender «gramática» o ser experto en «s^ien^ia de geometría»
necesitan el buen entendimiento de estas artes)5. A decir verdad,
todo el pensamiento europeo medieval se colocó bajo el signo
del Intellectum tibi dabo y del buen entendimiento.
El exigir el buen entendimiento del oidor y la idea según la
que el poema sólo tiene sentido para quien bien lo cante son ex¬
presiones recurrentes y hasta tópicas de la lírica occitana (profa¬
na) del siglo XII. Que yo sepa, ningún intérprete de las tan co¬
mentadas coplas 69-70 de Juan Ruiz (cfr supra. págs. 19-20), las
ha relacionado con declaraciones metapoéticas de Guilhem de
Peitieu, Bernart de Ventadorn o Cercamon que afirman clara¬
mente que el valor del «vers» depende del entendimiento y ta¬
lento musical de quien lo recibe o «interpreta»6:
['De este «vers» les digo que más vale / para quien lo entien¬
de bien y así recibe más alabanzas’]
(Guilhem de Peitieu, Plus vezem de novelh florir (183, 11))
57
Juan Ruiz, buen conocedor de la tradición escolástica sobre el
«buen entendimiento», no quiere —no puede— en su tratado,
dijo significativamente el Arcipreste de Talavera7, dejar de uti¬
lizar el concepto. Pluraliza su sentido diversificando sus objetos
de aplicación: ya el «buen entendimiento» no servía tan solo para
salvarse en la eternidad: era imprescindible hic et nunc para do¬
minar las «ciencias», entre las cuales figuraba lo que hoy llama¬
mos «poética» (lato sensu). Lo requerían desde el siglo XII, en
términos repetidos por Juan Ruiz, los poetas occitanos quienes,
además, lo relacionaban con el joi ('alegría, placer’) amoroso. Al
exigirlo del lector para que entienda bien su libro que trata tam¬
bién del amor loco, fuerza vital, dato de nuestra naturaleza hu¬
mana, el Arcipreste aleja aún más, y definitivamente, el concep¬
to de su origen bíblico. Al «buen entendimiento», Juan Ruiz le
hace sufrir la misma operación quirúrgica que al «buen amor»
por transplante de sentidos profanos extraídos de otros cuerpos
culturales.
Desde el Trescientos, hemos sido muchísimos los que hemos
intentado equiparar nuestro «buen entendimiento» con el del Ar¬
cipreste, cayendo o no en la trampa de la ambigüedad. El prime¬
ro que conocemos, nuestro abuelo común, fue este hombre que,
en la primera mitad del siglo XV, copió unos cuantos versos de
Juan Ruiz en vista de... Me interrumpo ya que no sabemos a cien¬
cia cierta cuál fue la intención del anónimo. Más, los intérpretes
modernos proyectamos sobre la personalidad del antiguo nues¬
tras lecturas preferidas: ¿fue juglar cazurro o clérigo que tomaba
apuntes para preparar un sermón?8. Entendiendo diversamente
al primer intérprete de Juan Ruiz (amén de los copistas anterio¬
res que, por supuesto, tenían «su» idea sobre el sentido del Li¬
bro), ya entonamos dos notas mayores del solfeo arciprestil: la
comicidad y el didactismo9. Como veremos a continuación no son
58
las únicas. Las pocas que sacaremos a cuenta no agotan, desde lue¬
go, la cantera imaginativa de los comentaristas de Juan Ruiz.
59
cultural española, deshizo hilo por hilo el tejido hispanoárabe del
Libro para reinscribirlo dentro de la tradición europea, como ya
lo había hecho F. Lecoy [1938] y como lo harían, a base de es¬
tudios de «fuentes» e historia literaria G. B. Gybbon-Monypenny
[1957] y Francisco Rico [1967].
No obstante, el golpe de gracia a la teoría de Américo Castro
lo dio el autor de la traducción española de El collar de la palo¬
ma, el eminente arabista Emilio García Gómez. Al advertir «ver¬
daderos abismos de diferencias espirituales» ([19672] 76) entre
Juan Ruiz e Ibn Hazm, disparó en el mismo centro de la cons¬
trucción mudéjar edificada por don Américo2.
No obstante, es innegable que el Arcipreste vivió en un am¬
biente de profundo «mestizaje» cultural. El cuento del «fijo del
rey Alcaraz» (cc. 129-139) quizá es de procedencia oriental y, en
todo caso, el padre «era rey de moros» (129a); el juez de la fá¬
bula (cc. 321-371), Don Ximio, es «alcalde de Bugía» (entre Ar¬
gel y Túnez); se nos recuerda que todavía «en Granada hay mo¬
ros» (1215b), moros que derrotaron a los cristianos en la «ne¬
gra» batalla de Alarcos (lllOd); la monja de que se enamora el
arcipreste lleva un nombre, Garosa (1346a), de origen quizá ára¬
be3; Trotaconventos habla con una mora (cc. 1508-1512) quien
le contesta, aparentemente, en árabe coloquial; el arcipreste se
proclama experto en poética árabe y diserta sobre los instrumen¬
tos de música que no convienen a «los cantares de arávigo» (cc.
1513-1517); quizá, pero es menos seguro, introduce rasgos del ca¬
non estético árabe en su retrato de la bella ideal (cc. 431-435)4.
60
El mundo de la civilización árabe, pues, está presente en el
del Arcipreste. A pesar del golpe de gracia dado a la lectura «mu-
déjar» de Américo Castro, nos conviene seguir lo que queda de
esta pista.
A modo de ejemplo, partiremos de un dato añadido por Luce
López Baralt [1985 ] a la lista de los arabismos culturales de Juan
Ruiz: sus conocimientos astrológicos. Las fuentes confesadas por
el Arcipreste, Ptolomeo y Platón (124a), son en realidad inser¬
vibles: se trata de autores tradicionales en el campo de la astro-
logia que Juan Ruiz menciona recordando vagamente aforismos
transmitidos por recopilaciones escolares. La profesora de la Uni¬
versidad de Puerto Rico constata, por una parte, que el prede-
terminismo astrológico de Juan Ruiz no corresponde a la orto¬
doxia cristiana sino, más bien, a creencias difundidas por el Is¬
lam y, por otra parte, que la descripción que hace del hombre na¬
cido bajo el signo de Venus no es ptolemaica sino que procede
de la vulgarización musulmana (y posiblemente judaica) de la as-
trología.
En cuanto a lo primero, cabe decir que el predeterminismo
astrológico del Arcipreste es más bien relativo. La larga conclu¬
sión del pasaje (cc. 140-150) —que no parece «arriesgada y es¬
púrea» respecto del catolicismo— establece un equilibrio entre
«naturaleza» y «poder de Dios». Incluso afirma el poder del hom¬
bre de torcer el signo:
la que el «puntar» de las cc. 69-70, podría referirse a los puntos diacríticos que
en árabe o hebreo notan las vocales. «En tal caso, el yo-libro manuscrito, es
decir mudo y por desmutizar, se nos representaría, por analogía con la escri¬
tura semítica, como un texto o suite exclusivamente consonántica, que el lector
sagaz punta o puntúa haciendo sonar la diacrisis vocálica.» Interpretación in¬
geniosa que para verificarse pide como mínimo que se documente el valor se¬
mántico que M. Molho atribuye a puntar - puntos. Además, véase supra, pági¬
na 57.
61
non ha poder mal signo nin su costella^ión:
el poderío de Dios tuelle la tribulación.
(cc. 148-149)
[...] yo non te niego que los cuerpos superiores non den sus
influencias a los inferiores, e que las personas que en los tales
tiempos, días e oras nacen durante sus influencias de los sig-
non e planetas, que non reciban de sus calidades e correspon¬
dencias; pero con esto están dos respuestas: la primera, que
Dios todopoderoso puede de ti e de mí ordenar contra tu ca¬
lidad e mía [...]
Dígote, pues, que non te lo niego que non den las planetas e
signos sus influencias, pero non para determinar, nin dar ser
o non ser, muerte o vida; que esto sólo está en la premisión
de Dios5.
5 Arcipreste de Talavera, ed. cit., págs. 234-235 y 274. Esa doctrina era ya
la del autor del Zifar (ed. cit., pág. 270).
6 Le chansonnier espagnol d'Herberay des Essarts, ed. Ch. -V. Aubrun,
Burdeos, Instituí d’Études Ibériques et Ibero-Américaines, 1951, pág. 24. Cita¬
do por M. Gerli, ed. cit., págs. 25-26, n. 15.
62
De ser heterodoxo —lo que no creo—, Juan Ruiz lo sería con
este autor anónimo de las Leyes de amor y «mudéjar» con mu¬
chos poetas cancioneriles del siglo siguiente.
En cuanto al retrato del venusino según los astrólogos ára¬
bes, la misma Luce López Baralt nos dice que fue profundamen¬
te divulgado en el mundo latino, notablemente a través de las tra¬
ducciones alfonsinas. O sea que el saber astrológico oriental se
había incorporado a la cultura occidental en la que, sin duda, era
objeto de discusión sin que sus defensores —y Juan Ruiz tenía
sus reservas, como acabamos de ver— fueran tildados de «mo¬
ros»; «arabizantes» ni de «mudéjares». Hemos dejado de em¬
plear corrientemente las cifras romanas desde hace siglos y no
por eso somos «arabizados»!
Ni siquiera la procedencia árabe del signo de Venus según el
Arcipreste parece segura: cabe la posibilidad de una contamina¬
ción del saber astrológico por los atributos de la diosa del amor
de la mitología clásica, vista y corregida por la Edad Media cris¬
tiana7.
De todos modos, aun admitiendo el origen árabe de este ele¬
mento cultural —y de otros de raíces menos sospechosas—, no
creo que el arcipreste lo sintiera como un modo de pensar árabe.
Por más que constatemos la presencia irrefutable de la cul¬
tura de los moros de España en la obra de Juan Ruiz (como ad¬
vertimos la presencia de la cultura guaraní en la de Augusto Roa
Bastos, pero no por eso Yo el supremo pertenece a la literatura
guaraní), por más que reconozcamos que unos modos de pensar
y sentir del autor del Libro de buen amor son inseparables del
trastorno hispanoárabe (cómo iban a serlo), nos parece difícil sos¬
tener el «mudejarismo» de su Libro. Este, sí, refleja, la situación
63
de pueblos y civilizaciones en contacto y, por eso, integra arabis¬
mos culturales —muchísimo menos que elementos de la civili¬
zación romanocristiana. Pero su estructura y forma no trasladan
al castellano «vivencias» musulmanas.
¿Trasladarían vivencias judías?
Aquí también la presencia de la comunidad hebrea es inne¬
gable en la superficie textual del Libro de buen amor:]uan Ruiz
sabe que «guardan los jodíos de la Tora» (78d); recuerda el ofi¬
cio tradicional de prestamista (a tipo usurario) de los judíos
(554c); Don Rabí A^elín8 ayuda a Don Carnal para que «se pon¬
ga a salvo» (1184ab) después de ser recibido muy bien en la ju¬
dería donde «plogo a ellos con él e él vido buen día» (c. 1183);
el arcipreste se jacta de haber compuesto «cánticas, de dan^a e
troteras, para judías» (1513b); Don Carnal escribe «a todos los
cristianos e moros e jodiós» (1193c)... sin olvidar el primer ver¬
so del Libro de buen amor: «Señor Dios, que a los jodíos, pueblo
de perdición» que achaca según la tradición adversas judaeos la
muerte de Cristo a todo el pueblo de Israel («los judiós golhi-
nes... aquestos mastines», 1051c-e; «el Atora, / pueblo porfia¬
do», 1053cd; «fue preso e ferido / de los jodiós muy mal», ll63ef;
«matáronlo los jodiós», I657d).
Aparentemente, pues, nada muy halagador para la comuni¬
dad hebrea ni muy significativo en cuanto a una convivencia ac¬
tiva de Juan Ruiz y sus coetáneos judíos9.
Sin embargo, María Rosa Lida [1959 y 1961] relacionó la es¬
tructura del Libro y la forma autobiográfica con las de las maqa-
mat hispanohebreas, género literario cultivado en la región de
lengua catalana del siglo XII al XIV. Un modelo posible, según
la investigadora argentina, sería el Libro de las delicias del bar¬
celonés Yosef ben Meir ibn Sabarra10. Ya he confesado mis du¬
das en cuanto a esta teoría (J. Joset [1966]) y ahora suscribo las
palabras de Nicasio Salvador Miguel:
8 Para una posible identificación del Rabí A^elín (o, según G, A^ebín) con
el rabino mayor de Castilla desde 1305, Rabí Asher (Asser) ben Yehiel
(1250-1328), véase José Luis Lacave [Actas.]
9 Sobre el reflejo de una tendencia antisemita de procedencia eclesiástica
en el Libro de buen amor, véase Kenneth Brown [1984],
10 Se publicó una versión castellana bajo el título de Libro de los entreteni¬
mientos, a cargo de María Forteza-Rey, Madrid, 1983.
64 .
[María Rosa Lida de Malkiel] sobre no apreciar con justeza
que la multifuncionalidad del yo en el Libro del Arcipreste es
bastante más complicada que en la obra de Ibn Sabarra, deja¬
ba sin resolver, asimismo, la manera concreta en que pudiera
haberse producido el influjo del Libro de las delicias o de cual¬
quier otro del género en la obra de Juan Ruiz, quien, por otra
parte, no revela el menor conocimiento del hebreo11.
65
entre el sentimiento amoroso del Antiguo Testamento y la ba¬
rraganería del clero castellano del siglo XIV, o en el manejo jus¬
tificativo de los textos, no cabe duda de que el Antiguo Testa¬
mento se había incorporado al cuerpo doctrinal cristiano y occi¬
dental. Había dejado de sentirse como patrimonio exclusivo del
pueblo judío. Por eso nos parece una exageración hablar de in¬
flujo «judío» sobre el Libro de buen amor siempre que se acuda
al argumento veterotestamentario y aun tomando en cuenta
la importancia de la comunidad hebrea en la España de la Edad
Media.
Recientemente, Edna Aizenberg [1985] ha relacionado la ac¬
titud del Arcipreste hacia los judíos con la multiplicidad de los
enfoques propios de su arte15. Condena tradicional del papel del
pueblo hebreo en la Pasión de Cristo y visión más bien simpá¬
tica de su «carnalidad»16 coexisten en el Libro de buen amor. No
sé si un rasgo de enunciación negativa («there is no vituperation
of Jewish carnality») basta para constituir una verdadera alter¬
nancia con otro muy negativo, pero sí sé que ambos pertenecen
a la categoría de los tópicos gentilicios que no suponen una «ver¬
dadera familiaridad con la judería»17 aún menos con su literatura.
La presencia de la comunidad judía en el Libro era inevitable
por sus condiciones de producción, el contexto étnico de Castilla
en la primera mitad del siglo XIV y por el proyecto totaliza¬
dor del Arcipreste. Su ausencia habría sido mucho más proble¬
mática.
Lo interesante en la lectura de Edna Aizenberg estriba en que
su reducción del semitismo a su sencillo elemento de la diégesis
se integra en una interpretación mucho más amplia de que nos
ocupamos a continuación.
15 «I think that we have in the case of the Jews what we have in the LBA
in the whole: a discourse characterized by multiplicity, a writing wich, to para-
phrase Julia Kristeva, is not a sense, but a crossroads of sense.» (E. Aizenberg
[1986] 158)
16 Véase sin embargo la nota de K. Brown [1984] quien más bien ve an¬
tipatía del poeta en la intervención judía a favor de Don Carnal.
17 M. R. Lida [1959] 26.
66
2. UNA LECTURA RECONOCIDA: la ambigüedad
Hasta los años 60 de este siglo, las lecturas del Libro de buen
amor solían ser, con las excepciones debidas, unidimensionales:
se escogía un criterio indudablemente presente en la obra (el di-
dactismo, la comicidad, ...) para interpretarla en su totalidad, mi¬
nimizando o desconociendo los demás valores de significación.
Los más eminentes romanistas, los más egregios hispanistas (Ra¬
món Menéndez Pidal [1924 y 1957], Leo Spitzer [1934 y 1955],
María Rosa Lida de Malkiel [1959, 1961, 1973], Félix Lecoy
[1938], y otros muchos) contemplaron el Libro con visiones le¬
vemente miopes y todas diferentes. Esto tendría que inducir en
los «postmodernos» una actitud prudente y modesta: la lectura
reconocida de hoy, mañana será una antigualla y la de los abue¬
los puede volver a estar a la moda.
La primera brecha de importancia en la pared de la unidi-
mensionalidad, creo que la abrió Américo Castro [1948 y 1954],
Quizá don Américo no hubiera admitido que la parte más viva
de sus estudios ruicianos no fuera el pretendido mudejarismo del
Libro sino su análisis del mundo de las apariencias deslizantes,
del fluir entre contradicciones que es el de Juan Ruiz.
Luego muchos —por no decir todos— nos lanzamos por la
brecha de las ambigüedades, alternancias, ironías serias y verda¬
des aparentes, simultaneísmos semánticos, repentinos cambios
de tono y zigzagueos mentales1. Se ha ensanchado la perspectiva
y rastreado ambigüedades en obras anteriores, prólogos a la de
Juan Ruiz:
67
Pero curiosamente la misma crítica que escribe estas líneas
acaba por entender el buen amor como «un devaluado amor cor¬
tés, [...] falso y engañoso, y por lo tanto... loco amor»3 y con ver
en el Buen amor una especie de libro de «castigos y documen¬
tos» muy cristiano. Con esta tesis, una vez planteada la ambigüe¬
dad, se la castra. La pluralidad de sentidos es o no es, y la inten¬
ción del Arcipreste hubo de ser una dentro de la diversidad de
los elementos integrados y de su arte polifacético. Quien quiere
«fazer libro de buen amor» sólo para salvar a los hombres y mu¬
jeres de mal entendimiento, no confiesa rotundamente que es¬
cribe para «alegrar los cuerpos» (13cd) de los mismos. En este
caso, como en otros, no se puede borrar la disyuntiva («que los
cuerpos alegre e a las almas preste»): a todos se dirige el libro,
a los que tienen bueno y poco entendimiento (cfr. supra, págs.
48-49) sin objetivo proselitista particular.
Otros combinan «intención polisémica» y búsqueda —quizá
mítica— de UN modelo a Juan Ruiz, como si éste hubiera sido
incapaz de inventar una estructura nueva por incorporación de
varios moldes textuales preconstruidos a la manera de tantas
construcciones del gótico flamígero que conglomeran diversas
formas arquitectónicas y decorativas en una exhuberancia festi¬
va. No veo que los historiadores del arte se empecinen en buscar
EL modelo de la catedral de Palencia (digo de esta ciudad porque
comenzó a edificarse en 1321 y, por lo tanto, es contemporánea
del Arcipreste): saben que es inútil. Temo mucho que leer el Li¬
bro de buen amor como una «re-escritura», ambigua o no, de las
Confesiones de San Agustín y rastrear en él huellas agustinianas
por doquier resulte un tanto vano4.
Tanto más cuanto que, como ya he dicho —Juan Ruiz tenía
3 Id., pág. 170. Hasta por juego de palabras más bien que por análisis tex¬
tual, A. C. de Ferraresi (págs. 263-269) intenta transformar la «cárcel» alegó¬
rica del Arcipreste en un cautiverio de la religio amoris. Para una crítica ter¬
minante, véase M. Morreale [1981] 40-44.
4 Es la tesis de Mariana Scordilis Brownlee [1985]. Sin compartir todas sus
opiniones —muy al contrario, disiento de muchas—, recomiendo la lectura de
la reseña que de ese libro hizo John K. Walsh [1986a], Para una lectura, no
recomendable, del Libro de buen amor como parodia de la vida de San Agustín
en las Confesiones, véase André Michalski [Actas.]. Sin buscar un «modelo» a
Juan Ruiz, Michael Gerli [1982] lo sitúa en la corriente agustiniana en cuanto
a retórica y pensamiento teológico.
68
a mano modelos (insisto en el plural) diseminados en las litera¬
turas medievales de forma autobiográfica en latín y en lenguas
vernaculares5. Realmente esas obras actuaron más bien como im¬
pulsos que como verdaderos modelos (incluso en plural) para un
Arcipreste que creó de nuevo un irrepetible microcosmos de pa¬
labras. Su creación, de hecho, no fue imitada porque era inimi¬
table: un caldo de culturas siempre es único.
Quizá sea menos arriesgado dejar de achacarle a Juan Ruiz
una intención mimética y tratar de entender su ambigüedad como
existencia. Antonio Prieto dice a este propósito:
De ahí que «la tensión vida y muerte [...] se hace centro, como
causa del narrar del libro»7. Rechazar la univocidad didáctica y
afirmar que, para Juan Ruiz, «libro» vale tanto como «vida», no
nos exime de ver el Libro como «vida» de palabras y no de un
hombre. O sea que reconociendo y admirando la agudeza de An¬
tonio Prieto, quien puso de manifiesto el eje de la multifuncio-
nalidad del yo organizador de la obra, no puedo reducirla, como
él, a su dimensión biográfica y proponer que se vuelva a la titu¬
lación antigua: Libro del Arcipreste de Hita.
Esta vuelta hacia atrás, no puede valerse de una denomina¬
ción relevante en los tiempos inmediatamente posteriores al Ar¬
cipreste (apostilla y colofón de Alfonso de Paradinas, Prohemio
del Marqués de Santillana, fragmento del siglo XV, cita del Ar¬
cipreste de Talavera). El de del sintagma Libro (o tratado) del
Arcipreste que aparece en las referencias antiguas8, a todas luces
no corresponde a un de + ablativo latino (= 'a propósito de’, 'so¬
bre’) indicando el tema del libro, sino al uso corriente que une
el nombre de la obra (aquí bajo la referencia genérica Libro) al
del autor.
69
La demostración de Ramón Menéndez Pidal [1898] en pro
de la titulación Libro de buen amor, no me parece debilitada por
los argumentos de Antonio Prieto quien recuerda muy bien las
evidencias internas que la fundamentan9. El título propuesto por
don Ramón corresponde mejor —sin que el titulador, con esta
«inconsciencia» de los genios, se haya enterado del alcance com¬
pleto de su hallazgo— a la «coherencia y relevancia» del Libro
de buen amor, es decir de su polisemia.
Conservamos, pues, en todas sus letras —las del Arcipres¬
te—, el título que dio a su obra («que pueda fazer libro de buen
amor aqueste», 13c; «"buen amor” dixe al libro», 933b; «pues es
de buen amor [mi líbrete], [...] no l' neguedes su nonbre»,
I630ab)10.
También seguiremos el hilo narrativo tejido por un yo pro¬
teico, ficticio, construido a base de experiencias vitales, de tradi¬
ciones cultas y populares, escindido entre vida y muerte sí pero
no demasiado («Como es natural cosa el nas^er e el morir», 943a),
empapado en las contradicciones de aquélla, ya que ésta es, desde
la perspectiva humana, definitivamente unívoca.
La interpretación del Libro por la ambigüedad y polifonía se¬
mántica ha engendrado partidarios radicales. Así Louise O. Vas-
vari [1983], fundándose en la «semiología de la connotación», de¬
codifica «la otra cosa» que «sobre cada fabla se entiende» (1631c).
Pero, de seguirla, cuantas relaciones asociativas hay en la semán¬
tica de Juan Ruiz remitirían al ámbito sexual. Huelga decir que
sería absurdo negar la fuerte carga sexual de muchos pasajes del
Libro, en particular de los cuidadosamente escogidos por L. Vas-
vari, entre ellos las coplas de la «Cruz cruzada, panadera» (cc.
113-122). Ya varios estudiosos habían intentado desenmarañar
la evidente polisemia de la troba cazurra* 11. Pero en este campo
también es necesario obrar con prudencia y todas las garantías
metodológicas. Así aun admitiendo la connotación erótica de cla¬
vo 'pene’, en «sópome el clavo echar», no veo como el sintagma
podría significar "fornicar” (pág. 306) cuando es todo lo contra¬
rio lo que le ocurre al desgraciado protagonista, quien no pudo
70
«echar su clavo» y, a menos de tacharle de homosexual, no tuvo
que apreciar mucho el «clavo» del mensajero que mandó a la
panadera. Mejor es atenerse al significado "engañar” bien atesti¬
guado.
La documentación de las connotaciones ha de ser tanto más
seria y rigurosa cuanto que, en un dominio donde la invención
lingüística es inagotable —en particular en el habla hispana12—,
los casos son fugaces muchas veces. Así, para seguir con el clavo,
en la expresión francesa «river son clou á quelqu'un» (= ponerle
en su sitio’), el sentido copular’, mentado por L. O. Vasvari, ha
desaparecido completamente de la conciencia lingüística actual si
existió alguna vez. Asimismo, la connotación sexual de «c'est fou-
tu» (= 'se acabó’) (pág. 318) que fue probablemente fuerte ya no
se percibe mientras que sí se conserva en «enculé» (insulto cu¬
riosamente no citado por Vasvari que remite al correspondiente
italiano inculato).
Este ejemplo plantea, además, el problema teórico de la emi¬
sión-recepción de un mensaje compuesto de palabras deseman-
tizadas. Antes de afirmar que han sido «resemantizadas» —lo
que, no lo niego, puede ocurrir en el texto del Libro—, tendre¬
mos que asegurarlo con todos los recursos de la lingüística. Así,
es cierta «la motivación aparentemente universal para la frecuen¬
te denominación disfémica-cómica del sexo por metáforas de co¬
mestibles con imaginativas analogías de forma» (pág. 307), pero
cuentan tanto los contextos de empleo y la capacidad individual
de invención no necesariamente compartida por el receptor. Ima¬
ginar un sustituto traslaticio de los órganos sexuales se hace a
diario. Otro cantar es que se acepte en el nivel de la lengua, que
es la condición de un eventual uso literario.
En otras palabras, hay que precaverse de pasar la frontera tra¬
zada entre las asociaciones culturales del emisor (las únicas que
nos interesan) y las, individuales o no, del receptor moderno. Por
eso me parece sumamente peligroso fundamentar una lectura so¬
bre un principio como el siguiente: «[...] las semejanzas [entre
dos campos semánticos] que sirven de puente tienen que encon¬
trarse post jacto.» (Vasvari [1983] 312). Esta sería una base vá-
71
lida para una interpretación libre, poética e individual del texto
que, si se da como tal, no molesta a nadie y hasta puede ser di¬
vertida, si está bien hecha.
Valga un par de ejemplos más.
Para que el v. 115a «Mis ojos non verán la luz» tenga algún
sentido erótico, «ojos» debería significar 'testículos’, valor nunca
documentado en español (sí 'ano’ y 'sexo femenino’). Ir más allá13
es manipular el texto, forzar el sentido. Remitir al argot inglés
contemporáneo donde eye(s) puede connotar pechos’, 'sexo fe¬
menino’, 'ano’, para alcanzar ojos = 'testículos’, es sencillamente
un abuso. Con este criterio, podríamos atribuir una connotación
sexual a los casos de la palabra pie(s) en el Libro de buen amor
bajo pretexto que en cierta jerga francesa «prendre son pied» =
'tener un orgasmo’, gozar’.
Otorgar a Ferrand García (117b) los valores simbólicos del
nombre de otro tercero del Buen amor, el Don Furón de las cc.
1618-1625, no es una transferencia muy legítima en buena me¬
todología. Decodificar el sentido de un nombre propio sí es no
solamente legítimo, sino obligatorio en casos como los de Tro¬
taconventos, Endrina, Melón y, aunque menos claro, Fita (Flita).
Los límites hermenéuticos de tales investigaciones son, sin em¬
bargo, muy estrictos14. Antes de asociar Ferrand a 'ladrón’ (Vas-
vari [1983] 320, sin hablar de García), no estaría de más recor¬
dar que el mensajero que el arzobispo de Toledo Gutierre Gó¬
mez mandó a los clérigos de Madrid a principio de la disputa
que los opusieron y en la que intervino, como testigo, el «Vene¬
rable Juan Ruiz», se llamaba realmente Ferrán García (cfr. F. J.
Hernández [1984] 11, 15)l5.
13 Así Claude Allaigre (pero el artículo viene firmado C. Allegre por errata
posible) y René Cotrait [1973] 75, imaginan una paranomasia ojos / cojones,
hipótesis retomada por L. O. Vasvari [1983] 318.
14 Véase al propósito la tesis ejemplar de Dominique Reyre, Dictionnaire
des noms des personnages du «Don Quichotte» de Cervantes, suivi d'une analy-
se structurale et linguistique, París, Editions Hispaniques, 1980. V. q. J. Lemar-
tinel [1975].
15 En una nota posterior, L. O. Vasvari [1984] interpreta tres casos de la
conjunción latina quoniam (paródicamente 'sexo femenino’) en el corpas tex¬
tual de Juan Ruiz. Una ya era conocida (cfr. Joset [1974] II, 307, nota a 1700d)
a la luz de L. Spitzer, «Lucca: sconieto florent . conia», in Archivum Romani-
cum, XI, 1927, 248-250. Otra es aceptable aunque muy implícita si admitimos
que el público del Arcipreste conocía de memoria todo el versículo Lucas, XXIV,
72
Para resumir, creo que si las lecturas polisémicas radicales de
ciertos pasajes del Libro pueden enriquecer el conocimiento del
léxico del Arcipreste de Hita, no aciertan a la hora de interpre¬
tar la obra como conjunto. Más bien, por desvío paradójico, par¬
tiendo de la semántica ambigua de Juan Ruiz, pueden desembo¬
car en una nueva interpretación unidimensional del texto dirigi¬
da, por ejemplo, hacia una visión obsesiva del sexo.
29: «Et coegerunt illum, dicentes: Mane nobiscum, Domine, quoniam adves-
perascit et inclinata est iam dies. Et intravit cum illis.», del cual Juan Ruiz cita
sólo, deformándola, la llamada «Mane nobiscum, Domine!» (124d). La última
ha de ser rechazada con fuerza: la frase del colofón del manuscrito S «Laus tibi
Criste qm líber explicit iste.» no pertenece a Juan Ruiz (como afirma increí¬
blemente L. A. Vasvari, pág 198) sino al copista Alfonso de Paradinas. Además
la abreviatura qm puede desarrollarse también en quem. En mi edición (II,
310), propuse la alternativa quoniam sólo porque en 1700d, S abreviaba un quo¬
niam indudable en qm.
1 Para una bibliografía de los estudios sobre el proceso paródico en el Libro
de buen amor, véase John K. Walsh [1979] 62, n. 2.
2 Cito el resumen castellano (pág. 253), del artículo de J. F. Burke escrito
en inglés (como ahora muchísima crítica sobre literaturas hispánicas).
73
Para que nos entendamos, propongo tomar como base defi-
nitoria de la parodia el concepto clásico de 'discurso relacionado
voluntariamente con otro texto (o práctica cultural) con vistas a
subvertir su sentido’. No parece ser el criterio de muchos que se
amparan en la autoridad de Alan D. Deyermond, el cual escribía
en 1970:
74
Es más evidente la intención jocosa en la adaptación por el
Arcipreste de varios pasajes del Libro de Alexandre aunque no
creo, como la mayoría de críticos que sigue la opinión de A. D.
Deyermond a ojos cerrados, que el epitafio de Trotaconven¬
tos (Libro de buen amor, cc. 1565-1577) se relacione específica¬
mente con el de la tumba de Aquiles (.Alexandre, ms. 0,
cc. 307-308) (A. D. Deyermond [LBA Studies\ 66). El epitafio es
un texto de estructura cerrada y con elementos necesariamente
recurrentes en todos los ejemplos del género. Cualquiera ha po¬
dido servirle de modelo al Arcipreste para escribir su epitafio, de
hecho paródico, aunque no necesariamente el del Alexandre. Más
directa parece ser la relación descubierta por J. Walsh (páginas
67-69) entre el retrato de Calectrix (.Alexandre, O, cc. 1711-1716)
y el de la bella ideal según Juan Ruiz (Libro de buen amor,
cc. 431-435). Este vínculo tiene mucho interés a la hora de va¬
lorar los rasgos pretendidamente árabes del retrato del Arcipres¬
te (cfr. supra, pág. 61).
En cambio, al advertir las consecuencias individuales y socia¬
les del pecado de carne (c. 1422), Doña Garosa no piensa nece¬
sariamente en la estrofa 53 (ms. P) del Alexandre. En todo caso,
la parodia es inexistente si se quiere leer los textos sin prejuicios:
6 En una advertencia privada a J. Walsh, registrada por éste, pág. 74, n. 29-
75
(Walsh [1979] 74), aun si no descarto la idea de encontrar las
«fuentes» del Libro de buen amor, cc. 14 y 19 en los Castigos,
cc. 4 y 757.
No me detendré mucho en el caso del Libro de miseria de
omne. Su fechación es problemática y hay más posibilidad de que
sea posterior al Libro de buen amor. Las aproximaciones de tex¬
tos aducidas por Walsh (págs. 79-82), por acertadas que sean,
prueban o bien que el autor del Libro de miseria de omne cono¬
cía a Juan Ruiz, o bien que ambos participaban de la misma cul¬
tura escolar8.
Más convincente y eficiente es la demostración de una imi¬
tación formal (no siempre paródica) basada en el desvío de fór¬
mulas hemistiquiales propias del mester de clerecía, presentes en
la memoria cultural del público de Juan Ruiz:
76
margen de orginalidad que la propia tradición dispone.» (pági¬
na 218)
A raíz del trabajo de E. Forastieri y criticándolo, Nicolás Emi¬
lio Álvarez [1976] ha intentado demostrar que la «descripción
de la tienda y de los meses constituye una parodia del recibimien¬
to de Don Amor, que precede dicha descripción», (pág. 1)
Desde un principio, cabe advertir que el concepto de parodia
manejado por N. Álvarez corresponde al clásico de referencia: re¬
petidas veces, califica de «burla» (que es un modo de subversión
textual) la adaptación del Alexandre por Juan Ruiz (páginas 6,
10, 12).
En cuanto al Triunfo de Don Amor, F. Lecoy ([1938] 261) y
Kemlin M. Laurence ([LBA Studies\ 171-172) habían hablado de
«parodia» de procesión litúrgica sin remitir directamente a la
fuente textual del Libro de Alexandre. Esta interpretación me pa¬
rece todavía más válida que la de N. Álvarez que ve el Triunfo
de Don Amor primero como una «parodia» del Alexandre y «lue¬
go, por extensión, la de una procesión litúrgica», (pág. 2)
El orden jerárquico de las fuentes ha de ser, creo invertido:
primero, la subversión carnavalesca de una procesión litúrgica y,
luego, la intertextualidad de fórmulas, que no veo en el plan pa¬
ródico, entre el Alexandre y el Buen amor. Esta relación es evi¬
dente entre la c. 2534 de aquél y la 1227 de éste:
77
textuales e iconográficas. De ahí a decir que el Arcipreste «de¬
seaba burlarse de la enumeración cansona, mes por mes, del Ale-
xandre» y atribuirle hic et nunc un humor de segundo o de ter¬
cer grado («Así, el hacer pasar el episodio por una algoría for¬
mal resulta otra burla más del Arcipreste e, inclusive, se trata de
una parodia de tal recurso.)10, hay un gran paso que no acepta¬
mos.
Parodiar implica una intención agresiva con respecto a lo pa¬
rodiado que, por más que examinemos los textos, no alcanzamos
en este caso. Por cierto, el Arcipreste pudo mejor «parodiar» una
procesión litúrgica todavía vigente en su tiempo que no un dis¬
curso literario que, por más estable que fuera la cultura medie¬
val, ya había dejado de estar de actualidad en 1330-1340.
Desviar irónicamente fórmulas verbales de un texto modéli¬
co del género literario (el mester de clerecía) que un autor quie¬
re renovar sin intención subversiva particular, sí tiene sentido.
Que el episodio de la tienda del Amor esté «rebosante de hu¬
morismo», no lo negamos; que sea «burlesco», lo dudamos mu¬
cho; que parodie el Libro de Alexandre, lo excluimos del todo.
Y aun aceptando la teoría general del desvío semántico, cabe
ser prudente y medir cuidadosamente el grado de originalidad de
Juan Ruiz. John Dagenais [1986] ha demostrado con maestría
que el tan discutido verso 64d: «entiende bien mi libro e avrás
dueña garrida» no es sino la adaptación de una fórmula frecuente
de explicit de manuscritos (e incluso de un accessus de un ma¬
nuscrito del Pamphilus del siglo XII), donde el copista pide una
«pulchra puella» en premio por su trabajo («Detur pro penna
scriptori pulchra puella») en vez de recompensas más inocentes
como el conocido vaso de buen vino.
Juan Ruiz vuelve, pues, a desviar una fórmula ya desviada
aplicándola no a la escritura material del Libro sino a su «enten¬
dimiento»11. En este caso el humor del Arcipreste es «una ge-
78
nial pincelada» (Joset [1974] I, 33) sí, pero de segundo grado,
esta vez admisible12.
A veces un exceso de prudencia en el manejo del concepto
de parodia puede llevar a un escepticismo excesivo en cuanto al
alcance de ciertos episodios. Así mientras a A. D. Deyermond
([LBA Studies] 55) le parece evidente el juego paródico en el
«pleito qu'el lobo e la raposa ovieron ante Don Ximio, alcalde
de Bugía» (cc. 321-371), Steven D. Kirby [1978] no lo ve tan cla¬
ro y, en todo caso, lo coloca en segundo plano. El episodio sería,
antes de nada, un ejercicio retórico en la línea de las Controver¬
sias de la Antigüedad clásica.
Para mí, estas interpretaciones no son incompatibles: el Ar¬
cipreste pudo a la vez hacer alarde de una erudición de leguleyo
recurriendo si no al modelo de Séneca, por lo menos al método
escolástico de la disputatio y componer un «pastiche» del desa¬
rrollo de un proceso real. Quien escribe semejante ejercicio tiene
una clara intención paródica cuyo blanco pertenece, como la pro¬
cesión litúrgica o las horas canónicas, a su contexto sociocultural
inmediato.
Aunque centrado en la adaptación del Pamphilus de amore
por Juan Ruiz, el libro de Dayle Seidenspinner-Núñez [1981] es
otro intento de síntesis entre las lecturas posibles del Libro, por
extensión, esta vez, del sentido de la alegoría. Definida como dis¬
curso que remite a una cosa mediante la palabra pero a otra por
el sentido, la alegoría abarca también la perspectiva paródica. El
Libro de buen amor se encontraría en la encrucijada de tres ca¬
minos alegóricos: el cristiano, el cortés y un tercero (¿«burgués»?,
¿«cómico»?, ¿«realista»?) que invierte los valores de los dos pri¬
meros.
D. Seidenspinner-Núñez aplica esa visión polisémica al epi¬
sodio de los amores de Don Melón y Doña Endrina entendido
como parodia de los ideales corteses por acentuación de los ras¬
gos «cómicos y realistas» de la fuente, parodia coronada por un
corrección propuesta con empeño baladí por Stephen Reckert [1953, 1964]
(«avrás buena guarida») ya rechazada con razón por G. B. Gybbon-Monypenny
[1962],
12 «Juan Ruiz is playing not just with the reader's mind, but with a whole
side of medieval culture wich makes the pulchra puella an object of scribal lust
and the promised reward for the completion of various sorts of literary acti-
vities ranging from writing to reading to understanding.» (J. Dagenais, pág. 42)
79
consejo moral muy ortodoxo. Estudiando, como muchos, la enig¬
mática transformación del jyo-Juan Ruiz en Don Melón de la
Huerta13, D. Seidenspinner-Núñez advierte que el nombre del
protagonista tiene un doble significado simbólico, a la vez fruta
y animal ('tejón’, interpretación propuesta por J. Corominas
[1967] 280). Así Don Melón se inscribiría en el sistema de imá¬
genes animales y de caza que funcionaría como isotopía degra-
dadora de la ideología cortés del modelo pseudo-ovidiano. En lo
esencial, nada se opone a esta lectura. Sólo algunas interpreta¬
ciones de D. Seidenspinner-Núñez merecen reparos: la de me¬
lón- 'tejón’, por ejemplo, no obedece a la condición de coheren¬
cia y continuidad exigida para que el sentido secundario funcio¬
ne. La selección de variantes textuales a priori pertinentes para
la tesis defendida va en contra de los principios filológicos ele¬
mentales (por ejemplo: 607d y 6l7d según las lecturas de (7 cuan¬
do S es preferible).
Si no vemos con D. Seidenspinner-Núñez un principio orga¬
nizador del Libro en la metáfora de la caza (págs. 59-76), por lo
menos sí es una imagen portadora de múltiples significaciones.
Se inscribe en una larga tradición, la de la «caza de amor» toda¬
vía viva14, y se entiende a la luz de la alegoría cristiana (el diablo
cazador de almas). También conviene a la parodia por inversión
irónica de los valores de las metáforas serias.
Otro ensayo que intenta reintegrar la alegoría en la interpre¬
tación del Libro de buen amor es el de H. Salvador Martínez
[1977], quien, ciertamente, se apoya en un pasaje privilegiado:
otra vez la descripción de la tienda de Amor (cc. 1265-1305) que
contiene explícitamente las llaves de su «buen entendimiento».
El desciframiento minucioso del crítico se extendería al conjunto
del Libro comprendido como «una alegoría de la vida humana»
página 57) aunque se admite que unos (así T. R. Hart) se salie¬
ron por la tangente al querer ver alegorías en todas partes. H.
Salvador Martínez no niega, pues, la presencia de la parodia
—que hasta bautiza «alegoría burlesca» (pág. 63)— en el Libro
80
del Arcipreste. Pero con buen sentido denuncia los malabaris-
mos interpretativos que fuerzan los símbolos y los textos15. Tam¬
bién son sensatos los criterios utilizados por H. Salvador Martí¬
nez para asignar una intención alegórica a tal o cual pasaje del
Libro:
15 Así pág. 62, n. 10, rechaza con fuerza las interpretaciones de Lee Ann
Grace [1975] y André Michaslki [Actas.], pero acepta, por ejemplo, A. D. De-
yermond [LEA Studies] 66 (en contra, cfr supra, pág. 75).
16 La cita de N. Frye está sacada de Anatomy of Criticism: Four Essays, Prin-
ceton, 1957, pág. 54.
81
sola frase («E dios sabe que la mi intención non fue de lo fazer
por dar manera de pecar ...», I, 13).
Ya vimos que las cosas son algo más complicadas17.
4. Recentrar la ambigüedad
82
«e saber bien e mal, e usar lo mejor» (76d) ¿Qué será lo me¬
jor? h
Del proceso polisémico también hemos dado ejemplos opor¬
tunos y algunos impertinentes. He aquí uno de la primera clase
(por lo menos lo espero). Cuando el Amor, narrador de la fábula
de Pitas Pajas, dice que la mujer del «pintor de Bretaña» «tomó
un entendedor e pobló la posada» (478c), añade al sentido recto
de posada ('casa’) una connotación sexual ('sexo femenino’)1 2.
La lectura que sitúa la coherencia textual en la ambigüedad
no descarta, pues, la perspectiva alegórica más seria. Todo lo con¬
trario, la implica como ingrediente imprescindible.
Dejando de lado las lucubraciones y abusos paródico-polisé-
micos que no pocas veces integran el anacronismo y atopismo
como métodos explicativos, conviene que la exégesis recentre y
profundice la ambigüedad significativa del Libro partiendo, como
habían hecho los iniciadores, de datos averiguados.
Cuantos estudios puntuales de estilística (inmanente o com¬
parada), de semántica3 o semiología (verbal o textual), de Text-
linguistik o de retórica, serán bienvenidos con tal de que «no se
pasen» y se ciñan a los límites y exigencias de la filología.
Por ejemplo, Olga T. Impey los acata y concluye con éxito de
su programa de análisis de los tópicos sobre la función de la li¬
teratura en el Libro. Sus conclusiones son extensivas a muchos
aspectos de la obra:
Los topoi que el Libro de buen amor presenta son algo enga¬
ñosos. Sólo aparentemente la tradición tópica se repite en ellos
sin cambiar; una mirada más atenta descubre pronto que en
fin de cuentas la mayoría de los topoi moldeados en los ver¬
sos de Juan Ruiz resultan ser unos topoi burlados, unos topoi
1 Contrástese con la univicidad del Arcipreste de Talavera (I, 36), ed. cit.,
pág. 134: «Pues, quien loco non fuere e seso toviere, tome lo que le cumpla,
conozca mal e bien, e use lo mejor e más provechoso.» Lo de usar (o escoger)
lo mejor era una expresión tópica, hecha equívoca por Juan Ruiz. Comp. Zifar,
ed. cit., pág. 310: «Mas oydlos a todos muy bien, e esaminad lo que cada uno
dize, e y sabredes escoger lo mejor.»
2 Véanse J. Coraminas [1967] 202 yjoset [1974] I, 183, nota, L. O. Vasvari
[1983] 303, no remite a estas notas y sólo aduce ejemplos ingleses donde bou-
se, hall o tenement connotan lo mismo.
3 Véanse, por ejemplo, las demasiado poco conocidas notas de Gonzalo
C. Leira [1976, 1977, 1978],
83
que por una parte muestran la dependencia del poeta respec¬
to de la tradición y por otra su esfuerzo de librarse de ella: es
como si con un pie el Arcipreste tratara de mantenerse firme
en el sendero tradicional, mientras que con el otro tentara en
los intricados matorrales del borde la posibilidad de nuevas ve¬
redas, las suyas4.
4 Olga, T. Impey [1976] 280, citado por A. Gómez Moreno [1983] 73-74,
quien cree que «no sería arriesgado suponer que la parodia y el humor se ha¬
llan tras la invitación del Arcipreste» a «añedir e emendar» su librete (1629b).
La comparación de 1629d («como pella a las dueñas, tómelo quien podiere»)
va encaminada por lo menos hacia el humor. V. q. Olga T. Impey [1973] sobre
el manejo original del topos de la abbreviatio por Juan Ruiz y C. Nepaulsing
[1975] sobre la estructura retórica de las cc. 1606-1617.
5 Cfr supra, pág. 14. Además de la reseña de M. Morreale, [1984"] conviene
consultar, por ser de signo opuesto al libro reseñado, la de J. K. Walsh [1986b],
6 El crítiqo extiende (¿demasiado?) el uso de leixa-pren (repetición conti¬
gua de palabras o versos entre dos estrofas) a «la repetición de proporciones
del último verso de una estrofa siguiente.» (pág. 97). En Joset [1970] 390-394
tras examinar el proceso, escribía: «A nouveau, il faut mettre ce procedé en re-
lation avec ce que nous disions de l'art des glissements significatifs. En passant
d’une strophe á l’autre un mot peut changer de sens et donner lieu á des jeux
verbaux plus ou moins subtils (306d, 307a).»
84
«picaro» y «mujeriego» que algunos se imaginen que fuera. Apo¬
yarse en la pseudoautoridad de la copla 71 para afirmar que el
comer y el copular son las mayores fuerzas del Libro7, es caer
en la trampa de Juan Ruiz:
85
ción socioeconómica, por no hablar de las superestructuras éti¬
co-religiosas cuyas transformaciones ya despuntaban hacia
1330-134010.
El lenguaje había dejado de ser seguro y el libro, entidad de
palabras, aún menos: «Do coidares que miente dize mayor ver-
dat» (69a)... y recíprocamente.
Tampoco se puede decir que la confianza semántica sea una
marca distintiva de este fin de siglo XX, donde se realza —a ve¬
ces exageradamente— la plurivocidad del Libro de buen amor.
En este encuentro por encima de los siglos, hay poco más
que una coincidencia...
86
Capítulo IV
87
mixtos, una «cultura», «mentalidad» o «ideología» de las clases
sociales subalternas, una visión del mundo ocultada por la de las
clases dominantes.
Un texto tan abiertamente mixto como el Libro de buen amor
había de llamar la atención de estos nuevos arqueólogos del sa¬
ber popular. De hecho, las investigaciones de Monique De Lope
[1984] así como los trabajos ya mencionados de James F. Burke
[1975, 1980] apuntan a esa dirección.
De entrada, hace falta subrayar la enorme dificultad plantea¬
da por el problema de las relaciones entre un sistema de valores
«cultos» y una cultura «folklórica», popular. La permeabilidad
—hasta la compenetración— de ambos sistemas ha de postular¬
se desde un principio. De ahí que una arqueología cultural del
Libro de buen amor los abarcará como elementos inseparables
de un sistema único. De ahí también la necesidad, para el inves¬
tigador, de establecer la cadena de mediatizaciones y articulacio¬
nes que unen, en un caso como el nuestro, lo «popular» y lo «cul¬
to», sin olvidar que lo verdaderamente genuino de la crítica lite¬
raria es esclarecer el texto con todas las luces posibles, dentro de
la literalidad y literariedad de la obra analizada.
Monique De Lope ha estudiado con detenimiento y minucio¬
sidad dos episodios del Libro propicios a priori a la caza de lo
«popular»: el viaje a la Sierra (cc. 950-1066) y «la pelea que ovo
Don Carnal con la Quaresma» (cc. 1067-1224). Esta concentra¬
ción doble, metodológica y cuantitativa, insatisfactoria en cuanto
a elucidación global del Libro3, en cambio beneficia la compren¬
sión de algunos pasajes que, con una aproximación más «tradi¬
cional»4, quedaban opacos, como los misteriosos versos 972cd5:
88
fui ver una costiella de la serpiente groya,
que mató al viejo Rando, segunt dize en Moya.
89
En cuanto al «lenguaje del cuerpo», sabemos demasiado poco so¬
bre su «recepción» o «rechazo» por parte de las diversas capas
socioculturales en la Castilla medieval como para adscribirlo a
un «pueblo» bastante borroso.
Buscar la cultura popular es, muchas veces, leer un texto que
se oculta detrás de la superficie discursiva que conocemos bajo
el nombre de Libro de buen amor. Por eso esta tendencia crítica
se adhiere naturalmente a la interpretación polisémica. Por otra
parte se ataca preferentemente a estos dos mismos episodios de
la obra cuyo contenido «folklórico», actantes y lenguaje conno¬
tan lo «popular»: el viaje a la Sierra y la pelea de Don Carnal
contra la Quaresma. Esta fue objeto de un ensayo de descifra¬
miento, anterior al de Monique De Lope, desarrollado por Lee
Ann Grace [1975] quien detrás de cada animal del ejército de Car¬
nal descubre un símbolo erótico* * * * * * 7 y concluye:
author's rejection of that tradition.» (pág. 133) Sin embargo, leo en M. De Lope
[1984] 253: «La volonté d'hégémonie du sérieux chrétien n'a pas le dernier
mot, dans ce texte. L'appel qui y est fait á la culture profane et en particulier
au carnaval vient contrer l'idéologie dominante sous ses deux aspects [cristiano
y cortés]. Et l'on jugera de l’efficacité de ce projet á la présence constante de
cette culture dans le texte, avec son langage, ses catégories structurantes, ses
images rituelles et ses fondements mythiques.»
7 Con no poca resistencia, ampliamente justificada, de algunos críticos; cfr
supra, pág. 81, n. 15.
8 Sobre el mismo episodio, André Michalski [1986] presentó una ponencia
(que sólo conozco por un resumen) en el Congreso de la MLA de ese año. De
creer a nuestro colega canadiense, Carnal, fuerza pagana, sería el dios celta Cer-
nunnos que hubiera sobrevivido en las fiestas populares del tiempo del Arci¬
preste.
9 Cuando se encabeza un estudio de estilística lingüística con la frase «Sien¬
do Juan Ruiz un poeta de pueblo y para el pueblo ...» (Pilar Liria [1975] 223),
90
respecto todavía están vigentes. Asimismo las serranillas, por pa¬
rodiar el género aristocrático-cortés de la «pastourelle», no lo ha¬
cen desde la perspectiva popular: el «lenguaje, categorías estruc¬
turantes, imágenes rituales y bases míticas» de la figura, proba¬
blemente estereotipada, que se nos da del «pueblo» debían pro¬
vocar la risa más bien del sector refinado del público del Arci¬
preste.
Acatemos el estatuto culturalmente mixto del Libro y trate¬
mos, pues, de ver cómo combina los sistemas de referencia y cons¬
truye el suyo.
En las páginas que siguen, examinaremos sucesivamente dos
representaciones del Amor que quizá revelen la oposición fun¬
cional de los dos sistemas culturales, la figura del «juglar» trans¬
misor de ambos, que plantea otro problema candente, el del pú¬
blico del Arcipreste y, por fin, un caso claro de transformación
de un dato de la cultura «oficial».
91
te» l. Entre los múltiples reproches que el desgraciado protago¬
nista le echa en cara al Amor, figura el siguiente:
92
mismo [1974] I, 154, hemos aducido textos de varias proceden¬
cias, medievales y renacentistas, hispánicos, franceses e italianos,
bajo forma de historieta o refrán escueto. La extensión y varie¬
dad de los testimonios garantizan la índole folklórica de la anéc¬
dota y su difusión europea sin que sea posible, a mi modo de ver,
reconstruir una filiación tipo culta. La nómina de los autores que
la utilizaron contiene a Brunetto Latini y Luis Vives, Peire Vidal
y Luis de Pinedo, Jean de Meung y Melchor de Santa Cruz, Co-
non de Béthune y polemistas misóginos medievales (Chastiemu-
sart, Proverbia super natura feminarum), Chaucer y Alfonso
Martínez de Toledo4.
Con Nicasio Salvador Miguel [1985], conviene agregar una
cita de las Coplas de las calidades de las donas de Pere Torrellas
(antes de 1458) que, por lo alusivo da el proverbio por conocido:
4 Para una lista completa con las debidas referencias bibliográficas, véase
N. Salvador Miguel [1985] 217-218.
5 Cito por id., pág. 217. N. Salvador anuncia una edición crítica del Can¬
cionero de Estúñiga que contiene las Coplas de Pere Torrellas. En la versión
[1983a] de estas líneas, ya mencionaba el texto del poeta cancioneril (pág. 193).
6 Brantóme, Les dames galantes, Texte établi et annoté par Pascal Pía, Pa-
93
No deja de llamar la atención este pasaje. Primero porque
Brantóme cita el proverbio en español* * * * 7, como si el dicho hubie
ra desaparecido del folklore francés al final del siglo XVI. La glo¬
sa («la louve choysit tousjours le loup le plus laid») apunta hacia
la misma conclusión: parece que la traducción literal del refrán
(«aucunes femmes sont de nature [...] des louves á choysir») ya
no bastaba para que se entendiera en Francia.
Luego observamos que el memorialista francés, como Pere
Torrellas y Correas, vincula dos refranes comparativos cuyos tér¬
minos son respectivamente las mujeres y las anguilas/las lobas.
Debería estudiarse la filiación de este nexo común. En todo caso,
el proverbio segundo de la mezcla encaja menos en el contexto
que en las anécdotas efectivamente contadas por Brantóme, de
mujeres que abandonan a maridos o amantes hermosos por que¬
ridos feos.
Volviendo a la fuente tradicional de los versos de Juan Ruiz
y demás testigos aducidos, hemos de preguntarnos si la forma
del refrán sobre los hábitos de la loba no condesará un cuento
folklórico más desarrollado. La respuesta pertenece a los folklo¬
ristas y, de ser positiva, justificaría la palabra anécdota que he
empleado al propósito.
Sin embargo, en el caso de Juan Ruiz, bien podríamos habér¬
noslas con un primer cruce entre dos sitemas culturales, el «po¬
pular» y el «oficial», de aceptar la hipótesis de N. Salvador Mi¬
guel [1985] 220, que designa el Trésor de Brunetto Latini, tra¬
ducido al castellano y profusamente divulgado en España, como
fuente directa de la c. 402 del Libro de buen amor. El mismo es¬
tudioso rechaza rotundamente que al Arcipreste le «llegara el
asunto a través de una tradición oral proverbializada, pese a aco¬
gerlo Correas, mucho más tarde («La loba i la muger, iguales son
en el escoxer.»)8 (pág. 221)
rís, Gallimard, coll. «Folio», 1981, pág. 637. Es de notar que Brantóme entien¬
de «retener» como un pasivo, no como un activo (así N. Salvador Miguel [1985]
221, quien por no comprender la literalidad del verso de Torrellas, tiene difi¬
cultad a la hora de rastrear la fuente).
7 Brantóme (h. 1540-1614) había aprendido el español a partir de 1557. Ha¬
blaba castellano y viajó por la Península. En sus obras figuran anécdotas espa¬
ñolas —y en español—, históricas y folklóricas, que merecerían el estudio de¬
tenido de un hispanista.
8 Cita el Vocabulario de Gonzalo Correas, según la ed. de Louis Combet,
94
Lo importante para nuestro propósito es que la alusión a la
loba, de procedencia escrita u oral, funciona en el Libro de Juan
Ruiz dentro de un sistema referencial tradicional sin conexión
con la alegoría elaborada de los bestiarios medievales.
Burdeos, 1967, pág. 184. El texto del Trésor de Brunetto Latini dice: «Et quant
li tens de sa luxure vient, plusor malle ensivent par route la lúe. Mais a la fin
ele regarde en trestoz, et eslit le plus lait, ki gise o li.» (ed. F. J. Carmody, Ber-
kekey, 1948, pág. 167). Es una pena que Nicasio Salvador no citara el texto de
la versión castellana medieval (sólo da la referencia a la ed. J. Baldwin, Exeter,
1982, pág. 53) lo que nos hubiera permitido verificar mejor su hipótesis.
9 En este grupo de comentarios literarios figuraría el estudio de Ian Mi-
chael [LBA Studies] 177-218. I. Michael asimila «cuento popular» y «fábula»,
no sé si siempre con acierto. Esta reducción hace que no se interese por la «fun¬
ción» de la anéctoda objeto de estas páginas.
10 Véanse J. Joset [1970] 207-209 y [1974] I, 153.
11 La última identificación viene reforzada por la c. 403; «Ansí muchas fer-
mosas contigo se enartan, / con quien se les antoja, con aquél se apartan: /
95
El discurso callado del yo protagonista completa el esquema
de asimilaciones y oposiciones. Al lobo feo se opone implícita¬
mente un lobo hermoso que no puede ser sino el contrincante
del Amor. En la raíz de la querella están las decepciones amoro¬
sas sufridas por el yo en sus empresas de conquista. Amor viene
a ser representante de todos los amantes, también lobos feos, de
las queridas del arcipreste, todas lobas.
1.3.2. Los filólogos llamaron la atención sobre las similitu¬
des léxicas entre las coplas 402 y 42012:
quier feo, quier natío, aguisado non catan; / quanto más a ti creen, tanto peor
baratan.»
12 Por ejemplo, J. Corominas [1967] notas a dichas cc., págs. 178, 189 y 182.
13 La distancia genética se acortaría aún más si se considerara que entre las
cc. 402 y 420 media una fábula (la del mur topo y de la rana, cc. 407-416), pos
siblemente escrita antes del conjunto llamado Libro de buen amor (cfr. J. Co¬
rominas [1967] 53). En el tiempo de la escritura, nuestras estrofas podrían ser
casi contiguas.
96
del yo protagonista (cc. 181-442). La etapa siguiente del análisis
consiste en verificar la presencia de los nexos significativos an¬
teriormente definidos en la totalidad del discurso contra el Amor.
La figura del Amor lobo se registra cuatro veces a lo largo
de la diatriba bajo las formas retóricas de la comparación y me¬
táfora:
97
critas. Amor, sujeto de las citas siguientes, podría cambiarse por
el lobo:
98
El proceso de escritura puede ahora reconstruirse hipotética¬
mente. Al elaborar la diatriba contra el Amor, el Arcipreste se
vale del Corpus folklórico sobre el lobo, quizá ya en parte me¬
diatizado y recuperado por la cultura «oficial». La operación pre¬
via a su inserción en esta parte del Libro de buen amor identi¬
ficó Amor con el lobo de los cuentos y dichos. A veces la adap¬
tación del material no pasa de la sencilla integración funcional
en la argumentación (los enxienplos). Otras veces la inscripción
textual es mediatizada por una instancia que llamamos el no-
consciente antes de formularse en términos marcadamente
folklóricos. Así la anécdota del lobo disfrazado que formaba par¬
te del Corpus folklórico latente, no se declara directamente sino
después de un proceso de reescritura que oculta el término «lobo»
de la metáfora dejando sólo paso al término «Amor».
Otras combinaciones pueden darse en el nivel de la mediati-
zación por el no-consciente. El material folklórico puede perma¬
necer oculto, en estado latente. La inscripción textual recorre un
camino indirecto mediante la equivalencia de los dos términos
de la metáfora con un tercero. Así la naturaleza diabólica del
Amor pertenece al código antierótico tradicional que no podía fal¬
tar en el discurso del arcipreste: Natura as de diablo (405a) le
dice sin más rodeos. La no menos tradicional metáfora del Amor
fuego (véase, por ejemplo c. 197) es perturbada por la imagen
del fuego infernal:
99
1.3-4. La inserción de la figura folklórica del lobo y su asi¬
milación al Amor no salen del sector textual del Libro de buen
amor cubierto por el discurso del yo protagonista. La estrategia
argumentativa de la respuesta del Amor (cc. 423 y ss.) consiste
precisamente en aniquilar la identificación de un animal cruel e
hipócrita sustituyéndolo por el modelo del letrado ovidiano. Los
elementos que estructuran la segunda parte de la querella for¬
man un sistema semántico-ideológico radicalmente opuesto al de
la primera parte. El nuevo sistema elimina cualquier referencia
a la identificación rechazada por lo menos en el nivel del enun¬
ciado y de sus fuentes. Pero en el de la enunciación global de la
disputa —y teniendo en cuenta la ambigüedad generalizada del
Libro—, observamos que al negar la argumentación del protago¬
nista, el discurso del Amor la confirma: para contestar al arci¬
preste, Amor ha vestido «la piel ovejuna».
100
raciones estratégicas: el debate se instaura entre el fracaso y el
éxito amoroso.
El enfrentamiento de argumentos —ley estructural del géne¬
ro— implica el empleo de sistemas referenciales opuestos. Del
material folklórico, mediatizado o no por la literatura, toma Juan
Ruiz la representación animal que más conviene a la figura del
Amor maléfico, diabólico. Luego al microsistema del Amor lobo,
opone la enorme herencia del Amor Ovidio. El genotexto de la
pelea convoca dos modelos discursivos correspondientes a las ins¬
tancias opuestas, tradición «popular» y tradición «letrada», lo que
no quiere decir, por supuesto, que superficialmente ambas partes
del debate no ofrezcan, mezclados, textos de procedencia folkló¬
rica y culta, ni que los modelos fuesen percibidos como tajante¬
mente diferenciados por el Arcipreste y su público.
Sencillamente queremos decir que la pista del Amor lobo lle¬
va al concepto del amor torpe, instintivo, no cortés, que siempre
fracasa. El camino del éxito lo toma el amor fino del letrado.
Huelga decir que sería atrevido generalizar estas observacio¬
nes al conjunto del Libro. No se podría decir, por ejemplo, que
la relación establecida entre material folklórico y situación de fra¬
caso corre a lo largo de la obra ni tampoco que la presencia del
mismo corpus en el genotexto siempre infiere valores negativos
en la organización textual. Hay que tener en cuenta los concep¬
tos que estructuran fundamentalmente el Libro de buen amor: la
ambigüedad y lo que he llamado el transformismo22. Vimos, por
ejemplo, que in fine, el Amor Ovidio podría ser una máscara del
Amor lobo. Asimismo, en vista de la salvación eterna del hom¬
bre y de su «buen amor» —que es el de Dios en este caso—, el
fracaso del Amor lobo es un éxito mientras, por reversión de va¬
lores, las conquistas del Amor Ovidio llevan al infierno.
Sería aún más imprudente relacionar los valores asociados a
los modelos discursivos con una eventual ideología del autor.
Aquí el razonamiento desembocaría en un esquema simplista y
hasta absurdo donde se enfrentarían el rechazo de lo popular y
la sublimación del clero depositario de la ciencia. Este esquema
invertiría exactamente el sentido de la irrupción de lo «popular»
y del «lenguaje del cuerpo» como lo entienden otros investiga¬
dores de las culturas «marginalizadas» que toman como base de
101
análisis los dos episodios tópicos de la «Sierra» y de la «Pelea
de Carnal y Quaresma». En vez de subversión de la cultura ofi¬
cial por la tradicional, tendríamos que hablar de conformismo
del Arcipreste respecto a la ideología dominante. Pero, por su¬
puesto, incurriríamos en el pecado de «parcelación» que denun¬
ciamos en otros.
También haríamos caso omiso de las mediatizaciones y, otra
vez, de los principios estructuradores básicos del Libro que trans¬
forman los datos del genotexto y enredan los hilos ideológicos
del discurso. La defensa e ilustración de la sociocrítica exige que
el método considere todos los matices de realizaciones textuales
y condiciones de producción literaria, que todavía desconocemos
en su mayor parte en lo que toca al Libro de buen amor.
Provisionalmente, pues, concluiremos que el uso de la cultu¬
ra folklórica o tradicional por Juan Ruiz no es unívoca. Se apro¬
vecha de todo material donde lo encuentra con vistas a una in¬
tegración superior y a la coherencia de su propia obra.
102
atribuía al clero la función de transmisor de una estructura cul¬
tural indiferenciada que, eventualmente, recuperaba «técnicas»
juglarescas para difundir su ideología. De hecho, cuando se re¬
duce la obra de Juan Ruiz a una «homilía métrica», como quiere
el profesor norteamericano, se prescinde de la juglaresca como
estructura compleja de valores culturales y se convierte al juglar
en mero objeto del supuesto proselitismo de un Arcipreste pre¬
dicador2.
Otra interpretación de la juglaresca de Juan Ruiz, no menos
reductora, aunque situada en una línea epistemológica diferente,
es la ofrecida por Anthony N. Zahareas [1965] 74-79. Dedicó
unas páginas de su libro sobre el arte de Juan Ruiz a las relacio¬
nes entre el poeta del buen amor y los juglares. Para él también,
el Arcipreste recupera técnicas (y nada más que técnicas) con la
intención de integrarlas en una obra de arte; enriquece literaria¬
mente el género juglaresco, el cual se hubiera contentado con
«sólo satisfacer a un público popular recurriendo a emociones ele¬
mentales». (pág. 79)
Mientras sigamos cultivando la imagen mítica del juglar como
«cómico público», incapaz de producir textos que no sean absur¬
dos3, no podemos pasar de un enfoque limitado, encerrado en el
concepto de utilización de técnicas y materiales, con independen¬
cia del propósito atribuido a Juan Ruiz, unidimensionalmente di¬
dáctico (Kinkade) o esencialmente estético (Zahareas).
De ahí también el interés de examinar la función del juglar
como difusor de cultura(s) en el Libro de buen amor.
Un pasaje bien conocido del Libro, titulado en el ms. S «De
cómo Don Amor e Don Carnal venieron e los salieron a resqe-
bir» (cc. 1210-1314), presenta, a primera vista, muchos detalles
del mundo juglaresco. Lo destacaremos como punto de partida y
núcleo de nuestro análisis.
Por el lugar estratégico que ocupa en el episodio —encabe¬
zándolo—, la situación temporal ha de llamarnos la atención:
2 Del estudio de Richard Kinkade dice con razón James, F. Burke [1981]
124: «The evidence wich he can adduce to support his views is unfortunately
very sparse.» Otro tanto podría decirse de la interpretación del Libro como lar¬
go sermón que propone C. Nepaulsingh [1977] 71-72. Sin embargo, desde un
punto de vista teórico, no considero descaminada la ¡dea de buscar en el ser¬
món medieval otro punto de encuentro entre lo «popular» y lo «culto».
3 A. N. Zahareas habla de «comic absurdity» (pág. 78).
103
Vigilia era de Pascua, abril ^erca pasado,
el sol era salido, por el mundo rayado (1210ab).
104
El ciclo «naturalista», pagano, desconoce y traspasa el ciclo
cristiano que había edificado una frontera entre el Viernes Santo
(muerte) y Pascua (Resurrección). La naturaleza es continuidad;
el ciclo eclesiástico, ruptura.
Tan fuerte es el impulso de la alegría natural, que invade el
espacio de la cultura. Los «carniceros, rabís, triperas, pastor(es)
y moco(s)» (cc. 1212-1213) que honran a Carnal «a Vigilia de
Pascua» son tan alegres como estos «omnes e dueñas» (1227c)
que reciben al Amor al día siguiente. La alegría cultural se tex-
tualiza en la famosa enumeración de los instrumentos musicales
que fue, hasta ahora, sobre todo objeto de notas eruditas* * 7. En
una interpretación funcional del episodio, los instruméntos de
música aseguran la continuidad de los valores culturales paga¬
nos, borrando las divisiones rituales del ciclo cristiano. El ciclo
pascual del buen amor es, en realidad, un ciclo carnavalesco se¬
guido que, dialécticamente, subvierte los ideologemas dominan¬
tes, los de la sociedad eclesiástica, justificándose en el continuo
naturalista.
Ahora bien, los actantes que aparecen en el clímax de la enu¬
meración y de la expresión de la alegría pagana son los que to¬
can los instrumentos de música, los juglares:
105
Libro de buen amor8, resultaría sumamente dudosa una contes¬
tación positiva. Parece más bien que los juglares, situados en un
lugar clave del episodio, tengan una función precisa. Los que ha¬
cen hablar a los instrumentos de la cultura no cristiana arrastran
a los representantes de la cultura dominante. Los juglares son,
pues, mediadores de la inversión cultural señalada: paganizan al
clero, lo carnavalizan, lo colocan en el ámbito de la cultura tra¬
dicional.
Dentro del mismo episodio, la figura del juglar surge indi¬
rectamente en la introducción de la no menos famosa descrip¬
ción de la tienda de Amor:
106
La descripción de la tienda de Amor concluye con una copla
que igualmente mezcla fórmulas juglarescas y léxico culto como
la c. 2595 del Libro de Alexandre que, probablemente, la inspi¬
ró 10:
10 «Non quiero de la cadera fer grant allegoria / non quiero detener en pa-
raula sobeiania / quanto podrie ualer preciar no lo sabria/no la podrie com¬
prar el auer d'Almaria.» (Alex2595 O). Véase N. E. Álvarez [1976] 3.
11 Sobre el tópico de la brevitas que funciona en estos pasajes, véase Olga
T. Impey [1975] 203-204.
107
Fuera del episodio del triunfo pascual de Don Amor, la figu¬
ra del juglar aparece como acompañante del ejército de Carnal:
12 En Joset [1974] II, 91, falta la coma entre los hemistiquios de 1095d.
13 No he podido consultar J. Pérez Vidal, Medicina y dulcería en el «Libro
de buen amor», Las Palmas, 1981, donde, según me informan N. Salvador Mi¬
guel y A. Gómez Moreno, se encuentra toda clase de información sobre esta
terapia por la música.
108
Interesante también es el hecho de que se ponga en duda la
eficacia de tales prácticas: juglares y cantaderas no pueden curar
al enfermo de amor (649ab, 84Id); el burro juglar paga su tor¬
peza con la vida. Quizá en estas dudas hay que leer el discurso
de la cultura dominante del Arcipreste.
Otro concepto subyacente en estas alusiones al juglar médico
es el de alegría: se trata de curar mediante la música consoladora
que entretiene al enfermo y hace que olvide el dolor. Se confir¬
ma, pues, la conjunción isotópica «juglaría-alegría», presente
también en el adjetivo «juglara» que califica a la «raposa» de la
fábula (896d) con la connotación suplementaria de 'engañoso’14.
Quedan por examinar dos referencias a la juglaría en el Li¬
bro de buen amor, de suma trascendencia ya que ambas quedan
asociadas al yo multifacético del narrador-protagonista. Trota¬
conventos termina el retrato del arcipreste destacando, como
en point d'orgue, sus cualidades de juglar:
109
Más allá de las fórmulas tópicas de la humildad y de la pe¬
tición de oraciones16, más allá incluso del código compositivo de
las obras medievales que otorgaba la palabra final al juglar re¬
presentante, llama la atención la enunciación de la fórmula de
despedida. El yo polimórfico del arcipreste asume, entre muchas
figuras, la del juglar.
La juglaría del Libro de buen amor es' la encrucijada de los
niveles de culturas que coexistieron en la época del Arcipreste.
El mismo se define como juglar eximio en la persona de su na¬
rrador, productor de un texto que no puede ser sino mixto. Por
eso la juglaría participa de la ambigüedad generalizada y delibe¬
rada que da su sentido profundo al libro de Juan Ruiz17.
110
(G. B. Gybbon-Monypenny [1965]), resulta difícil creer que el Li¬
bro fuera concebido exclusivamente para la lectura individual y
silenciosa. La repetida insistencia de los versos de presentación
impone la oralidad como vehículo de comunicación de la obra18:
111
nivel educativo alto19, no excluía una difusión escrita de su «ro¬
mance» 20 y hasta lo preveía por lo del Prólogo en prosa:
19 Cfr. Francisco Rico, «La clerecía del mester», in Híspante Review, LUI,
1985, págs. 1-23 y 127-150.
20 Cfr. el mismo R. S. Willis [1974] 225, n. 20: «[...] the Book was for both
reading and hearing, depending on circumstances.»
21 Aún menos por el propio Juan Ruiz, visto como «composer-performer»
y «minstrel-priest» por R. S. Willis [1974] 224-225.
22 «The audience (as distinct from readers) were necessarily a clannish
[¿ ?] group in the comarca, for Juan Ruiz was a priest with a parish [¿ ?] and
not a mendi^ant friar.» (R. S. Willis [1974] 224).
112
fundamentaban en una interpretación maximalista de versos ta¬
les como el 67a («En general a todos fabla la escriptura») y en
el descubrimiento del fragmento que el insigne filólogo llamó
«cazurro»23. Puesta en duda la naturaleza juglaresca de éste
(cfr. supra, pág. 36, n. 15), ¿serán suficientes las alusiones a una
difusión oral (fórmulas juglarescas para llamar la atención del pú¬
blico, etc.) como para justificar la teoría «popularista»? ¿No será
más coherente con la interpretación del Libro por la ambigüedad
pensar, como ya-sugerimos, que el Arcipreste echó mano de es¬
tas técnicas para contaminar la «clerecía» de su mester? Pues,
sin negar la transmisión oral, la lectura polisémica del Libro otor¬
ga una función relevante a las alusiones al público pero no pre¬
tende asignar un nivel sociocultural a este último.
Esa contaminación contrasta con —y equilibra— los proce¬
dimientos escolásticos de exposición que, para otros investigado¬
res —curiosamente antipidalianos sobre este punto—, probarían
que los receptores del Libro de buen amor fueran letrados cultos
y, hasta, los propios iguales del Arcipreste: los clérigos24. Así del
análisis histérico-literario de varios pasajes de la obra (el de las
dueñas chicas, cc. 1606-1607, y el entimema ya mencionado de
las cc. 71-76; cfr supra, pág. 85), concluye Jeremy N. H. Lawren-
ce [1984] 223:
113
No cabe duda que, desde un principio, la ambigüedad del Li¬
bro requiere un público agudo y capacitado para entender todas
las sutilezas y dobles sentidos que la erudición moderna no siem¬
pre logra desenmarañar (o complica indefinidamente). Pero no
hay que confundir este público ideal (el «oyente implícito») con
que Juan Ruiz soñó, como todo escritor, y el que, de manera rea¬
lista, sospechaba que alcanzaría.
A un texto culturalmente mixto ha de corresponder un pú¬
blico heterogéneo. Quizá J. N. H. Lawrance hubiera estado me¬
jor inspirado de ceñirse más estrictamente a la opinión de Erich
Auerbach que fundamenta su artículo:
114
ideal, es decir quien, en el acto, captase el juego de reglas desli¬
zantes que con el proyectaba jugar el Arcipreste de Hita26.
Así, por ejemplo, la manipulación a que somete la mitología...
115
do generales, el problema de la identificación del curioso Amor
de Juan Ruiz:
116
Information on the mythology of love. In such standard au-
thorities as the Román de la Rose (lines 1588-89) or the Ovi-
de rnoralisé (Bk. I, lines 652-680). Venus and Cupid-Amour
are mother and son, the classical myth being know via the Me-
tamorphoses. The only work in wich I have seen Amour des-
cribed as Venus's husband is Nicole de Margival's Dit de la
Pantbére d'Amours; see H. A. Todd's edition (París, SATF,
1883), lines 1012-1014. It is perhaps, no more than coinci-
dence that in this work too the poet-lover is advised by both
god and goddess in turn as to how to approach his beloved
(see lines 189ff, 986ff)2.
117
Et [Venus] uocat confestim puerum suum pinnatum illum et
satis temerarium, qui malis suis moribus contempta disciplina
publica flammis et sagittis armatus per alienas domos nocte
discurrens et omnium matrimonia corrumpens impune com-
mittit tanta flagitia et nihil prorsus boni facit.
(IV, xxx, 4)3
118
Videt [Psyche] capitis aurei genialem caesariem ambrosia tre-
mulentam, ceruices lácteas genasque purpureas pererrantes
crinium globos decoriter impeditos, alios antependulos, alios
retropendulos, quorum splendore nimio fulgurante iam et ip-
sum lumen lucernae uacillabat; per umeros uolatilis dei pin-
nae roscidae micanti flore candicant et quamvis alis quiescen-
tibus extimae plumulae tenellae ac delicatae tremule resultan¬
tes inquieta lasciviunt; ceterum corpus glabellum atque lucu-
lentum et quale peperisse Venerem non paeniteret. Ante lec-
tuli pedes iacebat arcus et pharetra et sagittae, magni dei pro¬
pitia tela.
(V, xxii, 5-7, pág. 61)
119
Así el mismo nombre de Don Amor se encuentra aquí como,
por supuesto, en otros textos latinos. No pretendo, pues, que
Juan Ruiz lo haya tomado sin mediación de Apuleyo sino que la
obra de éste ofrecía a la tradición posterior la identificación de
nombre (Cupido = Amor). /Esta se simplificó por eliminación
de un miembro de la ecuación (Cupido) bajo el peso de la impo¬
nente literatura alegórica medieval que reproduce, entre otras,
las figuras de la famosa Psychomachia de Prudencio. El poeta de
Calahorra retrata a un Amor fugitivo que lleva todos los atribu¬
tos de Cupido, menos su nombre y su aspecto pueril:
esposos + + esposos
120
El texto de Apuleyo ofrece más posibilidades de contamina¬
ción y confusión que refuerzan la formación de la pareja Amor
+ Venus. Así llama al dios «dueño del fuego» («ipsum ignis to-
tius deum aduris», V, xxiii, 5, pág. 62). El comentarista francés
de Apuleyo observa con razón: «L'expression (littéralement: «le
dieu de tout le feu») semblerait mieux convenir á Vulcain,
Yignipotens de Virgile (Enéide, VIII, 423).» (loe. cit., n. 1). Así
el esposo legal de Venus se confundiría con el hijo de la diosa.
Cupido desplazaría al padrastro no sólo en tanto «dueño del fue¬
go» sino también como 'marido’... de su madre. La sustitución es
tanto más fácil cuanto que el marido mitológico de la diosa ya
había sido desplazado por Marte a quien la misma Venus otorga
el título de padrastro de Cupido, «uitricum tuum» (V, xxx, 1, pág.
69)7.
La situación del Cupido mitológico se complica aún más si se
recuerda que no es hijo ni de Vulcano, ni de Marte, ni tampoco
de Júpiter quien en el cuento lo llama «hijo mío» («domine fili»,
VI, xxii, 3, pág. 91), expresión comentada por P. Vallette de la
forma que sigue:
121
Las metamorfosis de Apuleyo eran, pues, un pozo de confu¬
siones potenciales: Psyche y Venus; sustitución de los padrastros
de Cupido no sólo entre sí sino también por el hijastro. Las in¬
terpretaciones de la Edad Media, cuya actitud con respecto a la
Antigüedad en general y a la mitología en particular era, diga¬
mos, libre8, podían casar a la diosa con el dios del amor..., lo que
no carece de lógica.
8 Véase Jean Seznec, The Survival of the Pagan Gods, trad. Barbara F. Ses-
sions, Nueva York, 1953. Para otras representaciones de Venus y Cupido en la
iconografía y literatura medievales (sin mención de Apuleyo en la cadena ge¬
nética), véase Carlos Alvar, «Oiseuse, Vénus, Luxure: trois dames et un miroir»,
in Romanía, CVI, 1985, págs. 108-117.
9 Véase Marie de Menaca «Cadre et décor de la poésie amoureuse de la pre-
miére moitié du XVeme siécle», in Doctorat de troisiéme cycle d'études ibéri-
ques. Diplome d'études approfondies. Séminaires (Universités de Poitiers et de
Nantes, 1977-1979), págs. 50-72. I Michael, «Epic to Romance to Novel: Pro-
blems of Genre Identification», in Bulletin of the John Rylands University Li-
brary of Manchester, LXVIII, 1986, págs. 517-518, tampoco rechaza el influjo
del Asno de oro sobre Juan Ruiz. Pero el investigador inglés se equivoca al de¬
cir que F. Lecoy «did not list Apuleius among the Archpriest’s sources, except
as a distant one for the tale of the Fox and the Crow.» Ni vale la excepción
ya que F. Lecoy [1938] 136, nota el influjo de Apuleyo no sobre la fábula de
Juan Ruiz sino sobre la versión de Sebastián Mey.
122
donde actúan dos clases de amor, el torpe, instintivo, no cortés,
que siempre fracasa, y el fino, el «letrado» (1299a) de cepa ovi-
diana, que triunfa (véase supra, págs. 100-101).
Dos son las modalidades posibles de la mediación propuesta:
o bien unos escritos seudo-ovidianos medievales toman a cargo
y resuelven las confusiones y contaminaciones potenciales del
cuento de Apuleyo, o bien Juan Ruiz combina motu propio tra¬
diciones apuleyanas e inspiración ovidiana. En la actualidad no
puedo escoger entre las dos alternativas: todavía faltan estudios
básicos sobre las relaciones tejidas entre estos textos.
Lo que sí se sabe es que para el más célebre de los tratados
medievales sobre el amor, el De arte honeste amandt de Andreas
Capellanus, el dios de Amor es un rey caballero, casado, jefe de
un poderoso ejército. A las tradiciones antiguas ya mencionadas,
Andrés el Capellán agrega la del cortejo que Juan Ruiz también
aprovechará aunque de otro modo10.
El tratadista medieval feudaliza la mitología. Su dios es antes
que nada un rey que en su Corte («aula» o «curia amoris»)11 cum¬
ple las dos funciones esenciales del soberano medieval, las de
juez y de jefe militar:
10 Sobre la tradición literaria del Triunfo del Amor, véase F. Lecoy [1938]
252-263 y supra, págs. 69-70. Sobre paralelismos entre el De arte honeste aman-
di y el Libro de buen amor, y uso de aquél en éste, véanse, con prudencia,
D. Clotelle Clarke [1972] y Philip O. Gericke [1977-1978]. No creo, por ejem¬
plo, que el Arcipreste tuviera como propósito refutar, aún menos parodiar o
satirizar al Capellán. A lo sumo se sirve de conceptos del teórico del amor cor¬
tés, ya bien diseminados, para eventualmente, volverles la pelleja.
nAndreae Capellani Regii Francorum, De amore libri tres, ed. E. Trojel,
1892 (reimpresión: Munich, Wilhelm Fink Verlag, 1972), passim, Cito por
esta edición a la cual remito directamente en el texto.
12 La tradición literaria del palacio de Amor parte de la descripción que
Claudiano hace del palacio de Venus. Dicha tradición alterna los propietarios
123
(«regina amoris», pág. 100) no nombrada, no identificada como
Venus aunque Andrés menciona a ésta repetidas veces con sus
atributos de diosa del amor («Veneris iacula», pág. 1; «Veneris
opera», pág. 11; «Veneris servitud», pág. 85; «actus Veneris»,
pág. 315, ...). Notemos que las más de las veces el nombre de
Venus viene asociado con la realización del deseo sexual (por
ejemplo: «[...] si mentricula vel cuiuscunque famula tempore Ve¬
neris incitantis huic [...]», pág. 258) 13.
El ejemplo del De arte honeste amandi enseña a las claras
que tampoco la literatura seudo-ovidiana medieval proveía un
modelo familiar, una relación codificada (madre - hijo vs. esposa
- esposo) de la pareja Amor-Venus. Todo lo contrario: a las fuen¬
tes de confusión que advertimos en la tradición apuleyana, la feu-
dalización de la mitología agregó más posibilidades de contami¬
nación.
Finalmente (y bajo reserva de que se encuentre un texto mo¬
delo menos azaroso que la obra de Nicole de Margival), cuando
Juan Ruiz decidió integrar las figuras alegóricas en su Libro de
buen amor, encontró representaciones múltiples, combinables y
flexibles. Hasta le dejaban el campo libre para «inventar» las bo¬
das del Amor con Venus si no había topado con una pareja ya
casada en alguna obra anterior.
124
El equilibrio del enfrentamiento dialéctico necesitaba una
igualación física e intelectual de los adversarios: un «omne gran¬
de, fermoso, mesurado» por un lado, y por otro, este «mancebo
de días, ligero, valiente» (1489a) del autorretrato.
La misma composición del Libro obligaba a Juan Ruiz a es¬
coger la figura del Amor adulto. El triunfo del Amor excluye,
por tradición (véase el cortejo real en la obra del Capellán) y por
necesidad, interna (unión de Carnal y Amor) la representación
infantil del dios. El emperador de la procesión pagana está ins¬
crito en el «omne grande» de la pelea inicial.
Sin embargo, la «previsión» queda limitada: Venus, quien do¬
blaba a su marido en función de consejera, desaparece del triun¬
fo. Sólo Don Amor, por lo visto divorciado, goza de los honores.
El olvido o sacrificio de Venus se explica sin duda por una di¬
fracción de las tradiciones literarias. El aporte medieval al Triun¬
fo de Amor desconocía a Venus14.
También Juan Ruiz la excluye, por lo menos de cuerpo vivo,
pero posiblemente la reincorpora en el pendón o seña del
Amor15:
14 Andrés el Capellán, como vimos, retrata a una «regina Amoris» (no Ve¬
nus), gloriosa por cierto, pero excluida del cortejo. La reina espera al rey, su
esposo, y lo acoge sin más: «Iuxta praedictum autem fontem in throno quodam
ex auro et omni lapidum ornatu constructo regina sedebat amoris splendissi-
mam suo capite gerens coronam, et ipsa pretiosissimis sedebat vestimentis or-
nata auream manu virgam retinens.» (pág. 100).
15 J. Corominas [1967] 466, nota a 1242c, es quien sugiere la identificación
de la pintura con Doña Venus. Con C. Nepaulsingh [1977] 65, acepto que Doña
Venus es una especie de figura opuesta (aunque no, para mí, «diabólica») a la
Virgen María, de ahí que su seña se levante en una reconocida parodia de pro¬
cesión litúrgica (cfr supra, págs. 69-70). V. q. Stephen Gilman [1950] 296.
125
Esta delicada e indirecta reintegración de Venus en el Triun¬
fo de su «marido» confirmaría la coherencia del proyecto ruicia-
no y la organicidad del Libro. Doña Venus, excluida de la proce¬
sión como actante por tradición y, quizá, por necesidad interna
(el doble triunfo de Carnal y amor, no del solo último), reapa¬
recería más diosa que el mismísimo dios del Amor.
Invisible, innominada, Venus es como el propio Dios: ya no
se deja ver sino «figurada», bajo la forma de una «imagen», un
icono, de los que se idolatran.
126
Cita final
«[...] recuerdo a los lectores y a los que piensan de otro modo
que en lo medieval, dada la escasez o ausencia de documentos,
cualquier conclusión es provisional y que no existen los me¬
dios por los que hasta el investigador mejor dotado pueda lle¬
gar a verdades incontrovertibles.»
(Colín Smith, op. cit., pág. 38)1
1 Esta cita, que me viene al dedillo para concluir un «líbrete» sobre Juan
Ruiz, también podría servir de epígrafe a cualquier trabajo sobre literatura me¬
dieval castellana. Por supuesto, el hecho de que la traiga a colación no significa
que comparto todas las ideas del profesor de la universidad de Cambridge so¬
bre el Poema del mió Cid, su autoría, su fecha, etc. Pero éste es, en ambos sen¬
tidos recto y figurado, otro «cantar»... y otro «libro» (que no prometo).
127
Apéndice I
Ab mi no trabarets
Bon' amor paternal,
Fiyl, si vos no m'avets
Bon' amor filial, (estr. 28)
129
Mays entra d'amor bona
En noble criatura
Qu’en malvada presona
On nuyls bes no s'atura. (estr. 1048)
En oli de merce
art foc de mal' amor.
130
Ni el texto de la Vulgata, ni los romanceamientos paralelos
(Esc. I, 1.6 y Esc. I, 1.4) contienen esta explicación pseudoetimo-
lógica de benigno que M. Morreale comenta de la forma si¬
guiente:
131
guraba en el Libro rimado del palagio (221b) de Pero López de
Ayala con la significación de 'amor de Dios’7:
[...] que siempre aquellas paces, las quales contra nos e vos
son firmadas con jura e homenage, vos habernos complida-
mente tenidas, así por buen amor, como por posturas.
132
ma esta interpretación cortejándola con una frase de la Crónica
del Rey don Pedro, de Pero López de Avala (año XVII cap I
BAE, LXVI, pág. 537a): ’
Es posible que con [muy] buen amor sea una locución en vía
de lexicalización, tanto como el sencillo con amor frecuente en
Juan Ruiz. Sin embargo en vista del sentido secundario de buen
amor en el verso 221b del Libro rimado ('respeto para con Dios’)
9 B. Dutton [1966] 166: «The term also occurs [...] three times in fací in
the R. de P.» y [LBA Studies] 101. En realidad, hay un cuarto caso si tenemos
por auténtica la lectura del ms. E, 1387c (= 1417cN = 1512c de mi ed.): «Mas
Tú allí veniste, Señor, con buen amor», mientras N: «S., consolador». De nue¬
vo puede tratarse de la expresión en vía de lexicalización, pero indudablemente
el concepto integra la esfera del amor de Dios para con los hombres. De paso
señalemos la aparición, bastante rara en castellano, del equivalente buen querer
en 15Ü5d (l464dN): «Mas ya poco valía este su buen querer» (variante en el
verso correspondiente de E, 1380d: este su bien querer). Se trata del «buen
amor» para con el prójimo y/o buena voluntad».
133
propongo la interpretación siguiente de 692c: respeto debido a
una persona a la cual se solicita algo’. López de Ayala aconseja
que se pida de manera formal y con los sentimientos conformes
a la buena educación.
Aparece el significado amistad’ en la Crónica del Rey Don
Enrique Tercero del ya mencionado Pero López (año 1391,
cap. XVIII, BAE, LXVIII, pág. 176b):
[...] el rey [Pedro I], después que supo que venía [Juan Alfon¬
so de Albuquerque], por le facer honra salióle a recibir, e mos¬
tróle buen amor [...]
134
También conocía un buen amor que es el de Dios como se
deduce de la cita siguiente, un tanto enrevesada (I, 6):
E aun contesce que por dar ombre a la muger lo que non tie¬
ne, por lo aver e alcanzar de Dios e de sus santos, de buena
o mala ganancia conviene fazer cosas non devidas, e ponerse
a peligros tales quel amor loco sería bueno si pesase.
{Ed. cit., pág. 77)
135
so y José Manuel Blecua (Madrid, Gredos, 1956 [19642]): en es¬
tos casos, buen amor personifica el objeto del amor cortés, como
ocurre tantas veces con el bon amour de los textos franceses 10.
Agregamos unos ejemplos más, espigados en otra antología
de la Lírica española de tipo popular, la de Margit Frenk Alato-
rre (Madrid, Cátedra, 19866).
En primer lugar va un dístico de Fernández de Heredia:
Mi señora me demanda:
— Buen amor, ¿cuándo vernéis?
— Si no vengo para Pascua,
para San Juan me aguardéis.
{Lírica., núm. 245, pág. 135)
136
BAE, LI, pág. 440a), 'amor cortés’ (Lope de Stuñiga, apud Ch.-V.
Aubrun, Le Chansonnier espagnol d'Herberay des Essarts, Bur¬
deos, 1951, pág. 210), 'caridad’ (Moxica, Cancionero H, BN Pa¬
rís, f° 50 v°).
Ahora podemos añadir una frase del Siervo libre de amor
(h. 1440) de Juan Rodríguez de la Cámara o del Padrón:
137
En el segundo momento del discurso de Celestina, de buen
amor es la locución adverbial bien conocida de los medievalistas:
equivale a 'de buen grado’.
De la literatura celestinesca posterior, sacamos una definición
de la «verdadera amistad» de la que el «buen amor», en iteración
sinonímica con querer, es componente básico:
Mas este negro amador dime tú, ¿a qué tiene ojo? No por cier¬
to a otro sino a su deleyte propio; luego no ama a la muger,
sino a sí mesmo, aunque en la verdad ni aun a sí mismo no
se ama, porque ninguno puede amar a otro, si de buen amor
fundado en amor de Dios no se ama primero a sí mesmo.
(ed. Dámaso Alonso y Marcel Bataillón, Madrid, RFE, anejo
XVI, 1932, págs. 311/312)
138
de Antonio de Guevara (1539), aunque degradada por el propio
objeto del amor de la dama a la cual se dirige el autor:
139
No es el amor de manera, hermosas Nimphas de la casta
diosa, que pueda el que lo tiene, tener respecto a la razón, ni
la razón es parte para que un enamorado corazón dexe el ca¬
mino por do sus fieros destinos le guiaren. Y que esto sea ver¬
dad, en la mano tenemos la experiencia, que puesto caso que
fuéssedes amadas destos salvages fieros y del derecho del buen
amor no dava lugar a que fuéssedes dellos ofendidas, por otra
parte, vino aquella desorden con que sus varios efectos haze,
a dar tal industria que los mismos que os avían de servir, os
ofendiessen.
(Ed. F. López Estrada, Madrid, Espasa-Calpe, «Clásicos cas¬
tellanos» 127, 1946, pág. 94)
140
Lo confirma la última aparición del lexema en La Diana, per¬
fectamente homogénea con las anteriores desde el punto de vis¬
ta del contenido, aunque no desde el de la morfología por la sus¬
titución del artículo determinado por el indeterminado que sin¬
gulariza y, se diría, plasma la Idea en la persona del poeta:
141
LEO. Y con razón, pues es el amor bueno
semejante al de Dios, y el de los hombres
es amor que se tiene a las criaturas,
que al fin resulta en celos y cuidados,
deshonras, inquietud y breves gustos.
(Ad. A. Valbuena Prat. Madrid, Espasa-Calpe, «Clásicos cas¬
tellanos», 70, 19714, pág. 101)
142
tipo físico y sólo físico, o bien buen amor abarcará conceptos de
'cariño, ternura, afición recíproca, amistad?
Muy curioso es el romance en alabanza del Prado de San Je¬
rónimo que insertó Alonso de Castillo Solórzano en su Lisardo
enamorado (1629). Describe los paseos de damas y galanes, las
conversaciones amorosas que se traban en el Prado, las merien¬
das que se dan, los regalos que se ofrecen, y concluye:
143
Este es el texto de la mayoría de las ediciones modernas15,
mientras la primera edición de 1646 y la de Madrid de 1655 16
traen con buen amor en lugar de con buen humor. El texto co¬
rrecto es evidentemente el de la edición princeps. Estebanillo em¬
plea aquí la antigua locución adverbial que significaba 'de buena
gana, de buena voluntad’, que integra la estructura antitética de
la frase contraponiéndose a con buenas palabras, expresión pe¬
yorativa en cuanto dichas buenas palabras son engañosas por pro¬
meter cosas que nunca se dan. Curiosamente la antítesis con buen
amor / con buenas palabras parece ser desdoblamiento del mo¬
dismo palabras de buen amor que vimos en La Celestina, aunque
claro es que las buenas palabras de Estebanillo González valen
semánticamente lo que las palabras de buen amor de Fernando
de Rojas.
144
Aquel ademan es la falsa tentativa de suicidio de una mucha¬
cha que no quiere casarse con un hombre maduro por creerse in¬
digna de él, quien tenía este buen amor. En la expresión, culmi¬
nan sentimientos de pureza, ternura, generosidad y confianza. El
buen amor de Gallegos representa el efecto sublimado, idealiza¬
do de la atracción del hombre por la mujer.
Concepto y expresión vuelven a aparecer en la misma nove¬
la. El contexto es el siguiente: Florentino, hijo de doña Nico, vuel¬
ve a casa con una joven, Rosángela; José Luis, su hermano,
he compuesto una copla en alabanza de la hermosura de Rosán¬
gela:
145
Se alude a un episodio anterior: el amor de José Francisco
por Maigualida hace que asesine a un hombre (pág. 27). Tam¬
bién se habían descrito completamente los sentimientos de José
Francisco y caracterizado su buen amor sin que la palabra sea di¬
cha: es un amor desde niño (connotación de pureza y fatalidad);
quizá compartido, es una «tumultuosa pasión» (página 46) que
se cubre por timidez. Por lo tanto es un amor cuya realización
le parece inaccesible al personaje: tal afición no cumplida pero
imperante lo conduce al crimen.
Vemos, pues, que el buen amor de Gallegos, curiosa mezcla
de antiguos rasgos corteses y de idealismo neoplatónico con ob¬
servaciones sicológicas behavioristas desemboca en un caso pa¬
tológico. Es una transformación más de nuestra vieja expresión.
La última que he registrado, de momento, se encuentra en el
libro de cuentos de Gabriel García Márquez, La increíble y triste
historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada (1972),
más precisamente en la narración que da su título a la obra:
146
siglo XIV perdura hasta épocas más recientes. Los cambios, mu¬
danzas y enriquecimientos documentados son más bien agrega¬
dos, matices y fluctuaciones que se ciñen a las variaciones cultu¬
rales. El caso mas evidente es el influjo del neoplatonismo en el
empleo de la expresión por Jorge de Montemayor.
Con todo se pueden delimitar las esferas significativas de
buen amor dentro del sistema semántico siguiente:
147
Apéndice II
148
297a «Muerte muy rebatada trae la golosina
308c en que avía la fuerza, e desque la bien cobró,
314b el javalín sañudo dávale del comillo,
322a «Lo que él más fazía, a otros lo acusava,
323c Don Ximio avié por nonbre, de Buxía alcalde;
388a «Con agidla traes estos males atantos,
404c plázete con qualquier do el ojo as puesto:
442b pocas mugeres pueden d'ellas se despagar;
447d si las dexiese yo comengarién a reír.
449d al omne si dize sí, a tal muger te ayunta.
46la « «Otrossí yo passava nadando por el río,
484b sotil e malsabida, diz: «¿Cómo, mon señer,
495b muchos monges e monjas, religiosos sagrados:
540a «Fue con él la cobdigia, raíz de todos males,
617c anda por maestría ligera en der[r]edor:
648d Fuese [ende] Doña Venus, a mí dexó en fadiga.
655c apenas me conosgía nin sabía por dó ir:
658b con una donzella rica, fija de Don Pepión;
712c mensaje que mucho tarda a muchos omnes desmuele:
722a «Mejor cosa es al omne, al cuerdo e al entendudo,
730d en el bezerrillo vey omne el buey que fará.
756b «Quando el que buen siglo aya seyé en este portal,
762c Señora, dexar duelo e fazet cabo de año:
799b Fazedes como madre quando el moguelo llora,
829d que en pollo ivernizo después de Sant Miguel.
830b ni el grande amor non puede encobrir lo que ama;
836a «Primero por la talla él fue de vos pagado,
846a «El amor engeñoso quiebra caustras e puertas,
881c castigad vos, ya amiga, de otra tal contraíz,
909b díxel' por te dar ensienplo, mas non porque a mí vino;
916b catad aquí que vos trayo esta pregiosa sortija;
916c da[r]vos [he] esta [ginta]», poco a poco la aguija,
992g Yo t'mostraré, si no ablanda,
1031c ese blago e toma
1092a Vino su paso a paso el buey viejo lindero:
1095d delante sí juglares, como omne mucho onrado.
1123b que estava amarillo, de días mortezino,
1131a Pues que de penitengia vos fago mengíon,
1138c es menester que faga por gestos e gemido
1145c si el giego al giego adiestra e quier traer,
149
1191c que por nos te io diga como somos contigo
1204b los pescados a ella para la ayudar;
1206c gallofas e bodigos lieva y condensados:
1221c para las sus triperas, gamellas e artesas,
1335b el diarr(h)odión (?) abatís, con el fino gengibrante,
1350b púsola cabe el fuego, ^erca de buena brasa:
1396a Otro día la vieja fuese a la mongía
1407a «Non deve ser el omne a malfazer denodado,
1452c si más ya non, fablalde como a chato pastor,
1472a «Veo un monte grande de muchos viejos gapatos,
1501b el pecado de monja a omne doñeador,
1524a Dexas el cuerpo yermo a gusanos en fuesa,
1557c la su humanidat por tu miedo fue triste,
1562b que los teniés en penas, en las tus malas arcas,
1610c en la dueña pequeña yaze muy grand amor;
1630b no 1' neguedes su nonbre ni 1' dedes refertado,
I632d séavos chica fiaba, solaz e letüario.
1703a «ca nunca tan leal fue Blancaflor a Flores
1708c e vanse las vezinas por el barrio deziendo
150
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'
Indice de autores y obras literarias
163
Castillo Solórzano, Alonso de, 143. Dagenais, J., 78, 79n, 115n.
Castro, Américo, 59-61, 67. Daly, S. R., 33.
Cejador y Frauca,J., 11, 31, 32, 50. Dames galantes (Les), 93.
Ceja, C. J., 71n. Darbord, M., 80n.
Celestina (Tragicomedia de Calix¬ De arte honeste amandi, 123-125.
to y Melibea), 12,88n, 137, 144. De Lope, M., 88-90, 104n, 105n.
Cercamon, 57. De Menaca, M., 122n.
Cervantes, 75n, 141. De Vries, FL, 48n.
Cervera, Guylem de, (Cerveri de Deyermond, A. D., lln, 22n, 33n,
Girona), 119-120. 37n, 74, 75-76, 79, 100n, 113n.
Chastiemusart, 93. Diana (La), 139-141.
Chaucer, 93. Diderot, D., 52.
Cherchi, P., 63n, 115n. Discusión, 18n.
Chiarini, G„ 31,32-36,37,49-51,92. Dit de la Panthére d’Amours, 117.
Cien años de soledad, 146. Don Amor volvió a Toledo, 144.
Clarke, D. C., 123n. Don Quijote, 72, 141.
Claudiano, 124n. Ducamin, J., 11, 31, 24.
Collar de la paloma (El), 60-61. Dutton, B., 129n, 131, 136.
Combet, L., 94n, 142.
Comoth, R., 130n. Edwards, R., 85n, 129n.
Compendio de las Crónicas de Eneida, 121.
Castilla, 134. Enquiridión, 138.
Conde Lucanor, 57n, 136. Epístolas familiares, 138.
Confesiones (Las), 68. Erasmo, 138.
Conon de Béthune, 93. Esclavo del demonio (El), 141.
Conseill d’Amour, 130n. Espejo del alma, 135.
Consultatio Sacerdotum, 21.
Faulhaber, Charles B., 36n.
Contini, 32.
Fernández de Heredia, 136.
Coplas de las calidades de las do¬
Fernández de Minaya (Fray Lope),
nas, 93.
135, 142,
Corominas, J., 32-36, 37, 42n, 43,
Ferraresi, Alicia C. de, 67n.
44, 46,49n, 50-51, 83n, 92,96n,
Filgueira Valverde, J., 23.
116, 125n.
Flor de enamorados, 136.
Correas, G., 94, 142.
Forastieri Braschi, E., 76, 77.
Cortina, A., 139.
Forteza-Rey, M., 64n.
Cotrait, R., 72n.
Frenk Alatorre M., 136.
Criado de Val, M., 20n, 23n, 32,
Frye, N., 81n.
36, 137.
Crónica General de España, 36n. Gallegos, Rómulo, 144-146.
Crónica del rey don Enrique Ter¬ García Gómez, E., 59n, 60.
cero, 134. García Jáñez, Ma F., 33.
Crónica de una muerte anunciada, García Márquez, G., 80n, 146.
80n. García Turza, C., 40n.
Cros, E., I6n. Garcilaso Inca de la Vega, 140.
164
General estoria, 17, 130. Juan Manuel, 136.
Gericke, Ph. O., 123n. Juliá Martínez, E., 143.
Gerli, M., 58n, 62n, 68n.
Gil Vicente, 80n. Kelly, H.-A., 23, 25n, 38n.
Gilman, S., 125n. Keniston, H., 139.
Ginzburg, C., 87. Kinkade, R. P., 63n, 102-103.
Girón Alconchel, J. L., 86n. Kirby, S. D., 23, 79, 113n.
Gómez Moreno, A., 29n, 84n, Kristeva, J., 66n.
108n.
Gómez Moriana, A., lOOn. Lacave, J. L., 64n.
González, C., 45n. La Fontaine, Jean de, 98n.
González Llubera, I., 44n. Lai d'Aristote, I4ln.
Grace, L. A., 81n, 90. Latini, B., 93-95.
Gruber, J., 57n. Laurence, K. M., 77.
Guevara, Antonio de, 138. Lavarenne, M., 120n.
Guilhem de Peitieu, 57. Lavaud, R., 130.
Guillén, Nicolás, 45. LawranceJ. N. H., llln, 113, 114.
Giraut Riquier, 67. Laza Palacios, M., 21n.
Gybbon-Monypenny, G. B., 33, 36, Lazarillo de Tormes, 12, 18n.
60, 69n, 79n, 111, 116-117,129. Lecoy, F., 11, 13, 17, 19n, 31, 60,
67, 76, 77, 90, ll4n, 122n.
Leira, G. C., 30n, 83n.
Hamilton, R., 113.
Lemartinel, J., 41, 46n, 47-49, 51,
Hart, T. R., 73, 80-81.
52n, 60n, 72n, 92.
Henri d'Andeli, 141n.
León Hebreo, 140.
Hernández, F. J., 23-24, 25, 37,
Leyes de amor, 63.
38n, 71.
Libro de Alexandre, 45, 75, 76-79,
Homero, 21.
107.
Horacio, 45.
Libro de Apolonio, 44n.
Libro de las armellas, 59n.
Ibn Hazm de Córdoba, 60. Libro del Caballero Zifar, 45n,
Impey, O. T., 28n, 58n, 63n, 83-84, 83n, 131n.
107n. Libro de las delicias (o de los en¬
Increíble y triste historia de la cán¬ tretenimientos), 64, 116.
dida Eréndira y de su abuela de¬ Libro de los estados, 59n.
salmada (La), 146. Libro de miseria de omne, 76.
Iser, W., 110. Libro de la ochava espera, 57n.
Libro de Regimiento de los Seño¬
Janer, F., 30. res, 135.
Jaufré, 130. Libro rimado del Palagio, I4n,
Jauralde Pou, P., 33, 52n. 4ln, 133.
Jean de Meung, 93. Libro de la vida y costumbres de
Jenaro MacLennan, L., 13, 14. don Alonso Enríquez de Guz-
Juan de Alarcón (Fray), 135. mán, 139-
165
Lida, M. R., 32, 35, 64-67, 92, 95, Nepaulsingh, C., 26n, 55n, 67n,
116. 103n, 125n.
Linahan, P., 23. Nicole de Margival, 117-125.
Liria, P., 90n.
Lisardo enamorado, 143. Obsceno pájaro de la noche (El),
Livre du Trésor, (Le), 94. 27.
López-Baralt, L., 61, 63. Ocaña, 136.
López Barbadillo, J., 138. Ochoa, E., de, 30.
López de Ayala, Pero, 132, 133, Oliver Asín, J., 60n.
134. Ony, W. J., llln.
López Estrada, F., 33, 35, 42, 140. Ordo commendationis animae, 74.
López Grigera, L., 44n. Otoño del patriarca (El), 27.
Ovide moralisé, 116.
Macri, O., 45. Ovidio, 101-102.
March, A., 129.
Márquez Villanueva, F., 53n, Pamphilus de amore, 5, 26, 78, 79,
129n. 123.
Martínez de Toledo, Alfonso, 58n, Paradoxe sur le comédien, 52.
93, 134. Parker, A. A., 58n.
Menéndez Peláez, J., 15, 21n, 38n, Pedro de Santa Fe, 136.
6ón, 113n. Peire Vidal, 93.
Menéndez Pidal, R., 11, 28n, 36n, Pérez Vidal, J., 108n.
39n, 67,70,102n, 112,113,137. Perrault, Ch., 98n.
Metamorfosis (de Apuleyo), Petrarca, 14 ln.
117-124. Phillips, G., 14, 38, 84.
Metamorfosis (de Ovidio), 118. Pinedo, Luis de, 93.
Mey, S., 122n. Platón, 61.
Michael, I., 95n, 97n, 90n, 122n. Poema de Alfonso Onceno, 22.
Michalski, A. S., 68n, 81n, 90n. Poema de mió Cid, 127n.
Milagros de Nuestra Señora, 27n, Poema de Fernán González, 74.
81. Poema de Yuguf, 137.
Millé y Giménez, J., 143. Prieto, A., I6n, 26n, 28n, 44n,
Mira de Amescua, 141-142. 45n, 56, 69, llOn.
Moffat, L-G., 37n. Prohemio, 69
Molho, M., 19-29, 60n, llln. Proverbia super natura femina-
Montemayor, Jorge de, 139-140, rum, 93.
141, 147. Proverbios morales, 44.
Morón Arroyo, C., 88n. Proverbios de Salomón, 76n.
Morreale, M., 13, 14, 15n, 20n, 33, Proverbis (G. de Cervera), 129.
34, 39n, 41, 46-48, 50-52. Prudencio, 120.
Moxica, 137. Psychomachia, 120.
Naylor, E.-W., 32, 36. Puyol y Alonso, J., 11.
166
Real de la Riva, C, 36. Spitzer, L., 11, 67, 72n.
Reckert, S., 79n. Summa Theologica, 62.
Rey, A., 17, 18, 18n. Terreros y Pando, E., 30n.
Reyre, D., 72n. Thomas, A., 129.
Richard de Fournival, 130n. Thompson, S., 98n, 99n.
Rico, Francisco, 18n, 35, 41, 60, Todd, H. A., 117.
69n, 112n. Tolemeo, 54.
Roa Bastos, A., 63. Toro-Garland, F. de, 20n.
Robertson, D. S., 118n. Torre, Francisco de la, 20.
Rodríguez de la Cámara (o del Pa¬ Torrellas, Pere, 93.
drón), Juan, 137, Traducción del Indio de los Tres
Rodríguez Puértolas, J., 63n. Diálogos de Amor de León He¬
Rojas, Fernando de, 144. breo, 140n.
Rojas Villandrando, Agustín de, Tragicomedia de Lis andró y Ros e-
17. lia, 138.
Román de la Rose, 117. Trenchs, J., 22.
Roudil, J., 41. Triumpho de Amor, I4ln.
Trojel, E., 123n.
Sáez, E., 22. Trotter, G. D., 137.
Salmos, 54, 56.
Salvador Martínez, H., 80-81. Urabayen, F., 144,
Salvador Miguel, N., 15, 19n, 20, Valbuena Prat, A., 142, 144n.
22n, 27n, 33, 39n, 44n, 45n, Vallette, P., 118n, 119n, 121 y ss.
64n, 65n, 93-95, 108n, llln. Várvaro, A., 33, 36.
San Agustín, 68. Vasvari, L. O., 23n, 72-73, 83n,
San Pedro, Diego de, 26n. 89n, 106n.
Sánchez, Tomás Antonio, 30, 144. Verlaine, P., 45.
Sánchez Albornoz, C., 59-60. Viaje entretenido (El), 17.
Sancho de Muñón, 138. Vida de Estebanillo González,
Santa Cruz, Melchor de, 93. 143.
Santillana (Marqués de), 61. Vincent de Beauvais, 5.
Santo Tomás de Aquino, 62. Virgilio, 113-
Santob de Carrión, 44. Vives, Luis, 93.
Sarnés, 136. Vocabulario de refranes y frases
Schimtz, M:, 137. proverbiales, 142.
Secretum Secretorum, 14.
Seidenspinner-Núñez, D., 14, Walsh, J. K., 60n, 68n, 73-76, 82n,
79-81, 84. 84n.
Seznec, J., 122n. Webber, E. J., 22n.
Siervo libre de amor, 127. Weisser, F., 11.
Smith, C., 85n, 127. Willis, R. S., 32, 38, llln, 112n.
Snow, J., 22n, 33n. Yo el supremo, 63.
Sobejano, G., 129n.
Speculum morale, 5. Zahareas, A. N., 33, 4ln, 103-104.
167
.
A
Indice
«Todo lo nuevo aplace». 11
Bibliografía. 151
Estudios. 153
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Joset, Jacques, 1943-
Nuevas investigaciones sobre el
'Libro de buen amor"
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