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OCTUBRE 2010

POLITICAS PUBLICAS E INCLUSIÓN SOCIAL. FACTORES


TERRITORIALES Y GOBIERNOS LOCALES
Joan Subirats
Instituto de Gobierno y Políticas Públicas/UAB

En este texto presentamos los aspectos esenciales del análisis de políticas


públicas, para luego proyectar esas referencias al tema de las políticas locales
encaminadas a la inclusión social

Las Políticas Públicas. Administración pública e interés general

Toda política pública apunta a la resolución de un problema público reconocido


como tal en la agenda gubernamental. Representa pues la respuesta del sistema
político-administrativo a una situación de la realidad social juzgada políticamente
como inaceptable.

Es necesario señalar que son los síntomas de un problema social los que
habitualmente constituyen el punto de partida de la “toma de conciencia” y del
debate sobre la necesidad de una política pública (por ejemplo, la falta de
vivienda, la degradación de los bosques, la delincuencia causada por la
drogodependencia, una tasa alta de desempleo, etc

No obstante, ciertos episodios de cambio social no generan necesariamente


políticas públicas, sobre todo porque no están articulados (lo que puede deberse
a la no visibilidad de las consecuencias del problema, por que los temas
planteados sólo serán observables a largo plazo, por la falta de “voz” o de
representación política de los grupos afectados, entre otras posibles causas) o
porque ninguna de las alternativas de intervención pública es viable y goza de
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consenso suficiente (por ejemplo, impactos electorales potencialmente negativos,


ausencia de instituciones político-administrativas disponibles para implementar las
medidas de respuesta, impotencia para realmente modificar la conducta de
algunos actores privados, etc). Por otra parte, ciertas políticas públicas pueden
interpretarse no como una acción colectiva para tratar de resolver o aliviar un
problema social (adaptación o anticipación a un cambio social), sino como un
simple instrumento para el ejercicio del poder y la dominación de un grupo social
sobre otro. Conviene pues diferenciar los elementos desecadenantes de toda
política pública, así como analizar porque algunos problemas sociales no generan
respuestas en forma de política pública.

Lo cierto es que el grado de intervencionismo de los poderes públicos en las


sociedades contemporáneas es mucho más elevado de lo que ha sido. El peso de
las decisiones políticas es pues importante para la sociedad. Pero ello no significa
que el protagonismo de lo público sea hoy una realidad incontestada y pacífica
desde el punto de vista del debate intelectual y político. Se discute la legitimidad
de la intervención pública, desde enfoques que ponen en duda la eficacia y la
eficiencia de la labor de las instituciones públicas. Hay quien afirma de nuevo que
la sociedad dejada a su libre interacción resolvería de manera más idónea lo que
en manos de los poderes públicos acaba generando más perjuicios que
beneficios. Otros dicen que no pueden confundirse las imperfecciones del
quehacer burocrático con la necesidad de garantizar derechos y deberes, o -como
dicen algunas de las Constituciones que consagran las políticas de bienestar- la
necesidad de que los poderes públicos actúen para lograr superar los obstáculos
que impiden que la libertad y la igualdad sean efectivas. Lo cierto es que cada vez
resulta más difícil aludir a unos hipotéticos intereses generales, que son cada día
más el resultado de procesos de negociación e interacción entre actores (de los
que uno o varios son poderes públicos) más que el fruto racional de procesos de
legitimación democrática incontestados.

En efecto, no hay una visión uniforme de los intereses públicos. Las decisiones de
las administraciones no corresponden estrictamente a criterios de racionalidad,
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sino que suelen responder a criterios de compromiso. Ello se agrava aún más por
el hecho que se ha acrecentado la pluralidad vertical y horizontal de las
instituciones públicas, y que todas ellas tienen legitimidad directa. Todos
recordamos conflictos en los que se enfrentan autoridades e instituciones públicas
dentro de un mismo Estado, en los que poderes plenamente democráticos y
representativos se enfrentaban, discutiendo sobre el mejor trazado de una
autovía, sobre la instalación de una infraestrucra o sobre cualquier otro aspecto
concreto, adjudicándose cada uno en exclusiva la representación de los intereses
generales. Y ello incluso ocurre cuando esos poderes institucionales están
ocupados por dirigentes de un mismo partido político.

Hemos de reconocer que los actores se movilizan según sus preferencias e


intereses. Y que pretenden influir, condicionar, bloquear o activar las decisiones
públicas utilizando todo tipo de recursos. En algunos casos usan medios
económicos (publicidad, financiación más o menos oculta, “amenazas” de no
invertir o de deslocalizar...), en otros casos recursos políticos (movilizaciones,
campañas, manifestaciones, boicots...), y en otros, recursos cognitivos (informes,
dictámenes, artículos de expertos...). Todos se pueden utilizar de forma aislada o
simultáneamente. Los poderes o actores públicos usan también los mismos
recursos, pero además disponen de un tipo de instrumentos que los distingue de
los demás actores. En efecto, tienen la capacidad de obligar a los demás desde
su posición formal soberana y representativa, ya que disponen de los recursos
normativos. Sus decisiones son interpretadas como decisiones de todos, y se
puede argumentar que responden a los intereses generales, aunque lo cierto es
que son casi siempre fruto de la interacción y negociación entre actores, y de
compromisos. Por tanto, son representativas de aquello que coyunturalmente se
entiende como intereses generales.

En el debate público, lo más importante no es quién tiene razón, ni tan solo quién
aporta el principal argumento técnico o pretendidamente científico: en política, lo
más importante es la capacidad de persuasión. La capacidad de definir
conceptualmente, cognitivamente, el problema a resolver. Las evidencias
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científicas son sin duda importantes, porque de ellas es posible extraer


argumentos. Pero lo que resulta definitivo en el debate público de ideas y
alternativas sobre la mejor manera de resolver los asuntos o problemas
colectivos, no es tanto quién aporta o esgrime los mejores argumentos técnicos,
sino quién es capaz de convencer de sus posiciones a la mayor parte de la gente
o de los actores. En democracia las decisiones son básicamente el resultado del
consenso, el resultado de la construcción de mayorías que apoyen (explícita o
implícitamente) una u otra decisión. Y es esa búsqueda del consenso, esa
construcción de la mayoría social la que acostumbra a guiar la actuación de los
políticos. De ahí la gran importancia de los medios de comunicación en la
conformación de esa opinión pública, de esa mayoría de consenso que busca el
político para mantener su posición de hegemonía.

Problemas y agenda

Por lo que ya hemos adelantado, desde el punto de vista del análisis de políticas
públicas, la definición del problema que da lugar o desencadena la política es una
fase crucial. No podemos confundir el definir un problema con la simple
descripción de una situación que no nos gusta y que se desea cambiar. Si un
determinado país tiene un número de accidentes mortales en carretera elevado
cada año, no por ello tenemos que prejuzgar que desencadene una política.
Puede considerarse como un no problema, algo derivado “naturalmente” del uso
del automóvil, y que no obliga a la acción de los poderes públicos (también hasta
hace pocos años temas como las pensiones de los ancianos o la regulación de las
adopciones de niños no se consideraban objeto de la intervención pública). En
nuestra actual forma de entender la sociedad, los poderes públicos tienen que
actuar ante los accidentes mortales de tráfico, ya que normativamente se
considera la vida como algo deseable y objeto de protección. Pero, si nos
limitamos a señalar la distancia que existe entre lo que debería ser (cero muertos)
y lo que es (miles de muertos), ello no nos ayuda a ver bien el camino a tomar, a
definir la política a seguir. Una política necesita una definición de problema más
operativa, que de alguna manera indique el camino a recorrer entre la situación de
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partida no deseada, y una situación que sin ser la óptima (el no problema) sea
claramente mejor que la originaria. Tampoco podemos simplemente señalar que
sería conveniente, desde un punto de vista sanitario o de convivencia colectiva,
que se acabara con el uso de sustancias tóxicas como el tabaco. La realidad nos
indica que muchos ciudadanos consideran como algo natural y propio de su
libertad de elección su consumo. Las políticas que se emprendan o que se
pretendan impulsar para reducir y tendencialmente eliminar ese consumo, han de
trabajar no tanto desde la perspectiva de lo deseable, como desde la perspectiva
de lo posible. El problema estriba en definir e impulsar políticas y medidas que
vayan en el sentido deseado y que congreguen el máximo consenso social
posible, ampliando los individuos y grupos sociales conscientes del problema, y
reduciendo y restringiendo la capacidad de maniobra y de alianza de los actores
que tratan de mantener el status quo.

Si seguimos con el ejemplo de los acidentes automovilísticos, la cosa se complica


cuando nos damos cuenta que cada actor implicado en esa situación indeseada
tiene definiciones del problema distintas y contradictorias. Unos opinan que el
problema principal es el consumo de alcohol de los conductores, otros que es el
estado de las carreteras, estos que es la obsolescencia del parque
automovilístico, mientras que aquellos ven en el incumplimento del código de
circulación la causa principal... El gestor de la política sabe con qué recursos
cuenta, y por mucho que sepa que existen muchas causas y elementos que
confluyen en el caso, acaba por definir el problema desde las limitaciones en las
que opera, y desde la conciencia de la capacidad de influencia y presión del resto
de actores que rodean el escenario del automóvil. Y ello le puede llevar a una
concepción restringida del problema como incumplimiento del código de
circulación. Así despliega radares, controles de alcoholemia, y multas de tráfico,
aunque, consciente de los demás elementos que convergen en la situación,
envía cartas a quién puede hacer algo sobre “puntos negros” en algunas
carreteras, o hace campañas de publicidad para sensibilizar a la población.
Mientras, se sigue expendiendo alcohol en las áreas de servicio de las carreteras
y autopistas, o se siguen considerando un elemento opcional de los automóviles
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el ABS y los airbags. En el escenario de las políticas públicas, podríamos afirmar


que lo que se acabe haciéndo o decidiéndo no tiene que ser considerado muchas
veces como la solución racional u óptima, sino simplemente como la definición de
problema que ha resultado triunfante en el debate público entre actores y sus
definiciones de problema. Esta decisión tampoco indica un final del debate, ya que
los actores “perdedores” tratarán de evitar que la decisión adoptada oficialmente
se ejecute en la práctica, o harán campaña para demostrar que esa opción es
errónea y conseguir que se revise.

Desde la perspectiva del análisis de políticas no se considera que la lista de


problemas que la gente considera más urgentes, o que figuran en la agenda de
los poderes públicos, sean necesariamente los más perentorios o graves. Se
considera que cada actor trata de impulsar sus puntos de vista, y presiona para
que un tema sea objeto de atención (o al contrario, trata de evitar que sea
percibido como problema por la población). Muchas veces se utiliza o se genera
lo que se llama en el argot del policy analysis como una ventana de oportunidad:
se aprovecha que se dan a conocer y tienen publicidad unos hechos que van en
la línea deseada, y se presentan alternativas que pueden ser positivas para ese
actor o conjunto de actores. Puede asimismo crearse esa ventana: recordemos la
cuidadosa preparación de la muerte en 1998 del parapléjico Ramón Sampedro
por parte de los partidarios en España de una regulación inmediata de la
eutanasia, para desencadenar un debate social sobre el tema; o la reciente
concatenación de denuncias sobre muertes, tambien en España, de pacientes en
lista de espera quirúrgica en hospitales públicos. Se trata de una asociación de
hechos que posibilita la oportunidad: a partir de ellos se plantea una nueva
posibilidad para que se adopten decisiones. Y esa oportunidad puede o no ser
aprovechada por los actores que tratan de impulsar su resolución, mientras que
tratará de ser bloqueada por parte de quiénes consideran lesivos a sus intereses
una modificación de la situación.
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La construcción de políticas

En la construcción de políticas son cruciales las ideas. La literatura reciente al


respecto habla de “comunidades epistémicas”. Con ese concepto se alude a un
grupo de personas o entidades que comparten una cierta percepción sobre los
problemas públicos y tratan de impulsar un conjunto de análisis y propuestas para
impulsar una política o un cambio normativo. Las comunidades epistémicas
pretenden introducir innovación en las decisiones políticas. Se ha dicho a veces
que en instituciones como las de la Unión Europea, que padecen cierto déficit
democrático, las comunidades epistémicas que operan en Bruselas, logran
generar niveles de innovación superiores a los que serían posibles en cada
estado miembro. En efecto, el entramado de actores con fuertes intereses a
escala nacional-estatal está muy consolidado y bloquea muchas veces la
situación, impidiendo cambios significativos, y dejando margen sólo para cambios
acomodaticios.

En este ámbito de la iniciativa política, también se habla a menudo en la literatura


especializada de las llamadas coaliciones promotoras (advocacy coalitions).
Representan la unión de intereses públicos y/o privados de carácter local,
regional, nacional o transnacional en relación a una cierta política. Al margen de
que sus intereses sean muy amplios, estas coaliciones tienen que plantear
estrategias concretas y objetivos parciales. Buscan el cambio en un aspecto
específico. Pueden utilizar múltiples mecanismos de creación de opinión, sea a
través de personas ya acreditadas como opinion makers (El Pais del 23 de enero
del 2000 informó que la industria tabaquera había pagado a conocidos personajes
públicos para se expresaran a favor de la “tolerancia” y contra la regulación del
tabaco), sea mediante periodistas, campañas públicas, manifestaciones, o
cualquier otra forma de expresión y sensibilización pública, cuando no
sensibilización directa a los decisores.

Es evidente que en ese proceso de construcción (o bloqueo) de políticas es muy


significativa la capacidad de presión o lobby que pueden tener ciertos actores,
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utilizando todo tipo de recursos para conseguir sus fines. Es interesante constatar
como operan agencias especializadas en procesos que muchas veces, con cierto
pudor, se califican de “relaciones públicas”. Así, se han recogido algunos casos
significativos en los que se ha logrado la autorización de medicinas para ciertas
enfermedades a partir de la movilización del entorno de los propios afectados, a
pesar de que las autoridades sanitarias eran conscientes del limitado impacto que
esos nuevos fármacos tendrían en relación con el gasto económico que
originarían en las finanzas públicas. No podemos pues dar por supuesto que las
prioridades con las que operan los poderes públicos sean aquellas que
socialmente pudieran considerarse como más urgentes, ni que la forma con que
se construyen esas políticas recoja de manera fehaciente las necesidades del
conjunto de actores implicados. La pluralidad de actores presentes en las
políticas, o la aparente capacidad de todos ellos en influir el proceso de
elaboración de esas políticas, no nos debería hacer olvidar la clara desigualdad
de recursos con que cuentan esos actores en el escenario público.

Los instrumentos para la construcción de políticas

Si distinguimos entre costes y beneficios de las políticas, podríamos considerar


tres grandes bloques de políticas. En primer lugar hablaríamos de las políticas
regulativas, es decir aquellas que tienen costes concentrados (los que sufren, por
ejemplo, nuevas regulaciones en materia de emisiones de CO 2, y por tanto han de
gastar recursos en modificar sus sistemas de producción) y beneficios difusos
(todos los ciudadanos que pueden respirar un poco mejor). Por otro lado
tendríamos las políticas redistributivas, es decir las que tienen costes
concentrados (los que deben pagar impuestos), y beneficios también
concentrados (los que usan servicios públicos específicos, sin tener que contribuir
proporcionalmente a su financiación dada su precariedad económica). Y
finalmente mencionaríamos las políticas distributivas, que tienen costes difusos
(todos pagamos con nuestros impuestos un polideportivo en una población), y
beneficios concentrados (los habitantes de ese municipio, que se beneficiarán de
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ese polideportivo de forma privilegiada). Como podemos suponer, los políticos


acostumbran a preferir las políticas distributivas, ya que en ellas no acostumbran
a movilizarse los que se sienten afectados por las mismas (de hecho somos todos
los contribuyentes) y en cambio reciben el agradecimiento directo de los que van
a disfrutar del servicio o infraestructura.

Recientemente se alude a que la distribución multinivel del gobierno va tendiendo


a situar a las políticas regulativas en los espacios europeos, dado que allí la
lejanía de los afectados de los centros decisores y la posibilidad de articular en
Bruselas a grupos minoritarios en cada país de promotores de innovación
normativa, acaban propiciando nuevas políticas. Las políticas redistributivas
permanecerían básicamente en el nivel estatal, dada la fuerte estabilidad y
continidad de los actores presentes en estas políticas y la especial significación
política que tienen (las políticas de bienestar por ejemplo). Mientras, las políticas
distributivas, irían encontrando más acomodo en las instancias regionales y
locales, que muchas veces actuan como delegados de instancias superiores, vía
transferencia (políticas de infraestructuras o de fondos de cohesión).

De ser cierta esta perspectiva, las políticas regulativas exigirían a los actores que
traten de impulsar su modificación mayores dosis de articulación transestatal,
para así articular coaliciones capaces de penetrar en el escenario europeo y en la
agenda de actuación de los organismos comunitarios. No es extraño que cada
vez Bruselas se vaya convirtiendo en una ciudad (similar a Washington) en la que
operan más y más grupos de presión, lobbies y actores que tratan de hacer llegar
su voz y sus propuestas políticas a las distintas instituciones y a quiénes operan
en ellas. La variedad de instrumentos con los que operar se torna asimismo más
amplia y compleja. No se trata sólo de conseguir que se apruebe una norma o se
modifique una regulación ya existente. Se puede asimismo trabajar para que se
incentive o desincentive económicamente una actividad, o se pueden buscar
fórmulas contractuales que dibujen calendarios de aplicación con indicadores
comunes y con fondos que ayuden a modificar conductas. Todo ello dibuja un
marco con múltiples salidas y con exigencias de negociación constante.
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Por ello, se alude cada vez más a la red como término con el que describir esa
realidad. Una red tendría características de interdependencia entre actores
(ninguno de ellos puede prescindir de los demás); de continuidad en su
interacción (no se trata de una relación aislada y coyuntural, sino que marca un
escenario común y continuado de intercambio); y de falta de autoridad soberana
capaz de imponer su voluntad a los demás actores (al margen del estatuto público
de que disponga alguno de los actores de la red, ya que ese es un recurso más
ante los recursos asimismo significativos de los demás). Por ello, en una red se
exige capacidad de negociación constante y capacidad de encontrar objetivos
más o menos comunes con los que mantener la interacción.

Las características de los sistemas latinos de formación de políticas

No disponemos de espacio para tratar con detalle el tema, pero podemos decir
que los sistemas políticos latinos 1 a pesar de su gran heterogeneidad, comparten
algunos elementos comunes. Por un lado, una tradición democrática
relativamente débil ha tendido a hacer poco visibles los escenarios de decisión
sobre políticas públicas. Han tendido a pesar mucho los elementos tecnocráticos,
y poco la articulación social. Por otro lado, el peso de la tradición jurídica y de la
retórica liberal, ha tendido a presentar como contrarios a los intereses generales
las actividades de lobby, cuando en cambio este se ejerce constantemente por los
intereses más poderosos, a través tanto de contactos personales como de
conexiones personales y económicas.

A medida que se consolida la democracia, las cosas van cambiando. En España,


por ejemplo, se ha ido pluralizando el escenario de formación de las políticas, y se
habla y se admite más abiertamente la existencia de intereses, de actores, y de
campañas de opinión pública… Los movimientos sociales han ido aprendiendo a
usar las técnicas del lobby, y ello ha redundado en escenarios mas abiertos y

1
Nos referimos de manera genérica a los países del Sur de Europa y de América Latina
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plurales. La misma existencia de la Unión Europea y de casi 10.000 grupos de


interés acreditados ante la Comisión y el Parlamento Europeo, y las nuevas
regulaciones comunitarias (normativa sobre impacto ambiental, por ejemplo) han
ido abriendo el marco de decisiones públicas en España a muchos más actores
de los que tradicionalmente actuaban en las bambalinas del poder. Situaciones
parecidas se viven en algunos países de América Latina en los que se ha ido
consolidando el proceso de democratización. Esta evolución es positiva, aunque
continúan existiendo ámbitos (en algunas políticas más que otras) en que la
formación de políticas parece basarse más en la continuidad de la dinámica
anterior, sin que ese cambio sea aún demasiado visible.

Hemos de destacar finalmente otro tema significativo. Dada las trayectorias


históricas y la ya señalada falta de tradición democrática, el espacio público, el
ámbito de lo civil, es visto muchas veces, como un terreno que es ocupado por las
administraciones públicas o el mercado, o bien es un terreno de nadie. El binomio
desresponsabilización social-impotencia institucional, es particularmente peligroso
en un momento en que los fenómenos conocidos de globalización económica,
mercantilismo exacerbado, estructuras complejas de gobierno multinivel, y
pérdida de peso de las esferas de autonomía del Estado, deberían verse
contrapesadas por una sociedad civil fuerte, es decir por una sólida red de lazos
sociales, por tradiciones de responsabilidad cívica, y por pautas de interacción
social basadas en la confianza y en autocapacidad de organización social. Y en
ese escenario, la capacidad de intervenir desde la esfera social en la construcción
de políticas es relativamente débil.

Muchos países de América Latina y también España, se encuentran en este


particularmente comprometido inicio de siglo, sin un Estado bien rodado, bien
preparado para lo que se avecina y sin una sociedad civil bien enraizada, capaz
de asumir responsabilidades y estructurar mecanismos de vigilancia y control
sobre un espacio público muy frágil. Es ahora cuando el handicap histórico de
instituciones públicas usadas con fines privados y actores sociales débiles,
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dependientes y con pocos recursos autónomos, puede pasar factura de forma


grave.

Las instituciones políticas de los países con tradiciones democráticas más


asentadas pueden planterase el contraer sus formas tradicionales de intervención
social, conectando con agentes sociales dispuestos a asumir responsabilidades,
dispuestos a generar mecanismos de cogestión y partenariado. Y aquellas
sociedades que disponen de mayor solidez y tradición asociativa, que han ido
densificando su tejido civil, que han logrado acumular mayor capital social,
resultan ser las que mejor pueden responder a esos retos, que mejor pueden
responder a las nuevas exigencias y a los nuevos problemas, desde la fortaleza
de su tejido comunitario y asociativo. Es ahí donde más se nota y se echa a faltar,
en muchos países, la falta de tradición, la falta de asunción de responsabilidades,
ese déficit crónico de sociedad civil, entendido como consenso social sobre
valores civiles compartidos entre grupos sociales y entre las diversas culturas en
que se expresan.

Los procesos de modernización recientes han tenido sin duda efectos


importantes. Se han producido cambios muy notables en la forma de operar del
mercado, mucho más abierto y competitivo, menos protegido, y ello ha provocado
grandes y profundas transformaciones de los aparatos productivos y del tejido
empresarial. Se ha modernizado asimismo el ámbito de los poderes públicos,
descentralizando en algunos casos el poder y haciéndolo formalmente más
“accountable” ante la gente. Pero ese conjunto de cambios, han afectado de
forma relativamente superficial a esa falta de responsabilidad cívica que
comentábamos, y ello tiene el peligro de convertir la construcción de políticas
públicas en el terreno privilegiado de unos pocos.
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Políticas Sociales y exclusión social

Habitualmente se relaciona el nivel de bienestar general de una sociedad con el


nivel de desigualdad que esa comunidad soporta. Y es en ese sentido que en la
época contemporánea, se fue materializando tanto la presión desde ciertos
sectores sociales e ideológicos para enfrentarse a la desigualdad reinante, como
un notable esfuerzo por parte de los poderes públicos para responder a esas
presiones organizando procesos redistributivos que extendieran “bienestar” y
redujeran las desigualdades sociales.

En este sentido podríamos afirmar que las políticas de bienestar o políticas


sociales son la expresión del poder organizado de responder de forma deliberada
(tanto política como administrativamente) los efectos propios de la economía de
mercado, a fin de: garantizar a individuos y familias un mínimo considerado
indispensable; reducir la inseguridad que generan ciertas contingencias
recurrentes (enfermedad, falta de trabajo, vejez,..); y asegurar el acceso universal
a ciertos servicios socia les considerados en cada momento y en cada sociedad
concreta como indispensables.

De esta forma, la existencia de políticas sociales implica el desplazamiento de


ciertas áreas del conflicto social a la esfera de la acción pública. El abanico de
políticas y programas de acción son pensadas como medio para dirimir intereses
y tratar de resolver o mitigar necesidades colectivas.

Pero, conviene entender que el bienestar y la cohesión social no dependen sólo


de unas políticas sociales que interactúan entre estado y mercado, o que su
impacto se limita a la mera corrección de desigualdades materiales. En primer
lugar, hemos de aceptar que el mercado no es el único espacio generador de
desigualdades, y que tampoco es el mercado la única esfera social más allá de
los poderes públicos. El nivel de bienestar de una sociedad, y la propia dinámica
de actuación de las políticas sociales, se juega de hecho en el espacio complejo
formado por las esferas pública, mercantil, familiar y asociativa (Ver Figura 1). Las
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políticas sociales, en ese escenario, pueden favorecer o no ciertos procesos de


mercantilización, o pueden también contribuir o no a desplazar al ámbito del
estado actividades previamente realizadas por las familias o el tejido asociativo. Y
puede asimismo ocurrir que las actuaciones de un determinado estado de bie-
nestar puedan operar como factor de mercantilización o de privatización fami-
liarista o comunitaria de funciones o acciones de bienestar anteriormente absor-
bidas por la esfera pública. Por otro lado, el impacto de las políticas sociales no
puede darse por establecido.

Mercados

Mercantilizar
Desmercantilizar

Poderes Estatalizar POLITICAS Familiarizar Familias


SOCIALES
Públicos Desestatalizar Desfamiliarizar

Comunitariza
r

Descomunitarizar

Asociaciones
Figura 1. Los múltiples papeles de las políticas sociales (Fuente: elab.propia)
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Podríamos por tanto afirmar, que las políticas sociales son de hecho, espacios de
gestión colectiva de los numerosos ejes de desigualdad –de clase, de ciu-
dadanía, de género etc– que atraviesan las distintas esferas –pública, mercantil,
asociativa, familiar– que presentan las sociedades contemporáneas.

En la literatura en políticas sociales y en estados de bienestar, no se ha


acostumbrado a tratar de las especificidades tipológicas de los modelos de países
de la Europa del Sur (España, Grecia, Portugal y en parte Italia) y de los países
de Latinoamérica. A partir de las transiciones democráticas en tales países, y la
consolidación de sistemas políticos democráticos, se ha ido produciendo la lenta
incorporación de estos países, con devidentes diferencias entre ellos, al universo
tipológico de las políticas de bienestar. Para algunos, el modelo de estos países
se define sobre todo por los bajos niveles de gasto social con regímenes de
protección social y empleo de tipo socialcristiano.

Lo cierto es que en las dos últimas décadas asistimos en todo el mundo a un


significativo proceso de reestructuración, que tiene notables dosis de complejidad
y presenta una gran multidimensionalidad y ritmos diferentes en distinas áreas
geográficas. Desde diferentes ópticas se ha coincidido en caracterizar este ciclo
de reestructuración como una fase de cambio de paradigma social, de alcance
similar al que representó la transición del antiguo régimen al estado liberal-
industrial o de éste al estado de bienestar en pleno fordismo productivo. Lo cierto
es que la gran mayoría de los parámetros socioeconómicos y culturales que
fundamentaron durante muchos años la sociedad industrial están quedando atrás.

Asistimos a una época de transformaciones de fondo y a gran velocidad: los


vectores de cambio, en cualquier dimensión de la realidad, predominan sobre los
factores de estabilidad. Los instrumentos de ánalisis y reflexión que hemos ido
desgranando y que apoyaron al llamado estado (fordista y keynesiano) de
bienestar resultan cada vez más obsoletos. Repasemos muy brevemente las
dimensiones del cambio social en marcha, como requisito para sostener la
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necesidad de desbordar el concepto clásico de pobreza hacia la idea compleja y


emergente de exclusión social.

Desde el punto de vista productivo, el impacto de los grandes cambios tecno-


lógicos ha modificado totalmente las coordenadas del industrialismo. Se han
superado las estructuras fordistas, aquellas en que grandes concentraciones de
trabajadores eran capaces de producir ingentes cantidades de productos de
consumo masivo a precios asequibles, sobre la base de una organización del
trabajo en cadena y a costa de una notable homogeneidad en la gama de bienes
producidos. La llamada globalización o mundialización económica, construida
sobre la base de la revolución en los sistema de información, ha permitido
avanzar hacia un mercado mundial, en el que las distancias cuentan menos, y
dónde el aprovechamiento de los costes diferenciales a escala planetaria ha
desarticulado empresas y plantas de producción. Palabras como flexibilización,
adaptabilidad o movilidad han reemplazado a especialización, estabilidad o
continuidad. La sociedad del conocimiento busca el valor diferencial, la fuente del
beneficio y de la productividad en el capital intelectual frente a las lógicas
anteriores centradas en el capital físico y humano, pero al mismo tiempo genera
precarización y reducción salarial de manera generalizada.

Incluso más allá, lo que parece estar en juego es la propia concepción del trabajo
como elemento estructurante de la vida, de la inserción y del conjunto de
relaciones sociales. Y, en este sentido, las consecuencias más inmediatas de esa
reconsideración del trabajo afectan en primer lugar a lo que podríamos denomi-
nar la propia calidad del trabajo disponible. Con una creciente precarización de los
puestos de trabajo disponibles o creados en estos últimos años en Europa, y con
una notable presencia de la llamada “economía informal” que nos acerca a una
realidad bien conocida en los países latinoamericanos. Si en los años 60, sólo un
10% de los puestos de trabajo en Alemania podían ser considerados como
precarios, ese porcentaje se dobló en los setenta, alcanzan- do ya en los 90 a un
tercio de los trabajos realmente existentes. En España, en el
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2005, más de la mitad de los empleos de los jóvenes de 18 a 25 años son preca-
rios. Y la tendencia sigue imparable. En definitiva, el capital se nos ha hecho
global y permanentemente movilizable y movilizado, mientras el trabajo sólo es
local, y cada vez es menos permanente, más condicionado por la volatilidad del
espacio productivo.

Desde el punto de vista de la estructura social, la sociedad industrial, como ya


habíamos comentado, nos había acostumbrado, al menos en la experiencia
europea, a estructuras relativamente estables y previsibles. Hemos asistido en
poco tiempo a una acelerada transición desde esa sociedad hacia una realidad
compleja, caracterizada por una multiplicidad de ejes cambiantes de desigualdad.
Si antes las situaciones problemáticas se concentraban en sectores sociales que
disponían de mucha experiencia histórica acumulada al respecto, y que habían
ido desarrollando respuestas, ahora el riesgo podríamos decir que se ha
democratizado, castigando más severamente a los de siempre, pero golpeando
también a nuevas capas y personas. Aparecen, es cierto, nuevas posibilidades de
ascenso y movilidad social que antes eran mucho más episódicas. Encontramos
más niveles y oportunidades de riqueza en segmentos o núcleos sociales en los
que antes sólo existía continuidad de carencia. Pero hallamos sobre todo, nuevos
e inéditos espacios de pobreza y de dificultad en el sobrevivir diario. Frente a la
anterior estructura social de grandes agregados y de importantes continuidades,
tenemos hoy un mosaico cada vez más fragmentado de situaciones de pobreza,
de riqueza, de fracaso y de éxito.

Desde el punto de vista de las relaciones de familia y de género, los cambios no


son menores. El ámbito de convivencia primaria no presenta ya el mismo aspec-
to que tenía en épocas pasadas. Los hombres trabajaban fuera del hogar, mien-
tras las mujeres asumían sus responsabilidades reproductoras, cuidando marido,
hijos y ancianos. Las mujeres no precisaban formación específica, y su posición
era de dependencia económica y social. El escenario es hoy muy distinto. La equi-
paración formativa entre hombres y mujeres es muy alta, y por ejemplo en Espa-
ña, ya hay más mujeres que hombres en la universidad. La incorporación de las
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mujeres al mundo laboral aumenta sin cesar, a pesar de las evidentes discrimina-
ciones que se mantienen. Pero, al lado de lo muy positivos que resultan esos
cambios para devolver a las mujeres toda su dignidad personal, lo cierto es que
los roles en el seno del hogar apenas si se han modificado. Crecen las tensiones
por la doble jornada laboral de las mujeres, se incrementan las separaciones y
aumentan también las familias en las que sólo la mujer cuida de los hijos. Y, con
todo ello, se provocan nuevas inestabilidades sociales, nuevos filones de
exclusión, en los que la variable de género resulta determinante.

Ese conjunto de cambios y de profundas transformaciones en las esferas pro-


ductiva, social y familiar no han encontrado a los poderes públicos en su mejor
momento. Los retos son nuevos y difíciles de abordar, y las administraciones
públicas no tienen la agilidad para poder ofrecer respuestas adecuadas. El mer-
cado se ha globalizado, mientras el poder político sigue en buena parte anclado al
territorio. Tenemos “nueva economía”, “nueva sociedad” y “vieja política” fijada
territorialmente. Y es en ese territorio donde los problemas se manifiestan dia-
riamente. La fragmentación institucional aumenta, perdiendo peso el estado hacia
arriba (instituciones supraestatales), hacia abajo (procesos de descentralización,
“devolution”, etc.), y hacia los lados (con un gran incremento de los partenaria-
dos públicos-privados, con gestión privada de servicios públicos, y con presencia
cada vez mayor de organizaciones sin ánimo de lucro presentes en el escenario
público). Al mismo tiempo, la lógica jerárquica que ha caracterizado siempre el
ejercicio del poder, no sirve hoy para entender los procesos de decisión pública,
basados cada vez más en lógicas de interdependencia, de capacidad de influen-
cia, de poder relacional, y cada vez menos en estatuto orgánico o en ejercicio de
jerarquía formal.

En ese contexto institucional, las políticas públicas que fueron concretando la


filosofía del estado del bienestar, se han ido volviendo poco operativas, poco
capaces de incorporar las nuevas demandas, las nuevas sensibilidades, o tienen
una posición débil ante nuevos problemas. Las políticas de bienestar se
construyeron desde lógicas de respuesta a demandas que se presumían
19

homogéneas y diferen- ciadas, y se gestionaron de manera rígida y burocrática.


Mientras hoy tenemos un escenario en el que las demandas, por las razones
apuntadas más arriba, son cada vez más heterogéneas, llenas de multiplicidad en
su forma de presentarse, y sólo pueden ser abordadas desde formas de gestión
flexibles y desburocratizadas. Y ello es aún más complicado en escenarios como
el Latinoamericano en el que las políticas sociales, como dice el experto Fernando
Filgueira, presentan un “pasado corporativo, una apuesta liberal-residual y un
futuro dilemático” (www.inau.gub.uy/biblioteca/mofi.pdf)

Exclusión social

Este contexto complejo y lleno de preguntas sin respuesta es el nuevo marco en


el que se inscribe el concepto de exclusión social. Concepto que engloba a la
pobreza pero va más allá; la exclusión social se define también por la
imposibilidad o dificultad intensa de acceder a los mecanismos de desarrollo
personal e inserción socio-comunitaria y a los sistemas preestablecidos de
protección. La existencia de sectores socialmente excluidos, en el marco de las
nuevas sociedades postindustriales es una realidad ampliamente asumida. Sin
embargo, los niveles concretos de conocimiento sobre esta realidad están todavía
hoy claramente por debajo de lo deseable. Como suele suceder en tiempos de
cambios acelerados, la dispersión de conceptos y discursos no siempre encuentra
apoyos sólidos en el campo de la reflexión sosegada y del desarrollo de
instrumentos de conocimiento empírico

Hay un cierto acuerdo en la literatura académica y en la práctica social a des-


tacar el potencial descriptivo y la riqueza teórico-analítica de la noción de exclu-
sión social. Tratemos de ver cuáles son los componentes clave que confluyen en
el concepto. Por una lado, es evidente que la exclusión social, como realidad de
hecho, no es algo básicamente nuevo. Puede inscribirse en la trayectoria históri-
ca de las desigualdades sociales. Con antecedentes claros, en el marco histórico
20

de las sociedades contemporáneas, en forma de necesidades colectivas intensas,


en otros muchos momentos y lugares (por ejemplo en los inicios de los procesos
de industrialización y urbanización masiva, durante los siglos XIX y XX). Ahora
bien, la exclusión social expresa la nueva configuración de las desigualdades en
el contexto actual de transición hacia la sociedad del conocimiento. La cuestión
social se transforma y adquiere una nueva naturaleza en las emergentes socieda-
des tecnológicas avanzadas. La exclusión social es, en buena parte, el reflejo de
esa naturaleza. ¿ Qué hay entonces de nuevo?. Muy en síntesis, las situaciones
de exclusión, en un contexto de creciente heterogeneidad, no implican sólo la
reproducción más o menos ampliada de las desigualdades verticales del modelo
industrial. Va más allá. La exclusión implica fracturas en el tejido social, la ruptura
de ciertas coordenadas básicas de integración. Y, en consecuencia, la aparición
de una nueva escisión social en términos de dentro / fuera. Generadora, por tanto,
de un nuevo sociograma de colectivos excluidos.

Por otro lado, la exclusión es mucho más un proceso –o un conjunto de pro-


cesos– que una situación estable. Y dichos procesos presentan una geometría
variable. Es decir, no afectan sólo a grupos predeterminados concretos, más bien
al contrario, afectan de forma cambiante a personas y colectivos, a partir de las
modificaciones que pueda sufrir la función de vulnerabilidad de éstos a dinámi-
cas de marginación. La distribución de riesgos sociales –en un contexto marcado
por la erosión progresiva de los anclajes de seguridad de la modernidad indus-
trial– se vuelve mucho más compleja y generalizada. El riesgo de ruptura familiar
en un contexto de cambio en las relaciones de género, el riesgo de descualifica-
ción en un marco de cambio tecnológico acelerado, el riesgo de precariedad e
infrasalarización en un contexto de cambio en la naturaleza del vínculo laboral...,
todo ello y otros muchos ejemplos, pueden trasladar hacia zonas de
vulnerabilidad a la exclusión a personas y colectivos variables, en momentos muy
diversos de su ciclo de vida. Las fronteras de la exclusión son móviles y fluidas;
los índices de riesgo presentan extensiones sociales e intensidades personales
altamente cambiantes.
21

Tampoco podemos explicar la exclusión social con arreglo a una sola causa. Ni
tampoco sus desventajas vienen solas: se presenta en cambio como un
fenómeno poliédrico, formado por la articulación de un cúmulo de circunstancias
desfavorables, a menudo fuertemente interrelacionadas. En el apartado siguiente
consideraremos los varios factores que anidan en las raíces de la exclusión. Cabe
destacar ahora su carácter complejo, formado por múltiples vertientes. La
exclusión difícilmente admite definiciones segmentadas. Una sencilla explotación
de las estadísticas nos muestra las altísimas correlaciones entre, por ejemplo,
fracaso escolar, precariedad laboral, desprotección social, monoparentalidad y
género. O bien entre barrios guetizados, infravivienda, segregación étnica,
pobreza y sobreincidencia de enfermedades. Todo ello conduce hacia la
imposibilidad de un tratamiento unidimensional y sectorial de la exclusión social.
La marginación, como temática de agenda pública, requiere abordajes integrales
en su definición, y horizontales o transversales en sus procesos de gestión.

No podemos tampoco aceptar que la exclusión social esté inscrita de forma


fatalista en el destino de ninguna sociedad. Como no lo está ningún tipo de
desigualdad o marginación. Al contrario, la exclusión es susceptible de ser
abordada desde los valores, desde la acción colectiva, desde la práctica
institucional y desde las políticas públicas. Más aún, en cada sociedad concreta,
las mediaciones políticas y colectivas sobre la exclusión se convierten en uno de
sus factores explicativos clave. ¿Por qué creemos que es importante hacer
hincapié en todo esto?. En otros momentos históricos, por ejemplo en las etapas
centrales de la sociedad industrial, el colectivo sometido a relaciones de
desigualdad y subordinación había adquirido subjetividad propia y, por tanto,
capacidad de autoorganización social y política. Se había convertido en agente
portador de un modelo alternativo, con potencial de superación de las relaciones
de desigualdad vigentes. Ello no pasa con la exclusión. Los colectivos marginados
no conforman ningún sujeto homogéneo y articulado de cambio histórico, visible, y
con capacidad de superación de la exclusión. De ahí que sea mucho más
complicado generar procesos de movilización y definir una praxis superadora de
la exclusión. De ahí también que a menudo se cuestione la posibilidad de
22

mediaciones políticas emancipatorias sobre la exclusión. Y se imponga con


facilidad, en cambio, una cierta perspectiva cultural que lleva a considerar la
exclusión como algo inherente a las sociedades avanza- das del siglo XXI.

En el terreno conceptual, la idea de síntesis pasaría por tanto por considerar la


exclusión social como un fenómeno cambiante, relacional, insertado en el marco
de las transformaciones hacia sociedades postindustriales, y susceptible de
mediaciones políticas colectivas. Pero, ¿qué factores generan exclusión?. Por una
lado, lo que podríamos denominar la fragmentación tridimensional de la sociedad,
provocada por la diversificación étnica derivada de emigraciones de los países
empobrecidos, generadora de un escenario de precarización múltiple (legal,
económica, relacional y familiar); la alteración de la pirámide de edades, con
incremento de las tasas de dependencia demográfica, a menudo ligadas a
estados de dependencia física; y la pluralidad de formas de convivencia familiar
con incremento de la monoparentalidad en capas populares.

En segundo lugar, es evidente el impacto sobre el empleo de la economía


postindustrial, que genera “nuevos perdedores”: desempleo juvenil de nuevo tipo,
estructural y adulto de larga duración; trabajos de baja calidad sin vertiente
formativa; y empleos de salario muy bajo y sin cobertura por convenio colectivo.
Y, finalmente, lo que definiríamos como déficit de inclusividad del estado de
bienestar. Se han ido consolidando, por una parte, fracturas de ciudadanía a partir
del diseño poco inclusivo y en ocasiones del fracaso implementador de las
principales políticas clásicas de bienestar: por ejemplo, la exclusión de la
seguridad social de grupos con insuficiente vinculación al mecanismo contributivo,
o la exclusión de sectores vulnerables al fracaso escolar en la enseñanza pública
de masas. Se ha ido incrementando, por otra parte, el carácter segregador de
ciertos ámbitos de bienestar con una presencia pública muy débil: por ejemplo, los
mercados del suelo e inmobiliario. Este conjunto de factores no operan de forma
aislada entre sí. Se interrelacionan y, a menudo, se potencian mutuamente. De
hecho, las dinámicas de exclusión social se desarrollan al calor de estas
interrelaciones.
23

Propuestas de nuevos abordajes en las políticas de inclusión social

Quiséramos por un lado, destacar la importancia del protagonismo público y social


en la lucha por la inclusión social. Pensamos que en sociedades complejas como
las nuestras los resortes clave de lucha contra la exclusión deben ubi- carse en la
esfera pública. Las políticas sociales, los programas y los servicios impulsados
desde múltiples niveles territoriales de gobierno se convierten en las piezas
fundamentales de un proyecto de sociedad cohesionada. Ahora bien, las políticas
sociales contra la exclusión deben abandonar cualquier pretensión monopolista,
profesionalista o centralizadora. Su papel como palancas hacia el desarrollo social
inclusivo será directamente proporcional a su capacidad de tejer sólidas redes de
interacción con todo tipo de agentes comunitarios y asociativos, en el marco de
sólidos procesos de deliberación sobre modelos sociales, y bien apegadas al
territorio. Y de ahí la imprtancia de una perspectiva de incorporación de los
gobiernos locales en las políticas de inclusión social.

Las acciones públicas contra la exclusión han ido surgiendo en el marco de los
nuevos componentes que acompañan la restructuración de los tradicionales
modelos de bienestar. Como ya sabemos, el estado de bienestar es un espacio
donde, por medio de un abanico de políticas sociales, se trata de dirimir intereses
y de resolver necesidades colectivas. Cabe destacar que las políticas sociales no
se agotan en la interacción entre estado y mercado, ni su impacto se reduce a la
mera corrección de desigualdades materiales. Por otra parte, el tipo de impacto
de las políticas sociales no puede darse por establecido. Los estados de
bienestar, por medio de su oferta de regulaciones y programas, han actuado
como potentes palancas de estructuración social: han articulado y desarticulado,
alterado, intensificado, erosionado, construido o erradicado conflictos o fracturas y
desigualdades económicas, generacionales, étnicas o de género. Dicho de otro
modo, su impacto ha sido y es mucho más complejo y multidireccional de lo que
puede parecer a simple vista.
24

La complejidad de factores y de dinámicas cruzadas que, como hemos visto,


plantea la exclusión social, sitúa muy alto el listón para combatir ese fenómeno
que amenaza la cohesión social presente y futura de nuestras sociedades. Parece
claro que no podemos aplicar las politicas de bienestar surgidas y coherentes con
las situaciones de desigualdad estable y concentrada de la sociedad industrial a
contextos muy distintos. Y ello es especialmente claro cuando nos referimos a los
países y la realidad local Latinoamericana. No nos parece que sea posible
tampoco seguir considerando a la exclusión social como una situación personal,
poco o nada arraigada en factores más estructurales. Desde esta visión, lo que se
plantean son respuestas de corte paternalista, asentadas en el imaginario
tradicional: se reacciona ante la pobreza con medidas asistenciales y paliativas. Y
se hace desde una visión clásica de asistencia social. Y esa manera de abordar la
exclusión sólo provoca estigmatización y cronificación.

Como ya hemos adelantado, cuando hablamos de exclusión social a principios del


siglo XXI estamos hablando de otra cosa. Y ello requiere dar un giro sustancial
tanto a las concepciones con las que se analiza el fenómeno como a las políticas
que pretendan darle respuesta. Requiere buscar las respuestas en dinámicas más
“civiles”, menos dependientes de lo público o de organismos con planteamientos
estrictamente de caridad. Requiere armar mecanismos de respuesta de carácter
comunitario, que construyan autonomía, que reconstruyan relaciones, que recreen
personas. Creemos que el factor esencial de la lucha contra la exclusión hoy día,
pasa por la reconquista de los propios destinos vitales por parte de las personas o
colectivos afectados por esas dinámicas o procesos de exclusión social. Lo cual,
precisa armar un proceso colectivo que faculte el acceso a cada quién a formar
parte del tejido de actores sociales, y por tanto, no se trata sólo de un camino en
solitario de cada uno hacia una hipotética inclusión. No se trata sólo de estar con
los otros, se trata de estar entre los otros. Devolver a cada quién el control de su
propia vida, significa devolverle sus responsabilidades, y ya que entendemos las
relaciones vitales como relaciones sociales, de cooperación y conflicto, esa nueva
asunción de responsabilidades no se plantea sólo como un sentirse responsable
de uno mismo, sino sentirse responsable con y entre los otros. Queremos plantear
25

algunas formulaciones que, desde nuestro punto de vista, pueden permitir


avanzar, desde estas perspectivas, en nuevas fórmulas de lucha contra la exclu-
sión, prosiguiendo así la aspiración milenaria de mejorar la calidad de vida y el
bienestar de los individuos de cualquier sociedad. Y lo queremos hacer teniendo
una especial sensibilidad hacia la importancia de la territorialización de esas
políticas y la influencia en ellas de los gobiernos locales.

• Si la exclusión tiene un carácter estructural, las acciones públicas, desde


lógicas políticas propias y explícitas, deben tender a ser también
estratégicas y tendentes a debilitar los factores que generan precariedad y
marginación

Una de las formas habituales de encarar los fenómenos de exclusión es focalizar


las posibles salidas en la búsqueda de empleo. La inserción a través del empleo
se ha convertido en un elemento clave, y diríamos que inevitable, en la lucha
contra la exclusión. Pero, sin negar que ese es y seguirá siendo un factor muy
importante en el camino para reconstruir un estatus de ciudadano completo,
hemos de recordar que si la exclusión tiene, como decíamos, una dimensión
multifactorial y multidimensional, las formas de inserción han de ser plurales. Lo
decimos, porqué muchas veces se entiende a la inserción socioprofesional como
la forma más completa o definitiva de inserción, y se la compara con formas
“sociales” de inserción, que serían menos satisfactorias o más propias de aquellos
con los que ya no se sabe que hacer. En realidad, tenemos constancia de
situaciones en las que a pesar de gozar de un empleo, no puede hablarse de
inserción social, y, asimismo, se dan muchísimos casos en los que una plena
inserción social no viene acompañada de empleo retribuido alguno, sin que ello
signifique que esa persona o personas no hagan su “trabajo”. Podría decirse que
el énfasis en el empleo ha conducido a modalidades de “yacimientos de empleo”
o a nuevas ocupaciones, que en algunas ocasiones devienen más bien franjas de
empleo mal retribuido y precario. Por otro lado, esa misma tensión hacia el
26

empleo, acostumbra a plantear la “empleabilidad” de las personas en proceso de


exclusión, como si ello fuera una especie de condición personal objetiva, y no se
tratara más bien de algo a ser coproducido entre empleadores, potenciales
empleados y organismos de acompañamiento a la inclusión. La empleabilidad es
mucho más negociación que condición objetiva. Recordar el carácter estructural
de la exclusión, y la necesidad de planteamientos estratégicos al respecto es
sumamente importante si no queremos caer en unidimensionalidades peligrosas
en momentos de replanteamiento general sobre que quiere decir hoy trabajo o
inclusión social.

• Si la exclusión presenta una configuración compleja, las políticas que


traten de darle respuesta deben tender a ser formuladas desde una visión
integral, y debe plantearse su puesta en práctica desde planteamientos
transversales, con formas de coordinación flexible, y desde la mayor
proximidad territorial posible

La inserción social no puede ser entendida como el acceso de personas o


colectivos a una oferta prestablecida de prestaciones, empleos o recursos. En la
concepción que defendemos, la inclusión se presenta como una dinámica que se
apoya en las competencias de las personas. Y que se hace además en un con-
texto social y territorial determinado. La inserción se nutre de la activación de
relaciones sociales de los afectados y de su entorno, y tiene sentido si consigue
no sólo dar salidas individuales a este o aquel, sino que sus objetivos son los de
mejorar el bienestar social de la colectividad en general. Las distintas políticas
presentes en el territorio (sanidad, educación, desarrollo económico, ayuda social,
transporte, cultura,...) presentan una lógica de intervención excesivamente
sectorializada, cuando son precisamente las interacciones entre esas políticas y
sus efectos las que construyen las dinámicas sociales y económicas en cuyo seno
se dan los procesos de exclusión e inserción, afectando a personas y colectivos.
En este sentido, podríamos decir que la llamada política social, a la que se acos-
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tumbran a confiar las respuestas a la exclusión, tiene algo de ficción teórica, ya


que son el conjunto de los distintos aspectos vitales los que contribuyen o no a
crear y nutrir las relaciones sociales que están en la base de las alternativas de
inclusión. Precisamente por todo ello es difícil imaginar que se puedan dar
respuestas reales y en el sentido que aquí defendemos, desde ámbitos
territoriales muy amplios en los que se pierda el sentido de comunidad y de
responsabilidad colectiva. Si hablamos de flexibilidad, de integralidad, de
implicación colectiva, de comunidad y de inteligencia emocional, deberemos
acudir al ámbito local para encontrar el grado de proximidad necesario para que
todo ello sea posible. Y es precisamente en el ámbito local en el que es más
posible introducir dinámicas de colaboración público-sociedad civil, que permitan
aprovechar los distintos recursos de unos y otros, y generar o potenciar los lazos
comunitarios, el llamado capital social, tan decisivo a a hora de asegurar
dinámicas de inclusión sostenibles en el tiempo y con garantías de generar
autonomía y no dependencia, aunque ello no tenga porque implicar la
difuminación de responsabilidades de los poderes públicos. Sobre todo cuando
sabemos que hay factores territoriales que aumentan o disminuyen las
oportunidades vitales de las personas que residen en esos espacios.

• Si la exclusión conlleva un fuerte dinamismo, con “entradas” múltiples y


súbitas, las acciones de respuesta, las acciones públicas deben
tender hacia procesos de prevención, inserción y promoción, fortaleciendo
y restableciendo vínculos laborales, sociales, familiares y comunitarios

La lucha por la inclusión tiene mucho que ver con la creación de lazos de relación
social. La labor de los profesionales dedicados al tema, de los poderes públicos y
de las entidades o asociaciones que trabajan en la inclusión, ha de basarse,
pensamos, en entrar en relación con la persona o el colectivo, ayudar a que se
reconozca, a que reconcilie con su imagen, a trabajar con las relaciones de la
persona con los demás, partiendo de los ámbitos más privados (niños,
familias,...), hasta los espacios públicos más cercanos (vecindario, comunidad,
barrio, ciudad) y las instituciones y entidades (escuelas, empresas, asociaciones,
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poderes públicos,...). De esta manera, la inclusión implica reconstruir su condición


de actor social. Todo ello exige conocer los recursos del medio, para movilizarlos
y aprovecharlos. De esta manera, no sólo se consigue que el proceso de inclusión
sea un proceso de reconstrucción de lazos y de relaciones, sino que sea también
un proceso compartido, no estrictamente profesionalizado, y que además permita
que el entorno social, la comunidad, la esfera local, reconozca los problemas que
generan exclusión, convirtiendo el problema de unos pocos en un debate público
que a todos concierne. Por ello se habla de coproducción de los procesos de
inclusión, en la que unos y otros asumen el riesgo de recrear lazos, de recuperar
vínculos, sin que sea posible, en una dinámica como la que apuntamos, anticipar
demasiado planes de acción y fijar resultados de antemano, ya que de la misma
manera que la exclusión ha sido debida a una multiplicidad de hechos y de
situaciones, también la inclusión deberá ser objeto de una búsqueda en la acción.

• Finalmente, si la lucha contra la exclusión tiene que abordarse desde


formas de hacer que habiliten y capaciten a las personas, las políticas
públicas deben tender a incorporar procesos e instrumentos de
participación, de activación de roles personales y comunitarios, y de
fortalecimiento del capital humano y social en la esfera local

La inclusión no puede ser concebida como una aventura personal, en la que el


“combatiente” va pasando obstáculos hasta llegar a un punto predeterminado por
los especialistas. Inclusión y exclusión son términos cambiantes que se van
construyendo y reconstruyendo socialmente. Entendemos por tanto la inclusión
como un proceso de construcción colectiva no exenta de riesgos. En ese proceso
los poderes públicos actúan más como garantes que como gerentes. Se busca la
autonomía, no la dependencia. Se busca construir un régimen de inclusión, y ello
quiere decir entender la inclusión como una proceso colectivo, en el que un grupo
de gente, relacionada informal y formalmente, desde posiciones públicas y no
públicas, tratan de conseguir un entorno de cohesión social para su comunidad.
Ello exige activar la colaboración, generar incentivos, construir consenso. Y
aceptar los riesgos. Para todo ello, las personas y los colectivos han de tener la
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opor- tunidad de participar desde el principio en el diseño y puesta en práctica de


las medidas de inclusión que les afecten. Si no les queda otra alternativa (no
pueden “salir”), han de poder participar (“hacerse oir”). Todo proceso de inclusión
es un proyecto personal y colectivo, en el que los implicados, los profesionales
encargados del acompañamiento, las instituciones implicadas en ello, y la
comunidad en la que se inserta todo ello, participan, asumen riesgos y
responsabilidades, y entienden el tema como un compromiso colectivo en el que
todos pueden ganar y todos pueden perder.

.En resumen y como hemos visto, la proximidad, la integralidad y la implicación


social confluyen pues como criterios básicos en la definición de todo tipo de
respuesta contra la exclusión social, en la renovada lucha por mejorar el bienestar
ciudadano. Criterios transversales que deberían informar cualquier propuesta de
fondo, tenga ésta el contenido que tenga. Deberíamos insistir en la visión que el
espacio público y el bienestar colectivo como ámbitos de corresponsabilidad entre
el conjunto de instituciones públicas y representativas y la sociedad. Creemos que
una sociedad que cuenta con un tejido asociativo fuerte es una sociedad que
genera lazos de confianza y estos permiten avanzar en una concepción de los
problemas públicos (en este caso de la inclusión y del bienestar) como algo
compartido, y no únicamente de los poderes públicos. En el caso de las políticas
de inclusión, este factor es, además, estratégico, ya que, como hemos repetido, la
inclusión social y el bienestar colectico, requerirán abordajes desde la proximidad,
desde la integralidad de políticas y desde una lógica que permite y refuerze la
implicación social en el proceso. Es evidente que la situaciónd e debilidad de los
gobiernos locales en el escenario del gobierno multinivel, no favorece
preisamente estos abordajes de proximidad, pero toda la experiencia acumulada
avala esa perspectiva y nos lleva a proponer el reforzamiento de la esfera local al
respecto.
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