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previsible
Desde los inicios de la expansión de la microinformática y la internet, el mundo educativo no ha
parado de señalar los riesgos de la brecha digital. A comienzos de la década de los noventa se
publicaron en los EEUU varios informes que dieron origen al concepto. Hace apenas tres años,
Susana Vázquez y yo realizamos una serie de entrevistas a profesores sobre la incorporación
del y al entorno digital y todavía llamaba la atención la insistencia, particularmente desde la
escuela público, en que resultaba impensable porque una parte importante de alumnos y
familias no tenían equipamiento ni conectividad.
La fuente que venía a verificar la existencia de tal brecha, más allá del anecdotario, eran las
encuestas de acceso a los ordenadores y a la red. A comienzos del siglo, no obstante,
comenzaron ya a indicar que los alumnos de familias de menos recursos económicos,
culturales, etc. pasaban más tiempo ante el ordenador y en la red que sus compañeros de
clase media y alta, culta y escolarizada, etc. Tras la primera sorpresa, pronto se supo la
explicación: las familias más acomodadas y educadas tienen una oferta más amplia de
actividad y de ocio para sus hijos y son más capaces de entender, controlar y orientar lo que
hacen estos ante las pantallas. Se comenzó a hablar entonces de la brecha de segundo orden,
en el uso, entre un uso más variado, selectivo y formativo y otro más indiferenciado,
consuntivo, pasivo.